Epílogo

Soplaba un viento refrescante y racheado, que traía a las calles de la ciudad noticias de campos distantes, de árboles y agua. Era primavera. Mientras caminaba, Quirke levantaba a cada trecho el bastón de madera de endrino y probaba a dar un paso sin su ayuda. Notaba dolor, pero no demasiado; un aguijonazo seco, caliente, un mero recuerdo del clavo metálico.

Lo hicieron pasar al despacho del inspector Hackett, en donde entraba el sol con debilidad a través de una ventana de sucios cristales. La mayor parte del espacio en la escueta habitación lo ocupaba un escritorio demasiado grande, feo, de madera. Los expedientes amarillentos se apilaban en el suelo, alrededor de la mesa, y había un estante lleno de periódicos polvorientos, de libros cuyos lomos estaban desgarrados y eran ilegibles. ¿Qué clase de libros, se preguntó Quirke, podía leer Hackett? La mesa en sí era una balsa repleta de objetos dispares que nadaban a su antojo, documentos que obviamente nadie había movido desde meses antes, dos tazones, uno de ellos con lápices y el otro con los posos del té matinal del inspector, un trozo de metal sin forma reconocible, que según dijo el inspector era un recuerdo de un bombardeo alemán, durante la guerra, en North Strand, y, allí al lado, aún rizado, en el punto en que había caído, el diario de Dolly Moran. El inspector, en mangas de camisa y con el sombrero puesto, estaba retrepado en el sillón, con los pies en una esquina del escritorio y las manos entrelazadas sobre la barriga, que llevaba sujeta bajo un abultado chaleco azul que le quedaba demasiado ceñido.

Hackett indicó con un gesto el cuaderno.

– No es que fuera exactamente James Joyce la pobre Dolly, ¿eh? -dijo, y mostró los dientes.

– Pero ¿podrá utilizarlo? -preguntó Quirke.

– Oh, desde luego, haré lo que pueda -dijo el inspector-. Pero en esto nos las vemos con personas poderosas, señor Quirke. Supongo que de eso se da perfecta cuenta. Ese tipo, el tal Costigan por sí solo, tiene un grandísimo peso en esta ciudad.

– Pero nosotros también tenemos peso -dijo Quirke, y señaló el cuaderno con un gesto del mentón.

Hackett se dio en el vientre una palmada de contento.

– Dios, señor Quirke, ¡qué feroz, qué vengativo es usted! -dijo-. Verdaderamente digno de su familia, sin duda. Dígame una cosa -bajó la voz, dándole un tono confidencial-: ¿Por qué lo hace?

Quirke se paró a pensar.

– No lo sé, inspector -dijo al cabo-. Tal vez sea porque antes, en toda mi vida, nunca he hecho nada.

Hackett asintió, y aspiró hondo por la nariz.

– Se va a armar una buena polvareda -dijo- si se desploman estos particulares pilares de la sociedad. Una verdadera polvareda, con ladrillos y escombros por todas partes. Cualquiera en su sano juicio preferiría verse lejos de ese estropicio.

– Pero usted irá adelante a pesar de los pesares…

Hackett apartó los pies del escritorio, se inclinó y rebuscó entre el montón de papeles que cubría la mesa hasta hallar un paquete de tabaco. Ofreció un cigarrillo a Quirke y ambos los encendieron.

– Lo intentaré, señor Quirke -dijo el inspector-. Lo intentaré.

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