Había sorteado tantos escollos de desórdenes telúricos, tantos eclipses aciagos, tantas bolas de candela en el cielo, que parecía imposible que alguien de nuestro tiempo confiara todavía en pronósticos de barajas referidos a su destino. Sin embargo, mientras se adelantaban los trámites para componer y embalsamar el cuerpo, hasta los menos candidos esperábamos sin confesarlo el cumplimiento de predicciones antiguas, como que el día de su muerte el lodo de los cenegales había de regresar por sus afluentes hasta las cabeceras, que había de llover sangre, que las gallinas pondrían huevos pentagonales, y que el silencio y las tinieblas se volverían a establecer en el universo porque aquél había de ser el término de la creación. Era imposible no creerlo, si los pocos periódicos que aún se publicaban seguían consagrados a proclamar su eternidad y a falsificar su esplendor con materiales de archivo, nos lo mostraban a diario en el tiempo estático de la primera plana con el uniforme tenaz de cinco soles tristes de sus tiempos de gloria, con más autoridad y diligencia y mejor salud que nunca a pesar de que hacía muchos años que habíamos perdido la cuenta de sus años, volvía a inaugurar en los retratos de siempre los monumentos conocidos o instalaciones de servicio público que nadie conocía en la vida real, presidía actos solemnes que se decían de ayer y que en realidad se habían celebrado en el siglo anterior, aunque sabíamos que no era cierto, que nadie lo había visto en público desde la muerte atroz de Leticia Nazareno cuando se quedó solo en aquella casa de nadie mientras los asuntos del gobierno cotidiano seguían andando solos y sólo por la inercia de su poder inmenso de tantos años, se encerró hasta la muerte en el palacio destartalado desde cuyas ventanas más altas contemplábamos. con el corazón oprimido el mismo anochecer lúgubre que él debió ver tantas veces desde su trono de ilusiones, veíamos la luz intermitente del faro que inundaba de sus aguas verdes y lánguidas los salones en ruinas, veíamos las lámparas de pobres dentro del cascarón de los que fueron antes los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que habían sido invadidos por hordas de pobres cuando las barracas de colores de las colinas del puerto fueron desbaratadas por otro de nuestros tantos ciclones, veíamos abajo la ciudad dispersa y humeante, el horizonte instantáneo de relámpagos pálidos del cráter de ceniza del mar vendido, la primera noche sin él, su vasto imperio lacustre de anémonas de paludismo, sus pueblos de calor en los deltas de los afluentes de lodo, las ávidas cercas de alambre de púa de sus provincias privadas donde proliferaba sin cuento ni medida una especie nueva de vacas magníficas que nacían con la marca hereditaria del hierro presidencial. No sólo habíamos terminado por creer de veras que él estaba concebido para sobrevivir al tercer cometa, sino que esa convicción nos había infundido una seguridad y un sosiego que creíamos disimular con toda clase de chistes sobre la vejez, le atribuíamos a él las virtudes seniles de las tortugas y los hábitos de los elefantes, contábamos en las cantinas que alguien había anunciado al consejo de gobierno que él había muerto y que todos los ministros se miraron asustados y se preguntaron asustados que ahora quién se lo va a decir a él, ja, ja, ja, cuando la verdad era que a él no le hubiera importado saberlo ni hubiera estado muy seguro él mismo de si aquel chiste callejero era cierto o falso, pues entonces nadie sabía sino él que sólo le quedaban en las troneras de la memoria unas cuantas piltrafas sueltas de los vestigios del pasado, estaba solo en el mundo, sordo como un espejo, arrastrando sus densas patas decrépitas por oficinas sombrías donde alguien de levita y cuello de almidón le había hecho una seña enigmática con un pañuelo blanco, adiós, le dijo él, el equívoco se convirtió en ley, los oficinistas de la casa presidencial tenían que ponerse de pie con un pañuelo blanco cuando él pasaba, los centinelas en los corredores, los leprosos en los rosales lo despedían al pasar con un pañuelo blanco, adiós mi general, adiós, pero él no oía, no oía nada desde los lutos crepusculares de Leticia Nazareno cuando pensaba que a los pájaros de sus jaulas se les estaba gastando la voz de tanto cantar y les daba de comer de su propia miel de abejas para que cantaran más alto, les echaba gotas de cantorina en el pico con un gotero, les cantaba canciones de otra época, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, pues no se daba cuenta de que no eran los pájaros que estuvieran perdiendo la fuerza de la voz sino que era él que oía cada vez menos, y una noche el zumbido de los tímpanos se rompió en pedazos, se acabó, se quedó convertido en un aire de argamasa por donde pasaban apenas los lamentos de adioses de los buques ilusorios de las tinieblas del poder, pasaban vientos imaginarios, bullarangas de pájaros interiores que acabaron por consolarlo del abismo del silencio de los pájaros de la realidad. Las pocas personas que entonces tenían acceso a la casa civil lo veían en el mecedor de mimbre sobrellevando el bochorno de las dos de la tarde bajo el cobertizo de trinitarias, se había desabotonado la guerrera, se había quitado el sable con el cinturón de los colores de la patria, se había quitado las botas pero se dejaba puestas las medias de púrpura de las doce docenas que le mandó el Sumo Pontífice de sus calceteros privados, las niñas de un colegio vecino que se encaramaban por las tapias traseras donde la guardia era menos rígida lo habían sorprendido muchas veces en aquel sopor insomne, pálido, con hojas de medicina pegadas en las sienes, atigrado por los charcos de luz del cobertizo en un éxtasis de mantarraya bocarriba en el fondo de un estanque, viejo guanábano, le gritaban, él las veía distorsionadas por la bruma de la reverberación del calor, les sonreía, las saludaba con la mano sin el guante de raso, pero no las oía, sentía el tufo de lodo de camarones de la brisa del mar, sentía el picoteo de las gallinas en los dedos de los pies, pero no sentía el trueno luminoso de las chicharras, no oía a las niñas, no oía nada. Sus únicos contactos con la realidad de este mundo eran entonces unas cuantas piltrafas sueltas de sus recuerdos más grandes, sólo ellos lo mantuvieron vivo después de que se despojó de los asuntos del gobierno y se quedó nadando en el estado de inocencia del limbo del poder, sólo con ellos se enfrentaba al soplo devastador de sus años excesivos cuando deambulaba al anochecer por la casa desierta, se escondía en las oficinas apagadas, arrancaba los márgenes de los memoriales y en ellos escribía con su letra florida los residuos sobrantes de los últimos recuerdos que lo preservaban de la muerte, una noche había escrito que me llamo Zacarías, lo había vuelto a leer bajo el resplandor fugitivo del faro, lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas la tira de papel, yo soy yo, se dijo, y escribió en otra tira que había cumplido cien años por los tiempos en que volvió a pasar el cometa aunque entonces no estaba seguro de cuántas veces lo había visto pasar, y escribió de memoria en otra tira más larga honor al herido y honor a los fieles soldados que muerte encontraron por mano extranjera, pues hubo épocas en que escribía todo lo que pensaba, todo lo que sabia, escribió en un cartón y lo clavó con alfileres en la puerta de un retrete que estaba prohibido hacer porquerías en los excusados porque había abierto esa puerta por error y había sorprendido a un oficial de alto rango masturbándose en cuclillas sobre la letrina, escribía las pocas cosas que recordaba para estar seguro de no olvidarlas nunca, Leticia Nazareno, escribía, mi única y legítima esposa que lo había enseñado a leer y escribir en la plenitud de la vejez, hacía esfuerzos por evocar su imagen pública, quería volver a verla con la sombrilla de tafetán con los colores de la bandera y su cuello de colas de zorros plateados de primera dama, pero sólo conseguía recordarla desnuda a las dos de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, se acordaba del lento reposo de tu cuerpo manso y lívido en el zumbido del ventilador eléctrico, sentía tus tetas vivas, tu olor de perra, el rumor corrosivo de tus manos feroces de novicia que cortaban la leche y oxidaban el oro y marchitaban las flores, pero eran buenas manos para el amor, porque sólo ella había alcanzado el triunfo inconcebible de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante, y el se las quitaba, que te quites los arneses que me lastimas el corazón con las hebillas, y él se los quitaba, que te quites el sable, y el braguero, y las polainas, que te quites todo mi vida que no te siento, y él se quitaba todo para ti como no lo había hecho antes ni había de hacerlo nunca con ninguna mujer después de Leticia Nazareno, mi único y legítimo amor, suspiraba, escribía los suspiros en las tiras de memoriales amarillentos que enrollaba como cigarrillos para esconderlos en los resquicios menos pensados de la casa donde sólo él pudiera encontrarlos para acordarse de quién era él mismo cuando ya no pudiera acordarse de nada, donde nadie los encontró jamás cuando inclusive la imagen de Leticia Nazareno acabó de escurrirse por los desaguaderos de la memoria y sólo quedó el recuerdo indestructible de su madre Bendición Alvarado en las tardes de adioses de la mansión de los suburbios, su madre moribunda que convocaba a las gallinas haciendo sonar los granos de maíz en una totuma para que él no advirtiera que se estaba muriendo, que le seguía llevando las aguas de frutas a la hamaca colgada entre los tamarindos para que él no sospechara que apenas si podía respirar de dolor, su madre que lo había concebido sola, que lo había parido sola, que se estuvo pudriendo sola hasta que el sufrimiento solitario se hizo tan intenso que fue más fuerte que el orgullo y tuvo que pedirle al hijo que me mires la espalda para ver por qué siento este fulgor de brasas que no me deja vivir, y se quitó la camisola, se volvió, y él contempló con un horror callado las espaldas maceradas por las úlceras humeantes en cuya pestilencia de pulpa de guayaba se reventaban las burbujas minúsculas de las primeras larvas de los gusanos. Malos tiempos aquellos mi general, no había secretos de estado que no fueran de dominio público, no había orden que se cumpliera a ciencia cierta desde que fue servido en mesa de gala el cadáver exquisito del general Rodrigo de Aguilar, pero a él no le importaba, no le importaron los tropiezos del poder durante los meses amargos en que su madre se pudrió a fuego lento en un dormitorio contiguo al suyo después de que los médicos más entendidos en flagelos asiáticos dictaminaron que su enfermedad no era la peste, ni la sarna, ni el pian, ni ninguna otra plaga de Oriente sino algún maleficio de indios que sólo podía ser curado por quien lo hubiera infundido, y él comprendió que era la muerte y se encerró a ocuparse de su madre con una abnegación de madre, se quedó a pudrirse con ella para que nadie la viera cocinándose en su caldo de larvas, ordenó que le llevaran sus gallinas a la casa civil, le llevaron los pavorreales, los pájaros pintados que andaban a su antojo por salones y oficinas para que su madre no fuera a extrañar los trajines campestres de la mansión de los suburbios, él mismo quemaba los troncos de bija en el dormitorio para que nadie percibiera el tufo de mortecina de la madre moribunda, él mismo consolaba con mantecas germicidas el cuerpo colorado del mercurio cromo, amarillo del pícrico, azul del metileno, él mismo embadurnaba de bálsamos turcos las úlceras humeantes contra el criterio del ministro de la salud que tenía horror de los maleficios, qué carajo, madre, mejor si nos morimos juntos, decía, pero Bendición Alvarado era consciente de ser la única que se estaba muriendo y trataba de revelarle al hijo los secretos de familia que no quería llevarse a la tumba, le contaba cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, como fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre, trataba de decirle para la historia que lo había engendrado de pie y sin quitarse el sombrero por el tormento de las moscas metálicas de los pellejos de melaza fermentada de una trastienda de cantina, lo había parido mal en un amanecer de agosto en el zaguán de un monasterio, lo había reconocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios y tenía el testículo derecho del tamaño de un higo y se vaciaba como un fuelle y exhalaba un suspiro de gaita con la respiración, lo desenvolvía de los trapos que le regalaron las novicias y lo mostraba en las plazas de feria por si acaso encontraba alguien que conociera algún remedio mejor y sobre todo más barato que la miel de abejas que era lo único que le recomendaban para su mala formación, la entretenían con fórmulas de consuelo, que no hay que anticiparse al destino, le decían, que al fin y al cabo el niño era bueno para todo menos para tocar instrumentos de viento, le decían, y sólo una adivina de circo cayó en la cuenta de que el recién nacido no tenía líneas en la palma de la mano y eso quería decir que había nacido para rey, y así era, pero él no le ponía atención, le suplicaba que se durmiera sin escarbar en el pasado porque le resultaba más cómodo creer que aquellos tropiezos de la historia patria eran delirios de la fiebre, duérmase, madre, le suplicaba, la envolvía de pies a cabeza con una sábana de lino de las muchas que había hecho fabricar a propósito para no lastimar sus llagas, la ponía a dormir de costado con la mano en el corazón, la consolaba con que no se acuerde de vainas tristes, madre, de todos modos yo soy yo, duerma despacio. Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida, divulgaban cédulas médicas inventadas, pero los propios estafetas de los bandos confirmaban que era cierto lo que ellos mismos desmentían, que los vapores de la corrupción eran tan intensos en el dormitorio de la moribunda que habían espantado hasta a los leprosos, que degollaban carneros para bañarla con la sangre viva, que sacaban sábanas ensopadas de una materia tornasol que fluía de sus llagas y por mucho que las lavaran no conseguían devolverles su esplendor original, que nadie había vuelto a verlo a él en los establos de ordeño ni en los cuartos de las concubinas donde siempre lo habían visto al amanecer aun en los tiempos peores, el propio arzobispo primado se había ofrecido para administrar los últimos sacramentos a la moribunda pero él lo había plantado en la puerta, nadie se está muriendo, padre, no crea en rumores, le dijo, compartía la comida con su madre en el mismo plato con la misma cuchara a pesar del aire de dispensario de peste que se respiraba en el cuarto, la bañaba antes de acostarla con el jabón del perro agradecido mientras el corazón se le paraba de lástima por las instrucciones que ella impartía con sus últimas hilachas de voz sobre el cuidado de los animales después de su muerte, que no desplumaran a los pavorreales para hacer sombreros, sí madre, decía él, y le daba una mano de creolina por todo el cuerpo, que no obliguen a cantar a los pájaros en las fiestas, sí madre, y la envolvía en la sábana de dormir, que saquen las gallinas de los nidos cuando esté tronando para que no empollen basiliscos, sí madre, y la acostaba con la mano en el corazón, sí madre, duerma despacio, la besaba en la frente, dormía las pocas horas que le quedaban tirado bocabajo junto a la cama, pendiente de las derivas de su sueño, pendiente de los delirios interminables que se iban haciendo más lúcidos a medida que se acercaban a la muerte, aprendiendo con sus rabias acumuladas de cada noche a soportar la rabia inmensa del lunes de dolor en que lo despertó el silencio terrible del mundo al amanecer y era que su madre de mi vida Bendición Alvarado había acabado de respirar, y entonces desenvolvió el cuerpo nauseabundo y vio en el resplandor tenue de los primeros gallos que había otro cuerpo idéntico con la mano en el corazón pintado de perfil en la sábana, y vio que el cuerpo pintado no tenía grietas de peste ni estragos de vejez sino que era macizo y terso como pintado al óleo por ambos lados del sudario y exhalaba una fragancia natural de flores tiernas que purificó el ámbito de hospital del dormitorio y por mucho que lo restregaron con caliche y lo hirvieron en lejía no consiguieron borrarlo de la sábana porque estaba integrado por el derecho y por el revés con la propia materia del lino, y era lino eterno, pero él no había tenido serenidad para medir el tamaño de aquel prodigio sino que abandonó el dormitorio con un portazo de rabia que sonó como un disparo en el ámbito de la casa, y entonces empezaron las campanas de duelo en la catedral y después las de todas las iglesias y después las de toda la nación que doblaron sin pausas durante cien días, y quienes despertaron por las campanas comprendieron sin ilusiones que él era otra vez el dueño de todo su poder y que el enigma de su corazón oprimido por la rabia de la muerte se levantaba con más fuerza que nunca contra las veleidades de la razón y la dignidad y la indulgencia, porque su madre de mi vida Bendición Alvarado había muerto en aquella madrugada del lunes veintitrés de febrero y un nuevo siglo de confusión y de escándalo empezaba en el mundo. Ninguno de nosotros [i] era bastante viejo para dar testimonio de aquella muerte, pero el estruendo de los funerales había llegado hasta nuestro tiempo y teníamos noticias verídicas de que él no volvió a ser el mismo de antes por el resto de su vida, nadie tuvo el derecho de perturbar sus insomnios de huérfano durante mucho más de los cien días del luto oficial, no se le volvió a ver en la casa de dolor cuyo ámbito había sido desbordado por las resonancias inmensas de las campanas fúnebres, no se daban más horas que las de su duelo, se hablaba con suspiros, la guardia doméstica andaba descalza como en los años originales de su régimen y sólo las gallinas pudieron hacer lo que quisieron en la casa prohibida cuyo monarca se había vuelto invisible, se desangraba de rabia en el mecedor de mimbre mientras su madre de mi alma Bendición Alvarado andaba por esos peladeros de calor y miseria dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida, pues se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino para que nadie se quedara sin el privilegio de honrar su memoria, se lo llevaron con himnos de vientos de crespones oscuros hasta las estaciones de los páramos donde lo recibieron con las mismas músicas lúgubres las mismas muchedumbres taciturnas que en otros tiempos de gloria habían venido a conocer el poder oculto en la penumbra del vagón presidencial, exhibieron el cuerpo en el monasterio de caridad donde una pajarera nómada en el principio de los tiempos había parido mal a un hijo de nadie que llegó a ser rey, abrieron los portones del santuario por primera vez en un siglo, soldados de a caballo hacían redadas de indios en los pueblos, los arriaban secuestrados, los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales donde nueve obispos de pontifical cantaban oficios de tinieblas, duerme en paz en tu gloria, cantaban los diáconos, los acólitos, descansa en tus cenizas, cantaban, afuera llovía en los geranios, las novicias repartieron guarapo con panes de difuntos, vendieron costillas de cerdo, camándulas, frascos de agua bendita bajo las arcadas de piedra de los patios, había música en las cantinas de las veredas, había pólvora, se bailaba en los zaguanes, era domingo, ahora y siempre, eran años de fiesta en las trochas de prófugos y los desfiladeros de niebla por donde su madre de mi muerte Bendición Alvarado había pasado en vida persiguiendo al hijo embullado con la ventolera federal, pues ella lo había cuidado en la guerra, había impedido que le caminaran encima las mulas de la tropa cuando se derrumbaba por los suelos enrollado en una manta, sin sentido, hablando disparates por la calentura de las tercianas, ella le había tratado de inculcar su miedo ancestral por los peligros que acechan a la gente de los páramos en las ciudades del mar tenebroso, tenia miedo de los virreyes, de las estatuas, de los cangrejos que se bebían las lágrimas de los recién nacidos, había temblado de pavor ante la majestad de la casa del poder que conoció a través de la lluvia la noche del asalto sin haber imaginado entonces que era la casa donde había de morir, la casa de soledad donde él estaba, donde se preguntaba con el calor de la rabia tirado bocabajo en el suelo dónde carajo te has metido, madre, en qué manglar de tarulla se habrá enredado tu cuerpo, quién te espanta las mariposas de la cara, suspiraba, postrado de dolor, mientras su madre Bendición Alvarado navegaba bajo un palio de hojas de plátano entre los vapores nauseabundos de los cenagales para ser exhibida en las escuelas públicas de vereda, en los cuarteles de los desiertos de salitre, en los corrales de indios, la mostraban en las casas principales junto con un retrato de cuando era joven, era lánguida, era hermosa, se había puesto una diadema en la frente, se había puesto una gola de encajes contra su voluntad, se había dejado poner talco en la cara y carmín en los labios por esa única vez, le pusieron un tulipán de seda en la mano para que lo tuviera así, así no, señora, así, descuidado en el regazo, cuando el fotógrafo veneciano de los monarcas europeos le tomó el retrato oficial de primera dama que mostraban junto con el cadáver como una prueba final contra cualquier sospecha de suplantación, y eran idénticos, pues no se había dejado nada al azar, el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor, le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia, las costureras militares mantenían el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida, para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, madre, para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos hasta en los caseríos más indigentes de los médanos de la selva donde al cabo de tantos años de olvido vieron volver a medianoche el vetusto buque fluvial de rueda de madera con todas las luces encendidas y lo recibieron con tambores pascuales creyendo que habían vuelto los tiempos de gloria, que viva el macho, gritaban, bendito el que viene en nombre de la verdad, gritaban, se echaban al agua con los armadillos cebados, con una ahuyama del tamaño de un buey, se encaramaban por los barandales de encajes de madera para brindarle tributos de sumisión al poder invisible cuyos dados decidían al azar de la patria y se quedaban sin aliento ante el catafalco de hielo picado y sal de piedra repetido en las lunas atónitas de los espejos del comedor presidencial, expuesto al juicio público bajo los ventiladores de aspas del arcaico buque de placer que anduvo meses y meses por entre las islas efímeras de los afluentes ecuatoriales hasta que se extravió en una edad de pesadilla en que las gardenias tenían uso de razón y las iguanas volaban en las tinieblas, se terminó el mundo, la rueda de madera encalló en arenales de oro, se rompió, se fundió el hielo, se corrompió la sal, el cuerpo tumefacto quedó flotando a la deriva en una sopa de aserrín [ii], y sin embargo no se pudrió, sino todo lo contrario mi general, pues entonces la vimos abrir los ojos y vimos que sus pupilas eran diáfanas y tenían el color del acónito en enero y su misma virtud de piedra lunar, y aun los más incrédulos habíamos visto empañarse la cubierta de vidrio del catafalco con el vapor de su aliento y habíamos visto que de sus poros manaba un sudor vivo y fragante, y la vimos sonreír. Usted no puede imaginarse cómo fue aquello mi general, fue el despelote, hemos visto parir a las mulas, hemos visto crecer flores en el salitre, hemos visto a los sordomudos aturdidos por el prodigio de sus propios gritos de milagro, milagro, milagro, hicieron polvo los vidrios del ataúd mi general y por poco no volvieron tasajo el cadáver para repartirse las reliquias, así que hemos tenido que disponer de un batallón de granaderos contra el fervor de las muchedumbres frenéticas que estaban llegando en tumulto desde el semillero de islas del Caribe cautivadas por la noticia de que el alma de su madre Bendición Alvarado había obtenido de Dios la facultad de contrariar las leyes de la naturaleza, vendían hilos de la mortaja, vendían escapularios, aguas de su costado, estampitas con su retrato de reina, pero era una turbamulta tan descomunal y atolondrada que más bien parecía un torrente de bueyes indómitos cuyas pezuñas devastaban cuanto encontraban a su paso y hacían un estruendo de temblor de tierra que hasta usted mismo puede oírlo desde aquí si escucha con atención mi general, óigalo, y él se puso la mano en pantalla detrás de la oreja qué le zumbaba menos, escuchó con atención, y entonces oyó, madre mía Bendición Alvarado, oyó el trueno sin término, vio la ciénaga en ebullición de la vasta muchedumbre dilatada hasta el horizonte del mar, vio el torrente de velas encendidas que arrastraban otro día más radiante dentro de la claridad radiante del mediodía, pues su madre de mi alma Bendición Alvarado regresaba a la ciudad de sus antiguos terrores como había llegado la primera vez con la marabunta de la guerra, con el olor a carne cruda de la guerra, pero liberada para siempre de los riesgos del mundo porque él había hecho arrancar de las cartillas de las escuelas las páginas sobre los virreyes para que no existieran en la historia, había prohibido las estatuas que te perturbaban el sueño, madre, de modo que ahora regresaba sin sus miedos congénitos en hombros de una muchedumbre de paz, regresaba sin ataúd, a cielo abierto, en un aire vedado a las mariposas, abrumada por el peso del oro de los exvotos que le habían colgado en el viaje interminable desde los confines de la selva a través de su vasto y convulsionado reino de pesadumbre, escondida bajo el montón de muletitas de oro que le colgaban los paralíticos restaurados, las estrellas de oro de los náufragos, los niños de oro de las estériles incrédulas que habían tenido que parir de urgencia detrás de los matorrales, como en la guerra, mi general, navegando al garete en el centro del torrente arrasador de la mudanza" bíblica de toda una nación que no encontraba dónde poner sus chécheres de cocina, sus animales, los restos de una vida sin más esperanzas de redención que las mismas oraciones secretas que Bendición Alvarado rezaba durante los combates para torcer el rumbo de las balas que disparaban contra su hijo, como había venido él en el tumulto de la guerra con un trapo colorado en la cabeza gritando en las treguas de los delirios de las calenturas que viva el partido liberal carajo, viva el federalismo triunfante, godos de mierda, aunque arrastrado en realidad por la curiosidad atávica de conocer el mar, sólo que la muchedumbre de miseria que había invadido la ciudad con el cuerpo de su madre era mucho más turbulenta y frenética que cuantas devastaron el país en la aventura de la guerra federal, más voraz que la marabunta, más terrible que el pánico, la más tremenda que habían visto mis ojos en todos los días de los años innumerables de su poder, el mundo entero mi general, mire, qué maravilla. Convencido por la evidencia, él salió al fin de las brumas de su duelo, salió pálido, duro, con una banda negra en el brazo, resuelto a utilizar todos los recursos de su autoridad para conseguir la canonización de su madre Bendición Alvarado con base en las pruebas abrumadoras de sus virtudes de santa, mandó a Roma a sus ministros de letras, volvió a invitar al nuncio apostólico a tomar chocolate con galletitas en los pozos de luz de cobertizo de trinitarias, lo recibió en familia, él acostado en la hamaca, sin camisa, abanicándose con el sombrero blanco, y el nuncio sentado frente a él con la taza de chocolate ardiente, inmune al calor y al polvo dentro del aura de espliego de la sotana dominical, inmune al desaliento del trópico, inmune a las cagadas de los pájaros de la madre muerta que volaban sueltos en los pozos dé agua solar del cobertizo, tomaba a sorbos contados el chocolate de vainilla, masticaba las galletitas con un pudor de novia tratando de demorar el veneno ineludible del último sorbo, rígido en la poltrona de mimbre que él no le concedía a nadie, sólo a usted, padre, como en aquellas tardes malvas de los tiempos de gloria en que otro nuncio viejo y candido trataba de convertirlo a la fe de Cristo con acertijos escolásticos de Tomás de Aquino, no más que ahora soy yo el que lo llama a usted para convertirlo, padre, las vueltas que da el mundo, porque ahora creo, dijo, y lo repitió sin pestañear, ahora creo, aunque en realidad no creía nada de este mundo ni de ningún otro salvo que su madre de mi vida tenía derecho a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar, tanto que él no fundaba su solicitud en los aspavientos públicos de que la estrella polar se movía en el sentido del cortejo fúnebre y los instrumentos de cuerda se tocaban solos dentro de los armarios cuando sentían pasar el cadáver sino que la fundaba en la virtud de esta sábana que desplegó a toda vela en el esplendor de agosto para que el nuncio viera lo que en efecto vio impreso en la textura del lino, vio la imagen de su madre Bendición Alvarado sin trazas de vejez ni estragos de peste acostada de perfil con la mano en el corazón, sintió en los dedos la humedad del sudor eterno, aspiró la fragancia de flores vivas en medio del escándalo de los pájaros alborotados por el soplo del prodigio, ya ve qué maravilla, padre, decía él, mostrando la sábana al derecho y al revés, hasta los pájaros la conocen, pero el nuncio estaba absorto en el lienzo con una atención incisiva que había sido capaz de descubrir impurezas de ceniza volcánica en la materia trabajada por los grandes maestros de la cristiandad, había conocido las grietas de un carácter y hasta las dudas de una fe por la intensidad de un color, había padecido el éxtasis de la redondez de la tierra tendido bocarriba bajo la cúpula de una capilla solitaria de una ciudad irreal donde el tiempo no transcurría sino que flotaba, hasta que tuvo valor para apartar los ojos de la sábana al cabo de una contemplación profunda y dictaminó con un tono dulce pero irreparable que el cuerpo estampado en el lino no era un recurso de la Divina Providencia para darnos una prueba más de su misericordia infinita, ni eso ni mucho menos, excelencia, era la obra de un pintor muy diestro en las buenas y en las malas artes que había abusado de la grandeza de corazón de su excelencia, porque aquello no era óleo sino pintura doméstica de la más indigna, sapolín de pintar ventanas, excelencia, debajo del aroma de las resinas naturales que habían disuelto en la pintura quedaba todavía el relente bastardo de la trementina, quedaban costras de yeso, quedaba una humedad persistente que no era el sudor del último escalofrío de la muerte como le habían hecho creer a él sino la humedad de artificio del lino saturado de aceite de linaza y escondido en lugares oscuros, créame que lo lamento, concluyó el nuncio con un pesar legítimo, pero no acertó a decir más ante el anciano granítico que lo observaba sin parpadear desde la amaca, que lo había escuchado desde el limo de sus lúgubres silencios asiáticos sin mover siquiera la boca para contradecirlo a pesar de que nadie conocía mejor que él la verdad del prodigio secreto de la sábana en que yo mismo te envolví con mis propias manos, madre, yo me asusté con el primer silencio de tu muerte que fue como si el mundo hubiera amanecido en el fondo del mar, yo vi el milagro, carajo, pero a pesar de su certidumbre no interrumpió el veredicto del nuncio, apenas parpadeó dos veces sin cerrar los ojos como las iguanas, apenas sonrió, está bien, padre, suspiró al fin, será como usted dice, pero le advierto que usted carga con el peso de sus palabras, se lo repito letra por letra para que no lo olvide en el resto de su larga vida que usted carga con el peso de sus palabras, padre, yo no respondo. El mundo permaneció en un sopor durante aquella semana de malos presagios en que él no se levantó de la hamaca ni para comer, se espantaba con el abanico a los pájaros amaestrados que se le paraban en el cuerpo, se espantaba los lamparones de luz de las trinitarias creyendo que eran pájaros amaestrados, no recibió a nadie, no dio una orden, pero la fuerza pública se mantuvo impasible cuando las turbas de fanáticos a sueldo asaltaron el palacio de la Nunciatura Apostólica, saquearon el museo de reliquias históricas, sorprendieron al nuncio haciendo la siesta a la intemperie en el remanso del jardín interior, lo sacaron desnudo a la calle, se le cagaron encima mi general, imagínese, pero él no se movió de la hamaca, ni siquiera parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que al nuncio lo estaban paseando en un burro por las calles del comercio bajo un chaparrón de lavazas de cocina que le vaciaban desde los balcones, le gritaban mano pancha, miss vaticano, dejad que los niños vengan a mí, y sólo cuando lo abandonaron medio muerto en el muladar del mercado público él se incorporó de la hamaca apartándose los pájaros a manotadas, apareció en la sala de audiencias apartando a manotadas las telarañas del duelo con el brazal de luto y los ojos abotagados de mal dormir, y entonces dio la orden de que pusieran al nuncio en una balsa de náufrago con provisiones para tres días y lo dejaran al garete en la ruta de los cruceros de Europa para que todo el mundo sepa cómo terminan los forasteros que levantan la mano contra la majestad de la patria, y que hasta el papa aprenda desde ahora y para siempre que podrá ser muy papa en Roma con su anillo al dedo en su poltrona de oro, pero que aquí yo soy el que soy yo, carajo, pollerones de mierda. Fue un recurso eficaz, pues antes del fin de aquel año se instauró el proceso de canonización de su madre Bendición Alvarado cuyo cuerpo incorrupto fue expuesto a la veneración pública en la nave mayor de la basílica primada, cantaron gloria en los altares, se derogó el estado de guerra que él había proclamado contra la Santa Sede [iii], viva la paz, gritaban las muchedumbres en la Plaza de Armas, viva Dios, gritaban, mientras él recibía en audiencia solemne al auditor de la Sagrada Congregación del Rito y promotor y postulador de la fe, monseñor Demetrio Aldous, conocido como el eritreno, a quien se había encomendado la misión de escudriñar la vida de Bendición Alvarado hasta que no quedara ni el menor rastro de duda en la evidencia de su santidad, hasta donde usted quiera, padre, le dijo él, reteniendo su mano entre la suya, pues había experimentado una confianza inmediata en aquel abisinio cetrino que amaba la vida por encima de todas las cosas, comía huevos de iguana, mi general, le encantaban las peleas de gallo, el humor de las mulatas, la cumbia, como a nosotros mi general, la misma vaina, así que las puertas mejor guardadas se abrieron sin reservas por orden suya para que el escrutinio del abogado del diablo no encontrara tropiezos de ninguna índolé, porque nada había oculto como nada había invisible en su desmesurado reino de pesadumbre que no fuera una prueba irrefutable de que su madre de mi alma Bendición Alvarado estaba predestinada a la gloria de los altares, la patria es suya, padre, ahí la tiene, y ahí la tuvo, por supuesto, la tropa armada impuso el orden en el palacio de la Nunciatura Apostólica frente al cual amanecían las filas incontables de lazarinos restaurados que vinieron a mostrar la piel recién nacida sobre las llagas, los antiguos inválidos de San Vito vinieron a ensartar agujas ante los incrédulos, vinieron a mostrar su fortuna los que se habían enriquecido en la ruleta porque Bendición Alvarado les revelaba los números en el sueño, los que tuvieron noticias de sus perdidos, los que encontraron a sus ahogados, los que nada habían tenido y ahora lo tenían todo, vinieron, desfilaron sin tregua por la ardiente oficina decorada con los arcabuces de matar caníbales y las tortugas prehistóricas de Sir Walter Raleigh donde el eritreno incansable escuchaba a todos sin preguntar, sin intervenir, ensopado en sudor, ajeno a la peste de humanidad en descomposición que se iba acumulando en la oficina enrarecida por el humo de sus cigarros de los más ordinarios, tomaba notas minuciosas de las declaraciones de los testigos y los hacía firmar aquí, con el nombre completo, o con una cruz, o como usted mi general con la huella del dedo, como fuera, pero firmaban, entraba el siguiente, igual que el anterior, yo estaba tísico, padre, decía, yo estaba tísico, escribía el eritreno, y ahora oiga cómo canto, yo era impotente, padre, y ahora míreme cómo ando todo el día, yo era impotente, escribía con tinta indeleble para que su escritura rigurosa estuviera a salvo de enmiendas hasta el término de la humanidad, yo tenía un animal vivo dentro de la barriga, padre, yo tenia un animal vivo, escribía sin piedad, intoxicado de café cerrero, envenenado del tabaco rancio del cigarro que encendía con el cabo del anterior, despechugado como un boga mi general, qué cura tan macho, sí señor, decía él, muy macho, a cada quien lo suyo, trabajando sin tregua, sin comer nada para no perder el tiempo hasta bien entrada la noche, pero aun entonces no se daba al descanso sino que aparecía recién bañado en las fondas del muelle con la sotana de lienzo remendada con parches cuadrados, llegaba muerto de hambre, se sentaba en el largo mesón de tablas a compartir el sancocho de bocachico con los estibadores, descuartizaba el pescado con los dedos, trituraba hasta los huesos con aquellos dientes luciferinos que tenían su propia lumbre en la oscuridad, se tomaba la sopa por el borde del plato como los coralibes mi general, si usted lo viera, confundido con el paraco humano de los veleros astrosos que zarpaban cargados de marimondas y guineo verde, cargados de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, padre, para Santiago de los Caballeros que ni siquiera tiene mar para llegar, padre, para las islas más bellas y más tristes del mundo con que seguíamos soñando hasta los primeros resplandores del alba, padre, acuérdese qué distintos nos quedábamos cuando las goletas se iban, acuérdese del loro que adivinaba el porvenir en la casa de Matilde Arenales, las jaibas que se salían caminando de los platos de sopa, el viento de tiburones, los tambores remotos, la vida, padre, la cabrona vida, muchachos, porque habla como nosotros mi general, como si hubiera nacido en el barrio de las peleas de perro, jugaba a la pelota en la playa, aprendió a tocar el acordeón mejor que los vallenatos, cantaba mejor que ellos, aprendió la lengua florida de los vaporinos, les llamaba gallo en latín, se emborrachaba con ellos en los tugurios de maricas del mercado, se peleó con uno de ellos porque habló mal de Dios, se fajaron a trompadas mi general, qué hacemos, y él ordenó que nadie los separe, les hicieron rueda, ganó, ganó el cura mi general, yo lo sabía, dijo él, complacido, es un macho, y menos frivolo de lo que todo el mundo se imaginaba, pues en aquellas noches turbulentas averiguó tantas verdades como en las jornadas agotadoras del palacio de la Nunciatura Apostólica, muchas más que en la tenebrosa mansión de los suburbios que había explorado sin permiso una tarde de lluvias grandes en que creyó burlar la vigilancia insomne de los servicios de la seguridad presidencial, la escudriñó hasta el último resquicio ensopado por la lluvia interior de las goteras del techo, atrapado por los tremedales de malanga y las camelias venenosas de los dormitorios espléndidos que Bendición Alvarado abandonaba a la felicidad de sus sirvientas, porque era buena, padre, era humilde, las ponía a dormir en sábanas de percal mientras ella dormía sobre la estera pelada en un camastro de cuartel, las dejaba vestirse con sus ropas de domingo de primera dama, se perfumaban con sus sales de baño, retozaban desnudas con los ordenanzas en las espumas de colores de las bañeras de peltre con patas de león, vivían como reinas mientras a ella se le iba la vida pintorreteando pájaros, cocinando sus mazamorras de legumbres en el anafe de leña y cultivando plantas de botica para las emergencias de los vecinos que la despertaban a medianoche con que tengo un espasmo de vientre, señora, y ella les daba a masticar semillas de mastuerzo, que al ahijado tiene el ojo torcido, y ella le daba un vermífugo de epazote, que me voy a morir, señora, pero no se morían porque ella tenía la salud en la mano, era una santa viva, padre, andaba en su propio espacio de pureza por aquella mansión de placer donde había llovido sin piedad desde que se la llevaron a la fuerza para la casa presidencial, llovía sobre los lotos del piano, sobre la mesa de alabastro del comedor suntuoso que Bendición Alvarado no utilizó nunca porque es como sentarse a comer en un altar, imagínese, padre, qué presentimiento de santa, pero a pesar de los testimonios febriles de los vecinos el abogado del diablo encontró más vestigios de timidez que de humildad entre los escombros, encontró más pruebas de pobreza de espíritu que de abnegación entre los Neptunos de ébano y los pedazos de demonios nativos y ángeles militares que flotaban en el manglar de las antiguas salas de baile, y en cambio no encontró el menor rastro de ese otro dios difícil, uno y trino, que lo había mandado desde las ardientes llanuras de Abisinia a buscar la verdad donde no había estado nunca, porque no encontró nada mi general, lo que se dice nada, qué vaina. Sin embargo, monseñor Demetrio Aldous no se conformó con el escrutinio de la ciudad sino que se trepó a lomo de mula por los limbos glaciales del páramo tratando de encontrar las semillas de la santidad de Bendición Alvarado donde su imagen no estuviera todavía pervertida por el resplandor del poder, surgía de entre la niebla envuelto en una manta de salteador y con unas botas de siete leguas como una aparición satánica que al principio suscitaba el miedo y después el asombro y por último la curiosidad de los cachacos que nunca habían visto un ser humano de aquel color, pero el astuto eritreno los incitaba a que lo tocaran pana convencerlos de que no soltaba alquitrán, les mostraba los dientes en las tinieblas, se emborrachaba con ellos comiendo queso de mano y bebiendo chicha en la misma totuma para ganarse su confianza en las tiendas lúgubres de las veredas donde en los albores de otros siglos habían conocido una pajarera de solemnidad agobiada por la carga de disparate de los huacales de pollitos pintados de ruiseñores, tucanes de oro, guacharacas disfrazadas de pavorreales para engañar montunos en los domingos fúnebres de las ferias del páramo, se sentaba ahí, padre, en la resolana de los fogones, esperando que alguien le hiciera la caridad de acostarse con ella en los pellejos de melaza de la trastienda, para comer, padre, no más que para comer, porque nadie era tan montuno para comprarle aquellos mamarrachos de pacotilla que se desteñían con las primeras lluvias y se desbarataban al caminar, sólo ella era tan cándida, padre, santa bendición de los pájaros, o de los páramos, como uno quiera, pues nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía de ser su nombre de origen porque no es nombre de estos rumbos sino de gente de mar, qué vaina, hasta eso lo había averiguado el resbaladizo fiscal de Satanás que todo lo descubría y lo desentrañaba a pesar de los sicarios de la seguridad presidencial que le enredaban los hilos de la verdad y le ponían estorbos invisibles, cómo le parece, mi general, habrá que venadearlo en un despeñadero, habrá que resbalarle la mula, pero él lo impidió con la orden personal de vigilarlo pero preservando su integridad física repito preservando integridad física permitiendo absoluta libertad todas facilidades cumplimiento su misión por mandato inapelable desta autoridad máxima obedézcase cúmplase, firmado, yo, e insistió, yo mismo, consciente de que con aquella determinación asumía el riesgo terrible de conocer la imagen verídica de su madre Bendición Alvarado en los tiempos prohibidos en que todavía era joven, era lánguida, andaba envuelta en harapos, descalza, y tenía que comer por el bajo vientre, pero era bella, padre, y era tan cándida que completaba los loros más baratos con colas de gallos finos para hacerlos pasar por guacamayas, reparaba gallinas baldadas con plumas de abanicos de pavos para venderlas como aves del paraíso, nadie se lo creía, por supuesto, nadie caía por inocente en los orzuelos de la pajarera solitaria que susurraba entre la niebla de los mercados dominicales a ver quién dijo uno y se la lleva gratis, pues todo el mundo la recordaba en el páramo por su ingenuidad y su pobreza, y sin embargo parecía imposible demostrar su identidad porque en los archivos del monasterio donde la habían bautizado no se encontró la hoja de su acta de nacimiento y en cambio se encontraron tres distintas del hijo y en todas era él tres veces distinto, tres veces concebido en tres ocasiones distintas, tres veces parido mal por la gracia de los artífices de la historia patria que habían embrollado los hilos de la realidad para que nadie pudiera descifrar el secreto de su origen, el misterio oculto que sólo el eritreno consiguió rastrear apartando los numerosos engaños superpuestos, pues lo había vislumbrado, mi general, lo tenía al alcance de la mano cuando sonó el disparo inmenso que seguía repercutiendo en los espinazos grises y las cañadas profundas de la cordillera y se oyó el interminable aullido de pavor de la mula desbarrancada que iba cayendo en un vértigo sin fondo desde la cumbre de las nieves perpetuas a través de los climas sucesivos e instantáneos de los cromos de ciencias naturales del precipicio y el nacimiento exiguo de las grandes aguas navegables y las cornisas escarpadas por donde se trepaban a lomo de indio con sus herbarios secretos los doctores sabios de la expedición botánica, y las mesetas de magnolias silvestres donde pacían las ovejas de tibia lana que nos proporcionaban sustento generoso y abrigo y buen ejemplo y las mansiones de los cafetales con sus guirnaldas de papel en los balcones solitarios y sus enfermos interminables y el fragor perpetuo de los ríos turbulentos de los límites arcifinios donde empezaba el calor y había al atardecer unas ráfagas pestilentes de muerto viejo muerto a traición muerto solo en las plantaciones de cacao de grandes hojas persistentes y flores encarnadas y frutos de baya cuyas semillas se usaban como principal ingrediente del chocolate y el sol inmóvil y el polvo ardiente y la cucúrbita pepo y la cucúrbita melo y las vacas flacas y tristes del departamento del atlántico en la única escuela de caridad a doscientas leguas a la redonda y la exhalación de la mula todavía viva que se despanzurró con una explosión de guanábana suculenta entre las matas de guineo y las gallinitas espantadas del fondo del abismo, carajo, lo venadearon, mi general, lo habían cazado con un rifle de tigre en el desfiladero del Ánima Sola a pesar del amparo de mi autoridad, hijos de puta, a pesar de mis telegramas terminantes, carajo, pero ahora van a saber quién es quién, roncaba, masticaba espuma de hiel no tanto por la rabia de la desobediencia como por la certeza de que algo grande le ocultaban si se habían atrevido a contrariar las centellas de su poder, vigilaba el aliento de quienes lo informaban porque sabía que sólo quien conociera la verdad tendría valor para mentirle, escudriñaba las intenciones secretas del alto mando para ver cuál de ellos era el traidor, tú a quien saqué de la nada, tú a quien puse a dormir en cama de oro después de haberte encontrado por los suelos, tú a quien salvé la vida, tú a quien compré por más dinero que a cualquiera, todos ustedes, hijos de mala madre, pues sólo uno de ellos podía atreverse a deshonrar un telegrama firmado con mi nombre y refrendado con el lacre del anillo de su poder, de modo que asumió el mando personal de la operación de rescate con la orden irrepetible de que en un plazo máximo de cuarentiocho horas lo encuentren vivo y me lo traen y si lo encuentran muerto me lo traen vivo y si no lo encuentran me lo traen, una orden tan inequívoca y temible que antes del plazo previsto le vinieron con la novedad mi general de que lo habían encontrado en los matorrales del precipicio con las heridas cauterizadas por las flores de oro de los frailejones, más vivo que nosotros, mi general, sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria, lo bajaron por trochas de indios en una hamaca colgada de un palo con una escolta de granaderos y precedido por un alguacil de a caballo que tocaba un cencerro de misa mayor para que todo el mundo supiera que esto es asunto del que manda, lo pusieron en el dormitorio de invitados de honor de la casa presidencial bajo la responsabilidad inmediata del ministro de la salud hasta que pudo dar término final al terrible expediente escrito de su puño y letra y refrendado con sus iniciales en la margen derecha de cada uno de los trescientos cincuenta folios de cada uno de los estos siete volúmenes que firmo con mi nombre y mi rúbrica y garantizo con mi sello a los catorce días del mes de abril de este año de gracia de Nuestro Señor, yo, Demetrio Aldous, auditor de la Sagrada Congregación del Rito, postulador y promotor de la fe, por mandato de la Constitución Inmensa y para esplendor de la justicia de los hombres en la tierra y mayor gloria de Dios en los cielos afirmo y demuestro que ésta es la única verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, excelencia, aquí la tiene. Allí estaba, en efecto, cautiva en siete biblias lacradas, tan ineludible y brutal que sólo un hombre inmune a los hechizos de la gloria y ajeno a los intereses de su poder se atrevió a exponerla en carne viva ante el anciano impasible que lo escuchó sin parpadear abanicándose en el mecedor de mimbre, que apenas suspiraba después de cada revelación mortal, que apenas decía ajá cada vez que veía encenderse la luz de la verdad, ajá, repetía, espantando con el sombrero las moscas de abril alborotadas por las sobras del almuerzo, tragando verdades enteras, amargas, verdades como brasas que le quedaban ardiendo en las tinieblas del corazón, pues todo había sido una farsa, excelencia, un aparato de farándula que él mismo montó sin proponérselo cuando decidió que el cadáver de su madre fuera expuesto a la veneración pública en un catafalco de hielo mucho antes de que nadie pensara en los méritos de tu santidad y sólo por desmentir la maledicencia de que estabas podrida antes de morir, un engaño de circo en el cual él mismo había incurrido sin saberlo desde que le vinieron con la novedad mi general de que su madre Bendición Alvarado estaba haciendo milagros y había ordenado que llevaran el cuerpo en procesión magnifica hasta los rincones más ignotos de su vasto país sin estatuas para que nadie se quedara sin conocer el premio a tus virtudes después de tantos años de mortificaciones estériles, después de tantos pájaros pintados sin ningún beneficio, madre, después de tanto amor sin gracia, aunque nunca se me hubiera ocurrido pensar que aquella orden se había de convertir en la patraña de los falsos hidrópicos a quienes les pagaban para que se desaguaran en público, le habían pagado doscientos pesos a un falso muerto que se salió de la sepultura y apareció caminando de rodillas entre la muchedumbre espantada con el sudario en piltrafas y la boca llena de tierra, le habían pagado ochenta pesos a una gitana que fingió parir en plena calle un engendro de dos cabezas como castigo por haber dicho que los milagros eran un negocio del gobierno, y eso eran, no había un solo testimonio que no fuera pagado con dinero, una confabulación de ignominia que sin embargo no había sido tramada por sus aduladores con el propósito inocente de complacerlo como lo supuso monseñor Demetrio Aldous en sus primeros escrutinios, no, excelencia, era un sucio negocio de sus prosélitos, el más escandaloso y sacrílego de cuantos había proliferado a la sombra de su poder, pues quienes inventaban los milagros y compraban los testimonios de mentiras eran los mismos secuaces de su régimen que fabricaban y vendían las reliquias del vestido de novia muerta de su madre Bendición Alvarado, ajá, los mismos que imprimían las estampitas y acuñaban las medallas con su retrato de reina, ajá, los que se habían enriquecido con los rizos de su cabello, ajá, con los frasquitos de agua de su costado, ajá, con los sudarios de diagonal donde pintaban con sapolín de puertas el tierno cuerpo de doncella dormida de perfil con la mano en el corazón y que eran despachados por yardas en las trastiendas de los bazares de los hindúes, un infundio descomunal sustentado en el supuesto de que el cadáver continuaba incorrupto ante los ojos ávidos de la muchedumbre interminable que desfilaba por la nave mayor de la catedral, cuando la verdad era bien distinta, excelencia, era que el cuerpo de su madre no estaba conservado por sus virtudes ni por los remiendos de parafina y los engaños de cosméticos que él había decidido por simple soberbia filial sino que estaba disecado mediante las peores artes de taxidermia igual que los animales póstumos de los museos de ciencias como él lo comprobó con mis propias manos, madre, destapé la urna de cristal cuyos emblemas funerarios se desbarataban con el aliento, te quité la corona de azahares del cráneo enmohecido cuyos duros cabellos de crines de potranca habían sido arrancados de raíz hebra por hebra para venderlos como reliquias, te saqué de entre los filamentos de revenidas piltrafas de novia y los residuos áridos y los atardeceres difíciles del salitre de la muerte y apenas si pesaba más que un calabazo en el sol y tenías un olor antiguo de fondo de baúl y se sentía dentro de ti un desasosiego febril que parecía el rumor de tu alma y era el tijereteo de las polillas que te carcomieron por dentro, tus miembros se desbarataban solos cuando quise sostenerte en mis brazos porque te habían desocupado las entrañas de todo lo que sostuvo tu cuerpo vivo de madre feliz dormida con la mano en el corazón y te habían vuelto a rellenar con estropajos de modo que no quedaba de cuanto fue tuyo nada más que un cascarón de hojaldres polvorientas que se desmigajó con sólo levantarlo en el aire fosforescente de las luciérnagas de tus huesos y apenas se oyó el ruido de saltos de pulga de los ojos de vidrio en las losas de la iglesia crepuscular, se volvió nada, era un reguero de escombros de madre demolida que los alguaciles recogieron del suelo con una pala para echarlo otra vez de cualquier modo dentro del cajón ante la impavidez monolítica del sátrapa indescifrable cuyos ojos de iguana no dejaron traslucir la menor emoción ni siquiera cuando se quedó a solas en la berlina sin insignias con el único hombre de este mundo que se había atrevido a ponerlo frente al espejo de la verdad, ambos contemplaban a través de la bruma de los visillos las hordas de menesterosos que se reposaban de la tarde cálida en el relente de los portales donde antes se vendían folletines de crímenes atroces y amores sin fortuna y flores carnívoras y frutos inconcebibles que comprometían la voluntad y donde ahora sólo se sentía la bullaranga ensordecedora del baratillo de reliquias falsas de las ropas y el cuerpo de su madre Bendición Alvarado, mientras él padecía la impresión nítida de que monseñor Demetrio Aldous había interferido su pensamiento cuando apartó la vista de las turbas de inválidos y murmuró que a fin de cuentas algo bueno quedaba del rigor de su escrutinio y era la certidumbre de que esta pobre gente quiere a su excelencia como a su propia vida, pues monseñor Demetrio Aldous había vislumbrado la perfidia dentro de la propia casa presidencial, había visto la codicia en la adulación y el servilismo matrero entre quienes medraban al amparo del poder, y había conocido en cambio una nueva forma de amor en las recuas de menesterosos que no esperaban nada de él porque no esperaban nada de nadie y le profesaban una devoción terrestre que se podía coger con las manos y una fidelidad sin ilusiones que ya quisiéramos nosotros para Dios, excelencia, pero él ni siquiera parpadeó ante el asombro de aquella revelación que en otro tiempo le habría fruncido las entrañas, ni siquiera suspiró sino que meditó para sí mismo con una inquietud recóndita que no más eso faltaba, padre, sólo faltaba que nadie me quisiera ahora que usted se va a disfrutar de la gloria de mi infortunio bajo las cúpulas de oro de su mundo falaz mientras él se quedaba con la carga inmerecida de la verdad sin una madre solícita que lo ayudara a sobrellevarla, más solo que la mano izquierda en esta patria que no escogí por mi voluntad sino que me la dieron hecha como usted la ha visto que es como ha sido desde siempre con este sentimiento de irrealidad, con este olor a mierda, con esta gente sin historia que no cree en nada más que en la vida, ésta es la patria que me impusieron sin preguntarme, padre, con cuarenta grados de calor y noventa y ocho de humedad en la sombra capitonada de la berlina presidencial, respirando polvo, atormentado por la perfidia de la potra que hacía un tenue silbido de cafetera en las audiencias, sin nadie con quien perder una partida de dominó, ni nadie a quien creerle la verdad, padre, métase en mi pellejo, pero no lo dijo, apenas suspiró, apenas hizo un parpadeo instantáneo y le suplicó a monseñor Demetrio Aldous que la conversación brutal de aquella tarde se quedara entre nosotros, usted no me ha dicho nada, padre, yo no sé la verdad, prométamelo, y monseñor Demetrio Aldous le prometió que por supuesto su excelencia no conoce la verdad, palabra de hombre. La causa de Bendición Alvarado fue suspendida por insuficiencia de pruebas, y el edicto de Roma se divulgó desde los pulpitos con licencia oficial junto con la determinación del gobierno de reprimir cualquier protesta o tentativa de desorden, pero la fuerza pública no intervino cuando las hordas de peregrinos indignados hicieron hogueras en la Plaza de Armas con los portones de la basílica primada y destruyeron a piedras los vitrales de ángeles y gladiadores de la Nunciatura Apostólica, acabaron con todo, mi general, pero él no se movió de la hamaca, asediaron el convento de las vizcaínas para dejarlas perecer sin recursos, saquearon las iglesias, las casas de misiones, rompieron todo lo que tenia que ver con los curas, mi general, pero él permaneció inmóvil en la hamaca bajo la penumbra fresca de las trinitarias hasta que los comandantes de su estado mayor en pleno se declararon incapaces de apaciguar los ánimos y restablecer el orden sin derramamientos de sangre como se había acordado, y sólo entonces se incorporó, apareció en la oficina al cabo de tantos meses de desidia y asumió de viva voz y de cuerpo presente la responsabilidad solemne de interpretar la voluntad popular mediante un decreto que concibió por inspiración propia y dictó de su cuenta y riesgo sin prevenir a las fuerzas armadas ni consultar a sus ministros, y en cuyo artículo primero proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo libre y soberano, la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos y maestra de los pájaros y se declaró día de fiesta nacional el de la fecha de su nacimiento, y el artículo segundo y a partir de la promulgación del presente decreto se declaró el estado de guerra entre esta nación y las potencias de la Santa Sede con todas las consecuencias que para estos casos establecen el derecho de gentes y los tratados internacionales en vigencia, y en el artículo tercero se ordenó la expulsión inmediata, pública y solemne del señor arzobispo primado y la consiguiente de los obispos, los prefectos apostólicos, los curas y las monjas y cuantas gentes nativas o forasteras tuvieran algo que ver con los asuntos de Dios en cualquier condición y bajo cualquier título dentro de los límites del país y hasta cincuenta leguas marinas dentro de las aguas territoriales, y se ordenó en el artículo cuarto y último la expropiación de los bienes de la iglesia, sus templos, sus conventos, sus colegios, sus tierras de labor con su dotación de herramientas y animales, los ingenios de azúcar, las fábricas y talleres así como todo cuanto le perteneciera en realidad aunque estuviera registrado a nombre de terceros, los cuales bienes pasaban a formar parte del patrimonio póstumo de santa Bendición Alvarado de los pájaros para esplendor de su culto y grandeza de su memoria desde la fecha del presente decreto dictado de viva voz y firmado con el sello del anillo de esta autoridad máxima e inapelable del poder supremo, obedézcase y cúmplase. En medio de los cohetes de júbilo, las campanas de gloria y las músicas de gozo con que se celebró el acontecimiento de la canonización civil, él se ocupó de cuerpo presente de que el decreto fuera cumplido sin maniobras equivocas para estar seguro de que no lo harían víctima de nuevos engaños, volvió a coger las riendas de la realidad con sus firmes guantes de raso como en los tiempos de la gloria grande en que la gente le cerraba el paso en las escaleras para pedirle que restaurara las carreras de caballo en la calle y él mandaba, de acuerdo, que restaurara las carreras de sacos y él mandaba, de acuerdo, y aparecía en los ranchos más míseros a explicar cómo debían echarse las gallinas en los nidos y cómo se castraban los terneros, pues no se había conformado con la comprobación personal de las minuciosas actas de inventarios de los bienes de la iglesia sino que dirigió las ceremonias formales de expropiación para que no quedara ningún resquicio entre su voluntad y los actos cumplidos, cotejó las verdades de los papeles con las verdades engañosas de la vida real, vigiló la expulsión de las comunidades mayores a las cuales se atribuía el propósito de sacar escondidos en talegos de doble fondo y corpiños amañados los tesoros secretos del último virrey que permanecían sepultados en cementerios de pobres a pesar del encarnizamiento con que los caudillos federales los habían buscado en los largos años de guerras, y no sólo ordenó que ningún miembro de la iglesia llevara consigo más equipaje que una muda de ropa sino que decidió sin apelación que fueran embarcados desnudos como sus madres los parieron, los rudos curas de pueblo a quienes les daba los mismo andar vestidos o en cueros siempre que les cambiaran el destino, los prefectos de tierras de misiones devastados por la malaria, los obispos lampiños y dignos, y detrás de ellos las mujeres, las tímidas hermanas de la caridad, las misioneras cimarronas acostumbradas a desbravar la naturaleza y hacer brotar legumbres en el desierto, y las vizcaínas esbeltas tocadoras de clavicordio y las salesianas de manos finas y cuerpos intactos, pues aun en los puros cueros con que habían sido echadas al mundo era posible distinguir sus orígenes de clase, la diversidad de su condición y la desigualdad de su oficio a medida que desfilaban por entre bultos de cacao y costales de bagre salado en el inmenso galpón de la aduana, pasaban en un tumulto giratorio de ovejas azoradas con los brazos en cruz sobre el pecho tratando de esconder la vergüenza de las unas con la de las otras ante el anciano que parecía de piedra bajo los ventiladores de aspas, que las miraba sin respirar, sin mover los ojos del espacio fijo por donde tenía que pasar sin remedio el torrente de mujeres desnudas, las contempló impasible, sin pestañear, hasta que no quedó ni una en el territorio de la nación, pues éstas fueron las últimas mi general, y sin embargo él recordaba sólo una que había separado con un simple golpe de vista del tropel de novicias asustadas, la distinguió entre las otras a pesar de que no era distinta, era pequeña y maciza, robusta, de nalgas opulentas, de tetas grandes y ciegas, de manos torpes, de sexo abrupto, de cabellos cortados con tijeras de podar, de dientes separados y firmes como hachas, de nariz escasa, de pies planos, una novicia mediocre, como todas, pero él sintió que era la única mujer en la piara de mujeres desnudas, la única que al pasar frente a él sin mirarlo dejó un rastro oscuro de animal de monte que se llevó mi aire de vivir y apenas si tuvo tiempo de cambiar la mirada imperceptible para verla por segunda vez para siempre jamás cuando el oficial de los servicios de identificación encontró el nombre por orden alfabético en la nómina y gritó Nazareno Leticia, y ella contestó con voz de hombre, presente. Así la tuvo por el resto de su vida, presente, hasta que las últimas nostalgias se le escurrieron por las grietas de la memoria y sólo permaneció la imagen de ella en la tira de papel en que había escrito Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, la escondió en el resquicio donde guardaba la miel de abeja, la releía cuando sabía que no era visto, la volvía a enrollar después de revivir por un instante fugaz la tarde inmemorial de lluvias radiantes en que lo sorprendieron con la novedad mi general de que te habían repatriado en cumplimiento de una orden que él no dio, pues no había hecho más que murmurar Leticia Nazareno mientras contemplaba el último carguero de ceniza que se hundió en el horizonte, Leticia Nazareno, repitió en voz alta para no olvidar el nombre, y eso había bastado para que los servicios de la seguridad presidencial la secuestraran del convento de Jamaica y la sacaron amordazada y con una camisa de fuerza dentro de una caja de pino con sunchos lacrados y letreros de alquitrán de frágil do not drop this side up y una licencia de exportación en regla con la debida franquicia consular de dos mil ochocientas copas de champaña de cristal legítimo para la bodega presidencial, la embarcaron de regreso en la bodega de un barco carbonero y la pusieron desnuda y narcotizada en la cama de capiteles del dormitorio de invitados de honor como él había de recordarla a las tres de la tarde bajo la luz de harina del mosquitero, tenía el mismo sosiego de sueño natural de otras tantas mujeres inertes que le habían servido sin solicitarlas y que él había hecho suyas en aquel cuarto sin despertarlas siquiera del letargo de luminal y atormentado por un terrible sentimiento de desamparo y de derrota, sólo que a Leticia Nazareno no la tocó, la contempló dormida con una especie de asombro infantil sorprendido de cuánto había cambiado su desnudez desde que la vio en los galpones del puerto, le habían rizado el cabello, la habían afeitado por completo hasta los resquicios más íntimos y le habían barnizado de rojo las uñas de las manos y los pies y le habían puesto carmín en los labios y colorete en las mejillas y almizcle en los párpados y exhalaba una fragancia dulce que acabó con tu rastro escondido de animal de monte, qué vaina, la habían echado a perder tratando de componerla, la habían vuelto tan distinta que él no conseguía verla desnuda debajo de los afeites torpes mientras la contemplaba sumergida en el éxtasis de luminal, la vio salir a flote, la vio despertar, la vio verlo, madre, era ella, Leticia Nazareno de mi desconcierto petrificada de terror ante el anciano pétreo que la contemplaba sin clemencia a través de los vapores tenues del mosquitero, asustada de los propósitos imprevisibles de su silencio porque no podía imaginarse que a pesar de sus años incontables y su poder sin medidas él estaba más asustado que ella, más solo, más sin saber qué hacer, tan aturdido e inerme como estuvo la primera vez en que fue hombre con una mujer de soldados a quien sorprendió a medianoche bañándose desnuda en un río y cuya fuerza y tamaño había imaginado por sus resuellos de yegua después de cada zambullida, oía su risa oscura y solitaria en la oscuridad, sentía el regocijo de su cuerpo en la oscuridad pero estaba paralizado de miedo porque seguía siendo virgen aunque ya era teniente de artillería en la tercera guerra civil, hasta que el miedo de perder la ocasión fue más decisivo que el miedo del asalto, y entonces se metió en el agua con todo lo que llevaba encima, las polainas, el morral, la correa de municiones, el machete, la escopeta de fisto, ofuscado por tantos estorbos de guerra y tantos terrores secretos que la mujer creyó al principio que era alguien que se había metido a caballo en el agua, pero en seguida se dio cuenta de que no era más que un pobre hombre asustado y lo acogió en el remanso de su misericordia, lo llevó de la mano en la oscuridad de su aturdimiento porque él no lograba encontrar los caminos en la oscuridad del remanso, le indicaba con voz de madre en la oscuridad que te agarres fuerte de mis hombros para que no te tumbe la corriente, que no se acuclillara dentro del agua sino que te arrodilles con fuerza en el fondo respirando despacio para que te alcance el aliento, y él hacia lo que ella le indicaba con una obediencia pueril pensando madre mía Bendición Alvarado cómo carajo harán las mujeres para hacer las cosas como si las estuvieran inventando, cómo harán para ser tan hombres, pensaba, a medida que ella lo iba despojando de la parafernalia inútil de otras guerras menos temibles y desoladas que aquella guerra solitaria con el agua al cuello, había muerto de terror al amparo de aquel cuerpo oloroso a jabón de pino cuando ella acabó de quitarle las hebillas de las dos correas y le solté los botones de la bragueta y me quedé crispada de horror porque no encontré lo que buscaba sino el testículo enorme nadando como un sapo en la oscuridad, lo soltó asustada, se apartó, anda con tu mamá que te cambie por otro, le dijo, tú no sirves, pues lo había derrotado el mismo miedo ancestral que lo mantuvo inmóvil ante la desnudez de Leticia Nazareno en cuyo río de aguas imprevisibles no se había de meter ni con todo lo que llevaba encima mientras ella no le prestara el auxilio de su misericordia, él mismo la cubrió con una sábana, le tocaba en el gramófono hasta que se gastó el cilindro la canción de la pobre Delgadina perjudicada por el amor de su padre, le hizo poner flores de fieltro en los floreros para que no se marchitaran como las naturales con la mala virtud de sus manos, hizo todo lo que se le ocurría para hacerla feliz pero mantuvo intacto el rigor del cautiverio y el castigo de la desnudez para que ella entendiera que sería bien atendida y bien amada pero que no tenía ninguna posibilidad de escaparse de aquel destino, y ella lo comprendió tan bien que en la primera tregua del miedo le había ordenado sin pedirle por favor general que me abra la ventana para que entre un poco de fresco, y él la abrió, que la volviera a cerrar porque me da la luna en la cara, la cerró, cumplía sus órdenes como si fueran de amor tanto más obediente y seguro de sí mismo cuanto más cerca se sabía de la tarde de lluvias radiantes en que se deslizó dentro del mosquitero y se acostó vestido junto a ella sin despertarla, participó a solas durante noches enteras de los efluvios secretos de su cuerpo, respiraba su tufo de perra montuna que se fue haciendo más cálido con el paso de los meses, retoñó el musgo de su vientre, despertó sobresaltada gritando que se quite de aquí, general, y él se levantó con su parsimonia densa pero volvió a acostarse junto a ella mientras dormía y así la disfrutó sin tocarla durante el primer año de cautiverio hasta que ella se acostumbró a despertar a su lado sin entender hacia dónde corrían los cauces ocultos de aquel anciano indescifrable que había abandonado los halagos del poder y los encantos del mundo para consagrarse a su contemplación y su servicio, tanto más desconcertada cuanto más cerca se sabia él de la tarde de lluvias radiantes en que se acostó sobre ella mientras dormía como se había metido en el agua con todo lo que llevaba puesto, el uniforme sin insignias, las correas del sable, el mazo de llaves, las polainas, las botas de montar con la espuela de oro, un asalto de pesadilla que la despertó aterrorizada tratando de quitarse de encima aquel caballo guarnecido de recados de guerra, pero él estaba tan resuelto que ella decidió ganar tiempo con el recurso último de que se quite los arneses general que me lastima el corazón con las argollas, y él se los quitó, que se quitara la espuela general que me está maltratando los tobillos con la estrella de oro, que se sacara el mazo de llaves de la pretina que me tropieza con el hueso de la cadera, y él terminaba por hacer lo que ella le ordenaba aunque necesitó tres meses para hacerle quitar las correas del sable que me estorban para respirar y otro mes para las polainas que me rompen el alma con las hebillas, era una lucha lenta y difícil en que ella lo demoraba sin exasperarlo y él terminaba por ceder para complacerla, de modo que ninguno de los dos supo nunca cómo fue que ocurrió el cataclismo final poco después del segundo aniversario del secuestro cuando sus tibias y tiernas manos sin destino tropezaron por casualidad con las piedras ocultas de la novicia dormida que despertó conmocionada por un sudor pálido y un temblor de muerte y no trató de quitarse ni por las buenas ni por las malas artes el animal cerrero que tenía encima sino que acabó de conmocionarlo con la súplica de que te quites las botas que me ensucias mis sábanas de bramante y él se las quitó como pudo, que te quites las polainas, y los pantalones, y el braguero, que te quites todo mi vida que no te siento, hasta que él mismo no supo cuándo se quedó como sólo su madre lo había conocido a la luz de las arpas melancólicas de los geranios, liberado del miedo, libre, convertido en un bisonte de lidia que en la primera embestida demolió todo cuanto encontró a su paso y se fue de bruces en un abismo de silencio donde sólo se oía el crujido de maderos de barcos de las muelas apretadas de Nazareno Leticia, presente, se había agarrado de mi cabello con todos los dedos para no morirse sola en el vértigo sin fondo en que yo me moría solicitado al mismo tiempo y con el mismo ímpetu por todas las urgencias del cuerpo, y sin embargo la olvidó, se quedó solo en las tinieblas buscándose a sí mismo en el agua salobre de sus lágrimas general, en el hilo manso de su baba de buey, general, en el asombro de su asombro de madre mía Bendición Alvarado cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba, aturdido por las ansias de sus riñones, la ristra de petardos de sus tripas, el desgarramiento de muerte del tentáculo tierno que le arrancó de cuajo las entrañas y lo convirtió en un animal degollado cuyos tumbos agónicos salpicaban las sábanas nevadas con una materia ardiente y agria que pervirtió en su memoria el aire de vidrio líquido de la tarde de lluvias radiantes del mosquitero, pues era mierda, general, su propia mierda.


Poco antes del anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aquel desorden de fábula, aún no habíamos conseguido que el cadáver se pareciera a la imagen de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos el color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron imponerle el semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en el salón del consejo de gobierno invocábamos la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse por partes iguales el botín de su poder, pues todos habían vuelto al conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vuelto los liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de ambiciones postergadas, los generales del mando supremo que habían perdido el oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, el arzobispo primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud que había obligado a cancelar los compromisos públicos y las audiencias civiles y militares de su excelencia, luego un segundo boletín médico en el que se anunciaba que el ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de la catedral al amanecer radiante del cálido martes de agosto de una muerte oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en el mundo porque él se había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre el destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad de viejo a cuantas sugerencias se le hicieron desde que el gobierno se trasladó a los edificios de vidrios solares de los ministerios y él quedó viviendo solo en la casa desierta de su poder absoluto, lo encontrábamos caminando en sueños, braceando entre los destrozos de las vacas sin nadie a quien mandar como no fueran los ciegos, los leprosos y los paralíticos que no se estaban muriendo de enfermos sino de antiguos en la maleza de los rosales, y sin embargo era tan lúcido y terco que no habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán, decía, citando a alguien de sus tiempos de gloria, burlándose inclusive de sí mismo cuando nos dijo ahogándose de risa que por tres días que iba a estar muerto no valía la pena llevarlo hasta Jerusalén para enterrarlo en el Santo Sepulcro, y poniéndole término a todo desacuerdo con el argumento final de que no importaba que una cosa de entonces no fuera verdad, qué carajo, ya lo será con el tiempo. Tuvo razón, pues en nuestra época no había nadie que pusiera en duda la legitimidad de su historia, ni nadie que hubiera podido demostrarla ni desmentirla si ni siquiera éramos capaces de establecer la identidad de su cuerpo, no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta, reconstituida por él desde los orígenes más inciertos de su memoria mientras vagaba sin rumbo por la casa de infamias en la que nunca durmió una persona feliz, mientras les echaba granos de maíz a las gallinas que picoteaban en torno de su hamaca y exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar, distrayendo los ocios cotidianos de su poder con el rastreo paciente de los instantes efímeros de su infancia remota mientras cabeceaba de sueño bajo la ceiba del patio, despertaba de golpe cuando lograba atrapar un recuerdo como una pieza del rompecabezas sin límites de la patria antes de él, la patria grande, quimérica, sin orillas, un reino de manglares con balsas lentas y precipicios anteriores a él cuando los hombres eran tan bravos que cazaban caimanes con las manos atravesándoles una estaca en la boca, así, nos explicaba con el índice en el paladar, nos contaba que un viernes santo había sentido el estropicio del viento y el olor de caspa del viento y vio los nubarrones de langostas que enturbiaron el cielo del mediodía e iban tijereteando cuanto encontraban a su paso y dejaron el mundo trasquilado y la luz en piltrafas como en las vísperas de la creación, pues él había vivido aquel desastre, había visto una hilera de gallos sin cabeza colgados por las patas desangrándose gota a gota en el alero de una casa de vereda grande y destartalada donde acababa de morir una mujer, había ido de la mano de su madre, descalzo, detrás del cadáver harapiento que llevaron a enterrar sin cajón sobre una parihuela de carga azotada por la ventisca de la langosta, pues así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabia quién era quién si no lo conocían en la iglesia, lo metieron por los tobillos entre los dos tablones de cepo chino y lo dejaron expuesto a sol y sereno junto con otros compañeros de penas pues así eran aquellos tiempos de godos en que Dios mandaba más que el gobierno, los malos tiempos de la patria antes de que él diera la orden de cortar los árboles de las plazas de los pueblos para impedir el terrible espectáculo de los ahorcados dominicales, había prohibido el cepo público, los entierros sin cajón, todo cuanto pudiera despertar en la memoria las leyes de ignominia anteriores a su poder, había construido el tren de los páramos para acabar con la infamia de las mulas aterrorizadas en las cornisas de los precipicios llevando a cuestas los pianos de cola para los bailes de máscaras de las haciendas de café, pues él había visto también el desastre de los treinta pianos de cola destrozados en un abismo y de los cuales se había hablado y escrito tanto hasta en el exterior aunque sólo él podía dar un testimonio verídico, se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria, él había visto eso y muchas otras cosas de aquel mundo remoto aun que ni él mismo hubiera podido precisar sin lugar a dudas si de veras eran recuerdos propios o si los había oído contar en las malas noches de calenturas de las guerras o si acaso no los había visto en los grabados de los libros de viajes ante cuyas láminas permaneció en éxtasis durante las muchas horas vacías de las calmas chichas del poder, pero nada de eso importaba, qué carajo, ya verán que con el tiempo será verdad, decía, consciente de que su infancia real no era ese légamo de evocaciones inciertas que sólo recordaba cuando empezaba el humo de las bostas y lo olvidaba para siempre sino que en realidad la había vivido en el remanso de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que lo sentaba todas las tardes de dos a cuatro en un taburete escolar bajo la pérgola de trinitarias para enseñarle a leer y escribir, ella había puesto su tenacidad de novicia en esa empresa heroica y él correspondió con su terrible paciencia de viejo, con la terrible voluntad de su poder sin límites, con todo mi corazón, de modo que cantaba con toda el alma el tilo en la tuna el lilo en la tina el bonete nítido, cantaba sin oírse ni que nadie lo oyera entre la bulla de los pájaros alborotados de la madre muerta que el indio envasa la untura en la lata, papá coloca el tabaco en la pipa, Cecilia vende cera cerveza cebada cebolla cerezas cecina y tocino, Cecilia vende todo, reía, repitiendo en el fragor de las chicharras la lección de leer que Leticia Nazareno cantaba al compás de su metrónomo de novicia, hasta que el ámbito del mundo quedó saturado de las criaturas de tu voz y no hubo en su vasto reino de pesadumbre otra verdad que las verdades ejemplares de la cartilla, no hubo nada más que la luna en la nube, la bola y el banano, el buey de don Eloy, la bonita bata de Otilia, las lecciones de leer que él repetía a toda hora y en todas partes como sus retratos aun en presencia del ministro del tesoro de Holanda que perdió el rumbo de una visita oficial cuando el anciano sombrío levantó la mano con el guante de raso en las tinieblas de su poder insondable e interrumpió la audiencia para invitarlo a cantar conmigo mi mamá me ama, Ismael estuvo seis días en la isla, la dama come tomate, imitando con el índice el compás del metrónomo y repitiendo de memoria la lección del martes con una dicción perfecta pero con tan mal sentido de la oportunidad que la entrevista terminó como él lo había querido con el aplazamiento de los pagarés holandeses para una ocasión más propicia, para cuando hubiera tiempo, decidió, ante el asombro de los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se alzaron al amanecer entre las breñas nevadas de los rosales y vieron al anciano de tinieblas que impartió una bendición silenciosa y cantó tres veces con acordes de misa mayor yo soy el rey y amo la ley, cantó, el adivino se dedica a la bebida, cantó, el faro es una torre muy alta con un foco luminoso que dirige en la noche al que navega, cantó, consciente de que en las sombras de su felicidad senil no había más tiempo que el de Leticia Nazareno de mi vida en el caldo de camarones de los retozos sofocantes de la siesta, no había más ansias que las de estar desnudo contigo en la estera empapada en sudor bajo el murciélago cautivo del ventilador eléctrico, no había más luz que la de tus nalgas, Leticia, nada más que tus tetas totémicas, tus pies planos, tu ramita de ruda para un remedio, los eneros opresivos de la remota isla de Antigua donde viniste al mundo en una madrugada de soledad surcada por un viento ardiente de ciénagas podridas, se habían encerrado en el aposento de invitados de honor con la orden personal de que nadie se acerque a cinco metros de esa puerta que voy a estar muy ocupado aprendiendo a leer y a escribir, así que nadie lo interrumpió ni siquiera con la novedad mi general de que el vómito negro estaba haciendo estragos en la población rural mientras el compás de mi corazón se adelantaba al metrónomo por la fuerza invisible de tu olor de animal de monte, cantando que el enano baila en un solo pie, la mula va al molino, Otilia lava la tina, baca se escribe con be de burro, cantaba, mientras Leticia Nazareno le apartaba el testículo herniado para limpiarle los restos de la caca del último amor, lo sumergía en las aguas lústrales de la bañera de peltre con patas de león y lo jabonaba con jabón de reuter y lo despercudía con estropajos y lo enjuagaba con agua de frondas hervidas cantando a dos voces con jota se escribe jengibre jofaina y jinete, le embadurnaba las bisagras de las piernas con manteca de cacao para aliviarle las escaldaduras del braguero, le empolvaba con ácido bórico la estrella mustia del culo y le daba nalgadas de madre tierna por tu mal comportamiento con el ministro de Holanda, plas, plas, le pidió como penitencia que permitiera el regreso al país de las comunidades de pobres para que volvieran a hacerse cargo de orfanatos y hospitales y otras casas de caridad, pero él la envolvió en el aura lúgubre de su rencor implacable, ni de vainas, suspiró, no había un poder de este mundo ni del otro que lo hiciera contrariar una determinación tomada por él mismo de viva voz, ella le pidió en las asmas del amor de las dos de la tarde que me concedas una cosa, mi vida, sólo una, que regresaran las comunidades de los territorios de misiones que trabajaban al margen de las veleidades del poder, pero él le contestó en las ansias de sus resuellos de marido urgente que ni de vainas mi amor, primero muerto que humillado por esa cáfila de pollerones que ensillan indios en vez de muías y reparten collares de vidrios de colores a cambio de narigueras y arracadas de oro, ni de vainas, protestó, insensible a las súplicas de Leticia Nazareno de mi desventura que se había cruzado de piernas para pedirle la restitución de los colegios confesionales incautados por el gobierno, la desamortización de los bienes de manos muertas, los trapiches de caña, los templos convertidos en cuarteles, pero él se volteó de cara a la pared dispuesto a renunciar al tormento insaciable de tus amores lentos y abismales antes que dar mi brazo a torcer en favor de esos bandoleros de Dios que durante siglos se han alimentado de los hígados de la patria, ni de vainas, decidió, y sin embargo volvieron mi general, regresaron al país por las rendijas más estrechas las comunidades de pobres de acuerdo con su orden confidencial de que desembarcaran sin ruido en ensenadas secretas, les pagaron indemnizaciones desmesuradas, se restituyeron con creces los bienes expropiados y fueron abolidas las leyes recientes del matrimonio civil, el divorcio vincular, la educación laica, todo cuanto él había dispuesto de viva voz en las rabias de la fiesta de burlas del proceso de santificación de su madre Bendición Alvarado a quien Dios tenga en su santo reino, qué carajo, pero Leticia Nazareno no se conformó con tanto sino que pidió más, le pidió que pongas la oreja en mi bajo vientre para que oigas cantar a la criatura que está creciendo dentro, pues ella había despertado en mitad de la noche sobresaltada por aquella voz profunda que describía el paraíso acuático de tus entrañas surcadas de atardeceres malva y vientos de alquitrán, aquella voz interior que le hablaba de los pólipos de tus riñones, el acero tierno de tus tripas, el ámbar tibio de tu orina dormida en sus manantiales, y él puso en su vientre el oído que le zumbaba menos y oyó el borboriteo secreto de la criatura viva de su pecado mortal, un hijo de nuestros vientres obscenos que ha de llamarse Emanuel, que es el nombre con que los otros dioses conocen a Dios, y ha de tener en la frente el lucero blanco de su origen egregio y ha de heredar el espíritu de sacrificio de la madre y la grandeza del padre y su mismo destino de conductor invisible, pero había de ser la vergüenza del cielo y el estigma de la patria por su naturaleza ilícita mientras él no se decidiera a consagrar en los altares lo que había envilecido en la cama durante tantos y tantos años de contubernio sacrílego, y entonces se abrió paso por entre las espumas del antiguo mosquitero de bodas con aquel resuello de caldera de barco que le salía del fondo de las terribles rabias reprimidas gritando ni de vainas, primero muerto que casado, arrastrando sus grandes patas de novio escondido por los salones de una casa ajena cuyo esplendor de otra época había sido restaurado después del largo tiempo de tinieblas del luto oficial, los podridos crespones de semana mayor habían sido arrancados de las cornisas, había luz de mar en los aposentos, flores en los balcones, músicas marciales, y todo eso en cumplimiento de una orden que él no había dado pero que fue una orden suya sin la menor duda mi general pues tenía la decisión tranquila de su voz y el estilo inapelable de su autoridad, y él aprobó, de acuerdo, y habían vuelto a abrirse los templos clausurados, y los claustros y cementerios habían sido devueltos a sus antiguas congregaciones por otra orden suya que tampoco había dado pero aprobó, de acuerdo, se habían restablecido las antiguas fiestas de guardar y los usos de la cuaresma y entraban por los balcones abiertos los himnos de júbilo de las muchedumbres que antes cantaban para exaltar su gloria y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad pues tú eras la potencia oculta de aquellas procesiones sin término que él contemplaba asombrado desde las ventanas de su dormitorio hasta más allá de donde no llegaron las hordas fanáticas de su madre Bendición Alvarado cuya memoria había sido exterminada del tiempo de los hombres, habían esparcido en el viento las piltrafas del traje de novia y el almidón de sus huesos y habían vuelto a poner la lápida al revés en la cripta con las letras hacia dentro para que no perdurara ni la noticia de su nombre de pajarera en reposo pintora de oropéndolas hasta el fin de los tiempos, y todo eso por orden tuya, porque eras tú quien lo había ordenado para que ninguna otra memoria de mujer hiciera sombra a tu memoria, Leticia Nazareno de mi desgracia, hija de puta. Ella lo había cambiado a una edad en que nadie cambia como no sea para morir, había conseguido aniquilar con recursos de cama su resistencia pueril que ni vainas, primero muerto que casado, lo había obligado a ponerse tu braguero nuevo que siéntelo cómo suena como un cencerro de oveja descarriada en la oscuridad, lo obligó a ponerse tus botas de charol de cuando bailó el primer vals con la reina, la espuela de oro del talón izquierdo que le había regalado el almirante de la mar océana para que la llevara hasta la muerte en señal de la más alta autoridad, tu guerrera de entorchados y borlones de pasamanería y charreteras de estatua que él no había vuelto a ponerse desde los tiempos en que aún se podían vislumbrar los ojos tristes, el mentón pensativo, la mano taciturna con el guante de raso detrás de los visillos de la carroza presidencial, lo obligó a ponerse tu sable de guerra, tu perfume de hombre, tus medallas con el cordón de la orden de los caballeros del Santo Sepulcro que te mandó el Sumo Pontífice por haber devuelto a la iglesia los bienes expropiados, me vestiste como un altar de feria y me llevaste de madrugada por mis propios pies a la sombría sala de audiencias olorosa a velas de muerto por los gajos de azahares en las ventanas y los símbolos de la patria colgados en las paredes, sin testigos, uncido al yugo de la novicia escayolada con el refajo de lienzo debajo de las auras de muselina para sofocar la vergüenza de siete meses de desenfrenos ocultos, sudaban en el sopor del mar invisible que husmeaba sin sosiego alrededor del tétrico salón de fiestas cuyos accesos habían sido prohibidos por orden suya, las ventanas habían sido amuralladas, habían exterminado todo rastro de vida en la casa para que el mundo no conociera ni el rumor más ínfimo de la enorme boda escondida, apenas si podías respirar de calor por el apremio del varón prematuro que nadaba entre los líquenes de tinieblas de los médanos de tus entrañas, pues él había resuelto que fuera varón, y lo era, cantaba en el subsuelo de tu ser con la misma voz de manantial invisible con que el arzobispo primado vestido de pontifical cantaba gloria a Dios en las alturas para que no lo oyeran ni los centinelas adormilados, con el mismo terror de buzo perdido con que el arzobispo primado encomendó su alma al Señor para preguntarle al anciano inescrutable lo que nadie hasta entonces ni después hasta la consumación de los siglos se hubiera atrevido a preguntarle si aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno, y él apenas parpadeó, de acuerdo, apenas si le sonaron en el pecho las medallas de guerra por la presión oculta del corazón, pero había tanta autoridad en su voz que la terrible criatura de tus entrañas se revolvió por completo en su equinoccio de aguas densas y corrigió su oriente y encontró el rumbo de la luz, y entonces Leticia Nazareno se torció sobre sí misma sollozando padre mío y señor compadécete de ésta tu humilde sierva que mucho se ha complacido en la desobediencia de tus santas leyes y acepta con resignación este castigo terrible, pero mordiendo al mismo tiempo el mitón de encajes para que el ruido de los huesos desarticulados de su cintura no fuera a delatar la deshonra oprimida por el refajo de lienzo, se puso en cuclillas, se descuartizó en el charco humeante de sus propias aguas y se sacó de entre los enredos de muselina el engendro sietemesino que tenía el mismo tamaño y el mismo aire de desamparo de animal sin hervir de un ternero de vientre, lo levantó con las dos manos tratando de reconocerlo a la luz turbia de las velas del altar improvisado, y vio que era un varón, tal como lo había dispuesto mi general, un varón frágil y tímido que había de llevar sin honor el nombre de Emanuel, como estaba previsto, y lo nombraron general de división con jurisdicción y mando efectivos desde el momento en que él lo puso sobre la piedra de los sacrificios y le cortó el ombligo con el sable y lo reconoció como mi único y legítimo hijo, padre, bautícemelo [iv]. Aquella decisión sin precedentes había de ser el preludio de una nueva época, el primer anuncio de los malos tiempos en que el ejército acordonaba las calles antes del alba y hacía cerrar las ventanas de los balcones y desocupaba el mercado a culatazos de rifle para que nadie viera el paso fugitivo del automóvil flamante con láminas de acero blindado y manijas de oro de la escudería presidencial, y quienes se atrevían a atisbar desde las azoteas prohibidas no veían como en otro tiempo al militar milenario con el mentón apoyado en la mano pensativa del guante de raso a través de los visillos bordados con los colores de la bandera sino a la antigua novicia rechoncha con el sombrero de paja con flores de fieltro y la ristra de zorros azules que se colgaba del cuello a pesar del calor, la veíamos descender frente al mercado público los miércoles al amanecer escoltada por una patrulla de soldados de guerra llevando de la mano al minúsculo general de división de no más de tres años de quien era imposible creer por su gracia y su languidez que no fuera una niña disfrazada de militar con el uniforme de gala con entorchados de oro que parecía crecerle en el cuerpo, pues Leticia Nazareno se lo había puesto desde antes de la primera dentición cuando lo llevaba en la cuna de ruedas a presidir los actos oficiales en representación de su padre, lo llevaba en brazos cuando pasaba revista a sus ejércitos, lo levantaba por encima de su cabeza para que recibiera la ovación de las muchedumbres en el estadio de pelota, lo amamantaba en el automóvil descubierto durante los desfiles de las fiestas patrias sin pensar en las burlas íntimas que suscitaba el espectáculo público de un general de cinco soles prendido con un éxtasis de ternero huérfano en el pezón de su madre, asistió a las recepciones diplomáticas desde que estuvo en condiciones de valerse de si mismo, y entonces llevaba además del uniforme las medallas de guerra que escogía a su gusto en el estuche de condecoraciones que su padre le prestaba para jugar, y era un niño serio, raro, sabía tenerse en público desde los seis años sosteniendo en la mano la copa de jugo de frutas en vez de champaña mientras hablaba de asuntos de persona mayor con una propiedad y una gracia naturales que no había heredado de nadie, aunque más de una vez ocurrió que un nubarrón oscuro atravesó la sala de fiestas, se detuvo el tiempo, el delfín pálido investido de los más altos poderes había sucumbido en el sopor, silencio, susurraban, el general chiquito está dormido, lo sacaron en brazos de sus edecanes a través de los diálogos truncos y los gestos petrificados de la audiencia de sicarios de lujo y señoras púdicas que apenas se atrevían a murmurar reprimiendo la risa del bochorno detrás de los abanicos de plumas, qué horror, si el general lo supiera, porque él dejaba prosperar la creencia que él mismo había inventado de que era ajeno a todo cuanto ocurría en el mundo que no estuviera a la altura de su grandeza así fueran los desplantes públicos del único hijo que había aceptado como suyo entre los incontables que había engendrado, o las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que llegaba al mercado los miércoles al amanecer llevando de la mano a su general de juguete en medio de la escolta bulliciosa de sirvientas de cuartel y ordenanzas de asalto transfigurados por ese raro resplandor visible de la conciencia que precede a la salida inminente del sol en el Caribe, se hundían hasta la cintura en el agua pestilente de la bahía para entrar a saco en los veleros de parches remendados que fondeaban en el antiguo puerto negrero estibados con flores de la Martinica y rizones de jengibre de Paramaribo, arrasaban a su paso con la pesca viva en una rebatina de guerra, se la disputaban a los cerdos con culatazos de rifle en torno de la antigua báscula de esclavos todavía en servicio donde otro miércoles de otra época de la patria antes de él habían rematado en subasta pública a una senegalesa cautiva que costó más que su propio peso en oro por su hermosura de pesadilla, acabaron con todo mi general, fue peor que la langosta, peor que el ciclón, pero él permanecía impasible ante el escándalo creciente de que Leticia Nazareno irrumpía como no se hubiera atrevido él mismo en la galería abigarrada del mercado de pájaros y legumbres perseguida por el alboroto de los perros callejeros que les ladraban asustados a los ojos de vidrios atónitos de los zorros azules, se movía con un dominio procaz de su autoridad entre las esbeltas columnas de hierro bordado bajo las ramazones de hierro con grandes hojas de vidrios amarillos, con manzanas de vidrios rosados, con cornucopias de riquezas fabulosas de la flora de vidrios azules de la gigantesca bóveda de luces donde escogía las frutas más apetitosas y las legumbres más tiernas que sin embargo se marchitaban en el instante en que ella las tocaba, inconsciente de la mala virtud de sus manos que hacían crecer el musgo en el pan todavía tibio y había renegrido el oro de su anillo matrimonial, así que se soltaba en improperios contra las vivanderas por haber escondido el mejor bastimento y sólo habían dejado para la casa del poder esta miseria de mangos de puerco, rateras, esta ahuyama que suena por dentro como un calabazo de músico, malparidas, esta mierda de costillar con la sangraza agusanada que se conoce a leguas que no es de buey sino de burro muerto de peste, hijas de mala madre, se desgañitaba, mientras las sirvientas con sus canastos y los ordenanzas con sus artesas de abrevadero arrasaban con cuanta cosa de comer encontraban a la vista, sus gritos de corsaria eran más estridentes que el fragor de los perros enloquecidos por el relente de escondrijos nevados de las colas de los zorros azules que ella se hacía llevar vivos de la isla del príncipe Eduardo, más hirientes que la réplica sangrienta de las guacamayas deslenguadas cuyas dueñas les enseñaban en secreto lo que ellas mismas no se podían dar el gusto de gritar Leticia ladrona, monja puta, lo chillaban encaramadas en las ramazones de hierro del follaje de vidrios de colores polvorientos del dombo del mercado donde se sabían a salvo del soplo de devastación de aquel zambapalo de bucaneros que se repitió todos los miércoles al amanecer durante la infancia bulliciosa del minúsculo general de embuste cuya voz se volvía más afectuosa y sus ademanes más dulces cuanto más hombre trataba de parecer con el sable de rey de la baraja que todavía le arrastraba al caminar, se mantenía imperturbable en medio de la rapiña, se mantenía sereno, altivo, con el decoro inflexible que su madre le había inculcado para que mereciera la flor de la estirpe que ella misma despilfarraba en el mercado con sus ímpetus de perra furiosa y sus improperios de turca bajo la mirada incólume de las ancianas negras de turbantes de trapos de colores radiantes que soportaban los insultos y contemplaban el saqueo abanicándose sin parpadear con una quietud abismal de ídolos sentados, sin respirar, rumiando bolas de tabaco, bolas de coca, medicinas de parsimonia que les permitían sobrevivir a tanta ignominia mientras pasaba el asalto feroz de la marabunta y Leticia Nazareno se abría paso con su militar de pacotilla a través de los espinazos erizados de los perros frenéticos y gritaba desde la puerta que le pasen la cuenta al gobierno, como siempre, y ellas apenas suspiraban, Dios mío, si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo, engañadas con la ilusión de que él siguió ignorando hasta la hora de su muerte lo que todo el mundo sabia para mayor escándalo de su memoria que mi única y legítima esposa Leticia Nazareno había desguarnecido los bazares de los hindúes de sus terribles cisnes de vidrio y espejos con marcos de caracoles y ceniceros de coral, desvalijaba de tafetanes mortuorios las tiendas de los sirios y se llevaba a puñados los sartales de pescaditos de oro y las higas de protección de los plateros ambulantes de la calle del comercio que le gritaban en su cara que eres más zorra que las leticias azules que llevaba colgadas del cuello, cargaba con todo cuanto encontraba a su paso para satisfacer lo único que le quedaba de su antigua condición de novicia que era su mal gusto pueril y el vicio de pedir sin necesidad, sólo que entonces no tenia que mendigar por el amor de Dios en los zaguanes perfumados de jazmines del barrio de los virreyes sino que cargaba en furgones militares cuanto le complacía a su voluntad sin más sacrificios de su parte que la orden perentoria de que le pasen la cuenta al gobierno. Era tanto como decir que le cobraran a Dios, porque nadie sabía desde entonces si él existía a ciencia cierta, se había vuelto invisible, veíamos los muros fortificados en la colina de la Plaza de Armas, la casa del poder con el balcón de los discursos legendarios y las ventanas de visillos de encajes y macetas de flores en las cornisas que de noche parecía un buque de vapor navegando en el cielo, no sólo desde cualquier sitio de la ciudad sino también desde siete leguas en el mar después de que la pintaron de blanco y la iluminaron con globos de vidrio para celebrar la visita del conocido poeta Rubén Darío, aunque ninguno de esos signos demostraba a ciencia cierta que él estuviera ahí, al contrario, pensábamos con buenas razones que aquellos alardes de vida eran artificios militares para tratar de desmentir la versión generalizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil, que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo, sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber, ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores, y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno, una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible, hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales, nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso, y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada, dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio, nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad, nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas, los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada, nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil, el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa, nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera donde él hacía la siesta en las tardes de más calor, nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales, y al regresar por el sendero que él recorría al amanecer para asistir al ordeño pareció fulminado por la centella de la revelación y nos señaló con el dedo la huella de una bota en el barro, miren, dijo, es la huella de él, nos quedamos petrificados contemplando aquella impronta de una suela grande y basta que tenia el esplendor y el dominio en reposo y el tufo de sarna vieja del rastro de un tigre acostumbrado a la soledad, y en esa huella vimos el poder, sentimos el contacto de su misterio con mucha más fuerza reveladora que cuando uno de nosotros fue escogido para verlo a él de cuerpo presente porque los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo, más que el gobierno, más que él, pues Leticia Nazareno había llegado tan lejos con sus ínfulas de reina que el propio estado mayor presidencial asumió el riesgo de franquearle el paso a uno de ustedes, sólo a uno, para tratar de que él tuviera al menos una idea ínfima de cómo andaba la patria a espaldas suyas mi general, y así fue cómo lo vi, estaba solo en la calurosa oficina de paredes blancas con grabados de caballos ingleses, estaba echado hacia atrás en la poltrona de resortes, debajo del ventilador de aspas, con el uniforme de dril blanco y arrugado con botones de cobre y sin insignias de ninguna clase, tenía la mano derecha con el guante de raso sobre el escritorio de madera donde no había nada más que tres pares iguales de espejuelos muy pequeños con monturas de oro, tenía a sus espaldas una vidriera de libros polvorientos que más bien parecían libros mayores de contabilidad empastados en cuero humano, tenía a la derecha una ventana grande y abierta, también con mallas metálicas, a través de la cual se veía la ciudad entera y todo el cielo sin nubes ni pájaros hasta el otro lado del mar, y yo sentí un grande alivio porque él se mostraba menos consciente de su poder que cualquiera de sus partidarios y era más doméstico que en sus fotografías y también más digno de compasión pues todo en él era viejo y arduo y parecía minado por una enfermedad insaciable, tanto que no tuvo aliento para decirme que me sentara sino que me lo indicó con un gesto triste del guante de raso, escuchó mis razones sin mirarme, respirando con un silbido tenue y difícil, un silbido recóndito que dejaba en la habitación un relente de creosota, concentrado a fondo en el examen de las cuentas que yo representaba con ejemplos de escuela porque él no lograba concebir nociones abstractas, de modo que empecé por demostrarle que Leticia Nazareno nos estaba debiendo una cantidad de tafetán igual a dos veces la distancia marítima de Santa María del Altar, es decir, 190 leguas, y él dijo ajá como para sí mismo, y terminé por demostrarle que el total de la deuda con el descuento especial para su excelencia era igual a seis veces el premio mayor de la lotería en diez años, y él volvió a decir ajá y sólo entonces me miró de frente sin los espejuelos y pude ver que sus ojos eran tímidos e indulgentes, y sólo entonces me dijo con una rara voz de armonio que nuestras razones eran claras y justas, a cada quién lo suyo, dijo, que le pasen la cuenta al gobierno. Así era, en realidad, por la época en que Leticia Nazareno lo había vuelto a hacer desde el principio sin los escollos montaraces de su madre Bendición Alvarado, le quitó la costumbre de comer caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra y comían los tres en una mesita de playa bajo el cobertizo de trinitarias, él frente al niño y Leticia Nazareno entre los dos enseñándoles las normas de urbanidad y de ¡a buena salud en el comer, les enseñó a mantenerse con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, masticando cada bocado quince veces de un lado y quince veces del otro con la boca cerrada y la cabeza recta sin hacer caso de sus protestas de que tantos requisitos parecían cosas de cuartel, le enseñó a leer después del almuerzo el periódico oficial en el que figuraba él mismo como patrono y director honorario, se lo ponía en las manos cuando lo veía acostado en la hamaca a la sombra de la ceiba gigantesca del patio familiar diciéndole que no era concebible que todo un jefe de estado no estuviera al corriente de lo que pasaba en el mundo, le ponía los espejuelos de oro y lo dejaba chapaleando en la lectura de sus propias noticias mientras ella adiestraba al niño en el deporte de novicias de lanzarse y devolverse una pelota de caucho, mientras él se encontraba a sí mismo en fotografías tan antiguas que muchas de ellas no eran suyas sino de un antiguo doble que había muerto por él y cuyo nombre no recordaba, se encontraba presidiendo los consejos de ministros del martes a los cuales no asistía desde los tiempos del cometa, se enteraba de frases históricas que le atribuían sus ministros de letras, leía cabeceando en el bochorno de los nubarrones errantes de las tardes de agosto, se sumergía poco a poco en la mazmorra de sudor de la siesta murmurando qué mierda de periódico, carajo, no entiendo cómo se lo aguanta la gente, murmuraba, pero algo debía quedarle de aquellas lecturas sin gracia porque despertaba del sueño corto y tenue con alguna idea nueva inspirada en las noticias, mandaba órdenes a sus ministros con Leticia Nazareno, le contestaban con ella tratando de vislumbrar su pensamiento por el pensamiento de ella, porque tú eras lo que yo había querido que fueras la intérprete de mis más altos designios, tú eras mi voz, eras mi razón y mi fuerza, era su oído más fiel y más atento en el rumor de lavas perpetuas del mundo inaccesible que lo asediaba, aunque en realidad los últimos oráculos que regían su destino eran los letreros anónimos escritos en las paredes de los excusados del personal de servicio, en los cuales descifraba las verdades recónditas que nadie se hubiera atrevido a revelarle, ni siquiera tú, Leticia, los leía al amanecer de regreso del ordeño antes de que los borraran los ordenanzas de la limpieza y había ordenado encalar a diario los muros de los retretes para que nadie resistiera a la tentación de desahogarse de sus rencores ocultos, allí conoció las amarguras del mando supremo, las intenciones reprimidas de quienes medraban a su sombra y lo repudiaban a sus espaldas, se sentía dueño de todo su poder cuando conseguía penetrar un enigma del corazón humano en el espejo revelador del papel de la canalla, volvió a cantar al cabo de tantos años contemplando a través de las brumas del mosquitero el sueño matinal de ballena varada de su única y legítima esposa Leticia Nazareno, levántate, cantaba, son las seis de mi corazón, el mar está en su puesto, la vida sigue, Leticia, la vida imprevisible de la única de sus tantas mujeres que lo había conseguido todo de él menos el privilegio fácil de que amaneciera con ella en la cama, pues él se iba después del último amor, colgaba la lámpara de salir corriendo en el dintel de su dormitorio de soltero viejo, pasaba las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se tiraba bocabajo en el suelo, solo y vestido, como lo había hecho todas las noches antes de ti, como lo hizo sin ti hasta la última noche de sus sueños de ahogado solitario, regresaba después del ordeño a tu cuarto oloroso a bestia de oscuridad para seguirte dando cuanto quisieras, mucho más que la herencia sin medidas de su madre Bendición Alvarado, mucho más de lo que ningún ser humano había soñado sobre la tierra, no sólo para ella sino también para sus parientes inagotables que llegaban desde los cayos incógnitos de las Antillas sin otra fortuna que el pellejo que llevaban puesto ni más títulos que los de su identidad de Nazarenos, una familia áspera de varones intrépidos y mujeres abrasadas por la fiebre de la codicia que se habían tomado por asalto los estancos de la sal, el tabaco, el agua potable, los antiguos privilegios con que él había favorecido a los comandantes de las distintas armas para mantenerlos apartados de otra clase de ambiciones y que Leticia Nazareno les había ido arrebatando poco a poco por órdenes suyas que él no daba pero aprobó, de acuerdo, había abolido el sistema bárbaro de ejecución por descuartizamiento con caballos y había tratado de poner en su lugar la silla eléctrica que le había regalado el comandante del desembarco para que también nosotros disfrutáramos del método más civilizado de matar, había visitado el laboratorio de horror de la fortaleza del puerto donde escogían a los presos políticos más exhaustos para entrenarse en el manejo del trono de la muerte cuyas descargas absorbían el total de la potencia eléctrica de la ciudad, conocíamos la hora exacta del experimento mortal porque nos quedábamos un instante en las tinieblas con el aliento tronchado de horror, guardábamos un minuto de silencio en los burdeles del puerto y nos tomábamos una copa por el alma del sentenciado, no una vez sino muchas veces, pues la mayoría de las víctimas se quedaban colgadas de las correas de la silla con el cuerpo amorcillado y echando humos de carne asada pero todavía resollando de dolor hasta que alguien tuviera la piedad de acabar de matarlos a tiros después de varias tentativas frustradas, todo por complacerte, Leticia, por ti había desocupado los calabozos y autorizó de nuevo la repatriación de sus enemigos y promulgó un bando de pascua para que nadie fuera castigado por divergencias de opinión ni perseguido por asuntos de su fuero interno, convencido de corazón en la plenitud de su otoño de que aun sus adversarios más encarnizados tenían derecho a compartir la placidez de que él gozaba en las noches absortas de enero con la única mujer que mereció la gloria de verlo sin camisa y con los calzoncillos largos y la enorme potra dorada por la luna en la terraza de la casa civil, contemplaban juntos los sauces misteriosos que por aquellas Navidades les mandaron los reyes de Babilonia para que los sembraran en el jardín de la lluvia, disfrutaban del sol astillado a través de las aguas perpetuas, gozaban de la estrella polar enredada en sus frondas, escudriñaban el universo en los números de la radiola interferida por las rechiflas de burla de los planetas fugitivos, escuchaban juntos el episodio diario de las novelas habladas de Santiago de Cuba que les dejaba en el alma el sentimiento de zozobra de si todavía mañana estaremos vivos para saber cómo se arregla esta desgracia, él jugaba con el niño antes de acostarlo para enseñarle todo lo que era posible saber sobre el uso y mantenimiento de las armas de guerra que era la ciencia humana que él conocía mejor que nadie, pero el único consejo que le dio fue que nunca impartiera una orden si no estás seguro de que la van a cumplir [v], se lo hizo repetir tantas veces cuantas creyó necesarias para que el niño no olvidara nunca que el único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad y mando es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida, un consejo que era más bien de abuelo escaldado que de padre sabio y que el niño no habría olvidado jamás aunque hubiera vivido tanto como él porque se lo enseñó mientras lo preparaba para disparar por primera vez a los seis años de edad un cañón de retroceso a cuyos estampidos de catástrofe atribuimos la pavorosa tormenta seca de relámpagos y truenos volcánicos y el tremendo viento polar de Comodoro Rivadavia que volteó al revés las entrañas del mar y se llevó volando un circo de animales acampado en la plaza del antiguo puerto negrero, sacábamos elefantes en las atarrayas, payasos ahogados, jirafas subidas en los trapecios por la furia del temporal que de milagro no echó a pique el barco bananero en que llegó pocas horas después el joven poeta Félix Rubén García Sarmiento que había de hacerse famoso con el nombre de Rubén Darío, por fortuna se aplacó el mar a las cuatro, el aire lavado se llenó de hormigas voladoras y él se asomó a la ventana del dormitorio y vio al socaire de las colinas del puerto el buquecito blanco escorado a estribor y con la arboladura desmantelada navegando sin riesgos en el remanso de la tarde purificada por el azufre de la tormenta, vio al capitán en el alcázar dirigiendo la maniobra difícil en honor del pasajero ilustre de casaca de paño oscuro y chaleco cruzado a quien él no oyó mencionar hasta la noche del domingo siguiente cuando Leticia Nazareno le pidió la gracia inconcebible de que la acompañara a la velada lírica del Teatro Nacional y él aceptó sin parpadear, de acuerdo. Habíamos esperado tres horas de pie en la atmósfera de vapor de la platea sofocados por la vestimenta de gala que nos exigieron de urgencia a última hora, cuando por fin se inició el himno nacional y nos volvimos aplaudiendo hacia el palco señalado con el escudo de la patria donde apareció la novicia regordeta del sombrero de plumas rizadas y las colas de zorros nocturnos sobre el vestido de tafetán, se sentó sin saludar junto al infante en uniforme de noche que había respondido a los aplausos con el lirio de dedos vacíos del guante de raso apretado en el puño como su madre le había dicho que lo hacían los príncipes de otra época, no vimos a nadie más en el palco presidencial, pero durante las dos horas del recital soportamos la certidumbre de que él estaba ahí, sentíamos la presencia invisible que vigilaba nuestro destino para que no fuera alterado por el desorden de la poesía, él regulaba el amor, decidía la intensidad y el término de la muerte en un rincón del palco en penumbra desde donde vio sin ser visto al minotauro espeso cuya voz de centella marina lo sacó en vilo de su sitio y de su instante y lo dejó flotando sin su permiso en el trueno de oro de los claros clarines de los arcos triunfales de Martes y Minervas de una gloria que no era la suya mi general, vio los atletas heroicos de los estandartes los negros mastines de presa los fuertes caballos de guerra de cascos de hierro las picas y lanzas de los paladines de rudos penachos que llevaban cautiva la extraña bandera para honor de unas armas que no eran las suyas, vio la tropa de jóvenes fieros que habían desafiado los soles del rojo verano las nieves y vientos del gélido invierno la noche y la escarcha y el odio y la muerte para esplendor eterno de una patria inmortal más grande y más gloriosa de cuantas él había soñado en los largos delirios de sus calenturas de guerrero descalzo, se sintió pobre y minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la sombra pensando madre mía Bendición Alvarado eso sí es un desfile, no las mierdas que me organiza esta gente, sintiéndose disminuido y solo, oprimido por el sopor y los zancudos y las columnas de sapolín de oro y el terciopelo marchito del palco de honor, carajo, cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo, se decía, tan exaltado por la revelación de la belleza escrita que arrastraba sus grandes patas de elefante cautivo al compás de los golpes marciales de los timbaleros, se adormilaba al ritmo de las voces de gloria del canto sonoro del cálido coro que Leticia Nazareno recitaba para él a la sombra de los arcos triunfales de la ceiba del patio, escribía los versos en las paredes de los retretes, estaba tratando de recitar de memoria el poema completo en el Olimpo tibio de mierda de vaca de los establos de ordeño cuando tembló la tierra con la carga de dinamita que estalló antes de tiempo en el baúl del automóvil presidencial estacionado en la cochera, fue terrible mi general, una conflagración tan potente que muchos meses después todavía encontrábamos por toda la ciudad las piezas retorcidas del coche blindado que Leticia Nazareno y el niño debían usar una hora más tarde para hacer el mercado del miércoles, pues el atentado era contra ella mi general, sin ninguna duda, y entonces él se dio una palmada en la frente, carajo, cómo es posible que no lo hubiera previsto, qué había sido de su clarividencia legendaria si desde hacía tantos meses que los letreros de los excusados no estaban dirigidos contra él, como siempre, o contra alguno de sus ministros civiles, sino que estaban inspirados por la audacia de los Nazarenos que había llegado al punto de mordisquear las prebendas reservadas al mando supremo, o por las ambiciones de los hombres de iglesia que obtenían del poder temporal favores desmedidos y eternos, él había observado que las diatribas inocentes contra su madre Bendición Alvarado se habían vuelto improperios de guacamaya, pasquines de rencores ocultos que maduraban en la impunidad tibia de los retretes y terminaban por salir a la calle como había ocurrido tantas veces con otros escándalos menores que él mismo se encargaba de precipitar, aunque nunca pensó ni hubiera podido pensar que fueran tan feroces como para poner dos quintales de dinamita dentro del propio cerco de la casa civil, matreros, cómo es posible que él anduviera tan absorto en el éxtasis de los bronces triunfales que su olfato exquisito de tigre cebado no había reconocido a tiempo el viejo y dulce olor del peligro, qué vaina, reunió de urgencia al mando supremo; catorce militares trémulos que al cabo de tantos años de conducto ordinario y órdenes de segunda mano volvíamos a ver a dos brazas de distancia al anciano incierto cuya existencia real era el más simple de sus enigmas, nos recibió sentado en la silla tronal de la sala de audiencias con el uniforme de soldado raso oloroso a meados de mapurito y unos espejuelos muy finos de oro puro que no conocíamos ni en sus retratos más recientes, y era más viejo y más remoto de lo que nadie hubiera podido imaginar, salvo las manos lánguidas sin los guantes de raso que no parecían sus manos naturales de militar sino las de alguien mucho más joven y compasivo, todo lo demás era denso y sombrío, y cuanto más lo reconocíamos era más evidente que apenas le quedaba un último soplo para vivir, pero era el soplo de una autoridad inapelable y devastadora que a él mismo le costaba trabajo mantener a raya como al azogue de un caballo cerrero, sin hablar, sin mover siquiera la cabeza mientras le rendíamos honores de general jefe supremo y acabamos de sentarnos frente a él en las poltronas dispuestas en círculo, y sólo entonces se quitó los espejuelos y empezó a escrutarnos con aquellos ojos meticulosos que conocían los escondrijos de comadreja de nuestras segundas intenciones, los escrutó sin clemencia, uno por uno, tomándose todo el tiempo que le hacia falta para establecer con precisión cuánto había cambiado cada uno de nosotros desde la tarde de brumas de la memoria en que los había ascendido a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, y a medida que los escudriñaba sentía crecer la certidumbre de que entre aquellos catorce enemigos recónditos estaban los autores del atentado, pero al mismo tiempo se sintió tan solo e indefenso frente a ellos que apenas parpadeó, apenas levantó la cabeza para exhortarlos a la unidad ahora más que nunca por el bien de la patria y el honor de las fuerzas armadas, les recomendó energía y prudencia y les impuso la honrosa misión de descubrir sin contemplaciones a los autores del atentado para someterlos al rigor sereno de la justicia marcial, eso es todo, señores, concluyó, a sabiendas de que el autor era uno de ellos, o eran todos, herido de muerte por la convicción ineludible de que la vida de Leticia Nazareno no dependía entonces de la voluntad de Dios sino de la sabiduría con que él lograra preservarla de una amenaza que tarde o temprano se había de cumplir sin remedio, maldita sea. La obligó a cancelar sus compromisos públicos, obligó a sus parientes más voraces a despojarse de cuanto privilegio pudiera tropezar con las fuerzas armadas, a los más comprensivos los nombró cónsules de mano libre y a los más encarnizados los encontrábamos flotando en los manglares de tarulla de los caños del mercado, apareció sin anunciarse al cabo de tantos años en su sillón vacío del consejo de ministros dispuesto a poner un limite a la infiltración del clero en los negocios del estado para tenerte a salvo de tus enemigos, Leticia, y sin embargo había vuelto a echar sondas profundas en el mando supremo después de las primeras decisiones drásticas y estaba convencido de que siete de los comandantes le eran leales sin reservas además del general en jefe que era el más antiguo de sus compadres, pero todavía carecía de poder contra los otros seis enigmas que le alargaban las noches con la impresión ineludible de que Leticia Nazareno estaba ya señalada por la muerte, se la estaban matando entre las manos a pesar del rigor con que hacia probar su comida desde que encontraron una espina de pescado dentro del pan, comprobaban la pureza del aire que respiraba porque él había temido que le pusieran veneno en la bomba del flit, la veía pálida en la mesa, la sentía quedarse sin voz en mitad del amor, lo atormentaba la idea de que le pusieran microbios del vómito negro en el agua de beber, vitriolo en el colirio, sutiles ingenios de muerte que le amargaban cada instante de aquellos días y lo despertaban a medianoche con la pesadilla vivida de que Leticia Nazareno se había desangrado durante el sueño por un maleficio de indios, aturdido por tantos riesgos imaginarios y amenazas verídicas que le prohibía salir a la calle sin la escolta feroz de guardias presidenciales instruidos para matar sin causa, pero ella se iba mi general, se llevaba al niño, él se sobreponía al mal presagio para verlos subir en el nuevo automóvil blindado, los despedía con señales de conjuro desde un balcón interior rogando madre mía Bendición Alvarado protégelos, haz que las balas reboten en su corpiño, amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos, sin un instante de sosiego mientras no volviera a sentir las sirenas de la escolta de la Plaza de Armas y veía a Leticia Nazareno y al niño atravesando el patio con las primeras luces del faro, ella volvía agitada, feliz en medio de la custodia de guerreros cargados de pavos vivos, orquídeas de Envigado, ristras de foquitos de colores para las noches de Navidad que ya se anunciaban en la calle con letreros de estrellas luminosas ordenados por él para disimular su ansiedad, la recibía en la escalera para sentirte todavía viva en el relente de naftalina de las colas de zorros azules, en el sudor agrio de tus mechones de inválida, te ayudaba a llevar los regalos al dormitorio con la rara certidumbre de estar consumiendo las últimas migajas de un alborozo condenado que hubiera preferido no conocer, tanto más desolado cuanto más convencido estaba de que cada recurso que concebía para aliviar aquella ansiedad insoportable, cada paso que daba para conjurarla lo acercaba sin piedad al pavoroso miércoles de mi desgracia en que tomó la decisión tremenda de que ya no más, carajo, lo que ha de ser que sea pronto, decidió, y fue como una orden fulminante que no había acabado de concebir cuando dos de sus edecanes irrumpieron en la oficina con la novedad terrible de que a Leticia Nazareno y al niño los habían descuartizado y se los habían comido a pedazos los perros cimarrones del mercado público, se los comieron vivos mi general, pero no eran los mismos perros callejeros de siempre sino unos animales de presa con unos ojos amarillos atónitos y una piel lisa de tiburón que alguien había cebado contra los zorros azules, sesenta perros iguales que nadie supo cuándo saltaron de entre los mesones de legumbres y cayeron encima de Leticia Nazareno y el niño sin darnos tiempo de disparar por miedo de matarlos a ellos que parecía como si estuvieran ahogándose junto con los perros en un torbellino de infierno, sólo veíamos los celajes instantáneos de unas manos efímeras tendidas hacia nosotros mientras el resto del cuerpo iba desapareciendo a pedazos, veíamos unas expresiones fugaces e inasibles que a veces eran de terror, a veces eran de lástima, a veces de júbilo, hasta que acabaron de hundirse en el remolino de la rebatiña y sólo quedó flotando el sombrero de violetas de fieltro de Leticia Nazareno ante el horror impasible de las verduleras totémicas salpicadas de sangre caliente que rezaban Dios mío, esto no sería posible si el general no lo quisiera, o por lo menos si no lo supiera, para deshonra eterna de la guardia presidencial que sólo pudo rescatar sin disparar un tiro los puros huesos dispersos entre las legumbres ensangrentadas, nada más mi general, lo único que encontramos fueron estas medallas del niño, el sable sin las borlas, los zapatos de cordobán de Leticia Nazareno que nadie sabe por qué aparecieron flotando en la bahía como a una legua del mercado, el collar de vidrios de colores, el monedero de malla de almófar que aquí le entregamos en su propia mano mi general, junto con estas tres llaves, el anillo matrimonial de oro renegrido y estos cincuenta centavos en monedas de a diez que pusieron sobre el escritorio para que él las contara, y nada más mi general, era todo cuanto quedaba de ellos. A él le habría dado igual que quedara más, o que quedara menos, si hubiera sabido entonces que no eran muchos ni muy difíciles los años que le harían falta para exterminar hasta el último vestigio del recuerdo de aquel miércoles inevitable, lloró de rabia, despertó gritando de rabia atormentado por los ladridos de los perros que pasaron la noche en las cadenas del patio mientras él decidía qué hacemos con ellos mi general, preguntándose aturdido si matar a los perros no seria otra manera de matar de nuevo en sus entrañas a Leticia Nazareno y al niño, ordenó derribar la cúpula de hierro del mercado de legumbres y construir en su lugar un jardín de magnolias y codornices con una cruz de mármol con una luz más alta y más intensa que la del faro para perpetuar en la memoria de las generaciones futuras hasta el fin de los siglos el recuerdo de una mujer histórica que él mismo había olvidado mucho antes de que el monumento fuera demolido por una explosión nocturna que nadie reivindicó, y a las magnolias se las comieron los cerdos y el jardín memorable quedó convertido en un muladar de cieno pestilente que él no conoció, no sólo porque había ordenado al chófer presidencial que eludiera el paso por el antiguo mercado de legumbres aunque tengas que darle la vuelta al mundo, sino porque no volvió a salir a la calle desde que mandó las oficinas para los edificios de vidrios solares de los ministerios y se quedó sólo con el personal mínimo para vivir en la casa desmantelada donde no quedaba entonces por orden suya ni el vestigio menos visible de tus urgencias de reina, Leticia, se quedó vagando en la casa vacía sin más oficio conocido que las consultas eventuales de los altos mandos o la decisión final de un consejo de ministros difícil o las visitas perniciosas del embajador Wilson que solía acompañarlo hasta bien entrada la tarde bajo la fronda de la ceiba y le llevaba caramelos de Baltimore y revistas con cromos de mujeres desnudas para tratar de convencerle de que le diera las aguas territoriales a buena cuenta de los servicios descomunales de la deuda externa, y él lo dejaba hablar, aparentaba oír menos o más de lo que podía oír en realidad según sus conveniencias, se defendía de su labia oyendo el coro de la pajarita pinta paradita en el verde limón en la cercana escuela de niñas, lo acompañaba hasta las escaleras con las primeras sombras tratando de explicarle que podía llevarse todo lo que quisiera menos el mar de mis ventanas, imagínese, qué haría yo solo en esta casa tan grande si no pudiera verlo ahora como siempre a esta hora como una ciénaga en llamas, qué haría sin los vientos de diciembre que se meten ladrando por los vidrios rotos, cómo podría vivir sin las ráfagas verdes del faro, yo que abandoné mis páramos de niebla y me enrolé agonizando de calenturas en el tumulto de la guerra federal, y no crea usted que lo hice por el patriotismo que dice el diccionario, ni por espíritu de aventura, ni menos porque me importaran un carajo los principios federalistas que Dios tenga en su santo reino, no mi querido Wilson, todo eso lo hice por conocer el mar, de modo que piense en otra vaina, decía, lo despedía en la escalera con una palmadita en el hombro, regresaba encendiendo las lámparas de los salones desiertos de las antiguas oficinas donde una de esas tardes encontró una vaca extraviada, la espantó hacia las escaleras y el animal tropezó con los remiendos de las alfombras y se fue de bruces y cayó peloteando y se desnucó en las escaleras para gloria y sustento de los leprosos que se precipitaron a destrozarla, pues los leprosos habían vuelto después de la muerte de Leticia Nazareno y estaban otra vez con los ciegos y los paralíticos esperando de sus manos la sal de la salud en los rosales silvestres del patio, él los oía cantar en noches de estrellas, cantaba con ellos la canción de Susana ven Susana de sus tiempos de gloria, se asomaba por las claraboyas del granero a las cinco de la tarde para ver la salida de las niñas de la escuela y se quedaba extasiado con los delantales azules, las medias tobilleras, las trenzas, madre, corríamos asustadas de los ojos de tísico del fantasma que nos llamaba por entre los barrotes de hierro con los dedos rotos del guante de trapo, niña, niña, nos llamaba, ven que te tiente, las veía escapar despavoridas pensando madre mía Bendición Alvarado qué jóvenes que son las jóvenes de ahora, se reía de sí mismo, pero se volvía a reconciliar consigo mismo cuando su médico personal el ministro de la salud le examinaba la retina con una lupa cada vez que lo invitaba a almorzar, le contaba el pulso, quería obligarlo a tomar cucharadas de ceregén para taparme los sumideros de la memoria, qué vaina, cucharadas a mí que no he tenido más tropiezos en esta vida que las tercianas de la guerra, a la mierda doctor, se quedó comiendo solo en la mesa sola con las espaldas vueltas hacia el mundo como el erudito embajador Maryland le había dicho que comían los reyes de Marruecos, comía con el tenedor y el cuchillo y la cabeza erguida de acuerdo con las normas severas de una maestra olvidada, recorría la casa entera buscando los frascos de miel cuyos escondites se le perdían a las pocas horas y encontraba por equivocación los pitillos de márgenes de memoriales que él escribía en otra época para no olvidar nada cuando ya no pudiera acordarse de nada, leyó en uno que mañana es martes, leyó que había una cifra en tu blanco pañuelo roja cifra de un nombre que no era el tuyo mi dueño, leyó intrigado Leticia Nazareno de mi alma mira en lo que he quedado sin ti, leía Leticia Nazareno por todas partes sin poder entender que alguien fuera tan desdichado para dejar aquel reguero de suspiros escritos, y sin embargo era mi letra, la única caligrafía de mano izquierda que se encontraba entonces en las paredes de los excusados donde escribía para consolarse que viva el general, que viva, carajo, curado de raíz de la rabia de haber sido el más débil de los militares de tierra mar y aire por una prófuga de clausura de la cual no quedaba sino el nombre escrito a lápiz en tiras de papel como él lo había resuelto cuando ni siquiera quiso tocar las cosas que los edecanes pusieron sobre el escritorio y ordenó sin mirarlas que se lleven esos zapatos, esas llaves, todo cuanto pudiera evocar la imagen de sus muertos, que pusieran todo lo que fue de ellos dentro del dormitorio de sus siestas desaforadas y tapiaran las puertas y las ventanas con la orden final de no entrar en ese cuarto ni por orden mía, carajo, sobrevivió al escalofrío nocturno de los aullidos de pavor de los perros encadenados en el patio durante muchos meses porque pensaba que cualquier daño que les hiciera podía dolerle a sus muertos, se abandonó en la hamaca, temblando de la rabia de saber quiénes eran los asesinos de su sangre y tener que soportar la humillación de verlos en su propia casa porque en aquel momento carecía de poder contra ellos, se había opuesto a cualquier clase de honores póstumos, había prohibido las visitas de pésame, el luto, esperaba su hora meciéndose de rabia en la hamaca a la sombra de la ceiba tutelar donde mi último compadre le había expresado el orgullo del mando supremo por la serenidad y el orden con que el pueblo sobrellevó la tragedia, y él apenas sonrió, no sea pendejo compadre, qué serenidad ni qué orden, lo que pasa es que a la gente no le ha importado un carajo esta desgracia, repasaba el periódico al derecho y al revés buscando algo más que las noticias inventadas por sus propios servicios de prensa, se hizo poner la radiola al alcance de la mano para escuchar la misma noticia desde Veracruz hasta Riobamba que las fuerzas del orden estaban sobre la pista segura de los autores del atentado, y él murmuraba cómo no, hijos de la tarántula, que los habían identificado sin la menor duda, cómo no, que los tenían acorralados con fuego de mortero en una casa de tolerancia de los suburbios, ahí está, suspiró, pobre gente, pero permaneció en la hamaca sin traslucir ni una luz de su malicia rogando madre mía Bendición Alvarado dame vida para este desquite, no me sueltes de tu mano, madre, inspírame, tan seguro de la eficacia de la súplica que lo encontramos repuesto de su dolor cuando los comandantes del estado mayor responsables del orden público y de la seguridad del estado vinimos a comunicarle la novedad de que tres de los autores del crimen habían sido muertos en combate con la fuerza pública y los otros dos estaban a disposición de mi general en los calabozos de San Jerónimo, y él dijo ajá, sentado en la hamaca con la jarra de jugos de fruta de la cual nos sirvió un vaso para cada uno con pulso sereno de buen tirador, más sabio y solícito que nunca, hasta el punto de que adivinó mis ansias de encender un cigarrillo y me concedió la licencia que no había concedido hasta entonces a ningún militar en servicio, bajo este árbol todos somos iguales, dijo, y escuchó sin rencor el informe minucioso del crimen del mercado, cómo habían sido traídos de Escocia en remesas separadas ochenta y dos perros de presa recién nacidos de los cuales habían muerto veintidós en el curso de la crianza y sesenta habían sido mal educados para matar por un maestro escocés que les inculcó un odio criminal no sólo contra los zorros azules sino contra la propia persona de Leticia Nazareno y el niño valiéndose de estas prendas de vestir que habían sustraído poco a poco de los servicios de lavandería de la casa civil, valiéndose de este corpiño de Leticia Nazareno, este pañuelo, estas medias, este uniforme completo del niño que exhibimos ante él para que los reconociera, pero sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos cómo los sesenta perros habían sido entrenados inclusive para no ladrar cuando no debían, los acostumbraron al gusto de la carne humana, los mantuvieron encerrados sin ningún contacto con el mundo durante los años difíciles de la enseñanza en una antigua granja de chinos a siete leguas de esta ciudad capital donde tenían imágenes de bulto de tamaño humano con ropas de Leticia Nazareno y el niño a quienes los perros conocían además por estos retratos originales y estos recortes de periódicos que le mostramos pegados en un álbum para que mi general aprecie mejor la perfección del trabajo que habían hecho esos bastardos, lo que sea de cada quién, pero él sólo dijo ajá, sin mirarlos, le explicamos por último que los sindicados no actuaban de su cuenta, por supuesto, sino que eran agentes de una hermandad subversiva con base en el exterior cuyo símbolo era esta pluma de ganso cruzada con un cuchillo, ajá, todos ellos fugitivos de la justicia penal militar por otros delitos anteriores contra la seguridad del estado, estos tres que son los muertos cuyos retratos le mostramos en el álbum con el número de la respectiva ficha policial colgada del cuello, y estos dos que son los vivos encarcelados a la espera de la decisión última e inapelable de mi general, los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León, de 28 y 23 años, el primero desertor del ejército sin empleo ni domicilio conocidos y el segundo maestro de cerámica en la escuela de artes y oficios, y ante los cuales dieron los perros tales muestras de familiaridad y alborozo que eso hubiera bastado como prueba de culpa mi general, y él sólo dijo ajá, pero citó con honores en el orden del día a los tres oficiales que llevaron a término la investigación del crimen y les impuso la medalla del mérito militar por servicios a la patria en el curso de una ceremonia solemne en la cual constituyó el consejo de guerra sumario que juzgó a los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León y los condenó a morir fusilados dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, a menos de obtener el beneficio de su clemencia mi general, usted manda. Permaneció absorto y solo en la hamaca, insensible a las súplicas de gracia del mundo entero, oyó en la radiola el debate estéril de la Sociedad de Naciones, oyó insultos de los países vecinos y algunas adhesiones distantes, oyó con igual atención las razones tímidas de los ministros partidarios de la piedad y los motivos estridentes de los partidarios del castigo, se negó a recibir al nuncio apostólico con un mensaje personal del papa en el cual expresaba su inquietud pastoral por la suerte de las dos ovejas descarriadas, oyó los partes de orden público de todo el país alterado por su silencio, oyó tiros remotos, sintió el temblor de tierra de la explosión sin origen de un barco de guerra fondeado en la bahía, once muertos mi general, ochenta y dos heridos y la nave fuera de servicio, de acuerdo, dijo él, contemplando desde la ventana del dormitorio la hoguera nocturna en la ensenada del puerto mientras los dos condenados a muerte empezaban a vivir la noche de sus vísperas en la capilla ardiente de la base de San Jerónimo, él los recordó a esa hora como los había visto en los retratos con las cejas erizadas de la madre común, los recordó trémulos, solos, con las tablillas de los números sucesivos colgadas del cuello bajo el foco siempre encendido de la celda de agonía, se sintió pensado por ellos, se supo necesitado, requerido, pero no había hecho un gesto mínimo que permitiera vislumbrar el rumbo de su voluntad cuando acabó de repetir los actos de rutina de una jornada más en su vida y se despidió del oficial de servicio que había de permanecer en vela frente al dormitorio para llevar el recado de su decisión a cualquier hora en que él la tomara antes de los primeros gallos, se despidió al pasar sin mirarlo, buenas noches, capitán, colgó la lámpara en el dintel, pasó las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se sumergió bocabajo en un sueño alerta a través de cuyos tabiques frágiles siguió oyendo los ladridos ansiosos de los perros en el patio, las sirenas de las ambulancias, los petardos, las ráfagas de música de alguna fiesta equívoca en la noche intensa de la ciudad sobrecogida por el rigor de la sentencia, despertó con las campanas de las doce en la catedral, volvió a despertar a las dos, volvió a despertar antes de las tres con la crepitación de la llovizna en las alambreras de las ventanas, y entonces se levantó del suelo con aquella enorme y ardua maniobra de buey de primero las ancas y después las patas delanteras y por último la cabeza aturdida con un hilo de baba en los belfos y ordenó en primer término al oficial de guardia que se llevaran esos perros donde yo no pueda oírlos bajo el amparo del gobierno hasta su extinción natural, ordenó en segundo término la libertad sin condiciones de los soldados de la escolta de Leticia Nazareno y el niño, y ordenó por último que los hermanos Mauricio y Gumaro Ponce de León fueran ejecutados tan pronto como se conozca esta mi decisión suprema e inapelable, pero no en el paredón de fusilamiento, como estaba previsto, sino que fueron sometidos al castigo en desuso del descuartizamiento con caballos y sus miembros fueron expuestos a la indignación pública y al horror en los lugares más visibles de su desmesurado reino de pesadumbre, pobres muchachos, mientras él arrastraba sus grandes patas de elefante mal herido suplicando de rabia madre mía Bendición Alvarado, asísteme, no me dejes de tu mano, madre, permíteme encontrar el hombre que me ayude a vengar esta sangre inocente, un hombre providencial que él había imaginado en los desvaríos del rencor y que buscaba con una ansiedad irresistible en el trasfondo de los ojos que encontraba a su paso, trataba de descubrirlo agazapado en los registros más sutiles de las voces, en los impulsos del corazón, en las rendijas menos usadas de la memoria, y había perdido la ilusión de encontrarlo cuando se descubrió a sí mismo fascinado por el hombre más deslumbrante y altivo que habían visto mis ojos, madre, vestido como los godos de antes con una chaqueta de Henry Pool y una gardenia en el ojal, con unos pantalones de Pecover y un chaleco de brocados con visos de plata que había lucido con su elegancia natural en los salones más difíciles de Europa cabestreando con una trailla un dobermann taciturno del tamaño de un novillo con ojos humanos, José Ignacio Sáenz de la Barra para servir a su excelencia, se presentó, el último vástago suelto de nuestra aristocracia demolida por el viento arrasador de los caudillos federales, barrida de la faz de la patria con sus áridos sueños de grandeza y sus mansiones vastas y melancólicas y su acento francés, un espléndido cabo de raza sin más fortuna que sus 32 años, siete idiomas, cuatro marcas de tiro al pichón en Dauville, sólido, esbelto, color de hierro, cabello mestizo con la raya en el medio y un mechón blanco pintado, los labios lineales de la voluntad eterna, la mirada resuelta del hombre providencial que fingía jugar al cricket con el bastón de cerezo para que le tomaran un retrato de colores con el fondo de primaveras idílicas de los gobelinos de la sala de fiestas, y en el instante en que él lo vio exhaló un suspiro de alivio y se dijo éste es, y ése era. Se puso a su servicio con el compromiso simple de que usted me entrega un presupuesto de ochocientos cincuenta millones sin tener que rendirle cuentas a nadie y sin más autoridad por encima de mí que su excelencia y yo le entrego en el curso de dos años las cabezas de los asesinos reales de Leticia Nazareno y el niño, y él aceptó, de acuerdo, convencido de su lealtad y su eficacia al cabo de las muchas pruebas difíciles a que lo había sometido para escrutarle los vericuetos del ánimo y conocer los límites de su voluntad y las grietas de su carácter antes de decidirse a ponerle en las manos las llaves de su poder, lo sometió a la prueba final de las partidas inclementes de dominó en las que José Ignacio Sáenz de la Barra se impuso la temeridad de ganar sin licencia, y ganó, pues era el hombre más valiente que habían visto mis ojos, madre, tenía una paciencia sin esquinas, sabía todo, conocía setenta y dos maneras de preparar el café, distinguía el sexo de los mariscos, sabía leer música y escritura para ciegos, se quedaba mirándome a los ojos, sin hablar, y yo no sabia qué hacer ante aquel rostro indestructible, aquellas manos ociosas apoyadas en el pomo del bastón de cerezo con una piedra de aguas matinales en el anular, aquel perrazo acostado a sus pies vigilante y feroz dentro de la envoltura de terciopelo vivo de su piel dormida, aquella fragancia de sales de baño del cuerpo inmune a la ternura y a la muerte del hombre más hermoso y con mayor dominio que vieron mis ojos cuando tuvo la valentía de decirme que yo no era un militar sino por conveniencia, porque los militares son todo lo contrario de usted, general, son hombres de ambiciones inmediatas y fáciles, les interesa el mando más que el poder y no están al servicio de algo sino de alguien, y por eso es tan fácil utilizarlos, dijo, sobre todo a los unos contra los otros, y no se me ocurrió nada más que sonreír persuadido de que no habría podido ocultar su pensamiento ante aquel hombre deslumbrante a quien dio más poder del que nadie tuvo bajo su régimen después de mi compadre el general Rodrigo de Aguilar a quien Dios tenga en su santa diestra, lo hizo dueño absoluto de un imperio secreto dentro de su propio imperio privado, un servicio invisible de represión y exterminio que no sólo carecía de una identidad oficial sino que inclusive era difícil creer en su existencia real, pues nadie respondía de sus actos, ni tenía un nombre, ni un sitio en el mundo, y sin embargo era una verdad pavorosa que se había impuesto por el terror sobre los otros órganos de represión del estado desde mucho antes de que su origen y su naturaleza inasible fueran establecidos a ciencia cierta por el mando supremo, ni usted mismo previo el alcance de aquella máquina de horror mi general, ni yo mismo pude sospechar que en el instante en que aceptó el acuerdo quedé a merced del encanto irresistible y el ansia tentacular de aquel bárbaro vestido de príncipe que me mandó a la casa presidencial un costal de fique que parecía lleno de cocos y él ordenó que lo pongan por ahí donde no estorbe en un armario de papeles de archivo empotrado en el muro, lo olvidó, y al cabo de tres días era imposible vivir por el tufo de mortecina que atravesaba las paredes y empañaba de un vapor pestilente la luna de los espejos, buscábamos el hedor en la cocina y lo encontrábamos en los establos, lo espantaban con sahumerios de las oficinas y les salía al encuentro en la sala de audiencias, saturó con sus efluvios de rosal de podredumbre los resquicios más recónditos a donde no llegaron ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la peste, y estaba en cambio donde menos lo habíamos buscado en el costal que parecía de cocos que José Ignacio Sáenz de la Barra había mandado como primer abono del acuerdo, seis cabezas cortadas con el certificado de defunción respectivo, la cabeza del patricio ciego de la edad de piedra don Nepomuceno Estrada, 94 años, último veterano de la guerra grande y fundador del partido radical, muerto según certificado adjunto el 14 de mayo a consecuencia de un colapso senil, la cabeza del doctor Nepomuceno Estrada de la Fuente, hijo del anterior, 57 años, médico homeópata, muerto según certificado adjunto en la misma fecha que su padre a consecuencia de una trombosis coronaria, la cabeza de Eliécer Castor, 21 años, estudiante de letras, muerto según certificado adjunto a consecuencia de diversas heridas de arma punzante en un pleito de cantina, la cabeza de Lídice Santiago, 32 años, activista clandestina, muerta según certificado adjunto a consecuencia de un aborto provocado, la cabeza de Roque Pinzón, alias Jacinto el invisible, 38 años, fabricante de globos de colores, muerto en la misma fecha que la anterior a consecuencia de una intoxicación etílica, la cabeza de Natalicio Ruiz, secretario del movimiento clandestino 17 de octubre, 30 años, muerto según certificado adjunto a consecuencia de un tiro de pistola que se disparó en el paladar por desilusión en amores, seis en total, y el correspondiente recibo que él firmó con la bilis revuelta por el olor y el horror pensando madre mía Bendición Alvarado este hombre es una bestia, quién lo hubiera imaginado con sus ademanes místicos y su flor en el ojal, le ordenó que no me mande más tasajo, Nacho, me basta con su palabra, pero Sáenz de la Barra le replicó que aquél era un negocio de hombres, general, si usted no tiene hígados para verle la cara a la verdad aquí tiene su oro y tan amigos como siempre, qué vaina, por mucho menos que eso él hubiera hecho fusilar a su madre, pero se mordió la lengua, no es para tanto, Nacho, dijo, cumpla con su deber, así que las cabezas siguieron llegando en aquellos tenebrosos costales de fique que parecían de cocos y él ordenaba con las tripas torcidas que se los lleven lejos de aquí mientras se hacía leer los pormenores de los certificados de defunción para firmar los recibos, de acuerdo, había firmado por novecientas dieciocho cabezas de sus opositores más encarnizados la noche en que soñó que se veía a si mismo convertido en un animal de un solo dedo que iba dejando un rastro de huellas digitales en una llanura de cemento fresco, despertaba con un relente de hiel, sorteaba la desazón del alba sacando cuentas de cabezas en el estercolero de recuerdos agrios de las cuadras de ordeño, tan abstraído en sus cavilaciones de viejo que confundía el zumbido de los tímpanos con el rumor de los insectos en la hierba podrida pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible que sean tantas y todavía no llegaban las de los verdaderos culpables, pero Sáenz de la Barra le había hecho notar que por cada seis cabezas se producen sesenta enemigos y por cada sesenta se producen seiscientos y después seis mil y después seis millones, todo el país, carajo, no acabaremos nunca, y Sáenz de la Barra le replicó impasible que durmiera tranquilo general, acabaremos cuando ellos se acaben, qué bárbaro. Nunca tuvo un instante de incertidumbre, nunca dejó un resquicio para una alternativa, se apoyaba en la fuerza oculta del dobermann en eterno acecho que era el único testigo de las audiencias a pesar de que él trató de impedirlo desde la primera vez en que vio llegar a José Ignacio Sáenz de la Barra cabestreando el animal de nervios azogados que sólo obedecía a la maestranza imperceptible del hombre más gallardo pero también el menos complaciente que habían visto mis ojos, deje ese perro fuera, le ordenó, pero Sáenz de la Barra le contestó que no, general, no hay un lugar del mundo donde yo pueda entrar que no entre Lord Kóchel, de modo que entró, permanecía dormido a los pies del amo mientras sacaban cuentas de rutina de cabezas cortadas pero se incorporaba con un palpito anhelante cuando las cuentas se volvían ásperas, sus ojos femeninos me estorbaban para pensar, me estremecía su aliento humano, lo vi alzarse de pronto con el hocico humeante con un borboriteo de marmita cuando él dio un golpe de rabia en la mesa porque encontró en el saco de cabezas la de uno de sus antiguos edecanes que además fue su compinche de dominó durante muchos años, carajo, se acabó la vaina, pero Sáenz de la Barra lo convencía siempre, no tanto con argumentos como con su dulce inclemencia de domador de perros cimarrones, se reprochaba a si mismo la sumisión al único mortal que se atrevió a tratarlo como a un vasallo, se rebelaba a solas contra su imperio, decidía sacudirse de aquella servidumbre que iba saturando poco a poco el espacio de su autoridad, ahora mismo se acaba esta vaina, carajo, decía, que al fin y al cabo Bendición Alvarado no me parió para recibir órdenes sino para mandar, pero sus determinaciones nocturnas fracasaban en el instante en que Sáenz de la Barra entraba en la oficina y él sucumbía al deslumbramiento de los modales tenues de la gardenia natural de la voz pura de las sales aromáticas de las mancuernas de esmeralda de los puños de par afina del bastón sereno de la hermosura seria del hombre más apetecible y más insoportable que habían visto mis ojos, no es para tanto, Nacho, le reiteraba, cumpla con su deber, y seguía recibiendo los costales de cabezas, firmaba los recibos sin mirarlos, se hundía sin asideros en las arenas movedizas de su poder preguntándose a cada paso de cada amanecer de cada mar qué sucede en el mundo que van a ser las once y no hay un alma en esta casa de cementerio, quién vive, preguntaba, sólo él, dónde estoy que no me encuentro, decía, dónde están las recuas de ordenanzas descalzos que descargaban los burros de hortalizas y los huacales de gallinas en los corredores, dónde están los charcos de agua sucia de mis mujeres lenguaraces que cambiaban por flores nuevas las flores nocturnas de los floreros y lavaban las jaulas y sacudían alfombras en los balcones cantando al compás de las escobas de ramas secas la canción de Susana ven Susana tu amor quiero gozar, dónde están mis sietemesinos escuálidos que se cagaban detrás de las puertas y pintaban dromedarios de orín en las paredes de la sala de audiencias, qué se hizo mi escándalo de funcionarios que encontraban gallinas poniendo en las gavetas de los escritorios, mi tráfico de putas y soldados en los retretes, el despelote de mis perros callejeros que correteaban ladrando a los diplomáticos, quién me ha vuelto a quitar mis paralíticos de las escaleras, mis leprosos de los rosales, mis aduladores impávidos de todas partes, apenas si atisbaba a sus últimos compadres del mando supremo detrás del cerco compacto de los nuevos responsables de su seguridad personal, apenas si le daban ocasión de intervenir en los consejos de los nuevos ministros nombrados a instancias de alguien que no era él, seis doctores de letras de levitas fúnebres y cuellos de paloma que se anticipaban a su pensamiento y decidían los asuntos del gobierno sin consultarlos conmigo si al fin y al cabo el gobierno soy yo, pero Sáenz de la Barra le explicaba impasible que usted no es el gobierno, general, usted es el poder, se aburría en las veladas de dominó hasta cuando se enfrentaba con los cuartos más diestros pues no lograba perder una partida por mucho que intentaba las trampas más sabias contra sí mismo, tenía que someterse a los designios de los probadores que sopeteaban su comida una hora antes de que él la comiera, no encontraba la miel de abeja en sus escondites, carajo, éste no es el poder que yo quería, protestó, y Sáenz de la Barra le replicó que no hay otro, general, era el único poder posible en el letargo de muerte del que había sido en otro tiempo su paraíso de mercado dominical y en el que entonces no tenía más oficio que esperar a que fueran las cuatro para escuchar en la radiola el episodio diario de la novela de amores estériles de la emisora local, lo escuchaba en la hamaca con el vaso de jugo de frutas intacto en la mano, se quedaba flotando en el vacío del suspenso con los ojos húmedos de lágrimas por la ansiedad de saber si aquella niña tan joven se iba a morir y Sáenz de la Barra averiguaba que sí general, la niña se muere, pues que no se muera, carajo, ordenó él, que siga viva hasta el final y se case y tenga hijos y se vuelva vieja como toda la gente, y Sáenz de la Barra hacía modificar el libreto para complacerlo con la ilusión de que mandaba, así que nadie volvió a morirse por orden suya, se casaban novios que no se amaban, se resucitaban personajes enterrados en episodios anteriores y se sacrificaba a los villanos antes de tiempo para complacer a mi general, todo el mundo era feliz por orden suya para que la vida le pareciera menos inútil cuando revisaba la casa al golpe de metal de las ocho y se encontraba con que alguien antes que él había cambiado el pienso a las vacas, se habían apagado las luces en el cuartel de la guardia presidencial, el personal dormía, las cocinas estaban en orden, los pisos limpios, los mesones de los matarifes refregados con creolina sin un rastro de sangre tenían un olor de hospital, alguien había pasado las fallebas de las ventanas y había puesto los candados en las oficinas a pesar de que era él y sólo él quien tenia el mazo de llaves, las luces se iban apagando una por una antes de que él tocara los interruptores desde el primer vestíbulo hasta su dormitorio, caminaba en tinieblas arrastrando sus densas patas de monarca cautivo a través de los espejos oscuros con calces de terciopelo en la única espuela para que nadie rastreara su estela de aserrín de oro, iba viendo al pasar el mismo mar por las ventanas, el Caribe en enero, lo contempló sin detenerse veintitrés veces y era siempre como siempre en enero como una ciénaga florida, se asomó al aposento de Bendición Alvarado para ver que aún estaban en su puesto la herencia de toronjil, las jaulas de pájaros muertos, la cama de dolor en que la madre de la patria sobrellevó su vejez de podredumbre, que pase buena noche, murmuró, como siempre, aunque nadie le contestaba desde hacía tanto tiempo muy buenas noches hijo, duerme con Dios, se dirigía a su dormitorio con la lámpara de salir corriendo cuando sintió el escalofrío de las brasas atónitas de las pupilas de Lord Kóchel en la sombra, percibió una fragancia de hombre, la densidad de su dominio, el fulgor de su desprecio, quién vive, preguntó, aunque sabía quién era, José Ignacio Sáenz de la Barra en traje de etiqueta que venia a recordarle que era una noche histórica, 12 de agosto, general, la fecha inmensa en que estábamos celebrando el primer centenario de su ascenso al poder, así que habían venido visitantes del mundo entero cautivados por el anuncio de un acontecimiento al que no era posible asistir más de una vez en el transcurso de las vidas más largas, la patria estaba de fiesta, toda la patria menos él, pues a pesar de la insistencia de José Ignacio Sáenz de la Barra de que viviera aquella noche memorable en medio del clamor y el fervor de su pueblo, él pasó más temprano que nunca las tres aldabas del calabozo de dormir, pasó los tres cerrojos, los tres pestillos, se acostó bocabajo en los ladrillos pelados con el basto uniforme de lienzo sin insignias, las polainas, la espuela de oro, y el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada como habíamos de encontrarlo carcomido por los gallinazos [vi] y plagado de animales y flores de fondo de mar, y a través de la bruma de los filtros del duermevela percibió los cohetes remotos de la fiesta sin él, percibió las músicas de júbilo, las campanas de gozo, el torrente de limo de las muchedumbres que habían venido a exaltar una gloria que no era la suya, mientras él murmuraba más absorto que triste madre mía Bendición Alvarado de mi destino, cien años ya, carajo, cien años ya, cómo se pasa el tiempo.


Ahí estaba, pues, como si hubiera sido él aunque no lo fuera, acostado en la mesa de banquetes de la sala de fiestas con el esplendor femenino de papa muerto entre las flores con que se había desconocido a sí mismo en la ceremonia de exhibición de su primera muerte, más temible muerto que vivo con el guante de raso relleno de algodón sobre el pecho blindado de falsas medallas de victorias imaginarias de guerras de chocolate inventadas por sus aduladores impávidos, con el fragoroso uniforme de gala y las polainas de charol y la única espuela de oro que encontramos en la casa y los diez soles tristes de general del universo que le impusieron a última hora para darle una jerarquía mayor que la de la muerte, tan inmediato y visible en su nueva identidad póstuma que por primera vez se podía creer sin duda alguna en su existencia real, aunque en verdad nadie se parecía menos a él, nadie era tanto el contrario de él como aquel cadáver de vitrina que a la medianoche se seguía cocinando en el fuego lento del espacio minucioso de la cámara ardiente mientras en el salón contiguo del consejo de gobierno discutíamos palabra por palabra el boletín final con la noticia que nadie se atrevía a creer cuando nos despertó el ruido de los camiones cargados de tropa con armamentos de guerra cuyas patrullas sigilosas ocuparon los edificios públicos desde la madrugada, se tendieron en el suelo en posición de tiro bajo las arcadas de la calle del comercio, se escondieron en los zaguanes, los vi instalando ametralladoras de trípode en las azoteas del barrio de los virreyes cuando abrí el balcón de mi casa al amanecer buscando dónde poner el mazo de claveles empapados que acababa de cortar en el patio, vi debajo del balcón una patrulla de soldados al mando de un teniente que iba de puerta en puerta ordenando cerrar las pocas tiendas que empezaban a abrirse en la calle del comercio, hoy es feriado nacional, gritaba, orden superior, les tiré un clavel desde el balcón y pregunté qué pasaba que había tantos soldados y tanto ruido de armas por todas partes y el oficial atrapó el clavel en el aire y me contestó que fíjate niña que nosotros tampoco sabemos, debe ser que resucitó el muerto, dijo, muerto de risa, pues nadie se atrevía a pensar que hubiera ocurrido una cosa de tanto estruendo, sino al contrario, pensábamos que después de muchos años de negligencia él había vuelto a coger las riendas de su autoridad y estaba más vivo que nunca arrastrando otra vez sus grandes patas de monarca ilusorio en la casa del poder cuyos globos de luz habían vuelto a encenderse, pensábamos que era él quien había hecho salir las vacas que andaban triscando en las grietas de las baldosas de la Plaza de Armas donde el ciego sentado a la sombra de las palmeras moribundas confundió las pezuñas con botas de militares y recitaba los versos del feliz caballero que llegaba de lejos vencedor de la muerte, los recitaba con toda la voz y la mano tendida hacia las vacas que se trepaban a comerse las guinaldas de balsaminas del quiosco de la música por la costumbre de subir y bajar escaleras para comer, se quedaron a vivir entre las ruinas de las musas coronadas de camelias silvestres y los micos colgados de las liras de los escombros del Teatro Nacional, entraban muertas de sed con un estrépito de tiestos de nardos en la penumbra fresca de los zaguanes del barrio de los virreyes y sumergían los hocicos abrasados en el estanque del patio interior sin que nadie se atreviera a molestarlas porque conocíamos la marca congénita del hierro presidencial que las hembras llevaban en las ancas y los machos en el cuello, eran intocables, los propios soldados les cedían el paso en los vericuetos de la calle del comercio que había perdido su fragor antiguo de zoco infernal, sólo quedaba un pudridero de costillares rotos y arboladuras desbaratadas en los charcos de miasmas ardientes donde estuvo el mercado público cuando todavía teníamos el mar y las goletas encallaban entre las mesas de legumbres, quedaban los locales vacíos de los que fueron en sus tiempos de gloria los bazares de los hindúes, pues los hindúes se habían ido, ni las gracias dieron mi general, y él gritó qué carajo, aturdido por sus últimos berrinches seniles, que se larguen a limpiar mierda de ingleses, gritó, se fueron todos, surgieron en su lugar los vendedores callejeros de amuletos de indios y antídotos de culebras, los frenéticos ventorrillos de discos con camas de alquiler en la trastienda que los soldados desbarataron a culatazos mientras los hierros de la catedral anunciaban el duelo, todo se había acabado antes que él, nos habíamos extinguido hasta el último soplo en la espera sin esperanza de que algún día fuera verdad el rumor reiterado y siempre desmentido de que había por fin sucumbido a cualquiera de sus muchas enfermedades de rey, y sin embargo no lo creíamos ahora que era cierto, y no porque en realidad no lo creyéramos sino porque ya no queríamos que fuera cierto, habíamos terminado por no entender cómo seriamos sin él, qué sería de nuestras vidas después de él, no podía concebir el mundo sin el hombre que me había hecho feliz a los doce años como ningún otro lo volvió a conseguir desde las tardes de hacía tanto tiempo en que salíamos de la escuela a las cinco y él acechaba por las claraboyas del establo a las niñas de uniforme azul de cuello marinero y una sola trenza en la espalda pensando madre mía Bendición Alvarado cómo son de bellas las mujeres a mi edad, nos llamaba, veíamos sus ojos trémulos, la mano con el guante de dedos rotos que trataba de cautivarnos con el cascabel de caramelo del embajador Forbes, todas corrían asustadas, todas menos yo, me quedé sola en la calle de la escuela cuando supe que nadie me estaba viendo y traté de alcanzar el caramelo y entonces él me agarró por las muñecas con un tierno zarpazo de tigre y me levantó sin dolor en el aire y me pasó por la claraboya con tanto cuidado que no me descompuso ni un pliegue del vestido y me acostó en el heno perfumado de orines rancios tratando de decirme algo que no le salía de la boca árida porque estaba más asustado que yo, temblaba, se le veían en la casaca los golpes del corazón, estaba pálido, tenía los ojos llenos de lágrimas como no los tuvo por mí ningún otro hombre en toda mi vida de exilio, me tocaba en silencio, respirando sin prisa, me tentaba con una ternura de hombre que nunca volví a encontrar, me hacía brotar los capullos del pecho, me metía los dedos por el borde de las bragas, se olía los dedos, me los hacía oler, siente, me decía, es tu olor, no volvió a necesitar los caramelos del embajador Baldrich para que yo me metiera por las claraboyas del establo a vivir las horas felices de mi pubertad con aquel hombre de corazón sano y triste que me esperaba sentado en el heno con una bolsa de cosas de comer, enjugaba con pan mis primeras salsas de adolescente, me metía las cosas por allá antes de comérselas, me las daba a comer, me metía los cabos de espárragos para comérselos marinados con la salmuera de mis humores íntimos, sabrosa, me decía, sabes a puerto, soñaba con comerse mis riñones hervidos en sus propios caldos amoniacales, con la sal de tus axilas, soñaba, con tu orín tibio, me destazaba de pies a cabeza, me sazonaba con sal de piedra, pimienta picante y hojas de laurel y me dejaba hervir a fuego lento en las malvas incandescentes de los atardeceres efímeros de nuestros amores sin porvenir, me comía de pies a cabeza con unas ansias y una generosidad de viejo que nunca más volví a encontrar en tantos hombres apresurados y mezquinos que trataron de amarme sin conseguirlo en el resto de mi vida sin él, me hablaba de él mismo en las digestiones lentas del amor mientras nos quitábamos de encima los hocicos de las vacas que trataban de lamernos, me decía que ni él mismo sabia quién era él, que estaba de mi general hasta los cojones, decía sin amargura, sin ningún motivo, como hablando solo, flotando en el zumbido continuo de un silencio interior que sólo era posible romper a gritos, nadie era más servicial ni más sabio que él, nadie era más hombre, se había convertido en la única razón de mi vida a los catorce años cuando dos militares del más alto rango aparecieron en casa de mis padres con una maleta atiborrada de doblones de oro puro y me metieron a medianoche en un buque extranjero con toda la familia y con la orden de no regresar al territorio nacional durante años y años hasta que estalló en el mundo la noticia de que él había muerto sin haber sabido que yo me pasé el resto de la vida muriéndome por él, me acostaba con desconocidos de la calle para ver si encontraba uno mejor que él, regresé envejecida y amargada con esta recua de hijos que había parido de padres diferentes con la ilusión de que eran suyos, y en cambio él la había olvidado al segundo día en que no la vio entrar por la claraboya de los establos de ordeño, la sustituía por una distinta todas las tardes porque ya para entonces no distinguía muy bien quién era quién en el tropel de colegialas de uniformes iguales que le sacaban la lengua y le gritaban viejo guanábano cuando trataba de cautivarlas con los caramelos del embajador Rumpelmayer, las llamaba sin discriminar, sin preguntarse nunca si la de hoy había sido la misma de ayer, las recibía a todas por igual, pensaba en todas como si fueran una sola mientras escuchaba medio dormido en la hamaca las razones siempre iguales del embajador Streimberg que le había regalado una trompeta acústica igual a la del perro de la voz del amo con un dispositivo eléctrico de amplificación para que él pudiera oír una vez más la pretensión insistente de llevarse nuestras aguas territoriales a buena cuenta de los servicios de la deuda externa y él repetía lo mismo de siempre que ni de vainas mi querido Stevenson, todo menos el mar, desconectaba el audífono eléctrico para no seguir oyendo aquel vozarrón de criatura metálica que parecía voltear el disco para explicarle otra vez lo que tanto me habían explicado mis propios expertos sin recovecos de diccionario que estamos en los puros cueros mi general, habíamos agotado nuestros últimos recursos, desangrados por la necesidad secular de aceptar empréstitos para pagar los servicios de la deuda externa desde las guerras de independencia y luego otros empréstitos para pagar los intereses de los servicios atrasados, siempre a cambio de algo mi general, primero el monopolio de la quina y el tabaco para los ingleses, después el monopolio del caucho y el cacao para los holandeses, después la concesión del ferrocarril de los páramos y la navegación fluvial para los alemanes, y todo para los gringos por los acuerdos secretos que él no conoció sino después del derrumbamiento de estrépito y la muerte pública de José Ignacio Sáenz de la Barra a quien Dios tenga cocinándose a fuego vivo en las pailas de sus profundos infiernos, no nos quedaba nada, general, pero él había oído decir lo mismo a todos sus ministros de hacienda desde los tiempos difíciles en que declaró la moratoria de los compromisos contraidos con los banqueros de Hamburgo, la escuadra alemana había bloqueado el puerto, un acorazado inglés disparó un cañonazo de advertencia que abrió un boquete en la torre de la catedral, pero él gritó que me cago en el rey de Londres, primero muertos que vendidos, gritó, muera el Kaiser, salvado en el instante final por los buenos oficios de su cómplice de dominó el embajador Charles W. Traxler cuyo gobierno se constituyó en garante de los compromisos europeos a cambio de un derecho de explotación vitalicia de nuestro subsuelo, y desde entonces estamos como estamos debiendo hasta los calzoncillos que llevamos puestos mi general, pero él acompañaba hasta las escaleras al eterno embajador de las cinco y lo despedía con una palmadita en el hombro, ni de vainas mi querido Baxter, primero muerto que sin mar, agobiado por la desolación de aquella casa de cementerio donde se podía caminar sin tropiezos como si fuera por debajo del agua desde los tiempos malvados de aquel José Ignacio Sáenz de la Barra de mi error que había cortado todas las cabezas del género humano menos las que debía cortar de los autores del atentado de Leticia Nazareno y el niño, los pájaros se resistían a cantar en las jaulas por muchas gotas de cantorina que él les echara en el pico, las niñas de la escuela contigua no habían vuelto a cantar la canción del recreo de la pajarita pinta paradita en el verde limón, la vida se le iba en la espera impaciente de las horas de estar contigo en los establos, mi niña, con tus teticas de corozo y tu cosita de almeja, comía solo bajo el cobertizo de trinitarias, flotaba en la reverberación del calor de las dos picoteando el sueño de la siesta para no perder el hilo de la película de la televisión en que todo ocurría por orden suya al revés de la vida, pues el benemérito que todo lo sabía no supo nunca que desde los tiempos de José Ignacio Sáenz de la Barra le habíamos instalado primero un transmisor individual para las novelas habladas de la radiola y después un circuito cerrado de televisión para que sólo él viera las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían sino los villanos, prevalecía el amor contra la muerte, la vida era un soplo, lo hacíamos feliz con el engaño como lo fue tantas tardes de su vejez con las niñas de uniforme que lo habrían complacido hasta la muerte si él no hubiera tenido la mala fortuna de preguntarle a una de ellas qué te enseñan en la escuela y yo le contesté la verdad que no me enseñan nada señor, yo lo que soy es puta del puerto, y él se lo hizo repetir por si no había entendido bien lo que leyó en mis labios y yo le repetí con todas las letras que no soy estudiante señor, soy puta del puerto, los servicios de sanidad la habían bañado con creolina y estropajo, le dijeron que se pusiera este uniforme de marinero y estas medias de niña bien y que pasara por esta calle todas las tardes a las cinco, no sólo yo sino todas las putas de mi edad reclutadas y bañadas por la policía sanitaria, todas con el mismo uniforme y los mismos zapatos de hombre y estas trenzas de crines de caballo que fíjese usted que se quita y se pone con un prendedor de peineta, nos dijeron que no se asusten que es un pobre abuelo pendejo que ni siquiera se las va a tirar sino que les hace exámenes de médico con el dedo y les chupa la tetamenta y les mete cosas de comer por la cucaracha, en fin, todo lo que usted me hace cuando vengo, que nosotras no teníamos sino que cerrar los ojos de gusto y decir mi amor mi amor que es lo que a usted le gusta, eso nos dijeron y hasta nos hicieron ensayar y repetir todo desde el principio antes de pagarnos, pero yo encuentro que es demasiada vaina tanto plátano maduro en la consiánfira y tanta malanga sancochada en el fundillo por los cuatro tísicos pesos que nos quedan después de descontarnos el impuesto de sanidad y la comisión del sargento, qué carajo, no es justo desperdiciar tanta comida por debajo si una no tiene ni qué comer por arriba, dijo, envuelta en el áurea lúgubre del anciano insondable que escuchó la revelación sin pestañear pensando madre mía Bendición Alvarado por qué me mandas este castigo, pero no hizo un gesto que denunciara su desolación sino que se empeñó en toda clase de averiguaciones sigilosas hasta descubrir que en efecto el colegio de niñas contiguo a la casa civil lo habían clausurado desde hace muchos años mi general, el propio ministro de educación había provisto los fondos de acuerdo con el arzobispo primado y la asociación de padres de familia para construir el nuevo edificio de tres pisos frente al mar donde las infantas de las familias de grandes ínfulas quedaron a salvo de las asechanzas del seductor crepuscular cuyo cuerpo de sábalo varado bocarriba en la mesa de banquetes empezaba a perfilarse contra las malvas lívidas del horizonte de cráteres de luna de nuestra primera aurora sin él, estaba al abrigo de todo entre los agapantos nevados, libre por fin de su poder absoluto al cabo de tantos años de cautiverio recíproco que resultaba imposible distinguir quién era víctima de quién en aquel cementerio de presidentes vivos que habían pintado de blanco de tumba por dentro y por fuera sin consultarlo conmigo sino que le ordenaban sin reconocerlo que no pase aquí señor que nos ensucia la cal, y él no pasaba, quédese en el piso de arriba señor que le puede caer un andamio encima, y él se quedaba, aturdido por el estrépito de los carpinteros y la rabia de los albañiles que le gritaban que se aparte de aquí viejo pendejo que se va a cagar en la mezcla, y él se apartaba, más obediente que un soldado en los duros meses de una restauración inconsulta que abrió ventanas nuevas a los vientos del mar, más solo que nunca bajo la vigilancia feroz de una escolta cuya misión no parecía ser la de protegerlo sino de vigilarlo, se comían la mitad de su comida para impedir que lo envenenaran, le cambiaban los escondites de la miel de abejas, le calzaban la espuela de oro como a los gallos de pelea para que no le campaneara al caminar, qué carajo, toda una sarta de astucias de vaqueros que habrían hecho morir de risa a mi compadre Saturno Santos, vivía a merced de once atarvanes de saco y corbata que se pasaban el día haciendo maromas japonesas, movían un aparato de focos verdes y colorados que se encienden y se apagan cuando alguien tiene un arma en un círculo de cincuenta metros, y andamos por la calle como fugitivos en siete automóviles iguales que cambiaban de lugar adelantándose unos a otros en el camino de modo que ni yo mismo sé en cuál es el que voy, qué carajo, un gasto inútil de pólvora en gallinazos porque él había apartado los visillos para ver las calles al cabo de tantos años de encierro y vio que nadie se inmutaba con el paso sigiloso de las limusinas fúnebres de la caravana presidencial, vio los arrecifes de vidrios solares de los ministerios que se alzaban más altos que las torres de la catedral y habían tapado los promontorios de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto, vio una patrulla de soldados que borraban un letrero reciente escrito a brocha gorda en un muro y preguntó qué decía y le contestaron que gloria eterna al artífice de la patria nueva aunque él sabía que era mentira, por supuesto, si no no lo estuvieran borrando, qué carajo, vio una avenida de cocoteros tan ancha como seis con camellones de macizos de flores hasta el mar donde estuvieron los barrizales, vio un suburbio de quintas repetidas con pórticos romanos y hoteles con jardines amazónicos donde estuvo el muladar del mercado público, vio los automóviles atortugados en las serpentinas de laberintos de las autopistas urbanas, vio la muchedumbre embrutecida por la canícula del mediodía en la acera del sol mientras en la acera opuesta no había nadie más que los recaudadores sin oficio del impuesto al derecho de caminar por la sombra, pero nadie se estremeció aquella vez con el presagio del poder oculto en el féretro refrigerado de la limusina presidencial, nadie reconoció los ojos de desencanto, los labios ansiosos, la mano desvalida que iba diciendo adioses sin destino a través de la gritería de los pregones de periódicos y amuletos, los carritos de helados, los lábaros de la lotería de tres cifras, el fragor cotidiano del mundo de la calle ajeno a la tragedia intima del militar solitario que suspiraba de nostalgia pensando madre mía Bendición Alvarado qué fue de mi ciudad, dónde está el callejón de miseria de las mujeres sin hombres que salían desnudas al atardecer a comprar corbinas azules y pargos rosados y a mentarse la madre con las verduleras mientras se les secaba la ropa en los balcones, dónde están los hindúes que se cagaban en la puerta de sus tenderetes, dónde están sus esposas lívidas que enternecían a la muerte con canciones de lástima, dónde está la mujer que se había convertido en alacrán por desobedecer a sus padres, dónde están las cantinas de los mercenarios, sus arroyos de orín fermentado, el aire cotidiano de los pelícanos a la vuelta de la esquina, y de pronto, ay, el puerto, dónde está si aquí estaba, qué fue de las goletas de los contrabandistas, la chatarra de desembarco de los infantes, mi olor a mierda, madre, qué pasaba en el mundo que nadie conocía la mano fugitiva de amante en el olvido que iba dejando un reguero de adioses inútiles desde la ventanilla de cristales virados de un tren inaugural que atravesó silbando los sembrados de hierbas de olor de los que fueron antes los pantanos de estridentes pájaros de malaria de los arrozales, pasó espantando muchedumbres de vacas marcadas con el hierro presidencial a través de llanuras inverosímiles de pastos azules, y en el interior capitonado de terciopelo eclesiástico del vagón de responsos de mi destino irrevocable él iba preguntándose dónde estaba mi viejo trencito de cuatro patas, carajo, mis ramazones de anacondas y balsaminas venenosas, mi alboroto de micos, mis aves del paraíso, la patria entera con su dragón, madre, dónde están si aquí estaban las estaciones de indias taciturnas con sombreros ingleses que vendían animales de almíbar por las ventanas, vendían papas nevadas, madre, vendían gallinas sancochadas en manteca amarilla bajo los arcos de letreros de flores de gloria eterna al benemérito que nadie sabe dónde está, pero siempre que él protestaba que aquella vida de prófugo era peor que estar muerto le contestaban que no mi general, era la paz dentro del orden, le decían, y él terminaba por aceptar, de acuerdo, una vez más deslumbrado por la fascinación personal de José Ignacio Sáenz de la Barra de mi desmadre a quien tantas veces había degradado y escupido en la rabia de los insomnios pero volvía a sucumbir ante sus encantos no bien entraba en la oficina con la luz del sol cabestreando ese perro con mirada de gente humana que no abandona ni siquiera para orinar y además tiene nombre de gente, Lord Kóchel, y otra vez aceptaba sus fórmulas con una mansedumbre que lo sublevaba contra sí mismo, no se preocupe Nacho, admitía, cumpla con su deber, de modo que José Ignacio Sáenz de la Barra volvía una vez más con sus poderes intactos a la fábrica de suplicios que había instalado a menos de quinientos metros de la casa presidencial en el inocente edificio de mampostería colonial donde había estado el manicomio de los holandeses, una casa tan grande como la suya, mi general, escondida en un bosque de almendros y rodeada por un prado de violetas silvestres, cuya primera planta estaba destinada a los servicios de identificación y registro del estado civil y en el resto estaban instaladas las máquinas de tortura más ingeniosas y bárbaras que podía concebir la imaginación, tanto que él no había querido conocerlas sino que le advirtió a Sáenz de la Barra que usted siga cumpliendo con su deber como mejor convenga a los intereses de la patria con la única condición de que yo no sé nada ni he visto nada ni he estado nunca en ese lugar, y Sáenz de la Barra empeñó su palabra de honor para servir a usted, general, y había cumplido, igual que cumplió su orden de no volver a martirizar a los niños menores de cinco años con polos eléctricos en los testículos para forzar la confesión de sus padres porque él temía que aquella infamia pudiera repetirle los insomnios de tantas noches iguales de los tiempos de la lotería, aunque le era imposible olvidarse de ese taller de horror a tan escasa distancia de su dormitorio porque en las noches de lunas quietas lo despertaban las músicas de trenes fugitivos de las albas de truenos de Bruckner que hacían estragos de diluvios y dejaban una desolación de piltrafas de túnicas de novias muertas en las ramazones de los almendros de la antigua mansión de lunáticos holandeses para que no se oyeran desde la calle los alaridos de pavor y dolor de los moribundos, y todo eso sin cobrar un céntimo mi general, pues José Ignacio Sáenz de la Barra disponía de su sueldo para comprar las ropas de príncipe, las camisas de seda natural con el monograma en el pecho, los zapatos de cabritilla, las cajas de gardenias para la solapa, las lociones de Francia con los blasones de la familia impresos en la etiqueta original, pero no tenía mujer conocida ni se dice que sea marica ni tiene un solo amigo ni una casa propia para vivir, nada mi general, una vida de santo, esclavizado en la fábrica de suplicios hasta que lo tumbaba el cansancio sobre el diván de la oficina donde dormía de cualquier modo pero nunca de noche ni nunca más de tres horas cada vez, sin guardia en la puerta, sin un arma a su alcance, bajo la protección anhelante de Lord Kóchel que no cabía dentro del pellejo por la ansiedad que le causaba el no comer sino lo único que dicen que come, es decir, las tripas calientes de los decapitados, haciendo ese ruido de borboriteo de marmita para despertarlo apenas su mirada de persona humana sentía a través de las paredes que alguien se acercaba a la oficina, quien quiera que sea, mi general, ese hombre no se confia ni del espejo, tomaba sus decisiones sin consultarlas con nadie después de escuchar los informes de sus agentes, nada sucedía en el país ni daban un suspiro los desterrados en cualquier lugar del planeta que José Ignacio Sáenz de la Barra no lo supiera al instante a través de los hilos de la telaraña invisible de delación y soborno con que tiene cubierta la bola del mundo, que en eso se gastaba la plata, mi general, pues no era cierto que los torturadores tuvieran sueldo de ministros como decían, al contrario, se ofrecían gratis para demostrar que eran capaces de descuartizar a su madre y echarles los pedazos a los puercos sin que se les notara en la voz, en lugar de cartas de recomendación y certificados de buena conducta ofrecían testimonios de antecedentes atroces para que les dieran el empleo a las órdenes de los torturadores franceses que son racionalistas mi general, y por consiguiente son metódicos en la crueldad y refractarios a la compasión, eran ellos quienes hacían posible el progreso dentro del orden, eran ellos quienes se anticipaban a las conspiraciones mucho antes de que empezaran a incubar en el pensamiento, los clientes distraídos que tomaban el fresco bajo los abanicos de aspas de las heladerías, los que leían el periódico en las fondas de los chinos, los que se dormían en los cines, los que cedían el puesto a las señoras encinta en los autobuses, los que habían aprendido a ser electricistas y plomeros después de haber pasado media vida de atracadores nocturnos y bandoleros de veredas, los novios casuales de las sirvientas, las putas de los trasatlánticos y los bares internacionales, los promotores de excursiones turísticas a los paraísos del Caribe en las agencias de viajes de Miami, el secretario privado del ministro de asuntos exteriores de Bélgica, la cuidanta vitalicia del corredor tenebroso del cuarto piso del Hotel Internacional de Moscú, y tantos otros que nadie sabe hasta en el último rincón de la tierra, pero usted puede dormir tranquilo mi general pues los buenos patriotas de la patria dicen que usted no sabe nada, que todo esto sucede sin su consentimiento, que si mi general lo supiera habría mandado a Sáenz de la Barra a empujar margaritas en el cementerio de renegados de la fortaleza del puerto, que cada vez que se enteraban de un nuevo acto de barbarie suspiraban para adentro si el general lo supiera, si pudiéramos hacérselo saber, si hubiera una manera de verlo, y él le ordenó a quien se lo había contado que no olvidara nunca que de verdad yo no sé nada, ni he visto nada, ni he hablado de estas cosas con nadie, y así recobraba el sosiego, pero seguían llegando tantos talegos de cabezas cortadas que no le parecía concebible que José Ignacio Sáenz de la Barra se embarrara de sangre hasta la tonsura sin ningún beneficio porque la gente es pendeja pero no tanto, ni le parecía razonable que pasaron años enteros sin que los comandantes de las tres armas protestaran por su condición subalterna, ni pedían aumento de sueldo, nada, de modo que él había echado sondas por separado para tratar de establecer las causas de la conformidad militar, quería averiguar por qué no trataban de rebelarse, por qué aceptaban la potestad de un civil, y les había preguntado a los más codiciosos si no pensaban que ya era tiempo de cortarle la cresta al advenedizo sanguinario que estaba salpicando los méritos de las fuerzas armadas, pero le habían contestado que por supuesto que no mi general, no es para tanto, y desde entonces ya no sé quién es quién, ni quién está con quién ni contra quién en este armatoste del progreso dentro del orden que empieza a olerme a mortecina encerrada como aquella que ni quiero acordarme de aquellos pobres niños de la lotería, pero José Ignacio Sáenz de la Barra le aplacaba los ímpetus con su dulce dominio de domador de perros cimarrones, duerma tranquilo general, le decía, el mundo es suyo, le hacia creer que todo era tan simple y tan claro que lo volvía a dejar en las tinieblas de aquella casa de nadie que recorría de un extremo al otro preguntándose a grandes voces quién carajo soy yo que me siento como si me hubieran volteado al revés la luz de los espejos, dónde carajo estoy que van a ser las once de la mañana y no hay una gallina ni por casualidad en este desierto, acuérdense cómo era antes, clamaba, acuérdense del despelote de los leprosos y los paralíticos que se peleaban la comida con los perros, acuérdense de aquel resbaladero de mierda de animales en las escaleras y aquel despiporre de patriotas que no me dejaban caminar con la conduerma de que écheme en el cuerpo la sal de la salud mi general, que me bautice al muchacho a ver si se le quita la diarrea porque decían que mi imposición tenía virtudes aprietativas más eficaces que el plátano verde, que me ponga la mano aquí a ver si se me aquietan las palpitaciones que ya no tengo ánimos para vivir con este eterno temblor de tierra, que fijara la vista en el mar mi general para que se devuelvan los huracanes, que la levante hacia el cielo para que se arrepientan los eclipses, que la baje hacia la tierra para espantar a la peste porque decían que yo era el benemérito que le infundía respeto a la naturaleza y enderezaba el orden del universo y le había bajado los humos a la Divina Providencia, y yo les daba lo que me pedían y les compraba todo lo que me vendieran no porque fuera débil de corazón según decía su madre Bendición Alvarado sino porque se necesitaba tener un hígado de hierro para mezquinarle un favor a quien le cantaba sus méritos, y en cambio ahora no había nadie que le pidiera nada, nadie que le dijera al menos buenos días mi general, cómo pasó la noche, no tenía siquiera el consuelo de aquellas explosiones nocturnas que lo despertaban con una granizada de vidrio de ventanas y desnivelaban los quicios y sembraban el pánico en la tropa pero le servían por lo menos para sentir que estaba vivo y no en este silencio que me zumba dentro de la cabeza y me despierta con su estrépito, ya no soy más que un monicongo pintado en la pared de esta casa de espantos donde le era imposible impartir una orden que no estuviera cumplida desde antes, encontraba satisfechos sus deseos más íntimos en el periódico oficial que seguía leyendo en la hamaca a la hora dé la siesta desde la primera página hasta la última inclusive los anuncios de propaganda, no había un impulso de su aliento ni un designio de su voluntad que no apareciera impreso en letras grandes con la fotografía del puente que él no mandó a construir por olvido, la fundación de la escuela para enseñar a barrer, la vaca de leche y el árbol de pan con un retrato suyo de otras cintas inaugurales de los tiempos de gloria, y sin embargo no encontraba el sosiego, arrastraba sus grandes patas de elefante senil buscando algo que no se le había perdido en su casa de soledad, encontraba que alguien antes que él había tapado las jaulas con trapos de luto, alguien había contemplado el mar desde las ventanas y había contado las vacas antes que él, todo estaba completo y en orden, regresaba al dormitorio con el candil cuando reconoció su propia voz ampliada en el retén de la guardia presidencial y se asomó por la ventana entreabierta y vio un grupo de oficiales adormilados en el cuarto lleno de humo frente al resplandor triste de la pantalla de televisión, y en la pantalla estaba él, más delgado y tenso, pero era yo, madre, sentado en la oficina donde había de morir con el escudo de la patria en el fondo y los tres pares de espejuelos de oro en la mesa, y estaba diciendo de memoria un análisis de las cuentas de la nación con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir, carajo, era una visión más inquietante que la de su propio cuerpo muerto entre las flores porque ahora estaba viéndose vivo y oyéndose hablar con su propia voz, yo mismo, madre, yo que nunca había podido soportar la vergüenza de asomarse a un balcón ni había logrado vencer el pudor de hablar en público, y ahí estaba, tan verídico y mortal que permaneció perplejo en la ventana pensando madre mía Bendición Alvarado cómo es posible este misterio, pero José Ignacio Sáenz de la Barra se mantuvo impasible ante una de las pocas explosiones de cólera que él se permitió en los años sin cuento de su régimen, no es para tanto general, le dijo con su énfasis más dulce, tuvimos que acudir a este recurso ¡licito para preservar del naufragio a la nave del progreso dentro del orden, fue una inspiración divina, general, gracias a ella habíamos logrado conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso que el último miércoles de cada mes rendía un informe sedante de su gestión de gobierno a través de la radio y la televisión del estado, yo asumo la responsabilidad, general, yo puse aquí este florero con seis micrófonos en forma de girasoles que registraban su pensamiento de viva voz, era yo quien hacía las preguntas que él contestaba en la audiencia de los viernes sin sospechar que sus respuestas inocentes eran los fragmentos del discurso mensual dirigido a la nación, pues nunca había utilizado una imagen que no fuera suya ni una palabra que él no hubiera dicho como usted mismo podrá comprobarlo con estos discos que Sáenz de la Barra le puso sobre el escritorio junto con estas películas y esta carta de mi puño y letra que firmo en presencia suya general para que usted disponga de mi suerte como a bien tenga, y él lo miró desconcertado porque de pronto cayó en la cuenta de que Sáenz de la Barra estaba por primera vez sin el perro, inerme, pálido, y entonces suspiró, está bien, Nacho, cumpla con su deber, dijo, con un aire de infinita fatiga, echado hacia atrás en la poltrona de resortes y la mirada fija en los ojos delatores de los retratos de los próceres, más viejo que nunca, más lúgubre y triste, pero con la misma expresión de designios imprevisibles que Sáenz de la Barra había de reconocer dos semanas más tarde cuando volvió a entrar en la oficina sin audiencia previa casi arrastrando el perro por la trailla y con la novedad urgente de una insurrección armada que sólo una intervención suya podía impedir, general, y él descubrió por fin la grieta imperceptible que había estado buscando durante tantos años en el muro de obsidiana de la fascinación, madre mía Bendición Alvarado de mi desquite, se dijo, este pobre cabrón se está cagando de miedo, pero no hizo un solo gesto que permitiera vislumbrar sus intenciones sino que envolvió a Sáenz de la Barra en un aura maternal, no se preocupe Nacho, suspiró, nos queda mucho tiempo para pensar sin que nadie nos estorbe dónde carajo estaba la verdad en aquel tremedal de verdades contradictorias que parecían menos ciertas que si fueran mentira, mientras Sáenz de la Barra comprobaba en el reloj de leontina que iban a ser las siete de la noche, general, los comandantes de las tres armas estaban terminando de comer en sus casas respectivas, con la mujer y los niños, para que ni siquiera ellos pudieran sospechar sus propósitos, saldrán vestidos de civil sin escolta por la puerta del servicio donde los espera un automóvil público solicitado por teléfono para burlar la vigilancia de nuestros hombres, no verán ninguno, por supuesto, aunque ahí están, general, son los choferes, pero él dijo ajá, sonrió, no se preocupe tanto, Nacho, explíqueme más bien cómo hemos vivido hasta ahora con el pellejo puesto si según sus cuentas de cabezas cortadas hemos tenido más enemigos que soldados, pero Sáenz de la Barra estaba sostenido apenas por el latido minúsculo de su reloj de leontina, faltaban menos de tres horas, general, el comandante de las fuerzas de tierra se dirigía en aquel momento hacia el cuartel del Conde, el comandante de las fuerzas navales hacia la fortaleza del puerto, el comandante de las fuerzas del aire hacia la base de San Jerónimo, todavía era posible arrestarlos porque una camioneta de la seguridad del estado cargada de legumbres los perseguía a corta distancia, pero él no se inmutaba, sentía que la ansiedad creciente de Sáenz de la Barra lo liberaba del castigo de una servidumbre que había sido más implacable que su apetito de poder, esté tranquilo, Nacho, decía, explíqueme más bien por qué no ha comprado una mansión tan grande como un buque de vapor, por qué trabaja como un mulo si no le importa la plata, por qué vive como un recluta si a las mujeres más estrechas se les aflojan las costuras por meterse en su dormitorio, usted parece más cura que los curas, Nacho, pero Sáenz de la Barra se sofocaba empapado por un sudor de hielo que no lograba disimular con su dignidad incólume en el horno crematorio de la oficina, eran las once, ya es demasiado tarde, dijo, una señal en clave empezaba a circular a esa hora por los alambres del telégrafo hacia las distintas guarniciones del país, los comandantes rebeldes se estaban colgando las condecoraciones en el uniforme de parada para el retrato oficial de la nueva junta de gobierno mientras sus ayudantes transmitían las últimas órdenes de una guerra sin enemigos cuyas únicas batallas se reducían a controlar las centrales de comunicación y los servicios públicos, pero él ni siquiera parpadeó ante el palpito anhelante de Lord Kóchel que se había incorporado con un hilo de baba que parecía una lágrima interminable, no se asuste, Nacho, explíqueme más bien por qué le tiene tanto miedo a la muerte, y José Ignacio Sáenz de la Barra se quitó de un tirón el cuello de celuloide desacartonado por el sudor y su rostro de barítono se quedó sin alma, es natural, replicó, el miedo a la muerte es el rescoldo de la felicidad, por eso usted no lo siente, general, y se puso de pie contando por puro hábito las campanas de la catedral, son las doce, dijo, ya no le queda nadie en el mundo, general, yo era el último, pero él no se movió en la poltrona mientras no percibió el trueno subterráneo de los tanques de guerra en la Plaza de Armas, y entonces sonrió, no se equivoque, Nacho, todavía me queda el pueblo, dijo, el pobre pueblo de siempre que antes del amanecer se echó a la calle instigado por el anciano imprevisto que a través de la radio y la televisión del estado se dirigió a todos los patriotas de la patria sin discriminaciones de ninguna índole y con la más viva emoción histórica para anunciar que los comandantes de las tres armas inspirados por los ideales inmutables del régimen, bajo mi dirección personal e interpretando como siempre la voluntad del pueblo soberano habían puesto término en esta medianoche gloriosa al aparato de terror de un civil sanguinario que había sido castigado por la justicia ciega de las muchedumbres, pues ahí estaba José Ignacio Sáenz de la Barra, macerado a golpes, colgado de los tobillos en un farol de la Plaza de Armas y con sus propios órganos genitales metidos en la boca, tal como lo había previsto mi general cuando nos ordenó bloquear las calles de las embajadas para impedirle e! derecho de asilo, el pueblo lo había cazado a piedras, mi general, pero antes tuvimos que acribillar al perro carnicero que se sorbió la tripamenta de cuatro civiles y nos dejó siete soldados mal heridos cuando el pueblo había asaltado sus oficinas de vivir y tiraron por las ventanas más de doscientos chalecos de brocado todavía con la etiqueta de fábrica, tiraron como tres mil pares de botines italianos sin estrenar, tres mil mi general, que en eso se gastaba la plata del gobierno, y no sé cuántas cajas de gardenias de solapa y todos los discos de Bruckner con sus respectivas partituras de dirección anotadas de su puño y letra, y además sacaron a los presos de los sótanos y les metieron fuego a las cámaras de tortura del antiguo manicomio de los holandeses a los gritos de viva el general, viva el macho que por fin se dio cuenta de la verdad, pues todos dicen que usted no sabia nada mi general, que lo tenían en el limbo abusando de su buen corazón, y todavía a esta hora andaban cazando como ratas a los torturadores de la seguridad del estado que dejamos sin protección de tropa de acuerdo con sus órdenes para que la gente se aliviara de tantas rabias atrasadas y tanto terror, y él aprobó, de acuerdo, conmovido por las campanas de júbilo y las músicas de libertad y las voces de gratitud de la muchedumbre concentrada en la Plaza de Armas con grandes letreros de Dios guarde al magnífico que nos redimió de las tinieblas del terror, y en aquella réplica efímera de los tiempos de gloria él hizo reunir en el patio a los oficiales de escuela que habían ayudado a quitarse sus propias cadenas de galeote del poder y señalándonos con el dedo según los impulsos de su inspiración completó con nosotros el último mando supremo de su régimen decrépito en reemplazo de los autores de la muerte de Leticia Nazareno y el niño que fueron capturados en ropas de dormir cuando trataban de encontrar asilo en las embajadas, pero él apenas si los reconoció, había olvidado los nombres, buscó en el corazón la carga de odio que había tratado de mantener viva hasta la muerte y sólo encontró las cenizas de un orgullo herido que ya no valía la pena entretener, que se larguen, ordenó, los metieron en el primer barco que zarpó para donde nadie volviera a acordarse de ellos, pobres cabrones, presidió el primer consejo del nuevo gobierno con la impresión nítida de que aquellos ejemplares selectos de una generación nueva de un siglo nuevo eran otra vez los ministros civiles de siempre de levitas polvorientas y entrañas débiles, sólo que éstos estaban más ávidos de honores que de poder, más asustadizos y serviles y más inútiles que todos los anteriores ante una deuda externa más costosa que cuanto se pudiera vender en su desguarnecido reino de pesadumbre, pues no había nada que hacer mi general, el último tren de los páramos se había desbarrancado por precipicios de orquídeas, los leopardos dormían en poltronas de terciopelo, las carcachas de los buques de rueda estaban varados en los pantanos de los arrozales, las noticias podridas en los sacos del correo, las parejas de manatíes engañadas con la ilusión de engendrar sirenas entre los lirios tenebrosos de los espejos de luna del camarote presidencial, y sólo él lo ignoraba, por supuesto, había creído en el progreso dentro del orden porque entonces no tenía más contactos con la vida real que la lectura del periódico del gobierno que imprimían sólo para usted mi general, una edición completa de una sola copia con las noticias que a usted le gustaba leer, con el servicio gráfico que usted esperaba encontrar, con los anuncios de propaganda que lo hicieron soñar con un mundo distinto del que le habían prestado para la siesta, hasta que yo mismo pude comprobar con estos mis ojos incrédulos que detrás de los edificios de vidrios solares de los ministerios continuaban intactas las barracas de colores de los negros en las colinas del puerto, habían construido las avenidas de palmeras hasta el mar para que yo no viera que detrás de las quintas romanas de pórticos iguales continuaban los barrios miserables devastados por uno de nuestros tantos huracanes, habían sembrado hierbas de olor a ambos lados de la vía para que él viera desde el vagón presidencial que el mundo parecía magnificado por las aguas venales de pintar oropéndolas de su madre de mis entrañas Bendición Alvarado, y no lo engañaban para complacerlo como lo hizo en los últimos tiempos de sus tiempos de gloria el general Rodrigo de Aguilar, ni para evitarle contrariedades inútiles como lo hacía Leticia Nazareno más por compasión que por amor, sino para mantenerlo cautivo de su propio poder en el marasmo senil de la hamaca bajo la ceiba del patio donde al final de sus años no había de ser verdad ni siquiera el coro de escuela de la pajarita pinta paradita en el verde limón, qué vaina, y sin embargo no lo afectó la burla sino que trataba de reconciliarse con la realidad mediante la recuperación por decreto del monopolio de la quina y otras pócimas esenciales para la felicidad del estado, pero la realidad lo volvió a sorprender con la advertencia de que el mundo cambiaba y la vida seguía aún a espaldas de su poder, pues ya no hay quina, general, ya no hay cacao, no hay añil, general, no había nada, salvo su fortuna personal que era incontable y estéril y estaba amenazada por la ociosidad, y sin embargo no se alteró con tan infaustas nuevas sino que mandó un recado de desafío al viejo embajador Roxbury por si acaso encontraban alguna fórmula de alivio en la mesa de dominó, pero el embajador le contestó con su propio estilo que ni de vainas excelencia, este país no vale un rábano, a excepción del mar, por supuesto, que era diáfano y suculento y habría bastado con meterle candela por debajo para cocinar en su propio cráter la gran sopa de mariscos del universo, así que piénselo, excelencia, se lo aceptamos a buena cuenta de los servicios de esa deuda atrasada que no han de redimir ni cien generaciones de próceres tan diligentes como su excelencia, pero él ni siquiera lo tomó en serio esa primera vez, lo acompañó hasta las escaleras pensando madre mía Bendición Alvarado mira qué gringos tan bárbaros, cómo es posible que sólo piensen en el mar para comérselo, lo despidió con la palmadita habitual en el hombro y volvió a quedar solo consigo mismo tantaleando en las franjas de nieblas ilusorias de los páramos del poder, pues las muchedumbres habían abandonado la Plaza de Armas, se llevaron las pancartas de repetición y se guardaron las consignas de alquiler para otras fiestas iguales del futuro tan pronto como se les acabó el estímulo de las cosas de comer y beber que la tropa repartía en las pausas de las ovaciones, habían vuelto a dejar los salones desiertos y tristes a pesar de su orden de no cerrar los portones a ninguna hora para que entre quien quiera, como antes, cuando ésta no era una casa de difuntos sino un palacio de vecindad, y sin embargo los únicos que se quedaron fueron los leprosos, mi general, y los ciegos y los paralíticos que habían permanecido años y años frente a la casa como los viera Demetrio Aldous dorándose al sol en las puertas de Jerusalén, destruidos e invencibles, seguros de que más temprano que tarde volverían a entrar para recibir de sus manos la sal de la salud porque él había de sobrevivir a todos los embates de la adversidad y a las pasiones más inclementes y a los peores asechos del olvido, pues era eterno, y así fue, él los volvió a encontrar de regreso del ordeño hirviendo las latas de sobras de cocina en los fogones de ladrillo improvisados en el patio, los vio tendidos con los brazos en cruz en las esteras maceradas por el sudor de las úlceras a la sombra fragante de los rosales, les hizo construir una hornilla común, les compraba esteras nuevas y les mandó a edificar un cobertizo de palmas en el fondo del patio para que no tuvieran que guarecerse dentro de la casa, pero no pasaban cuatro días sin que encontrará una pareja de leprosos durmiendo en las alfombras árabes de la sala de fiestas o encontraba un ciego perdido en las oficinas o un paralítico fracturado en las escaleras, hacía cerrar las puertas para que no dejaran un rastro de llagas vivas en las paredes ni apestaran el aire de la casa con el tufo del ácido fénico con que los fumigaban los servicios de sanidad, aunque no bien los quitaban de un lado que aparecían por el otro, tenaces, indestructibles, aferrados a su vieja esperanza feroz cuando ya nadie esperaba nada de aquel anciano inválido que escondía recuerdos escritos en las grietas de las paredes y se orientaba con tanteos de sonámbulo a través de los vientos encontrados de las ciénagas de brumas de la memoria, pasaba horas insomnes en la hamaca preguntándose cómo carajo me voy a escabullir del nuevo embajador Fischer que me había propuesto denunciar la existencia de un flagelo de fiebre amarilla para justificar un desembarco de infantes de marina de acuerdo con el tratado de asistencia recíproca por tantos años cuantos fueran necesarios para infundir un aliento nuevo a la patria moribunda, y él replicó de inmediato que ni de vainas, fascinado por la evidencia de que estaba viviendo de nuevo en los orígenes de su régimen cuando se había valido de un recurso igual para disponer de los poderes de excepción de la ley marcial ante una grave amenaza de sublevación civil, había declarado el estado de peste por decreto, se plantó la bandera amarilla en el asta del faro, se cerró el puerto, se suprimieron los domingos, se prohibió llorar a los muertos en público y tocar músicas que los recordaran y se facultó a las fuerzas armadas para velar por el cumplimiento del decreto y disponer de los pestíferos según su albedrío, de modo que las tropas con brazales sanitarios ejecutaban en público a las gentes de la más diversa condición, señalaban con un círculo rojo en la puerta de las casas sospechosas de inconformidad con el régimen, marcaban con un hierro de vaca en la frente a los infractores simples, a los marimachos y a los floripondios mientras una misión sanitaria solicitada de urgencia a su gobierno por el embajador Mitchell se ocupaba de preservar del contagio a los habitantes de la casa presidencial, recogían del suelo la caca de los sietemesinos para analizarla con vidrios de aumento, echaban píldoras desinfectantes en las tinajas, les daban de comer gusarapos a los animales de sus laboratorios de ciencias, y él les decía muerto de risa a través del intérprete que no sean tan pendejos, místeres, aquí no hay más peste que ustedes, pero ellos insistían que sí, que tenían órdenes superiores de que hubiera, prepararon una miel de virtud preventiva, espesa y verde, con la cual barnizaban de cuerpo entero a los visitantes sin distinción de credenciales desde los más ordinarios hasta los más ilustres, los obligaban a mantener la distancia en las audiencias, ellos de pie en el umbral y él sentado en el fondo donde lo alcanzara la voz pero no el aliento, parlamentando a gritos con desnudos de alcurnia que accionaban con una mano, excelencia, y con la otra se tapaban la escuálida paloma pintorreteada, y todo aquello para preservar del contagio a quien había concebido en el enervamiento de la vigilia hasta los pormenores más banales de la falsa calamidad, que había inventado infundios telúricos y difundido pronósticos de apocalipsis de acuerdo con su criterio de que la gente tendrá más miedo cuanto menos entienda, y que apenas si parpadeó cuando uno de sus edecanes, lívido de pavor, se cuadró frente a él con la novedad mi general de que la peste está causando una mortandad tremenda entre la población civil, de modo que a través de los vidrios nublados de la carroza presidencial había visto el tiempo interrumpido por orden suya en las calles abandonadas, vio el aire tónito en las banderas amarillas, vio las puertas cerradas inclusive en las casas omitidas por el círculo rojo, vio los gallinazos ahítos en los balcones, y vio los muertos, los muertos, los muertos, había tantos por todas partes que era imposible contarlos en los barrizales, amontonados en el sol de las terrazas, tendidos en las legumbres del mercado, muertos de carne y hueso mi general, quién sabe cuántos, pues eran muchos más de los que él hubiera querido ver entre las huestes de sus enemigos tirados como perros muertos en los cajones de la basura, y por encima de la podredumbre de los cuerpos y la fetidez familiar de las calles reconoció el olor de la sarna de la peste, pero no se inmutó, no cedió a ninguna súplica hasta que no volvió a sentirse dueño absoluto de todo su poder, y sólo cuando no parecía haber recurso humano ni divino capaz de poner término a la mortandad vimos aparecer en las calles una carroza sin insignias en la que nadie percibió a primera vista el soplo helado de la majestad del poder, pero en el interior de terciopelo fúnebre vimos los ojos letales, los labios trémulos, el guante nupcial que iba echando puñados de sal en los portales, vimos el tren pintado con los colores de la bandera trepándose con las uñas a través de las gardenias y los leopardos despavoridos hasta las cornisas de niebla de las provincias más escarpadas, vimos los ojos turbios a través de los visillos del vagón solitario, el semblante afligido, la mano de doncella desairada que iba dejando un reguero de sal por los páramos lúgubres de su niñez, vimos el buque de vapor con rueda de madera y rollos de mazurcas de pianolas quiméricas que navegaba tropezando por entre los escollos y los bancos de arena y los escombros de las catástrofes causadas en la selva por los paseos primaverales del dragón, vimos los ojos de atardecer en la ventana del camarote presidencial, vimos los labios pálidos, la mano sin origen que arrojaba puñados de sal en las aldeas entorpecidas de calor, y quienes comían de aquella sal y lamían el suelo donde había estado recuperaban la salud al instante y quedaban inmunizados por largo tiempo contra los malos presagios y las ventoleras de la ilusión, así que él no había de sorprenderse en las postrimerías de su otoño cuando le propusieron un nuevo régimen de desembarco sustentado en el mismo infundio de una epidemia política de fiebre amarilla sino que se enfrentó a las razones de los ministros estériles que clamaban que vuelvan los infantes, general, que vuelvan con sus máquinas de fumigar pestíferos a cambio de lo que ellos quieran, que vuelvan con sus hospitales blancos, sus prados azules, los surtidores de aguas giratorias que completan los años bisiestos con siglos de buena salud, pero él golpeó la mesa y decidió que no, bajo su responsabilidad suprema, hasta que el rudo embajador Mac Queen le replicó que ya no estamos en condiciones de discutir, excelencia, el régimen no estaba sostenido por la esperanza ni por el conformismo, ni siquiera por el terror, sino por la pura inercia de una desilusión antigua e irreparable, salga a la calle y mírele la cara a la verdad, excelencia, estamos en la curva final, o vienen los infantes o nos llevamos el mar, no hay otra, excelencia, no había otra, madre, de modo que se llevaron el Caribe en abril, se lo llevaron en piezas numeradas los ingenieros náuticos del embajador Ewing para sembrarlo lejos de los huracanes en las auroras de sangre de Arizona, se lo llevaron con todo lo que tenía dentro, mi general, con el reflejo de nuestras ciudades, nuestros ahogados tímidos, nuestros dragones dementes, a pesar de que él había apelado a los registros más audaces de su astucia milenaria tratando de promover una convulsión nacional de protesta contra el despojo, pero nadie hizo caso mi general, no quisieron salir a la calle ni por la razón ni por la fuerza porque pensábamos que era una nueva maniobra suya como tantas otras para saciar hasta más allá de todo limite su pasión irreprimible de perdurar, pensábamos que con tal de que pase algo aunque se lleven el mar, qué carajo, aunque se lleven la patria entera con su dragón, pensábamos, insensibles a las artes de seducción de los militares que aparecían en nuestras casas disfrazados de civil y nos suplicaban en nombre de la patria que nos echáramos a la calle gritando que se fueran los gringos para impedir la consumación del despojo, nos incitaban al saqueo y al incendio de las tiendas y las quintas de los extranjeros, nos ofrecieron plata viva para que saliéramos a protestar bajo la protección de la tropa solidaria con el pueblo frente a la agresión, pero nadie salió mi general porque nadie olvidaba que otra vez nos habían dicho lo mismo bajo palabra de militar y sin embargo los masacraron a tiros con el pretexto de que había provocadores infiltrados que abrieron fuego contra la tropa, así que esta vez no contamos ni con el pueblo mi general y tuve que cargar solo con el peso de este castigo, tuve que firmar solo pensando madre mía Bendición Alvarado nadie sabe mejor que tú que vale más quedarse sin el mar que permitir un desembarco de infantes, acuérdate que eran ellos quienes pensaban las órdenes que me hacían firmar, ellos volvían maricas a los artistas, ellos trajeron la Biblia y la sífilis, le hacían creer a la gente que la vida era fácil, madre, que todo se consigue con plata, que los negros son contagiosos, trataron de convencer a nuestros soldados de que la patria es un negocio y que el sentido del honor era una vaina inventada por el gobierno para que las tropas pelearan gratis, y fue por evitar la repetición de tantos males que les concedí el derecho de disfrutar de nuestros mares territoriales en la forma en que lo consideren conveniente a los intereses de la humanidad y la paz entre los pueblos, en el entendimiento de que dicha cesión comprendía no sólo las aguas físicas visibles desde la ventana de su dormitorio hasta el horizonte sino todo cuanto se entiende por mar en el sentido más amplio, o sea la fauna y la flora propias de dichas aguas, su régimen de vientos, la veleidad de sus milibares, todo, pero nunca me pude imaginar que eran capaces de hacer lo que hicieron de llevarse con gigantescas dragas de succión las esclusas numeradas de mi viejo mar de ajedrez en cuyo cráter desgarrado vimos aparecer los lamparazos instantáneos de los restos sumergidos de la muy antigua ciudad de Santa María del Darién arrasada por la marabunta, vimos la nao capitana del almirante mayor de la mar océana tal como yo la había visto desde mi ventana, madre, estaba idéntica, atrapada por un matorral de percebes que las muelas de las dragas arrancaron de raíz antes de que él tuviera tiempo de ordenar un homenaje digno del tamaño histórico de aquel naufragio, se llevaron todo cuanto había sido la razón de mis guerras y el motivo de su poder y sólo dejaron la llanura desierta de áspero polvo lunar que él veía al pasar por las ventanas con el corazón oprimido clamando madre mía Bendición Alvarado ilumíname con tus luces más sabias, pues en aquellas noches de postrimerías lo despertaba el espanto de que los muertos de la patria se incorporaban en sus tumbas para pedirle cuentas del mar, sentía los arañazos en los muros, sentía las voces insepultas, el horror de las miradas póstumas que acechaban por las cerraduras el rastro de sus grandes patas de saurio moribundo en el pantano humeante de las últimas ciénagas de salvación de la casa en tinieblas, caminaba sin tregua en el crucero de los alisios tardíos y los mistrales falsos de la máquina de vientos que le había regalado el embajador Eberhart para que se notara menos el mal negocio del mar, veía en la cúspide de los arrecifes la lumbre solitaria de la casa de reposo de los dictadores asilados que duermen como bueyes sentados mientras yo padezco, malparidos, se acordaba de los ronquidos de adiós de su madre Bendición Alvarado en la mansión de los suburbios, su buen dormir de pajarera en el cuarto alumbrado por la vigilia del orégano, quién fuera ella, suspiraba, madre feliz dormida que nunca se dejó asustar por la peste, ni se dejó intimidar por el amor ni se dejó acoquinar por la muerte, y en cambio él estaba tan aturdido que hasta las ráfagas del faro sin mar que intermitían en las ventanas le parecieron sucias de los muertos, huyó despavorido de la fantástica luciérnaga sideral que fumigaba en su órbita de pesadilla giratoria los efluvios temibles del polvo luminoso del tuétano de los muertos, que lo apaguen, gritó, lo apagaron, mandó a calafatear la casa por dentro y por fuera para que no pasaran por los resquicios de puertas y ventanas ni escondidos en otras fragancias los hálitos más tenues de la sarna de los aires nocturnos de la muerte, se quedó en las tinieblas, tamaleando, respirando a duras penas en el calor sin aire, sintiéndose pasar por espejos oscuros, caminando de miedo, hasta que oyó un tropel de pezuñas en el cráter del mar y era la luna que se alzaba con sus nieves decrépitas, pavorosa, que la quiten, gritó, que apaguen las estrellas, carajo, orden de Dios, pero nadie acudió a sus gritos, nadie lo oyó, salvo los paralíticos que despertaron asustados en las antiguas oficinas, los ciegos en las escaleras, los leprosos perlados del sereno que se alzaron a su paso en los rastrojos de las primeras rosas para implorar de sus manos la sal de la salud, y entonces fue cuando sucedió, incrédulos del mundo entero, idólatras de mierda, sucedió que él nos tocó la cabeza al pasar, uno por uno, nos tocó a cada uno en el sitio de nuestros defectos con una mano lisa y sabia que era la mano de la verdad, y en el instante en que nos tocaba recuperábamos la salud del cuerpo y el sosiego del alma y recobrábamos la fuerza y la conformidad de vivir, y vimos a los ciegos encandilados por el fulgor de las rosas, vimos a los tullidos dando traspiés en las escaleras y vimos esta mi propia piel de recién nacido que voy mostrando por las ferias del mundo entero para que nadie se quede sin conocer la noticia del prodigio y esta fragancia de lirios prematuros de las cicatrices de mis llagas que voy regando por la faz de la tierra para escarnio de infieles y escarmiento de libertinos, lo gritaban por ciudades y veredas, en fandangos y procesiones, tratando de infundir en las muchedumbres el pavor del milagro, pero nadie pensaba que fuera cierto, pensábamos que era uno más de los tantos áulicos que mandaban a los pueblos con un viejo bando de merolicos para tratar de convencernos de lo último que nos faltaba creer que él había devuelto el cutis a los leprosos, la luz a los ciegos, la habilidad a los paralíticos, pensábamos que era el último recurso del régimen para llamar la atención sobre un presidente improbable cuya guardia personal estaba reducida a una patrulla de reclutas en contra del criterio unánime del consejo de gobierno que había insistido que no mi general, que era indispensable una protección más rígida, por lo menos una unidad de rifleros mi general, pero él se había empecinado en que nadie tiene necesidad ni ganas de matarme, ustedes son los únicos, mis ministros inútiles, mis comandantes ociosos, sólo que no se atreven ni se atreverán a matarme nunca porque saben que después tendrán que matarse los unos a los otros, de modo que sólo quedó la guardia de reclutas para una casa extinguida donde las vacas andaban sin ley desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, se habían comido las praderas de flores de los gobelinos mi general, se habían comido los archivos, pero él no oía, había visto subir la primera vaca una tarde de octubre en que era imposible permanecer a la intemperie por las furias del aguacero, había tratado de espantarla con las manos, vaca, vaca, recordando de pronto que vaca se escribe con ve de vaca, la había visto otra vez comiéndose las pantallas de las lámparas en un época de la vida en que empezaba a comprender que no valía la pena moverse hasta las escaleras para espantar una vaca, había encontrado dos en la sala de fiestas exasperadas por las gallinas que se subían a picotearles las garrapatas del lomo, así que en las noches recientes en que veíamos luces que parecían de navegación y oíamos desastres de pezuñas de animal grande detrás de las paredes fortificadas era porque él andaba con el candil de mar disputándose con las vacas un sitio donde dormir mientras afuera continuaba su vida pública sin él, veíamos a diario en los periódicos del régimen las fotografías de ficción de las audiencias civiles y militares en que nos lo mostraban con un uniforme distinto según el carácter de cada ocasión, oíamos por la radio las arengas repetidas todos los años desde hacía tantos años en las fechas mayores de las efemérides de la patria, estaba presente en nuestras vidas al salir de la casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir, cuando era de dominio público que apenas si podía con sus rústicas botas de caminante irredento en la casa decrépita cuyo servicio se había reducido entonces a tres o cuatro ordenanzas que le daban de comer y mantenían bien provistos los escondites de la miel de abejas y espantaron las vacas que habían hecho estragos en el estado mayor de mariscales de porcelana de la oficina prohibida donde él había de morir según algún pronóstico de pitonisas que él mismo había olvidado, permanecían pendientes de sus órdenes casuales hasta que colgaba la lámpara en el dintel y oían el estrépito de los tres cerrojos, los tres pestillos, las tres aldabas del dormitorio enrarecido por la falta del mar, y entonces se retiraban a sus cuartos de la planta baja convencidos de que él estaba a merced de sus sueños de ahogado solitario hasta el amanecer, pero se despertaba a saltos imprevistos, pastoreaba el insomnio, arrastraba sus grandes patas de aparecido por la inmensa casa en tinieblas apenas perturbada por la parsimoniosa digestión de las vacas y la respiración obtusa de las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, oía vientos de lunas en la oscuridad, sentía los pasos del tiempo en la oscuridad, veía a su madre Bendición Alvarado barriendo en la oscuridad con la escoba de ramas verdes con que había barrido la hojarasca de ilustres varones chamuscados de Cornelio Nepote en el texto original, la retórica inmemorial de Livio Andrónico y Cecilio Estato que estaban reducidos a basura de oficinas la noche de sangre en que él entró por primera vez en la casa mostrenca del poder mientras afuera resistían las últimas barricadas suicidas del insigne latinista el general Lautaro Muñoz a quien Dios tenga en su santo reino, habían atravesado el patio bajo el resplandor de la ciudad en llamas saltando por encima de los bultos muertos de la guardia personal del presidente ilustrado, él tiritando por la calentura de las tercianas y su madre Bendición Alvarado sin más armas que la escoba de ramas verdes, subieron las escaleras tropezando en la oscuridad con los cadáveres de los caballos de la espléndida escudería presidencial que todavía se desangraban desde el primer vestíbulo hasta la sala de audiencias, era difícil respirar dentro de la casa cerrada por el olor de pólvora agria de la sangre de los caballos, vimos huellas descalzas de pies ensangrentados con sangre de caballos en los corredores, vimos palmas de manos estampadas con sangre de caballos en las paredes, y vimos en el lago de sangre de la sala de audiencias el cuerpo desangrado de una hermosa florentina en traje de noche con un sable de guerra clavado en el corazón, y era la esposa del presidente, y vimos a su lado el cadáver de una niña que parecía una bailarina de juguete de cuerda con un tiro de pistola en la frente, y era su hija de nueve años, y vieron el cadáver de cesar garibaldino del presidente Lautaro Muñoz, el más diestro y capaz de los catorce generales federalistas que se habían sucedido en el poder por atentados sucesivos durante once años de rivalidades sangrientas pero también el único que se atrevió a decirle que no en su propia lengua al cónsul de los ingleses, y ahí estaba tirado como un lebranche, descalzo, padeciendo el castigo de su temeridad con el cráneo astillado por un tiro de pistola que se disparó en el paladar después de matar a su mujer y a su hija y a sus cuarenta y dos caballos andaluces para que no cayeran en poder de la expedición punitiva de la escuadra británica, y entonces fue cuando el comandante Kitchener me dijo señalando el cadáver que ya lo ves, general, así es cómo terminan los que levantan la mano contra su padre, no se te olvide cuando estés en tu reino, le dijo, aunque ya estaba, al cabo de tantas noches de insomnios de espera, tantas rabias aplazadas, tantas humillaciones digeridas, ahí estaba, madre, proclamado comandante supremo de las tres armas y presidente de la república por tanto tiempo cuanto fuera necesario para el restablecimiento del orden y el equilibrio económico de la nación, lo habían resuelto por unanimidad los últimos caudillos de la federación con el acuerdo del senado y la cámara de diputados en pleno y el respaldo de la escuadra británica por mis tantas y tan difíciles noches de dominó con el cónsul Macdonall, sólo que ni yo ni nadie lo creyó al principio, por supuesto, quién lo iba a creer en el tumulto de aquella noche de espanto si la propia Bendición Alvarado no acababa todavía de creerlo en su lecho de podredumbre cuando evocaba el recuerdo del hijo que no encontraba por dónde empezar a gobernar en aquel desorden, no hallaban ni una hierba de cocimiento para la calentura en aquella casa inmensa y sin muebles en la cual no quedaba nada de valor sino los óleos apolillados de los virreyes y los arzobispos de la grandeza muerta de España, todo lo demás se lo habían ido llevando poco a poco los presidentes anteriores para sus dominios privados, no dejaron ni rastro del papel de colgaduras de episodios heroicos en las paredes, los dormitorios estaban llenos de desperdicios de cuartel, había por todas partes vestigios olvidados de masacres históricas y consignas escritas con un dedo de sangre por presidentes ilusorios de una sola noche, pero no había siquiera un petate donde acostarse a sudar una calentura, de modo que su madre Bendición Alvarado arrancó una cortina para envolverme y lo dejó acostado en un rincón de la escalera principal mientras ella barrió con la escoba de ramas verdes los aposentos presidenciales que estaban acabando de saquear los ingleses, barrió el piso completo defendiéndose a escobazos de esta pandilla de filibusteros que trataban de violarla detrás de las puertas, y un poco antes del alba se sentó a descansar junto al hijo aniquilado por los escalofríos, envuelto en la cortina de peluche, sudando a chorros en el último peldaño de la escalera principal de la casa devastada mientas ella trataba de bajarle la calentura con sus cálculos fáciles de que no te dejes acoquinar por este desorden, hijo, es cuestión de comprar unos taburetes de cuero de los más baratos y se les pintan flores y animales de colores, yo misma los pinto, decía, es cuestión de comprar unas hamacas para cuando haya visitas, sobre todo eso, hamacas, porque en una casa como ésta deben llegar muchas visitas a cualquier hora sin avisar, decía, se compra una mesa de iglesia para comer, se compran cubiertos de hierro y platos de peltre para que aguanten la mala vida de la tropa, se compra un tinajero decente para el agua de beber y un anafe de carbón y ya está, al fin y al cabo es plata del gobierno, decía para consolarlo, pero él no la escuchaba, abatido por las primeras malvas del amanecer que iluminaban en carne viva el lado oculto de la verdad, consciente de no ser nada más que un anciano de lástima que temblaba de fiebre sentado en las escaleras pensando sin amor madre mía Bendición Alvarado de modo que ésta era toda la vaina, carajo, de modo que el poder era aquella casa de náufragos, aquel olor humano de caballo quemado, aquella aurora desolada de otro doce de agosto igual a todos era la fecha del poder, madre, en qué vaina nos hemos metido, padeciendo la desazón original, el miedo atávico del nuevo siglo de tinieblas que se alzaba en el mundo sin su permiso, cantaban los gallos en el mar, cantaban los ingleses en inglés recogiendo los muertos del patio cuando su madre Bendición Alvarado terminó las cuentas alegres con el saldo de alivio de que no me asustan las cosas de comprar y los oficios por hacer, nada de eso, hijo, lo que me asusta es la cantidad de sábanas que habrá que lavar en esta casa, y entonces fue él quien se apoyó en la fuerza de su desilusión para tratar de consolarla con que duerma tranquila, madre, en este país no hay presidente que dure, le dijo, ya verá como me tumban antes de quince días, le dijo, y no sólo lo creyó entonces sino que lo siguió creyendo en cada instante de todas las horas de su larguísima vida de déspota sedentario, tanto más cuanto más lo convencía la vida de que los largos años del poder no traen dos días iguales, que habría siempre una intención oculta en los propósitos de un primer ministro cuando éste soltaba la deflagración deslumbrante de la verdad en el informe de rutina del miércoles, y él apenas sonreía, no me diga la verdad, licenciado, que corre el riesgo de que se la crea, desbaratando con aquella sola frase toda una laboriosa estrategia del consejo de gobierno para tratar de que firmara sin preguntar, pues nunca me pareció más lúcido que cuando más convincentes se hacían los rumores de que él se orinaba en los pantalones sin darse cuenta durante las visitas oficiales, me parecía más severo a medida que se hundía en el remanso de la decrepitud con unas pantuflas de desahuciado y los espejuelos de una sola pata amarrada con hilo de coser y su índole se había vuelto más intensa y su instinto más certero para apartar lo que era inoportuno y firmar lo que convenía sin leerlo, qué carajo, si al fin y al cabo nadie me hace caso, sonreía, fíjese que había ordenado que pusieran una tranca en el vestíbulo para que las vacas no se treparan por las escaleras, y ahí estaba otra vez, vaca, vaca, había metido la cabeza por la ventana de la oficina y se estaba comiendo las flores de papel del altar de la patria, pero él se limitaba a sonreír que ya ve lo que le digo, licenciado, lo que tiene jodido a este país es que nadie me ha hecho caso nunca, decía, y lo decía con una claridad de juicio que no parecía posible a su edad, aunque el embajador Kippling contaba en sus memorias prohibidas que por esa época lo había encontrado en un penoso estado de inconsciencia senil que ni siquiera le permitía valerse de sí mismo para los actos más pueriles, contaba que lo encontró ensopado de una materia incesante y salobre que le manaba de la piel, que había adquirido un tamaño descomunal de ahogado y una placidez lenta de ahogado a la deriva y se había abierto la camisa para mostrarme el cuerpo tenso y lúcido de ahogado de tierra firme en cuyos resquicios estaban proliferando parásitos de escollos de fondo de mar, tenia remora de barco en la espalda, tenía pólipos y crustáceos microscópicos en las axilas, pero estaba convencido de que aquellos retoños de acantilados eran apenas los primeros síntomas del regreso espontáneo del mar que ustedes se llevaron, mi querido Johnson, porque los mares son como los gatos, dijo, vuelven siempre, convencido de que los bancos de percebes de sus ingles eran el anuncio secreto de un amanecer feliz en que iba a abrir la ventana de su dormitorio y había de ver de nuevo las tres carabelas del almirante de la mar océana que se había cansado de buscar por el mundo entero para ver si era cierto lo que le habían dicho que tenía las manos lisas como él y como tantos otros grandes de la historia, había ordenado traerlo, incluso por la fuerza, cuando otros navegantes le contaron que lo habían visto cartografiando las ínsulas innumerables de los mares vecinos, cambiando por nombres de reyes y de santos sus viejos nombres de militares mientras buscaba en la ciencia nativa lo único que le interesaba de veras que era descubrir algún tricófero magistral para su calvicie incipiente, habíamos perdido la esperanza de encontrarlo de nuevo cuando él lo reconoció desde la limusina presidencial disimulado dentro de un hábito pardo con el cordón de San Francisco en la cintura haciendo sonar una matraca de penitente entre las muchedumbres dominicales del mercado público y sumido en tal estado de penuria moral que no podía creerse que fuera el mismo que habíamos visto entrar en la sala de audiencias con el uniforme carmesí y las espuelas de oro y la andadura solemne de bogavante en tierra firme, pero cuando trataron de subirlo en la limusina por orden suya no encontramos ni rastros mi general, se lo tragó la tierra, decían que se había vuelto musulmán, que había muerto de pelagra en el Senegal y había sido enterrado en tres tumbas distintas de tres ciudades diferentes del mundo aunque en realidad no estaba en ninguna, condenado a vagar de sepulcro en sepulcro hasta la consumación de los siglos por la suerte torcida de sus empresas, porque ese hombre tenía la pava, mi general, era más cenizo que el oro, pero él no lo creyó nunca, seguía esperando que volviera en los extremos últimos de su vejez cuando el ministro de la salud le arrancaba con unas pinzas las garrapatas de buey que le encontraba en el cuerpo y él insistía en que no eran garrapatas, doctor, es el mar que vuelve, decía, tan seguro de su criterio que el ministro de la salud había pensado muchas veces que él no era tan sordo como hacía creer en público ni tan despalomado como aparentaba en las audiencias incómodas, aunque un examen de fondo había revelado que tenía las arterias de vidrio, tenía sedimentos de arena de playa en los riñones y el corazón agrietado por falta de amor, así que el viejo médico se escudó en una antigua confianza de compadre para decirle que ya es hora de que entregue los trastos mi general, resuelva por lo menos en qué manos nos va a dejar, le dijo, sálvenos del desmadre, pero él le preguntó asombrado que quién le ha dicho que yo me pienso morir, mi querido doctor, que se mueran otros, qué carajo, y terminó con ánimo de burla que hace dos noches me vi yo mismo en la televisión y me encontré mejor que nunca, como un toro de lidia, dijo, muerto de risa, pues se había visto entre brumas, cabeceando de sueño y con la cabeza envuelta en una toalla mojada frente a la pantalla sin sonido de acuerdo con los hábitos de sus últimas veladas de soledad, estaba de veras más resuelto que un toro de lidia ante el hechizo de la embajadora de Francia, o tal vez era de Turquía, o de Suecia, qué carajo, eran tantas iguales que no las distinguía y había pasado tanto tiempo que no se recordaba a sí mismo entre ellas con el uniforme de noche y una copa de champaña intacta en la mano durante la fiesta de aniversario del 12 de agosto, o en la conmemoración de la victoria del 14 de enero, o del renacimiento del 13 de marzo, qué sé yo, si en el galimatías de fechas históricas del régimen había terminado por no saber cuándo era cuál ni cuál correspondía a qué ni le servían de nada los papelitos enrollados que con tan buen espíritu y tanto esmero había escondido en los resquicios de las paredes porque había terminado por olvidar qué era lo que debía recordar, los encontraba por casualidad en los escondites de la miel de abeja y había leído alguna vez que el 7 de abril cumple años el doctor Marcos de León, hay que mandarle un tigre de regalo, había leído, escrito de su puño y letra, sin la menor idea de quién era, sintiendo que no había un castigo más humillante ni menos merecido para un hombre que la traición de su propio cuerpo, había empezado a vislumbrarlo desde mucho antes de los tiempos inmemoriales de José Ignacio Sáenz de la Barra cuando tuvo conciencia de que apenas sabía quién era quién en las audiencias de grupo, un hombre como yo que era capaz de llamar por su nombre y su apellido a toda una población de las más remotas de su desmesurado reino de pesadumbre, y sin embargo había llegado al extremo contrario, había visto desde la carroza a un muchacho conocido entre la muchedumbre y se había asustado tanto de no recordar dónde lo había visto antes que lo hice arrestar por la escolta mientras me acordaba, un pobre hombre de monte que estuvo 22 años en un calabozo repitiendo la verdad establecida desde el primer día en el expediente judicial, que se llamaba Braulio Linares Moscote, que era hijo natural pero reconocido de Marcos Linares, marinero de agua dulce, y de Delfina Moscote, criadora de perros tigreros, ambos con domicilio conocido en el Rosal del Virrey, que estaba por primera vez en la ciudad capital de este reino porque su madre lo había mandado a vender dos cachorros en los juegos florales de marzo, que había llegado en un burro de alquiler sin más ropas que las que llevaba puestas al amanecer del mismo jueves en que lo arrestaron, que estaba en un tenderete del mercado público tomándose un pocilio de café cerrero mientras les preguntaba a las fritangueras si no sabían de alguien que quisiera comprar dos cachorros cruzados para cazar tigres, que ellas le habían contestado que no cuando empezó el tropel de los redoblantes, las cornetas, los cohetes, la gente que gritaba que ya viene el hombre, ahí viene, que preguntó quién era el hombre y le habían contestado que quién iba a ser, el que manda, que metió los cachorros en un cajón para que las fritangueras le hicieran el favor de cuidármelos mientras vuelvo, que se trepó en el travesaño de una ventana para mirar por encima del gentío y vio la escolta de caballos con gualdrapas de oro y morriones de plumas, vio la carroza con el dragón de la patria, el saludo de una mano con un guante de trapo, el semblante lívido, los labios taciturnos sin sonrisa del hombre que mandaba, los ojos tristes que lo encontraron de pronto como a una aguja en un monte de agujas, el dedo que lo señaló, ése, el que está trepado en la ventana, que lo arresten mientras me acuerdo dónde lo he visto, ordenó, así que me agarraron a golpes, me desollaron a planazos de sable, me asaron en una parrilla para que confesara dónde me había visto antes el hombre que mandaba, pero no habían conseguido arrancarle otra verdad que la única en el calabozo de horror de la fortaleza del puerto y la repitió con tanta convicción y tanto valor personal que él terminó por admitir que se había equivocado, pero ahora no hay remedio, dijo, porque lo habían tratado tan mal que si no era un enemigo ya lo es, pobre hombre, de modo que se pudrió vivo en el calabozo mientras yo deambulaba por esta casa de sombras pensando madre mía Bendición Alvarado de mis buenos tiempos, asísteme, mírame cómo estoy sin el amparo de tu manto, clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos en los pantanos de la vejez porque hasta los dolores más intensos y los instantes más felices de sus tiempos grandes se le habían escurrido sin remedio por las troneras de la memoria a pesar de sus tentativas cándidas de impedirlo con tapones de papelitos enrollados, estaba castigado a no saber jamás quién era esta Francisca Linero de 96 años que había ordenado enterrar con honores de reina de acuerdo con otra nota escrita de su propia mano, condenado a gobernar a ciegas con once pares de gafas inútiles escondidos en la gaveta del escritorio para disimular que en realidad conversaba con espectros cuyas voces no alcanzaba apenas a descifrar, cuya identidad adivinaba por señales de instinto, sumergido en un estado de desamparo cuyo riesgo mayor se le había hecho evidente en una audiencia con su ministro de guerra en que tuvo la mala suerte de estornudar una vez y el ministro de guerra le dijo salud mi general, y había estornudado otra vez y el ministro de guerra volvió a decir salud mi general, y otra vez, salud mi general, pero después de nueve estornudos consecutivos no le volví a decir salud mi general sino que me sentí aterrado por la amenaza de aquella cara descompuesta de estupor, vi los ojos ahogados de lágrimas que me escupieron sin piedad desde el tremedal de la agonía, vi la lengua de ahorcado de la bestia decrépita que se me estaba muriendo en los brazos sin un testigo de mi inocencia, sin nadie, y entonces no se me ocurrió nada más que escapar de la oficina antes de que fuera demasiado tarde, pero él me lo impidió con una ráfaga de autoridad gritándome entre dos estornudos que no fuera cobarde brigadier Rosendo Sacristán, quédese quieto, carajo, que no soy tan pendejo para morirme delante de usted, gritó, y así fue, porque siguió estornudando hasta el borde de la muerte, flotando en un espacio de inconsciencia poblado de luciérnagas de mediodía pero aferrado a la certeza de que su madre Bendición Alvarado no había de depararle la vergüenza de morir de un acceso de estornudos en presencia de un inferior, ni de vainas, primero muerto que humillado, mejor vivir con vacas que con hombres capaces de dejarlo morir a uno sin honor, qué carajo, si no había vuelto a discutir sobre Dios con el nuncio apostólico para que no se diera cuenta de que él tomaba el chocolate con cuchara, ni había vuelto a jugar dominó por temor de que alguien se atreviera a perder por lástima, no quería ver a nadie, madre, para que nadie descubriera que a pesar de la vigilancia minuciosa de su propia conducta, a pesar de sus ínfulas de no arrastrar los pies planos que al fin y al cabo había arrastrado desde siempre, a pesar del pudor de sus años se sentía al borde del abismo de pena de los últimos dictadores en desgracia que él mantenía más presos que protegidos en la casa de los acantilados para que no contaminaran al mundo con la peste de su indignidad, lo había padecido a solas la mala mañana en que se quedó dormido dentro del estanque del patio privado cuando tomaba el baño de aguas medicinales, soñaba contigo, madre, soñaba que eras tú quien hacía las chicharras que se reventaban de tanto pitar sobre mi cabeza entre las ramas florecidas del almendro de la vida real, soñaba que eras tú quien pintaba con tus pinceles las voces de colores de las oropéndolas cuando se despertó sobresaltado por el eructo imprevisto de sus tripas en el fondo del agua, madre, despertó congestionado de rabia en el estanque pervertido de mi vergüenza donde flotaban los lotos aromáticos del orégano y la malva, flotaban los azahares nuevos desprendidos del naranjo, flotaban las hicoteas alborozadas con la novedad del reguero de cagarrutas doradas y tiernas de mi general en las aguas fragantes, qué vaina, pero él había sobrevivido a esa y a tantas otras infamias de la edad y había reducido al mínimo el personal de servicio para afrontarlas sin testigos, nadie lo había de ver vagando sin rumbo por la casa de nadie durante días enteros y noches completas con la cabeza envuelta en trapos ensopados de bairún, gimiendo de desesperación contra las paredes, empalagado de tabonucos, enloquecido por el dolor de cabeza insoportable del que nunca le habló ni a su médico personal porque sabía que no era más que uno más de los tantos dolores inútiles de la decrepitud, lo sentía llegar como un trueno de piedras desde mucho antes de que aparecieron en el cielo los nubarrones de la borrasca y ordenaba que nadie me moleste cuando apenas había empezado a girar el torniquete en las sienes, que nadie entre en esta casa pase lo que pase, ordenaba, cuando sentía crujir los huesos del cráneo con la segunda vuelta del torniquete, ni Dios si viene, ordenaba, ni si me muero yo, carajo, ciego de aquel dolor desalmado que no le concedía ni un instante de tregua para pensar hasta el fin de los siglos de desesperación en que se desplomaba la bendición de la lluvia, y entonces nos llamaba, lo encontrábamos recién nacido con la mesita lista para la cena frente a la pantalla muda de la televisión, le servíamos carne guisada, frijoles con tocino, arroz de coco, tajadas de plátano frito, una cena inconcebible a su edad que él dejaba enfriar sin probarla siquiera mientras veía la misma película de emergencia en la televisión, consciente de que algo quería ocultarle el gobierno si habían vuelto a pasar el mismo programa de circuito cerrado sin advertir siquiera que los rollos de la película estaban invertidos, qué carajo, decía, tratando de olvidar lo que quisieron ocultarle, si fuera algo peor ya se supiera, decía, roncando frente a la cena servida, hasta que daban las ocho en la catedral y se levantaba con el plato intacto y echaba la comida en el excusado como todas las noches a esa hora desde hacía tanto tiempo para disimular la humillación de que el estómago le rechazaba todo, para entretener con las leyendas de sus tiempos de gloria el rencor que sentía contra sí mismo cada vez que incurría en un acto detestable de descuidos de viejo, para olvidar que apenas vivía, que era él y nadie más quien escribía en las paredes de los retretes que viva el general, viva el macho, que se había tomado a escondidas una pócima de curanderos para estar cuantas veces quisiera en una sola noche y hasta tres veces cada vez con tres mujeres distintas y había pagado aquella ingenuidad senil con lágrimas de rabia más que de dolor aferrado a las argollas del retrete llorando madre mía Bendición Alvarado de mi corazón, aborréceme, purifícame con tus aguas de fuego, cumpliendo con orgullo el castigo de su candidez porque sabía de sobra que lo que entonces le faltaba y le había faltado siempre en la cama no era honor sino amor, le faltaban mujeres menos áridas que las que me servía mi compadre el ministro canciller para que no perdiera la buena costumbre desde que clausuraron la escuela vecina, hembras de carne sin hueso para usted solo mi general, mandadas por avión con franquicia oficial de las vitrinas de Amsterdam, de los concursos del cine de Budapest, del mar de Italia mi general, mire qué maravilla, las más bellas del mundo entero que él encontraba sentadas con una decencia de maestras de canto en la penumbra de la oficina, se desnudaban como artistas, se acostaban en el diván de peluche con las tiras del traje de baño impresas en negativo de fotografía sobre el pellejo tibio de melaza de oro, olían a dentífricos de mentol, a flores de frasco, acostadas junto al enorme buey de cemento que no quiso quitarse la ropa militar mientras yo trataba de alentarlo con mis recursos más caros hasta que él se cansó de padecer los apremios de aquella belleza alucinante de pescado muerto y le dije que ya estaba bien, hija, métete a monja, tan deprimido por su propia desidia que aquella noche al golpe de las ocho sorprendió a una de las mujeres encargadas de la ropa de los soldados y la derribó de un zarpazo sobre las bateas del lavadero a pesar de que ella trató de escapar con el recurso de susto de que hoy no puedo general, créamelo, estoy con el vampiro, pero él la volteó bocabajo en las tablas de lavar y la sembró al revés con un ímpetu bíblico que la pobre mujer sintió en el alma con el crujido de la muerte y resolló qué bárbaro general, usted ha debido estudiar para burro, y él se sintió más halagado con aquel gemido de dolor que con los ditirambos más frenéticos de sus aduladores de oficio y le asignó a la lavandera una pensión vitalicia para la educación de sus hijos, volvió a cantar después de tantos años cuando les daba el pienso a las vacas en los establos de ordeño, fúlgida luna del mes de enero, cantaba, sin pensar en la muerte, porque ni aun en la última noche de su vida había de permitirse la flaqueza de pensar en algo que no fuera de sentido común, volvió a contar las vacas dos veces mientras cantaba eres la luz de mi sendero oscuro, eres mi estrella polar, y comprobó que faltaban cuatro, volvió al interior de la casa contando de paso las gallinas dormidas en las perchas de los virreyes, tapando las jaulas de los pájaros dormidos que contaba al ponerles encima las fundas de lienzo, cuarenta y ocho, puso fuego a las bostas diseminadas por las vacas durante el día desde el vestíbulo hasta la sala de audiencias, se acordó de una infancia remota que por primera vez era su propia imagen tiritando en el hielo del páramo y la imagen de su madre Bendición Alvarado que les arrebató a los buitres del muladar una tripa de carnero para el almuerzo, habían dado las once cuando recorrió otra vez la casa completa en sentido contrario alumbrándose con la lámpara mientras apagaba las luces hasta el vestíbulo, se vio a sí mismo uno por uno hasta catorce generales repetidos caminando con una lámpara en los espejos oscuros, vio una vaca despatarrada bocarriba en el fondo del espejo de la sala de música, vaca, vaca, dijo, estaba muerta, qué vaina, pasó por los dormitorios de la guardia para decirles que había una vaca muerta dentro de un espejo, ordenó que la saquen mañana temprano, sin falta, antes de que la casa se nos llene de gallinazos, ordenó, registrando con la luz las antiguas oficinas de la planta baja en busca de las otras vacas perdidas, eran tres, las buscó en los retretes, debajo de las mesas, dentro de cada uno de los espejos, subió a la planta principal registrando los cuartos cuarto por cuarto y sólo encontró una gallina echada bajo el mosquitero de punto rosado de una novicia de otros tiempos cuyo nombre había olvidado, tomó la cucharada de miel de abejas de antes de acostarse, volvió a poner el frasco en el escondite donde había uno de sus papelitos con la fecha de algún aniversario del insigne poeta Rubén Darío a quien Dios tenga en la silla más alta de su santo reino, volvió a enrollar el papelito y lo dejó en su sitio mientras rezaba de memoria la oración certera de padre y maestro mágico liróforo celeste que mantienes a flote los aeroplanos en el aire y los trasatlánticos en el mar, arrastrando sus grandes patas de desahuciado insomne a través de las últimas albas fugaces de amaneceres verdes de las vueltas del faro, oía los vientos en pena del mar que se fue, oía la música del ánima de una parranda de bodas en que estuvo a punto de morir por la espalda en un descuido de Dios, encontró una vaca extraviada y le cerró el paso sin tocarla, vaca, vaca, regresó al dormitorio, iba viendo al pasar frente a las ventanas el paraco de luces de la ciudad sin mar en todas las ventanas, sintió el vapor caliente del misterio de sus entrañas, el arcano de su respiración unánime, la contempló veintitrés veces sin detenerse y padeció para siempre como siempre la incertidumbre del océano vasto e inescrutable del pueblo dormido con la mano en el corazón, se supo aborrecido por quienes más lo amaban, se sintió alumbrado con velas de santos, sintió su nombre invocado para enderezar la suerte de las parturientas y cambiar el destino de los moribundos, sintió su memoria exaltada por los mismos que maldecían a su madre cuando veían los ojos taciturnos, los labios tristes, la mano de novia pensativa detrás de los cristales de acero transparente de los tiempos remotos de la limusina sonámbula y besábamos la huella de su bota en el barro y le mandábamos conjuros para una mala muerte en las noches de calor cuando veíamos desde los patios las luces errantes en las ventanas sin alma de la casa civil, nadie nos quiere, suspiró, asomado al antiguo dormitorio de pajarera exangüe pintora de oropéndolas de su madre Bendición Alvarado con el cuerpo sembrado de verdín, que pase buena muerte, madre, le dijo, muy buena muerte, hijo, le contestó ella en la cripta, eran las doce en punto cuando colgó la lámpara en el dintel herido en las entrañas por la torcedura mortal de los silbidos tenues del horror de la hernia, no había más ámbito en el mundo que el de su dolor, pasó los tres cerrojos del dormitorio por última vez, pasó los tres pestillos, las tres aldabas, padeció el holocausto final de la micción exigua en el excusado portátil, se tiró en el suelo pelado con el pantalón de manta cerril que usaba para estar en casa desde que puso término a las audiencias, con la camisa a rayas sin el cuello postizo y las pantuflas de inválido, se tiró bocabajo, con el brazo derecho doblado bajo la cabeza para que le sirviera de almohada, y se durmió en el acto, pero a las dos y diez despertó con la mente varada y con la ropa embebida en un sudor pálido y tibio de vísperas de ciclón, quién vive, preguntó estremecido por la certidumbre de que alguien lo había llamado en el sueño con un nombre que no era el suyo, Nicanor, y otra vez, Nicanor, alguien que tenía la virtud de meterse en su cuarto sin quitar las aldabas porque entraba y salía cuando quería atravesando las paredes, y entonces la vio, era la muerte mi general, la suya, vestida con una túnica de harapos de fique de penitente, con el garabato de palo en la mano y el cráneo sembrado de retoños de algas sepulcrales y flores de tierra en la fisura de los huesos y los ojos arcaicos y atónitos en las cuencas descarnadas, y sólo cuando la vio de cuerpo entero comprendió que lo hubiera llamado Nicanor Nicanor que es el nombre con que la muerte nos conoce a todos los hombres en el instante de morir, pero él dijo que no, muerte, que todavía no era su hora, que había de ser durante el sueño en la penumbra de la oficina como estaba anunciado desde siempre en las aguas premonitorias de los lebrillos, pero ella replicó que no, general, ha sido aquí, descalzo y con la ropa de menesteroso que llevaba puesta, aunque los que encontraron el cuerpo habían de decir que fue en el suelo de la oficina con el uniforme de lienzo sin insignias y la espuela de oro en el talón izquierdo para no contrariar los augurios de sus pitonisas, había sido cuando menos lo quiso, cuando al cabo de tantos y tantos años de ilusiones estériles había empezado a vislumbrar que no se vive, qué carajo, se sobrevive, se aprende demasiado tarde que hasta las vidas más dilatadas y útiles no alcanzan para nada más que para aprender a vivir, había conocido su incapacidad de amor en el enigma de la palma de sus manos mudas y en las cifras invisibles de las barajas y había tratado de compensar aquel destino infame con el culto abrasador del vicio solitario del poder, se había hecho víctima de su secta para inmolarse en las llamas de aquel holocausto infinito, se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito sólo por conservar hasta el fin de los tiempos su bolita de vidrio en el puño sin saber que era un vicio sin término cuya saciedad generaba su propio apetito hasta el fin de todos los tiempos mi general, había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo, que le cobraban por adularlo, que reclutaban por la fuerza de las armas a las muchedumbres concentradas a su paso con gritos de júbilo y letreros venales de vida eterna al magnífico que es más antiguo que su edad, pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad, había llegado sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad cuando se convenció en el reguero de hojas amarillas de su otoño que nunca había de ser el dueño de todo su poder, que estaba condenado a no conocer la vida sino por el revés, condenado a descifrar las costuras y a corregir los hilos de la trama y los nudos de la urdimbre del gobelino de ilusiones de la realidad sin sospechar ni siquiera demasiado tarde que la única vida vivible era la de mostrar, la que nosotros veíamos de este lado que no era el suyo mi general, este lado de pobres donde estaba el reguero de hojas amarillas de nuestros incontables años de infortunio y nuestros instantes inasibles de felicidad, donde el amor estaba contaminado por los gérmenes de la muerte pero era todo el amor mi general, donde usted mismo era apenas una visión incierta de unos ojos de lástima a través de los visillos polvorientos de la ventanilla de un tren, era apenas el temblor de unos labios taciturnos, el adiós fugitivo de un guante de raso de la mano de nadie de un anciano sin destino que nunca supimos quién fue, ni cómo fue, ni si fue apenas un infundio de la imaginación, un tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida que amábamos con una pasión insaciable que usted no se atrevió ni siquiera a imaginar por miedo de saber lo que nosotros sabíamos de sobra que era ardua y efímera pero que no había otra, general, porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas del balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado.

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