Capítulo dieciocho


Al día siguiente a la tormenta que asoló la costa durante la larga noche del 23 de junio de 1943, Maximilian y Andrea Carver volvieron a la casa de la playa con la pequeña Irina, que ya estaba fuera de peligro, aunque tardaría unas semanas en recobrarse completamente. Los fuertes vientos que habían azotado el pueblo hasta poco antes del amanecer dejaron un rastro de árboles y postes eléctricos caídos, barcas arrastradas desde el mar hasta el paseo y ventanas rotas en buena parte de las fachadas del pueblo. Alicia y Max esperaban en silencio, sentados en el porche, y desde el instante en que Maximilian Carver descendió del coche que les había conducido desde la ciudad, pudo ver en sus rostros y en sus ropas raídas que algo terrible había sucedido.

Antes de que pudiese formular la primera pregunta, la mirada de Max le permitió comprender que las explicaciones, si alguna vez llegaban a producirse, tendrían que esperar para más adelante. Fuera lo que fuese que había acontecido, Maximilian Carver supo, del modo en que pocas veces en la vida se nos permite comprender sin necesidad de palabras o razones, que tras la mirada triste de sus dos hijos terminaba una etapa en sus vidas que nunca volvería.

Antes de entrar en la casa de la playa, Maximilian Carver miró en el pozo sin fondo de los ojos de Alicia, que contemplaba ausente la línea del horizonte como si esperase encontrar en ella la solución a todas las preguntas, preguntas que ni él ni nadie podrían ya contestar. De repente, y en silencio, se dio cuenta de que su hija había crecido y algún día, no muy lejano, emprendería un nuevo camino en busca de sus propias respuestas.


La estación del tren estaba sumida en la nube de vapor que exhalaba la máquina. Los últimos viajeros se apresuraban a subir a los vagones y a despedirse de los familiares y amigos que los habían acompañado hasta el andén. Max observó el viejo reloj que le había dado la bienvenida al pueblo y comprobó que, esta vez, sus agujas se habían parado para siempre. El mozo del tren se acercó a Max y a Víctor Kray, con la palma extendida y claras intenciones de conseguir una propina.

- Las maletas ya están en el tren señor.

El viejo farero le tendió unas monedas y el mozo se alejó, contándolas. Max y Víctor Kray intercambiaron una sonrisa, como si la anécdota les resultara divertida y aquélla no fuese más que una despedida rutinaria.

- Alicia no ha podido venir porque… -empezó Max.

- No es necesario. Lo entiendo -atajó el farero -. Despídeme de ella. Y cuídala.

- Lo haré respondió -Max.

El jefe de estación hizo sonar su silbato. El tren estaba a punto de partir.

- ¿No me va a decir dónde va? -preguntó Max, señalando al tren que esperaba en los raíles.

Víctor Kray sonrió y tendió su mano al muchacho.

- Vaya a donde vaya -respondió el anciano -, nunca podré alejarme de aquí.

El silbato sonó de nuevo. Tan sólo Víctor Kray restaba para subir al tren. El revisor esperaba al pie de la puerta del vagón.

- Tengo que irme, Max -dijo el anciano.

Max le abrazó con fuerza y el farero le rodeó con sus brazos.

- Por cierto, tengo algo para ti.

Max acepto una pequeña caja de manos del farero. Max la agitó suavemente; algo tintineaba en su interior.

- ¿No vas a abrirla? -preguntó el anciano.

- Cuando usted se haya ido -respondió Max.

El farero se encogió de hombros.

Víctor Kray se dirigió hacia el vagón y el revisor le tendió la mano para ayudarle a subir. Cuando el farero estaba en el último escalón Max corrió súbitamente hacia él.

- ¡Señor Kray! -exclamó Max.

El anciano se volvió a mirarle, con aire divertido.

- Me ha gustado conocerle, señor Kray -dijo Max.

Víctor Kray le sonrió por última vez y se golpeó el pecho suavemente con el índice.

- A mí también, Max -respondió -. A mí también.

Lentamente, el tren arrancó y su rastro de vapor se perdió en la distancia para siempre. Max permaneció en el andén hasta que ya se hizo imposible distinguir aquel punto en el horizonte. Sólo entonces abrió la caja que el anciano le había entregado y descubrió que contenía un manojo de llaves. Max sonrió. Eran las llaves del faro.


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