12. Andreas, de la casta de los poetas

Se me colocó una capucha y se me arrastró a través de las calles bajo el peso de mi yugo. Finalmente llegué a un edificio, donde debí bajar una larga rampa, seguida de largos pasillos húmedos. Cuando me quitaron la caperuza me encontré con el yugo encadenado al muro de una mazmorra.

El cuarto estaba alumbrado por una débil lámpara de aceite de tharlarión, sujeta en el muro cerca del techo. No sabía en absoluto a qué profundidad bajo tierra se hallaba la cueva. El suelo y las paredes eran de piedra oscura, enormes trozos de piedra, quizás de una tonelada cada uno. El cuarto era húmedo y sobre el suelo había algo de paja.

Apenas podía alcanzar un pequeño recipiente con agua. Un tazón con alimentos se encontraba cerca de mis pies.

Agotado, dolorido, me acosté sobre las piedras y dormí. No sé cuánto duró el sueño. Cuando me desperté me dolían todos los músculos del cuerpo, un dolor sordo y desgarrador. Intenté moverme y de inmediato mis heridas me torturaron.

A pesar del yugo luché por alcanzar una posición sentada, me crucé de piernas y sacudí la cabeza. En el tazón había media hogaza de pan. Con el yugo a cuestas no tenía posibilidad alguna de llegar hasta el pan. Podía arrastrarme sobre el vientre hasta el tazón y, si mi hambre empeoraba, no tendría más remedio que hacerlo, pero sólo el hecho de pensarlo me enfurecía. El yugo no solamente tenía como finalidad evitar la fuga de un prisionero, sino que debía degradarlo, rebajarlo como si fuera un animal.

—Déjame ayudarte —dijo una voz de mujer.

Me di la vuelta y la inercia del yugo casi me hizo perder el equilibrio. Dos pequeñas manos agarraron la plateada carga, lucharon un instante con ella y la colocaron en el lugar debido, de manera que yo recuperé mi equilibrio.

Miré a la muchacha. Podía no ser bonita, pero yo la encontré atractiva. Irradiaba un calor humano que no había esperado encontrar en Tharna. Sus ojos oscuros me miraban preocupados. Su cabello, de un color castaño rojizo, estaba atado por detrás de la cabeza.

Cuando advirtió mi mirada, bajó tímidamente los ojos. Llevaba un sencillo vestido color castaño, semejante a un poncho, que apenas llegaba hasta sus rodillas, ceñido a su cintura por una cadena.

—Sí —dijo avergonzada—. Llevo las ropas de una esclava.

—Eres hermosa —dije.

Me miró sobresaltada, pero agradecida.

Extendió la mano y tocó el yugo de plata que arrastraba:

—Son crueles —dijo.

Luego, silenciosamente, tomó el pan del tazón y lo levantó hasta mi boca. Mordí parte de él con voracidad y lo tragué.

Advertí un aro de metal gris alrededor de su cuello. Supuse que ello significaba que era una esclava estatal de Tharna.

Tomó la taza de agua. En primer lugar limpió la superficie para apartar la capa verde que la cubría y, en el hueco de sus manos, levantó el líquido fresco hasta mis labios resecos.

—Gracias —dije.

Ella sonrió. —No se agradece a una esclava.

—Yo pensé que en Tharna las mujeres eran libres y señalé su collar gris.

—No me quedaré aquí —dijo—. Me sacarán de la ciudad y me llevarán a las Grandes Granjas donde acarrearé agua para los esclavos del campo.

—¿Qué delito cometiste? —pregunté.

—Traicioné a Tharna —dijo.

—¿Estuviste involucrada en una conspiración contra el trono? —pregunté.

—No —dijo la muchacha—. Quise a un hombre.

Me quedé sin habla.

—En un tiempo llevaba máscara de plata, guerrero —dijo—. Ahora no soy más que una mujer degradada, pues me tomé la libertad de amar.

—Eso no es un delito —dije.

La muchacha rompió a reír regocijada. Me gusta escuchar esa música alegre que es la risa de una mujer, una risa que puede alegrar tanto a un hombre, que actúa sobre él como si fuera vino Ka-la-na.

De repente me pareció que ya no sentía el peso del yugo.

—Cuéntame de él —dije—, pero antes dime tu nombre.

—Soy Linna de Tharna —dijo—. Y tú ¿cómo te llamas?

—Tarl —respondí.

—¿De qué ciudad?

—De ninguna ciudad.

—¡Ah! —dijo la muchacha sonriendo. No preguntó más. Seguramente pensó que compartía la celda con un proscripto. Se sentó, apoyándose sobre sus talones y me miró alegremente.

—El ni siquiera pertenecía a esta ciudad —dijo.

Emití un silbido. Esto podía ser un asunto serio desde el punto de vista goreano.

—Y todavía algo peor —dijo riendo y batiendo palmas—. Pertenecía a la Casta de los Cantores.

Habría podido ser peor, pensé. Después de todo, aunque la Casta de los Cantores o Poetas no era una casta elevada, gozaba de mayor prestigio que, por ejemplo, la Casta de los Alfareros o Talabarteros, con las que a veces se la comparaba. En Gor, el cantor o poeta es considerado un artesano que hace coplas memorables, así como el alfarero o el talabartero pueden hacer un buen cántaro o una buena silla de montar. Ocupa su lugar en la estructura social, rememorando batallas y sucesos históricos, cantando a los héroes y a las ciudades, pero también se espera de él que cante a la vida, al amor y a la alegría, y no meramente a la gloria y a las armas; y es también su función la de recordar de tanto en tanto a los goreanos la soledad y la muerte, para que no olviden que son humanos.

Se consideraba que el cantor poseía una habilidad poco común, pero lo mismo se atribuía también al criador de tarns o al portador de leña. Los poetas de Gor, como sucede en mi planeta de origen, eran tratados con cierto escepticismo y se los consideraba algo tontos, pero a nadie se le ocurriría que podrían sufrir la locura divina o que podrían ser los receptáculos periódicos de la inspiración de los dioses. Los Reyes Sacerdotes, que hacían de divinidades en este rudo planeta, no inspiraban otra cosa que un temor reverente o temor a secas. Los hombres vivían en un estado de tregua con ellos, respetando sus leyes y festivales, ofreciéndoles las libaciones y sacrificios requeridos, pero al mismo tiempo, relegándolos al olvido dentro de lo posible. Si se le hubiera sugerido a un poeta que había sido inspirado por un rey sacerdote, el poeta se habría escandalizado.

—Yo, Fulano de tal ciudad, hice esta canción —diría—, y no un rey sacerdote.

A pesar de algunas excepciones, el poeta o cantor era querido en Gor. A los miembros de esta casta no se les había ocurrido que la miseria se la debían a su profesión y, por lo general, se los tenía por un grupo de gente alegre. “Un mendrugo de pan por una canción” solía ser la invitación goreana que se les hacía a los miembros de esta casta, y tal invitación podía provenir de los labios de un campesino o de un Ubar. El poeta se sentía muy orgulloso de poder cantar la misma canción en ambos lugares, tanto en la choza del campesino como en las grandes salas del Ubar, aunque sólo ganara unas migajas de pan en aquélla y un discotarn de oro en ésta, recompensas que muy frecuentemente gastaba con una bella mujer que finalmente no le dejaría otra cosa que sus canciones.

Para los poetas de Gor la vida no era fácil, pero nunca se morían de hambre, nunca estaban forzados a quemar las vestimentas de su casta. Algunos, incluso, habían cantado visitando una ciudad tras otra, y su pobreza los había protegido de los forajidos y su buena estrella de las fieras de Gor. Nueve ciudades se disputaban al hombre que, hacía muchos siglos, había llamado a Ko-ro-ba las Torres del Amanecer.

—No es tan mala la Casta de los Poetas —le dije a Linna.

—Por supuesto que no —respondió—. Pero en Tharna están proscriptos.

—Ah —dije.

—A pesar de ello —dijo y me miró regocijada—, este hombre, Andreas, vino ocultamente a nuestra ciudad, desde Tor, la Ciudad del Desierto, en busca de una canción, según decía —ella se rió—. Pero yo creo que en realidad deseaba mirar detrás de las máscaras de plata de nuestras mujeres.

Batió las palmas encantada.

—Y fui yo quien lo detuvo y lo inculpé —continuó—. Yo vi la lira bajo su túnica gris y reconocí en él a un cantor. Le seguí con mi máscara de plata y me cercioré de que había permanecido más de diez horas en la ciudad.

—¿Y eso qué significa? —pregunté, pues ya en otra oportunidad me había llamado la atención este comentario.

—Significa que se es bienvenido a Tharna —dijo la joven—. En otras palabras, que se es enviado a las Grandes Granjas para cultivar el suelo de Tharna como esclavo, encadenado hasta su muerte.

—¿Y por qué no se previene a los extranjeros acerca de esto, a su llegada a Tharna?

—¿No sería insensato? —preguntó la muchacha riendo—. ¿Cómo podríamos llenar de otro modo las filas de nuestros esclavos campesinos?

—Ya entiendo —dije. Comprendí por primera vez las causas de la hospitalidad de Tharna.

—Como mujer que llevaba máscara de plata —continuó la joven— era mi deber denunciarlo a las autoridades. Pero sentía curiosidad, pues nunca había conocido a un hombre que no fuese de Tharna. Lo seguí hasta que estuvimos solos, entonces lo inculpé y le informé sobre el destino que le esperaba.

—¿Y él qué hizo? —pregunté.

Bajó tímidamente la cabeza.

—Me arrancó la máscara de plata y me besó —dijo—. De modo que ni siquiera pude pedir socorro.

Le sonreí.

—Nunca había estado en los brazos de un hombre —dijo Linna—, pues a los hombres de Tharna no les está permitido tocarnos.

Debió advertir mi perplejidad.

—La Casta de los Médicos, bajo la dirección del Consejo Superior de Tharna, se ocupa de estos asuntos —me aclaró.

—Comprendo —dije.

—Y sin embargo —continuó— aunque yo había llevado la máscara de plata y me consideraba una mujer de Tharna, no me desagradó cuando me tomó entre sus brazos.

Me miró con cierta tristeza.

—Así fue como me di cuenta de que yo no era mejor que él, que no era superior a un animal, que sólo merecía la condición de esclava.

—¿De verdad piensas eso?

—Sí —respondió—, pero no me importa, pues prefiero llevar el traje de una esclava y haber sentido su beso, antes que vivir toda mi vida detrás de la máscara de plata.

Sus hombros comenzaron a sacudirse; habría deseado poder tomarla en mis brazos y consolarla.

—Soy un ser degradado —continuó—. Una traidora a los más elevados principios de Tharna.

—¿Qué fue del hombre? —pregunté.

—Lo oculté —dijo—, y logré sacarlo subrepticiamente de la ciudad.

Suspiró. —Me arrancó la promesa de seguirlo, pero sabía que no podría cumplirla.

—¿Y qué hiciste?

—Cuando él estuvo a salvo —dijo—, cumplí con mi deber. Comparecí ante el Consejo Superior de Tharna y lo confesé todo. Se decretó que yo debía perder la máscara de plata, vestir ropas de esclava y llevar el collar de hierro. Y después debía ser enviada a una de las Grandes Granjas para llevar el agua a los esclavos del campo.

Comenzó a llorar.

—No hubieras debido presentarte al Consejo Superior —dije.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Acaso yo no era culpable?

—Tú no eras culpable —respondí.

—¿Acaso el amor no es un delito? —preguntó.

—Sólo en Tharna —contesté.

—También tú eres extraño —dijo riendo—, como Andreas de Tor.

—¿Qué fue de Andreas? —pregunté—. Al no seguirlo tú ¿no vendrá a buscarte otra vez a la ciudad?

—No; él pensará que ya no lo quiero —bajó la cabeza—. Él seguirá su camino y buscará otra mujer que sea más dulce que una joven de Tharna.

—¿Crees eso de verdad?

—Sí —dijo y agregó—, y no volverá a la ciudad. Él sabe que lo prenderían y, a juzgar por su delito, posiblemente sería enviado a las minas —se estremeció—. Quizás, incluso, lo usarían en las Diversiones de Tharna.

—¿Entonces crees que él tiene miedo de volver a la ciudad? —pregunté.

—Sí, él no vendrá a la ciudad. No es tonto.

—¿Qué? —exclamó una alegre voz juvenil, afable e insolente—. ¿Qué podría saber una muchacha como tú acerca de los tontos, de la Casta de los Cantores, de nosotros los poetas?

Linna se puso de pie de un salto.

A través de la puerta del calabozo un hombre uncido a un yugo fue empujado hacia adelante por dos astas de lanza. Siguió tambaleándose a través de toda la mazmorra, hasta que chocó ruidosamente contra la pared. Luego logró hacer girar el yugo y deslizarse hasta conseguir sentarse.

Era un mozo desaliñado y robusto, de alegres ojos azules y una salvaje cabellera que me recordó la melena de un larl negro. Se sentó en la paja y nos miró con una sonrisa alegre y avergonzada. Estiró el cuello en el yugo y movió los dedos.

—Pues bien, Linna —dijo—, he venido a llevarte conmigo.

—¡Andreas! —exclamó Linna, y corrió a su encuentro.

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