Gabriel García Márquez
El otoño del patriarca


Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza. Sólo entonces nos atrevimos a entrar sin embestir los carcomidos muros de piedra fortificada, como querían los más resueltos, ni desquiciar con yuntas de bueyes la entrada principal, como otros proponían, pues bastó con que alguien los empujara para que cedieran en sus goznes los portones blindados que en los tiempos heroicos de la casa habían resistido a las lombardas de William Dampier. Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guarida del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita. A lo largo del primer patio, cuyas baldosas habían cedido a la presión subterránea de la maleza, vimos el retén en desorden de la guardia fugitiva, las armas abandonadas en los armarios, el largo mesón de tablones bastos con los platos de sobras del almuerzo dominical interrumpido por el pánico, vimos el galpón en penumbra donde estuvieron las oficinas civiles, los hongos de colores y los lirios pálidos entre los memoriales sin resolver cuyo curso ordinario había sido más lento que las vidas más áridas, vimos en el centro del patio la alberca bautismal donde fueron cristianizadas con sacramentos marciales más de cinco generaciones, vimos en el fondo la antigua caballeriza de los virreyes transformada en cochera, y vimos entre las camelias y las mariposas la berlina de los tiempos del ruido, el furgón de la peste, la carroza del año del cometa, el coche fúnebre del progreso dentro del orden, la limusina sonámbula del primer siglo de paz, todos en buen estado bajo la telaraña polvorienta y todos pintados con los colores de la bandera. En el patio siguiente, detrás de una verja de hierro, estaban los rosales nevados de polvo lunar a cuya sombra dormían los leprosos en los tiempos grandes de la casa, y habían proliferado tanto en el abandono que apenas si quedaba un resquicio sin olor en aquel aire de rosas revuelto con la pestilencia que nos llegaba del fondo del jardín y el tufo de gallinero y la hedentina de boñigas y fermentos de orines de vacas y soldados de la basílica colonial convertida en establo de ordeño. Abriéndonos paso a través del matorral asfixiante vimos la galería de arcadas con tiestos de claveles y frondas de astromelias y trinitarias donde estuvieron las barracas de las concubinas, y por la variedad de los residuos domésticos y la cantidad de las máquinas de coser nos pareció posible que allí hubieran vivido más de mil mujeres con sus recuas de sietemesinos, vimos el desorden de guerra de las cocinas, la ropa podrida al sol en las albercas de lavar, la sentina abierta del cagadero común de concubinas y soldados, y vimos en el fondo los sauces babilónicos que habían sido transportados vivos desde el Asia Menor en gigantescos invernaderos de mar, con su propio suelo, su savia y su llovizna, y al fondo de los sauces vimos la casa civil, inmensa y triste, por cuyas celosías desportilladas seguían metiéndose los gallinazos. No tuvimos que forzar la entrada, como habíamos pensado, pues la puerta central pareció abrirse al solo impulso de la voz, de modo que subimos a la planta principal por una escalera de piedra viva cuyas alfombras de ópera habían sido trituradas por las pezuñas de las vacas, y desde el primer vestíbulo hasta los dormitorios privados vimos las oficinas y las salas oficiales en ruinas por donde andaban las vacas impávidas comiéndose las cortinas de terciopelo y mordisqueando el raso de los sillones, vimos cuadros heroicos de santos y militares tirados por el suelo entre muebles rotos y plastas recientes de boñiga de vaca, vimos un comedor comido por las vacas, la sala de música profanada por estropicios de vacas, las mesitas de dominó destruidas y las praderas de las mesas de billar esquilmadas por las vacas, vimos abandonada en un rincón la máquina del viento, la que falsificaba cualquier fenómeno de los cuatro cuadrantes de la rosa náutica para que la gente de la casa soportara la nostalgia del mar que se fue, vimos jaulas de pájaros colgadas por todas partes y todavía cubiertas con los trapos de dormir de alguna noche de la semana anterior, y vimos por las ventanas numerosas el extenso animal dormido de la ciudad todavía inocente del lunes histórico que empezaba a vivir, y más allá de la ciudad, hasta el horizonte, vimos los cráteres muertos de ásperas cenizas de luna de la llanura sin término donde había estado el mar. En aquel recinto prohibido que muy pocas gentes de privilegio habían logrado conocer, sentimos por primera vez el olor de carnaza de los gallinazos, percibimos su asma milenaria, su instinto premonitorio, y guiándonos por el viento de putrefacción de sus aletazos encontramos en la sala de audiencias los cascarones agusanados de las vacas, sus cuartos traseros de animal femenino varias veces repetidos en los espejos de cuerpo entero, y entonces empujamos una puerta lateral que daba a una oficina disimulada en el muro, y allí lo vimos a él, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, más viejo que todos los hombres y todos los animales viejos de la tierra y del agua, y estaba tirado en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, como había dormido noche tras noche durante todas las noches de su larguísima vida de déspota solitario. Sólo cuando lo volteamos para verle la cara comprendimos que era imposible reconocerlo aunque no hubiera estado carcomido de gallinazos, porque ninguno de nosotros lo había visto nunca, y aunque su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y los escapularios, y aunque su litografía enmarcada con la bandera en el pecho y el dragón de la patria estaba expuesta a todas horas en todas partes, sabíamos que eran copias de copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa, cuando nuestros propios padres sabían quién era él porque se lo habían oído contar a los suyos, como éstos a los suyos, y desde niños nos acostumbraron a creer que él estaba vivo en la casa del poder porque alguien había visto encenderse los globos de luz una noche de fiesta, alguien había contado que vi los ojos tristes, los labios pálidos, la mano pensativa que iba diciendo adioses de nadie a través de los ornamentos de misa del coche presidencial, porque un domingo de hacía muchos años se habían llevado al ciego callejero que por cinco centavos recitaba los versos del olvidado poeta Rubén Darío y había vuelto feliz con una morrocota legítima con que le pagaron un recital que había hecho sólo para él, aunque no lo había visto, por supuesto, no porque fuera ciego sino porque ningún mortal lo había visto desde los tiempos del vómito negro, y sin embargo sabíamos que él estaba ahí, lo sabíamos porque el mundo seguía, la vida seguía, el correo llegaba, la banda municipal tocaba la retreta de valses bobos de los sábados bajo las palmeras polvorientas y los faroles mustios de la Plaza de Armas, y otros músicos viejos reemplazaban en la banda a los músicos muertos. En los últimos años, cuando no se volvieron a oír ruidos humanos ni cantos de pájaros en el interior y se cerraron para siempre los portones blindados, sabíamos que había alguien en la casa civil porque de noche se veían luces que parecían de navegación a través de las ventanas del lado del mar, y quienes se atrevieron a acercarse oyeron desastres de pezuñas y suspiros de animal grande detrás de las paredes fortificadas, y una tarde de enero habíamos visto una vaca contemplando el crepúsculo desde el balcón presidencial, imagínese, una vaca en el balcón de la patria, qué cosa más inicua, qué país de mierda, pero se hicieron tantas conjeturas de cómo era posible que una vaca llegara hasta un balcón si todo el mundo sabía que las vacas no se trepaban por las escaleras, y menos si eran de piedra, y mucho menos si estaban alfombradas, que al final no supimos si en realidad la vimos o si era que pasamos una tarde por la Plaza de Armas y habíamos soñado caminando que habíamos visto una vaca en un balcón presidencial donde nada se había visto ni había de verse otra vez en muchos años hasta el amanecer del último viernes cuando empezaron a llegar los primeros gallinazos que se alzaron de donde estaban siempre adormilados en la cornisa del hospital de pobres, vinieron más de tierra adentro, vinieron en oleadas sucesivas desde el horizonte del mar de polvo donde estuvo el mar, volaron todo un día en círculos lentos sobre la casa del poder hasta que un rey con plumas de novia y golilla encarnada impartió una orden silenciosa y empezó aquel estropicio de vidrios, aquel viento de muerto grande, aquel entrar y salir de gallinazos por las ventanas como sólo era concebible en una casa sin autoridad, de modo que también nosotros nos atrevimos a entrar y encontramos en el santuario desierto los escombros de la grandeza, el cuerpo picoteado, las manos lisas de doncella con el anillo del poder en el hueso anular, y tenía todo el cuerpo retoñado de liqúenes minúsculos y animales parasitarios de fondo de mar, sobre todo en las axilas y en las ingles, y tenía el braguero de lona en el testículo herniado que era lo único que habían eludido los gallinazos a pesar de ser tan grande como un riñón de buey, pero ni siquiera entonces nos atrevimos a creer en su muerte porque era la segunda vez que lo encontraban en aquella oficina, solo y vestido, y muerto al parecer de muerte natural durante el sueño, como estaba anunciado desde hacía muchos años en las aguas premonitorias de los lebrillos de las pitonisas. La primera vez que lo encontraron, en el principio de su otoño, la nación estaba todavía bastante viva como para que él se sintiera amenazado de muerte hasta en la soledad de su dormitorio, y sin embargo gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás, pues aquello no parecía entonces una casa presidencial sino un mercado donde había que abrirse paso por entre ordenanzas descalzos que descargaban burros de hortalizas y huacales de gallinas en los corredores, saltando por encima de comadres con ahijados famélicos que dormían apelotonadas en las escaleras para esperar el milagro de la caridad oficial, había que eludir las corrientes de agua sucia de las concubinas deslenguadas que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y trapeaban los pisos y cantaban canciones de amores ilusorios al compás de las ramas secas con que venteaban las alfombras en los balcones, y todo aquello entre el escándalo de los funcionarios vitalicios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, y tráficos de putas y soldados en los retretes, y alborotos de pájaros, y peleas de perros callejeros en medio de las audiencias, porque nadie sabía quién era quién ni de parte de quién en aquel palacio de puertas abiertas dentro de cuyo desorden descomunal era imposible establecer dónde estaba el gobierno. El hombre de la casa no sólo participaba de aquel desastre de feria sino que él mismo lo promovía y comandaba, pues tan pronto como se encendían las luces de su dormitorio, antes de que empezaran a cantar los gallos, la diana de la guardia presidencial mandaba el aviso del nuevo día al cercano cuartel del Conde, y éste lo repetía para la base de San Jerónimo, y ésta para la fortaleza del puerto, y ésta volvía a repetirlo para las seis dianas sucesivas que despertaban primero a la ciudad y luego a todo el país, mientras él meditaba en el excusado portátil tratando de apagar con las manos el zumbido de sus oídos, que entonces empezaba a manifestarse, y viendo pasar la luz de los buques por el voluble mar de topacio que en aquellos tiempos de gloria estaba todavía frente a su ventana. Todos los días, desde que tomó posesión de la casa, había vigilado el ordeño en los establos para medir con su mano la cantidad de leche que habían de llevar las tres carretas presidenciales a los cuarteles de la ciudad, tomaba en la cocina un tazón de café negro con cazabe sin saber muy bien para dónde lo arrastraban las ventoleras de la nueva jornada, atento siempre al cotorreo de la servidumbre que era la gente de la casa con quien hablaba el mismo lenguaje, cuyos halagos serios estimaba más y cuyos corazones descifraba mejor, y un poco antes de las nueve tomaba un baño lento de aguas de hojas hervidas en la alberca de granito construida a la sombra de los almendros de su patio privado, y sólo después de las once conseguía sobreponerse a la zozobra del amanecer y se enfrentaba a los azares de la realidad. Antes, durante la ocupación de los infantes de marina, se encerraba en la oficina para decidir el destino de la patria con el comandante de las tropas de desembarco y firmaba toda clase de leyes y mandatos con la huella del pulgar, pues entonces no sabía leer ni escribir, pero cuando lo dejaron solo otra vez con su patria y su poder no volvió a emponzoñarse la sangre con la conduerma de la ley escrita sino que gobernaba de viva voz y de cuerpo presente a toda hora y en todas partes con una parsimonia rupestre pero también con una diligencia inconcebible a su edad, asediado por una muchedumbre de leprosos, ciegos y paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, y políticos de letras y aduladores impávidos que lo proclamaban corregidor de los terremotos, los eclipses, los años bisiestos y otros errores de Dios, arrastrando por toda la casa sus grandes patas de elefante en la nieve mientras resolvía problemas de estado y asuntos domésticos con la misma simplicidad con que ordenaba que me quiten esta puerta de aquí y me la pongan allá, la quitaban, que me la vuelvan a poner, la ponían, que el reloj de la torre no diera las doce a las doce sino a las dos para que la vida pareciera más larga, se cumplía, sin un instante de vacilación, sin una pausa, salvo a la hora mortal de la siesta en que se refugiaba en la penumbra de las concubinas, elegía una por asalto, sin desvestirla ni desvestirse, sin cerrar la puerta, y en el ámbito de la casa se escuchaba entonces su resuello sin alma de marido urgente, el retintín anhelante de la espuela de oro, su llantito de perro, el espanto de la mujer que malgastaba su tiempo de amor tratando de quitarse de encima la mirada escuálida de los sietemesinos, sus gritos de lárguense de aquí, váyanse a jugar en el patio que esto no lo pueden ver los niños, y era como si un ángel atravesara el cielo de la patria, se apagaban las voces, se paró la vida, todo el mundo quedó petrificado con el índice en los labios, sin respirar, silencio, el general está tirando, pero quienes mejor lo conocieron no confiaban ni siquiera en la tregua de aquel instante sagrado, pues siempre parecía que se desdoblaba, que lo vieron jugando dominó a las siete de la noche y al mismo tiempo lo habían visto prendiendo fuego a las bostas de vaca para ahuyentar los mosquitos en la sala de audiencias, ni nadie se alimentaba de ilusiones mientras no se apagaban las luces de las últimas ventanas y se escuchaba el ruido de estrépito de las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio presidencial, y se oía el golpe del cuerpo al derrumbarse de cansancio en el suelo de piedra, y la respiración de niño decrépito que se iba haciendo más profunda a medida que montaba la marea, hasta que las arpas nocturnas del viento acallaban las chicharras de sus tímpanos y un ancho maretazo de espuma arrasaba las calles de la rancia ciudad de los virreyes y los bucaneros e irrumpía en la casa civil por todas las ventanas como un tremendo sábado de agosto que hacía crecer percebes en los espejos y dejaba la sala de audiencias a merced de los delirios de los tiburones y rebasaba los niveles más altos de los océanos prehistóricos, y desbordaba la faz de la tierra, y el espacio y el tiempo, y sólo quedaba él solo flotando bocabajo en el agua lunar de sus sueños de ahogado solitario, con su uniforme de lienzo de soldado raso, sus polainas, su espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Aquel estar simultáneo en todas partes durante los años pedregosos que precedieron a su primera muerte, aquel subir mientras bajaba, aquel extasiarse en el mar mientras agonizaba de malos amores no eran un privilegio de su naturaleza, como lo proclamaban sus aduladores, ni una alucinación multitudinaria, como decían sus críticos, sino que era la suerte de contar con los servicios íntegros y la lealtad de perro de Patricio Aragonés, su doble perfecto, que había sido encontrado sin que nadie lo buscara cuando le vinieron con la novedad mi general de que una falsa carroza presidencial andaba por pueblos de indios haciendo un próspero negocio de suplantación, que habían visto los ojos taciturnos en la penumbra mortuoria, que habían visto los labios pálidos, la mano de novia sensitiva con un guante de raso que iba echando puñados de sal a los enfermos arrodillados en la calle, y que detrás de la carroza iban dos falsos oficiales de a caballo cobrando en moneda dura el favor de la salud, imagínese mi general, qué sacrilegio, pero él no dio ninguna orden contra el suplantador sino que había pedido que lo llevaran en secreto a la casa presidencial con la cabeza metida en un talego de fique para que no fueran a confundirlo, y entonces padeció la humillación de verse a sí mismo en semejante estado de igualdad, carajo, si este hombre soy yo, dijo, porque era en realidad como si lo fuera, salvo por la autoridad de la voz, que el otro no logró imitar nunca, y por la nitidez de las líneas de la mano en donde el arco de la vida se prolongaba sin tropiezos en torno a la base del pulgar, y si no lo hizo fusilar en el acto no fue por el interés de mantenerlo como suplantador oficial, pues esto se le ocurrió más tarde, sino porque lo inquietó la ilusión de que las cifras de su propio destino estuvieran escritas en la mano del impostor. Cuando se convenció de la vanidad de aquel sueño ya Patricio Aragonés había sobrevivido impasible a seis atentados, había adquirido la costumbre de arrastrar los pies aplanados a golpes de mazo, le zumbaban los oídos y le cantaba la potra en las madrugadas de invierno, y había aprendido a quitarse y a ponerse la espuela de oro como si se le enredaran las correas sólo por ganar tiempo en las audiencias mascullando carajo con estas hebillas que fabrican los herreros de Flandes que ni para eso sirven, y de bromista y lenguaraz que había sido cuando soplaba botellas en la carquesa de su padre se volvió meditativo y sombrío y no ponía atención a lo que le decían sino que escudriñaba la penumbra de los ojos para adivinar lo que no le decían, y nunca contestó a una pregunta sin antes preguntar a su vez y usted qué opina y de holgazán y vividor que había sido en el negocio de vender milagros se volvió diligente hasta el tormento y caminador implacable, se volvió tacaño y rapaz, se resignó a amar por asalto y a dormir en el suelo, vestido, bocabajo y sin almohada, y renunció a sus ínfulas precoces de identidad propia y a toda vocación hereditaria de veleidad dorada de simplemente soplar y hacer botellas, y afrontaba los riesgos más tremendos del poder poniendo primeras piedras donde nunca se había de poner la segunda, cortando cintas inaugurales en tierra de enemigos y soportando tantos sueños pasados por agua y tantos suspiros reprimidos de ilusiones imposibles al coronar sin apenas tocarlas a tantas y tan efímeras e inalcanzables reinas de la belleza, pues se había conformado para siempre con el destino raso de vivir un destino que no era el suyo, aunque no lo hizo por codicia ni convicción sino porque él le cambió la vida por el empleo vitalicio de impostor oficial con un sueldo nominal de cincuenta pesos mensuales y la ventaja de vivir como un rey sin la calamidad de serlo, qué más quieres. Aquella confusión de identidades alcanzó su tono mayor una noche de vientos largos en que él encontró a Patricio Aragonés suspirando hacia el mar en el vapor fragante de los jazmines y le preguntó con una alarma legítima si no le habían echado acónito en la comida que andaba a la deriva y como atravesado por un mal aire, y Patricio Aragonés le contestó que no mi general, que la vaina es peor, que el sábado había coronado a una reina de carnaval y había bailado con ella el primer vals y ahora no encontraba la puerta para salir de aquel recuerdo, porque era la mujer más hermosa de la tierra, de las que no se hicieron para uno mi general, si usted la viera, pero él replicó con un suspiro de alivio que qué carajo, ésas son vainas que le suceden a los hombres cuando están estreñidos de mujer, le propuso secuestrársela como hizo con tantas mujeres retrecheras que habían sido sus concubinas, te la pongo a la fuerza en la cama con cuatro hombres de tropa que la sujeten por los pies y las manos mientras tú te despachas con la cuchara grande, qué carajo, te la comes barbeada, le dijo, hasta las más estrechas se revuelcan de rabia al principio y después te suplican que no me deje así mi general como una triste pomarrosa con la semilla suelta, pero Patricio Aragonés no quería tanto sino que quería más, quería que lo quisieran, porque ésta es de las que saben de dónde son los cantantes mi general, ya verá que usted mismo lo va a ver cuando la vea, así que él le indicó como fórmula de alivio los senderos nocturnos de los cuartos de sus concubinas y lo autorizó para usarlas como si fuera él mismo, por asalto y de prisa y con la ropa puesta, y Patricio Aragonés se sumergió de buena fe en aquel cenagal de amores prestados creyendo que con ellos le iba a poner una mordaza a sus anhelos, pero era tanta su ansiedad que a veces se olvidaba de las condiciones del préstamo, se desbraguetaba por distracción, se demoraba en pormenores, tropezaba por descuido con las piedras ocultas de las mujeres más mezquinas, les desentrañaba los suspiros y las hacía reír de asombro en las tinieblas, qué bandido mi general, le decían, se nos está volviendo avorazado después de viejo, y desde entonces ninguno de ellos ni ninguna de ellas supo nunca cuál de los hijos de quién era hijo de quién, ni con quién, pues también los hijos de Patricio Aragonés como los suyos nacían sietemesinos. Así fue como Patricio Aragonés se convirtió en el hombre esencial del poder, el más amado y quizá también el más temido, y él dispuso de más tiempo para ocuparse de las fuerzas armadas con tanta atención como al principio de su mandato, no porque las fuerzas armadas fueran el sustento de su poder, como todos creíamos, sino al contrario, porque eran su enemigo natural más temible, de modo que les hacía creer a unos oficiales que estaban vigilados por los otros, les barajaba los destinos para impedir que se confabularan, dotaba a los cuarteles de ocho cartuchos de fogueo por cada diez legítimos y les mandaba pólvora revuelta con arena de playa mientras él mantenía el parque bueno al alcance de la mano en un depósito de la casa presidencial cuyas llaves cargaba en una argolla con otras llaves sin copias de otras puertas que nadie más podía franquear, protegido por la sombra tranquila de mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar, un artillero de academia que era además su ministro de la defensa y al mismo tiempo comandante de las guardias presidenciales, director de los servicios de seguridad del estado y uno de los muy pocos mortales que estuvieron autorizados para ganarle a él una partida de dominó, porque había perdido el brazo derecho tratando de desmontar una carga de dinamita minutos antes de que la berlina presidencial pasara por el sitio del atentado. Se sentía tan seguro con el amparo del general Rodrigo de Aguilar y la asistencia de Patricio Aragonés, que empezó a descuidar sus presagios de conservación y se fue haciendo cada vez más visible, se atrevió a pasear por la ciudad con sólo un edecán en un carricoche sin insignias contemplando por entre los visillos la catedral arrogante de piedra dorada que él había declarado por decreto la más bella del mundo, atisbaba las mansiones antiguas de calicanto con portales de tiempos dormidos y girasoles vueltos hacia el mar, las calles adoquinadas con olor de pabilo del barrio de los virreyes, las señoritas lívidas que hacían encaje de bolillo con una decencia ineluctable entre los tiestos de claveles y los colgajos de trinitarias de la luz de los balcones, el convento ajedrezado de las vizcaínas con el mismo ejercicio de clavicordio a las tres de la tarde con que habían celebrado el primer paso del cometa, atravesó el laberinto babélico del comercio, su música mortífera, los lábaros de billetes de lotería, los carritos de guarapo, los sartales de huevos de iguana, los baratillos de los turcos descoloridos por el sol, el lienzo pavoroso de la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corbinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones de maderas bordadas, sintió el viento de mariscos podridos, la luz cotidiana de los pelícanos a la vuelta de la esquina, el desorden de colores de las barracas de los negros en los promontorios de la bahía, y de pronto, ahí está, el puerto, ay, el puerto, el muelle de tablones de esponja, el viejo acorazado de los infantes más largo y más sombrío que la verdad, la estibadora negra que se apartó demasiado tarde para dar paso al cochecito despavorido y se sintió tocada de muerte por la visión del anciano crepuscular que contemplaba el puerto con la mirada más triste del mundo, es él, exclamó asustada, que viva el macho, gritó, que viva, gritaban los hombres, las mujeres, los niños que salían corriendo de las cantinas y las fondas de chinos, que viva, gritaban los que trabaron las patas de los caballos y bloquearon el coche para estrechar la mano del poder, una maniobra tan certera e imprevista que él apenas tuvo tiempo de apartar el brazo armado del edecán reprendiéndolo con voz tensa, no sea pendejo, teniente, déjelos que me quieran, tan exaltado con aquel arrebato de amor y con otros semejantes de los días siguientes que al general Rodrigo de Aguilar le costó trabajo quitarle la idea de pasearse en una carroza descubierta para que puedan verme de cuerpo entero los patriotas de la patria, qué carajo, pues él ni siquiera sospechaba que el asalto del puerto había sido espontáneo pero que los siguientes fueron organizados por sus propios servicios de seguridad para complacerlo sin riesgos, tan engolosinado con los aires de amor de las vísperas de su otoño que se atrevió a salir de la ciudad después de muchos años, volvió a poner en marcha el viejo tren pintado con los colores de la bandera que se trepaba gateando por las cornisas de su vasto reino de pesadumbre, abriéndose paso por entre ramazones de orquídeas y balsaminas amazónicas, alborotando micos, aves del paraíso, leopardos dormidos sobre los rieles, hasta los pueblos glaciales y desiertos de su páramo natal en cuyas estaciones lo esperaban con bandas de músicas lúgubres, le tocaban campanas de muerto, le mostraban letreros de bienvenida al patricio sin nombre que está sentado a la diestra de la Santísima Trinidad, le reclutaban indios deshalagados de las veredas que bajaban a conocer el poder oculto en la penumbra fúnebre del vagón presidencial, y los que conseguían acercarse no veían nada más que los ojos atónitos detrás de los cristales polvorientos, veían los labios trémulos, la palma de una mano sin origen que saludaba desde el limbo de la gloria, mientras alguien de la escolta trataba de apartarlo de la ventana, tenga cuidado, general, la patria lo necesita, pero él replicaba entre sueños no te preocupes, coronel, esta gente me quiere, lo mismo en el tren de los páramos que en el buque fluvial de rueda de madera que iba dejando un rastro de valses de pianola por entre la fragancia dulce de gardenias y salamandras podridas de los afluentes ecuatoriales, eludiendo carcachas de dragones prehistóricos, islas providenciales donde se echaban a parir las sirenas, atardeceres de desastres de inmensas ciudades desaparecidas, hasta los caseríos ardientes y desolados cuyos habitantes se asomaban a la orilla para ver el buque de madera pintado con los colores de la patria y apenas si alcanzaban a distinguir una mano de nadie con un guante de raso que saludaba desde la ventana del camarote presidencial, pero él veía los grupos de la orilla que agitaban hojas de malanga a falta de banderas, veía los que se echaban al agua con una danta viva, un ñame gigantesco como una pata de elefante, un huacal de gallinas de monte para la olla del sancocho presidencial, y suspiraba conmovido en la penumbra eclesiástica del camarote, mírelos cómo vienen, capitán, mire cómo me quieren. En diciembre, cuando el mundo del Caribe se volvía de vidrio, subía en el carricoche por las cornisas de rocas hasta la casa encaramada en la cumbre de los arrecifes y se pasaba la tarde jugando dominó con los antiguos dictadores de otros países del continente, los padres destronados de otras patrias a quienes él había concedido el asilo a lo largo de muchos años y que ahora envejecían en la penumbra de su misericordia soñando con el barco quimérico de la segunda oportunidad en las sillas de las terrazas, hablando solos, muriéndose muertos en la casa de reposo que él había construido para ellos en el balcón del mar después de haberlos recibido a todos como si fueran uno solo, pues todos aparecían de madrugada con el uniforme de aparato que se habían puesto al revés sobre la piyama, con un baúl de dinero saqueado del tesoro público y una maleta con un estuche de condecoraciones, recortes de periódicos pegados en viejos libros de contabilidad y un álbum de retratos que le mostraban a él en la primera audiencia como si fueran las credenciales, diciendo mire usted, general, éste soy yo cuando era teniente, aquí fue el día de la posesión, aquí fue en el decimosexto aniversario de la toma del poder, aquí, mire usted general, pero él les concedía el asilo político sin prestarles mayor atención ni revisar credenciales porque el único documento de identidad de un presidente derrocado debe ser el acta de defunción, decía, y con el mismo desprecio escuchaba el discursillo ilusorio de que acepto por poco tiempo su noble hospitalidad mientras la justicia del pueblo llama a cuentas al usurpador, la eterna fórmula de solemnidad pueril que poco después le escuchaba al usurpador, y luego al usurpador del usurpador como si no supieran los muy pendejos que en este negocio de hombres el que se cayó se cayó, y a todos los hospedaba por unos meses en la casa presidencial, los obligaba a jugar dominó hasta despojarlos del último céntimo, y entonces me llevó del brazo frente a la ventana del mar, me ayudó a dolerme de esta vida puñetera que sólo camina para un solo lado, me consoló con la ilusión de que me fuera para allá, miré, allá, en aquella casa enorme que parecía un trasatlántico encallado en la cumbre de los arrecifes donde le tengo un aposento con muy buena luz y buena comida, y mucho tiempo para olvidar junto a otros compañeros en desgracia, y con una terraza marina donde a él le gustaba sentarse en las tardes de diciembre no tanto por el placer de jugar al dominó con aquella cáfila de mampolones sino para disfrutar de la dicha mezquina de no ser uno de ellos, para mirarse en el espejo de escarmiento de la miseria de ellos mientras él chapaleaba en la ciénaga grande la felicidad, soñando solo, persiguiendo en puntillas como un mal pensamiento a las mulatas mansas que barrían la casa civil en la penumbra del amanecer, husmeaba su rastro de dormitorio público y brillantina de botica, acechaba la ocasión de encontrarse con una sola para hacer amores de gallo detrás de las puertas de las oficinas mientras ellas reventaban de risa en la sombra, qué bandido mi general, tan grande y todavía tan garoso, pero él quedaba triste después del amor y se ponía a cantar para consolarse donde nadie lo oyera, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, mírame cómo estoy de acontecido en el patíbulo de tu ventana, cantaba, tan seguro del amor de su pueblo en aquellos octubres sin malos presagios que colgaba una hamaca en el patio de la mansión de los suburbios donde vivía su madre Bendición Alvarado y hacía la siesta a la sombra de los tamarindos, sin escolta, soñando con los peces errátiles que navegaban en las aguas de color de los dormitorios, la patria es lo mejor que se ha inventado, madre, suspiraba, pero nunca esperaba la réplica de la única persona en el mundo que se atrevió a reprenderlo por el olor a cebollas rancias de sus axilas, sino que regresaba a la casa presidencial por la puerta grande exaltado con aquella estación de milagro del Caribe en enero, aquella reconciliación con el mundo al cabo de la vejez, aquellas tardes malvas en que había hecho las paces con el nuncio apostólico y éste lo visitaba sin audiencia para tratar de convertirlo a la fe de Cristo mientras tomaban chocolate con galletitas, y él alegaba muerto de risa que si Dios es tan macho como usted dice dígale que me saque este cucarrón que me zumba en el oído, le decía, se desabotonaba los nueve botones de la bragueta y le mostraba la potra descomunal, dígale que me desinfle esta criatura, le decía, pero el nuncio lo pastoreaba con un largo estoicismo, trataba de convencerlo de que todo lo que es verdad, dígalo quien lo diga, proviene del Espíritu Santo, y él lo acompañaba hasta la puerta con las primeras lámparas, muerto de risa como muy pocas veces lo habían visto, no gaste pólvora en gallinazos, padre, le decía, para qué me quiere convertido si de todos modos hago lo que ustedes quieren, qué carajo. Aquel remanso de placidez se desfondó de pronto en la gallera de un páramo remoto cuando un gallo carnicero le arrancó la cabeza al adversario y se la comió a picotazos ante un público enloquecido de sangre y una charanga de borrachos que celebró el horror con músicas de fiesta, porque él fue el único que registró el mal presagio, lo sintió tan nítido e inminente que ordenó en secreto a su escolta que arrestaran a uno de los músicos, a ése, el que está tocando el bombardino, y en efecto le encontraron una escopeta de cañón recortado y confesó bajo tortura que pensaba disparar contra él en la confusión de la salida, por supuesto, era más que evidente, explicó él, porque yo miraba a todo el mundo y todo el mundo me miraba a mí, pero el único que no se atrevió a mirarme ni una sola vez fue ese cabrón del bombardino, pobre hombre, y sin embargo él sabía que no era ésa la razón última de su ansiedad, pues la siguió sintiendo en las noches de la casa civil aun después de que sus servicios de seguridad le demostraron que no había motivos de inquietud mi general, que todo estaba en orden, pero él se había aferrado a Patricio Aragonés como si fuera él mismo desde que padeció el presagio de la gallera, le daba de comer de su propia comida, le daba a beber de su propia miel de abejas con la misma cuchara para morirse al menos con el consuelo de que ambos se murieran juntos si las cosas estaban envenenadas, y andaban como fugitivos por aposentos olvidados, caminando sobre las alfombras para que nadie conociera sus grandes pasos furtivos de elefantes siameses, navegando juntos en la claridad intermitente del faro que se metía por las ventanas e inundaba de verde cada treinta segundos los aposentos de la casa a través del humo de boñiga de vaca y los adioses lúgubres de los barcos nocturnos en los mares dormidos, pasaban tardes enteras contemplando la lluvia, contando golondrinas como dos amantes vetustos en los atardeceres lánguidos de septiembre, tan apartados del mundo que él mismo no cayó en la cuenta de que su lucha feroz por existir dos veces alimentaba la sospecha contraria de que existía cada vez menos, que yacía en un letargo, que había sido doblada la guardia y no se permitía la entrada ni la salida de nadie en la casa presidencial, que sin embargo alguien había logrado burlar aquel filtro severo y había visto los pájaros callados en las jaulas, las vacas bebiendo en la pila bautismal, los leprosos y los paralíticos durmiendo en los rosales, y todo el mundo estaba al mediodía como esperando a que amaneciera porque él había muerto como estaba anunciado en los lebrillos de muerte natural durante el sueño pero los altos mandos demoraban la noticia mientras trataban de dirimir en conciliábulos sangrientos sus pugnas atrasadas. Aunque él ignoraba estos rumores era consciente de que algo estaba a punto de ocurrir en su vida, interrumpía las lentas partidas de dominó para preguntarle al general Rodrigo de Aguilar cómo siguen las vainas, compadre, todo bajo control mi general, la patria estaba en calma, acechaba señales de premonición en las piras funerarias de las plastas de boñiga de vaca que ardían en los corredores y en los pozos de aguas antiguas sin encontrar ninguna respuesta a su ansiedad, visitaba a su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios cuando aflojaba el calor, se sentaban a tomar el fresco de la tarde debajo de los tamarindos, ella en su mecedor de madre, decrépita pero con el alma entera, echándoles puñados de maíz a las gallinas y a los pavorreales que picoteaban en el patio, y él en la poltrona de mimbre pintada de blanco, abanicándose con el sombrero, persiguiendo con una mirada de hambre vieja a las mulatas grandes que le llevaban las aguas frescas de fruta de colores para la sed del calor mi general, pensando madre mía Bendición Alvarado si supieras que ya no puedo con el mundo, que quisiera largarme para no sé dónde, madre, lejos de tanto entuerto, pero ni siquiera a su madre le mostraba el interior de los suspiros sino que regresaba con las primeras luces de la noche a la casa presidencial, se metía por la puerta de servicio oyendo al pasar por los corredores el taconeo de los centinelas que lo iban saludando sin novedad mi general, todo en orden, pero él sabía que no era cierto, que lo engañaban por hábito, que le mentían por miedo, que nada era verdad en aquella crisis de incertidumbre que le estaba amargando la gloria y le quitaba hasta las viejas ganas de mandar desde la tarde aciaga de la gallera, permanecía hasta muy tarde tirado bocabajo en el suelo sin dormir, oyó por la ventana abierta del mar los tambores lejanos y las gaitas tristes que celebraban alguna boda de pobres con el mismo alborozo con que hubieran celebrado su muerte, oyó el adiós de un buque perdulario que se fue a las dos sin permiso del capitán, oyó el ruido de papel de las rosas que se abrieron al amanecer, sudaba hielo, suspiraba sin querer, sin un instante de sosiego, presintiendo con un instinto montaraz la inminencia de la tarde en que regresaba de la mansión de los suburbios y lo sorprendió un tropel de muchedumbres en la calle, un abrir y cerrar de ventanas y un pánico de golondrinas en el cielo diáfano de diciembre y entreabrió la cortina de la carroza para ver qué pasaba y se dijo esto era, madre, esto era, se dijo, con un terrible sentimiento de alivio, viendo los globos de colores en el cielo, los globos rojos y verdes, los globos amarillos como grandes naranjas azules, los innumerables globos errantes que se abrieron vuelo por entre el espanto de las golondrinas y flotaron un instante en la luz de cristal de las cuatro y se rompieron de pronto en una explosión silenciosa y unánime y soltaron millares y millares de hojas de papel sobre la ciudad, una tormenta de panfletos volantes que el cochero aprovechó para escabullirse del tumulto del mercado público sin que nadie reconociera la carroza del poder, porque todo el mundo estaba en la rebatiña de los papeles de los globos mi general, los gritaban en los balcones, repetían de memoria abajo la opresión, gritaban, muera el tirano, y hasta los centinelas de la casa presidencial leían en voz alta por los corredores la unión de todos sin distinción de clases contra el despotismo de siglos, la reconciliación patriótica contra la corrupción y la arrogancia de los militares, no más sangre, gritaban, no más pillaje, el país entero despertaba del sopor milenario en el momento en que él entró por la puerta de la cochera y se encontró con la terrible novedad mi general de que a Patricio Aragonés lo habían herido de muerte con un dardo envenenado. Años antes, en una noche de malos humores, él le había propuesto a Patricio Aragonés que se jugaran la vida a cara o sello, si sale cara te mueres tú, si sale sello me muero yo, pero Patricio Aragonés le hizo ver que se iban a morir empatados porque todas las monedas tenían la cara de ambos por ambos lados, le propuso entonces que se jugaran la vida en la mesa de dominó, veinte partidas al que gane más, y Patricio Aragonés aceptó a mucha honra y con mucho gusto mi general siempre que me conceda el privilegio de poderle ganar, y él aceptó, de acuerdo, así que jugaron una partida, jugaron dos, jugaron veinte, y siempre ganó Patricio Aragonés pues él sólo ganaba porque estaba prohibido ganarle, libraron un combate largo y encarnizado y llegaron a la última partida sin que él ganara una, y Patricio Aragonés se secó el sudor con la manga de la camisa suspirando lo siento en el alma mi general pero yo no me quiero morir, y entonces él se puso a recoger las fichas, las colocaba en orden dentro de la cajita de madera mientras decía como un maestro de escuela cantando una lección que él tampoco tenía por qué morirse en la mesa de dominó sino a su hora y en su sitio de muerte natural durante el sueño como lo habían predicho desde el principio de sus tiempos los lebrillos de las pitonisas, y ni siquiera así, pensándolo bien, porque Bendición Alvarado no me parió para hacerle caso a los lebrillos sino para mandar, y al fin y al cabo yo soy el que soy yo, y no tú, de modo que dale gracias a Dios de que esto no era más que un juego, le dijo riéndose, sin haber imaginado entonces ni nunca que aquella broma terrible había de ser verdad la noche en que entró en el cuarto de Patricio Aragonés y lo encontró enfrentado con las urgencias de la muerte, sin remedio, sin ninguna esperanza de sobrevivir al veneno, y él lo saludó desde la puerta con la mano extendida, Dios te salve, macho, grande honor es morir por la patria. Lo acompañó en la lenta agonía, los dos solos en el cuarto, dándole con su mano las cucharadas de alivio para el dolor, y Patricio Aragonés las tomaba sin gratitud diciéndole entre cada cucharada que ahí lo dejo por poco tiempo con su mundo de mierda mi general porque el corazón me dice que nos vamos a ver muy pronto en los profundos infiernos, yo más torcido que un lebranche con este veneno y usted con la cabeza en la mano buscando dónde ponerla, dicho sea sin el menor respeto mi general, pues ahora le puedo decir que nunca lo he querido como usted se imagina sino que desde las témporas de los filibusteros en que tuve la mala desgracia de caer en sus dominios estoy rogando que lo maten aunque sea de buena manera para que me pague esta vida de huérfano que me ha dado, primero aplanándome las patas con manos de pilón para que se me volvieran de sonámbulo como las suyas, después atravesándome las criadillas con leznas de zapatero para que se me formara la potra, después poniéndome a beber trementina para que se me olvidara leer y escribir con tanto trabajo como le costó a mi madre enseñarme, y siempre obligándome a hacer los oficios públicos que usted no se atreve, y no porque la patria lo necesite vivo como usted dice sino porque al más bragado se le hiela el culo coronando a una puta de la belleza sin saber por dónde le va a tronar la muerte, dicho sea sin el menor respeto mi general, pero a él no le importaba la insolencia sino la ingratitud de Patricio Aragonés a quien puse a vivir como un rey en un palacio y te di lo que nadie le ha dado a nadie en este mundo hasta prestarte mis propias mujeres, aunque mejor no hablemos de eso mi general que vale más estar capado a mazo que andar tumbando madres por el suelo como si fuera cuestión de herrar novillas, nomás que esas pobres bastardas sin corazón ni siquiera sienten el hierro ni patalean ni se retuercen ni se quejan como las novillas, ni echan humo por los cuadriles ni huelen a carne chamuscada que es lo menos que se les pide a las buenas mujeres, sino que ponen sus cuerpos de vacas muertas para que uno cumpla con su deber mientras ellas siguen pelando papas y gritándoles a las otras que me hagas el favor de echármele un ojo a la cocina mientras me desocupo aquí que se me quema el arroz, sólo a usted se le ocurre creer que esa vaina es amor mi general porque es el único que conoce, dicho sea sin el menor respeto, y entonces él empezó a bramar que te calles, carajo, que te calles o te va a costar caro, pero Patricio Aragonés siguió diciendo sin la menor intención de burla que para qué me voy a callar si lo más que puede hacer es matarme y ya me está matando, más bien aproveche ahora para verle la cara a la verdad mi general, para que sepa que nadie le ha dicho nunca lo que piensa de veras sino que todos le dicen lo que saben que usted quiere oír mientras le hacen reverencias por delante y le hacen pistola por detrás, agradezca siquiera la casualidad de que yo soy el hombre que más lástima le tiene en este mundo porque soy el único que me parezco a usted, el único que tiene la honradez de cantarle lo que todo el mundo dice que usted no es presidente de nadie ni está en el trono por sus cañones sino que lo sentaron los ingleses y lo sostuvieron los gringos con el par de cojones de su acorazado, que yo lo vi cucaracheando de aquí para allá y de allá para acá sin saber por dónde empezar a mandar de miedo cuando los gringos le gritaron que ahí te dejamos con tu burdel de negros a ver cómo te las compones sin nosotros, y si no se desmontó de la silla desde entonces ni se ha desmontado nunca no será porque no quiere sino porque no puede, reconózcalo, porque sabe que a la hora que lo vean por la calle vestido de mortal le van a caer encima como perros para cobrarle esto por la matanza de Santa María del Altar, esto otro por los presos que tiran en los fosos de la fortaleza del puerto para que se los coman vivos los caimanes, esto otro por los que despellejan vivos y le mandan el cuero a la familia como escarmiento, decía, sacando del pozo sin fondo de sus rencores atrasados el sartal de recursos atroces de su régimen de infamia, hasta que ya no pudo decirle más porque un rastrillo de fuego le desgarró las entrañas, se le reblandeció el corazón y terminó sin intención de ofensa sino casi de súplica que se lo digo en serio mi general, aproveche ahora que me estoy muriendo para morirse conmigo, nadie tiene más criterio que yo para decírselo porque nunca tuve la pretensión de parecerme a nadie ni menos ser un prócer de la patria sino un triste soplador de vidrios para hacer botellas como mi padre, atrévase, mi general, no duele tanto como parece, y se lo dijo con un aire de tan serena verdad que a él no le alcanzó la rabia para contestar sino que trató de sostenerlo en la silla cuando vio que empezaba a torcerse y se agarraba las tripas con las manos y sollozaba con lágrimas de dolor y vergüenza que qué pena mi general pero me estoy cagando, y él creyó que lo decía en sentido figurado queriéndole decir que se estaba muriendo de miedo, pero Patricio Aragonés le contestó que no, quiero decir cagándome, cagándome mi general, y él alcanzó a suplicarle que te aguantes Patricio Aragonés, aguántate, los generales de la patria tenemos que morir como los hombres aunque nos cueste la vida, pero lo dijo demasiado tarde porque Patricio Aragonés se fue de bruces y le cayó encima pataleando de miedo y ensopado de mierda y de lágrimas. En la oficina contigua a la sala de audiencias tuvo que restregar el cuerpo con estropajo y jabón para quitarle el mal olor de la muerte, lo vistió con la ropa que él llevaba puesta, le puso el braguero de lona, las polainas, la espuela de oro en el talón izquierdo, sintiendo a medida que lo hacía que se iba convirtiendo en el hombre más solitario de la tierra, y por último borró todo rastro de la farsa y prefiguró a la perfección hasta los detalles más ínfimos que él había visto con sus propios ojos en las aguas premonitorias de los lebrillos, para que al amanecer del día siguiente las barrenderas de la casa encontraran el cuerpo como lo encontraron tirado bocabajo en el suelo de la oficina, muerto por primera vez de falsa muerte natural durante el sueño con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada. Tampoco aquella vez se divulgó la noticia de inmediato, al contrario de lo que él esperaba, sino que transcurrieron muchas horas de prudencia, de averiguaciones sigilosas, de componendas secretas entre los herederos del régimen que trataban de ganar tiempo desmintiendo el rumor de la muerte con toda clase de versiones contrarias, sacaron a la calle del comercio a su madre Bendición Alvarado para que comprobáramos que no tenia cara de duelo, me vistieron con un traje de flores como a una marimonda, señor, me hicieron comprar un sombrero de guacamaya para que todo el mundo me viera feliz, me hicieron comprar cuanto coroto encontrábamos en las tiendas a pesar de que yo les decía que no, señor, que no era hora de comprar sino de llorar porque hasta yo creía que de veras era mi hijo el que había muerto, y me hacían sonreír a la fuerza cuando la gente me sacaba retratos de cuerpo entero porque los militares decían que había que hacerlo por la patria mientras él se preguntaba confundido en su escondite qué ha pasado en el mundo que nada se alteraba con la patraña de su muerte, cómo es que había salido el sol y había vuelto a salir sin tropezar, por qué este aire de domingo, madre, por qué el mismo calor sin mí, se preguntaba asombrado, cuando sonó un cañonazo intempestivo en la fortaleza del puerto y empezaron los dobles de las campanas maestras de la catedral y subió hasta la casa civil la tropelina de las muchedumbres que se alzaban del marasmo secular con la noticia más grande del mundo, y entonces entreabrió la puerta del dormitorio y se asomó a la sala de audiencias y se vio a sí mismo en cámara ardiente más muerto y más ornamentado que todos los papas muertos de la cristiandad, herido por el horror y la vergüenza de su propio cuerpo de macho militar acostado entre las flores, la cara lívida de polvo, los labios pintados, las duras manos de señorita impávida sobre el pectoral blindado de medallas de guerra, el fragoroso uniforme de gala con los diez soles crepusculares de general del universo que alguien le había inventado después de la muerte, el sable de rey de la baraja que no había usado jamás, las polainas de charol con dos espuelas de oro, la vasta parafernalia del poder y las lúgubres glorias marciales reducidas a su tamaño humano de maricón yacente, carajo, no puede ser que ése soy yo, se dijo enfurecido, no es justo, carajo, se dijo, contemplando el cortejo que desfilaba en torno de su cadáver, y por un instante olvidó los propósitos turbios de la farsa y se sintió ultrajado y disminuido por la inclemencia de la muerte ante la majestad del poder, vio la vida sin él, vio con una cierta compasión cómo eran los hombres desamparados de su autoridad, vio con una inquietud recóndita a los que sólo habían venido por descifrar el enigma de si en verdad era él o no era él, vio a un anciano que le hizo un saludo masónico de los tiempos de la guerra federal, vio un hombre enlutado que le besó el anillo, vio una colegiala que le puso una flor, vio una vendedora de pescado que no pudo resistir la verdad de su muerte y esparció por los suelos la canasta de pescados frescos y se abrazó al cadáver perfumado llorando a gritos que era él, Dios mío, qué va a ser de nosotros sin él, lloraba, de modo que era él, gritaban, era él, gritó la muchedumbre sofocada en el sol de la Plaza de Armas, y entonces se interrumpieron los dobles y las campanas de la catedral y las de todas las iglesias anunciaron un miércoles de júbilo, estallaron cohetes pascuales, petardos de gloria, tambores de liberación, y él vio a los grupos de asalto que se metieron por las ventanas ante la complacencia callada de la guardia, vio los cabecillas feroces que dispersaron a palos el cortejo y tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, vio a los que se encarnizaron con el cadáver, los ocho hombres que lo sacaron de su estado inmemorial y de su tiempo quimérico de agapantos y girasoles y se lo llevaron a rastras por las escaleras, los que desbarataron la tripamenta de aquel paraíso de opulencia y desdicha que creían destruir para siempre destruyendo para siempre la madriguera del poder, derribando capiteles dóricos de cartón de piedra, cortinas de terciopelo y columnas babilónicas coronadas con palmeras de alabastro, tirando jaulas de pájaros por las ventanas, el trono de los virreyes, el piano de cola, rompiendo criptas funerarias de cenizas de próceres ignotos y gobelinos de doncellas dormidas en góndolas de desilusión y enormes óleos de obispos y militares arcaicos y batallas navales inconcebibles, aniquilando el mundo para que no quedara en la memoria de las generaciones futuras ni siquiera un recuerdo ínfimo de la estirpe maldita de las gentes de armas, y luego se asomó a la calle por las rendijas de las persianas para ver hasta dónde llegaban los estragos de la defenestración y con una sola mirada vio más infamias y más ingratitud de cuantas habían visto y llorado mis ojos desde mi nacimiento, madre, vio a sus viudas felices que abandonaban la casa por las puertas de servicio llevando de cabestro las vacas de mis establos, llevándose los muebles del gobierno, los frascos de miel de tus colmenas, madre, vio a sus sietemesinos haciendo músicas de júbilo con los trastos de la cocina y los tesoros de cristalería y los servicios de mesa de los banquetes de pontifical cantando a grito callejero se murió mi papá, viva la libertad, vio la hoguera encendida en la Plaza de Armas para quemar los retratos oficiales y las litografías de almanaques que estuvieron a toda hora y en todas partes desde el principio de su régimen, y vio pasar su propio cuerpo arrastrado que iba dejando por la calle un reguero de condecoraciones y charreteras, botones de dormán, hilachas de brocados y pasamanería de alamares y borlas de sables de barajas y los diez soles tristes de rey del universo, madre, mira cómo me han puesto, decía, sintiendo en carne propia la ignominia de los escupitajos y las bacinillas de enfermos que le tiraban al pasar desde los balcones, horrorizado por la idea de ser descuartizado y digerido por los perros y los gallinazos entre los aullidos delirantes y los truenos de pirotecnia del carnaval de mi muerte. Cuando pasó el cataclismo siguió oyendo músicas remotas en la tarde sin viento, siguió matando mosquitos y tratando de matar con las mismas palmadas las chicharras de los oídos que lo estorbaban para pensar, siguió viendo la lumbre de los incendios en el horizonte, el faro que lo atigraba de verde cada treinta segundos por entre las rendijas de las persianas, la respiración natural de la vida diaria que volvía a ser la misma a medida que su muerte se convertía en otra muerte más como otras tantas del pasado, el torrente incesante de la realidad que se lo iba llevando hacia la tierra de nadie de la compasión y el olvido, carajo, a la mierda la muerte, exclamó, y entonces abandonó el escondite exaltado por la certidumbre de que su hora grande había sonado, atravesó los salones saqueados arrastrando sus densas patas de aparecido por entre los destrozos de su vida anterior en las tinieblas olorosas a flores moribundas y a pabilo de entierro, empujó la puerta del salón del consejo de ministros, oyó a través del aire de humo las voces extenuadas en torno a la larga mesa de nogal, y vio a través del humo que allí estaban todos los que él había querido que estuvieran, los liberales que habían vendido la guerra federal, los conservadores que la habían comprado, los generales del mando supremo, tres de sus ministros, el arzobispo primado y el embajador Schnontner, todos juntos en una sola trampa invocando la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse entre todos el botín de su muerte, tan absortos en los abismos de la codicia que ninguno advirtió la aparición del presidente insepulto que dio un solo golpe con la palma de la mano en la mesa, y gritó, ¡ajá! y no tuvo que hacer nada más, pues cuando quitó la mano de la mesa ya había pasado la estampida de pánico y sólo quedaban en el salón vacío los ceniceros desbordados, los pocillos de café, las sillas tiradas por el suelo, y mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar en uniforme de campaña, minúsculo, impasible, apartando el humo con su única mano para indicarle que se tirara en el suelo mi general que ahora empiezan las vainas, y ambos se tiraron en el piso en el instante en que empezó frente a la casa el júbilo de muerte de la metralla, la fiesta carnicera de la guardia presidencial que cumplió con mucho gusto y a mucha honra mi general su orden feroz de que nadie escapara con vida del conciliábulo de la traición, barrieron con ráfagas de ametralladora a los que trataron de escapar por la puerta principal, cazaron como pájaros a los que se descolgaban por las ventanas, desentrañaron con granadas de fósforo vivo a los que pudieron burlar el cerco y se refugiaron en las casas vecinas y remataron a los heridos de acuerdo con el criterio presidencial de que todo sobreviviente es un mal enemigo para toda la vida, mientras él continuaba acostado bocabajo en el piso a dos cuartas del general Rodrigo de Aguilar soportando la granizada de vidrios y argamasa que se metía por las ventanas con cada explosión, murmurando sin pausas como si estuviera rezando, ya está, compadre, ya está, se acabó la vaina, de ahora en adelante voy a mandar yo solo sin perros que me ladren, será cuestión de ver mañana temprano qué es lo que sirve y lo que no sirve de todo este desmadre y si acaso falta en qué sentarse se compran para mientras tanto seis taburetes de cuero de los más baratos, se compran unas esteras de petate y se ponen por aquí y por allá para tapar los huecos, se compran dos o tres corotos más, y ya está, ni platos ni cucharas ni nada, todo eso me lo traigo de los cuarteles porque ya no voy a tener más gente de tropa, ni oficiales, qué carajo, sólo sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas, ya se vio, escupen la mano que les da de comer, me quedo sólo con la guardia presidencial que es gente derecha y brava y no vuelvo a nombrar ni gabinete de gobierno, qué carajo, sólo un buen ministro de salud que es lo único que se necesita en la vida, y si acaso otro con buena letra para lo que haya que escribir, y así se pueden alquilar los ministerios y los cuarteles y se tiene esa plata para el servicio, que aquí lo que hace falta no es gente sino plata, se consiguen dos buenas sirvientas, una para la limpieza y la cocina, y otra para lavar y planchar, y yo mismo para hacerme cargo de las vacas y los pájaros cuando los haya, y no más despelote de putas en los excusados ni lazarinos en los rosales ni doctores de letras que todo lo saben ni políticos sabios que todo lo ven, que al fin y al cabo esto es una casa presidencial y no un burdel de negros como dijo Patricio Aragonés que dijeron los gringos, y yo solo me basto y me sobro para seguir mandando hasta que vuelva a pasar el cometa, y no una vez sino diez, porque lo que soy yo no me pienso morir más, qué carajo, que se mueran los otros, decía, hablando sin pausas para pensar, como si recitara de memoria, porque sabía desde la guerra que pensando en voz alta se le espantaba el miedo de las cargas de dinamita que sacudían la casa, haciendo planes para mañana por la mañana y para el siglo entrante al atardecer hasta que sonó en la calle el último tiro de gracia y el general Rodrigo de Aguilar se arrastró culebreando y ordenó por la ventana que buscaran los carros de la basura para llevarse los muertos y salió del salón diciendo que pase buenas noches mi general, buenas, compadre, contestó él, muchas gracias, acostado bocabajo en el mármol funerario del salón del consejo de ministros, y luego dobló el brazo derecho para que le sirviera de almohada y se durmió en el acto, más solo que nunca, arrullado por el rumor del reguero de hojas amarillas de su otoño de lástima que aquella noche había empezado para siempre en los cuerpos humeantes y los charcos de lunas coloradas de la masacre. No tuvo que tomar ninguna de las determinaciones previstas, pues el ejército se desbarató solo, las tropas se dispersaron, los pocos oficiales que resistieron hasta última hora en los cuarteles de la ciudad y en otros seis del país fueron aniquilados por los guardias presidenciales con la ayuda de voluntarios civiles, los ministros sobrevivientes se exilaron al amanecer y sólo quedaron los dos más fieles, uno que además era su médico particular y otro que era el mejor calígrafo de la nación, y no tuvo que decirle que si a ningún poder extranjero porque las arcas del gobierno se desbordaron de anillos matrimoniales y diademas de oro recaudados por partidarios imprevistos, ni tuvo que comprar esteras ni taburetes de cuero de los más baratos para remendar los estragos de la defenestración, pues antes de que acabaran de pacificar el país estaba restaurada y más suntuosa que nunca la sala de audiencias, y había jaulas de pájaros por todas partes, guacamayas deslenguadas, loritos reales que cantaban en las cornisas para España no para Portugal, mujeres discretas y serviciales que mantenían la casa tan limpia y tan ordenada como un barco de guerra, y entraban por las ventanas las mismas músicas de gloria, los mismos petardos de alborozo, las mismas campanas de júbilo que habían empezado celebrando su muerte y continuaban celebrando su inmortalidad, y había una manifestación permanente en la Plaza de Armas con gritos de adhesión eterna y grandes letreros de Dios guarde al magnífico que resucitó al tercer día entre los muertos, una fiesta sin término que él no tuvo que prolongar con maniobras secretas como lo hizo en otros tiempos, pues los asuntos del estado se arreglaban solos, la patria andaba, él solo era el gobierno, y nadie entorpecía ni de palabra ni de obra los recursos de su voluntad, porque estaba tan solo en su gloria que ya no le quedaban ni enemigos, y estaba tan agradecido con mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar que no volvió a inquietarse por el gasto de leche sino que hizo formar en el patio a los soldados rasos que se habían distinguido por su ferocidad y su sentido del deber, y señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración los ascendió a los grados más altos a sabiendas de que estaba restaurando las fuerzas armadas que iban a escupir la mano que les diera de comer, tú a capitán, tú a mayor, tú a coronel, qué digo, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo compadre, aquí tienes tu ejército, y estaba tan conmovido por quienes se dolieron de su muerte que se hizo llevar al anciano del saludo masónico y al caballero enlutado que le besó el anillo y los condecoró con la medalla de la paz, se hizo llevar a la vendedora de pescado y le dio lo que ella dijo que más necesitaba que era una cosa de muchos cuartos para vivir con sus catorce hijos, se hizo llevar a la escolar que le puso una flor al cadáver y le concedió lo que más quiero en este mundo que era casarse con un hombre de mar, pero a pesar de aquellos actos de alivio su corazón aturdido no tuvo un instante de sosiego mientras no vio amarrados y escupidos en el patio del cuartel de San Jerónimo a los grupos de asalto que habían entrado a saco en la casa presidencial, los reconoció uno por uno con la memoria inapelable del rencor y los fue separando en grupos diferentes según la intensidad de la culpa, tú aquí, el que comandaba el asalto, ustedes allá, los que tiraron por el suelo a la pescadera inconsolable, ustedes aquí, los que habían sacado el cadáver del ataúd y se lo llevaron a rastras por las escaleras y los barrizales, y todos los demás de este lado, cabrones, aunque en realidad no le interesaba el castigo sino demostrarse a sí mismo que la profanación del cuerpo y el asalto de la casa no habían sido un acto popular espontáneo sino un negocio infame de mercenarios, así que se hizo cargo de interrogar a los cautivos de viva voz y de cuerpo presente para conseguir que le dijeran por las buenas la verdad ilusoria que le hacía falta a su corazón, pero no lo consiguió, los hizo colgar de una viga horizontal como loros atados de pies y manos y con la cabeza hacia abajo durante muchas horas, pero no lo consiguió, hizo que echaran a uno en el foso del patio y los otros lo vieron descuartizado y devorado por los caimanes, pero no lo consiguió, escogió uno del grupo principal y lo hizo desollar vivo en presencia de todos y todos vieron el pellejo tierno y amarillo como una placenta recién parida y se sintieron empapados con el caldo caliente de la sangre del cuerpo en carne viva que agonizaba dando tumbos en las piedras del patio, y entonces confesaron lo que él quería que les habían pagado cuatrocientos pesos de oro para que arrastraran el cadáver hasta el muladar del mercado, que no querían hacerlo ni por pasión ni por dinero porque no tenían nada contra él, y menor si ya estaba muerto, pero que en una reunión clandestina donde encontraron hasta dos generales del mando supremo los habían amedrentado con toda clase de amenazas y fue por eso que lo hicimos mi general, palabra de honor, y entonces él exhaló una bocanada de alivio, ordenó que les dieran de comer, que los dejaran descansar esa noche y que por la mañana se los echen a los caimanes, pobres muchachos engañados, suspiró, y regresó a la casa presidencial con el alma liberada de los cilicios de la duda, murmurando que ya lo vieron, carajo, ya lo vieron, esta gente me quiere. Resuelto a disipar hasta el rescoldo de las inquietudes que Patricio Aragonés había sembrado en su corazón, decidió que aquellas torturas fueran las últimas de su régimen, mataron a los caimanes, desmantelaron las cámaras de suplicio donde era posible triturar hueso por hueso hasta todos los huesos sin matar, proclamó la amnistía general, se anticipó al futuro con la ocurrencia mágica de que la vaina de este país es que a la gente le sobra demasiado tiempo para pensar, y buscando la manera de mantenerla ocupada restauró los juegos florales de marzo y los concursos anuales de reinas de la belleza, construyó el estadio de pelota más grande del Caribe e impartió a nuestro equipo la consigna de victoria o muerte, y ordenó establecer en cada provincia una escuela gratuita para enseñar a barrer cuyas alumnas fanatizadas por el estímulo presidencial siguieron barriendo las calles después de haber barrido las casas y luego las carreteras y los caminos vecinales, de manera que los montones de basura eran llevados y traídos de una provincia a la otra sin saber qué hacer con ellos en procesiones oficiales con banderas de la patria y grandes letreros de Dios guarde al purísimo que vela por la limpieza de la nación, mientras él arrastraba sus lentas patas de bestia meditativa en busca de nuevas fórmulas para entretener a la población civil, abriéndose paso por entre los leprosos y los ciegos y los paralíticos que suplicaban de sus manos la sal de la salud, bautizando con su nombre en la fuente del patio a los hijos de sus ahijados entre los aduladores impávidos que lo proclamaban el único porque entonces no contaba con el concurso de nadie igual a él y tenía que doblarse a sí mismo en un palacio de mercado público adonde llegaban a diario jaulas y jaulas de pájaros inverosímiles desde que trascendió el secreto de que su madre Bendición Alvarado tenía el oficio de pajarera, y aunque unas las mandaban por adulación y otras las mandaban por burla no hubo al cabo de poco tiempo un espacio disponible para colgar más jaulas, y se quería atender a tantos asuntos públicos al mismo tiempo que entre las muchedumbres de los patios y las oficinas no se podía distinguir quiénes eran los servidores y quiénes los servidos, y se derribaron tantas paredes para aumentar el mundo y se abrieron tantas ventanas para ver el mar que el hecho simple de pasar de un salón a otro era como aventurarse por la cubierta de un velero al garete en un otoño de vientos cruzados. Eran los alisios de marzo que habían entrado siempre por las ventanas de la casa, pero ahora le decían que eran los vientos de la paz mi general, era el mismo zumbido de los tímpanos que tenía desde años antes, pero hasta su médico le había dicho que era el zumbido de la paz mi general, pues desde cuando lo encontraron muerto por primera vez todas las cosas de la tierra y el cielo se convirtieron en cosas de la paz mi general, y él lo creía, y tanto lo creía que volvió a subir en diciembre hasta la casa de los acantilados a solazarse en la desgracia de la hermandad de antiguos dictadores nostálgicos que interrumpían la partida de dominó para contarle que yo era por ejemplo el doble de seis y digamos que los conservadores doctrinarios eran el doble de tres, no más que yo no tuve en cuenta la alianza clandestina de los masones y los curas, a quién carajo se le iba a ocurrir, sin preocuparse de la sopa que se cuajaba en el plato mientras uno de ellos explicaba que por ejemplo este azucarero era la casa presidencial, aquí, y el único cañón que le quedaba al enemigo tenía un alcance de cuatrocientos metros con el viento a favor, aquí, de modo que si ustedes me ven en este estado es apenas por una mala suerte de ochenta y dos centímetros, es decir, y aun los más acorazados por la rémora del exilio malgastaban las esperanzas atisbando a los buques de su tierra en el horizonte, los conocían por el color del humo, por la herrumbre de las sirenas, se bajaban al puerto por entre la llovizna de las primeras luces en busca de los periódicos que los tripulantes habían usado para envolver la comida que sacaban del barco, los encontraban en los cajones de la basura y los leían al derecho y al revés hasta la última línea para pronosticar el porvenir de su patria a través de las noticias de quiénes se habían muerto, quiénes se habían casado, quiénes habían invitado a quién y a quién no habían invitado a una fiesta de cumpleaños, descifrando su destino según el rumbo de un nubarrón providencial que iba a desempedrarse sobre su país en una tormenta de apocalipsis que iba a desmadrar los ríos que iban a reventar los diques de las represas que iban a devastar los campos y a propagar la miseria y la peste en las ciudades, y aquí vendrán a suplicarme que los salve del desastre y la anarquía, ya lo verán, pero mientras esperaban la hora grande tenían que llamar aparte al desterrado más joven y le pedían el favor de ensartarme la aguja para remendar estos pantalones que no quiero echar en la basura por su valor sentimental, lavaban la ropa a escondidas, afilaban las cuchillas de afeitar que habían usado los recién venidos, se encerraban a comer en el cuarto para que los otros no descubrieran que estaban viviendo de sobra, para que no les vieran la vergüenza de los pantalones embarrados por la incontinencia senil, y el jueves menos pensado le poníamos a uno las condecoraciones prendidas con alfileres en la última camisa, envolvíamos el cuerpo en su bandera, le cantábamos su himno nacional y lo mandaban a gobernar olvidos en el fondo de los cantiles sin más lastre que el de su propio corazón erosionado y sin dejar más vacíos en el mundo que una silla de balneario en la terraza sin horizontes donde nos sentábamos a jugarnos las cosas del muerto, si es que algo dejaban, mi general, imagínese, qué vida de civiles después de tanta gloria. En otro diciembre lejano, cuando se inauguró la casa, él había visto desde aquella terraza el reguero de islas alucinadas de las Antillas que alguien le iba mostrando con el dedo en la vitrina del mar, había visto el volcán perfumado de la Martinica, allá mi general, había visto su hospital de tísicos, el negro gigantesco con una blusa de encajes que les vendía macizos de gardenias a las esposas de los gobernadores en el atrio de la basílica, había visto el mercado infernal de Paramaribo, allá mi general, los cangrejos que se salían del mar por los excusados y se trepaban en las mesas de las heladerías, los diamantes incrustados en los dientes de las abuelas negras que vendían cabezas de indios y raíces de jengibre sentadas en sus nalgas incólumes bajo la sopa de la lluvia, había visto las vacas de oro macizo dormidas en la playa de Tanaguarena mi general, el ciego visionario de la Guayra que cobraba dos reales por espantar la pava de la muerte con un violín de una sola cuerda, había visto el agosto abrasante de Trinidad, los automóviles caminando al revés, los hindúes verdes que cagaban en plena calle frente a sus tiendas de camisas de gusano vivo y mandarines tallados en el colmillo entero del elefante, había visto la pesadilla de Haití, sus perros azules, la carreta de bueyes que recogía los muertos de la calle al amanecer, había visto renacer los tulipanes holandeses en los tanques de gasolina de Curazao, las casas de molinos de viento con techos para la nieve, el trasatlántico misterioso que atravesaba el centro de la ciudad por entre las cocinas de los hoteles, había visto el corral de piedras de Cartagena de Indias, su bahía cerrada con una cadena, la luz parada en los balcones, los caballos escuálidos de los coches de punto que todavía bostezaban por el pienso de los virreyes, su olor a mierda mi general, qué maravilla, dígame si no es grande el mundo entero, y lo era, en realidad, y no sólo grande sino también insidioso, pues si él subía en diciembre hasta la casa de los arrecifes no era por departir con aquellos prófugos que detestaba como a su propia imagen en el espejo de las desgracias sino por estar allí en el instante de milagro en que la luz de diciembre se saliera de madre y podía verse otra vez el universo completo de las Antillas desde Barbados hasta Veracruz, y entonces se olvidó de quién tenía la ficha del doble tres y se asomó al mirador para contemplar el regüero de islas lunáticas como caimanes dormidos en el estanque del mar, y contemplando las islas evocó otra vez y vivió de nuevo el histórico viernes de octubre en que salió de su cuarto al amanecer y se encontró con que todo el mundo en la casa presidencial tenía puesto un bonete colorado, que las concubinas nuevas barrían los salones y cambiaban el agua de las jaulas con bonetes colorados, que los ordeñadores en los establos, los centinelas en sus puestos, los paralíticos en las escaleras y los leprosos en los rosales se paseaban con bonetes colorados de domingo de carnaval, de modo que se dio a averiguar qué había ocurrido en el mundo mientras él dormía para que la gente de su casa y los habitantes de la ciudad anduvieran luciendo bonetes colorados y arrastrando por todas partes una ristra de cascabeles, y por fin encontró quién le contara la verdad mi general, que habían llegado unos forasteros que parloteaban en lengua ladina pues no decían el mar sino la mar y llamaban papagayos a las guacamayas, almadias a los cayucos y azagayas a los arpones, y que habiendo visto que salíamos a recibirlos nadando entorno de sus naves se encarapitaron en los palos de la arboladura y se gritaban unos a otros que mirad qué bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras, y los cabellos gruesos y casi como sedas de caballos, y habiendo visto que estábamos pintados para no despellejarnos con el sol se alborotaron como cotorras mojadas gritando que mirad que de ellos se pintan de prieto, y ellos son de la color de los canarios, ni blancos ni negros, y de los de lo que haya, y nosotros no entendíamos por qué carajo nos hacían tanta burla mi general si estábamos tan naturales como nuestras madres nos parieron y en cambio ellos estaban vestidos como la sota de bastos a pesar del calor, que ellos dicen la calor como los contrabandistas holandeses, y tienen el pelo arreglado como mujeres aunque todos son hombres, que de ellas no vimos ninguna, y gritaban que no entendíamos en lengua de cristianos cuando eran ellos los que no entendían lo que gritábamos, y después vinieron hacia nosotros con sus cayucos que ellos llaman almadías, como dicho tenemos, y se admiraban de que nuestros arpones tuvieran en la punta una espina de sábalo que ellos llaman diente de pece, y nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de pepitas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia, y también por estas sonajas de latón de las que valen un maravedí y por bacinetas y espejuelos y otras mercerías de Flandes, de las más baratas mi general, y como vimos que eran buenos servidores y de buen ingenio nos los fuimos llevando hacia la playa sin que se dieran cuenta, pero la vaina fue que entre el cámbieme esto por aquello y le cambio esto por esto otro se formó un cambalache de la puta madre y al cabo rato todo el mundo estaba cambalachando sus loros, su tabaco, sus bolas de chocolate, sus huevos de iguana, cuanto Dios crió, pues de todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad, y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas, imagínese usted mi general, qué despelote, pero él estaba tan confundido que no acertó a comprender si aquel asunto de lunáticos era de la incumbencia de su gobierno, de modo que volvió al dormitorio, abrió la ventana del mar por si acaso descubría una luz nueva para entender el embrollo que le habían contado, y vio el acorazado de siempre que los infantes de marina habían abandonado en el muelle, y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las tres carabelas.


La segunda vez que lo encontraron carcomido por los gallinazos en la misma oficina, con la misma ropa y en la misma posición, ninguno de nosotros era bastante viejo para recordar lo que ocurrió la primera vez, pero sabíamos que ninguna evidencia de su muerte era terminante, pues siempre había otra verdad detrás de la verdad. Ni siquiera los menos prudentes nos conformábamos con las apariencias, porque muchas veces se había dado por hecho que estaba postrado de alferecía y se derrumbaba del trono en el curso de las audiencias torcido de convulsiones y echando espuma de hiel por la boca, que había perdido el habla de tanto hablar y tenía ventrílocuos traspuestos detrás de las cortinas para fingir que hablaba, que le estaban saliendo escamas de sábalo por todo el cuerpo como castigo por su perversión, que en la fresca de diciembre la potra le cantaba canciones de navegantes y sólo podía caminar con ayuda de una carretilla ortopédica en la que llevaba puesto el testículo herniado, que un furgón militar había metido a medianoche por las puertas de servicio un ataúd con equinas de oro y vueltas de púrpura, y que alguien había visto a Leticia Nazareno desangrándose de llanto en el jardín de la lluvia, pero cuanto más ciertos parecían los rumores de su muerte más vivo y autoritario se le veía aparecer en la ocasión menos pensada para imponerle otros rumbos imprevisibles a nuestro destino. Habría sido muy fácil dejarse convencer por los indicios inmediatos del anillo del sello presidencial o el tamaño sobrenatural de sus pies de caminante implacable o la rara evidencia del testículo herniado que los gallinazos no se atrevieron a picar, pero siempre hubo alguien que tuviera recuerdos de otros indicios iguales en otros muertos menos graves del pasado. Tampoco el escrutinio meticuloso de la casa aportó ningún elemento válido para establecer su identidad. En el dormitorio de Bendición Alvarado, de quien apenas recordábamos la fábula de su canonización por decreto, encontramos algunas jaulas desportilladas con huesesitos de pájaros convertidos en piedra por los años, vimos un sillón de mimbre mordisqueado por las vacas, vimos estuches de pinturas de agua y vasos de pinceles de los que usaban las pajareras de los páramos para vender en las ferias a otros pájaros descoloridos haciéndolos pasar por oropéndolas, vimos una tinaja con una mata de toronjil que había seguido creciendo en el olvido cuyas ramas se trepaban por las paredes y se asomaban por los ojos de los retratos y se salieron por la ventana y habían terminado por embrollarse con la fronda montuna de los patios posteriores, pero no hallamos ni la rastra menos significativa de que él hubiera estado nunca en ese cuarto. En el dormitorio nupcial de Leticia Nazareno, de quien teníamos una imagen más nítida no sólo porque había reinado en una época más reciente sino también por el estruendo de sus actos públicos, vimos una cama buena para desafueros de amor con el toldo de punto convertido en un nidal de gallinas, vimos en los arcones las sobras de las polillas de los cuellos de zorros azules, las armazones de alambres de los miriñaques, el polvo glacial de los pollerines, los corpiños de encajes de Bruselas, los botines de hombre que usaban dentro de la casa y las zapatillas de raso con tacón alto y trabilla que usaba para recibir, los balandranes talares con violetas de fieltro y cintas de tafetán de sus esplendores funerarios de primera dama y el hábito de novicia de un lienzo basto como el cuero de un carnero del color de la ceniza con que la trajeron secuestrada de Jamaica dentro de un cajón de cristalería de fiesta para sentarla en su poltrona de presidenta escondida, pero tampoco en aquel cuarto hallamos ningún vestigio que permitiera establecer al menos si aquel secuestro de corsarios había sido inspirado por el amor. En el dormitorio presidencial, que era el sitio de la casa donde él pasó la mayor parte de sus últimos años, sólo encontramos una cama de cuartel sin usar, una letrina portátil de las que sacaban los anticuarios de las mansiones abandonadas por los infantes de marina, un cofre de hierro con sus noventa y dos condecoraciones y un vestido de lienzo crudo sin insignias igual al que tenía el cadáver, perforado por seis proyectiles de grueso calibre que habían hecho estragos de incendio al entrar por la espalda y salir por el pecho, lo cual nos hizo pensar que era cierta la leyenda corriente de que el plomo disparado a traición lo atravesaba sin lastimarlo, que el disparado de frente rebotaba en su cuerpo y se volvía contra el agresor, y que sólo era vulnerable a las balas de piedad disparadas por alguien que lo quisiera tanto como para morirse por él. Ambos uniformes eran demasiado pequeños para el cadáver, pero no por eso descartamos la posibilidad de que fueran suyos, pues también se dijo en un tiempo que él había seguido creciendo hasta los cien años y que a los ciento cincuenta había tenido una tercera dentición, aunque en verdad el cuerpo roto por los gallinazos no era más grande que un hombre medio de nuestro tiempo y tenía unos dientes sanos, pequeños y romos que parecían dientes de leche, y tenía un pellejo color de hiel punteado de lunares de decrepitud sin una sola cicatriz y con bolsas vacías por todas partes como si hubiera sido muy gordo en otra época, le quedaban apenas las cuencas desocupadas de los ojos que habían sido taciturnos, y lo único que no parecía de acuerdo con sus proporciones, salvo el testículo herniado, eran los pies enormes, cuadrados y planos con uñas rocallosas y torcidas de gavilán. Al contrario de la ropa, las descripciones de sus historiadores le quedaban grandes, pues los textos oficiales de los parvularios lo referían como un patriarca de tamaño descomunal que nunca salía de su casa porque no cabía por las puertas, que amaba a los niños y a las golondrinas, que conocía el lenguaje de algunos animales, que tenía la virtud de anticiparse a los designios de la naturaleza, que adivinaba el pensamiento con sólo mirar a los ojos y conocía el secreto de una sal de virtud para sanar las lacras de los leprosos y hacer caminar a los paralíticos. Aunque todo rastro de su origen había desaparecido de los textos, se pensaba que era un hombre de los páramos por su apetito desmesurado de poder, por la naturaleza de su gobierno, por su conducta lúgubre, por la inconcebible maldad del corazón con que le vendió el mar a un poder extranjero y nos condenó a vivir frente a esta llanura sin horizonte de áspero polvo lunar cuyos crepúsculos sin fundamento nos dolían en el alma. Se estimaba que en el transcurso de su vida debió tener más de cinco mil hijos, todos sietemesinos, con las incontables amantes sin amor que se sucedieron en su serrallo hasta que él estuvo en condiciones de complacerse con ellas, pero ninguno llevó su nombre ni su apellido, salvo el que tuvo con Leticia Nazareno que fue nombrado general de división con jurisdicción y mando en el momento de nacer, porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella. Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia, que el único pariente que se le conoció y tal vez el único que tuvo fue su madre de mi alma Bendición Alvarado a quien los textos escolares atribuían el prodigio de haberlo concebido sin concurso de varón y de haber recibido en un sueño las claves herméticas de su destino mesiánico, y a quien él proclamó por decreto matriarca de la patria con el argumento simple de que madre no hay sino una, la mía, una rara mujer de origen incierto cuya simpleza de alma había sido el escándalo de los fanáticos de la dignidad presidencial en los orígenes de su régimen, porque no podían admitir que la madre del jefe del estado se colgaba en el cuello una almohadilla de alcanfor para preservarse de todo contagio y trataba de ensartar el caviar con el tenedor y caminaba como una tanga con las zapatillas de charol, ni podían aceptar que tuviera un colmenar en la terraza de la sala de música, o criara pavos y pájaros pintados con aguas de colores en las oficinas públicas o pusiera a secar las sábanas en el balcón de los discursos, ni podían soportar que había dicho en una fiesta diplomática que estoy cansada de rogarle a Dios que tumben a mi hijo, porque esto de vivir en la casa presidencial es como estar a toda hora con la luz prendida, señor, y lo había dicho con la misma verdad natural con que un día de la patria se abrió paso por entre las guardias de honor con una canasta de botellas vacías y alcanzó la limusina presidencial que iniciaba el desfile del jubileo en el estruendo de las ovaciones y los himnos marciales y las tormentas de flores, y metió la canasta por la ventana del coche y le gritó a su hijo que ya que vas a pasar por ahí aprovecha para devolver estas botellas en la tienda de la esquina, pobre madre. Aquella falta de sentido histórico había de tener su noche de esplendor en el banquete de gala con que celebramos el desembarco de los infantes de marina al mando del almirante Higgingson, cuando Bendición Alvarado vio a su hijo en uniforme de etiqueta con las medallas de oro y los guantes de raso que siguió usando por el resto de su vida y no pudo reprimir el impulso de su orgullo materno y exclamó en voz alta ante el cuerpo diplomático en pleno que si yo hubiera sabido que mi hijo iba a ser presidente de la república lo hubiera mandado a la escuela, señor, cómo seria la vergüenza que desde entonces la desterraron en la mansión de los suburbios, un palacio de once cuartos que él se había ganado en una buena noche de dados cuando los caudillos de la guerra federal se repartieron en la mesa de juego el espléndido barrio residencial de los conservadores fugitivos, sólo que Bendición Alvarado despreció los ornamentos imperiales que me hacen sentir como si fuera la esposa del Sumo Pontífice y prefirió las habitaciones de servicio junto a las seis criadas descalzas que le habían asignado, se instaló con su máquina de coser y sus jaulas de pájaros pintorreteados en un camaranchón de olvido a donde nunca llegaba el calor y era más fácil espantar a los mosquitos de las seis, se sentaba a coser frente a la luz ociosa del patio grande y el aire de medicina de los tamarindos mientras las gallinas andaban extraviadas por los salones y los soldados de la guardia acechaban a las camareras en los aposentos vacíos, se sentaba a pintar oropéndolas con aguas de colores y a lamentarse con las sirvientas de la desgracia de mi pobre hijo a quien los infantes de marina tenían traspuesto en la casa presidencial, tan lejos de su madre, señor, sin una esposa solícita que lo asistiera a medianoche si lo despertaba un dolor, y envainado con ese empleo de presidente de la república por un sueldo rastrero de trescientos pesos mensuales, pobre hijo. Ella sabía bien lo que decía, porque él la visitaba a diario mientras la ciudad chapaleaba en el légamo de la siesta, le llevaba las frutas azucaradas que tanto le gustaban y se valía de la ocasión para desahogarse con ella de su condición amarga de calanchín de infantes, le contaba que debía escamotear en las servilletas las naranjas de azúcar y los higos de almíbar porque las autoridades de ocupación tenían contabilistas que anotaban en sus libros hasta las sobras de los almuerzos, se lamentaba de que el otro día vino a la casa presidencial el comandante del acorazado con unos como astrónomos de tierra firme que tomaron medidas de todo y ni siquiera se dignaron saludarme sino que me pasaban la cinta métrica por encima de la cabeza mientras hacían sus cálculos en inglés y me gritaban con el intérprete que te apartes de ahí, y él se apartaba, que se quitara de la claridad, se quitaba, que te pongas donde no estorbes, carajo, y él no sabía dónde ponerse sin estorbar porque había medidores midiendo hasta el tamaño de la luz de los balcones, pero aquello no había sido lo peor, madre, sino que le pusieron en la calle a las dos últimas concubinas raquíticas que le quedaban porque el almirante había dicho que no eran dignas de un presidente, y andaba de veras tan escaso de mujer que algunas tardes hacía como que se iba de la mansión de los suburbios pero su madre lo sentía correteando a las sirvientas en la penumbra de los dormitorios, y era tanta su pena que alborotaba a los pájaros en las jaulas para que nadie se diera cuenta de las penurias del hijo, los hacía cantar a la fuerza para que los vecinos no sintieran los ruidos del asalto, el oprobio del forcejeo, las amenazas reprimidas de que se quede quieto mi general o se lo digo a su mamá, y estropeaba la siesta de los turpiales obligándolos a reventar para que nadie oyera su resuello sin alma de marido urgente, su desgracia de amante vestido, su llantito de perro, sus lágrimas solitarias que se iban como anocheciendo, como pudriéndose de lástima con el cacareo de las gallinas alborotadas en los dormitorios por aquellos amores de emergencia en el aire de vidrio líquido y el agosto sin dios de las tres de la tarde, pobre hijo mío. Aquel estado de escasez había de durar hasta que las fuerzas de ocupación abandonaran el país espantadas por una peste cuando todavía faltaban muchos años para que se cumplieran los términos del desembarco, desbarataron en piezas numeradas y metieron en cajones de tablas las residencias de los oficiales, arrancaron enteros los prados azules y se los llevaron enrollados como si fueran alfombras, envolvieron las cisternas de hule de las aguas estériles que les mandaban de su tierra para que no se los comieran por dentro los gusarapos de nuestros afluentes, desmantelaron sus hospitales blancos, dinamitaron los cuarteles para que nadie supiera cómo estuvieron construidos, abandonaron en el muelle el viejo acorazado de desembarco por cuya cubierta se paseaba en noches de junio el espanto de un almirante perdido en la borrasca, pero antes de llevarse en sus trenes voladores aquel paraíso de guerras portátiles le impusieron a él la medalla de la buena vecindad, le rindieron honores de jefe de estado y le dijeron en voz alta para que todo el mundo lo oyera que ahí te dejamos con tu burdel de negros a ver cómo te las compones sin nosotros, pero se fueron, madre, qué carajo, se habían ido, y por primera vez desde sus tiempos cabizbajos de buey de ocupación él subió las escaleras gobernando de viva voz y de cuerpo presente a través de un tumulto de súplicas de que restableciera las peleas de gallo, y él mandaba, de acuerdo, que permitiera otra vez el vuelo de las cometas y otras tantas diversiones de pobres que habían prohibido los infantes, y él mandaba, de acuerdo, tan convencido de ser el dueño de todo su poder que invirtió los colores de la bandera y cambió el gorro frigio del escudo por el dragón vencido del invasor, porque al fin somos perros de nosotros mismos, madre, viva la peste. Bendición Alvarado se acordaría toda la vida de aquellos sobresaltos del poder y de otros más antiguos y amargos de la miseria, pero nunca los evocó con tanta pesadumbre como después de la farsa de la muerte cuando él andaba chapaleando en el pantano de la prosperidad mientras ella seguía lamentándose con quien quisiera oírla de que no vale la pena ser la mamá del presidente y no tener en el mundo nada más que esta triste máquina de coser, se lamentaba de que ahí donde ustedes lo ven con su carroza de entorchados mi pobre hijo no tenía ni un hoyo en la tierra para caerse muerto después de tantos y tantos años de servirle a la patria, señor, no es justo, y no seguía lamentándose por costumbre ni por engaño sino porque él ya no la hacía partícipe de sus quebrantos ni se precipitaba como antes a compartir con ella los mejores secretos del poder, y había cambiado tanto desde los tiempos de los infantes que a Bendición Alvarado le parecía que él estaba más viejo que ella, que la había dejado atrás en el tiempo, lo sentía trastabillar en las palabras, se le enredaban las cuentas de la realidad, a veces babeaba, y la había asaltado una compasión que no era de madre sino de hija cuando lo vio llegar a la mansión de los suburbios cargado de paquetes que se desesperaba por abrir todos al mismo tiempo, reventaba los cáñamos con los dientes, se le rompían las uñas con los sunchos antes de que ella encontrara las tijeras en el canasto de costura, sacaba todo a manos llenas del matorral de ripios ahogándose en las ansias de su vuelo, mire qué buenas vainas, madre, decía, una sirena viva en un acuario, un ángel de cuerda de tamaño natural que volaba por los aposentos dando la hora con una campana, un caracol gigante en cuyo interior no se escuchaba el oleaje y el viento de los mares sino la música del himno nacional, qué vainas tan berracas, madre, ya ve qué bueno es no ser pobre, decía, pero ella no le alentaba el entusiasmo sino que se ponía a mordisquear los pinceles de pintar oropéndolas para que el hijo no notara que el corazón se le desmigajaba de lástima evocando un pasado que nadie conocía como ella, recordando cuánto le había costado a él quedarse en la silla en que estaba sentado, y no en estos tiempos de ahora, señor, no en estos tiempos fáciles en que el poder era una materia tangible y única, una bolita de vidrio en la palma de la mano, como él decía, sino cuando era un sábalo fugitivo que nadaba sin dios ni ley en un palacio de vecindad, perseguido por la cáfila voraz de los últimos caudillos de la guerra federal que me habían ayudado a derribar al general y poeta Lautaro Muñoz, un déspota ilustrado a quien Dios tenga en su santa gloria con sus misales de Suetonio en latín y sus cuarenta y dos caballos de sangre azul, pero a cambio de sus servicios de armas se habían apoderado de las haciendas y ganados de los antiguos señores proscritos y se habían repartido el país en provincias autónomas con el argumento inapelable de que esto es el federalismo mi general, por esto hemos derramado la sangre de nuestras venas, y eran reyes absolutos en sus tierras, con sus leyes propias, sus fiestas patrias personales, su papel moneda firmado por ellos mismos, sus uniformes de gala con sables guarnecidos de piedras preciosas y dormanes de alamares de oro y tricornios con penachos de colas de pavorreales copiados de antiguos cromos de virreyes de la patria antes de él, y eran montunos y sentimentales, señor, entraban en la casa presidencial por la puerta grande sin permiso de nadie pues la patria es de todos mi general, por eso le hemos sacrificado la vida, acampaban en la sala de fiestas con sus serrallos paridos y los animales de granja de los tributos de paz que exigían a su paso por todas partes para que nunca les faltara de comer, llevaban una escolta personal de mercenarios bárbaros que en vez de botas se envolvían los pies en piltrafas de trapos y apenas si sabían expresarse en lengua cristiana pero eran sabios en trampas de dados y feroces y diestros en el manejo de las armas de guerra, de modo que la casa del poder parecía un campamento de gitanos, señor, tenía un olor denso de creciente de río, los oficiales del estado mayor se habían llevado para sus haciendas los muebles de la república, se jugaban al dominó los privilegios del gobierno indiferentes a las súplicas de su madre Bendición Alvarado que no tenía un instante de reposo tratando de barrer tanta basura de feria, tratando de poner aunque fuera un poco de orden en el naufragio, pues ella era la única que había intentado resistir al envilecimiento irredimible de la gesta liberal, sólo ella había intentado expulsarlos a escobazos cuando vio la casa pervertida por aquellos réprobos de mal vivir que se disputaban las poltronas del mando supremo en altercados de naipes, los vio haciendo negocios de sodomía detrás del piano, los vio cagándose en las ánforas de alabastro a pesar de que ella les advirtió que no, señor, que no eran excusados portátiles sino ánforas rescatadas de los mares de Pantelaria, pero ellos insistían en que eran micas de ricos, señor, no hubo poder humano capaz de disuadirlos, ni hubo poder divino capaz de impedir que el general Adriano Guzmán asistiera a la fiesta diplomática de los diez años de mi ascenso al poder, aunque nadie hubiera podido imaginar lo que nos esperaba cuando apareció en la sala de baile con un austero uniforme de lino blanco escogido para la ocasión, apareció sin armas, tal como me lo había prometido bajo palabra de militar, con su escolta de prófugos franceses vestidos de civil y cargados de anturios de Cayena que el general Adriano Guzmán repartió uno por uno entre las esposas de los embajadores y ministros después de solicitar con una reverencia el permiso de sus maridos, pues así le habían dicho sus mercenarios que era de buen recibo en Versalles y así lo había cumplido con un raro ingenio de caballero, y luego permaneció sentado en un rincón de la fiesta con la atención fija en el baile y aprobando con la cabeza, muy bien, decía, bailan bien estos cachacos de las Europas, decía, a cada quién lo suyo, decía, tan olvidado en su poltrona que sólo yo me di cuenta de que uno de sus edecanes le volvía a llenar la copa de champaña después de cada sorbo, y a medida que pasaban las horas se volvía más tenso y sanguíneo de lo que era al natural, se soltaba un botón de la guerrera ensopada de sudor cada vez que la presión de un eructo reprimido se le subía hasta los ojos, sollozaba de sopor, madre, y de pronto se levantó a duras penas en una pausa del baile y acabó de soltarse los botones de la guerrera y luego se soltó los de la bragueta y quedó abierto en canal esperjando los descotes perfumados de las señoras de embajadores y ministros con su mustia manguera de zopilote, ensopaba con su agrio orín de borracho de guerra los tiernos regazos de muselina, los corpiños de brocados de oro, los abanicos de avestruz, cantando impasible en medio del pánico que soy el amante desairado que riega las rosas de tu vergel, oh rosas primorosas, cantaba, sin que nadie se atreviera a someterlo, ni siquiera él, porque yo me sabía con más poder que cada uno de ellos pero con mucho menos que dos de ellos confabulados, todavía inconsciente de que él veía a los otros como eran mientras los otros no lograron vislumbrar jamás el pensamiento oculto del anciano de granito cuya serenidad era apenas semejante a su prudencia sin escollos y a su inconmensurable disposición para esperar, sólo veíamos los ojos lúgubres, los labios yertos, la mano de doncella púdica que ni siquiera se estremeció en el pomo del sable el mediodía de horror en que le vinieron con la novedad mi general de que el comandante Narciso López enfermo de grifa verde y de aguardiente de anís se le metió en el retrete a un dragoneante de la guardia presidencial y lo calentó a su gusto con recursos de mujer brava y después lo obligó a que me lo metas todo, carajo, es una orden, todo, mi amor, hasta tus peloticas de oro, llorando de dolor, llorando de rabia, hasta que se encontró consigo mismo vomitando de humillación en cuatro patas con la cabeza metida en los vapores fétidos del excusado, y entonces levantó en vilo al dragoneante adónico y lo clavó con una lanza llanera como una mariposa en el gobelino primaveral de la sala de audiencias sin que nadie se atreviera a desclavarlo en tres días, pobre hombre, porque él no hacia nada más que vigilar a sus antiguos compañeros de armas para que no se confabularan pero sin atravesarse en sus vidas, convencido de que ellos mismos se iban a exterminar entre sí antes de que le vinieron con la novedad mi general de que al general Jesucristo Sánchez lo habían tenido que matar a silletazos los miembros de su escolta cuando le dio un ataque de mal rabia por una mordedura de gato, pobre hombre, apenas si descuidó la partida de dominó cuando le soplaron al oído la novedad mi general de que el general Lotario Sereno se había ahogado porque el caballo se le murió de repente cuando vadeaba un río, pobre hombre, apenas si parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que el general Narciso López se metió un taco de dinamita en el culo y se voló las entrañas por la vergüenza de su pederastía invencible, y él decía pobre hombre como si nada tuviera que ver con aquellas muertes infames y para todos ordenaba el mismo decreto de honores póstumos, los proclamaba mártires caídos en actos de servicio y los enterraba con funerales magníficos a la misma altura en el panteón nacional porque una patria sin héroes es una casa sin puertas, decía, y cuando no quedaban más de seis generales de guerra en todo el país los invitó a celebrar su cumpleaños con una parranda de camaradas en el palacio presidencial, a todos juntos, señor, inclusive al general Jacinto Algarabía que era el más oscuro y matrero, que se preciaba de tener un hijo con su propia madre y sólo bebía alcohol de madera con pólvora, sin nadie más que nosotros en la sala de fiestas como en los buenos tiempos mi general, todos sin armas como hermanos de leche pero con los hombres de las escoltas apelotonados en la sala contigua, todos cargados de regalos magníficos para el único de nosotros que ha sabido comprendernos a todos, decían, queriendo decir que era el único que había sabido manejarlos, el único que consiguió desentrañar de su remota guarida de los páramos al legendario general Saturno Santos, un indio puro, incierto, que andaba siempre como mi puta madre me parió con la pata en el suelo mi general porque los hombres bragados no podemos respirar si no sentimos la tierra, había llegado envuelto en una manta estampada con animales raros de colores intensos, llegó solo, como andaba siempre, sin escolta, precedido por una aura sombría, sin más armas que el machete de zafra que se negó a quitarse del cinto porque no era un arma de guerra sino de labor, y me trajo de regalo un águila amaestrada para pelear en guerras de hombres, y trajo el arpa, madre, el instrumento sagrado cuyas notas conjuraban la tempestad y apresuraban los ciclos de las cosechas y que el general Saturno Santos pulsaba con un arte del corazón que despertó en todos nosotros la nostalgia de las noches de horror de la guerra, madre, nos alborotó el olor a sarna de perro de la guerra, nos resolvió en el alma la canción de la guerra de la barca de oro que debe conducirnos, la cantaban a coro con toda el alma, madre, del puente me devolví bañado en lágrimas, cantaban, mientras se comieron un pavo con ciruelas y medio lechón, y bebía cada uno de su botella personal, cada uno de su alcohol propio, todos menos él y el general Saturno Santos que no probaron una gota de licor en toda su vida, ni fumaron, ni comieron más de lo indispensable para vivir, cantaron a coro en mi honor la canción de las mañanitas que cantaba el rey David, cantaron llorando todas las canciones de felicitación de cumpleaños que se cantaban antes de que el cónsul Hanemann nos viniera con la novelería mi general del fonógrafo de bocina con el cilindro del happy birthday, cantaban medio dormidos, medio muertos de la borrachera, sin preocuparse más del anciano taciturno que al golpe de las doce descolgó la lámpara y se fue a revisar la casa antes de acostarse de acuerdo con su costumbre de cuartel y vio por última vez al pasar de regreso por la sala de fiesta a los seis generales apelotonados en el suelo, los vio abrazados, inertes y plácidos, al amparo de las cinco escoltas que se vigilaban entre sí, porque aun dormidos y abrazados se temían unos a otros casi tanto como cada uno de ellos le temía a él y como él les temía a dos de ellos confabulados, y él volvió a colgar la lámpara en el dintel y pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas de su dormitorio, y se tiró en el suelo, bocabajo, con el brazo derecho en lugar de la almohada, en el instante en que los estribos de la casa se remecieron con la explosión compacta de todas las armas de las escoltas disparadas al mismo tiempo, una vez, carajo, sin un ruido intermedio, sin un lamento, y otra vez, carajo, y ya está, se acabó la vaina, sólo quedó un relente de pólvora en el silencio del mundo, sólo quedó él a salvo para siempre de la zozobra del poder cuando vio en las primeras malvas del nuevo día los ordenanzas del servicio chapaleando en el pantano de sangre de la sala de fiestas, vio a su madre Bendición Alvarado estremecida por un vértigo de horror al comprobar que las paredes rezumaban sangre por más que las secaran con cal y ceniza, señor, que las alfombras seguían chorreando sangre por mucho que las torcieran, y más sangre manaba a torrentes por corredores y oficinas cuanto más se desesperaban por lavarla para disimular el tamaño de la masacre de los últimos herederos de nuestra guerra que según el bando oficial fueron asesinados por sus propias escoltas enloquecidas, y cuyos cuerpos envueltos en la bandera de la patria saturaron el panteón de los próceres en funerales de obispo, pues ni siquiera un hombre de la escolta había escapado vivo de la encerrona sangrienta, nadie mi general, salvo el general Saturno Santos que estaba acorazado con sus ristras de escapularios y conocía secretos de indios, para cambiar de naturaleza según su voluntad, maldita sea, podía volverse armadillo o estanque mi general, podía volverse trueno, y él supo que era cierto porque sus baquianos más astutos le habían perdido el rastro desde la última Navidad, los perros tigreros mejor entrenados lo buscaban en sentido contrario, lo había visto encarnado por el rey de espadas en los naipes de sus pitonisas, y estaba vivo, durmiendo de día y viajando de noche por desfiladeros de tierra y de agua, pero iba dejando un rastro de oraciones que trastornaba el criterio de sus perseguidores y fatigaban la voluntad de sus enemigos, pero él no renunció a la búsqueda ni un instante del día y de la noche durante años y años hasta muchos años después en que vio por la ventanilla del tren presidencial una muchedumbre de hombres y mujeres con sus niños y sus animales y sus trastos de cocinar como había visto tantas detrás de las tropas de la guerra, los vio desfilar bajo la lluvia llevando sus enfermos en hamacas colgadas de un palo detrás de un hombre muy pálido con una túnica de cañamazo que dice ser un enviado mi general, y él se dio una palmada en la frente y se dijo ahí está, carajo, y ahí estaba el general Saturno Santos mendigando la caridad de los peregrinos con los hechizos de su arpa descordada, estaba miserable y sombrío, con un sombrero de fieltro gastado y un poncho en piltrafas, pero aun en aquel estado de misericordia no fue tan fácil de matar como él pensaba sino que había descabezado con el machete a tres de sus hombres mejores, se había enfrentado a los más fieros con tanto valor y tanta habilidad que él ordenó parar el tren frente al triste cementerio del páramo donde predicaba el enviado, y todo el mundo se apartó en estampida cuando los hombres de la guardia presidencial saltaron del vagón pintado con los colores de la bandera con las armas listas para disparar, no quedó nadie a la vista, salvo el general Saturno Santos junto a su arpa mítica con la mano crispada en la cacha del machete, y estaba como fascinado por la visión del enemigo mortal que apareció en el pescante del vagón con el vestido de lienzo sin insignias, sin armas, más viejo y más remoto que si tuviéramos cien años de no vernos mi general, me pareció cansado y solo, con la piel amarillenta del hígado malo y los ojos propensos a las lágrimas, pero tenía el resplandor lívido de quien no sólo era dueño de su poder sino también del poder disputado a sus muertos, así que me dispuse a morir sin resistir porque le pareció inútil contrariar a un anciano que venía de tan lejos sin más razones ni más méritos que el apetito bárbaro de mandar, pero él le mostró la palma de la mano de mantarraya y dijo Dios te salve, macho, la patria te merece, pues sabia desde siempre que contra un hombre invencible no había más armas que la amistad, y el general Saturno Santos besó la tierra que él había pisado y le suplicó la gracia de permitirme que le sirva como usted mande mi general mientras tenga virtud en estas manos para hacer cantar el machete, y él aceptó, de acuerdo, lo hizo su guardaespaldas con la única condición de que nunca te me pongas detrás, lo convirtió en su cómplice de dominó y entre ambos despeluzaron a cuatro manos a muchos déspotas en desgracia, lo subía descalzo en la carroza presidencial y lo llevaba a las recepciones diplomáticas con aquel aliento de tigre que alborotaba a los perros y les causaba vértigo a las esposas de los embajadores, lo puso a dormir atravesado frente a la puerta de su dormitorio para aliviarse el miedo de dormir cuando la vida se volvió tan áspera que él temblaba ante la idea de encontrarse solo entre la gente de los sueños, lo mantuvo a diez palmos de su confianza durante muchos años hasta que el ácido úrico le engarrotó la virtud de hacer cantar el machete y le pidió el favor de que me mate usted mismo mi general para no darle a otro el gusto de matarme sin ningún derecho, pero él lo mandó a morir con una pensión de buen retiro y una medalla de gratitud en la vareda de cuatreros del páramo donde había nacido y no pudo reprimir las lágrimas cuando el general Saturno Santos puso de lado el pudor para decirle ahogándose de llanto que ya ve usted mi general que hasta a los machos más bragados se nos llega la hora de ser maricones, qué vaina. De modo que nadie comprendía mejor que Bendición Alvarado el alborozo pueril con que él se desquitaba de los malos tiempos y la falta de sentido con que despilfarraba las ganancias del poder para tener de viejo lo que le hizo falta de niño, pero le daba rabia que abusaran de su inocencia prematura para venderle aquellos cherembecos de gringos que no eran tan baratos ni requerían tanto ingenio como los pájaros de burla que ella no conseguía vender a más de cuatro, está bien que la goces, decía, pero piensa en el futuro, que no te quiero ver pidiendo la caridad con un sombrero en la puerta de una iglesia si mañana o más tarde no lo permita Dios te quitan de la silla en que estás sentado, si al menos supieras cantar, o si fueras arzobispo, o navegante, pero tú no eres más que general, así que no sirves para nada sino para mandar, le aconsejaba que entierres en un sitio seguro la plata que te sobra del gobierno, donde nadie más que él pudiera encontrarla, por si se daba el caso de salir corriendo como esos pobres presidentes de ninguna parte que pastoreaban el olvido mendigando adioses de barcos en la casa de los arrecifes, mírate en ese espejo, le decía, pero él no le hacía caso sino que le postraba el desconsuelo con la fórmula mágica de esté tranquila madre, esta gente me quiere. Bendición Alvarado había de vivir muchos años lamentándose de la pobreza, peleando con las sirvientas por las cuentas del mercado y hasta saltando almuerzos para economizar, sin que nadie se atreviera a revelarle que era una de las mujeres más ricas de la tierra, que todo lo que él acumulaba con los negocios del gobierno lo registraba a nombre de ella, que no sólo era dueña de tierras desmedidas y ganados sin cuento sino también de los tranvías locales, y del correo y el telégrafo y de las aguas de la nación, de modo que cada barco que navegaba por los afluentes amazónicos o los mares territoriales tenía que pagarle un derecho de alquiler que ella ignoró hasta la muerte, como ignoró durante muchos años que su hijo no andaba tan desvalido como ella suponía cuando llegaba a la mansión de los suburbios sofocándose en la maravilla de los juguetes de la vejez, pues además del impuesto personal que percibía por cada res que se beneficiaba en el país, además del pago de sus favores y de los regalos de interés que le mandaban sus partidarios, había concebido y lo estaba explotando desde hacia mucho tiempo un sistema infalible para ganarse la lotería. Eran los tiempos que sucedieron a su falsa muerte, los tiempos del ruido, señor, que no se llamaron así como muchos creíamos por el estruendo subterráneo que se sintió en la patria entera una noche del mártir San Heraclio y del cual no se tuvo nunca una explicación cierta, sino por el estrépito perpetuo de las obras emprendidas que se anunciaban desde sus cimientos como las más grandes del mundo y sin embargo no se llevaban a término, una época mansa en que él convocaba a los consejos de gobierno mientras hacía la siesta en la mansión de los suburbios, se acostaba en la hamaca abanicándose con el sombrero bajo los ramazones dulces de los tamarindos, escuchaba con los ojos cerrados a los doctores de palabra suelta y bigotes engomados que se sentaban a discutir alrededor de la hamaca, pálidos de calor dentro de sus levitas de paño y sus cuellos de celuloide, los ministros civiles que tanto detestaba pero que había vuelto a nombrar por conveniencia y a quienes oía discutir asuntos de estado entre el escándalo de los gallos que correteaban a las gallinas en el patio, y el pito continuo de las chicharras y el gramófono insomne que cantaba en el vecindario la canción de Susana ven Susana, se callaban de pronto, silencio, el general se había dormido, pero él bramaba sin abrir los ojos, sin dejar de roncar, no estoy dormido pendejos, continúen, continuaban, hasta que él salía tamaleando de entre las telarañas de la siesta y sentenció que entre tantas pendejadas el único que tiene la razón es mi compadre el ministro de la salud, qué carajo, se acabó la vaina, se acababa, conversaba con sus ayudantes personales llevándolos de un lado para otro mientras comía caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra, los despachaba en la escalera con una displicencia de hagan ustedes lo que quieran que al fin y al cabo yo soy el que manda, qué carajo, se le pasó la ventolera de preguntar si lo querían o si no lo querían, qué carajo, cortaba cintas inaugurales, se mostraba en público de cuerpo entero asumiendo los riesgos del poder como no lo había hecho en épocas más plácidas, qué carajo, jugaba partidas interminables de dominó con mi compadre de toda la vida el general Rodrigo de Aguilar y mi compadre el ministro de la salud que eran los únicos que tenían bastante confianza con él para pedirle la libertad de un preso o el perdón de un condenado a muerte, y los únicos que se atrevieron a pedirle que recibiera en audiencia especial a la reina de la belleza de los pobres, una criatura increíble de ese charco de miserias que llamábamos el barrio de las peleas de perro porque todos los perros del barrio estaban peleando en la calle desde hacía muchos años sin un instante de tregua, un reducto mortífero donde no entraban las patrullas de la guardia nacional porque las dejaban en cueros y desarmaban los coches en sus piezas originales con un solo pase de manos, donde los pobres burros perdidos entraban caminando por un extremo de la calle y salían por el otro en un saco de huesos, se comían asados a los hijos de los ricos mi general, los vendían en el mercado convertidos en longanizas, imagínese, pues allí había nacido y allí vivía Manuela Sánchez de mi mala suerte, una caléndula de muladar cuya belleza inverosímil era el asombro de la patria mi general, y él se sintió tan intrigado con la revelación que si todo eso es verdad como ustedes dicen no sólo la recibo en audiencia especial sino que bailo con ella el primer vals, qué carajo, que lo escriban en los periódicos, ordenó, esas vainas les encantan a los pobres. Sin embargo, la noche después de la audiencia, mientras jugaban al dominó, le comentó con una amargura cierta al general Rodrigo de Aguilar que la reina de los pobres no valía ni el trabajo de bailar con ella, que era tan ordinaria como tantas Manuelas Sánchez de barriada con su traje de ninfa de volantes de muselina y la corona dorada con joyas de artificio y una rosa en la mano bajo la vigilancia de una madre que la cuidaba como si fuera de oro, así que él le había concedido todo cuanto quería que no era más que la luz eléctrica y el agua corriente para su barrio de las peleas de perro, pero advirtió que era la última vez que recibo una misión de súplicas, qué carajo, no vuelvo a hablar con pobres, dijo, sin terminar la partida, dio un portazo, se fue, oyó los golpes de metal de las ocho, les puso el pienso a las vacas en los establos, hizo subir las bostas de boñiga, revisó la casa completa mientras comía caminando con el plato en la mano, comía carne guisada con frijoles, arroz blanco y tajadas de plátano verde, contó los centinelas desde el portón de entrada hasta los dormitorios, estaban completos y en su puesto, catorce, vio el resto de su guardia personal jugando dominó en el retén del primer patio, vio los leprosos acostados entre los rosales, los paralíticos en las escaleras, eran las nueve, puso en una ventana el plato de comida sin terminar y se encontró manoteando en la atmósfera de fango de las barracas de las concubinas que dormían hasta tres con sus sietemesinos en una misma cama, se acaballó sobre un montón oloroso a guiso de ayer y apartó para acá dos cabezas y para allá seis piernas y tres brazos sin preguntarse si alguna vez sabría quién era quién ni cuál fue la que al fin lo amamantó sin despertar, sin soñar con él, ni de quién había sido la voz que murmuró dormida desde otra cama que no se apure tanto general que se asustan los niños, regresó al interior de la casa, revisó las fallebas de las veintitrés ventanas, encendió las plastas de boñiga cada cinco metros desde el vestíbulo hasta las habitaciones privadas, sintió el olor del humo, se acordó de una infancia improbable que podía ser la suya que sólo recordaba en aquel instante cuando empezaba el humo y la olvidaba para siempre, regresó apagando las luces al revés desde los dormitorios hasta el vestíbulo y tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba antes de taparlos con pedazos de lienzo, cuarenta y ocho, otra vez recorrió la casa completa con una lámpara en la mano, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales caminando con la lámpara encendida en los espejos, eran las diez, todo en orden, volvió a los dormitorios de la guardia presidencial, les apagó la luz, buenas noches señores, registró las oficinas públicas de la planta baja, las antesalas, los retretes, detrás de las cortinas, debajo de las mesas, no había nadie, sacó el mazo de llaves que era capaz de distinguir al tacto una por una, cerró las oficinas, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y cerrando las puertas con llave, sacó el frasco de miel de abejas de su escondite detrás de un cuadro y tomó las dos cucharadas de antes de acostarse, pensó en su madre dormida en la mansión de los suburbios. Bendición Alvarado en su sopor de adioses entre el toronjil y el orégano con una mano de pajarera exangüe pintora de oropéndolas como una madre muerta de costado, que pase buena noche, madre, dijo, muy buenas noches hijo le contestó dormida Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, colgó frente a su dormitorio la lámpara de gancho que él dejaba colgada en la puerta mientras dormía con la orden terminante de que no la apaguen nunca por que ésa era la luz para salir corriendo, dieron las once, inspeccionó la casa una última vez, a oscuras, por si alguien se hubiera infiltrado creyéndolo dormido, iba dejando el rastro de polvo del reguero de estrellas de la espuela de oro en las albas fugaces de ráfagas verdes de las aspas de luz de las vueltas del faro, vio entre dos instantes de lumbre un leproso sin rumbo que caminaba dormido, le cerró el paso, lo llevó por la sombra sin tocarlo alumbrándole el camino con las luces de su vigilia, lo puso en los rosales, volvió a contar los centinelas en la oscuridad, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas un mar igual en cada ventana, el Caribe en abril, lo contempló veintitrés veces sin detenerse y era siempre como siempre en abril como una ciénaga dorada, oyó las doce, con el último golpe de los martillos de la catedral sintió la torcedura de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ruido en el mundo, él solo era la patria, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos del dormitorio, orinó sentado en la letrina portátil, orinó dos gotas, cuatro gotas, siete gotas arduas, se tumbó bocabajo en el suelo, se durmió en el acto, no soñó, eran las tres menos cuarto cuando se despertó empapado en sudor, estremecido por la certidumbre de que alguien lo había mirado mientras dormía, alguien que había tenido la virtud de meterse sin quitar las aldabas, quién vive, preguntó, no era nadie, cerró los ojos, volvió a sentir que lo miraban, abrió los ojos para ver, asustado, y entonces vio, carajo, era Manuela Sánchez que andaba por el cuarto sin quitar los cerrojos porque entraba y salía según su voluntad atravesando las paredes, Manuela Sánchez de mi mala hora con el vestido de muselina y la brasa de la rosa en la mano y el olor natural de regaliz de su respiración, dime que no es de verdad este delirio, decía, dime que no eres tú, dime que este vahído de muerte no es el marasmo de regaliz de tu respiración, pero era ella, era su rosa, era su aliento cálido que perfumaba el clima del dormitorio como un bajo obstinado con más dominio y más antigüedad que el resuello del mar, Manuela Sánchez de mi desastre que no estabas escrita en la palma de mi mano, ni en el asiento de mi café, ni siquiera en las aguas de mi muerte de los lebrillos, no te gastes mi aire de respirar, mi sueño de dormir, el ámbito de la oscuridad de este cuarto donde nunca había entrado ni había de entrar una mujer, apágame esa rosa, gemía, mientras gateaba en busca de la llave de la luz y encontraba a Manuela Sánchez de mi locura en lugar de la luz, carajo, por qué te tengo que encontrar si no te me has perdido, si quieres llévate mi casa, la patria entera con su dragón, pero déjame encender la luz, alacrán de mis noches, Manuela Sánchez de mi potra, hija de puta, gritó, creyendo que la luz lo liberaba del hechizo, gritando que la saquen, que la dejen sin mí, que la echen en los cantiles con un ancla en el cuello para que nadie vuelva a padecer el fulgor de su rosa, se iba desgañitando de pavor por los corredores, chapaleando en las tortas de boñiga de la oscuridad, preguntándose aturdido qué pasaba en el mundo que van a ser las ocho y todos duermen en esta casa de malandrines, levántense, cabrones, gritaba, se encendieron las luces, tocaron diana a las tres, la repitieron en la fortaleza del puerto, en la guarnición de San Jerónimo, en los cuarteles del país, y había un estrépito de armas asustadas, de rosas que se abrieron cuando aún faltaban dos horas para el sereno, de concubinas sonámbulas que sacudían alfombras bajo las estrellas y destapaban las jaulas de los pájaros dormidos y cambiaban por flores de anoche las flores trasnochadas de los floreros, y había un tropel de albañiles que construían paredes de emergencia y desorientaban a los girasoles pegando soles de papel dorado en los vidrios de las ventanas para que no se viera que todavía era noche en el cielo y era domingo veinticinco en la casa y era abril en el mar, y había un escándalo de chinos lavanderos que echaban de las camas a los últimos dormidos para llevarse las sábanas, ciegos premonitorios que anunciaban amor donde no estaba, funcionarios viciosos que encontraban gallinas poniendo los huevos del lunes cuando estaban todavía los de ayer en las gavetas de los archivos, y había un bullicio de muchedumbres aturdidas y peleas de perros en los consejos de gobierno convocados de urgencia mientras él se abría paso deslumbrado por el día repentino entre los aduladores impávidos que lo proclamaban descompositor de la madrugada, comandante del tiempo y depositario de la luz, hasta que un oficial del mando supremo se atrevió a detenerlo en el vestíbulo y se cuadró frente a él con la novedad mi general de que apenas son las dos y cinco, otra voz, las tres y cinco de la madrugada mi general, y él le cruzó la cara con el revés feroz de la mano y aulló con todo el pecho asustado para que lo escucharan en el mundo entero, son las ocho, carajo, las ocho, dije, orden de Dios. Bendición Alvarado le preguntó al verlo entrar en la mansión de los suburbios de dónde vienes con ese semblante que pareces picado de tarántula, qué haces con esa mano en el corazón, le dijo, pero él se derrumbó en la poltrona de mimbre sin contestarle, cambió la mano de lugar, había vuelto a olvidarla cuando su madre lo apuntó con el pincel de pintar oropéndolas y preguntó asombrada si de veras se creía el Corazón de Jesús con esos ojos lánguidos y esa mano en el pecho, y él la escondió ofuscado, mierda madre, dio un portazo, se fue, se quedó dando vueltas en la casa con las manos en los bolsillos para que no se le pusieran por su cuenta donde no debían, contemplaba la lluvia por la ventana, vio resbalar el agua por las estrellas de papel de galletitas y las lunas de metal plateado que habían puesto en los cristales para que parecieran las ocho de la noche a las tres de la tarde, vio los soldados de la guardia ateridos en el patio, vio el mar triste, la lluvia de Manuela Sánchez en tu ciudad sin ella, el terrible salón vacío, las sillas puestas al revés sobre las mesas, la soledad irreparable de las primeras sombras de otro sábado efímero de otra noche sin ella, carajo, si al menos me quitaran lo bailado que es lo que más me duele, suspiró, sintió vergüenza de su estado, repasó los sitios del cuerpo donde poner la mano errante que no fuera en el corazón, se la puso por fin en la potra apaciguada por la lluvia, era igual, tenía la misma forma, el mismo peso, dolía lo mismo, pero era todavía más atroz como tener el propio corazón en carne viva en la palma de la mano, y sólo entonces entendió lo que tantas gentes de otros tiempos le habían dicho que el corazón es el tercer cojón mi general, carajo, se apartó de la ventana, dio vueltas en la sala de audiencias con la ansiedad sin recursos de un presidente eterno con una espina de pescado atravesada en el alma, se encontró en la sala del consejo de ministros oyendo como siempre sin entender, sin oír, padeciendo un informe soporífero sobre la situación fiscal, de pronto algo ocurrió en el aire, se calló el ministro de hacienda, los otros lo miraban a él por las rendijas de una coraza agrietada por el dolor, se vio a sí mismo inerme y solo en el extremo de la mesa de nogal con el semblante trémulo por haber sido descubierto a plena luz en su estado de lástima de presidente vitalicio con la mano en el pecho, se le quemó la vida en las brasas glaciales de los minuciosos ojos de orfebre de mi compadre el ministro de la salud que parecían examinarlo por dentro mientras le daba vueltas a la leontina del relojito de oro del chaleco, cuidado, dijo alguien, debe ser una punzada, pero ya él había puesto su mano de sirena endurecida de rabia en la mesa de nogal, recobró el color, escupió con las palabras una ráfaga mortífera de autoridad, ya quisieran ustedes que fuera una punzada, cabrones, continúen, continuaron, pero hablaban sin oírse pensando que algo grave debía pasarle a él si tenia tanta rabia, lo cuchichearon, corrió el rumor, lo señalaban, mírenlo cómo está de acontecido que tiene que agarrarse el corazón, se le rompieron las costuras, murmuraban, se propaló la versión de que había hecho llamar de urgencia al ministro de la salud y que éste lo encontró con el brazo derecho puesto como una pata de cordero sobre la mesa de nogal y le ordenó que me lo corte, compadre, humillado por su triste condición de presidente bañado en lágrimas, pero el ministro le contestó que no, general, esa orden no la cumplo aunque me fusile, le dijo, es un asunto de justicia, general, yo valgo menos que su brazo. Estas y muchas otras versiones de su estado se iban haciendo cada vez más intensas mientras él media en los establos la leche para los cuarteles viendo cómo se alzaba en el cielo el martes de ceniza de Manuela Sánchez, hacia sacar a los leprosos de los rosales para que no apestaran las rosas de tu rosa, buscaba los lugares solitarios de la casa para cantar sin ser oído tu primer vals de reina, para que no me olvides, cantaba, para que sientas que te mueres si me olvidas, cantaba, se sumergía en el cieno de los cuartos de las concubinas tratando de encontrar alivio para su tormento, y por primera vez en su larga vida de amante fugaz se le desenfrenaban los instintos, se demoraba en pormenores, les desentrañaba los suspiros a las mujeres más mezquinas, una vez y otra vez, y las hacía reír de asombro en las tinieblas no le da pena general, a sus años, pero él sabía de sobra que aquella voluntad de resistir eran engaños que se hacía a sí mismo para perder el tiempo, que cada tranco de su soledad, cada tropiezo de su respiración lo acercaban sin remedio a la canícula de las dos de la tarde ineludible en que se fue a suplicar por el amor de Dios el amor de Manuela Sánchez en el palacio del muladar de tu reino feroz de tu barrio dejas peleas de perro, se fue vestido de civil, sin escolta, en un automóvil de servicio público que se escabulló petardeando por el vapor de gasolina rancia de la ciudad postrada en el letargo de la siesta, eludió el fragor asiático de los vericuetos del comercio, vio la mar grande de Manuela Sánchez de mi perdición con un alcatraz solitario en el horizonte, vio los tranvías decrépitos que van hasta tu casa y ordenó que los cambien por tranvías amarillos de vidrios nublados con un trono de terciopelo para Manuela Sánchez, vio los balnearios desiertos de tus domingos de mar y ordenó que pusieran casetas de vestirse y una bandera de color distinto según los humores del tiempo y una malla de acero en una playa reservada para Manuela Sánchez, vio las quintas con terrazas de mármol y prados pensativos de las catorce familias que él había enriquecido con sus favores, vio una quinta más grande con surtidores giratorios y vitrales en los balcones donde te quiero ver viviendo para mí, y la expropiaron por asalto, decidiendo la suerte del mundo mientras soñaba con los ojos abiertos en el asiento posterior del coche de latas sueltas hasta que se acabó la brisa del mar y se acabó la ciudad y se metió por las troneras de las ventanas el fragor luciferino de tu barrio de las peleas de perro donde él se vio y no se creyó pensando madre mía Bendición Alvarado mírame dónde estoy sin ti, favoréceme, pero nadie reconoció en el tumulto los ojos desolados, los labios débiles, la mano lánguida en el pecho, la voz de hablar dormido del bisabuelo asomado por los vidrios rotos con un vestido de lino blanco y un sombrero de capataz que andaba averiguando dónde vive Manuela Sánchez de mi vergüenza, la reina de los pobres, señora, la de la rosa en la mano, preguntándose asustado dónde podías vivir en aquella tropelía de nudos de espinazos erizados de miradas satánicas de colmillos sangrientos del reguero de aullidos fugitivos con el rabo entre las patas de la carnicería de perros que se descuartizaban a mordiscos en los barrizales, dónde estará el olor de regaliz de tu respiración en este trueno continuo de altavoces de hija de puta serás tu tormento de mi vida de los borrachos sacados a patadas del matadero de las cantinas, dónde te habrás perdido en laparranda sin término del maranguango y la burundanga y el gordolobo y la manta de bandera y el tremendo salchichón de hoyito y el centavo negro de ñapa en el delirio perpetuo del paraíso mítico del Negro Adán y Juancito Trucupey, carajo, cuál es tu casa de vivir en este estruendo de paredes descascaradas de color amarillo de ahuyama con cenefas moradas de balandrán de obispo con ventanas de verde cotorra con tabiques de azul de pelotica con pilares rosados de tu rosa en la mano, qué hora será en tu vida si estos desmerecidos desconocen mis órdenes de que ahora sean las tres y no las ocho de la noche de ayer como parece en este infierno, cuál eres tú de estas mujeres que cabecean en las salas vacías ventilándose con la falda despatarradas en los mecedores respirando de calor por entre las piernas mientras él preguntaba a través de los huecos de la ventana dónde vive Manuela Sánchez de mi rabia, la del traje de espuma con luces de diamantes y la diadema de oro macizo que él le había regalado en el primer aniversario de la coronación, ya sé quién es, señor, dijo alguien en el tumulto, una tetona nalgoncita que se cree la mamá de la gorila, vive ahí, señor, ahí, en una casa como todas, pintada a gritos, con la huella fresca de alguien que había resbalado en una plasta de porquería de perro en el sardinel de mosaicos, una casa de pobre tan diferente de Manuela Sánchez en la poltrona de los virreyes que costaba trabajo creer que fuera ésa, pero era ésa, madre mía Bendición Alvarado de mis entrañas, dame tu fuerza para entrar, madre, porque era ésa, había dado diez vueltas a la manzana mientras recobraba el aliento, había llamado a la puerta con tres golpes de los nudillos que parecieron tres súplicas, había esperado en la sombra ardiente del saledizo sin saber si el mal aire que respiraba estaba pervertido por la resolana o la ansiedad, esperó sin pensar siquiera en su propio estado hasta que la madre de Manuela Sánchez lo hizo entrar en la fresca penumbra olorosa a residuos de pescado de la sala amplia y escueta de una casa dormida que era más grande por dentro que por fuera, examinaba el ámbito de su frustración desde el taburete de cuero en que se había sentado mientras la madre de Manuela Sánchez la despertaba de la siesta, vio las paredes chorreadas de goteras de lluvias viejas, un sofá roto, otros dos taburetes con fondos de cuero, un piano sin cuerdas en el rincón, nada más, carajo, tanto sufrir para esta vaina, suspiraba, cuando la madre de Manuela Sánchez regresó con una canastilla de labor y se sentó a tejer encajes mientras Manuela Sánchez se vestía, se peinaba, se ponía sus mejores zapatos para atender con la debida dignidad al anciano imprevisto que se preguntaba perplejo dónde estarás Manuela Sánchez de mi infortunio que te vengo a buscar y no te encuentro en esta casa de mendigos, dónde estará tu olor de regaliz en esta peste de sobras de almuerzo, dónde estará tu rosa, dónde tu amor, sácame del calabozo de estas dudas de perro, suspiraba, cuando la vio aparecer en la puerta interior como la imagen de un sueño reflejada en el espejo de otro sueño con un traje de etamina de a cuartillo la yarda, el cabello amarrado de prisa con una peineta, los zapatos rotos, pero era la mujer más hermosa y más altiva de la tierra con la rosa encendida en la mano, una visión tan deslumbrante que él apenas si tuvo dominio para inclinarse cuando ella lo saludó con la cabeza levantada Dios guarde a su excelencia, y se sentó en el sofá, enfrente de él, donde no la alcanzaron los efluvios de su grajo fétido, y entonces me atreví a mirarlo de frente por primera vez haciendo girar con dos dedos la brasa de la rosa para que no se me notara el terror, escruté sin piedad los labios de murciélago, los ojos mudos que parecían mirarme desde el fondo de un estanque, el pellejo lampiño de terrones de tierra amasados con aceite de hiel que se hacía más tirante e intenso en la mano derecha del anillo del sello presidencial exhausta en la rodilla, su traje de lino escuálido como si dentro no estuviera nadie, sus enormes zapatos de muerto, su pensamiento invisible, su poder oculto, el anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria que se abanicaba con el sombrero de capataz contemplándome en silencio desde su otra orilla, Dios mío, qué hombre tan triste, pensé asustada, y preguntó sin compasión en qué puedo servirle excelencia, y él contestó con un aire solemne que sólo vengo a pedirle un favor, majestad, que me reciba esta visita. La visitó sin alivio durante meses y meses, todos los días en las horas muertas del calor en que solía visitar a su madre para que los servicios de seguridad creyeran que estaba en la mansión de los suburbios, porque sólo él ignoraba lo que todo el mundo sabía que los fusileros del general Rodrigo de Aguilar lo protegían agazapados en las azoteas, endemoniaban el tránsito, desocupaban a culatazos las calles por donde él tenía que pasar, las mantenían vedadas para que parecieran desiertas desde las dos hasta las cinco con orden de tirar a matar si alguien trataba de asomarse en los balcones, pero hasta los menos curiosos se las arreglaban para aguaitar el paso fugitivo de la limusina presidencial pintada de automóvil de servicio público con el anciano canicular escondido de civil dentro del traje de lino inocente, veían su palidez de huérfano, su semblante de haber visto amanecer muchos días, de haber llorado escondido, de no importarle ya lo que pensaran de la mano en el pecho, el arcaico animal taciturno que iba dejando un rastro de ilusiones de mírenlo cómo va que ya no puede con su alma en el aire vidriado de calor de las calles prohibidas, hasta que las suposiciones de enfermedades raras se hicieron tan ruidosas y múltiples que terminaron por tropezar con la verdad de que él no estaba en casa de su madre sino en la sala en penumbra del remanso secreto de Manuela Sánchez bajo la vigilancia implacable de la madre que tricotaba sin respirar, pues era para ella que compraba las máquinas de ingenio que tanto entristecían a Bendición Alvarado, trataba de seducirla con el misterio de las agujas magnéticas, las tormentas de nieve del enero cautivo de los pisapapeles de cuarzo, los aparatos de astrónomos y boticarios, los pirógrafos, manómetros, metrónomos y giróscopos que él continuaba comprando a quien quisiera vendérselos contra el criterio de su madre, contra su propia avaricia de hierro, y sólo por la dicha de gozarlos con Manuela Sánchez, le ponía en el oído la caracola patriótica que no tenía dentro el resuello del mar sino las marchas militares que exaltaban su régimen, les acercaba la llama del fósforo a los termómetros para que veas subir y bajar el azogue opresivo de lo que pienso por dentro, contemplaba a Manuela Sánchez sin pedirle nada, sin expresarle sus intenciones, sino que la abrumaba en silencio con aquellos regalos dementes para tratar de decirle con ellos lo que él no era capaz de decir, pues sólo sabía manifestar sus anhelos más íntimos con los símbolos visibles de su poder descomunal como el día del cumpleaños de Manuela Sánchez en que le había pedido que abriera la ventana y ella la abrió y me quedé petrificada de pavor al ver lo que habían hecho de mi pobre barrio de las peleas de perro, vi las blancas casas de madera con ventanas de anjeo y terrazas de flores, los prados azules con surtidores de aguas giratorias, los pavorreales, el viento de insecticida glacial, una réplica infame de las antiguas residencias de los oficiales de ocupación que habían sido calcadas de noche y en silencio, habían degollado a los perros, habían sacado de sus casas a los antiguos habitantes que no tenían derecho a ser vecinos de una reina y los habían mandado a pudrirse en otro muladar, y así habían construido en muchas noches furtivas el nuevo barrio de Manuela Sánchez para que tú lo vieras desde tu ventana el día de tu onomástico, ahí lo tienes, reina, para que cumplas muchos años felices, para ver si estos alardes de poder conseguían ablandar tu conducta cortés pero invencible de no se acerque demasiado, excelencia, que ahí está mi mamá con las aldabas de mi honra, y él se ahogaba en sus anhelos, se comía la rabia, tomaba a sorbos lentos de abuelo el agua de guanábana fresca de piedad que ella le preparaba para darle de beber al sediento, soportaba la punzada del hielo en la sien para que no le descubrieran los desperfectos de la edad, para que no me quieras por lástima después de haber agotado todos los recursos para que lo quisiera por amor, lo dejaba tan sólo cuando estoy contigo que no me quedan ánimos ni para estar, agonizando por rozarla así fuera con el aliento antes de que el arcángel de tamaño humano volara dentro de la casa tocando la campana de mi hora mortal, y él se ganaba un último sorbo de la visita mientras guardaba los juguetes en los estuches originales para que no los haga polvo la carcoma del mar, sólo un minuto, reina, se levantaba desde ahora hasta mañana, toda una vida, qué vaina, apenas si le sobraba un instante para mirar por última vez a la doncella inasible que al paso del arcángel se había quedado inmóvil con la rosa muerta en el regazo mientras él se iba, se escabullía entre las primeras sombras tratando de ocultar una vergüenza de dominio público que todo el mundo comentaba en la calle, la propalaba una canción anónima que el país entero conocía menos él, hasta los loros cantaban en los patios apártense mujeres que ahí viene el general llorando verde con la mano en el pecho, mírenlo cómo va que ya no puede con su poder, que está gobernando dormido, que tiene una herida que no se le cierra, la aprendieron los loros cimarrones de tanto oírsela cantar a los loros cautivos, se la aprendieron las cotorras y los arrendajos y se la llevaron en bandadas hasta más allá de los confines de su desmesurado reino de pesadumbre, y en todos los cielos de la patria se oyó al atardecer aquella voz unánime de multitudes fugitivas que cantaban que ahí viene el general de mis amores echando caca por la boca y echando leyes por la popa, una canción sin término a la que todo el mundo hasta los loros le agregaban estrofas para burlar a los servicios de seguridad del estado que trataban de capturarla, las patrullas militares apertrechadas para la guerra rompían portillos en los patios y fusilaban a los loros subversivos en las estacas, les echaban puñados de pericos vivos a los perros, declararon el estado de sitio tratando de extirpar la canción enemiga para que nadie descubriera lo que todo el mundo sabía que era él quien se deslizaba como un prófugo del atardecer por las puertas de servicio de la casa presidencial, atravesaba las cocinas y desaparecía entre el humo de las bostas de las habitaciones privadas hasta mañana a las cuatro, reina, hasta todos los días a la misma hora en que llegaba a la casa de Manuela Sánchez cargado de tantos regalos insólitos que habían tenido que apoderarse de las casas vecinas y derribar paredes medianeras para tener donde ponerlos, así que la sala original quedó convertida en un galpón inmenso y sombrío donde había incontables relojes de todas las épocas, había toda clase de gramófonos desde los primitivos de cilindro hasta los de diafragma de espejo, había numerosas máquinas de coser de manivela, de pedal, de motor, dormitorios enteros de galvanómetros, boticas homeopáticas, cajas de música, aparatos de ilusiones ópticas, vitrinas de mariposas disecadas, herbarios asiáticos, laboratorios de fisioterapia y educación corporal, máquinas de astronomía, ortopedia y ciencias naturales, y todo un mundo de muñecas con mecanismos ocultos de virtudes humanas, habitaciones canceladas en las que nadie entraba ni siquiera para barrer porque las cosas se quedaban donde las habían puesto cuando las llevaron, nadie quería saber de ellas y Manuela Sánchez menos que nadie pues no quería saber nada de la vida desde el sábado negro en que me sucedió la desgracia de ser reina, aquella tarde se me acabó el mundo, sus antiguos pretendientes habían muerto uno después del otro fulminados por colapsos impunes y enfermedades inverosímiles, sus amigas desaparecían sin dejar rastros, se la habían llevado sin moverla de su casa para un barrio de extraños, estaba sola, vigilada en sus intenciones más ínfimas, cautiva de una trampa del destino en la que no tenía valor para decir que no ni tenía tampoco suficiente valor para decir que sí a un pretendiente abominable que la acechaba con un amor de asilo, que la contemplaba con una especie de estupor reverencial abanicándose con el sombrero blanco, ensopado en sudor, tan lejos de si mismo que ella se había preguntado si de veras la veía o si era sólo una visión de espanto, lo había visto titubeando a plena luz, lo había visto masticar las aguas de frutas, lo había visto cabecear de sueño en la poltrona de mimbre con el vaso en la mano cuando el zumbido de cobre de las chicharras hacía más densa la penumbra de la sala, lo había visto roncar, cuidado excelencia, le dijo, él despertaba sobresaltado murmurando que no, reina, no me había dormido, sólo había cerrado los ojos, decía, sin darse cuenta de que ella le había quitado el vaso de la mano para que no se le cayera mientras dormía, lo había entretenido con astucias sutiles hasta la tarde increíble en que él llegó a la casa ahogándose con la noticia de que hoy te traigo el regalo más grande del universo, un prodigio del cielo que va a pasar esta noche a las once cero seis para que tú lo veas, reina, sólo para que tú lo veas, y era el cometa. Fue una de nuestras grandes fechas de desilusión, pues desde hacía tiempo se había divulgado una especie como tantas otras de que el horario de su vida no estaba sometido a las normas del tiempo humano sino a los ciclos del cometa, que él había sido concebido para verlo una vez pero no había de verlo la segunda a pesar de los augurios arrogantes de sus aduladores, así que habíamos esperado como quien esperaba la fecha de nacer la noche secular de noviembre en que se prepararon las músicas de gozo, las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta que por primera vez en un siglo no estallaban para exaltar su gloria sino para esperar los once golpes de metal de las once que habían de señalar el término de sus años, para celebrar un acontecimiento providencial que él esperó en la azotea de la casa de Manuela Sánchez, sentado entre ella y su madre, respirando con fuerza para que no le conocieran los apuros del corazón bajo un cielo aterido de malos presagios, aspirando por primera vez el aliento nocturno de Manuela Sánchez, la intensidad de su intemperie, su aire libre, sintió en el horizonte los tambores de conjuro que salían al encuentro del desastre, escuchó lamentos lejanos, los rumores de limo volcánico de las muchedumbres que se prosternaban de terror ante una criatura ajena a su poder que había precedido y había de trascender los años de su edad, Sintió él peso del tiempo, padeció por un instante la desdicha de ser mortal, y entonces lo vio, ahí está, dijo, y ahí estaba, porque él lo conocía, lo había visto cuando pasó para el otro lado del universo, era el mismo, reina, más antiguo que el mundo, la doliente medusa de lumbre del tamaño del cielo que a cada palmo de su trayectoria regresaba un millón de años a su origen, oyeron el zumbido de flecos de papel de estaño, vieron su rostro atribulado, sus ojos anegados de lágrimas, el rastro de venenos helados de su cabellera desgreñada por los vientos del espacio que iba dejando en el mundo un reguero de polvo radiante de escombros siderales y amaneceres demorados por lunas de alquitrán y cenizas de cráteres de océanos anteriores a los orígenes del tiempo de la tierra, ahí lo tienes, reina, murmuró, míralo bien, que no volveremos a verlo hasta dentro de un siglo, y ella se persignó aterrada, más hermosa que nunca bajo el resplandor de fósforo del cometa y con la cabeza nevada por la llovizna tenue de escombros astrales y sedimentos celestes, y entonces fue cuando ocurrió, madre mía Bendición Alvarado, ocurrió que Manuela Sánchez había visto en el cielo el abismo de la eternidad y tratando de agarrarse de la vida tendió la mano en el vacío y el único asidero que encontró fue la mano indeseable con el anillo presidencial, su cálida y tersa mano de rapiña cocinada al rescoldo del fuego lento del poder. Fueron muy pocos quienes se conmovieron con el transcurso bíblico de la medusa de lumbre que espantó a los venados del cielo y fumigó a la patria con un rastro de polvo radiante de escombros siderales, pues aun los más incrédulos estábamos pendientes de aquella muerte descomunal que había de destruir los principios de la cristiandad e implantar los orígenes del tercer testamento, esperamos en vano hasta el amanecer, regresamos a casa más cansados de esperar que de no dormir por las calles de fin de fiesta donde las mujeres del alba barrían la basura celeste de los residuos del cometa, y ni siquiera entonces nos resignábamos a creer que fuera cierto que nada había pasado, sino al contrario, que habíamos sido víctimas de un nuevo engaño histórico, pues los órganos oficiales proclamaron el paso del cometa como una victoria del régimen contra las fuerzas del mal, se aprovechó la ocasión para desmentir las suposiciones de enfermedades raras con actos inequívocos de la vitalidad del hombre del poder, se renovaron las consignas, se hizo público un mensaje solemne en que él había expresado mi decisión única y soberana de que estaré en mi puesto al servicio de la patria cuando volviera a pasar el cometa, pero en cambio él oyó las músicas y los cohetes como si no fueran de su régimen, oyó sin conmoverse el clamor de la multitud concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de gloria eterna al benemérito que ha de vivir para contarlo, no le importaban los estorbos del gobierno, delegaba su autoridad en funcionarios menores atormentado por el recuerdo de la brasa de la mano de Manuela Sánchez en su mano, soñando con vivir de nuevo aquel instante feliz aunque se torciera el rumbo de la naturaleza y se estropeara el universo, deseándolo con tanta intensidad que terminó por suplicar a sus astrónomos que le inventaran un cometa de pirotecnia, un lucero fugaz, un dragón de candela, cualquier ingenio sideral que fuera lo bastante terrorífico para causarle un vértigo de eternidad a una mujer hermosa, pero lo único que pudieron encontrar en sus cálculos fue un eclipse total de sol para el miércoles de la semana próxima a las cuatro de la tarde mi general, y él aceptó, de acuerdo, y fue una noche tan verídica a pleno día que se encendieron las estrellas, se marchitaron las flores, las gallinas se recogieron y se sobrecogieron los animales de mejor instinto premonitorio, mientras él aspiraba el aliento crepuscular de Manuela Sánchez que se le iba volviendo nocturno a medida que la rosa languidecía en su mano por el engaño de las sombras, ahí lo tienes, reina, le dijo, es tu eclipse, pero Manuela Sánchez no contestó, no le tocó la mano, no respiraba, parecía tan irreal que él no pudo soportar el anhelo y extendió la mano en la oscuridad para tocar su mano, pero no la encontró, la buscó con la yema de los dedos en el sitio donde había estado su olor, pero tampoco la encontró, siguió buscándola con las dos manos por la casa enorme, braceando con los ojos abiertos de sonámbulo en las tinieblas, preguntándose dolorido dónde estarás Manuela Sánchez de mi desventura que te busco y no te encuentro en la noche desventurada de tu eclipse, dónde estará tu mano inclemente, dónde tu rosa, nadaba como un buzo extraviado en un estanque de aguas invisibles en cuyos aposentos encontraba flotando las langostas prehistóricas de los galvanómetros, los cangrejos de los relojes de música, los bogavantes de tus máquinas de oficios ilusorios, pero en cambio no encontraba ni el aliento de regaliz de tu respiración, y a medida que se disipaban las sombras de la noche efímera se iba encendiendo en su alma la luz de la verdad y se sintió más viejo que Dios en la penumbra del amanecer de las seis de la tarde de la casa desierta, se sintió más triste, más solo que nunca en la soledad eterna de este mundo sin ti, mi reina, perdida para siempre en el enigma del eclipse, para siempre jamás, porque nunca en el resto de los larguísimos años de su poder volvió a encontrar a Manuela Sánchez de mi perdición en el laberinto de su casa, se esfumó en la noche del eclipse mi general, le decían que la vieron en un baile de plenas de Puerto Rico, allá donde cortaron a Elena mi general, pero no era ella, que la vieron en la parranda del velorio de Papá Montero, zumba, canalla rumbero, pero tampoco era ella, que la vieron en el tiquiquitaque de Barlovento sobre la mina, en la cumbiamba de Aracataca, en el bonito viento del tamborito de Panamá, pero ninguna era ella, mi general, se la llevó el carajo, y si entonces no se abandonó al albedrío de la muerte no había sido porque le hiciera falta rabia para morir sino porque sabía que estaba condenado sin remedio a no morir de amor, lo sabía desde una tarde de los principios de su imperio en que recurrió a una pitonisa para que le leyera en las aguas de un lebrillo las claves del destino que no estaban escritas en la palma de su mano, ni en las barajas, ni en el asiento del café, ni en ningún otro medio de averiguación, sólo en aquel espejo de aguas premonitorias donde se vio a sí mismo muerto de muerte natural durante el sueño en la oficina contigua a la sala de audiencias, y se vio tirado bocabajo en el suelo como había dormido todas las noches de la vida desde su nacimiento, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y a una edad indefinida entre los 107 y los 232 años.


Así lo encontraron en las vísperas de su otoño, cuando el cadáver era en realidad el de Patricio Aragonés, y así volvimos a encontrarlo muchos años más tarde en una época de tantas incertidumbres que nadie podía rendirse a la evidencia de que fuera suyo aquel cuerpo senil carcomido de gallinazos y plagado de parásitos de fondo de mar. En la mano amorcillada por la putrefacción no quedaba entonces ningún indicio de que hubiera estado alguna vez en el pecho por los desaires de una doncella improbable de los tiempos del ruido, ni habíamos encontrado rastro alguno de su vida que pudiera conducirnos al establecimiento inequívoco de su identidad. No nos parecía insólito, por supuesto, que esto ocurriera en nuestros años, si aun en los suyos de mayor gloria había motivos para dudar de su existencia, y si sus propios sicarios carecían de una noción exacta de su edad, pues hubo épocas de confusión en que parecía tener ochenta años en las tómbolas de beneficencia, sesenta en lasaudiencias civiles y hasta menos de cuarenta en las celebraciones de las fiestas públicas. El embajador Palmerston, uno de los últimos diplomáticos que le presentó las cartas credenciales, contaba en sus memorias prohibidas que era imposible concebir una vejez tan avanzada como la suya ni un estado de desorden y abandono como el de aquella casa de gobierno en que tuvo que abrirse paso por entre un muladar de papeles rotos y cagadas de animales y restos de comidas de perros dormidos en los corredores, nadie me dio razón de nada en alcabalas y oficinas y tuve que valerme de los leprosos y los paralíticos que ya habían invadido las primeras habitaciones privadas y me indicaron el camino de la sala de audiencias donde las gallinas picoteaban los trigales ilusorios de los gobelinos y una vaca desgarraba para comérselo el lienzo del retrato de un arzobispo, y me di cuenta de inmediato que él estaba más sordo que un trompo no sólo porque le preguntaba de una cosa y me contestaba sobre otra sino también porque se dolía de que los pájaros no cantaran cuando en realidad costaba trabajo respirar con aquel alboroto de pájaros que era como atravesar un monte al amanecer, y él interrumpió de pronto la ceremonia de las cartas credenciales con la mirada lúcida y la mano en pantalla detrás de la oreja señalando por la ventana la llanura de polvo donde estuvo el mar y diciendo con una voz de despertar dormidos que escuche ese tropel de mulos que viene por allá, escuche mi querido Stetson, es el mar que vuelve. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre el rendimiento de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque parecía adormilado por el calor no dejaba sin esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras y los problemas de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cepo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno, ordenaba, e interrumpió el paseo cívico y me gritó por la ventana muerto de risa ajá Lorenza López cómo va esa máquina de coser que él me había regalado veinte años antes, y yo le contesté que ya rindió su alma a Dios, general, imagínese, las cosas y la gente no estamos hechas para durar toda la vida, pero él replicó que al contrario, que el mundo es eterno, y entonces se puso a desarmar la máquina con un destornillador y una alcuza indiferente a la comitiva oficial que lo esperaba en medio de la calle, a veces se le notaba la desesperación en los resuellos de toro y se embadurnó hasta la cara de aceite de motor, pero al cabo de casi tres horas la máquina volvió a coser como nueva, pues en aquel entonces no había una contrariedad de la vida cotidiana por insignificante que fuera que no tuviera para él tanta importancia como el más grave de los asuntos de estado y creía de buen corazón que era posible repartir la felicidad y sobornar a la muerte con artimañas de soldado. Era difícil admitir que aquel anciano irreparable fuera el único saldo de un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado las que usted ordene mi general, y era cierto, pues no sólo alteraba los tiempos del día como mejor conviniera a sus negocios sino que cambiaba las fiestas de guardar de acuerdo con sus planes para recorrer el país de feria en feria con la sombra del indio descalzo y los senadores luctuosos y los huacales de gallos espléndidos que enfrentaba a los más bravos de cada plaza, él mismo casaba las apuestas, hacía estremecer de risa los cimientos de la gallera porque todos nos sentíamos obligados a reír cuando él soltaba sus extrañas carcajadas de redoblante que resonaban por encima de la música y los cohetes, sufríamos cuando callaba, estallábamos en una ovación de alivio cuando sus gallos fulminaban a los nuestros que habían sido tan bien adiestrados para perder que ninguno nos falló, salvo el gallo de la desgracia de Dionisio Iguarán que fulminó al cenizo del poder en un asalto tan limpio y certero que él fue el primero en cruzar la pista para estrechar la mano del vencedor, eres un macho, le dijo de buen talante, agradecido de que alguien le hubiera hecho por fin el favor de una derrota inocua, cuánto daría yo por tener a ese colorado, le dijo, y Dionisio Iguarán le contestó trémulo que es suyo general, a mucha honra, y regresó a su casa entre los aplausos del pueblo alborotado y el estruendo de la música y los petardos mostrándole a todo el mundo los seis gallos de raza que él le había regalado a cambio del colorado invicto, pero aquella noche se encerró en el dormitorio y se bebió solo un calabazo de ron de caña y se ahorcó con la cabuya de la hamaca, pobre hombre, pues él no era consciente del reguero de desastres domésticos que provocaban sus apariciones de júbilo, ni del rastro de muertos indeseados que dejaba a su paso, ni de la condenación eterna de los partidarios en desgracia a quienes llamó por un nombre equivocado delante de sicarios solícitos que interpretaban el error como un signo deliberado de desafecto, andaba por todo el país con su raro andar de armadillo, con su rastro de sudor bravo, con la barba atrasada, aparecía sin ningún anuncio en una cocina cualquiera con aquel aire de abuelo inútil que hacía temblar de pavor a la gente de la casa, tomaba agua de la tinaja con la totuna de servir, comía en la misma olla de cocinar sacando las presas con los dedos, demasiado jovial, demasiado simple, sin sospechar que aquella casa quedaba marcada para siempre con el estigma de su visita, y no se comportaba de esa manera por cálculo político ni por necesidad de amor como sucedió en otros tiempos sino porque ése era su modo de ser natural cuando el poder no era todavía el légamo sin orillas de la plenitud del otoño sino un torrente de fiebre que veíamos brotar ante nuestros ojos de sus manantiales primarios, de modo que bastaba con que él señalara con el dedo a los árboles que debían dar frutos y a los animales que debían crecer y a los hombres que debían prosperar, y había ordenado que quitaran la lluvia de donde estorbaba las cosechas y la pusieran en tierra de sequía, y así había sido, señor, yo lo he visto, pues su leyenda había empezado mucho antes de que él mismo se creyera dueño de todo su poder, cuando todavía estaba a merced de los presagios y de los intérpretes de sus pesadillas e interrumpía de pronto un viaje recién iniciado porque oyó cantar la pigua sobre su cabeza y cambiaba la fecha de una aparición pública porque su madre Bendición Alvarado encontró un huevo con dos yemas, y liquidó el séquito de senadores y diputados solícitos que lo acompañaban a todas partes y pronunciaban por él los discursos que nunca se atrevió a pronunciar, se quedó sin ellos porque se vio a si mismo en la casa grande y vacía de un mal sueño circundado por unos hombres pálidos de levitas grises que lo punzaban sonriendo con cuchillos de carnicero, lo acosaban con tanta saña que adondequiera que él volviese la vista se encontraba con un hierro dispuesto para herirlo en la cara y en los ojos, se vio acorralado como una fiera por los asesinos silenciosos y sonrientes que se disputaban el privilegio de tomar parte en el sacrificio y de gozarse en su sangre, pero él no sentía rabia ni miedo sino un alivio inmenso que se iba haciendo más hondo a medida que se le desaguaba la vida, se sentía ingrávido y puro, de modo que él también sonreía mientras lo mataban, sonreía por ellos y por él en el ámbito de la casa del sueño cuyas paredes de cal viva se teñían de las salpicaduras de mi sangre, hasta que alguien que era hijo suyo en el sueño le dio un tajo en la ingle por donde se me salió el último aire que me quedaba, y entonces se tapó la cara con la manta empapada de su sangre para que nadie le conociera muerto los que no habían podido conocerle vivo y se derrumbó sacudido por los estertores de una agonía tan verídica que no pudo reprimir la urgencia de contársela a mi compadre el ministro de la salud y éste acabó de consternarlo con la revelación de que aquella muerte había ocurrido ya una vez en la historia de los hombres mi general, le leyó el relato del episodio en uno de los mamotretos chamuscados del general Lautaro Muñoz, y era idéntico, madre, tanto que en el curso de la lectura él recordó algo que había olvidado al despertar y era que mientras lo mataban se abrieron de golpe y sin viento todas las ventanas de la casa presidencial que en la realidad eran tantas cuantas fueron las heridas del sueño, veintitrés, una coincidencia terrorífica que culminó aquella semana con un asalto de corsarios al senado y la corte de justicia ante la indiferencia cómplice de las fuerzas armadas, arrancaron de raíz la casa augusta de nuestros próceres originales cuyas llamas se vieron hasta muy tarde en la noche desde el balcón presidencial, pero él no se inmutó con la novedad mi general de que no habían dejado ni las piedras de los cimientos, nos prometió un castigo ejemplar para los autores del atentado que no aparecieron nunca, nos prometió reconstruir una réplica exacta de la casa de los próceres cuyos escombros calcinados permanecieron hasta nuestros días, no hizo nada para disimular el terrible exorcismo del mal sueño sino que se valió de la ocasión para liquidar el aparato legislativo y judicial de la vieja república, abrumó de honores y fortuna a los senadores y diputados y magistrados de cortes que ya no le hacían falta para guardar las apariencias de los orígenes de su régimen, los desterró en embajadas felices y remotas y se quedó sin más séquito que la sombra solitaria del indio del machete que no lo abandonaba un instante, probaba su comida y su agua, guardaba la distancia, vigilaba la puerta mientras él permanecía en mi casa alimentando la versión de que era mi amante secreto cuando en verdad me visitaba hasta dos veces por mes para hacerme consultas de naipes durante aquellos muchos años en que aún se creía mortal y tenía la virtud de la duda y sabía equivocarse y confiaba más en las barajas que en su instinto montuno, llegaba siempre tan asustado y viejo como la primera vez en que se sentó frente a mí y sin decir una palabra me tendió aquellas manos cuyas palmas lisas y tensas como el vientre de un sapo no había visto jamás ni había de ver otra vez en mi muy larga vida de escrutadora de destinos ajenos, puso las dos al mismo tiempo sobre la mesa casi como la súplica muda de un desahuciado y me pareció tan ansioso y sin ilusiones que no me impresionaron tanto sus palmas áridas como su melancolía sin alivio, la debilidad de sus labios, su pobre corazón de anciano carcomido por la incertidumbre cuyo destino no sólo era hermético en sus manos sino en cuantos medios de averiguación conocíamos entonces, pues tan pronto como él cortaba el naipe las cartas se volvían pozos de aguas turbias, se embrollaba el sedimento del café en el fondo de la taza donde él había bebido, se borraban las claves de todo cuanto tuviera que ver con su futuro personal, con su felicidad y la fortuna de sus actos, pero en cambio eran diáfanas sobre el destino de quienquiera que tuviera algo que ver con él, de modo que vimos a su madre Bendición Alvarado pintando pájaros de nombres foráneos a una edad tan avanzada que apenas si podía distinguir los colores a través de un aire enrarecido por un vapor pestilente, pobre madre, vimos nuestra ciudad devastada por un ciclón tan terrible que no merecía su nombre de mujer, vimos un hombre con una máscara verde y una espada en la mano y él preguntó angustiado en qué lugar del mundo estaba y las cartas contestaron que estaba todos los martes más cerca de él que los otros días de la semana, y él dijo ajá, y preguntó de qué color tiene los ojos, y las cartas contestaron que tenía uno del color del guarapo de caña al trasluz y el otro en las tinieblas, y él dijo ajá y preguntó cuáles eran las intenciones de ese hombre, y aquélla fue la última vez en que le revelé hasta el final la verdad de las barajas porque le contesté que la máscara verde era de la perfidia y la traición, y él dijo ajá, con un énfasis de victoria, ya sé quién es, carajo, exclamó, y era el coronel Narciso Miraval, uno de sus ayudantes más próximos que dos días después se disparó un tiro de pistola en el oído sin explicación alguna, pobre hombre, y así ordenaban la suerte de la patria y se anticipaban a su historia de acuerdo con las adivinanzas de las barajas hasta que él oyó hablar de una vidente única que descifraba la muerte en las aguas inequívocas de los lebrillos y se fue a buscarla en secreto por desfiladeros de mulas sin más testigos que el ángel del machete hasta el rancho del páramo donde vivía con una bisnieta que tenía tres niños y estaba a punto de parir otro de un marido muerto el mes anterior, la encontró tullida y medio ciega en el fondo de una alcoba casi en tinieblas, pero cuando ella le pidió que pusiera las manos sobre el lebrillo las aguas se iluminaron de una claridad interior suave y nítida, y entonces se vio a sí mismo, idéntico, acostado bocabajo en el suelo, con el uniforme de lienzo sin insignias, las polainas y la espuela de oro, y preguntó qué lugar era ése, y la mujer contestó examinando las aguas dormidas que era una habitación no más grande que ésta con algo que se ve aquí que parece una mesa de escribir y un ventilador eléctrico y una ventana hacia el mar y estas paredes blancas con cuadros de caballos y una bandera con un dragón, y él volvió a decir ajá porque había reconocido sin dudas la oficina contigua a la sala de audiencias, y preguntó si había de ser de mala manera o de mala enfermedad, y ella le contestó que no, que había de ser durante el sueño y sin dolor, y él dijo ajá, y le preguntó temblando que cuándo había de ser y ella le contestó que durmiera con calma porque no había de ser antes de que cumplas mi edad, que eran los 107 años, pero tampoco después de 125 años más, y él dijo ajá, y entonces asesinó a la anciana enferma en la hamaca para que nadie más conociera las circunstancias de su muerte, la estranguló con la correa de la espuela de oro, sin dolor, sin un suspiro, como un verdugo maestro, a pesar de que fue el único ser de este mundo, humano o animal, a quien le hizo el honor de matarlo de su propia mano en la paz o en la guerra, pobre mujer. Semejantes evocaciones de sus fastos de infamia no le torcían la conciencia en las noches del otoño, al contrario, le servían como fábulas ejemplares de lo que había debido ser y no era, sobre todo cuando Manuela Sánchez se esfumó en las sombras del eclipse y él quería sentirse otra vez en la flor de su barbarie para arrancarse la rabia de la burla que le cocinaba las tripas, se acostaba en la hamaca bajo los cascabeles del viento de los tamarindos a pensar en Manuela Sánchez con un rencor que le perturbaba el sueño mientras las fuerzas de tierra, mar y aire la buscaban sin hallar rastros hasta en los confines ignotos de los desiertos de salitre, dónde carajo te has metido, se preguntaba, dónde carajo te piensas meter que no te alcance mi brazo para que sepas quién es el que manda, el sombrero en el pecho le temblaba con los ímpetus del corazón, se quedaba extasiado de cólera sin hacerle caso a la insistencia de su madre que trataba de averiguar por qué no hablas desde la tarde del eclipse, por qué miras para adentro, pero él no contestaba, se fue, mierda madre, arrastraba sus patas de huérfano desangrándose a gotas de hiel con el orgullo herido por la amargura irredimible de que estas vainas me pasan por lo pendejo que me he vuelto, por no ser ya el arbitro de mi destino como lo era antes, por haber entrado en la casa de una guaricha con el permiso de su madre y no como había entrado en la hacienda fresca y callada de Francisca Linero en la vereda de los Santos Higuerones cuando todavía era él en persona y no Patricio Aragonés quien mostraba la cara visible del poder, había entrado sin siquiera tocar las aldabas de acuerdo con el gusto de su voluntad al compás de los dobles de las once en el reloj de péndulo y yo sentí el metal de la espuela de oro desde la terraza del patio y comprendí que aquellos pasos de mano de pilón con tanta autoridad en los ladrillos del piso no podían ser otros que los suyos, lo presentí de cuerpo entero antes de verlo aparecer en el vano de la puerta de la terraza interior donde el alcaraván cantaba las once entre los geranios de oro, cantaba el turpial aturdido por la acetona fragante de los racimos de guineo colgados en el alar, se solazaba la luz del aciago martes de agosto entre las hojas nuevas de los platanales del patio y el cuerpo del venado joven que mi marido Poncio Daza había cazado al amanecer y lo puso a desangrar colgado por las patas junto a los racimos de guineo atigrados por la miel interior, lo vi más grande y más sombrío que en un sueño con las botas sucias de barro y la chaqueta de caqui ensopada de sudor y sin armas en la correa pero amparado por la sombra del indio descalzo que permaneció inmóvil detrás de él con la mano apoyada en la cacha del machete, vi los ojos ineludibles, la mano de doncella dormida que arrancó un guineo del racimo más cercano y se lo comió de ansiedad y luego se comió otro y otro más, masticándolos de ansiedad con un ruido de pantano de toda la boca sin apartar la vista de la provocativa Francisca Linero que lo miraba sin saber qué hacer con su pudor de recién casada porque él había venido para darle gusto a su voluntad y no había otro poder mayor que el suyo para impedirlo, apenas si sentí la respiración de miedo de mi marido que se sentó a mi lado y ambos permanecimos inmóviles con las manos cogidas y los dos corazones de tarjeta postal asustados al unísono bajo la mirada tenaz del anciano insondable que seguía a dos pasos de la puerta comiéndose un guineo después del otro y tirando las cascaras en el patio por encima del hombro sin haber pestañeado ni una vez desde que empezó a mirarme, y sólo cuando acabó de comerse el racimo entero y quedó el vástago pelado junto al venado muerto le hizo una señal al indio descalzo y le ordenó a Poncio Daza que se fuera un momento con mi compadre el del machete que tiene que arreglar un negocio contigo, y aunque yo estaba agonizando de miedo conservaba bastante lucidez para darme cuenta de que mi único recurso de salvación era dejar que él hiciera conmigo todo lo que quiso sobre el mesón de comer, más aún, lo ayudé a encontrarme entre los encajes de los pollerines después de que me dejó sin resuello con su olor de amoníaco y me desgarró las bragas de un zarpazo y me buscaba con los dedos por donde no era mientras yo pensaba aturdida Santísimo Sacramento qué vergüenza, qué mala suerte, porque aquella mañana no había tenido tiempo de lavarme por estar pendiente del venado, así que él hizo por fin su voluntad al cabo de tantos meses de asedio, pero lo hizo de prisa y mal, como si hubiera sido más viejo de lo que era, o mucho más joven, estaba tan aturdido que apenas si me enteré de cuándo cumplió con su deber como mejor pudo y se soltó a llorar con unas lágrimas de orín caliente de huérfano grande y solo, llorando con una aflicción tan honda que no sólo sentí lástima por él sino por todos los hombres del mundo y empecé a rascarle la cabeza con la yema de los dedos y a consolarlo con que no era para tanto general, la vida es larga, mientras el hombre del machete se llevó a Poncio Daza al interior de los platanales y lo hizo tasajo en rebanadas tan finas que fue imposible componer el cuerpo disperso por los marranos, pobre hombre, pero no había otro remedio, dijo él, porque iba a ser un enemigo mortal para toda la vida. Eran imágenes de su poder que le llegaban desde muy lejos y le exacerbaban la amargura de cuánto le habían aguado la salmuera de su poder si ni siquiera le servía para conjurar los maleficios de un eclipse, lo estremecía un hilo de bilis negra en la mesa de dominó ante el dominio helado del general Rodrigo de Aguilar que era el único hombre de armas a quien había confiado la vida desde que el ácido úrico le cristalizó las coyunturas al ángel del machete, y sin embargo se preguntaba si tanta confianza y tanta autoridad delegadas en una sola persona no habrían sido la causa de su desventura, si no era mi compadre de toda la vida quien lo había vuelto buey por tratar de quitarle la pelambre natural de caudillo de vereda para convertirlo en un inválido de palacio incapaz de concebir una orden que no estuviera cumplida de antemano, por el invento malsano de mostrar en público una cara que no era la suya cuando el indio descalzo de los buenos tiempos se bastaba y se sobraba solo para abrir una trocha a machetazos a través de las muchedumbres de la gente gritando apártense cabrones que aquí viene el que manda sin poder distinguir en aquel matorral de ovaciones quiénes eran los buenos patriotas de la patria y quiénes eran los matreros porque todavía no habíamos descubierto que los más tenebrosos eran los que más gritaban que viva el macho, carajo, que viva el general, y en cambio ahora no le alcanzaba la autoridad de sus armas para encontrar a la reina de mala muerte que había burlado el cerco infranqueable de sus apetitos seniles, carajo, tiró las fichas por los suelos, dejaba las partidas a medias sin motivo visible deprimido por la revelación instantánea de que todo acababa por encontrar su lugar en el mundo, todo menos él, consciente por primera vez de la camisa ensopada de sudor a una hora tan temprana, consciente del hedor de carroña que subía con los vapores del mar y del dulce silbido de flauta de la potra torcida por la humedad del calor, es el bochorno, se dijo sin convicción, tratando de descifrar desde la ventana el raro estado de la luz de la ciudad inmóvil cuyos únicos seres vivos parecían ser las bandadas de gallinazos que huían despavoridas de las cornisas del hospital de pobres y el ciego de la Plaza de Armas que presintió al anciano trémulo en la ventana de la casa civil y le hizo una señal apremiante con el báculo y le gritaba algo que él no logró entender y que interpretó como un signo más en aquel sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir, y sin embargo se repitió que no por segunda vez al final del largo lunes de desaliento, es el bochorno, se dijo, y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios de bruma de los filtros del duermevela, pero de pronto despertó asustado, quién vive, gritó, era su propio corazón oprimido por el silencio raro de los gallos al amanecer, sintió que el barco del universo había llegado a un puerto mientras él dormía, flotaba en un caldo de vapor, los animales de la tierra y del cielo que tenían la facultad de vislumbrar la muerte más allá de los presagios torpes y las ciencias mejor fundadas de los hombres estaban mudos de terror, se acabó el aire, el tiempo cambiaba de rumbo, y él sintió al incorporarse que el corazón se le hinchaba a cada paso y se le reventaban los tímpanos y una materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre, antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe, una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas, y tan intempestiva que apenas si hubo tiempo de encontrarle un nombre de mujer en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo, pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura, amarraron a los centinelas en los corredores, encerraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso, clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero de su aterrorizado reino de pesadumbre, la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primer síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar, y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires, pero él no se dio cuenta en el hechizo del impacto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar, ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva, carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza. En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos navegando en una barcaza de remos en la sopa de destrozos de la sala de audiencias, salieron por la puerta de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras y los faroles arrasados de la Plaza de Armas, entraron en la laguna muerta de la catedral y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder, siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto y el promontorio de granito del mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros, salimos por el canal del presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles, surcamos los cauces tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos las celdas abandonadas, vimos el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de la sala de canto, vimos en el fondo de las aguas dormidas del refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo radiante donde había estado la ciudad y sólo entonces creyó que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mundo entero sólo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la ciénaga turbia donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas y no sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes, las islas dispersas de las colinas del antiguo puerto negrero donde estaban acampados los náufragos del huracán, los últimos sobrevivientes incrédulos que contemplamos el paso silencioso de la barcaza pintada con los colores de la bandera por entre los sargazos de los cuerpos inertes de las gallinas, vimos los ojos tristes, los labios mustios, la mano pensativa que hacía señales de cruces de bendición para que cesaran las lluvias y brillara el sol, y devolvió la vida a las gallinas ahogadas, y ordenó que bajaran las aguas y las aguas bajaron. En medio de las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria con que se celebró la primera piedra de la reconstrucción, y en medio de los gritos de la muchedumbre que se concentró en la Plaza de Armas para glorificar al benemérito que puso en fuga al dragón del huracán, alguien lo agarró por el brazo para sacarlo al balcón pues ahora más que nunca el pueblo necesita su palabra de aliento, y antes de que pudiera evadirse sintió el clamor unánime que se le metió en las entrañas como un viento de mala mar, que viva el macho, pues desde el primer día de su régimen conoció el desamparo de ser visto por toda una ciudad al mismo tiempo, se le petrificaron las palabras, comprendió en un destello de lucidez mortal que no tenía valor ni lo tendría jamás para asomarse de cuerpo entero al abismo de las muchedumbres, de modo que en la Plaza de Armas sólo percibimos la imagen efímera de siempre, el celaje de un anciano inasible vestido de lienzo que impartió una bendición silenciosa desde el balcón presidencial y desapareció al instante, pero aquella visión fugaz nos bastaba para sustentar la confianza de que él estaba ahí, velando nuestra vigilia y nuestro sueño bajo los tamarindos históricos de la mansión de los suburbios, estaba absorto en el mecedor de mimbre, con el vaso de limonada intacto en la mano oyendo el ruido de los granos de maíz que su madre Bendición Alvarado venteaba en la totuma, viéndola a través de la reverberación del calor de las tres cuando agarró una gallina cenicienta y se la metió debajo del trazo y le torcía el pescuezo con una cierta ternura mientras me decía con una voz de madre mirándome a los ojos que te estás volviendo tísico de tanto pensar sin alimentarte bien, quédate a comer esta noche, le suplicó, tratando de seducirlo con la tentación de la gallina estrangulada que sostenía con ambas manos para que no se le escapara en los estertores de la agonía, y él dijo que está bien, madre, me quedo, se quedaba hasta el anochecer con los ojos cerrados en el mecedor de mimbre, sin dormir, arrullado por el suave olor de la gallina hirviendo en la olla, pendiente del curso de nuestras vidas, pues lo único que nos daba seguridad sobre la tierra era la certidumbre de que él estaba ahí, invulnerable a la peste y al ciclón, invulnerable a la burla de Manuela Sánchez, invulnerable al tiempo, consagrado a la dicha mesiánica de pensar para nosotros, sabiendo que nosotros sabíamos que él no había de tomar por nosotros ninguna de terminación que no tuviera nuestra medida, pues él no había sobrevivido a todo por su valor inconcebible ni por su infinita prudencia sino porque era el único de nosotros que conocía el tamaño real de nuestro destino, y hasta ahí había llegado, madre, se había sentado a descansar al término de un arduo viaje en la última piedra histórica de la remota frontera oriental donde estaban esculpidos el nombre y las fechas del último soldado muerto en defensa de la integridad de la patria, había visto la ciudad lúgubre y glacial de la nación contigua, vio la llovizna eterna, la bruma matinal con olor de hollín, los hombres vestidos de etiqueta en los tranvías eléctricos, los entierros de alcurnia en las carrozas góticas de percherones blancos con morriones de plumas, los niños durmiendo envueltos en periódicos en el atrio de la catedral, carajo, qué gente tan rara, exclamó, parecen poetas, pero no lo eran, mi general, son los godos en el poder, le dijeron, y había vuelto de aquel viaje exaltado por la revelación de que no hay nada igual a este viento de guayabas podridas y este fragor de mercado y este hondo sentimiento de pesadumbre al atardecer de esta patria de miseria cuyos linderos no había de trasponer jamás, y no porque tuviera miedo de moverse de la silla en que estaba sentado, según decían sus enemigos, sino porque un hombre es como un árbol del monte, madre, como los animales del monte que no salen de la guarida sino para comer, decía, evocando con la lucidez mortal del duermevela de la siesta el soporífero jueves de agosto de hacía tantos años en que se atrevió a confesar que conocía los límites de su ambición, se lo había revelado a un guerrero de otras tierras y otra época a quien recibió a solas en la penumbra ardiente de la oficina, era un joven tímido, aturdido por la soberbia y señalado desde siempre por el estigma de la soledad, que había permanecido inmóvil en la puerta sin decidirse a franquearla hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra perfumada por un brasero de glicinas en el calor y pudo distinguirlo a él sentado en la poltrona giratoria con el puño inmóvil en la mesa desnuda, tan cotidiano y descolorido que no tenía nada que ver con su imagen pública, sin escolta y sin armas, con la camisa empapada por un sudor de hombre mortal y con hojas de salvia pegadas en las sienes para el dolor de cabeza, y sólo cuando me convencí de la verdad increíble de que aquel anciano herrumbroso era el mismo ídolo de nuestra niñez, la encarnación más pura de nuestros sueños de gloria, sólo entonces entró en el despacho y se presentó con su nombre hablando con la voz clara y firme de quien espera ser reconocido por sus actos, y él me estrechó la mano con una mano dulce y mezquina, una mano de obispo, y le prestó una atención asombrada a los sueños fabulosos del forastero que quería armas y solidaridad para una causa que es también la suya, excelencia, quería asistencia logística y sustento político para una guerra sin cuartel que barriera de una vez por todas con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia, y él se sintió tan conmovido con su vehemencia que le había preguntado por qué andas en esta vaina, carajo, por qué te quieres morir, y el forastero le había respondido sin un vestigio de pudor que no hay gloria más alta que morir por la patria, excelencia, y él le replicó sonriendo de lástima que no seas pendejo, muchacho, la patria es estar vivo, le dijo, es esto, le dijo, y abrió el puño que tenía apoyado en la mesa y le mostró en la palma de la mano esta bolita de vidrio que es algo que se tiene o no se tiene, pero que sólo el que la tiene la tiene, muchacho, esto es la patria, dijo, mientras lo despedía con palmaditas en la espalda sin darle nada, ni siquiera el consuelo de una promesa, y al edecán que le cerró la puerta le ordenó que no volvieran a molestar a ese hombre que acaba de salir, ni siquiera pierdan el tiempo vigilándolo, dijo, tiene fiebre en los cañones, no sirve. Nunca volvimos a oírle aquella frase hasta después del ciclón cuando proclamó una nueva amnistía para los presos políticos y autorizó el regreso de todos los desterrados salvo los hombres de letras, por supuesto, ésos nunca, dijo, tienen fiebre en los cañones como los gallos finos cuando están emplumando de modo que no sirven para nada sino cuando sirven para algo, dijo, son peores que los políticos, peores que los curas, imagínense, pero que vengan los demás sin distinción de color para que la reconstrucción de la patria sea una empresa de todos, para que nadie se quedara sin comprobar que él era otra vez el dueño de todo su poder con el apoyo feroz de unas fuerzas armadas que habían vuelto a ser las de antes desde que él repartió entre los miembros del mando supremo los cargamentos de vituallas y medicinas y los materiales de asistencia pública de la ayuda exterior, desde que las familias de sus ministros hacían domingos de playa en los hospitales desarmables y las tiendas de campaña de la Cruz Roja, le vendían al ministerio de la salud los cargamentos de plasma sanguíneo, las toneladas de leche en polvo que el ministerio de salud le volvía a vender por segunda vez a los hospitales de pobres, los oficiales del estado mayor cambiaron sus ambiciones por los contratos de las obras públicas y los programas de rehabilitación emprendidos con el empréstito de emergencia que concedió el embajador Warren a cambio del derecho de pesca sin límites de las naves de su país en nuestras aguas territoriales, qué carajo, sólo el que la tiene la tiene, se decía, acordándose de la canica de colores que le mostró a aquel pobre soñador de quien nunca se volvió a saber, tan exaltado con la empresa de la reconstrucción que se ocupaba de viva voz y de cuerpo presente hasta de los detalles más Ínfimos como en los tiempos originales del poder, chapaleaba en los pantanos de las calles con un sombrero y unas botas de cazador de patos para que no se hiciera una ciudad distinta de la que él había concebido para su gloria en sus sueños de ahogado solita rio, ordenaba a los ingenieros que me quiten esas casas de aquí y me las pongan allá donde no estorben, las quitaban, que levanten esa torre dos metros más para que puedan verse los barcos de altamar, la levantaban, que me volteen al revés el curso de este río, lo volteaban, sin un tropiezo, sin un vestigio de desaliento, y andaba tan aturdido con aquella restauración febril, tan absorto en su empeño y tan desentendido de otros asuntos menores del estado que se dio de bruces contra la realidad cuando un edecán distraído le comentó por error el problema de los niños y él preguntó desde las nebulosas que cuáles niños, los niños mi general, pero cuáles carajo, porque hasta entonces le habían ocultado que el ejército mantenía bajo custodia secreta a los niños que sacaban los números de la lotería por temor de que contaran por qué ganaba siempre el billete presidencial, a los padres que reclamaban les contestaron que no era cierto mientras concebían una respuesta mejor, les decían que eran infundios de apátridas, calumnias de la oposición; y a los que se amotinaron frente a un cuartel los rechazaron con cargas de mortero y hubo una matanza pública que también le habíamos ocultado para no molestarlo mi general, pues la verdad es que los niños estaban encerrados en las bóvedas de la fortaleza del puerto, en las mejores condiciones, con un ánimo excelente y muy buena salud, pero la vaina es que ahora no sabemos qué hacer con ellos mi general, y eran como dos mil. El método infalible para ganar se la lotería se le había ocurrido a él sin buscarlo, observando los números damasquinados de las bolas de billar, y había sido una idea tan sencilla y deslumbrante que él mismo no podía creerlo cuando vio la muchedumbre ansiosa que desbordaba la Plaza de Armas desde el mediodía sacando las cuentas anticipadas del milagro bajo el sol abrasante con clamores de gratitud y letreros pintados de gloria eterna al magnánimo que reparte la felicidad, vinieron músicos y maromeros, cantinas y fritangas, ruletas anacrónicas y descoloridas loterías de animales, escombros de otros mundo y otros tiempos que merodeaban en los contornos de la fortuna tratando de medrar con las migajas de tantas ilusiones, abrieron el balcón a las tres, hicieron subir tres niños menores de siete años escogidos al azar por la propia muchedumbre para que no hubiera dudas de la honradez del método, le entregaban a cada niño un talego de un color distinto después de comprobar ante testigos calificados que había diez bolas de billar numeradas del uno al cero dentro de cada talego, atención, señoras y señores, la multitud no respiraba, cada niño con los ojos vendados va a sacar una bola de cada talego, primero el niño del talego azul, luego el del rojo y por último el del amarillo, uno después del otro los tres niños metían la mano en su talego, sentían en el fondo nueve bolas iguales y una bola helada, y cumpliendo la orden que les habíamos dado en secreto cogían la bola helada, se la mostraban a la muchedumbre, la cantaban, y así sacaban las tres bolas mantenidas en hielo durante varios días con los tres números del billete que él se había reservado, pero nunca pensamos que los niños podían contarlo mi general, se nos había ocurrido tan tarde que no tuvieron otro recurso que esconderlos de tres en tres, y luego de cinco en cinco, y luego de veinte en veinte, imagínese mi general, pues tirando del hilo del enredo él acabó por descubrir que todos los oficiales del mando supremo de las fuerzas de tierra mar y aire estaban implicados en la pesca milagrosa de la lotería nacional, se enteró de que los primeros niños subieron al balcón con la anuencia de sus padres e inclusive entrenados por ellos en la ciencia ilusoria de conocer al tacto los números damasquinados en marfil, pero que a los siguientes los hicieron subir a la fuerza porque se había divulgado el rumor de que los niños que subían una vez no volvían a bajar, sus padres los escondían, los sepultaban vivos mientras pasaban las patrullas de asalto que los buscaban a medianoche, las tropas de emergencia no acordonaban la Plaza de Armas para encauzar el delirio público, como a él le decían, sino para tener a raya a las muchedumbres que arriaban como recuas de ganado con amenazas de muerte, los diplomáticos que habían solicitado audiencia para mediar en el conflicto tropezaron con el absurdo de que los propios funcionarios les daban como ciertas las leyendas de sus enfermedades raras, que él no podía recibirlos porque le habían proliferado sapos en la barriga, que no podía dormir sino de pie para no lastimarse con las crestas de iguana que le crecían en las vértebras, le habían escondido los mensajes de protestas y súplicas del mundo entero, le habían ocultado un telegrama del Sumo Pontífice en el que se expresaba nuestra angustia apostólica por el destino de los inocentes, no había espacio en las cárceles para más padres rebeldes mi general, no había más niños para el sorteo del lunes, carajo, en qué vaina nos hemos metido. Con todo, él no midió la verdadera profundidad del abismo mientras no vio a los niños atascados como reses de matadero en el patio interior de la fortaleza del puerto, los vio salir de las bóvedas como una estampida de cabras ofuscadas por el deslumbramiento solar después de tantos meses de terror nocturno, se extraviaron en la luz, eran tantos al mismo tiempo que él no los vio como dos mil criaturas separadas sino como un inmenso animal sin forma que exhalaba un tufo impersonal de pellejo asoleado y hacía un rumor de aguas profundas y cuya naturaleza múltiple lo ponía a salvo de la destrucción, porque no era posible acabar con semejante cantidad de vida sin dejar un rastro de horror que había de darle la vuelta a la tierra, carajo, no había nada que hacer, y con aquella convicción reunió al mando supremo, catorce comandantes trémulos que nunca fueron tan temibles porque nunca estuvieron tan asustados, se tomó todo su tiempo para escrutar los ojos de cada uno, uno por uno, y entonces comprendió que estaba solo contra todos, así que permaneció con la cabeza erguida, endureció la voz, los exhortó a la unidad ahora más que nunca por el buen nombre y el honor de las fuerzas armadas, los absolvió de toda culpa con el puño cerrado sobre la mesa para que no le conocieran el temblor de la incertidumbre y les ordenó en consecuencia que continuaran en sus puestos cumpliendo con sus deberes con tanto celo y tanta autoridad como siempre lo habían hecho, porque mi decisión superior e irrevocable es que aquí no ha pasado nada, se suspende la sesión, yo respondo. Como simple medida de precaución sacó a los niños de la fortaleza del puerto y los mandó en furgones nocturnos a las regiones menos habitadas del país mientras él se enfrentaba al temporal desatado por la declaración oficial y solemne de que no era cierto, no sólo no había niños en poder de las autoridades sino que no quedaba un solo preso de ninguna clase en las cárceles, el infundio del secuestro masivo era una infamia de apátridas para turbar los ánimos, las puertas del país están abiertas para que se establezca la verdad, que vengan a buscarla, vinieron, vino una comisión de la Sociedad de Naciones que removió las piedras más ocultas del país e interrogó como quiso a quienes quiso con tanta minuciosidad que Bendición Alvarado había de preguntar quiénes eran aquellos intrusos vestidos de espiritistas que entraron en su casa buscando dos mil niños debajo de las camas, en el canasto de la costura, en los fraseos de pinceles, y que al final dieron fe pública de que habían encontrado las cárceles clausuradas, la patria en paz, cada cosa en su puesto, y no habían hallado ningún indicio para confirmar la suspicacia pública de que se hubieran o se hubiese violado de intención o de obra por acción u omisión los principios de los derechos humanos, duerma tranquilo, general, se fueron, él los despidió desde la ventana con un pañuelo de orillas bordadas y con la sensación de alivio de algo que terminaba para siempre, adiós, pendejos, mar tranquilo y próspero viaje, suspiró, se acabó la vaina, pero el general Rodrigo de Aguilar le recordó que no, que la vaina no se había acabado porque aún quedan los niños mi general, y él se dio una palmada en la frente, carajo, lo había olvidado por completo, qué hacemos con los niños. Tratando de liberarse de aquel mal pensamiento mientras se le ocurría una fórmula drástica había hecho que sacaran a los niños del escondite de la selva y los llevaran en sentido contrario a las provincias de las lluvias perpetuas donde no hubiera vientos infidentes que divulgaran sus voces, donde los animales de la tierra se pudrían caminando y crecían lirios en las palabras y los pulpos nadaban entre los árboles, había ordenado que los llevaran a las grutas andinas de las nieblas perpetuas para que nadie supiera dónde estaban, que los cambiaran de los turbios noviembres de putrefacción a los febreros de días horizontales para que nadie supiera cuándo estaban, les mandó perlas de quinina y mantas de lana cuando supo que tiritaban de calenturas porque estuvieron días y días escondidos en los arrozales con el lodo al cuello para que no los descubrieran los aeroplanos de la Cruz Roja, había hecho teñir de colorado la claridad del sol y el resplandor de las estrellas para curarles la escarlatina, los había hecho fumigar desde el aire con polvos de insecticida para que no se los comiera el pulgón de los platanales, les mandaba lluvias de caramelos y nevadas de helados de crema desde los aviones y paracaídas cargados de juguetes de Navidad para tenerlos contentos mientras se le ocurría una solución mágica, y así se fue poniendo a salvo del maleficio de su memoria, los olvidó, se sumergió en la ciénaga desolada de incontables noches iguales de sus insomnios domésticos, oyó los golpes de metal de las nueve, sacó las gallinas que dormían en las cornisas de la casa civil y las llevó al gallinero, no había acabado de contar los animales dormidos en los andamios cuando entró una mulata de servicio a recoger los huevos, sintió la resolana de su edad, el rumor de su corpiño, se le echó encima, tenga cuidado general, murmuró ella, temblando, se van a romper los huevos, que se rompan, qué carajo, dijo él, la tumbó de un zarpazo sin desvestirla ni desvestirse turbado por las ansias de fugarse de la gloria inasible de este martes nevado de mierdas verdes de animales dormidos, resbaló, se despeñó en el vértigo ilusorio de un precipicio surcado por franjas lívidas de evasión y efluvios de sudor y suspiros de mujer brava y engañosas amenazas de olvido, iba dejando en la caída la curva del retintineo anhelante de la estrella fugaz de la espuela de oro, el rastro de caliche de su resuello de marido urgente, su llantito de perro, su terror de existir a través del destello y el trueno silencioso de la deflagración instantánea de la centella de la muerte, pero en el fondo del precipicio estaban otra vez los rastrojos cagados, el sueño insomne de las gallinas, la aflicción de la mulata que se incorporó con el traje embarrado de la melaza amarilla de las yemas lamentándose de que ya ve lo que le dije general, se rompieron los huevos, y él rezongó tratando de domar la rabia de otro amor sin amor, apunta cuántos eran, le dijo, te los descuento de tu sueldo, se fue, eran las diez, examinó una por una las encías de las vacas en los establos, vio a una de sus mujeres descuartizada de dolor en el suelo de su barraca y vio a la comadrona que le sacó de las entrañas una criatura humeante con el cordón umbilical enrollado en el cuello, era un varón, qué nombre le ponemos mi general, el que les dé la gana, contestó, eran las once, como todas las noches de su régimen contó los centinelas, revisó las cerraduras, tapó las jaulas de los pájaros, apagó las luces, eran las doce, la patria estaba en paz, el mundo dormía, se dirigió al dormitorio por la casa en tinieblas a través de las aspas de luz de los amaneceres fugaces de las vueltas del faro, colgó la lámpara de salir corriendo, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sentó en la letrina portátil y mientras exprimía su orina exigua acariciaba al niño inclemente del testículo herniado hasta que se le enderezó la torcedura, se le durmió en la mano, cesó el dolor, pero volvió al instante con un relámpago de pánico cuando entró por la ventana el ramalazo de un viento de más allá de los confines de los desiertos de salitre y esparció en el dormitorio el aserrín de una canción de muchedumbres tiernas que preguntaban por un caballero que se fue a la guerra que suspiraban qué dolor qué pena que se subieron a una torre para ver que viniera que lo vieron volver que ya volvió que bueno en una caja de terciopelo qué dolor qué duelo, y era un coro de voces tan numerosas y distantes que él se hubiera dormido con la ilusión de que estaban cantando las estrellas, pero se incorporó iracundo, ya no más, carajo, gritó, o ellos o yo, gritó, y fueron ellos, pues antes del amanecer ordenó que metieran a los niños en una barcaza cargada de cemento, los llevaron cantando hasta los límites de las aguas territoriales, los hicieran volar con una carga de dinamita sin darles tiempo de sufrir mientras seguían cantando, y cuando los tres oficiales que ejecutaron el crimen se cuadraron frente a él con la novedad mi general de que su orden había sido cumplida, los ascendió dos grados y les impuso la medalla de la lealtad, pero luego los hizo fusilar sin honor como a delincuentes comunes porque hay órdenes que se pueden dar pero no se pueden cumplir, carajo, pobres criaturas. Experiencias tan duras como ésa confirmaban su muy antigua certidumbre de que el enemigo más temible estaba dentro de uno mismo en la confianza del corazón, que los propios hombres que él armaba y engrandecía para que sustentaran su régimen acaban tarde o temprano por escupir la mano que les daba de comer, él los aniquilaba de un zarpazo, sacaba a otros de la nada, los ascendía a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, tú a capitán, tú a coronel, tú a general, y todos los demás a tenientes, qué carajo, los veía crecer dentro del uniforme hasta reventar las costuras, los perdía de vista, y una casualidad como el descubrimiento de dos mil niños secuestrados le permitía descubrir que no era sólo un hombre el que le había fallado sino todo el mando supremo de unas fuerzas armadas que nada más me sirven para aumentar el gasto de leche y a la hora de las vainas se cagan en el plato en que acaban de comer, yo que los parí a todos, carajo, me los saqué de las costillas, había conquistado para ellos el respeto y el pan, y sin embargo no tenía un instante de sosiego tratando de ponerse a salvo de su ambición, a los más peligrosos los mantenía más cerca para vigilarlos mejor, a los menos audaces los mandaba a guarniciones de frontera, por ellos había aceptado la ocupación de los infantes de marina, madre, y no para combatir la fiebre amarilla como había escrito el embajador Thompson en el comunicado oficial, ni para que lo protegieran de la inconformidad pública, como decían los políticos desterrados, sino para que enseñaran a ser gente decente a nuestros militares, y así fue, madre, a cada quien lo suyo, ellos los enseñaron a caminar con zapatos, a limpiarse con papel, a usar preservativos, fueron ellos quienes me enseñaron el secreto de mantener servicios paralelos para fomentar rivalidades de distracción entre la gente de armas, me inventaron la oficina de seguridad del estado, la agencia general de investigación, el departamento nacional de orden público y tantas otras vainas que ni yo mismo las recordaba, organismos iguales que él hacía aparecer como distintos para reinar con mayor sosiego en medio de la tormenta haciéndoles creer a unos que estaban vigilados por los otros, revolviéndoles con arena de playa la pólvora de los cuarteles y embrollando la verdad de sus intenciones con simulacros de la verdad contraria, y sin embargo se alzaban, él irrumpía en los cuarteles masticando espumarajos de bilis, gritando que se aparten cabrones que aquí viene el que manda ante el espanto de los oficiales que hacían pruebas de puntería con mis retratos, que los desarmen, ordenó sin detenerse pero con tanta autoridad de rabia en la voz que ellos mismos se desarmaron, que se quiten esa ropa de hombres, ordenó, se la quitaron, se alzó la base de San Jerónimo mi general, él entró por la puerta grande arrastrando sus grandes patas de anciano dolorido a través de una doble fila de guardias insurrectos que le rindieron honores de general jefe supremo, apareció en la sala del comando rebelde, sin escolta, sin un arma, pero gritando con una deflagración de poder que se tiren bocabajo en el suelo que aquí llegó el que todo lo puede, a tierra, malparidos, diecinueve oficiales de estado mayor se tiraron en el suelo, bocabajo, los pasearon comiendo tierra por los pueblos del litoral para que vean cuánto vale un militar sin uniforme, hijos de puta, oyó por encima de los otros gritos del cuartel alborotado sus propias órdenes inapelables de que fusilen por la espalda a los promotores de la rebelión, exhibieron los cadáveres colgados por los tobillos a sol y sereno para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que escupen a Dios, matreros, pero la vaina no se acababa con esas purgas sangrientas porque al menor descuido se volvía a encontrar con la amenaza de aquella parásita tentacular que creía haber arrancado de raíz y que volvía a proliferar en las galernas de su poder, a la sombra de los privilegios forzosos y las migajas de autoridad y la confianza de interés que debía acordarles a los oficiales más bravos aun contra su propia voluntad porque le era imposible mantenerse sin ellos pero también con ellos, condenado para siempre a vivir respirando el mismo aire que lo asfixiaba, carajo, no era justo, como tampoco era posible vivir con el sobresalto perpetuo de la pureza de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar que había entrado en mi oficina con una cara de muerto ansioso de saber qué pasó con aquellos dos mil niños de mi premio mayor que todo el mundo dice que los hemos ahogado en el mar, y él dijo sin inmutarse que no creyera en infundios de apátridas, compadre, los niños están creciendo en paz de Dios, le dijo, todas las noches los oigo cantar por ahí, dijo, señalando con un círculo amplio de la mano un lugar indefinido del universo, y al propio embajador Evans lo dejó envuelto en un aura de incertidumbre cuando le contestó impasible que no sé de qué niños me está hablando si el propio delegado de su país ante la Sociedad de Naciones había dado fe pública de que estaban completos y sanos los niños en las escuelas, qué carajo, se acabó la vaina, y sin embargo no pudo impedir que los despertaran a medianoche con la novedad mi general de que se habían alzado las dos guarniciones más grandes del país y además el cuartel del Conde a dos cuadras de la casa presidencial, una insurrección de las más temibles encabezada por el general Bonivento Barboza que se había atrincherado con mil quinientos hombres de tropa muy bien armados y bien abastecidos con pertrechos comprados de contrabando a través de cónsules adictos a los políticos de oposición, de modo que las cosas no están para chuparse el dedo mi general, ahora sí nos llevó el carajo. En otra época, aquella subversión volcánica habría sido un estímulo para su pasión por el riesgo, pero él sabía mejor que nadie cuál era el peso verdadero de su edad, que apenas si le alcanzaba la voluntad para resistir a los estragos de su mundo secreto, que en las noches de invierno no conseguía dormir sin antes aplacar en el cuenco de la mano con un arrullo de ternura de duérmete mi cielo al niño de silbidos de dolor del testículo herniado, que se le iban los ánimos sentado en el retrete empujando su alma gota a gota como a través de un filtro entorpecido por el verdín de tantas noches de orinar solitario, que se le descosían los recuerdos, que no acertaba a ciencia cierta a conocer quién era quién, ni de parte de quién, a merced de un destino ineludible en aquella casa de lástima que hace tiempo hubiera cambiado por otra, lejos de aquí, en cualquier moridero de indios donde nadie supiera que había sido presidente único de la patria durante tantos y tan largos años que ni él mismo los había contado, y sin embargo, cuando el general Rodrigo de Aguilar se ofreció como mediador para negociar un compromiso decoroso con la subversión no se encontró con el anciano lelo que se quedaba dormido en las audiencias sino con el antiguo carácter de bisonte que sin pensarlo un instante contestó que ni de vainas, que no se iba, aunque no era cuestión de irse o de no irse sino que todo está contra nosotros mi general, hasta la iglesia, pero él dijo que no, la iglesia está con el que manda, dijo, los generales del mando supremo reunidos desde hacía 48 horas no habían logrado ponerse de acuerdo, no importa dijo él, ya verás cómo se deciden cuando sepan quién les paga más, los dirigentes de la oposición civil habían dado por fin la cara y conspiraban en plena calle, mejor, dijo él, cuelga uno en cada farol de la Plaza de Armas para que sepan quién es el que todo lo puede, no hay caso mi general, la gente está con ellos, mentira, dijo él, la gente está conmigo, de modo que de aquí no me sacan sino muerto, decidió, golpeando la mesa con su ruda mano de doncella como sólo lo hacía en las decisiones finales, y se durmió hasta la hora del ordeño en que encontró la sala de audiencia convertida en un muladar, pues los insurrectos del cuartel del Conde habían catapultado piedras que no dejaron un vidrio intacto en la galería oriental y pelotas de candela que se metían por las ventanas rotas y mantuvieron la población de la casa en situación de pánico durante la noche entera, si usted lo hubiera visto mi general, no hemos pegado el ojo corriendo de un lado para otro con mantas y galones de agua para sofocar los pozos de fuego que se prendían en los rincones menos pensados, pero él apenas si ponía atención, ya les dije que no les hagan caso, decía, arrastrando sus patas de tumba por los corredores de cenizas y piltrafas de alfombras y gobelinos chamuscados, pero van a seguir, le decían, habían mandado a decir que las bolas en llamas eran sólo una advertencia, que después vendrán las explosiones mi general, pero él atravesó el jardín sin hacer caso de nadie, aspiró en las últimas sombras el rumor de las rosas acabadas de nacer, el desorden de los gallos en el viento del mar, qué hacemos general, ya les dije que no les hagan caso, carajo, y se fue como todos los días a esa hora a vigilar el ordeño, de modo que los insurrectos del cuartel del Conde vieron aparecer como todos los días a esa hora la carreta de mulas con los seis toneles de leche del establo presidencial, y estaba en el pescante el mismo carretero de toda la vida con el mensaje hablado de que aquí les manda esta leche mi general aunque sigan escupiendo la mano que les da de comer, lo gritó con tanta inocencia que el general Bonivento Barboza ordenó recibir la leche con la condición de que antes la probara el carretero para estar seguros de que no estaba envenenada, y entonces se abrieron los portones de hierro y los mil quinientos rebeldes asomados a los balcones interiores vieron entrar la carreta hasta el centro del patio empedrado, vieron el ordenanza que subió al pescante con un jarro y un cucharón para darle a probar la leche al carretero, lo vieron destapar el primer tonel, lo vieron flotando en el remanso efímero de una deflagración deslumbrante, y no vieron nada más por los siglos de los siglos en el calor volcánico del lúgubre edificio de argamasa amarilla en el que no hubo jamás una flor, cuyos escombros quedaron suspendidos un instante en el aire por la explosión tremenda de los seis toneles de dinamita. Ya está, suspiró él en la casa presidencial, estremecido por el aliento sísmico que desbarató cuatro casas más alrededor del cuartel y rompió la cristalería nupcial de las alacenas hasta en los extramuros de la ciudad, ya está, suspiró, cuando los furgones de la basura sacaron de los patios de la fortaleza del puerto los cadáveres de dieciocho oficiales que fueron fusilados de dos en fondo para economizar munición, ya está, suspiró, cuando el comandante Rodrigo de Aguilar se cuadró frente a él con la novedad mi general de que no quedaba otra vez en las cárceles un espacio más para presos políticos, ya está, suspiró, cuando empezaron las campanas de júbilo, los cohetes de fiesta, las músicas de gloria que anunciaron el advenimiento de otros cien años de paz, ya está, carajo, se acabó la vaina, dijo, y se quedó tan convencido, tan descuidado de sí mismo, tan negligente de su seguridad personal que una mañana atravesaba el patio de regreso del ordeño y le falló el instinto para ver a tiempo al falso leproso de aparición que se alzó de entre los rosales para cerrarle el paso en la lenta llovizna de octubre y sólo vio demasiado tarde el destello instantáneo del revólver pavonado, el índice trémulo que empezó a apretar el gatillo cuando él gritó con los brazos abiertos ofreciéndole el pecho, atrévete cabrón, atrévete, deslumbrado por el asombro de que su hora había llegado contra las premoniciones más lúcidas de los lebrillos, dispara si es que tienes cojones, gritó, en el instante imperceptible de vacilación en que se encendió una estrella lívida en el cielo de los ojos del agresor, se marchitaron sus labios, le tembló la voluntad, y entonces él le descargó los dos puños de mazos en los tímpanos, lo tumbó en seco, lo aturdió en el suelo con una patada de mano de pilón en la mandíbula, oyó desde otro mundo el alboroto de la guardia que acudió a sus gritos, pasó a través de la deflagración azul del trueno continuo de las cinco explosiones del falso leproso retorcido en un charco de sangre que se había disparado en el vientre las cinco balas del revólver para que no lo agarraran vivo los interrogadores temibles de la guardia presidencial, oyó sobre los otros gritos de la casa alborotada sus propias órdenes inapelables de que descuartizaran el cadáver para escarmiento, lo hicieron tasajo, exhibieron la cabeza macerada con sal de piedra en la Plaza de Armas, la pierna derecha en el confín oriental de Santa María del Altar, la izquierda en el occidente sin límites de los desiertos de salitre, un brazo en los páramos, el otro en la selva, los pedazos del tronco fritos en manteca de cerdo y expuestos a sol y sereno hasta que se quedaron en el hueso pelado a todo lo ancho y a todo lo azaroso y difícil de este burdel de negros para que nadie se quedara sin saber cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, y todavía verde de rabia se fue por entre los rosales que la guardia presidencial expulgaba de leprosos a punta de bayoneta para ver si por fin dan la cara, matreros, subió a la planta principal apartando a patadas a los paralíticos a ver si al fin aprenden quién fue el que les puso a parir sus madres, hijos de puta, atravesó los corredores gritando que se quiten carajo que aquí viene el que manda por entre el pánico de los oficinistas y los aduladores impávidos que lo proclamaban el eterno, dejó a lo largo de la casa el rastro del reguero de piedras de su resuello de horno, desapareció en la sala de audiencias como un relámpago fugitivo hacia los aposentos privados, entró en el dormitorio, cerró las tres aldabas, los tres pestillos, los tres cerrojos, y se quitó con la punta de los dedos los pantalones que llevaba puestos ensopados de mierda. No conoció un instante de descanso husmeando en su contorno para encontrar al enemigo oculto que había armado al falso leproso, pues sentía que era alguien al alcance de su mano, alguien tan próximo a su vida que conocía los escondrijos de su miel de abejas, que tenía ojos en las cerraduras y oídos en las paredes a toda hora y en todas partes como mis retratos, una presencia voluble que silbaba en los alisios de enero y lo reconocía desde el rescoldo de los jazmines en las noches de calor, que lo persiguió durante meses y meses en el espanto de los insomnios arrastrando sus pavorosas patas de aparecido por los cuartos mejor traspuestos de la casa en tinieblas, hasta una noche de dominó en que vio el presagio materializado en una mano pensativa que cerró el juego con el doble cinco, y fue como si una voz interior le hubiera revelado que aquella mano era la mano de la traición, carajo, éste es, se dijo perplejo, y entonces levantó la vista a través del chorro de luz de la lámpara colgada en el centro de la mesa y se encontró con los hermosos ojos de artillero de mi compadre del alma el general Rodrigo de Aguilar, qué vaina, su brazo fuerte, su cómplice sagrado, no era posible, pensaba, tanto más dolorido cuanto más a fondo descifraba la urdimbre de las falsas verdades con que lo habían entretenido durante tantos años para ocultar la verdad brutal de que mi compadre de toda la vida estaba al servicio de los políticos de fortuna que él había sacado por conveniencia de los trasfondos más oscuros de la guerra federal y los había enriquecido y abrumado de privilegios fabulosos, se había dejado usar por ellos, les había tolerado que se sirvieran de él para encumbrarse hasta donde no lo soñó la antigua aristocracia barrida por el aliento irresistible de la ventolera liberal, y todavía querían más, carajo, querían el sitio de elegido de Dios que él se había reservado, querían ser yo, malparidos, con el camino alumbrado por la lucidez glacial y la prudencia infinita del hombre que más confianza y más autoridad había logrado acumular bajo su régimen valiéndose de la privanza de ser la única persona de quien él aceptaba papeles para firmar, lo hacía leer en voz alta las órdenes ejecutivas y las leyes ministeriales que sólo yo podía expedir, le indicaba las enmiendas, firmaba con la huella del pulgar y ponía debajo el sello del anillo que entonces guardaba en una caja fuerte cuya combinación no conocía nadie más que él, a su salud, compadre, le decía siempre al entregarle los papeles firmados, ahí tiene para que se limpie, le decía riendo, y era así como el general Rodrigo de Aguilar había logrado establecer otro sistema de poder dentro del poder tan dilatado y fructífero como el mío, y no contento con eso había promovido en la sombra la insurrección del cuartel del Conde con la complicidad y la asistencia sin reservas del embajador Norton, su compinche de putas holandesas, su maestro de esgrima, que había pasado la munición de contrabando en barriles de bacalao de Noruega amparados por la franquicia diplomática mientras me embalsamaba en la mesa de dominó con las velas de incienso de que no había gobierno más amigo, ni más justo y ejemplar que el mío, y eran también ellos quienes habían puesto el revólver en la mano del falso leproso junto con estos cincuenta mil pesos en billetes cortados por la mitad que encontramos enterrados en la casa del agresor, y cuyas otras mitades le serían entregadas después del crimen por mi propio compadre de toda la vida, madre, mire qué vaina tan amarga, y sin embargo no se resignaban al fracaso sino que habían terminado por concebir el golpe perfecto sin derramar una gota de sangre, ni siquiera de la suya mi general, pues el general Rodrigo de Aguilar había acumulado testimonios del mayor crédito de que yo me pasaba las noches sin dormir conversando con los floreros y los óleos de los próceres y los arzobispos de la casa en tinieblas, que les ponía el termómetro a las vacas y les daba de comer fenacetina para bajarles la fiebre, que había hecho construir una tumba de honor para un almirante de la mar océana que no existía sino en mi imaginación febril cuando yo mismo vi con estos mis ojos misericordiosos las tres carabelas fondeadas frente a mi ventana, que había despilfarrado los fondos públicos en el vicio irreprimible de comprar aparatos de ingenio y hasta había pretendido que los astrónomos perturbaran el sistema solar para complacer a una reina de la belleza que sólo había existido en las visiones de su delirio, y que en un ataque de demencia senil había ordenado meter a dos mil niños en una barcaza cargada de cemento que fue dinamitada en el mar, madre, imagínese usted, qué hijos de puta, y era con base en aquellos testimonios solemnes que el general Rodrigo de Aguilar y el estado mayor de las guardias presidenciales en pleno habían decidido internarlo en el asilo de ancianos ilustres de los acantilados en la medianoche del primero de marzo próximo durante la cena anual del Santo Ángel Custodio, patrono de los guardaespaldas, o sea dentro de tres días mi general, imagínese, pero a pesar de la inminencia y el tamaño de la conspiración él no hizo ningún gesto que pudiera suscitar la sospecha de que la había descubierto, sino que a la hora prevista recibió como todos los años a los invitados de su guardia personal y los hizo sentar a la mesa del banquete a tomar los aperitivos mientras llegaba el general Rodrigo de Aguilar a hacer el brindis de honor, departió con ellos, se rió con ellos, uno tras otro, en distracciones furtivas, los oficiales miraban sus relojes, se los ponían en el oído, les daban cuerda, eran las doce menos cinco pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, había un calor de caldera de barco perfumado de flores, olía a gladiolos y tulipanes, olía a rosas vivas en la sala cerrada, alguien abrió una ventana, respiramos, miramos los relojes, sentimos una ráfaga tenue del mar con un olor de guiso tierno de comida de bodas, todos sudaban menos él, todos padecimos el bochorno del instante bajo la lumbre intacta del animal vetusto que parpadeaba con los ojos abiertos en un espacio propio reservado en otra edad del mundo, salud, dijo, la mano inapelable de lirio lánguido volvió a levantar la copa con que había brindado toda la noche sin beber, se oyeron los ruidos viscerales de las máquinas de los relojes en el silencio de un abismo final, eran las doce, pero el general Rodrigo de Aguilar no llegaba, alguien trató de levantarse, por favor, dijo, él lo petrificó con la mirada mortal de que nadie se mueva, nadie respire, nadie viva sin mi permiso hasta que terminaron de sonar las doce, y entonces se abrieron las cortinas y entró el egregio general de división Rodrigo de Aguilar en bandeja de plata puesto cuan largo fue sobre una guarnición de coliflores y laureles, macerado en especias, dorado al horno, aderezado con el uniforme de cinco almendras de oro de las ocasiones solemnes y las presillas del valor sin límites en la manga del medio brazo, catorce libras de medallas en el pecho y una ramita de perejil en la boca, listo para ser servido en banquete de compañeros por los destazadores oficiales ante la petrificación de horror de los invitados que presenciamos sin respirar la exquisita ceremonia del descuartizamiento y el reparto, y cuando hubo en cada plato una ración igual de ministro de la defensa con relleno de piñones y hierbas de olor, él dio la orden de empezar, buen provecho señores.

Загрузка...