Capítulo seis


Poco después del amanecer, Alicia abrió los ojos y descubrió que tras el cristal de su ventana dos profundos ojos amarillos la miraban fijamente. Alicia se incorporó súbitamente y el gato de Irina, sin prisa, se retiró del alféizar de la ventana. Detestaba a aquel animal, su conducta altiva y aquel olor penetrante que le precedía y delataba su presencia antes de que entrase en una habitación. No era la primera vez que lo había sorprendido escrutándola furtivamente. Desde el momento en que Irina consiguió traer el odioso felino a la casa de la playa, Alicia había observado que a menudo el animal permanecía inmóvil durante minutos, vigilante, espiando los movimientos de algún miembro de la familia desde el umbral de una puerta o escondido en las sombras. Secretamente, Alicia acariciaba la idea de que algún perro callejero diera buena cuenta de él en alguno de sus paseos nocturnos.

En el exterior, el cielo estaba perdiendo el tinte púrpura que siempre acompañaba al alba y los primeros rayos de un intenso sol se perfilaban sobre el bosque que se extendía más allá del jardín de estatuas. Todavía faltaban por lo menos un par de horas para que el amigo de Max pasara a buscarles. Volvió a arroparse en la cama y, aunque sabía que no volvería a dormirse otra vez, cerró los ojos y escuchó el sonido distante del mar rompiendo en la playa. Una hora más tarde, Max golpeó suavemente en su puerta con los nudillos. Alicia bajó las escaleras de puntillas. Max y su amigo esperaban afuera, en el porche. Antes de salir se detuvo un segundo en el vestíbulo y pudo es cuchar las voces de los dos chicos charlando. Respiró hondo y abrió la puerta.

Max, apoyado en la baranda del porche, se volvió y sonrió. Junto a él había un chico de tez profundamente bronceada y cabello pajizo que le sacaba casi un palmo a Max.

- Éste es Roland -intervino Max -. Roland, mi hermana Alicia.

Roland asintió cordialmente y desvió la vista hacia las bicicletas, pero a Max no se le escapó el juego de miradas que en cuestión de décimas de segundo se había cruzado entre su amigo y Alicia. Sonrió para sus adentros y pensó que aquello iba a ser más divertido de lo que esperaba.

- ¿Cómo lo hacemos? -preguntó Alicia -. Sólo hay dos bicicletas.

- Yo creo que Roland puede llevarte en la suya -respondió Max -. ¿No, Roland?

Roland clavó la vista en el suelo.

- Sí, claro murmuró. Pero tú llevas el equipo.

Max sujetó el equipo de buceo que Roland había traído con un tensor en la plataforma que había tras el sillón de su bicicleta. Sabía que había otra bicicleta en el cobertizo del garaje, pero la idea de que Roland llevase a su hermana le divertía. Alicia se sentó sobre la barra de la bicicleta y se aferró al cuello de Roland. Bajo la piel curtida por el sol, Max advirtió que Roland luchaba inútilmente por no sonrojarse.

- Lista -dijo Alicia -. Espero no pesar demasiado.

- Andando -sentenció Max y empezó a pedalear por el camino de la playa seguido de Roland y Alicia.

Al poco, Roland le tomó la delantera y, una vez más, Max tuvo que apretar la marcha para no quedarse rezagado.

- ¿Vas bien? -preguntó Roland a Alicia.

Alicia asintió y contempló cómo la casa de la playa se iba perdiendo en la distancia.

La playa del extremo sur al otro lado del pueblo formaba una media luna extensa y desolada. No era una playa de arena, sino que estaba cubierta por pequeños guijarros pulidos por el mar y plagados de conchas y restos marinos que el oleaje y la marea dejaban secarse al sol. Tras la playa, ascendiendo casi en vertical, se levantaba una pared de acantilados escarpados en cuya cima, oscura y solitaria, se alzaba la torre del faro.

- Ése es el faro de mi abuelo -señaló Roland mientras dejaban las bicicletas junto a uno de los caminos que descendían entre las rocas hasta la playa.

- ¿Vivís los dos allí? -preguntó Alicia.

- Más o menos -respondió Roland -. Con el tiempo he construido una pequeña cabaña aquí abajo en la playa y se puede decir que casi es mi casa.

- ¿Tu propia cabaña? -inquirió Max, tratando de localizarla con la vista.

- Desde aquí no la verás -aclaró Roland -. En realidad era un viejo cobertizo de pescadores abandonado. La arreglé y ahora no está mal. Ya la veréis.

Roland los guió hasta la playa y una vez allí se quitó las sandalias. El Sol se alzaba en el cielo y el mar brillaba como una lámina de plata fundida. La playa estaba desierta y una brisa impregnada de salitre soplaba desde el océano.

- Vigilad con estas piedras. Yo estoy acostumbrado, pero es fácil caerse si no tienes práctica.

Alicia y su hermano siguieron a Roland a través de la playa hasta su cabaña. Se trataba de una pequeña cabina de madera pintada de azul y rojo. La cabaña tenía un pequeño porche y Max advirtió un farol oxidado que pendía de una cadena.

- Eso es del barco -explicó Roland -. He sacado un montón de cosas de allí abajo y las he traído a la cabaña. ¿Qué os parece?

- Es fantástica -exclamó Alicia -. ¿Duermes aquí?

- A veces, sobre todo en verano. En invierno, aparte del frío, no me gusta dejar solo al abuelo arriba.

Roland abrió la puerta de la cabaña y cedió el paso a Alicia y Max.

- Adelante. Bienvenidos a palacio.

El interior de la cabaña de Roland parecía uno de esos viejos bazares de antigüedades marineras. El botín que Roland había arrebatado durante años al mar relucía en la penumbra como un museo de misteriosos tesoros de leyenda.

- No son más que baratijas -dijo Roland -, pero las colecciono. A lo mejor hoy sacamos algo.

El resto de la cabaña se componía de un viejo armario, una mesa, unas cuantas sillas y un camastro sobre el que había unas estanterías con algunos libros y una lámpara de aceite.

- Me encantaría tener una casa como ésta -murmuró Max.

Roland sonrió, escéptico.

- Se aceptan ofertas -bromeó Roland, visiblemente orgulloso ante la impresión que su cabaña había despertado en sus amigos -. Bueno, ahora al agua.

Siguieron a Roland hasta la orilla de la playa y una vez allí Roland empezó a deshacer el fardo que contenía el equipo de buceo.

- El barco está a unos veinticinco o treinta metros de la orilla. Esta playa es más profunda de lo que parece; a los tres metros ya no se hace pie. El casco está a unos diez metros de profundidad -explicó Roland.

Alicia y Max se dirigieron una mirada que se explicaba por sí sola.

- Sí, la primera vez no es recomendable tratar de llegar abajo. A veces, cuando hay mar de fondo, se forman corrientes y puede ser peligroso. Una vez me llevé un susto de muerte.

Roland tendió unas gafas y unas aletas a Max.

- Bueno. Sólo hay equipo para dos. ¿Quién baja primero?

Alicia señaló a Max con el índice extendido.

- Gracias -susurró Max.

- No te preocupes, Max -le tranquilizó Roland -. Todo es empezar. La primera vez que bajé por poco me da algo. Había una morena enorme en una de las chimeneas.

- ¿Una qué? -saltó Max.

- Nada -repuso Roland.-Es una broma. No hay bichos allí abajo. Te lo prometo. Y es raro, porque normalmente los barcos hundidos son como un zoológico de peces. Pero éste no. No les gusta, supongo. Oye, ¿no te irá a coger el miedo ahora, verdad?

- ¿Miedo? -dijo Max.-¿Yo?

Aunque Max se estaba colocando las aletas, observó cómo Roland le hacía una cuidadosa radiografía a su hermana mientras se quitaba el vestido de algodón y se quedaba con su bañador blanco, el único que tenía. Alicia se adentró en el agua hasta que le cubrió las rodillas.

- Oye -le susurró -, es mi hermana, no un pastel. ¿De acuerdo?

Roland le dirigió una mirada de complicidad.

- Tú la has traído, no yo -respondió con una sonrisa gatuna.

- Al agua -cortó Max.-Te vendrá bien.

Alicia se volvió y los contempló ataviados como buzos con una mueca burlona.

- ¡Qué pintas! -se dijo sin poder reprimir la risa.

Max y Roland se miraron a través de las gafas de buceo.

- Una última cosa -apuntó Max -, yo nunca he hecho esto antes. Bucear, quiero decir. He nadado en piscinas, claro, pero no estoy seguro si sabré…

Roland puso los ojos en blanco.

- ¿Sabes respirar debajo en el agua? -pregunto.

- He dicho que no sabía bucear, no que fuese tonto -repuso Max.

- Si sabes respirar en el agua, sabes bucear -aclaró Roland.

- Id con cuidado -apuntó Alicia.-Oye, Max, ¿seguro que esto es una buena idea?

- No pasará nada -aseguró Roland, y se volvió a Max a la vez que le palmeaba el hombro -. Usted primero, Capitán Nemo.

Max se sumergió por primera vez en su vida bajo la superficie del mar y descubrió cómo se abría ante sus ojos atónitos un universo de luz y sombras que sobrepasaba cuanto había imaginado. Los haces del sol se filtraban en cortinas neblinosas de claridad que ondeaban lentamente y la superficie se había convertido ahora en un espejo opaco y danzante. Contuvo la respiración unos segundos más y volvió a emerger a por aire. Roland, a un par de metros de él, le vigilaba atentamente.

- ¿Todo bien? -preguntó.

Max asintió, entusiasmado.

- ¿Lo ves? Es fácil. Nada junto a mí -indicó Roland antes de sumergirse de nuevo.

Max dirigió una última mirada a la orilla y vio cómo Alicia le saludaba, sonriente. Le devolvió el saludo y se apresuró a nadar junto a su compañero, mar adentro. Roland le guió hasta un punto en el cual la playa parecía lejana, aunque Max sabía que apenas mediaba una treintena de metros hasta la orilla. A ras de mar, las distancias crecían. Roland le tocó el brazo y señaló hacia el fondo. Max tomó aire e introdujo la cabeza en el agua, ajustándose las gomas de las gafas de buceo. Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la débil penumbra submarina. Sólo entonces pudo admirar el espectáculo del casco hundido del barco, tumbado sobre el costado y envuelto en una mágica luz espectral. El buque debía de medir alrededor de cincuenta metros, quizá más, y tenía una profunda brecha abierta desde la proa hasta la sentina. La vía abierta sobre el casco parecía una herida negra y sin fondo inflingida por afiladas garras de piedra. Sobre la proa, bajo una capa cobriza de óxido y algas, se podía leer el nombre del barco, Orpheus.

El Orpheus tenía aspecto de haber sido en su día un viejo carguero, no un barco de pasajeros. El acero resquebrajado del buque estaba surcado de pequeñas algas pero, tal como Roland había dicho, no había un solo pez nadando sobre el casco. Los dos amigos lo recorrieron desde la superficie, deteniéndose cada seis o siete metros para contemplar con detalle los restos del naufragio. Roland había dicho que el barco se encontraba a unos diez metros de profundidad, pero, desde allí, a Max aquella distancia le parecía infinita. Se preguntó cómo se las había arreglado Roland para recuperar todos aquellos objetos que habían visto en su cabaña de la playa. Su amigo, como si hubiese leído sus pensamientos, le hizo una seña para que esperase en la superficie y se sumergió batiendo poderosamente las aletas. Max observó a Roland, que descendía hasta tocar el casco del Orpheus con la punta de sus dedos. Una vez allí, asiéndose cuidadosamente a los salientes del casco, fue reptando hasta la plata forma que en su día había sido el puente de mando. Desde su posición, Max podía distinguir todavía la rueda del timón y otros instrumentos en el interior. Roland nadó hasta la puerta del puente, que yacía abatida, y entró en el barco. Max sintió una punzada de inquietud al ver a su amigo desaparecer en el interior del buque hundido. No apartó los ojos de aquella compuerta mientras Roland nadaba por el interior del puente, preguntándose qué podría hacer si sucedía algo. A los pocos segundos, Roland emergió de nuevo del puente y ascendió rápidamente hacia él, dejando a su espalda una guirnalda de burbujas. Max sacó la cabeza a la superficie y respiró profundamente. El rostro de Roland apareció a un metro del suyo, con una sonrisa de oreja a oreja.

- ¡Sorpresa! -exclamó.

Max comprobó que sostenía algo en la mano.

- ¿Qué es eso? -inquirió Max, señalando el extraño objeto metálico que Roland había rescatado del puente.

- Un sextante.

Max enarcó las cejas. No tenía ni idea de lo que su amigo estaba diciendo.

- Un sextante es un cacharro que se usa para calcular la posición en el mar -explicó Roland, con la voz entrecortada después del esfuerzo de mantener la respiración durante casi un minuto -. Voy a volver a bajar. Aguántamelo.

Max empezó a articular una protesta, pero Roland se zambulló de nuevo sin darle apenas tiempo a abrir la boca. Inhaló profundamente y sumergió la cabeza de nuevo para seguir la inmersión de Roland. Esta vez, su compañero nadó a lo largo del casco hasta la popa del buque. Max aleteó siguiendo la trayectoria de Roland. Contempló a su amigo acercarse a un ojo de buey y tratar de mirar en el interior del barco. Max contuvo la respiración hasta que sintió que sus pulmones le ardían y soltó entonces todo el aire, listo para emerger de nuevo y respirar.

Sin embargo, en aquel último segundo, sus ojos descubrieron una visión que le dejó helado. A través de la tiniebla submarina, ondeaba una vieja bandera podrida y deshilachada prendida a un mástil en la popa del Orpheus. Max la observó detenidamente y reconoció el símbolo casi desvanecido que todavía podía distinguirse en ella: una estrella de seis puntas sobre un círculo. Max sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto aquella estrella antes, en la verja de lanzas del jardín de estatuas. El sextante de Roland se le escapó de entre los dedos y se hundió en la oscuridad. Presa de un temor indefinible, Max nadó atropelladamente hacia la orilla.

Media hora más tarde, sentados a la sombra del porche de la cabaña, Roland y Max contemplaban a Alicia mientras recogía viejas conchas entre las piedras de la orilla.

- ¿Estás seguro de haber visto ese símbolo antes, Max?

Max asintió.

- A veces, bajo el agua, las cosas parecen ser lo que no son -empezó Roland.

- Sé lo que vi -cortó Max -. ¿De acuerdo?

- De acuerdo -concedió Roland -. Viste un símbolo que según tú está también en esa especie de cementerio que hay detrás de vuestra casa. ¿Y qué?

Max se levantó y se encaró a su amigo.

- ¿Y qué? ¿Te vuelvo a repetir toda la historia?

Max había pasado los veinticinco últimos minutos explicándole a Roland todo cuanto había visto en el jardín de estatuas, incluida la película de Jacob Fleischmann.

- No hace falta -respondió secamente Roland.

- Entonces, ¿cómo es posible que no me creas? -espetó Max -. ¿Crees que me invento todo esto?

- No he dicho que no te crea, Max -dijo Roland sonriendo ligeramente a Alicia, que había vuelto de su paseo por la orilla con una pequeña bolsa llena de conchas -. ¿Ha habido suerte?

- Esta playa es un museo -respondió Alicia haciendo tintinear la bolsa con sus capturas.

Max, impaciente, puso los ojos en blanco.

- ¿Me crees entonces? -cortó, clavando sus ojos en Roland.

Su amigo le devolvió la mirada y permaneció en silencio unos segundos.

- Te creo, Max -murmuró desviando la vista hacia el horizonte, sin poder ocultar una sombra de tristeza en su rostro. Alicia advirtió el cambio en el semblante de Roland.

- Max dice que tu abuelo viajaba en ese barco la noche en que se hundió -dijo ella, colocando su mano sobre el hombro del muchacho -. ¿Es verdad?

Roland asintió vagamente.

- Fue el único superviviente -respondió.

- ¿Qué pasó? -preguntó Alicia -. Perdona. A lo mejor no quieres hablar de eso.

Roland negó y sonrió a los dos hermanos.

- No, no me importa -Max le miraba, expectante -.Y no es que no crea tu historia, Max. Lo que pasa es que no es la primera vez que alguien me habla de ese símbolo.

- ¿Quién más lo ha visto? -preguntó Max, boquiabierto -. ¿Quién te ha hablado de él?

Roland sonrió.

- Mi abuelo. Desde que era un niño -Roland señaló el interior de la cabaña -. Empieza a refrescar. Entremos; os explicaré la historia de ese barco.


Al principio Irina creyó estar escuchando la voz de su madre en el piso de abajo. Andrea Carver a menudo hablaba sola mientras deambulaba por la casa y a ningún miembro de la familia le sorprendía el hábito maternal de dar voz a sus pensamientos. Un segundo después, sin embargo, Irina vio a través de la ventana cómo su madre despedía a Maximilian Carver mientras el relojero se disponía a ir al pueblo acompañado por uno de los transportistas que les había ayudado a traer el equipaje desde la estación días atrás. Irina comprendió que, en aquel momento, estaba sola en la casa y que, por tanto, aquella voz que había creído oír debía de haber sido una ilusión. Hasta que volvió a oírla, esta vez en la misma habitación, como un susurro que atravesara las paredes. La voz parecía provenir del armario y sonaba como un murmullo lejano cuyas palabras era imposible distinguir. Por primera vez desde que habían llegado a la casa de la playa, Irina sintió miedo. Clavó los ojos en la oscura puerta cerrada del armario y comprobó que había una llave en la cerradura. Sin pensarlo un instante, corrió hacia el armario y giró atropelladamente la llave hasta que la puerta estuvo cerrada a cal y canto. Retrocedió un par de metros y respiró profundamente. Entonces escuchó aquel sonido de nuevo y comprendió que no era una voz, sino varias voces susurrando a un tiempo.

- ¿Irina? -llamó su madre desde el piso de abajo.

La voz cálida de Andrea Carver la rescató del trance en que estaba sumida. Una sensación de tranquilidad la envolvió.

- Irina, si estás arriba, baja a ayudarme un momento.

Nunca en meses había tenido Irina tantas ganas de ayudar a su madre, fuese cual fuera la tarea que la esperaba. Se dispuso a correr escaleras abajo cuando, tras sentir cómo una brisa helada le acariciaba el rostro y atravesaba repentinamente la estancia, la puerta de la habitación se cerró de golpe. Irina corrió hasta ella y forcejeó con el pomo, que parecía atascado. Mientras luchaba inútilmente por abrir aquella puerta, pudo escuchar a sus espaldas cómo la cerradura del armario giraba lentamente sobre sí misma y aquellas voces, que parecían provenir de lo más profundo de la casa, reían.


- Cuando era niño -explicó Roland -, mi abuelo me relató tantas veces esta historia que durante años he soñado con ella. Todo empezó cuando vine a vivir a este pueblo hace muchos años, después de perder a mis padres en un accidente de automóvil.

- Lo siento, Roland -interrumpió Alicia que intuía que, pese a la amable sonrisa de su amigo y a que parecía dispuesto a contarles la historia de su abuelo y del barco, remover aquellos recuerdos le resultaba más difícil de lo que quería mostrar.

- Yo era muy pequeño. Apenas les recuerdo -dijo Roland evitando la mirada de Alicia, a quien aquella pequeña mentira no podía engañar.

- ¿Qué sucedió entonces? -insistió Max. Alicia le fulminó con la mirada.

- El abuelo se hizo cargo de mí y me instalé con él en la casa del faro. Él era ingeniero y desde hacía años era el farero de este tramo de costa. El ayuntamiento le había concedido el puesto de por vida, después de que construyese prácticamente con sus manos ese faro en 1919. Es una historia curiosa, ya veréis. El 23 de junio de 1918 mi abuelo embarcó en el puerto de Southampton a bordo del Orpheus, pero de incógnito. El Orpheus no era un barco de pasajeros, sino un carguero de mala fama. Su capitán era un holandés borracho y corrupto hasta la médula que lo utilizaba como buque de alquiler al mejor postor. Sus clientes favoritos solían ser los contrabandistas que querían cruzar el Canal de la Mancha. El Orpheus tenía tal fama que incluso los destructores alemanes lo reconocían y, por piedad, no lo hundían cuando se tropezaban con él. De todas formas, hacia el final de la guerra, el negocio empezó a flojear y el holandés errante, como lo apodaba mi abuelo, tuvo que buscarse otros asuntos más turbios para pagar las deudas de juego que había acumulado en los últimos meses. Parece ser que, en una de sus noches de mala racha, que solían ser la mayoría, el capitán perdió hasta la camisa en una partida con un tal Mister Caín. Este Mister Caín era el dueño de un circo ambulante. Como pago, Mister Caín exigió al holandés que embarcase a toda la "troupe" del circo y les transportase de incógnito al otro lado del Canal. Pero el supuesto circo de Mister Caín escondía algo más que unas simples barracas de feria y les interesaba desaparecer cuanto antes y, por su puesto, ilegalmente. El holandés accedió. ¿Qué otro remedio le quedaba? O lo hacía o perdía directamente el barco.

- Un momento -interrumpió Max.-¿Qué tenía tu abuelo que ver con todo eso?

- A eso voy -continuó Roland -. Como he dicho, el tal Mister Caín, aunque ése no era su verdadero nombre, ocultaba muchas cosas. Mi abuelo le venía siguiendo el rastro desde hacía mucho tiempo. Tenían una cuenta pendiente y mi abuelo pensó que, si Mister Caín y sus secuaces cruzaban el canal, sus posibilidades de cazarlos se evaporarían para siempre.

- ¿Por eso embarcó en el Orpheus? -preguntó Max -. ¿Como un polizón?

Roland asintió.

- Hay algo que no entiendo -dijo Alicia -. ¿Por qué no avisó a la policía? Él era un ingeniero, no un gendarme. ¿Qué clase de cuenta tenía pendiente con ese Mister Caín?

- ¿Puedo acabar la historia? -preguntó Roland.

Max y su hermana asintieron a la vez.

- Bien. El caso es que embarcó -continuó Roland -. El Orpheus zarpó al mediodía y esperaba llegar a su destino en noche cerrada, pero las cosas se complicaron. Una tormenta se desencadenó pasada la medianoche y devolvió el barco hacia la costa. El Orpheus se estrelló contra las rocas del acantilado y se hundió en apenas unos minutos. Mi abuelo salvó la vida porque estaba oculto en un bote salvavidas. Los demás se ahogaron.

Max tragó saliva.

- ¿Quieres decir que los cuerpos aún están ahí abajo?

- No -respondió Roland -. Al amanecer del día siguiente, una niebla barrió la costa durante horas. Los pescadores locales encontraron a mi abuelo inconsciente en esta misma playa. Cuando se disipó la niebla, varios botes de pescadores rastrearon la zona del naufragio. Nunca encontraron ningún cuerpo.

- Pero, entonces… -interrumpió Max, en voz baja.

Con un gesto, Roland le indicó que le dejase continuar.

- Llevaron a mi abuelo al hospital del pueblo y estuvo delirando allí durante días. Cuando se recuperó, decidió que, en gratitud a cómo se le había tratado, construiría un faro en lo alto del acantilado para evitar que una tragedia como aquella volviera a repetirse. Con el tiempo, él mismo se convirtió en el guardián del faro.

Los tres amigos permanecieron en silencio por espacio de casi un minuto después de escuchar el relato de Roland. Finalmente, Roland intercambió una mirada con Alicia y después con Max.

- Roland -dijo Max, haciendo un esfuerzo por encontrar palabras que no hiriesen a su amigo -, hay algo en esa historia que no encaja. Creo que tu abuelo no te lo ha contado todo.

Roland permaneció callado unos segundos. Luego, con una débil sonrisa en los labios, miró a los dos hermanos y asintió varias veces, muy lentamente.

- Lo sé -murmuró -. Lo sé.


Irina sintió cómo sus manos se entumecían al intentar forzar el pomo de la puerta sin ningún resultado. Sin aliento, se volvió y se apretó con todas sus fuerzas contra la puerta de la habitación. No pudo evitar clavar sus ojos en la llave que giraba en la cerradura del armario. Finalmente, la llave detuvo su giro e, impulsada por dedos invisibles, cayó al suelo. Muy lentamente, la puerta del armario empezó a abrirse. Irina trató de gritar, pero sintió que le faltaba el aire para articular apenas un susurro. Desde la penumbra del armario, emergieron dos ojos brillantes y familiares. Irina suspiró. Era su gato. Era tan sólo su gato. Por un segundo había creído que el corazón se le iba a parar de puro pánico. Se arrodilló para aupar al felino y advirtió entonces que tras el gato, en el fondo del armario, había alguien más. El felino abrió sus fauces y emitió un silbido grave y estremecedor, como el de una serpiente, para después fundirse en la oscuridad con su amo. Una sonrisa de luz se encendió en la tiniebla y dos ojos brillantes como oro candente se posaron sobre los suyos mientras aquellas voces, al unísono, pronunciaron su nombre. Irina gritó con todas sus fuerzas y se lanzó contra la puerta, que cedió a su empuje haciéndola caer en el suelo del corredor. Sin recuperar el aliento, se abalanzó escaleras abajo, sintiendo el aliento frío de aquellas voces en la nuca.

En una fracción de segundo, Andrea Carver contempló paralizada a su hija Irina saltar desde lo alto de la escalera con el rostro encendido de pánico. Gritó su nombre, pero ya era demasiado tarde. La pequeña cayó rodando como un peso muerto hasta el último peldaño. Andrea Carver se lanzó a los pies de la niña y tomó la cabeza en sus brazos. Una lágrima de sangre le recorría la frente. Palpó su cuello y sintió un pulso débil. Luchando contra la histeria, Andrea Carver alzó el cuerpo de su hija y trató de pensar qué debía hacer en aquel momento. Mientras los peores cinco segundos de su vida desfilaban ante ella con infinita lentitud, Andrea Carver alzó la vista a lo alto de la escalera. Desde el último peldaño, el gato de Irina la escrutaba fijamente. Sostuvo la mirada cruel y burlona del animal durante una fracción de segundo y después, sintiendo el cuerpo de su hija latir en sus brazos, reaccionó y corrió al teléfono.


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