PRIMERA PARTE

1

En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.

Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents.

Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del Hotel-Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres.

Fue aquí, en el lugar más maloliente de todo el reino, donde nació el 17 de julio de 1738 Jean-Baptiste Grenouille. Era uno de los días más calurosos del año. El calor se abatía como plomo derretido sobre el cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de melones podridos y cuerno quemado. Cuando se iniciaron los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures que había destripado previamente. Los pescados, seguramente sacados del Sena aquella misma mañana, apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los cadáveres. Sin embargo, la madre de Grenouille no percibía el olor a pescado podrido o a cadáver porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado y además le dolía todo el cuerpo y el dolor disminuía su sensibilidad a cualquier percepción sensorial externa. Sólo quería que los dolores cesaran, acabar lo más rápidamente posible con el repugnante parto. Era el quinto. Todos los había tenido en el puesto de pescado y las cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas, porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas de las tripas de pescado que cubrían el suelo y no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta al cementerio o al río.

Lo mismo ocurriría hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que todavía conservaba casi todos los dientes y algo de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis y una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad grave y aún esperaba vivir mucho tiempo, quizá cinco o diez años más y tal vez incluso casarse y tener hijos de verdad como la esposa respetable de un artesano viudo, por ejemplo… la madre de Grenouille deseaba que todo pasara cuanto antes. Y cuando empezaron los dolores de parto, se acurrucó bajo el mostrador y parió allí, como hiciera ya cinco veces, y cortó con el cuchillo el cordón umbilical del recién nacido. En aquel momento, sin embargo, a causa del calor y el hedor que ella no percibía como tales, sino como algo insoportable y enervante -como un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno de narcisos-, cayó desvanecida debajo de la mesa y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde quedó inmóvil, con el cuchillo en la mano.

Gritos, carreras, la multitud se agolpa a su alrededor, avisan a la policía. La mujer sigue en el suelo con el cuchillo en la mano; poco a poco, recobra el conocimiento.

– ¿Qué le ha sucedido?

– Nada.

– ¿Qué hace con el cuchillo?

– Nada.

– ¿De dónde procede la sangre de sus refajos?

– De los pescados.

Se levanta, tira el cuchillo y se aleja para lavarse.

Entonces, de modo inesperado, la criatura que yace bajo la mesa empieza a gritar. Todos se vuelven, descubren al recién nacido entre un enjambre de moscas, tripas y cabezas de pescado y lo levantan. Las autoridades lo entregan a una nodriza de oficio y apresan a la madre. Y como ésta confiesa sin ambages que lo habría dejado morir, como por otra parte ya hiciera con otros cuatro, la procesan, la condenan por infanticidio múltiple y dos semanas más tarde la decapitan en la Place de Gréve.


En aquellos momentos el niño ya había cambiado tres veces de nodriza. Ninguna quería conservarlo más de dos días. Según decían, era demasiado voraz, mamaba por dos, robando así la leche a otros lactantes y el sustento a las nodrizas, ya que alimentar a un lactante único no era rentable. El oficial de policía competente, un tal La Fosse, se cansó pronto del asunto y decidió enviar al niño a la central de expósitos y huérfanos de la lejana Rue Saint-Antoine, desde donde el transporte era efectuado por mozos mediante canastas de rafia en las que por motivos racionales hacinaban hasta cuatro lactantes, y como la tasa de mortalidad en el camino era extraordinariamente elevada, por lo que se ordenó a los mozos que sólo se llevaran a los lactantes bautizados y entre éstos, únicamente a aquéllos provistos del correspondiente permiso de transporte que debía estampillarse en Ruán, y como el niño Grenouille no estaba bautizado ni poseía tampoco un nombre que pudiera escribirse en la autorización, y como, por añadidura, no era competencia de la policía poner en las puertas de la inclusa a una criatura anónima sin el cumplimiento de las debidas formalidades… por una serie de dificultades de índole burocrático y administrativo que parecían concurrir en el caso de aquel niño determinado y porque, por otra parte, el tiempo apremiaba, el oficial de policía La Fosse se retractó de su decisión inicial y ordenó entregar al niño a una institución religiosa, previa exigencia de un recibo, para que allí lo bautizaran y decidieran sobre su destino ulterior.

Se deshicieron de él en el convento de Saint-Merri de la Rue Saint-Martin, donde recibió en el bautismo el nombre de Jean-Baptiste. Y como el prior estaba aquellos días de muy buen humor y sus fondos para beneficencia aún no se habían agotado, en vez de enviar al niño a Ruán, decidió criarlo a expensas del convento y con este fin lo hizo entregar a una nodriza llamada Jeanne Bussie, que vivía en la Rue Saint-Denis y a la cual se acordó pagar tres francos semanales por sus cuidados.

2

Varias semanas después la nodriza Jeanne Bussie se presentó ante la puerta del convento de Saint-Merri con una cesta en la mano y dijo al padre Terrier, un monje calvo de unos cincuenta años, que olía ligeramente a vinagre: "-Ahí lo tiene!" y depositó la cesta en el umbral.

– Qué es esto? -preguntó Terrier, inclinándose sobre la cesta y olfateando, pues presentía algo comestible.

– El bastardo de la infanticida de la Rue aux Fers!

El padre metió un dedo en la cesta y descubrió el rostro del niño dormido.

– Tiene buen aspecto. Sonrosado y bien nutrido.

– Porque se ha atiborrado de mi leche, porque me ha chupado hasta los huesos. Pero esto se acabó. Ahora ya podéis alimentarlo vosotros con leche de cabra, con papilla y con zumo de remolacha. Lo devora todo, el bastardo.

El padre Terrier era un hombre comodón. Tenía a su cargo la administración de los fondos destinados a beneficencia, la repartición del dinero entre los pobres y necesitados, y esperaba que se le dieran las gracias por ello y no se le importunara con nada más. Los detalles técnicos le disgustaban mucho porque siempre significaban dificultades y las dificultades significaban una perturbación de su tranquilidad de ánimo que no estaba dispuesto a permitir. Se arrepintió de haber abierto el portal y deseó que aquella persona cogiera la cesta, se marchara a su casa y le dejara en paz con sus problemas acerca del lactante. Se enderezó con lentitud y al respirar olió el aroma de leche y queso de oveja que emanaba de la nodriza. Era un aroma agradable.

– No comprendo qué quieres. En verdad, no comprendo a dónde quieres ir a parar. Sólo sé que a este niño no le perjudicaría en absoluto que le dieras el pecho todavía un buen tiempo.

– A él, no -replicó la nodriza-, sólo a mí. He adelgazado casi cinco kilos, a pesar de que he comido para tres. -Y por cuánto? -Por tres francos semanales!

– Ah, ya lo entiendo -dijo Terrier, casi con alivio-, ahora lo veo claro. Se trata otra vez de dinero.

– No! -exclamó la nodriza.

– Claro que sí! Siempre se trata de dinero. Cuando alguien llama a esta puerta, se trata de dinero. Me gustaría abrirla una sola vez a una persona que viniera por otro motivo. Para traernos un pequeño obsequio, por ejemplo, un poco de fruta o un par de nueces. En otoño hay muchas cosas que nos podrían traer. Flores, quizá. O solamente que alguien viniera a decir en tono amistoso: "Dios sea con vos, padre Terrier, os deseo muy buenos días!" Pero esto no me ocurrirá nunca. Cuando no es un mendigo, es un vendedor, y cuando no es un vendedor, es un artesano, y quien no quiere limosna, presenta una cuenta. Ya no puedo salir a la calle. Cada vez que salgo, no doy ni tres pasos sin verme rodeado de individuos que me piden dinero!

– Yo no -insistió la nodriza.

– Pero te diré una cosa: no eres la única nodriza de la diócesis. Hay centenares de amas de cría de primera clase que competirán entre sí por dar el pecho o criar con papillas, zumos u otros alimentos a este niño encantador por tres francos a la semana…

– Entonces, dádselo a una de ellas.

– …Pero, por otra parte, tanto cambio no es bueno para un niño. Quién sabe si otra leche le sentaría tan bien como la tuya. Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho y al latido de tu corazón.

Y aspiró de nuevo profundamente la cálida fragancia emanada por la nodriza, añadiendo, cuando se dio cuenta deque sus palabras no habían causado ninguna impresión:

– !Llévate al niño a tu casa!. Hablaré del asunto con el prior y le propondré que en lo sucesivo te dé cuatro francos semanales.

– No -rechazó la nodriza.

– Está bien.!Cinco!

– No.

– ¿Cuánto pides, entonces? -gritó Terrier-. Cinco francos son un montón de dinero por el insignificante trabajo de alimentar a un niño pequeño.

– No pido dinero -respondió la nodriza-; sólo quiero sacar de mi casa a este bastardo.

– Pero -¿por qué, buena mujer? -preguntó Terrier, volviendo a meter el dedo en la cesta-. Es un niño precioso, tiene buen color, no grita, duerme bien y está bautizado.

– Está poseído por el demonio.

Terrier sacó la mano de la cesta a toda prisa.

– !Imposible! Es absolutamente imposible que un niño de pecho esté poseído por el demonio. Un niño de pecho no es un ser humano, sólo un proyecto y aún no tiene el alma formada del todo. Por consiguiente, carece de interés para el demonio. -¿Acaso habla ya? -¿Tiene convulsiones? -¿Mueve las cosas de la habitación? -¿Despide mal olor?

– No huele a nada en absoluto -contestó la nodriza.

– ¿Lo ves? Esto es una señal inequívoca. Si estuviera poseído por el demonio, apestaría.

Y con objeto de tranquilizar a la nodriza y poner a prueba el propio valor, Terrier levantó la cesta y la sostuvo bajo su nariz.

– No huelo a nada extraño -dijo, después de olfatear un momento-, a nada fuera de lo común. Sólo el pañal parece despedir algo de olor. -Y acercó la cesta a la nariz de la mujer para que confirmara su impresión.

– No me refiero a eso -dijo la nodriza en tono desabrido, apartando la cesta-. No me refiero al contenido del pañal. Sus excrementos huelen. Es él, el propio bastardo, el que no huele a nada.

– ¡Porque está sano -gritó Terrier-, porque está sano! por esto no huele. Es de sobra conocido que sólo huelen los niños enfermos. Todo el mundo sabe que un niño atacado por las viruelas huele a estiércol de caballo y el que tiene escarlatina, a manzanas pasadas y el tísico, a cebolla. Está sano, no le ocurre nada más. -Acaso tiene que apestar? -Apestan acaso tus propios hijos?

– No -respondió la nodriza-. Mis hijos huelen como deben oler los seres humanos.

Terrier dejó cuidadosamente la cesta en el suelo porque sentía brotar en su interior las primeras oleadas de ira ante la terquedad de la mujer. No podía descartar que en el curso de la disputa acabara necesitando las dos manos para gesticular mejor y no quería que el niño resultara lastimado. Ante todo, sin embargo, enlazó las manos a la espalda, tendió hacia la nodriza su prominente barriga y preguntó con severidad:

– ¿Acaso pretendes saber cómo debe oler un ser humano que, en todo caso (te lo recuerdo, puesto que está bautizado), también es hijo de Dios?

– Sí -afirmó el ama de cría.

– ¿Y afirmas además que, si no huele como tú crees que debe oler (!tú, la nodriza Jeanne Bussie de la Rue Saint-Denis), es una criatura del demonio?

Adelantó la mano izquierda y la sostuvo, amenazadora, con el índice doblado como un signo de interrogación ante la cara de la mujer, que adoptó un gesto reflexivo. No le gustaba que la conversación se convirtiera de repente en un interrogatorio teológico en el que ella llevaría las de perder.

– Yo no he dicho tal cosa -eludió-. Si la cuestión tiene o no algo que ver con el demonio, sois vos quien debe decidirlo, padre Terrier; no es asunto de mi incumbencia. Yo sólo sé una cosa: que este niño me horroriza porque no huele como deben oler los lactantes.

– !Ah! -exclamó Terrier, satisfecho, dejando caer la mano-. Así que te retractas de lo del demonio. Bien. Pero ahora ten la bondad de decirme: -Cómo huele un lactante cuando huele como tú crees que debe oler? Vamos, dímelo.

– Huele bien -contestó la nodriza.

– ¿Qué significa bien? -vociferó Terrier-. Hay muchas cosas que huelen bien. Un ramito de espliego huele bien. El caldo de carne huele bien. Los jardines de Arabia huelen bien. Yo quiero saber cómo huele un niño de pecho.

La nodriza titubeó. Sabía muy bien cómo olían los niños de pecho, lo sabía con gran precisión, no en balde había alimentado, cuidado, mecido y besado a docenas de ellos… Era capaz de encontrarlos de noche por el olor, ahora mismo tenía el olor de los lactantes en la nariz, pero todavía no lo había descrito nunca con palabras.

– ¿Y bien? -apremió Terrier, haciendo castañetear las uñas.

– Pues… -empezó la nodriza- no es fácil de decir porque… porque no huelen igual por todas partes, aunque todas huelen bien. Veréis, padre, los pies, por ejemplo, huelen como una piedra lisa y caliente… no, más bien como el requesón… o como la mantequilla… eso es, huelen a mantequilla fresca. Y el cuerpo huele como… una galleta mojada en leche. Y la cabeza, en la parte de arriba, en la coronilla, donde el pelo forma un remolino, -veis, padre?, aquí, donde vos ya no tenéis nada… -y tocó la calva de Terrier, quien había enmudecido ante aquel torrente de necios detalles e inclinado, obediente, la cabeza-, aquí, precisamente aquí es donde huelen mejor. Se parece al olor del caramelo, no podéis imaginar, padre, lo dulce y maravilloso que es. Una vez se les ha olido aquí, se les quiere, tanto si son propios como ajenos. Y así, y no de otra manera, deben oler los niños de pecho. Cuando no huelen así, cuando aquí arriba no huelen a nada, ni siquiera a aire frío, como este bastardo, entonces… Podéis llamarlo como queráis, padre, pero yo -y cruzó con decisión los brazos sobre el pecho, lanzando una mirada de asco a la cesta, como si contuviera sapos-, ¡yo, Jeanne Bussie, no me vuelvo con esto a casa!

El padre Terrier levantó con lentitud la cabeza inclinada, se pasó dos veces un dedo por la calva, como si quisiera peinársela, deslizó como por casualidad el dedo hasta la punta de la nariz y olfateó, pensativo.

– ¿A caramelo…? -preguntó, intentando encontrar de nuevo el tono severo-. Caramelo -¿Qué sabes tú de caramelo? -Lo has probado alguna vez?

– No directamente -respondió la nodriza-, pero una vez estuve en un gran hotel de la Rue Saint-Honorè y vi cómo lo hacían con azúcar fundido y crema. Olía tan bien, que nunca más lo he olvidado.

– Está bien, ya basta -dijo Terrier, apartando el dedo de la nariz-. Ahora te ruego que calles. Es muy fatigoso para mí continuar hablando contigo a este nivel. Colijo que te niegas, por los motivos que sean, a seguir alimentando al lactante que te había sido confiado, Jean-Baptiste Grenouille, y que lo pones de nuevo bajo la tutela del convento de Saint-Merri. Lo encuentro muy triste, pero no puedo evitarlo. Estás despedida.

Cogió la cesta, respiró una vez más la cálida fragancia de la lana impregnada de leche, que ya se dispersaba, y cerró la puerta con cerrojo, tras lo cual se dirigió a su despacho.

3

El padre Terrier era un hombre culto. No sólo había estudiado teología, sino también leído a los filósofos y profundizado además en la botánica y la alquimia. Confiaba en la fuerza de su espíritu crítico, aunque nunca se habría aventurado, como hacían muchos, a poner en tela de juicio los milagros, los oráculos y la verdad de los textos de las Sagradas Escrituras, pese a que en rigor la razón sola no bastaba para explicarlos y a veces incluso los contradecía. Prefería abstenerse de ahondar en semejantes problemas, que le resultaban desagradables y sólo conseguirían sumirle en la más penosa inseguridad e inquietud cuando, precisamente para servirse de la razón, necesitaba gozar de seguridad y sosiego. Había cosas, sin embargo, contra las cuales luchaba a brazo partido y éstas eran las supersticiones del pueblo llano: brujería, cartomancia, uso de amuletos, hechizos, conjuros, ceremonias en días de luna llena y otras prácticas. Era muy deprimente ver el arraigo de tales creencias paganas después de un milenio de firme establecimiento del cristianismo. La mayoría de casos de las llamadas alianzas con Satanás y posesiones del demonio también resultaban, al ser considerados más de cerca, un espectáculo supersticioso. Ciertamente, Terrier no iría tan lejos como para negar la existencia de Satanás o dudar de su poder; la resolución de semejantes problemas, fundamentales en la teología, incumbía a esferas que estaban fuera del alcance de un simple monje. Por otra parte, era evidente que cuando una persona ingenua como aquella nodriza afirmaba haber descubierto a un espíritu maligno, no podía tratarse del demonio. Su misma creencia de haberlo visto era una prueba segura de que no existía ninguna intervención demoníaca, puesto que el diablo no sería tan tonto como para dejarse sorprender por la nodriza Jeanne Bussie. Y encima aquella historia de la nariz. Del primitivo órgano del olfato, el más bajo de los sentidos Como si el infierno oliera a azufre y el paraíso a incienso y mirra. La peor de las supersticiones, que se remontaba al pasado más remoto y pagano, cuando los hombres aún vivían como animales, no poseían la vista aguda, no conocían los colores, pero se creían capaces de oler la sangre y de distinguir por el olor entre amigos y enemigos, se veían a sí mismos husmeados por gigantes caníbales, hombres lobos, y ofrecían a sus horribles dioses holocaustos apestosos y humeantes. Qué espanto "Ve el loco con la nariz" más que con los ojos y era probable que la luz del don divino de la razón tuviera que brillar mil años más antes de que desaparecieran los últimos restos de la religión primitiva.

– Ah, y el pobre niño. La inocente criatura. Yace en la canasta y dormita, ajeno a las repugnantes sospechas concebidas contra él. Esa desvergonzada osa afirmar que no hueles como deben oler los hijos de los hombres. ¿Qué te parece? ¿Qué dices a esto, eh, chiquirrinín?

Y meciendo después con cuidado la cesta sobre sus rodillas, acarició con un dedo la cabeza del niño, diciendo de vez en cuando "chiquirrinín" porque lo consideraba una expresión cariñosa y tranquilizadora para un lactante.

– Dicen que debes oler a caramelo. ¡Vaya tontería! ¿Verdad, chiquirrinín?

Al cabo de un rato se llevó el dedo a la nariz y olfateó, pero sólo olió a la col fermentada que había comido al mediodía.

Vaciló un momento, miró a su alrededor por si le observaba alguien, levantó la cesta y hundió en ella su gruesa nariz. La bajó mucho, hasta que los cabellos finos y rojizos del niño le hicieron cosquillas en la punta, e inspiró sobre la cabeza con la esperanza de captar algún olor. No sabía con certeza a qué debían oler las cabezas de los lactantes pero, naturalmente, no a caramelo, esto seguro, porque el caramelo era azúcar fundido y un lactante que sólo había tomado leche no podía oler a azúcar fundido. A leche, en cambio, sí, a leche de nodriza, pero tampoco olía a leche. También podía oler a cabellos, a piel y cabellos y tal vez un poquito a sudor infantil. Y Terrier olfateó, imaginándose que olería a piel, cabellos y un poco a sudor infantil. Pero no olió a nada. Absolutamente a nada. Por lo visto, los lactantes no huelen a nada, pensó, debe ser esto. Un niño de pecho siempre limpio y bien lavado no debe oler, del mismo modo que no habla ni corre ni escribe. Estas cosas llegan con la edad. De hecho, el ser humano no despide ningún olor hasta que alcanza la pubertad. Esta es la razón y no otra. ¿Acaso no escribió Horacio: "Está en celo el adolescente y exhala la doncella la fragancia de un narciso blanco en flor…"? ¡Y los romanos entendían bastante de estas cosas! El olor de los seres humanos es siempre un aroma carnal y por lo tanto pecaminoso, y, ¿a qué podría oler un niño de pecho que no conoce ni en sueños los pecados de la carne? ¿A qué podría oler, chiquirrinín? ¡A nada!

Se había colocado de nuevo la cesta sobre las rodillas y la mecía con suavidad. El niño seguía durmiendo profundamente. Tenía el puño derecho, pequeño y rojo, encima de la colcha y se lo llevaba con suavidad de vez en cuando a la mejilla.

Terrier sonrió y sintió un hondo y repentino bienestar. Por un momento se permitió el fantástico pensamiento de que era él el padre del niño. No era ningún monje, sino un ciudadano normal, un hábil artesano, tal vez, que se había casado con una mujer cálida, que olía a leche y lana, con la cual había engendrado un hijo que ahora mecía sobre sus propias rodillas, su propio hijo, ¿eh, chiquirrinín? Este pensamiento le infundió bienestar, era una idea llena de sentido. Un padre mece a su hijo sobre las rodillas, ¿verdad chiquirrinín?, la imagen era tan vieja como el mundo y sería a la vez siempre nueva y hermosa mientras el mundo existiera. ¡Ah, sí! Terrier sintió calor en el corazón y su ánimo se tornó sentimental.

Entonces el niño se despertó. Se despertó primero con la nariz. La naricilla se movió, se estiró hacia arriba y olfateó. Inspiró aire y lo expiró a pequeñas sacudidas, como en un estornudo incompleto. Luego se arrugó y el niño abrió los ojos. Los ojos eran de un color indefinido, entre gris perla y blanco opalino tirando a cremoso, cubiertos por una especie de película viscosa y al parecer todavía poco adecuados para la visión. Terrier tuvo la impresión de que no le veían. La nariz, en cambio, era otra cosa. Así como los ojos mates del niño bizqueaban sin ver, la nariz parecía apuntar hacia un blanco fijo y Terrier tuvo la extraña sensación de que aquel blanco era él, su persona, el propio Terrier. Las diminutas ventanillas de la nariz y los diminutos orificios en el centro del rostro infantil se esponjaron como un capullo al abrirse. O más bien como las hojas de aquellas pequeñas plantas carnívoras que se cultivaban en el jardín botánico del rey. Y al igual que éstas, parecían segregar un misterioso líquido. A Terrier se le antojó que el niño le veía con la nariz, de un modo más agudo, inquisidor y penetrante de lo que puede verse con los ojos, como si a través de su nariz absorbiera algo que emanaba de él, Terrier, algo que no podía detener ni ocultar…!El niño inodoro le olía con el mayor descaro, eso era ¡Le husmeaba! Y Terrier se imaginó de pronto a sí mismo apestando a sudor y a vinagre, a chucrut y a ropa sucia. Se vio desnudo y repugnante y se sintió escudriñado por alguien que no revelaba nada de sí mismo. Le pareció incluso que le olfateaba hasta atravesarle la piel para oler sus entrañas. Los sentimientos más tiernos y las ideas más sucias quedaban al descubierto ante aquella pequeña y viva nariz, que aún no era una nariz de verdad, sino sólo un botón, un órgano minúsculo y agujereado que no paraba de retorcerse, esponjarse y temblar. Terrier sintió terror y asco y arrugó la propia nariz como ante algo maloliente cuya proximidad le repugnase. Olvidó la dulce y atrayente idea de que podía ser su propia carne y sangre. Rechazó el idilio sentimental de padre e hijo y madre fragante. Quedó rota la agradable y acogedora fantasía que había tejido en torno a sí mismo y al niño. Sobre sus rodillas yacía un ser extraño y frío, un animal hostil, y si no hubiera tenido un carácter mesurado, imbuido de temor de Dios y de criterios racionales, lo habría lanzado lejos de sí en un arranque de asco, como si se tratase de una araña.

Se puso en pie de un salto y dejó la cesta sobre la mesa. Quería deshacerse de aquello lo más de prisa posible, lo antes posible, inmediatamente.

Y entonces aquello empezó a gritar. Apretó los ojos, abrió las fauces rojas y chilló de forma tan estridente que a Terrier se le heló la sangre en las venas. Sacudió la cesta con el brazo estirado y chilló "chiquirrinín" para hacer callar al niño, pero éste intensificó sus alaridos y el rostro se le amorató como si estuviera a punto de estallar a fuerza de gritos.

¡A la calle con él!, pensó Terrier; a la calle inmediatamente con este… "demonio" estuvo a punto de decir, pero se dominó a tiempo… ¡a la calle con este monstruo!, este niño insoportable Pero ¿a dónde lo llevo? Conocía a una docena de nodrizas y orfanatos del barrio, pero estaban demasiado cerca, demasiado próximos a su persona, tenía que llevar aquello más lejos, tan lejos que no pudieran oírlo, tan lejos que no pudieran dejarlo de nuevo ante la puerta en cualquier momento; a otra diócesis, si era posible, y a la otra orilla, todavía mejor, y lo mejor de todo extramuros, al Faubourg Saint-Antoine, ¡eso mismo! Allí llevaría al diablillo chillón, hacia el este, muy lejos, pasada la Bastilla, donde cerraban las puertas de noche.

Y se recogió la sotana, agarró la cesta vociferante y echó a correr por el laberinto de callejas hasta la Rue du Faubourg Saint-Antoine, y de allí por la orilla del Sena hacia el este y fuera de la ciudad, muy, muy lejos, hasta la Rue de Charonne y el extremo de ésta, donde conocía las señas, cerca del convento de la Madeleine de Trenelle, de una tal madame Gaillard, que aceptaba a niños de cualquier edad y condición, siempre que alguien pagara su hospedaje, y allí entregó al niño, que no había cesado de gritar, pagó un año por adelantado, regresó corriendo a la ciudad y, una vez llegado al convento, se despojó de sus ropas como si estuvieran contaminadas, se lavó de pies a cabeza y se acostó en su celda, se santiguó muchas veces, oró largo rato y por fin, aliviado, concilió el sueño.

4

Aunque no contaba todavía treinta años, madame Gaillard ya tenía la vida a sus espaldas. Su aspecto exterior correspondía a su verdadera edad, pero al mismo tiempo aparentaba el doble, el triple y el céntuplo de sus años, es decir, parecía la momia de una jovencita. Interiormente, hacía mucho tiempo que estaba muerta. De niña había recibido de su padre un golpe en la frente con el atizador, justo encima del arranque de la nariz, y desde entonces carecía del sentido del olfato y de toda sensación de frío y calor humano, así como de cualquier pasión. Tras aquel único golpe, la ternura le fue tan ajena como la aversión, y la alegría tan extraña como la desesperanza. No sintió nada cuando más tarde cohabitó con un hombre y tampoco cuando parió a sus hijos. No lloró a los que se le murieron ni se alegró de los que le quedaron. Cuando su marido le pegaba, no se estremecía, y no experimentó ningún alivio cuando él murió del cólera en el Hotel-Dieu. Las dos únicas sensaciones que conocía eran un ligerísimo decaimiento cuando se aproximaba la jaqueca mensual y una ligerísima animación cuando desaparecía. Salvo en estos dos casos, aquella mujer muerta no sentía nada.

Por otra parte… o tal vez precisamente a causa de su total falta de emoción, madame Gaillard poseía un frío sentido del orden y de la justicia. No favorecía a ninguno de sus pupilos, pero tampoco perjudicaba a ninguno. Les daba tres comidas al día y ni un bocado más. Cambiaba los pañales a los más pequeños tres veces diarias, pero sólo hasta que cumplían dos años. El que se ensuciaba los calzones a partir de entonces recibía en silencio una bofetada y una comida de menos. La mitad justa del dinero del hospedaje era para la manutención de los niños, la otra mitad se la quedaba ella. En tiempos de prosperidad no intentaba aumentar sus beneficios, pero en los difíciles no añadía ni un "sou", aunque se presentara un caso de vida o muerte. De otro modo el negocio no habría sido rentable para ella. Necesitaba el dinero y lo había calculado todo con exactitud. Quería disfrutar de una pensión en su vejez y además poseer lo suficiente para poder morir en su casa y no estirar la pata en el Hotel-Dieu, como su marido. La muerte de éste la había dejado fría, pero le horrorizaba morir en público junto a centenares de personas desconocidas. Quería poder pagarse una muerte privada y para ella necesitaba todo el margen del dinero del hospedaje. Era cierto que algunos inviernos se le morían tres o cuatro de las dos docenas de pequeños pupilos, pero aun así su porcentaje era mucho menor que el de la mayoría de otras madres adoptivas, para no hablar de las grandes inclusas estatales o religiosas, donde solían morir nueve de cada diez niños. Claro que era muy fácil reemplazarlos. París producía anualmente más de diez mil niños abandonados, bastardos y huérfanos, así que las bajas apenas se notaban.

Para el pequeño Grenouille, el establecimiento de madame Gaillard fue una bendición. Seguramente no habría podido sobrevivir en ningún otro lugar. Aquí, en cambio, en casa de esta mujer pobre de espíritu, se crió bien. Era de constitución fuerte; quien sobrevive al propio nacimiento entre desperdicios, no se deja echar de este mundo así como así. Podía tomar día tras día sopas aguadas, nutrirse con la leche más diluida y digerir las verduras más podridas y la carne en mal estado. Durante su infancia sobrevivió al sarampión, la disentería, la varicela, el cólera, una caída de seis metros en un pozo y la escaldadura del pecho con agua hirviendo. Como consecuencia de todo ello le quedaron cicatrices, arañazos, costras y un pie algo estropeado que le hacía cojear, pero vivía. Era fuerte como una bacteria resistente, y frugal como la garrapata, que se inmoviliza en un árbol y vive de una minúscula gota de sangre que chupó años atrás. Una cantidad mínima de alimento y de ropa bastaba para su cuerpo. Para el alma no necesitaba nada. La seguridad del hogar, la entrega, la ternura, el amor -o como se llamaran las cosas consideradas necesarias para un niño- eran totalmente superfluas para el niño Grenouille. Casi afirmaríamos que él mismo las había convertido en superfluas desde el principio, a fin de poder sobrevivir. El grito que siguió a su nacimiento, el grito exhalado bajo el mostrador donde se cortaba el pescado, que sirvió para llamar la atención sobre sí mismo y enviar a su madre al cadalso, no fue un grito instintivo en demanda de compasión y amor, sino un grito bien calculado, casi diríamos calculado con madurez, mediante el cual el recién nacido se decidió "contra" el amor y "a favor" de la vida. Dadas las circunstancias, ésta sólo era posible sin aquél, y si el niño hubiera exigido ambas cosas, no cabe duda de que habría perecido sin tardanza. En aquel momento habría podido elegir la segunda posibilidad que se le ofrecía, callar y recorrer el camino del nacimiento a la muerte sin el desvío de la vida, ahorrando con ello muchas calamidades a sí mismo y al mundo, pero tan prudente decisión habría requerido un mínimo de generosidad innata y Grenouille no la poseía. Fue un monstruo desde el mismo principio. Eligió la vida por pura obstinación y por pura maldad.


Como es natural, no decidió como decide un hombre adulto, que necesita una mayor o menor sensatez y experiencia para escoger entre diferentes opciones. Adoptó su decisión de un modo vegetativo, como decide una judía desechada si ahora debe germinar o continuar en su estado actual.

O como aquella garrapata del árbol, para la cual la vida es sólo una perpetua hibernación. La pequeña y fea garrapata, que forma una bola con su cuerpo de color gris plomizo para ofrecer al mundo exterior la menor superficie posible; que hace su piel dura y lisa para no secretar nada, para no transpirar ni una gota de sí misma. La garrapata, que se empequeñece para pasar desapercibida, para que nadie la vea y la pise. La solitaria garrapata, que se encoge y acurruca en el árbol, ciega, sorda y muda, y sólo husmea, husmea durante años y a kilómetros de distancia la sangre de los animales errantes, que ella nunca podrá alcanzar por sus propias fuerzas. Podría dejarse caer; podría dejarse caer al suelo del bosque, arrastrarse unos milímetros con sus seis patitas minúsculas y dejarse morir bajo las hojas, lo cual Dios sabe que no sería ninguna lástima. Pero la garrapata, terca, obstinada y repugnante, permanece acurrucada, vive y espera. Espera hasta que la casualidad más improbable le lleve la sangre en forma de un animal directamente bajo su árbol. Sólo entonces abandona su posición, se deja caer y se clava, perfora y muerde la carne ajena…


Igual que esta garrapata era el niño Grenouille. Vivía encerrado en sí mismo como en una cápsula y esperaba mejores tiempos. sus excrementos eran todo lo que daba al mundo; ni una sonrisa, ni un grito, ni un destello en la mirada, ni siquiera el propio olor. Cualquier otra mujer habría echado de su casa a este niño monstruoso. No así madame Gaillard. No podía oler la falta de olor del niño y no esperaba ninguna emoción de él porque su propia alma estaba sellada.

En cambio, los otros niños intuyeron en seguida que Grenouille era distinto. El nuevo les infundió miedo desde el primer día; evitaron la caja donde estaba acostado y se acercaron mucho a sus compañeros de cama, como si hiciera más frío en la habitación. Los más pequeños gritaron muchas veces durante la noche, como si una corriente de aire cruzara el dormitorio. Otros soñaron que algo les quitaba el aliento. Un día los mayores se unieron para ahogarlo y le cubrieron la cara con trapos, mantas y paja y pusieron encima de todo ello unos ladrillos. Cuando madame Gaillard lo desenterró a la mañana siguiente, estaba magullado y azulado, pero no muerto. Lo intentaron varias veces más, en vano. Estrangularlo con las propias manos o taponarle la boca o la nariz habría sido un método más seguro, pero no se atrevieron. No querían tocarlo; les inspiraba el mismo asco que una araña gorda a la que no se quiere aplastar con la mano.


Cuando creció un poco, abandonaron los intentos de asesinarlo. Se habían convencido de que era indestructible. En lugar de esto, le rehuían, corrían para apartarse de él y en todo momento evitaban cualquier contacto. No lo odiaban, ni tampoco estaban celosos de él o ávidos de su comida. En casa de madame Gaillard no existía el menor motivo para estos sentimientos. Les molestaba su presencia, simplemente. No podían percibir su olor. Le tenían miedo.

5

Y no obstante, visto de manera objetiva, no tenía nada que inspirase miedo. No era muy alto -cuando creció- ni robusto; feo, desde luego, pero no hasta el extremo de causar espanto. No era agresivo ni torpe ni taimado y no provocaba nunca; prefería mantenerse al margen. Tampoco su inteligencia parecía desmesurada. Hasta los tres años no se puso de pie y no dijo la primera palabra hasta los cuatro; fue la palabra "pescado", que pronunció como un eco en un momento de repentina excitación cuando un vendedor de pescado pasó por la Rue de Charonne anunciando a gritos su mercancía. Sus siguientes palabras fueron "pelargonio", "establo de cabras", "berza" y "Jacques L’orreur", nombre este último de un ayudante de jardinero del contiguo convento de las Filles de la Croix, que de vez en cuando realizaba trabajos pesados para madame Gaillard y se distinguía por no haberse lavado ni una sola vez en su vida.

Los verbos, adjetivos y preposiciones le resultaban más difíciles. Hasta el "sí" y el "no" -que, por otra parte, tardó mucho en pronunciar-, sólo dijo sustantivos o, mejor dicho, nombres propios de cosas concretas, plantas, animales y hombres, y sólo cuando estas cosas, plantas, animales u hombres, le sorprendían de improviso por su olor.


Sentado al sol de marzo sobre un montón de troncos de haya, que crujían por el calor, pronunció por primera vez la palabra "leña". Había visto leña más de cien veces y oído la palabra otras tantas y, además, comprendía su significado porque en invierno le enviaban muy a menudo en su busca. Sin embargo, nunca le había interesado lo suficiente para pronunciar su nombre, lo cual hizo por primera vez aquel día de marzo, mientras estaba sentado sobre el montón de troncos, colocados como un banco bajo el tejado saliente del cobertizo de madame Gaillard, que daba al sur. Los troncos superiores tenían un olor dulzón de madera chamuscada, los inferiores olían a musgo y la pared de abeto rojo del cobertizo emanaba un cálido aroma de resina.

Grenouille, sentado sobre el montón de troncos con las piernas estiradas y la espalda apoyada contra la pared del cobertizo, había cerrado los ojos y estaba inmóvil. No veía, oía ni sentía nada, sólo percibía el olor de la leña, que le envolvía y se concentraba bajo el tejado como bajo una cofia.

Aspiraba este olor, se ahogaba en él, se impregnaba de él hasta el último poro, se convertía en madera, en un muñeco de madera, en un Pinocho, sentado como muerto sobre los troncos hasta que, al cabo de mucho rato, tal vez media hora, vomitó la palabra "madera", la arrojó por la boca como si estuviera lleno de madera hasta las orejas, como si pugnara por salir de su garganta después de invadirle la barriga, el cuello y la nariz. Y esto le hizo volver en sí y le salvó cuando la abrumadora presencia de la madera, su aroma, amenazaba con ahogarle.

Se despertó del todo con un sobresalto, bajó resbalando por los troncos y se alejó tambaleándose, como si tuviera piernas de madera. Aún varios días después seguía muy afectado por la intensa experiencia olfatoria y cuando su recuerdo le asaltaba con demasiada fuerza, murmuraba "madera, madera", como si fuera un conjuro.


Así aprendió a hablar. Las palabras que no designaban un objeto oloroso, o sea, los conceptos abstractos, ante todo de índole ética y moral, le presentaban serias dificultades. No podía retenerlas, las confundía entre sí, las usaba, incluso de adulto, a la fuerza y muchas veces impropiamente: justicia, conciencia, Dios, alegría, responsabilidad; humildad, gratitud, etcétera, expresaban ideas enigmáticas para él.

Por el contrario, el lenguaje corriente habría resultado pronto escaso para designar todas aquellas cosas que había ido acumulando como conceptos olfativos. Pronto, no olió solamente a madera, sino a clases de madera, arce, roble, pino, olmo, peral, a madera vieja, joven, podrida, mohosa, musgosa e incluso a troncos y astillas individuales y a distintas clases de aserrín y los distinguía entre sí como objetos claramente diferenciados, como ninguna otra persona habría podido distinguirlos con los ojos. Y lo mismo le ocurría con otras cosas. Sabía que aquella bebida blanca que madame Gaillard daba todas las mañanas a sus pupilos se llamaba sólo leche, aunque para Grenouille cada mañana olía y sabía de manera distinta, según lo caliente que estaba la vaca de que procedía, el alimento de esta vaca, la cantidad de nata que contenía, etcétera…, que el humo, aquella mezcla de efluvios que constaba de cien aromas diferentes y cuyo tornasol se transformaba no ya cada minuto, sino cada segundo, formando una nueva unidad, como el humo del fuego, sólo tenía un nombre, "humo"…que la tierra, el paisaje, el aire, que a cada paso y a cada aliento eran invadidos por un olor distinto y animados, en consecuencia, por otra identidad, sólo se designaban con aquellas tres simples palabras… Todas estas grotescas desproporciones entre la riqueza del mundo percibido por el olfato y la pobreza del lenguaje hacían dudar al joven Grenouille del sentido de la lengua y sólo se adaptaba a su uso cuando el contacto con otras personas lo hacía imprescindible.


A los seis años ya había captado por completo su entorno mediante el olfato. No había ningún objeto en casa de madame Gaillard, ningún lugar en el extremo norte de la Rue de Charonne, ninguna persona, ninguna piedra, ningún árbol, arbusto o empalizada, ningún rincón, por pequeño que fuese, que no conociera, reconociera y retuviera en su memoria olfativamente, con su identidad respectiva. Había reunido y tenía a su disposición diez mil, cien mil aromas específicos, todos con tanta claridad, que no sólo se acordaba de ellos cuando volvía a olerlos, sino que los olía realmente cuando los recordaba; y aún más, con su sola fantasía era capaz de combinarlos entre sí, creando nuevos olores que no existían en el mundo real. Era como si poseyera un inmenso vocabulario de aromas que le permitiera formar a voluntad enormes cantidades de nuevas combinaciones olfatorias… a una edad en que otros niños tartamudeaban con las primeras palabras aprendidas, las frases convencionales, a todas luces insuficientes para la descripción del mundo. Si acaso, lo único con que podía compararse su talento era la aptitud musical de un niño prodigio que hubiera captado en las melodías y armonías el alfabeto de los distintos tonos y ahora compusiera él mismo nuevas melodías y armonías, con la salvedad de que el alfabeto de los olores era infinitamente mayor y más diferenciado que el de los tonos, y también de que la actividad creadora del niño prodigio Grenouille se desarrollaba únicamente en su interior y no podía ser percibida por nadie más que por él mismo.


Se fue volviendo cada vez más introvertido. Le gustaba vagar solo y sin rumbo por la parte norte del Faubourg Saint-Antoine, cruzando huertos, viñas y prados. Muchas veces no regresaba a casa por la noche y estaba días enteros sin aparecer. Luego sufría el correspondiente castigo de los bastonazos sin ninguna expresión de dolor. Ni el arresto domiciliario ni el ayuno forzoso ni el trabajo redoblado podían cambiar su conducta. La asistencia esporádica de un año y medio a la escuela parroquial de Notre Dame de Bon Secours no produjo un efecto aparente. Aprendió a deletrear y a escribir el propio nombre, pero nada más. Su maestro le tenía por un imbécil.

En cambio, madame Gaillard se percató de que poseía determinadas facultades y cualidades que eran extraordinarias, por no decir sobrenaturales. Por ejemplo, parecía totalmente inmune al temor infantil de la oscuridad y la noche. Se le podía mandar a cualquier hora con algún encargo al sótano, o donde los otros niños no se atrevían a ir ni con una linterna, o al cobertizo a buscar leña en una noche oscura como boca de lobo. Y nunca llevaba consigo una luz, a pesar de lo cual encontraba lo que buscaba y volvía en seguida con su carga, sin dar un paso en falso ni tropezar ni derribar nada. Y aún más notable era algo que madame Gaillard creía haber comprobado: daba la impresión de que veía a través del papel, la tela o la madera y, sí, incluso a través de las paredes y las puertas cerradas.

Sabía cuántos niños y cuáles de ellos se hallaban en el dormitorio sin haber entrado en él y también sabía cuándo se escondía una oruga en la coliflor antes de partirla. Y una vez que ella había ocultado tan bien el dinero, que no lo encontraba (cambiaba el escondite), señaló sin buscar un segundo un lugar detrás de la viga de la chimenea y en efecto, ¡allí estaba! Incluso podía ver el futuro, pues anunciaba la visita de una persona mucho antes de su llegada y predecía infaliblemente la proximidad de una tormenta antes de que apareciera en el cielo la más pequeña nube. Madame Gaillard no habría imaginado ni en sueños, ni siquiera aunque el atizador le hubiera dejado indemne el sentido del olfato, que todo esto no lo veía con los ojos, sino que lo husmeaba con una nariz que cada vez olía con más intensidad y precisión: la oruga en la col, el dinero detrás de la viga, las personas a través de las paredes y a una distancia de varias manzanas. Estaba convencida de que el muchacho -imbécil o no- era un vidente y como sabía que los videntes ocasionaban calamidades e incluso la muerte, empezó a sentir miedo, un miedo que se incrementó ante la insoportable idea de vivir bajo el mismo techo con alguien que tenía el don de ver a través de paredes y vigas un dinero escondido cuidadosamente, por lo que en cuanto descubrió esta horrible facultad de Grenouille ardió en deseos de deshacerse de él y dio la casualidad de que por aquellas mismas fechas -Grenouille tenía ocho años- el convento de Saint-Merri suspendió sus pagos anuales sin indicar el motivo. Madame Gaillard no hizo ninguna reclamación; por decoro, esperó otra semana y al no llegar tampoco entonces el dinero convenido, cogió al niño de la mano y fue con él a la ciudad.


En la Rue de la Mortellerie, cerca del río, conocía a un curtidor llamado Grimal que tenía una necesidad notoria de mano de obra joven, no de aprendices u oficiales, sino de jornaleros baratos. En el oficio había trabajos -limpiar de carne las pieles putrefactas de animales, mezclar líquidos venenosos para curtir y teñir, preparar el tanino cáustico para el curtido- tan peligrosos que un maestro responsable no los confiaba, si podía evitarlo, a sus trabajadores especializados, sino a maleantes sin trabajo, vagabundos e incluso niños sin amo por los cuales nadie preguntaba en caso de una desgracia. Como es natural, madame Gaillard sabía que en el taller de Grimal, el niño Grenouille tendría pocas probabilidades de sobrevivir, pero no era mujer para preocuparse por ello. Ya había cumplido con su deber; el plazo del hospedaje había tocado a su fin. Lo que pudiera ocurrirle ahora a su antiguo pupilo no le concernía en absoluto. Si sobrevivía, mejor para él, y si moría, daba igual; lo importante era no infringir la ley.

Exigió a monsieur Grimal una declaración por escrito de que se hacía cargo del muchacho, firmó por su parte el recibo de quince francos de comisión y emprendió el regreso a su casa de la Rue de Charonne, sin sentir la menor punzada de remordimiento. Por el contrario, creía haber obrado no sólo bien, sino además con justicia, puesto que seguir manteniendo a un niño por el que nadie pagaba redundaría en perjuicio de los otros niños e incluso de sí misma y pondría en peligro el futuro de los demás pupilos y su propio futuro, es decir, su propia muerte privada, que era el único deseo que tenía en la vida.


Dado que abandonamos a madame Gaillard en este punto de la historia y no volveremos a encontrarla más tarde, queremos describir en pocas palabras el final de sus días. Aunque muerta interiormente desde niña, madame Gaillard alcanzó para su desgracia una edad muy avanzada. En 1782, con casi setenta años, cerró su negocio y se dedicó a vivir de renta en su pequeña vivienda, esperando la muerte. Pero la muerte no llegaba. En su lugar llegó algo con lo que nadie en el mundo habría podido contar y que jamás había sucedido en el país, a saber, una revolución, o sea una transformación radical del conjunto de condiciones sociales, morales y trascendentales.

Al principio, esta revolución no afectó en nada al destino personal de madame Gaillard. Sin embargo, con posterioridad -cuando casi tenía ochenta años-, sucedió que el hombre que le pagaba la renta se vio obligado a emigrar y sus bienes fueron expropiados y pasaron a manos de un fabricante de calzas. Durante algún tiempo pareció que tampoco este cambio tendría consecuencias fatales para madame Gaillard, ya que el fabricante de calzas siguió pagando puntualmente la renta. No obstante, llegó un día en que le pagó el dinero no en monedas contantes y sonantes, sino en forma de pequeñas hojas de papel impreso, y esto marcó el principio de su fin material.

Pasados dos años, la renta ya no llegaba ni para pagar la leña. Madame Gaillard se vio obligada a vender la casa, y a un precio irrisorio además, porque de repente había millares de personas que, como ella, también tenían que vender su casa. Y de nuevo le pagaron con aquellas malditas hojas que al cabo de otros dos años habían perdido casi todo su valor, hasta que en 1797 -se acercaba ya a los noventa- perdió toda la fortuna amasada con su trabajo esforzado y secular y fue a alojarse en una diminuta habitación amueblada de la Rue des Coquelles. Y entonces, con un retraso de diez o veinte años, llegó la muerte en forma de un lento tumor en la garganta que primero le quitó el apetito y luego le arrebató la voz, por lo que no pudo articular ninguna protesta cuando se la llevaron al Hotel-Dieu. Allí la metieron en la misma sala atestada de moribundos donde había muerto su marido, le acostaron en una cama con otras cinco mujeres totalmente desconocidas, que yacían cuerpo contra cuerpo, y la dejaron morir durante tres semanas a la vista de todos. Entonces la introdujeron en un saco, que cosieron, la tiraron a las cuatro de la madrugada a una carreta junto con otros cincuenta cadáveres y la llevaron, acompañada por el repiqueteo de una campanilla, al recién inaugurado cementerio de Clamart, a casi dos kilómetros de las puertas de la ciudad, donde la enterraron en una fosa común bajo una gruesa capa de cal viva.


Esto sucedió el año 1799. Gracias a Dios, madame Gaillard no presentía nada de este destino que tenía reservado cuando aquel día del año 1747 regresó a casa tras abandonar al muchacho Grenouille y nuestra historia. Es probable que hubiese perdido su fe en la justicia y con ella el único sentido de la vida que era capaz de comprender.

6

Después de la primera mirada que dirigió a monsieur Grimal o, mejor dicho, después del primer husmeo con que absorbió el aura olfativa de Grimal, supo Grenouille que este hombre sería capaz de matarle a palos a la menor insubordinación. Su vida valía tanto como el trabajo que pudiera realizar, dependía únicamente de la utilidad que Grimal le atribuyera, de modo que Grenouille se sometió y no intentó rebelarse ni una sola vez. Día tras día concentraba en su interior toda la energía de su terquedad y espíritu de contradicción empleándola solamente para sobrevivir como una garrapata al período glacial que estaba atravesando; resistente, frugal, discreto, manteniendo al mínimo, pero con sumo cuidado, la llama de la esperanza vital.

Se convirtió en un ejemplo de docilidad, laboriosidad y modestia, obedecía en el acto, se contentaba con cualquier comida. Por la noche se dejaba encerrar en un cuartucho adosado al taller donde se guardaban herramientas y pieles saladas. Allí dormía sobre el suelo gastado por el uso. Durante el día trabajaba de sol a sol, en invierno ocho horas y en verano catorce, quince y hasta dieciséis; limpiaba de carne las hediondas pieles, las enjuagaba, pelaba, blanqueaba, cauterizaba y abatanaba, las impregnaba de tanino, partía leña, descortezaba abedules y tejos, bajaba al noque, lleno de vapor cáustico, y colocaba pieles y cortezas a capas; tal como le indicaban los oficiales, esparcía agallas machacadas por encima y cubría la espantosa hoguera con ramas de tejo y tierra. Años después tuvo que apartarlo todo para extraer de su tumba las pieles momificadas, convertidas en cuero.


Cuando no enterraba o desenterraba pieles, acarreaba agua. Durante meses acarreó agua desde el río, cada vez dos cubos, cientos de cubos al día, pues el taller necesitaba ingentes cantidades de agua para lavar, ablandar, hervir y teñir. Durante meses vivió con el cuerpo siempre húmedo de tanto acarrear agua; por las noches la ropa le chorreaba y tenía la piel fría, esponjada y blanda como el cuero lavado.

Al cabo de un año de esta existencia más animal que humana, contrajo el ántrax maligno, una temida enfermedad de los curtidores que suele producir la muerte. Grimal ya le había desahuciado y empezado a buscar un sustituto, -no sin lamentarlo, porque no había tenido nunca un trabajador más frugal y laborioso- cuando Grenouille, contra todo pronóstico, superó la enfermedad. Sólo le quedaron cicatrices de los grandes ántrax negros que tuvo detrás de las orejas, en el cuello y en las mejillas, que lo desfiguraban, afeándolo todavía más. Aparte de salvarse, adquirió -ventaja inapreciable- la inmunidad contra el mal, de modo que en lo sucesivo podría descarnar con manos agrietadas y ensangrentadas las pieles más duras sin correr el peligro de contagiarse.

En esto no sólo se distinguía de los aprendices y oficiales, sino también de sus propios sustitutos potenciales. Y como ahora ya no era tan fácil de reemplazar como antes, el valor de su trabajo se incrementó y también, por consiguiente, el valor de su vida. De improviso ya no tuvo que dormir sobre el santo suelo, sino que pudo construirse una cama de madera en el cobertizo y obtuvo paja y una manta propia. Ya no le encerraban cuando se acostaba y la comida mejoró. Grimal había dejado de considerarle un animal cualquiera; ahora era un animal doméstico útil.


Cuando tuvo doce años, Grimal le concedió medio domingo libre y a los trece pudo incluso disponer de una hora todas las noches, después del trabajo, para hacer lo que quisiera. Había triunfado, ya que vivía y poseía una porción de libertad que le bastaba para seguir viviendo.

Había terminado el invierno. La garrapata Grenouille volvió a moverse; oliscó el aire matutino y sintió la atracción de la caza. El mayor coto de olores del mundo le abría sus puertas: la ciudad de París.

7

Era como el país de Jauja. Sólo el vecino barrio de Saint-Jacques-de-la-Boucherie y de Saint Eustache eran Jauja. En las calles adyacentes a la Rue Saint-Denis y la Rue Saint-Martin la gente vivía tan apiñada, las casas estaban tan juntas una de otra, todas de cinco y hasta seis pisos, que no se veía el cielo y el aire se inmovilizaba sobre el suelo como en húmedos canales atiborrados de olores que se mezclaban entre sí: olores de hombres y animales, de comida y enfermedad, de agua, piedra, cenizas y cuero, jabón, pan recién cocido y huevos que se hervían en vinagre, fideos y latón bruñido, salvia, cerveza y lágrimas, grasa y paja húmeda y seca. Miles y miles de aromas formaban un caldo invisible que llenaba las callejuelas estrechas y rara vez se volatilizaba en los tejados y nunca en el suelo. Los seres humanos que allí vivían ya no olían a nada especial en este caldo; de hecho, había surgido de ellos y los había empapado una y otra vez, era el aire que respiraban y del que vivían, era como un ropaje cálido, llevado largo tiempo, que ya no podían oler y ni siquiera sentían sobre la piel. En cambio, Grenouille lo olía todo como por primera vez y no sólo olía el conjunto de este caldo, sino que lo dividía analíticamente en sus partes más pequeñas y alejadas. Su finísimo olfato desenredaba el ovillo de aromas y tufos, obteniendo hilos sueltos de olores fundamentales indivisibles. Destramarlos e hilarlos le causaba un placer indescriptible.


Se detenía a menudo, apoyándose en la pared de una casa o en una esquina oscura, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y las ventanas de la nariz hinchadas, como un pez voraz en aguas caudalosas, oscuras y lentas. Y cuando por fin un hálito de aire le traía el extremo de un fino hilo odorífero, lo aprisionaba y ya no lo dejaba escapar, ya no olía nada más que este aroma determinado, lo retenía con firmeza, lo inspiraba y lo almacenaba para siempre. Podía ser un olor muy conocido o una variación, pero también podía tratarse de uno muy nuevo, sin ninguna semejanza con ningún otro de los que había olido hasta entonces y, menos aún, visto: el olor de la seda planchada, por ejemplo; el olor de un té de serpol, el de un trozo de brocado recamado en plata, el del corcho de una botella de vino especial, el de un peine de carey. Grenouille iba a la caza de estos olores todavía desconocidos para él, los buscaba con la pasión y la paciencia de un pescador y los almacenaba dentro de sí.


Cuando se cansaba del espeso caldo de las callejuelas, se iba a lugares más ventilados, donde los olores eran más débiles, se mezclaban con el viento y se extendían casi como un perfume; en el mercado de Les Halles, por ejemplo, donde en los olores del atardecer aún seguía viviendo el día, invisible pero con gran claridad, como si aún se apiñaran allí los vendedores, como si aún continuaran allí las canastas llenas de hortalizas y huevos, las tinajas llenas de vino y vinagre, los sacos de cereales, patatas y harina, las cajas de clavos y tornillos, los mostradores de carne, las mesas cubiertas de telas, vasijas y suelas de zapatos y centenares de otras cosas que se vendían durante el día… toda la actividad estaba hasta el menor detalle presente en el aire que había dejado atrás.

Grenouille veía el mercado entero con el olfato, si se puede expresar así. Y lo olía con más exactitud de la que muchos lo veían, ya que lo percibía en su interior y por ello de manera más intensa: como la esencia, el espíritu de algo pasado que no sufre la perturbación de los atributos habituales del presente, como el ruido, la algarabía, el repugnante hacinamiento de los hombres.

O se dirigía allí donde su madre había sido decapitada, la Place de Gréve, que se metía en el río como una gran lengua. Había barcos embarrancados en la orilla o atracados, que olían a carbón, a grano, a heno y a sogas húmedas.

Y desde el oeste llegaba por esta vía única trazada por el río a través

de la ciudad una corriente de aire más ancha que traía aromas del campo, de las praderas de Neuilly, de los bosques entre Saint-Germain y Versalles, de ciudades muy lejanas como Ruán o Caen y muchas veces incluso del mar.

El mar olía como una vela hinchada que hubiera aprisionado agua, sal y un sol frío. El mar tenía un olor sencillo, pero al mismo tiempo grande y singular, por lo que Grenouille no sabía si dividirlo en olor a pescado, a sal, a agua, a algas, a frescor, etcétera. Prefería, sin embargo, dejarlo entero para retenerlo en la memoria y disfrutarlo sin divisiones. El olor del mar le gustaba tanto, que deseaba respirarlo puro algún día y en grandes cantidades, a fin de embriagarse de él. Y más tarde, cuando se enteró de lo grande que era el mar y que los barcos podían navegar durante días sin ver tierra, nada le complacía tanto como imaginarse a sí mismo a bordo de un barco, encaramado a una cofa en el mástil más cercano a la proa, surcando el agua a través del olor infinito del mar, que en realidad no era un olor, sino un aliento, una exhalación, el fin de todos los olores, y disolviéndose de placer en este aliento.

No obstante, esto no se realizaría nunca porque Grenouille, que en la orilla de la Place de Gréve inspiraba y expiraba de vez en cuando un pequeño aliento de aire de mar, no vería en su vida el auténtico mar, el gran océano que se encontraba al oeste, y por lo tanto jamás podría mezclarse con esta clase de olor.


Pronto conoció con tanta exactitud los olores del barrio entre Saint- Eustache y el Hautel de Ville, donde podía orientarse hasta en la noche más oscura. Entonces amplió su coto, primero en dirección oeste hacia el Faubourg Saint-Honorè, luego la Rue Sanint-Antoine hasta la Bastilla y finalmente hasta la otra orilla del río y el barrio de la Sorbona y el Faubourg Saint-Germain, donde vivían los ricos.

A través de las verjas de entrada olía a piel de carruaje y al polvo de las pelucas de los lacayos y desde el jardín flotaba por encima de los altos muros el perfume de la retama y de las rosas y la leña recién cortada. También fue aquí donde Grenouille olió por primera vez perfume en el verdadero sentido de la palabra: sencillas aguas de espliego y de rosas con que se llenaban en ocasiones festivas los surtidores de los jardines, pero asimismo perfumes más valiosos y complejos como tintura de almizcle mezclada con esencia de neroli y nardo, junquillo, jazmín o canela, que por la noche emanaban de los carruajes como una pesada estela.

Registró estos perfumes como registraba los olores profanos, con curiosidad, pero sin una admiración especial. No dejó de observar que el propósito del perfume era conseguir un efecto embriagador y atrayente y reconocía la bondad de las diferentes esencias de las que estaban compuestos, pero en conjunto le parecían más bien toscos y pesados, chapuceros más que sutiles, y sabía que él podría inventar otras fragancias muy distintas si dispusiera de las mismas materias primas.

Muchas de estas materias primas ya las conocía de los puestos de flores y especias del mercado; otras eran nuevas para él y procedió a separarlas de las mezclas para conservarlas, sin nombre, en la memoria: ámbar, algalia, pachulí, madera de sándalo, bergamota, vetiver, opopónaco, tintura de benjuí, flor de lúpulo, castóreo…

No tenía preferencias. No hacía distinciones, todavía no, entre lo que solía calificarse de buen olor o mal olor. La avidez lo dominaba. El objetivo de sus cacerías era poseer todo cuanto el mundo podía ofrecer en olores y la única condición que ponía era que fuesen nuevos. El aroma de un caballo sudado equivalía para él a la fragancia de un capullo de rosa y el hedor de una chinche al olor del asado de ternera que salía de una cocina aristocrática. Todo lo aspiraba, todo lo absorbía. Y tampoco reinaba ningún principio estético en la cocina sintetizadora de olores de su fantasía, en la cual realizaba constantemente nuevas combinaciones odoríferas. Eran extravagancias que creaba y destruía en seguida como un niño que juega con cubos de madera, inventivo y destructor, sin ningún principio creador aparente.

8

El 1º. de septiembre de 1753, aniversario de la ascensión al trono del rey, en el Pont Royal de la ciudad de París se encendió un castillo de fuegos artificiales. No fueron tan espectaculares como los de la boda del rey ni como los legendarios fuegos de artificio con motivo del nacimiento del Delfín, pero no por ello dejaron de ser impresionantes. Se habían montado ruedas solares en los mástiles de los buques y desde el puente caían al río lluvias de estrellas procedentes de los llamados toros de fuego. Y mientras tanto, en medio de un ruido ensordecedor, estallaban petardos y por el empedrado saltaban los buscapiés y centenares de cohetes se elevaban hacia el cielo, pintando lirios blancos en el firmamento negro.

Una muchedumbre de muchos miles de personas, congregada en el puente y en los "quais" de ambas orillas del río, acompañaba el espectáculo con entusiasmados "ahs", "ohs", "bravos" e incluso "vivas", aunque el rey ocupaba el trono desde hacía treinta y ocho años y había rebasado ampliamente el punto culminante de su popularidad. Tal era el poder de unos fuegos artificiales.

Grenouille los presenciaba en silencio a la sombra del Pavillon de Flore, en la orilla derecha, frente al Pont Royal. No movió las manos para aplaudir ni miró una sola vez hacia arriba para ver elevarse los cohetes. Había venido con la esperanza de oler algo nuevo, pero pronto descubrió que los fuegos no tenían nada que ofrecer, olfatoriamente hablando. Aquel gran despilfarro de chispas, lluvia de fuego, estallidos y silbidos dejaba tras de sí una monótona mezcla de olores compuesta de azufre, aceite y salitre.

Se disponía ya a alejarse de la aburrida representación para dirigirse a su casa pasando por las Galerías del Louvre, cuando el viento le llevó algo, algo minúsculo, apenas perceptible, una migaja, un tomo de fragancia, o no, todavía menos, el indicio de una fragancia más que una fragancia en sí, y pese a ello la certeza de que era algo jamás olfateado antes. Retrocedió de nuevo hasta la pared, cerró los ojos y esponjó las ventanas de la nariz. La fragancia era de una sutileza y finura tan excepcionales, que no podía captarla, escapaba una y otra vez a su percepción, ocultándose bajo el polvo húmedo de los petardos, bloqueada por las emanaciones de la muchedumbre y dispersada en mil fragmentos por los otros mil olores de la ciudad.

De repente, sin embargo, volvió, pero sólo en diminutos retazos, ofreciendo durante un breve segundo una muestra de su magnífico potencial… y desapareció de nuevo. Grenouille sufría un tormento. Por primera vez no era su carácter ávido el que se veía contrariado, sino su corazón el que sufría. Tuvo el extraño presentimiento de que aquella fragancia era la clave del ordenamiento de todas las demás fragancias, que no podía entender nada de ninguna si no entendía precisamente ésta y que él, Grenouille, habría desperdiciado su vida si no conseguía poseerla. Tenía que captarla, no sólo por la mera posesión, sino para tranquilidad de su corazón.

La excitación casi le produjo malestar. Ni siquiera se había percatado de la dirección de donde procedía la fragancia. Muchas veces, los intervalos entre un soplo de fragancia y otro duraban minutos y cada vez le sobrecogía el horrible temor de haberla perdido para siempre. Al final se convenció, desesperado, de que la fragancia provenía de la otra orilla del río, de alguna parte en dirección sudeste.


Se apartó de la pared del Pavillon de Flore para mezclarse con la multitud y abrirse paso hacia el puente. A cada dos pasos se detenía y ponía de puntillas con objeto de olfatear por encima de las cabezas; al principio la emoción no le permitió oler nada, pero por fin logró captar y oliscar la fragancia, más intensa incluso que antes y, sabiendo que estaba en el buen camino, volvió a andar entre la muchedumbre de mirones y pirotécnicos, que a cada momento alzaban sus antorchas hacia las mechas de los cohetes; entonces perdió la fragancia entre la humareda acre de la pólvora, le dominó el pánico, se abrió paso a codazos y empujones, alcanzó tras varios minutos interminables la orilla opuesta, el Hautel de Mailly, el Quai Malaquest, el final de la Rue de Seine…

Allí detuvo sus pasos, se concentró y olfateó. Ya lo tenía. Lo retuvo con fuerza. El olor bajaba por la Rue de Seine, claro, inconfundible, pero fino y sutil como antes. Grenouille sintió palpitar su corazón y supo que no palpitaba por el esfuerzo de correr, sino por la excitación de su impotencia en presencia de este aroma. Intentó recordar algo parecido y tuvo que desechar todas las comparaciones. Esta fragancia tenía frescura, pero no la frescura de las limas o las naranjas amargas, no la de la mirra o la canela o la menta o los abedules o el alcanfor o las agujas de pino, no la de la lluvia de mayo o el viento helado o el agua del manantial… y era a la vez cálido, pero no como la bergamota, el ciprés o el almizcle, no como el jazmín o el narciso, no como el palo de rosa o el lirio… Esta fragancia era una mezcla de dos cosas, lo ligero y lo pesado; no, no una mezcla, sino una unidad y además sutil y débil y sólido y denso al mismo tiempo, como un trozo de seda fina y tornasolada… pero tampoco como la seda, sino como la leche dulce en la que se deshace la galleta… lo cual no era posible, por más que se quisiera: seda y leche! Una fragancia incomprensible, indescriptible, imposible de clasificar; de hecho, su existencia era imposible. Y no obstante, ahí estaba, en toda su magnífica rotundidad. Grenouille la siguió con el corazón palpitante porque presentía que no era él quien seguía a la fragancia, sino la fragancia la que le había hecho prisionero y ahora le atraía irrevocablemente hacia sí.

Continuó bajando por la Rue de Seine. No había nadie en la calle. Las casas estaban vacías y silenciosas. Todos se habían ido al río a ver los fuegos artificiales. No estorbaba ningún penetrante olor humano, ningún potente tufo de pólvora. La calle olía a la mezcla habitual de agua, excrementos, ratas y verduras en descomposición, pero por encima de todo ello flotaba, clara y sutil, la estela que guiaba a Grenouille. A los pocos pasos desapareció tras los altos edificios la escasa luz nocturna del cielo y Grenouille continuó caminando en la oscuridad. No necesitaba ver; la fragancia le conducía sin posibilidad de error.

A los cincuenta metros dobló a la derecha la esquina de la Rue des Marais, una callejuela todavía más tenebrosa cuya anchura podía medirse con los brazos abiertos. Extrañamente, la fragancia no se intensificó, sólo adquirió más pureza y, a causa de esta pureza cada vez mayor, ganó una fuerza de atracción aún más poderosa. Grenouille avanzaba como un autómata. En un punto determinado la fragancia le guió bruscamente hacia la derecha, al parecer contra la pared de una casa. Apareció un umbral bajo que conducía a un patio interior.

Como en un sueño, Grenouille cruzó este umbral, dobló un recodo y salió a un segundo patio interior, de menor tamaño que el otro, donde por fin vio arder una luz: el cuadrilátero sólo medía unos cuantos pasos. De la pared sobresalía un tejadillo de madera inclinado y debajo de él, sobre una mesa, parpadeaba una vela. Una muchacha se hallaba sentada ante esta mesa, limpiando ciruelas amarillas. Las cogía de una cesta que tenía a su izquierda, las despezonaba y deshuesaba con un cuchillo y las dejaba caer en un cubo. Debía tener trece o catorce años.

Grenouille se detuvo. Supo inmediatamente de dónde procedía la fragancia que había seguido durante más de media milla desde la otra margen del río: no de este patio sucio ni de las ciruelas amarillas. Procedía de la muchacha.


Por un momento se sintió tan confuso que creyó realmente no haber visto nunca en su vida nada tan hermoso como esta muchacha. Sólo veía su silueta desde atrás, a contraluz de la vela. Pensó, naturalmente, que nunca había olido nada tan hermoso. Sin embargo, como conocía los olores humanos, muchos miles de ellos, olores de hombres, mujeres y niños, no quería creer que una fragancia tan exquisita pudiera emanar de un ser humano. Casi siempre los seres humanos tenían un olor insignificante o detestable. El de los niños era insulso, el de los hombres consistía en orina, sudor fuerte y queso, el de las mujeres, en grasa rancia y pescado podrido. Todos sus olores carecían de interés y eran repugnantes… y por ello ahora ocurrió que Grenouille, por primera vez en su vida, desconfió de su nariz y tuvo que acudir a la ayuda visual para creer lo que olía.

La confusión de sus sentidos no duró mucho; en realidad, necesitó sólo un momento para cerciorarse ópticamente y entregarse de nuevo, sin reservas, a las percepciones de su sentido del olfato. Ahora "olía" que ella era un ser humano, olía el sudor de sus axilas, la grasa de sus cabellos, el olor a pescado de su sexo, y lo olía con el mayor placer. Su sudor era tan fresco como la brisa marina, el sebo de sus cabellos, tan dulce como el aceite de nuez, su sexo olía como un ramo de nenúfares, su piel, como la flor de albaricoque… y la combinación de estos elementos producía un perfume tan rico, tan equilibrado, tan fascinante, que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces en perfumes, todos los edificios odoríferos que había creado en su imaginación, se le antojaron de repente una mera insensatez. Centenares de miles de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia determinada. Se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura.


Grenouille vio con claridad que su vida ya no tenía sentido sin la posesión de esta fragancia. Debía conocerla con todas sus particularidades, hasta el más íntimo y sutil de sus pormenores; el simple recuerdo de su complejidad no era suficiente para él. Quería grabar el apoteósico perfume como con un troquel en la negrura confusa de su alma, investigarlo exhaustivamente y en lo sucesivo sólo pensar, vivir y oler de acuerdo con las estructuras internas de esta fórmula mágica.

Se fue acercando despacio a la muchacha, aproximándose más y más hasta que estuvo bajo el tejadillo, a un paso detrás de ella. La muchacha no le oyó.

Tenía cabellos rojizos y llevaba un vestido gris sin mangas. Sus brazos eran muy blancos y las manos amarillas por el jugo de las ciruelas partidas. Grenouille se inclinó sobre ella y aspiró su fragancia, ahora totalmente desprovista de mezclas, tal como emanaba de su nuca, de sus cabellos y del escote y se dejó invadir por ella como por una ligera brisa. Jamás había sentido un bienestar semejante. En cambio, la muchacha sintió frío.

No veía a Grenouille, pero experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento, como sorprendida de repente por un viejo temor ya olvidado. Le pareció sentir una corriente fría en la nuca, como si alguien hubiera abierto la puerta de un sótano inmenso y helado. Dejó el cuchillo, se llevó los brazos al pecho y se volvió.

El susto de verle la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle el cuello con las manos. La muchacha no intentó gritar, no se movió, no hizo ningún gesto de rechazo y él, por su parte, no la miró. No vio su bonito rostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centelleantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia.


Cuando estuvo muerta, la tendió en el suelo entre los huesos de ciruela, le desgarró el vestido y la fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta la punta de los pies, recogiendo los últimos restos de su fragancia en la barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo.

Cuando la hubo olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un rato a su lado en cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo.

Momentos más tarde llegaron los primeros trasnochadores por la Rue de Seine, cantando y lanzando vivas. Grenouille se orientó olfativamente por la callejuela oscura hasta la Rue des Petits Augustins, paralela a la Rue de Seine, que conducía al río. Poco después descubrieron el cadáver. Gritaron, encendieron antorchas y llamaron a la guardia. Grenouille estaba desde hacía rato en la orilla opuesta.


Aquella noche su cubil se le antojó un palacio y su catre una cama con colgaduras. Hasta entonces no había conocido la felicidad, todo lo más algunos raros momentos de sordo bienestar. Ahora, sin embargo temblaba de felicidad hasta el punto de no poder conciliar el sueño. Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo. En cambio, hoy le parecía saber por fin quién era en realidad: nada menos que un genio; y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores; y que sólo él en todo el mundo poseía todos los medios para ello: a saber, su exquisita nariz, su memoria fenomenal y, lo más importante de todo, la excepcional fragancia de esta muchacha de la Rue des Marais en cuya fórmula mágica figuraba todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura. Y como todos los monstruos geniales ante quienes un acontecimiento externo abre una vía recta en la espiral caótica de sus almas, Grenouille ya no se apartó de lo que él creía haber reconocido como la dirección de su destino. Ahora vio con claridad por qué se aferraba a la vida con tanta determinación y terquedad: tenía que ser un creador de perfumes. Y no uno cualquiera, sino el perfumista más grande de todos los tiempos.


Aquella misma noche pasó revista, primero despierto y luego en sueños, al gigantesco y desordenado tropel de sus recuerdos. Examinó los millones y millones de elementos odoríferos y los ordenó de manera sistemática: bueno con bueno, malo con malo, delicado con delicado, tosco con tosco, hedor con hedor, ambrosiaco con ambrosiaco. En el transcurso de la semana siguiente perfeccionó este orden, enriqueciendo y diferenciando más el catálogo de aromas y dando más claridad a las jerarquías. Y pronto pudo dar comienzo a los primeros edificios planificados de olores: casas, paredes, escalones, torres, sótanos, habitaciones, aposentos secretos… una fortaleza interior, embellecida y perfeccionada a diario, de las más maravillosas composiciones de aromas.

El hecho de que esta magnificencia se hubiera iniciado con un asesinato le resultaba, cuando tenía conciencia de ello, por completo indiferente. Ya no podía recordar la imagen de la muchacha de la Rue des Marais, ni su rostro ni su cuerpo. Pero conservaba y poseía lo mejor de ella: el principio de su fragancia.

9

En aquella época había en París una docena de perfumistas. Seis de ellos vivían en la orilla derecha, seis en la izquierda y uno justo en medio, en el Pont au Change, que unía la orilla derecha con la rue de la Citè. En ambos lados de este puente se apiñaban hasta tal punto las casas de cuatro pisos, que al cruzarlo no se podía ver el río y se tenía la impresión de andar por una calle normal, trazada sobre tierra firme, que era, además, muy elegante. De hecho, el Pont au Change pasaba por ser el centro comercial más distinguido de la ciudad. En él se encontraban las tiendas más famosas, los joyeros y ebanistas, los mejores fabricantes de pelucas y bolsos, los confeccionistas de las medias y la ropa interior más delicada, los comercios de marcos, botas de montar y bordado de charreteras, los fundidores de botones de oro y los banqueros. También estaba aquí el negocio y la vivienda del perfumista y fabricante de guantes Giuseppe Baldini. Sobre su escaparate pendía un magnífico toldo esmaltado en verde y al lado podía verse el escudo de Baldini, todo en oro, con un frasco dorado del que salía un ramillete de flores doradas, y ante la puerta una alfombra roja que igualmente llevaba el escudo de Baldini bordado en oro. Cuando se abrían las puertas, sonaba un carillón persa y dos garzas de plata empezaban a lanzar por los picos agua de violeta que caía en un cuenco dorado que tenía la misma forma de frasco que el escudo de Baldini.

Detrás del mostrador de clara madera de boj se hallaba el propio Baldini, viejo y rígido como una estatua, con peluca empolvada de plata y levita ribeteada de oro. Una nube de agua de franchipán, con la que se rociaba todas las mañanas, le rodeaba de modo casi visible y relegaba su persona a una difusa lejanía. En su inmovilidad, parecía su propio inventario. Sólo cuando sonaba el carillón y escupían las garzas -lo cual no sucedía muy a menudo- cobraba vida de repente, su figura se encogía, pequeña e inquieta, y después de muchas reverencias detrás del mostrador, salía precipitadamente, tan de prisa que la nube de agua de franchipán apenas podía seguirle, para pedir a los clientes que se sentaran a fin de elegir entre los más selectos perfumes y cosméticos.

Baldini los tenía a millares. Su oferta abarcaba desde las "essences absolues", esencias de pétalos, tinturas, extractos, secreciones, bálsamos, resinas y otras drogas en forma sólida, líquida o cérea, hasta aguas para el baño, lociones, sales volátiles, vinagres aromáticos y un sinnúmero de perfumes auténticos, pasando por diversas pomadas, pastas, polvos, jabones, cremas, almohadillas perfumadas, bandolinas, brillantinas, cosmético para los bigotes, gotas para las verrugas y emplastos de belleza.

Sin embargo, Baldini no se contentaba con estos productos clásicos del cuidado personal. Su ambición consistía en reunir en su tienda todo cuanto oliera o sirviera para producir olor. Y así, junto a las pastillas olorosas y los pebetes y sahumerios, tenía también especias, desde semillas de anís a canela, jarabes, licores y jugos de fruta, vinos de Chipre, Málaga y Corinto, mieles, cafés, tés, frutas secas y confitadas, higos, bombones, chocolates, castañas e incluso alcaparras, pepinos y cebollas adobados y atún en escabeche. Y además, lacre perfumado, papel de cartas oloroso, tinta para enamorados que olía a esencia de rosas, carpetas de cuero español, portaplumas de madera de sándalo blanca, estuches y cofres de madera de cedro, ollas y cuencos para pétalos, recipientes de latón para incienso, frascos y botellas de cristal con tapones de ámbar pulido, guantes y pañuelos perfumados, acericos rellenos de flores de nuez moscada y papeles pintados con olor a almizcle que podían llenar de perfume una habitación durante más de cien años.

Como es natural, no todos estos artículos tenían cabida en la pomposa tienda que daba a la calle (o al puente), por lo que, a falta de un sótano, tenían que guardarse no sólo en el almacén propiamente dicho, sino también en todo el primero y segundo piso y en casi todas las habitaciones de la planta baja orientadas al río.

El resultado era que en casa de Baldini reinaba un caos indescriptible de fragancias. Precisamente por ser tan selecta la calidad de cada uno de los productos -ya que Baldini sólo compraba lo mejor-, el conjunto de olores era insoportable, como una orquesta de mil músicos que tocaran "fortissimo" mil melodías diferentes. El propio Baldini y sus empleados eran tan insensibles a este caos como ancianos directores de orquesta ensordecidos por el estruendo, y también su esposa, que vivía en el tercer piso y defendía encarnizadamente su vivienda contra cualquier ampliación del almacén, percibía los múltiples olores sin muestras de saturación.

No así el cliente que entraba por primera vez en la tienda de Baldini. La mezcla de fragancias le salía al paso como un puñetazo en la cara y, según su constitución, le exaltaba o aturdía y en cualquier caso confundía de tal modo sus sentidos que a menudo olvidaba por qué había venido. Los chicos de recados olvidaban sus encargos. Los caballeros altivos se volvían suspicaces y alguna que otra dama sufría un ataque mitad histérico, mitad claustrofóbico, se desmayaba y sólo podía ser reanimada con las sales volátiles más fuertes, compuestas de esencia de claveles, amoníaco y alcohol alcanforado.

En semejantes circunstancias no era de extrañar que el carillón persa de la puerta de Giuseppe Baldini sonara cada vez con menos frecuencia y las garzas de plata escupieran a intervalos cada vez más largos.

10

– Chènier! -gritó Baldini desde detrás del mostrador, donde había pasado horas inmóvil como una estatua, mirando fijamente la puerta-. Poneos la peluca!

Y entre jarras de aceite de oliva y jamones de Bayona colgados del techo, Chènier, el encargado de Baldini, algo más joven que éste pero también un hombre viejo, apareció en la parte elegante del establecimiento. Se sacó la peluca del bolsillo de la levita y se la encasquetó.

– Salís, señor Baldini?

– No -respondió el interpelado-, me retiraré unas horas a mi despacho y no deseo ser molestado bajo ningún concepto.

– Ah, comprendo! Pensáis crear un nuevo perfume.

– Así es. Destinado a perfumar un cuero español para el conde Verhamont. Me ha pedido algo nuevo, algo como… como… creo que ha mencionado algo llamado "Amor y Psique", obra de ese… ese chapucero de la Rue Saint-Andrè-des-Arts, ese…ese…

– Pèlissier.

– Eso, Pèlissier. Eso es. Así se llama el chapucero. "Amor y Psique", de Pèlissier. ¿Lo conocéis?

– Sí, claro. Se huele ya por todas partes. Se huele en todas las esquinas. Aunque, si deseáis saber mi opinión… nada especial! Desde luego no puede compararse en modo alguno con lo que vos compondréis, señor Baldini.

– Naturalmente que no.

– Ese "Amor y Psique" tiene un olor en extremo vulgar.

– ¿Vulgar?

– Completamente vulgar, como todo lo de Pèlissier. Creo que contiene aceite de lima.

– ¿De veras? ¿Y qué más?

– Esencia de azahar, tal vez. Y posiblemente tintura de romero, aunque no puedo afirmarlo con seguridad.

– No me importa nada en absoluto.

– Naturalmente.

– Me importa un bledo lo que ese chapucero de Pèlissier ha echado en su perfume. No me pienso inspirar en él!

– Con toda la razón, monsieur.

– Como sabéis, nunca me inspiro en nadie. Como sabéis, elaboro siempre mis propios perfumes.

– Lo sé, monsieur.

– La idea nace siempre de mí!

– Lo sé.

– Y tengo intención de crear para el conde Verhamont algo que hará verdaderamente furor.

– Estoy convencido de ello, señor Baldini.

– Encargaos de la tienda.

Necesito tranquilidad. No dejéis que nadie se acerque a mí, Chènier…


Dicho lo cual salió, arrastrando los pies, ya no como una estatua, sino como correspondía a su edad, encorvado, incluso como apaleado, y subió despacio la escalera hasta el primer piso, donde estaba su despacho.

Chènier se colocó detrás del mostrador en la misma posición que adoptara antes el maestro y se quedó mirando fijamente la puerta. Sabía qué ocurriría durante las próximas horas: nada en la tienda y arriba, en el despacho, la catástrofe habitual. Baldini se quitaría la levita impregnada de agua de franchipán, se sentaría ante su escritorio y esperaría una inspiración. Esta inspiración no llegaría. Entonces se dirigiría a toda prisa al armario donde guardaba centenares de frascos de ensayo y haría una mezcla al azar. Esta mezcla no daría el resultado apetecido. Con una maldición, abriría de par en par la ventana y tiraría el frasco al río. Haría otra prueba, que también fracasaría, y entonces empezaría a gritar y vociferar y acabaría hecho un mar de lágrimas en la habitación de ambiente casi irrespirable. Hacia las siete de la tarde bajaría desconsolado, temblando y llorando, y confesaría: "Chènier, ya no tengo olfato, no puedo crear el perfume, no puedo entregar el cuero español para el conde, estoy perdido, estoy muerto por dentro, quiero morirme, Chènier, ayudadme a morir!" Y Chènier le propondría enviar a alguien por un frasco de "Amor y Psique" y Baldini accedería con la condición de que nadie se enterase de semejante vergüenza; Chènier lo juraría y por la noche perfumarían el cuero del conde Verhamont con la fragancia ajena. Así sería y no de otro modo y el único deseo de Chènier era que toda la escena ya se hubiera desarrollado.

Baldini ya no era un gran perfumista. Antes, sí; en su juventud, treinta o cuarenta años atrás, había creado la "Rosa del sur" y el "Bouquet galante de Baldini", dos perfumes realmente grandes a los que debía su fortuna. Pero ahora era viejo y se había consumido; ya no conocía las modas de la época y los gustos nuevos de la gente y cuando lograba componer una fragancia inédita, era una mezcla pasada de moda, invendible, que al año siguiente diluían en una décima parte y malvendían como agua perfumada para surtidor. Lo siento por él, pensó Chènier, arreglándose la peluca ante el espejo, lo siento por el viejo Baldini y también por su bonito negocio, porque lo arruinará y lo siento por mí, que ya seré demasiado viejo para remontarlo cuando lo haya arruinado…

11

Giuseppe Baldini se despojó efectivamente de la perfumada levita, pero sólo por costumbre. Hacía mucho tiempo que ya no le molestaba el olor del agua de franchipán porque había vivido impregnado de él durante décadas y ya no lo percibía en absoluto. También cerró la puerta del despacho, deseando estar tranquilo, pero no se sentó ante el escritorio a cavilar y esperar una inspiración porque sabía mucho mejor que Chènier que esta inspiración no vendría; en realidad, nunca había tenido ninguna. Era cierto que estaba gastado y viejo y ya no era un gran perfumista; pero sólo él sabía que no lo había sido en su vida. La "Rosa del sur" era herencia de su padre y la receta del "Bouquet galante de Baldini" la había comprado a un comerciante de especias genovés a su paso por París. Sus otros perfumes eran mezclas ya conocidas. Él no había creado nunca ninguno; no era un creador, sólo un mezclador concienzudo de olores acreditados, como un cocinero que, con rutina y buenas recetas, prepara buenas comidas pero nunca ha inventado ningún plato propio. Si continuaba todavía con toda aquella comedia del laboratorio, los experimentos, la inspiración y el secreto era porque formaban parte de la imagen profesional de un "Maitre Parfumeur et Gantier".

Un perfumista era una especie de alquimista que realizaba milagros y si la gente así lo quería, ¡qué remedio! Sólo él sabía que su arte era una artesanía como cualquier otra y esto constituía su orgullo. No quería ser ningún inventor. Para él inventar era muy sospechoso porque siempre significaba quebrantar alguna regla. No tenía la menor intención de crear un nuevo perfume para el conde Verhamont. En todo caso, cuando más tarde bajara a la tienda no se dejaría convencer por Chènier para procurarse el "Amor y Psique" de Pèlissier. Ya lo tenía. Allí estaba, sobre el escritorio situado ante la ventana, en un pequeño frasco de cristal de tapón pulido. Lo había comprado hacía ya dos días. ¡No personalmente, claro. No podía ir en persona a casa de Pèlissier a comprar un perfume! Lo había hecho a través de un intermediario, que había actuado a través de otro intermediario… Se imponía ser precavido, porque Baldini no quería el perfume simplemente para impregnar el cuero español; para eso no habría bastado aquella cantidad tan pequeña. Su intención era peor: quería copiarlo.

No se trataba de nada prohibido, desde luego, pero sí de algo muy poco delicado. Imitar secretamente el perfume de un competidor y venderlo con la propia firma era una indelicadeza flagrante. Aún era peor, sin embargo, ser sorprendido haciéndolo y por esa razón Chènier no podía saber nada, porque Chènier era un charlatán.


Ah, ¡qué triste resultaba para un hombre cabal verse obligado a seguir caminos tan sinuosos! Qué triste manchar de aquel modo tan sórdido lo más valioso que el hombre posee, su propio honor! Pero, ¿qué hacer, si no? El conde Verhamont era un cliente que no podía perder. Ya casi no le quedaba ninguno, tenía que correr detrás de la clientela como a principios de los años veinte, cuando se hallaba en los comienzos de su carrera y tenía que ir por las calles con el maletín. Sólo Dios sabía que él, Giuseppe Baldini, propietario del mayor y mejor situado establecimiento de sustancias aromáticas de París, un negocio próspero, tenía que volver a depender económicamente de las rondas domiciliarias que hacía con el maletín en la mano. Y esto no le gustaba nada porque ya tenía más de sesenta años y detestaba esperar en antesalas frías y vender a viejas marquesas, a fuerza de palabrería, agua de mil flores y vinagre aromático o ungüentos para la jaqueca. Además, en aquellas antesalas se encontraba uno con los competidores más repugnantes.

Había un advenedizo llamado Brouet, de la Rue Dauphine, que afirmaba poseer la mayor lista de pomadas de Europa; o Calteau, de la Rue Mauconseil, que había llegado a proveedor de la corte de la condesa de Artois; o aquel imprevisible Antoine Pèlissier, de la Rue Saint-Andrè- des-Arts, que cada temporada lanzaba un nuevo perfume que enloquecía a todo el mundo.

Así pues, un perfume de Pèlissier podía desequilibrar todo el mercado. Si un año se ponía de moda el agua húngara y Baldini hacía provisión de espliego, bergamota y romero para satisfacer la demanda, Pèlissier se descolgaba con el "Aire de almizcle", un perfume de extraordinaria densidad. Entonces todos querían de repente oler como un animal y Baldini tenía que emplear el romero en loción capilar y el espliego en saquitos olorosos. Si por el contrario se abastecía para el año siguiente de las cantidades correspondientes de almizcle, algalia y castóreo, Pèlissier sacaba un perfume llamado "Flor de bosque", que se convertía en un éxito instantáneo. Y si Baldini, finalmente, experimentando durante noches enteras o gastando mucho dinero en sobornos, averiguaba la composición de "Flor de bosque", Pèlissier creaba "Noches turcas" o "Fragancia de Lisboa" o "Bouquet de la corte" o el diablo sabía qué más.

Aquel hombre era en todo caso, con su irrefrenable creatividad, un peligro para todo el oficio. Uno deseaba que volviera la rigidez del antiguo derecho gremial, la vuelta de las medidas draconianas contra aquel hombre insolidario, aquel inflacionista del perfume. Deberían retirarle la patente, prohibirle de plano el ejercicio de su profesión… y sobre todo, ese tipo debía hacer primero un aprendizaje! Porque el tal Pèlissier no era un perfumista y maestro en guantería. Su padre sólo elaboraba vinagres y Pèlissier debía dedicarse a lo mismo y a nada más. Pero como la elaboración de vinagres le daba derecho a tener líquidos alcohólicos, había irrumpido como una mofeta en el terreno de los verdaderos perfumistas para mezclar sus chapucerías. ¿Qué falta hacía un nuevo perfume cada temporada? ¿Acaso era necesario? El público estaba antes muy satisfecho con agua de violetas y sencillos aromas florales en los que tal vez se introducía un ligero cambio cada diez años.

Durante milenios la gente se había contentado con incienso, mirra, un par de bálsamos, aceites y hierbas aromáticas, e incluso cuando aprendieron a destilar con retortas y alambiques, mediante el vapor de agua, condensando el principio aromático de hierbas, flores y maderas en forma de aceite volátil, o a obtenerlo separándolo de semillas, huesos y cáscaras con prensas de roble o a desprender los pétalos con grasas cuidadosamente filtradas, el número de perfumes siguió siendo modesto. Por aquel entonces un personaje como Pèlissier habría sido imposible, ya que para la creación de una simple pomada se requerían habilidades que el adulterador de vinagres no conocía ni en sueños.

No sólo había que saber destilar, sino ser al mismo tiempo experto en pomadas, boticario, alquimista y artesano, comerciante, humanista y jardinero. Era preciso saber distinguir entre la grasa de riñones de carnero y el sebo de ternera y entre una violeta Victoria y una de Parma. Se debía dominar la lengua latina y saber cuándo se cosecha el heliotropo y cuándo florece el pelargonio y que la flor del jazmín pierde su aroma a la salida del sol. Sobre estas cosas el tal Pèlissier no tenía, naturalmente, la menor idea. Era probable que nunca hubiera abandonado París y no hubiera visto nunca el jazmín en flor y, por consiguiente, no sospechara siquiera el trabajo ímprobo que se necesitaba para obtener, de centenares de miles de estas flores, una bolita de "Concréte" o unas gotas de “essence-absolue”. Seguramente sólo conocía el jazmín como un líquido concentrado de color marrón oscuro contenido en un frasquito que guardaba en la caja de caudales junto a muchos otros frasquitos de los perfumes de moda.

No, una figura como el cursi de Pèlissier no habría destacado en los viejos y buenos tiempos de la artesanía. Para ello le faltaba todo: carácter, formación, mesura y el sentido de la subordinación gremial. Sus éxitos en perfumería se debían exclusivamente a un descubrimiento hecho doscientos años atrás por el genial Mauritius Frangipani -un italiano, por cierto!- consistente en que las sustancias aromáticas son solubles en alcohol. Al mezclar sus polvos odoríferos con alcohol y convertir su aroma en un líquido volátil, Frangipani liberó al perfume de la materia, espiritualizó el perfume, lo redujo a su esencia más pura, en una palabra, lo creó. ¡Qué obra! ¡Qué proeza trascendental! Sólo comparable, de hecho, a los mayores logros de la humanidad, como el invento de la escritura por los asirios, la geometría euclidiana, las ideas de Platón y la transformación de uvas en vino por los griegos. ¡Una obra digna de Prometeo!


Y no obstante, como todos los grandes logros intelectuales, que no sólo proyectan luz sino también sombras y ocasionan a la humanidad disgustos y calamidades además de ventajas, también el magnífico descubrimiento de Frangipani tuvo consecuencias perjudiciales, porque al aprender el hombre a condensar en tinturas la esencia de flores y plantas, maderas, resinas y secreciones animales y a conservarlas en frascos, el arte de la perfumería se fue escapando de manos de los escasos artesanos universales y quedó expuesta a los charlatanes, sólo dotados de un olfato fino, como por ejemplo esta mofeta de Pèlissier. Sin preocuparse de dónde procedía el maravilloso contenido de sus frascos, podía obedecer simplemente a sus caprichos olfatorios y mezclar lo primero que se le ocurriera o lo que deseara el público en aquel momento.

El bastardo de Pèlissier poseía sin duda a los treinta y cinco años una fortuna mayor de la que él, Baldini, había logrado amasar después de tres generaciones de perseverante trabajo. Y la de Pèlissier aumentaba día a día, mientras la suya, la de Baldini, disminuía a diario. ¡Una cosa así no habría podido ocurrir nunca en el pasado! ¡Que un artesano prestigioso y "commertant" introducido tuviera que luchar por su mera existencia no se había visto hasta hacía pocas décadas. Desde que el frenético afán de novedad reinaba por doquier y en todos los ámbitos, sólo se veía esta actividad incontenible, esta furia por la experimentación, esta megalomanía en el comercio, en el tráfico y en las ciencias!

¡Y la locura de la velocidad! ¿Para qué necesitaban tantas calles nuevas, que se excavaban por doquier, y los puentes nuevos? ¿Para qué? ¿Qué ventaja tenía poder viajar a Lyon en una semana? ¿A quién le importaba esto? ¿A quién beneficiaba? ¿O cruzar el Atlántico, alcanzar la costa americana en un mes? ¡Como si no hubieran vivido muy bien sin este continente durante miles de años! ¿Qué se le había perdido al hombre civilizado en las selvas de los indios o en tierras de negros? Incluso iban a Laponia, que estaba en el norte, entre hielos eternos, donde vivían salvajes que comían pescado crudo. Y ahora querían descubrir un nuevo continente, que por lo visto se hallaba en los mares del sur, dondequiera que estuviesen éstos. ¿Y para qué tanto frenesí? ¿Porque lo hacían los demás, los españoles, los malditos ingleses, los impertinentes holandeses, contra quienes se libraba una guerra cuyo coste era exorbitante? Nada menos que 300.000 libras -pagadas con nuestros impuestos- costaba un barco de guerra, que se hundía al primer cañonazo y no se recobraba jamás. Ahora el señor ministro de Finanzas exigía la décima parte de todos los ingresos, lo cual era ruinoso aunque no se pagara, porque el estado de ánimo general era de por sí nocivo.

La desgracia del hombre se debe a que no quiere permanecer tranquilo en su habitación, que es su hogar. Esto lo dice Pascal. Pero Pascal fue un gran hombre, un Frangipani del espíritu, un verdadero artesano, y hoy en día nadie pregunta a estos hombres. Ahora se leen libros subversivos de hugonotes o ingleses, o se escriben tratados o las llamadas grandes obras científicas en las que todo se pone en tela de juicio. Ya no sirve nada; de improviso, todo ha de ser diferente. En un vaso de agua tienen que nadar unos animalitos que nadie había visto antes; la sífilis ha de ser una enfermedad muy normal y no un castigo de Dios; Dios, si es que fue Él quien lo creó, no hizo el mundo en siete días, sino en millones de años; los salvajes son hombres como nosotros; educamos mal a nuestros hijos; y la tierra ya no es redonda como hasta ahora, sino ovalada como un melón… como si esto importara algo! En todos los terrenos se hacen preguntas, se escudriña, se investiga, se husmea y se experimenta. Ya no basta decir que una cosa existe y describirla: ahora todo tiene que probarse, y mejor si se hace con testigos, datos y algunos experimentos ridículos.

Todos esos Diderot, D’Alembert, Voltaire y Rousseau, o como se llamaran aquellos escritorzuelos -entre los cuales había incluso clérigos, y caballeros nobles, por añadidura!- la han armado buena con sus pérfidas inquietudes, su complacencia en el propio descontento y su desprecio por todo lo del mundo, contagiando a la sociedad entera el caos sin límites que reina en sus cerebros!

Dondequiera que uno dirigiese la mirada, reinaba el desenfreno. La gente leía libros, incluso las mujeres. Los clérigos se metían en los cafés. Y cuando la policía intervenía y encerraba en la cárcel a uno de aquellos canallas, los editores ponían el grito en el cielo, elevando peticiones, y encumbrados caballeros y damas hacían valer su influencia hasta que lo dejaban libre a las dos semanas o le permitían marchar al extranjero, donde podía seguir pergeñando panfletos con total impunidad. En los salones sólo se hablaba de trayectorias de cometas y expediciones, del principio de la palanca y de Newton, de construcción de canales, circulación de la sangre y diámetro de la tierra.

Incluso el rey se dejó presentar un disparate ultramoderno, una especie de tormenta artificial llamada electricidad: en presencia de toda la corte, un hombre frotó una botella, haciendo surgir chispas, y los rumores decían que el rey se mostró muy impresionado. ¡Era inimaginable que su bisabuelo, el Luis realmente grande bajo cuyo próspero reinado Baldini había tenido la dicha de vivir muchos años, se hubiera prestado a sancionar una demostración tan ridícula! ¡Pero tal era el espíritu de los nuevos tiempos, que a la fuerza terminarían muy mal!

Porque cuando sin la menor vergüenza ni inhibición se desafiaba la autoridad de la Iglesia de Dios, cuando se hablaba sobre la monarquía, igualmente bendecida por Dios, y de la sagrada persona del rey como si fueran ambos puestos variables en un catálogo de otras formas de gobierno que uno pudiera elegir a su capricho, cuando, finalmente, se llegaba tan lejos como para afirmar con toda seriedad que el Dios Todopoderoso, el Supremo Hacedor, no era imprescindible y el orden, la moral y la felicidad sobre la tierra podían existir sin Él, con la mera ayuda de la moralidad innata y la razón humana… ¡oh, Dios, Dios!… entonces no era de extrañar que todo se trastocara y las costumbres se deterioraran y la humanidad hiciera recaer sobre sí la justicia de Aquél de quien renegaba. Las cosas terminarían muy mal. El gran cometa de 1681, del que se habían mofado, describiéndolo como sólo una lluvia de estrellas, fue sin duda alguna un aviso divino, pues anunció -ahora se sabía- un siglo de desmoralización, de caída en un pantano intelectual, político y religioso, creado por el hombre, en que la humanidad se precipitaría y en el cual sólo prosperarían malolientes plantas palustres como el tal Pèlissier.


El anciano Baldini seguía ante la ventana, contemplando con hostilidad el río iluminado por los rayos oblicuos del sol poniente. Las barcazas se deslizaban lentamente hacia el oeste, en dirección al Pont Neuf y el puerto de las Galerías del Louvre. Ninguna de ellas navegaba en contra de la corriente, sino que tomaban el brazo del río del otro lado de la isla. Allí todo era arrastrado por la corriente, barcazas llenas y vacías, botes de remos y los barcos planos de los pescadores, mientras las aguas doradas y turbias formaban remolinos y seguían su curso, lentas, caudalosas, incontenibles. Y cuando Baldini miró hacia abajo en sentido vertical, siguiendo la fachada de la casa, tuvo la impresión de que la corriente horadaba los cimientos del puente y sintió vértigo.

Había sido un error comprar la casa del puente y otro todavía mayor comprarla del lado que daba al oeste. Así tenía siempre ante su vista la corriente eterna del río, comunicándole la sensación de que tanto él mismo como su casa y la riqueza amasada durante muchos decenios desaparecerían con la corriente río abajo y de que él era demasiado viejo y débil para luchar contra la fuerza de las aguas.

Muchas veces, cuando tenía cosas que hacer en la orilla izquierda, en el barrio de la Sorbona o de Saint-Sulpice, no iba por la isla y el Pont Saint-Michel, sino que daba un rodeo por el Pont Neuf, porque en este puente no habían construido casas. Y entonces se colocaba ante el pretil que daba al este y miraba río arriba para contemplar al menos por una vez la corriente fluyendo hacia él; y durante un rato gozaba imaginando que la tendencia de su vida se había invertido, los negocios y la familia prosperaba, las mujeres acudían a su encuentro y su existencia, en lugar de desvanecerse, se alargaba cada vez más.

Sin embargo, al alzar un poco la vista, veía su casa a pocos centenares de metros de distancia, frágil y estrecha, encaramada en el Pont au Change y veía la ventana de su despacho en el primer piso y se veía a sí mismo ante la ventana, contemplando el río y la corriente, como ahora. Y entonces se desvanecía el bonito sueño y Baldini, detenido en el Pont Neuf, daba media vuelta, más deprimido que antes, deprimido como ahora, cuando dio la espalda a la ventana y fue a sentarse ante el escritorio.

12

Delante de él estaba el frasco con el perfume de Pèlissier. El líquido lanzaba destellos de un color castaño dorado bajo la luz del sol, diáfano, sin el menor enturbiamiento. Parecía inocente como el té claro y contenía, sin embargo, junto a cuatro quintas partes de alcohol, una quinta parte de una mezcla secreta capaz de revolucionar toda una ciudad. Esta mezcla podía componerse a su vez de tres o de treinta sustancias diferentes en una proporción determinada entre innumerables proporciones posibles. Era el alma del perfume -si podía hablarse de alma en relación con el perfume de un comerciante tan glacial como Pèlissier- y ahora se trataba de averiguar en qué consistía.

Baldini se sonó con parsimonia y bajó un poco la persiana porque la luz directa del sol era perjudicial para cualquier perfume, así como para la intensa concentración del olfato. De un cajón del escritorio sacó un pañuelo blanco de encaje y lo desdobló. Entonces abrió el frasco mediante un pequeño giro del tapón, manteniendo la cabeza echada hacia atrás y las ventanas de la nariz apretadas, porque no deseaba en modo alguno oler directamente del frasco y formarse así una primera impresión olfatoria precipitada. El perfume debía olerse en estado distendido y aireado, nunca concentrado. Salpicó el pañuelo con algunas gotas, lo agitó en el aire, a fin de evaporar el alcohol, y se lo puso bajo la nariz. Con tres inspiraciones cortas y bruscas, inhaló la fragancia como un polvo, expiró el aire en seguida, se abanicó, volvió a inspirar tres veces y, tras una profunda aspiración, exhaló por último el aire con lentitud y deteniéndose varias veces, como dejándolo resbalar por una escalera larga y lisa. Tiró el pañuelo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla.

El perfume era asquerosamente bueno. Aquel miserable de Pèlissier era por desgracia un experto, un maestro, ¡maldita sea!, aunque no hubiera aprendido nada. Baldini deseó que el "Amor y Psique" fuera suyo. No tenía nada de vulgar, era absolutamente clásico, redondo y armonioso y, pese a ello, de una novedad fascinadora. Era fresco, pero no atrevido, floral, sin ser empalagoso. Tenía profundidad, una profundidad marrón oscura, magnífica, seductora, penetrante, cálida, y a pesar de ello no era excesivo ni denso.

Baldini se levantó casi con respeto y volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. "Maravilloso, maravilloso… -murmuró, oliendo con avidez-, tiene un carácter alegre, es amable, es como una melodía, hasta inspira un buen humor inmediato… Tonterías, buen humor!" Y tiró de nuevo el pañuelo sobre la mesa, esta vez con ira, se volvió de espaldas y fue al rincón más alejado del aposento, como avergonzado de su entusiasmo.

Ridículo! Dejarse arrancar tales elogios. "Como una melodía. Alegre. Maravilloso. Buen humor". Majaderías! Bobadas infantiles. Una impresión momentánea. Un viejo error. Una cuestión de temperamento. Su herencia italiana, claro. No juzgues mientras hueles! Esta es la primera regla, Baldini, viejo idiota! ¡Huele primero y no emitas ningún juicio hasta que hayas olido! "Amor y Psique" es un perfume equilibrado. Un producto impecable. Una chapucería muy bien hecha, por no decir una mezcla chapucera, puesto que de un hombre como Pèlissier no podía esperarse otra cosa. Un individuo como Pèlissier no podía fabricar un perfume adocenado; el canalla sabía mezclar con pericia, aturdir el sentido del olfato con una perfecta armonía, el sujeto dominaba como un lobo con piel de cordero el arte olfatorio clásico, era, en una palabra un monstruo con talento. Y esto era peor que un chapucero de buena fe.

Pero tú, Baldini, no debes dejarte impresionar. Durante unos segundos te has quedado atónito ante la primera impresión de esta chapucería; ¿pero acaso sabes cómo olerá dentro de una hora, cuando se hallan evaporado las sustancias más volátiles y aparezca la esencia verdadera? ¿O cómo olerá esta noche, cuando sólo queden esos componentes pesados y oscuros que ahora apenas se olfatean bajo el camuflaje de unos pétalos odoríferos? ¡Espera entonces, Baldini!

La segunda regla dice: El perfume vive en el tiempo; tiene su juventud, su madurez y su vejez. Y sólo puede calificarse de acertado cuando ha emanado su grata fragancia con la misma intensidad durante las tres diferentes épocas. ¡Cuán a menudo ha sucedido que una mezcla hecha por nosotros ha olido con una maravillosa frescura a la primera prueba, a fruta podrida al poco tiempo y al final a algalia pura, porque pusimos una dosis demasiado alta! Hay que tener mucho cuidado con la algalia! Una gota de más equivale a una catástrofe. Es un error muy antiguo. Quién sabe… ¿y si Pèlissier hubiera puesto demasiada algalia? Quizá esta noche su ambicioso "Amor y Psique" despida olor a orina de gato. Ya veremos.


Y lo oleremos. Del mismo modo que un hacha afilada divide el tronco en las astillas más pequeñas, nuestra nariz separará todos los detalles de su perfume. Entonces quedará demostrado si esta supuesta fragancia seductora ha surgido o no de los elementos más conocidos y normales. Nosotros, los Baldini, perfumistas, descubriremos las triquiñuelas de ese mezclador de vinagres de Pèlissier. Le arrancaremos el antifaz de la cara y enseñaremos al novato cómo es capaz de trabajar el viejo artesano. Imitaremos con toda exactitud su perfume de moda. De nuestras manos saldrá una copia tan perfecta, que ni el galgo sabrá diferenciarla del modelo. ¡No! ¡Esto no es suficiente para nosotros! ¡Lo mejoraremos! Le encontraremos faltas y se las enseñaremos y se las pasaremos por la nariz: ¡Eres un chapucero, Pèlissier! ¡Una mofeta hedionda! ¡Un advenedizo en el negocio de los perfumes y nada más que un advenedizo!

Y ahora, ¡al trabajo, Baldini! ¡Con la nariz agudizada para que huela sin sentimentalismos! ¡Para que descomponga la fragancia según las reglas del arte! ¡Esta misma noche tienes que estar en posesión de la fórmula!

Y se precipitó de nuevo hacia el escritorio, sacó papel y tinta y un pañuelo limpio, lo ordenó todo delante de él e inició su estudio analítico, procediendo de la siguiente manera: se pasó rápidamente bajo la nariz el pañuelo humedecido con perfume e intentó captar un componente aislado de la fragante nube, sin dejarse invadir por el conjunto de la compleja mezcla; y entonces, mientras sostenía el pañuelo lo más lejos posible de su rostro, anotó de prisa el nombre de la parte olfateada y volvió a pasarse el pañuelo por la nariz para entresacar el siguiente fragmento de aroma…

13

Trabajó durante dos horas sin interrupción y sus movimientos se volvieron cada vez más frenéticos, más rápido el crujido de la pluma sobre el papel y mayor la dosis de perfume con que salpicaba el pañuelo antes de llevárselo a la nariz.

Ahora ya no olía casi nada, hacía rato que las sustancias volátiles que respiraba le habían aturdido y ni siquiera era capaz de reconocer de nuevo lo que al principio del experimento creía haber analizado sin lugar a dudas. Sabía que no tenía sentido continuar olfateando. Jamás llegaría a averiguar la composición del nuevo perfume; esta noche, no, desde luego, pero tampoco mañana, cuando con ayuda de Dios su nariz se hubiese recuperado. Nunca había conseguido aprender a utilizar el olfato para este fin. Captar por separado los elementos de un perfume era un trabajo antipático y repugnante para él; no le interesaba dividir una fragancia más o menos buena en las partes que la componían. Lo mejor sería dejarlo.


No obstante, su mano continuaba humedeciendo mecánicamente el pañuelo de encaje con delicados movimientos practicados mil veces, agitándolo y pasándolo con rapidez por delante del rostro y, también mecánicamente, inhalando una porción de aire perfumado y expulsándolo en pequeñas cantidades, tal como mandaban las reglas. Hasta que por fin la propia nariz le liberó del tormento, mediante una hinchazón alérgica que la cerró por completo con un tapón céreo. Ahora ya no era capaz de oler nada y apenas podía respirar; tenía la nariz tapada como por un grave resfriado y los lagrimales le goteaban.

¡Gracias a Dios! Ahora sí que podía, sin remordimientos de conciencia, dar por terminado el experimento. Ya había cumplido con su deber y hecho todo lo posible conforme a las reglas del arte, aunque infructuosamente, como ocurría con tanta frecuencia. "Ultra posse nemo obligatur". Se acabó el trabajo. Mañana temprano enviaría a buscar a casa de Pèlissier un gran frasco de "Amor y Psique" para perfumar con él el cuero español encargado por el conde Verhamont. Y después cogería su maletín lleno de jabones anticuados, "sentbons", pomadas y almohadillas perfumadas y haría la ronda de los salones de ancianas duquesas. Y un día se moriría la última duquesa anciana y con ella su última cliente. Él sería también un anciano y tendría que vender su casa a Pèlissier o a otro de los advenedizos con dinero, que tal vez le darían unas dos mil libras por ella. Entonces haría el equipaje, una o dos maletas y viajaría a Italia con su anciana esposa, si ésta aún no había muerto. Y si él sobrevivía al viaje, compraría una pequeña casa de campo en Mesina, donde todo era barato y allí moriría Giuseppe Baldini, en un tiempo el mayor perfumista de París, arruinado, cuando Dios quisiera llamarle a su seno. Y así tenía que ser.

Tapó el frasco, dejó la pluma y se pasó por última vez el pañuelo empapado por la frente. Notó la frescura del alcohol evaporado y nada más. Entonces se puso el sol.


Baldini se levantó. Subió la persiana y se asomó a la luz del atardecer, que iluminó su cuerpo hasta las rodillas, dándole el aspecto de una antorcha incandescente. Vio el ribete rojo del sol detrás del Louvre y un resplandor más débil sobre los tejados de pizarra de la ciudad. Abajo, el río brillaba como el oro y los barcos habían desaparecido. Soplaba algo de viento, pues las ráfagas formaban escamas en la superficie, que centelleaba aquí y allí como si una mano gigantesca esparciera millones de luises de oro sobre el agua, y la dirección de la corriente pareció cambiar en un momento dado y fluir hacia Baldini como una marea de oro puro.

Los ojos de Baldini estaban húmedos y tristes. Durante un rato permaneció inmóvil, observando la magnífica vista. De repente, abrió la ventana de par en par y lanzó al aire, describiendo un gran arco, el frasco del perfume de Pèlissier. Lo vio caer y, por un momento, la rutilante alfombra de agua se dividió.


La habitación se inundó de aire fresco; Baldini respiró hondo y notó que desaparecía la hinchazón de su nariz. Entonces cerró la ventana y, casi simultáneamente, anocheció. La imagen dorada y refulgente de la ciudad y del río se convirtió en una silueta grisácea. La habitación se quedó oscura de improviso. Baldini adoptó la misma posición de antes y miró con fijeza por la ventana. "Mañana no enviaré a nadie a casa de Pèlissier -dijo, agarrando con ambas manos el respaldo de su silla-. No lo haré. Y tampoco haré la ronda de los salones, sino que iré al notario y pondré a la venta mi casa y mi negocio. Esto es lo que haré. Ya basta!"

Su rostro adquirió una expresión infantil y obstinada y se sintió súbitamente muy feliz. Era de nuevo el de antes, el joven Baldini, valiente y resuelto como siempre a plantar cara al destino, aunque esta vez plantarle cara significase retroceder. ¡Qué remedio! No podía hacer otra cosa. El tiempo, insensible, no le dejaba otra elección. Dios nos da buenas y malas épocas, pero no quiere que en estas últimas nos quejemos y lamentemos, sino que reaccionemos virilmente. Y en esta ocasión le había hecho una señal.

La imagen engañosa de la ciudad, en tonos rojos y dorados, había sido una advertencia: ¡Actúa, Baldini, antes de que sea demasiado tarde! Tu casa aún se sostiene, tus almacenes están llenos, aún podrás conseguir un buen precio por tu negocio a punto de quebrar. Las decisiones aún están en tu mano. Envejecer modestamente en Mesina no fue nunca tu objetivo en la vida, pero es más digno y grato a Dios que arruinarte pomposamente en París. Que triunfen los Brouet, Galteaux y Pèlissier; Giuseppe Baldini les deja el campo libre. Pero lo hace por propia voluntad y con la cabeza erguida!


Ahora estaba incluso orgulloso de sí mismo y sentía un inmenso alivio. Por primera vez desde hacía muchos años empezaba a disminuir el calambre de la espalda que le tensaba la nuca y encorvaba los hombros de forma servil y pudo enderezarse sin esfuerzo, relajado, libre y feliz. Percibió claramente la fragancia de "Amor y Psique" que impregnaba la habitación, pero ya no le afectó. Baldini había cambiado su vida y sentía un maravilloso bienestar. Ahora mismo subiría a ver a su esposa para comunicarle sus decisiones y después peregrinaría hasta Notre-Dame y encendería una vela para agradecer a Dios su bondadosa advertencia y la increíble fuerza de voluntad que acababa de infundirle.

Con un ímpetu casi juvenil, encasquetó la peluca sobre su calva, se puso la levita azul, cogió el candelero que estaba encima del escritorio y abandonó la estancia. Apenas hubo encendido la vela de la palmatoria del rellano para iluminar la escalera que subía a la vivienda, cuando oyó sonar la campanilla de la planta baja. No era el bonito tintineo persa de la puerta principal, sino el repique estridente de la entrada de los proveedores, un ruido muy desagradable que siempre le había molestado. Muchas veces había querido hacerla desmontar y sustituirla por una campanilla más armoniosa, pero el gasto le disuadía de ello y ahora, con una risa sofocada, se le ocurrió de repente que ya no importaba; vendería la insolente campanilla junto con la casa. De ahora en adelante daría la lata al nuevo propietario!

La campanilla volvió a sonar. Aguzó el oído. Por lo visto Chènier ya había abandonado el establecimiento y la criada no parecía dispuesta a acudir, así que el propio Baldini bajó para abrir la puerta.

Descorrió el cerrojo, abrió la pesada puerta… y no vio nada. La oscuridad se tragó por completo el resplandor de la vela. Entonces, muy despacio, distinguió una figura pequeña, un niño o un adolescente poco desarrollado, que llevaba algo al brazo.

– Qué quieres?

– Me envía el "maitre" Grimal con el cuero de cabra -contestó la figura, acercándose y alargando a Baldini el brazo doblado, que sostenía varias pieles superpuestas. A la luz de la vela reconoció Baldini el rostro de un muchacho con unos ojos vigilantes y temerosos. Estaba encorvado, como si se escondiera detrás del brazo extendido, en la actitud de alguien que teme un golpe. Era Grenouille.

14

¡El cuero de cabra para la piel española! Baldini lo recordó. Había encargado las pieles a Grimal hacía un par de días, el cuero más fino y flexible para la carpeta del conde Verhamont, a quince francos la pieza. Ahora, sin embargo, ya no las necesitaba, podía ahorrarse aquel dinero. Aunque, por otra parte, enviar al muchacho con las pieles devueltas… Quizá causaría un efecto desfavorable, desencadenaría rumores de que Baldini ya no era de fiar, Baldini ya no recibía ningún encargo, Baldini ya no podía pagar… y esto no era nada bueno, nada en absoluto, porque podría rebajar el precio de venta del negocio. Sería mejor quedarse con las inútiles pieles de cabra. No convenía que nadie supiera antes de tiempo que Giuseppe Baldini había cambiado su vida.

– ¡Entra!

Dejó pasar al muchacho y subieron a la tienda, Baldini delante con el candelero y Grenouille con sus pieles. Era la primera vez que Grenouille entraba en una perfumería, un lugar donde los olores no eran secundarios, sino el centro mismo del interés. Conocía, por supuesto, todas las perfumerías y droguerías de la ciudad, había pasado noches enteras ante los escaparates y apretado la nariz contra las rendijas de las puertas. Conocía todos los aromas que allí se vendían y en su imaginación los había transformado a menudo en los perfumes más deliciosos, de ahí que ahora no esperase nada nuevo. Sin embargo, del mismo modo que un niño dotado para la música ansía ver de cerca una orquesta o subir un día al coro de una iglesia para contemplar el oculto teclado del órgano, Grenouille anhelaba ver el interior de una perfumería y cuando supo que debían entregarse cueros a Baldini, decidió hacer lo imposible para que le enviaran a él.

Y ahora se encontraba en el establecimiento de Baldini, el lugar de París donde se almacenaba el mayor número de fragancias profesionales en el espacio más reducido. No pudo ver mucho a la trémula luz de la vela, sólo brevemente, la sombra del mostrador con la balanza, las dos garzas sobre la pila, un asiento para los clientes, las oscuras estanterías de las paredes, el rápido destello de los utensilios de latón y las etiquetas blancas en frascos y tarros; ni olió nada más de lo que ya había olido desde la calle, pero sintió en seguida la formalidad que reinaba en aquellas estancias, casi podría decirse la sagrada formalidad, si la palabra "sagrada" hubiera tenido algún sentido para Grenouille; sintió la fría gravedad, la seriedad profesional, el sobrio sentido comercial que emanaba de cada mueble, de cada utensilio, de cada tarro, frasco y matraz. Y mientras caminaba detrás de Baldini, a la sombra de Baldini, porque éste no se tomaba la molestia de alumbrarle el camino, se le ocurrió la idea de que pertenecía a este lugar y a ningún otro, de que se quedaría aquí y desde aquí conquistaría el mundo.


Semejante idea era, por supuesto, de una inmodestia decididamente grotesca. No había nada, nada en absoluto que justificara la esperanza de que un aprendiz de curtidor de dudosos orígenes, sin conexiones ni protección, sin la menor categoría profesional, llegara a encontrar empleo en la perfumería más renombrada de París; con tanta menor razón cuanto que, como sabemos, la liquidación del negocio era ya una cuestión decidida. Pero el caso es que aquí no se trataba de una esperanza concebida por la inmodesta mentalidad de Grenouille, sino de una certidumbre. Sabía que sólo abandonaría esta tienda para ir a recoger sus cosas a la tenería de Grimal y volver después definitivamente. La garrapata había husmeado sangre. Durante años había esperado dentro de su cápsula y ahora se dejaba caer sobre la exuberancia y el desperdicio sin ninguna esperanza. Y por ello su seguridad era tan grande.

Habían atravesado el establecimiento. Baldini abrió la trastienda, que daba al río y servía a la vez de almacén, taller y laboratorio, donde se cocían los jabones, removían las pomadas y mezclaban las aguas aromáticas en panzudos recipientes.

– Ahí -dijo, indicando una gran mesa colocada ante la ventana-. ¡Déjalas ahí!

Grenouille salió de la sombra de Baldini, dejó el cuero sobre la mesa y retrocedió de un salto para situarse entre Baldini y la puerta. El perfumista se quedó quieto un momento, con la vela un poco apartada para que no cayeran gotas de cera sobre la mesa y acarició con las yemas de los dedos la lisa superficie del cuero. Luego dio la vuelta a la piel de encima y pasó los dedos por el dorso aterciopelado y tosco a la vez. Era un cuero muy bueno, como hecho ex profeso para la piel española. Se encogería apenas después del secado y, bien tratado con la plegadera, volvería a ser flexible, se notaba en seguida al apretarlo entre el índice y el pulgar; retendría el perfume durante cinco o diez años; era un cuero muy, muy bueno, quizá incluso podría hacer guantes con él, tres pares para sí mismo y tres para su mujer, que usarían durante el viaje a Mesina.

Retiró la mano. Emocionaba ver la mesa de trabajo con todos los utensilios a punto: el barreño de cristal para el baño oloroso, la placa de cristal para el secado, los rascadores para la impregnación de la tintura, el pistilo y la espátula, el pincel, la plegadora y las tijeras. Daba la sensación de que todas estas cosas dormían porque era de noche y mañana volverían a cobrar vida. ¿Y si se llevara la mesa consigo a Mesina? ¿Y tal vez una parte de sus utensilios, sólo las piezas más importantes…? Era una mesa muy buena para trabajar; estaba hecha con tablones de roble, al igual que el caballete y, como los refuerzos se habían puesto de través, nunca temblaba ni se tambaleaba, aparte de que era resistente al ácido y los aceites e incluso a los cortes de cuchillo. Pero costaría una fortuna mandarla a Mesina, ¡aunque fuera en barco! Lo mejor era venderla, venderla mañana mismo junto con todo lo que tenía encima, debajo y alrededor. Porque él, Baldini, poseía sin duda un corazón sentimental, pero también un carácter fuerte y llevaría a cabo su decisión por mucho que le costara; se desprendería de todo con lágrimas en los ojos, pero lo haría porque estaba convencido de que así tenía que ser; al fin y al cabo, había recibido una señal.

Se volvió para irse y casi tropezó con el hombrecito contrahecho que seguía ante la puerta y al cual ya había olvidado.

– Es bueno -dijo Baldini-. Di al maestro que el cuero es bueno. Dentro de unos días pasaré para pagárselo.

– Está bien -contestó Grenouille sin moverse del sitio, cerrando el paso a Baldini, que se disponía a abandonar el taller. Baldini titubeó un poco, pero en su ignorancia no atribuyó la conducta del muchacho al descaro, sino a la timidez.

– ¿Qué quieres? -preguntó-. -Has de hacerme algún encargo? ¡Habla!

Grenouille continuó encorvado, mirando a Baldini con ojos que parecían llenos de miedo pero que en realidad brillaban por la tensión de una rara vigilancia.

– Quiero trabajar con vos, "maitre" Baldini. Quiero trabajar en vuestro negocio.

No lo dijo en tono de ruego, sino de exigencia, y tampoco con voz normal, sino como disparado a presión, con un sonido sibilante. Y Baldini confundió de nuevo la inquietante seguridad de Grenouille con una timidez juvenil. Le sonrió amistosamente.

– Eres aprendiz de curtidor, hijo mío; no tengo trabajo para ti. Ya dispongo de un ayudante y no necesito ningún aprendiz.

– ¿Queréis que huelan estos cueros de cabra, "maitre" Baldini? Estos cueros que os he traído… ¿Queréis que huelan? -silabeó Grenouille como si no hubiese oído la respuesta de Baldini.

– Pues claro -respondió éste.

– ¿Al "Amor y Psique" de Pèlissier? -inquirió Grenouille, encorvándose todavía más.

Un pequeño estremecimiento de susto recorrió el cuerpo de Baldini. No porque se preguntara la razón de que el muchacho conociera aquel detalle, sino por la simple mención del nombre de aquel aborrecido perfume cuya composición no había sabido descifrar.

– ¿Cómo se te ocurre la absurda idea de que yo utilizaría un perfume ajeno para…?

– ¡Vos oléis a él! -silabeó Grenouille-. Lo lleváis en la frente y en un pañuelo empapado que guardáis en el bolsillo derecho de la levita. Este "Amor y Psique" no es bueno, es malo, contiene demasiada bergamota y demasiado romero y le falta esencia de rosas.

– Vaya -dijo Baldini, totalmente sorprendido por el giro y los detalles de la conversación-. ¿Y qué más?

– Azahar, lima, clavel, almizcle, jazmín, alcohol y otra cosa cuyo nombre no conozco, mirad, ¡ahí está, en esa botella! -Y señaló con el dedo hacia la oscuridad. Baldini dirigió el candelero hacia el lugar indicado, siguió con la mirada el índice del muchacho y se fijó en una botella de la estantería que estaba llena de un bálsamo gris amarillento.

– ¿Estoraque? -preguntó.

Grenouille asintió con la cabeza.

– Sí, eso es lo que contiene. -Y se encogió como si sufriera un calambre y murmuró por lo menos doce veces la palabra "estoraque": "Estoraque storaquestoraquestoraque…"

Baldini sostuvo el candelero ante el hombrecillo que graznaba "estoraque" y pensó: o está poseído o es un estafador o ha recibido la gracia del talento. Porque las sustancias mencionadas podían componer el perfume "Amor y Psique" en las proporciones debidas; era incluso muy probable que así fuera. Esencia de rosas, clavel yestoraque… aquella misma tarde había buscado como loco estos tres componentes, junto a los cuales las otras partes de la composición -que también creía haber reconocido- eran los fragmentos que redondeaban el todo. Ahora sólo quedaba la cuestión de averiguar la proporción exacta en que debían mezclarse. A fin de resolverlo él, Baldini, tendría que hacer experimentos durante días y días, un trabajo agotador, casi peor que la simple identificación de las partes, porque ahora se trataba de medir, pesar, anotar y ceñirse a estos cálculos sin la menor desviación, ya que un descuido ínfimo -un temblor de la pipeta, un error en la cuenta de las gotas- podía estropearlo todo. Y cada intento fallido era terriblemente caro, cada mezcla inservible costaba una pequeña fortuna…

Quería poner a prueba al hombrecillo, quería preguntarle la fórmula exacta de "Amor y Psique". Si la conocía con exactitud, en gramos y gotas, significaría que era sin lugar a dudas un estafador que se había apoderado de algún modo de la receta de Pèlissier con objeto de conseguir la entrada y una colocación en casa de Baldini. Si, en cambio, la adivinaba de forma aproximada, se trataría de un genio del olfato y como tal despertaría el interés profesional de Baldini. ¡No era que Baldini se retractara de su decisión de cesar en el negocio! El perfume de Pèlissier no le interesaba como tal; aunque el muchacho se lo mezclara a litros, Baldini no pensaba ni en sueños perfumar con él la piel española del conde Verhamont, pero… pero uno no era perfumista durante toda la vida, ¡uno no se pasaba la vida entera mezclando fragancias para perder en una hora toda su pasión profesional! Ahora le interesaba conocer la fórmula de este condenado perfume y, más aún, poner a prueba el talento de este misterioso muchacho que le había olido un perfume en la frente. Quería saber qué se ocultaba detrás de aquello. Sentía simplemente curiosidad.

– Por lo visto tienes una nariz muy fina, muchacho -dijo cuando Grenouille hubo terminado sus graznidos, volviendo hacia la mesa y dejando sobre ella el candelero con movimientos pausados-, muy fina, no cabe duda, pero…

– Tengo la mejor nariz de París, "maitre" Baldini -interrumpió Grenouille con voz gangosa-. Conozco todos los olores del mundo, todos los de París, aunque no sé los nombres de muchos; pero puedo aprenderlos. Todos los olores que tienen nombre no son muchos, sólo algunos miles y yo los aprenderé. Jamás olvidaré el nombre de este bálsamo, estoraque, el bálsamo se llama estoraque, se llama estoraque…

– ¡Cállate! -gritó Baldini-. ¡No me interrumpas cuando hablo! Eres descarado y presuntuoso. Nadie conoce mil olores por el nombre. Ni siquiera yo conozco mil nombres, sino sólo algunos centenares, porque en nuestro negocio no hay más de varios cientos, ¡todo lo demás no son olores, sino hedores!

Grenouille, que durante su larga e impetuosa intervención casi se había desdoblado físicamente y en su excitación había llegado a hacer girar los brazos como aspas de molino para prestar más énfasis a sus "todos, todos", volvió a encorvarse de repente ante la réplica de Baldini y permaneció en el umbral como un sapo negro, acechando sin moverse.

– Como es natural -continuó Baldini-, hace tiempo que estoy enterado de que el "Amor y Psique" se compone de estoraque, esencia de rosas y clavel, además de bergamota y extracto de romero, etcétera. Para averiguarlo sólo se necesita, como ya he dicho, una nariz muy fina y es muy posible que Dios te haya dado un buen olfato, como a muchísimos otros hombres, sobretodo a tu edad. Sin embargo, el perfumista -y aquí Baldini levantó el índice y sacó el pecho-, el perfumista necesita algo más que un buen olfato. Necesita un órgano olfativo educado a lo largo de muchas décadas, que le permita descifrar los olores más complicados sin equivocarse nunca, incluyendo los perfumes nuevos y desconocidos. ¡Una nariz semejante -y se dio unos golpecitos en la suya con el índice- no se "tiene", jovencito! Una nariz semejante se conquista con perseverancia y aplicación. ¿O acaso podrías tú decirme ahora mismo la fórmula exacta de "Amor y Psique"? ¿Qué me contestas? ¿Podrías?

Grenouille guardó silencio.

– ¿Podrías al menos adivinarla aproximadamente? -inquirió Baldini, inclinándose un poco para ver mejor al sapo que estaba junto a la puerta-. ¿Sólo poco más o menos, a ojo? ¿Podrías? ¡Habla, si eres la mejor nariz de París!

Pero Grenouille continuó callado.

– ¿Lo ves? -dijo Baldini, irguiéndose, entre satisfecho y desengañado-. No puedes. Claro que no. ¿Cómo ibas a poder? Eres como una persona que adivina por el sabor de la sopa si contiene perifollo o perejil. Está bien, ya es algo, pero no por eso eres un cocinero. En todas las artes, como en todas las artesanías, ¡aprende bien esto antes de irte!, el talento sirve de bien poco si no va acompañado por la experiencia, que se logra a fuerza de modestia y aplicación.

Iba a coger el candelero de la mesa cuando la voz a presión de Grenouille graznó desde la puerta:

– No sé qué es una fórmula, "maitre", esto no lo sé, pero sé todo lo demás!

– La fórmula es el alfa y omega de todo perfume -explicó Baldini con severidad, porque ahora quería poner fin a la conversación-. Es la indicación, hecha con rigor científico, de las proporciones en que deben mezclarse los distintos ingredientes a fin de obtener un perfume determinado y único; esto es la fórmula. O la receta, si comprendes mejor esta palabra.

– Fórmula, fórmula -graznó Grenouille, enderezándose un poco ante la puerta-; yo no necesito ninguna fórmula. Tengo la receta en la nariz. ¿Queréis que os haga la mezcla, maestro, ¿queréis que os la haga? ¿Me lo permitís?

– ¿Qué dices? -gritó Baldini, alzando bastante la voz y sosteniendo el candelero ante el rostro del gnomo-. ¿Qué mezcla?

Por primera vez, Grenouille no retrocedió.

– Todos los olores que se necesitan están aquí, todos aquí, en esta habitación -dijo, señalando hacia la oscuridad-. ¡Esencia de rosas! ¡Azahar! ¡Clavel! ¡Romero…!

– ¡Ya sé que están aquí! -rugió Baldini-. ¡Todos están aquí! Pero ya te he dicho, cabezota, que no sirven de nada cuando no se tiene la fórmula!

– ¡…Y el jazmín! ¡El alcohol! ¡La bergamota! ¡El estoraque! -continuó graznando Grenouille, indicando con cada nombre un punto distinto de la habitación, tan sumida en tinieblas que apenas podía adivinarse la sombra de la estantería con los frascos.

– ¿Acaso también puedes ver de noche? -le gritó Baldini-. No sólo tienes la nariz más fina, sino también la vista más aguda de París, ¿verdad? Pues si también gozas de buen oído, agúzalo para escucharme: Eres un pequeño embustero. Seguramente has robado algo a Pèlissier, le has estado espiando, ¿no es eso? ¿Creías, acaso, que podías engañarme?

Grenouille se había erguido del todo y ahora estaba todo lo alto que era en el umbral, con las piernas un poco separadas y los brazos un poco abiertos, de ahí que pareciera una araña negra aferrada al marco de la puerta.

– Concededme diez minutos -apremió, con voz bastante fluida y os prepararé el perfume "Amor y Psique". Ahora mismo y en esta habitación. "Maitre", concededme cinco minutos!

– ¿Crees que te dejaré hacer chapuzas en mi taller? ¿Con esencias que valen una fortuna? ¿A ti?

– Sí -contestó Grenouille.

– Bah! -exclamó Baldini, exhalando todo el aire que tenía en los pulmones. Entonces respiró hondo, contempló largo rato al arácnido Grenouille y reflexionó. En el fondo, es igual, pensó, ya que mañana pondré fin a todo esto. Sé muy bien que no puede hacer lo que dice, es imposible, de lo contrario, sería aún más grande que el gran Frangipani. Pero ¿por qué no permitirle que demuestre ante mi vista lo que ya sé? Si no se lo permito, a lo mejor un día en Mesina -con la edad uno se vuelve extravagante y tiene las ideas más estrambóticas- me asalta el pensamiento de no haber reconocido como tal a un genio del olfato, a un ser superdotado por la gracia de Dios, a un niño prodigio… Es totalmente imposible; todo lo que me dicta la razón dice que es imposible, pero tampoco cabe duda de que existen los milagros. Pues bien, cuando muera en Mesina, en mi lecho de muerte puede ocurrírseme esta idea: Aquel anochecer en París cerraste los ojos a un milagro… ¡Esto no sería muy agradable, Baldini! Aunque este loco eche a perder unas gotas de esencia de rosas y tintura de almizcle, tú mismo las habrías malgastado si el perfume de Pèlissier no hubiera dejado de interesarte. ¿Y qué son unas gotas -a pesar de su elevadísimo precio- comparadas con la certidumbre del saber y una vejez tranquila?

– ¡Escucha! -exclamó con voz fingidamente severa-. ¡Escúchame bien! He… A propósito. ¿cómo te llamas?

– Grenouille -contestó éste-, Jean-Baptiste Grenouille.

– Ah -dijo Baldini-. Pues bien, escucha, Jean-Baptiste Grenouille. He reflexionado. Te concedo la oportunidad, ahora, inmediatamente, de probar tu afirmación. También es una oportunidad para que aprendas, después de un fracaso rotundo, la virtud de la modestia -tal vez poco desarrollada a causa de tus pocos años, lo cual podría perdonarse-, imprescindible para tu futuro como miembro del gremio y tu condición de marido, súbdito, ser humano y buen cristiano. Estoy dispuesto a impartirte esta enseñanza a mis expensas porque debido a unas circunstancias determinadas hoy me siento generoso y, quién sabe, quizá llegará un día en que el recuerdo de esta escena alegrará mi ánimo. ¡Pero no creas que podrás tomarme el pelo! La nariz de Giuseppe Baldini es vieja pero fina, lo bastante fina para descubrir en el acto la más pequeña diferencia entre tu mezcla y este producto -y al decir esto extrajo del bolsillo el pañuelo empapado de "Amor y Psique" y lo agitó ante la nariz de Grenouille-. ¡Acércate, nariz más fina de París! ¡Acércate a esta mesa y demuestra lo que sabes! ¡Cuida, no obstante, de no volcar ni derramar nada! ¡No cambies nada de sitio! Ante todo, necesitamos más luz. Queremos una gran iluminación para este pequeño experimento, ¿no es verdad?

Y mientras hablaba, cogió otros dos candeleros que estaban al borde de la gran mesa de roble y los encendió, hecho lo cual los colocó en hilera en el borde posterior, apartó el cuero y dejó libre el centro de la mesa. Entonces, con movimientos a la vez reposados y ágiles, reunió los utensilios del oficio, que guardaba en un pequeño anaquel: el matraz grande y barrigudo para las mezclas, el embudo de vidrio, la pipeta, las probetas grande y pequeña, y los puso por orden sobre la mesa.

Entretanto, Grenouille se había desprendido del marco de la puerta. Durante el pomposo discurso de Baldini había ido perdiendo la expresión tensa y vigilante; sólo oyó el consentimiento, el sí, con el júbilo interior de un niño que ha conseguido sus propósitos porfiando con insistencia y se ríe de las condiciones, restricciones y exhortaciones morales vinculadas a la concesión. Inmóvil, por primera vez más parecido a un hombre que a un animal, dejó que le resbalara la verborrea de Baldini, sabiendo que ya había subyugado al hombre que acababa de ceder a su pretensión.


Mientras Baldini seguía atareado encendiendo las velas, Grenouille se deslizó hacia el lado oscuro del taller, donde estaban los estantes con los valiosos aceites, esencias y tinturas, y eligió, siguiendo las seguras indicaciones de su olfato, los frascos que necesitaba. Eran nueve: esencia de azahar, esencia de lima, esencia de clavel y de rosa, extracto de jazmín, bergamota y romero, tintura de almizcle y bálsamo de estoraque, que fue cogiendo y colocando sobre el borde de la mesa. Por último, arrastró una bombona que contenía alcohol de elevada graduación y entonces se situó detrás de Baldini -todavía ocupado en ordenar con lenta pedantería los utensilios para la mezcla, adelantando uno y retirando un poco el otro para que todo guardase el orden establecido y recibiera la mejor luz de las velas- y esperó, temblando de impaciencia, a que el viejo retrocediera para hacerle sitio.

– Ya está! -exclamó por fin Baldini, apartándose-. Todo lo que necesitas para tu… llamémoslo, benévolamente, experimento, se encuentra a tu alcance. ¡No rompas ni derrames nada! Porque, escúchame bien: estos líquidos cuyo empleo te está permitido durante cinco minutos, son tan valiosos y raros, que en tu vida volverás a tenerlos en las manos en forma tan concentrada.

– ¿Qué cantidad deseáis que os haga, maestro? -preguntó Grenouille.

– ¿Qué… has dicho? -murmuró Baldini, que aún no había terminado su discurso.

– ¿Qué cantidad de perfume? -graznó Grenouille-. ¿Cuánto queréis? ¿Debo llenar esta botella grande hasta el borde? -Y señaló el matraz para mezclas, capaz para tres litros como mínimo.

– ¡No, claro que no! -gritó, horrorizado, Baldini, impulsado por el temor, tan arraigado como espontáneo, de que se derrochara algo de su propiedad. Y como si le avergonzase aquel grito revelador, añadió casi en seguida:

– ¡Y tampoco deseo que me interrumpas cuando estoy hablando!

Entonces, en tono más tranquilo y un poco irónico:

– ¿Para qué necesitamos tres litros de un perfume que no gusta a ninguno, de los dos? En realidad, bastaría con media probeta, pero como mezclar cantidades tan pequeñas da siempre resultados imprecisos, te permitiré llenar una tercera parte del matraz.

– Bien -dijo Grenouille-. Llenaré un tercio de esta botella con "Amor y Psique", pero lo haré a mi manera, señor Baldini. No sé si será a la manera del gremio, porque no la conozco, así que será a mi manera.

– ¡Adelante! -accedió Baldini, sabiendo que en esta cuestión no cabía "mi" manera ni la "tuya", sino solamente una, la única posible y correcta, que consistía en conocer la fórmula, hacer el cálculo correspondiente a la cantidad deseada, mezclar con la más rígida exactitud el extracto de las diversas esencias y añadir la proporción de alcohol también exacta, que oscilaba a lo sumo entre una décima y una vigésima parte, para volatilizar el perfume definitivo. Sabía que no existía otra manera. Y por esto, lo que ahora vio y observó, primero con burlona indiferencia, después con gran confusión y por último con un inmenso asombro, debió parecerle un puro milagro. Y la escena quedó grabada de tal modo en su memoria, que no la olvidó nunca hasta el fin de sus días.

15

El hombrecillo Grenouille empezó quitando el tapón de corcho de la bombona que contenía el alcohol. Le costó mucho levantar el pesado recipiente casi hasta la altura de su cabeza, porque así de alto estaba el matraz con el embudo de vidrio en el cual, sin ayuda de una probeta graduada, vertió el alcohol directamente de la bombona. Baldini se estremeció ante semejante torpeza: ¡el sujeto no sólo invertía el sistema tradicional de la perfumería, empezando con el disolvente y no con el concentrado, sino que era apenas físicamente capaz para este trabajo! Temblaba por el esfuerzo y Baldini temía que en cualquier momento dejase caer la pesada bombona, destrozando todo lo que había sobre la mesa. Las velas -pensó-, ¡Dios mío, las velas! ¡Provocará una explosión, me quemará la casa…! Y ya se disponía a intervenir y arrebatar la bombona a aquel demente, cuando Grenouille la bajó sin ayuda, la dejó en el suelo intacta y la tapó con el corcho. El líquido claro y ligero se balanceó en el matraz… no se había derramado ni un gota. Grenouille tomó aliento unos instantes, expresando en el rostro una gran satisfacción, como si ya hubiera realizado la parte más difícil de su tarea. Y de hecho, lo que siguió se desarrolló a una velocidad tal, que Baldini pudo acompañarlo apenas con la vista, y todavía menos reconocer una fase reglamentada del proceso.

Grenouille eligió como al azar entre los frascos de esencias, les quitó el tapón de vidrio, se los pasó un segundo bajo la nariz, echó en el embudo unas gotas de uno, luego de otro y un chorrito de un tercero y no tocó ni una sola vez la pipeta, los tubos de ensayo, la probeta graduada, la cucharilla, el batidor, ninguno de los utensilios imprescindibles para el perfumista durante el complicado proceso de la mezcla. Parecía estar jugando, disfrutando como un niño que cuece un horrible caldo con agua, hierba y fango y luego afirma que es una sopa. Sí, igual que un niño, pensó Baldini, y además tiene el aspecto de un niño, a pesar de sus manos toscas, de su rostro lleno de surcos y cicatrices y de la bulbosa nariz de viejo. Le he atribuido más edad de la que tiene y ahora lo veo más joven, como un niño de tres o cuatro años, como una de esas criaturas inasequibles, incomprensibles, obstinadas que, supuestamente inocentes, sólo piensan en sí mismas, llevan su despotismo hasta el extremo de pretender subordinar al mundo y no cabe duda de que lo harían si no se pusiera coto a su megalomanía con las severas medidas pedagógicas encaminadas a imbuirles disciplina y autodominio para su existencia como hombres maduros. Uno de estos niños fanáticos se ocultaba en este muchacho de ojos ardientes que trabajaba ante la mesa, ajeno a todo cuanto le rodeaba, al parecer ignorante de que en el taller hubiera algo más que él y estos frascos que acercaba al embudo con temeraria torpeza a fin de mezclar su descabellado caldo del que después afirmaría -¡totalmente convencido!- que era el selecto perfume "Amor y Psique". Horrorizaba a Baldini ver, a la vacilante luz de las velas, a aquel hombrecillo atareado con tan horrible dedicación y tan horrible seguridad en sí mismo y pensó, de nuevo triste, desgraciado y colérico como por la tarde, cuando contemplaba la ciudad encendida por el crepúsculo, que seres como éste no existían en sus tiempos; se trataba de un nuevo ejemplar de la especie que sólo podía surgir en esta época enferma y desorganizada… ¡Pero este prepotente muchacho recibiría su lección! Al final de la ridícula representación le daría un buen rapapolvo para que se marchara tal como había venido, como un insignificante don nadie. ¡Sabandijas! Hoy en día era imposible fiarse de nadie, las ridículas sabandijas pululaban por doquier.


Tan ocupado estaba Baldini con su cólera interna y su aversión del tiempo en que vivía, que no comprendió del todo el significado de que Grenouille tapara de repente todos los frascos, sacara el embudo del matraz, agarrara éste del cuello con una mano y lo apretara contra su pecho para taparlo con fuerza y agitarlo enérgicamente con la mano izquierda. Hasta que el matraz no hubo dado varias vueltas en el aire, precipitando su valioso contenido, como si fuera limonada, del fondo al cuello y viceversa, no prorrumpió Baldini en un grito de rabia y de espanto.

– ¡Alto! -chilló-. ¡Ya basta! ¡Para inmediatamente! ¡Se acabó! ¡Deja ahora mismo el matraz sobre la mesa y no toques nada más, me oyes, nada más! He debido estar loco para escuchar por un solo momento tus disparatadas explicaciones. Tu modo de hacer, tu forma de manejar las cosas, tu tosquedad, tu ignorancia primitiva me demuestra que eres un chapucero, un burdo chapucero y un mocoso pícaro y descarado por añadidura. Ni siquiera sirves para mezclar limonadas, ni para vender agua de regaliz sirves tú, ¡y pretendes ser perfumista! ¡Ya puedes estar contento y agradecido de que tu amo te permita remover sus adobos de curtidor! No te atrevas nunca más, ¿me oyes?, ¡no te atrevas nunca más a poner los pies en el umbral de un perfumista!

Así habló Baldini y, mientras hablaba, la habitación se fue impregnando de "Amor y Psique". Hay en el perfume una fuerza de persuasión más fuerte que las palabras, el destello de las miradas, los sentimientos y la voluntad. La fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella.

Grenouille había dejado el matraz sobre la mesa y secado su mano impregnada de perfume con el borde de la levita. Uno o dos pasos hacia atrás, el torpe encorvamiento de su cuerpo bajo la filípica de Baldini bastaron para dispersar por el aire oleadas de perfume recién creado. No hizo falta nada más. Ciertamente, Baldini todavía gritaba, clamaba y escarnecía, pero con cada aspiración disminuía en su interior la ira que alimentaba su locuacidad. Se dio cuenta de que sus argumentos eran refutados y su discurso terminó en un silencio patético. Y cuando hacía ya largo rato que se había callado, no necesitó la observación de Grenouille: "Ya está listo". Lo sabía antes de oírlo.

No obstante, aunque estaba rodeado por todas partes de un ambiente pletórico de "Amor y Psique", se acercó a la vieja mesa de roble para tomar una muestra. Extrajo del bolsillo izquierdo de la levita un pequeño pañuelo de encaje blanco como la nieve, lo desdobló y lo humedeció con un par de gotas que sacó del matraz mediante la larga pipeta. Agitó el pañuelo con el brazo extendido, para airearlo, y se lo llevó después a la nariz con el habitual movimiento delicado a fin de aspirar la fragancia. Mientras la olía a breves intervalos, tomó asiento en un taburete. De repente -el arrebato de cólera había arrebolado su rostro-, palideció.

– Increíble -murmuró en voz baja-, por Dios que es increíble.

Y llevándose una y otra vez el pañuelo a la nariz, aspiraba, meneaba la cabeza y volvía a murmurar: "Increíble". Era "Amor y Psique" sin lugar a dudas, el "Amor y Psique" odioso y genial, copiado con tanta precisión que ni siquiera el propio Pèlissier habría podido distinguirlo de su producto. "Increíble…"


El gran Baldini se veía pequeño, pálido y ridículo sentado en el taburete con el pañuelo en la mano, que apretaba contra la nariz como una doncella resfriada. Había perdido completamente el habla. Incapaz de repetir "increíble" una vez más, permaneció moviendo la cabeza de arriba abajo, mirando fijamente el contenido del matraz y musitando un monótono "Hm, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…, hm, hm, hm…" Al cabo de un rato Grenouille se acercó sin ruido a la mesa, como una sombra.

– No es un buen perfume -dijo-, es una mezcla muy mala. -Baldini continuó farfullando su "Hm, hm, hm" y Grenouille continuó: -Si me lo permitís, maestro, la perfeccionaré. ¡Dadme un minuto y os lo convertiré en un perfume decente!

– Hm, hm, hm -dijo Baldini, asintiendo, no porque estuviera de acuerdo, sino porque se hallaba en un estado de apatía tal, que habría contestado "Hm, hm, hm" y accedido a cualquier cosa. Y siguió musitando "Hm, hm, hm" y asintiendo, sin dar muestras de comprender nada cuando Grenouille se dispuso a elaborar una mezcla por segunda vez y por segunda vez vertió alcohol de la bombona en el matraz, ahora sobre el perfume recién mezclado, y echó en el embudo el contenido de los frascos por un orden y en cantidades al parecer casuales. Hasta casi el final del proceso -esta vez Grenouille no agitó el matraz, sino que lo inclinó despacio como si fuera una copa de coñac, quizá en atención a la sensibilidad de Baldini o porque esta vez el contenido le parecía más valioso-, o sea hasta que el líquido se balanceó, ya listo, en el recipiente, no se despertó Baldini de su estado letárgico y se levantó, con el pañuelo todavía apretado contra la nariz, como si quisiera defenderse de un nuevo ataque personal.

– Ya está listo, "maitre" -anunció Grenouille-. Ahora sí que es un perfume bueno.

– Sí, sí, está bien, está bien -respondió Baldini, agitando la mano libre.

– ¿No queréis tomar una muestra? -urgió Grenouille-. -No lo deseáis, "maitre"? ¿Ninguna prueba?

– Después, ahora no estoy dispuesto para otra prueba… Tengo otras cosas en la cabeza. ¡Ahora vete! ¡Sígueme! Y, tomando un candelero, cruzó el umbral en dirección a la tienda.

Grenouille le siguió. Llegaron al estrecho pasillo que conducía a la puerta de servicio. El anciano arrastró los pies hasta el umbral, descorrió el cerrojo y abrió. Entonces se hizo a un lado para dejar pasar al muchacho.

– ¿Puedo trabajar ahora con vos, "maitre"? ¿Puedo? -preguntó Grenouille en el umbral, otra vez encorvado y con mirada vigilante.

– No lo sé -contestó Baldini-. Meditaré sobre el asunto. ¡Vete!

Y Grenouille desapareció de improviso, tragado por la oscuridad. Baldini se quedó allí, mirando la noche como embobado. En la mano derecha llevaba la palmatoria y en la izquierda el pañuelo, como alguien a quien le sangrara la nariz, aunque en realidad sólo tenía miedo. Cerró de prisa la puerta con cerrojo y entonces se apartó el pañuelo de la cara, lo guardó en el bolsillo y volvió al taller a través de la tienda.


La fragancia era tan maravillosamente buena que a Baldini se le anegaron de repente los ojos en lágrimas. No necesitaba hacer ninguna prueba, sólo colocarse delante del matraz y aspirar. El perfume era magnífico. En comparación con "Amor y Psique" era una sinfonía comparada con el rasgueo solitario de un violín. Y mucho más, Baldini cerró los ojos y evocó los recuerdos más sublimes. Se vio a sí mismo de joven paseando por jardines napolitanos al atardecer; se vio en los brazos de una mujer de cabellera negra y vislumbró la silueta de un ramo de rosas en el alféizar de la ventana, acariciado por el viento nocturno; oyó cantar a una bandada de pájaros y la música lejana de una taberna de puerto; oyó un susurro muy cerca de su oído, oyó un "Te amo" y sintió que los cabellos se le erizaban de placer, ahora, ¡ahora, en este instante! Abrió los ojos y gimió de gozo. Este perfume no se parecía a ningún perfume conocido. No era una fragancia que emanaba buen olor, no era una pastilla perfumada, no era un artículo de tocador. Se trataba de algo totalmente nuevo, capaz de crear todo un mundo, un mundo rico y mágico que hacía olvidar de golpe todas las cosas repugnantes del propio entorno y comunicaba un sentimiento de riqueza, de bienestar, de libertad…

Los pelos erizados del brazo de Baldini se posaron y una serenidad maravillosa se apoderó de él. Cogió el cuero, el cuero de cabra que estaba en el borde de la mesa y lo cortó con un cuchillo. Después metió los trozos en el barreño de vidrio y los roció con el nuevo perfume. Cubrió el barreño con una placa de cristal y vertió el perfume restante en dos frascos que proveyó de sendas etiquetas en las que escribió el nombre: "Nuit napolitaine". Entonces apagó la vela y salió.


No habló a su mujer arriba, durante la cena. Sobre todo, no le dijo nada de la sacrosanta decisión que había adoptado aquella tarde. Tampoco su mujer dijo nada, porque observó que estaba alegre y esto la puso muy contenta. No subió tampoco a Notre-Dame para agradecer a Dios su fuerza de voluntad. Aquella noche se olvidó incluso por primera vez de rezar a la hora de acostarse.

16

A la mañana siguiente fue derecho a ver a Grimal. Ante todo pagó el cuero de cabra y, además, al precio solicitado, sin protestar y sin el menor regateo. Luego invitó a Grimal a una botella de vino blanco en la Tour d’Argent y negoció con él el traspaso del aprendiz Grenouille. No reveló, por descontado, por qué lo quería ni para qué lo necesitaba. Mencionó un importante encargo de cuero perfumado para cuyo cumplimiento le hacía falta un ayudante sin calificaciones. Necesitaba un chico poco exigente para las tareas más sencillas, como cortar cueros, etcétera. Pidió otra botella de vino y ofreció veinte libras como compensación por las molestias que la ausencia de Grenouille causaría a monsieur Grimal. Veinte libras eran una enorme suma y Grimal aceptó en seguida.

Volvieron a la tenería, donde Grenouille, cosa extraña, ya les esperaba con el hatillo preparado y Baldini pagó las veinte libras y se lo llevó, consciente de haber hecho el mejor negocio de su vida.

Grimal, que por su parte también estaba convencido de haber hecho el mejor negocio de su vida, regresó a la Tour d’Argent, bebió allí otras dos botellas de vino, se trasladó hacia mediodía al Lyon d’Or, en la orilla opuesta, y se emborrachó hasta tal punto que cuando, ya de noche, quiso volver a la Tour d’Argent, confundió la Rue Geoffroi L’Anier con la Rue des Nonaindiéres, con lo cual, en lugar de desembocar directamente en el Pont Marie, como había esperado, fue a parar fatalmente al Quai des Ormes, desde donde cayó de bruces en el agua como en una cama blanda, muriendo al instante. En cambio, el río necesitó bastante tiempo para apartarle de la orilla poco profunda, hacerle sortear las barcazas amarradas y empujarle hasta la corriente central más fuerte, de manera que el curtidor Grimal, o mejor dicho, su empapado cadáver, no apareció hasta primeras horas de la mañana flotando río abajo, hacia el oeste.

Cuando pasó por debajo del Pont au Change, sin ruido, sin tropezar con los pilares del puente, Jean-Baptiste Grenouille estaba a punto de acostarse veinte metros más arriba. Le habían asignado un catre en el fondo del taller de Baldini, del cual tomó posesión en el preciso momento en que su antiguo amo bajaba flotando por el frío Sena con las cuatro extremidades rígidas. Se acurrucó, lleno de bienestar, encogiéndose como la garrapata. Mientras conciliaba el sueño fue profundizando más y más en sí mismo hasta que entró triunfalmente en su fortaleza interior, donde soñó con un victorioso banquete olfatorio, una gigantesca orgía con humo de incienso y vapor de mirra, en honor de sí mismo.

17

Con la adquisición de Grenouille empezó el progreso de la casa de Giuseppe Baldini hacia un prestigio no sólo nacional, sino europeo. El carillón persa ya no cesaba de sonar y las garzas no dejaban de escupir en el establecimiento del Pont au Change.

La primera tarde Grenouille tuvo que preparar una gran bombona de "Nuit napolitaine", del que se vendieron en los días subsiguientes más de ochenta frascos. La fama del perfume se extendió con vertiginosa rapidez. A Chènier le lloraban los ojos de tanto contar dinero y le dolía la espalda de tantas reverencias, ya que acudieron los personajes más altos y encumbrados o, por lo menos, los sirvientes de dichos personajes altos y encumbrados. Y un día la puerta se abrió de par en par y se estremeció dentro de sus goznes para dar entrada al lacayo del conde d’Argenson, quien gritó, como sólo saben gritar los lacayos, que quería cinco frascos del nuevo perfume y Chènier todavía temblaba de emoción un cuarto de hora después porque el conde d’Argenson era intendente y ministro de la Guerra de Su Majestad y el hombre más poderoso de París.

Mientras Chènier recibía solo a la oleada de clientes, Baldini se encerraba en el taller con su nuevo aprendiz. Justificó esta conducta ante Chènier con una fantástica teoría que designó con el nombre de "división y racionalización del trabajo". Durante años, explicó, había contemplado pacientemente cómo Pèlissier y sus compinches violaban las reglas del gremio, quitándole la clientela y arruinando el negocio. Ahora su paciencia se había terminado. Ahora aceptaba el desafío y se enfrentaba a aquellos advenedizos insolentes utilizando sus propias armas: cada estación, cada mes y, si era necesario, cada semana sacaría un nuevo perfume, y ¡vaya perfume! Quería aprovechar hasta el máximo su facultad creadora y para ello era necesario que se dedicara -con la sola ayuda de un aprendiz- completa y únicamente a la producción de perfumes, mientras Chènier se ocupaba exclusivamente de las ventas. Con este método moderno iniciarían un nuevo capítulo en la historia de la perfumería, barrerían a la competencia y se harían inmensamente ricos. Sí, había dicho "se harían" y lo ratificaba de forma categórica porque tenía la tendencia de dar a su fiel encargado un tanto por ciento de los enormes beneficios.


Unos días antes Chènier habría calificado tales discursos de su patrón como prueba de un incipiente chocheo. "Ya está maduro para la Charitè -habría pensado-; ahora ya no puede tardar mucho en dejar definitivamente el bastón de mando". Pero ahora ya no pensaba así; de hecho, apenas tenía tiempo de pensar. Trabajaba tanto, que por la noche, extenuado, sólo era capaz de vaciar la atiborrada caja y quedarse con su parte. Ni en sueños habría dudado de la legitimidad de la situación cuando Baldini salía casi a diario del taller con alguna fragancia nueva.

¡Y qué fragancias! No sólo perfumes de la más alta y refinada escuela, sino también cremas, polvos, jabones, lociones capilares, aguas, aceites… Todos los artículos despedían ahora un olor nuevo, diferente, más exquisito que antes. Y todo, absolutamente todo, incluyendo las nuevas bandas perfumadas para el cabello creadas un día por el caprichoso talento de Baldini, obtenía el favor del público que, como embrujado, no daba ninguna importancia a los precios.

Todo lo que Baldini producía se convertía en un éxito. Y el éxito era tan abrumador, que Chènier lo acogió como un fenómeno natural y no se preocupó más de averiguar las causas. La posibilidad de que el nuevo aprendiz, el desmañado gnomo que se alojaba como un perro en el taller y al cual veía muchas veces, cuando el maestro salía, limpiar morteros y utensilios de vidrio en el fondo de la habitación, la posibilidad de que aquel ser insignificante tuviera algo que ver con la fabulosa prosperidad del negocio era algo que Chènier no habría creído aunque se lo hubieran jurado.

Naturalmente que el gnomo era el responsable de todo ello. Los productos que Baldini llevaba a la tienda y entregaba a Chènier para su venta eran sólo una ínfima parte de las mezclas elaboradas por Grenouille tras la puerta cerrada del taller. A Baldini ya no le alcanzaba el olfato. Para él representaba un verdadero tormento tener que escoger entre las maravillas creadas por Grenouille. Aquel aprendiz mágico habría podido proveer de recetas a todos los perfumistas de Francia sin repetirse nunca ni ofrecer un solo perfume inferior o tan siquiera mediano. Es decir, de recetas, o sea, fórmulas, "no" habría podido proveerlos porque al principio Grenouille siguió componiendo sus fragancias del modo caótico y antiprofesional que Baldini ya conocía, mezclando los ingredientes, al parecer, sin orden ni concierto. Con objeto de llevar un control del floreciente negocio o, por lo menos, de comprenderlo, un día Baldini rogó a Grenouille que, aunque él lo considerase innecesario, se sirviera al elaborar sus mezclas de la balanza, la probeta graduada y la pipeta, que se acostumbrara además a no emplear el alcohol como sustancia odorífera, sino como disolvente que debía añadirse al final, y por último, que por el amor de Dios actuara despacio, con lentitud y mesura, como correspondía a un artesano.

Grenouille obedeció. Y por primera vez Baldini tuvo oportunidad de seguir y documentar las manipulaciones del hechicero. Sentado junto a Grenouille con papel y pluma y exhortando una y otra vez a la parsimonia, anotaba cuántos gramos de esto, cuántas medidas de aquello, cuántas gotas de un tercer ingrediente iban a parar al matraz. Por este método singular, analizando un proceso en marcha, precisamente con aquellos medios sin cuyo empleo se le antojaba imposible que pudiera realizarse, consiguió por fin Baldini poseer la fórmula sintética. "Cómo" podía Grenouille mezclar sin ellos sus perfumes continuó siendo para Baldini más que un enigma, un verdadero milagro, pero al menos ahora había atrapado el milagro en una fórmula y apaciguado hasta cierto punto su espíritu sediento de reglas y salvado de un colapso total su imagen del mundo de la perfumería.

Poco a poco fue sacando a Grenouille las recetas de todos los perfumes que había inventado hasta entonces y terminó prohibiéndole que preparase nuevos perfumes sin que él, Baldini, estuviera presente, armado con papel y pluma, observando el proceso con ojos de Argos y tomando nota de todos los pasos. Después, con esforzada minuciosidad y caligrafía clara, pasaba estas notas, que pronto fueron muchas docenas de fórmulas, a dos cuadernos, uno de los cuales guardaba en una caja fuerte incombustible y el otro lo llevaba siempre encima, incluso cuando iba a dormir. Esto le daba seguridad, porque ahora podía, si así los deseaba, realizar él mismo los milagros de Grenouille que tanto le habían trastornado al presenciarlos por primera vez. Con su colección de fórmulas escritas se creía capaz de ordenar el espantoso caos creativo que surgía del interior de su aprendiz. Además, el hecho de no quedarse mirando embobado, sino de participar en el acto creador observando y tomando notas, producía un efecto sedante en Baldini y fortalecía su confianza en sí mismo. Al cabo de un tiempo llegó a creer que su participación en la creación de las sublimes fragancias no era nada despreciable y cuando había anotado las recetas en sus cuadernos y guardado éstos en la caja de caudales y contra su pecho, ya no dudaba de que eran enteramente suyas.

Pero también Grenouille se benefició de esta disciplina impuesta por Baldini. Él no la necesitaba; jamás tuvo que buscar una vieja fórmula para repetir un perfume elaborado semanas o meses atrás, porque no olvidaba los olores. Sin embargo, con el uso obligatorio de probetas graduadas y balanzas aprendió el lenguaje de la perfumería y el instinto le dijo que el conocimiento de este lenguaje podía serle de utilidad.

Al cabo de pocas semanas no sólo dominaba los nombres de todas las sustancias aromáticas del taller de Baldini, sino que también era capaz de escribir las fórmulas de sus perfumes y, a la inversa, interpretar fórmulas y composiciones de perfumes ajenos y demás certificados de productos aromáticos. ¡Y aún más! Después de aprender a expresar sus ideas perfumísticas en gramos y gotas, ya no necesitó nunca más los pasos intermedios de la experimentación. Cuando Baldini le encargaba una nueva fragancia, ya fuese para perfumar un pañuelo, un "sachet" o un colorete, Grenouille ya no tenía que buscar frascos y polvos, sino que se limitaba a sentarse a la mesa y escribir la fórmula directamente. Había aprendido a ampliar el camino desde la representación interna de un aroma hasta el perfume terminado con la escritura previa de la fórmula.

Para él, esto era un rodeo. En cambio, a los ojos del mundo, o sea, a los ojos de Baldini, era un paso hacia adelante. Los milagros de Grenouille siguieron siendo los mismos, pero las recetas con que ahora los proveía les quitaba el elemento de pavor, y esto era una ventaja. Cuanto mejor dominaba Grenouille los conceptos y métodos artesanales, tanto mayor era la normalidad con que podía expresarse en el lenguaje convencional de la perfumería y tanto menos le temía y sospechaba de él su amo. Baldini siguió considerándole un hombre especialmente dotado para los olores, eso sí, pero ya no un segundo Frangipani o un inquietante aprendiz de brujo, y esto le venía muy bien a Grenouille. La etiqueta de artesano le servía de útil y oportuna tapadera.

Llegó a conquistar a Baldini con su ejemplar proceder en el peso de los ingredientes, en la oscilación del matraz, en el salpicado del níveo pañuelito para las pruebas. Casi lo agitaba y se lo llevaba a la nariz con la misma delicadeza y elegancia que el maestro. Y de vez en cuando, a intervalos bien dosificados, cometía errores destinados a llamar la atención de Baldini: se olvidaba de filtrar, graduaba mal la balanza, escribía en una fórmula un porcentaje absurdamente alto de tintura de ámbar… y dejaba que le indicara el error para corregirlo en seguida con la mayor diligencia. De este modo logró crear en Baldini la ilusión de que al fin y al cabo todo seguía los cauces normales.

No quería en absoluto enemistarse con Baldini; al contrario, deseaba aprender de él. No a mezclar perfumes, no la correcta composición de una fragancia, ¡naturalmente que no! En este terreno no había nadie en el mundo que pudiera enseñarle algo y los ingredientes del taller de Baldini no habrían sido suficientes para realizar su pretensión de elaborar un perfume realmente magnífico. Lo que podía realizar con Baldini en cuestión de olores era un juego de niños en comparación con los olores que llevaba dentro y que esperaba realizar algún día. Sabía, no obstante, que para ello necesitaba dos condiciones imprescindibles: en primer lugar, la capa de una existencia burguesa, por lo menos la de un oficial artesano, bajo cuyo amparo podría entregarse a sus pasiones y objetivos auténticos sin ser molestado, y en segundo lugar, el conocimiento de aquellos métodos artesanales con los que se preparaban, aislaban, concentraban y conservaban las sustancias aromáticas y sin los cuales no eran aptas para sus elevados usos. Porque Grenouille poseía realmente la mejor nariz del mundo, tanto analítica como imaginativamente, pero aún no poseía la facultad de materializar los olores.

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Y así se dejó instruir en el arte de cocer jabón de grasa de cerdo, de coser guantes de cuero lavable, de mezclar polvos de harina de trigo, pasta de almendras y rizomas de lirio. Formó velas olorosas de carbón vegetal, salitre y astillas de madera de sándalo. Hizo pastillas orientales con mirra, benjuí y polvo de ámbar. Amasó pebetes redondos con incienso, goma, laca, vetiver y canela. Tamizó e hizo emplastos "poudre impèriale" con pétalos de rosa, flores de espliego y corteza de cascarillo, todo molido. Mezcló pintura blanca y azul y formó barritas de grasa, de color carmesí, para los labios. Molió el más fino polvo de uñas y esmalte dental, que sabía a hierbabuena. Elaboró líquido de gorgueras para las pelucas y gotas para verrugas y callos, un blanqueador de pecas y un extracto de belladona para los ojos, pomada de cantárida para los caballeros y vinagre higiénico para las damas… También aprendió la preparación de diferentes aguas, polvos y remedios de tocador y de belleza, así como la de mezclas de tés y condimentos, licores, escabeches, en fin, todo lo que Baldini podía enseñarle con su gran sapiencia y que Grenouille asimiló sin interés desmesurado, pero con docilidad y éxito.

En cambio, sentía un entusiasmo especial cuando Baldini le instruía en la preparación de tinturas, extractos y esencias. Nunca se cansaba de triturar almendras amargas en la prensa de tornillo, ni de machacar granos de almizcle, ni de picar grises bolas de ámbar con el cuchillo o de raspar rizomas de lirio para digerir las virutas en el alcohol más ligero. Aprendió el uso del embudo separador con el que se separaba del sedimento el aceite puro de la corteza de limón y a secar plantas y flores sobre parrillas colocadas al calor protegido y a conservar las crujientes hojas en cajas y tarros sellados con cera. Aprendió el arte de limpiar pomadas y preparar infusiones y a filtrar, concentrar, clarificar y rectificar.


Ciertamente, el taller de Baldini no era apropiado para fabricar a gran escala esencias florales o vegetales. Tampoco habría habido en París las cantidades necesarias de plantas frescas. De vez en cuando, sin embargo, cuando el romero, la salvia, la menta o las semillas de anís se vendían baratos en el mercado o había llegado una gran partida de tubérculos de lirio, raíces de valeriana, comino, nuez moscada o claveles secos, se despertaba la vena de alquimista de Baldini y sacaba su gran alambique, una caldera de cobre para la destilación, provista de una tapa hermética en forma de cúpula -llamada montera, como explicó, muy orgulloso-, que ya había utilizado cuarenta años atrás en las vertientes meridionales de Liguria y en las cimas del Luberon, a la intemperie, para destilar espliego.

Y mientras Grenouille desmenuzaba el material para la destilación, Baldini encendió con febril premura -porque la elaboración rápida era el alfa y omega del negocio- un horno de ladrillos y colocó sobre el fuego la caldera de cobre con unos dedos de agua. Echó dentro los trozos de planta, la tapó con la montera de doble grosor y conectó a ella dos tubos para la entrada y salida del agua. Explicó que esta refinada estructura para el enfriamiento del agua había sido añadida por él en fecha posterior, ya que en sus tiempos de trabajo en el campo el enfriamiento se conseguía, naturalmente, soplando aire. Entonces aventó el fuego.

Poco a poco, el agua de la caldera empezó a borbotear y al cabo de un rato, primero a tímidas gotitas y luego en un chorro fino, el producto de destilación fluyó del tercer tubo de la montera hacia una botella florentina colocada debajo por Baldini. Al principio tenía un aspecto desagradable, como el de una sopa aguada y turbia, pero lentamente, sobre todo cuando la botella llena fue cambiada por otra y apartada a un lado, el caldo se dividió en dos líquidos diferentes: abajo quedó el agua de las flores o plantas y encima flotó una gruesa capa de aceite. Al vaciar ahora con cuidado por el delgado cuello inferior de la botella florentina el agua floral de sutil fragancia, quedó en el fondo el aceite puro, la esencia, el principio de aroma penetrante de la planta.

Grenouille estaba fascinado por la operación. Si algo en la vida había suscitado entusiasmo en él -no un entusiasmo visible, por supuesto, sino de una índole oculta, como si ardiera en una llama fría-, fue sin duda esta operación mediante la cual, con fuego, agua, vapor y un aparato apropiado, podía arrancarse el alma fragante de las cosas. Esta alma fragante, el aceite volátil, era lo mejor de ellas, lo único que le interesaba. El resto, inútil: flores, hojas, cáscara, fruto, color, belleza, vida y todos los otros componentes superfluos que en ellas se ocultaban, no le importaban nada en absoluto. Sólo eran envoltura y lastre. Había que tirarlos.

A intervalos, cuando el producto de destilación era ya como agua, apartaban el alambique del fuego y lo abrían y volcaban para vaciarlo. La materia cocida era blanda y pálida como la paja húmeda, como huesos emblanquecidos de pequeños pájaros, como verduras hervidas demasiado rato, fibrosa, pastosa, insípida, reconocible apenas, repugnante como un cadáver, sin rastro de su olor original. La tiraban al río por la ventana. Entonces se procuraban más plantas frescas, vertían agua en el alambique y volvían a ponerlo sobre el fuego. Y de nuevo el caldo empezaba a borbotear y otra vez la savia viva de las plantas fluía dentro de la botella florentina. A menudo pasaban así toda la noche. Baldini se cuidaba del horno y Grenouille atendía las botellas; no podía hacerse nada más durante la operación.


Se sentaban en taburetes alrededor del fuego, fascinados por la abombada caldera, ambos absortos, aunque por motivos bien diferentes. Baldini gozaba viendo las brasas del fuego y el rojo cimbreante de las llamas y el cobre y le gustaba oír el crujido de la leña encendida y el gorgoteo del alambique, porque era como volver al pasado. ¡Entonces sí que había de qué entusiasmarse! Iba a buscar una botella de vino a la tienda, porque el calor le daba sed, y beber vino también le recordaba el pasado. Y pronto empezaba a contar historias de antes, interminables. De la guerra de sucesión española, en la cual había participado, luchando contra los austriacos; de los "camisards", a quienes había ayudado a hacer insegura la región de Cèvennes; de la hija de un hugonote de Esterel, que se le había entregado, seducida por la fragancia del espliego; de un incendio forestal que había estado a punto de provocar y que se habría extendido por toda la Provenza, más deprisa que el amén en la iglesia, porque soplaba un furioso mistral; y también hablaba de las destilaciones, una y otra vez, de noche y a la intemperie, a la luz de la luna, con vino y los gritos de las cigarras, y de una esencia de espliego que había destilado, tan fina y olorosa, que se la pesaron con plata; de su aprendizaje en Génova, de sus años de vagabundeo y de la ciudad de Grasse, donde había tantos perfumistas como zapateros en otros lugares, y tan ricos que vivían como príncipes en magníficas casas de terrazas y jardines sombreados y comedores revestidos de madera donde comían en platos de porcelana con cubiertos de oro, etcétera…


El viejo Baldini contaba estas historias mientras iba bebiendo vino y las mejillas se le encendían por el vino, por el calor del fuego y por el entusiasmo que suscitaban en él sus propios relatos. En cambio, Grenouille, sentado un poco más a la sombra, no le escuchaba siquiera. A él no le interesaban las viejas historias, a él sólo le interesaba el nuevo experimento. No perdía de vista el delgado conducto que salía de la tapa del alambique y por el que fluía el hilo del líquido destilado. Y mientras lo miraba, se imaginaba a sí mismo como un alambique en el que el agua borboteaba como en éste y del que fluía también el producto de destilación, pero mejor, nuevo, extraordinario, el producto de aquellas plantas exquisitas que él había cultivado en su interior, que allí florecían, olfateadas sólo por él mismo, y que con su singular perfume podían transformar el mundo en un fragante jardín del Edén donde la existencia sería soportable para él en el sentido olfativo. Grenouille se entregaba al sueño de ser un gran alambique que inundaba el mundo con la destilación de sustancias creadas por él mismo.

Pero mientras Baldini, inspirado por el vino, seguía contando historias cada vez más extravagantes sobre épocas pasadas y a medida que hablaba se dejaba dominar más y más por la propia fantasía, Grenouille abandonó pronto su extravagante ensoñación, borró de su mente la idea de ser un gran alambique y se puso a reflexionar sobre el modo de aplicar sus conocimientos recién adquiridos a unas metas mucho más cercanas.

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Al cabo de poco tiempo era un especialista en el campo de la destilación. Descubrió -y en ello le ayudó más su olfato que todas las reglas de Baldini- que el calor del fuego ejercía una influencia decisiva sobre la calidad del producto destilado. Cada planta, cada flor, cada madera y cada fruto oleaginoso requería un tratamiento especial. A veces era necesario provocar mucho vapor, otras, acelerar la cocción y muchas flores daban mejores resultados si exudaban con la llama muy baja.

De importancia similar era la preparación. La menta y el espliego podían destilarse en ramitos enteros, mientras otras necesitaban ser picadas finamente, troceadas, trituradas, raspadas, machacadas o incluso maceradas antes de añadirse a la caldera de cobre. Y muchas otras plantas no se dejaban destilar, lo cual era una amarga frustración para Grenouille.

Baldini, al ver la seguridad con que Grenouille manejaba el aparato, le dejó en plena posesión del mismo y Grenouille aprovechó al máximo esta libertad. Durante el día mezclaba perfumes y preparaba otros productos y condimentos aromáticos y por las noches se dedicaba exclusivamente al misterioso arte de la destilación. Su plan era producir nuevas y perfectas sustancias odoríferas a fin de convertir en realidad por lo menos algunas de las fragancias que llevaba en su interior. Al principio logró pequeños éxitos. Consiguió obtener un aceite de flores de ortiga y otro de semillas de berro, un agua con corteza de saúco recién arrancada y otra con ramas de tejo. Los productos destilados apenas guardaban algún parecido con las sustancias originales, pero aun así eran lo bastante interesantes para servir de base a elaboraciones ulteriores. En cambio, había sustancias que hacían fracasar por completo el experimento.

Por ejemplo, Grenouille intentó destilar el olor del vidrio, el olor arcilloso y frío del vidrio liso, imperceptible para las personas normales. Se procuró cristal de ventana y de botella y lo partió en grandes trozos, en cascos gruesos y finos y, por último, lo pulverizó… todo en vano. Destiló latón, porcelana y cuero, grano y guijas; destiló tierra, sangre, maderas y pescado fresco, incluso sus propios cabellos. Al final destiló agua, agua del Sena, cuyo olor singular le pareció digno de preservarse. Con ayuda del alambique, creía poder arrancar a estas sustancias su aroma característico, tal como era posible hacerlo con el tomillo, el espliego, y las semillas de comino. Ignoraba que la destilación no es más que un procedimiento para separar las partes volátiles y menos volátiles de las sustancias mezcladas y que sólo era útil para la perfumería en la medida en que aislaba el aceite etéreo y volátil de ciertas plantas de los restos parcial o totalmente inodoros.

En el caso de sustancias carentes de este aceite volátil, la destilación no tenía, naturalmente, ningún sentido. Esto resulta muy claro para los hombres de la actualidad que poseemos nociones de física, pero Grenouille tuvo que aprenderlo a través de una larga y ardua cadena de intentos fallidos. Durante meses se sentó noche tras noche ante el alambique, intentando por todos los medios imaginables obtener fragancias radicalmente nuevas, fragancias todavía inexistentes en la tierra en forma concentrada, y aparte de algunas ridículas esencias vegetales, no consiguió el resultado apetecido. Del pozo profundo e inconmensurablemente rico de su imaginación no pudo extraer ni una sola gota de una esencia perfumada concreta, ni un átomo de lo que había captado con su olfato.

Cuando comprendió con claridad su fracaso, interrumpió los experimentos y cayó gravemente enfermo.

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Comenzó con una fiebre muy alta, acompañada de sudores los primeros días y más tarde de innumerables pústulas, que aparecieron al saturarse los poros de la piel; el cuerpo de Grenouille se cubrió de pequeñas ampollas rojas, muchas de las cuales reventaron, derramando su contenido acuoso para llenarse de nuevo poco después. Otras crecieron hasta convertirse en verdaderos furúnculos, gruesos y rojos, que se abrieron como cráteres, vomitando pus espeso y sangre entremezclada con una sustancia viscosa y amarillenta. A los pocos días, Grenouille semejaba un mártir que, lapidado desde dentro, supurase por cien heridas.

Como es natural, Baldini se preocupó. Sería muy desagradable para él perder a su valioso aprendiz precisamente en unos momentos en que se proponía ampliar su negocio más allá de los límites de la capital e incluso fuera del país, porque de hecho recibía cada vez con mayor frecuencia encargos no sólo de provincias, sino también de cortes extranjeras, solicitando aquellos singulares perfumes que enloquecían a París; y Baldini maduraba ya la idea, a fin de atender todas las demandas, de fundar una filial en el Faubourg Saint-Antoine, una verdadera manufactura donde se elaborarían al por mayor los perfumes de más éxito y serían envasados en pequeños frascos y empaquetados por bonitas muchachas para su envío ulterior a Holanda, Inglaterra y Alemania.

Semejante negocio no era del todo legal para un maestro residente en París, pero últimamente Baldini gozaba de protección en las altas esferas; sus refinados perfumes le habían granjeado el favor no sólo del intendente, sino también de personalidades tan importantes como monsieur el Comisario de Aduanas de París y un miembro del real ministerio de Finanzas y promotor de florecientes empresas financieras como el señor Feydeau de Brou. Este último tenía incluso intención de concederle un privilegio real, lo mejor a que un hombre podía aspirar, ya que representaba una especie de pase para eludir a todas las autoridades estatales y corporativas, el fin de todas las preocupaciones comerciales y una garantía eterna de prosperidad segura e indiscutible.

Y además, Baldini acariciaba otro plan, su plan favorito, una especie de proyecto alternativo a la fábrica de Faubourg Saint-Antoine que, si no al por mayor, produciría en exclusiva para una clientela escogida, de rango muy elevado; para ellos Baldini quería crear, o mejor dicho, hacer crear perfumes personales que, como trajes hechos a medida, sólo fueran apropiados para una persona, la única que podría usarlos y cuyo preclaro nombre ostentarían. Imaginó un "Parfum de la Marquise de Cernay", un "Parfum de la Marèchale de Villars", un "Parfum du Duc d’Aiguillon", etcétera. Soñaba con un "Parfum de Madame la Marquise de Pompadour" y, sí, incluso con un "Parfum de Sa Majestè le Roi", en un valioso frasco de ágata tallada, engastada en oro cincelado y, oculto en el interior de la base, el nombre grabado: "Giuseppe Baldini, Perfumeur".

El nombre del rey y el suyo propio en un mismo objeto. ¡A tan magníficas fantasías había llegado Baldini! Y ahora Grenouille estaba enfermo, cuando Grimal, Dios lo tuviera en su gloria, había jurado que nunca le dolía nada, que lo resistía todo y que incluso la peste negra lo dejaba de lado. Ninguna enfermedad podía con él. ¿Y si se moría? ¡Espantoso! Entonces morirían también los maravillosos planes de la fábrica, de las muchachas bonitas, del privilegio y del perfume del rey.

Baldini decidió, por consiguiente, no dejar piedra por remover con tal de salvar la preciada vida de su aprendiz. Ordenó su traslado del catre del taller a una cama limpia del piso superior de la casa y mandó hacerla con sábanas de damasco. Ayudó con sus propias manos a subir al enfermo por la angosta escalera, pese a repugnarle en extremo las pústulas y los furúnculos supurantes. Ordenó a su esposa que hiciera caldo de gallina con vino y envió a buscar al médico más renombrado del barrio, un tal Procope, a quien tuvo que pagar por adelantado -¡veinte francos!- para que se molestara en visitarle a domicilio.

El médico fue, levantó la sábana con las puntas de los dedos, echó una sola ojeada al cuerpo de Grenouille, que realmente parecía agujereado por cien balas, y abandonó la estancia sin haber abierto siquiera el maletín, que le llevaba siempre un ayudante. El caso, explicó a Baldini, era muy claro: se trataba de una especie sifilítica de la viruela, complicada con un sarampión purulento en su último estadio. Por ello no procedía recetar ninguna clase de tratamiento, ya que era imposible practicar debidamente una sangría con la lanceta en un cuerpo ya medio descompuesto, más parecido a un cadáver que a un organismo vivo. Y aunque todavía no se notaba la pestilencia característica de esta enfermedad -lo cual, por otra parte, resultaba asombroso y constituía, desde el punto de vista estrictamente científico, un caso muy raro-, el óbito del paciente dentro de las próximas cuarenta y ocho horas era tan seguro como que él se llamaba doctor Procope. Tras lo cual exigió el pago de otros veinte francos por la visita y el diagnóstico -cinco de ellos deducibles si le entregaban el cadáver para aprovechar su sintomatología clásica con fines docentes- y se despidió.


Baldini estaba fuera de sí. Gimió y gritó con desesperación; se mordió los dedos, furioso contra su destino. Una vez más veía frustrarse sus planes de un éxito espectacular poco antes de alcanzar la meta. La vez anterior se habían interpuesto, con la riqueza de su inventiva, Pèlissier y sus compinches, y esta vez era este muchacho, dotado de un fondo inagotable de nuevos olores, este pequeño rufián, más valioso que su peso en oro, quien precisamente ahora, en la fase ascendente del negocio, tenía que contraer la viruela sifilítica y el sarampión purulento en su estado último. ¡Precisamente ahora! ¿Por qué no dentro de dos años? ¿Por qué no dentro de uno? Para entonces podría haberlo explotado como una mina de plata o como un asno de oro. Dentro de un año podía morirse tranquilo. ¡Pero, no! Tenía que morirse ahora, ¡por Dios Todopoderoso, en un plazo de dos días!

Durante unos segundos acarició Baldini la idea de peregrinar hasta Notre-Dame para encender una vela y orar ante la Santa Madre de Dios por la salud de Grenouille, pero desistió de ello porque el tiempo apremiaba. Corrió a buscar papel y tinta y ahuyentó a su esposa de la habitación del enfermo. Quería velarle él mismo. Se sentó en una silla a la cabecera de la cama y, con el cuaderno sobre las rodillas y la pluma mojada de tinta en la mano, intentó arrancar a Grenouille una confesión perfumística. Por el amor de Dios, ¡que al menos no se llevara consigo así como así los tesoros que albergaba en su interior! Que al menos ahora, en sus últimos momentos, dejara en sus manos una última voluntad que preservase para la posteridad los mejores perfumes de todos los tiempos.

Él, Baldini, administraría y daría a conocer fielmente este testamento, este catálogo de fórmulas de las fragancias más sublimes que el mundo conociera jamás. Rodearía de una gloria inmortal el nombre de Grenouille; sí, incluso -lo juraba ahora mismo por todos los santos- pondría los mejores perfumes a los pies del rey en un frasco de ágata engarzada en oro cincelado con la inscripción: "De Jean-Baptiste Grenouille, "parfumeur de Paris". Esto decía, o más bien, esto murmuraba Baldini al oído de Grenouille, jurando, suplicando, adulando en una letanía ininterrumpida.

Pero todo era inútil; Grenouille no soltaba más que secreciones acuosas y pus sanguinolento. Yacía mudo bajo el damasco, supurando estos jugos nauseabundos pero sin revelar los tesoros de su ciencia ni la fórmula de una sola fragancia. Baldini le habría estrangulado, le habría matado a golpes si de este modo hubiera podido arrancar del cuerpo moribundo, con alguna probabilidad de éxito, sus secretos más válidos… y si con ello no hubiera atentado de manera tan flagrante contra su concepto cristiano del amor al prójimo.

Así pues, continuó musitando y susurrando en los tonos más dulces, mimando al enfermo, secándole con paños fríos -aunque le costara un tremendo esfuerzo- la frente sudorosa y los volcanes ardientes de las heridas y dándole vino a cucharadas para soltarle la lengua, durante toda la noche… en vano. Al amanecer, cejó en su empeño. Se desplomó, exhausto, en un sillón en el extremo opuesto del dormitorio y permaneció con la mirada fija, ya sin cólera, sólo llena de tranquila resignación, en el pequeño cuerpo de Grenouille tendido en la cama, al que no podía salvar ni despojar, del que ya no podía sacar nada para su provecho y cuyo fin tenía que presenciar sin hacer nada, como un capitán el hundimiento de su buque, que arrastra consigo a las profundidades todo el caudal de su riqueza.

Entonces se abrieron de repente los labios del moribundo y, con una voz cuya claridad y firmeza no dejaban entrever nada de su inminente fin, habló:

– Decidme, "maitre": ¿existe otro medio, aparte del prensado o el destilado, para extraer la fragancia de un cuerpo?

Baldini, convencido de que la voz procedía de su imaginación o del más allá, contestó mecánicamente:

– Sí, existe.

– ¿Cuál es? -preguntó la voz desde la cama y Baldini abrió los cansados ojos. Grenouille yacía inmóvil sobre las almohadas. -Había hablado el cadáver?

– ¿Cuál es? -preguntó de nuevo, y esta vez Baldini vio moverse los labios de Grenouille: "Éste es el fin -pensó-, ahora morirá; debe ser un desvarío o el último estertor". Y se levantó, fue hacia el lecho y se inclinó sobre el enfermo, que había abierto los ojos y los clavaba en Baldini con la misma expresión vigilante con que le había mirado en su primer encuentro.

– ¿Cuál es? -insistió.

Baldini hizo un gran esfuerzo -no quería negar su última voluntad a un moribundo- y respondió:

– Existen tres, hijo mío: el "enfleurage a chaud", el "enfleurage a froid" y el "enfleurage a l’huile". Son, en muchos aspectos, superiores a la destilación y se emplean para extraer las fragancias más delicadas de todas: la del jazmín, la de la rosa y la del azahar.

– ¿Dónde? -preguntó Grenouille.

– En el sur -contestó Baldini-. Sobre todo en la ciudad de Grasse.

– Está bien -dijo Grenouille.

Y cerró los ojos. Baldini se enderezó con lentitud; estaba muy deprimido. Recogió el cuaderno, en el que no había escrito ni una línea, y apagó la vela de un soplo. Fuera, ya amanecía. Se sentía agotado de cansancio. Debería haber llamado a un sacerdote, pensó. Entonces hizo con la diestra una rápida señal de la cruz y salió del cuarto.


Sin embargo, Grenouille no había muerto, ni mucho menos. Ahora dormía y soñaba profundamente y absorbía hacia dentro todos sus jugos. Pronto las pústulas empezaron a secarse, los cráteres de pus a cerrarse y las heridas a cicatrizarse. Al cabo de una semana estaba restablecido.

21

Por su gusto se habría marchado inmediatamente hacia el sur, donde podría aprender las nuevas técnicas de que le había hablado el viejo, pero no podía ni pensar en ello por ahora, ya que sólo era un aprendiz, o sea, un don nadie. De hecho, según le explicó Baldini -una vez recuperado del júbilo inicial por la resurrección de Grenouille-, de hecho, era menos que un don nadie, ya que para ser un aprendiz con todas las de la ley se requería un origen familiar intachable, parientes acomodados y un contrato de aprendizaje, condiciones de que él carecía. Si pese a ello él, Baldini, decidía en el futuro otorgarle la categoría de oficial, lo haría en atención a las dotes nada corrientes de Grenouille, a una conducta ejemplar futura e impulsado por la infinita generosidad que le caracterizaba y contra la cual no podía luchar, pese a los disgustos que muchas veces le ocasionaba.

Fue lento en dar esta muestra de su bondad, que aplazó hasta casi tres años después, durante los cuales realizó, con ayuda de Grenouille, sus ambiciosos sueños. Fundó la fábrica del Faubourg Saint-Antoine, se introdujo en la corte con sus perfumes exclusivos y obtuvo el privilegio real. Sus selectos productos de perfumería se vendían hasta en San Petersburgo, Palermo y Copenhague. Una fragancia de almizcle era apreciada incluso en Constantinopla, donde Dios sabe que no faltan los perfumes propios. Los aromas de Baldini se olían tanto en las distinguidas oficinas de la City londinense como en la corte de Parma, en el palacio de Varsovia y en el castillo del conde von Lippe-Detmold. A los setenta años de edad Baldini, después de haberse resignado a pasar su vejez en Mesina pobre como una rata, se vio convertido en el mayor perfumista de Europa y en uno de los ciudadanos más ricos de París.

A principios del año 1756, -entretanto, había adquirido la casa contigua del Pont au Change, exclusivamente para vivienda, ya que la casa antigua estaba llena hasta el tejado de sustancias odoríferas y especias – comunicó a Grenouille que ya estaba dispuesto a concederle la libertad, aunque con tres condiciones: primera, no produciría en el futuro ninguno de los perfumes creados bajo el techo de Baldini ni facilitaría sus fórmulas a terceras personas; segunda, debía abandonar París y no volver a poner los pies en la ciudad mientras viviese Baldini; y tercera, debía guardar un secreto absoluto acerca de las dos primeras condiciones. Todo esto tenía que jurarlo por todos los santos, por el alma de su pobre madre y por su propio honor.

Grenouille, que no tenía honor ni creía en los santos ni en el alma de su pobre madre, juró. Habría jurado cualquier cosa. Habría aceptado cualquier condición de Baldini porque quería aquel ridículo certificado de oficial de artesano que le permitiría vivir con discreción, viajar sin ser molestado y encontrar un empleo. Todo lo demás le era indiferente. Por otra parte, ¿qué clase de condiciones eran aquéllas? ¿No poner más los pies en París? ¿Para qué necesitaba él París? Lo conocía hasta su último maloliente rincón, lo llevaría consigo adondequiera que fuese, poseía a París desde hacía años. ¿No producir ninguno de los perfumes de éxito de Baldini, no facilitar ninguna fórmula? ¡Como si él no pudiera inventar otros mil, tan buenos y mejores, siempre que se le antojara! Pero no era eso lo que quería. No tenía intención de erigirse en competidor de Baldini ni de ningún otro perfumista burgués. Su ambición no era amasar dinero con su arte, ni siquiera pretendía vivir de él, si podía vivir de otra cosa. Quería exteriorizar lo que llevaba dentro, sólo esto, expresar su interior, que consideraba más maravilloso que todo cuanto el mundo podía ofrecer. Y por esta razón las condiciones de Baldini no eran condiciones para Grenouille.


En primavera se marchó, un día de mayo, muy temprano por la mañana. Baldini le había dado una pequeña mochila, otra camisa, dos pares de medias, una gran salchicha, una manta para caballerías y veinticinco francos, lo cual era mucho más de lo que estaba obligado a darle, recalcó Baldini, ya que no había cobrado a Grenouille ni un solo "sou" por la profunda instrucción impartida. Su obligación era darle dos francos para el camino y nada más, pero no podía renegar de su generosidad, como tampoco de la honda simpatía que en el curso de los años había ido acumulando en su corazón por el bueno de Jean-Baptiste. Le deseaba mucha suerte en sus viajes y le advertía encarecidamente una vez más que no olvidara su juramento. Diciendo esto, le acompañó hasta la puerta reservada a los proveedores, donde un día le recibiera por primera vez, y lo despidió.


No le dio la mano, la simpatía tampoco llegaba a tanto. Nunca le había dado la mano. En general, siempre había evitado tocarlo por una especie de repugnancia piadosa, como si existiera un peligro de contagio, de quedar mancillado. Le dijo brevemente adiós y Grenouille asintió, bajó la cabeza, y se alejó por la calle, que en aquellos momentos estaba desierta.

22

Baldini le siguió con la mirada mientras bajaba por el puente, en dirección a la isla, pequeño, encorvado, llevando la mochila como si fuera una joroba; visto de espaldas, parecía un viejo. Junto al palacio del Parlamento, donde la calle describía una curva, le vio desaparecer y sintió un alivio extraordinario.

Aquel individuo nunca le había resultado simpático, nunca; por fin ahora podía confesárselo a sí mismo. Durante todo el tiempo en que le había albergado bajo su techo y explotado, se había sentido incómodo, como un hombre irreprochable que por primera vez en su vida hace algo prohibido, jugando a algo con medios ilícitos. Ciertamente, el riesgo de ser descubierto había sido escaso y las perspectivas de éxito, inmensas; sin embargo, también habían sido grandes el nerviosismo y los remordimientos de conciencia. De hecho, durante todos aquellos años no había pasado un solo día en que no le persiguiera la desagradable sensación de que alguna vez tendría que pagar de algún modo por su asociación con aquel hombre. "Si por lo menos no pasa nada” -repetía, temeroso, para sus adentros-.

“¡Si consigo salir impune de esta atrevida aventura, sin tener que pagar por el éxito! ¡Si por lo menos todo va bien! ¡Aunque no es correcto lo que hago. Dios hará la vista gorda, estoy seguro! Me ha infligido muchos castigos duros en mi vida sin ningún motivo, de modo que ahora sería justo que se mostrara conciliador. Además, ¿en qué consiste mi falta, si es que lo es? A lo sumo en que me aparto un poco del reglamento gremial explotando la maravillosa facultad de un profano y apropiándome de ella. A lo sumo, en que me desvío un poco del camino tradicional de la virtud del artesano, haciendo hoy lo que ayer condené. ¿Acaso es esto un crimen? Otros engañan durante toda su vida. Yo sólo he hecho trampas durante unos cuantos años y sólo porque la casualidad me ofreció una oportunidad única. Quizá no fue la casualidad, sino el propio Dios quien me mandó a casa a ese hechicero como compensación de las humillaciones sufridas a manos de Pèlissier y sus compinches. Quizá es voluntad de Dios castigar a Pèlissier y no a mí. Esto sería muy posible ¿Y de qué otro modo podría Dios castigar a Pèlissier, sino encumbrándome a mí? Mi éxito sería entonces el instrumento de la justicia divina y como tal, debería aceptarlo sin vergüenza y sin el menor arrepentimiento…”

Así había raciocinado con frecuencia Baldini en los años pasados cuando bajaba por la mañana a la tienda por la angosta escalera, cuando la subía por la tarde con el contenido de la caja y contaba las pesadas monedas de oro y plata antes de guardarlas en su caja de caudales y cuando yacía por la noche junto al esqueleto de su mujer, que roncaba, y no podía dormirse por puro temor de su felicidad.

Ahora, por fin, se habían acabado los pensamientos siniestros. El inquietante huésped ya estaba lejos y no volvería jamás. En cambio, la riqueza permanecería, segura para siempre. Baldini se llevó la mano al pecho y tocó a través de la tela de la levita el cuaderno que llevaba sobre el corazón. Seiscientas fórmulas figuraban en él, más de las que varias generaciones de perfumistas podrían realizar jamás. Aunque hoy lo perdiera todo, sólo este cuaderno maravilloso le convertiría nuevamente en un hombre rico en el plazo de un año. En verdad, ¿qué más podía pedir?


El sol matutino caía sobre las fachadas de las casas de enfrente y su dorado resplandor le calentaba el rostro. Baldini, que seguía mirando hacia el sur, en dirección a la calle del palacio del Parlamento -¡resultaba tan agradable haber perdido de vista a Grenouille!-, decidió en un arrebato de agradecimiento peregrinar hoy mismo hasta Notre-Dame para echar una moneda de oro en el cepillo, encender tres velas y arrodillarse ante el Señor, que le había colmado de tanta felicidad y librado de la venganza.

Sin embargo, una tontería se interpuso de nuevo para desbaratar su plan, porque aquella tarde, cuando ya se disponía a emprender el camino de la iglesia, oyó rumores de que los ingleses habían declarado la guerra a Francia. Esto no era, en sí y de por sí, nada alarmante, pero como Baldini quería enviar justamente aquellos días una partida de perfumes a Londres, aplazó la visita a Notre-Dame y se dirigió a la ciudad con objeto de conocer más detalles y después a su fábrica del Faubourg Saint-Antoine para cancelar el envío a Londres. Por la noche, ya en la cama, antes de dormirse, tuvo una idea genial: en vista de las próximas hostilidades bélicas por las colonias del Nuevo Mundo, lanzaría un perfume con el nombre de "Prestige du Quèbec", un aroma de resina y heroísmo que le compensaría con creces -estaba seguro- en caso de fracasar el negocio con Inglaterra. Con este dulce pensamiento en su tonta y vieja cabeza, que apoyó con alivio en las almohadas, bajo las que se notaba el bulto del cuaderno de fórmulas, el "maitre" Baldini concilió el sueño y ya no volvió a despertarse en su vida. Porque por la noche sucedió una pequeña catástrofe que, tras las consabidas dilaciones, motivó el derribo por orden real de todas las casas de todos los puentes de la ciudad de París: sin causa aparente, el Pont au Change se resquebrajó y desplomó en su lado oriental, entre el tercer y cuarto pilar.

Dos casas se precipitaron al río, de tal forma y tan de repente, que ninguno de los inquilinos pudo ser salvado. Por suerte sólo se trataba de dos personas, a saber, Giuseppe Baldini y su esposa Teresa. Los criados habían salido, con o sin autorización. Chènier, que llegó a su casa al amanecer ligeramente borracho -mejor dicho, que pensaba llegar a su casa, ya que ésta había desaparecido-, sufrió un ataque de nervios. Durante treinta años había tenido la esperanza de que Baldini, que carecía de hijos y parientes, le nombrara heredero universal en su testamento. Y ahora, de golpe, toda la herencia se había esfumado, casa, negocio, materias primas, taller, el propio Baldini y, sí, incluso el testamento, que tal vez contenía una cláusula sobre la propiedad de la fábrica


No se encontró nada, ni los cadáveres, ni la caja de caudales, ni el cuaderno con las seiscientas fórmulas. Lo único que quedó de Giuseppe Baldini, el mayor perfumista de Europa, fue un perfume muy mezclado de almizcle, canela, vinagre, espliego y otros mil aromas que flotó durante varias semanas sobre el curso del Sena, desde París hasta Le Havre.

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