Mientras Grenouille necesitó siete años para la primera etapa de su viaje a través de Francia, completó la segunda en menos de siete días. Ya no evitaba la animación de las calles y las ciudades ni daba ningún rodeo. Tenía un olor, tenía dinero, tenía confianza en sí mismo y tenía prisa.
Ya al atardecer del día en que abandonó Montpellier llegó a Le Grau-du-Roi, una pequeña ciudad portuaria al sudoeste de Aigues-Mortes, donde embarcó en un carguero con destino a Marsella. En esta ciudad no se alejó de la zona del puerto, sino que buscó en seguida un buque que le llevara a lo largo de la costa hacia el este. Dos días después estaba en Tolón y tres días más tarde en Cannes. El resto del viaje lo hizo a pie, siguiendo un camino que conducía tierra adentro, hacia el norte, y serpenteaba colina arriba.
Dos horas después alcanzó la cumbre, desde donde contempló una cuenca de varias millas de extensión, una especie de plato gigantesco rodeado de colinas de pendiente suave y sierras escarpadas, cuya dilatada depresión estaba cubierta de campos recién labrados, jardines y olivares. Sobre este plató reinaba un clima muy particular, de una intimidad sorprendente. Aunque el mar estaba tan cerca que podía divisarse desde la cumbre de la colina, no había en la cuenca nada marítimo, nada salado ni arenoso, nada abierto, sino un aislamiento silencioso, como si se encontrara a muchos días de viaje de la costa. Y aunque al norte se elevaban las grandes montañas de cimas todavía nevadas, cuya nieve no se derretiría durante algún tiempo, no se notaba nada áspero ni crudo y el viento no era frío. La primavera estaba mucho más adelantada que en Montpellier. Un fino vapor cubría los campos como una campana de cristal. Los almendros y albaricoqueros estaban en flor y en el aire templado flotaba el perfume de los narcisos.
Al otro lado de la gran depresión, tal vez a una distancia de dos millas, se extendía o, mejor dicho, se encaramaba a las montañas una ciudad. Vista desde lejos no causaba una impresión de grandiosidad; carecía de una imponente catedral que sobresaliera de las casas, y en su lugar sólo había un campanario chato. Tampoco tenía una fortaleza en un punto estratégico ni edificios que llamaran la atención por su magnificencia. Las murallas parecían más bien endebles y aquí y allá surgían casas fuera de sus límites, sobre todo hacia la llanura, prestando a la ciudad un aspecto algo abandonado, como si hubiera sido conquistada y sitiada demasiadas veces y estuviera harta de ofrecer una resistencia seria a futuros invasores, pero no por debilidad, sino por indolencia o incluso por un sentimiento de fuerza. Parecía no necesitar ninguna ostentación. Dominaba la gran cuenca perfumada que tenía a sus pies y esto parecía bastarle.
Este lugar a la vez modesto y consciente del propio valor era la ciudad de Grasse, desde hacía varios decenios indiscutida metrópoli de la producción y el comercio de sustancias aromáticas, artículos de perfumería, jabones y aceites. Giuseppe Baldini había mencionado siempre su nombre con arrobado entusiasmo. La ciudad era una Roma de los perfumes, la tierra prometida de los perfumistas y quien no había ganado aquí sus espuelas, no tenía derecho a llevar este nombre.
Grenouille contempló con mirada muy grave la ciudad de Grasse. No buscaba ninguna tierra prometida de la perfumería y no le inspiraba ninguna ilusión la vista del nido que se encaramaba a las laderas. Había venido porque sabía que aquí se aprendían mejor que en ninguna otra parte las técnicas de la extracción de perfume y de ellas quería apropiarse, ya que las necesitaba para sus fines. Extrajo del bolsillo el frasco de su perfume, se aplicó unas gotas, muy pocas, y reemprendió la marcha. Una hora y media después, hacia el mediodía, estaba en Grasse.
Comió en una posada en el extremo superior de la ciudad, en la Place aux Aires. Cruzaba longitudinalmente esta plaza un arroyo en el que los curtidores lavaban sus pieles, que a continuación extendían para el secado. El olor era tan penetrante, que muchos de los huéspedes perdían el gusto mientras comían. No así Grenouille, que conocía aquel olor y se sentía seguro al aspirarlo. En todas las ciudades buscaba ante todo el barrio de los curtidores; después de visitarlo tenía la impresión de que, recién salido de su esfera maloliente, ya no era un extraño en las demás partes de la localidad.
Pasó toda la tarde vagando por las calles. El lugar estaba increíblemente sucio, a pesar o tal vez a causa de la gran cantidad de agua que, procedente de docenas de manantiales y fuentes, bajaba gorgoteando hacia la ciudad en anárquicos regueros y arroyuelos que minaban las calles o las cubrían de fango. En muchos barrios las casas estaban tan juntas que sólo quedaba una vara para pasajes y escaleras y los transeúntes, chapoteando en el barro, apenas tenían sitio para pasar. E incluso en las plazas y las escasas calles más anchas, los carruajes se sorteaban con dificultad unos a otros.
A pesar de todo, en medio de la suciedad, el fango y la estrechez, la ciudad bullía de actividad comercial. Grenouille descubrió en su recorrido nada menos que siete jabonerías, una docena de maestros de perfumería y guantería, innumerables destiladores, talleres de pomadas y especierías y por último unos siete vendedores de perfumes al por mayor.
Todos ellos eran comerciantes que disponían de grandes existencias de sustancias aromáticas, aunque por el aspecto de sus casas era difícil deducirlo. Las fachadas que daban a la calle impresionaban por su modestia burguesa y, sin embargo, lo que ocultaban en su interior, en gigantescos almacenes y sótanos, en cubas de aceite, en pila sobre pila del más fino jabón de lavanda, en bombonas de aguas florales, vinos, alcoholes, en balas de cuero perfumado, en sacos, arcas y cajas llenas a rebosar de toda clase de especias… -Grenouille lo olía con todo detalle a través de las paredes más gruesas- eran riquezas que no poseían ni los príncipes. Y cuando olfateó más a fondo a través de los prosaicos almacenes y tiendas, descubrió que en la parte posterior de aquellas casas burguesas, pequeñas y cuadradas, se levantaban edificios realmente lujosos. En torno a jardines de tamaño reducido pero encantadores, donde crecían adelfas y palmeras alrededor de rumorosos y delicados surtidores rodeados de parterres, se extendían las auténticas viviendas, la mayoría en forma de U y orientadas al sur: dormitorios inundados de sol y tapizados de seda en los pisos superiores, magníficos salones con paredes revestidas de maderas exóticas en la planta baja y comedores en terrazas al aire libre donde, como Baldini le había contado, se comía con cubiertos de oro y en platos de porcelana. Los señores que vivían tras aquellas modestas fachadas olían a oro y a poder, a grandes y aseguradas fortunas, y su olor era más fuerte que todo cuanto Grenouille había olido hasta entonces a este respecto durante su viaje por la provincia.
Ante uno de los palacios camuflados se detuvo más rato. La casa se encontraba al principio de la Rue Droite, una calle principal que atravesaba la ciudad en toda su longitud, de este a oeste. Su aspecto no tenía nada de extraordinario; era algo más ancha y vistosa que las demás, pero no imponente, ni mucho menos. Ante la puerta cochera había un furgón lleno de cubas que eran descargadas mediante una plataforma. Otro furgón esperaba tras el primero. Entró en la tienda un hombre con unos papeles, volvió a salir en compañía de otro hombre y ambos desaparecieron dentro del portal. Grenouille se hallaba al otro lado de la calle y observaba toda su actividad. Nada de lo que sucedía le interesaba y, no obstante, permanecía inmóvil. Algo lo retenía.
Cerró los ojos y se concentró en los olores que flotaban hacia él desde el edificio de enfrente. Había el olor de las cubas, vinagre y vino, y luego los múltiples y densos olores del almacén, los olores de la riqueza, transpirados por las paredes como un sudor fino y dorado, y finalmente, los olores de un jardín que debía encontrarse al otro lado de la casa. No era fácil captar los aromas más delicados del jardín porque se elevaban en jirones delgados por encima de los frontones del edificio antes de bajar a la calle. Grenouille distinguió la magnolia, el jacinto, el torvisco y el rododendro… pero en este jardín parecía haber otra cosa, algo divinamente bueno, una fragancia más exquisita que ninguna de las que había olfateado en su vida… Tenía que aproximarse a ella.
Meditó sobre si debía entrar sencillamente en la vivienda por la puerta cochera, pero había allí tantas personas ocupadas en la descarga y el control de las cubas, que no podría pasar inadvertido. Decidió retroceder por la misma calle hasta encontrar una callejuela o un pasaje que condujera a la fachada lateral de la casa.
A unos metros de distancia se hallaba la puerta de la ciudad, al principio de la Rue Droite. La franqueó y se mantuvo pegado a la muralla, siguiéndola colina arriba. No tuvo que ir muy lejos para volver a oler el jardín, primero débilmente, mezclado todavía con el aire de los campos, y después cada vez más fuerte. Al final comprendió que estaba muy cerca. El jardín lindaba con la muralla de la ciudad y se encontraba justo a su lado. Retrocediendo unos pasos, pudo ver por encima del muro las ramas superiores de los naranjos.
Volvió a cerrar los ojos. Las fragancias del jardín le rodearon, claras y bien perfiladas, como las franjas policromas de un arco iris. Y la más valiosa, la que él buscaba, figuraba entre ellas. Grenouille se acaloró de gozo y sintió a la vez el frío del temor. La sangre le subió a la cabeza como a un niño sorprendido en plena travesura, luego le bajó hasta el centro del cuerpo y después le volvió a subir y a bajar de nuevo, sin que él pudiera evitarlo. El ataque del aroma había sido demasiado súbito. Por un momento, durante unos segundos, durante toda una eternidad, según se le antojó a él, el tiempo se dobló o desapareció por completo, porque ya no sabía si ahora era ahora y aquí era aquí, o ahora era entonces y aquí era allí, o sea la Rue des Marais en París, en septiembre de 1753; la fragancia que llegaba desde el jardín era la fragancia de la muchacha pelirroja que había asesinado.
El hecho de volver a encontrar esta fragancia en el mundo le hizo derramar lágrimas de beatitud… y la posibilidad de que no fuera cierto le dio un susto de muerte.
Sintió vértigos, se tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en la muralla y deslizarse con lentitud hasta que estuvo en cuclillas. En esta posición, mientras se recuperaba y frenaba su imaginación, empezó a oliscar la fatal fragancia con inspiraciones más cortas y menos arriesgadas. Y concluyó que el aroma de detrás de la muralla era ciertamente muy parecido al de la muchacha pelirroja, pero no del todo igual. Desde luego lo emanaba una muchacha pelirroja, de esto no cabía la menor duda. Grenouille la veía como dibujada en su imaginación olfativa: no estaba quieta, sino que saltaba de un lado a otro, se acaloraba y se refrescaba, por lo visto jugando a algo que requería movimientos rápidos y acto seguido, inmovilidad…con otra persona de olor totalmente mediocre. Tenía una piel de blancura deslumbrante, ojos verdosos y pecas en la cara, el cuello y los pechos… es decir -Grenouille contuvo un instante el aliento, luego olfateó con más fuerza e intentó evocar el recuerdo olfatorio de la muchacha de la Rue des Marais-…es decir, esta muchacha aún no tenía pechos en el verdadero sentido de la palabra. Tenía apenas un principio de pechos, tenía ondulaciones indescriptiblemente suaves y apenas olorosas, rodeadas de pecas, formadas tal vez hacía sólo pocos días, tal vez pocas horas… talvez en este momento. En una palabra: la muchacha era todavía una niña. Pero, qué niña.
A Grenouille le sudaba la frente. Sabía que los niños no olían de manera particular, tan poco como las flores aún verdes antes de abrir sus pétalos. En cambio ésta, este capullo casi cerrado del otro lado del muro, que ahora mismo empezaba -sin que nadie, excepto Grenouille, se apercibiera de ello- a abrir sus odoríferos pétalos, olía ya de modo tan divino y sobrecogedor que, cuando floreciera del todo, emanaría un perfume que el mundo no había olido jamás. Ahora ya huele mejor, pensó Grenouille, que la muchacha de la Rue des Marais; con menos fuerza, menos exuberancia, pero más delicadeza, más facetas y, al mismo tiempo, más naturalidad. Dentro de uno o dos años, esta fragancia habría madurado y adquirido una impetuosidad a la que nadie, hombre o mujer, podría sustraerse. Y la gente sería dominada, desarmada y quedaría indefensa ante el hechizo de esta muchacha, sin que nadie supiera la razón.
Y como la gente es estúpida y sólo sabe usar la nariz para resollar, pero cree reconocerlo todo con los ojos, dirían todos que era porque la muchacha poseía belleza, gracia y donaire. En su miopía, cantarían las alabanzas de sus facciones regulares, de su figura esbelta, de su pecho impecable. Y sus ojos, añadirían, son como esmeraldas y sus dientes como perlas y sus miembros como el marfil… y demás comparaciones a cual más idiota. Y la nombrarían reina del jazmín y la pintarían necios retratistas y su imagen sería pasto de los mirones, que la proclamarían la mujer más hermosa de Francia. Y los jovencitos vociferarían noches enteras bajo su ventana, al son de la mandolina… ricachones gordos y viejos caerían de hinojos ante su padre para pedir su mano… y mujeres de todas las edades suspirarían al verla y soñarían con ser tan seductoras como ella durante un solo día. Y nadie sabría que no era su aspecto lo que de verdad los había conquistado, que no era su belleza exterior, supuestamente perfecta, sino únicamente su fragancia, magnífica e incomparable. Sólo lo sabría él, Grenouille, que, por otra parte, ya lo sabía ahora.
Ah. Quería poseer esta fragancia. No de una forma tan inútil y torpe como en el pasado la fragancia de la muchacha de la Rue des Marais, que se había limitado a aspirar como un borracho, con lo cual la había destruido. No, ahora pretendía apropiarse de la fragancia de la muchacha que jugaba detrás de la muralla, arrancársela como si fuera una piel y convertirla en suya. Aún ignoraba cómo conseguirlo, pero disponía de dos años para reflexionar sobre la cuestión. En el fondo, quizá no era más difícil que arrebatar el perfume de una flor rara.
Se levantó y casi devotamente, como si abandonara un lugar sagrado o a una mujer dormida, se alejó despacio, encorvado, sin ruido, para que nadie le oyera ni se fijara en él, para que nadie se apercibiera de su valioso descubrimiento. Así huyó, siguiendo la muralla, hasta el extremo opuesto de la ciudad, donde el perfume de la muchacha se dispersó al fin y él volvió a entrar en la ciudad por la Porte des Fènèants.
Se detuvo a la sombra de las casas. El tufo maloliente de las callejuelas le dio seguridad y le ayudó a dominar la pasión que se había apoderado de él. Al cabo de un cuarto de hora volvía a estar completamente tranquilo. Como primera medida, pensó, no se acercaría más al jardín lindante con la muralla. No era necesario y le excitaba demasiado. La flor que crecía en él maduraría sin su intervención y, por otra parte, ya conocía las fases de su desarrollo. No debía embriagarse a destiempo con su perfume. Antes era preciso consagrarse al trabajo, ampliar sus conocimientos y perfeccionar sus habilidades de artesano para estar preparado cuando llegara el momento de la cosecha. Aún tenía dos años de tiempo.
No lejos de la Porte des Fènèants, en la Rue de la Louve, descubrió Grenouille un pequeño taller de perfumería y pidió trabajo.
Resultó que el "patrón", el "maitre parfumeur" Honorè Arnulfi, había muerto el pasado invierno y su viuda, una mujer morena y vivaz, de unos treinta años, llevaba el negocio con ayuda de un oficial.
Madame Arnulfi, después de quejarse largo rato de los tiempos adversos y de su precaria situación económica, explicó que en realidad no podía permitirse la contratación de un segundo oficial, pero que por otra parta, debido al exceso de trabajo, lo necesitaba con urgencia; que además no había sitio en la casa para albergar a otro oficial, pero que poseía una pequeña cabaña en un olivar situado detrás del convento de franciscanos -apenas a diez minutos de la casa- donde un joven sin exigencias podía pernoctar en caso necesario; que ella, como patrona honrada, conocía sus responsabilidades en lo relativo a la salud física de sus empleados, pero por otra parte se veía incapaz de procurarles dos comidas calientes al día… en una palabra: madame Arnulfi era -como Grenouille había olido hacía ya mucho rato- una mujer sensata dotada de un sano sentido comercial. Y dado que a él no le importaba el dinero y se declaró satisfecho con un sueldo de dos francos semanales y con todas las demás condiciones, se pusieron de acuerdo en seguida. Se solicitó la presencia del primer oficial, un hombre gigantesco llamado Druot, de quien Grenouille adivinó en el acto que estaba acostumbrado a compartir el lecho de madame y sin cuya aprobación ella no adoptaba por lo visto ciertas decisiones. Se presentó a Grenouille, que en presencia de aquel huno parecía de una fragilidad ridícula, con las piernas separadas y esparciendo a su alrededor una nube de olor a esperma, le examinó, clavó en él la mirada como si de este modo quisiera descubrir turbias intenciones o a un posible rival, esbozó al fin una sonrisa altanera y dio su consentimiento con una inclinación de cabeza.
Con esto quedó todo arreglado. Grenouille recibió un apretón de manos, una cena fría, una manta y la llave de la cabaña, un cobertizo sin ventanas que tenía un agradable olor a heno y estiércol de oveja seco y donde se instaló lo mejor que pudo. Al día siguiente entró a trabajar en casa de madame Arnulfi.
Era el tiempo de los narcisos. Madame Arnulfi los cultivaba en pequeñas parcelas de tierra que poseía a los pies de la ciudad, en la gran cuenca, o los compraba a los campesinos con quienes regateaba sin piedad por cada partida. Las flores se entregaban apenas abiertas, en canastas que eran vaciadas en el taller, formando voluminosos pero ligeros montones de diez mil capullos perfumados. Mientras tanto, Druot hacía en una gran caldera una sopa espesa con sebo de cerdo y de vaca que Grenouille debía remover sin interrupción con una espátula de mango largo hasta que el primer oficial echaba en ella las flores frescas. Éstas flotaban un segundo sobre la superficie como ojos horrorizados y palidecían al desaparecer en la grasa caliente, sumergidas por la espátula. Y casi en el mismo momento se ablandaban y marchitaban, muriendo al parecer con tal rapidez, que no les quedaba otro remedio que exhalar su último suspiro perfumado precisamente en el líquido que las ahogaba, porque -Grenouille lo descubrió con un placer indescriptible- cuantas más flores se echaban a la caldera, tanto más intensa era la fragancia de la grasa. Y ciertamente no eran las flores muertas lo que seguía exhalando perfume, sino la propia grasa, que se había apropiado del perfume de las flores.
Pronto la sopa se espesaba demasiado y entonces debían verterla a toda prisa en un gran cedazo para eliminar los cadáveres exprimidos y añadir más flores frescas. Entonces volvían a remover y colar, durante todo el día y sin descanso, pues el negocio no permitía dilaciones y al atardecer toda la partida de flores tenía que haberse cocido en la caldera de grasa. Los restos -para que no se perdiera nada- se hervían en agua y pasaban por una prensa de tornillo para extraerles las últimas gotas, que todavía daban un aceite ligeramente perfumado. El grueso del perfume, sin embargo, el alma de un océano de flores, permanecía en la caldera, encerrado y conservado en una repulsiva grasa de tono blanco grisáceo que se solidificaba poco a poco.
Al día siguiente se continuaba la maceración, como se llamaba este proceso; calentar de nuevo la caldera, colar la grasa, cocer más flores y así día tras día, de sol a sol. El trabajo era agotador. Grenouille tenía los brazos pesados como el plomo, callos en las manos y dolores en la espalda cuando se tambaleaba hasta la cabaña. Druot, que era tres veces más fuerte que él, no le ayudaba nunca a remover la sopa y se contentaba con echar las ingrávidas flores, cuidar del fuego y de vez en cuando, con la excusa del calor, irse a tomar un trago.
Pero Grenouille no se rebeló. Sin la menor queja, removía los capullos en la grasa de la mañana a la noche y apenas se daba cuenta de su fatiga durante el trabajo porque nunca dejaba de fascinarle el proceso que se desarrollaba ante su vista y bajo su nariz; el rápido marchitamiento de las flores y la absorción de su fragancia.
Al cabo de un tiempo decidió Druot que la grasa ya estaba saturada y no podía absorber más aroma. Apagaron el fuego, filtraron por última vez la espesa crema y la vertieron en recipientes de loza, donde no tardó en endurecerse, convertida en una pomada de maravilloso perfume.
Esta era la hora de madame Arnulfi, que se acercaba a probar el valioso producto, etiquetarlo y apuntar en sus libros con la mayor exactitud todos los datos sobre calidad y cantidad. Después de cerrar personalmente los tarros, sellarlos y llevarlos a las frescas profundidades de su sótano, se ponía el traje negro, cogía el crespón de viuda y hacía la ronda de los comerciantes y vendedores de perfumes de la ciudad. Con palabras conmovedoras describía a los caballeros su situación de mujer sola, escuchaba ofertas, comparaba precios, suspiraba y por último vendía… o no vendía. La pomada fragante se conserva mucho tiempo en un lugar fresco y si ahora los precios eran demasiado bajos, quién sabe, tal vez subirían en invierno o en la primavera próxima. También merecía la pena considerar sino le saldría más a cuenta, en vez de vender a estos explotadores, unirse con otros pequeños fabricantes y enviar por barco un cargamento de pomada a Génova o tomar parte en la feria de otoño de Beaucaire, arriesgadas empresas, sin duda, pero muy provechosas en caso de tener éxito.
Madame Arnulfi sopesaba cuidadosamente estas diferentes posibilidades y muchas veces se asociaba y vendía una parte de sus tesoros o las rechazaba y cerraba el trato con un comerciante por su cuenta y riesgo. Si durante sus visitas sacaba, sin embargo, la conclusión de que el mercado de las pomadas estaba saturado y no daría un giro favorable para ella en un futuro próximo, volvía al taller a paso rápido, haciendo ondear el negro velo, y encargaba a Druot el lavado de toda la producción para transformarla en "essence-absolue".
Y entonces subían de nuevo la pomada del sótano, la calentaban con el máximo cuidado en ollas cerradas, le añadían el mejor alcohol y la mezclaban a fondo por medio de un agitador incorporado, accionado por Grenouille. Una vez de vuelta en el sótano, la mezcla se enfriaba rápidamente y el alcohol se separaba de la grasa sólida de la pomada y podía verterse en una botella. Ahora constituía casi un perfume, pues poseía una enorme intensidad, mientras que la pomada había perdido la mayor parte de su aroma. De este modo la fragancia floral había pasado a otro medio.
La operación, sin embargo, no estaba terminada. Después de un minucioso filtrado a través de gasas que impedían el paso a la más diminuta partícula de grasa, Druot llenaba un pequeño alambique con el alcohol perfumado y lo destilaba a fuego muy lento. Lo que quedaba en la cucúrbita una vez volatilizado el alcohol era una minúscula cantidad de líquido apenas coloreado que Grenouille conocía muy bien pero que nunca había olido en esta calidad y pureza en casa de Baldini ni en la de Runel: la esencia pura de las flores, su perfume absoluto, concentrado cien mil veces en una pequeña cantidad de "essence-absolue". Esta esencia ya no tenía un olor agradable; su intensidad era casi dolorosa, agresiva y cáustica. Y no obstante, bastaba una gota diluida en un litro de alcohol para devolverle la vida y la fragancia de todo un campo de flores.
El resultado era terriblemente exiguo. El líquido de la cucúrbita sólo llenaba tres pequeños frascos. Del perfume de cien mil capullos sólo quedaban tres pequeños frascos. Pero aquí en Grasse ya valían una fortuna, y muchísimo más si se enviaban a París, Lyon, Grenoble, Génova o Marsella.
La mirada de madame Arnulfi se enterneció al mirar estos frascos, los acarició con los ojos y contuvo el aliento mientras los cogía y cerraba con tapones de cristal esmerilado, a fin de evitar que se evaporase algo de su valioso contenido. Y para que tampoco escapara en forma de vapor después de tapado el más insignificante pomo, selló los tapones con cera líquida y los envolvió en una vejiga natatoria que sujetó fuertemente al cuello del frasco con un cordel. A continuación los colocó en una caja forrada de algodón, que guardó en el sótano bajo siete llaves.
En abril maceraron retama y azahar, en mayo, un mar de rosas cuya fragancia sumergió a la ciudad durante todo un mes en una niebla invisible, dulce como la crema. Grenouille trabajaba sin parar. Humilde, con una docilidad propia de un esclavo, desempeñaba todas las tareas pesadas que le encomendaba Druot. Sin embargo, mientras parecía apático removiendo, emplastando, lavando tinas, limpiando el taller o acarreando leños, ninguna de las cosas esenciales del negocio escapaba a su atención, nada sobre la metamorfosis de los perfumes. Con más precisión de la que Druot habría sido capaz, es decir, con su nariz, seguía y vigilaba la transformación de los aromas a partir de los pétalos de las flores, pasando por el baño de grasa y alcohol, hasta terminar en pequeños y valiosos frascos.
Olía, mucho antes de que Druot lo advirtiera, cuándo la grasa se calentaba demasiado, olía cuándo los capullos ya estaban marchitos, cuándo la sopa estaba saturada de fragancia; olía lo que pasaba en el interior de los matraces y el momento preciso en que debía ponerse fin al proceso de destilación. Y de vez en cuando expresaba su parecer; por cierto, sin comprometerse y sin abandonar su actitud de servil. Tenía la impresión, decía, de que la grasa empezaba a estar demasiado caliente; le parecía que había llegado el momento de colar; creía que ya se había evaporado el alcohol del alambique… Y Druot, que desde luego no poseía una inteligencia superior, pero tampoco era tonto del todo, comprendió con el tiempo que sus decisiones eran más acertadas cuando hacía o mandaba hacer justo lo que Grenouille "creía" o "le parecía". Y como Grenouille no se expresaba nunca con arrogancia o aires de sabelotodo y porque jamás -y sobre todo nunca en presencia de madame Arnulfi- ponía en duda, ni siquiera irónicamente, la autoridad de Druot y su posición preponderante como primer oficial, Druot no veía razón alguna para no seguir sus consejos e incluso para no dejar en sus manos, abiertamente, cada vez más decisiones.
Muy pronto Grenouille ya no se limitaba a remover, sino que cebaba el horno, calentaba y colaba, mientras Druot iba en un salto al Quatre Dauphins a beber un vaso de vino o subía a cumplir con madame. Sabía que podía confiar en Grenouille y éste, aunque tenía que trabajar el doble, disfrutaba estando solo, perfeccionando el nuevo arte y haciendo de vez en cuando pequeños experimentos. Y comprobó con inmensa alegría que la pomada preparada por él era incomparablemente mejor y su “essence-absolue” varios grados más pura que la obtenida con Druot.
A finales de junio empezó el tiempo de los jazmines, en agosto, el de los nardos. El perfume de ambas flores era tan exquisito y a la vez tan frágil, que no sólo tenían que cogerse los capullos antes de la salida del sol, sino que requerían una elaboración muy especial y delicada. El calor mermaba su fragancia, el baño repentino en la grasa caliente de la maceración la habría destruido por completo. Estos capullos, los más nobles de todos, no se dejaban arrancar el alma con facilidad; era preciso sacársela a fuerza de halagos. Se esparcían, en una sala especial para el perfumado, sobre placas untadas de grasa fría o se tapaban con paños empapados de aceite, donde se dejaban morir mientras dormían. Al cabo de tres o cuatro días ya estaban marchitos del todo, después de traspasar su perfume a la grasa y el aceite. Entonces se quitaban con cuidado y se esparcían flores frescas. Este proceso se repetía diez e incluso veinte veces y cuando la pomada había absorbido toda la fragancia y los paños podían escurrirse para obtener el aceite perfumado, ya había llegado el mes de septiembre. El resultado era todavía más exiguo que el de la maceración. En cambio, la calidad de la pasta de jazmín o del "Huile Antiquede Tubèreuse" obtenidos mediante el "enfleurage" en frío superaba la de cualquier otro producto del arte perfumístico en delicadeza y fidelidad al original. Sobre todo en el caso del jazmín, parecía que el perfume dulce y erótico de las flores hubiera quedado grabado en las placas de grasa como en un espejo y ahora lo irradiaran con toda exactitud, "cum grano salis", por así decirlo. Porque la nariz de Grenouille distinguía sin vacilación la diferencia entre el aroma de los capullos y su perfume concentrado. Como un velo sutil flotaba en este último el olor propio de la grasa -por más limpia y pura que fuese- sobre la fragancia del original, lo suavizaba, debilitaba su intensidad, tal vez hacía incluso soportable su belleza para las personas corrientes… En cualquier caso, el "enfleurage" en frío era el medio más refinado y efectivo de capturar fragancias delicadas. No existía otro mejor. Y si el método aún no bastaba para satisfacer totalmente a la nariz de Grenouille, éste sabía que era mil veces suficiente para engañar a un mundo de narices embotadas.
Al poco tiempo aventajó a su maestro Druot tanto en la maceración como en el arte del perfumado en frío y se lo demostró a su manera discreta velada y sumisa. Druot le confió de buena gana las tareas de ir al matadero a comprar las grasas más apropiadas, limpiarlas, derretirlas, filtrarlas y determinar la proporción en que debían ser mezcladas, un trabajo sumamente difícil y muy temido por Druot, ya que una grasa impura, rancia o con demasiado olor a cerdo, carnero o vaca podía estropear la pomada más valiosa. Le dejaba determinar la distancia entre las placas en la sala del perfumado, el momento exacto para el cambio de flores, el grado de saturación de la pomada y pronto le confió todas las decisiones precarias que él, Druot, como en otro tiempo Baldini, sólo podía adoptar de acuerdo con ciertas reglas establecidas y que Grenouille tomaba guiado por la infalibilidad de su olfato, aunque Druot no sospechara siquiera este hecho.
"Tiene buena mano -decía-, sabe atinar en las cosas". Y muchas veces pensaba: "Lo cierto es que posee mucho más talento que yo, es un perfumista cien veces mejor". Y al mismo tiempo lo consideraba un perfecto idiota, porque a su juicio Grenouille no sacaba ningún provecho de sus facultades, mientras él, Druot, con sus habilidades más modestas, no tardaría en ser maestro artesano. Y Grenouille lo confirmaba en esta opinión, procurando parecer torpe, no demostrando la menor ambición y portándose como sino supiera nada de su propia genialidad y se limitara a seguir las instrucciones del mucho más experimentado Druot, sin el cual él no era nadie. De este modo se llevaban muy bien.
Así llegó el otoño y el invierno. En el taller reinaba más tranquilidad; los perfumes de las flores estaban presos en el sótano, dentro de ollas y tarros, y si madame no deseaba lavar una u otra pomada o destilar un saco de especias secas, no había mucho que hacer. Aún quedaban aceitunas, un par de cestos todas las semanas. Extraían el aceite virgen y daban el resto a la almazara. Y vino, una parte del cual Grenouille destilaba y rectificaba para convertirlo en alcohol.
Druot se dejaba ver cada vez menos. Cumplía con su obligación en el lecho de madame y cuando aparecía, apestando a sudor y a semen, era sólo para desaparecer en el Quatre Dauphins. También madame bajaba muy raramente, ocupada como estaba en sus asuntos financieros y en la renovación de su vestuario para cuando concluyera el año de luto. Grenouille solía pasar días enteros sin ver a nadie excepto a la sirvienta, que le daba una sopa al mediodía y pan y aceitunas al atardecer. Apenas salía. Participaba en la vida corporativa, es decir, asistía a las reuniones y los desfiles regulares de los oficiales artesanos tan a menudo como era necesario para que ni su ausencia ni su presencia llamaran la atención. Carecía de amigos o conocidos, pero hacía todo lo posible para no pasar por arrogante o insociable, dejando que los demás oficiales encontraran su compañía insulsa y aburrida. Era un maestro en el arte de inspirar tedio y simular torpeza, nunca con tanta exageración como para incitar a burlas o convertirse en blanco de las bromas pesadas de sus colegas del gremio. Lo dejaban en paz y esto era lo que él quería.
Pasaba todo el tiempo en el taller. Se justificó ante Druot afirmando que deseaba inventar una receta de agua de colonia, pero en realidad experimentaba con aromas muy diferentes. Su perfume, el que había elaborado en Montpellier, se terminaba poco a poco, pese a que lo usaba con gran parquedad, así que creó uno nuevo. Esta vez no se contentó, sin embargo, con imitar de modo aproximado y con materiales reunidos a toda prisa el olor básico del ser humano, sino que se empeñó en preparar un perfume personal o, mejor dicho, gran número de perfumes personales.
Primero elaboró un olor discreto, un aroma gris para uso cotidiano en cuya composición figuraba, por supuesto, el olor a queso rancio, pero que sólo llegaba al mundo exterior como a través de una gruesa capa de ropas de hilo y lana alternadas sobre la piel reseca de un viejo. Oliendo así, podía mezclarse tranquilamente con los demás seres. El aroma era lo bastante fuerte para basar olfativamente en él la existencia de una persona y a la vez tan discreto, que no podía molestar a nadie.
Con él, Grenouille no era en realidad perceptible por el olfato y, no obstante, su presencia estaba siempre justificada del modo más modesto, un estado híbrido que le convenía mucho, tanto en casa Arnulfi como en sus ocasionales paseos por la ciudad.
En algunas ocasiones, sin embargo, este modesto perfume tenía sus inconvenientes. Cuando debía comprar algo por encargo de Druot o quería proveerse de un poco de algalia o unos granos de almizcle, podía ocurrir que en su perfecta discreción pasara completamente inadvertido y no lo atendieran o bien que lo viesen pero no le sirvieran lo solicitado o se olvidaran de él mientras lo atendían. Para tales eventualidades, se mezcló un perfume algo más fuerte, con un ligero olor a sudor y algunos ángulos y cantos olfativos, que le daba una presencia más agresiva y hacía creer a todos que tenía prisa y le apremiaban negocios urgentes. También logró con éxito atraer el grado de atención deseado con una imitación del "aura seminalis" de Druot, que consiguió perfumando un lienzo empapado en grasa con una pasta de huevos frescos de pata y harina de trigo fermentada.
Otro perfume de su arsenal era un aroma que incitaba a la compasión y que daba buenos resultados con las mujeres de edad mediana y avanzada. Olía a leche aguada y madera limpia y blanda. Con él, Grenouille parecía -aunque fuera sin afeitar, llevara abrigo y mirase con expresión ceñuda- un niño pobre y pálido, embutido en una chaqueta raída, que necesitaba ayuda. Las mujeres del mercado le alargaban al verlo nueces y peras relucientes, porque se les antojaba hambriento e indefenso. Y la mujer del carnicero, una pécora severa y cruel, le permitía elegir y llevarse gratis apestosos restos de huesos y carne porque su aroma de inocencia conmovía su corazón maternal. Con estos restos conseguía Grenouille, diluyéndolos directamente en alcohol, los componentes principales de un olor que se aplicaba cuando necesitaba estar solo y ser evitado por todos. Este olor creaba en su entorno una atmósfera ligeramente repugnante, un aliento pútrido como el que exhalan al despertar las bocas viejas y mal cuidadas. Era tan efectivo, que incluso el poco exigente Druot tenía que dar media vuelta y buscar el aire libre sin saber con claridad la causa de su asco. Y unas gotas del repelente en el umbral de la cabaña bastaban para ahuyentar a cualquier intruso, hombre o animal.
Al amparo de estos diferentes olores, que alternaba como las ropas según las diferentes circunstancias externas y todos los cuales le servían para no ser molestado en el mundo de los hombres y pasar desapercibido en su personalidad real, se entregaba Grenouille a su verdadera pasión: la caza sutil de perfumes. Y como tenía ante sí un gran objetivo y más de un año de tiempo, no sólo procedía con ardiente celo, sino también de un modo planeado y sistemático a afilar sus armas, limar sus técnicas y perfeccionar lentamente sus métodos. Empezó donde se había detenido en casa de Baldini, capturando los aromas de cosas inanimadas: piedras, metal, vidrio, madera, sal, agua, aire…
Lo que antes fracasara tan lastimosamente con ayuda del tosco procedimiento de la destilación, salió bien ahora gracias a la poderosa fuerza absorbente de las grasas. Grenouille envolvió durante un par de días en grasa de vaca un pomo de puerta de latón cuyo fresco aroma un poco mohoso le gustaba. Y, oh, sorpresa, cuando hubo raspado el sebo y lo olfateó, olía de manera muy vaga, pero inconfundible, a aquel pomo determinado. Este olor persistió incluso después de un lavado en alcohol, suave en extremo, remoto, eclipsado por el vapor del alcohol e imperceptible para todo el mundo menos para la fina nariz de Grenouille… pero presente en la grasa, lo cual significaba que era asequible, por lo menos en principio. Si dispusiera de diez mil pomos para conservarlos envueltos en grasa durante mil días, podría obtener una gota minúscula de “essence-absolue” de pomo de latón, tan fuerte que todos tendrían bajo la nariz la ilusión irrefutable del original.
Consiguió lo mismo con el poroso aroma de cal de una piedra que encontró en el bosque de olivos, delante de su cabaña. La maceró y obtuvo una pequeña bola de pomada pétrea cuyo olor infinitesimal le deleitó enormemente. Lo combinó con otros olores, extraídos de todos los objetos que rodeaban su cabaña, y produjo poco a poco un modelo olfativo en miniatura de aquel olivar que se hallaba detrás del convento de franciscanos y que, encerrado en un frasco diminuto, podía llevar consigo y evocar olfativamente cuando se le antojara.
Eran virtuosismos del arte de la perfumería, pequeños y maravillosos divertimentos que nadie más que él podía apreciar o tan siquiera percibir. Él, sin embargo, estaba encantado con estas frívolas percepciones y no hubo en toda su vida, ni antes ni después, momentos de dicha tan inocente como en aquel período en que creó con ánimo juguetón naturalezas muertas, paisajes perfumados e imágenes de diversos objetos. Porque no tardó en pasar a los objetos vivos.
Empezó cazando moscas, larvas, ratas y gatos pequeños a los que ahogó en grasa caliente. Por la noche entraba a hurtadillas en los establos para envolver durante un par de horas vacas, cabras y cochinillos en paños impregnados de grasa o cubrirlos con vendajes empapados de aceite. O bien se introducía en algún aprisco para esquilar con disimulo un cordero, cuya odorífera lana lavaba después en alcohol.
Al principio, los resultados no fueron muy satisfactorios porque, a diferencia de los objetos inanimados como el pomo y la piedra, los animales no se dejaban arrebatar su aroma de buen grado. Los cerdos se quitaban los vendajes frotándose contra las estacas de la pocilga. Las ovejas balaban cuando se aproximaba a ellas de noche con el cuchillo. Las vacas agitaban las ubres hasta que desprendían de ellas los paños engrasados. Algunos escarabajos que capturó segregaron líquidos nauseabundos cuando intentó tratarlos y las ratas se meaban de miedo en las pomadas sumamente sensibles.
Los animales que quiso macerar no cedían su olor como las flores, sin queja o sólo con un suspiro inaudible, sino que se defendían de la muerte con desesperación, no se dejaban ahogar y pateaban, luchaban y sudaban con tal profusión, que la grasa caliente se estropeaba por exceso de acidez. Así no se podía trabajar bien, naturalmente. Los objetos debían ser reducidos a la inmovilidad y, además, tan de repente que no tuvieran tiempo de sentir miedo o de resistirse. Era preciso matarlos.
Primero lo probó con un cachorro de perro al que indujo a separarse de su madre ofreciéndole un pedazo de carne delante del matadero e incitándolo así a seguirle hasta el taller, donde, mientras el animal mordía con excitación la carne que él sostenía con la mano izquierda, le asestó en el cogote un golpe fuerte y seco con un leño. La muerte fue tan súbita que el cachorro aún conservaba la expresión de felicidad en el hocico y los ojos cuando Grenouille lo colocó en la sala del perfumado sobre una parrilla, entre las placas engrasadas, donde soltó todo su olor perruno sin que lo enturbiase el sudor del miedo.
Huelga decir que la vigilancia era esencial. Los cadáveres, como las flores arrancadas, se descomponían con rapidez. Grenouille hizo, pues, guardia junto a su víctima durante unas doce horas, hasta que notó los primeros efluvios del olor a cadáver, agradable, ciertamente, pero adulterador, emanado por el cuerpo del cachorro. Interrumpió el "enfleurage" en el acto, se deshizo del cadáver y puso la poca grasa conseguida y sutilmente perfumada dentro de una olla, donde la lavó con cuidado. Destiló el alcohol hasta que sólo quedó la cantidad para llenar un dedal y vertió este resto en una probeta minúscula. El perfume olía con claridad al aroma a sebo, húmedo y un poco fuerte del pelaje perruno; de hecho, sorprendía por su intensidad. Y cuando Grenouille lo dejó olfatear a la vieja perra del matadero, el animal estalló en un aullido de alegría y después gimoteó y no quería apartar el hocico de la probeta. Pero Grenouille la tapó bien, se la guardó y la llevó mucho tiempo encima como recuerdo de aquel día de triunfo en que había logrado por primera vez arrebatar el alma perfumada a un ser viviente.
Después, con mucha lentitud y la más extrema precaución, se fue acercando a las personas. Inició la caza desde una distancia prudencial con una red de malla gruesa, ya que su objetivo no era conseguir un gran botín, sino probar el principio de su método de caza.
Camuflado con su ligera fragancia de la discreción, se mezcló al atardecer con los clientes de la taberna Quatre Dauphins y distribuyó por los rincones más ocultos y pegó bajo los bancos y mesas minúsculos trozos de tela impregnados de sebo y aceite. Unos días después fue a recogerlos e hizo la prueba. Y realmente, además de oler a todos los vahos de cocina imaginables, a humo de tabaco y a vino, olían también un poco a ser humano. Pero el olor era muy vago y confuso; se parecía más a un caldo mixto que a un aroma personal.
Captó un aura masiva similar, aunque más limpia y con un olor a sudor menos desagradable, en la catedral, donde colgó sus pingos bajo los bancos el veinticuatro de diciembre y los recogió el veintiséis, después de exponerlos a los olores de los asistentes a siete misas; un terrible conglomerado de sudor de culo, sangre de menstruación, corvas húmedas y manos convulsas, mezclados con el aliento expedido por mil cantantes de coro y declamadores de avemarías y el vapor sofocante del incienso y de la mirra, había impregnado los trozos de tela; terrible en su concentración nebulosa, imprecisa y nauseabunda y, no obstante, inequívocamente humano.
Grenouille capturó el primer aroma individual en el Hospicio de la Charitè, donde logró robar, antes de que la quemaran, una sábana de la cama de un oficial del tesoro recién muerto de tisis, que lo había cubierto durante dos meses. La tela estaba tan empapada de la grasa del enfermo que había absorbido sus vapores como una pasta de "enfleurage" y pudo ser sometida directamente al lavado. El resultado fue fantasmal: bajo la nariz de Grenouille, y procedente de la solución de alcohol, el tesorero resucitó olfatoriamente de entre los muertos, y quedó suspendido en la habitación, desfigurado por el singular método de reproducción y los innumerables miasmas de su enfermedad, pero aun así reconocible como imagen olfativa individual: un hombre bajo de treinta años, rubio, de nariz gruesa, miembros cortos, pies planos y pálidos, sexo hinchado, temperamento bilioso y aliento desabrido; un hombre poco atractivo por su olor, aquel tesorero, indigno, como el cachorro, de ser conservado por más tiempo.
No obstante, Grenouille lo dejó flotar toda la noche como un espíritu perfumado en el interior de su cabaña y lo olfateó una y otra vez, feliz y hondamente satisfecho del poder que había conquistado sobre el aura de otra persona. Al día siguiente lo tiró.
Realizó una prueba más durante aquellos días de invierno. Pagó un franco a una mendiga muda que recorría la ciudad para que llevara todo un día sobre la piel un harapo preparado con diversas mezclas de grasa y aceite. El resultado reveló que lo más apropiado para la captura del olor humano era una combinación de grasa de riñones de cordero y sebo de cerdo y vaca, purificados varias veces, en una proporción de dos por cinco por tres, junto con pequeñas cantidades de aceite virgen.
Con esto, Grenouille se dio por satisfecho. Renunció a apoderarse por completo de una persona viva y tratarla perfumísticamente. Tal proceder comportaría siempre grandes riesgos y no aportaría ningún conocimiento nuevo. Sabía que ahora ya dominaba la técnica de arrebatar la fragancia a un ser humano y no era necesario demostrárselo de nuevo a sí mismo.
La fragancia humana en sí y de por sí le era indiferente. Se trataba de una fragancia que podía imitar bastante bien con sucedáneos. Lo que codiciaba era la fragancia de "ciertas" personas: aquellas, extremadamente raras, que inspiran amor. Tales eran sus víctimas.
En enero se casó la viuda Arnulfi con su primer oficial, Dominique Druot, a quien de este modo promocionó a "Maitre Gantier et Parfumeur". Se celebró un gran banquete para los maestros del gremio y otro más modesto para los oficiales, madame compró un colchón nuevo para su cama, que ahora compartía oficialmente con Druot, y sacó del armario su vestuario multicolor. Todo lo demás siguió como antes. Conservó el viejo y buen nombre de Arnulfi, conservó la fortuna indivisa, la dirección económica del negocio y las llaves del sótano; Druot cumplía a diario sus obligaciones sexuales y después se refrescaba con vino; y Grenouille, aunque ahora era el primer y único oficial, continuó desempeñando el grueso del trabajo por el mismo salario exiguo, parca alimentación y pobre alojamiento.
El año comenzó con el torrente amarillo de las casias, con jacintos, violetas y los narcóticos narcisos. Un domingo de marzo -quizá había transcurrido un año desde su llegada a Grasse-, Grenouille salió para ver cómo seguían las cosas en el jardín de detrás de la muralla, en el otro extremo de la ciudad. Esta vez ya iba preparado para la fragancia, sabía con bastante exactitud lo que le esperaba… y a pesar de ello, cuando la olfateó, ya desde la Porte Neuve, a medio camino de aquel lugar de la muralla, los latidos de su corazón se aceleraron y notó que la sangre le bullía de felicidad en las venas: ella continuaba allí, la planta de belleza incomparable había sobrevivido indemne al invierno, estaba llena de savia, crecía, se expandía, lucía las más espléndidas inflorescencias. Tal como esperaba, la fragancia se había intensificado sin perder nada de su delicadeza. El perfume que hacía sólo un año se derramaba en sutiles gotas y salpicaduras era ahora un fragante río ligeramente pastoso que refulgía con mil colores y aun así los unía sin desperdiciarlos. Y este río, como comprobó lleno de dicha Grenouille, se alimentaba de un manantial cada vez más rico. Un año más, sólo un año, sólo doce meses, y este manantial se desbordaría y él podría venir a captarlo y a apresar la salvaje acometida de su perfume.
Corrió a lo largo de la muralla hasta el lugar conocido tras el que se encontraba el jardín. Aunque al parecer la muchacha no estaba en el jardín, sino en la casa, en un aposento y detrás de las ventanas cerradas, su fragancia salía ondeando como una brisa suave y constante.
Grenouille permaneció inmóvil. No se sentía embriagado o aturdido como la primera vez que había olfateado, sino lleno de la dicha del amante que escucha u observa desde lejos a su amada y sabe que la llevará consigo al hogar dentro de un año. Verdaderamente, Grenouille, la garrapata solitaria, el monstruo, el inhumano Grenouille, que nunca había sentido amor y nunca podría inspirarlo, aquel día de marzo, ante la muralla de Grasse, amó y fue invadido por la bienaventuranza de su amor.
Bien es verdad que no amaba a una persona, ni siquiera a la muchacha de la casa de detrás de la muralla. Amaba la fragancia. Sólo a ella y nada más y únicamente como su futura y propia fragancia. Vendría a apoderarse de ella dentro de un año, lo juraba por su vida. Y después de esta extraña y solemne promesa, o juramento de amor, después de este voto de fidelidad pronunciado ante sí mismo y ante su futura fragancia, abandonó el lugar con ánimo alegre y volvió a la ciudad por la Porte du Cours.
Cuando yacía en su cabaña por la noche, evocó de nuevo el recuerdo de la fragancia -no pudo resistirse a la tentación- y se sumergió en ella para acariciarla y dejarse acariciar por ella de un modo tan íntimo, tan soñador, como si ya la poseyera realmente, y amó a su fragancia, su propia fragancia, y a sí mismo en ella durante una hora exquisita y embriagadora. Quería llevar consigo al sueño este sentimiento de amor hacia sí mismo, pero precisamente en el instante en que cerró los ojos y sólo habría necesitado un segundo para conciliar el sueño, la fragancia lo abandonó de repente y en su lugar flotó en la habitación el frío y penetrante olor del redil de cabras.
Grenouille se asustó. "¿Y si esta fragancia que voy a poseer -se dijo- desaparece? No es como en el recuerdo, donde todos los perfumes son imperecederos. El perfume real se desvanece en el mundo; es volátil. Y cuando se gaste, desaparecerá el manantial de donde lo he capturado y yo estaré desnudo como antes y tendré que conformarme con mis sucedáneos. No, será peor que antes. Porque ahora entretanto habré conocido y poseído mi propia magnífica fragancia y jamás podré olvidarla, ya que jamás olvido un aroma, y durante toda la vida me consumirá su recuerdo como me consume ahora, en este mismo momento, la idea de que llegaré a poseerlo… ¿Para qué lo necesito, entonces?"
Este pensamiento fue en extremo desagradable para Grenouille. Le aterraba que la fragancia que aún no poseía, dejara de ser suya irremisiblemente cuando la poseyera. ¿Cuánto tiempo podría conservarla? ¿Unos días? ¿Unas semanas? ¿Tal vez un mes, si se perfumaba con suma parquedad? ¿Y después? Se vio a sí mismo agitando el frasco para aprovechar las últimas gotas, enjuagándolo con alcohol a fin de no desperdiciar el menor resto y vio, olió cómo se evaporaba para siempre y sin remedio su adorado perfume. Sería como una muerte lenta, una especie de asfixia interna, una dolorosa y gradual evaporación de sí mismo en el repugnante mundo.
Se estremeció. Le asaltó el deseo de renunciar a sus planes, de perderse en la noche y alejarse de allí. Cruzaría las montañas nevadas, sin descanso, recorrería cien millas hasta Auvernia y allí volvería a rastras a su vieja caverna y dormiría hasta que le sorprendiera la muerte. Pero no lo hizo. Permaneció sentado y no cedió al deseo, pese a que era muy fuerte. No cedió a él porque siempre había sentido el deseo de alejarse de todo y esconderse en una caverna. Ya lo conocía. En cambio, no conocía la posesión de una fragancia humana, una fragancia tan maravillosa como la de la muchacha que vivía detrás de la muralla. Y aunque sabía que debería pagar un precio terriblemente caro por la posesión de aquella fragancia y su pérdida inevitable, tanto la posesión como la pérdida se le antojaron más apetecibles que la lapidaria renuncia a ambas. Porque durante toda su vida no había hecho más que renunciar, pero nunca había poseído y perdido.
Poco a poco se esfumaron las dudas y con ellas los estremecimientos. Sintió cómo la sangre caliente volvía a darle vida y cómo se apoderaba de él la voluntad de llevar a cabo lo que se había propuesto, incluso con más fuerza que antes, porque ahora la voluntad ya no tenía su origen en un simple anhelo, sino que había surgido de una decisión meditada. La garrapata Grenouille, colocada ante la disyuntiva de resecarse o dejarse caer, optó por esto último, sabiendo muy bien que esta caída sería la definitiva. Se acostó de nuevo en el catre, sintiéndose muy a gusto sobre la paja y bajo la manta y considerándose un héroe.
Sin embargo, Grenouille no habría sido Grenouille si un sentimiento fatalista y heroico le hubiera satisfecho durante mucho tiempo. Poseía para ello una personalidad demasiado tenaz, un temperamento demasiado retorcido y un espíritu demasiado refinado. De acuerdo… había decidido poseer la fragancia de la muchacha de detrás de la muralla. Y si al cabo de pocas semanas la perdía y la pérdida le causaba la muerte, no le importaría. Sería mejor, sin embargo, no morir y aun así continuar en posesión del perfume, o al menos aplazar todo lo posible su pérdida. Había que hacerlo durar más. Había que eliminar su volatilidad sin arrebatarle sus cualidades… un problema de perfumería.
Existen fragancias que se conservan durante décadas. Un armario frotado con almizcle, un trozo de cuero empapado de esencia de canela, un bulbo de ámbar, un cofre de madera de cedro poseen una vida olfativa casi eterna. En cambio otros -el aceite de lima, la bergamota, los extractos de narciso y nardo y muchos perfumes florales- se evaporan al cabo de pocas horas al ser expuestos al aire. El perfumista lucha contra esta circunstancia fatal ligando las fragancias demasiado volátiles a otras más perennes, como si las maniatara para frenar sus ansias de libertad, un arte que consiste en dejar las ataduras lo más sueltas posible a fin de dar al aroma prisionero una semblanza de libertad y en anudarlas con fuerza para que no pueda huir.
Grenouille había realizado a la perfección esta muestra de habilidad con la esencia de nardo, cuya efímera fragancia retuvo con minúsculas cantidades de algalia, vainilla, láudano y ciprés, prestándole así un auténtico valor. ¿Por qué no hacer algo parecido con la fragancia de la muchacha? ¿Por qué usar y derrochar en estado puro el aroma más valioso y frágil de todos? Qué torpeza. Qué grave falta de refinamiento. ¿Acaso se dejaban los diamantes en bruto? ¿Se llevaba el oro en pedruscos alrededor del cuello? ¿Era él, Grenouille, un primitivo ladrón de perfumes como Druot y demás maceradores, destiladores y exprimidores de pétalos? ¿Acaso no era el mayor perfumista del mundo? Se asestó un manotazo en la cabeza, horrorizado porque no se le había ocurrido antes: aquella singular fragancia no podía usarse en bruto. Debía tratarla como la piedra preciosa de más valor. Debía forjar una diadema fragante en cuya parte más elevada refulgiera "su" aroma, mezclado con otros pero dominándolos a todos. Elaboraría un perfume según todas las reglas del arte y la fragancia de la muchacha de detrás de la muralla, sería la nota central.
Como auxiliares, como nota básica, mediana y alta, como aroma de punta y como fijador no eran apropiados ni el almizcle ni la algalia, ni el neroli ni la esencia de rosas; esto por descontado. Para un perfume como aquél, para un perfume humano, se requerían otros ingredientes.
En mayo del mismo año se encontró en un campo de rosas, a medio camino entre Grasse y el pueblo de Opio, situado al este de dicha ciudad, el cuerpo desnudo de una muchacha de quince años. Había sido golpeada en la nuca con un garrote. El campesino que lo descubrió quedó tan trastornado por el macabro hallazgo que casi atrajo hacia su persona las sospechas de la policía declarando al teniente con voz trémula que nunca había visto nada tan bello, cuando lo que quiso decir era que nunca había visto nada tan espantoso.
En realidad, la joven era de una belleza exquisita. Pertenecía a aquel tipo de mujeres plácidas que parecen hechas de miel oscura, tersas, dulces y melosas, que con un gesto apacible, un movimiento de la cabellera, un solo y lento destello de la mirada dominan el espacio y permanecen tranquilas como en el centro de un ciclón, al parecer ignorantes de la propia fuerza de atracción, que arrastra hacia ellas de modo irresistible los anhelos y las almas tanto de hombres como de mujeres. Y era joven, muy joven, aún no había perdido en la madurez incipiente el encanto de su tipo.
Sus miembros mórbidos eran todavía tersos y firmes, los pechos como recién moldeados, y el rostro ancho, enmarcado por cabellos negros y fuertes, aún poseía los contornos más delicados y los lugares más secretos. La cabellera faltaba sin embargo. El asesino la había cortado y robado, así como la ropa.
Se sospechó de los gitanos; a los gitanos se les podía atribuir todo. Era bien sabido que tejían alfombras con retales viejos, rellenaban almohadas con cabello humano y hacían muñecas con piel y dientes de los condenados a la horca. En el caso de crímenes tan perversos, sólo podía sospecharse de los gitanos. Pero por aquel entonces no había ninguno en muchas millas a la redonda, no habían sido vistos en la región desde el mes de diciembre.
A falta de gitanos, se sospechó de los jornaleros italianos, pero tampoco había ninguno por los alrededores; era demasiado pronto para ellos, pues no iban por allí hasta junio, al tiempo de la cosecha del jazmín, así que tampoco podían haber sido los italianos. A continuación, las sospechas recayeron en los fabricantes de pelucas, a quienes acusaba la melena cortada de la víctima. En vano. Después se pensó en los judíos, después en los monjes del convento de benedictinos, supuestamente lascivos -aunque todos pasaban de los setenta-, después en los cistercienses, en los masones, en los alienados de la Charitè, en los carboneros, en los mendigos y, por último, en los nobles disolutos, en particular el marqués de Cabris, que se había casado tres veces y organizaba, según se decía, misas orgiásticas en sus bodegas, en cuyo transcurso bebía sangre de doncella para aumentar su potencia sexual. Sin embargo, no pudo probarse nada concreto. Nadie había sido testigo del asesinato ni pudieron encontrarse ropas o cabellos de la víctima. Al cabo de unas semanas, el teniente de policía dio por terminadas las investigaciones.
A mediados de junio llegaron los italianos, muchos con sus familias, para ganarse la vida como recolectores. Los campesinos los contrataron, pero, recordando el asesinato, prohibieron a sus mujeres e hijas que tuvieran tratos con ellos. Toda precaución era poca, porque a pesar de que los jornaleros no eran culpables del crimen, en principio podían haberlo sido, de ahí que no estuviera de más precaverse de ellos.
Poco después del comienzo de la cosecha del jazmín se produjeron otros dos asesinatos. Las víctimas fueron otra vez muchachas extraordinariamente hermosas, ambas pertenecían al mismo tipo de mujeres morenas y plácidas, las dos fueron halladas también desnudas y con la cabellera cortada, y tendidas en los campos de flores con una herida contusa en la base del cráneo. Tampoco esta vez había rastro del asesino. La noticia se propagó como un reguero de pólvora y se temieron más agresiones contra los inmigrantes cuando se supo que ambas víctimas eran italianas, hijas de un jornalero genovés.
Ahora el temor hizo mella en la región. La gente ya no sabía hacia quién dirigir su cólera impotente. Es cierto que algunos todavía sospechaban de los locos o del misterioso marqués, pero nadie lo consideraba probable, ya que los primeros estaban bajo constante vigilancia y el último se había marchado hacía tiempo a París. En consecuencia, todos hicieron causa común. Los campesinos abrieron sus graneros a los inmigrantes, que hasta entonces habían dormido a la intemperie. Los habitantes de la ciudad organizaron un servicio de patrullas nocturnas en cada barrio. El teniente de policía reforzó la guardia de las puertas. Sin embargo, ninguna de estas disposiciones sirvió de nada. Pocos días después del doble asesinato se encontró el cadáver de otra muchacha, en iguales condiciones que los anteriores. Esta vez se trataba de una lavandera sarda del palacio episcopal, que fue asesinada cerca de la gran alberca de la Fontaine de la Foux, ante las mismas puertas de la ciudad. Y aunque los cónsules, apremiados por la excitada población, tomaron medidas más severas -controles más estrictos en las puertas, reforzamiento de las guardias nocturnas, prohibición de salida de todas las personas del sexo femenino a la caída de la noche-, aquel verano no pasó otra semana sin que fuera encontrado el cadáver de una doncella. Y siempre se trataba de muchachas que acababan de convertirse en mujeres y siempre eran las más hermosas y, en su mayoría, de aquel tipo moreno y seductor, aunque pronto el asesino dejó de despreciar a la clase de muchachas dominantes en la región, dulces, de tez blanca y un poco más redondeadas. Incluso las castañas y rubias oscuras, siempre y cuando no fueran muy delgadas, figuraron al final entre sus víctimas. Las buscaba por todas partes, no ya sólo en los alrededores de Grasse, sino en el centro de la ciudad e incluso hasta en las casas. La hija de un carpintero fue hallada muerta de un golpe en su dormitorio del quinto piso y nadie de la casa había oído el menor ruido y ninguno de los perros, que husmeaban y ladraban a todos los extraños, había reaccionado. El asesino parecía inasequible e incorpóreo como un espíritu.
La población se indignó e insultó a las autoridades. El más pequeño rumor daba origen a desmanes. Un vendedor ambulante que ofrecía filtros amorosos y pócimas de curandero estuvo a punto de ser linchado porque alguien dijo que sus remedios contenían cabellos de doncella pulverizados. Se intentó provocar un incendio en la mansión de Cabris y en el hospicio de la Charitè. El pañero Alexandre Misnard mató de un tiro a su propio criado cuando éste volvía de noche a casa porque lo tomó por el famoso asesino de doncellas. Quienes podían permitírselo, enviaban a sus hijas adolescentes a casa de familiares o a internados de Niza, Aix o Marsella. El teniente de policía fue relevado de su cargo a instancias del consejo. Su sucesor encomendó el examen del estado virginal de los cadáveres sin cabellera al colegio de médicos. Todas las muchachas estaban intactas.
Extrañamente, este hecho incrementó el horror en vez de disminuirlo, porque en su fuero interno todos estaban seguros de que las muchachas habían sido violadas. En este caso se habría conocido por lo menos el móvil del asesino, mientras que ahora se sabía lo mismo que antes, no se tenía la menor pista. Y quien creía en Dios, se refugiaba en la oración, para que al menos la propia casa se salvara del demoníaco visitante.
El concejo, un gremio de los treinta ciudadanos nobles más ricos y prestigiosos de Grasse, caballeros ilustrados y anticlericales en su mayoría, que habrían preferido ver en el obispo sólo a un buen hombre y los conventos y abadías convertidos en almacenes o fábricas, estos arrogantes y poderosos caballeros del concejo se vieron obligados en su impotencia a redactar una sumisa petición a monseñor el obispo para que se dignara maldecir y excomulgar al monstruoso asesino de doncellas, a quien el poder civil no conseguía atrapar, como hiciera su preclaro antecesor en el año 1708 con las terribles langostas que entonces amenazaban al país. Y de hecho, a finales de septiembre, el asesino de doncellas de Grasse, que hasta la fecha había segado la vida de nada menos que veinticuatro de las más hermosas doncellas de todas las capas sociales, fue maldecido, excomulgado y proscrito con toda solemnidad en todos los atrios de las iglesias por escrito y oralmente desde todos los púlpitos de la ciudad, entre ellos el de Notre-Dame-du-Puy, por boca del obispo en persona.
El éxito fue contundente. Los asesinatos cesaron de la noche a la mañana. Octubre y noviembre transcurrieron sin cadáveres. A principios de diciembre llegaron noticias de Grenoble según las cuales había aparecido allí un asesino de doncellas que estrangulaba a sus víctimas y les arrancaba la ropa a tiras y los cabellos a mechones. Y aunque un crimen tan tosco no coincidía en absoluto con los asesinatos ejecutados tan limpiamente en Grasse, todo el mundo se convenció de que se trataba del mismo criminal. Los habitantes de Grasse se persignaron tres veces con gran alivio porque la bestia ya no se encontraba entre ellos, sino que atacaba en Grenoble, a siete días de viaje. Organizaron una procesión de antorchas en honor del obispo y celebraron el veinticuatro de diciembre un oficio en acción de gracias.
El primero de enero de 1766 se suavizaron las medidas de seguridad, levantándose el toque de queda para las mujeres. La normalidad volvió con increíble rapidez a la vida pública y privada. El miedo parecía haberse evaporado, nadie hablaba ya del terror que había dominado a la ciudad y sus alrededores hacía sólo unos meses. Ni siquiera en el seno de las familias afectadas se mencionaba el tema. Parecía que la maldición episcopal no sólo hubiera proscrito al asesino, sino también su recuerdo, y esto complacía a la población.
Sólo los que tenían una hija que acababa de alcanzar la pubertad, la perdían de vista de mala gana y se inquietaban cuando oscurecía y eran felices al día siguiente cuando la encontraban sana y alegre, sin querer confesarse abiertamente el motivo.
Había, no obstante, un hombre en Grasse que no se fiaba de la paz. Se llamaba Antoine Richis, desempeñaba el cargo de Segundo Cónsul y vivía en una casa señorial al principio de la Rue Droite.
Richis era viudo y tenía una hija llamada Laure. Aunque aún no había cumplido los cuarenta años y poseía una gran vitalidad, no pensaba contraer segundas nupcias hasta pasado cierto tiempo. Antes quería casar a su hija, y no con el primer buen partido que se presentara, sino con un hombre de elevada condición. En Vence residía un tal barón de Bouyon, que tenía un hijo y un feudo, buena reputación y una precaria situación financiera, con quien Richis ya había convenido el futuro matrimonio de sus vástagos. Una vez casada Laure, él haría gestiones encaminadas a emparentar con las prestigiosas casas Drèe, Maubert o Fontmichel, no porque fuera vanidoso y estuviera decidido a conquistar a cualquier precio una esposa noble, sino porque quería fundar una dinastía y preparar para sus descendientes una encumbrada posición social y también influencia política. Para este fin necesitaba por lo menos dos hijos varones, uno de los cuales tomaría las riendas de su negocio mientras el otro estudiaría leyes, llegaría al Parlamento de Aix y obtendría su propio título nobiliario. Sin embargo, un hombre de su condición sólo podía abrigar tales esperanzas con probabilidades de éxito estrechando lazos entre su persona y su familia y la nobleza provinciana.
Lo que justificaba estos planes tan ambiciosos era su legendaria riqueza. Antoine Richis era con gran diferencia el ciudadano más acaudalado de toda la comarca. Poseía latifundios no sólo en la demarcación de Grasse, donde cultivaba naranjas, aceitunas, trigo y cáñamo, sino también en Vence y los alrededores de Antibes, donde había arrendado tierras. Poseía casa en Aix, casas en el campo, intereses en barcos que navegaban hasta la India, una oficina permanente en Génova y las mayores existencias de Francia en sustancias aromáticas, especias, esencias y cuero.
Lo más valioso, sin embargo, de todo cuanto poseía Richis era su hija única, que acababa de cumplir dieciséis años y tenía cabellos de un color rojizo oscuro y ojos verdes. Su rostro era tan encantador que las visitas de cualquier edad y sexo se quedaban inmóviles y no podían apartar de ella la mirada, acariciando su cara con los ojos como si lamieran un helado con la lengua y adoptando mientras lo hacían la típica expresión de admiración embobada. Incluso Richis, cuando contemplaba a su hija, se daba cuenta de pronto de que durante un tiempo indeterminado, un cuarto de hora o tal vez media hora, se había olvidado del mundo y de sus negocios -lo cual no le pasaba ni mientras dormía-, absorto por completo en la contemplación de la espléndida muchacha, y después no sabía decir qué había hecho. Y últimamente -lo notaba con inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo de su camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo…sentía un malestar en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y, Dios era testigo, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo. El sudor le empapaba y los miembros le temblaban mientras ahogaba en su interior tan terrible concupiscencia y se inclinaba sobre ella para despertarla con un casto beso paterno.
El año anterior, en la época de los asesinatos, aún no había sentido nunca tan fatales tentaciones. El hechizo que su hija ejercía entonces sobre él era -o al menos eso le parecía- un mero encanto infantil. Y por ello nunca temió en serio que Laure pudiera ser víctima de aquel asesino que, como era sabido, no atacaba a niñas ni a mujeres, sino exclusivamente a doncellas púberes. Sin embargo, reforzó la vigilancia de su casa, hizo colocar nuevas rejas en las ventanas del piso superior y ordenó a la camarera que compartiera el dormitorio con Laure. Pero se resistía a mandarla lejos, como hacían los hombres de su clase con sus hijas e incluso con toda su familia. Encontraba tal proceder despreciable e indigno de un miembro del concejo y del Segundo Cónsul, quien en su opinión debía dar a sus conciudadanos ejemplo de serenidad, valor y tenacidad.
Además, era un hombre a quien no gustaba que nadie influyera en sus decisiones, ni una multitud dominada por el pánico ni, menos aún, un criminal anónimo y repugnante. Y por esto fue uno de los pocos habitantes de la ciudad que, durante aquel horrible período, fue inmune
contra el miedo y conservó la sangre fría. Ahora, extrañamente, esto cambió. Mientras en las calles la gente celebraba, como si ya hubieran ahorcado al asesino, el fin de sus crímenes y olvidaba aquellos terribles días, el miedo se introdujo en el corazón de Antoine Richis como un espantoso veneno. Durante mucho tiempo no quiso confesarse a sí mismo que era el miedo lo que le incitaba a postergar viajes muy urgentes, a abandonar la casa de mala gana y a acortar visitas y reuniones a fin de regresar a casa lo antes posible. Se justificó ante sí mismo achacándolo a una indisposición pasajera y al exceso de trabajo, aunque admitiendo al mismo tiempo que estaba un poco preocupado, como lo está cualquier padre que tiene una hija en edad de casarse, una preocupación totalmente normal… ¿Acaso no había cundido ya en el exterior la fama de su belleza? ¿Acaso no se estiraban ya los cuellos cuando la llevaba los domingos a la iglesia? ¿No le hacían ya insinuaciones ciertos caballeros del concejo, en nombre propio o en el de sus hijos…?
Pero un día de marzo, Richis vio desde el salón que Laure salía al jardín con un vestido azul sobre el que se derramaba la cabellera rojiza, encendida por el sol; nunca la había visto tan hermosa. Desapareció detrás de un seto y quizá tardó en reaparecer dos latidos más de los que él esperaba… y tuvo un susto de muerte porque durante aquellos dos latidos pensó que la había perdido para siempre.
Aquella misma noche le despertó una pesadilla espantosa de cuyo contenido no podía acordarse, pero que había tenido que ver con Laure, y se precipitó hacia su dormitorio, convencido de que estaba muerta, de que había sido asesinada, violada y su cabellera cortada mientras dormía… y la encontró sana y salva.
Volvió a su aposento bañado en sudor y temblando de excitación, no, no de excitación, sino de miedo; por fin se confesó a sí mismo que había sentido miedo y al aceptar este hecho, se tranquilizó y sus ideas se aclararon. Si debía ser sincero, nunca había creído en la efectividad del anatema episcopal, ni tampoco que el asesino se encontraba ahora en Grenoble; ni siquiera creía que hubiese salido de la ciudad. No, seguía viviendo aquí, entre los habitantes de Grasse, y volvería a atacar tarde o temprano. Richis había visto en agosto y septiembre algunas de las muchachas asesinadas. La visión le horrorizó y -tenía que admitirlo- fascinó al mismo tiempo, porque todas eran, cada una a su manera especial, de una belleza extraordinaria.
Nunca habría creído que en Grasse hubiera tantas bellezas desconocidas. El asesino le abrió los ojos; se trataba, sin duda, de un hombre con un gusto exquisito. Y tenía un sistema. No sólo todos los asesinatos habían sido perpetrados metódicamente, sino que la elección de las víctimas revelaba una intención planeada casi con economía. Era cierto que Richis no sabía "qué" codiciaba realmente de sus víctimas el asesino, ya que lo mejor de ellas, la belleza y el encanto de la juventud, no podía habérselo arrebatado… ¿o sí? En cualquier caso, tenía la impresión de que el asesino no era, por absurdo que pudiera parecer, un espíritu destructivo, sino un coleccionista minucioso. Si por ejemplo -pensó Richis-, se imaginaba uno a las víctimas no como individuos, sino como parte de un principio más elevado, y fundía idealmente sus cualidades respectivas en un conjunto único, la imagen dada por semejante mosaico tenía que ser la imagen misma de la belleza, y el hechizo desprendido por ella ya no sería de índole humana, sino divina. (Como vemos, Richis era un hombre de mente liberal que no se detenía ante conclusiones blasfemas, y aunque no pensaba en categorías olfatorias, lo hacía en categorías ópticas, por lo que se aproximó mucho a la verdad).
Suponiendo -siguió pensando Richis- que el asesino fuera un coleccionista de belleza y trabajara en el retrato de la perfección, aunque sólo fuera en la fantasía de su cerebro enfermo; y suponiendo además que fuese un hombre del gusto más refinado y el método más perfecto, como parecía ser el caso, era inevitable deducir que no renunciaría a la pieza más valiosa que podía encontrarse en la tierra: la belleza de Laure. Todos los asesinatos anteriores no tenían ningún valor sin el de ella; Laure era la última piedra de su edificio.
Mientras sacaba estas espantosas conclusiones, Richis estaba sentado en la cama, en camisón, extrañado de la propia serenidad. Ya no se estremecía ni temblaba. El miedo indefinido que le invadiera durante semanas se había evaporado, cediendo el paso a la conciencia de un peligro concreto: todos los esfuerzos y afanes del asesino iban dirigidos a Laure desde el principio, esto era evidente. Todos los demás asesinatos eran accesorios del último y definitivo: el asesinato de Laure. Era cierto que aún no estaba claro el móvil material de los crímenes, ni si tenían alguno, pero Richis había intuido lo esencial, el método sistemático y el móvil ideal del asesino. Y cuanto más reflexionaba sobre ello, más acertados le parecían ambos y mayor era su respeto por el criminal, un respeto, claro está, que rebotaba en un espejo y se reflejaba en él mismo, ya que al fin y al cabo era él, Richis, quien con su astuta mente analítica había desenmascarado al enemigo.
Si él, Richis, fuera un asesino y estuviera poseído de las mismas ideas morbosas de aquel asesino en particular, no habría podido proceder de manera distinta y, como él, habría resuelto coronar a toda costa su obra de demente con el asesinato de Laure, la única. la maravillosa.
Esta última idea se le antojó muy buena. El hecho de que estuviera en situación de ponerse mentalmente en el lugar del futuro asesino de su hija le daba una gran superioridad sobre él, porque una cosa era cierta: por inteligente que fuera, el asesino no estaba en situación de ponerse en el lugar de Richis, aunque sólo fuese porque no podía imaginar que Richis se había puesto ya en su lugar, es decir, en el del asesino. En el fondo, ocurría lo mismo que en el mundo de los negocios… salvando las distancias, claro. Uno tenía siempre cierta superioridad sobre un competidor cuyas intenciones hubiera adivinado; en lo sucesivo, ya no se dejaría engañar, no cuando uno se llamaba Antoine Richis, conocía todos los trucos y poseía un espíritu luchador.
Al fin y al cabo, el negocio de perfumería más importante de Francia, su riqueza y el cargo de Segundo Cónsul no le habían bajado del cielo, sino que los había ganado luchando, porfiando, intuyendo a tiempo los peligros, adivinando los planes de los competidores y adelantándose a ellos. Y lograría también alcanzar sus metas futuras, el poder y la nobleza de sus descendientes, y desbaratar asimismo los planes de aquel asesino, su rival por la posesión de Laure, aunque sólo fuese porque Laure era igualmente la última piedra del edificio de sus propios planes. El la amaba, ciertamente, pero también la necesitaba. Y lo que necesitaba para la realización de sus más altas ambiciones no se lo dejaría arrebatar por nadie, lo defendería con uñas y dientes.
Ahora se sentía mejor. Desde que había conseguido trasladar sus reflexiones nocturnas sobre la lucha con el demonio al terreno de una transacción comercial, le animaba un valor renovado, incluso un poco temerario. Se había esfumado el resto de temor, desvanecido el desaliento y la sombría preocupación que le habían atormentado como a un viejo senil y tembloroso, evaporado la niebla de tristes presagios en la que se había movido a tientas durante semanas. Ahora se encontraba en terreno conocido y se sentía capaz de afrontar cualquier reto.
Aliviado, casi satisfecho, saltó de la cama, tiró del cordón de la campanilla y ordenó al criado, que entró medio dormido, que empaquetara ropas y provisiones porque pensaba viajar al amanecer hacia Grenoble en compañía de su hija. Entonces se vistió y sacó de la cama al resto de la servidumbre.
La casa de la Rue Droite despertó en plena noche para entregarse a una actividad febril. En la cocina se encendieron los fuegos, por los pasillos corrían las aturdidas criadas, el ayuda de cámara subía y bajaba las escaleras, bajo las bóvedas del sótano entrechocaban las llaves del mayordomo, en el patio ardían las antorchas, unos mozos corrían a buscar los caballos mientras otros sacaban a los animales… cualquiera hubiese creído que las hordas austrosargas entraban a sangre y fuego como en el año 1746 y el amo de la casa huía presa del pánico. Pero no era así ni mucho menos. El amo de la casa se hallaba sentado como un mariscal de Francia ante el escritorio de su despacho, bebía café con leche y daba instrucciones a los domésticos que irrumpían en la habitación.
También escribió cartas al alcalde y al Primer Cónsul, a su notario, a su abogado, a su banquero de Marsella, al barón de Bouyon y a diversos socios.
Hacia las seis ya había despachado toda la correspondencia y tomado todas las disposiciones necesarias para sus planes. Se metió en los bolsillos dos pequeñas pistolas de viaje, se ajustó la hebilla del cinturón del dinero y cerró el escritorio. Entonces fue a despertar a su hija.
A las ocho, la pequeña caravana se puso en marcha. Richis cabalgaba delante, ofreciendo un magnífico aspecto con su levita granate de galones dorados, redingote negro y sombrero negro con airoso penacho. Le seguía su hija, vestida más modestamente, pero de una belleza tan deslumbrante que el pueblo que paseaba por la calle y se asomaba a las ventanas sólo tenía ojos para ella, la muchedumbre prorrumpía en admirados "Ahs" y "Ohs" y los hombres se quitaban el sombrero, al parecer ante el Segundo Cónsul, pero en realidad era ante ella, la mujer de porte regio. A continuación, casi desapercibidos, cabalgaban la camarera y el ayuda de cámara de Richis con dos caballos de carga -el uso de un carruaje era desaconsejado por el conocido mal estado de la ruta de Grenoble- y cerraba la comitiva una docena de mulas cargadas con todos los enseres imaginables, bajo la vigilancia de dos mozos. La guardia de la Porte du Cours presentó armas y no las bajó hasta que hubo pasado la última mula. Los niños corrieron largo rato tras la caravana, que se alejó con lentitud hacia las montañas por el camino abrupto y tortuoso.
La salida de Antoine Richis con su hija causó en la gente una impresión muy honda, porque les pareció que habían presenciado una ofrenda arcaica. Se rumoreaba que Richis se dirigía a Grenoble, la ciudad donde ahora se hallaba el monstruo que asesinaba doncellas, y nadie sabía qué pensar. ¿Era el viaje de Richis un acto de imprudencia temeraria o de un valor digno de admiración? Se trataba de un desafío o de un intento de aplacar a los dioses? Sólo intuían de manera muy vaga que habían visto por última vez a la hermosa muchacha de los cabellos rojizos. Presentían que Laure Richis estaba perdida.
Este presentimiento resultaría cierto, aunque se basaba en premisas totalmente falsas. En realidad, Richis no se dirigía a Grenoble y la aparatosa salida sólo había sido un ardid. A una milla y media al noroeste de Grasse, cerca del pueblo de Saint-Vallier, Richis mandó detener la caravana, dio a su ayuda de cámara plenos poderes y cartas de recomendación y le ordenó que viajara solo con los mozos y las mulas a Grenoble.
Él, con Laure y la camarera de ésta, se alejó en dirección a Cabris, donde hicieron un alto para almorzar antes de dirigirse al sur, atravesando la montaña de Tanneron. El camino ofrecía grandes dificultades, pero se empeñó en describir un amplio círculo en torno a Grasse y la cuenca occidental de Grasse a fin de alcanzar la costa al atardecer, sin llamar la atención… Al día siguiente -siempre según el plan de Richis- quería hacer la travesía hasta las islas Lerinas, en la menor de las cuales se hallaba el bien fortificado monasterio de Saint-Honorat, administrado por una comunidad de monjes ancianos, aún muy duchos en el manejo de las armas y a quienes Richis conocía muy bien, pues compraba y negociaba desde hacía años toda la producción del monasterio de licor de eucalipto, piñones y aceite de ciprés. Y precisamente allí, en el monasterio de Saint-Honorat, el lugar más seguro de Provenza, junto con la prisión del Castillo de If y la cárcel estatal de la Ile Sainte-Marguerite, pensaba Richis alojar de momento a su hija.
El regresaría sin tardanza al continente para rodear esta vez Grasse por Antibes y Cagnes y llegar a Vence por la tarde del mismo día. Allí ya había convocado a su notario para firmar con el barón de Bouyon el contrato de matrimonio de sus hijos Alphonse y Laure. Quería hacer una oferta a Bouyon que éste no podría rechazar: saldo de sus deudas hasta 40.000 libras, una dote consistente en una suma similar, diversas tierras, un molino de aceite en Maganosc y una renta anual de tres mil libras para la joven pareja. La única condición de Richis era que el matrimonio se efectuara dentro de un plazo de diez días y se consumara el mismo día de la boda, y que la pareja fijara su residencia en Vence.
Richis sabía que semejante precipitación elevaría considerablemente el precio de la unión de su casa con la de los Bouyon; una espera más larga la habría abaratado. El barón habría mendigado el favor de que su hijo pudiera elevar la condición social de la hija del gran comerciante burgués, ya que la fama de la belleza de Laure no hacía más que crecer, así como la riqueza de Richis y la miseria económica de los Bouyon. Pero, qué remedio. El barón no era el contrincante en esta transacción, sino el asesino anónimo; y era a éste a quien había que estropear el negocio. Una mujer casada, desflorada y tal vez encinta ya no servía para su exclusiva galería. La última piedra del mosaico faltaría, Laure habría perdido todo valor para el asesino, la obra de éste habría fracasado. Y le haría sentir su derrota.
Richis quería celebrar la boda en Grasse, con gran pompa y el máximo de publicidad. Y aunque no conociera a su enemigo ni llegara jamás a conocerlo, sería un placer para él saber que éste presenciaría el acontecimiento y vería con sus propios ojos cómo le quitaban a la mujer más codiciada ante sus propias narices.
El plan estaba muy bien pensado y otra vez debemos admirar la intuición de Richis, que tanto se acercó a la verdad. Porque, de hecho, el matrimonio de Laure Richis con el hijo del barón de Bouyon habría significado una abrumadora derrota para el asesino de doncellas de Grasse. Sin embargo, el plan aún no se había realizado. Richis no había llevado todavía a su hija hasta el altar donde se oficiaría la ceremonia salvadora. Aún no la había dejado en el seguro monasterio de Saint-Honorat. Aún cabalgaban el jinete y las dos amazonas por la inhóspita montaña del Tanneron. El camino era tan malo que algunas veces se veían obligados a desmontar. Todo se desarrollaba con gran lentitud. Esperaban llegar al mar hacia el atardecer, a un pueblecito situado al oeste de Cannes que se llamaba Napoule.
En el momento en que Laure Richis abandonaba Grasse con su padre, Grenouille se encontraba en el otro extremo de la ciudad, en el taller de Arnulfi, macerando junquillos. Estaba solo y de buen talante. Su estancia en Grasse se acercaba a su fin. El día del triunfo estaba próximo. En su cabaña, dentro de una cajita acolchada con algodón, tenía veinticuatro frascos diminutos con el aura, reducida a gotas, de veinticuatro doncellas… esencias valiosísimas que Grenouille había obtenido durante el último año por medio del "enfleurage" en frío de los cuerpos, digestión de cabellos y ropas, lavado y destilación. Y hoy quería ir a buscar a la vigésimo quinta, la más valiosa y la más importante. Tenía ya preparada una pequeña olla de grasa purificada muchas veces, un paño del lino más fino y una bombona del alcohol más rectificado para esta última pesca.
El terreno estaba sondeado con la máxima exactitud. Había luna nueva.
Sabía que era inútil tratar de introducirse en la bien protegida vivienda de la Rue Droite, de ahí que hubiera pensado deslizarse al anochecer, antes de que cerrasen las puertas, y ocultarse en cualquier rincón de la casa, amparado por su falta de olor que, como un manto invisible, le sustraía a la percepción de hombres y animales. Después, cuando todos durmieran, guiado en la oscuridad por la brújula de su olfato, subiría al aposento de su tesoro y allí mismo la envolvería con el paño impregnado de grasa. Sólo se llevaría, como de costumbre, los cabellos y ropas, ya que estas partes podían lavarse directamente en alcohol y esta tarea se hacía con más comodidad en el taller. Para la elaboración final de la pomada y la destilación del concentrado necesitaba otra noche. Y si todo iba bien -y no tenía ningún motivo para dudar de que todo iría bien-, pasado mañana estaría en posesión de todas las esencias para el mejor perfume del mundo y abandonaría Grasse como el hombre mejor perfumado de la tierra.
Hacia el mediodía terminó con los junquillos. Apagó el fuego, tapó la caldera de grasa y salió del taller para refrescarse. El viento soplaba del oeste. Con la primera aspiración ya notó que algo iba mal; la atmósfera no estaba completa. En la capa de aromas de la ciudad, aquel velo tejido por muchos millares de hilos, faltaba el hilo de oro. Durante las últimas semanas, este hilo fragante había adquirido tal fuerza que Grenouille lo percibía claramente incluso desde su cabaña, en la otra punta de la ciudad. Ahora no estaba, había desaparecido, no podía captarlo ni con el más intenso olfato. Grenouille se quedó como paralizado por el susto.
Está muerta, pensó y en seguida, algo peor: otro ha arrancado mi flor y robado su fragancia. No exhaló ningún grito porque su consternación era demasiado profunda, pero las lágrimas se le agolparon en los ojos y bajaron de repente por ambos lados de la nariz.
Entonces llegó Druot del Quatre Dauphins a la hora de comer y contó, "en passant", que hoy, muy temprano, el Segundo Cónsul se había marchado a Grenoble con doce mulas y su hija. Grenouille se tragó las lágrimas y echó a correr, cruzó la ciudad y, cuando llegó a la Porte du Cours, se detuvo en la plaza y olfateó. Y en el viento del oeste, puro y libre de los olores de la ciudad, encontró de nuevo su hilo dorado, muy delgado y fino, es cierto, pero aun así, inconfundible. Lo extraño era que la amada fragancia no venía del noroeste, adonde conducía el camino de Grenoble, sino más bien de la dirección de Cabris, cuando no del sudoeste.
Grenouille preguntó a la guardia qué camino había tomado el Segundo Cónsul. El centinela señaló al norte. ¿No el camino de Cabris? ¿O el otro, el que iba hacia el sur, a Auribeau y La Napoule? Desde luego que no, respondió el centinela. Lo había visto con sus propios ojos.
Grenouille volvió corriendo a la ciudad, irrumpió en la cabaña, metió en su mochila el paño de hilo, el tarro de pomada, la espátula, las tijeras y una pequeña maza de madera de olivo pulida y se puso en camino sin pérdida de tiempo… no en dirección a Grenoble, sino hacia donde le indicaba su nariz: hacia el sur.
Este camino, el camino directo a Napoule, serpenteaba por las estribaciones del Tanneron, cruzando las cuencas de Frayére y Siagne. Era cómodo andar por él y Grenouille avanzaba a buen paso. Cuando Auribeau apareció a su derecha, encaramado a la cumbre de la montaña, olió que estaba a punto de alcanzar a los fugitivos. Poco después estuvo a la misma altura que ellos y pudo olerla por separado y oler incluso el vapor de sus caballos. Debían estar a lo sumo a media milla al oeste, en algún lugar de los bosques de Tanneron. Se dirigían al sur, a la orilla del mar. Exactamente igual que él.
Grenouille llegó a La Napoule hacia las cinco de la tarde. Entró en la posada, comió y pidió un alojamiento barato. Era un oficial curtidor de Niza, explicó, y viajaba a Marsella. ¿Podía dormir en el establo? Allí se acostó a descansar en un rincón. Olió que se acercaban tres jinetes. No tenía más que esperar.
Llegaron dos horas más tarde, cuando ya caía la noche. Con objeto de mantener el incógnito, habían cambiado de ropas. Ahora las dos mujeres llevaban vestidos oscuros y velos, y Richis, una levita negra. Se dio a conocer como un noble que venía de Castellane y que mañana deseaba trasladarse a las islas Lerinas, por lo que pedía al posadero un bote que estuviera dispuesto a la salida del sol. ¿Había en la posada otros huéspedes, además de él y sus acompañantes? No, contestó el posadero, sólo un oficial de curtidor de Niza que pernoctaba en el establo.
Richis envió a las mujeres a la habitación y él se dirigió al establo, para sacar algo de la alforja, según dijo. Al principio no podía encontrar al oficial de curtidor y tuvo que pedir una linterna al mozo de cuadra. Entonces lo vio acostado en un rincón sobre la paja y una vieja manta, con la cabeza apoyada en su mochila, profundamente dormido. Tenía un aspecto tan insignificante, que por un momento Richis tuvo la impresión de que no estaba allí, de que era sólo una quimera proyectada por las oscilantes sombras de la linterna. En cualquier caso, Richis quedó inmediatamente convencido de que este ser cuya indefensión llegaba a parecer conmovedora no podía representar el menor peligro y se alejó despacio, para no perturbar su sueño.
Cenó en compañía de su hija en la habitación. No le había explicado nada del motivo y la meta de su singular viaje y tampoco lo hizo ahora, aunque ella se lo pidió. Respondió que mañana se lo comunicaría y que podía estar segura de que todo cuanto planeaba y hacía era para su bien y su futura felicidad.
Después de cenar jugaron algunas partidas de "L’hombre", todas las cuales perdió Richis, porque en vez de mirar las cartas, no dejaba de contemplar el rostro de ella para deleitarse con su belleza. Hacia las nueve la acompañó a su habitación, que estaba enfrente de la que él ocupaba, la besó, le deseó buenas noches y cerró la puerta por fuera. Entonces se fue a la cama.
Se sintió de pronto muy cansado por las fatigas del día y la noche anterior y a la vez muy satisfecho de cómo iban las cosas. Sin el menor asomo de la preocupación y de los sombríos presentimientos que hasta la víspera le habían atormentado y mantenido despierto cada vez que apagaba la lámpara, se durmió al instante y durmió sin sueños, sin gemidos, sin estremecimientos y sin dar vueltas y más vueltas en el lecho. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Richis concilió un sueño profundo, tranquilo y reparador.
Más o menos a la misma hora se levantó Grenouille de la paja del establo. También él estaba satisfecho de cómo iban las cosas y se sentía muy refrescado, aunque no había dormido ni un segundo. Cuando Richis entró en el establo para verle, fingió que dormía para reforzar todavía más la impresión de persona inofensiva que siempre comunicaba gracias a la discreción de su olor. A diferencia de Richis, él sí que había percibido a éste con extrema precisión, olfativamente, claro, y no le había pasado por alto el alivio de Richis al verle.
Y de este modo ambos se convencieron mutuamente, durante el breve encuentro, de su candidez, uno con razón y el otro sin ella, y así debía de ser, a juicio de Grenouille, pues su candidez fingida y la auténtica de Richis le facilitaban el trabajo… opinión que, por otra parte, Richis habría compartido totalmente si hubiera estado en su lugar.
Con circunspección profesional puso Grenouille manos a la obra. Abrió la mochila, sacó el paño, la pomada y la espátula, extendió el paño sobre la manta que le había servido de colchón y procedió a untarla con la pasta de grasa. Era un trabajo que requería su tiempo, ya que se trataba de distribuir la grasa en capas de diferente grosor según el lugar del cuerpo que tocarían las distintas partes del paño. La boca, las axilas, el pecho, el sexo y los pies despedían mayores cantidades de aroma que, por ejemplo, las espinillas, la espalda y los codos; la palma de la mano más que el dorso; las cejas más que los párpados, etcétera, y por ello debían untarse con más grasa. Así pues, Grenouille modelaba en el paño de lino una especie de diagrama aromático del cuerpo a tratar y esta parte del trabajo era para él la más satisfactoria porque se trataba de una técnica artística que ocupaba al mismo tiempo sentidos, fantasía y manos, y anticipaba de manera ideal el placer del resultado definitivo.
Cuando hubo terminado todo el tarro de pomada, dio todavía unos golpecitos aquí y allá quitó un poco de grasa de un lugar del paño, la añadió a otro, retocó, comprobó una vez más el paisaje engrasado… con la nariz, no con los ojos, porque todo esto lo hizo en una oscuridad completa, lo cual era tal vez otro motivo para el contento y sereno estado de ánimo de Grenouille.
En esta noche de novilunio, nada le distraía; el mundo era sólo olor y un vago rumor de resaca procedente del mar. Estaba en su elemento. Entonces dobló el paño como un papel pintado, de modo que se juntaran las superficies engrasadas. Esta era una operación dolorosa para él porque sabía muy bien que, pese a todas sus precauciones, partes de los contornos modelados se aplanaban y desplazaban. Pero no había otro sistema para transportar el paño. Después de doblarlo hasta conseguir un tamaño que le permitiera llevarlo cómodamente colgado del brazo, se metió en los bolsillos espátulas, tijeras y la pequeña maza de madera de olivo y se escabulló hacia el exterior.
El cielo estaba nublado. En la casa no ardía ninguna luz. La única chispa de esta noche tenebrosa parpadeaba al este, en el faro de la fortaleza de la Ile de Sainte-Marguerite, a una milla de distancia; era un minúsculo alfilerazo luminoso en un paño negro. Desde la bahía soplaba un viento ligero con olor a pescado. Los perros dormían.
Grenouille fue hacia la fachada que daba a la era y cogió una escalera que había apoyada contra la pared. La levantó y sostuvo en posición vertical, con tres peldaños bajo el brazo derecho y el resto apretado contra el hombro, y así cruzó el patio hasta que estuvo bajo su ventana, que estaba entreabierta. Mientras subía por la escalera de mano, ágil como si fuera de cemento, se congratuló de poder cosechar la fragancia de la muchacha aquí en La Napoule. En Grasse, con las ventanas enrejadas y la casa sometida a una vigilancia estricta, habría sido mucho más difícil. Aquí incluso dormía sola; ni siquiera necesitaba eliminar a la camarera.
Empujó la ventana, se introdujo en el aposento y dejó el paño a un lado. Entonces se volvió hacia la cama. La fragancia del cabello dominaba porque la muchacha dormía de bruces con el rostro enmarcado por el brazo y apretado contra la almohada, en una postura ideal para el mazazo en la nuca.
El ruido del golpe fue seco y crujiente. Lo detestaba. Lo detestaba sólo porque era un ruido en una operación por lo demás silenciosa. Sólo podía soportar este odioso ruido con los dientes apretados y cuando se hubo extinguido continuó todavía un rato inmóvil y rígido, con la mano aferrada a la maza, como si temiera que el ruido pudiese volver de alguna parte convertido en potente eco. Pero no volvió y el silencio reinó de nuevo en el dormitorio, un silencio incluso intensificado, porque ahora no se oía el aliento profundo de la muchacha. Y en cuanto se relajó la actitud tensa de Grenouille (que tal vez podría interpretarse también como una actitud de veneración o una especie de rígido minuto de silencio), su cuerpo recobró la flexibilidad.
Se guardó la maza y empezó a actuar con diligente premura. Ante todo desdobló el paño del perfumado y lo extendió sobre la mesa y las sillas, cuidando de que el lado engrasado quedara encima y se mantuviera intacto. Entonces apartó la sábana del lecho. La magnífica fragancia de la muchacha, que se derramó súbitamente, cálida y masiva, no le conmovió. Ya la conocía y la disfrutaría, la disfrutaría hasta la embriaguez más adelante, cuando la poseyera de verdad. Ahora se trataba de empezar cuanto antes, de dejar evaporar la menor cantidad posible; ahora se imponía la concentración y la rapidez.
Cortó el camisón de arriba a abajo con unos golpes de tijera, se lo quitó, cogió un paño engrasado y lo echó sobre el cuerpo desnudo. Entonces la levantó, le metió el paño sobrante por debajo, la enrolló como enrolla un barquillo el pastelero, plegó los extremos, la envolvió como una momia desde los dedos de los pies hasta la frente. Sólo sus cabellos sobresalían del vendaje de momia. Los cortó a ras de cráneo y los envolvió en el camisón, que ató como si fuera un hatillo. Por último, le tapó el cráneo rapado con una punta de paño, que introdujo dentro de un doblez con una delicada presión del dedo. Examinó todo el paquete; no había ninguna abertura, ningún agujero, ninguna rendija por la que pudiera escapar la fragancia de la muchacha. Estaba perfectamente envuelta. Ya no quedaba nada más por hacer, sólo esperar durante seis horas, hasta que amaneciera.
Tomó una silla pequeña sobre la que estaban sus ropas y se sentó. La túnica ancha y negra aún conservaba el delicado olor de su fragancia, mezclado con el olor de unas pastillas de anís que llevaba en el bolsillo como provisión para el viaje. Colocó los pies sobre el borde de la cama, cerca de los pies de ella, se cubrió con su túnica y comió las pastillas de anís. Estaba cansado, pero no quería dormirse porque no era decoroso dormirse durante el trabajo, aunque éste consistiera sólo en esperar. Recordó las noches pasadas en el taller de Baldini mientras destilaba: el alambique ennegrecido por el hollín, el fuego llameante, el leve rumor con que el producto de la destilación goteaba desde el tubo de enfriamiento a la botella florentina. De vez en cuando se tenía que vigilar el fuego, echar más agua destilada, cambiar la botella florentina, sustituir el marchito material de destilación. Y sin embargo, siempre le había parecido que no hacía guardia para desempeñar a intervalos estas tareas, sino que la guardia tenía su propio sentido. Incluso aquí, en este aposento, donde el proceso del "enfleurage" se desarrollaba por sí solo, donde incluso una verificación, una vuelta, un contacto inoportuno con el paquete perfumado podía ser contraproducente, incluso aquí, pensó Grenouille, su presencia vigilante tenía importancia. El sueño habría puesto en peligro el espíritu del éxito.
Por otra parte, no le resultaba difícil mantenerse despierto y esperar, pese a la fatiga. Amaba esta espera. También la había amado en el caso de las otras veinticuatro muchachas, porque no se trataba de una espera monótona ni ansiosa, sino de una espera palpitante, llena de sentido y, hasta cierto punto, activa. Ocurría algo mientras esperaba; ocurría lo esencial. Y aunque no lo hiciera él mismo, se hacía gracias a él. Había dado lo mejor que tenía, había aportado toda su habilidad y no había cometido ningún error. La obra era única y sería coronada por el éxito…Sólo debía esperar dos horas más.
Esta espera le llenaba de satisfacción. Nunca se había sentido tan bien en su vida, tan tranquilo, tan equilibrado, tan en paz consigo mismo -ni siquiera en su montaña- como en estas horas de pausa en el trabajo durante las cuales esperaba toda la noche velando a sus víctimas. Eran los únicos momentos en que casi se formaban pensamientos alegres dentro de su tenebroso cerebro.
Extrañamente, estos pensamientos no se proyectaban hacia el futuro. No pensaba en la fragancia que cosecharía dentro de un par de horas, ni en el perfume de veinticinco auras de doncellas, ni en planes, felicidad y éxito futuros. No, pensaba en su pasado. Recordó las etapas de su vida desde la casa de madame Gaillard y el montón de leños cálidos y húmedos que había enfrente, hasta su viaje de hoy al pequeño pueblo de La Napoule, con su olor a pescado. Pensó en el curtidor Grimal, en Giuseppe Baldini, en el marqués de la Taillade-Espinasse. Recordó la ciudad de París, su gran caldo tornasolado y maloliente, recordó a la muchacha pelirroja de la Rue des Marais, el campo abierto, el viento enrarecido, los bosques. Recordó también la montaña de Auvernia -no evitó en absoluto este recuerdo-, su caverna, el aire sin seres humanos. También recordó sus sueños. Y evocó todas estas cosas con gran complacencia. Sí, al mirar hacia atrás, le pareció que era un hombre especialmente favorecido por la suerte y que su destino le había llevado por caminos que, si bien habían sido tortuosos, al final resultaban ser los correctos… ¿cómo, si no, habría sido posible que se encontrase ahora en este oscuro aposento, en la meta de sus deseos? Pensándolo bien, era un individuo realmente afortunado.
Le embargaron la emoción, la humildad y el agradecimiento. "Gracias -murmuró-, gracias, Jean-Baptiste Grenouille, por ser como eres. " Hasta este punto era capaz de emocionarse a sí mismo.
Entonces entornó los párpados, no para dormir, sino para entregarse del todo a la paz de aquella noche sagrada. La paz llenaba su corazón, pero se le antojó que también reinaba a su alrededor. Olió el sueño tranquilo de la camarera en el aposento contiguo, el sueño satisfecho de Antoine Richis al otro lado del pasillo, olió el pacífico dormitar del posadero y los mozos, de los perros, de los animales del establo, de toda la aldea y del mar. El viento se había calmado. Todo estaba en silencio. Nada perturbaba la paz.
Una vez torció el pie hacia un lado y rozó muy ligeramente el pie de Laure. No su pie, en realidad, sino la tela que lo envolvía, impregnada de grasa por debajo, que absorbía su fragancia, su magnífica fragancia, la de él.
Cuando los pájaros empezaron a gritar -es decir, bastante antes del alba-, se levantó y terminó su trabajo. Desenrolló el paño, apartándolo del cuerpo como un emplasto. La grasa se separó muy bien de la piel; sólo quedaron algunos restos en los lugares angulosos, que recogió con la espátula. Secó las últimas huellas de pomada con el propio corpiño de Laure, con el cual frotó el cuerpo de pies a cabeza, tan a fondo que incluso la grasa de los poros se desprendió de la piel en diminutas láminas y con ella los últimos efluvios y vestigios de su fragancia. Ahora sí que estaba realmente muerta para él, marchita, pálida y desmadejada como los desechos de una flor.
Tiró el corpiño dentro del paño perfumado, el único lugar donde ella sobrevivía, añadió el camisón que envolvía sus cabellos y lo enrolló todo, formando un pequeño paquete que se puso bajo el brazo. No se tomó la molestia de cubrir el cadáver que yacía en el lecho. Y aunque las tinieblas de la noche ya se habían teñido del gris azulado de la aurora y los objetos de la habitación empezaban a perfilarse, no se volvió a mirar hacia la cama para verla con los ojos por lo menos una sola vez en su vida. Su figura no le interesaba; no existía para él como cuerpo, sólo como una fragancia incorpórea y ésta la llevaba abajo el brazo y se marchaba con ella.
Saltó con cuidado al antepecho de la ventana y bajó por la escalera. Fuera volvía a soplar el viento y el cielo estaba despejado y derramaba una luz azul oscura sobre la tierra.
Media hora después, la sirvienta bajó a encender el fuego de la cocina. Cuando salió al patio a buscar leños, vio la escalera apoyada, pero aún estaba demasiado soñolienta para extrañarse de ello. El sol salió poco antes de las seis. Gigantesco y de un rojo dorado, se elevó sobre el mar entre las dos islas Lerinas. En el cielo no había ni una nube. Empezaba un esplendoroso día de primavera.
Richis, cuya habitación daba al oeste, se despertó a las siete. Por primera vez desde hacía meses había dormido a pierna suelta y, en contra de su costumbre, permaneció acostado un cuarto de hora más, se desperezó, suspiró de placer y escuchó los agradables rumores procedentes de la cocina. Cuando se levantó, abrió la ventana de par en par, contempló el espléndido día, aspiró el fresco y perfumado aire matutino y oyó el susurro del mar, su buen humor no conoció límites y, frunciendo los labios, silbó una alegre melodía.
Siguió silbando mientras se vestía y también cuando abandonó su dormitorio y, con pasos ágiles, cruzó el pasillo y se acercó a la puerta del aposento de su hija. Llamó. Llamó dos veces, muy flojo, para no asustarla. No recibió ninguna respuesta. Sonrió. Comprendía muy bien que todavía durmiera.
Metió con cuidado la llave en la cerradura y le dio la vuelta, despacio, muy despacio, decidido a no despertarla y casi anhelando encontrarla todavía dormida porque quería despertarla con besos una vez más, por última vez antes de entregarla a otro hombre.
Abrió la puerta, cruzó el umbral y la luz del sol le dio de pleno en la cara. El aposento parecía lleno de plata brillante, todo refulgía y el dolor le obligó a cerrar un momento los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, vio a Laure acostada en la cama, desnuda, muerta, calva y de una blancura deslumbrante. Era como en la pesadilla que había tenido la noche pasada en Grasse, que ya había olvidado y cuyo contenido le volvió ahora a la memoria como un relámpago. De repente todo era exactamente igual que en aquella pesadilla, sólo que muchísimo más claro.
La noticia del asesinato de Laure Richis se propagó con tanta rapidez por la región de Grasse como si hubiera estallado el grito de "El rey ha muerto. " o "Hay guerra. " o "Los piratas han desembarcado en la costa”. Y se desencadenó un pánico similar o todavía peor. De improviso reapareció el miedo cuidadosamente olvidado, virulento como en otoño, con todas sus manifestaciones secundarias: el pánico, la indignación, la cólera, las sospechas histéricas, la desesperación. La población permanecía de noche en sus casas, encerraba a sus hijas, vivía tras una barricada, desconfiaba de todos y ya no podía dormir. Todos pensaban que ocurriría lo mismo que entonces, que cada semana habría un asesinato. El tiempo parecía haber retrocedido medio año.
El miedo era aún más paralizante que hacía medio año, porque el súbito regreso del peligro que se creía conjurado hacía tiempo hizo cundir entre la gente un sentimiento de impotencia. Si incluso fracasaba el anatema del obispo. Si ni siquiera Antoine Richis, el hombre más rico de la ciudad, el Segundo Cónsul, un hombre poderoso y respetado que tenía a su alcance todos los medios de defensa, había podido proteger a su propia hija. Si la mano del asesino no se detenía ni ante la sagrada belleza de Laure… porque, de hecho, todos quienes la conocían la consideraban una santa y sobre todo ahora, que estaba muerta, ¿qué esperanza podía haber de burlar al asesino?
Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos, sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis, los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.
Otras cabezas más perspicaces, aduciendo que la iglesia ya había fracasado una vez, formaron grupos ocultos, ofrecieron mucho dinero a una bruja autorizada de Gourdon, se escondieron en una de las numerosas grutas de piedra caliza de la región de Grasse y celebraron misas negras para conquistar el favor de Satanás. Otros, distinguidos miembros de la alta burguesía y la nobleza educada, optaron por los más modernos métodos científicos, imantaron sus casas, hipnotizaron a sus hijas y organizaron círculos de silencio fluidal en sus salones con el fin de conseguir emisiones mentales colectivas que exorcizaran telepáticamente el espíritu del asesino. Las corporaciones organizaron una procesión de penitentes desde Grasse a La Napoule y viceversa. Los monjes de los cinco conventos de la ciudad oficiaban misas permanentes, y dirigían rogativas y letanías, de modo que pronto pudo oírse en todos los rincones de la ciudad un lamento ininterrumpido tanto de día como de noche. Apenas se trabajaba.
Así esperaba la población de Grasse, en febril inactividad, casi con impaciencia, el siguiente asesinato. Nadie dudaba de que se produciría y todos anhelaban en secreto conocer la espantosa noticia, en la única esperanza de que no les afectara a ellos, sino a los demás.
Las autoridades, por otra parte, tanto de la ciudad como rurales y provinciales, no se dejaron contagiar en esta ocasión por el histerismo de la población. Por primera vez desde la aparición del asesino de doncellas se organizó una serena y provechosa colaboración entre los gobernadores de Grasse, Draguignan y Tolón y entre prefecturas, policías, intendencias, parlamentos y la Marina.
El motivo de esta solidaridad de los poderosos fue por una parte el temor de una insurrección general y por otra el hecho de que desde el asesinato de Laure Richis se disponía de un punto de partida que permitía por primera vez una persecución sistemática del asesino. Este había sido visto. Al parecer se trataba de aquel misterioso oficial de curtidor que en la noche del asesinato había pernoctado en el establo de la posada de La Napoule y desaparecido al día siguiente sin dejar rastro. Según las declaraciones concordantes del posadero, del mozo de cuadra y de Richis, era un hombre de baja estatura y aspecto insignificante que llevaba una levita marrón y una mochila de lino grueso. Aunque en todo lo demás el recuerdo de los tres testigos era extrañamente vago y no sabían describir ni su rostro, ni el color de sus cabellos, ni su voz, el posadero insinuó que, aunque podía equivocarse, le había parecido observar en la postura y el modo de andar del forastero algo torpe, semejante a un cojeo, como si tuviera un defecto en la pierna o un pie deforme.
Con estos indicios, dos secciones montadas de la gendarmería emprendieron hacia las doce del mismo día del asesinato la persecución del asesino en dirección a Marsella, una por la costa y la otra por el camino del interior. Un grupo de voluntarios se encargó de rastrillar los alrededores de La Napoule. Dos comisarios de la audiencia provincial de Grasse viajaron a Niza para iniciar investigaciones sobre los oficiales de curtidor. En los puertos de Frèjus, Cannes y Antibes se controlaron todos los buques antes de que zarparan y en la frontera de Saboya se procedió a la identificación de todos los viajeros. Para aquellos que sabían leer, apareció una detallada descripción del criminal en todas las puertas de las ciudades de Grasse. Vence y Gourdony en las puertas de las iglesias de los pueblos, descripción que se pregonaba además tres veces al día. El detalle del pie deforme reforzó la opinión de que el asesino era el mismo diablo y contribuyó más a aumentar el pánico entre la población que a obtener pistas aprovechables.
Pero cuando el presidente del tribunal de justicia ofreció por encargo de Richis una recompensa de nada menos que doscientas libras a quien suministrara detalles que condujeran a la captura del autor de los hechos, las denuncias llevaron a la detención de varios oficiales de tenería en Grasse, Opio y Gourdon, entre los cuales uno tenía la desgracia de cojear. Ya se disponían a someterle a tortura, pese a la coartada defendida por varios testigos, cuando al décimo día después del asesinato, un miembro de la guardia municipal se presentó en la magistratura y declaró lo siguiente ante los jueces:
Hacia las doce de aquel día, mientras él, Gabriel Tagliasco, capitán de la guardia, prestaba servicio como de costumbre en la Porte du Cours, fue abordado por un individuo cuyo aspecto, como ahora sabía, coincidía bastante con la descripción publicada, que le preguntó con insistencia y maneras apremiantes qué camino habían tomado por la mañana el Segundo Cónsul y su caravana al abandonar la ciudad. Ni entonces ni después atribuyó importancia al hecho y tampoco se habría vuelto a acordar del individuo en cuestión -que era muy insignificante- si no le hubiera visto otra vez por casualidad la víspera y precisamente aquí en Grasse, en la Rue de la Louve, ante el taller del "maitre" Druot y madame Arnulfi, momento en que también le llamó la atención el claro cojeo del hombre cuando entró en el taller.
Una hora después detuvieron a Grenouille. El posadero y el mozo de La Napoule, que permanecían en Grasse para la identificación de los otros sospechosos, le reconocieron en seguida como el oficial de curtidor que había pernoctado en la posada: era él, no cabía duda, éste tenía que ser el asesino que buscaban.
Registraron el taller y registraron la cabaña del olivar que había detrás del convento de franciscanos. En un rincón, casi a la vista, encontraron el camisón cortado, el corpiño y los cabellos rojizos de Laure Richis. Y cuando cavaron en el suelo, encontraron las ropas y los cabellos de las otras veinticuatro muchachas. También hallaron la maza con que había golpeado a las víctimas y la mochila de lino. Los indicios eran abrumadores. Mandaron repicar las campanas. El presidente del tribunal anunció por bando y pregonero que el famoso asesino de doncellas a quien se buscaba desde hacía casi un año había sido finalmente apresado y estaba bajo estricta custodia.
Al principio la gente no creyó en el comunicado oficial. Lo consideraron un ardid de las autoridades para ocultar la propia incapacidad y tranquilizar los ánimos peligrosamente excitados. Aún recordaban demasiado bien el tiempo en que se afirmó que el asesino se había trasladado a Grenoble. Esta vez el miedo había hecho demasiada mella en las almas de los ciudadanos.
La opinión pública no cambió hasta el día siguiente, cuando las pruebas fueron públicamente exhibidas en la plaza de la iglesia, delante de la "Prèvotè"; era una visión terrible contemplar en hilera ante la catedral, en el lado noble de la plaza, las veinticinco túnicas con las veinticinco cabelleras, como espantapájaros montados en estacas.
Muchos centenares de personas desfilaron ante la macabra galería. Parientes de las víctimas prorrumpían en gritos al reconocer las ropas. El resto del gentío, en parte por afán sensacionalista y en parte para convencerse del todo, exigía ver al asesino. Las llamadas fueron pronto tan insistentes y la inquietud reinante en la pequeña y atestada plaza tan amenazadora, que el presidente resolvió hacer salir de su celda a Grenouille para presentarlo desde una ventana del primer piso de la "Prèvotè".
Cuando Grenouille se asomó a la ventana, el clamor cesó. De repente el silencio fue total, como al mediodía de un caluroso día de verano, cuando todos están en los campos o se cobijan a la sombra de las casas. No se oía ningún paso, ningún carraspeo, ninguna respiración. Durante varios minutos, la multitud fue sólo ojos y boca abierta. Nadie podía comprender que aquel hombre pequeño, frágil y encorvado de la ventana, aquel hombrecillo, aquel desgraciado, aquella insignificancia hubiera podido cometer más de dos docenas de asesinatos. Sencillamente, no parecía un criminal. Era cierto que nadie hubiese sabido decir "cómo" se imaginaba al asesino, a aquel demonio, pero todos estaban de acuerdo: así no. Y sin embargo… aunque el asesino no respondía en absoluto a la imagen que la gente se había hecho de él y, por lo tanto, su presentación con buena lógica habría tenido que ser poco convincente, la sola presencia de aquel hombre en la ventana y el hecho de que sólo él y ningún otro fuera presentado como el asesino, causó, paradójicamente, un efecto persuasivo. Todos pensaron: No puede ser verdad, sabiendo en el mismo instante que tenía que serlo.
Pero cuando la guardia se retiró con el hombrecillo hacia las sombras del interior de la sala, cuando ya no estaba, por lo tanto, ni presente ni visible y era sólo, aunque por una brevísima fracción de tiempo, un recuerdo, existiendo, casi podríamos decir, como un concepto en los cerebros de los hombres, como el concepto de un horrible asesino, entonces remitió el aturdimiento de la multitud para dar paso a una reacción natural: las bocas se cerraron y los millares de ojos volvieron a animarse. Y de pronto estalló un grito atronador de venganza y de cólera: "Entregádnoslo. " Y se dispusieron a asaltar la "Prèvotè" para estrangularlo con sus propias manos, para despedazarlo, para desmembrarlo. Los centinelas pudieron a duras penas atrancar la puerta y hacer retroceder a la multitud. Grenouille fue devuelto a su mazmorra a toda prisa. El presidente se acercó a la ventana y prometió una sentencia rápida y ejemplarmente severa. A pesar de ello, pasaron horas antes de que la muchedumbre se dispersara, y días, antes de que la ciudad se tranquilizara un poco.
Y en efecto, el proceso de Grenouille se desarrolló con la máxima rapidez, ya que no sólo eran las pruebas de una gran contundencia, sino que el propio acusado se confesó sin rodeos durante los interrogatorios autor de los asesinatos que se le imputaban.
Sólo cuando le preguntaron sobre sus motivos, no supo dar una respuesta satisfactoria. Sólo repetía una y otra vez que necesitaba a las muchachas y por eso las había matado. No respondía a la pregunta de por qué las necesitaba y para qué. Entonces le interrogaron en el potro del tormento, le colgaron cabeza abajo durante horas, le llenaron con siete pintas de agua, le aprisionaron los pies con tornillos a presión… todo sin el menor resultado. Parecía insensible al dolor físico, no exhalaba ningún grito y sólo repetía al ser preguntado: "Las necesitaba". Los jueces lo tomaron por un demente, interrumpieron las torturas y decidieron poner fin al procedimiento sin más interrogatorios.
La única demora que se produjo se debió a una discrepancia jurídica surgida con el magistrado de Draguignan, en cuyo prebostazgo se hallaba enclavado La Napoule, y con el parlamento de Aix, pues ambos querían que el proceso tuviera lugar ante sus tribunales. Pero el tribunal de Grasse no se dejó arrebatar el caso. Ellos habían detenido al autor de los hechos, la gran mayoría de asesinatos se habían perpetrado en su jurisdicción y si entregaban al asesino a otro tribunal el pueblo se les echaría encima. La sangre del culpable tenía que derramarse en Grasse.
El 15 de abril de 1766 se falló la sentencia, que fue leída al acusado en su celda:
"El oficial de perfumista Jean-Baptiste Grenouille -rezaba- será llevado dentro de cuarenta y ocho horas ante la Porte du Cours de esta ciudad donde, con la cara vuelta hacia el cielo y atado a una cruz de madera, se le administrarán en vida doce golpes con una barra de hierro que le descoyuntarán las articulaciones de brazos, piernas, caderas y hombros, tras lo cual se levantará la cruz, donde permanecerá hasta su muerte".
La habitual medida de gracia, que consistía en estrangular al delincuente después de los golpes por medio de un hilo, fue expresamente prohibida al verdugo, a pesar de que la agonía podía prolongarse durante días enteros. El cuerpo sería enterrado de noche en el desolladero, sin ninguna señal que marcara el lugar.
Grenouille escuchó la sentencia sin inmutarse. El alguacil le preguntó por su último deseo. "Nada", contestó Grenouille; tenía todo lo que necesitaba.
Entró en la celda un sacerdote para confesarle, pero salió al cabo de un cuarto de hora sin haberlo conseguido. El condenado, al oír la mención del nombre de Dios, le había mirado con una incomprensión tan absoluta como si oyera el nombre por primera vez y después se había echado en el catre y conciliado inmediatamente un sueño profundo. Cualquier palabra ulterior habría carecido de sentido.
En el transcurso de los dos días siguientes fueron muchos curiosos a ver de cerca al famoso asesino. Los centinelas les dejaban aproximarse a la mirilla de la puerta y pedían seis "sous" por cada mirada. Un grabador que deseaba hacer un bosquejo tuvo que pagar dos francos. Pero el modelo más bien le decepcionó. Con grilletes en manos y pies, estuvo todo el rato acostado en el catre, durmiendo. Tenía la cara vuelta hacia la pared y no reaccionaba a los golpes en la puerta ni a los gritos. La entrada en la celda estaba estrictamente prohibida a los visitantes y los centinelas no se atrevían a desobedecer esta orden, a pesar de las tentadoras ofertas. Se temía que el prisionero fuese asesinado a destiempo por un pariente de sus víctimas; por el mismo motivo no se le podía ofrecer comida, para no correr el riesgo de que fuese envenenado. Durante todo su cautiverio, Grenouille recibió los alimentos de la cocina de la servidumbre del palacio episcopal, que antes tenía que probar el director de la prisión. Por otra parte, los dos últimos días no comió nada, se limitó a dormir. De vez en cuando sonaban sus cadenas y, al acudir a toda prisa el centinela, le veía beber un sorbo de agua, volver a echarse y continuar durmiendo. Daba la impresión de ser un hombre tan cansado de la vida que ni siquiera deseaba vivir despierto las últimas horas de su existencia.
Entretanto se preparaba el Cours para la ejecución. Los carpinteros construyeron un cadalso de tres metros de anchura por tres de longitud y dos de altura, con una barandilla y una sólida escalera; en Grasse no se había visto nunca uno tan regio. Edificaron asimismo una tribuna de madera para los notables de la ciudad y una valla para contener a la plebe, que debía mantenerse a una distancia prudencial. Las ventanas de las casas que se encontraban a izquierda y derecha de la Porte du Cours, así como las del cuartel, se habían alquilado hacía tiempo a precios exorbitantes. Incluso en el hospital de la Charitè, que estaba un poco de costado, había conseguido el ayudante del verdugo desalojar a los enfermos de una sala y alquilarla con pingües beneficios a los curiosos. Los vendedores de limonada se aprovisionaron de agua de regaliz en grandes latas, el grabador en cobre imprimió centenares de ejemplares del bosquejo que había dibujado en la prisión y adornado con su fantasía, los vendedores ambulantes acudieron a docenas a la ciudad y los panaderos cocieron pastas conmemorativas.
El verdugo, monsieur Papon, que no había descoyuntado a ningún delincuente desde hacía años, se hizo forjar una pesada vara de hierro de forma cuadrada y fue con ella al matadero para practicar con las reses muertas. Sólo podía asestar doce golpes, con los que debía romper las doce articulaciones sin dañar las partes valiosas del cuerpo, como el pecho o la cabeza; una tarea difícil que requería mucho tino.
Los ciudadanos se preparaban para el acontecimiento como para una gran festividad. Se daba por descontado el hecho de que nadie trabajaría. Las mujeres se plancharon el vestido de las fiestas y los hombres desempolvaron sus levitas y se hicieron lustrar las botas. Quienes ostentaban un cargo militar o civil o eran maestros de gremio, abogados, notarios, directores de una hermandad o cualquier otra corporación importante, sacaron su uniforme o traje oficial, condecoraciones, fajines, cadenas y blancas pelucas empolvadas. Los creyentes pensaban reunirse, "post festum", en un oficio divino, los hijos de Satán en una burda misa negra de acción de gracias en honor de Lucifer, la nobleza culta en una sesión de magnetismo en las casas de Cabris, Villeneuves y Fontmichels. En las cocinas ya se horneaba y asaba, se subía vino de las bodegas y se compraban flores en el mercado y tanto organista como coro ensayaban en la catedral.
En casa de Richis, en la Rue Droite, reinaba el silencio. Richis había desdeñado cualquier preparativo para el "Día de la Liberación", como llamaba el pueblo al día de la ejecución del asesino. Todo aquello le repugnaba. Le había repugnado el temor súbito y renovado de la población, así como su febril alegría posterior. La plebe en sí le repugnaba. No había participado en la presentación del asesino y sus víctimas en la plaza de la catedral, ni asistido al proceso, ni desfilado con los curiosos, ávidos de sensaciones, ante la celda del condenado a muerte. Para la identificación de los cabellos y ropas de su hija había recibido en su casa al tribunal, pronunciado su declaración de manera concisa y breve y pedido que le dejaran las pruebas como reliquia, petición que fue atendida. Las llevó a la habitación de Laure, colocó el camisón cortado y el corpiño sobre su lecho, extendió los cabellos rojizos sobre la almohada, se sentó delante y no abandonó más el dormitorio, ni de noche ni de día, como si quisiera, con esta innecesaria guardia, reparar la que no hiciera la noche de La Napoule. Estaba tan lleno de repugnancia, de asco hacia el mundo y hacia sí mismo, que no podía llorar.
También el asesino le inspiraba repugnancia. No quería verle más como hombre, sólo como víctima que va a ser sacrificada. No quería verle hasta el día de la ejecución, cuando estuviera atado a la cruz y recibiera los doce golpes; entonces sí que quería verle, y bien de cerca, para lo cual ya había reservado un lugar en la primera fila. Y cuando el pueblo se hubiera dispersado al cabo de unas horas, subiría al cadalso, se sentaría delante de él y haría guardia noches y días enteros, los que hicieran falta, mirando a los ojos al asesino de su hija para que viera en ellos toda su repugnancia y para que esta repugnancia corroyera su agonía como un ácido cáustico hasta que reventara…
¿Después? ¿Qué haría después? No lo sabía. Quizá reanudaría su vida anterior, quizá se casaría, quizá engendraría un hijo, quizá no haría nada, quizá moriría. Sentía una indiferencia total. Pensar en ello se le antojaba tan insensato como pensar en lo que haría después de su propia muerte. Nada, claro. Nada que pudiera saber ahora.
La ejecución estaba fijada para las cinco de la tarde. Los primeros curiosos llegaron ya por la mañana y se aseguraron un lugar, llevando consigo sillas y taburetes, cojines, comida, vino y a sus hijos. Cuando la multitud empezó a acudir en masa desde todas las direcciones más o menos al mediodía, el Cours ya estaba tan atestado que los recién venidos tuvieron que acomodarse en los jardines y campos que formaban terrazas al otro lado de la plaza y en el camino de Grenoble. Los vendedores ya hacían un buen negocio, la gente comía y bebía, zumbaba y bullía como en un mercado. Pronto se congregó una muchedumbre de unos diez mil hombres, mujeres y niños, más que en la fiesta de la reina del jazmín, más que en la mayor de las procesiones, más que en cualquier otro acontecimiento celebrado en Grasse. Se habían encaramado hasta las laderas. Colgaban de los árboles, se acurrucaban sobre muros y tejados, se apiñaban en número de diez o de doce en las ventanas. Sólo en el centro del Cours, protegido por la barricada de la valla, como un recorte entre la masa de seres humanos, quedaba un espacio libre para la tribuna y el cadalso, que de repente parecía muy pequeño, como un juguete o el escenario de un teatro de títeres. Y se dejó libre una callejuela que iba desde la plaza de la ejecución a la Porte du Cours y se adentraba en la Rue Droite.
Poco después de las tres apareció monsieur Papon con sus ayudantes. Sonó una ovación. Subieron al cadalso el aspa hecha con maderos y la colocaron a la altura apropiada, apuntalándola con cuatro pesados potros de carpintero. Uno de los ayudantes la clavó. Cada movimiento de los ayudantes del verdugo y del carpintero era saludado por la multitud con un aplauso. Y cuando Papon reapareció con la barra de hierro, rodeó la cruz, midió sus pasos y asestó un golpe imaginario ya desde un lado, ya desde el otro, se oyó una explosión de auténtico júbilo.
A las cuatro empezó a llenarse la tribuna. Había mucha gente elegante a quien admirar, ricos caballeros con lacayos y finos modales, hermosas damas, grandes sombreros y centelleantes vestidos. Toda la nobleza de la ciudad y del campo estaba presente. Los miembros del concejo aparecieron en apretada comitiva, encabezados por los dos cónsules. Richis llevaba ropas negras, medias negras y sombrero negro. Detrás del concejo llegó el magistrado, precedido por el presidente del tribunal. El último en aparecer fue el obispo, en silla de manos descubierta, vestido de reluciente morado y tocado con una birreta verde.
Los que aún llevaban la cabeza cubierta, se quitaron la gorra. El ambiente adquirió solemnidad.
Después no sucedió nada durante unos diez minutos. Los notables de la ciudad habían ocupado sus puestos y el pueblo esperaba inmóvil; nadie comía, todos se mantenían a la espera. Papon y sus ayudantes permanecían en el escenario del cadalso como atornillados en sus puestos. El sol pendía grande y amarillo sobre el Este. Un viento templado soplaba de la cuenca de Grasse, trayendo consigo la fragancia de las flores de azahar. Hacía mucho calor y el silencio era casi irreal.
Por fin, cuando ya parecía que la tensión no podía prolongarse por más tiempo sin que estallara un grito multitudinario, un tumulto, un delirio colectivo o cualquier otro desorden, se oyó en el silencio el trote de unos caballos y un chirrido de ruedas.
Por la Rue Droite bajaba un carruaje cerrado tirado por dos caballos, el carruaje del teniente de policía. Pasó por delante de la puerta de la ciudad y apareció, visible ya para todo el mundo, en la callejuela que conducía a la plaza de la ejecución. El teniente de policía había insistido en esta clase de transporte, pues de otro modo no creía poder garantizar la seguridad del delincuente. No era en absoluto un transporte habitual. La prisión se hallaba apenas a cinco minutos de la plaza y cuando, por los motivos que fueran, un condenado no podía recorrer este corto trecho por su propio pie, se le llevaba en una carreta tirada por asnos. Nunca se había visto que un condenado fuera conducido a su propia ejecución en una carroza con cochero, lacayos de librea y séquito a caballo.
A pesar de esto, la multitud no se inquietó ni encolerizó, sino al contrario, se alegró de que sucediera algo y consideró la cuestión del carruaje como una ocurrencia divertida, del mismo modo que en el teatro siempre resulta grato que una pieza conocida sea presentada de una forma nueva y sorprendente. Muchos encontraron incluso que la escena era apropiada; un criminal tan terrible exigía un tratamiento fuera de lo corriente. No se le podía llevar a la plaza encadenado para descoyuntarlo y matarlo a golpes como a un ratero común. No habría habido nada sensacional en esto. En cambio, sacarle de la cómoda carroza para conducirle hasta la cruz sí que era un acto de crueldad muy original.
El carruaje se detuvo entre el cadalso y la tribuna. Los lacayos saltaron, abrieron la portezuela y bajaron el estribo. El teniente de policía se apeó, tras él lo hizo el oficial de la guardia y por último, Grenouille, vestido con levita azul, camisa blanca, medias de seda blancas y zapatos negros de hebilla. No iba esposado y nadie lo llevaba del brazo. Se apeó de la carroza como un hombre libre.
Y entonces ocurrió un milagro. O algo muy parecido a un milagro, o sea, algo igualmente incomprensible, increíble e inaudito que con posterioridad todos los testigos habrían calificado de milagro si hubieran llegado a hablar de ello alguna vez, lo cual no fue el caso, porque después todos se avergonzaron de haber participado en el acontecimiento.
Ocurrió que los diez mil seres humanos del Cours y las laderas circundantes se sintieron de improviso imbuidos de la más inquebrantable convicción de que el hombrecillo de la levita azul que acababa de apearse del carruaje "no podía ser un asesino". Y no es que dudaran de su identidad. Allí estaba el mismo hombre que habían visto hacía pocos días en la plaza de la iglesia, asomado a la ventana de la "Prèvatè", y a quien, si hubieran podido cogerlo, habrían linchado con el odio más enfurecido. El mismo que dos días antes había sido justamente condenado sobre la base de la más concluyente evidencia y de la propia confesión. El mismo cuya ejecución por parte del verdugo habían esperado todos con avidez un minuto antes. Era él, no cabía duda. Y sin embargo… no era él, no podía serlo, no podía ser un asesino. El hombre que estaba en el lugar de la ejecución era la inocencia en persona. En aquel momento lo supieron todos, desde el obispo hasta el vendedor de limonada, desde la marquesa hasta la pequeña lavandera, desde el presidente del tribunal hasta el golfillo callejero.
También Papon lo supo. Y sus puños, que aferraban la barra de hierro, temblaron. De repente sintió debilidad en sus fuertes brazos, flojedad en las rodillas y una angustia infantil en el corazón. No podría levantar aquella barra, jamás en toda su vida sería capaz de descargarla contra un hombrecillo inocente, oh, temía el momento en que lo subieran al cadalso.
Se estremeció. El fuerte, el grande Papon tuvo que apoyarse en su barra asesina para que las rodillas no se le doblaran de debilidad.
Lo mismo sucedió a los diez mil hombres, mujeres, niños y ancianos reunidos allí: se sintieron débiles como doncellas que ceden a la seducción de su amante. Les dominó una abrumadora sensación de afecto, de ternura, de absurdo cariño infantil y sí, Dios era testigo, de amor hacia aquel pequeño asesino y no podían ni querían hacer nada contra él. Era como un llanto contra el cual uno no puede defenderse, como un llanto contenido durante largo tiempo, que se abre paso desde el estómago y anula deforma maravillosa toda resistencia, diluyendo y lavando todo. La multitud ya era sólo líquida, se había diluido interiormente en su alma y en su espíritu, era sólo un líquido amorfo y únicamente sentía el latido incesante de su corazón; y todos y cada uno de ellos puso este corazón, para bien o para mal, en la mano del hombrecillo de la levita azul: lo amaban.
Grenouille permaneció varios minutos ante la portezuela abierta del carruaje, sin moverse. El lacayo que estaba a su lado se había puesto de hinojos y se fue inclinando cada vez más hasta adoptar la postura que en Oriente es preceptiva ante el sultán o ante Alá. E incluso en esta actitud temblaba y se balanceaba y hacía lo posible por inclinarse más, por tenderse de bruces en la tierra, por hundirse, por enterrarse en ella. Hasta el otro confín del mundo habría querido hundirse como prueba de sumisión. El oficial de la guardia y el teniente de policía, ambos hombres de impresionante físico, cuyo deber habría sido ahora acompañar al condenado al cadalso y entregarlo al verdugo, ya no eran capaces de ningún movimiento coordinado. Llorando, se quitaron las gorras, volvieron a ponérselas, las tiraron al suelo, cayeron el uno en brazos del otro, se desasieron, agitaron como locos los brazos en el aire, se retorcieron las manos, se estremecieron e hicieron muecas como aquejados del baile de san Vito.
Los notables de la ciudad, que se encontraban un poco más lejos, demostraron su emoción de modo apenas más discreto. Cada uno dio rienda suelta a los impulsos de su corazón. Había damas que al ver a Grenouille se llevaron los puños al regazo y suspiraron extasiadas; otras se desmayaron en silencio por el ardiente deseo que les inspiraba el maravilloso adolescente (porque como tal lo veían). Había caballeros que saltaron de su asiento, volvieron a sentarse y saltaron de nuevo, respirando con fuerza y apretando la empuñadura de su espada como si quisieran desenvainarla, y apenas iniciaban el ademán, volvían a guardarla con ruidoso rechinamiento de metales; otros dirigieron en silencio los ojos al cielo y juntaron las manos como si orasen; y monseñor, el obispo, como si tuviera náuseas, inclinó el torso y se golpeó la rodilla con la frente hasta que la birreta verde le resbaló de la cabeza; y no es que sintiera náuseas, sino que se entregó por primera vez en su vida a un éxtasis religioso, porque había ocurrido un milagro ante la vista de todos, el mismo Dios en persona había detenido los brazos del verdugo al dar apariencia de ángel a quien parecía un asesino a los ojos del mundo. Oh, que algo semejante ocurriera todavía en el siglo XVIII. Qué grande era el Señor. Y qué pequeño e insignificante él mismo, que había lanzado un anatema sin estar convencido, sólo para tranquilizar al pueblo. Oh, qué presunción, qué poca fe. Y ahora el Señor obraba un milagro. Oh, qué maravillosa humillación, qué dulce castigo, qué gracia, ser castigado así como obispo de Dios.
Mientras tanto, el pueblo del otro lado de la barricada se entregaba cada vez con más descaro a la inquietante borrachera de sentimientos ocasionada por la aparición de Grenouille. Los que al principio sólo habían experimentado compasión y ternura al verle, estaban ahora invadidos por un deseo sin límites, los que habían empezado admirando y deseando, se encontraban ahora en pleno éxtasis. Todos consideraban al hombre de la levita azul el ser más hermoso, atractivo y perfecto que podían imaginar: a las monjas les parecía el Salvador en persona; a los seguidores de Satanás, el deslumbrante Señor de las Tinieblas; a los cultos, el Ser Supremo; a la doncella, un príncipe de cuento de hadas; a los hombres, una imagen ideal de sí mismos. Y todos se sentían reconocidos y cautivados por él en su lugar más sensible; había acertado su centro erótico. Era como si aquel hombre poseyera diez mil manos invisibles y hubiera posado cada una de ellas en el sexo de las diez mil personas que le rodeaban y se lo estuviera acariciando exactamente del modo que cada uno de ellos, hombre o mujer, deseaba con mayor fuerza en sus fantasías más íntimas.
La consecuencia fue que la inminente ejecución de uno de los criminales más aborrecibles de su época se transformó en la mayor bacanal conocida en el mundo después del siglo segundo antes de la era cristiana: mujeres recatadas se rasgaban la blusa, descubrían sus pechos con gritos histéricos y se revolcaban por el suelo con las faldas arremangadas. Los hombres iban dando tropiezos, con los ojos desvariados, por el campo de carne ofrecida lascivamente, se sacaban de los pantalones con dedos temblorosos los miembros rígidos como una helada invisible, caían, gimiendo, en cualquier parte y copulaban en las posiciones y con las parejas más inverosímiles, anciano con doncella, jornalero con esposa de abogado, aprendiz con monja, jesuita con masona, todos revueltos y tal como venían. El aire estaba lleno del olor dulzón del sudor voluptuoso y resonaba con los gritos, gruñidos y gemidos de diez mil animales humanos. Era infernal.
Grenouille permanecía inmóvil y sonreía, y su sonrisa, para aquellos que la veían, era la más inocente, cariñosa, encantadora y a la vez seductora del mundo. Sin embargo, no era en realidad una sonrisa, sino una mueca horrible y cínica que torcía sus labios y reflejaba todo su triunfo y todo su desprecio. Él, Jean-Baptiste Grenouille, nacido sin olor en el lugar más nauseabundo de la tierra, en medio de basura, excrementos y putrefacción, criado sin amor, sobreviviendo sin el calor del alma humana y sólo por obstinación y la fuerza de la repugnancia, bajo, encorvado, cojo, feo, despreciado, un monstruo por dentro y por fuera… había conseguido ser estimado por el mundo. ¿Cómo, estimado? Amado. Venerado. Idolatrado. Había llevado a cabo la proeza de Prometeo. A fuerza de porfiar y con un refinamiento infinito, había conquistado la chispa divina que los demás recibían gratis en la cuna y que sólo a él le había sido negada. Más aún. La había prendido él mismo, sin ayuda, en su interior. Era aún más grande que Prometeo. Se había creado un aura propia, más deslumbrante y más efectiva que la poseída por cualquier otro hombre. Y no la debía a nadie -ni a un padre, ni a una madre y todavía menos a un Dios misericordioso-, sino sólo a sí mismo. De hecho, era su propio Dios y un Dios mucho más magnífico que aquel Dios que apestaba a incienso y se alojaba en las iglesias. Ante él estaba postrado un obispo auténtico que gimoteaba de placer. Los ricos y poderosos, los altivos caballeros y damas le admiraban boquiabiertos mientras el pueblo, entre el que se encontraban padre, madre, hermanos y hermanas de sus víctimas, hacían corro para venerarle y celebraban orgías en su nombre. A una señal suya, todos renegarían de su Dios y le adorarían a él, el Gran Grenouille.
Sí, "era" el Gran Grenouille. Ahora quedaba demostrado. Igual que en sus amadas fantasías, así era ahora en la realidad. En este momento estaba viviendo el mayor triunfo de su vida. Y tuvo una horrible sensación.
Tuvo una horrible sensación porque no podía disfrutar ni un segundo de aquel triunfo. En el instante en que se apeó del carruaje y puso los pies en la soleada plaza, llevando el perfume que inspira amor en los hombres, el perfume en cuya elaboración había trabajado dos años, el perfume por cuya posesión había suspirado toda su vida… en aquel instante en que vio y olió su irresistible efecto y la rapidez con que, al difundirse, atraía y apresaba a su alrededor a los seres humanos, en aquel instante volvió a invadirle la enorme repugnancia que le inspiraban los hombres y ésta le amargó el triunfo hasta tal extremo, que no sólo no sintió ninguna alegría, sino tampoco el menor rastro de satisfacción. Lo que siempre había anhelado, que los demás le amaran, le resultó insoportable en el momento de su triunfo, porque él no los amaba, los aborrecía. Y supo de repente que jamás encontraría satisfacción en el amor, sino en el odio, en odiar y ser odiado.
Sin embargo, el odio que sentía por los hombres no encontraba ningún eco en éstos. Cuanto más los aborrecía en este instante, tanto más le idolatraban ellos, porque lo único que percibían de él era su aura usurpada, su máscara fragante, su perfume robado, que de hecho servía para inspirar adoración.
Ahora, lo que más le gustaría sería eliminar de la faz de la tierra a estos hombres estúpidos, apestosos y erotizados, del mismo modo que una vez eliminara del paisaje de su negra alma los olores extraños. Y deseó que se dieran cuenta de lo mucho que los odiaba y que le odiaran a su vez para corresponder a este único sentimiento que él había experimentado en su vida y decidieran eliminarlo, como había sido su intención hasta ahora mismo. Quería expresarse por primera y última vez en su vida. Quería ser por una sola vez igual que los otros hombres y expresar lo que sentía: expresar su odio, así como ellos expresaban su amor y su absurda veneración. Quería, por una vez, por una sola vez, ser reconocido en su verdadera existencia y recibir de otro hombre una respuesta a su único sentimiento verdadero, el odio.
Pero no ocurrió nada parecido; no podía ser y hoy menos que nunca, porque iba disfrazado con el mejor perfume del mundo y bajo este disfraz no tenía rostro, nada aparte de su total ausencia de olor. Entonces, de repente, se encontró muy mal, porque sintió que las nieblas volvían a elevarse.
Como aquella vez en la caverna, en el sueño en el corazón de su fantasía, surgieron de improviso las nieblas, las espantosas nieblas de su propio olor, que no podía oler porque era inodoro. Y, como entonces, sintió un miedo y una angustia terribles y creyó que se ahogaba. Pero a diferencia de entonces, esto no era ningún sueño, ninguna pesadilla, sino la realidad desnuda. Y a diferencia de entonces, no estaba solo en una cueva, sino en una plaza en presencia de diez mil personas. Y a diferencia de entonces, aquí no le ayudaría ningún grito a despertarse y liberarse, aquí no le ayudaría ninguna huida hacia el mundo bueno, cálido y salvador. Porque esto, aquí y ahora, "era" el mundo y esto, aquí y ahora, era su sueño convertido en realidad. Y él mismo lo había querido así.
Las temibles nieblas asfixiantes continuaron elevándose del fango de su alma, mientras el pueblo gemía a su alrededor, presa de estremecimientos orgiásticos y orgásmicos. Un hombre se le acercaba corriendo desde las primeras filas de la tribuna de autoridades, después de saltar al suelo con tanta violencia que el sombrero negro se le cayó de la cabeza, y ahora cruzaba la plaza de la ejecución con los faldones de la levita negra ondeando tras él, como un cuervo o como un ángel vengador. Era Richis.
Me matará, pensó Grenouille. Es el único que no se deja engañar por mi
disfraz. No puede dejarse engañar. La fragancia de su hija se ha adherido a mí de un modo tan claro y revelador como la sangre. Tiene que reconocerme y matarme. Tiene que hacerlo.
Y abrió los brazos para recibir al ángel que se precipitaba hacia él. Ya creía sentir en el pecho la magnífica punzada de la espada o el puñal y cómo penetraba la hoja en su frío corazón, atravesando todo el blindaje del perfume y las nieblas asfixiantes… por fin, por fin algo en su corazón, algo que no fuera él mismo. Ya se sentía casi liberado.
Pero de repente Richis se apretó contra su pecho, no un ángel vengador, sino un Richis trastornado, sacudido por lastimeros sollozos, que le rodeó con sus brazos y se agarró fuertemente a él como si no hallara ningún otro apoyo en un océano de dicha. Ninguna puñalada liberadora, ningún acero en el corazón, ni siquiera una maldición o un grito de odio. En lugar de esto, la mejilla húmeda de lágrimas de Richis pegada contra la suya y unos labios trémulos que le susurraron:
– Perdóname, hijo mío, querido hijo mío, perdóname.
Entonces surgió de su interior algo blanco que le tapó los ojos y el mundo exterior se volvió negro como el carbón. Las nieblas prisioneras se licuaron, formando un líquido embravecido como leche hirviente y espumosa. Lo inundaron y, al no encontrar salida, ejercieron una presión insoportable contra las paredes interiores de su cuerpo. Quiso huir, huir como fuera, pero… ¿adónde…? Quería estallar, explotar, para no asfixiarse a sí mismo. Al final se desplomó y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí, estaba acostado en la cama de Laure Richis. Sus reliquias, ropas y cabellos, habían sido retirados. Sobre la mesilla de noche ardía una vela. A través de la ventana entornada, oyó la lejana algarabía de la ciudad jubilosa. Antoine Richis, sentado en un taburete junto a la cama, le velaba. Tenía la mano de Grenouille entre las suyas y se la acariciaba.
Aun antes de abrir los ojos, Grenouille revisó la atmósfera. En su interior había paz; nada bullía ni ejercía presión. En su alma volvía a reinar la acostumbrada noche fría que necesitaba para que su conciencia estuviera clara y tersa y pudiera asomarse hacia fuera: allí olió su perfume. Había cambiado. Las puntas se habían debilitado un poco, de ahí que la nota central de la fragancia de Laure dominara con magnificencia todavía mayor, como un fuego suave, oscuro y chispeante. Se sintió seguro. Sabía que aún sería inexpugnable durante horas. Abrió los ojos.
La mirada de Richis estaba fija en él, una mirada que expresaba una benevolencia infinita, ternura, emoción y la profundidad hueca e insulsa del amante.
Sonrió, apretó más la mano de Grenouille y dijo:
– Ahora todo irá bien. El magistrado ha anulado tu sentencia. Todos los testigos se han retractado. Eres libre. Puedes hacer lo que quieras. Pero yo quiero que te quedes conmigo. He perdido una hija y quiero ganarte como hijo. Te pareces a ella. Eres hermoso como ella, tus cabellos, tu boca, tu mano… Te he retenido la mano todo el tiempo y es como la de ella. Y cuando te miro a los ojos, me parece que la estoy viendo a ella. Eres su hermano y quiero que seas mi hijo, mi alegría, mi orgullo y mi heredero. ¿Viven todavía tus padres? Grenouille negó con la cabeza y el rostro de Richis enrojeció de felicidad.
– Entonces, ¿serás mi hijo? -tartamudeó, levantándose del taburete de un salto para sentarse en el borde del lecho y apretar también la otra mano de Grenouille-. ¿Lo serás? ¿Lo serás? ¿Me aceptas como padre? No digas nada. No hables. Aún estás muy débil para hablar. Asiente sólo con la cabeza. Grenouille asintió. La felicidad de Richis le brotó entonces como sudor rojo por todos los poros e, inclinándose sobre Grenouille, le besó en la boca.
– Duerme ahora, mi querido hijo. -exclamó al enderezarse-. Me quedaré a tu lado hasta que te duermas. Y después de contemplarle largo rato con una dicha muda, añadió: Me haces muy, muy feliz.
Grenouille curvó un poco las comisuras de los labios, como había visto hacer a los hombres cuando sonreían. Entonces cerró los ojos. Esperó un poco antes de respirar profunda y regularmente, como respira la gente dormida. Sentía en su rostro la mirada amorosa de Richis. En un momento dado, notó que Richis volvía a inclinarse para besarle de nuevo, pero se detuvo por temor a despertarle. Por fin apagó la vela de un soplo y salió de puntillas de la habitación.
Grenouille permaneció acostado hasta que no oyó ningún ruido ni en la casa ni en la ciudad. Cuando se levantó, ya amanecía. Se vistió, enfiló despacio el pasillo, bajó despacio las escaleras, cruzó el salón y salió a la terraza.
Desde allí se podían ver las murallas de la ciudad, la cuenca de Grasse y, con tiempo despejado, incluso el mar. Ahora flotaba sobre los campos una niebla fina, un vapor más bien, y las fragancias que llegaban de ellos, hierba, retama y rosas, eran como lavadas, limpias, simples, consoladoramente sencillas. Grenouille atravesó el jardín y escaló la muralla.
Arriba, en el Cours, tuvo que luchar otra vez para soportar los olores humanos antes de alcanzar el campo abierto. El lugar entero y las laderas parecían un enorme y desordenado campamento militar. Los borrachos yacían a miles, exhaustos tras el libertinaje de la fiesta nocturna, muchos desnudos y muchos medio cubiertos por ropas bajo las que se habían acurrucado como si se tratara de una manta. El aire apestaba a vino rancio, a aguardiente, a sudor y a orina, a excrementos de niño y a carne carbonizada. Aquí y allá humeaban aún los rescoldos de las hogueras donde habían asado la comida y en torno a las cuales habían bebido y bailado. Aquí y allí sonaba todavía entre los miles de ronquidos un balbuceo o una risa. Es posible que muchos aún estuvieran despiertos y siguieran bebiendo para nublar del todo los últimos rincones sobrios de su cerebro. Pero nadie vio a Grenouille, que sorteaba los cuerpos tendidos con cuidado y prisa al mismo tiempo, como si avanzara por un campo de lodo. Y si alguien le vio, no le reconoció. Ya no despedía ningún olor. El milagro se había terminado.
Cuando llegó al final del Cours, no tomó el camino de Grenoble ni el de Cabris, sino que fue a campo traviesa en dirección oeste, sin volverse a mirar ni una sola vez. Hacía rato que había desaparecido cuando salió el sol, grueso, amarillo y abrasador.
La población de Grasse se despertó con una espantosa resaca. Incluso aquellos que no habían bebido tenían la cabeza pesada y náuseas en el estómago y en el corazón. En el Cours, a plena luz del día, honestos campesinos buscaban las ropas de que se habían despojado en los excesos de la orgía, mujeres honradas buscaban a sus maridos e hijos, parejas que no se conocían entre sí se desasían con horror del abrazo más íntimo, amigos, vecinos, esposos se encontraban de improviso unos a otros en penosa y pública desnudez.
Muchos consideraron esta experiencia tan espantosa, tan inexplicable y tan incompatible con sus auténticas convicciones morales, que en el mismo momento de adquirir conciencia de ella la borraron de su memoria y después realmente ya no pudieron recordarla. Otros, que no dominaban con tanta perfección el aparato de sus percepciones, intentaron mirar hacia otro lado, no escuchar y no pensar, lo cual no resultaba nada sencillo, porque la vergüenza era demasiado general y evidente. Los que habían encontrado a sus familias y sus efectos personales, se marcharon de la manera más rápida y discreta posible. Hacia el mediodía, la plaza estaba desierta, como barrida por el viento.
Los ciudadanos que salieron de sus casas, lo hicieron al caer la tarde, para atender a los asuntos más urgentes. Se saludaron con prisas al encontrarse, y sólo hablaron de temas banales. Nadie pronunció una palabra sobre los sucesos de la víspera y la noche pasada. El desenfreno y el descaro del día anterior se había convertido en vergüenza. Y todos la sentían, porque todos eran culpables. Los habitantes de Grasse no habían estado nunca tan de acuerdo como en aquellos días. Vivían como entre algodones.
Muchos, sin embargo, por la índole de su profesión, tuvieron que ocuparse directamente de lo ocurrido. La continuidad de la vida pública, la inviolabilidad del derecho y el orden exigían medidas inmediatas. Por la tarde se reunió el concejo municipal. Los caballeros, entre ellos el Segundo Cónsul, se abrazaron en silencio, como si con este gesto conspiratorio quedara constituido un nuevo gremio. Decidieron por unanimidad, sin mencionar los hechos, ni siquiera el nombre de Grenouille, "ordenar el desmantelamiento inmediato de la tribuna y el cadalso del Cours y restablecer el orden en la plaza y los campos circundantes". Y acordaron desembolsar ciento sesenta libras para este fin.
A la misma hora celebró una sesión el tribunal de la "Prevotè". El magistrado acordó sin discusión considerar cerrado el "Caso G.", archivar las actas y abrir un nuevo proceso contra el asesino, hasta ahora desconocido, de veinticinco doncellas de la región de Grasse. El teniente de policía recibió orden de iniciar sin tardanza las investigaciones.
Al día siguiente ya lo encontraron. Basándose en sospechas bien fundadas, arrestaron a Dominique Druot, "maitre perfumeur" de la Rue de la Louve, en cuya cabaña se habían descubierto al fin y al cabo las ropas y cabelleras de todas las víctimas. El tribunal no se dejó engañar por sus protestas iniciales. Tras catorce horas de tortura lo confesó todo y pidió incluso una ejecución rápida, que se fijó para el día siguiente.
Se lo llevaron al alba, sin ninguna ceremonia, sin cadalso y sin tribunas, y lo colgaron sólo en presencia del verdugo, varios miembros del tribunal, un médico y un sacerdote. El cadáver, después de que la muerte se produjera y fuese constatada y certificada por el médico forense, fue enterrado sin pérdida de tiempo. Con esto se liquidó el caso.
De todos modos, la ciudad ya lo había olvidado y, por cierto, tan completamente, que los viajeros que en los días siguientes llegaron a Grasse y preguntaron de paso por el famoso asesino de doncellas, no encontraron ni a un hombre sensato que pudiera informarles al respecto. Sólo un par de locos de la Charitè, notorios casos de enajenación mental, chapurrearon algo sobre una gran fiesta en la Place du Cours a causa de la cual les habían obligado a desalojar su habitación.
Y la vida pronto se normalizó del todo. La gente trabajaba con laboriosidad, dormía bien, atendía a sus negocios y era recta y honrada. El agua brotaba como siempre de los numerosos manantiales y fuentes y arrastraba el fango por las calles. La ciudad volvió a ofrecer su aspecto sórdido y altivo en las laderas que dominaban la fértil cuenca. El sol calentaba. Pronto sería mayo. Ya se cosechaban las rosas.