No eran los muertos los que a Quirke le parecían extraños. Eran más bien los vivos. Cuando entró en el depósito de cadáveres bien pasada la medianoche y vio allí a Malachy Griffin, tuvo un escalofrío profético, un temblor que presagiara las complicaciones inminentes. Mal se encontraba en el despacho de Quirke, sentado ante su mesa. Quirke se detuvo en la sala de cadáveres, donde no estaba encendida la luz, entre las siluetas envueltas en mortajas, tendidas sobre las camillas, y lo miró por la puerta abierta. Estaba sentado de espaldas a la puerta, inclinado hacia delante con aire de gran concentración, con sus gafas de montura metálica; la luz del flexo le iluminaba la mitad izquierda de la cara, formándosele un resplandor rosa intenso en el pabellón auricular. Tenía un expediente abierto sobre la mesa, y escribía algo con peculiar falta de naturalidad. A Quirke esto le habría resultado aún más extraño si no hubiera estado borracho. La escena prendió un recuerdo de sus tiempos de estudiantes, una imagen sobrecogedoramente nítida, en la que Mal, igual de concentrado, aparecía sentado ante una mesa entre otros cincuenta estudiantes aplicados, en una gran sala en silencio, redactando con gestos laboriosos un examen, con un rayo de sol que entraba sesgado, por encima de él, desde una alta ventana. Un cuarto de siglo más tarde aún tenía la misma cabeza de foca, el lustroso cabello negro, peinado escrupulosamente.
Al percibir una presencia a sus espaldas, Mal volvió la cara y escrutó la penumbra de la sala de cadáveres. Quirke aguardó un momento antes de seguir, con paso inseguro, titubeante, hacia la luz de la puerta.
– Quirke -dijo Mal aliviado al reconocerlo, con un suspiro de exasperación-. Por Dios.
Mal vestía ropa de etiqueta, aunque se había desabotonado el cuello de la camisa blanca en un gesto nada característico de él, y se había desanudado la pajarita. Quirke, tentándose los bolsillos en busca de tabaco, lo contempló y reparó en el modo en que cubrió rápidamente el expediente para esconderlo con el antebrazo. Volvió a acordarse de cuando era estudiante.
– ¿Trabajas a estas horas? -dijo Quirke, y sonrió con malignidad. El alcohol le permitió suponer que había sido un detalle de ingenio.
– ¿Y tú qué estás haciendo aquí? -dijo Mal en voz demasiado alta, haciendo caso omiso de la pregunta. Se subió las gafas sobre el puente humedecido de la nariz con la yema del dedo corazón. Estaba nervioso.
Quirke señaló hacia el techo.
– Hay una fiesta -dijo-. Arriba.
Mal adoptó su expresión de médico especialista y frunció el ceño con ademán imperioso.
– ¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
– La de Brenda Ruttledge -dijo Quirke-. Una de las enfermeras. Su fiesta de despedida.
A Mal se le arrugó aún más el entrecejo.
– ¿Ruttledge?
Quirke de pronto se sintió invadido por el tedio. Preguntó a Mal si tenía un cigarrillo, pues no le pareció que a él le quedasen, pero Mal tampoco hizo caso de esta pregunta. Se puso en pie llevándose el expediente con gran agilidad, tratando de ocultarlo aún bajo el brazo. Aunque tuvo que forzar la vista, Quirke vio el nombre escrito en la cubierta con caligrafía grande: Christine Falls. La pluma de Mal estaba sobre la mesa, una Parker gruesa, negra, reluciente, con tajo de oro, sin duda, de veintidós quilates, e incluso alguno más si tal fuera posible. A Mal le gustaban los objetos caros, era una de sus contadas flaquezas.
– ¿Qué tal está Sarah? -preguntó Quirke. Se dejó caer con pesadez, hasta hallar con el hombro el apoyo de la jamba. Estaba aturdido, y todo cuanto veía parecía titilar y oscilar hacia la izquierda de golpe. Se encontraba en esa fase atribulada de la borrachera, sabedor de que no tenía nada que hacer hasta que empezaran a pasársele los efectos. Mal seguía de espaldas, colocando el expediente en uno de los cajones del alto archivador de metal grisáceo.
– Está bien -dijo Mal-. Estuvimos en una cena en los Caballeros. La mandé a casa en taxi.
– ¿En los Caballeros? -dijo Quirke, abriendo mucho los ojos enrojecidos.
Mal le devolvió una mirada impávida, con un destello en los cristales de las gafas.
– En St. Patrick. Como si no lo conocieras.
– Ah -dijo Quirke-. Ya -daba la impresión de que trataba de contener la risa-. De todos modos -dijo-, tú de mí no te preocupes. ¿Qué estabas haciendo tú aquí abajo, entre los difuntos?
Mal adoptó una curiosa manera de mirar con los ojos saltones, al tiempo que alzaba sinuosamente el cuerpo alargado, ñaco, como si atendiese a la flauta de un encantador de serpientes. Quirke se quedó pasmado, y no por vez primera, ante el lustre de su cabello, ante la lisura de la frente, ante el azul de acero impecable de sus ojos, tras los cristales blancuzcos de sus lentes.
– Tenía cosas que hacer -dijo Mal-. Una verificación.
– ¿De qué se trata?
Mal no respondió. Estudió a Quirke despacio y vio que estaba completamente borracho. Un frío destello de alivio asomó a sus ojos.
– Harías mejor si te fueses a casa -le dijo.
Quirke pensó en rebatirlo, pues el depósito de cadáveres era su territorio, pero de pronto perdió todo interés. Se encogió de hombros y, sin que Mal dejara de mirarlo, se dio la vuelta y salió entre las camillas en las que descansaban los cuerpos. A mitad de la sala tropezó y extendió la mano para no perder el equilibrio, pero tan sólo consiguió sujetarse a una mortaja, que se llevó con la mano en un destello de blancura susurrante. Le pasmó la frialdad viscosa del nailon; tenía un tacto humano, como si fuera una cogulla suelta y helada de piel exangüe. El cadáver era el de una mujer joven, delgada, rubia; había sido hermosa, pero la muerte le había robado los rasgos faciales, y, en ese momento, podría haber sido una estatua esculpida en jabón de sastre, primitiva y fofa. Algo, tal vez su instinto de patólogo, le dijo cuál iba a ser el nombre, y lo supo antes de ver la etiqueta atada al dedo gordo del pie. «Christine Falls -susurró para sí-. Christine cae… Y tanto que has caído: el apellido te sentaba como un guante». Mirándola más a fondo se fijó en que tenía las raíces del cabello oscuras en la línea de la frente y en las sienes: estaba muerta, y ni siquiera era rubia de verdad.
Despertó horas más tarde acurrucado, de costado, con una vaga pero acuciante sensación de desastre inminente. No guardaba memoria de haberse tendido allí, entre los cadáveres. Estaba helado hasta el tuétano de los huesos, y la corbata se le había torcido, de modo que le estaba estrangulando. Se incorporó, carraspeó. ¿Cuánto había bebido, primero en McGonagle y luego en la fiesta del piso de arriba? La puerta de su despacho estaba abierta. ¿Había soñado que allí estuvo Mal? Apoyó los pies en el suelo y se enderezó con cautela. Estaba ido, con la cabeza como vacía, igual que si se hubiera volado limpiamente la tapadera de los sesos. Alzó un brazo y saludó con gravedad a las camillas, al estilo de los antiguos romanos, para salir de la sala con paso acalambrado.
Las paredes del pasillo eran verde mate, y los cobertores de madera que ocultaban los radiadores llevaban muchas manos de pintura de color amarillo bilioso, brillante, glutinosa, más parecida a una papilla incrustada que a una pintura de verdad. Hizo una pausa al pie de la incongruente, amplia y grandiosa escalinata en curva -el edificio había sido en principio un club para los calaveras de la época de la Regencia-, y le sorprendió oír tenues ruidos de juerga que se filtraban desde el quinto piso. Puso el pie en un peldaño y la mano en la barandilla, pero volvió a detenerse. Estudiantes de Medicina, médicos recién titulados, residentes, enfermeras metidas hasta las cachas en la pomada: no, muchas gracias, con lo de antes ya me basta y me sobra; además, los más jóvenes ni siquiera habían visto su llegada con agrado. Siguió por el pasillo. Tuvo una premonición de la resaca que le estaba esperando, mazas y tenacillas prestas a triturarle. En el cuarto del portero de noche, a un lado del doble portón de la entrada principal, sonaba una radio a bajo volumen. Es pecado decir mentiras. Los Ink Spots. Quirke cantó la melodía para sí mismo. En fin, eso era muy cierto.
Cuando salió a los escalones se encontró al portero con su guardapolvos marrón, fumándose un cigarrillo y contemplando un desabrido amanecer más allá de la cúpula de Four Courts. El portero era un individuo menudo y atildado, con gafas y cabello polvorientos, y una nariz afilada cuya punta le temblaba a veces. Por la calle aún a oscuras pasó un coche salpicando.
– Buen día, portero -dijo Quirke.
El portero se rió.
– Ya sabe que no me llamo Portero, señor Quirke -dijo. Su modo de peinarse para atrás un mechón grueso de cabello castaño y seco le daba un aire de suposición permanente y contrariado. De ratoncillo quejumbroso, más que de hombre.
– Es cierto -dijo Quirke-. Usted es el portero pero no se llama Portero -más allá de Four Courts, un nubarrón azul oscuro con aspecto de traer feas intenciones había comenzado a avanzar despacio por el cielo, eclipsando la luz de un sol todavía invisible. Quirke se subió el cuello de la chaqueta, preguntándose vagamente qué habría sido de la gabardina que le parecía haber llevado puesta cuando empezó a darle al frasco muchas horas atrás. ¿Y qué fue de su pitillera?-. ¿Tiene un cigarrillo que pueda darme? -dijo.
El portero sacó una cajetilla.
– Pero no son más que Woodbines, señor Quirke.
Quirke tomó el cigarrillo y se inclinó sobre la llama protegida de su encendedor, saboreando a la vez el breve y flojo regusto a gasolina quemada. Levantó la mirada al cielo e inspiró hondo el humo acre. Qué deliciosa era la primera y abrasadora calada del día a pleno pulmón. La tapa del encendedor hizo un ruido metálico al cerrarla. Tuvo que toser, con un ruido de desgarro en la garganta.
– Joder, portero -dijo con voz estremecida-. ¿Cómo es capaz de fumar estas cosas? Cualquier día lo voy a ver ahí dentro, encima de una losa de mármol. Cuando lo raje de arriba abajo me voy a encontrar con unos pulmones como arenques ahumados.
El portero volvió a reír, con una risa forzada, sin resuello. Quirke bruscamente se alejó caminando. Al bajar las escaleras notó en los nervios de la espalda los ojos de pronto serios con que el tipo lo seguía muy atento. Lo que no llegó a sentir fue la otra mirada melancólica, pendiente de él desde una ventana iluminada cinco plantas más arriba, donde algunas siluetas vagas, festivas, seguían de trajín, bebiendo a pie firme.
Las cortinas calladas que formaba la lluvia de verano daban más grisura a los árboles de Merrion Square. Quirke avivó el paso pegado a la barandilla que cercaba el verdín, como si así pudiera resguardarse, con las solapas de la chaqueta sujetas contra el cuello. Aún era temprano para que aparecieran los funcionarios que trabajaban en los alrededores, y la ancha calzada estaba desierta, sin un solo coche a la vista; de no ser por la lluvia habría sido capaz de avistar sin estorbo todo el camino hasta la iglesia de St. Stephen Peppercanister, que vista desde esa distancia, al fondo de la amplia y deslustrada extensión de Upper Mount Street, siempre le parecía que estuviera un tanto escorada. Entre las chimeneas que se apiñaban en los tejados sólo de algunas salía el humo; el verano casi había terminado, el nuevo frescor del otoño se percibía en el aire. ¿Y quién habría encendido esas chimeneas tan temprano? Oteó las altas ventanas pensando en todas aquellas habitaciones aún en sombra, con personas dentro, despertando y bostezando, preparando el desayuno o bien dándose la vuelta para disfrutar de otra media hora en el grato, húmedo calorcillo de sus camas. Una vez, en otro amanecer de verano, yendo por la calle de modo parecido, había oído tenues gritos de éxtasis de una mujer, que llegaban desde una de aquellas ventanas como si aleteasen hasta la calle. Qué penetrante puñalada de compasión sintió entonces por sí mismo, caminando solo por la calle, antes de que cualquier otra persona hubiera dado comienzo al día; penetrante y dolorosa, pero también placentera, pues en secreto Quirke apreciaba la soledad como un tesoro, como un sello de cierta distinción.
En el portal de la casa flotaba el olor de siempre, que nunca acertaba a identificar, un olor tostado, a humo, un aliento llegado desde la infancia, si es que era la infancia el término idóneo para designar aquella primera década de penuria que él había soportado. Subió las escaleras con el paso de un hombre que asciende al cadalso, los zapatos empapados y rechinantes. Había llegado al primer piso cuando oyó que una puerta se abría en el rellano. Se detuvo y suspiró.
– Terrible escandalera la de anoche -gritó hacia lo alto el señor Poole con aire acusador-. No he pegado ojo.
Quirke se dio la vuelta. Poole estaba de perfil, apostado en la puerta entreabierta de su vivienda, ni dentro ni fuera, con su actitud de costumbre, una expresión a un tiempo truculenta y timorata. Era muy madrugador, en el supuesto de que alguna vez durmiese algo. Llevaba un jersey sin mangas y una pajarita, pantalón de mezclilla planchado con raya y unas babuchas grises. Parecía, según pensaba siempre Quirke, el padre de un piloto de aviación de los que tomaban parte en las películas sobre la batalla de Inglaterra, e incluso, aún mejor, el padre de la novia del piloto.
– Buen día, señor Poole -dijo Quirke con distante cortesía; a menudo, el vecino era fuente de un alivio pasajero, pero el humor de Quirke esa mañana no era el indicado.
En el ojo pálido, de gaviota, con que le miraba Poole, rebrilló un destello de venganza. Tenía una extraña forma de apretar de lado a lado la mandíbula inferior.
– Como lo oye, no hay señal de que la cosa mejore -dijo indignado. El resto de los pisos del inmueble, con la excepción del de Quirke, en la tercera planta, no estaban habitados, a pesar de lo cual Poole se quejaba con asiduidad de haber oído ruidos durante toda la noche-. Tremendo estrépito, a saber en qué andarán.
Quirke asintió.
– Terrible, sí. Yo he salido.
Poole miró al interior, a sus espaldas, y de nuevo miró a Quirke.
– Es la doña la que pone pegas, no yo -dijo, bajando la voz hasta no ser más que un susurro. Toda una novedad. La señora Poole, que rara vez se dejaba ver, era una persona diminuta, con ojos furtivos y asustados. Padecía, y Quirke lo sabía a ciencia cierta, una sordera profunda-. He expresado mis protestas. Espero que se tomen las medidas pertinentes, les dije.
– Bien hecho.
Poole entornó los ojos, receloso de la ironía.
– Veremos -dijo con tono de amenaza-. Ya veremos.
Quirke siguió subiendo las escaleras. Había llegado a la puerta de su piso antes de oír cómo Poole cerraba la suya.
Un aire frío le acogió con hostilidad en el cuarto de estar, donde la lluvia murmuraba contra las dos altas ventanas, reliquias de una época más próspera; sin que importase que el día fuese sombrío, siempre se llenaban de un silencio radiante, que a Quirke le resultaba misteriosamente descorazonados Abrió la tapa de una caja de plata que encontró en la repisa de la chimenea. Habitualmente la tenía llena de cigarrillos, pero esta vez estaba vacía. Hincó una rodilla en el suelo y no sin dificultad encendió la estufa de gas con la llamita de su mechero. Asqueado, reparó en su gabardina seca, arrojada sobre el respaldo de un sillón, donde había estado en todo momento. Se puso de pie demasiado deprisa y por un instante vio las estrellas. Cuando se le despejó la visión, se encontró frente a una fotografía con marco de carey que había en la repisa: Mal Griffin, Sarah, él mismo a los veinte años, y Delia, su futura esposa, riendo al apuntar con la raqueta hacia la cámara. Los cuatro llevaban calzado blanco para jugar al tenis y caminaban agarrados del brazo bajo el resplandor del sol. Con una leve sorpresa se dio cuenta de que no atinaba a recordar dónde se había tomado la fotografía. Supuso que en Boston, tuvo que ser Boston, aunque ¿habían jugado al tenis en Boston?
Se quitó el traje empapado, se puso un batín de andar por casa y se sentó descalzo ante la estufa de gas. Miró alrededor, la amplitud de la estancia, los altos techos, y sonrió sin alegría; sus libros, sus grabados, su alfombra turca: su vida. En las primeras estribaciones de la cordillera de los cuarenta, era una década más joven que el siglo. Los años cincuenta habían encerrado la promesa de una nueva época de prosperidad y felicidad para todos, pero no estaban siendo como se anunciara. Clavó la mirada en un modelo articulado, de madera, como los que empleaban los artistas; tendría más de un palmo de altura, y se encontraba sobre la mesita del teléfono, junto a la ventana, con las extremidades dispuestas en imitación de un salto. Apartó la mirada y frunció el ceño, pero con un suspiro de contrariedad se puso en pie y fue a modificar la postura de la figura para darle una actitud de abatimiento que concordase mejor con el humor desolado y negro de esa mañana, con su resaca en aumento. Volvió a sentarse en el sillón. Cesó la lluvia y se hizo el silencio, interrumpido sólo por el siseo sibilante de la llama de gas. Tenía los ojos escaldados, como si se los hubiera hervido; los cerró y se estremeció en el momento en que ambos párpados hicieron contacto, dándose el uno al otro, a lo largo del borde inflamado, un beso mínimo, horrible. Vio mentalmente, con toda claridad, el momento de la fotografía: la hierba, la luz del sol, los grandes árboles, el calor, los cuatro caminando al paso, jóvenes y esbeltos y sonrientes. ¿Dónde pudo ser? ¿Dónde? ¿Y quién estaba al otro lado de la cámara?
Pasaba de la hora del almuerzo cuando fue capaz de reunir la energía necesaria para ponerse en marcha e ir a trabajar. Al entrar en el departamento de Patología, Wilkins y Sinclair, sus ayudantes, intercambiaron una mirada inexpresiva.
– Buenos días, caballeros -dijo Quirke-. Buenas tardes, quiero decir.
Se volvió para colgar la gabardina y el sombrero, y Sinclair sonrió mirando a Wilkins, a la vez que se llevaba un vaso invisible a los labios e imitaba el gesto de dar un trago largo. Sinclair, un individuo picarón, con la nariz como una hoz y un cabello negro, rizado, brillante, que le caía sobre la frente, era el cómico del departamento. Quirke se sirvió un vaso de agua en uno de los fregaderos de acero que se alineaban a lo largo de la pared, tras la mesa de disección, para llevarlo con cautela, aunque no con buen pulso, a la mesa de su despacho. Estaba buscando el frasco de aspirinas en el cajón desordenado de la mesa, preguntándose como siempre cómo se podían haber acumulado allí dentro tantas cosas, cuando descubrió la pluma de Mal sobre el secante. No tenía el capuchón puesto, y en el tajo se veían manchitas de tinta seca. Era poco habitual que Mal se olvidara de su preciada pluma, y menos aún sin ponerle el capuchón. Quirke se quedó de pie con el ceño fruncido, avanzando a tientas entre la bruma del alcohol para remontarse al momento en que a primera hora del día había sorprendido a Mal allí mismo. La presencia de la pluma demostraba que no había sido un sueño, si bien algo no terminaba de encajar en la escena tal como él la recordaba; había algo aún más raro, recelaba, que el mero hecho de que Mal estuviera allí sentado, en su mesa, donde no tenía derecho a estar, durante la guardia nocturna.
Quirke se volvió y se dirigió a la sala de los cadáveres, hacia donde se encontraba la camilla de Christine Falls, y retiró la mortaja. Confió en que los dos ayudantes no se hubieran dado cuenta del respingo que dio al verse ante el cadáver de una anciana medio calva y bigotuda, cuyos párpados no estaban cerrados del todo, y los labios exangües y retirados en un rictus que dejaba al aire las puntas de unos dientes incongruentemente blancos, relucientes.
Regresó al despacho y tomó el expediente de Christine Falls del archivador antes de sentarse con él ante su mesa. El dolor de cabeza era en esos momentos muy intenso, un martilleo constante, difuso, en la base de la parte posterior del cráneo. Abrió el expediente. No reconoció la letra. No era ni la suya ni la de Sinclair ni la de Wilkins, y la firma era un garabato ilegible y pueril. La chica procedía del interior del país, de Wexford o Waterford, no pudo descifrarlo, pues la caligrafía era pésima. Había muerto por una embolia pulmonar; muy joven, pensó, para tener una embolia. Wilkins entró en el despacho tras él, haciendo rechinar las suelas de los zapatos. Era un protestante de orejas grandes y cabeza alargada, de unos treinta años, aunque tan desgarbado como un adolescente. Gastaba una cortesía infalible, excesiva, insufrible.
– Han traído esto para usted, señor Quirke -dijo, y dejó la pitillera de Quirke ante él, sobre la mesa. Tosió ligeramente-. La tenía una de las enfermeras.
– Ah -dijo Quirke-. Ya -los dos miraron impávidos la delgada caja de plata, como si contasen con que se moviera por sí sola. Quirke carraspeó-. ¿Qué enfermera?
– Ruttledge.
– Entiendo -el silencio parecía exigencia de una explicación-. Ayer noche hubo una fiesta allá arriba. Debí de olvidármela -tomó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió-. Esta chica -dijo con voz enérgica, levantando el expediente-, esta mujer, la tal Christine Falls, ¿qué ha sido de ella?
– ¿Cómo dice que se llama, señor Quirke?
– Falls. Christine. Tuvo que llegar anoche en algún momento, y ahora no está. ¿Qué ha sido de ella?
– No lo sé, señor Quirke.
Quirke suspiró ante el expediente abierto. Ojalá, se dijo, no insistiera Wilkins en dirigirse a él llamándolo por su apellido de esa forma tan rastreramente obsequiosa siempre que le era requerido tomar la palabra.
– El impreso de salida, ¿dónde está?
Wilkins salió a la sala de cadáveres. Quirke rebuscó en el cajón, y esta vez sí encontró el frasco de las aspirinas. Quedaba una.
– Aquí lo tiene, señor Quirke.
Wilkins dejó la fina hoja de papel rosa sobre la mesa. La firma ilegible que vio Quirke en ella resultaba más o menos igual que la del expediente. En ese momento comprendió de pronto qué era lo realmente extraño en la pose de Mal, la noche anterior, en su mesa: aunque Mal era diestro, lo vio escribir con la zurda.
El señor Malachy Griffin pasaba la habitual visita vespertina en la sala de obstetricia. Con su traje de mil rayas y chaleco, con su pajarita roja, iba de ronda por las sucesivas salas del hospital, la espalda demasiado erguida, rígida, la cabeza estrecha y el mentón bien alto, con un grupo de aplicados estudiantes pegados a los talones. En el umbral de cada una de las salas hacía una parada teatral, sólo un segundo, y se anunciaba: «Buenas tardes, señoras, ¿qué tal estamos hoy?». Acto seguido miraba en derredor con una sonrisa amplia, luminosa, levemente desesperada. Las mujeres panzudas, aletargadas en sus camas, se desperezaban con timidez, a la expectativa, enderezándose el cuello del camisón, retocándose el peinado, guardando con prisas bajo la almohada las polveras y los espejitos que habían sacado del neceser adelantándose a su visita. Era el ginecólogo más solicitado de toda la ciudad. Había en él cierta indecisión que, a pesar de la gran reputación que le precedía, resultaba atractiva para todas aquellas futuras madres. En las horas de visita, los maridos suspiraban cuando sus esposas comenzaban a hablar del señor Griffin; muchos varones nacidos allí, en el Hospital de la Sagrada Familia, se vieron obligados a aventurarse en la carrera de obstáculos de la vida tocados por lo que para Quirke era un inconveniente de peso, el infortunio de tener que atender por el nombre de Malachy.
– Bien, señoras, son ustedes excelentes, ¡excelentes todas ustedes!
Quirke aguardó al fondo del pasillo, contemplando la escena entre divertido y agriado: Mal llevaba a cabo su suntuoso desfile por sus dominios. Quirke husmeó el aire. Era extraño estar allí, donde olía a vivos, e incluso a recién nacidos. Mal, al salir de la última de las salas, lo vio y frunció el ceño.
– ¿Tienes un momento? -dijo Quirke.
– Ya ves que estoy de visita.
– Sólo será un momento.
Mal suspiró e indicó a sus alumnos que siguieran. Se alejaron unos pasos antes de detenerse con las manos en los bolsillos de las batas blancas, más de uno conteniendo a duras penas la sonrisa de suficiencia: el amor que no se echó a perder entre Quirke y el señor Griffin era de sobra conocido.
Quirke tendió la pluma a Mal.
– Se te ha olvidado esto.
– ¿De veras? -dijo Mal en tono neutro-. Pues gracias.
Se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta; qué juiciosamente, pensó Quirke, era capaz de realizar Mal hasta los actos más intrascendentes, y con qué sopesada intención abordaba hasta las menores nimiedades de la vida.
– Esa chica, Christine Falls… -dijo Quirke.
Mal parpadeó y miró en dirección a los estudiantes que le esperaban antes de volverse hacia Quirke subiéndose las gafas por el puente de la nariz.
– ¿Sí? -repuso.
– He leído el expediente, el que ayer dejaste hecho. ¿Algún problema?
Mal se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar. Era otro de sus gestos, siempre lo había hecho, desde que era niño, junto con el de empujarse las gafas por el puente de la nariz, el temblorcillo en las aletas nasales o la ruidosa manera en que se sacaba las mentiras de los nudillos. Era, reflexionó Quirke, una viva caricatura de sí mismo.
– Quise verificar algunos detalles del caso -dijo, tratando de resultar espontáneo.
Quirke enarcó las cejas exageradamente.
– ¿Del caso?
Mal se encogió de hombros con impaciencia:
– ¿Qué es lo que tanto te interesa?
– Bueno, para empezar ya no está. Su cadáver estaba…
– Yo de eso no sé nada. Mira, Quirke, tengo una tarde muy ocupada. ¿Te importa si…?
Hizo ademán de marcharse, pero Quirke lo había sujetado por el brazo.
– Yo soy el responsable del departamento, Mal. No se te ocurra entrometerte, ¿entendido?
Lo soltó y Mal se dio la vuelta sin alterar el semblante. Se alejó. Quirke lo vio apretar el paso, llevándose a los estudiantes tras su estela como si fuesen las crías de un ganso. Quirke se volvió deprisa y bajó por la escalinata absurdamente grandiosa para llegar a su despacho en el sótano, donde tuvo conciencia de la mirada especulativa con que lo recibió Sinclair, sentándose entonces ante su mesa para abrir de nuevo el expediente de Christine Falls. Al hacerlo sonó el teléfono, acomodado como un sapo al alcance de su mano, y se sobresaltó con el timbrazo imperioso, cosa que nunca dejaba de sucederle. Cuando oyó la voz que le llegaba por el hilo se suavizaron sus rasgos faciales. Escuchó un momento.
– ¿A las cinco y media? -dijo, y colgó.
El aire verduzco de la tarde era de una suave calidez. Se encontraba en una acera ancha, bajo los árboles, terminando de fumarse un cigarrillo y mirando al otro lado de la calle, hacia la chica que esperaba en las escaleras de entrada del Hotel Shelbourne. Llevaba un vestido de verano, blanco, con lunares rojos, y un sombrerito garboso y adornado con una pluma. Había vuelto la cara a la derecha, escrutando la esquina de Kildare Street. Una racha de brisa hizo ondear el dobladillo del vestido. A él le gustó su manera de esperar, alerta, dueña de sí misma, la cabeza y los hombros echados para atrás, los pies calzados con unos zapatos finos, colocados el uno junto al otro, las manos en la cintura, sujetando el bolso y los guantes. Le recordó mucho a Delia. Pasó un carromato verde oliva del que tiraba un Clydesdale de color achocolatado. Quirke alzó la cabeza y aspiró los olores de finales del verano: el polvo, el caballo, el follaje, el humo de los motores diésel y, tal vez, también, echándole imaginación, un atisbo del perfume que llevara la muchacha.
Cruzó la calle esquivando un autobús de dos pisos, verde, que le avisó con un sonoro bocinazo. La muchacha volvió la cabeza y lo observó acercarse sin cambiar de expresión, caminando sobre las manchas de sol y sombra que moteaban la calle, la gabardina al brazo y una mano rígidamente introducida en el bolsillo de su chaqueta cruzada, con el sombrero castaño peligrosamente inclinado. Se fijó en su gesto de concentración, el modo en que parecía tener dificultades para caminar con unos pies tan pequeños. Bajó las escaleras para recibirlo.
– ¿Tienes por costumbre espiar así a las chicas? -le dijo.
Quirke se detuvo ante ella, con un pie en el bordillo de la acera.
– ¿Así? -preguntó.
– Como si fueras un gánster que piensa en robar un banco.
– Eso depende de la chica. ¿Tú tienes algo que valga la pena robar?
– Eso depende de lo que tú estés buscando.
Callaron un momento, mirándose el uno al otro, y la chica sonrió.
– Hola, tío -le dijo.
– Hola, Phoebe. ¿Qué es lo que pasa?
Ella se encogió de hombros con una mueca.
– ¿Pasar? Más bien será qué es lo que no pasa, digo yo…
Se sentaron en el vestíbulo del hotel, en sendos sillones sobredorados, y tomaron té y un plato de pequeños sándwiches y unos pastelillos que servían en un puesto de repostería en estantes sucesivos. El salón, de altos y adornados techos, estaba especialmente ruidoso. El gentío caballuno de los viernes por la noche había llegado de las zonas rurales, lugareños vestidos de tweed, con sus zapatos recios y sensatos y sus voces resonantes como rebuznos; a Quirke le crispaba los nervios, y al removerse le parecía que los brazos curvos del sillón sobredorado lo atenazasen con más fuerza. Era evidente que a Phoebe le gustaba el lugar, que disfrutaba con la oportunidad de jugar a ser una damisela con gran desenvoltura, la hija del señor Griffin, médico especialista, recién llegada de Rathgar. Quirke la miraba por encima del borde de la taza de té, disfrutando de su disfrute. Se había quitado el sombrero y lo había dejado junto al plato, de modo que parecía un adorno de la mesa, con la pluma lánguidamente caída. Tenía el cabello tan negro que con las ondulaciones se le veía un brillo azulado en cada uno de los huecos. Tenía los vivaces ojos azules de su madre. Le pareció que se había puesto demasiado maquillaje -y el rouge era demasiado chillón para una chica de su edad-, pero no hizo el menor comentario. Desde una esquina alejada de la sala, un individuo ya mayor, de porte militar, con una calva abrillantada y un monóculo, parecía mirarle con los ojos quietos de quien se siente ofendido. Phoebe se introdujo un éclair en miniatura en la boca y lo masticó, abriendo los ojos, riendo para sus adentros.
– ¿Y tu novio? -dijo Quirke.
Ella se encogió de hombros y tragó con esfuerzo.
– Está muy bien.
– ¿Sigue estudiando Derecho?
– Ingresa en el colegio de abogados el año que viene.
– Cómo no. Bueno, pues eso es sensacional.
Ella le arrojó una miga de pastel, y a él le pareció notar un destello ultrajado en el monóculo, como si les llegase volando a través de la sala.
– No seas sarcàstico -dijo ella-. Eres demasiado sarcàstico -se le oscureció el semblante y miró a su taza-. Quieren que renuncie a él. Por eso te llamé por teléfono.
Él asintió con una mirada impertérrita.
– ¿A quiénes te refieres?
Ella ladeó la cabeza, y las ondas de su permanente rebotaron.
– Ah, pues a todos ellos. A mi padre, claro. E incluso a mi abuelo.
– ¿Y tu madre qué dice?
– ¿Mi madre? -dijo con un bufido de desdén. Frunció los labios y adoptó una voz de reprobación-. Vamos a ver, Phoebe; tú tienes que pensar en la familia, en la reputación de tu padre. ¡Hipócritas! -lo fulminó con la mirada y de pronto se echó a reír, cubriéndose la boca con una mano-. ¡Qué cara se te ha puesto! -exclamó-. Ya veo que no piensas consentir que se diga una sola palabra contra ella, ¿verdad?
Él no contestó a eso.
– ¿Qué es lo que quieres que haga yo? -dijo por el contrario.
– Que hables con ellos -contestó, y se adelantó rápidamente sobre la mesita, con las manos juntas sobre el pecho-. Que hables con mi padre, o al menos con mi abuelo. Tú eres su preferido, y papá hará todo lo que el abuelo le diga.
Quirke sacó la pitillera y el encendedor. Phoebe le vio dar golpecitos al cigarrillo contra la uña del pulgar. Él la vio calcular si osaría o no pedirle uno. Exhaló la bocanada de humo hacia el techo y se retiró una pizca de tabaco del labio inferior.
– Espero que no tengas la seria intención de casarte con Bertie Wooster -dijo.
– Si te refieres a Conor Carrington, te aseguro que aún no me lo ha propuesto. De momento.
– ¿Qué edad tienes?
– Veinte.
– No, todavía no.
– Me falta poco.
Él se recostó en el sillón, estudiándola.
– No estarás pensando en escaparte de tu casa, ¿verdad?
– Estoy estudiando la posibilidad de marcharme. No soy una niña, eso está claro. Estamos en los años cincuenta, no en plena Edad Media. De todos modos, si no puedo casarme con Conor Carrington, me escaparé contigo.
Él siguió recostado y rió. El sillón emitió un crujido de protesta.
– No, muchas gracias.
– No sería incestuoso. A fin de cuentas, sólo eres mi tío político, nada más.
Algo sucedió entonces en la cara de la muchacha, que se mordió el labio, bajó la mirada y comenzó a rebuscar en su bolso. Consternado, él vio caer una lágrima en el dorso de la mano de la muchacha. Miró de reojo hacia el hombre del monóculo, que se había puesto en pie y ya avanzaba entre las mesas con aire de seria determinación. Phoebe encontró el pañuelo que había estado buscando y se sonó ruidosamente. El monóculo ya estaba casi sobre ellos y Quirke se aprestó para una confrontación sin saber qué había podido hacer para provocarla, pero el individuo pasó de largo, desplegando una sonrisa equina y tendiendo la mano hacia alguien que estaba detrás de Quirke, a la vez que decía:
– ¡Trevor! ¡Ya me había parecido que eras tú…!
Phoebe tenía la cara hinchada, y una mancha de rímel se le había corrido, como a un Pierrot, bajo uno de los ojos.
– ¡Ay, tío! -dijo con un gemido ahogado-. ¡Qué desdichada soy!
Quirke apagó la colilla en el cenicero de la mesa.
– Tranquilízate, por lo que más quieras -musitó; aún tenía dolor de cabeza.
Phoebe lo miró malhumorada entre las lágrimas.
– ¡No me digas que me tranquilice! ¡Ya estoy harta! -cerró el bolso con ruido y se puso en pie, mirando vagamente a derecha e izquierda, como si hubiera olvidado dónde estaba. Quirke, sin moverse aún del sillón, le dijo que se sentara, por el amor de Dios, pero ella no le hizo caso. En las mesas cercanas, la gente la miraba con atención-. Yo me largo -dijo, y echó a caminar hacia la puerta.
Quirke pagó la cuenta y la alcanzó en la escalera del hotel. Se estaba secando los ojos con el pañuelo.
– Estás hecha un desastre -le dijo-. Entra a arreglarte la cara.
Con súbita docilidad, ella volvió al hotel. Mientras la esperaba, se colocó en la zona de la balaustrada, junto a las puertas acristaladas, y prendió otro cigarrillo. La luz del día casi había desaparecido, los árboles de Stephen's Green proyectaban sus sombras escuálidas por la calle; no faltaba ya mucho para el otoño. Admiraba la luz del crepúsculo en las fachadas de ladrillo de los edificios que daban a Hume Street cuando apareció Phoebe, que se plantó a su lado y lo tomó del brazo.
– Llévame a algún sitio -dijo-. Llévame a un tugurio -le apretó el brazo contra su costado y emitió una risa grave-. Tengo ganas de portarme como una chica mala, mala de verdad.
Echaron a caminar por el Green, hacia Grafton Street. La gente paseaba disfrutando del final de un día espléndido, que tan mal comienzo había tenido. Phoebe andaba muy pegada a él, con el brazo todavía agarrado del suyo; él percibía la calidez de su cadera, su firmeza y, dentro, la suave y precisa articulación. Pensó entonces en Christine Falls, cérea y exánime sobre la camilla.
– ¿Qué tal van los estudios? -le preguntó.
– Creo que me voy a cambiar -dijo ella-. La Historia es un aburrimiento.
– No me digas. ¿Y qué piensas hacer?
– Pues a lo mejor hago Medicina, y así me sumo a la tradición de la familia -Quirke no hizo ningún comentario. Ella volvió a apretarle el brazo-. La verdad es que me pienso marchar, te lo digo en serio. Si no me dejan vivir mi vida, me largo.
Quirke la miró de reojo y se rió.
– ¿Y cómo te las vas a ingeniar? -dijo-. Dudo mucho que tu padre financie la vida de libertad bohemia que tan decidida estás a probar.
– Me buscaré un trabajo. Eso es lo que hacen en Estados Unidos. Tenía una amiga con la que me escribía cartas que estudiaba y trabajaba para pagarse los estudios. Eso fue lo que me escribió: trabajo y me pago los estudios. Imagínate.
Doblaron por Grafton Street y llegaron a McGonagle. Quirke abrió la gran puerta, con sus paneles de cristal esmerilado, verdes y rojos, y una vaharada de cerveza y humo de tabaco les saludó a la vez que el ruido del local. A pesar de que era temprano, el sitio ya estaba lleno del todo.
– Vaya -dijo Phoebe-. ¿Y a ti esto te parece un tugurio?
Siguió a Quirke, que se abrió paso hacia la barra. Encontraron dos taburetes altos sin ocupar junto a una columna cuadrada, de madera, en la que había un pequeño espejo. Phoebe se levantó la falda para tomar asiento a la vez que le sonreía. Sí, se dijo Quirke, definitivamente tenía la sonrisa de Delia. Cuando ya estaban sentados, descubrió que se veía reflejado en el espejo, tras el hombro de ella, y le pidió que le cambiara de taburete. Siempre le había inquietado mirarse a los ojos en un espejo.
– ¿Qué quieres tomar? -le preguntó, alzando una mano para llamar al camarero.
– ¿Qué puedo tomar?
– Zarzaparrilla.
– Ginebra. Quiero una ginebra.
Él enarcó las cejas.
– Vaya, no me digas…
El camarero era relativamente viejo, de semblante sacerdotal.
– Para mí lo de siempre, Davy -dijo Quirke-, y una tónica con ginebra para la señora. Con más tónica que ginebra -McGonagle había sido uno de los lugares donde abrevaba a menudo en los viejos tiempos, cuando bebía realmente en serio.
Davy asintió, inspiró por la nariz con fuerza y se fue arrastrando los pies. Phoebe miraba alrededor del local, repleto de humo. Una mujer corpulenta, rubicunda, vestida de púrpura, con un vaso de cerveza tostada en una mano llena de anillos, le guiñó un ojo y le sonrió, mostrándole una hilera de dientes manchados de tabaco y con huecos entre unos y otros; el hombre que estaba con ella era flaco como un galgo, con el cabello incoloro, lacio, aplastado.
– ¿Son conocidos? -preguntó Phoebe de ladillo. McGonagle era un local famoso entre los poetas aspirantes y sus musas.
– Aquí todo el mundo es conocido -dijo él-. O cree que lo es.
Davy, el camarero, les llevó las copas. Era extraño, reflexionó Quirke, que nunca se hubiera acostumbrado a que le gustase de veras el sabor del whisky, ni de ninguna bebida alcohólica, ni siquiera en los tiempos más salvajes, después de que muriese Delia, y que la agria quemazón de la bebida siempre le hubiera repugnado un tanto, a pesar de lo cual había sido capaz de meterse alcohol a espuertas en el cuerpo. No era bebedor por naturaleza. Creía que había bebedores por naturaleza, pero él no era de ésos. Y eso fue lo que lo mantuvo a salvo de la destrucción, suponía, durante los largos y lacrimosos años de duelo por la pérdida de su esposa.
Alzó el vaso y lo inclinó hacia la muchacha.
– Por las libertades -dijo.
Ella estaba mirando su copa, los cubos de hielo en medio de las burbujas.
– Tú tienes verdadera debilidad por mamá, ¿verdad? -le dijo. Mamá. La palabra hizo que se le parase un instante el corazón. Un hombre de gran estatura, con la frente despejada, recta, pasó de largo, apretándose de costado entre el gentío. Quirke lo reconoció, lo había visto en el hotel: el tal Trevor al que el vejete del monóculo fue a saludar. Qué pequeño es el mundo, se dijo. Demasiado pequeño-. Hace años te gustaba -dijo Phoebe-. Y aún te gusta. Lo sé todo.
– A mí me gustaba su hermana y me casé con su hermana.
– Pero sólo de rebote. Papá se quedó con la que tú querías, por eso te casaste tú con la tía Delia.
– Estás hablando de los difuntos.
– Lo sé. Soy terrible, ¿verdad? Pero ésa es la verdad a pesar de todo. ¿La echas de menos?
– ¿A quién? -ella le dio entonces un golpe en el hueso de la muñeca, con los nudillos, y la pluma de su sombrerito osciló de tal modo que la punta le rozó a él la frente-. Han pasado veinte años -dijo él, e hizo una pausa-. Sí, la sigo echando de menos.
Sarah tomó asiento en el taburete de terciopelo, frente al tocador, y se inspeccionó en el espejo. Se había puesto un vestido de seda color escarlata, pero estaba preguntándose si no habría sido un error. La observarían con todo detenimiento, siempre hacían lo mismo, fingiendo no prestarle atención, en busca de algo que les mereciera su desaprobación, algún signo de diferencia, alguna manera de afirmar que ella no era uno de ellos. Había vivido entre ellos desde… ¿quince años antes? Pero ellos jamás la habían aceptado tal cual era, y nunca lo harían, en especial las mujeres. Le sonreían, la adulaban, le ofrecían chismes inofensivos, como si fuese un animal expuesto en el zoo. Cuando ella tomaba la palabra, la escuchaban con una atención exagerada, asintiendo y sonriendo para darle ánimos, como harían con una niña, o con una retrasada. Ella oía el temblor de su propia voz, la tensión que le costaba el esfuerzo por tratar de resultar normal, las frases que salían de sus labios y que caían sin ninguna eficacia a los pies de las demás. Y fruncían el ceño, fingiendo un cortés aturdimiento, cuando ella incurría en el error de emplear un americanismo. Qué curioso, decían, que nunca se te haya quitado del todo el acento, a lo cual añadían: nunca, con todos los años que han pasado, es de ver, como si la hubieran traído de vuelta a la isla los primeros bucaneros transatlánticos, como el tabaco, o el pavo. Suspiró. Sí: el vestido era un error, pero no le quedaban energías, concluyó, para ir a cambiarse.
Mal volvió del cuarto de baño sin corbata, en mangas de camisa, en tirantes, a enseñarle unos gemelos.
– ¿Te importa atarme este dichoso invento? -dijo irritado y quejoso.
Extendió los brazos y Sarah se puso en pie para tomar los dos complicados y fríos eslabones y disponerse a insertarlos en los ojales. Evitaron encontrarse los ojos uno al otro, Mal con los labios fruncidos, mirando sin ver un rincón del techo. Qué delicada y pálida tenía la piel en el interior de las muñecas. Esa clase de detalles le habían llamado a ella la atención cuando se conocieron veinte años atrás: lo suave que parecía, la dulzura y bondad que desprendía un hombre tan alto, tan tierno y vulnerable.
– ¿Está Phoebe en casa? -preguntó él.
– No tardará en llegar.
– Más le vale, sobre todo en una noche como ésta.
– Eres demasiado duro con ella, Mal.
Él frunció aún más los labios.
– Más te vale ir a ver si mi padre ha llegado. Ya sabes que es un pelma con esto de la puntualidad.
¿En qué momento, se preguntó ella, empezaron a hablarse de ese modo esquinado, de mal genio, como dos desconocidos que se vieran atrapados en un ascensor?
Ella bajó al otro piso, la seda de su vestido susurraba al rozarle las rodillas, como un chisporroteo en sordina. La verdad era que debería haberse puesto algo menos llamativo, menos… declamatorio. Esbozó una sonrisa sin alma; le había gustado la palabra. No tenía por costumbre declamar.
Maggie, la criada, estaba en el comedor colocando las cucharas en la mesa.
– ¿Está todo listo, Maggie?
La criada la miró velozmente, extrañada, como si por un instante no la reconociera. Y luego asintió. Tenía una mancha en el dobladillo del uniforme, por detrás, y Sarah confió en que sólo fuera salsa. Maggie tenía edad más que de sobra para jubilarse, pero a Sarah le faltaba la presencia de ánimo necesaria para despedirla, tal como había despedido a la otra pobre chica. Alguien llamó a la puerta de la calle.
– Yo iré -dijo Sarah. Maggie no la miró. Asintió de nuevo, examinando las cucharas con los ojos entornados.
Cuando abrió la puerta, Sarah se encontró que Garret Griffin le colocaba a la fuerza un ramo de flores en los brazos.
– Garret -le dijo con afecto-. Adelante.
El anciano entró en el vestíbulo y se produjo el habitual momento de desamparo al no saber ella cómo saludarlo, ya que los Griffin, incluido Garret, no eran de los que aceptaban un beso con facilidad. Señaló las flores que ella apretaba contra el pecho, y que eran de una fealdad pasmosa.
– Espero que te gusten -dijo-. Esto de las flores no se me da nada bien.
– Me encantan -dijo ella, aspirando con cautela el aroma de los capullos. Las margaritas de septiembre olían a calcetines sucios. Sonrió. Lo de menos eran las margaritas. Estaba contenta de verle-. Me encantan -volvió a decir.
Él se quitó el abrigo y lo colgó de los ganchos que había detrás de la puerta.
– ¿Soy el primero en llegar? -preguntó, dándole la espalda y frotándose las manos.
– Todos los demás se retrasan.
– Ay, Señor -gimoteó-. Siempre me pasa lo mismo. ¡Siempre me adelanto!
– Así tendremos ocasión de charlar un rato antes de que los demás te monopolicen.
Él sonrió, mirándola con cierto desprecio, con esa arisca timidez que tenía. Ella volvió a pensar, con una tenue sorpresa -¿y por qué esa sorpresa?-, en el gran afecto que el anciano le había inspirado siempre. Mal apareció en las escaleras, solemne, con su traje oscuro y su sobria corbata. Garret lo miró sin ningún entusiasmo.
– Vaya, ahí estás -dijo.
Padre e hijo se plantaron uno frente al otro en silencio. Sarah avanzó hacia ellos impulsivamente, y al hacerlo tuvo la sensación de que un envoltorio invisible y quebradizo se deshacía sin hacer ruido a su alrededor.
– ¡Mira qué ha traído Garret! -dijo, mostrando las asquerosas flores-. ¿A que son una maravilla?
Quirke iba por la tercera copa. Estaba sentado de lado en la barra, con un codo apoyado, un ojo cerrado para defenderse del humo del cigarrillo, escuchando a medias a Phoebe, que ensayaba ante él sus planes de cara al futuro. Le había permitido que se tomara una segunda tónica con ginebra, y sus ojos centelleaban, a la vez que tenía la frente sudorosa. Mientras hablaba, la pluma de su sombrerito temblaba al ritmo de sus excitadas palabras. El hombre que estaba junto a ellos, el del pelo aplastado, no dejaba de lanzarle furtivas miradas con gran molestia por parte de su gruesa acompañante, aunque Phoebe no parecía haberse dado cuenta de los ojos de pescado con que la escrutaba el individuo. Quirke sonrió para sus adentros, sintiéndose sólo un poco imbécil por estar allí con ella, con su vestido veraniego, tan luminosa y tan joven. El ruido del local era ya un rugir constante, y ni siquiera al intentarlo en serio era capaz de oír lo que ella decía. Entonces oyó un grito a sus espaldas.
– Jesucristo con polainas! ¡Si es el Doctor Muerte en persona!
Barney Boyle estaba allí mismo, borracho como una cuba y amenazadoramente jovial. Quirke se dio la vuelta y adoptó una sonrisa condescendiente. Barney era un conocido peligroso: Quirke y él se habían emborrachado juntos a menudo en los viejos tiempos.
– Hola, Barney -le dijo con reticencia.
Barney iba con su ropa de bebedor: traje negro arrugado y manchado, una corbata de rayas por cinturón y una camisa que alguna vez fue blanca, con los cuellos abiertos, como si alguien se los hubiera arrancado a tirones en una refriega. Phoebe se sintió emocionada: ése era el famoso Barney Boyle. Era, y casi se echó a reír al darse cuenta, una versión a escala de Quirke, quien le sacaba una cabeza; tenía el mismo pecho fornido, la misma nariz partida, los mismos y ridículos pies pequeños. La agarró de la mano y le plantó en el dorso un lúbrico beso. Tenía también las manos pequeñas, suaves, encantadoramente regordetas.
– Tu sobrina, ¿no? -le dijo a Quirke-. Dios santo, Doc, estas sobrinas que se hacen ahora están cada vez más sobrinosas, quiero decir sabrosas, y ése, querida -dijo, volviendo su reluciente sonrisa de nuevo hacia Phoebe-, no es un trabalenguas tan fácil como parece, y menos si te has alimentado a base de cerveza negra.
Pidió bebidas para todos, insistiendo, en contra de las protestas de Quirke, en que Phoebe se tomara otra. Barney se esponjaba bajo la ávida mirada de la muchacha, cambiando el peso del cuerpo de los talones a las puntas y vuelta a empezar, con una pinta en una mano y un cigarrillo empapado en la otra. Phoebe le preguntó si estaba escribiendo una nueva obra de teatro, y él barrió el aire en torno a su cabeza con un gesto de desprecio.
– ¡Pues no! -dijo a voz en cuello-. No pienso escribir más para el teatro -adoptó una pose irónica y habló como si se dirigiera a un público numeroso-. De ahora en adelante, el Abbey Theatre va a tener que apañárselas sin los frutos de mi genio -dio un trago violento de su pinta, echando la cabeza para atrás y abriendo bien la boca; los tendones del cuello se le tensaron al tragar-. He vuelto a escribir poesía -añadió, secándose los labios rojos y bulbosos con el dorso de la mano-. En irlandés, esa lengua maravillosa que aprendí en la cárcel, la universidad de la clase obrera.
Quirke se percató de que su sonrisa poco a poco y sin remedio se le iba solidificando. En tiempos lejanos hubo noches en las que Barney y él habían estado allí, felices y contentos, hasta la hora de cierre y hasta mucho después, frente a frente, copa a copa, exhibiendo cada cual su henchida personalidad ante el otro, como un par de niños que jugasen con sendos globos. Ah, pero aquellos tiempos eran agua pasada. Cuando Barney trató de pedir otra ronda, Quirke alzó una mano y dijo no, y añadió que debían marcharse.
– Disculpa, Barney -dijo, y se bajó del taburete sin hacer caso de la mirada de indignación que le lanzó Phoebe-. Otra vez será.
Barney lo miró de hito en hito con ojos deteriorados, mordiéndose el carrillo por dentro. Por segunda vez en la noche Quirke se adelantó a la agresión preguntándose cuál sería la mejor forma de evitarla; Barney, a pesar de ser diminuto, sabía pelear. Pero Barney en ese momento desplazó su mirada hacia Phoebe.
– Una Griffin -dijo, y clavó la mirada en ella-. ¿Tiene usted por un casual algún parentesco con el juez Garret Griffin, el Juez Supremo y Archipámpano Mayor de la República?
Quirke aún estaba tratando de que Phoebe desalojara su taburete, tirándole del codo y recogiendo al mismo tiempo la gabardina y el sombrero.
– Una rama de la familia sin ninguna relación -dijo Quirke.
Barney no le hizo caso.
– Lo digo -le dijo Barney a Phoebe- porque ése es el mamarracho que me encarceló por luchar por la libertad de mi patria. Desde luego, estuve con la célula que les puso unos cuantos petardos en Coventry en el año 39. Eso sí que no lo sabía usted, ¿verdad que no, señorita Griffin? La bomba, se lo puedo asegurar, es mucho más poderosa que la pluma -se le había formado en la frente una película de sudor, y daba la impresión de que los ojos se le hundieran un poco en el cráneo-. Y cuando volví a casa, en vez de recibir la bienvenida heroica que me merecía, el juez Griffin me mandó de cabeza a la trena, a pasar tres añitos a la sombra, para que se me enfriaran los cascos, así lo dijo, provocando grandes carcajadas en el juzgado. Yo tenía dieciséis años. ¿Qué le parece, señorita Griffin?
Quirke estaba resuelto a marcharse cuanto antes, tratando de llevarse consigo a una Phoebe cada vez más remisa. El hombre del pelo aplastado, que había escuchado a Barney con interés, se adelantó con un dedo en alto.
– A mí me parece… -comenzó a decir.
– Tú vete a tomar viento -dijo Barney sin mirarlo siquiera.
– A tomar viento vete tú -le dijo con retranca la mujer del vestido púrpura-. Iros a tomar viento tú y tu amigo y la fulana de tu amigo.
Phoebe soltó una risita achispada. Quirke le dio el último tirón, con fuerza, y ella cayó del taburete. Se habría ido de bruces al suelo de no ser por la mano firme que la sujetó por el brazo.
– Y ahora tengo entendido -dijo Barney a pleno pulmón, de modo que la mitad del local pudo enterarse- que anda deseoso de que lo nombren conde pontificio. Conde, nada menos -subió más el volumen-. ¡Ja! Pues que le cunda mucho al carcamal del conde.
Resonaba un bajo murmullo de conversaciones en el salón. Los invitados, una veintena más o menos, habían formado corrillos, los hombres todos con sus trajes oscuros, las mujeres de colores vivos como las aves tropicales y cotorreando como ellas. Sarah iba de un grupo a otro, estrechando una mano aquí, rozando un codo allá, procurando que la sonrisa no se le cayera de la cara. Se sentía culpable por no ser capaz de lograr que todas aquellas personas le cayeran bien del todo. Los amigos de Mal, o del juez. Al margen de los curas -¡siempre había tantos curas!- eran empresarios, o abogados, o médicos: eran gentes de buena crianza, celosos de sus privilegios, del lugar que ocupaban en la sociedad capitalina. Sarah había reconocido para sí, tiempo atrás, que le daban un poco de miedo todos ellos, y no sólo los más temibles, como el tal Costigan. No eran el tipo de personas que ella habría supuesto que Mal o su padre tuvieran por amigos, claro que… ¿existía allí un tipo distinto de personas? El mundo en el que se movían era bastante reducido. No era su mundo. Ella se encontraba en él pero no pertenecía a él, según ella misma se decía. Era preciso no permitir que nadie más supiera lo que estaba pensando. Sonríe, se decía; tú no dejes de sonreír.
De súbito se sintió mareada y tuvo que parar un momento, apretando con fuerza los dedos sobre la mesa en la que estaban las bebidas para sentirse más segura.
Desde la otra punta del salón, Mal vio que estaba a punto de sufrir lo que Maggie, la criada, llamaba no sin un punto de sorna «uno de sus vahídos». Notó que le invadía una oleada de algo semejante a la pena, como si la desdicha de Sarah fuera una enfermedad, una enfermedad -torció el gesto al pensarlo- que pudiera acabar con ella. Inclinó la cabeza y cerró los ojos un instante, saboreando brevemente el reposo de la oscuridad total, y los abrió para volverse hacia su padre con cierto esfuerzo.
– Aún no te he dado la enhorabuena -dijo-. Es una gran cosa ese nombramiento papal.
El juez, que enredaba con su pipa, resopló.
– ¿A ti te parece? -comentó con desdeñosa incredulidad, y se encogió de hombros-. En fin, supongo que algún servicio sí que he prestado a la Iglesia.
Guardaron silencio, deseosos ambos de separarse del otro, pero sin saber ninguno cómo hacerlo. Restablecida, Sarah dejó atrás la mesa y se encaminó hacia ellos luciendo una tensa sonrisa.
– Qué solemnes estáis los dos -dijo.
– Estaba dándole la enhorabuena… -empezó a decir Mal, pero su padre le cortó con colérica contundencia.
– Pamplinas. ¡Estaba intentando adularme!
Se hizo otro silencio embarazoso. A Sarah no se le ocurría nada que decir. Mal carraspeó.
– Disculpadme -dijo, y se marchó.
Sarah entrelazó su brazo con el anciano, acercándose a él con afecto. Le gustaba su olor a tabaco rancio, a tweed, a carne seca y envejecida. A veces le daba la impresión de que él era su único aliado, pero ese pensamiento también le hacía sentir cierta culpabilidad, pues ¿por qué, contra quién necesitaba ella un aliado? En el fondo sabía cuál era la respuesta. Vio cómo Costigan tendía una mano para sujetar a Mal por el brazo y comenzaba a charlar con él muy en serio. Costigan era un hombre robusto, de cabello negro y crespo, peinado hacia atrás con fijador. Llevaba unas gafas de concha que le ampliaban los ojos.
– Ese hombre no me gusta -dijo-. ¿A qué se dedica?
El juez rió por lo bajo.
– Al negocio de las exportaciones, tengo entendido. Tampoco es mi preferido, lo confieso, entre los amigos de Malachy.
– Creo que debo acudir en su rescate.
– No hay hombre más necesitado que él.
Le dedicó una sonrisa de compungida reprobación y desenganchó el brazo del suyo para atravesar el salón. Costigan no se percató de que se aproximaba. Estaba diciendo algo sobre Boston y los nuestros de allá lejos. Todo lo que dijera Costigan sonaba a velada amenaza, de eso Sarah se había dado cuenta con anterioridad. Volvió a preguntarse cómo era posible que Mal fuese amigo de un hombre como ése. Cuando le tocó a Mal en el brazo, éste se sobresaltó, como si con las yemas de los dedos le hubiera transmitido una pequeña descarga a través de la tela de la manga, y Costigan le dedicó una gélida sonrisa, enseñando los dientes inferiores, grisáceos e incrustados de placa.
Cuando logró llevarse a Mal a un lado, le dijo con una sonrisa para ablandarlo:
– ¿Has vuelto a reñir con tu padre?
– Nosotros no reñimos -dijo él sucintamente-. Yo hago una apelación, él dictamina sentencia -Ay, Mal, quiso decir ella; ¡Ay, mi pobre Malí-. ¿Dónde está Phoebe? -le preguntó él.
Vaciló. Él se había quitado las gafas para limpiarlas.
– Aún no ha venido -respondió.
– ¿Cómo…?
Con alivio, Sarah oyó más allá de las voces del salón el ruido de la puerta de la calle. Se alejó de él deprisa, camino del vestíbulo. Phoebe hacía entrega de un abrigo y una gabardina de hombre a Maggie.
– ¿Dónde te has metido? -chistó a la muchacha-. Tu padre está…
Entonces apareció Quirke en la puerta, con una sonrisa a modo de disculpa, y ella calló en el acto, notando que la sangre le subía desde el pecho hasta arderle en las mejillas.
– Quirke -dijo.
– Hola, Sarah -qué joven y falto de aplomo parecía, inclinándose hacia ella y todavía sonriente: parecía un jovenzuelo rubio y grandullón-. Sólo he venido a traer a casa a esta oveja descarriada -dijo.
Mal llegó entonces al vestíbulo. Al ver a Quirke se detuvo en seco, mirándole con los ojos saltones como si acabara de atragantarse. Maggie, sonriendo misteriosamente para sí, se dirigió a la cocina sin decir palabra.
– Buenas noches, Mal -dijo Quirke-. Tranquilo, no me quedo…
– ¡Tú por supuesto que te quedas! -exclamó Phoebe-. Como no me dejan invitar a Conor Carrington, al menos podré invitarte a ti, digo yo.
Miró desafiante y de uno en uno a los adultos, y entonces parpadeó, con ojos desenfocados, antes de volverse, tambalearse un poco y subir a toda prisa las escaleras. Quirke buscaba con los ojos a Maggie y a su sombrero.
– Mejor será que me vaya -murmuró.
– Ah, espera -Sarah alzó una mano como si así fuese a retenerlo físicamente, aunque no lo tocó-. Está el juez, y nunca me perdonaría que te permita marcharte sin pasar un momento a saludarlo -sin mirar a Mal, tomó a Quirke por el brazo y se lo llevó, a pesar de su mansa resistencia, al salón-. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en casa? -le dijo deprisa, de modo que él no la interrumpiera-. Por Navidad, ¿cierto? La verdad es que eres muy descortés al no atendernos debidamente.
El juez se encontraba en medio de un grupo de invitados, hablando volublemente y gesticulando con la pipa. Cuando vio a Quirke dio un respingo exagerado, alzando las manos y abriendo mucho los ojos.
– Vaya, vaya. ¿Quién viene por aquí? -exclamó, y echó a caminar a paso veloz, mientras los invitados, abandonados de pronto, sonreían con tolerancia ante su impulsividad.
– Hola, Garret -dijo Quirke.
Sarah lo soltó y retrocedió un paso. El juez le dio unos cariñosos golpecitos en el pecho con el puño cerrado.
– Tenía entendido que esta noche no podías venir, granuja.
Quirke movió los hombros, sonriendo y mordiéndose el labio. El juez se percató de que llevaba dos o tres copas de más. Dos al menos.
– Ha sido por insistencia de Phoebe -dijo Quirke.
– Desde luego, esa chiquilla tiene un gran poder de persuasión.
Los dos hombres se estudiaron uno al otro bajo las miradas de Sarah, sonriente, y de Mal, inexpresiva.
– Por cierto, enhorabuena -dijo Quirke con ironía contenida.
El juez meneó una mano con timidez.
– Déjate de pamplinas -dijo-. Tú no eres de los que se toman esas cosas tan en serio. De todos modos, cuidado: espero que me sirva para que mi solicitud de ingreso sea estimada cuando llegue a las Puertas del Cielo.
Quirke golpeaba un cigarrillo contra la uña del pulgar.
– Conde Garret Griffin -dijo-. Tiene cierto retintín.
Mal carraspeó.
– En realidad, se dice Garret, conde Griffin. Ésa es la apelación correcta. Igual que John, conde McCormack.
Siguió un breve silencio. El juez forzó una sonrisa agriada.
– Malachy, muchacho -dijo, y pasó un brazo sobre los hombros de Quirke-, ¿tendrás la bondad de ir a buscarle algo de beber a un hombre sediento?
Sarah dijo que ella se encargaba. Le dio miedo que, en caso de seguir allí de pie, pudiera soltar sin darse cuenta un alarido de risas histéricas. Al regresar con el whisky Mal ya no estaba con ellos, y el juez le contaba a Quirke una historia de un caso sobre el que había tenido que dictar sentencia tiempo atrás, cuando aun trabajaba él en los juzgados de primera instancia, acerca de un hombre que había vendido una cabra, o que la había comprado, y que había caído en un pozo; ya conocía la historia, la había oído en muchas ocasiones, a pesar de lo cual no recordaba los detalles. Quirke asentía y reía de un modo excesivo; también él conocía la historia tantas veces contada. Tomó de su mano la copa sin darle las gracias.
– Bueno -dijo, alzando la copa ante el juez-, a la salud de la purpura.
– ¡Jo, jo, jo! -graznó el anciano-. Lejos de los títulos de campanillas nos han criado.
Phoebe llegó al salón un tanto pálida y levemente aturdida. Se había puesto unos pantalones y un jersey negro que le ceñía demasiado el busto. Sarah le ofreció algo de beber y le dijo que había limonada, pero la chica no hizo caso y fue a la mesa de las bebidas para servirse ginebra en un vaso.
– Caramba, Malachy -dijo el juez a su hijo, que estaba en otra esquina del salón, con una voz que era la viva inocencia-, no sabía yo que permitieras a esa damisela probar licores fuertes -Mal palideció un punto más mientras todos los presentes callaban y lo contemplaban. Ostentosamente, el juez se llevó una mano a la boca y se dirigió a Quirke en un aparte escénico y susurrado-. A lo que se ve, y por la pinta que tiene, ya lleva unas cuantas.
Mal atravesó el salón y habló con Phoebe en voz baja, si bien ella le dio la espalda como si no estuviera allí. Él vaciló un instante, apretó los puños -Mal, pensó Quirke, era uno de esos hombres que realmente son capaces de apretar los puños- y se volvió sobre sus talones para mirar con mal humor evidente a Quirke y al juez. Sarah hizo un movimiento, como si fuera a interceptarlo, y Quirke alzó una mano.
– Sí, Mal, sí -dijo-, lo confieso. Yo he sido la ocasión del pecado. Me hizo llevarla a McGonagle.
Mal, con la frente pálida y reluciente, estaba a punto de escupir alguna palabra violenta, pero Sarah habló antes que él.
– ¿Pasamos a cenar? -dijo con una luminosidad desesperada. Se volvió a los invitados, que habían estado contemplando con avidez, aunque procurando que no se les notara, esta pequeña sucesión de confrontaciones familiares. No siempre era tan abundante el entretenimiento que se ofrecía en casa de los Griffin-. Si tuvieran todos la bondad de pasar al comedor -dijo Sarah en voz más alta, aunque un tanto quebrada-, podemos dar comienzo al bufet.
Pero Mal volvió a la carga.
– Maldita la gracia que tiene, ¿no te parece? -dijo a Quirke con rabia controlada-, llevar a una muchacha de su edad a una taberna.
Quirke respiró hondo, pero el juez de nuevo le pasó el brazo por los hombros y se lo llevó con firmeza lejos de la línea de alcance de la ira de Mal.
– Así que McGonagle -le dijo, y rió por lo bajo-. Dios mío, no he puesto yo el pie en ese antro de perdición ya ni sé desde hace cuánto…
Quirke no probó bocado, pero siguió bebiendo whisky. De pronto se encontró en la cocina con Maggie. Atónito, perplejo, miró en derredor. Parecía que acabase de recobrar la cordura, a saber cómo, en ese preciso instante, apoyado contra el armario que había junto al fregadero, con los tobillos cruzados uno sobre el otro, acunando el vaso de whisky sobre su cintura. ¿Qué había sido de todo el tiempo transcurrido entre tanto, desde el momento en que estuvo con el juez hasta ese otro? Maggie, ajetreada, le estaba hablando, aparentemente en respuesta a algo que él hubiera dicho antes, aunque fue incapaz de pensar en lo que había dicho. Maggie parecía la bruja de un cuento de hadas, encorvada y marchita, con la nariz ganchuda y el pelo enmarañado, del color del acero. Reía incluso como si graznara, en las contadas ocasiones en que reía.
– De todos modos -dijo Quirke, tratando de comenzar la conversación de nuevo-, ¿cómo te va, Maggie?
Ella se detuvo ante la cocina económica y lo miró sonriente, aunque sólo con la mitad de la cara.
– Es usted un hombre terrible -dijo-. Sería capaz de beberse hasta lo que manara de una pierna infectada.
Él levantó el vaso de whisky hasta tenerlo ante los ojos, y del vaso la miró a ella y de nuevo miró al vaso fingiéndose ofendido, y ella meneó la cabeza y rechistó y siguió con su trajín. Estaba cocinando algo en una olla a cuyo interior se había asomado torciendo el gesto. Grimalkin, pensó él: ¿así se llamaba aquella bruja? Del salón le llegaba la voz del juez, que estaba pronunciando un discurso ante la concurrencia: «… Y tengo la esperanza de que todos me crean si afirmo que me considero indigno de este gran honor que el Santo Padre ha tenido a bien concederme, tanto a mí como a mi familia. Todos ustedes saben de dónde provengo, de qué provengo, y saben de la fortuna que he tenido, tanto en mi vida pública como en la privada…».
Maggie soltó un resoplido breve y sardónico.
– Supongo que habrá venido por la chica.
Quirke frunció el ceño.
– ¿Por Phoebe?
– ¡No! -dijo Maggie, y resopló de nuevo-. Por la que ha muerto.
Se oyeron los aplausos en el salón al terminar el juez su discurso. Entró Sarah con una pila de platos sucios. Al ver a Quirke titubeó, pero entró y dejó los platos sobre la mesa de la cocina, con el resto de los cacharros pendientes de fregar. Con paciencia y cautela preguntó a Maggie si faltaba mucho para que la sopa ya estuviera lista.
– Me temo que ya se han terminado todos los sándwiches.
Pero Maggie, inclinada sobre la olla humeante, sólo masculló algo para el cuello de su camisa. Sarah suspiró y abrió el grifo del agua caliente. Quirke la miraba con una sonrisa achispada y desenfocada.
– Ojalá -dijo ella en voz baja, sin mirarle- no llevases a Phoebe a sitios como McGonagle. Mal tiene razón, aún es demasiado joven para ir a las tabernas a beber.
Quirke adoptó una expresión arrepentida.
– Yo tampoco debería haber venido aquí, me parece -dijo cabizbajo, pero mirándola por el rabillo del ojo.
– Directamente de ese sitio, desde luego que no.
– Quería verte.
Ella lanzó una mirada hacia donde estaba Maggie.
– Quirke -murmuró-, no empecemos.
El agua caliente salpicaba en el fregadero, esparciendo una nube de vapor. Sarah se puso un delantal y tomó una sopera de una balda, sacudiendo la cabeza al ver lo polvorienta que estaba. La lavó con una esponja. A Quirke le produjo cierta gratificación ver lo agitada que estaba. Llevó la sopera a la cocina y Maggie vertió la sopa de la olla en el interior.
– Maggie, ¿quieres servirla tú, por favor?
Quirke encendió otro cigarrillo. El humo, el olor del jabón, los vapores del whisky se combinaban para promover en él un sentimiento de tenue y dulce pesar. Todo aquello podría haber sido suyo si las cosas le hubieran ido de otro modo, pensó, una casa espléndida, un grupo de amistades, la criada de la familia, esa mujer del vestido color escarlata y elegantes zapatos de tacón alto, con aquellas medias de seda de costuras tan rectas. La observó abrirle la puerta a Maggie, que pasó con la sopera. Tenía el cabello del color del trigo mojado por la lluvia. Él había escogido a su hermana, Delia Crawford; Delia, la morena; Delia, la que falleció. ¿O acaso fue él quien resultó elegido?
– ¿Sabes qué fue -le dijo- lo que me llamó la atención de ti la primera vez, hace tantos años, en Boston? -aguardó, pero ella no respondió nada, y tampoco se volvió a mirarlo. Se lo dijo en un susurro-. Tu olor.
Ella prorrumpió en una risa breve, incrédula.
– ¿Mi qué? ¿Te refieres a mi perfume?
Él negó vigorosamente con un gesto.
– No, no, no. No, nada de perfume. Tú.
– ¿Y a qué olía, si se puede saber?
– Ya te lo he dicho. A ti. Olías a ti. Todavía hueles a ti.
En ese momento sí le miró, sonriendo de una forma poco natural, inquieta, y cuando dijo algo su voz sonó con esa blandura de las plumas, como si sintiera un dolor leve.
– ¿No huele todo el mundo a sí mismo?
Él volvió a negar, esta vez con suavidad.
– No como tú -dijo-. No con esa… esa intensidad.
Velozmente, ella volvió a concentrarse en el fregadero. Se dio cuenta de que se estaba ruborizando. En ese momento le llegó el olor de él, o no tanto su olor, sino más bien el calor de la carne de él, apretado contra ella como el aire de un caluroso día de verano, cuando amenaza tormenta.
– Oh, Quirke -le dijo, esforzándose por parecer alegre-, ¡si estás borracho!
Él se balanceó un poco y se enderezó.
– Y tú estás bellísima.
Ella cerró los ojos un segundo y pareció que flaquease. Estaba asida al borde del fregadero. Tenía blancos los nudillos.
– No deberías hablarme de ese modo, Quirke -dijo en voz baja-. No es justo -él se había acercado a ella en los últimos instantes, tanto que parecía a punto de arrimar la cara a su pelo, o de besarla en la oreja, o en la mejilla pálida y seca. Volvió a balancearse con una sonrisa vacía en los labios. De pronto, ella se volvió hacia él con los ojos iluminados de ira, y él retrocedió con paso inseguro-. Esto es lo que te encanta hacer, ¿verdad? -le dijo, y perdió el color de los labios-. Te encanta jugar con las personas. Les dices qué bien huelen, les dices que son hermosas, y todo con tal de ver la reacción de los demás, sólo por ver si hacen algo interesante, que te alivie el tedio.
Ella se echó a llorar en completo silencio, grandes lagrimones relucientes que le brotaban a duras penas de los párpados cerrados, con la boca apretada y tensa en las comisuras. Se abrió la puerta tras ella y entró Phoebe, que se detuvo, mirando primero la espalda inclinada de su madre y luego a Quirke, el cual, sin que lo viera Sarah, enarcó las cejas y se encogió de hombros en un gesto exagerado de inocencia atónita. La muchacha titubeó unos instantes, una tenue sombra de temor en su rostro, y sin decir una palabra se retiró, cerrando la puerta sin hacer un solo ruido.
El espectáculo de otra mujer llorando, la segunda en lo que iba de noche, devolvió rápidamente a Quirke una porción considerable de sobriedad. Ofreció a Sarah su pañuelo, pero ella rebuscó en un bolsillo del vestido y sacó el suyo propio, que extendió ante él para que lo viera.
– Siempre llevo un pañuelo a mano -dijo-. Por si acaso -soltó una risa congestionada y se sonó, y de nuevo apoyó las manos en el fregadero para alzar el rostro hacia el techo con un gemido áspero y endurecido-. ¡Mírame, por Dios! De pie en la cocina de mi casa y llorando como una Magdalena. ¿Y por qué? -se dio la vuelta y lo contempló antes de menear la cabeza-. Ay, Quirke. No tienes remedio.
Reconfortado por su sonrisa llorosa, Quirke alzó una mano para acariciarle la mejilla, pero ella apartó la cabeza bruscamente, sin sonreír.
– Demasiado tarde, Quirke -dijo con voz tensa, endurecida-. Son veinte años de retraso.
Se guardó el pañuelo en la manga del vestido, se quitó el delantal y lo dejó en el aparador, quedándose un instante con la mano sobre la tela, como si fuese la cabeza de un niño, la mirada baja y apagada. Quirke la miró. Ella al final era más fuerte que él, mucho más fuerte. De nuevo hizo ademán de rozarla, pero ella de nuevo se separó de él, y él dejó caer la mano. Entonces dio ella un leve respingo y salió de la cocina.
Quirke se quedó donde estaba durante un minuto entero, mirando el vaso. Le desconcertaba que con los demás las cosas nunca salieran como parecía elemental que saliesen, o como había parecido que iban a salir. Le invadía la acalorada y culpable sensación de haber enredado sin el debido esmero con algo demasiado delicado, demasiado fino para la torpeza de sus dedos. Dejó el vaso diciéndose que era hora de marcharse sin volver a cruzar una sola palabra con nadie. Estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando ésta se abrió bruscamente y entró Mal.
– ¿Qué es lo que le has dicho? -le espetó. Quirke vaciló a la vez que procuraba no reírse: Mal representaba en esos momentos, teatralmente y a la perfección, el papel del marido ofendido-. ¿Y bien? -volvió a decirle.
– Nada, Mal -dijo Quirke, tratando de parecer al tiempo inobjetable y contrito.
Mal lo estudió con atención.
– Eres un broncas, Quirke -le dijo en un tono inesperadamente llano, casi con toda naturalidad-. Apareces en mi casa borracho como un cesto precisamente la noche en que mi padre…
– Mira, Mal…
– ¡A mí no me vengas con ésas!
Dio un paso al frente y se plantó delante de Quirke, respirando con fuerza por la nariz, con los ojos hinchados tras las gafas. Maggie apareció en la puerta y repitió la aparición de Phoebe. Al ver a los dos hombres en actitud de clara confrontación, también ella se retiró, aunque con una mirada de regocijo.
– Éste no es tu sitio, Quirke -dijo Mal, hablando con llaneza-. Tú a lo mejor crees que sí, pero éste no es tu sitio.
Quirke hizo un amago de pasar por delante de él, pero Mal le plantó una mano en el pecho. Quirke dio un paso atrás. Tuvo una súbita visión: los dos enzarzados con torpeza en una pelea, jadeando, balanceándose de un lado a otro, en un enfurecido abrazo de púgiles cansados. Las ganas de reír fueron más intensas que nunca.
– Oye, Mal -le dijo-. Yo me he limitado a traer a Phoebe a casa, nada más. No debería haberla llevado a esa taberna. Lo lamento. ¿De acuerdo? -Mal volvía a apretar con fuerza los puños. Parecía el malvado frustrado de una película muda-. Mal -dijo Quirke, procurando dar convicción a sus palabras-, no tienes ningún motivo para odiarme.
– Eso seré yo quien lo juzgue -dijo Mal rápidamente, como si ya supiera lo que Quirke estaba a punto de decir-. Quiero que te apartes de Phoebe. No voy a permitir que la conviertas en otra versión de ti mismo. ¿Lo has entendido?
Se hizo el silencio entre ambos, un silencio pesado, animal. Ambos oían con nitidez el latir de la sangre en sus sienes, Mal debido a la ira, Quirke por efecto del mucho whisky que llevaba entre pecho y espalda. Quirke entonces dio un rodeo por delante de su cuñado.
– Que tengas buenas noches, Mal -le dijo con un tono cargado de ironía. De camino a la puerta hizo un alto y se dio la vuelta, para hacerle una pregunta en tono marcadamente ligero, de mera conversación intrascendente.
– ¿Era Christine Falls paciente tuya?
Mal pestañeó; los párpados brillantes cayeron con una curiosa languidez sobre las órbitas oculares hinchadas.
– ¿Cómo dices?
– Christine Falls. La que murió. ¿Era paciente tuya? ¿Por eso estabas abajo en el departamento ayer por la noche, enredando en los expedientes? -Mal no dijo nada. Permaneció tal como estaba, mirándolo con sus ojos apagados, protuberantes-. Espero que no hayas hecho ninguna fechoría, Mal. Los casos de negligencia pueden pasar facturas muy elevadas.
Estaba en el vestíbulo, esperando a que Maggie le llevase la gabardina y el sombrero. Si se diera prisa, podría llegar a McGonagle antes de la hora de cierre. Allí aún encontraría a Barney Boyle seguramente más bebido que nunca, pero sabía cómo manejar a Barney si estaban los dos solos, sin que Phoebe ni nadie por el estilo le hiciera perder los estribos. También era posible que se encontrase con alguna mujer a la que pudiera persuadir para irse con él al piso, siempre y cuando pudiera pasarla de rondón por delante del insomne señor Poole y de su esposa, la sorda siempre alerta.
Vaya vida, pensó con cólera y autocompasión de borracho. Vaya desastre de vida que llevo.
Maggie llegó con sus cosas, musitando algo para sí. Le tendió la gabardina y él volvió a preguntarle qué tal estaba, convencido de que lo hacía por primera vez. Ella chasqueó la lengua en un gesto de irritación y le dijo que más le valía marcharse a su casa a dormir la mona.
Se acordó de algo, un recuerdo en la bruma.
– Esa chica de la que me hablaste antes -dijo-. ¿De qué se trata?
Ella frunció el ceño mirando el cuello de su gabardina antes de dársela.
– ¿Cómo dice?
Trataba de acordarse de lo que había dicho.
– La que ha muerto, dijiste. ¿De quién me hablabas?
Ella se encogió de hombros.
– No sé qué Falls.
Él miró la copa de su sombrero, la oscuridad grasicnta del interior. Falls, Christine Falls. Otra vez ese nombre. A punto estaba de hacerle otra pregunta cuando oyó una voz imperiosa a sus espaldas.
– ¿Y tú adónde te crees que vas?
Era Phoebe.
– A mi casa -mintió.
– ¿Dejándome aquí plantada con toda esta gente? Ni lo sueñes.
Maggie emitió un sonido que podría haber sido de burla. Phoebe, meneando la cabeza con falsa incredulidad ante la decisión de Quirke, resuelto a dejarla allí plantada, tomó un echarpe que estaba colgado del remate de la escalera y se lo echó sobre los hombros. Con firmeza le tomó de la mano.
– Llévame contigo, grandullón.
Maggie pareció de pronto agitada.
– ¿Y yo qué digo si me preguntan? -dijo con una vocecilla aguda.
– Diles que me he escapado con un marinero -le dijo Phoebe.
En la calle, la noche se había tornado fresca, y Phoebe se arrimó a él según echaban a caminar. Por encima de la luz de las farolas, los álamos frondosos que jalonaban la calle tenían un aspecto espectral, a lo cual se sumaba el seco susurro de las hojas. Todas las copas que llevaba Quirke trasegadas empezaron a agriársele con el frío de la noche, y notó una viscosa melancolía que le corría por las venas. También Phoebe parecía abatida de pronto. Estuvo callada un buen rato.
– ¿Por qué os habéis peleado mi madre y tú? -le preguntó al cabo.
– No nos hemos peleado -contestó Quirke-. Era una conversación entre adultos, nada más.
Ella chasqueó la lengua.
– No me digas. Pues vaya conversación -le apretó ansiosamente el brazo-. ¿Le estabas diciendo que todavía la amas, y que lamentas haberte casado con su hermana, en vez de casarte con ella?
– Chiquilla, me parece que lees demasiadas revistuchas.
Ella bajó la mirada y rió. El aire de la noche a él le daba de lleno, y se dio cuenta de que estaba muy cansado. Había sido un día muy largo. Por el ansia con que ella se le aferraba del brazo temió que distara mucho de haber terminado. Tendría que reducir el consumo de alcohol, se dijo con severidad, mientras otra parte de su mente se rió de él en son de chanza.
– El abuelo te tiene mucho más aprecio a ti que a mi padre, ¿verdad? -dijo Phoebe. Como él no contestaba, volvió a la carga-. ¿Cómo fue eso de ser huérfano?
– Devastador.
– ¿Te pegaban en aquel sitio al que fuiste a estudiar interno en Connemara? ¿Cómo se llamaba…?
– Escuela Industrial de Carricklea, así se llamaba. Sí, claro que nos pegaban. ¿Por qué no iban a pegarnos?
Sordos golpes del cuero en la carne a la luz grisácea de la mañana, las ventanas inmensas, desnudas, por encima de él, como testigos indiferentes que contemplasen una escena más, una entre tantas, de dolor y humillación. Había sido ya entonces de talla suficiente para defenderse de los otros internos, pero los frailes eran harina de otro costal: contra ellos no había defensa posible.
– ¿Hasta que el abuelo fue en tu auxilio y te rescató? -Quirke no dijo nada. Ella le zarandeó del brazo-. Anda, cuéntamelo.
Él se encogió de hombros.
– El juez formaba parte del comité de visitas -dijo-. Se interesó por mí, vaya usted a saber por qué, y me sacó de Carricklea para llevarme a una escuela como es debido. Prácticamente me adoptó. Bueno, me adoptaron él y la yaya Griffin.
Phoebe guardó silencio, pensativa, durante una docena de pasos.
– Tú y mi padre tuvisteis que ser como hermanos.
Quirke se rió con ganas.
– No creo que le hiciera ninguna gracia oírtelo decir ahora.
Se detuvieron en una esquina, bajo la luz granulosa de una farola. La noche estaba en silencio, las casas grandes cerradas a cal y canto tras los setos, las ventanas a oscuras en todas ellas, con muy contadas excepciones.
– ¿Tienes alguna idea de quiénes eran tus padres, quiero decir los de verdad? -preguntó Phoebe.
Él se encogió de hombros, de nuevo.
– Hay cosas peores -dijo al cabo de un momento- que ser huérfano.
Titilaba una luz entre las hojas, por encima de ellos. Era la luna. Él tembló, tenía frío. ¡Qué distancias, qué honduras! Hubo entonces un movimiento indefinido, y Phoebe de súbito lo había rodeado con ambos brazos y lo estaba besando en toda la boca, con avidez y con torpeza. Le olía el aliento a ginebra, y a algo más, que él creyó que podría ser caramelo. Percibió sus senos contra su pecho, y las ballenas tensas de su ropa interior. La apartó.
– ¿Qué estás haciendo? -exclamó, y se pasó la mano con violencia sobre la boca. Ella se plantó ante él, mirándolo pasmada, como si le vibrase todo el cuerpo, como si acabase de darle una bofetada. Intentó decir algo, pero la boca se le desencajó, y con lágrimas en los ojos se volvió en redondo y echó a correr hacia la casa. Él también se dio la vuelta y reanudó sus pasos de borracho en dirección opuesta, con las piernas rígidas, bufando, sus zancadas presurosas como las de un hombre que se da a la fuga.
A Quirke le gustaba McGonagle sobre todo a primera hora de la noche, cuando sólo se habían juntado en el local algunos clientes habituales, el tipo flaco al final de la barra, repasando las páginas de las carreras y rascándose la entrepierna con aire meditabundo, o el poeta borrachín y ligeramente famoso, con gorra de tela y botas claveteadas, que miraba furibundo una centella de luz dorada al fondo de su vaso de whisky. Se podía leer la página de recordatorios del Evening Mail – Mami querida aún te echamos en falta, nunca supimos que estabas tan mala- o disfrutar de los chistes malísimos que contaba Davy, el barman, con su carraspera de siempre. Era un sitio apacible, se estaba tranquilo en el banco corrido, manchado, de terciopelo rojo, que olía a vagón de ferrocarril, ojeando el panorama, adormeciéndose, apaciguado por el whisky y el humo del tabaco y la perspectiva de las largas horas de holganza hasta el momento del cierre. Y así, cuando esa noche en particular oyó que alguien se acercaba a su mesa y se detenía, y alzó los ojos y vio que era Mal, no supo qué le invadió con más fuerza, si la sorpresa o la irritación.
– ¡Caramba! ¡Mal! ¿Qué pintas tú aquí?
Mal se sentó en un taburete bajo sin que mediara invitación, y señaló el vaso de Quirke con un gesto.
– ¿Qué es eso?
– Whisky -dijo Quirke-. Se llama whisky, Mal. Se destila a partir de ciertos granos de cereal. Te embriaga.
Mal levantó una mano y Davy se acercó, agachándose con aire lastimoso y sorbiéndose una gotita plateada que le colgaba de la nariz.
– Tomaré uno de éstos -dijo Mal, señalando el vaso de Quirke-. Un whisky -del mismo modo podría haber pedido un cuenco de sangre para el sacrificio.
– Eso está hecho, jefe -dijo Davy, y se marchó.
Quirke observó a Mal, que a su vez observaba la taberna y fingía interesarse por cuanto veía. Se le notaba incómodo. Ciertamente, por lo común se le veía más o menos incómodo casi en cualquier situación, pero de un tiempo a esta parte era más corriente verle así. Cuando Davy le llevó su copa, Mal rebuscó la cartera en un bolsillo; para cuando la encontró, Quirke ya había pagado su consumición. Mal dio un sorbo con precaución y procuró no torcer el gesto. Su mirada extraviada terminó por posarse en el ejemplar del Mail que descansaba sobre la mesa.
– ¿Trae algo el periódico? -preguntó.
Quirke rió.
– ¿Qué pasa, Mal? ¿Qué es lo que quieres? -le dijo.
Mal apoyó ambas manos sobre las rodillas y frunció el ceño a la vez que sacaba el labio inferior como un escolar ya entrado en años al que se le pidiera rendir cuentas. Quirke se preguntó, y no por primera vez, cómo era posible que ese hombre hubiera llegado a ser el especialista en ginecología más renombrado del país. No podía deberse todo a la más que considerable influencia de su padre. ¿O tal vez sí?
– Esa chica -dijo Mal de repente, lanzándose a responder-… Christine Falls. Espero que no hayas estado hablando de ella… por ahí.
A Quirke no le sorprendió.
– ¿Por qué? -dijo.
Mal se arrugaba inconscientemente la tela de las rodillas del pantalón. Tenía clavada la mirada, aun sin ver nada, en la mesa y el periódico. El sol de la tarde había encontrado una mella en algún punto de la ventana pintada, a la entrada del bar, y depositaba un rombo de luz, grueso y tembloroso, en la moqueta, al lado de donde estaban sentados.
– Trabajaba en la casa -dijo Mal en voz tan baja que fue casi un susurro, y se llevó el dedo al puente de las ¿fas.
– ¿Cómo? ¿En tu casa?
– Durante una temporada. Limpiaba, ayudaba a Maggie…, ya sabes -con cautela, dio otro sorbo a la copa y se miró en el gesto de colocar de nuevo el vaso sobre el posavasos de corcho, depositándolo como le pareció que debía-. No quisiera que se hablara de eso.
– ¿De eso?
– De su muerte, ya me entiendes, de todo ese asunto. No me gustaría que se comentase, y menos aún en el hospital. Tú ya sabes cómo es el hospital, los chismorreos de las enfermeras.
Quirke se retrepó en el banco y examinó a su cuñado, encaramado frente a él sobre un taburete, con evidente dolor de corazón, preocupado, estirando el cuello que ya era bastante largo, la nuez rebotándole por encima del nudo de la corbata.
– ¿Qué es lo que sucede, Mal? -le dijo sin aspereza-. Vienes de repente a una taberna, te pones a beber whisky y me insistes en que no hable de una chica que ha muerto. No te habrá dado la ventolera de hacer alguna cosa rara, ¿verdad?
Mal le lanzó una breve mirada asesina.
– ¿Una cosa rara? ¿Qué quieres decir?
– Yo no lo sé, ya me lo dirás tú. ¿Era tu paciente, sí o no?
Mal se encogió de hombros con pesadumbre, a medias con desamparo, a medias con enojo manifiesto.
– No. Bueno, sí. Yo fui más o menos… Yo cuidaba de ella. Me llamó su familia, de algún lugar del interior del país. Son agricultores, dueños de un pequeño terreno. Gente sencilla. Envié una ambulancia. Cuando llegó allí, ella había muerto.
– De una embolia pulmonar -dijo Quirke, y Mal levantó la cabeza con brusquedad, mirándolo fijamente-. Estaba en su expediente.
– Ah -dijo Mal-. Sí, eso es -suspiró y tamborileó con los dedos de una mano sobre la mesa, a la vez que volvía a mirar vagamente en derredor-. Tú no lo entiendes, Quirke. Tú no tratas con los vivos. Cuando se te mueren, y sobre todo los jóvenes, te sientes… a veces sientes que has perdido… no sé cómo decirlo. A uno de los tuyos -volvió a clavar la mirada en Quirke, en un angustiado llamamiento, pero sin perder el resto de enojo; el señor Malachy Griffin no estaba acostumbrado a tener que rendir cuenta de sus actos-. Lo único que te pido es que no hables de ello en el hospital.
Quirke le devolvió una mirada franca. Así permanecieron largos instantes, uno frente al otro, hasta que Mal bajó la mirada. Quirke no se había dejado convencer por su explicación sobre la muerte de Christine Falls, y en esos momentos se preguntaba por qué no le extrañaba que le resultara imposible de creer. Lo cierto es que poco menos que había olvidado todo lo relativo a Christine Falls hasta el momento en que apareció Mal y se puso a hablar de ella. A fin de cuentas, no dejaba de ser sino un cadáver más. Los muertos, para Quirke, eran legión.
– Tómate otra copa, Mal -dijo.
Pero Mal dijo que no, que tenía que marcharse, que Sarah lo esperaba en casa, que estaban invitados a cenar fuera y tenía que cambiarse, y… Se le agotaron las explicaciones y permaneció mirando a Quirke sin poder evitarlo, con una expresión de desesperación teñida de leve sufrimiento, de manera que Quirke creyó que debería hacer algo, extender la mano y dar una palmada sobre la de su cuñado, tal vez, u ofrecerle su ayuda para ponerse en pie. Sin embargo, Mal pareció darse cuenta de lo que a Quirke se le estaba pasando por la cabeza, de modo que retiró las manos de la mesa y se puso en pie con prisa, con la misma prisa con que se marchó.
Quirke se quedó pensativo. Cierto que no le inquietaban apenas las circunstancias exactas en que se hubiera producido la muerte de la chica, pero le interesaba en cambio lo mucho que obviamente inquietaban a Mal. Así, más avanzada la noche, cuando se marchó de la taberna, no del todo sobrio, aunque tampoco borracho, no fue derecho a su casa. Fue en cambio al hospital y abrió su despacho y buscó en el archivador, deseoso de leer una vez más el expediente de Christine Falls, sólo que el expediente ya no estaba allí.
Mulligan, el empleado del registro, estaba tomándose el descanso de media mañana. Estaba arrellanado en su silla con los pies sobre la mesa; leía un periódico y fumaba un cigarrillo; al alcance de la mano, en el suelo, tenía una taza de té humeante. El periódico era el People del domingo anterior; el artículo en que estaba absorto era de lo más jugoso, a propósito de un putón verbenero que vivía en Bermondsey, dondequiera que estuviera eso, y de su viejo y rico amante, que por lo visto se había llevado por delante a una vieja para quedarse con todo su dinero. Salía una foto del putón, una rubia grandullona con un vestidito tan escotado que los pechos parecían a punto de salirsele. Recordaba un poco a la enfermera de la planta de arriba, la que se había marchado el otro día a Estados Unidos, la que tenía debilidad por el jefe, sólo que… ¡càspita!, había bastado con que pensara en el jefe para que éste apareciera como un cohete, desmadejado y cabreado, como de costumbre. Tuvo que quitar los pies de la mesa y apagar el cigarro y embutir a toda prisa el periódico en el cajón, todo en un visto y no visto, mientras Quirke esperaba en el umbral, con la mano en el pomo de la puerta, mirándolo con cara de pocos amigos.
– Un caso de emergencia -le dijo-. Se llama Falls, Christine. La otra noche mandaron una ambulancia a recogerla. En Wicklow, Wexford, un sitio de ésos.
El empleado, todo repentina actividad, fue a los archivos y extrajo el libro de registro del mes en curso, abriéndolo sobre la mesa casi a la vez que se lamía el pulgar y comenzaba a pasar las páginas.
– Falls -dijo-. Falls… -alzó los ojos-. F, A, L, L, S. ¿Es eso?
Quirke, todavía desde el umbral, todavía mirándolo con cara de pocos amigos, con ojo de bacalao, asintió con un gesto.
– Christine -dijo-. Fallecida a su llegada.
– Pues lo siento, señor Quirke. Aquí no hay ningún Falls, nadie que se apellide así y hayan traído del interior del país -Quirke se quedó pensativo, volvió a asentir e hizo ademán de marcharse-. Un momento -dijo el empleado, señalando una página-. Aquí está: Christine Falls. Si es que se trata de la misma, porque ésta no vino del campo. La recogieron en la ciudad. Exactamente a la una y cincuenta y siete de la madrugada, en Crimea Street, en Stoney Batter. El número diecisiete. La titular del alquiler es -miró más de cerca-… una tal Dolores Moran.
Alzó los ojos con una sonrisa modestamente triunfal: una tal Dolores Moran. Se sintió orgulloso de haberlo dicho, esperando al menos un gesto de gratitud por haber estado tan atento. Pero no recibió ningún agradecimiento, claro que no. Quirke se limitó a tomar una hoja y un bolígrafo de la mesa para anotarlo. Se dio la vuelta para marcharse, pero hizo una pausa y vio la taza de té en el suelo, junto a la silla.
– Veo que está usted ocupado -dijo con retranca.
El empleado se encogió de hombros por toda disculpa.
– No hay mucho que hacer a esta hora de la mañana -y cuando Quirke se hubo marchado, cerró de un portazo con toda la violencia a la que pudo atreverse. «Qué sarcàstico el muy cabronazo», murmuró. ¿Quién sería esa Christine Falls?, se preguntó, ¿y por qué le interesaba tanto al jefe? Alguna furcia ambulante, seguro, a la que se tiraba de vez en cuando. Rió para sus adentros: una ambulancia para recogerá una ambulante. Se sentó a la mesa y a punto estaba de reanudar la lectura del periódico cuando volvió a abrirse la puerta y apareció de nuevo Quirke en el umbral.
– La tal Christine Falls -dijo-, ¿adónde la llevaron?
– ¿Qué? -dijo el empleado en voz demasiado alta, sin darse cuenta. Al ver la cara que había puesto Quirke se levantó deprisa-. Disculpe, señor Quirke. ¿Cómo ha dicho?
– El cadáver -dijo Quirke-. ¿Adonde se lo llevaron?
– Al Depósito Municipal de Cadáveres, creo yo -el empleado abrió el libro de registro que seguía sobre su mesa-. Correcto, al Depósito Municipal.
– Compruebe si todavía sigue allí, por favor. Si la familia no se ha hecho cargo, que la traigan.
El empleado se quedó boquiabierto.
– Tendré… tendré que cumplimentar los impresos -dijo, aun sin saber de qué impresos podía tratarse, ya que hasta ese momento nadie le había dicho nunca que recuperase un fiambre del depósito.
Quirke siguió impávido.
– Pues hágalo -dijo-. Usted cumplimenta los impresos y yo se los firmo -cuando ya salía se detuvo y se volvió-. Parece que se anima la mañana, ¿eh?
Después se preguntaría por qué, de los dos residentes de patología, pidió a Wilkins que se quedara y le echara una mano, pero no le fue difícil dar con la respuesta. Sinclair, el judío, era mejor en cuestiones de técnica, pero Wilkins, el protestante, era más de fiar. Wilkins no hacía preguntas. Se limitó a examinarse las uñas y a decir, con estudiado retraimiento, que le vendría bien un día libre adicional el siguiente fin de semana, para ir a su casa, a Lismore, y visitar a su madre, viuda. No le pareció una petición irracional, aun cuando ya llevasen cierto atraso acumulado en el trabajo, y Quirke, como era natural, tuvo que concedérsela, si bien el intercambio de favores rebajó a Wilkins un par de puntos en su estima, y lamentó no habérselo pedido a Sinclair. Éste, con su sonrisa sardónica y su ácido ingenio, trataba a Quirke con un leve pero inconfundible deje de desdén. Habría pecado de orgullo y no le habría pedido nada a cambio de la ayuda prestada, en lo que sin duda le habría parecido solamente otro de los inexplicables caprichos de Quirke.
Se dio el caso de que Christine Falls apenas tardó nada en revelar su pobre secreto. El cadáver fue devuelto desde el depósito a las seis, y aún no eran las siete cuando Wilkins se lavó las manos y se marchó con su paso de costumbre, como si tuviera los pies planos y además caminase con sigilo de furtivo. Quirke, todavía con la bata puesta y con el delantal de caucho verde, se quedó sentado en un taburete junto al alto fregadero de acero, fumándose un cigarrillo, pensando. Fuera aún se percibía la luz del crepúsculo, lo sabía, pero allí dentro, en una sala sin ventanas que siempre le recordaba a una inmensa cisterna vacía, encastrada en las profundidades, bien podría haber sido medianoche. El grifo del agua fría de uno de los fregaderos tenía un goteo lento e incurable, y un tubo fluorescente de la lámpara que iluminaba la mesa de disección parpadeaba con un zumbido constante. Bajo aquella luz cruda y granulosa, el cadáver que había sido Christine Falls estaba tendido boca arriba, el tórax y el abdomen abiertos como una bolsa de viaje, dejando a la vista las entrañas relucientes.
A veces le daba la impresión de que prefería los cuerpos de los muertos a los de los vivos. Sí, alimentaba una suerte de admiración por los cadáveres, máquinas de piel cérea, blandas, repentinamente interrumpidas. Estaban perfeccionadas cada una a su manera, sin que importase lo deterioradas o corrompidas que estuvieran, y eran en todo tan impresionantes como cualquier mármol de la antigüedad. También sospechaba que se les iba pareciendo cada vez más, que incluso en cierto modo iba convirtiéndose en uno de ellos. Se miraba las manos y le parecía que tuvieran la misma textura inerte, maleable, porosa, de los cadáveres con los cuales trabajaba, como si parte de su sustancia se le fuera asimilando poco a poco, pero sin descanso. Sí, le fascinaba el mudo misterio de los muertos. Cada cadáver era portador de su secreto privativo, la causa precisa de su muerte, un secreto cuyo cometido consistía en desentrañar. Para él, la chispa de la muerte era en todo tan vital como la chispa de la vida.
Golpeó el cigarrillo encima del fregadero y un gusano de ceniza cayó suavemente hasta posarse en el fondo del agua, con un débil siseo. La autopsia sólo había confirmado lo único que, ahora se daba cuenta, ya sospechaba antes. Pero ¿qué iba a hacer con ese conocimiento? ¿Y por qué, en todo caso, debía hacer algo al respecto?
Crimea Street era como cualquier otra de las calles de los alrededores, dos hileras de viviendas de artesanos y menestrales construidas en terrazas, con ventanas bajas, visillos de encaje y puertas estrechas. Quirke caminaba en el crepúsculo de final del verano, contando los números de las casas en silencio. Todo estaba en calma, bajo un cielo aún iluminado, cercado en el horizonte por nubes del color del cobre. Delante del número doce, un tipo tocado con una gorra plana y un chaleco en los que se veía incrustada la suciedad de años sin cuento depositaba una carga de estiércol de caballo, de la caja de un carro inclinado, en uno de los lados de la acera. Llevaba sujetas las perneras del pantalón por debajo de la rodilla con dos cordeles de bramante. Por qué motivo, se preguntó Quirke: ¿para impedir tal vez que las ratas se le subieran por la pernera? En fin, ciertamente había formas de ganarse el sustento peores que la anatomía patológica. Cuando llegó a su altura, el carretero hizo una pausa y se apoyó sobre el mango de la pala, para quitarse la gorra y airearse el cuero cabelludo a la vez que escupía a la calzada con aire amistoso, comentando que hacía una tarde brumosa. El burro del tiro estaba inmóvil, la mirada gacha, como si tratase de estar en otro sitio y no allí. El animal, el hombre, la luz del atardecer, el olor acre del estiércol humeante, todo se entreveraba para insinuar a Quirke algo que no se le alcanzaba recordar, algo del pasado más remoto, que aleteaba en la punta de su memoria, hipnótico e inasequible. Todo el pasado más lejano de Quirke, su infancia y su orfandad, era precisamente así, una ausencia preñada de consecuencias, un vacío resonante.
En la casa de la tal Moran tuvo que llamar dos veces antes de que alguien contestara, e incluso entonces se abrió la puerta sólo una rendija. Lo miraba por la abertura con un único ojo teñido de hostilidad.
– ¿Señorita Moran? -preguntó-. ¿Dolores Moran?
– ¿Quién lo pregunta? -tenía una voz carrasposa.
– Me llamo Quirke. Se trata de Christine Falls.
– ¿Chrissie? -dijo-. ¿Qué le pasa?
– ¿Puedo hablar un momento con usted?
Ella volvió a callar, pensativa.
– Espere -dijo, y cerró la puerta. Al cabo de un minuto volvió a aparecer con el bolso en la mano y la chaqueta puesta, y con una estola de zorro en torno al cuello, a un extremo de la cual se veía la cabecita afilada del animal y las pequeñas zarpas. Llevaba un vestido de flores, demasiado juvenil para ella, y unos zapatos blancos, grandes, de tacón alto y grueso. Tenía teñido el pelo de un castaño cobrizo. Percibió una vaharada de perfume y olor a tabaco rancio. Una boca de carmín, el labio superior en forma perfecta de arco de Cupido, aparecía pintada encima de la boca real. Sus ojos y los del zorro eran pasmosamente iguales, pequeños, negros, relucientes.
– Pues vamos, Quirke -dijo-. Si quiere hablar conmigo podrá invitarme a tomar algo.
Lo llevó a una taberna llamada Moran -«No es familia», dijo secamente-, un antro reducido, en penumbra, medio desmoronado, con el suelo cubierto de serrín. A pesar de la bonanza del atardecer ardía en la chimenea un trípode de tochos de carbón vegetal, y el aire estaba viciado y espeso por el humo. A Quirke enseguida comenzaron a llorarle los ojos. Dentro encontraron a un puñado de parroquianos, todos hombres, todos solos, todos acodados ante sus bebidas. Uno o dos alzaron la mirada con escaso interés cuando entró Quirke con la mujer. El tabernero, gordo y calvo, saludó con un gesto a Dolly Moran y miró a Quirke de arriba abajo, deprisa, evaluándolo y fijándose en su traje de buen corte, en sus zapatos caros; Moran no era un local en el que un médico especialista del Hospital de la Sagrada Familia pudiera pasar fácilmente inadvertido, aun cuando su especialidad fuesen los muertos. Dolly Moran pidió ginebra con agua. Se llevaron las bebidas a una mesita de una esquina. Los taburetes de tres patas eran bajos, y Quirke miró el suyo con dudas, pues no sería el primer asiento frágil que cediera bajo su peso. Dolly Moran se quitó la estola de piel y la dejó enroscada sobre la mesa. Cuando Quirke le arrimó el encendedor al cigarrillo, le puso la mano sobre la suya y le miró a través de la llama con lo que pareció una reticencia velada, un saber experimentado. Alzó la copa.
– Salud -dijo, y bebió, y luego se llevó con coquetería un dedo a una comisura y a la otra de la boca pintada. Se le pasó por la cabeza un pensamiento y torció el gesto, formándosele un arco de arrugas encima de una ceja-. No será usted un polizonte, ¿verdad? -él se rió-. No -añadió ella, tomando su encendedor de plata de la mesa y sopesándolo en la palma de la mano-, ya sabía yo que no.
– Soy médico -dijo-. Patólogo. Trabajo con…
– Sé con qué trabaja un patólogo -dijo ella. Parecía a la defensiva, pero ese velo de reticencia socarrona y sabia cayó de nuevo sobre sus ojos-. Bien. ¿Por qué le interesa Chrissie Falls?
Él pasó un dedo por el borde del vaso. El zorro enroscado sobre la mesa lo miraba con ojos opacos. Él dijo:
– Se alojaba con usted, ¿cierto?
– ¿Quién le ha dicho eso?
Se encogió de hombros.
– ¿Usted ha nacido por aquí? -preguntó él-. ¿En esta parte de la ciudad?
El taburete aguantaba su peso, pero era demasiado reducido. Se sobraba por toda la circunferencia. Era demasiado grandullón para este mundo, demasiado corpulento, pesado, torpe. Por algún motivo pensó en Delia, en su difunta esposa.
Dolly Moran se reía de él en silencio.
– ¿Seguro que no es usted un detective? -dijo. Se terminó la copa y le alargó el vaso-. Tráigame otra y dígame por qué quiere saber algo sobre Chrissie.
Hizo girar el vaso vacío en la mano, estudiando las luces mortecinas de la chimenea que se reflejaban en el cristal.
– Sólo por curiosidad -dijo-, eso es todo.
– Pues qué pena que no tuviera más curiosidad por ella y que no fuera antes -se le había endurecido la voz-. Tal vez así aún estaría viva.
– Ya le he dicho -comentó con suavidad, estudiando todavía el vaso de ginebra- que soy patólogo.
– Sí -dijo ella-. Lo suyo son los muertos. No dan problemas -cruzó las piernas con impaciencia-. ¿Me trae otra copa, sí o no?
Cuando volvió de la barra ella había tomado otro cigarrillo de la pitillera de plata que él dejó sobre la mesa, y estaba prendiéndolo con su encendedor. Lanzó una bocanada de humo hacia el techo ya ahumado.
– Sé quién es usted -dijo. Él interrumpió el acto de sentarse y la miró con sorpresa. Sus ojos, y los del zorro, no perdían detalle de él, y no parpadeaban, alerta, relucientes en todo momento. Su expresión de no entender nada pareció ser una gratificación para ella-. Yo trabajaba para los Griffin.
– ¿Para el juez Griffin?
– Para él también.
– ¿Cuándo fue?
– Hace mucho tiempo. Primero en casa del juez, luego con el señor Mal y su señora, durante una temporada, cuando regresaron de Estados Unidos. Yo cuidaba de la niña mientras ellos encontraban casa.
– ¿Phoebe?
¿Cómo era posible, se dijo, que no la recordase? Tenía que haber desaparecido por la embocadura de una botella de whisky, como tantas otras cosas de aquel entonces.
Dolly Moran seguía sonriendo al recordar el pasado.
– ¿Qué tal está?
– ¿Phoebe? -dijo él de nuevo-. Muy crecida. Cumplirá veinte años el año que viene. Ya tiene novio.
Ella meneó la cabeza.
– Era temible la señorita Phoebe. Pero era toda una señora. Ya de pequeñita, desde luego, toda una señora.
Quirke se sentía como el cazador a punto de dar con una gran presa, en el momento en que separa con cautela los matorrales y apenas se atreve a respirar, aunque ¿de qué le estaba hablando ella exactamente?
– ¿Es así como conoció a Christine Falls? -preguntó, y procuró decirlo con un tono despreocupado, como si tal cosa-. ¿Por medio de los Griffin?
Ella no respondió todavía. Seguía perdida en el pasado. Cuando volvió al presente lo hizo con un destello de ira.
– Se llamaba Chrissie -le espetó-. ¿Por qué se empeña en llamarla Christine? Nadie la llamaba así. Se llamaba Chrissie. Y yo me llamo Dolly.
Lo fulminó con una mirada, pero él siguió a la carga.
– ¿Fue el señor Griffin, quiero decir el doctor Griffin, Malachy, fue él quien le encargó que la cuidara?
Ella se encogió de hombros y se volvió de lado. Su ira se tornó hosquedad.
– Ellos pagaban su alquiler y manutención -dijo.
– ¿Así que el doctor Griffin sigue en contacto con usted?
Un gruñido de desprecio.
– Cuando me necesita -dio un sorbo a su bebida. Él notó que se le escapaba de las manos el impulso del primer momento.
– Le he practicado la autopsia -dijo-. A Chrissie. Sé cómo murió -Dolly Moran se había refugiado en su interior, los brazos cruzados sobre el pecho, la cara vuelta a un lado-. Dígame, señorita Moran… Dígame, Dolly. ¿Qué sucedió aquella noche?
Ella meneó la cabeza, a pesar de lo cual se lo dijo.
– Algo se torció. Estaba sangrando, las sábanas estaban encharcadas. Dios, qué miedo pasé. Tuve que recorrer tres o cuatro calles hasta la cabina del teléfono. Cuando volví ella estaba muy mal.
Él alargó la mano como si fuese a tocarla, pero la retiró.
– Llamó usted al doctor Griffin -dijo- y él envió una ambulancia.
Se enderezó en ese momento, colocando las manos sobre los muslos y arqueando la espalda, a la vez que erguía la cabeza y respiraba hondo por la nariz.
– Fue demasiado tarde -dijo-. Me di perfecta cuenta. Se la llevaron -hizo un gesto de impotencia-. Pobre Chrissie. No era mala gente. En fin, ¿quién sabe? Tal vez fuese lo mejor para ella. ¿Qué clase de vida iba a haber llevado, tanto ella como la cría?
Los tres tochos de carbón apilados en precario se vinieron abajo, y una espesa humareda revocó por debajo de la repisa. Quirke se llevó los vasos a la barra. Cuando volvió a la mesa tosía para limpiarse de humo la garganta.
– ¿Qué fue de la cría? -preguntó.
Dolly Moran no pareció haberle oído.
– Yo conocí a una chica que tuvo un bebé del mismo modo -dijo sin mirar a ninguna parte-. Se lo arrebataron, lo llevaron a un hospicio. Descubrió dónde estaba. Iba allí a diario y se quedaba frente al patio de recreo, mirando a través de los barrotes, tratando de reconocer a su chico entre todos los demás. Fue allí durante años y más años, hasta que se enteró de que mucho tiempo atrás se lo habían llevado de allí -permaneció en silencio unos instantes, se desperezó y le sonrió de un modo repentino, casi amistoso-. ¿Ve usted alguna vez a la señora Griffin? -preguntó-. A la señora de Mal, quiero decir. ¿Qué tal está? Siempre me cayó bien. Siempre fue amable conmigo.
– Yo me casé con su hermana -dijo.
Ella asintió.
– Lo sé.
– También ella murió -dijo Quirke-. La hermana de la señora Griffin. Mi esposa. Delia. Murió al tener un hijo, igual que Christine.
– Querrá decir Chrissie.
– Chrissie, claro -extendió de nuevo la mano y esta vez sí se la tocó, dándole una levísima palmadita en el dorso, palpando muy fugazmente la textura de su piel envejecida, como el papel, sin calor propio-. ¿Quién era el padre, Dolly? ¿Quién era el padre de la hija de Chrissie?
Ella retiró la mano y se la escrutó con atención, como si contase con ver en ella las huellas de sus dedos, las hendiduras. Luego miró alrededor a la vez que pestañeaba, como si de repente hubiese olvidado de qué estaban hablando. Rápidamente recogió sus cosas y se puso en pie.
– Me marcho -dijo.
El cielo ya estaba oscurecido, con la excepción de un último trazo carmesí, muy bajo, al oeste, que ambos vieron repetido al final de cada una de las sucesivas calles que atravesaron. El aire de la noche tenía la mordiente del otoño, y Dolly Moran, con su vestido liviano, se ajustaba la estola de piel contra el cuello y enlazaba su brazo en el de Quirke al caminar, apretándosele en busca de calor. Alguna vez había sido una mujer joven. Él pensó en Phoebe, en su cuerpo cimbreño y arrimado contra el suyo cuando recorrían Stephen's Green.
La puerta del número doce estaba abierta, se veía un vestíbulo angosto e iluminado. Un hombre en mangas de camisa cargaba a paletadas el estiércol del montón en una carretilla. Por toda la entrada había hojas de periódico extendidas. Quirke se embebió de la escena -el vestíbulo iluminado, los periódicos por el suelo, el hombre inclinado y cargando el estiércol- y, nuevamente, algo le habló de su pasado perdido.
– Lo tengo todo escrito -dijo DoIIy Moran. A pesar del hedor del estiércol en la calle aún percibía el olor a ginebra en su aliento-. Me refiero a Chrissie, lo tengo todo escrito. Una especie de diario, si se quiere. Está a buen recaudo -se le ensombreció el tono de voz-. Y sé adonde debo enviarlo en caso de que suceda algo -él notó el tenue escalofrío que tuvo ella-. Quiero decir -añadió deprisa- si alguien algún día lo quisiera, claro está.
Llegaron a la puerta de su casa y ella rebuscó la llave en el bolso, entornando los ojos con pinta de miope, repentinamente avejentada. El le dio su tarjeta.
– Ahí tiene mi número -dijo-, el del hospital. Y ese otro es el de mi casa -sonrió-. Por si acaso sucediera algo.
Alzó el rectángulo de cartulina a la luz de la farola y en sus ojos asomó un brillo extraño, al mismo tiempo mortecino.
– Especialista en anatomía patológica -leyó en voz alta-. Ha llegado usted muy lejos.
Abrió la puerta y entró, aunque él aún no había terminado.
– ¿Le ayudó usted a dar a luz, Dolly? ¿Vio a Chrissie alumbrar a su hija? -ella no había encendido la luz del vestíbulo, y él apenas discernía su silueta en la oscuridad.
– No habría sido el primer parto en el que ayudase -él la oyó sollozar-. Una niñita muy pequeña.
Avanzó hacia la puerta pero se detuvo antes de cruzar el umbral, como si se encontrase con una barrera invisible. Ella estaba de espaldas a él, aún en la oscuridad, sin darse la vuelta.
– ¿Qué fue de ella?
Cuando habló, lo hizo con voz de nuevo endurecida.
– Olvídese de la niña -dijo, con una cadencia casi sibilina, subrayada por el hecho de que la voz le hablase desde las tinieblas.
– ¿Y el padre?
– Olvídese también del padre. Mejor dicho, al padre olvídelo de manera especial.
Con firmeza, pero sin violencia, empujó la puerta para cerrarla. Él dio un paso atrás y oyó el pestillo y luego el pasador del cerrojo.
Y por la mañana fue al registro e indicó a Mulligan, el empleado, que anotase en el libro que la ambulancia había recogido a Christine Falls no en Stoney Batter, sino en casa de sus padres. Mulligan se mostró reacio al principio. «Es un poco insólito, señor Quirke.» Pero éste fue inflexible. «Tiene que llevar en orden los registros, caballero -le dijo de manera cortante-. Aquí no consentimos ni la menor inexactitud. No estaría bien si se emprendiese una investigación». El empleado asintió sin mover un músculo. Sabía, y sabía que Quirke lo sabía, que anteriormente se habían producido otras inexactitudes, por decirlo con suavidad, cuando hubo que rehacer los expedientes sin que nadie lo supiera. Así pues, con la mirada vigilante del señor Quirke por encima del hombro, se puso a trabajar con una cuchilla de afeitar y una pluma de tajo de acero, al cabo de lo cual el registro indicaba que Christine Falls había sido recogida a la 1.37 de la madrugada del 29 de agosto en el número 7 de St. Finnan's Terrace, municipio de Wexford, y trasladada al Hospital de la Sagrada Familia, en Dublin, donde se certificó su fallecimiento nada más llegar, tras haber sufrido una embolia pulmonar cuando se hallaba hospedada en el domicilio de la familia.
El domingo por la mañana era para Quirke un pequeño intervalo de dulce resarcimiento por las opresiones de su niñez. Cuando estaba interno en Carricklea, y también después, cuando el juez lo sacó de allí y lo llevó junto con Mal al internado de St. Aidan, la mañana del Día del Señor era a su manera un nuevo tormento, distinto de los días laborables, pero igual de espinoso, si no peor. A lo largo de la semana al menos había cosas que hacer, las clases, la rutina agotadora del colegio, pero los domingos eran un desierto. Las plegarias, la misa, el sermón interminable, y luego el día larguísimo, sin particularidades, hasta la hora de las devociones vespertinas, con el rosario y un nuevo sermón como prólogo de la bendición y la hora de apagar las luces, y el pavor a que la mañana del lunes llegara una vez más. Ahora, sus domingos contenían otros rituales, todos ellos ideados por él, a los que podía dar variedad a su antojo, o bien olvidarse de ellos, o renunciar. La única constante era la prensa dominical, que compraba a un vendedor callejero, el jorobado de Huband Bridge, y con la cual, si hacía buen tiempo, se acomodaba en el viejo banco de hierro de allí al lado, junto a la esclusa, a leer y a fumar, concentrado sólo parcialmente en lo que ya eran noticias del día anterior.
Percibió que Sarah se aproximaba antes de levantar los ojos del papel, y la vio caminar hacia donde estaba por el camino de sirga. Vestía un abrigo de color burdeos y un sombrerito de estilo Robin Hood, con una pluma de adorno. Llevaba el bolso sujeto con ambas manos contra el pecho.
Caminaba cabizbaja, atenta a los charcos que había dejado la lluvia de la noche anterior, aunque también por no estar aún preparada para encontrarse con la mirada sorprendida de Quirke. Bien sabía dónde encontrarlo, pues Quirke era un animal de costumbres, aunque ya empezaba a lamentar el haber ido a buscarlo hasta allí. Cuando por fin miró al frente se dio cuenta de que él había adivinado cuáles eran sus sentimientos, y no se puso en pie para recibirla mientras se acercaba. Siguió sentado con el periódico abierto sobre las rodillas, mirándola con lo que a ella le pareció una sonrisa irónica, incluso un tanto despectiva, burlona.
– Vaya -dijo-, ¿y qué te trae por aquí, desde las fortalezas de Rathgar?
– He ido a misa a Haddington Road. Voy algunos domingos para… -sonrió, se encogió de hombros e hizo una mueca, todo al mismo tiempo-. Para variar.
Él asintió, dobló los periódicos y se puso en pie, tan enorme como siempre y, como siempre, ella se sintió reducida en una talla o dos, con lo que cargó involuntariamente el peso en los talones al verse frente a él.
– ¿Me das permiso para caminar contigo? -preguntó de esa manera intencionalmente juvenil, con la que daba la impresión de estar preparado para recibir una negativa. Qué raro, pensó ella, seguir aún enamorada de él y no esperar nada de ello.
Volvieron por donde había llegado ella, pasando ante los arriates de juncias secas. Era el primer día verdadero de otoño, y el cielo estaba cubierto por una bruma luminosa, que proyectaba un reflejo lechoso en el agua. Permanecieron callados un rato.
– Lo de la noche de la fiesta en tu casa -dijo Quirke-… Lo lamento.
– Ah, pero de eso ya hace una eternidad. Además, habías bebido. Siempre sé que has bebido, y no poco, cuando me vienes con eso del mucho cariño que me tienes.
– No me estaba disculpando por eso. Me refería a que no debería haber llevado a Phoebe a la taberna.
Ella rió sin demasiada convicción.
– Sí, Mal estuvo terriblemente enojado con vosotros dos, pero sobre todo contigo.
Él suspiró para expresar su irritación.
– La llevé a tomar una copa -dijo-. No pretendía venderla a los de la trata de blancas -con el reproche, ella guardó silencio-. De todos modos -dijo él, suavizando el tono-, ¿qué es esto de la misa? Tú no siempre has sido tan devota.
– Quizás sea la desesperación -dijo ella-. ¿No se supone que los desesperados siempre recurren a Dios?
No le contestó, pero sí volvió la cabeza para mirarla, y descubrió que ella estaba ya mirándole, sonriendo afligida, con los labios comprimidos, y fue como si de pronto hubieran llegado a una puerta secreta y ella la hubiera entreabierto sólo un poco, para volverse y comprobar si él estaba dispuesto a internarse con ella en la oscuridad que se abría al otro lado. Notó que se retraía: había sitios en los que prefería no entrar. En el agua, dos cisnes aparecieron desde atrás y se pusieron a la par de ambos, sosteniendo en alto sus extrañas cabezas enmascaradas.
– Ese joven que tanto le gusta -dijo él-, el tal Conor Carrington, ¿ella va en serio?
– Espero que no.
– ¿Y si va en serio?
– A y, Quirke… ¿Hay alguien que vaya en serio a esas edades?
– Nosotros íbamos en serio.
Lo dijo tan de pronto, con tal convicción aparente, que ella se sobresaltó. Miró el camino. Sabía que era pura pose en él, pero reconoció que era muy buen actor. Tan bueno que, en algunas ocasiones, estaba segura, lograba convencerse a sí mismo.
– Por favor, Quirke. No empecemos.
– ¿Que no empecemos el qué?
– Lo sabes de sobra.
Los cisnes seguían nadando a la par de ellos, y uno de los dos emitió entonces un sonido grave, una regurgitación en sordina y sin embargo lastimera. A Sarah le pareció que el sonido podría haber salido de ella. Llegaron al puente de Baggot Street. La serrería de la orilla opuesta estaba cerrada por ser domingo, a pesar de lo cual les llegó una vaharada de tenue olor a resina. Se hallaban debajo del puente, uno junto al otro, frente al agua del canal. También los cisnes se habían detenido.
– Mi padre está muy enfermo -dijo Sarah-. Había pensado en pagar al cura de Haddington Road para que diga una misa por él -Quirke rió un instante y ella lo miró con seriedad-. ¿De veras no crees en Dios, Quirke?
– Yo creo en el Demonio -respondió-. Ésa es una de las cosas en las que nos enseñaron a creer allá en Carricklea.
Sarah asintió. Él estaba actuando otra vez.
– Carricklea -dijo-. Cuántas veces te habré oído pronunciar ese nombre, y siempre de la misma manera.
– Es uno de esos lugares que se te quedan dentro para siempre.
Le puso una mano sobre el brazo, pero él no reaccionó, de modo que la retiró. ¿Y qué más daba si adoptaba una pose, si fingía? Él había sufrido, de eso estaba segura, aun cuando sus sufrimientos fuesen cosa del pasado.
– He venido por aquí con una intención -le dijo-. Supongo que sabes de qué se trata. No se me dan bien las ocultaciones. Por suerte, tú no cambias de costumbres -hizo una pausa, eligiendo las palabras-. Quirke, quiero que hables con Mal.
Él la miró de reojo, vio que alzaba las cejas.
– ¿De qué?
Ella caminó hasta la orilla. Los dos cisnes viraron y nadaron hacia ella, grabando una V cerrada sobre la superficie prístina del agua. Debían de pensar que llevaba algo que darles de comer, ¿y por qué no, si todo el mundo esperaba algo de ella?
– Quiero que Mal y tú dejéis de pelearos -dijo-. Quiero… que os reconciliéis -se rió, sintiéndose cohibida ante esa palabra, por lo rimbombante que sonaba.
Él seguía mirándola, pero con el ceño fruncido, las cejas contraídas hacia abajo.
– ¿Te ha pedido Mal que vengas a verme? -preguntó con suspicacia.
Le tocó a ella el turno de mirarlo con incredulidad.
– ¡Claro que no! -dijo-. ¿Tú crees que haría algo así?
Pero Quirke no iba a dejarse avasallar.
– Dile -dijo con llaneza- que he hecho por él todo lo posible. Díselo.
Los cisnes, frente a ella, doblaban de un lado a otro lentamente sobre sus propios reflejos, impacientándose ante su fracaso en ofrecerles aquello que, por haberse detenido y estar así plantada, parecía prometer, esa mujer de abrigo color sangre y sombrerito de arquero. No hizo caso de las aves. Estaba mirando a Quirke sin entender qué había querido decir, y comprendió que él no esperaba que lo entendiese. Pero… ¿qué podía ser lo que Quirke había hecho por Mal, precisamente Quirke, precisamente Mal?
– Te lo estoy pidiendo de rodillas, Quirke -dijo, abrumada por lo que acababa de decir, por la abyección a que se había visto reducida-. Te lo suplico. Habla con él.
– Y yo te estoy preguntando de qué pretendes que hable con él.
– De lo que sea. De Phoebe, háblale de Phoebe. Él a ti te escucha, aunque tú creas que no.
El cisne volvió a emitir su peculiar graznido hondo, llamándola quejumbrosamente.
– Debe de ser la hembra -dijo Quirke. Sarah, desconcertada, torció el gesto. Él señaló a las aves, ahora a sus espaldas-. Se emparejan de por vida, según se dice. Debe de ser la hembra -sonrió con un punto de maldad-. O el macho, a saber.
Ella se encogió de hombros ante semejante intrascendencia.
– Está soportando una enorme presión -dijo.
– ¿Qué clase de presión?
Sarah se dio cuenta de que él empezaba a aburrirse, se lo notó en el tono de voz. La paciencia, la tolerancia, la indulgencia, nunca habían estado entre las no muy numerosas virtudes de Quirke.
– Mal no confía en mí -dijo ella-. Hace ya mucho que no confía en mí.
De nuevo había entornado esa puerta que daba paso a la oscuridad, y él una vez más había declinado la invitación a entrar con ella.
– ¿Tú crees que confiaría en mí? -dijo él con dureza intencionada.
– Es un hombre bueno, Quirke -alzó las manos hacia él en un gesto de súplica dolorida-. Por favor te lo pido… Necesita hablar con alguien.
Por su parte, él se encogió de hombros, volvió a dejarlos caer. Había momentos, como cuando flexionaba su gran corpachón de esa manera, en los que parecía no ser de carne y hueso, sino estar hecho de un material más denso, tallado y repujado.
– De acuerdo, Sarah -dijo con una voz cavernosa de pura impaciencia y de hastío. Los cisnes, desanimados por fin, se volvieron y se deslizaron con serenidad, con desdén, alejándose-. De acuerdo -dijo, bajando un tono más-. De acuerdo.
Invitó a Mal a almorzar en Jammet. La elección, se dio perfecta cuenta, era una modesta travesura por su parte, ya que los mejores restaurantes no se hallaban entre las riquezas que Mal pudiera codiciar, e iba a sentirse incómodo entre los muchos esplendores venidos a menos en los que parecía especializado el local. Se sentó con actitud vigilante en una silla tan larguirucha como él mismo, con el cuello estirado, asomado entre los cuellos de la camisa blanca y los dedos de ambas manos -unas delicadas manos de estrangulados manos finas, pensaba siempre Quirke- asidos al borde de la mesa, como si en cualquier momento pudiera levantarse de un salto y salir volando del restaurante. Llevaba su traje habitual de mil rayas y su corbata de lazo. A pesar del corte elegante de sus prendas, nunca parecía que le cuadrasen del todo; era más bien como si otra persona lo hubiera vestido con puntilloso esmero, tal como una madre vestiría a su hijo malhumorado el día de su Confirmación. El maitre llegó solícito a su mesa y ofreció a M'sieur Kweerk y a su invitado un aperitivo. Mal suspiró sonoramente y miró el reloj. Quirke disfrutaba viéndolo atrapado de ese modo: formaba parte del pago, de la recompensa que iba a obtener de su cuñado -casi su hermano- por las ventajas de que disfrutaba, aunque en qué consistieran dichas ventajas, si se hubiera visto en el brete, Quirke jamás habría podido precisarlo con exactitud, salvo la más evidente, que obviamente era Sarah.
Quirke escogió un vino caro e hizo el ostentoso despliegue de servirse una salpicadura en la copa, olerlo despacio, probarlo y fruncir el gesto para dar su aprobación al sumiller, mientras Mal miraba a otra parte dominando su impaciencia. No quiso probar siquiera una copa de vino, aduciendo que tenía que trabajar por la tarde.
– Estupendo -le espetó Quirke-. Tanto más me toca.
El camarero, entrado en años y con una lustrosa chaqueta negra, les atendió con la untuosa solemnidad de un empleado de pompas fúnebres en un funeral. Cuando Quirke encargó salmón en gelatina y urogallo asado, Mal pidió consomé de ave y una tortilla.
– Por Dios, Mal -masculló Quirke.
La conversación fue aún más tensa que de costumbre. Sólo había otras dos mesas ocupadas, por lo cual todo lo que estuviera por encima de un murmullo se oía en todo el restaurante. Charlaron con desgana de asuntos del hospital. A Quirke le dolían las mandíbulas por el esfuerzo de contener los bostezos, y al cabo empezó a dolerle también el intelecto. Se encontraba a la vez impresionado e irritado ante la capacidad derrochada por Mal para hallarse tan absorto, o al menos para dar la convincente impresión de que lo estaba, en las minucias de la administración del Hospital de la Sagrada Familia, cuyo mismo nombre, en medio de tanta y tan prosaica trivialidad, provocaba siempre en Quirke un escalofrío de vergüenza y de asco. Según escuchaba a Mal explicar imperturbable aquello que de un modo contumaz llamaba la situación financiera del hospital, se preguntó si realmente carecía de una seriedad esencial, aunque sabía, cómo no, que al preguntárselo en realidad sólo estaba felicitándose por no ser tan aburrido ni tan terco como su cuñado. Mal se le antojaba un continuo misterio, aunque no por ello le impresionara. Para Quirke, Mal era una versión de la Esfinge: altivo, inalcanzable y de una ridiculez monumental.
Con todo, ¿qué debía sacar en claro del asunto de Christine Falls? No podía tratarse, según había decidido, de una simple cuestión de negligencia profesional; Mal nunca había sido negligente. Entonces, ¿qué podía ser? Quirke sin duda habría encontrado respuesta a esa pregunta si el hombre implicado hubiera sido cualquier otro, y no Malachy Griffin. Las chicas como Chrissie Falls eran trampas para los incautos, pero Mal era el hombre más precavido que Quirke conocía. Sin embargo, al verle en esos momentos, manejando la cuchara sopera con gestos comedidos y precisos -otra vez esas manos, lentas y un tanto torpes a pesar de la esbeltez de sus líneas; en el paritorio tenía fama por recurrir al fórceps tal ve? antes de que fuera necesario-, Quirke se preguntó si a lo largo de todos estos años tal vez había subestimado a su cuñado, aunque tal vez fuera más coherente decir que lo había sobrestimado. ¿Qué se estaba cociendo detrás de esa cara huesuda, en forma de ataúd, detrás de aquellos ojos azules y prominentes? ¿Qué apetitos ilícitos acechaban allí dentro? Tan pronto se puso a pensarlo, su mente optó por arrinconar la cuestión con cierta repugnancia. No: no deseaba ponerse a especular sobre las predilecciones secretas que pudiera permitirse Mal. La muchacha había muerto y él había encubierto la sordidez de las circunstancias. A buen seguro, eso era todo lo que había en el caso, nada más. Eran cosas que sucedían incluso más a menudo de lo que nadie imaginaba. Quirke pensó en Sarah, de pie a la orilla del canal, mirando los cisnes sin verlos, con los ojos rebosantes de preocupaciones e inquietudes. Está soportando una enorme presión, había dicho; ¿tenía esa presión algo que ver con Christine Falls? En tal caso, ¿-sabía Sarah algo al respecto? ¿Y qué era lo que sabía? Él había hecho, se dijo, lo que había que hacer; el registro estaba debidamente rehecho, y el cobarde de Mulligan sabría mantener la boca cerrada. La muchacha había muerto. ¿Qué más podía importar? Además, él ahora tenía una ventaja sobre su cuñado. No creía que nunca tuviera necesidad de recurrir a ella, ni que llegara a apetecerle, pero le gratificaba saber que disponía de ella, aun cuando, sabiéndolo, sintiera un levísimo aguijonazo de vergüenza.
El salmón estaba insípido, y era de una textura ligeramente fangosa; el urogallo se lo sirvieron reseco. Una mujer tirando a joven, regordeta, en una mesa cercana, miraba a Mal y decía algo a su acompañante; sin duda una paciente, otra de las parturientas en las que el gran señor Griffin había metido mano. Quirke sonrió sin que se le notara. Sin tiempo para pensarlo dos veces se oyó decir:
– Es Sarah la que me pidió que hiciera esto, no sé si lo sabes.
Mal, que ya había llegado al tema de los presupuestos de cara al siguiente ejercicio fiscal, calló y se quedó inmóvil, observando el último trozo de tortilla que le quedaba en el plato, con la cabeza ligeramente ladeada, como si fuese duro de oído o tuviera obstruido uno de los conductos auditivos.
– ¿Qué? -dijo sin inflexión de ninguna clase.
Quirke estaba prendiendo un cigarrillo, y tuvo que contestar con la boca torcida.
– Me pidió que hablase contigo -repuso, exhalando por accidente un perfecto aro de humo-. Francamente, ésa es la única razón de que esté aquí.
Mal dejó a un lado el tenedor y el cuchillo con lentitud, adrede, y volvió a colocar las palmas de las manos sobre la mesa, a uno y otro lado del plato, de un modo que daba la impresión de que estuviera a punto de ponerse violentamente en pie.
– Eso ya se lo has negado a Sarah con anterioridad -dijo.
Quirke suspiró. Entre ellos, las cosas siempre habían sido así, un forcejeo infantil, con Mal en el papel del amargado, del obstinado, y Quirke deseoso de mostrarse dicharachero, alegre, pero al fin y a la postre molesto, capaz a lo sumo de barbotar cualquier cosa que se le ocurriese.
– Cree que tienes problemas -dijo Quirke sucintamente. Jugueteaba con el cigarrillo entre los dedos, muestra de su irritación.
– ¿Ella te ha dicho eso? -preguntó Mal. Parecía genuinamente curioso por saber si era así.
Quirke se encogió de hombros.
– No con esas palabras -de nuevo suspiró con enojo, se inclinó sobre la mesa y bajó el tono de voz para darle más efecto-. Escucha, Mal. Hay algo que debo decirte. Se trata de esa chica, Christine Falls. Recuperé el cadáver del depósito y le practiqué la autopsia.
Mal respiró hondo, casi en silencio, como si fuera un globo de grandes dimensiones que se desinflara por un mínimo pinchazo. La mujer de la otra mesa miró hacia él y, al ver su expresión, dejó de masticar.
– ¿Por qué lo hiciste? -preguntó sin agresividad.
– Porque tú me habías mentido -dijo Quirke-. No procedía del interior del país. Estaba alojada en una casa de Stoney Batter, en casa de Dolly Moran para ser exactos. Y no murió a causa de una embolia pulmonar -meneó la cabeza y a punto estuvo de reírse-. Sinceramente, Mal… ¡Una embolia pulmonar! ¿No se te ocurrió nada más verosímil?
Mal asintió despacio y de nuevo volvió la cabeza a un lado; al cruzarse su mirada con la de la mujer de la otra mesa, asumió mecánicamente, durante un segundo, su sonrisa más afable, una sonrisa, le pareció a Quirke, más propia de un enterrador que de un hombre cuya profesión consistía en guiar la llegada al mundo de las nuevas vidas.
– No se lo habrás dicho a nadie -murmuró Mal sin apenas mover los labios, sin mirar aún a Quirke, contemplando el local.
– Ya te lo dije -dijo Quirke-. No te guardo rencor. No he olvidado que una vez me hiciste un favor y que no se lo dijiste a nadie.
El camarero de aire fúnebre -ese día todo era mortuorio- llegó a retirar los restos del almuerzo. Cuando les ofreció café, ninguno de los dos respondió, de modo que se fue. Mal estaba sentado de lado en la silla, con una pierna cruzada sobre la otra, tamborileando con los dedos, distraído, sobre el mantel.
– Háblame de la muchacha -dijo Quirke.
Mal se encogió de hombros.
– Apenas hay nada que decir -dijo-. Salía por lo visto con un tipo y -levantó la mano y la dejó caer- pasó lo de siempre. Tuvimos que despedirla -¿ Tuvimos? Quirke no dijo nada, y Mal siguió hablando-. Dispuse que esa mujer, la tal Moran, cuidara de ella. Recibí una llamada en mitad de la noche. Mandé una ambulancia. Era demasiado tarde.
Entre ambos se tenía la sensación de que sobre la mesa cayera algo muy lentamente, tal como había caído la mano de Mal, inerte e ineficaz.
– ¿Y el bebé? -la única respuesta de Mal fue un movimiento de cabeza apenas perceptible-. Aquella noche estabas enredando con el expediente de Christine Falls -dijo Quirke con súbita certeza-. Estabas anotando algo en el expediente. ¿No? Y cuando te desafié, te lo llevaste y lo destruiste.
Mal descruzó las piernas y volvió a colocarse de frente a la mesa con un gruñido grave, fatigado.
– Mira… -dijo, y calló, y exhaló un suspiro. Tenía el aire fatigado de quien se ve en la obligación de explicar una cosa que debiera ser perfectamente obvia-. Lo cierto es que lo hice por el bien de la familia.
– ¿De qué familia?
– La de la chica. Bastante triste es que hayan perdido a una hija, sin ninguna necesidad de saber nada del bebé.
– ¿Y qué se sabe del padre? -Mal lo miró intensamente, perplejo-. El novio -dijo Quirke con impaciencia-, el padre de la criatura.
Mal miró en derredor, contemplando el suelo por un lado de la mesa, y luego por el otro, como si la identidad del hombre que había seducido a Christine de pronto pudiera estar allí escrita, a la vista de cualquiera.
– Un tipo cualquiera -dijo, y se encogió de hombros-. Ni siquiera llegamos a saber su nombre.
– ¿Por qué motivo iba a creerte?
Mal rió fríamente.
– ¿Debería importarme que me creas o que no?
– ¿Y la criatura?
– ¿La niña? ¿Qué pasa con la niña?
Quirke lo miró un instante sin mover un músculo.
– ¿La niña, dices? -dijo con voz queda-. ¿Tú cómo sabes que era una niña, Mal? -Mal no le miraba a los ojos-. ¿Dónde está?
– Murió -dijo Mal-. Murió en el parto.
Tras eso, no pareció que quedara nada por decir. Quirke, desconcertado, sintiéndose oscuramente confuso, terminó el dedo de tinto que le quedaba y pidió la cuenta. Le zumbaba la cabeza por efecto del vino.
En Nassau Street brillaba un pálido sol y el aire era apacible. El paladar de Quirke tuvo un recuerdo del salmón que le dio una punta de asco. Mal se estaba abotonando el abrigo. Tenía una mirada ausente, la mente ya puesta en el hospital, viéndose con el estetoscopio colgado al cuello y recriminando a los estudiantes. Quirke volvía a estar irritado.
– Por cierto -dijo-, Dolly Moran lo tiene todo escrito, no sé si lo sabes. Christine Falls, la niña, quién era el padre, sabe Dios qué cosas más.
Pasó un autobús por la calle, bamboleándose. Mal se había quedado muy quieto, los dedos detenidos en el acto de abrocharse el último botón del abrigo.
– ¿Cómo lo sabes? -dijo, y de nuevo dio la impresión de que todo el asunto fuera a lo sumo una cuestión de muy tangencial interés.
– Me lo dijo ella -respondió Quirke-. Fui a verla y me lo dijo ella. Parece que llevó una especie de diario. No es algo que parezca propio de una mujer como ella, a mí no me lo pareció, pero ya ves.
Mal asintió despacio.
– Ya veo -dijo-. ¿Y qué piensa hacer con eso, con ese diario?
– No lo dijo.
Mal seguía asintiendo, seguía pensativo.
– Pues que le cunda -dijo.
Se despidieron, y Quirke echó a caminar por Dawson Street camino de St. Stephen's Green, contento de que el sol le diera tenuemente en la cara. También a él le esperaba trabajo por hacer, pero se dijo que un paseo le vendría bien para aclararse las ideas. Repasó la conversación con Mal, aunque se le presentara bajo una luz nerviosa, desvaída, gracias, supuso, al efecto continuado del vino. Tampoco sería de extrañar que el pelma de Mal se hubiera liado con una chica al servicio de la familia. El propio Quirke se había llevado algún que otro susto en ese frente, y en una ocasión se vio obligado a recurrir a los servicios de un antiguo compañero de la facultad de Medicina, que trabajaba en una clínica de dudosa reputación en Londres. Fue un asunto bien feo, la chica nunca más volvió a hablar con Quirke. Pero en el fondo no podía creer que eso mismo le hubiera ocurrido a Mal. ¿Había sido de veras capaz de caer en una trampa, tal como le pasó a Quirke, con perpetua turbación y resquemor por su parte, en una trampa que cualquier estudiante de primero de Medicina habría sabido esquivar? Sin embargo, seguía en pie la sobrecogedora realidad de que Mal había falsificado los papeles de un fallecimiento posparto. ¿Qué significaba para él la familia de Christine Falls, si le había llevado a asumir un riesgo semejante? Tal vez fuera otra la razón, pero es que también había destruido el certificado original de defunción, en el caso de que hubiera llegado a existir. ¿Se trataba de ahorrarles el dolor de un escándalo del que casi con toda certeza sólo ellos y él mismo iban a tener conocimiento? No. Mal debía de estar salvándose a sí mismo, de lo que quiera que fuese. Christine Falls tenía que haber sido su paciente -¡su amante no, seguro que no!-, y el error que había cometido tenía que ser un error puramente médico, a pesar de su diligencia profesional, de su solvencia médica.
Al llegar al final de Dawson Street, Quirke cruzó la calle y entró por la cancela lateral en el parque. Le asaltaron los olores de las hojas, la hierba, la tierra húmeda. Pensó en su difunta esposa, que tanto tiempo llevaba bajo tierra, si bien la recordaba vividamente. Qué raro. Tal vez le importaba más de lo que él mismo alcanzaba a reconocer, tal vez le importaba por lo que era, no sólo por lo que había supuesto para él. Frunció el ceño. En su atolondramiento ni siquiera entendió a qué se refería con eso, pero algo parecía dar a entender.
Iría a visitar de nuevo a Dolly Moran. Le preguntaría una vez más qué había sido de la niña, y esta vez se las ingeniaría para sonsacarle la verdad. Frenó el paso al acercarse a la cancela de la universidad. Vio salir a Phoebe en medio de un grupo de estudiantes. Llevaba el abrigo abierto, y unos calcetines blancos hasta el tobillo, y zapatos planos y una falda de cuadros escoceses, sujeta en un lateral con un imperdible gigante; llevaba el cabello oscuro y lustroso -el cabello de su madre- sujeto en una cola de caballo. Sin verle, se alejó de sus compañeros sonriendo por encima del hombro, y luego dobló y echó a caminar a buen paso por la calle, cabizbaja, los libros apretados contra el pecho. A punto estaba de llamarla por su nombre cuando descubrió al otro lado de la calle a un hombre alto y delgado, con un traje oscuro y un abrigo estilo Crombie, que avanzaba hacia ella para recibirla. Al encontrarse, ella se apretó contra él como una gata, tímida sólo en apariencia, apoyando la mejilla en el hombro del otro. Se dieron la vuelta agarrados del brazo y echaron a andar hacia Hatch Street. Quirke, tras haberla visto un instante, también se dio la vuelta en sentido contrario para seguir su camino.
Dolly Moran supo desde el primer momento quiénes eran. Los había visto antes. También había oído hablar de ellos por el barrio, sabía a qué se dedicaban. Estaba segura, aun sin saber por qué, de que era precisamente ella la razón de que estuvieran allí, de pie en la esquina de la calle, haciendo como que no tenían nada mejor que hacer. ¿Estaban quizás esperando a que se hiciera de noche? Los vio por vez primera cuando iba a salir a por leche y a por el periódico vespertino. Se había puesto el abrigo y el sombrero, pero se quedó quieta en la puerta en cuanto los vio. Uno era flaco, con el pelo negro y sucio, en forma de punta de flecha sobre la frente; tenía unas mejillas peculiares, muy coloradas, y una nariz grande y ganchuda. El otro era gordo, tenía un pecho prominente y una panza aún más abultada, y la cabeza del tamaño de un balón de fútbol; el cabello desaliñado le caía en greñas como colas de rata hasta los hombros. El de la nariz ganchuda era el que más miedo le daba. Adrede, ninguno de los dos miró hacia donde ella estaba, aun cuando no se veía ni un alma por toda la calle. Se quedó quieta, helada, sujetando la puerta abierta tras ella. No supo qué hacer. ¿Acaso cerrar la puerta y echar a caminar como si tal cosa, hasta rebasarlos sin dignarse mirarlos siquiera, demostrando que no le inspiraban ningún miedo? Pero es que le daban miedo, tenía miedo. Mejor quedarse dentro -se imaginó en el momento de dar dos pasos atrás como si ya los hubiera dado, para cerrar de un portazo y echar el cerrojo;- y esperar a que se fueran.
No le había extrañado verlos allí; se había llevado un sobresalto, se había asustado, pero no le causó extrañeza, y menos después de que Quirke aporrease la puerta de su casa, exigiendo saber qué había sido de la niña de Chrissie. No le permitió entrar -le pareció que podía estar un poco bebido – y sólo habló con él por la ranura del buzón. No soportó la idea de verle la cara otra vez. Sabía que había dicho ya más de la cuenta aquel día en la taberna, cuando él la encharcó de ginebra y le dio jabón para que le hablase de Chrissie y de todo lo demás. Ese día él montó en cólera al ver que ella no iba a decirle lo que deseaba saber. Creía que la niña había muerto, y quería saber dónde estaba enterrada. Ella no le dijo nada, permaneció detrás de la puerta con el puño en la boca, sacudiendo la cabeza y apretando los ojos. ¿Estarían ya aquellos dos en la esquina, le habrían visto, le habrían oído preguntar por la niña? Para entonces él hablaba a gritos, o poco menos, y fácilmente tuvieron que oír todo lo que dijo. Al final renunció al intento y se fue, y al cabo de un rato, cuando estuvo calmada de nuevo, se dispuso a salir a la tienda, a comprar la botella de leche y el periódico, y allí estaban los dos, esperándola.
Ahora se había apostado en el piso de arriba, en la ventana de la habitación, todavía con el abrigo y el sombrero puestos. Tuvo que pegar la mejilla contra el bastidor de la ventana para mirar por la rendija que dejaba el visillo y otear la esquina. Allí estaban los dos. El gordo sostenía un fósforo protegido por ambas manos, y el otro, el de la nariz ganchuda, se inclinaba para encender un cigarro. Notó que le latía la sangre con fuerza en una de las sienes. Se oyó respirar y oyó un silbido al final de cada espiración, sin poder evitarlo. Bajó a la cocina, donde siempre olía a humedad y a gas, y pasó un largo rato inmóvil ante la mesa, cubierta por un mantel de hule, tratando de poner en marcha el cerebro, de concentrarse, de aclarar qué era todo lo que tenía que hacer. Tomó un bote esmaltado con un rótulo que decía Azúcar de una estantería, abrió la tapa y extrajo un cuaderno escolar enrollado, con unas cubiertas entre amarillas y naranjas, para llevárselo a la sala y agacharse ante la chimenea, dentro de la cual lo dejó. No lograba encontrar la caja de cerillas. Cerró los ojos un instante; en la oscuridad, detrás de sus párpados, notó una súbita llamarada de ira. ¡No! Pensó en la pobre Chrissie moviendo como una loca la cabeza de un lado a otro, sobre la almohada, y llamando a gritos a su mamá, con sangre por todas partes, sin que nadie la ayudara. No, no podía dejar sola a Chrissie por segunda vez.
La sucursal de Correos cerraba a las cinco, sabía que tenía que darse prisa. No encontró más sobre que uno en el que guardaba los folletos de la Tontine Society; tendría que apañárselas con ése. Se le había desgastado el pegamín de la solapa, así que tuvo que cerrarlo como pudo con un poco de goma arábiga. A duras penas logró escribir la dirección, pues le vencían las prisas y las manos le temblaban de mala manera. A pesar de la premura, le daba pavor el instante en que tendría que abrir de nuevo la puerta y salir a la calle. ¿Qué iba a hacer si esa pareja seguía haraganeando en la esquina, haciendo como que no la habían visto? No estaba segura de tener realmente el valor de echar a andar hasta rebasarlos como si tal cosa. Tal vez podría tomar el camino contrario, para dar la vuelta por Arbour Hill. En tal caso tardaría más, la sucursal de Correos estaría cerrada cuando llegara, y nada les impediría a aquellos dos seguir sus pasos.
Abrió la puerta y salió, sin apenas osar mirar hacia la esquina. Pero ya no estaban. Oteó la calle de un extremo al otro. No había nadie más que la vieja Tallón en la acera de enfrente, que abrió la puerta una rendija fingiendo interesarse por el tiempo que hacía. Una tarde tranquila y agradable. De eso se trataba, de que fuera tranquila, y a ser posible agradable. La abuela Tallón se retiró al interior y cerró la puerta de su casa sin hacer ruido. ¿Habría visto a la pareja de la esquina? No pasaba en la calle gran cosa que pudiera escapársele a la abuela Tallón. ¿Y si los hubiera visto a los dos? De nada le serviría. Se mordió el labio y apretó con más fuerza el asa del bolso. Vio la mancha de estiércol en la acera, frente al número doce, y recordó el trayecto de vuelta a casa, en penumbra, cuando tomó a Quirke de ganchete. ¿Acaso debía llamarlo, tal como le había insistido él que hiciera? Por un instante se paró a pensarlo, y sintió que le procuraba cierto alivio, pero no: Quirke sería la última persona a la que llamaría.
Llegó a la sucursal de Correos cinco minutos antes de que cerrase, pero el joven resguardado tras la reja ya estaba echando el cierre, y la miró malencarado al verla llegar. Era como todos los demás, y ella estaba acostumbrada a esas miradas de hostilidad; a veces incluso la insultaban, chistando las palabras de ladillo cuando ella pasaba de largo. Le importaba un pimiento cualquiera de ellos. Cuando colocó el sobre en el buzón fue como si se quitara un peso de la conciencia, y se sintió mejor; fue como ir a confesar, aun cuando no recordase la última vez que lo hizo.
Decidió ir a la taberna de Moran y obsequiarse una ginebra con agua, nada más que una. Se ventiló sin embargo tres en rápida sucesión, y luego una cuarta con menos prisas, y la última, para el camino. Al volver a casa caminando con la bruma del crepúsculo comenzó a sentir dudas: ¿no se había apresurado más de la cuenta en echar el sobre al correo? A lo mejor aquellos dos no eran quienes ella creía, y aun cuando lo fueran a lo mejor no estaban pendientes de ella. En aquel barrio siempre estaban pasando cosas, robos, peleas, hombres que aparecían tumbados en la calle con la dentadura rota a patadas. Si no eran más que imaginaciones suyas, Dios santo, ¿qué había hecho? ¿Debería tal vez regresar a Correos y ver si aún era posible recuperar el sobre? Pero la sucursal estaría cerrada ya, el funcionario malencarado se habría ido, y era más que probable que el correo del buzón ya estuviera recogido y metido en una saca. Eructó, y un denso regusto de ginebra le encharcó el fondo de la boca. ¿Y qué más daba, se dijo, si aquel sobre llegaba a su destino? Que sufran un poco, pensó; que se enteren de cómo se las gasta la vida por estos pagos.
Debido a la ginebra que llevaba entre pecho y espalda, tuvo dificultades al buscar con la llave el ojo de la cerradura. En el vestíbulo percibió una corriente de aire que llegaba de la parte posterior, pero no le dio importancia. E incluso cuando oyó que la radio sonaba a bajo volumen en la cocina -los Ink Spots canturreaban Es pecado decir mentiras- supuso que se la había dejado encendida cuando se marchó con tantas prisas. Colgó el abrigo y entró en el cuarto de estar. También allí estaba el aire desacostumbradamente frío; tenía que pensar en instalar una calefacción eléctrica antes de que llegase el invierno, una de esas que tenían una luz roja que simulaba un par de troncos al arder. Estaba de rodillas ante la chimenea, apilando las astillas y preguntándose dónde habría dejado los fósforos, cuando los oyó a sus espaldas. Al mirar por encima del hombro los vio en el umbral de la cocina. Todo comenzó a suceder más despacio en ese instante, como si un enorme motor dentro del cual se hallara ella acabase de entrar en la marcha más lenta. Le asombraron las cosas en las que reparó: que el gordo tenía el pelo astroso, de color herrumbre a la luz eléctrica, y que su chaqueta sin forma era de las tejidas a mano; que el de la nariz ganchuda estaba más colorado que nunca, y que el cigarrillo que sostenía entre unos dedos manchados de nicotina era de tabaco de liar. También vio con absoluta claridad lo que supo que no podía estar viendo, el cristal hecho añicos en una esquina de la puerta de atrás, justo por encima del pestillo, y volvió a notar el aire frío y negro de la noche que entraba por el boquete. ¿Y por qué habían encendido la radio? Por la razón que fuese, eso era lo más aterrador, la música de la radio, aquellos negros que canturreaban en falsete. «Buenas, Dolly», dijo afablemente el de la nariz ganchuda, y ella sintió lo que en principio no pasó de ser más que un cosquilleo entre los muslos, aunque de golpe fue el manar caliente del líquido por el interior de sus piernas, la mancha oscura que se extendía en la alfombra sobre la que se había arrodillado.
El taxi era un Ford antiguo que carraspeaba y temblaba. Estaban en silencio las calles mal iluminadas, envueltas en la bruma. Quirke tendría que haberse acostumbrado a una cosa así, las citaciones a última hora, el viaje en la penumbra, la ambulancia aparcada en el bordillo, los coches de la policía cruzados, el umbral iluminado, donde acechaban hombres de gran estatura y vagos perfiles. Uno de ellos, con gabardina larga y sombrero flexible, dio un paso al frente para saludarlo.
– ¡Señor Quirke! -dijo como si estuviera complacido y sorprendido de verlo allí-. ¿Es usted?
Hackett. Inspector. Fornido, de hombros anchos, lento, con una mirada siempre atenta y risueña. Era él quien había telefoneado.
– Inspector -dijo Quirke a la vez que le estrechaba una mano ancha como una pala-. ¿Está aquí la señorita Moran? -preguntó, contrayéndose por dentro al percibir la fatuidad con que sonó lo dicho.
Hackett pestañeó.
– ¿Dolly? -dijo-. Oh, desde luego; claro que está.
Le condujo al vestíbulo, pasando entre dos técnicos forenses que estaban tomando huellas dactilares. Quirke los conocía, aunque no recordaba el nombre de ninguno de los dos; ambos le hicieron un gesto de saludo con esa expresión que siempre tenían los forenses, con cara de pocos amigos, impertérritos, como si tratasen de disimular un chiste privado. El cuarto de estar era un caos de sillas derribadas, cajones volcados, un sofá despanzurrado, papeles rotos y esparcidos por todas partes. Un policía de gorra y uniforme, joven, con acné y una nuez de Adán prominente y triangular, estaba apostado en la puerta de la cocina; tenía la cara un poco verdosa. Más allá, más desorden, un desorden indecente bajo la luz de una sola bombilla desnuda. El olor era tan conocido que Quirke apenas reparó en ello.
– Ahí la tiene -dijo Hackett, añadiendo con reluciente ironía-: Ahí está su señorita Moran.
La habían atado a una silla de la cocina, sujeta por los tobillos con sus propias medias y por las muñecas con trozos de cable de la luz. La silla se había derribado y la mujer yacía en el suelo, sobre el costado derecho. Había logrado soltar un brazo de las ataduras. A Quirke le llamó la atención la pose, las rodillas flexionadas, el brazo hacia arriba: otro maniquí.
– Me llamó usted a mi casa -dijo Quirke, agachado sobre el cadáver y con las manos apoyadas en las rodillas-. ¿Le dieron mi número en el hospital?
Hackett le mostró un trozo de cartulina cuyas cuatro esquinas encajaban en el hueco de su mano como un naipe en la mano de un prestidigitador.
– A lo que se ve -dijo como si tal cosa-, se dejó usted su tarjeta en alguna visita anterior de carácter social.
Una monja joven, de dientes saledizos, abrió la puerta y se hizo a un lado indicándole que entrase. A la vista de la sala alargada, desolada, algo se encogió en sus entrañas y por un instante volvió a ser una niña temblorosa ante el despacho de la Madre Superiora. Una mesa de caoba maciza, las seis sillas de respaldo alto en las que nunca se había sentado nadie, libros tras los cristales de las vitrinas, un colgador donde no colgaba un solo abrigo; en un nicho, en la pared, una estatua de la Virgen a tres cuartos de su tamaño natural, desconsolada, en azul claro y blanco, sujetaba entre las yemas de los dedos, en una actitud de melindre y recelo, un gran lirio blanco, símbolo de su pureza. En el otro extremo, bajo un borroso cuadro de alguna mártir y santa, había un escritorio antiguo, con su lámpara y su secante de cuero, y dos teléfonos. ¿Por qué dos? Sin que ella se percatase, la monja se había marchado, cerrando una puerta a sus espaldas sin hacer ruido. Se encontraba en medio del silencio, con la niña dormida, en brazos, envuelta en su manta. Los árboles, por las ventanas, le resultaban desconocidos, ¿o sólo se lo parecían? Todo le parecía extraño allí, aquietado.
Otra puerta, una en la que no había reparado, se abrió como por efecto del viento. Entró una monja alta, de hombros altos como los de un hombre y cara estrecha, severa, pálida. Avanzó deprisa hacia ella con ambas manos extendidas, su hábito grueso y negro desplazando el aire de un modo audible, sonriendo y a la vez como si estuviera sorprendida de hacerlo, como si las sonrisas fueran desconocidas en su rostro. Era sor Stephanus.
– Señorita Ruttledge -dijo, y tomó la mano libre de Brenda entre las suyas-, bienvenida a Boston y a St. Mary.
Despedía el habitual olor a moho de las monjas. Brenda no pudo abstenerse de recordar los cuentos que se contaban en el convento cuando era niña, acerca de que a las monjas se les prohibía desnudarse y tenían que usar una especie de traje de baño para asearse.
– Me alegro mucho de haber venido, hermana -dijo con una voz que le fastidió por su aparente mansedumbre. Ya no era una niña, se dijo, y esa monja no tenía ninguna autoridad sobre ella. Cuadró los hombros y miró con robustez el rostro frío y resplandeciente de la otra-. Boston es muy agradable -añadió, pero también esto le sonó débil, insulso. El bebé le dio una patada que le llegó mullida por la manta, como si exigiera ser presentado. Ya era toda una señorita. La sonrisa quebradiza de la monja se desdibujó de su cara.
– Y ésta debe de ser la niña -dijo.
– Sí -repuso Brenda, apartando el dobladillo de la manta con un dedo para dejar al descubierto la carita lívida con su boquita de piñón y sus ojos azules permanentemente sobresaltados-. Ésta es la pequeña Christine.