7. Thorn, capitán de Tharna

Tres espadas se desenvainaron simultáneamente: la mía, la del oficial y la del guerrero que debía ser el primero en atacarme. El hombre colocado a la derecha no desenvainó la suya, sino que se proponía esperar hasta que el primer guerrero me hubiera atacado. Arremetería entonces desde un costado, con la lanza. El guerrero de la retaguardia alzó su lanza, lista para ser arrojada en caso que se presentara una ocasión favorable.

Entonces fui yo el primero en atacar.

Repentinamente me dirigí hacia el guerrero de mi derecha provisto de lanza y lo ataqué con la rapidez de un larl de las montañas; eludí el golpe torpe y sobresaltado de su lanza y mi espada se introdujo entre sus costillas. Retiré el arma y giré justo a tiempo de parar el ataque de su compañero. Nuestros aceros apenas se habían cruzado seis veces cuando éste yacía a mis pies también, y se retorcía en la hierba.

El oficial se acerco apresuradamente, pero luego se detuvo. Se sentía tan sorprendido como sus hombres. A pesar de que ellos eran cuatro y yo estaba solo, era quien les había impuesto la lucha. El oficial se había retrasado en una fracción de segundo. Ahora mi espada se encontraba entre nuestros cuerpos. El cuarto guerrero se había aproximado hasta una distancia de diez metros con la lanza en alto. A esa distancia difícilmente podría errar el blanco. Y aunque sólo diera en mi escudo, ya no podría utilizarlo, lo que significaría una ventaja para ellos. De todos modos, la situación era ahora más pareja.

—Ven Thorn de Tharna —dije y le hice señas—. Pongamos a prueba nuestra destreza con las armas.

Pero Thorn retrocedió, indicándole al otro guerrero que bajara su lanza. Se quitó el casco y se puso en cuclillas en la hierba, mientras que el otro guerrero se colocaba detrás de él.

Thorn, capitán de Tharna, me miró y yo respondí a su mirada.

De pronto sentía respeto por mí, lo que también lo volvía más peligroso. Había visto mi lucha rápida con sus guerreros y reflexionaba sobre si estaba ahora en condiciones de enfrentárseme. Intuí que sólo se prestaría al combate cuando se sintiera convencido de su triunfo, pero que, al menos por el momento, no se sentía muy seguro al respecto.

—Hablemos —dijo Thorn de Tharna.

Seguí su ejemplo y me puse en cuclillas.

—Hablemos —contesté.

Envainamos nuestras espadas.

Thorn era un hombre grande, de huesos anchos y poderoso, que ya tendía un poco a la obesidad. Su cara, de una tonalidad amarillenta, en algunas partes presentaba manchas purpúreas, pues había sufrido pequeños derrames debajo de la piel. No tenía barba, sino sólo un poco de vello a ambos lados del mentón. Su pelo era largo y, a la manera mongólica, estaba atado detrás de la cabeza formando un nudo. Sus ojos se parecían a los de un urt, un pequeño roedor cornudo que se encuentra en Gor. Eran oblicuos y daban la impresión de estar velados y enrojecidos, con huellas de largas noches de buena vida y disipación. Era evidente que Thorn, en contraposición con mi viejo enemigo Pa-Kur, no se hallaba por encima de los vicios de los sentidos, no era el hombre que con pureza fanática y devoción confiada se sacrificaba a sí mismo y a poblaciones enteras en aras de su ambición y poder. Thorn no tenía pasta para ser un Ubar; en todo caso sería un secuaz.

—Dame a mi hombre —dijo Thorn—, señalando a la figura que aún se movía en la hierba.

Llegué a la conclusión de que Thorn, aparte de todo lo que podía o no podía ser, era un buen oficial.

—Tómalo —dije.

El hombre que llevaba la lanza y se encontraba detrás de Thorn se colocó junto al herido y lo examinó. El otro guerrero estaba muerto sin lugar a dudas.

—Quizá se salve —dijo el hombre.

Thorn asintió con la cabeza:

—Entonces venda su herida.

Y se volvió nuevamente hacia mí.

—Aún no he renunciado a la mujer —dijo.

—No la tendrás.

—Si no es más que una mujer —dijo Thorn.

—Entonces renuncia a ella —respondí.

—Uno de mis hombres ha muerto —dijo Thorn—. Puedes quedarte con su parte en el precio de la venta.

—Eres generoso —comenté.

—¿Entonces estás de acuerdo?

—No.

—Creo que podremos matarte —dijo Thorn, arrancando una brizna de hierba y masticándola pensativamente, mientras me examinaba.

—Quizás —admití.

—Por otra parte no quisiera perder otro hombre.

—Entonces renuncia a la mujer.

Thorn me miró fijamente. Parecía perplejo.

—¿Quién eres? —preguntó.

Callé.

—Eres un proscripto —dijo—. Lo veo en el hecho de que no llevas insignias en tu escudo y tu túnica.

No encontré motivo alguno para cuestionar su opinión.

—Proscripto —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Tarl —respondí.

—¿De qué ciudad?

La pregunta era inevitable.

—De Ko-ro-ba.

Esta respuesta tuvo un efecto electrizante. La joven, de pie detrás de nosotros, ahogó un grito, Thorn y sus guerreros se levantaron de un salto. Desenvainé mi espada.

—Regresado de la Ciudad del Polvo —dijo Thorn impaciente—. ¡Has sido maldito por los Reyes Sacerdotes!

Miré a la muchacha.

—Tu nombre es el nombre más odiado en todo Gor —dijo con voz inexpresiva y eludió mi mirada.

De este modo permanecimos los cuatro en silencio. Parecía no transcurrir el tiempo. Sentía la hierba en los tobillos, las briznas, mojadas aún por el rocío matinal. Oí el canto de un pájaro en la distancia.

Thorn se encogió de hombros.

—Necesito tiempo para enterrar a mi hombre.

—Concedido.

En silencio, Thorn y el otro guerrero cavaron un estrecho foso y sepultaron a su compañero. Luego ataron los extremos de una manta a dos lanzas, y los sujetaron cuidadosamente. Colocaron al compañero herido sobre esa camilla improvisada.

Thorn miró a la muchacha, y observé con sorpresa que ella se le acercó y extendió sus muñecas, dejando que las esposas las aprisionaran.

—No tienes por qué ir con ellos —dije.

—No te traería alegría —respondió amargamente.

—Te daría la libertad.

—No acepto nada de Tarl de Ko-ro-ba.

Extendí la mano para tocarla, pero ella se estremeció y retrocedió.

Thorn se rió; pero con una risa sin alegría.

—Mejor irte a la Ciudad del Polvo que ser Tarl de Ko-ro-ba —dijo.

Miré a la muchacha, que después de tantos días de huida y sufrimientos era al fin una esclava, la esclava de Thorn, cuyas odiosas cadenas llevaba ahora, unas esposas magníficamente labradas, pintadas de variados colores, adornadas con joyas, pero de acero resistente como las cadenas de todos los esclavos. Las esposas de acero se destacaban frente a la pobreza de su tosca vestimenta de color castaño. Thorn tocó el vestido.

—Te quitaremos esto —dijo—. Una vez que estés bien preparada, vestirás sedas costosas, tendrás pañuelos de seda, sandalias, joyas y vestimentas de las que alegran el corazón de una muchacha.

—De una esclava —dijo.

Thorn le colocó el dedo debajo del mentón:

—Tienes un cuello hermoso —dijo.

Ella lo miró airadamente, intuyendo lo que se proponía decir.

—Que pronto llevará un collar —prosiguió Thorn.

—Un collar ¿de quién? —preguntó Vera con arrogancia.

Thorn la examinó cuidadosamente. La caza había valido la pena.

—El mío —dijo.

La muchacha casi se desmaya.

Yo apreté los puños.

—Pues bien, Tarl de Ko-ro-ba —dijo Thorn—, con esto finaliza nuestro encuentro. Yo me llevo a la muchacha y te dejo en manos de los Reyes Sacerdotes.

—Si te la llevas a Tharna —dije— la Tatrix la liberará.

—No la llevaré a Tharna, sino a mi casa de campo —dijo Thorn—, que se encuentra fuera de la ciudad —se rió de una manera desagradable—. Y allí, como corresponde a todo buen ciudadano de Tharna, la honraré para regocijo de mi corazón.

Sentí que mi mano se aferraba a la empuñadura de la espada.

—Cuidado, guerrero —dijo Thorn y volviéndose hacia la muchacha agregó—: ¿A quién perteneces?

—Pertenezco a Thorn, guerrero de Tharna —contestó.

Volví a envainar mi espada, aniquilado, impotente. Quizá lograría vencer a Thorn y a su guerrero y liberar a la joven. ¿Pero de qué serviría? ¿La dejaría a merced de las fieras de Gor o de otro traficante de esclavas? Nunca aceptaría mi protección, y hasta por su modo de actuar había demostrado que prefería a Thorn y una existencia de esclava, al favor de un hombre que se llamaba Tarl de Ko-ro-ba.

La miré. —¿Eres de Ko-ro-ba? —pregunté.

Se puso rígida y me examinó con ira.

—Lo era —dijo.

—Lo siento.

Me miró. Pude ver sus ojos empapados en lágrimas de odio.

—¿Cómo te has atrevido a sobrevivir a tu ciudad? —preguntó.

—¡Para vengarla! —respondí.

Me contempló largamente. Luego, cuando Thorn y el guerrero alzaron la camilla con su compañero herido para alejarse, dijo:

—Adiós, Tarl de Ko-ro-ba.

—Te deseo suerte, Vera de las Torres del Amanecer —respondí.

Se volvió apresuradamente y siguió a su amo. Yo permanecí solo en el campo.

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