Libro II . ANA

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Coventry. Mayo de 1471


. Ana Neville tenía una margarita en la mano. Sentada al sol ante la ventana en el primer día de su cautiverio en Coventry, arrancaba los pétalos uno por uno y los acomodaba en el regazo. Había encontrado la flor en el asiento de la ventana poco después de que los hombres de William Stanley las escoltaran al vestíbulo del priorato, donde las retendrían mientras él iba a anunciarle a su soberano que la francesa ya estaba bajo llave.

Ana estaba segura de que la margarita era un mensaje, para transmitir un pésame que era arriesgado expresar en palabras. Un partidario de Lancaster había dejado ese símbolo. Hacía tiempo que la margarita era emblema personal y flor favorita de Margarita de Anjou. Ana no había mencionado su descubrimiento y, mientras aguardaba la llegada de su primo Eduardo, se dedicó a arrancar y desperdigar los níveos pétalos, contándolos con cuidado. Cinco… seis… siete pétalos arrancados del corazón amarillo. Uno por cada uno de sus siete días de viudez.

Alzó la vista y miró a su suegra, al otro lado de la cámara, estudió sin piedad los estragos que la semana anterior había causado en ese rostro otrora hermoso. Ana no se había educado en la escuela del odio. Hasta que siguió a su padre al exilio en Francia, no había sabido qué era odiar a otro ser humano, nunca había tenido motivos para ello.

Pero después de Amboise había aprendido deprisa. Había llegado a odiar a Eduardo de Lancaster más de lo que le temía, odiaba el desprecio con que él hablaba del padre de Ana, odiaba que se ufanara de las sangrientas represalias que se proponía tomar contra la Casa de York, odiaba que se riera del miedo que sentía ella. Ante todo, odiaba las noches en que el tedio o la falta de otras amantes lo llevaba al lecho de Ana y ella debía someterse a sus exigencias físicas, acatando en silencio porque él era su esposo y tenía derecho a usar su cuerpo como deseara, porque ella le pertenecía. Esa pérdida de identidad desgarraba el espíritu de Ana mucho más que el dolor físico y la humillación de la intimidad forzada. En esas ocasiones ya no era Ana Neville, ya no era ella misma, y su única función era satisfacer las necesidades de Eduardo, necesidades que podía satisfacer cualquier cuerpo suave y femenino. Había sabido, desde luego, que tendría que someterse a su esposo. La sumisión era el deber de la esposa, y el derecho del marido. La Madre Iglesia establecía que la esposa debía obedecer al cónyuge sin cuestionamientos ni vacilaciones. Pero con Édouard, Eduardo de Lancaster, todo iba más allá de la sumisión. Ella intuía que era menos una esposa que una pertenencia que él usaba a su antojo. Llegó a odiarlo con toda la pasión que no llevaba al lecho.

Durante esos dos días de pesadilla que siguieron a la batalla, Ana pasó mucho tiempo orando, agradeciendo a Dios Todopoderoso que hubiera dado la victoria a York, que hubiera velado por la seguridad de sus primos yorkistas. Estaba segura de que Margarita sabía que su hijo había muerto. Desde la llegada al priorato de Little Malvern, Margarita apenas había hablado, apenas probaba bocado y las velas ardían en su estancia toda la noche. Margarita tenía que saberlo. Sólo faltaba que sir William Stanley se plantara ante ella en los escalones de piedra que conducían a los aposentos del prior.

– Madame -le había dicho con manifiesto deleite-, podéis consideraros una prisionera de Su Soberanísima Gracia, el rey Eduardo Plantagenet, cuarto de ese nombre desde la Conquista. -Había sonreído, saboreando tanto el momento que las mujeres supieron de antemano lo que seguiría-. Debemos trasladarnos de inmediato a Coventry, por órdenes del rey. Si por mí fuera, os despacharía en el acto, para que os reunierais con el hideputa Somerset y vuestro cachorro bastardo en el infierno.

Margarita no emitió el menor sonido; ni siquiera parecía respirar. Defraudado por la falta de reacción, Stanley procuró azuzarla dando detalles de la muerte de su hijo.

– Ensartado mientras pedía clemencia a mi señor de Clarence, como un vulgar cobarde.

Ella aún lo miraba sin decir nada. Al principio Ana pensó que Margarita, con su empecinado orgullo, no deseaba perder la compostura ante un truhán como Stanley, pero pronto notó que no era eso, sino que la reina lancasteriana miraba a Stanley con ojos ciegos. ¡Conque no lo sabía! Ana miró intrigada a Margarita, maravillándose ante la capacidad de las mujeres para aferrarse a la esperanza hasta el último momento, hasta que se enfrentaban a un William Stanley. Tiritó, aunque estaba al sol, y sólo entonces atinó a pensar en lo que significaba para ella la muerte de Lancaster.

Stanley puso fin a sus infructuosas provocaciones y accedió a la solicitud de la airada condesa de Vaux, que pidió permiso para que las mujeres recogieran sus pertenencias en la estancia de Margarita.

Sólo entonces, a puerta cerrada, Margarita se quebró. No derramó lágrimas, sólo cayó de hinojos, como una muñeca rellena de serrín súbitamente desprovista de apoyo. Se arqueó tal como se había arqueado la madre de Ana muchos años atrás, al sufrir un ataque durante la misa del gallo, perdiendo otra hija más antes de que pudieran llevársela de la capilla de Middleham. Margarita se abrazó el cuerpo como había hecho la madre de Ana, meciéndose, sin prestar atención a sus damas, sin prestar atención a nada salvo esa angustia feroz y salvaje que para los testigos no se distinguía del dolor físico.

Ana fue la única que no se acercó a Margarita; se quedó mirando desde la puerta. La había pasmado la innecesaria brutalidad de Stanley, su regodeo en la situación. Ahora le llamaba la atención que pudiera presenciar un sufrimiento tan espantoso, una pesadumbre tan intensa, sin conmoverse. Debía carecer de toda caridad cristiana, pensó, con ese extraño y gélido distanciamiento que había empezado a desarrollar desde su boda de diciembre.

¿Qué más daba? ¿Qué piedad le habían demostrado ellos? ¿Qué condolencias le habían brindado a la muerte de su padre? Margarita incluso le había reprochado los peniques que había debido pedir prestados para comprar tintura en Exeter, para transformar dos vestidos en prendas de luto.

No, no lloraba por Lancaster. No le importaba que hubiera perecido tan joven y tan violentamente. Le alegraba que estuviera muerto. Y mientras miraba a la mujer que se contorsionaba sobre el suelo cubierto de juncos, azotada por los sollozos secos de una pesadumbre que trascendía el alcance de las lágrimas, Ana pensó que ésta era otra razón más para odiarlos, que la hubieran transformado en algo tan parecido a ellos que podía complacerse en la muerte de otro, que podía ser una testigo indiferente del desgarramiento del alma de una mujer.

Pronto descubrió que los soldados de Stanley no la trataban como a Margarita, sino con cortesía, incluso con deferencia. Durante el viaje a Coventry, sólo una vez la habían abordado con insultante familiaridad, y el soldado ofensor fue amonestado de inmediato. Hasta Stanley le había manifestado una consideración que le parecía totalmente fuera de lugar, y además desagradable, pues ella habría preferido no hablarle. Quizá aún quedara gente que respetaba la memoria de su padre; había hombres de Yorkshire entre los soldados de Stanley. Quizá el recuerdo de la lealtad a los Neville inspiraba cortesía hacia la hija del conde. Ana no lo sabía, pero lo agradecía.

Nunca tuvo la menor duda de que, por sombrío que fuera su futuro bajo el dominio de York, como hija y viuda de rebeldes muertos, estaría mejor con su primo Ned de lo que hubiera estado como la esposa indeseada de Eduardo de Lancaster. No conocía tanto a Ned, pero estaba segura de que no la encarcelaría como a Margarita, ni la castigaría por los pecados de Lancaster o los Neville.

Su mayor temor, mientras se dirigían a Coventry, era que su destino fuera el silencio de un convento de muros blancos. No quería pasar el resto de su vida como monja. Pero sabía, a su pesar, que para Ned sería el modo más amable y conveniente de liberarse de ese incordio que era la viuda de Lancaster. Y aunque Ned no pensara en ello, Jorge se encargaría de sembrar esa sugerencia y regarla hasta que echara raíces.

Ana recordó a una muchacha de la aldea que estaba al pie del castillo de Middleham. Se había casado con un soldado del padre de Ana. Según los rumores, éste se había perdido al realizar un viaje a Irlanda por encargo del conde. Pero su muerte no se confirmó y durante dos años la muchacha quedó atrapada en una situación incierta, ni esposa ni viuda. Así se sentía Ana. Se había liberado de Lancaster, pero no contaba con libertad para volver a casarse. Pues era heredera de la mitad de las vastas propiedades de su madre. Y Jorge se proponía reclamar las tierras de los Neville y los Beauchamp. Ana no necesitaba que nadie le dijera cuáles eran las intenciones de su cuñado. Hacía once años que conocía a Jorge, y ella aún no había cumplido los quince.

Era su cuñada, no su pupila. Legalmente, él no tenía ningún derecho sobre ella. Sabía que eso no le importaría. La legalidad le preocupaba tan poco como la moralidad, y tenía poder para salirse con la suya. Él no le daría autorización para volver a casarse, no le permitiría tomar un esposo que pudiera defender sus derechos. Nada lo complacería más que verla enclaustrada, olvidada por el mundo y los posibles pretendientes. Jorge la obligaría a ir a un convento, a menos que Ned se interpusiera. ¿Y por qué iba a interponerse?

Ella podía apelar a Isabel, pero no tenía demasiada esperanza de obtener ayuda de ella. Isabel no siempre era fiable, reconoció, hallando palabras neutras para formular una sospecha turbadora. Más aún, Isabel estaba sometida a la voluntad de Jorge; era su esposa. No podía prevalecer sobre él. Sólo Ned podía hacerlo, y Ned no tenía motivos para oponerse a Jorge por causa de Ana.

Ricardo podía hacerlo. Se odió por pensarlo. Pero lo cierto era que podía. Si ella acudía a él, Ricardo la ayudaría; no permitiría que la encerraran en un convento contra su voluntad. Pero, ¿cómo podía acudir a Ricardo ahora? ¿Acaso no le quedaba orgullo?

Así se atormentó durante la semana que la llevaba inexorablemente hacia Coventry y hacia un momento que la colmaba con emociones tan intensas y ambiguas que la hacían temblar. El momento en que encararía a sus primos yorkistas. ¡Cómo se mentía a sí misma! No era reacia a afrontar a Ned, sino a Ricardo. Siempre había sido Ricardo.

Su triste devaneo se disipó abruptamente por un hecho tan esperado como imprevisto, la entrada del rey.

El pulso de Ana se aceleró, cobró un ritmo vertiginoso. Pero sólo reconoció dos rostros entre los acompañantes de su primo de York, el de William, lord Hastings, y el orondo Stanley. Respiró más despacio e imitó a las demás mujeres, que se inclinaban en sumisas reverencias.

Sólo Margarita permaneció de pie, una silueta tallada en hielo esperando mientras Eduardo cruzaba la habitación. Se detuvo ante ella, se dispuso a hablar. Ella no le dio la oportunidad. Movió la mano con asombrosa celeridad. Las damas y los acompañantes del rey jadearon, pero él detuvo diestramente el golpe, retorciéndole la muñeca para apartarle la mano con desdeñosa facilidad.

Se hizo un horrorizado silencio. Su primo Ned siempre había sabido ocultar sus pensamientos, y su rostro era inescrutable. Como los demás, Ana sólo podía esperar.

Margarita miró a Eduardo de hito en hito, y manchas oscuras le encendieron los pómulos. Esperando que él reaccionara con violencia, contando con ello, luchó con el silencio del rey.

– Habladme de mi esposo -graznó al fin con voz ahogada-. ¿Aún está con vida?

En su séquito, Eduardo era el único que no parecía ofendido por el insulto. Asintió lacónicamente.

– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó ella, y una vez más los presentes prorrumpieron en exclamaciones de consternación o de furia.

– El suicidio es un pecado mortal, madame -declaró Eduardo-. Y el pecado no disminuye si vos no cometéis el acto pero instigáis a otro a cometerlo.

Ella se llevó una mano a la garganta palpitante.

– ¿Qué queréis decir?

– Quiero decir que no lograréis que os mande al tajo. Por mucho que lo merezcáis, o lo deseéis.

– No perdonasteis a mi hijo -dijo ella con voz pétrea.

Eduardo no se molestó en negar la acusación, en recordarle que su hijo había muerto en el campo de batalla.

– No me mancharé las manos con sangre de mujer -dijo en cambio, con insultante compostura.

Margarita inhaló tan profundamente que todos vieron al movimiento del pecho. Su semblante expresaba un odio inconfundible, pero extrañamente contenido. Como si sólo quedara el recuerdo de sus emociones, pensó Ana; quedaba la luz, pero no el calor, como si el sol hubiera cedido el paso a una perpetua luna sombreada.

– ¿Aunque fuera una merced? -preguntó Margarita con voz apagada, y Ana sintió un involuntario destello de piedad.

Por primera vez, la emoción asomó a los ojos de Eduardo. Por un instante de franqueza, reflejaron un odio no curado, dieron un atisbo temible de una llama abrasadora y azulada, que resultaba más intensa por estar bajo una implacable restricción.

– Sobre todo si fuera una merced, madame -dijo incisivamente, y se alejó.

Posó los ojos en las demás mujeres, las esposas y viudas de Lancaster. El corazón de Ana volvió a acelerarse. Cuando el rey se acercó, ella se inclinó en otra reverencia. Él agachó la cabeza y por un breve instante Ana sintió que la boca de él rozaba la suya. Apenas conocía a ese primo de temible prestancia, no sabía qué esperar; pero ciertamente no esperaba esto, ser tratada como si fuera un tesoro añorado y recobrado. Él la tocó con manos cálidas, la miró con ojos aún más cálidos, del azul más profundo y claro que ella jamás había visto, y su voz, como la de su hermano, bastó para llenarla con un caudal de sentimientos tan placenteros como dolorosos.

– Bienvenida a Coventry, Ana -le dijo con asombrosa dulzura-. Bienvenida a casa, querida.


Ana estaba a solas con Eduardo, pero no sabía qué decir, sólo pensaba que si algún hombre había nacido para ganar, para ganar siempre, era su primo. Santa Madre de Dios, ¿por qué su padre no había logrado entenderlo?

– Querida, pareces un cordero arrojado a la guarida del león. ¿Qué esperabas de mí? ¿El potro de tormento?

Eduardo no era el primero que se dejaba engañar por la timidez superficial de Ana, y quedó encantado con la sinceridad de su respuesta.

– No osaba pensar que me perdonaríais, majestad. A fin de cuentas, soy la viuda de Eduardo de Lancaster.

– Eres mucho más que eso, Ana. Eres mi prima; tenemos la misma sangre. Más aún, sólo tienes quince años y dudo que te hayas casado por elección propia. ¿O me equivoco? -Sin aguardar su respuesta, le alzó la barbilla, regalándole una cálida sonrisa-. Somos parientes, Ana, y eso cuenta mucho más que un breve matrimonio forzado con un joven que ya ha perdido la vida. -Omitió la razón principal, que su hermano la quería.

– Vuestra Gracia… -Qué extraño que una amabilidad inesperada fuera tan perturbadora como la indiferente crueldad que había hallado en Francia. Él era más amable de lo que ella había osado esperar, y las defensas arduamente construidas en el último año se desmoronaban; la comprensión era la única arma que no podían resistir.

– Ned -corrigió él afectuosamente-. Conque de veras temías lo peor. -Con genuina sorpresa-: Eso no es muy halagüeño para mí, ¿verdad? -Le sonrió, asiéndole la mano mientras decía traviesamente-: Dime, dulce prima, ¿qué crees que haría Dickon si yo te arrojara a las profundidades de una mazmorra o te enclaustrara en un convento? -Le intrigó lo que podía lograr con la mera mención del nombre de su hermano.

Un rostro arrebolado. De pronto Ana sentía fiebre, mareos. ¿Por qué Ned pensaba que su trance le importaría tanto a Ricardo? ¿Y por qué hablaba con ese tono juguetón, incluso aprobatorio?

– Ricardo… ¿todavía piensa en mí?

– En ocasiones, creo -dijo él secamente.

– ¿Y qué piensa? ¿Qué piensa de la traición de mi padre? Ricardo lo amaba, ¿sabéis? Pero si mi padre hubiera triunfado en Barnet, Ricardo estaría muerto y yo… un día habría sido reina, la reina de Lancaster… -Estaba perdiendo el control, pero logró articular la palabra «reina» como si le quemara la boca.

Le había dicho más sobre el año anterior de lo que él deseaba saber.

– No, Ana. No, pequeña.

Él le besó la frente y sacó un pañuelo del jubón. Ella se estaba enjugando las lágrimas con el blasón finamente bordado de una Rose-en-Soleil cuando él la llamó desde la ventana abierta.

– Ah, al fin. Ven aquí, querida.

Ana lo entendió aun antes de llegar a la ventana y aferrar el marco para mirar el jardín del priorato. Él iba montado en un rebelde caballo castaño y reía. Alzó la vista, sin saber, y ella pensó que habría podido ser español de no haber sido por los brillantes ojos del color del cielo. Cabello renegrido y rostro curtido por el sol. El moreno de una familia rubia. Su primo Ricardo. La última vez que lo había visto, no había habido risas entre ellos, sólo silencio. Pero ahora se reía, en el patio de Coventry, impartiendo órdenes con la seguridad nacida de su cuna y de una notable victoria obtenida sólo siete días atrás. Y Yorkshire… ¿qué podían significar para él Yorkshire y Middleham ahora?

Ana se apartó de la ventana. Transcurrieron diez lentos minutos. Y de pronto Ricardo apareció, de pie en la puerta, con un saludo congelado en los labios y con ojos sólo para Ana.

Eduardo sonrió.

– Dickon, creo que olvidé decirte que éste era el día en que Stanley traería a Coventry a la ramera francesa… y a nuestra bonita prima, Ana Neville. -No se quedó; tenía un sentido del dramatismo demasiado afinado y un sentido de la oportunidad innato e instintivo-. Bien, muchacho, creo que me necesitas aquí tanto como Egipto necesitaba las diez plagas.

Tras la puerta cerrada resonó el eco de sus carcajadas.

Ricardo se acercó rápidamente a Ana. Ansiaba estrecharla en sus brazos, pero se limitó a un beso de primo; sus labios apenas rozaron la comisura de la boca.

– Bienvenida a casa, Ana.

Repetía sin saberlo el saludo de su hermano, pero nadie había pronunciado ese nombre como Ricardo, como una acariciante palabra de afecto. Ana se delató con su rubor, pero no dijo nada; no confiaba en su voz. Una vez, años atrás, había aceptado el reto infantil de Francis Lovell y había bebido dos copas de borgoña en rápida sucesión. Ahora se sentía igual, mareada y achispada, el rostro inflamado, las manos heladas. ¡Cuán grises eran los ojos de Ricardo! Sin embargo, ella siempre los había recordado como azules. No podía creer que él estuviera allí, que pudiera tocarlo. Sólo tenía que estirar el brazo. Pero diecinueve meses… Diecinueve meses era una vida; para ambos, una vida.

Ricardo titubeó. También él estaba desconcertado por esa cercanía, después de tantos meses, y por su persistente silencio. No había pensado que el reencuentro sería así. Ella parecía temerosa… Pero no podía tener miedo de él. Esa idea le resultaba intolerable, pero a continuación pensó algo peor. ¿Y si ella había aprendido a amar al apuesto hijo de Margarita? ¿Ella lloraba a Lancaster? ¿Era por él que vestía de luto?

– Lamento de veras la muerte de tu padre, Ana. Yo nunca lo habría permitido.

Ella inclinó la cabeza. Sabía eso con la misma certeza que sabía que el sol despuntaría cada mañana en el este, que Su Santidad el papa era infalible y que la ambición, más que ningún pecado denunciado por la Santa Iglesia, llevaba a los hombres a la ruina.

Desconocidos, pensó Ricardo a su pesar; era como si de pronto fueran desconocidos. Retrocedió, evaluándola. Estaba más alta que la última vez, y más rellena, con curvas en lugares que antes eran chatos, y un rubor agraciado; pero demasiado crispada, demasiado flaca, y la sortija de boda era de un brillo cegador y blasfemo contra la oscuridad de su vestido de luto. Cabizbaja, le miraba la espada que le colgaba de la cadera. ¿Acaso la imaginaba empapada con la sangre de Barnet y Tewkesbury?

– Ana, nunca te he mentido y no te mentiré ahora. No lamento la muerte de Lancaster. Si aquella mañana nos hubiéramos enfrentado en combate, habría hecho todo lo posible por quitarle la vida con mis propias manos. Pero lamento profundamente el pesar que su muerte te pueda haber causado.

– ¿Pesar?

Ana lo miró boquiabierta. ¿Pesar? ¿Por Lancaster? ¡Virgen santa, Ricardo no podía creer que ella amaba a Lancaster, que había ido a su lecho voluntariamente!

– ¡Oh, no, Ricardo! -Tras pronunciar su nombre sintió la necesidad de repetirlo, como para demostrar que podía decirlo, después de un año de silencio forzado, un año en que a menudo había oído ese nombre escupido como un insulto-. Ricardo, ¿quieres saber cómo me sentí cuando me dijeron que había muerto?

Se le había acercado, o quizá él se había acercado, pero ya nada los separaba. Él asintió tensamente.

– Sólo podría contártelo a ti… sólo a ti -murmuró ella-. A nadie más, pues es una confesión vergonzosamente cruel e impiadosa. Verás, Ricardo, yo estaba contenta. Estaba tan contenta…

Él no respondió de inmediato, y le acarició la curva de la mejilla con dedos frescos y delicados.

– Habría dado todo lo que tengo por oírte decir esas palabras -dijo, y para ella la habitación se difuminó en un deslumbrante resplandor de luz brumosa.

Tan cerca estaban que él veía la sombra que arrojaban las pestañas; eran doradas en las raíces, y temblaban contra la mejilla cuando él le besó los labios con gran delicadeza, aunque no en un beso de primo.


2

Coventry. Mayo de 1471


Como Coventry no gozaba de la simpatía del rey, pues había ayudado a Warwick durante su rebelión, el prior Deram y el alcalde Bette habían resuelto honrar al resentido soberano con una generosa hospitalidad que lo predispusiera mejor hacia la ciudad. Habían programado un suntuoso banquete para ese domingo en Santa María, a expensas de la ciudad, pero ese sábado al mediodía era el turno del prior. El festín que se ofreció a los señores yorkistas en el salón del prior era impresionante, aun para un amante del boato como Eduardo, y Will Hastings halagó inconmensurablemente al prior cuando juró que ni siquiera Luis de la Gruuthuse, señor de Brujas, había puesto una mesa tan fina.

Will no exageraba. En vez de la habitual comida de dos platos, consistentes en tres o cuatro fuentes cada uno, les sirvieron cuatro platos de cinco fuentes, en bandejas laminadas de oro. Como era sábado, no podían comer carne, pero los cocineros del prior habían preparado varios platos de pescado que tentarían el apetito más ahíto: marsopa, lucio relleno con castañas, anguila asada, esturión horneado en un «ataúd» con pasas, canela y jengibre. Azúcar, en vez de miel, para endulzar, y las copas de vino se mantenían llenas de vernaccia, hipocrás y malvasía, y la conclusión de cada plato era agraciada con la aparición de una compleja «sutileza» azucarada, con esculturas de unicornios, San Jorge matando al dragón y las rosas blancas de York.

Will lo había disfrutado muchísimo, aunque su mayor placer había derivado de su gusto por la diversión maliciosa, más que de los platos muy sazonados. Su diversión comenzó cuando Ricardo llevó a la mesa del rey a una muchacha que estaba contaminada de traición, por sangre y por matrimonio. Will tuvo que contener las carcajadas ante el desconcierto del camarero encargado ríe acomodar a sus rancios huéspedes. A pesar de su azoramiento, no puso el menor reparo cuando el duque de Gloucester exigió que lady Ana se sentara a su izquierda, aunque así desbarató la disposición de los comensales. A esas alturas todos veían que Ricardo recibía los rayos más brillantes del Sol de York. Eso no le causaba tanta gracia a Will, pero esperaba que con el tiempo aprendería a convivir con ello.

Lo que siguió fue un espectáculo muy ameno, pues uno de los hermanos de Eduardo parecía empeñado en una sutil seducción, y el otro apenas podía tragar el malvasía porque tenía un nudo en la garganta.

Era habitual que una pareja compartiera una copa de vino y un plato y los buenos modales requerían que un caballero se ocupara del placer de su dama a la mesa antes que del propio, así como un joven bien criado que compartiera un plato con una persona mayor escogería los bocados más tiernos para los dientes del anciano. Pero Will nunca había visto la cortesía elevada a tales alturas de galantería, y mientras Ricardo era tan solícito con Ana Neville que apenas probaba bocado, la tez de Jorge cobraba un interesante matiz del verde, para gran satisfacción de Will.

Una vez que concluyó la comida y se volcaron las sobras en platos destinados a los pobres, una vez que Eduardo envió ocho chelines para que los distribuyeran entre los cocineros del priorato, y se llevaron lavamanos con agua perfumada para los comensales, todos se desperdigaron para continuar con sus asuntos. Tras cerciorarse de que Eduardo no lo necesitaba, Will siguió a Ricardo y Ana a la cámara de audiencias del prior, pues Jorge había hecho lo mismo y Will se sentía irresistiblemente atraído por el imán de una trifulca inminente.

Jorge estaba con los hermanos Stanley, pues Thomas, lord Stanley, se había apresurado a someterse a Eduardo en Coventry, para negar toda lealtad a Warwick y para remendar su raída lealtad a York. Mientras Will se acercaba, se cruzó con John Howard. Jack (como llamaban a Howard) se apresuraba a alejarse de los hombres que Will buscaba.

– Jack, he ahí una trinidad diabólica -murmuró Will, y Howard hizo un mohín al mirar a Stanley y a Jorge.

– El necio regresa a su necedad como un perro regresa a su vómito -murmuró mordazmente-. Cualquier otro hombre ayunaría para agradecer a Dios Todopoderoso la buena fortuna de tener un hermano dispuesto a perdonar su traición. Pero éste parece empecinado en provocar su propia destrucción.

– ¡Eso espero! -Will sonrió, le hizo un guiño a Howard y se acercó discretamente para escuchar.

– A fe mía que si ella se le sienta más cerca, se le pondrá sobre las piernas… o algo peor -jadeó Jorge.

Will miró a la pareja que estaba sentada en el asiento del mirador. Había oído las risas de Ricardo, que no reparaba en la furia de su hermano. Nadie que los viera juntos podía dudar que Gloucester estaba prendado de la hija de Warwick. Y si Gloucester la defendía, Will pensó, Ned no permitiría que Clarence la despojara de su herencia.

William Stanley soltó una risotada, pero Thomas Stanley asintió, y con una frase conciliadora alabó la preocupación de Clarence por el honor de su hermana política.

– Precisamente, milord Stanley. -Jorge pareció hallar un modo aceptable de desquitar su furia, pues dijo con indignación-: Después de todo, esa muchacha es la hermana de mi esposa. Es mi deber procurar que nadie se aproveche de ella ni mancille su nombre. No permitiré que ningún hombre la trate como una cualquiera, ni siquiera mi hermano.

Will soltó una carcajada, y ellos se giraron para ver quién era, y él retrocedió deprisa, hacia el salón, donde podría reírse sin trabas. Sin duda sería un verano interesante.


El alcalde de Coventry le explicaba a Eduardo por qué la ciudad había unido su suerte a la de Warwick. Tal como él lo contaba, parecía tratarse de un gran malentendido en que los crédulos ciudadanos eran engatusados por un conde hambriento de poder.

Ricardo pronto perdió interés y volvió los ojos hacia la ventana, donde el cielo se enrojecía en un resplandor de luz moribunda, en un ocaso bello y memorable. Suspiró, se enderezó de mala gana en la silla cuando Eduardo le dirigió una mirada que era admonitoria e irónica a la vez. ¡Qué pérdida de un tiempo súbitamente precioso! Si el hombre desembuchara de una vez, podría escapar a los jardines con Ana para contemplar con ella el final del día.

Buscando un sirviente que le llenara la copa de vino, Ricardo vio con sorpresa que Rob Percy aguardaba en la entrada, tratando de llamarle la atención. Ricardo se escabulló discretamente, se acercó a su amigo.

Rob le cogió el brazo, lo llevó aparte.

– ¡Ve al salón, deprisa! -exclamó-. Ana te necesita, y también Francis.

Bajaron a la carrera por la sinuosa escalera, mientras Rob se explayaba sobre el motivo de su jadeante llamada. Estaban hablando con Ana, resolló, cuando el duque de Clarence se aproximó y, sin siquiera saludar, le dijo a Ana que debía partir a Londres de inmediato. Cuando ella se opuso, él le aferró el brazo, dispuesto a sacarla a rastras del salón. Fue entonces cuando Francis intentó detenerlo. A Rob le temblaba la voz, y era muy comprensible. Era peligroso oponerse a Jorge; Francis podía pagar un alto precio por su temerario heroísmo.

Obviamente Francis había pensado lo mismo.

– No es mi propósito, Vuestra Gracia, inmiscuirme en vuestros asuntos -murmuraba con voz conciliadora-. Pero creo que vuestro hermano de Gloucester deseará hablar con lady Ana antes de que ella…

A diferencia de Francis, que tenía la cara blanca como nieve, Ana estaba tan arrebolada que parecía afiebrada. Al ver a Ricardo, gritó de alegría, soltó el brazo de Francis y fue a recibirlo. Ricardo se reunió con ella antes de que Jorge reparase en su presencia, y al mirarle la cara, sintió un impulso protector tan fuerte que borró todo lo demás de su cerebro.

– ¡Ricardo, gracias a Dios que has venido! Tu hermano dice que debo ir a Londres, que debo someterme a sus órdenes.

– Calma, querida. Todo está bien. Nadie te obligará a actuar contra tus deseos, nunca más. Te lo prometo, Ana.

– ¡No hagas promesas que no puedes cumplir, Dickon!

Ana se amilanó un instante, antes de recordar que ahora no tenía motivos para temer las amenazas de Jorge. Irguió la cabeza, miró a Jorge con ojos desafiantes.

Ricardo también miraba a su hermano, pero reparando en los demás. Will Hastings observaba con circunspecto interés, aunque sus ojos risueños delataban su satisfacción. John Howard no podía ocultar sus sentimientos y sólo mostraba reprobación. Más allá de Howard, Ricardo vio a los dos Stanley y, en la puerta, al conde de Northumberland, que miraba con el distante desdén que un Percy reservaba a los meros mortales.

– Sugiero que hablemos de esto a solas, Jorge -murmuró Ricardo, y señaló la cámara de audiencias con la cabeza.

– No hay nada de qué hablar. Ana es mi cuñada, y si decido que vaya a acompañar a mi esposa, no te concierne.

– Ana me concierne, y mucho, y ella no quiere ir a Londres.

Un destello verdoso titiló en los ojos de Jorge.

– ¡Te digo que se irá a Londres esta noche y tú no tienes nada que opinar sobre ello!

– ¿No? ¡Será mejor que recapacites, Jorge!

La voz de Ricardo había cambiado, y delataba su creciente furia. No sabía por qué a Jorge se le había metido en la cabeza armar semejante escándalo en una habitación llena de testigos atentos, ni le importaba. Sólo le importaba la expresión demudada de Ana, el modo en que ella le aferraba el brazo. Se adelantó para interponerse entre ella y Jorge.

– ¡Dickon, no te entrometas!

Ricardo perdió toda su paciencia.

– ¡No recibo órdenes de ti, Jorge!

Se volvió hacia Ana con la intención de sacarla del salón. En eso Jorge le agarró el brazo, tironeó brutalmente para obligarlo a girarse, y Ricardo sintió un aguijonazo de dolor, una sensación abrasadora que nunca había experimentado. Le quitó el aliento, le provocó náuseas, y durante varios espasmódicos segundos sólo hubo dolor en el mundo. A través del rugido de sus oídos, oyó la acalorada protesta de Francis:

– Ése es su brazo malo.

Jorge aflojó el apretón. Aun en medio de la niebla roja de una furia desbordante, una parte de su cerebro reconoció que algo estaba mal, notó que Ricardo había palidecido, que tenía la frente y el labio superior perlados de sudor. Volvió la cabeza bruscamente al asimilar lo que decía Francis, apartó la mano como si le ardiera.

Había incredulidad en su rostro, pero también un destello de incertidumbre.

– Su brazo estaba sanando. Barnet fue hace más de tres semanas.

Francis se ofuscó tanto que olvidó que se dirigía a un príncipe de sangre real y, para colmo, un príncipe bastante rencoroso.

– Sí, estaba sanando -rugió-. Pero la herida volvió a abrirse la semana pasada en Tewkesbury. -Miró a Ricardo con preocupación-: ¿Te encuentras bien?

Ricardo había logrado superar las náuseas, había logrado aspirar aire. Sin saber si controlaba su voz, asintió en silencio y miró a su hermano. Jorge fue el primero en desviar la vista, y también fue el primero en salir del salón. Todos se apresuraron a cederle el paso.


Después de eso nada fue igual para Ana. Sabía que ya no podría comer en ese salón y le rogó a Ricardo que le permitiera saltearse la cena. Para su alivio, él accedió, dijo que tampoco tenía hambre, y cuando en el ocaso sonaron las vísperas la condujo al jardín que se extendía hacia el río Sherbourne.

Ana era un manojo de nervios y tardó un rato en apreciar ese hermoso anochecer. Él había encontrado un lugar apartado dentro de un muro de sauces y espinos; el cielo cobraba un delicado color violáceo y la luna argentaba las nubes. Era muy apacible. Ella oyó el suave trinar de las aves nocturnas, reparó en la densa fragancia primaveral de la madreselva. Tendría que haber hallado alivio en ese ambiente, pero no le ayudaba en nada.

Ricardo tampoco parecía disfrutar del jardín. Guardaba un silencio tenso y crispado. Ella no creía en sus negaciones, sabía que el brazo le dolía mucho; se le notaba en la cara. También notó que el altercado lo había afectado y, con una punzada de remordimiento, recordó que él siempre se había llevado bien con Jorge. Hasta ahora.

Por primera vez en ese día, ella rehusaba permitir que el silencio se interpusiera entre ambos, quería pronunciar cualquier palabra que los enlazara, y se puso a parlotear sobre hechos que habían ocurrido tiempo atrás en Middleham, cuando el mundo todavía era un lugar seguro y ella afrontaba con certeza tanto el futuro como el pasado.

Ricardo, inclinado contra el tronco de una encina, la escuchaba en silencio, la cabeza morena ladeada en un gesto que ella había memorizado tiempo atrás. Con frecuencia le había visto pararse así. También le había visto hacer lo que hacía ahora: cortar una rama de tomillo de los arbustos circundantes. Él se enroscó las hojas angostas sobre dedos inquietos y flexibles, mascando distraídamente el tallo de sabor mentolado, y ella sonrió con tristeza, pensando que él nunca había podido estarse quieto. Siempre tenía que moverse, incluso mientras asistía a la misa matinal en la capilla de Middleham. Aún podía verlo, incapaz de permanecer tranquilamente de rodillas largo tiempo, moviéndose con impaciencia sobre el cojín, jugando con el cinturón decorado o con un anillo, hojeando el Libro de Horas hasta que una regañina de su madre lo obligaba a enderezarse. Ana suspiró, sin saber por qué esa reminiscencia la había entristecido. Había pasado mucho tiempo, y muchas cosas habían cambiado para siempre, aunque él aún le resultara conmovedoramente familiar, como si se hubieran separado tan sólo ayer.

Ricardo le acarició la mejilla con la última florecilla de tomillo.

– Si es Jorge el que te ensombrece el semblante, Ana, tranquilízate. No volverá a molestarte. Yo me encargaré de ello, ma belle. Te lo prometo.

Ella meneó la cabeza, cogió la flor y apoyó los dedos en la mano de Ricardo.

– No, no era Jorge. Sólo… recordaba. -Él le estrujó la mano y ella jadeó-: Yo no quería casarme con Lancaster, Ricardo. No quería. Traté de resistirme. Pero no tuve la fuerza suficiente. No podía contradecir a mi padre por largo tiempo…

Había muchos temas que no habían tocado ese día. Por acuerdo tácito, se habían concentrado sólo en los colores más brillantes, se habían aferrado a la ilusoria seguridad de las remembranzas de Middleham. Ninguna explicación, sólo una invitación al recuerdo. Y de pronto ella invocaba al espíritu más peligroso de todos, invitaba a Eduardo de Lancaster al jardín para que la reclamara como esposa, como aspirante a reina.

Ricardo parecía tan desdichado como ella ante esa intrusión de Lancaster en el refugio de ambos. Ella notó que él fruncía el ceño, y le tocó los labios para silenciarlo.

– No, Ricardo… ¿No podemos olvidar que dije eso? No era mi intención, de veras. No quiero hablar de Lancaster. Ni ahora ni nunca. Sólo quiero olvidar.

Él estaba tan cerca que sólo podía tener una intención en mente. Ana aguardó, sin aliento, y luego sintió los dedos en la garganta, acariciándola, atrayéndole el rostro. Se dejó besar y, tímidamente, lo rodeó con los brazos mientras él la estrechaba con más fuerza.

Él no fue tan tierno como esa mañana. Su boca era más insistente, y Ana entreabrió los labios. De todo lo que había tenido que soportar como esposa de Eduardo de Lancaster, lo que más odiaba eran sus besos, odiaba la penetración de la boca aún más que la del cuerpo. Durante la cópula, al menos podía tratar de aislar la mente, pero no había manera de escapar de la violación de la boca, y sólo tragando convulsivamente podía no sofocarse ante el embate de su lengua. Se tensó cuando Ricardo la besó, y sintió un dulce alivio cuando no experimentó esa conocida repulsión. ¡Cuán tonta había sido! ¿Cómo había imaginado que sería igual con Ricardo? Ricardo, a quien había conocido y amado toda la vida. Su cálida boca tenía un grato sabor a menta. Se relajó y por primera vez en su vida aceptó besos que no eran una imposición.

Cerró los ojos, sintió la boca de él en las pestañas, los párpados, la garganta. Aspiró una bocanada de aire con fragancia a lilas y tréboles y apoyó la mejilla en el pecho de Ricardo. La tensión se disipaba, ya parecía formar parte de un pasado ajeno. Le resultaba asombrosamente agradable estar a solas con él en la cálida oscuridad del jardín, ser abrazada, tocada, acariciada, oír su nombre susurrado en su cabello.

No supo cuándo todo empezó a cambiar. Quizá cuando empezaron a cambiar los besos; ahora eran más fogosos, más exigentes. El cuerpo de él estaba duro, súbitamente extraño. Se le había acelerado la respiración; ella resollaba mientras intentaba superar esa súbita sensación de ahogo, ingratamente similar a la espantosa sensación de encierro que le provocaba Lancaster cada vez que la estrechaba.

Ya no abrazaba a Ricardo, le apoyaba las manos en el pecho, pero no sabía cómo expresarle su renuencia, la renovación de su temor. Él murmuraba palabras cariñosas que Ana no entendía, pues no podía serenarse para oír lo que él decía, sólo oía su voz contra la oreja, un murmullo apremiante.

Ahora él le acariciaba los senos; sus manos eran cálidas, como la boca y la voz. Era mucho más tierno que Lancaster, y parecía tan empeñado en estudiar su cuerpo como en reclamarlo. Pero ella sabía que esa tranquila ternura no duraría. Sabía lo que seguiría inevitablemente. Lancaster se lo había enseñado. Sus besos se volverían más húmedos, más profundos. Como los de Lancaster. La acariciaría con creciente impaciencia, brusco, ávido, sólo interesado en su propio placer, ese placer urgente y masculino que ella no comprendía ni compartía. Como Lancaster. Y después ln miraría con ojos intrigados e insatisfechos. No le reprocharía su falta de respuesta, ni la acusaría de frigidez, como había hecho Lancaster. No sería necesario; sus ojos lo dirían todo.

Retorciéndose súbitamente, apartó la boca.

– ¡No, Ricardo, no! ¡Suéltame!

Ricardo la soltó enseguida, tan abruptamente que ella tuvo que apoyarse en una rama para conservar el equilibrio. Él estaba azorado por el rechazo, por la violencia de su negativa, pues aún estaba embelesado por ese sabor y ese contacto. Sus pasiones anteriores no lo habían preparado para esa necesidad intensa y embriagadora que le despertaba Ana. Nunca había deseado nada en la vida como deseaba a esa muchacha, quería adueñarse de su cuerpo suave y fragante, ver esa cascada de cabello castaño derramándose en su almohada, hallarla a su lado al despertar. Un hambre que sólo ella podía saciar. Un hambre que ella no compartía.

– Lo lamento -dijo envaradamente-. No era mi intención… aprovecharme de ti.

– ¡Ricardo, no digas eso! -respondió ella con voz trémula, al borde de las lágrimas-. No me debes ninguna disculpa. No hiciste nada malo. Y yo no quería rechazarte. No es eso. Es que… -Desvió la vista, se refugió en la sombra protectora de un fresno blanco-. Tenía miedo. Si quieres la verdad, ahí la tienes. Tenía miedo.

Le ardía la cara, y apoyó la mejilla en el musgo húmedo y espeso que cubría el flanco del árbol como una alfombra verdosa. Esa frescura no le ayudó; aún sentía un hervor en la sangre, quemándole la piel por dentro.

– Ana… -Ricardo se le acercó, pero no intentó tocarla, ni sabía qué decir. Sus emociones eran tan confusas que no atinaba a entenderlas. El alivio infinito y abrumador de saber que había interpretado mal su renuencia. Celos y una furia amarga y fútil, pues el objeto de su enfado estaba más allá de toda represalia, nunca podría rendir cuentas por la herida que le había infligido a Ana. Ante todo, un súbito caudal de ternura que nunca había sentido por nadie, ni siquiera por Kate-. Ana, lamento no haberlo entendido. Sé que no quieres hablar de Lancaster, y a decir verdad yo tampoco. Pero quiero que sepas que nunca te haría daño. Nunca, amor mío. -Le tocó la mejilla, en una caricia tan incierta como gentil, y se alivió cuando ella volvió la cabeza y le rozó los dedos con los labios.

– Lo sé, Ricardo -susurró-. De veras que lo sé.

– Ana, hay algo que debo decirte. Tenemos que ser sinceros, y quiero que sepas que entenderé si… si esto te contraría. -Ella abrió enormes ojos, súbitamente asustada, y él se apresuró a añadir-: Sabes que yo comandé la vanguardia de Ned en Tewkesbury, y él fue muy generoso después, y me invitó a pedir la recompensa que quisiera. Ana, le pedí Middleham.

– ¿Y creías que eso podía contrariarme? -Ana lo miraba con asombro-. Ricardo, ¿cómo se te ocurre? Sabía que Middleham sería confiscado. Eso nunca estuvo en cuestión. Y nadie me parece más indicado para ser el dueño. ¡Nadie! Sé que amas Middleham, pues fue tu hogar.

– Y el tuyo -murmuró Ricardo. Ansiaba besarla, pero no lo hizo. En cambio, le asió la mano-. Ven, te llevaré de regreso.

Una expresión extraña cruzó la cara de Ana, nostálgica y amarga a la vez.

– Ojalá pudieras -susurró.


Ricardo se había acostumbrado a que su hermano lo convocara sin previo aviso a cualquier hora del día o de la noche. Lo halagaba esa prueba tangible de la confianza que Ned depositaba en su discernimiento, pero no esa noche. Esa noche no quería estar en la estancia de Ned mientras su hermano hacía un prolongado relato de su reunión vespertina con el alcalde Bette.

Un sirviente de Eduardo se inclinó sobre Ricardo con una jarra de plata, y él asintió, y cogió la copa en cuanto la llenaron. Hasta ahora el vino no había ayudado demasiado, pero ayudaría si apuraba unos cuantos tragos. No recordaba la última vez en que se había sentido tan dolorido. Aunque se resistía, tendría que ver al médico de Ned, pues si no le daban algo para calmar el dolor permanecería en vela hasta el alba. Aun así, para ser franco consigo mismo, la mayor incomodidad no se originaba en el brazo. Hacía años que no sufría las incómodas secuelas del deseo frustrado; se había olvidado de ese espantoso malestar. Se preguntó si era demasiado tarde para remediarlo. Eran casi las diez; las posadas ya debían de estar cerradas. Una ciudad del tamaño de Coventry debía de tener unos cuantos burdeles. Pero no quería una prostituta. Quería a Ana.

Eduardo comentó que se proponía quitar a la ciudad su espada cívica, y Ricardo masculló su asentimiento. ¿Por qué cuando estaba con Ana ni siquiera recordaba que tenía brazo, y ahora tenía la impresión de que se lo estaban asando?

Encontró cierto alivio en maldecir en silencio a su hermano ausente, pero no demasiado. Jorge no era el único necio de la familia. ¿Cómo podía haber sido tan ciego? Ella tenía miedo… ¿Por qué no lo había previsto? Tendría que haberlo sabido, tendría que haber estado mejor preparado para eso. ¿Pero cómo un hombre podía haber maltratado a Ana, tan frágil e indefensa? Lastimar a Ana era como lanzar un gerifalte en pos de una mariposa. Bebió de nuevo, llamó al criado.

¿Y si él no podía vencer ese temor? Ella había dicho que sólo quería olvidar. ¿Y si no podía? Él nunca había tratado de llevarse a la cama a una mujer reacia. Estaba acostumbrado a amantes fogosas como Kate y Nan, y a prostitutas expertas. ¿Cómo lograría vencer los temores de una muchacha que sólo conocía lo peor que un hombre podía enseñar a una doncella? Paciencia. Tanta paciencia como le permitiera su necesidad. ¿Sería suficiente? Era una pena que no pudiera pedirle consejo a Ned sin preguntarle abiertamente. Por lo que había visto en el último año, su hermano no era dado a acostarse con una mujer que no estuviera tan excitada como él, pero debía de haber tenido alguna experiencia en superar las aprensiones de vírgenes tímidas. Ricardo sospechaba que Ned lo sabía todo en lo concerniente a los apetitos carnales, o por lo menos aquello que valía la pena saber. Pero no podía hacerle esa pregunta sin delatarse.

– Ahí tienes, Dickon. Si no pueden pagar los diez mil marcos el mediodía del lunes próximo, instalaremos una horca en Cross Cheaping y…

– ¡Diez mil! Horca… Ned, ¿de qué…? -Ricardo prestó atención, pero demasiado tarde. Esperó pacientemente a que Eduardo dejara de reírse de él-. Mea culpa. Confieso que no estaba escuchando. ¿Qué medidas decidiste tomar contra Coventry?

– Declaré nulas las libertades de la ciudad y accedí graciosamente a que se reivindicaran mediante el pago de quinientos marcos. Luego me dejaré persuadir de aceptar sólo trescientos, y se considerarán muy afortunados; mucho más que si yo no les impusiera ninguna pena. -Ricardo rió, pero calló abruptamente cuando Eduardo dijo-: Ahora, bien, ¿quieres escuchar un consejo?

– No -respondió Ricardo, y Eduardo sonrió, sin dejarse disuadir.

– Lo escucharás de todos modos. Es evidente que has tenido alguna diferencia con tu prima, pues de lo contrario no estarías cavilando como un hombre que espera la visita del ángel de la muerte. Mi consejo es el siguiente: dale tiempo a esa muchacha. Todo su mundo se ha desmoronado en poco menos de un año. Permite que se reconcilie con todo.

Ricardo se había preparado para lo peor, sabiendo que el humor de su hermano era imprevisible, y sabiendo que Eduardo solía mirar a las mujeres como un cazador avezado que busca una presa elusiva. Las palabras de Eduardo eran tan sensatas, y estaban tan lejos de la broma soez que había temido, que terminó por preguntarle:

– ¿Qué sugieres, entonces?

– Yo la enviaría a Londres, para que esté con Isabel. -Viendo que Ricardo se disponía a protestar, Eduardo se apresuró a añadir-: Estuve observando a tu Ana a la mesa. Cuando ella te mira, su corazón aflora en sus ojos, como si pudieras hacerte humo con sólo perderte de vista por un instante. Pero también revela que la han maltratado. Necesita tiempo para asimilar que está libre de Lancaster. También necesita tiempo para convencerse de que todavía la amas. Déjala al cuidado de su hermana por un tiempo, hermano. No será una separación muy prolongada. También nosotros estaremos en Londres dentro de un par de semanas.

Al cabo de un largo silencio, Ricardo asintió con renuencia.

– Lo que dices tiene sentido -concedió, pues pensó que también él necesitaría tiempo para analizar sus sentimientos por Ana.

Desde la infancia, había dado por sentado que Ana y él se casarían; la semilla plantada por Warwick había echado raíces tan gradualmente que no recordaba un momento en que no hubiera esperado desposar a Ana. Tenía mucho sentido, después de todo. Ana era bonita, dulce, y una heredera. Sería una esposa sumamente apropiada, y esa unión complacería a dos hombres que él quería complacer, sus primos Neville. Pero sólo había comprendido cuánto la amaba cuando Ana fue prometida a Lancaster.

Ricardo se acomodó en el asiento, trató en vano de encontrar una posición que le aliviara el dolor del brazo. Remover el pasado era inútil. Lo importante eran sus sentimientos de ahora. Si Ana lo amaba, él debía estar seguro de sus propios sentimientos. De nada serviría que ella le entregara su corazón y luego él descubriera que ella sólo le provocaba nostalgia y deseo teñidos de piedad. No creía que fuera así, pero debía estar seguro. El miedo que ella había demostrado esa noche lo había conmocionado profundamente. Pero sabía una cosa: no toleraría que volvieran a lastimarla.

– Confío en que el doctor De Serego haya visto ese brazo. Sé que escapas de los médicos como un caballo asustadizo escapa de las culebras, pero se podría infectar si no te cuidas. ¿Lo has consultado, Dickon?

Este abrupto interrogatorio no sorprendió a Ricardo, que en cierto modo se lo esperaba.

– ¿Quién te lo contó? -preguntó con resignación.

– ¿Quién no me lo contó? -replicó Ned.

– Todos son buenos samaritanos -rezongó Ricardo, y Eduardo se encogió de hombros.

– ¿Qué esperabas, Dickon? Lo que me sorprende es que no hayas previsto esto. Los síntomas estaban presentes, al menos desde Windsor.

– ¡Por Dios, Ned, no te regodees!

Eduardo lo miró con aire ofendido.

– Te aseguro que no era mi intención. -Al cabo de un instante, arqueó las comisuras de la boca-. O tal vez sí. ¿Puedes culparme por ello? Con una sola excepción, no hay tentación más dulce que la de recordar a los demás nuestras advertencias.

– No le veo la menor gracia, Ned, a lo que ocurrió esta tarde -dijo Ricardo fríamente, disponiéndose a levantarse.

Ned le pidió que se quedara sentado con un gesto. Era un experto en tonos de voz, y había detectado una connotación de dolor bajo el lustre superficial del enfado. Dejó de sonreír.

– Tienes razón, Dickon. No tiene la menor gracia. En absoluto. Mira, confieso que encuentro cierta satisfacción en que veas a Jorge con mis ojos. Pero no me complace tu dolor, muchacho. Y te entiendo. Siempre fuiste el que defendió a Jorge. Sólo Meg era más ciega que tú a sus defectos. Tú tienes más derecho que nadie a esperar su buena predisposición.

Era precisamente como se sentía Ricardo: traicionado. Hizo una mueca.

– ¡Si cuento con su buena predisposición, Dios me libre de su hostilidad!

Ahora estaban a solas; Ricardo cogió la jarra, sirvió vino para ambos.

– No logro comprenderlo, Ned -confesó-. ¿De veras cree que yo quiero las tierras de Warwick, no a Ana? ¿Tan poco me conoce?

– En cuanto a tu primera pregunta, no es preciso que lo crea. Para Jorge, basta con sospechar. En cuanto a la segunda pregunta, no creo que pueda aceptar algo que para él resulta incomprensible, y es que el dinero te motiva tan poco. Recuerda, Dickon, que la codicia de Jorge es insaciable.

– Sí, pero… -Ricardo calló tan abruptamente que Eduardo alzó la vista sorprendido, vio que Ricardo miraba hacia la puerta. Se giró en el asiento justo cuando entraba Jorge.


Cuando Jorge se retiró del salón, su furia ya no era pura, sino que estaba diluida en una turbia mancha de vergüenza. Nada había salido como él quería. No se proponía alimentar las habladurías con una escena que complacería a quienes lo odiaban. Tampoco se proponía dañarle el brazo a Dickon. Recordó que Ned le había hablado del brazo, diciéndole que Dickon lo había vuelto a inflamar con sus esfuerzos en el combate del último sábado. Pero lo había olvidado por completo. Sólo podía pensar en que Dickon era un entrometido que lo ponía en ridículo ante una veintena de testigos. Dickon debía saber que no había sido adrede. Pero lo carcomía la incertidumbre, alimentada por el recuerdo de la mirada acusadora e incrédula de su hermano.

Deseaba que ese desagradable topetazo no se hubiera producido, y por primera vez en su vida adulta deseó disculparse. Se sintió un poco mejor después de tomar esa decisión, y al cabo tuvo otra idea, al principio sorprendente por su novedad, pero aun así interesante. ¿Por qué no hablarle a Dickon, abierta y francamente, sobre las tierras? Dickon era justo en todos los asuntos que no se relacionaran con su maniaca e irracional lealtad a Ned. Tal vez pudiera convencerlo de que no era justo. Él no necesitaba las tierras de Warwick y Beauchamp. Ned llenaría sus arcas de plata, le permitiría escoger entre las fincas entregadas por los rebeldes lancasterianos. Era improbable que Ned compartiera esas tierras con Jorge, que sólo tenía las propiedades de los Neville. No era justo que Dickon las codiciara también. En absoluto.

Pero el impulso conciliador de Jorge sufrió un duro revés cuando vio a Eduardo y Ricardo sentados como dos conspiradores empeñados en excluirlo de su confianza y su compañía. Aun así, se atuvo a su decisión, incluso esbozó una sonrisa aceptable.

– Espero que no te hayas tomado a pecho nuestro altercado de esta tarde, Dickon.

– Lo tomé tal como vino -dijo Ricardo, con una hostilidad glacial que habría bastado para extinguir el ánimo conciliador de Jorge tal como si le hubiera derramado la copa de vino encima.

– Entiendo -dijo Jorge. Claro que entendía. Echó una ojeada a Eduardo, y logró pillar un destello irónico-. Debí saber que no tardarías en acudir a Ned con tus gimoteos.

– ¡Empiezo a creer que lo que tú sabes se podría inscribir en la cabeza de un alfiler, y todavía sobraría espacio! -rezongó Ricardo.

Eduardo se apresuró a intervenir.

– ¡Basta, ambos! -Ya no le veía la gracia a esta situación. Una cosa era que Dickon calara a Jorge, pero no le gustaba en absoluto que tuvieran un entredicho grave. Con su primo Warwick había visto muy bien los peligros que engendraba el descontento-. Dickon no me vino con cuentos, Jorge. Me extraña que no lo conozcas mejor. Supongo que tienes algo en mente. Bien, sugiero que te sientes y te escucharemos.

Jorge se sentó.

– Mira, Dickon, en cuanto al brazo… -barbotó, al cabo de un incómodo silencio-. Fue mala suerte, nada más. -Ricardo no respondió y Jorge se sintió incómodo, y al fin tuvo que ofrecer-: Si quieres que te pida disculpas…

– Te diré lo que quiero de ti, Jorge. Quiero que te mantengas alejado de Ana, que no te metas en su vida. ¿Está claro?

Ahora el enfado de Jorge era mayor, porque estaba convencido de que había hecho todo lo posible para enmendar la situación.

– Olvidas que Ana es mi cuñada y que a Bella no le agradaría el modo en que has acariciado a su hermana a la vista de todos. Menos aún le gustaría oír lo que se murmuraba este mediodía en el salón: que si Ana no puede ser la reina de Lnncaster, está muy dispuesta a ser la ramera de Gloucester.

Ricardo cerró convulsivamente la mano sobre la copa. Pero cuando se disponía a arrojar el vino a la cara de su hermano, sintió que Eduardo le aferraba la muñeca.

– Cuidado, Dickon, casi derramas la bebida. Verás, Jorge, tu conmovedora preocupación por el honor de tu cuñada está fuera de lugar. Hace un rato Dickon y yo convinimos en que lo mejor para la muchacha sería ir mañana a Londres para estar con Isabel.

– ¿De veras? -Jorge los miró boquiabierto y se volvió a Ricardo con una sonrisa radiante-. ¡No sabes cuánto me alivia, Dickon! Después de todo, tengo obligaciones hacia esa muchacha, ¿no te parece?

Ricardo no estaba complacido con la intervención de Eduardo.

– Creo que Ana necesita a Bella, y en eso he coincidido -se apresuró a decir, dispuesto a borrar esa sonrisa triunfal de la cara de Jorge-. Sólo por ese motivo. Pero te diré una cosa, Jorge, y será mejor que prestes atención. Permanecerá en el Herber sólo hasta el día en que se queje de la primera descortesía que tengas con ella, por leve que sea.

– No soy hombre que maltrate a las mujeres, Dickon. Me ofende que lo insinúes.

– Sólo procura ser amable con ella, Jorge. No sólo porque es tu cuñada y pariente de ambos, sino porque me propongo desposarla, y más vale que lo tengas presente.

Esto no era del todo cierto; Ricardo aún no estaba seguro de la índole de sus sentimientos por Ana. Pero ahora sabía lo que sentía por Jorge: una furia que no había sentido nunca, tan grande que ansiaba herir, asestar el golpe donde más doliera. Vio que lo había logrado con creces.

Jorge quedó momentáneamente atónito ante esta alarmante confirmación de su mayor temor.

– ¡Sangre de Cristo! -atinó a exclamar con voz estrangulada-. ¡No puedes decirlo en serio! ¿Tanto codicias Middleham que estás dispuesto a aceptar las sobras de Lancaster con tal de reclamar esa propiedad?

Para ser un hombre corpulento, Eduardo podía moverse con sorprendente celeridad. Aunque Ricardo era rápido, él lo era más. Cuando Ricardo embistió, Eduardo lo empujó contra la silla y lo retuvo bruscamente.

– Calma, muchacho -dijo Eduardo para tranquilizarlo, pero valiéndose de todas sus fuerzas para mantener a Ricardo clavado en la silla.

Ricardo no podía contra su fornido hermano, y para colmo había forzado el brazo herido. El súbito dolor le despejó la cabeza. Dejó de resistirse. Eduardo lo soltó, volvió sus ojos claros e insondables hacia Jorge.

– Amén del pésimo gusto de ese comentario, Jorge, está lejos de ser atinado. Dickon no necesita a Ana Neville para reclamar Middleham.

Jorge, que se había quedado perplejo ante la violenta reacción de Ricardo, se volvió hacia Eduardo.

– ¿Qué quieres decir, Ned?

– Creo que está bien claro. Middleham le pertenecía a Warwick, no formaba parte del patrimonio de los Beauchamp. Eso significa que ahora pertenece a la corona; a mí, Jorge, para hacer como me plazca. Y me place dársela a Dickon.

– ¡Ned, no puedes! ¡No es justo!

– ¿No? Respira hondo, hermano Jorge -se mofó Eduardo-, porque Middleham es sólo una parte de la dádiva que pienso otorgarle. De las tierras que Warwick poseía en el norte, Penrith y Sheriff Hutton también serán para Dickon.

– ¡Maldito seas, no puedes! -exclamó Jorge con voz trémula-. No lo permitiré. Esas tierras me pertenecen legítimamente.

Sólo se requería una chispa para inflamar el temperamento de Eduardo, y ahora estalló.

– Te aconsejo que frenes la lengua -advirtió-. Quizá deba recordarte que hoy tienes lo que tienes gracias a mi tolerancia.

Jorge jadeó, dio un golpe a las copas de vino y la jarra, las hizo girar de un manotazo. Ricardo y Eduardo se pusieron de pie. Eduardo miraba con incredulidad las manchas de vino que tenía en las calzas.

– Si pensara que lo hiciste adrede… -Eduardo rodeó la mesa con tal rapidez que Jorge retrocedió un paso. Pero se plantó donde estaba.

– Ned -graznó-, no puedes hacer esto. No puedes.

Eduardo había recobrado la compostura. Abrió un puño, cogió una muñeca de Jorge en un apretón que dejaría magulladuras.

– Si debo perder tiempo en enseñarte lo que puedo y no puedo hacer, Jorge, te prometo que no será una lección que te agrade.

Jorge se zafó, abrió la boca. Amargas acusaciones le quemaban la lengua, pero las palabras se le atoraron en la garganta, mientras su cuerpo reaccionaba con instintiva comprensión ante lo que veía en los ojos de su hermano, una pequeña llama que medía, evaluaba, hacía una promesa que era una amenaza.

Giró sobre los talones para irse, pero la voz de Eduardo lo inmovilizó, un sonido perentorio donde vibraba la autoridad.

– No os oí pedir mi venia para retiraros, milord Clarence.

Moviéndose espasmódicamente, como un títere con los hilos enredados, Jorge logró acercarse y rozó con los labios el anillo de coronación de su hermano, incrustado en un resplandor de rubíes rojos como la sangre.

– ¡Por Cristo Jesús, creo se le ha agusanado el cerebro! -rugió Eduardo, volviéndose hacia Ricardo-. Nunca entenderé qué lógica estrafalaria y retorcida lo guía, pero nunca he visto a un hombre tan ansioso de condenarse.

Despotricó un rato más, pero su furia ya se enfriaba; empezaba a ver el problema que le planteaba la intransigencia de Jorge. Sabía que Jorge era capaz de cualquier locura. Era intolerablemente irritante, arteramente estúpido, y deseaba tierras como otros hombres deseaban mujeres. Pero además era peligroso. Lo había demostrado más de una vez.

Habría que darle algo, comprarlo de algún modo. O separarle la cabeza de los hombros. Si supiera que sólo un palmo lo separaba del tajo del patio de la Torre. ¿Pero comprarlo con qué? Dickon se conformaría con Middleham y nada más. Pero lo preocupaban sus necesidades, no las de Dickon. Quería que Dickon defendiera el norte. Eso era más importante que todo lo demás. Un hombre de confianza debía mantener la paz en las comarcas que estaban al norte del Trent. Eso significaba que Dickon también debía poseer Sheriff Hutton. Aspiró bruscamente. Soltó el aliento muy despacio. Quizá fuera conveniente que la condesa de Warwick se hubiera recluido en la abadía de Beaulieu.

Miró con repulsión las copas de vino desparramadas, lanzó otra imprecación.

– Lo que viste esta noche -vociferó- es sólo un anticipo de lo que Jorge te ofrecerá si en efecto deseas desposar a tu prima Neville. Si quieres que sea tuya, huelga decir que te respaldaré. Pero, gústeme o no, no puedo encerrar a Jorge en la Torre porque codicia tierras que no son suyas. Así que te pediré lo siguiente. Asegúrate de que amas a esa muchacha, y de que ella vale todos los trastornos que tendrás que afrontar para conseguirla. Sólo asegúrate de ello, Dickon.

3

Londres. Mayo de 1471


Ricardo había recibido el honor de encabezar la procesión de la victoria en Londres, montado en un lustroso caballo castaño, la armadura resplandeciente, repujada con los Soles de su hermano y sus Jabalíes Blancos. El cielo era un mar azul; rosas blancas llovían de las ventanas abiertas y se oscurecían al sol en moribundo tributo a los yorkistas triunfantes. Bonitas muchachas agitaban bufandas moradas y azules, y veteranos de las campañas de Francia lo saludaban y brindaban por su salud con mares de cerveza. Ricardo estaba arrebolado de orgullo; ser aclamado como un comandante de habilidad demostrada era el mayor espaldarazo que podía imaginar. Riendo, guió su montura a través de una lluvia de rosas blancas, pensando que nunca olvidaría ese día.


La procesión yorkista había terminado en el palacio de la Torre, donde lo aguardaban la reina y sus hijos. Jorge se había ido de inmediato al Herber, el palacete que había tomado después de la muerte de Warwick. Ricardo, que debía partir al alba en persecución de Fauconberg, esperaba disponer de tiempo para visitar el Herber esa noche, pues hacía nueve días que no veía a Ana. Primero había ido al castillo de Baynard, pero enseguida había llegado un despacho de su hermano, que le ordenaba regresar a la Torre.

Al subir la escalera que conducía al último piso del torreón de la Torre Blanca, Ricardo se preguntó por qué Ned volvía a necesitarlo; pensaba que Ned no dejaría el lecho de Isabel hasta las vísperas. Pero olvidó toda especulación al ver a la mujer que salía de la cámara de audiencias, una guapa y corpulenta treintañera, su hermana Ana, duquesa de Exeter.

El sorprendido Ricardo supuso que ella habría ido a suplicar por su esposo Exeter, que había sufrido graves heridas en Barnet y estaba alojado en la Torre como prisionero de estado.

– ¡Querido Dickon! -Ricardo quedó aún más sorprendido cuando ella lo envolvió en un abrazo perfumado, le manchó generosamente la mejilla con pintalabios-. Debes venir a cenar conmigo en Coldharbour. Te esperaré con ansias.

Ned debía de haber indultado a Exeter, pensó Ricardo, maravillándose de ese repentino afecto fraternal; en las ocasiones en que la había visto en los últimos años, ella sólo había demostrado una distraída cortesía.

Eduardo estaba junto a una ventana abierta, mirando la residencia real que se extendía al este de la Torre del Jardín. Se volvió hacia él.

– Veo que llevas la marca de nuestra hermana Ana -dijo con una sonrisa.

Ricardo sacó un pañuelo, se enjugó la mejilla.

– ¿Qué la trajo aquí, Ned? ¿Quiere la liberación de Exeter?

– Sólo será liberado por el hacha del verdugo. -Eduardo soltó una risotada al ver la sorpresa de Ricardo-, No, ella busca su propia libertad. Al parecer, mientras Exeter estaba en el exilio, encontró otro compañero de lecho. Creo que Exeter la ha defraudado al sobrevivir a la batalla de Barnet. Sea como fuere, quiere mi respaldo para disolver su matrimonio; también quiere mi consentimiento para casarse con su amante. Desde luego que no lo dijo con tanta claridad, pero era bastante evidente.

– Por el beso que recibí, deduzco que accediste a ambas cosas.

Eduardo asintió.

– No la culpo por querer desligarse de Exeter. Lamentablemente, su elección actual no es mejor que la que le impusieron cuando era niña. Thomas Saint Leger… ¿Le conoces?

Ricardo hurgó en su memoria.

– ¿Uno de tus escuderos del séquito real? ¿No fue el que se lió en una gresca hace unos años, se enzarzó a puñetazos con uno de tus mariscales en el palacio y fue condenado a que le cortaran la mano hasta que tú intercediste en su favor? ¿Ése es el hombre?

Eduardo sonrió.

– Ése es Tom, sin duda, y no es la primera vez que debo sacarle las castañas del fuego. Es un tipo simpático pero no demasiado brillante. Aun así, si es lo que Ana desea… A decir verdad, no me importa demasiado.

A Ricardo tampoco le importaba; Ana era prácticamente una desconocida.

– No preveo ningún problema con Su Santidad el papa. Pero ma mère quizá ponga reparos. Sabes que ella sostiene que el matrimonio es para toda la vida, al margen de las circunstancias. En cuanto a eso, llegamos a un trato. Yo lidio con el Vaticano, ella lidia con el castillo de Baynard. -Señaló el aparador-. Sírvenos un trago de vernaccia, Dickon. Es tu favorito, ¿verdad?

Ricardo asintió y sirvió. Eduardo solía tener un par de sirvientes a mano, y le pareció raro que su hermano estuviera a solas, justo ese día.

– Tu llamada me cogió por sorpresa -dijo con franqueza-. Esperaba que pasaras más tiempo con la reina. -Como toda la familia, había adoptado el hábito de referirse a su cuñada por el título; era mucho más prudente, pues más valía no ofuscarla cometiendo el desliz de abusar de su nombre de pila.

Eduardo se encogió de hombros.

– Me propongo llamar a una reunión del consejo esta noche, después de las completas. Antes quería hablar contigo, por eso te llamé.

A Ricardo se le cayó el alma a los pies. Si se celebraba una reunión del consejo, no podría visitar a Ana en el Herber, y tendría que irse de Londres sin haberla visto.

– Pensaba visitar a Ana esta noche -le recordó a Eduardo, y vio que el otro sacudía la cabeza.

– Dickon, siéntate. Tengo que hacerte una pregunta. No te agradará, pero es algo que necesito saber.

– De acuerdo, Ned -dijo Ricardo, y se sentó-. ¿De qué se trata?

– No es fácil preguntarlo. Quiero que me digas si crees que Ana está encinta de Lancaster.

– ¡No!

Ricardo quiso levantarse, pero Eduardo estiró la mano y le aferró el brazo.

– Piénsalo bien, Dickon. ¿Estás seguro?

Ricardo volvió a sentarse. La sola idea era tan aborrecible que le resultaba imposible evaluarla con frialdad, pero confiaba en Eduardo, y sabía que la pregunta nacía de una preocupación legítima y no de una curiosidad morbosa.

– Sí, estoy seguro. Han pasado casi seis semanas desde Barnet. No creo que él la haya tocado después, una vez que supieron que ella ya no les sería útil. Si ella pensara que está embarazada, me lo habría dicho.

– Sí, coincido contigo, Dickon. Pienso que te lo diría. Esa muchacha te ama y no es ninguna tonta, así que sabría qué significaría si ella estuviera encinta.

– ¿Y ahora que estás seguro de que no es así? ¿Qué significa eso para ti, Ned?

– Creo que ya lo sabes, Dickon.

Ricardo sacudió la cabeza con vehemencia, y Eduardo se reclinó en la silla.

– Tu rostro dice lo contrario -dijo-, pero si quieres que te lo diga con todas las letras, así lo haré. Si pensara que Ana está embarazada de Lancaster, no tendría sentido hacer lo que me propongo hacer esta noche.

Tendría que haberse sorprendido. ¿Por qué no era así? La única conmoción no venía de la franca admisión de Ned, sino del comprender que no estaba sorprendido, que en cierto modo él sabía lo que Ned se proponía, lo había sabido desde aquel momento en el palacio del obispo de Londres.

– Cielos, Ned, no ese anciano trastornado…

– Mientras Enrique de Lancaster siga con vida, habrá conspiradores que fomentarán rebeliones en su nombre. No veo otra manera de poner fin a ese riesgo que no sea poner fin a su vida. No fingiré que me agrada, pero no es preciso que me agrade. Basta con que sea necesario, y que yo esté dispuesto.

– Lo retuviste en la Torre casi seis años sin causarle ningún daño, sin recurrir al asesinato.

– Mientras él tenía un hijo vivo y libre en Francia, habría sido una crueldad innecesaria ajusticiarlo, y también una estupidez. No creo ser más cruel que la mayoría de los hombres, y ciertamente no soy estúpido, Dickon.

Lo más desagradable para Ricardo era que pudieran hablar de ello con calma, deliberar sobre el asesinato de un lunático inofensivo mientras bebían vino. Un hombre, para colmo, que había sido rey ungido, por cuestionable que fuera ese título.

– Ned, nunca has manchado tu honor con sangre de una mujer, ni siquiera una mujer tan pérfida como Margarita de Anjou. ¿No lo entiendes? Matar a esa patética criatura de la Torre sería igualmente vergonzoso, igualmente deshonroso.

Ricardo vio un destello oscuro en los ojos de su hermano, y comprendió que Ned no tomaba este asunto con tanto distanciamiento como quería aparentar. Eso le hizo sentir mejor, aunque no demasiado. No podría disuadir a Ned; una vez que Ned tomaba una decisión, la llevaba a cabo. Si Ned estaba empecinado en hacer esto, no tendría más opción que aceptarlo, por poco que le gustara. Pero no podría haber aceptado que Ned ejecutara a Lancaster sin escrúpulos, sin la menor renuencia. Necesitaba ver que le dolía, que dejaría una cicatriz.

– Dickon, ¿recuerdas aquella noche en Brujas, la noche que bebimos juntos en el Gulden Vlies? ¿Recuerdas que esa noche te dije que mucho de lo sucedido era por mi culpa? No era sólo Johnny, Dickon. No quise ver los problemas hasta que me acogotaron. ¿Por qué me dejé capturar en Olney? ¿Por qué me dejé sorprender en Doncaster? Porque confiaba demasiado, era poco suspicaz. Y estuve a punto de perderlo todo. He cometido bastantes errores en mi vida, pero nunca he repetido los mismos. Enrique de Lancaster es un peligro, plantea una amenaza con cada bocanada de aire que respira. Si sólo puedo eliminar ese peligro impidiéndole respirar, que así sea.

– Podrías tenerlo a buen recaudo en la Torre, Ned. No tienes por qué tomar una medida tan extrema. No ahora, al menos. ¿Por qué no esperar? Ver si de hecho estallan revueltas en su nombre.

– Dickon, mientras él viva, será un emblema para los rebeldes, una causa de disenso dentro del reino. Mientras él viva, habrá descontentos dispuestos a utilizarlo, a fomentar la rebelión so pretexto de devolverle el trono, de usar su persona como símbolo de disconformidad, por muy encerrado que esté. Mientras él viva, Dickon.

Ricardo no podía esgrimir ningún argumento convincente contra eso; lo que decía Eduardo era muy cierto. Podía entender la fría lógica en que se basaba Eduardo, pero el asunto no le gustaba en absoluto.

– Sé que no me escucharás, pero ojalá no hicieras esto, Ned -murmuró-. No me importa Lancaster. ¿Cuánto puede interesarle la vida a un hombre que no sabe ni le importa si una semana lo aclaman rey y a la siguiente es un prisionero? No es por Lancaster, Ned. Es por ti.

Eduardo torció la comisura de la boca.

– ¿Mi alma inmortal, Dickon?

Ricardo asintió adustamente, observó a su hermano con ojos oscuros y perturbados, pero no vio indicios de que su súplica lo hubiera afectado.

– Quizá asumas una culpa que Dios no puede perdonar -advirtió en voz baja, y se sobresaltó cuando Eduardo se encogió de hombros.

– En cuanto a eso, Dickon, sólo lo sabré cuando comparezca a rendir cuentas ante el trono de Dios. Por ahora, lo que más me preocupa es el trono de Westminster.

Ricardo ensanchó los ojos. En ocasiones le parecía que Ned se acercaba peligrosamente a la blasfemia. Pensó turbadamente que cuando elevara plegarias por el reposo de las almas de sus difuntos padre y hermano, más valdría rezar también por Ned. Al fin asintió.

– ¿Cuándo se hará? -preguntó de mala gana-. ¿Esta noche?

– Después de la reunión del consejo.

Ricardo habría preferido no asistir a esa reunión. Se puso de pie, sintió una súbita fatiga, como si hubiera cabalgado tres días sin descanso.

– Como quieras, Ned. Pero… -Titubeó y luego barbotó con aflicción-: Pero no puedo olvidar lo que él te dijo aquel día en el palacio del obispo. Que sabía que su vida estaría a salvo en tus manos. Cielos, Ned, si yo no puedo olvidarlo, ¿cómo puedes olvidarlo tú, que eras el destinatario de esas palabras?

– ¡Basta, Dickon! ¡Es más que suficiente! -Su hermano demostró tanta furia que Ricardo se amilanó, arredrado por una cólera que había surgido de pronto, como un relámpago en un cielo despejado, repentina, intensa, abrasadora-. Te llamé para tener la cortesía de informarte antes que a los demás. Una cortesía, es todo. No quería discutir contigo. Yo tomo la decisión y tú debes aceptarla, y no quiero más comentarios. Ni ahora, ni esta noche. Sobre todo, esta noche. ¿Está claro?

Ricardo asintió en silencio. Nunca había afrontado la furia de Eduardo en su plenitud; aunque le costara confesarlo, le resultaba enervante.

Le habían ordenado que se marchara; lo sabía sin que se lo dijeran. Se detuvo en la puerta.

– Ned, lamento haberte decepcionado en esto -dijo desdichadamente-, No era mi intención, pero…

Vio que los ojos de Eduardo se ablandaban.

– Te veré esta noche, Dickon.

Ricardo aún vacilaba.

– Ned, preferiría no asistir, si no te molesta.

– Me molesta -dijo Eduardo con voz cortante-. La reunión se celebrará en esta cámara, a partir de las ocho. Sé puntual.

A Ricardo sólo le restaba marcharse. Cerró dando un portazo. No le ayudó. Al salir al patio de la Torre, le sorprendió descubrir que el sol del crepúsculo aún calentaba el día, ver rostros que se ensanchaban en sonrisas, complacidos por la entusiasta bienvenida que Londres había otorgado a la Casa de York.


La cámara de audiencia estaba alumbrada por antorchas, las ventanas abiertas al aire fresco de la noche. Reinaba silencio en la habitación. De los nueve hombres reunidos allí, siete observaban a Eduardo. Sólo Ricardo no lo miraba. Se mantenía apartado, apoyado en una pared, con expresión huraña; no había dicho media docena de palabras desde que se había iniciado el consejo. Eduardo lo miró brevemente y luego miró a los demás.

Jorge sólo demostraba indiferencia. Los demás, en cambio, compartían una expresión asombrosamente similar, disgusto rayano en el bochorno. Ambos cuñados de Eduardo, Suffolk y Anthony Woodville, habían sido leales a Lancaster en otros tiempos, habían jurado vasallaje al hombre que Eduardo se proponía asesinar. El recuerdo inquieto de una tenaz lealtad asomó fugazmente en su semblante, pero ninguno de los dos dijo nada. Eduardo sabía que callarían. El conde de Essex lo miraba consternado. Para un beato como Essex, lo que Eduardo se proponía hacer era un pecado mortal que pondría su alma en peligro. Pero también Essex callaba. El canciller de Eduardo, Robert Stillington, era obispo de Bath y Wells; él, precisamente, tendría que haberse opuesto a la muerte de un inocente. En cambio, sólo prestaba atención al chisporroteo de una vela, y raspaba industriosamente con la uña las pegajosas gotas de cera. Eduardo miró al sacerdote sin ocultar su desdén, posó la vista en Will Hastings y Jack Howard. Ambos eran realistas curtidos y entendían la necesidad de esa decisión. Eduardo lo sabía; también sabía que les gustaba tan poco como a Ricardo.

Con la posible excepción de Jorge, no había en esa cámara un solo hombre a quien le gustara. Todos habrían agradecido que Enrique de Lancaster muriera súbitamente mientras dormía, o se sofocara con un hueso de pollo, o pillara un resfriado que terminara por ser fatal. Pero ninguno se sentía cómodo con la idea de mandar a Enrique a mejor vida. Eduardo esperaba esa reacción, sin embargo, sabía que tendrían escrúpulos para ajusticiar a un hombre tan simple que muchos lo consideraban un santo.

Vio que John Howard se retorcía en la silla, miraba a Ricardo. Eso tampoco sorprendió a Eduardo. Ricardo se llevaba la copa de vino a la boca; le servía para ocultar sus pensamientos. Si reparó en el escrutinio de John, no lo demostró. Howard se volvió hacia Eduardo.

– ¿Es realmente necesario, Vuestra Gracia? -dijo, midiendo cada palabra.

– Jack, ¿crees que me avendría a hacerlo si no fuera así? -dijo Eduardo mordazmente, y vio que una tenue mancha roja cubría el rostro y el cuello del anciano.

Eso fue todo. Nadie se le oponía en esto, nadie protestaba ante este homicidio que aplacaba sus temores aunque les turbara la conciencia. Eduardo sabía que sería así, pues esa tarde se había encargado del único riesgo que podía prever. Si se lo hubiera revelado a Dickon en el consejo, el muchacho habría barbotado la misma objeción que había hecho tan acaloradamente en privado. Y bien podría haber arrastrado a los demás. Essex y Anthony, sin duda, quizá hasta Will y Suffolk. Después de todo, no habría habido riesgo en respaldar al hermano que todos consideraban su otro yo. Y luego habría tenido la ingrata tarea de contradecir al consejo, abogando por el homicidio mientras ellos pedían clemencia. Y allí, como una pestilencia que flotara en el aire, revolotearían las semillas del disenso, procurando echar raíz. No pensaba permitirlo. Había hablado con Dickon esa tarde para impedirlo, pero se permitió sentir cierto alivio, pues todo había salido como él quería.

– ¿Entonces coincidimos en cuanto a lo que debe hacerse? -Era una pregunta retórica, desde luego. Aguardó unos instantes y añadió-: Quiero que se le comunique esto a lord Dudley. Como condestable de la Torre, es responsable de que se cumplan mis órdenes. -Escrutó los rostros que rodeaban la mesa, uno por uno-. Will, tú y Anthony llevaréis mi mensaje a Dudley. Miró súbitamente a su hermano-. Tú también, Dickon.

John Howard parecía aliviado de que no lo hubieran designado, Jorge levemente ofendido por el mismo motivo. Había resignación en la cara de Will y de Anthony. Ricardo lo miraba con incredulidad.

– ¿Yo?

– Eres lord condestable de Inglaterra, ¿o no?

– Sí, pero…

– ¿Pero qué, Dickon? ¿De quién esperaría Dudley semejante orden, sino de mi lord condestable?

Ricardo estaba atrapado y lo sabía. Dirigió a Eduardo una mirada de súplica, y al ver que no servía de nada, de cólera.

– ¿También queréis que examine el cadáver, majestad? -murmuró, y por un instante Eduardo se preguntó si no había ido demasiado lejos, si no había pedido más de la cuenta.

No había querido que el consejo se preguntara por qué no había recurrido, como sería normal y natural, a la persona que ostentaba el título de condestable y gozaba de su confianza. Pero ahora pensó que habría sido mejor dejar que se lo preguntaran. Tuvo un pensamiento desagradable e imprevisto. ¿Acaso se vengaba de Dickon por sus palabras de esa tarde, por recordarle algo que él había preferido olvidar? «Sé que en tus manos mi vida no correrá peligro.» Para colmo, Lancaster lo había dicho en serio, era totalmente franco en su inocencia.

Reparó en el silencio tenso, notó que todos le clavaban los ojos. Se preguntó cuánto habría revelado con su expresión. Más de lo que deseaba, sospechó. Bien, ya estaba hecho… o casi. En cuanto a Dickon, podía compensarle el mal momento, y lo haría. Sentía impaciencia por terminar con el asunto, por dejarlo en el pasado y olvidarlo.

Will lo notó, se levantó de mala gana.

– Quiero deciros algo a todos -dijo abruptamente Eduardo-, y es que no deseo volver a hablar de esto. No soy Enrique Fitz-Empress y no diré de Lancaster lo que Enrique dijo del mártir Tomás Becket: «¿Nadie me librará de este cura alborotador?». La decisión de esta noche es mía, la responsabilidad y la culpa, si la hay, también es mía. Ahora bien, Will y Dickon, id a ver a Dudley. Decidle que se debe hacer rápidamente, y con limpieza. También decidle que no debe haber una herida visible. Después de todo, habrá una capilla ardiente.

El silencio se profundizó aún más, si era posible. Fue entonces cuando Jorge decidió hacer su primera aportación a la conversación.

– La torre donde se aloja Lancaster se llama Wakefield, ¿verdad?

Eduardo nunca había estado de peor humor para los delirios de Jorge.

– ¿A qué viene eso, Jorge?

– Sólo pensaba que el terreno sangriento donde murieron nuestro padre y nuestro hermano se conoce como Wakefield Green. Bastante apropiado, ¿verdad?

Eduardo le clavó los ojos.

– Sí -dijo lentamente-, me figuré que pensarías eso.


Esa noche Isabel había puesto gran cuidado en su apariencia. Sus damas aplicaron hábilmente kohl y belladona para resaltar el verdor de los ojos, esparcieron polvo de oro sobre el cabello aclarado con limón y bruñido con seda. Se había bañado en agua de rosas y escogido un perfume recién importado de Alejandría, y luego se tendió cómodamente en la cama para esperar a su esposo.

Él no apareció. Transcurrieron las horas. Al principio se impacientó y luego se enfureció, y después se inquietó. Hacía treinta y tres días que Ned no se acostaba con ella. Sin duda no habría cambiado su lecho por los brazos de una ramera, justo esa noche.

Rabió, sin conseguir nada. Al fin el agotamiento triunfó sobre la furia y se durmió. En algún momento de la noche, rodó sobre sí y se encontró contra una piel cálida. Conque él había ido, después de todo. Tenía demasiado sueño para regañarlo; se estiró y se acurrucó contra él en una somnolienta bienvenida. Ya no estaba de ánimo para retozar, pero eso no le preocupaba; sabía que él encendería su ardor fácilmente. Prefería que él la despertara en medio de la noche para complacerse a que Eduardo no hubiera acudido, en la noche de su retorno.

Pero no sintió el esperado contacto de esas manos en el cuerpo. Ya despejada, abrió los ojos, vio que él yacía de espaldas, mirando el vacío.

– ¿Ned?

Había dejado antorchas encendidas para él; aún ardían, pero la luz no era benévola. Él tenía la boca cuarteada, y profundas arrugas le aureolaban los ojos. Ya no sospechaba que se hubiera entretenido con una de las mujerzuelas de la corte. Estaba ojeroso, y no tenía la cara del hombre que ha saciado sus apetitos en otra parte.

Él movió la cabeza al oírla, le rodeó los hombros con los brazos, pero nada más.

– Te estaba esperando, mi amor -dijo ella, y buscó su boca con los labios.

Fue un beso muy insatisfactorio, a juzgar por la reacción de él. Apenas le había llamado la atención, y no le había despertado el menor interés.

– ¿Ned? ¿Qué sucede? ¿Pasa algo malo?

– Nada. -Él se puso una almohada detrás de la cabeza, se acomodó. Al cabo de un rato, dijo: Esta noche hice ejecutar a Enrique de Lancaster en la Torre.

Isabel no sabía qué se esperaba de ella. Optó por la franqueza.

– Me alegra, Ned. Era la única decisión racional.

– ¿Entonces lo apruebas?

– Estoy segura de que sepultaremos nuestros problemas en la tumba de Lancaster. ¿Pero qué hay de la muchacha, Ned? La hija de Warwick. ¿No estará encinta del príncipe?

– A veces me olvido del rápido cerebro que se aloja bajo esas trenzas sedosas -dijo él, acariciando el suave cabello derramado sobre la almohada-. Pero en eso tenemos suerte. No creo que Ana esté embarazada.

– ¿Qué habrías hecho si lo estuviera? -preguntó ella con curiosidad, y él se apartó el pelo de la frente.

– ¿Qué podría haber hecho, Lisbet? -preguntó, con defensiva impaciencia-. Me habría encargado de que pusieran al niño en manos de los benedictinos, de que lo ordenaran monje y le enseñaran a desear una vida entregada a Dios.

– Hablando de ello -sugirió Isabel pensativamente-, creo que un convento es el lugar más adecuado para la hija de Neville. Que tome los hábitos, Ned. ¿Para qué recordar a la gente innecesariamente la existencia del príncipe lancasteriano, que afortunadamente ha muerto? Si ella es olvidada, todos se olvidarán más pronto de él.

Él sonrió torvamente; sabía muy bien que ella detestaba a todos los que llevaban el apellido Neville.

– Eso complacería demasiado a mi hermano Jorge, tesoro, y sabes que no doy ninguna satisfacción a Jorge si puedo evitarlo. Por lo demás, Dickon ama a la muchacha.

– ¿Y piensas entregársela? -exclamó ella, sobresaltada.

– Pienso entregarle lo que él quiera.

Ella abrió la boca, la cerró bruscamente. Esto era nuevo, esta súbita predilección por Gloucester, una peste que Ned había contraído en Borgoña. Nunca le había gustado Gloucester, aunque lo prefería a él y no a ese canalla de Clarence, pero podía aprender a odiar a Gloucester sin dificultad si Ned se empeñaba en preferirlo. Él aún hablaba de Gloucester:

– Se tomó a mal este asunto de Lancaster. Pero me lo esperaba. Mi primo Warwick, que en ocasiones acertaba con la verdad, dijo una vez que Dickon era doblemente desdichado, pues era un moralista y un idealista.

Rió en voz baja, con más afecto que ironía, e Isabel apretó los labios. La sola mención del nombre de Warwick bastaba para ofuscarla.

– Quizá me equivoqué al pedirle que viera a Dudley. Will regresó después, pero Dickon no. -Suspiró-. Will es un buen hombre. A él tampoco le gustó mucho. En realidad, no le gustó a nadie.

Era insòlito que Eduardo cavilara de esta manera. Isabel se incorporó, se apoyó en la almohada, lo miró con ojos inquisitivos.

– Will ordenó a Dudley que lo llevara a la torre Wakefield, una vez que se hizo. Will es leal. Dijo que Dickon se negó a ir. Tampoco fue Anthony, desde luego.

Al mencionar al hermano de Isabel, su voz cambió y cobró un tono que distaba de ser halagüeño. Isabel sintió una punzada de resentimiento. ¿Cómo podía hablar con tanta tolerancia de la negativa de Gloucester y luego culpar a Anthony por hacer lo mismo?

– ¿Alguna vez te hablé, Lisbet, sobre el día en que estuve a punto de provocar la muerte de Nicholas Downell?

– ¿Quién diantre es Nicholas Downell? -rugió ella, aún irritada por lo que consideraba un comentario injusto sobre su hermano, pero él no pareció reparar en el tono.

– Durante un tiempo fue sirviente mío y de Edmundo, en Ludlow -continuó, como si ella realmente tuviera interés-. Y siendo un joven con pocos más años que nosotros, no tenía una tarea fácil, la de tratar de impedir que Edmundo y yo nos ahogáramos en el Teme o bajáramos desde las almenas del castillo con cuerdas, o cualquier otra locura que se nos ocurriera.

»Un verano (creo que yo tenía alrededor de once años) los tres descubrimos lo que parecía ser un nido de halcón entre los peñascos de Whitcliffe. Yo decidí escalar y confirmarlo con certeza mientras todavía estaba desprotegido. Nunca me había molestado la altura, pero nunca me había encontrado aferrándome a un peñasco como una sanguijuela, buscando asideros en lo que súbitamente parecía ser roca lisa. Pronto caí rodando, y aterricé a los pies de ellos sin aliento y con la boca llena de sangre.

»Bien, ellos perdieron todo interés en halcones, nidos y afines. Pero yo seguía empecinado en adueñarme de uno de esos pichones para transformarlo en ave de cetrería. Pero no me animaba a escalar de nuevo. Edmundo no quería saber nada; él siempre tuvo sensatez suficiente para los dos. Así que le dije a Nicholas que él tendría que trepar y traernos el nido.

Eduardo volvió la cabeza, miró a su esposa.

– Él no quería hacerlo, pero le ordené que lo hiciera, y creo que temía perder prestigio al confesar que tenía miedo. Así que lo intentó, y a medio camino perdió el equilibrio y cayó. Pensé que estaba muerto. No era así, pero se partió algunas costillas, se abrió la cabeza y… bien, tuvo suerte, teniendo en cuenta lo que pudo haber ocurrido.

»Mi padre montó en cólera al enterarse, como te imaginarás. No recuerdo cómo me castigaron, una azotaina, probablemente. Pero nunca olvidé lo que dijo ma mòre cuando tuve que contarle lo que había hecho: «Nunca, Eduardo, ordenes a un hombre hacer algo que tú no harías».

– ¡Caramba, Ned! -Isabel estaba tan sorprendida que se irguió, se puso de rodillas para mirarlo-. ¿Tanto te molesta haber ordenado la ejecución de Enrique?

Él la encaró con súbita severidad.

– ¿Qué esperabas, que me complaciera hacerlo? ¿Crees que me gustaba la idea de asesinar a semejante hombre? Un tonto simple y bondadoso que sólo se dedicaba a rezar y alimentar a los gorriones que atraía a su ventana. ¡Cielos, mujer, claro que me molesta!

Los hombres, pensó Isabel, eran los mayores tontos del mundo. Ahora se pondría a hablar del honor y la caballería y otros dislates… ¡Como si hubiera honor en la muerte! Pero si él quería aplacar su conciencia ahora que podía hacerlo sin peligro, no sería ella quien le negara ese dudoso consuelo. No duraría más allá del alba, de todos modos… No estaba en la naturaleza de Eduardo dedicarse a la penitencia.

Él la miraba con el ceño fruncido, y pronto encontraría alguna crítica, para atenuar su remordimiento a expensas de ella. Pero ella no cometería la necedad de brindarle el consuelo azucarado que podría haber calmado el temperamento de otro hombre. Él la conocía demasiado, sabría que la conmiseración era falsa, sabría que mentía. Ella evaluó sus opciones y sonrió, se inclinó para darle un cálido beso en la boca. Entre ellos, eso nunca era mentira.

Pero no obtuvo una reacción alentadora. Él se limitó a aceptar el beso, y ella pronto tuvo una prueba incontrovertible de que el cuerpo de él era indiferente. Se apartó un poco, frunciendo el ceño, y él le tocó la mejilla.

– No te aflijas, tesoro -le dijo para calmarla-, esta noche estoy demasiado cansado para que mi cuerpo ansíe otra cosa que el sueño, pero mañana lo compensaré, te lo prometo.

Isabel echó la cabeza hacia atrás, sacudió la aureola de luz que se derramaba sobre sus senos y sus hombros. No era frecuente que él demostrara menos avidez que ella, y le dolía, máxime esa noche. Necesitaba que él la deseara con un hambre caliente que sólo ella pudiera satisfacer; ése era el talismán que Isabel usaba para compensar las infidelidades, el odio de sus súbditos. Además, pensaba amargamente en esas treinta y tres noches. ¡Sabía muy bien que él no se había abstenido en esas semanas! Bien, que hiciera lo que pudiera para satisfacerla. Después de todo, ella era la reina, no una de esas pelanduscas que sólo servían para complacerlo a él.

Los rencorosos destellos de esta vieja rencilla no enfriaban su deseo; algunos de sus juegos más excitantes habían nacido de riñas. Se inclinó de nuevo sobre él, le besó la boca.

– No puedo esperar hasta mañana, Ned.

Él se rió; no había modo más seguro de devolverle el buen humor que confesarle que lo deseaba. Reaccionó mejor cuando ella volvió a besarlo, pero actuaba más para complacerla a ella que para satisfacer su propio apetito. Ella quería algo más; quería que él le hiciera el amor, no sólo que la atendiera.

– Sospecho, Ned, que no estás tan cansado como crees -murmuró Isabel-. Más aún, sospecho que tu sangre está tan caliente como la mía y apuesto a que no me costaría nada demostrarlo.

Notó que eso despertaba su interés. Él le hociqueó la garganta.

– ¿Es una amenaza o una promesa?

– Júzgalo por ti mismo -dijo ella, y se metió riendo bajo las mantas. Ella también estaba de mejor humor; pisaba un terreno conocido, tan conocido como el cuerpo que se proponía despertar. Su confianza no era errada, y no resultó tan difícil. Uno de los aspectos más agradables de la naturaleza de su marido, reconoció, era que podía excitarlo aun en su lecho de muerte. Se deslizó más abajo, le oyó decir con una carcajada:

– ¡Por Dios, tu pelo me hace cosquillas, tesoro!

No estaba indiferente cuando ella volvió a erguir la cabeza. Ella nunca se sentía tan confiada como cuando podía despertar una necesidad tan apremiante.

– Reclamo una prenda, mi señor -dijo sin aliento-. ¿Reconoces que he ganado la apuesta?

Las sábanas y mantas estaban en el suelo y ambos estaban envueltos en la marea de su cabello; él se sentía como si se ahogara en seda.

– Bruja -le dijo, y jadeó ante lo que ella hizo a continuación, la aferró ávidamente, la puso encima de él.

Ya no pensaba en la fea imagen que lo había rondado desde la medianoche, la de una silueta frágil y encorvada derribada a la sombra del oratorio preparado para sus oraciones. Ya no recordaba la repulsión controlada de Will cuando le relató lo que había visto al entrar en la torre Wakefield, que el asesinato se había cometido ante el altar mismo de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo Unigénito. Tampoco veía los ojos de Dickon, que lo acusaban de traición. Sólo pensaba en Lisbet, que ahora gemía y lo aferraba con uñas afiladas. Y luego ni siquiera pensó en Lisbet, sólo en las sensaciones físicas que reclamaban su cuerpo.


Al día siguiente los londinenses se sorprendieron al enterarse de que Enrique de Lancaster había muerto súbitamente la noche del martes en la torre Wakefield. Como era habitual, el cuerpo se exhibió públicamente en San Pablo y luego en Backfriars, y luego fue sepultado discretamente en la abadía de Chertsey. Algunos sugirieron que la pesadumbre por la pérdida de su hijo había destruido la frágil salud de Enrique, otros que era la clemencia de Dios. La mayoría, sin embargo, intercambiaban miradas suspicaces, sonreían con cautela. Algunos se encogían de hombros, otros imprecaban y rezaban en secreto por el alma del infortunado demente, de pronto visto como mártir. Pero todos se apresuraron a proclamar en alta voz su lealtad a Eduardo de York, al monarca que ahora era dueño de Inglaterra, ungido nuevamente en la sangre de Barnet y Tewkesbury.

4

Londres. Mayo de 1471


Véronique de Crécy era la tardía hija segunda de un caballero, vasallo del duque Renato de Anjou. No poseía herencia. Cuando su padre murió de una afección pulmonar en la primavera de 1459, las modestas fincas de los De Crécy habían ido a su único hijo varón, Guillaume, y la escasas joyas y objetos de plata que su padre había logrado acumular se habían usado el año anterior al nacimiento de Véronique para la dote de su hermana Marthe. No quedó nada para Véronique, hija del error de cálculo, nacida cuando se consideraba que ya habían pasado los años fértiles de su madre.

Su infancia en Aubépine, la casa solariega de los De Crécy en Châtillon-sur-Loire, no había sido particularmente feliz. No era que Guillaume la tratara mal. Pero su madre había muerto cuando Véronique tenía tres años, y cuando su padre pasó a mejor vida apenas dos años después, Guillaume no se alegró demasiado de tener una hermana pequeña en sus manos, una hermana veintidós años menor que él, una hermana para quien no se había apartado ninguna dote y que en consecuencia quizá no se casara nunca, a menos que un viudo anciano estuviera dispuesto a pasar por alto su falta de tierras por los bienes menos tangibles que una esposa joven podía llevar a un marido de edad.

Como a menudo Guillaume y su viperina esposa, Madeleine, le habían advertido que sus perspectivas eran muy limitadas, Véronique consideró milagrosa la noticia con que Guillaume regresó a Aubépine cuando ella tenía quince años: le había conseguido un puesto en la casa de la hermana de su señor, el duque Juan de Calabria.

Véronique estaba en éxtasis. No le importaba que Guillaume sólo hubiera obtenido ese honor porque había poca competencia para conseguirlo. Pocos pensaban que hubiera mucho futuro al servicio de la nueva señora de Véronique, Margarita, hija del duque Renato. Todos sabían que Margarita, que había sido reina de Inglaterra, ahora dependía de la caridad de su padre y del duque Juan, su hermano; a Véronique no le importaba, y ansiaba cambiar los sofocantes horizontes de Aubépine por las expectativas desconocidas de la residencia de Margarita en Koeur.

Aunque la entusiasmaba estar en Koeur, su desilusión con Margarita de Anjou fue rápida y profunda. Margarita era una mujer resentida e impaciente que apenas reparaba en su existencia, salvo cuando Véronique cometía un traspié que la enfadaba. Véronique estaba espantada por la reina exiliada y no le agradaba en absoluto.

Sí le agradaba el príncipe Edouard. Al principio se sintió muy atraída; era mucho más atractivo y refinado que los jóvenes rústicos que conocía en Châtillon-sur-Loire. Él se había fijado en ella; en ocasiones la cortejaba y se reía cuando la hacía sonrojar. Pero pronto ella vio que el príncipe sólo bromeaba. Él buscaba su placer en otra parte, no escarceaba con las damas de su madre, por bonitas que fueran. Y Véronique sabía que se habría limitado a eso, un escarceo. Eduardo era un príncipe exiliado, y a una muchacha de su posición sólo le ofrecería un revolcón en la cama. Véronique quería algo más, mucho más. Véronique, que sólo tenía un borroso recuerdo de los mimos de la infancia, ansiaba ser amada.

Así que trataba de complacer a Margarita, observaba al príncipe Eduardo con distante admiración, y se sentía extrañamente sola, de un modo que no lograba entender. ¿Por qué echaba de menos Aubépine, donde había tenido tan pocas alegrías? Pero si no era Aubépine lo que anhelaba, ¿qué era?

Lo descubrió en diciembre, mientras celebraban una modesta corte navideña que aun así era bastante imponente para el rasero de Aubépine. Mientras adornaban el château con plantas ornamentales y Margarita y John Morton hablaban sobre política inglesa hasta altas horas de la noche, Véronique se enamoró.

Él, varios años mayor que ella, era un joven caballero inglés, amigo y compañero de exilio de John Beaufort. Se llamaba sir Ralph Delves y se reía cuando Véronique lo interpelaba tímidamente como Monsieur Raoul. Pronto Véronique descubrió que tenía la risa fácil. No era demasiado apuesto, pero se movía con una gracia perezosa y lánguida. Cuando sonreía, su rostro delgado y convencional era súbitamente iluminado por un encanto que a ella le quitaba el aliento.

Nadie le había prestado la halagüeña atención que él le prestó esas Navidades. La buscaba cuando ella no estaba ocupada con menesteres para Margarita, la cortejaba, le enseñaba inglés. Había sido juguetón, y luego tierno, y no había tenido dificultad en apropiarse de su afecto y luego de su cuerpo. Ese idilio secreto duró toda la primavera de 1470, los meses más felices de la vida de Véronique. Ni siquiera el temor de que Margarita se enterarse y la expulsara ignominiosamente bastaba para inhibir la dicha que le causaba su amante inglés. Tuvo tres meses de felicidad casi perfecta. Y luego él comenzó a eludirla, y todo terminó, y ella lloró en silencio por su confianza traicionada, la pérdida de su inocencia, y el amor que había dado tan generosamente a un hombre que no la amaba.

Llegó el verano, y de pronto todo cambió increíblemente. El conde inglés conocido como Hacerreyes estaba en Francia. El rey Luis llamó a Margarita a Angers, y cuando ella regresó a Koeur, estaba aliada con el hombre a quien había culpado, tanto como a Eduardo de York, por sus penas de los años recientes.

En agosto Véronique viajó a la residencia del rey francés en Amboise, donde Margarita se había instalado. Su ánimo empezó a mejorar casi sin que ella se diera cuenta. Amboise era mucho más interesante que Koeur, y allí era más fácil eludir a Ralph; y vendrían cosas aún mejores. Véronique fue escogida para servir a la muchacha inglesa que desposaría al príncipe Eduardo.

Desde el principio, Véronique sintió una simpatía instintiva por Ana Neville, y con el tiempo le cobró gran afecto. Ana era abrumadoramente desdichada, pero nunca se desquitaba con Véronique ni las otras damas; a diferencia de Margarita, Ana nunca usó a Véronique como chivo expiatorio. Ana era fácil de conformar, algo que Véronique no habría esperado en la hija de un conde. Y era princesa de Gales, y un día sería reina de Inglaterra. Cuando llegó el momento de partir de Honfleur para Inglaterra, Véronique no vaciló. Nada la retenía en Francia. Su futuro estaba con Ana, y lo encontraría en las costas foráneas de Inglaterra.

La noticia de Barnet, tan devastadora para Ana e Isabel, fue igualmente desgarradora para Véronique. Estaba acongojada por la pesadumbre de su amiga, y muy asustada. Con la muerte del conde de Warwick, Ana ya no era útil para Lancaster. Nunca sería reina de Inglaterra.

¿Y qué sería de ella? Tenía diecisiete años, no tenía amigos ni parientes que la ayudaran, no era tan importante como para preocupar a nadie. No sabía nada de política inglesa, había dado por hecho que el conde de Warwick vencería. Ahora estaba muerto y parecía muy probable que los yorkistas triunfaran, atrapándola en un país extranjero, un país que no amaba a los franceses.

No podía creerlo cuando le dijeron que Ana la enviaría a un lugar seguro, que entraría en la casa de la duquesa de Clarence. La desconcertaba que Ana hubiera actuado así, que hubiera pensado en su bienestar en un momento en que su propio futuro era tan dudoso. Sentía tal gratitud que abrazó a Ana llorando y se ofreció a quedarse con ella. Ana se había negado, la había besado y había susurrado:

– Reza por York, Véronique, y por mí.

Véronique había rezado fervientemente por el triunfo de esos siniestros yorkistas que sólo conocía por las invectivas de los lancasterianos. Ahora sólo le importaba Ana, y comprendía que Ana, sin una victoria yorkista, estaría perdida. Y también ella.

No habría sido infeliz en el Herber si no hubiera temido por la seguridad de Ana. Al principio Isabel Neville le despertaba cierta aprensión, pues sabía que no había hecho nada para congraciarse con ella el día de la boda de Ana, pero pronto comprendió que el interés de Isabel en la vida personal de su servidumbre era mínimo, tan leve que no bastaba para perpetuar un rencor. Y en ocasiones trataba a Véronique con distante amabilidad, como recordando un deber que tenía para con la distante Ana.

Margarita decía a menudo que el diablo favorecía a York. Ahora Véronique pensaba que también Dios los favorecía. En menos de un mes, había terminado. El rey yorkista había vencido. El príncipe Eduardo había muerto y por él sentía cierta piedad, recordando cuán joven y apuesto era. Pero no sentía la menor piedad por Margarita, que había desfilado en un carro abierto por las calles de Londres entre muchedumbres burlonas. Lo único que le importaba era que Ana estaba a salvo. Estaba a salvo e iría al Herber, el palacio de su hermana, donde sus heridas sanarían y empezaría a olvidar. Véronique encendió velas de gratitud, aguardó con impaciencia la llegada de Ana de Coventry.


El día del espectacular ingreso del rey Eduardo en Londres sería inolvidable para Véronique. Ana no tenía interés en salir a presenciar la procesión de la victoria. Tras insistir en vano, Véronique decidió escabullirse por su cuenta, pues ansiaba observar la bienvenida de los señores yorkistas.

Era la primera vez que estaba sola en Londres, una ciudad que la intimidaba aun en los días comunes, y no tardó en lamentar su impulso. Bajo la superficie de celebración acechaba una desagradable corriente de intolerancia. Los londinenses acababan de pasar un buen susto, y por un tiempo habían temido que Fauconberg capturase la ciudad. Fauconberg, un primo bastardo del conde de Warwick, era visto como el hombre de Margarita, a quien culpaban por el daño causado cuando él bombardeó la Torre. La gente no había tardado en recordar que ella nunca había dado un bledo por Londres, que era ante todo una francesa.

No era un día apropiado para que una muchacha como Véronique se paseara sin escolta, pues delataba su origen extranjero en cuanto abría la boca. De pronto la rodearon jóvenes socarrones que se mofaban de su acento y le derramaban vino en el vestido. Afortunadamente, había testigos dispuestos a socorrerla. Sus salvadores, un posadero de Aldgate y sus hijos, no sólo habían amenazado con moler a palos a sus acosadores, sino que se ofrecieron a recibirla en su casa.

Casi sin que ella se percatara, apareció sentada ante un hogar, le ofrecieron cerveza y comprensión, y esto contribuyó a aplacar su histeria. La esposa del posadero también era una buena samaritana, e insistió en limpiar el vestido manchado de vino, y Véronique no pudo menos que aceptar cuando sus nuevos amigos la invitaron a cenar. Pronto descubrió que eran partidarios de Lancaster, y pudo retribuir su amabilidad relatando varias anécdotas aceptablemente verosímiles sobre Koeur y la reina que lo había perdido todo en el Prado Sangriento de Tewkesbury.

Era tarde cuando la acompañaron de vuelta hasta el Herber por las calles silenciosas. Eran casi las diez y hacía ocho horas que se había marchado pero, para su sorpresa, Ana no le hizo preguntas, y no parecía haber reparado en su ausencia. Aún más le sorprendió la apariencia de Ana. Había abandonado su ropa de luto y llevaba su prenda más bonita, un veraniego vestido de seda color zafiro con bordados de terciopelo azul claro. Le habían cepillado el cabello, que relucía como satén, y lo habían soltado en una cascada sobre la espalda en cambiantes tonos de oro oscuro, rojo y pardo. Obviamente había pasado largo tiempo ante el espejo de su alcoba, lo cual era extraño en una muchacha que prestaba poca atención a su apariencia.

Véronique cerró la puerta, se acercó para estudiar intrigada a la muchacha más joven. Era evidente que Ana no había salido del Herber; una mujer nunca llevaba el cabello suelto fuera de la intimidad de su hogar. Y sin duda no se había vestido con tanta elegancia para quedarse a solas en su alcoba.

– ¿A quién agasajaste esta noche, chérie? -bromeó Véronique-. ¿A Su Gracia el rey?

– Yo esperaba… -La voz de Ana era tan baja que Véronique apenas le oía-. Esperaba que pasara mi primo.

– ¿Tu primo? ¿Te refieres al duque de Gloucester? -Véronique sintió curiosidad, recordando que Ana le había hablado de una propuesta de casamiento con su primo de Gloucester, aunque su hermano Eduardo lo había prohibido-. Ana, no quiero fisgonear, pero hace tiempo me intriga tu relación con tu primo. Te cambia la voz cuando pronuncias su nombre, se torna más suave. Lo amas, ¿verdad?

– Lo amo -dijo Ana-. Siempre lo he amado. Desde que era niña… Mi padre quería que nos casáramos, y yo crecí con esa idea en mente. Parecía tan natural que nunca me imaginé que pudiera ser de otro modo. Siempre fue Ricardo, Véronique, sólo Ricardo.

– ¿Y qué hay de él, Ana? ¿Qué siente por ti?

– No sé, no estoy segura. La tez clara de Ana se oscureció, la sangre le coloreó el rostro y la garganta-. El día en que estuvimos juntos en Coventry, él fue muy tierno conmigo, Véronique. Me hizo sentir a salvo, de un modo que yo había olvidado, y me atreví a creer… que él aún me tenía afecto, que podría quererme aun ahora, después de Lancaster. Pero luego lo estropeé todo, le dejé ver mi miedo…

No era preciso que fuera más explícita, pues hacía tiempo le había confiado a Véronique cuán desagradables eran las noches que había pasado en el lecho de Lancaster.

Chère Ana, escúchame. Deduzco que él intentó ir demasiado lejos demasiado pronto, ¿verdad? Tal vez hayas lastimado su orgullo, pero sanará. Y si es tan valioso como crees, comprenderá que la culpa no fue sólo tuya sino de él, quizá más de él.

– Ojalá estuviera tan segura como tú, Véronique. Si hubiera venido esta noche…

– Si lo amas, Ana, debes tenerle más fe. Y ahora debo hacerte una pregunta. Sabes que deseas que Lancaster quede en el pasado. ¿Entonces por qué sigues usando su sortija?

Ana se sorprendió, se miró la mano con ojos pensativos.

– Sí -dijo lentamente-, ¿por qué?

Tironeó del anillo, se lo quitó. Por un instante lo sostuvo en la palma, sopesando las posibilidades, pero los postigos abiertos eran una atracción irresistible. Se levantó de la cama, corrió a la ventana y arrojó el anillo por los aires, miró con torva satisfacción mientras desaparecía en la oscuridad, sin dejar rastro de su paso.


Ana no se alegraba de que su cuñado hubiera regresado al Herber, pero sus temores parecían infundados. Jorge le prestaba poca atención; no hubo repeticiones de su confrontación en Coventry. Junio pasó sin incidentes.

Julio llegó con una lluvia violenta, y los establos estaban rodeados por un mar de fango. Véronique se detuvo consternada. Una de las valoradas hembras de alano del conde de Warwick había parido y a Véronique le agradaba observar a los cachorros movedizos y chillones que trepaban a su paciente madre, se mordían enérgicamente la cola y exploraban los confines del mundo del pesebre. Pero, por encantadores que fueran los cachorros, Véronique no pensaba vadear el pantano en que se había transformado la zona de los establos, y regresó a la casa.

Había caballos amarrados en el patio, y aminoró la marcha al verlos. Echó una ojeada a los hombres que remoloneaban y notó que llevaban un Jabalí Blanco en la manga. A estas alturas Véronique sabía algo sobre heráldica inglesa. Subió a la carrera la escalera que conducía al salón.

Una cincuentena de hombres merodeaba, la mayoría pertenecientes al duque de Clarence, que tenía un séquito de trescientos. Aguardaban las órdenes del duque, y presenciaban fascinados la acalorada discusión que había estallado entre el duque y el hermano.

– Te digo, Dickon, que no puedes verla. Está enferma, ha guardado cama toda la semana. Te lo dije la última vez que estuviste aquí. Tendrás que regresar en otra oportunidad.

– Sabes que mañana parto hacia la frontera escocesa, Jorge.

– Entonces tienes un problema, pero no es cosa mía. No me culparás por la enfermedad de Ana.

– No, si creyera que realmente está enferma.

– No me importa lo que creas. Querías ver a Ana; estaba enferma. Todavía está enferma. ¿Qué quieres que haga, dejarte compartir su lecho de convaleciente? Mi médico te ha dicho que ella no puede recibir visitas. Decídselo de nuevo, doctor Randall, quizá esta vez lo entienda.

– Mi señor de Clarence dice la verdad, Vuestra Gracia. He atendido a lady Ana toda la semana. No es grave, pero ha tenido fiebre y retortijones de estómago. No puedo permitir que nadie la vea ahora, milord.

– Si mientes en esto, Jorge…

– ¿Qué harás, Dickon? ¿Debo recordarte que eres un invitado bajo mi techo? Y, por cierto, un invitado indeseable… ¡Al menos hasta que aprendas mejores modales!

Los testigos aguardaban, esperando lo peor. Quedaron defraudados cuando Ricardo dio media vuelta, hizo una señal a sus hombres y se marchó abruptamente.


Ricardo se detuvo ante la escalera que bajaba al patio. Estaba en un dilema y lo sabía. No creía a Jorge ni por un instante, pero no sabía si responder a su farol. No podía irrumpir por la fuerza en los aposentos de Ana; si hubiera cometido la temeridad de intentarlo, Jorge habría dado con deleite la orden de detenerlo. ¡Que se pudriera en el infierno por esto! Pero también era culpa suya. No tendría que haber aceptado la primera vez que Jorge juró que Ana estaba enferma. Tampoco le había creído entonces. Pero le había prometido a Ned que trataría de llevarse bien con Jorge. ¡Qué broma amarga! Había aceptado la palabra de Jorge, y Jorge aún se negaba a dejarle ver a Ana y él no había tenido tiempo para pedir la intercesión de Ned. Por otra parte, no quena la ayuda de Ned en esto. Nada le gustaría menos. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Lo único que sabía con certeza era que no pensaba irse al norte sin haber visto a Ana.

Bajó la escalera con incertidumbre, ansiando matar a Jorge, o al menos hacerle tragar esa odiosa sonrisa burlona. No vio a la muchacha, pues, hasta que ella tropezó con él con un grito de alarma, seguido por un borbotón de inglés fracturado y francés nervioso.

Ricardo habría jurado que había sido adrede, pero no tuvo tiempo de analizar esa impresión, y la aferró mientras ella le echaba los brazos al cuello en un vano intento de conservar el equilibrio. Con la ayuda de él, logró enderezarse y luego retrocedió, se arqueó en la escalera en una atolondrada reverencia.

– ¡Milord, perdonadme! ¡Mil disculpas!

– Está bien, demoiselle -dijo él lentamente, y la observó mientras ella subía hacia el salón. Ahora le acercaban su caballo; montó en la silla, con la cabeza en otra parte, pues aún le resonaban las palabras que ella le había susurrado apresuradamente al oído: «Lady Ana no está enferma, milord. ¡Regresad en un cuarto de hora!».


Jorge se había retirado a su cámara, donde lo aguardaba su sastre, dispuesto a continuar la prueba interrumpida por la llegada de Ricardo. Le costó recobrar el interés; miró sin ver la prenda que exponían a su inspección, un jubón de satén púrpura forrado con paño de Holanda. Tampoco prestó atención al siguiente artículo, una larga túnica de terciopelo forrada en marta.

¡Al diablo con Dickon y su tozudez! Correría a quejarse ante Ned y regresaría. Y Jorge no sabía qué haría entonces. Arrugó la tela suave que sostenía en la mano, oyó la instintiva protesta del sastre y vio que un guardia trasponía la puerta, tan inquieto que Jorge supo de inmediato que no le gustaría lo que iba a oír.

– Con el perdón de milord, maese Watkins me mandó buscaros, para deciros, milord, que el duque de Gloucester se encuentra en el salón.

Jorge bajó la escalera de caracol con tal celeridad que estuvo a punto de tropezarse con sus elegantes zapatos alargados y puntiagudos, y sólo la actitud alerta de un criado lo salvó de una ingrata caída. Pero no lo impulsaba la urgencia, sino la frustración; sabía que llegaría demasiado tarde. Al llegar al salón, no le sorprendió hallar a su hermano de la mano con la muchacha que estaba empezando a considerar el origen de todos sus problemas.

Se volvieron para mirarlo, Ricardo triunfante, Ana nerviosamente desafiante. Jorge se paró en seco. Su impulso era ordenar que volvieran a llevar a Ana arriba, pero nunca sabría si lo obedecerían, pues en ese momento oyó la voz de su esposa, que se elevaba en una inflexión de grata sorpresa.

– ¡Dickon! -Isabel se le acercó con las manos tendidas, puso la mejilla para que Ricardo la besara-. No sabía que habías vuelto de Kent. Enhorabuena por haber lidiado tan hábilmente con Fauconberg. Ned me dijo que no podía estar más complacido.

¡Ned! Jorge aspiró con dificultad, exhaló lentamente. Había estado a punto de cometer un error muy estúpido. Si provocaba una riña por causa de Ana, Ned lo culparía a él, aceptaría la palabra de Dickon.

Siempre era así. Una confrontación abierta con Dickon sólo daría a Ned una excusa para entrometerse, para favorecer a Dickon a expensas de él.

Isabel conducía a Ricardo y Ana hacia la escalera. Parecía una mamá gallina con dos polluelos queridos, pensó Jorge, y de pronto encauzó su furia hacia su esposa. Apretó los labios; mujer imbécil, ¿por qué no los acompañaba a la alcoba de Ana, los acostaba juntos y los arropaba?

Isabel se le acercó sonriendo.

– Jorge, ¿por qué no me dijiste que Dickon estaba aquí? ¿Se quedará a cenar con…? -Su sonrisa se disipó-. Jorge, ¿por qué me miras así?

– Quiero hablar contigo, Bella -dijo él crispadamente, cogiéndole el brazo y llevándola a la escalera. Ella tropezó, sin poder seguirle el paso, y él notó que su desconcierto se transformaba en aprensión. Eso lo aplacó un poco, pero aún estaba furioso. Llevando a Isabel a rastras, llegó a la escalera a tiempo para ver que Ricardo y Ana entraban en el gabinete y cerraban la puerta.


– Vine antes, Ana, pero él dijo que estabas enferma. Durante años Ned intentó decirme que era un embustero, pero yo me negaba a verlo. ¡Por Dios, qué tonto fui! -Ricardo se acercó a la ventana del gabinete-. Quiero que me digas, Ana, si te ha maltratado, te ha causado alguna incomodidad o…

Ana meneó la cabeza.

– No, Ricardo, en absoluto. Apenas le he visto desde que regresó. Yo lo prefiero así, y sospecho que él también.

Ricardo sintió alivio, pero no estaba tranquilo.

– Aunque me alegra oírlo, ma belle, no me rio de él. Cuando regrese a Londres, me propongo encargarme de que él no pueda…

– ¿Cuando regreses? Ricardo, ¿te marchas de nuevo? Acabas de volver de Kent.

– Lo sé. Pero de nuevo hay problemas en la frontera escocesa, y Ned quiere que vaya al norte para resolverlos.

Ana ya no escuchaba. Se miró el regazo, tratando de dominar sus emociones. Ricardo se iba al norte, Dios sabía por cuánto tiempo. Para sofocar una rebelión en nombre de Ned. De Ned, que permanecía cómodamente en Londres mientras Ricardo arriesgaba la vida a su servicio. Logró recobrar la compostura, se abstuvo de decir algo que él no le perdonaría.

– Así que Fauconberg vendrá conmigo. A decir verdad, Ana, dudo que sea de fiar. Pero cuando se rindió en Sandwich, juró lealtad a Ned y decidimos correr el riesgo de aceptar su palabra. Si es sincero, puede serme muy útil en el norte. De lo contrario, lo averiguaré pronto.

Hablaba con toda naturalidad de ir a luchar en compañía de un flagrante traidor.

– Oh, Ricardo… -Pero él no parecía reparar en su consternación, y sacaba un papel plegado del jubón.

– Tengo una carta para ti, Ana. De tu madre.

Ella no la aceptó, sino que lo miró atónita, y él extendió el brazo y se la puso en la mano.

– Ella me escribió sobre… Bien, quiere que interceda por ella ante Ned. Me pidió que te entregara esto.

Ana titubeó, rompió el sello. No sabía bien qué esperaba, pero sin duda algo más que esto, una engolada media página que bien podría ser de una tía que sólo veía en Epifanía, no de la mujer que le había dado la vida.

Miró a Ricardo.

– Ella espera que yo esté bien -dijo con una sonrisa desganada-, y también espera que yo te exhorte a ayudarla a recobrar sus propiedades.

Él le había asido la mano, y la sostuvo entre las suyas.

– Ana -le dijo-, debes saber que Ned no parece dispuesto a escuchar esa solicitud. Haré lo que pueda, pero…

Ella asintió. Entendía lo que él era reacio a decir. Ned se proponía mantener a su madre en la abadía. A causa de Jorge. Jorge, que estaba empecinado en adueñarse de las tierras de los Beauchamp, a toda costa. Debía sentir pena por su madre, pero no sentía nada. No estaba tan resentida como Isabel, que repetía que su madre podía podrirse en Beaulieu, si por ella fuera. Pero le costaba sentir compasión.

Lo que sentía, ante todo, era alivio de no tener que compartir el confinamiento de su madre. Veía que sus primeros temores habían tenido un firme arraigo en la realidad. Si Ned accedía a despojar a su madre de sus propiedades para apaciguar a Jorge, también habría accedido a hacerla enclaustrar dentro de los muros de un convento, habría permitido que Jorge hiciera lo que quisiera con ella. Era Ricardo quien se interponía entre ella y ese destino, sólo Ricardo.

– Te agradecería que intercedieras por ella, Ricardo -dijo, liberándose así del deber filial que su madre le había impuesto-. Serías muy amable en tomarte esa molestia, pues sé que nunca le tuviste gran estima.

– No lo hago por mi prima Nan. Lo hago por ti, Ana.

– Oh -jadeó ella, mirando las manos de ambos, entrelazadas sobre el asiento, los dedos unidos en un lazo que parecía inquebrantable. Santa María Virgen, no me hagas esto, pensó brumosamente. No me hagas creer que él me quiere si no es así. No podría soportarlo.

– He pensado mucho en ti en estas semanas.

– ¿De veras, Ricardo? -Le costaba respirar, y él debió de notar que se le había acelerado el pulso, pues le apoyó los dedos en la muñeca. Le acariciaba la palma con el pulgar provocando sensaciones que la distraían, tan enervantes como desconocidas. Ella quería apartar la mano y, al mismo tiempo, que él la abrazara, que la apretara contra su corazón y la llamara «amor» fervientemente.

Obviamente, eso era lo que él se proponía. Le había ceñido el talle con el brazo. Le dedicó la sonrisa que siempre había reservado para esas ocasiones en que quería persuadirla de actuar con imprudencia.

– Siéntate junto a mí, Ana.

La sonrisa aún obraba la misma magia. Ella rió nerviosamente, se le acercó.

– Cielos, Ricardo, si me siento más cerca, estaré encima de ti.

Sintió la boca de él en la sien, el aliento cálido de su risa.

– No me molestaría en absoluto, amor mío -dijo él.

– Tampoco a mí -susurró ella, sin saber si deseaba o temía que él lo oyera, y supo que la había oído cuando él la estrechó con más fuerza. Qué raro, pensó, que su cuerpo fuera tan conocido pero tan extraño para ella. Su ropa estaba perfumada con raíz de lirio y azafrán. Un corte en la barbilla indicaba que él se había tomado el trabajo de rasurarse antes de ir a verla. Sintió el impulso de besar la herida, pero se limitó a acariciar con suavidad esa prueba de la prisa del barbero. Su cabello lustroso caía en el cuello del jubón, y ella descubrió que tenía esa airosa suavidad que el pelo de ella tenía cuando estaba recién lavado.

– Quiero besarte, Ana.

La única sorpresa era que él hubiera optado por pedirlo. Quizá los temores de Ana fueran tan difíciles de superar para Ricardo como lo eran para ella. Asintió tímidamente, irguió la cara. Él no sabía a tomillo, como en el jardín del priorato, pero su boca era cálida, tal como ella recordaba. Deseaba que su corazón dejara de latir con tal fuerza, sin duda él podía oírlo.

– No tendrás miedo de mí, ¿verdad, amada Ana?

– No, Ricardo -susurró ella-. Nunca de ti…

Sus ojos se encontraron.

– Tengo algo para ti -dijo él, y hurgó en el zurrón que le colgaba del cinturón, extrayendo un paquete envuelto en terciopelo verde-, Al principio esperaba tenerlo para tu cumpleaños, y luego para tu santo, pero parece que también deberé perdérmelo.

Ana miró en silencio lo que sostenía en la mano, un relicario finamente labrado, con forma de óvalo dorado y perfecto. Era una exquisita obra artesanal, pero lo que le quitó el aliento fueron las iniciales entrelazadas, talladas tan cerca que no se distinguía dónde terminaba la A enjoyada y dónde empezaba la R. No se imaginaba cómo él había encontrado el tiempo para hacerlo confeccionar en medio del ajetreo de las últimas semanas, y pensó aturdidamente que debía de haber ordenado a un orfebre que trabajara día y noche para hacerlo en tan poco tiempo, para poder entregarle esto, que sólo se podía considerar una prenda de amor.

Palpó la traba hasta que el relicario se abrió, se lo acercó.

– Pon un rizo de tu cabello… por favor.

Él no dijo nada, sólo desenvainó la daga, se la entregó. Ella se levantó, anudó algunos mechones de cabello oscuro alrededor de la hoja. Mientras envainaba la daga, él cogió el relicario y se lo ciñó a la garganta.

– Para que me recuerdes -dijo, y sólo entonces sonrió. Ella quería decirle que todos sus pensamientos serían para él.

– Dame un beso de despedida -dijo en cambio.

Estaban tan cerca que él sólo tuvo que bajar la boca. Fue un beso delicado, más tierno que apasionado. Luego ambos se miraron, y él vio en los ojos de ella reflejada su propia renuencia a hablar, a exponerse a las palabras. Ella se le acurrucó en los brazos y él la estrechó. Por el momento, era suficiente.

Él estaba en el camino del sol y cerró los ojos para protegerse del resplandor; sentía las manos de ella en la espalda. Ana le parecía temiblemente frágil y pensó que era fácil lastimarla con un mínimo esfuerzo, que bastaría un soplo. Se puso a besarle la cara, se tomó su tiempo para llegar a la boca. Notó que estaba tensa, insegura; había cierta rigidez en el cuerpo esbelto que sostenía. Pero ella entreabría los labios por su propia voluntad, invitándolo a tomar su boca en besos apasionados. Era una invitación que no podía resistir, y no veía motivos para resistirla.

Al cabo de un rato, ella protestó suavemente.

– Ricardo… Ricardo, no puedo respirar… Espera, amor…

Pero parecía feliz de estar en sus brazos, y eso lo tranquilizó.

– Está bien, querida -murmuró contra su cabello-. Te lo prometo: nunca te lastimaré, nunca…

Los ojos de Ana eran más oscuros de lo que él recordaba, y ofrecían un refugio umbrío a los recuerdos que ella no podía olvidar, ni siquiera ahora. Que Dios maldijera a Lancaster y Warwick por lo que le habían hecho. Que Dios los maldijera a todos, pensó con súbita y amarga ternura, y la besó de nuevo, jurando que ella olvidaría, que él le haría olvidar, por mucho tiempo que necesitara, por alto que fuera el precio, pues ella merecía la pena, valía ese esfuerzo y mucho más.


5

Middleham. Septiembre de 1471


Un silencio tenso embargaba a la pequeña multitud reunida delante de la cruz del mercado para presenciar la muerte de un hombre. El caballo de Francis corcoveó, alzó las patas delanteras, y él notó que había tensado las riendas sin darse cuenta. Apresurándose a dominar su montura, miró de soslayo a Ricardo, posó los ojos en el perfil de su amigo, y volvió a mirar al hombre que estaba de rodillas ante el tajo.

El sacerdote de la iglesia de la aldea había invocado los nombres de San Alkelda, santo de Middleham, y San Mateo, cuyo día era hoy; hizo la señal de la cruz sobre el condenado. Gracias al Señor Jesús que Fauconberg optaba por morir bien. Cuando Eduardo había ejecutado al aliado de Fauconberg, el levantisco alcalde de Canterbury, a finales de mayo, todo había degenerado en un espectáculo que aún hoy obsesionaba a Francis. Claro que ese desdichado había sido condenado a ser colgado y descuartizado, y una muerte tan pavorosa quebrantaba hasta los espíritus más estoicos. Francis se había horrorizado de sólo mirar; al menos Fauconberg sólo se enfrentaba al hacha.

Un silencio expectante descendió sobre la plaza mientras todos contenían el aliento. Francis se preparó. Por el rabillo del ojo, vio a Rob, sintió un aguijonazo de envidia, pues Rob permanecía totalmente impasible. No se podía decir lo mismo de Dickon. Ricardo estaba tenso, y estiraba la boca y entornaba los ojos grises. Claro que Fauconberg moría en esa tarde de septiembre por orden de Ricardo, y no era una urden que un hombre pudiera impartir con indiferencia.

Francis sabía que él no sería capaz de impartirla. Coincidía con Ricardo en que Fauconberg tenía que morir. Su nueva traición con los escoceses era tan artera como estúpida. Pero aunque pensara que Fauconberg merecía la muerte, Francis sabía que él no habría podido ajusticiarlo. Habría optado por algo más fácil, lo habría mandado bajo arresto a Londres para permitir que Eduardo cobrara la deuda que Fauconberg había contraído.

El hacha subió, envió astillas de luz solar al cielo ante los ojos de Francis. Un suspiro recorrió la multitud mientras iniciaba el descenso, y de pronto Francis saltó siete años en el tiempo, estuvo de vuelta en un matadero en penumbra, mientras la vida de un hombre llegaba a un final abrupto y sangriento ante los ojos horrorizados de un niño de diez años. Pestañeó y regresó al presente, pudo mirar con disgusto controlado el cadáver de un traidor empedernido.

Ricardo impartió las órdenes necesarias y los aldeanos echaron a andar hacia la taberna para comentar lo que acababan de presenciar. Francis notó que era una bella tarde de otoño. Espoleó el caballo para seguir a Ricardo, lo alcanzó en el puente levadizo del castillo. Ahora que todo había terminado, el semblante de Ricardo estaba más demudado. Se le notaba lo que Francis ya había adivinado: leer una sentencia de muerte a Somerset y hombres ya condenados no era lo mismo que condenar a un hombre cuya traición era inexcusable, pero que podría haber sido perdonado.

No había sido un buen verano para Dickon, todo lo contrario. Él sabía que Dickon no había querido ir al norte, que estaba más interesado en buscar la paz con Ana Neville que en acordar una tregua con los escoceses. Había sido una bendición que Tewkesbury hubiera llegado tan pronto después de Barnet, dando a Dickon poco tiempo para llorar a sus muertos, Thomas Parr y Tom Huddleston, el primo que había amado y el que aún amaba. Ahora disponía de tiempo, y su pesar era aún más doloroso por haber estado reprimido. Había lidiado con su padecimiento concentrando sus energías en el aplastamiento de las incursiones fronterizas, con una resolución tenaz que pronto obtuvo los resultados que buscaba. A principios de agosto, Jacobo de Escocia indicó que estaba dispuesto a llegar a una solución negociada.

Desmontando en el patio interior, Francis recordó lo que Ricardo había hecho en cuanto pudo seguir su propia inclinación, recordó esa incómoda peregrinación que habían hecho para visitar a Isabella, la viuda de Juan Neville.

Francis no quería ir, y lamentó haberse dejado convencer. Ella había sido cortés, excesivamente cortés. Pero había poco que decir y mucho que recordar. Y estaban las niñas, las cinco hijas de Juan Neville. Sus caritas cautelosas, fruncidas en desconcertado dolor, habían turbado a Francis en demasía. Si él se sentía así, ¿cómo se sentiría Dickon?

Sin embargo, lo que más había molestado a Francis era el niño ausente, el hijo varón de Juan. Lo habían enviado a Calais para protegerlo, y sólo había regresado a Inglaterra en julio. Ahora estaba en Londres e Isabella Neville estaba desesperada por tenerlo consigo. Ricardo había podido aplacar un poco su angustia, asegurándole que era muy probable que Eduardo le permitiera conservar la custodia de su hijo. Sería una generosidad inusitada, pues a las mujeres rara vez se les permitía ese tutelaje. Francis deseaba que Ricardo tuviera razón, que no desarraigaran al niño, que no se encontrara bajo la tutela de extraños. Sólo tenía diez años, la misma edad que tenía Francis al perder a su padre.

No, la visita no había sido fácil. En los días siguientes Francis había pensado en los huérfanos de Neville más de lo que deseaba, y por una semana Ricardo no podía pasar por una iglesia de aldea sin detenerse para comprar misas para los difuntos, para su primo Johnny.

Francis entregó las riendas a un palafrenero, se demoró en el sol de septiembre. Resultaba extraño estar de vuelta en Middleham, y aún más extraño que resultara extraño, ya que había pasado gran parte de su vida entre esas macizas paredes de piedras sillares. Vio que el enorme perro lobero de Ricardo merodeaba en el patio, buscando a su amo. No, no había sido un verano feliz.

También se había presentado el problema del hijo de Ricardo. Al niño le faltaba una semana para cumplir seis meses, y ahora estaba a salvo en el castillo Sheriff Hutton, el baluarte de los Neville, diez millas al norte de York. Pero no había sido sencillo; el futuro del niño había sido otra preocupación para Ricardo en ese verano lleno de preocupaciones.

En esos días Ricardo no era tan parco como antes, y ahora Francis contaba con datos sobre el idilio de la madre del niño con Ricardo. La muchacha, joven y bonita, había enviudado recientemente y había compartido con Ricardo una pasión pasajera y la mala suerte que dio existencia al hijo que ninguno de ambos quería. Francis se imaginaba que ella se habría puesto frenética al encontrarse encinta cuando Ricardo era de pronto un fugitivo condenado a muerte. Ahora todo había cambiado. Ricardo había tomado medidas para velar por la seguridad de la joven y para asegurar el futuro del niño, a quien bautizó Juan y llamaba Johnny.

En su viaje hacia el norte en julio. Ricardo le había confiado que Nan quería casarse, y se rió de la sorpresa de Francis.

– ¡No, gracias a Dios, está pensando en alguien que no soy yo! -le dijo. A Francis no le asombraba que ella hubiera encontrado esposo ion tal facilidad, si era tan bonita como decía Ricardo, y si Ricardo había sido tan generoso como él sospechaba. Una esposa agraciada con una buena dote no carecería de candidatos dispuestos a pasar por alto el daño que Ricardo hubiera causado a su nombre.

A Francis le parecía un giro afortunado para todos los afectados, y no calló su opinión. Ricardo asintió, pero luego refunfuñó:

– Lo sería, Francis, salvo que el hombre que desea desposarla no esta dispuesto a aceptar a Johnny.

Añadió escépticamente que Nan le había asegurado que esto no sería un problema; tenía una tía que recibiría con gusto al bebé, que lo criaría como propio. Cuanto más pensaba en ello, menos le gustaba a Ricardo. Comentó que a menudo esos niños pasaban de mano en mano como una copa en un campamento, y a veces encontraban gente que los quería y a menudo todo lo contrario. Y si ya era lastre suficiente para un niño abrirse paso en este mundo sin ser legítimo, negarle un sentido de pertenencia era un pecado mucho mayor que el pecado de fornicación que le había dado existencia. Sólo entonces Francis cayó en la cuenta de que Ricardo se proponía quedarse con Johnny.

Previsiblemente, Nan había aceptado y ella y Johnny se habían trasladado al norte, a Sheriff Hutton, y ahora estaban cómodamente instalados en lo que sería el nuevo hogar de Johnny. Nan debía quedarse con él hasta que hallaran una nodriza competente y Ricardo acababa de regresar esa semana de una breve visita para cerciorarse de que todo estaba bien. Al volver a Middleham se había topado con pruebas irrefutables de la nueva traición de Fauconberg, esta vez con los escoceses.

Al subir la escalera del torreón, Francis echó otro vistazo al cielo, pensando que parecía más azul en Yorkshire que en otras partes, y luego se internó en las sombras del salón. Sería bueno regresar a Londres, pensó. Sería bueno para todos.


El sol del atardecer atravesaba las ventanas del oeste del gabinete, calentando gratamente la cara de Francis. Ricardo dedicaba su atención a los fajos de correspondencia apilados en el escritorio que había pertenecido al conde de Warwick.

La capacidad de concentración de Ricardo, sin embargo, no estaba tan ilesa como él pretendía. Varias veces Francis lo sorprendió escrutando el vacío, pensando en cualquier cosa menos en la esquela que tenía delante. Francis sabía que Ricardo sentía los efectos de la ejecución de ese mediodía. ¿Por qué no? Aunque fuera lord condestable y lord almirante de Inglaterra, gran chambelán y alcaide de las Marcas de Escocia, recordó Francis, Dickon sólo estaba a diez días de cumplir diecinueve años.

Pero no sabía qué decirle, así que no dijo nada, y observó mientras Ricardo procuraba enfrascarse en informes de vigilancia enviados desde la frontera. ¿Dónde se había metido Rob? ¿No entendía que Dickon necesitaría compañía después de la decapitación?

Como si lo hubiera llamado, Rob apareció en la puerta, seguido por Dick Ratcliffe, un amigo de los días de Middleham.

– Estuve en la despensa -anunció-. Pensé que aún nos faltaba embriagarnos con esas jarras de coñac enviadas por lord Scrope en prenda de paz. Un coñac que algún idiota (no mencionaré nombres, Dickon) ordenó almacenar sin que lo paladeáramos.

Cerró la puerta, se puso a llenar copas y a entregarlas. Al poner una copa en la mano de Francis, le guiñó el ojo, y Francis sintió una punzada de culpa por haber subestimado una vez más la capacidad de observación de Rob, por sospechar que Rob era menos sensible que él a la turbación del ánimo que seguía inevitablemente a una ejecución. No sólo era sensible sino mucho más astuto, concedió Francis, y cogió la copa con gratitud.


Francis se estaba poniendo sentimental, descubría que el gabinete estaba lleno de fantasmas.

– Hace casi siete años -declaró para todos los presentes-, en esta misma cámara, Warwick despotricaba contra el matrimonio del rey. Incluso estaba Gareth; esa noche, Ana escogió ese nombre, Dickon… -Se explayó sobre el asunto, luego se preguntó si había sido buena idea. Miró a Ricardo, que se reclinaba cómodamente contra la mullida mole de Gareth, decidió que Dickon no disfrutaría de esa remembranza-. ¡Dickon, tu carta del rey! Llegó esta mañana y no tuviste tiempo de leerla…

– ¡Cielos, la olvidé por completo! -Descubrió que aún la tenía guardada en el jubón, sonrió a Francis, se recostó contra Gareth para leerla.

– ¿Qué noticias hay de Londres? ¡Espero que buenas!

– En efecto, así es. La reina está encinta de nuevo. -Ricardo espero mientras ellos reaccionaban con cortés entusiasmo, añadió-: El bebé nacerá en primavera, dice Ned. Si es niña, le pondrá el nombre de nuestra hermana Meg. Si es varón, le pondrá el mío.

Francis pensó que era muy grato estar remoloneando ante el hogar en compañía de alguien que llamaba «Ned» al rey. Para él no era frecuente tener un atisbo del soberano de Inglaterra en la presencia de un hermano. Miró para ver si Rob compartía esta impresión, vio que ni siquiera había pensado en ello, que había perdido los dados y estaba buscándolos con desgana en la alfombra.

Ricardo reanudó la lectura, dio un respingo de sorpresa.

– ¡Maldición! Ha entregado a Jorge las fincas que los Courtenay poseían en Devon y Cornualles.

Todos se sobresaltaron, pues tenían entendido que Eduardo no le daba a Jorge ni siquiera la hora si podía evitarlo. Al cabo de un momento, Ricardo se echó a reír.

– Dice que espera que aprecie el sacrificio que hace por mí -continuó.

No explicó por qué Eduardo le daría tierras a Jorge para complacer a Ricardo, pero Francis creía entenderlo; Ricardo le había mencionado el obsesivo apetito de Jorge por las tierras de los Neville y los Beauchamp.

Ricardo se incorporó tan bruscamente que Gareth soltó un gruñido de protesta.

– ¡Por Dios! Ha nombrado conde a Thomas Grey.

La discreción era una cosa, Thomas Grey era otra. Francis se hizo eco del rechazo de Ricardo. Rob buscaba los dados, y farfulló algo que no se entendía pero que sin duda no era una felicitación.

– Dado que Grey es hijo de la reina, y así hijastro del rey, ¿eso no lo transforma en pariente tuyo, Dickon? -preguntó plácidamente Dick Ratcliffe en el silencio que siguió.

– Lo transforma en una piedra molar que me cuelga del cuello, sin la menor duda -dijo distraídamente Ricardo. Había seguido leyendo la carta de su hermano. Volvió a reír-. He aquí una noticia que vale la pena. Ned ha nombrado a Will Hastings lugarteniente general de Calais.

– Creí que ese puesto pertenecía a Anthony Woodville.

– Así era, Rob. Pero Ned no ha olvidado cuán servicial fue Anthony después de Barnet, cuando se le metió en la cabeza participar en la cruzada contra los sarracenos.

Todos se rieron; toda Londres había conocido la incrédula reacción de Eduardo ante el súbito fervor de cruzado de su cuñado, en un tiempo en que el ejército de Margarita de Anjou se engrosaba a diario con nuevos simpatizantes de la causa de Lancaster.

– Ned dice que Will quedó complacido y Anthony no -dijo Ricardo con una sonrisa, reflexionó un instante, y al fin citó directamente la carta-: «Cuando Anthony compareció ante mí para presentarme sus protestas, sólo pude manifestar sorpresa de que aún estuviera en Inglaterra, pues pensaba que ya estaría camino a Damasco. Le dije que había asumido que una vez que hubiéramos dado cristiana sepultura a los muertos de Tewkesbury, él habría ansiado dirigirse a Jerusalén. Y aunque nunca negaría a un hombre tal oportunidad de salvación espiritual, Dickon, me pareció mejor no ir hasta el Reino de Dios para buscar a alguien que gobernara Calais en mi nombre».

Se desternillaron de risa, y no les importaba que tanto ellos como Eduardo fueran injustos con Anthony Woodville, cuya piedad no estaba en cuestión, por dudoso que fuera su sentido de la oportunidad.

Ricardo soltó un juramento, apartó los ojos de la carta.

– Sabe que fui a buscar a Nan y Johnny al norte -dijo con incredulidad-. ¿Podéis creerlo? ¿Me será posible hacer algo sin que se enteren en Londres?

– ¿Crees que en Londres aún te recuerdan por esa posada en Newcastle-upon-Tyne del mes pasado, y esa muchacha que terminó en tu habitación? -preguntó Rob con aire inocente.

– ¿Era la que tenía el llameante pelo rojo, Rob? -intervino Francis con igual ánimo burlón-. Ahora que lo pienso, parece que mi señor de Gloucester tiene una decidida preferencia por un color de pelo que la mayoría de los hombres encuentra de mal agüero.

Ricardo cogió la copa de vino para ocultar su sonrisa.

– Sucede que el primer amor de mi vida tenía cabello rojo, tan brillante que lastimaba los ojos de sólo mirarlo -dijo en un poco convincente intento de indiferencia.

– ¡Correcto! Y esa chica también es pelirroja, ¿verdad, Francis? La muchacha que tuvo a Kathryn.

Ricardo apoyó la copa con estrépito. Era quisquilloso con la mención de Kate, aunque le costara confesarlo, porque no tenía la conciencia tranquila. Sabía que ella nunca había abrigado la esperanza de casarse con él. Pero también sabía que aún lo amaba, y le dolía pensar que la lastimaría con lo que se proponía hacer.

– Eso no te concierne, Rob -barbotó, con involuntaria brusquedad. Rob se amilanó, y Ricardo procuró aplacarse. Sonrió para compensar su arrebato de furia-. Si queréis saberlo, el primer amor de mi vida fue una pelirroja encantadora llamada Joan, y yo la adoraba con la firme devoción que se esperaría de un niño de seis años.

Rob sonrió y Dick intervino para disipar la tensión, confesando su adoración por una niñera de la infancia que tenía un cautivador acento de Dublín, y volvieron a compartir el coñac al calor de la lumbre mientras el cielo nocturno cobraba un color ébano en la ventana, sobre la cabeza de Francis.

– ¿Te conté, Dickon -dijo Francis-, que el padre de Anna piensa que ella ya es mayor para venir a vivir conmigo en Minster Lovell? Se ha decidido que vendrá el día de San Martín, siempre que ya estemos de vuelta en el sur…

Ricardo había vuelto a apoyar la cabeza en Gareth; alzó la vista con un destello irónico.

– ¿Debo ofrecerte mi enhorabuena o mi pésame, Francis?

– Ninguno de ambos -advirtió Francis-. Dada la enmarañada situación de tus propios asuntos en el presente, milord, no deberías aventurarte en un terreno tan peligroso.

– Ambos estáis locos -observó Rob afablemente-. Lógicamente, uno debe felicitar a un hombre por ganar una esposa, Francis, y condolerse de él cuando pierde una amante, Dickon, y ambos habéis puesto las cosas del revés.

Eso mereció una risa renuente de Ricardo y de Francis y una sonrisa intrigada de Dick Ratcliffe, que sabía muy poco sobre la relación de Ricardo con Nan, y menos sobre el matrimonio de Francis con Anna Fitz-Hugh. Se hizo otro cálido silencio, y Dick le puso fin con una pregunta.

– Dickon, quiero preguntarte algo, aunque sé que no me incumbe. ¿Por qué decidiste traer a tu hijo a Middleham y no a Sheriff Hutton? Tengo entendido que piensas instalarte en Middleham.

– Pensé seriamente en ello, Dick. De hecho, fue lo primero que pensé. Tardé un tiempo en comprender que no sería justo traer a Johnny a Middleham. -Ricardo sonrió con cierta amargura-. No tengo derecho a pedirle tanto a Ana. ¿Qué esposa recién casada querría encargarse de criar a un hijo concebido en el lecho de otra mujer?

Francis iba a conceder que Ricardo decía la verdad, y de pronto cayó en la cuenta de lo que su amigo había dicho.

– ¡Dickon! ¿Ana y tú? Me alegra enterarme, de todo corazón.

Rob llegó tardíamente a la misma conclusión.

– ¿Ana? ¿Te refieres a la hija de Warwick? -preguntó, agradablemente sorprendido-. Vaya que eres constante, Dickon. Y Dios sabe que esa muchacha siempre te amó. -Se levantó para servir la última ronda de coñac, y dijo con gran satisfacción-: Será agradable que todos estemos de vuelta en Middleham, como en los días del conde. Excepto que no será el conde quien gobierne el norte en nombre del rey. Serás tú, Dickon. Recuerdo cuando llegaste para sumarte a la servidumbre del conde. Moreno como un gitano y flaco como una estaca, sin una palabra que decir.

– No es sorprendente que hablara tan poco, Rob, pues siempre acaparabas la conversación.

– Bien, me alegra que yo me dedicara a protegerte -sonrió Rob-, en aquellos días en que eras demasiado insignificante para que recelaras de mis motivos. -Ricardo se levantó y arrojó los dados perdidos en la copa de Rob. Sin dejarse amilanar por la risa de sus amigos, Rob escrutó la copa para quejarse afablemente-: Me siento obligado a decirte, milord, que acabas de arruinar un estupendo brindis que iba a hacer, y que sin duda te hubiera gustado. Iba a beber a tu salud, Dickon, como nuevo señor del norte.

Ricardo reflexionó y sonrió.

– Tienes razón, Rob, me gusta.

– Puedo pensar en algo que te gustará aún más -ofreció Francis-. Bebamos, en cambio, a la salud de Ana de Warwick.

Ricardo tendió el brazo por encima de Gareth para coger su copa.

– Tienes razón a medias, Francis -dijo, y rió, alzando un brazo para desviar la afectuosa embestida del perro-. Pero preferiría beber por Ana de Gloucester.


6

Londres. Septiembre de 1471


La vida había sido grata en el Herber ese verano. Para Ana y Véronique, se debía en gran medida a la ausencia de Jorge. Tres días después de que Ricardo partiera hacia el norte, Jorge había viajado al oeste para supervisar sus propiedades de Wiltsire, y desde allí había ido al norte, a Tewkesbury. La abadía de Santa María Virgen había permanecido cerrada un mes entero para permitir que el abad Streynsham volviera a consagrar la iglesia una vez que los yorkistas capturaron a los lancasterianos que habían pedido asilo, y Jorge consideraba diplomático realizar una visita conciliatoria como nuevo señor de Tewkesbury.

Esos calurosos días estivales fueron felices para Ana. Con la indulgente bendición de Isabel, se dedicó a mostrarle Londres a Véronique, y recorrieron el rio en la engalanada barca de Isabel, fueron escoltadas a los jardines de Southwark (donde Véronique presenció su primera lucha con osos), visitaron la Torre para mirar el real zoológico con sus leones, leopardos, tigres y su enorme oso blanco de Noruega. De noche, practicaban los últimos peinados, hurgaban en la provisión de terciopelos y sedas de Isabel y preparaban patrones para vestidos con las mangas largas y ceñidas y las faldas anchas con volantes que se habían puesto de moda. Se gastaban travesuras tontas entre ellas; Ana llevó tintura de raíz de rubia de la lavandería para teñir el agua de baño de Véronique de un brillante rojo sangre y Véronique llevó dos cachorros de alano recién destetados para ocultarlos con sigilo en la cama de Ana. Por la noche compartían confesiones cada vez más íntimas; Véronique habló de su malogrado idilio con Ralph Delves y Ana le contó a Véronique todo sobre Ricardo de Gloucester, quizá más de la cuenta.

Pero en agosto la alegría se disipó. Jorge regresó de Tewkesbury y, con su llegada, la atmósfera del Herber se agrió. La manifiesta felicidad de Ana parecía enfurecerlo. De inmediato puso fin a sus excursiones por la ciudad, confiscó las monedas que Isabel le había dado como regalo de su santo, monedas que ella usaba para pagar a los correos que le llevaban cartas a Ricardo, y cuando ella protestó, él vació el cofre que contenía sus pocas joyas y también se las quitó.

La furia de Ana fue tan fútil como intensa. Estaba bajo el techo de Jorge, sometida a sus órdenes, y si él optaba por impedir que escribiera a Ricardo, nada podía hacer ella para evitarlo. Aunque no le gustara confesarlo, tenía miedo de Jorge. Sus rabietas a veces se salpimentaban con crueldad. Era mejor no irritarlo innecesariamente, eludirlo todo lo posible y aguardar el regreso de Ricardo.

Ella habría podido atenerse a esta resolución si cinco días después no hubiera llegado un mensajero con una carta que ella nunca logró leer. Por casualidad se cruzó con el hombre en el patio, vio el Jabalí Blanco de Gloucester en su manga. Él confirmó sus sospechas, diciéndole que sí, que le había llevado una carta del duque de Gloucester; la había recibido el duque de Clarence, diciendo que él se encargaría de entregarla. El mensajero no quería dársela, pero el duque había insistido. Ana dejó de escuchar, regresó a la casa.

Encontró a Jorge en el gabinete, con la carta abierta en la mano. La indignación la cegó, y exigió la carta. Él no demostró el menor embarazo, se negó secamente y, ante la insistencia de Ana, se aproximó a una mesa, cogió una vela y acercó la carta a la llama.

Ana jadeó; su furia era tan grande que tartamudeaba al hablar.

– Tú… tú crees que porque soy mujer puedes maltratarme y robar mis tierras sin que nadie te pida cuentas por ello. ¡Pero te equivocas, maldición, te equivocas! Recurriré a Ricardo y Ned. Y sabes que me escucharán… -De pronto supo que había ido demasiado lejos, que había dicho demasiado. Él adoptó una expresión temible. Ella empezó a retroceder, gritó con voz ahogada-: ¡No, Jorge, déjame en paz! Si me tocas, se lo contaré a Ricardo, te lo juro.

Había llegado a la mesa y, cuando él se lanzó hacia ella, intentó ocultarse detrás. Lo habría logrado, pero esa mañana se había lavado el cabello. Lo tenía suelto, y él atinó a coger un mechón con el puño. Tironeó con tal violencia que Ana creyó que se le partía el cuello. Lanzó un grito de dolor y de miedo.

Véronique había seguido a Ana al gabinete. Hasta ahora había sido una testigo paralizada, pero salió de su trance y huyó hacia la puerta. Temblaba tanto que apenas logró abrirla, a tiempo para que el segundo grito de Ana llegara a la escalera. No se le ocurría hacer otra cosa, ni esperar nada, sólo que suficientes testigos pudieran hacer entrar en razón al colérico Jorge.

Había rostros que la miraban. Los gritos de Ana habían atraído a una veintena de personas a la escalera, pero Véronique vio con horror que ninguna subía; tenían tanto miedo como ella, y no querían arriesgarse a atraer la ira de Jorge. A sus espaldas, Ana gritó de nuevo, y ella se aferró a la puerta con impotencia, demasiado asustada para entrar de nuevo en el gabinete pero reacia a dejar a Ana a solas con Jorge. ¡La duquesa de Clarence! Tenía que encontrar a la duquesa. Mientras pensaba en ello, notó que los criados se apartaban en la escalera y vio que Dios se le había adelantado; se aplastó contra la pared, cedió el paso a Isabel, oyó su exclamación.

– ¡Jorge, por Dios!

Jorge soltó a Ana y ella se desplomó llorando sobre la mesa. Isabel miró a su esposo con incredulidad, y pasó de largo para llegar a su hermana. Ana tenía la cara cubierta por el cabello arremolinado y temblaba tan violentamente que Isabel tardó un instante en alisar el pelo enmarañado, en alzar la cara de Ana hacia la luz. Ana sangraba por la boca y tenía la tez arrebolada, pero Isabel pronto comprobó que el susto era mayor que el daño.

– Ve a tu alcoba, Ana -dijo, tratando de hablar con firmeza-. Deprisa. Haz lo que te digo.

Ana obedeció, huyó sin mirar atrás, chocando contra la puerta del gabinete en su prisa por marcharse.

Véronique la siguió al instante. Alejándose de la puerta, bajó la escalera a trompicones hasta llegar al salón, ahora desierto, y luego a la cocina y la despensa, que también estaban súbitamente vacíos. Allí reunió compresas frías, una taza de agua caliente y salada y una jarra de vino y las llevó en una bandeja a la habitación de Ana.

Esperaba ver a una muchacha histérica y lacrimosa. Se encontró con una que tartamudeaba de furia impotente. Ana se paseaba rabiando por la habitación, imprecando contra Jorge con todos los insultos que Véronique había oído y algunos que desconocía.

Véronique hizo lo que Ana no había pensado en hacer. Atrancó la puerta.

– Enjuágate la boca con esto, Ana, y luego escupe en el lavamanos.

Ana se atragantó con el vino y siguió insultando a su cuñado.

– ¿Cómo se atreve, Véronique? Es aborrecible. Aborrecible, codicioso y cobarde. ¿Qué le hice para que me guarde tanto rencor, para que esté tan empeñado en lastimarme? Pues quería lastimarme, Véronique, se le veía en la cara… -Tembló, y luego lanzó un insulto que sólo podía haber aprendido de su padre, el Hacerreyes.

– Ana, cálmate… -Había profundos surcos rojos en la muñeca de Ana, semejantes a las marcas de una soga. Pronto habría feas magulladuras, pensó Véronique-. ¿Esto te duele mucho, Ana?

– Un poco. En realidad, lo que más me duele es la boca. -Ana se llevó un dedo cauto al labio corlado, tanteó con la lengua, hizo una mueca-. ¡Mal parido hijo de Satán! -escupió-. Pero tan miope, tan estúpido. ¿Se cree que soportaré este maltrato en silencio?

Véronique no creía que Ana fuera capaz de encolerizarse tanto, habría preferido que el miedo hubiera durado más. El miedo inspiraba cautela; esta furia era peligrosa, pues podía conducir al desastre.

– Cuando se lo cuente a Ricardo… -le dijo Ana a Véronique, con amarga satisfacción-. Entonces me las pagará. Claro que me las pagará. Tendrá que responder ante Ricardo, si cree que no tiene que responder ante mí. Que tenga la seguridad de que no será de su agrado.

Véronique la miró consternada, se sentó en el borde de la cama. Ahora Ana era una doble amenaza para Jorge. Una amenaza para la posesión de las tierras de los Beauchamp que tanto codiciaba. Una amenaza para su bienestar, incluso para su seguridad, si ella decidía hablar, contarle a Ricardo y al rey cómo la había maltratado. Y claro que se lo contaría. Jorge también caería en la cuenta de eso.

– Chérie, este hombre es muy peligroso… -Véronique buscó las palabras apropiadas, no logró encontrarlas-. ¿No tienes miedo de él, de lo que pueda hacer?

– Confieso que tenía miedo en el gabinete -dijo Ana a regañadientes-. Pero no le temo como a Margarita de Anjou y a Lancaster. Jorge no tiene inteligencia suficiente para ser implacable. No piensa en lo que sucederá y no prevé las consecuencias de sus actos. En toda su vida, nunca logró hacer nada sin cometer errores. No supo juzgar que era hora de abandonar a mi padre por Ned. En general manotea lo que quiere y luego se asombra de que las cosas no sean como él esperaba. Un hombre así no puede inspirar temor.

Véronique no estaba de acuerdo. Recordó que Ana le había dicho que Ricardo era impulsivo. Cuando pensaba en Jorge, la palabra que se le ocurría era «inestable». Jorge giraba como una veleta en un vendaval y revelaba una temible tendencia a cavilar sobre males imaginarios. Un hombre así podía cometer un acto desesperado en un momento de furia, algo que no había meditado y de lo que luego se arrepentiría. Cuando fuera demasiado tarde. Santo Dios, ¿por qué Ana no veía que era peligroso precisamente porque, como ella decía, no medía las consecuencias de sus actos?


Ana se sorprendió cuando a finales de agosto Eduardo entregó a Jorge ciertas tierras que pertenecían al lancasteriano conde de Devon. Estaba contenta por Isabel, pero lamentaba cada chelín que adquiría Jorge. No se hacía la ilusión de que la adquisición de estas tierras frenara su codicia por las fincas de los Beauchamp y los Neville. Cuanto más alimentas a un puerco, más come, le había dicho amargamente a Véronique, que estaba de acuerdo pero la instó a decir esas cosas sólo en la intimidad de su habitación, y en lo posible a callarlas.

Aun así, fue una grata tregua, pues Jorge volvió a viajar al oeste para echar un vistazo a sus nuevas propiedades. A medida que se acercaba septiembre, Ana tenía la sensación de que el tiempo se había detenido, que su vida se había transformado en una espera incesante. Encendió velas para desearle buena suerte a Ricardo en el norte, rezó para que regresara pronto a Yorkshire.

Su suerte se agotó el 5 de septiembre. Era jueves, e Isabel cumplía veinte años, y poco después de las completas la casa se conmocionó con la inesperada llegada del duque. Para Isabel, Jorge llevó un magnífico colgante de oro y rubíes. Para Ana, sólo tenía una mirada larga y escrutadora y una sonrisa burlona.

En los días siguientes, estaba de ánimo sospechosamente alegre. Ana lo observaba con cautela y él era abierta y tiernamente afectuoso con su hermana, bromeando y riendo de sus propias bromas y obligando a Ana a reconocer de mala gana que el encanto de su familia no se había repartido exclusivamente entre Ricardo y Eduardo. Incluso dedicó parte de ese encanto a Ana, aunque a ella le costaba no escupirle en la cara. Ese verano había llegado a odiar a Jorge como nunca había odiado a nadie. Hasta Eduardo de Lancaster, cuyo recuerdo ya no era tan sofocante, había sido menos odiado que Jorge, que ahora la observaba con algo rayano en la satisfacción. Eso resultaba más perturbador que la hostilidad directa. Jorge tramaba algo, Ana estaba segura.

El 13 de septiembre Jorge había ido al palacio Eltham de Kent, donde Eduardo tenía su corte en ese momento, y cuando regresó a Londres, al principio Ana creyó que estaba enfermo. Tenía la tez grisácea y se puso a regañar a los criados aun antes de entregar su caballo sudado a los temerosos palafreneros. Cuando Isabel salió de la alcoba a la mañana siguiente, nadie podía dudar de que habían tenido una noche de amargas riñas. Fruncía el rostro, revelaba súbitos huecos y sombras en los que Ana nunca había reparado. No le dio a Ana la oportunidad de hablar, sino que la atacó con una furia imprevista e inexplicable.

– ¡No digas nada! ¡Ni una palabra! No quiero oírlo. -Y para consternación de Ana, Isabel rompió a llorar, volvió a subir la escalera y no bajó más ese día.

La semana siguiente fue un infierno para todos en el Herber. Cuando Jorge e Isabel se reunían en el salón, en la escalera, durante las comidas, la tirantez era tal que paralizaba a todos los que tenían la desgracia de estar cerca. Y por la noche, sus voces estridentes se escuchaban más allá de la barrera de roble de la puerta de la alcoba. El viernes, la tensión era tal que todos se estaban ladrando entre sí de puro nerviosismo, y hasta los animales del Herber estaban crispados. Y esa noche estalló la peor pelea de todas. Las voces acaloradas siguieron rugiendo hasta las primeras horas de la mañana. Ana permaneció despierta hasta el alba, dolida por su hermana y maldiciendo a Jorge con cada aliento.

Pero con la luz del día, una tranquilidad inquieta pareció instalarse en la casa. Jorge se levantó cuando el cielo se aclaraba y agrisaba, y se marchó antes de que muchos notaran que ya no estaba acostado. Isabel se quedó en su habitación todo el día, sin recibir a nadie. Pasaron lentamente las horas.

Al anochecer, Ana ya no pudo aguantar la tensión. Preparó una bandeja de comida, con la que esperaba tentar a Isabel, que no había probado bocado en todo el día, y despidió a la criada que montaba guardia en la puerta de su hermana. La habitación estaba a oscuras, con las ventanas cerradas; también estaban cerradas las cortinas de la cama. Ella dejó la bandeja, cogió la vela y se acercó a la cama.

– Largo de aquí. Sea quien sea, largo.

– Isabel… soy yo, Ana.

La recibió el silencio. Corrió la cortina y soltó un grito cuando la vela alumbró la cara de Isabel.

– ¡Bella, por Dios! -Se encaramó a la cama, y con un sollozo de indignación, estrechó a la renuente Isabel en un abrazo-. Oh, Bella, nunca creí que te lastimaría. No a ti.

– La vela… no la quiero, Ana. Apágala.

– Lo haré, Bella, enseguida. -Sopló la llama, tuvo un atisbo final del rostro de su hermana, de la carne tumefacta y magullada que le había cerrado un ojo de tal modo que ella evocó el modo en que se cosían los párpados de un halcón recién capturado hasta domesticarlo.

– ¿Tienes otra herida aparte del ojo? ¿Qué más te hizo? Bella, iré a buscar un médico…

– ¡No, de ninguna manera! ¿Crees que permitiría que alguien me viera así? Me pondré bien, Ana… de veras. En parte fue culpa mía. Él estaba bebiendo, y ciego de furia, y tendría que haberme dado cuenta… Tendría…

– ¿Cómo puedes defenderlo después de lo que te hizo? Y tú eres su esposa. Al menos finge que te ama. Ay, Bella, lo lamento. No quise decir eso… No quise hacerte llorar.

Era una sensación extraña para Ana, ver que esa hermana tenaz y experimentada, cinco años mayor que ella, perdía de pronto su frágil suficiencia. Hizo todo lo posible para consolarla, que fue rodearla con el brazo mientras dormía, acariciar el cabello suelto y brillante de su hermana, y prometerse que le haría pagar a Jorge el dolor de Isabel.

Isabel se incorporó con esfuerzo.

– Ana, escúchame. Debo decirte algo. No puedo ayudarte, Ana. Pero lo intenté. Te juro que lo intenté. Debes creerme.

– Claro que te creo -dijo Ana mecánicamente. Necesitó un gran esfuerzo de voluntad para permanecer sentada en la cama, esperando que su hermana siguiera hablando. El corazón empezaba a martillarle tanto que no parecía oír otra cosa. Cuando no soportó más, exclamó-: ¡Por amor de Dios, Bella, cuéntamelo!

– No lo conozco, Ana lo he tratado toda mi vida pero no lo conozco en absoluto. No atiende a razones. Él sólo… Dios, no sabes… no te imaginas cómo ha sido… Nunca lo he visto así, nunca. -Isabel procuró dominar la voz-. Cuando fue a Eltham la semana pasada, Ned le dijo que había recibido un mensaje de Dickon, anunciando que regresaría a Londres mucho antes de lo que Jorge esperaba, dentro de quince días.

– ¡Gracias a Dios!

– No, Ana, no… No entiendes. Eso lo obligó a apresurarse. Él pensaba que tenía más tiempo para planear las cosas. Pero ahora que se espera la llegada de Dickon…

– ¿Tiempo para qué, Bella?

– Tiempo para planear… tu desaparición.

– ¿Qué estás diciendo?

– Aún no entiendes, ¿verdad? Tiene miedo, Ana. Miedo de lo que le contarás a Dickon y de lo que Dickon le contará a Ned. No actúa racionalmente. No puedo hablarle, no puedo hacerle entrar en razón. Lo intenté. No sirvió de nada, sólo condujo a esto… -Se acercó la mano a la cara, a la magulladura que se extendía desde el ojo hasta el cabello-. Sólo puede ver la amenaza que representas, no me creyó cuando le juré que te convencería de callar. Tiene miedo de lo que hará Dickon, Ana, miedo de perder las tierras. Cree que Ned escuchará a Dickon, le arrebatará todas las tierras de los Beauchamp, y quizá también las de Devon. Se le ha metido en la cabeza que sólo se puede hacer una cosa, que debes irte del Herber para cuando Dickon regrese a Londres.

– ¿Irme? ¿Adónde?

– No sé. A un convento, creo. Es impreciso en los detalles, no quiere contarme mucho. Una vez mencionó Irlanda, y eso me parece lo más probable. Allá todavía es lugarteniente. Pero no sé con certeza si será Irlanda. Borgoña, quizá… No lo sé.

– ¡Pero es imposible! No puede obligarme contra mi voluntad. Ricardo no lo permitirá.

– ¡Santo Jesús, Ana, no hables como una chiquilla! Claro que puede. ¿Crees que tendría problemas en encontrar hombres que sigan sus instrucciones? Sería tan sencillo que me asusta, y también tendría que asustarte a ti. Sólo es preciso drogar tu vino o tu comida. Despertarías a bordo de un buque, en el canal… en manos de sus hombres. En el nombre de Dios, hermana, ¿no lo ves? Podrían tenerte drogada durante días, semanas. Cuando recobraras la lucidez, estarías entregada a Dios en un mísero convento irlandés muy satisfecho de tener un benefactor rico, de tener los donativos que él daría para que te retuvieran. Si no es eso, estarías cautiva en una remota casa solariega. Un impecable truco de magia… y Dickon podría buscarte hasta el Juicio Final sin esperanzas de encontrarte. Nadie te encontraría, Ana. ¿No lo entiendes?

Ana lo entendía.

– Pero ellos lo sabrían… Ricardo y Ned… si yo desapareciera, sabrían que él tuvo la culpa.

– Eso le dije, también. Pero él repuso que no podían probar nada si decía que te habías escapado. Que todas las sospechas del mundo importaban poco sin pruebas. Como Enrique de Lancaster, dijo. Todos saben que Ned ordenó su muerte, pero nadie puede demostrarlo. Insisto, Ana, está empeñado en hacer esto y no puedo disuadirlo. Sólo puedo decirte lo que se propone hacer. Pero nunca debe enterarse de que te advertí.

Ana se miró las manos, descubrió que temblaban y se entrelazó los dedos sobre el regazo.

– Bella, ¿qué debo hacer? -susurró.

Isabel la miró y desvió la cara.

– No sé, Ana -musitó-. ¡Dios se apiade de ambas, pero no lo sé…!

Rompió a llorar de nuevo, pero en silencio. Ana sólo lo supo porque una lágrima le humedeció la muñeca.


– Ana, escúchame… ¡Escucha! ¿Qué prueba tienes de que él está pensando en un convento? Tu hermana te dijo que podían dragarte y despertarías en un barco. Mi temor es que no despertaras. ¿Qué le impide buscar una solución más duradera al problema que tú planteas? Sé que las mujeres son obligadas a enclaustrarse en conventos, pero eso podría ser una mentira destinada a los oídos de tu hermana. No osaría confesarle que planeaba asesinarte. O podría encerrarte en un hospicio para desquiciados mentales si no se animara a matarte. Ana, él podría…

– ¡Basta, por Dios, basta!

Ana no había pensado conscientemente en la posibilidad del asesinato. Ahora no podía pensar en otra cosa.

– Tengo que pensar, pensar qué haré…

– En Francia, hay iglesias que ofrecen asilo. Sin duda hay iglesias parecidas en Inglaterra…

Ana cogió ese cabo de salvación, la primera sugerencia práctica que se hacía esa noche.

– Sí, claro. Las iglesias como San Martín el Grande de Londres alquilan aposentos donde nadie puede capturarte. -Esa primera chispa de esperanza fluctuó, se extinguió-. Pero no sirve de nada, Véronique. No tengo dinero, ni siquiera para la comida. Y eso sería lo primero que él pensaría. No tendrá escrúpulos en profanar una iglesia, Véronique, si piensa que puede salirse con la suya, hacerme capturar sin comprometer su nombre.

– ¿Y tu madre? ¿No puedes acudir a ella?

Ana sacudió la cabeza.

– A veces me olvido que sabes muy poco de Inglaterra. Beaulieu está muy al sur, cerca de Southampton. Daría lo mismo que estuviera en Gales.

El apremio ahora impulsaba a Véronique a una febril actividad mental.

– ¿Y tu tío, el arzobispo de York? Él tiene una residencia en Londres, ¿no?

– ¿Mi tío? ¡No, por Dios!

– Chère Ana, sé que lo culpas por abandonar a tu padre como lo hizo. Pero tu necesidad es…

– No, no entiendes. No es eso. Mi tío ha trabado amistad con Jorge. Nunca podría confiar en él, nunca. Si acudiera a él en busca de ayuda, me traicionaría tal como traicionó a mi padre.

Véronique pensó que Ana había sido singularmente desdichada con los parientes que Dios le había dado.

– Pero Ana… Ana, no se me ocurre ningún otro.

Ana había empezado a pasearse.

– Podría haber acudido a mi tía Cecilia, si aún estuviera en el castillo de Baynard. Sé que me ayudaría, aunque Jorge sea su hijo. Pero se encuentra en Berkhampsted desde julio y Berkhampsted está… ¡Dios, Véronique, Berkhampsted está en Hertfordshire!

– Ana, ¿no podrías recurrir al rey?

– ¿Cómo, Véronique? Apenas estuvo en Westminster en todo el verano, estuvo en Shene y Eltham, y según las últimas noticias, él y la reina fueron en peregrinación a Canterbury. Regresará a Londres cuando se reúna el parlamento, pero entonces será tarde. Demasiado tarde.

– Ana, no desesperes. Tiene que haber alguien. Tiene que haber.

– Quizá, si hablara con los sacerdotes de San Martín -dijo Ana dubitativamente-. Quizá, si entendieran mi situación, podrían eximirme de pagar el alquiler de una casa de asilo.

Véronique lo ponía muy en duda; en su experiencia, los siervos de Dios no eran menos mercenarios que el resto de la humanidad. Más aún, Ana tenía razón. Jorge no tendría escrúpulos en profanar una iglesia. Para él, el único pecado mortal era que lo descubriesen. Nom de Dieu, había muy poca gente dispuesta a correr el riesgo de ganarse la enemistad de un hombre tan poderoso como Clarence. Uno tenía que ser muy poderoso, o muy santo, o enemigo de la real Casa de York. Y de pronto se le ocurrió, y jadeó, tan alborotada que se puso a hablar en francés, y tardó un instante en recobrar el aliento y el inglés.

– ¡Ana! Ana, tengo la respuesta. Sé dónde puedes esconderte, el único lugar donde Clarence no pensará en buscarte. -Se echó a reír-. ¿Recuerdas a los Brownell, que me ayudaron en el día de la procesión de la victoria yorkista?

– Claro que sí. Pero no entiendo…

– La posada, Ana. Tienen una posada. Puedes ir allí, aguardar a Ricardo a salvo mientras Clarence te busca por toda la ciudad.

Ana no quedó convencida.

– No tengo dinero para alojarme en una posada, Véronique, y aunque lo tuviera, eso también se le ocurriría a Jorge.

– Quizá piense en buscarte como huésped, Ana, sí. Pero no como camarera.

– ¿Camarera? -exclamó Ana, estupefacta.

Véronique rió convulsivamente.

– Si a ti te parece tan inconcebible, chérie, ¿crees que Clarence pensaría en ello?

Al cabo de un instante, Ana sonrió, aunque inciertamente.

– No, confieso que no. Pero este posadero… ¿haría eso por mí?

Véronique vaciló sólo un instante.

– No, por ti no. No por la hija del conde de Warwick. Pero lo haría por mí. Me tienen simpatía, Ana, me consideran… una de ellos. Como verás, los Brownell son lancasterianos. Cuando les dije que estuve al servicio de Margarita de Anjou, dieron por sentado que yo compartía esa lealtad. Si les pido ayuda, no creo que me la nieguen. Ahora bien… ¿qué les diremos a los Brownell?

Intercambiaron varias sugerencias, pero fue Véronique quien dio con la estratagema más viable.

– Les diré que no puedo permanecer más en el Herber, que el duque de Clarence está en empeñado en meterse en mi cama por la fuerza.

– Eso no mejorará la reputación de Jorge -dijo Ana, riendo.

– Pero me creerán. La gente espera oír esas historias de los duques, chérie, y aunque finjan escándalo, en secreto les complace confirmar sus sospechas. -Estiró la mano, cogió un mechón del pelo de Ana y lo comparó con sus trenzas oscuras-. El color no es el mismo, pues el tuyo es castaño y el mío marrón oscuro, pero creo que se parecen lo suficiente como para no despertar sospechas. Y nuestros ojos también son parecidos, pardo y castaño.

Ana entendió al instante, pero sacudió la cabeza dubitativamente.

– Coincido en que podemos pasar por hermanas. De hecho, mi color se parece más al tuyo que al de mi hermana. Pero no funcionaría, Véronique. ¿Has olvidado que yo soy inglesa y tú francesa?

– Dado que yo no puedo pasar por inglesa, hay un solo modo de superar esa dificultad. Ana, tendrás que ser francesa para los Brownell. No, no pongas esa cara de escéptica. Puede funcionar. Tu francés es muy aceptable y, para los oídos de personas que sólo hablan su propio idioma, sonaría bastante convincente. No se me ocurre otra idea, Ana. Si digo que eres mi hermana menor, no habrá necesidad de explicar por qué decidiste huir conmigo del Herber. Y si no hablas inglés, chérie, habrá menos probabilidades de que te delates. Para ti no es fácil mentir, Ana, todo se te ve en la cara. Además, eres hija de un conde. El mundo que conociste en el castillo de Warwick, incluso en Amboise, es muy diferente de lo que encontrarás en una posada de Aldgate. Creo que será mucho más seguro si damos una razón plausible para justificar que mantengas la boca cerrada.

Ana reflexionó y rió nerviosamente.

– Entiendo a qué te refieres.

Véronique se levantó de la cama, puso una vela en el suelo junto a un arcón.

– Bien, está decidido. Serás Marthe de Crécy. Es el nombre auténtico de mi hermana, y nos ayudará a recordarlo. Ahora debemos encontrar el vestido más sencillo que tengas. Cuanto más aparentemos necesidad de ayuda, más probable es que la obtengamos.

Ana se reunió con ella ante el arcón, empezó a inspeccionar ropa.

– Véronique… Véronique, ¿qué le digo a mi hermana? No quiero preocuparla, y sin embargo…

Véronique estaba sacudiendo los pliegues de un vestido de luto. Lo soltó, se volvió hacia Ana con súbita urgencia.

– Ella no debe saber dónde estás, Ana. Por tu bien y por el suyo. Tiene que poder jurarle a Jorge que ignora tu paradero, ser convincente para ser creída. Lo entiendes, ¿verdad?

– Sí. Sí, yo…

Véronique vio su aprensión y dijo resueltamente:

– No temas, chérie. El duque de Gloucester pronto regresará a Londres y todo se arreglará.

Ana asintió.

– Dios quiera que así sea -susurró.


7

Londres. Octubre de 1471


– ¿Esperas que me crea semejante historia?

– Francamente, Dickon, no me importa lo que creas. Te digo que la muchacha desapareció, no está en el Herber desde el domingo posterior al día de San Mateo.

– No sé en qué juego perverso te has liado, Jorge, pero sé una cosa. Necesitaré mucho más que tu dudosa palabra para creer que Ana huyó del Herber.

– Pues mi dudosa palabra es todo lo que obtendrás. Ahora bien, ya he soportado tu presencia más de la cuenta y… Dickon. ¡Maldición, detente!

Jorge se apresuró a ponerse de pie. No había tenido tiempo para pensar: era sólo una reacción, y mientras cogía el brazo de Ricardo, no sabía qué haría a continuación. No había esperado que Ricardo se dirigiera súbitamente hacia la escalera, y menos esperaba la reacción de Ricardo. Cuando Jorge le aferró el brazo, Ricardo se giró y, en un movimiento rápido y limpio, le pegó en la muñeca con el canto de la mano libre. Jorge lo soltó con un gemido de dolor y de protesta. Había sido tan veloz que no todos en el salón supieron lo que había pasado, sólo vieron que Ricardo se zafaba. Jorge retrocedió con incertidumbre y miró a su hermano.

– Ésta es mi casa. No tienes derecho a ir arriba si yo no lo deseo -murmuró.

– Espero que no intentes detenerme -dijo Ricardo, también con un murmullo, y echó a andar hacia la escalera antes de que Jorge pudiera decidirse.

Jorge abrió la boca, pero no atinó a decir nada. Había hombres en el salón. Estaban visiblemente incómodos. Nadie parecía dispuesto a mirarlo a los ojos porque nadie parecía dispuesto a ponerle la mano encima a su hermano, el hombre más allegado al rey. Jorge sintió un retortijón de resentimiento y celos, y una inexplicable sensación de pérdida.

– ¡Dickon!

Ricardo había llegado a la escalera. No se molestó en girarse ni en mirar por encima del hombro. Si hizo alguna señal, Jorge no la vio. Pero los hombres que lo habían acompañado al salón se desplazaron hacia la escalera. Se movían sin apuro, pero Jorge notó que apoyaban la mano en la empuñadura de la espada. Miró a sus propios hombres, vio que su inquietud ahora era franca alarma. No veía tal renuencia en los hombres de su hermano. Sus rostros tostados le indicaban que habían estado al servicio de Ricardo en la frontera escocesa; sus ojos cautos y vigilantes le decían que estaban muy dispuestos a acatar las órdenes de Ricardo, que tenían estómago para una confrontación, a diferencia de sus hombres.

Jorge experimentó un momento de aguda indecisión y luego sorprendió a todos los presentes con una risotada. ¡Por Dios, qué tonto era! Que Dickon entrara en la habitación de Ana, incluso en el excusado. ¿Qué podía encontrar, a fin de cuentas, salvo la prueba de lo que él acababa de decirle? Él no había mentido; esa condenada muchacha se había ido sin que él interviniera. ¿Qué mejor modo de demostrar su inocencia que ofrecerle colaboración? Sí, que Dickon revisara el Herber a su antojo. Incluso permitiría que Dickon interrogara al mayordomo y al chambelán. Podían afirmar convincentemente que Ana había desaparecido, y al mismo tiempo se atendrían sólo a ese hecho, sin decir nada sobre asuntos de los que Dickon no debía enterarse. Chasqueó los dedos para llamar al mayordomo.

– Anuncia a lady Isabel que mi hermano de Gloucester está aquí. Sin duda él querrá verla.


Una gran cama de plumas dominaba la habitación. No estaba deshecha, como tampoco lo estaba la cama más pequeña que había en un rincón. Había velas sin encender en una mesa, y un gran lavamanos; contenía polvo, no agua. Una fina pátina cubría la superficie de roble de la mesa. Ricardo pasó los dedos, y se le ensuciaron con polvillo.

– Ordené que nadie tocara la habitación, sabiendo que tienes una mente suspicaz, hermanito.

Ricardo se volvió; Jorge aguardaba en la puerta, sonriendo. Ricardo dio un paso hacia su hermano.

– ¿Dónde está ella, Jorge? -preguntó, con una voz tan contenida que resultaba inexpresiva.

– Ojalá lo supiera. En estos diez días Bella y yo nos hemos devanado los sesos pensando en ello, tratando de adivinar adonde pudo haber ido. Pregunté en los hospitales, naturalmente, y fui a ver a su tio en Charing Cross, pero no tenía noticias. Más no puedo decirte, Dickon. Tú la conoces mejor que nadie. Quizá tengas mejor suerte que nosotros para deducirlo…

– ¡Basta, Jorge! Terminemos con esta farsa. Ambos sabemos que Ana no se escapó. Una muchacha de quince años, a solas en Londres… y siendo Ana, la hija de Warwick. Debes pensar que estoy loco para que me crea ese disparate.

– Por improbable que parezca, es la verdad -dijo Jorge secamente-. Mira, Dickon, trato de demostrarte mi buena fe, pero no me facilitas las cosas. Te dejé entrar en su habitación, ¿verdad? Mi mayordomo te aguarda en el salón; tienes mi permiso para interrogarlo sobre el día en que Ana escapó. Incluso mandé llamar a Bella, que ha estado enferma, ha guardado cama en estos diez días. ¿Qué más quieres que haga?

– Quiero que termines con tus juegos, Jorge. No me harás creer que Ana se marchó del Herber por su cuenta. Esto es obra tuya. Te la has llevado de aquí, y la tienes en un lugar que has elegido.

– No es así. Se fue del Herber mientras yo estaba en misa aquel domingo. Desconozco por completo su paradero. Por amor de Dios, Dickon, sé razonable. ¿Por qué querría causarle daño a Ana? ¿La hermana de mi esposa? Para demostrarte hasta qué punto estoy dispuesto a aplacar tus insultantes sospechas, he aquí lo que haré. Puedes enviar hombres a mis fincas del oeste, cerciorarte de que Ana no está retenida en ninguna propiedad mía. A nadie más le haría semejante ofrecimiento, Dickon. Pero si te tranquiliza, si repara esta discrepancia entre nosotros, ordenaré que reciban a tus hombres en mis tierras…

– ¡No te quepa la menor duda!

Jorge se sonrojó.

– ¡No te extralimites, Dickon! Mi paciencia tiene un límite. No sé adonde fue la muchacha, y no quiero hablar más del asunto. Que pienses que yo sería capaz de secuestrar a mi cuñada… no merezco eso de ti.

– Lo que tú mereces… -empezó Ricardo con pasión, pero se contuvo, librando una breve batalla consigo mismo para dominarse-. ¿Qué esperas que piense? Sabes que amo a Ana, que me propongo desposarla, y harías cualquier cosa para impedir ese matrimonio. Esto sería típico de ti, secuestrar a una muchacha indefensa y encerrarla en una desolada finca rural con la esperanza de que mi deseo se enfríe. Sí, es el tipo de plan que atraería a una mente retorcida y perversa como la tuya. Hasta serías capaz de enclaustrarla en un convento. Pero si crees que te saldrás con la tuya…

Jorge estaba morado de rabia, e interrumpió airadamente.

– Me defraudas, Dickon. ¡Qué imaginación limitada! ¿Sólo puedes pensar en la reclusión de los claustros o una finca de los páramos? -Se alejó de la puerta, dijo venenosamente-: Si yo planeara una conveniente desaparición, preferiría una celda bien custodiada, inaccesible al sol y a los ojos de los curiosos. Quizá Bedlam… Mejor aún, los burdeles de Southwark. -Soltó una risotada áspera, histérica-. Piénsalo, hermanito. Una ramera de Cock's Lañe afirmando que es la hija de Warwick el Hacerreyes. Podría insistir hasta el Segundo Advenimiento y no le serviría de nada. Le daría lo mismo afirmar que es la Virgen María.

Vio que su hermano palidecía y sintió una súbita y acalorada satisfacción. Decidió tener en cuenta que Dickon era sumamente vulnerable en lo concerniente a esa mujerzuela. Pero también sintió cierta inquietud. Quizá hubiera ido demasiado lejos. No había necesidad de echar sal en una herida abierta y no quedaría bien, no quedaría nada bien, que le contaran esta historia a Ned.

– No te pongas verde, Dickon -dijo con impaciencia-. No pensarás que hablo en serio.

– Creo que estás loco -respondió Ricardo, con la calma aturdida y antinatural de alguien que acaba de comprender una verdad escalofriante-. Más loco que Enrique de Lancaster. Al menos su locura lo afectaba sólo a él, mientras que la tuya… la tuya inflige heridas que Dios no puede sanar y los hombres no pueden perdonar. -Jorge dio un respingo de ira, y Ricardo añadió con voz tensa-: Te aseguro una cosa, Jorge, y lo juro por todo lo que considero más sagrado en esta vida… Si Ana sufre algún daño, te haré responsable de ello. De cualquier daño que sufra, ¿entiendes?

Fue entonces cuando Isabel pronunció su nombre. Ambos se sobresaltaron; no habían visto que ella estaba detrás de ellos, en la puerta. Mientras ella entraba, Ricardo notó que en esto Jorge no había mentido: Isabel estaba demacrada, tenía el aspecto de una mujer que se había levantado de su lecho de convaleciente.

– Dickon, Jorge no te mintió. Él no sabe dónde está Ana. Ella se escapó, tal como dijo. Hace diez días.

– ¿Lo juras, Bella? -preguntó Ricardo con incertidumbre, y ella asintió.

– No te mentiría, Dickon, y menos tratándose de Ana. No sabemos dónde está, de veras. -Le tembló la voz-. Créeme, Dickon, nunca te mentiría sobre esto; está en juego la seguridad de Ana. De noche me desvelo pensando que está sola en una ciudad como Londres, sin dinero ni amigos… y pienso en todo lo que podría ocurrirle. Dickon, debes encontrarla. Por favor.

– ¿Ahora estás satisfecho? -gruñó Jorge-. Quizá creas a Bella, ya que no me crees a mí.

Ricardo escrutó a su cuñada con una larga mirada.

– Bella, ¿no hay nada que puedas decirme? ¿Nada en absoluto?

Vio que ella entreabría los labios, miraba a Jorge de soslayo. Isabel meneó la cabeza.

Él asintió, se dirigió a la puerta. Allí se giró sobre los talones, miró a su hermano.

– Si Ana sintió la necesidad de huir del Herber, sólo pudo ser porque se consideraba en peligro… y el peligro eras tú, Jorge. Si eso es verdad, ella me avisará, ahora que estoy de vuelta en Londres. Si no recibo noticias, sabré que mentiste, que la retienes contra su voluntad. Así que será mejor que pienses en lo que dije, pues nunca he hablado más en serio. Si has lastimado a Ana… -No concluyó la amenaza, pues el semblante de Jorge le indicaba que no era necesario.

Jorge le clavaba unos ojos llenos de odio. Respiró con un resuello.

– Feliz cumpleaños, Dickon -dijo amargamente.


8

Westminster. Octubre de 1471


Cecilia Neville miró compasivamente a su hijo. Él no había dicho nada, pero le conocía bien y veía el gesto de dolor.

– ¿Aún te molesta esa muela? Ah, Eduardo, entiendo por qué te resistes a hacerla extraer, pero me temo que así sólo postergas lo inevitable.

– Me temo que sí, ma mère. Hace casi una semana que el barbero rellenó el hueco con limaduras de oro y aún no siento el alivio que prometió. Dice que hay gusanos tan pequeños que el ojo no puede verlos y horadan la muela causando el dolor. Cuando el oro les impide respirar, mueren y el dolor cesa. Pero no ha cesado.

– Ni cesará mientras esa muela permanezca en tu boca. -Cecilia sonrió lánguidamente-. Tu padre era muy parecido. Podía afrontar cualquier horror conocido por Dios o por el hombre, pero rehuía las tenazas del barbero.

– No me extraña… La última vez que me extrajeron una muela, juré que nunca más. Debe de haber echado raíces hasta en mis entrañas. -Eduardo hizo una mueca-. Y no quiero terminar mis días como la mayoría de los que llegan a viejos, tan desdentados que deben comer avena y gachas. Mi gente comenta que se puede hacer un diente postizo con hueso de buey, pero Will dice que conoce a un hombre a quien le pusieron uno, se le aflojó y se tragó esa cosa, y casi se muere asfixiado.

Estiró las piernas hacia el hogar, usando como taburete a un mastín adormilado y complaciente.

– Me parece que me duele más desde que nos pusimos a hablar de ello -dijo cavilosamente-. Coméntame tu reunión con Jorge, ma mère. ¿Aún jura que es inocente, aún niega que haya provocado la desaparición de Ana?

Ella asintió.

– A juzgar por sus palabras -dijo con una sonrisa amarga y fatigada-, Ana decidió internarse a solas en el corazón de Londres. Y desde luego, no puede explicar por qué cometería semejante locura. Y lo jura por todos los santos, por Dios Padre y la Santa Cruz, incluso por las almas de tu padre y Edmundo.

Eduardo arqueó la boca.

– Él blasfema con la facilidad con que otros respiran -dijo àcidamente-. Soy un necio al esperar que sea de otro modo. Pero pensé que si alguien podía sonsacarle la verdad, serías tú, ma mère. Conmigo alardea y con Dickon devanea. Lo niega todo y escupe palabras increíblemente venenosas, y cada vez me cuesta más impedir que Dickon lo mate… o yo mismo. Dickon piensa que está loco, y empiezo a creer que tiene razón.

– Casi desearía que así fuera -murmuró Cecilia.

Era muy raro que ella bajara así las defensas, que dejara el dolor al desnudo. Eduardo, que había sido un testigo frustrado del sufrimiento de su hermano en los últimos diez días, veía que también ella pagaba el precio que Jorge había decidido cobrarle a Ricardo. Sabiendo que ella despreciaría la piedad, le ofreció distracción.

– Entiendo que apruebas la intención de Ricardo de desposar a esa muchacha -dijo.

– Desde luego. Creo que ella sería buena para Ricardo; sé que él sería bueno para ella. Sería una pareja más que adecuada. Ambos se aman, y aunque ella no sea la heredera que fue antes, a causa de la codicia de Jorge y de la traición de su padre, dudo que Ricardo se preocupe por esa carencia. Más aún, ella es Neville y Beauchamp, y no hay mejor sangre en Inglaterra.

Eduardo la miró con irritación al oír esas palabras. Conocía muy bien la opinión de su madre sobre el linaje de su esposa, su desprecio por la sangre Woodville que corría por las venas de Isabel. Ni siquiera el transcurso de siete años y el nacimiento de cuatro nietos la habían reconciliado con la mujer que él había escogido como reina. Sabía que a sus ojos Isabel estaba juzgada y condenada y nada cambiaría ni atemperaría ese dictamen glacial e implacable.

– Recuerdo la noche en que llevé a Ricardo y Jorge a los muelles para que abordaran un barco con destino a Borgoña… Regresé al castillo de Baynard y encontré a Ana escondida en la habitación de los niños. Como una avecilla perdida… Temo por ella, Eduardo, temo mucho por ella.

– También yo, ma mère -dijo él adustamente. Se puso de pie, se dirigió a la ventana, miró los jardines. Flores de otoño irradiaban brillantes destellos de color bajo un vivido cielo de octubre. Por distracción, se tocó la muela dolorida con la lengua; la súbita punzada le agrió aún más el humor. ¡Cielos, qué berenjenal! Un maldito pantano, y todos estaban atrapados hasta las rodillas y se hundían rápidamente.

– Habría encerrado a Jorge en la Torre hace una semana si pensara que así entregaría a Ana. Sí, sé lo que opinas sobre eso, ma mère. Y concedo que no hay pruebas de que él haya secuestrado a la muchacha. Pero quizá me vea obligado a hacerlo, y quiero que lo tengas presente.

– Espero que no lleguemos a eso. ¿Qué harás ahora?

– Veré a Dickon por la mañana. Entonces sabré si ha tenido alguna suerte en su búsqueda desde la última vez que hablamos. Me temo que lo único que ha logrado es desvelarse.

– ¿Jorge no se opuso a que los hombres de Ricardo entraran en sus tierras?

– No, pero no esperábamos encontrarla en las propiedades de Jorge. Ni siquiera él es tan tonto como para tenerla cautiva en sus propias tierras. No es necesario correr semejante riesgo, cuando nunca faltan hombres dispuestos a vender sus servicios o su alma si el precio es elevado. -Se apartó de la ventana-. Esta tarde ordené que llevaran a los sirvientes de Jorge a la Torre. Dickon los interrogó antes, desde luego, y dice que todos están ciegos, sordos y mudos. Pero nada me cuesta interrogarlos de nuevo. Y esta vez seré yo quien haga las preguntas.

Cecilia asintió con aprobación.

– ¿Crees que saben algo?

– Ni idea, pero a estas alturas estoy dispuesto a intentar cualquier cosa. Después, pienso ordenar que Jorge vuelva a verme. No me atrevo a permitir que Dickon lo encare a solas, y menos después de estos diez días que ha pasado… Primero no quería dejar el castillo de Baynard ni por una hora, temiendo que ella enviara un mensaje allí, y ahora sigue cada rumor que oye sobre su paradero, empeñándose en visitar hospitales, santuarios, cárceles, viejos servidores de Warwick, conventos. El martes llegó al punto de ir a Bedlam. Le he dicho que se atormenta en vano, que las probabilidades de que Ana esté sola en Londres son casi inexistentes. Pero supongo que él se cree obligado a hacer algo, por vano que sea… -Sacudió la cabeza, mirando a su madre con ojos sombríos y una sonrisa torva y fluctuante-. Te aseguro, ma mère, que no tengo grandes esperanzas en cuanto al desenlace de todo esto… Quizá el mayor logro de mi reinado consista en que impedí que uno de mis hermanos matara al otro, y ni siquiera sé si podré lograrlo. -Dejó de sonreír-. Sólo sé que cada vez tengo menos ganas de intentarlo.


– Eso es todo lo que me dijeron, Dickon. Ana desapareció del Herber ese domingo, mientras Jorge estaba en misa, y la muchacha francesa desapareció con ella.

– ¿Me estás diciendo, Ned, que ahora crees que Ana se escapó?

– Bien, confieso que ya no me parece tan improbable como antes. Estoy seguro de que los sirvientes de Jorge dijeron la verdad, o al menos lo que saben. Quizá él haya sido más astuto de lo que esperaríamos, y dispuso que se la llevaran cuando estaba visiblemente ausente del Herber. Pero hay otra cosa… Me han dicho que los hombres de Jorge están preguntando por Ana en toda Londres, desde hace tres semanas. Quizá sólo esté haciendo un juego de doble engaño. Él no la buscaría si la tuviera cautiva… o ésa sería nuestra conclusión natural. Pero para ser franco, Dickon, no creo que sea tan inteligente.

Ricardo se levantó abruptamente, se acercó a la ventana. El mundo parecía un lugar totalmente distinto, como si al amparo de la noche lo hubieran despojado de los últimos y blandos toques del oro de octubre; el cielo era plomizo, y una lluvia helada y penetrante caía desde la media mañana. En los desolados jardines, las flores se aplastaban contra la tierra húmeda; los pocos colores que había eran gárrulos, antinaturales.

– Dickon, mandé llamar a Jorge. Puedes quedarte mientras hablo con él, si lo deseas. Pero preferiría que no te quedaras, dados tus sentimientos actuales. Jorge es tan provocador como un demonio, pero de nada sirve que te dejes irritar… y le da demasiada satisfacción.

Ricardo no tuvo oportunidad de responder. Un guardia yorkista entraba deprisa en la sala, y Jorge le pisaba los talones, sin aguardar a que lo anunciaran.

– ¡Ordenaste que llevaran a la Torre a mi chambelán, mi mayordomo e incluso mis escuderos! ¡No tenías derecho, Ned! ¡Ningún derecho!

– ¿No? -dijo fríamente Eduardo-. Recuerda, hermano Jorge, lo que te dije en Coventry. No te agradará si debo darte lecciones sobre lo que puedo hacer.

Por un segundo, el odio ardió sin tapujos en los ojos de Jorge. Luego la cautela los enturbió.

– Conque llevaste a mi gente a la Torre -dijo en tímido desafío-. ¿Y qué? Sólo podían decirte lo que ya sabes, que Ana se escapó. Y si dicen lo contrario, mienten. O bien están tan asustados que jurarían que el negro es blanco con tal de complacerte. ¿Y qué demostraría eso? A la mayoría de los hombres les basta con entrever el potro para que se tropiecen con la lengua en su prisa por decir lo que creen que quieres oír.

– No necesité medios tan drásticos para obtener la verdad, Jorge -dijo Eduardo, impasible-. En realidad, estaban más que dispuestos a decirme todo lo que sabían. Sospecho que, siendo hombres sensatos, veían que mi paciencia estaba agotada, y cuán poco se requería para disgustarme. La mayoría de los hombres evitarían disgustarme, Jorge.

Por mucho que Jorge se repitiera que no temía a su hermano, empezaba a sudar y se le secaba la boca cuando afrontaba la furia de Eduardo. Tragó saliva, miró a Ricardo con inquina. Esto era obra de Dickon, después de todo. Él había convencido a Ned de humillarlo mediante el arresto de sus sirvientes, y quién sabía qué les habían sonsacado. Sabía que no podía confiar en ninguno de ellos. A veces pensaba que en toda la cristiandad no había nadie en quien pudiera confiar. Ni siquiera en Bella.

– Creo que es hora de que ambos me ofrezcáis vuestras disculpas. En los últimos once días sólo habéis hecho acusaciones difamatorias. Pero ahora sabéis que yo decía la verdad. No tuve nada que ver con la desaparición de Ana, y mis sirvientes tuvieron que decirte eso. Oh, sin duda ansiaban enturbiar las aguas, parlotear sobre esa escena en el gabinete, y reflotar chismes sobre todas las riñas que ocurrieron bajo mi techo. Pero aun así tuvieron que confirmar lo que yo decía…

– ¿Qué escena en el gabinete? -interrumpió Ricardo.

Jorge parpadeó y los miró a ambos, comprendiendo demasiado tarde. Ned lo sabía. Ned lo sabía, pero no se lo había dicho a Dickon. Él mismo había cometido la tontería de decírselo.

– ¿Qué escena en el gabinete, Jorge?

– Nada. Nada en absoluto. Vine aquí a hablar con Ned, Dickon, no contigo. Más aún, me sorprende encontrarte aquí, cuando Crosby te está buscando por todo Westminster.

Obtuvo la reacción que esperaba. Ricardo se puso rígido.

– ¿Crosby? -preguntó Ricardo crispadamente-. ¿John Crosby… el sheriff?

Jorge fingió interesarse en los rutilantes anillos que le adornaban los dedos.

– Sí. Te está buscando por doquier. Cree que quizá haya encontrado a Ana -dijo, y sonrió mientras Ricardo se giraba para coger la capa y se dirigía a la puerta-. Yo no me apresuraría tanto, Dickon. Él quiere que mires un cuerpo. Esta mañana encontraron a una muchacha flotando en el Támesis. Una criaturilla de quince o dieciséis años, con cabello castaño y brillante. Crosby dice que la estrangularon y la arrojaron al río. Cree que deberías echarle un vistazo… hermanito.

Jorge se echó a reír, pues su hermano palideció de miedo. Eduardo alcanzó a Ricardo en la puerta y murmuraron unas palabras que Jorge no logró entender.

¿Qué más daba? ¿Qué importaba lo que Ned le dijera a Dickon? Esto se acercaba bastante a ajustar las cuentas con Dickon, casi compensaba lo imperdonable, esa acusación de locura que le había hecho el día del cumpleaños, el día en que había ido al Herber. Casi. Pero no del todo.

Dickon lo pasaría bastante mal, de todos modos, antes de encontrar a Crosby. En cuanto Crosby le describió la muchacha, él comprendió que no podía ser Ana; se trataba de una muchacha alta y robusta, y Ana era bastante baja. Quizá Dickon no interrogara a Crosby con tanta precisión, conmocionado como estaba, y no estaría seguro hasta que posara los ojos en el cuerpo de la muchacha.

– Si esa chica es Ana Neville, te haré responsable de su asesinato.

Jorge quedó tan sorprendido que miró boquiabierto a su hermano. Estaba tan concentrado en la reacción de Ricardo que ni siquiera había pensado en la de Eduardo. Ahora veía que había sido un error, un gran error. Se dispuso a asegurarle a Eduardo que la muchacha no era Ana, se contuvo a tiempo.

– ¡Dios santo, Ned! ¡Esa muchacha fue violada y estrangulada! No pensarás que mis hombres harían eso.

– No, creo que ni siquiera tú llegarías tan lejos, Jorge. Pero no dije que te acusaría si eras culpable; dije que te acusaría si la muchacha es Ana.

Jorge quedó estupefacto.

– ¡No puedes hablar en serio! ¿Me culparías por cualquier daño que sufriera Ana, aunque no sea obra mía?

– Exacto, Jorge. Si la muchacha muere, no me importará cómo sucedió. Te haré responsable. Aunque coja un resfriado que termine por ser fatal, también lo consideraré asesinato.

– ¡Ned, no! No puedes culparme si le ocurrió algo malo después de que se fugó. Sería un despropósito. Yo tendría derecho a ser acusado, a ser juzgado por mis pares…

– Ah, tendrías un juicio, Jorge. Y sospecho que hasta obtendría una confesión.

Por un instante, Jorge no pudo creer que hubiera oído bien, no pudo creer que Eduardo hubiera dicho eso. Ante sus ojos se elevó el oscuro espectro de la Torre. Se había pasado la noche atormentado por lo peor que podía concebir una imaginación perturbada. Había visto a sus sirvientes encerrados en celdas donde la luz no brillaba nunca, donde las paredes siempre estaban húmedas, impregnadas con los hedores que llegaban del río, con tufo a cuerpos sucios, vómito y miedo. Había visto a sus hombres temblando en la oscuridad, aguardando la llamada a la cámara subterránea de la Torre Blanca, que contenía todos los horrores del infierno.

Ahora era él quien estaba en la cámara de tortura, el que era amarrado al potro, el que era aplastado con pesas y punzado con hierros candentes. Miró a Eduardo con la azorada incredulidad de alguien que se encuentra en una pesadilla que de pronto se hace realidad. Ni siquiera en sus momentos de mayor pánico, mientras permanecía despierto hasta el alba y se convencía de que no podía permitir que Ana le contara su historia a Dickon, Jorge había imaginado una amenaza como ésta. Hasta ahora, había dado por sentado que su sangre lo eximiría de los horrores que podían acechar a otros hombres.

– Ned, no puedes… ¡Por Dios, soy tu hermano!

– Conque eres mi hermano, ¿eh? Eso es muy cómico, viniendo de ti, Jorge.

Eduardo estiró la mano, anudó los dedos en la gruesa cadena de oro que Jorge llevaba alrededor del cuello; sus rostros estaban muy cerca.

– ¿Crees que es una relación destinada a tu beneficio, que la puedes invocar cuando te conviene e ignorarla cuando no? ¿Qué has hecho para que te considere un hermano? ¿De veras creías que porque nacimos del mismo vientre estarías siempre a salvo del castigo, que nunca deberías rendir cuentas por tus crímenes, tus pecados, tus traiciones?

Eduardo retorció la cadena con brusquedad. Jorge se amilanó y tensó los músculos de la mandíbula, pero no presentó resistencia. Eduardo tiró de golpe; el broche cedió y el colgante le cayó en la mano. Tenía cincelada la Rosa Blanca de York. Eduardo la miró y se enderezó, y dijo en un tono mesurado que para Jorge resultó más temible que una furia desatada:

– Quiero a la muchacha, Jorge.

– Ned, lo juro… ¡Juro por la sangre de Cristo que no la tengo! ¡Lo juro por Dios!

– Entonces será mejor que la encuentres, ¿verdad? Sé que tus hombres la están buscando. He pensado que quizá no la estés buscando en bien de Dickon. ¡Ah, claro que se me ocurrió! Pero será mejor que olvides cualquier plan desesperado de hallarla primero y cerrarle la boca con agua de mar o con tierra. Sólo una cosa se interpone entre tu persona y el tajo del patio de la Torre, el delgado hilo de la vida de Ana Neville. Reza para que no se corte, Jorge.

Eduardo volvió a mirar el colgante que sostenía en la mano, la Rosa Blanca yorkista, y lo arrojó a los pies de Jorge.

– Ahora llévate esa bagatela cuyo emblema no tienes derecho a reclamar, y lárgate de aquí. Me da asco mirarte. Ve a tu casa, enciende velas y ruega a Dios que no fuera Ana esa muchacha que tan gozosamente le mencionaste a Dickon. Si no lo es, tienes otro día de vida. Pero no muchos, Jorge. A menos que encuentren a Ana viva e ilesa. Te lo prometo.


9

Londres. Octubre de 1471


Ese verano Hugh y Alice Brownell habían celebrado veinticinco años de matrimonio. Habían tenido más suerte que la mayoría; de sus diez hijos, seis habían sobrevivido al peligroso viaje por la infancia y ahora había cuatro fornidos varones y dos niñas saludables en el hogar, ayudando en el manejo de la posada y prometiendo una vejez tranquila para los padres.

Estaban bastante apretujados ese domingo por la mañana en la estancia de Hugh y Alice Brownell, mientras escuchaban una historia que de pronto ya no era tan fácil de narrar como Véronique había creído. Tartamudeó ante ese círculo de rostros confiados y sintió remordimiento al ver que sus titubeos sólo servían para que la historia les resultara más creíble.

– Así que no podíamos quedarnos allí, una vez que supe lo que él… lo que él quería de mí. No sabía qué otra cosa hacer. No tenía adonde ir. Sois los únicos amigos que tengo en Londres, en toda Inglaterra. Sé que os pido demasiado, pero… Por favor, ¿nos ayudaréis?

Todos los ojos se volvieron hacia Hugh Brownell, pues él tomaría la decisión. Era un hombre canoso y curtido que aparentaba mucho más que sus cuarenta y pico años, tan esmirriado que parecía incongruente que hubiera engendrado cuatro varones tan vigorosos y corpulentos. Se levantó con la lentitud que por fuerza había cultivado para equilibrar su rígida pierna derecha, secuela de una caída que había sufrido en la juventud.

– Tu historia no me sorprende. No esperaría nada bueno de Clarence, como no lo esperaría de Judas. Pero no te preocupes. Tú y tu hermana sois bienvenidas aquí, por el tiempo que deseéis.

Era lo que todos esperaban, y Véronique y Ana se encontraron rodeadas de calidez. Véronique sintió que le ardían lágrimas en los ojos al mirar a esas gentes tan dispuestas a ofrecer techo, refugio, amistad.

Stephen, de veintitrés años, era el hijo mayor de los Brownell; Véronique recibió un tímido abrazo y una sonrisa de Celia, su rubia esposa, que era muy joven y estaba muy embarazada. Matthew, de dieciséis años, miraba a Ana con un interés poco atenuado por la noticia de que ella entendía poco inglés y apenas lo hablaba. Catherine, de diecisiete, palpaba la falda del vestido de Véronique, diciendo que era demasiado fino para usarlo todos los días pero estaba segura de que ella y su madre encontrarían una prenda más rústica en su arcón de telas.

Verónique se lo agradeció con un murmullo, mientras Ana se derretía bajo la solicitud maternal de Alice Brownell, y respondía las preguntas con un suave oui o non. Sonrió y se sintió muy culpable, por las mentiras que ellos habían aceptado sin cuestionamientos y por los tremendos problemas que podían causarles.


Era temprano, poco después de las ocho. Hacía varias horas, sin embargo, que había ajetreo en las calles, pues la vida de Londres se reanudaba con la llegada de la luz. El cesto de Véronique empezaba a rasparle la muñeca y se detuvo para pasarlo al otro bazo. Estaba complacida con su ahorro y sabía que también complacería a Alice Brownell, pues había conseguido seis onzas de mantequilla por medio penique y un queso grande por un chelín. En general las mujeres Brownell batían la mantequilla, pero el domingo venidero era el festivo de San Eduardo el Confesor y Alice estaba acumulando provisiones porque esperaba más viajeros que de costumbre.

Al principio habían discutido si Véronique debía hacer compras como Catherine. Los Brownell tenían muy presente que Véronique no era de su clase; era hija de un caballero, había tenido el privilegio de servir a su malhadada reina. No les agradaba que Véronique recogiera huevos, acarreara agua o ayudara a Alice y Celia en la fabricación de cerveza. Pero distaban de ser opulentos. La posada les dejaba magras ganancias; era vieja y destartalada, y los chicos Brownell le confiaron a Véronique la sospecha de que también los había perjudicado su conocida lealtad a la Casa de Lancaster. Sintieron evidente alivio cuando Véronique insistió en que quería aportar su trabajo.

Su hermana Marthe también estaba dispuesta, les aseguró, pero debía solicitarles que no le encargaran quehaceres que la llevaran fuera de los límites de la posada, dado su desconocimiento del inglés. Los Brownell miraron el delicado perfil de Ana, confundiendo su asombro ante la extrañeza de ese entorno con timidez extrema, y convinieron en que Marthe debía permanecer dentro de la posada, bajo la mirada protectora de Alice.

Ana había resultado ser más hábil para el engaño de lo que Véronique esperaba. Siempre respondía cuando la interpelaban como Marthe, y se había adaptado al extraño hábito de los Brownell de hablarle como si ella dominara el inglés, aunque sintiéndose en libertad de hacer comentarios como si ella no entendiera una palabra. Eso, le había dicho con risas a una desconcertada Véronique, era un derivado de la arraigada convicción de los ingleses de que uno podía lograr que cualquier extranjero le entendiera si uno le hablaba en voz lo bastante alta.

Pero era innegable que la vida en una posada de Aldgate distaba mucho del mundo que habían conocido en el Herber. Ana estaba acostumbrada a comer en platos de plata; ahora debía conformarse con un cuenco y una cuchara de madera. Ahora llevaba frisa, una lana tosca, cuando antes sólo llevaba terciopelo y satén. Desde la infancia, se había acostado en mullidas camas de plumas; ahora se tendía en un jergón relleno de paja en el cuartucho que ella y Véronique compartían bajo los aleros del techo.

No había hogar, desde luego, y la única calefacción del cuarto consistía en un pequeño brasero lleno de carbón. Los baños frecuentes eran un placer que Ana había dado por hecho toda la vida; en La Rosa y la Corona, un baño era un asunto engorroso, que requería arrastrar una enorme y aparatosa bañera hasta el fuego de leña de la cocina, calentar ollas de agua de antemano y, lo más difícil, contar con el raro lujo de la intimidad.

En la posada no había sillas, sólo taburetes, arcones y un par de bancos, una gran mesa de caballetes para las comidas familiares y varias mesas más pequeñas para cocinar y coser. Las habitaciones tenían camas, baúles, lavamanos y poco más. En las paredes no había paños de Arrás, ni espejos, ni vidrio en las ventanas, que permanecían abiertas a la intemperie cuando no cerraban los postigos, o bien se tapaban con lino encerado, que impedía el paso del viento pero también de la luz. No había excusado, sólo bacías y un retrete al aire libre.

Las comidas también eran una novedad para ambas. Ana estaba acostumbrada a comer pan amasado con harina blanca. Véronique había adquirido un gusto similar en el Herber, pero en Aubépine desayunaba con un tosco pan hecho con harina de cereal sin descascarillar. Ahora ambas comían pan de cebada y hogazas de bellota. Véronique estaba segura de que Ana no conocía los nabos asados antes de buscar refugio en casa de los Brownell; ninguna de las dos había probado el repollo hervido.

Ana no se quejaba de estos platos inusitados; comía sin hacer comentarios el arenque salado y la avena que servían para el desayuno. Y en esos días soleados de finales de septiembre y principios de octubre, incluso aprendió a preparar esos desayunos.

Ana no ignoraba las artes culinarias. Ese conocimiento se esperaba en todas las muchachas. Ana, como Véronique en Francia y Catherine Brownell en Aldgate, había aprendido a sazonar las carnes con hierbas y a hervir manzanas con almendras, azafrán y sal, a guisar frumenty y a hornear natillas y tarta de queso. Pero allí terminaban las similitudes entre las tres.

La educación de Catherine se había restringido al aprendizaje de los quehaceres domésticos. No sabía leer ni escribir, ni lo sentía como una carencia. En el mundo de Catherine, bastaba con cocinar y coser, con tener un conocimiento elemental de las hierbas medicinales, con cuidar de los hijos y conformar al esposo.

La educación de Véronique había sido más amplia que la de Catherine, aunque se parecía mucho a un edredón de retazos, con una mezcla de conocimientos fragmentarios procedentes de las fuentes más variadas. Su hermano no podía darse el lujo de alojarla con las monjas que en general se encargaban de la educación de las niñas de su rango. Aun así, había contratado a un preceptor para sus hijos varones, y él le había enseñado el alfabeto. Instigada por el tedio de Aubépine, se había disciplinado para aprender a leer de corrido y también sabía escribir, aunque con menos facilidad. Su cuñada le había enseñado tejido y cocina y las artes curativas; en la corte de Margarita, en Koeur, había obtenido ciertos conocimientos musicales. No sabía latín, salvo el Padrenuestro, el Ave María y el Credo, pero Ralph Delves le había enseñado inglés y este verano, bajo la supervisión de Ana, había iniciado la lucha de trasladarlo del oído a la página.

Para Ana había sido muy diferente. Hablaba con fluidez el francés, tenía cierta comprensión del latín. Sabía montar a caballo, le habían enseñado cetrería, danzas, ajedrez. Tocaba bastante bien el laúd y podía tañer una melodía aceptable con la lira. Pero estos logros eran sólo una parte de lo que le habían enseñado.

La habían criado con la expectativa de que alguna vez tendría que administrar una casa grande con varios cientos de personas. Tenía que saber equilibrar un presupuesto, mantener las cuentas ordenadas de un año al otro. Tenía que saber cuánto dinero apartar para limosnas y cuánto pagar en sueldos. Tendría que ser capaz de supervisar todas las tareas para mantener en funcionamiento un castillo como Middleham o Warwick, procurar que se horneara gran cantidad de pan, y que se hiciera suficiente cerveza, que la vaquería produjera mantequilla y queso y la despensa produjera velas, que se salara la carne para el invierno y se cuidaran los huertos de hierbas medicinales.

Pero una cosa era entender la realización de una tarea para supervisarla y otra hacerla con sus propias manos. Ana no estaba preparada para lo que se esperaba de ella ahora que había cambiado el Herber por Aldgate.

Sabía que la salsa gauncele se hacía con harina, leche, azafrán y ajo; nunca se había plantado ante el fuego para revolver esa mixtura en una gruesa sartén de bronce Sabia que había que empapar las sábanas en una cuba de madera con una solución de ceniza de madera y sosa cáustica; nunca se había arrodillado ante la cuba para fregar las manchas. Nunca había hecho camas ni lavado platos ni barrido suelos, tareas que las mujeres Brownell hacían a diario, con cierta ayuda de Mary y Dorothy, las criadas de la cocina.

Ana hacía todo esto sin quejarse. Pero no estaba acostumbrada a dormir en una habitación sin calefacción, a bajar de noche a tientas e internarse en el suelo húmedo del jardín para usar el retrete, a ser despertada por la lluvia que goteaba de los aleros, y como una flor de jardín trasplantada a un entorno silvestre, pronto enfermó. Hacía una semana que tenía una tos espasmódica y Véronique empezaba a preocuparse.

También se preocupaba Alice, y le había pedido a Véronique que pasara por una herboristería para comprar marrubio; mezclado con miel, se consideraba un medicamento efectivo contra la tos. Tras hacer la compra, Véronique continuó al oeste por Cornhill Street, compró seis velas de cera en una tienda. No temía aventurarse por su cuenta, estaba segura de que sólo una pésima suerte podía hacer que llamara la atención de Clarence. En general, consideraba que lo mismo pasaba con Ana. Mientras Ana permaneciera dentro de La Rosa y la Corona, estaba a salvo; Véronique no podía concebir que nadie pensara en buscar a la hija del conde de Warwick en una posada de Aldgate. No, allí estaban bien camufladas, y sólo debían esperar a que el duque de Gloucester regresara a Londres.

¿Pero cómo se enterarían de su llegada?

Era una cruel broma de Dios, pensó Véronique, que la simpatía de los Brownell por Lancaster, que había sido su puente de salvación, ahora las aislara tanto como si hubieran cavado un foso alrededor de la posada. Ninguno de la familia, ni siquiera los jóvenes, eran dados a chismorrear sobre lo que ocurría en la corte yorkista. No sabían lo que sucedía en la corte de Eduardo de York, ni les importaba. Y el resultado era que Ana y Véronique sabían tan poco sobre lo que sucedía en Westminster como sobre lo que sucedía en el norte de Inglaterra, donde quizá aún estuviera Ricardo.

Véronique se ofrecía cada vez que había que hacer compras y recados. Así esperaba oír alguna noticia sobre el paradero de Ricardo; sabía que la mayoría de la gente no era tan indiferente como los Brownell a las idas y venidas de los yorkistas, y le gustaba chismorrear sobre el hermano menor del rey. Incluso había hablado con Ana sobre la posibilidad de atravesar la ciudad para llegar al castillo de Baynard, pero Ana se había opuesto terminantemente a que corriera semejante riesgo. Ambas estaban convencidas de que Jorge sometería el castillo de Baynard a una atenta vigilancia, esperando que una de ellas intentara ponerse en contacto con Ricardo. Mientras no tuvieran la certeza de que Ricardo estaba en Londres y podía brindarles su protección, sólo podían esperar.

Tres días después, sin embargo, Véronique se encontraba en Thames Street, mirando las grises murallas del castillo de Baynard. Tiritaba, no sólo de frío sino de miedo, sospechando que cada hombre que pasaba era un espía del duque de Clarence. No tendría que haber ido; Ana tenía razón. Pero Ana estaba enferma, presa de un sueño febril, empapada de sudor y sufriendo una tos espasmódica tan violenta que empezaba a escupir flema salpicada de sangre.

Al cabo de dos días y noches junto al lecho de Ana, también Véronique estaba enferma, aturdida de fatiga y temor. El temor tuvo más fuerza, y la impulsó por calles resbaladizas que la llevaron al castillo de Baynard. Una vez allí, sin embargo, le faltó coraje. Era un edificio imponente, una auténtica fortaleza de piedra, más que un palacete como el Herber. Sin saber qué hacer, aguardó unos instantes con la esperanza de que Ricardo apareciera mágicamente. No apareció. En cambio, llamó la atención de varios hombres vestidos con el azul y morado de York; tomándola por una buscona, empezaron a gritar ofertas desde las murallas. Ruborizándose, ella se alejó deprisa, regresó por Addle Street para recobrar la compostura y armarse de coraje para aproximarse a los guardias.

Frente al castillo, varios arrieros imprecaban y forcejeaban para liberar un carro atascado en el fangoso pantano en que se habían transformado las calles tras tres días de lluvia intensa. Habían atraído a una pequeña multitud de espectadores, y uno de ellos se separó de los curiosos y empezó seguir a Véronique por Addle Street.

Las sospechas de la muchacha se transformaron en alarma. Apuró el paso, miró por encima del hombro, sintió pánico al notar que el hombre también se apresuraba. Ni por un instante pensó que podría haber cometido el mismo error que los guardias, tomándola por una buscona. Para Véronique, ese hombre que la seguía por Addle Street sólo podía ser un matón de Clarence, y empezó a temblar de miedo.

Tenía que perderlo, no podía conducirlo a la posada, a Ana. Había llegado a Cárter Lañe; él aún la seguía, y había acortado la distancia. Una gran multitud se apiñaba en el patio de San Pablo, reunida para la misa mayor de San Eduardo, y ella se mezcló con la gente. Sin prestar atención a las maldiciones y los codazos, se encaminó hacia el patio.

Sin atreverse a mirar atrás, se abrió paso a empellones, traspuso la puerta lateral que conducía a la nave de la catedral. De inmediato tropezó con el desastre, pues se topó con una de las mesas instaladas en el extremo oeste de la nave, donde los amanuenses escribían cartas y documentos legales para quien deseara contratar sus servicios. Véronique chocó con la mesa de caballetes, que se tambaleó y arrojó el contenido al suelo. El amanuense miró consternado la ruina de su trabajo, el charco de tinta que empapaba su provisión de papel. Con un grito airado, trató de aferrar a Véronique.

– ¡Mira lo que has hecho con mi puesto, atolondrada! ¡Me pagarás por el daño, o por Dios que llamaré a un alguacil!

Véronique logró incorporarse. Eludió el brazo estirado por pura suerte, miró en torno buscando una vía de escape. Desde el otro lado de la nave, varios jóvenes remolones se divertían mirando la conmoción.

– ¡La puerta norte, tesoro! -le gritaron-. ¡Coge la puerta de Si Quis!

Esas palabras no significaban nada para ella, pero ellos señalaban y gesticulaban; vio una portezuela al otro lado de la nave y corrió hacia ella. A sus espaldas, oyó risas, un estampido, una maldición y más risas. Mirando atrás, vio que uno de los chicos había arrojado un taburete en el camino del amanuense. Con un sollozo, ella huyó de la iglesia, salió a Paul's Alley.

Sin saber si había burlado al perseguidor, se recogió las faldas y se abrió paso en medio de la muchedumbre que merodeaba en el lado norte del patio. Sólo se detuvo para recobrar el aliento con sus agitados pulmones cuando llegó a la calle. Se había abierto un tajo en la rodilla con el canto de la mesa del amanuense, se había rasgado las medias, se había roto una liga, y ahora notaba que su falda había barrido la tinta derramada y estaba llena de manchas oscuras.

Se apoyó en la puerta de una tienda de comida, sin escuchar al joven que la urgía a comprar «un sabroso pastel caliente, una tarta de lucio ahumado, chuletas». Los olores grasientos del interior le pegaron en el estómago anudado como un puño; combatió una oleada de náuseas y se alejó de la tienda. El hombre no estaba a la vista. Echó a andar tan rápidamente como podía sin llamar la atención, y susurró Jésus et Marie una y otra vez, hasta que las palabras perdieron todo sentido.


La fiebre de Ana bajó esa noche. Al día siguiente pudo tomar caldo de cebada y pronto estaba apoyada en costales de paja que usaba como almohadas mientras Alice le daba cucharadas de vino con miel. El fin de esa semana pudo levantarse, el mismo día en que Véronique tuvo un topetazo en la escalera con un ebrio cliente de la posada. Stephen Brownell lo había manejado con su habitual y serena competencia, evitando un estallido de violencia mientras persuadía al sujeto de marcharse de inmediato. La indignación de Véronique había tardado horas en enfriarse, dejándole un regusto agrio en la boca. Tenían que largarse de allí. ¡Virgen bendita, tenían que irse!

El día siguiente era sábado, y para ellas un cruel recordatorio, pues se cumplían cuatro semanas desde que se habían ido del Herber. Véronique pasó varias horas en el mercado de Leadenhall, haciendo compras para Alice Brownell y escuchando las conversaciones, con la esperanza de que alguien dijera que Ricardo había regresado del norte. Cuando desistió y emprendió el regreso a Aldgate, había pasado la mañana y un viento húmedo soplaba del río.

El cielo estaba plomizo, a tono con su estado de ánimo. Apuró el paso, pero en vano; la lluvia ya salpicaba los adoquines, gotas finas que le pinchaban la piel, bajaban por el cuello del vestido. Se puso la capucha de la capa, buscó refugio.

Las gruesas puertas de roble de San Andrés Undershaft estaban entornadas. El interior estaba sombrío y silencioso. Véronique entró con vacilación, avanzando por instinto, y soltó un grito ahogado cuando una voz habló desde la oscuridad.

– La misa mayor ha concluido, niña, pero diré una misa menor en la hora nona.

– ¡Ay, padre, me asustasteis! Creí que estaba sola…

Aunque la había llamado «niña», era la voz de un hombre joven, y cuando él emergió de la oscuridad, Véronique no sólo vio juventud en su rostro, sino curiosidad, y supo que estaba intrigado por la incongruencia de su ropa de sirvienta, tan reñida con una voz bien modulada que indicaba educación.

Tenía ojos enérgicos y profundos de pestañas largas, negros, brillantes y penetrantes; demasiado escrutadores, demasiado sabios, pensó ella; ojos acostumbrados a descubrir pecados secretos, a desnudar las almas para que Dios las juzgara.

– ¿Estás en apuros, muchacha?

Ella abrió la boca para negarlo, pero jadeó un involuntario «Sí».

– ¿Puedo ayudarte?

– No, padre. -Ella sacudió la cabeza desdichadamente, y se sorprendió a sí misma al añadir-: A menos que podáis informarme lo que más necesito saber, si el duque de Gloucester ha regresado a Londres.

Si él estaba sorprendido, su semblante no lo revelaba.

– Sí puedo informarte. El lunes se cumplen quince días desde su regreso.

Véronique lo miró con boquiabierta incredulidad.

– ¿Estáis seguro?

– Totalmente. El lunes es Santa Úrsula.

– ¿Qué?

Él se rió.

– Más vale que me explique. Cada año, ese día, la duquesa de York compra misas en memoria de su hija Úrsula; creo que la niña murió cuando era bebé. La duquesa envía un criado para que se digan misas en ciertas iglesias de la ciudad, y cuando el hombre pasó para verme, mencionó que el joven duque había regresado del norte.

Véronique se puso a temblar y él le apoyó la mano en el brazo para calmarla.

– ¿Por qué te importa tanto, niña? ¿Qué representa el duque de Gloucester para ti?

– La salvación -dijo ella, y soltó una risa trémula, al tiempo que decidía confiar en el sacerdote. Era arriesgado, sí, pero, ¿qué otra posibilidad tenía? No podía regresar a solas al castillo de Baynard, después del horror que había afrontado la última vez. Tampoco quería que Ana corriera semejante riesgo. Pero un sacerdote… Un sacerdote tendría acceso al castillo de Baynard, y con un sacerdote estaría a salvo.

– Padre, escuchadme, por favor. Os pediré algo que os parecerá muy extraño. Preguntasteis si podíais ayudarme… Sí, podéis. Podéis acompañarme hasta el castillo de Baynard, llevarme ante Ricardo de Gloucester. Por favor, padre. Él me recibirá, lo juro por Dios, y os bendecirá toda la vida por ello.

Él no era tan impasible como ella había pensado al principio; era capaz de sorprenderse. Entornó los ojos negros, los fijó en ella con enervante intensidad. Cuando Véronique había llegado a la conclusión de que su petición había caído en oídos sordos, él asintió lentamente.

– Muy bien -dijo, con el tono de un hombre que toma una decisión desatinada-. Te llevaré, aunque no me explico por qué… -Y añadió apresuradamente-: Pero sólo cuando haya amainado la lluvia.

Véronique se echó a reír de nuevo; le parecía gracioso que el reencuentro entre Ricardo y Ana dependiera de los caprichos del tiempo.

– No lo lamentaréis, padre -prometió-. Nunca lo lamentaréis.

El joven sacerdote se sentía incómodo, y echaba miradas de soslayo a Véronique como preguntándose en qué se había liado, y titubeó cuando le preguntaron el nombre. El nerviosismo de Véronique no había sobrevivido al ascenso por la escalinata de la fortaleza; ya no temía a Jorge y se adelantó.

– El padre Thomas -dijo con claridad- ha tenido la bondad de escoltarme hasta aquí. Soy yo, no él, quien desea hablar con el duque de Gloucester. Se trata de su prima, lady Ana Neville. Mi nombre es Véronique de Crécy y…

No fue necesario decir más. Un hombre ya estaba en camino al gabinete, subiendo la escalera de dos en dos peldaños; otros se apiñaban alrededor de ella, hablando todos al mismo tiempo. Véronique le sonrió al atónito sacerdote.

– ¿Veis que os decía la verdad, padre?

Y fue al encuentro de Ricardo, que estaba en lo alto de la escalera.


10

Londres. Octubre de 1471


Ana reparó en el hombre del patio. Estaba remoloneando contra la pared de los establos, observándola mientras ella bajaba el cubo en el pozo. Cuando salió poco después para orear la ropa de cama, él todavía estaba allí. Había una intensidad turbadora en su mirada, algo más que las miradas lascivas que a veces le dirigían los clientes, y cuando vio que llamaba a Cuthbert, el mozo de cuadra, su corazón dio un respingo. Cuthbert también la miraba; Ana vio que meneaba la cabeza y se encogía de hombros. Cuthbert no podía informarle mucho; sólo sabía que Ana y Véronique procedían de un palacio. ¿Pero por qué interrogaba a Cuthbert? Ana recogió la ropa de cama, regresó al interior. Cuando volvió a mirar por la ventana, el hombre se había ido.

Ni siquiera podía preguntarle a Cuthbert qué quería ese hombre, tenía que mantener la maldita farsa de que no sabía inglés. Sólo podía esperar el regreso de Véronique, que había ido al mercado de Leadenhall. Véronique podía hablar con Cuthbert, podía darle la tranquilidad de que el desconocido era sólo otro libidinoso y no estaba a sueldo de Jorge. Pero, ¿dónde estaba Véronique? ¿Por qué no había regresado?

Trató de olvidarse de ese hombre, se dedicó a ayudar a Catherine a limpiar las habitaciones desocupadas de arriba. Siguió a Catherine al cuarto de una esquina, apoyó la lámpara en una mesilla que, junto con la cama, era todo el mobiliario. La lámpara, una mecha que chisporroteaba en un mar de aceite vegetal, irradiaba una luz mortecina. Mirando esa extraña penumbra del mediodía, Ana recordó de mala gana el resplandor de los candelabros de cada cámara del Herber, tres docenas de velas por noche consumidas desde San Martín hasta Candelaria, suficientes para que les durasen a los Brownell durante años.

Estaba ayudando a Catherine a deshacer la cama cuando oyeron estrépito de cascos en los adoquines. Caballos al galope. Ana se tensó, pero Catherine no le dio importancia, hasta que fue evidente que los jinetes no pasarían de largo. A juzgar por los sonidos que llegaban por la ventana abierta, era obvio que se habían detenido en el patio del establo. Los perros se habían puesto a ladrar, se oyeron portazos, y de pronto el aire de la tarde vibró con una algarabía creciente que indicaba un suceso inusitado.

Catherine estaba más cerca de la ventana, y llegó primero. Regresó al interior, con ojos desorbitados.

– ¡Señores yorkistas! ¿Para qué vendrán…? ¡Dios santo! Verónica trató de advertirnos que Clarence era tan vengativo que quizá la buscara. Y yo no le creí. -El miedo que asomó en el rostro de Ana le confirmaba esa conclusión-. Marthe… Marthe, escucha. Quédate aquí. No dejes que te vean, ¿entiendes? No salgas. Iré a buscar a Stephen.

Se dirigió hacia la puerta.

Los primeros pensamientos de Ana no eran pensamientos sino oleadas de pánico. Su cerebro estaba aturdido, no admitía ninguna sensación salvo el obtuso horror obnubilado de haber soportado tantas cosas en esas cuatro semanas sólo para caer en manos de Jorge. ¿Por qué no había echado a correr al ver que ese hombre estaba merodeando?

Se apoyó en la pared, se arriesgó a echar un rápido vistazo al patio. Vio lo suficiente para confirmar que Catherine era una testigo fiel. Los hombres llevaban la librea de York. Nunca había experimentado la desesperación que sintió en ese momento, tan abrumadora que la ahogaba con su intensidad.

Pero entonces, al aferrarse a la ventana para mirar a los hombres que desmontaban en el patio, vio al perro. Un enorme lobero negro que acechaba a varios perros del establo con un andar rígido, tan ominoso como su pelambre erizada y sus relucientes colmillos. Se olvidó de todo lo demás y se asomó por la ventana.

– ¡Oíd, vosotros! -gritó uno de los jinetes-. ¡Separad a esos malditos perros y pronto! ¡Su Gracia os hará despellejar si el perro grande sufre algún daño!

Esas palabras confirmaron lo que ella ya sabía desde el instante en que había visto al lobero.

– Gareth -jadeó. Y añadió, en la plegaria más sincera y espontánea de su vida-: ¡Gracias, Jesús!


Ricardo calculaba que la muchacha tendría catorce años, quince a lo sumo. Lo miraba con tal consternación que sospechó que era retrasada. Ella intentó hacer una reverencia y él le aferró el codo y la obligó a enderezarse, pues su embarazo era tan avanzado que parecía que cualquier esfuerzo podría iniciar el parto. Una vez más, trató de ahuyentar sus temores.

– No temas -murmuró con voz tranquilizadora-. Sólo quiero hablar con la muchacha que llamáis Marthe.

Viendo que no iba a ninguna parte, miró a los tres hombres que habían abandonado sus aposentos al oír el tumulto y competían por espacio en el patio, con desenfadada curiosidad.

– ¿Alguien ha visto a la muchacha que busco? Es así de alta, delgada, con ojos oscuros y…

Pero ya negaban con la cabeza. Casi de inmediato, sin embargo, empezaron a hacer sugerencias. Quizá en los establos, milord. Tal vez esté en el gallinero. Aunque ansiaban ayudar, Ricardo notó que no sabían nada sobre el paradero de Ana. Se volvió hacia la muchacha encinta, le sonrió.

– ¿Cómo te llamas, niña?

La inesperada pregunta rompió el silencio.

– Celia, milord -susurró.

– Celia, escúchame. Quiero que me digas dónde está. Tu lealtad habla muy bien de ti, pero no tienes por qué preocuparte. Ella es muy valiosa para mí, jamás le causaría daño. ¿Dónde está, Celia? Debes…

Se interrumpió. Ella miraba más allá de él, y su expresión le daba la respuesta que buscaba. Dio media vuelta y vio a Ana de pie en lo alto de la escalera.


Ana no sabía que las emociones fuertes podían ser tan embriagadoras como la bebida fuerte. El péndulo había oscilado demasiado, transportándola en segundos del terror a la euforia, y su equilibrio emocional aún no era estable. No reparaba en el frío paralizante que impregnaba el cuarto, así como no había reparado en los testigos que había en la escalera. Su atención se concentraba en Ricardo. Él era su salvación presente y su seguridad pasada; de la ruina llena de reminiscencias en que se había convertido su vida, sólo él era un recuerdo con sustancia, hálito, realidad.

Ricardo le tocó la cara con los dedos, como asegurándose de que ella estaba allí, en sus brazos e ilesa. Necesitaba esa seguridad, necesitaba la realidad física de su presencia al cabo de semanas de pesadillas y esperanza menguante. Volviéndola hacia la luz, vio algo que no había visto en la escalera, cuán blanca estaba. Cuán frágil, cuán vulnerable. Mechones de cabello se le rizaban en las sienes; su cutis estaba cálido, pero tan delicado, tan tenso sobre los pómulos, que temía que la menor presión dejara una impronta indeleble.

– ¡Dios, qué te hemos hecho!

– Abrázame -pidió ella-. Sólo abrázame.

Él estaba más que dispuesto a hacerlo. La besó de nuevo, muy suavemente, pero ella le pegó la boca, buscando un beso más profundo. Ojalá nunca hubiera permitido que ella fuera al Herber. Ojalá no hubiera tenido que ir al norte por Ned. La estrechó en sus brazos. Ella nunca lo había besado así; él quedó tan sorprendido como complacido por el inesperado ardor de la respuesta. Era la primera vez que la tomaba en sus brazos sintiendo que ambos estaban libres de la sombra de Lancaster.

Ella alzó las cejas, brindándole una visión de líquida y reluciente oscuridad. Uno podía ahogarse en esos ojos, pensó, y se rió de su propia bobería. Ella también se rió, tan sólo porque él se reía.

– No me sueltes -dijo-, nunca.

Él rió de nuevo. Qué fácil es exorcizar un fantasma, pensó.

Ana lanzó un sorprendido murmullo de protesta cuando de pronto se encontró libre. Abrió los ojos de nuevo y vio que Ricardo se había acercado a la ventana, procurando trabar los postigos castigados por la intemperie, que dejaban entrar el gélido aire de octubre.

– ¡Con razón estaba tan helado aquí dentro! Debes estar calada hasta los huesos, querida.

Ella sacudió la cabeza. Le resultaba extraño que su primera conversación coherente fuera sobre algo tan común como una ventana abierta. Estaba tan desorientada que dio un respingo cuando la habitación quedó sumida en la penumbra.

Ricardo se le acercó. Desabrochándose la capa, se la ciñó sobre los hombros; parecía maravillosamente suave después de semanas de lana rústica y tela casera. Iba a asegurarle que no sentía frío, pero sintió en el pecho el cosquilleo que presagiaba un espasmo de tos. Consternada, trató de contenerlo por mera fuerza de voluntad; sólo logró postergar lo inevitable. Cuando concluyó, se sentía débil y agotada, y aceptó con gratitud el brazo de Ricardo; el asedio de la enfermedad durante esa semana la había despojado de energía.

Reparó en su apariencia, se alegró de que él hubiera tapado la luz al protegerla del frío, de que la única iluminación viniera de la lámpara casera que ella y Catherine habían llevado al cuarto un rato atrás. No necesitaba un espejo para ver las tensiones de estas semanas, y recordó que necesitaba lavarse el cabello, y que su delantal estaba manchado, sus manos cuarteadas y ampolladas, y las uñas manicuradas, de las que se envanecía, habían sufrido tanto por el descuido que odiaba mirarlas.

Cuando empezó a toser, Ricardo le puso un pañuelo en la mano. Lo miró, obteniendo un consuelo pueril pero muy real en su posesión, así como en el contacto de la capa; aún era tan joven que le complacía usar algo que fuera de él, que retuviera en sus pliegues la calidez de su cuerpo.

– Te traje a Gareth -dijo él, inesperadamente.

Ella irguió la cabeza.

– Lo sé. Lo vi desde la ventana. Así supe que eras tú. Al principio pensé… que era Jorge.

Se movió en sus brazos, sin poder reprimir el temblor que el recuerdo provocaba, sintió que los labios de él le rozaban la frente. Pero aún no estaba preparada para hablar de Jorge, y agradeció que Ricardo pareciera intuirlo, pues no hizo comentarios.

– Ricardo, ¿cómo me encontraste?

– Véronique. Ella te espera abajo, en la cocina. También Francis y, a estas alturas, medio Aldgate. Cuando trabé los postigos, vi que una multitud se reunía en la calle. Sospecho que estás a punto de ocupar tu lugar en las leyendas lugareñas, ma belle. -Le alzó la cara y le rozó los labios con los suyos-. ¿Podrás perdonarme, Ana? Nunca debí dejarte en casa de Jorge, tendría que haberte llevado a casa de ma mère, en Berkhampsted…

– Ricardo, no te culpes. ¿Cómo podías saber lo que haría Jorge?

– Pero te habría evitado todo esto. No tenía por qué ser así. Ese día que te visité en el Herber, antes de ir al norte… ¿Sabes lo que quería hacer? Quería llevarte ante un sacerdote esa misma tarde, olvidarme de despachar las amonestaciones o buscar una dispensa papal, y desposarte allí y entonces. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

– Ricardo, ¿me estás proponiendo matrimonio?

– A decir verdad -confesó él con una sonrisa-, lo daba por hecho, no creía que fuera necesario proponértelo. ¿Te molesta?

– No -murmuró Ana-, no me molesta. -Le echó los brazos al cuello y detuvo su boca cerca de la de él-. Te amo tanto, siempre te he amado… ¿Pero qué dirá tu hermano, Ricardo? ¿Qué dirá Ned? ¿Dará su consentimiento? Hace dos años no me consideraba una esposa adecuada para ti. ¿Y si prohíbe nuestra boda? ¿Y si prefiere que no te cases…?

Titubeó, y él concluyó la frase.

– ¿Con la viuda venida a menos de un rebelde lancasteriano?

Ella asintió en silencio y vio que él arqueaba la boca reprimiendo una carcajada, y sólo entonces comprendió que él hablaba de Isabel Woodville.

– ¡Amor, habla en serio! Un rey puede hacer lo que le plazca. El hermano del rey debe hacer lo que place al rey.

– Tesoro, ¿aún no lo entiendes? Ned sabe muy bien que eres dueña de mi corazón, y espera que nos casemos. ¿No recuerdas que hizo lo posible para reunimos en Coventry? Lo cierto, ma belle, es que Ned te considera mi recompensa por Barnet y Tewkesbury.

Eso parecía tan típico de Eduardo que Ana no tuvo más dudas, se echó a reír.

Sonaron pasos frente a la puerta, y se alejaron deprisa. Ellos se habían separado al oírlos; Ricardo volvió a ceñirle la capa sobre los hombros, le alisó la gruesa trenza anudada en la nuca.

– Vámonos de aquí, amada. -Miró el cuarto con una mueca de disgusto-. Quiero llevarte a un sitio caldeado y tranquilo, donde pueda instalarte ante el hogar y darte miel para esa tos. -Le besó la punta de la nariz, y con un abrupto cambio de tono, añadió-: Y luego quiero que me digas qué hizo Jorge para que huyeras del Herber. Quiero que me cuentes todo.

Ana asintió lentamente.

Él le asió la mano, le besó la palma y cada yema de los dedos, frunciendo el ceño al ver el verdugón que le quemaba la piel del pulgar a la muñeca.

– ¿Cómo…?

– Cocinando grasa. Ricardo, ¿adónde iremos? ¿Al castillo de Baynard?

– No. En cuanto Véronique me dijo que estabas aquí, envié un mensaje a San Martín para que preparasen aposentos para ti. También ordené que llevaran desde el castillo de Baynard todo lo que puedas necesitar.

Ella sonrió, le acarició la mejilla, conmovida de que él procurara mantenerla a salvo de toda difamación.

– No falta mucho, Ana… Sólo hasta que pueda llevarte a casa. A nuestro hogar de Middleham.

– Nuestro hogar de Middleham -repitió ella-. Ojalá supieras cuánto ansiaba oírte decir eso, y cuánto desesperé de que pudiera oírlo.


11

Westminster. Noviembre de 1471


Ricardo observaba a su hermano con divertida admiración. Eduardo le había confiado horas atrás que la noche anterior había bebido vino suficiente para reventar una vejiga y para entumecer la lengua más vivaz. Ahora se le partía la cabeza y dudaba que su estómago pudiera ingerir algo más pesado que el aire, e hizo una mueca al oír un estruendo a sus pies, donde uno de sus perros golpeaba la pata de la mesa con la cola.

Ricardo lo comprendía; en más de una ocasión había sufrido el abatimiento de la resaca. Lo que más lo impresionaba era que sólo él reparaba en la incomodidad de Eduardo. El rey había otorgado audiencias durante dos horas, sin perder la compostura, manifestando un educado interés en las peticiones que le presentaban.

Al ver al hombre que entraba, Ricardo frunció el ceño en una involuntaria mueca de disgusto. No se fiaba de John Morton. El sacerdote lancasteriano estaba incluido en el indulto general que Eduardo había proclamado menos de un mes atrás, y ahora hacía una verborreica declaración de su nueva lealtad a la Casa de York. Era una actuación impecable que no contribuyó a despertar la simpatía de Ricardo. Lo comentó en cuanto estuvieron solos, y su hermano asintió.

– Tampoco es mi favorito, Dickon -señaló-, pero el hombre es hábil. Quizá fuera el mejor cerebro entre los asesores de Margarita de Anjou, y no veo motivos para no aprovecharlo. Pensaba nombrarlo archivista mayor. Supongo que no contaría con tu aprobación.

– No. Es inteligente, sin duda, pero preferiría rodearme de hombres de confianza.

– El arte de gobernar, Dickon, consiste en aprovechar el talento que encuentras. La confianza es un atributo demasiado excepcional para transformarlo en requisito primordial para un cargo. Si sólo me valiera de gente de confianza, tendí ¡amos un consejo de sillas vacías.

Quitándose la máscara, Eduardo se desplomó en la silla, se frotó las sienes con los dedos.

– No me sentía así desde que nos sorprendió esa maldita borrasca al cruzar el canal en marzo. Entiendo que me ponga enfermo en medio de una tormenta pero… ¿después de una noche de placer? Otra resaca como ésta y quizá empiece a tener en cuenta en los méritos de la abstinencia.

– Ya te veo -dijo Ricardo con una sonrisa- rezándole todas las noches a San Agustín: «Dame castidad y continencia, pero no todavía».

Eduardo también sonrió.

– Debo decir que tu compañía ha mejorado considerablemente ahora que no estás tan preocupado por tu amada. Por cierto, ¿cómo está la muchacha?

– Mucho mejor. Su tos casi ha desaparecido. No es de extrañar que enfermara. Ana no es fuerte y la vida no era fácil en esa posada.

– Ana Neville en una posada de Aldgate… Que me cuelguen, aún no logro creerlo. -Eduardo sacudió la cabeza con desconcierto-. Pero, ¿cómo reaccionaron el posadero y su familia cuando les dijeron que Ana de Warwick les había remendado las sábanas y los ayudaba a preparar la cerveza? Se habrán quedado sin habla.

Ricardo asintió.

– Primero se emocionaron, después se asustaron. Por lo que Ana me ha dicho, los Brownell son lancasterianos, y sospecho que hablaban sin trabas delante de ella y Véronique, tanto como para que más de uno de ellos fuera enviado a la Torre por traición. -Ana se hubiera angustiado ante esta admisión, temiendo por los Brownell, pero Ricardo conocía a su hermano mejor que ella, y sabía que Eduardo podía ser implacable si era necesario, pero no era vengativo.

– Bien, sin duda los habrás tranquilizado, Dickon, y por lo que he oído, parece que les va bien. Entiendo que han contratado carpinteros para instalar un techo nuevo en primavera y que ahora hay una cisterna en la cocina, por no mencionar un buen par de caballos grises en sus establos.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Ricardo, asombrándose, como siempre, de los conocimientos inesperados de su hermano.

– También sé que cierta iglesia de Aldgate se ha enriquecido con dos vitrales -dijo Eduardo, y sonrió-. Creo que haré bien en darte esas fincas perdidas por Oxford, hermanito. ¡Si te propones actuar como santo patrono de Aldgate, necesitarás ingresos adicionales!

Ricardo se encogió de hombros, un poco abochornado.

– Todo lo que yo haga por los Brownell, Ned, no es nada en comparación con lo que hicieron por mí. Cuando pienso en lo que pudo haberle ocurrido a Ana…

– Lo sé. Por suerte ha salido indemne, gracias a Cristo. ¿Qué hay de sus sentimientos por Jorge? ¿Está muy enfadada?

– ¿Qué otra cosa puedes esperar? ¡Claro que está enfadada!

– No estoy sugiriendo que no tenga motivos, Dickon. No seas tan quisquilloso. Pero, como te he dicho, afronto un dilema sumamente incómodo. No tengo la menor duda de que Ana dijo la verdad y Jorge tenía algún desquiciado plan de secuestro en mente. Pero no hay pruebas de ello. Él lo niega todo, ad. nauseam. Y aunque existiera la posibilidad de que Isabel confirmara lo que le dijo a Ana, ¿qué haríamos? ¿Ana y tú queréis exponer ese escándalo? ¿Hacerlo de conocimiento público? ¿Sabiendo la humillación que representaría para ma mère e Isabel?

»Aceptémoslo, Dickon. No puedo llevarlo a juicio acusándolo de planear un secuestro. Tampoco puedo encerrarlo en la Torre; no le haría eso a ma mère. No espero que olvides lo que pasó, pero te pido que procures tomarlo como algo que pertenece al pasado. -Recordando que esto representaba para ellos una irónica inversión de papeles, Eduardo añadió-: Ni siquiera Dios puede alterar el pasado. Me lo dijiste una vez, cuando me exhortabas a perdonar la traición de Jorge, ¿recuerdas? Todavía es verdad, Dickon.

Ricardo calló un rato.

– Debo hacer una confesión, Ned. Cuando te dije que empezaba a preguntarme si Jorge estaba loco, no sé si hablaba en serio. Creo que ante todo buscaba respuestas. Pero estoy cada vez más inclinado a creer que es verdad. Un hombre que está en sus cabales no hace las cosas que ha hecho él. Y, en tal caso, no podemos considerarlo responsable de sus actos.

– Coincido contigo, Dickon. Cualquier otro hombre ayunaría para agradecer a Dios el regreso de Ana, pues amenacé con ajusticiarlo si ella sufría algún daño. Pero Jorge… todo lo contrario. Desea ser vindicado, sostiene que le debemos una disculpa por dudar de su palabra. De veras, Dickon, realmente cuesta creerlo.

Ricardo alzó la vista; sus ojos estaban muy oscuros.

– Pues yo lo creo -dijo con amargura-. Y precisamente por eso no quiero verlo, Ned. Puedo decirte que no podemos culparlo por lo que ha hecho, pero verle la cara… No creo que pueda contenerme.

– En ocasiones siento lo mismo -concedió Eduardo-. ¿Sabes que es terminante en su negativa a aceptar tu matrimonio? Sostiene que tiene derecho de tutela sobre Ana, a causa de su edad y su parentesco con Isabel. Eso arroja cierta sombra sobre el título de las tierras. Espero lograr convencerlo, si lo presiono bastante. Pero puede llevar un tiempo, Dickon. Tendrás que ser paciente, muchacho.

– ¿Cuán paciente?

Eduardo titubeó.

– Bien, no lo sé con certeza -dijo evasivamente-, pero creo que será mejor que no hagas circular las amonestaciones hasta después del Año Nuevo.

– No pienso avenirme a las conveniencias de Jorge -dijo Ricardo secamente.

– No las de Jorge, Dickon, sino las mías. No puedo permitir que estéis enfrentados. No importa que tú tengas razón y él esté equivocado. Ya te he dicho que Ana detesta que Jorge reclame las tierras de su familia. Bien, necesito tiempo para hacer entrar a Jorge en razón. Maldición, Dickon, no es mucho pedir. De todos modos no podrías casarte de inmediato, tendrás que pedir una dispensa a la Santa Sede, pues sois primos. -Hizo una pausa, añadió-: Más aún, una demora podría beneficiarte en otro sentido, al darte tiempo para reparar el daño causado por Lancaster.

Ricardo irguió la cabeza bruscamente. Tuvo el impulso de decirle a su hermano que no se inmiscuyera en lo que no debía, pero las palabras murieron en sus labios. Al abrazar a Ana ese sábado por la tarde en una habitación de una posada de Aldgate, había creído prevalecer sobre las sombras del pasado. Quince días después, sabía que no era así, que no era tan sencillo.

– No negaré que Ana tiene feos recuerdos -dijo cautamente, al cabo de una pausa reflexiva-. Pero, ¿por qué crees que aún la perturban?

Eduardo se giró en la silla, apartándose de la ventana; alzó la mano para protegerse los ojos de la luz de la mañana.

– Porque no ha tenido tiempo de olvidar. Las cicatrices de la mente sanan más despacio que las del cuerpo… sobre todo si hablamos de mujeres, y de heridas infligidas en el lecho.

Ricardo no tuvo la oportunidad de responder, pues las hijas de Eduardo irrumpieron en la cámara, arreadas por varias atareadas niñeras. Bess y Mary competían para sentarse en las piernas de Eduardo, mientras que la pequeña Cecilia se aferraba al respaldo y le tironeaba del brazo.

Ricardo observó de buen humor. Eran hermosas niñas, y parecían haber salido intactas del calvario de siete meses de asilo. Ricardo sabía que su madre pensaba que Ned las consentía demasiado, y concedía que ni él ni ninguno de sus hermanos habría osado saludar a su padre como las alborotadas hijas de Ned. Pero también sabía que ninguno de sus hijos había amado al duque de York como esas niñas amaban a su padre.

– ¡Calma, Bess, calma! Chilla pero no grites… Tengo un tremendo dolor de cabeza.

Se calmaron un poco, riendo entre dientes. Como Bess le había ganado, Mary se acercó a Ricardo y le dio un abrazo y un beso mal apuntado. En apariencia, Mary era la más parecida a su madre, pero los claros ojos verdes tenían una calidez que él nunca había recibido de Isabel Woodville. La abrazó a su vez, le dejó sitio en el asiento de la ventana.

Eduardo había despedido a las niñeras. Ricardo sabía que disponía de tiempo para sus hijos aun en los días más atareados. Así como años antes siempre había tenido tiempo para un hermano menor que lo admiraba.

Ricardo sonrió al recordar. Poniéndose de pie, ayudó a Cecilia a sentarse junto a su hermana y luego dio un tirón juguetón a las trenzas rubias de Bess. Ella sonrió, le mostró un hueco entre los dientes delanteros que no estaba allí la última vez que la había visto; tenía los ojos azules y risueños de su padre. Se preguntó cómo serían los hijos que tendría con Ana; Kathryn y Johnny eran morenos.

– ¿Te marchas, Dickon? San Martín, sin duda… Al menos, hoy por hoy sé dónde encontrarte.

Ambos rieron y Bess se alegró. Le agradaba oír la risa de su padre, sabía que eso significaba que no la despediría con un beso apresurado y el pretexto de estar ocupado. Pero la conversación de ellos no le interesaba y decidió llamar la atención.

– Fuera vi al tío Jorge. Creo que quería verte, papá, pero se marchó cuando supo que estabas con el tío Dickon. -Alzó la vista, notó que la alegría de todos se había empañado-. No me gusta mucho -dijo sin rodeos.

Su padre le acarició el cabello.

– ¿Por qué no, tesoro?

– Porque a ti no te gusta, papá.

Eduardo abrió la boca para emitir la negativa convencional, pero no lo hizo.

– Tienes razón, Bess -dijo en cambio-. No me gusta.


12

San Martín el Grande, Londres. Febrero de 1472


El crepúsculo invernal llegaba deprisa. Desde la media tarde se habían acumulado nubes de nieve desde el este, y ahora envolvían la Gran Londres. Mirando el retazo de cielo visible desde la cama, Ana frunció el ceño; Ricardo se marcharía al alba del día siguiente para Shene, y al parecer tendría que viajar con mal tiempo. Se inclinó, le rozó la sien con los labios, y luego el cabello que le surcaba la frente. Él arqueó la boca al recibir esta caricia, pero no abrió los ojos. Ella se inclinó aún más, le dio un torpe beso al revés, lo único que podía hacer en ese momento, pues él le apoyaba la cabeza en el regazo.

– Debo marcharme, ma belle. Esta semana llegó otro enviado de Bretaña y tengo que verle antes de reunirme con Ned en Shene. Dado que la guerra entre Bretaña y Francia es tan probable, el duque Francisco es cada vez más insistente en sus peticiones de ayuda inglesa.

Ricardo no intentó levantarse, sin embargo, y se dejó acariciar el cabello con indolencia. Ella le desabotonó la camisa, le metió las manos dentro.

– Si te das vuelta, amor, te frotaré la espalda -le pidió-. Estás tan tenso que tienes los músculos anudados.

Concentró los esfuerzos en su hombro derecho, roto y mal repuesto más de nueve años atrás en una caída ante el estafermo. Recordaba el episodio vívidamente, recordaba el aspecto que él tenía mientras lo llevaban al torreón, la cara sucia con el polvo de la palestra y contorsionada de dolor. Ahora, al masajearle los hombros, veía la disparidad que no era visible a través de la ropa, aunque recordaba que él había mencionado que había hecho adaptar la hombrera derecha de la armadura a la rotura enmendada. Le complacía tener un conocimiento tan íntimo de su cuerpo, pues así él parecía pertenecerle más irrevocablemente.

Le apartó el cabello, encontró la cadenilla de plata de su cruz de peregrino, y la siguió con besos suaves hasta que él rodó y la atrajo hacia sí.

– Es tan grato mirarte, Ana. Me maravilla tener tanta suerte, sabiendo que tu rostro será lo primero que veré al despertar y lo último que veré antes de dormirme.

– Cuidado -susurró-, cuando dices esas cosas, siento la tentación de retenerte conmigo, aun sabiendo que sería una grave afrenta para los señores de Bretaña.

Había hablado en broma pero con sinceridad; sentía esa tentación. Sus motivos para restringirse ya no parecían tan persuasivos. Sí, sería un pecado, pero no podía creer que fuera un pecado que los condenara al castigo eterno, al margen de lo que dijera la Iglesia. A fin de cuentas, razonaba, el Todopoderoso debía juzgar con cierta tolerancia un pecado tan difundido, pues de lo contrario la mayor parte de la humanidad estaba condenada.

Lamentablemente, no le había resultado tan fácil aplacar su otra preocupación, el temor de que Ricardo la dejara embarazada. No era que temiera marcar a su hijo con el estigma de la ilegitimidad. Llegado el caso, siempre podía casarse sin esperar la dispensa papal. Pero su orgullo le hacía temer esa posibilidad; la espantaba pensar en la sonrisa burlona de la gente que contaría con los dedos la fecha de nacimiento.

Ricardo había coincidido de mala gana, pues no quería someterla a los chismes difamatorios que tanto afligían a Kate y Nan. Pero a pesar de sus buenas intenciones, a veces exhortaba a Ana a recapacitar, y ella era cada vez más propensa a dejarse persuadir.

No había vuelto a experimentar los intensos sentimientos que la habían asaltado tan imprevista y abrumadoramente aquella tarde en la posada, durante esos primeros momentos en que la emoción había disipado brevemente los recuerdos. Los recuerdos habían vuelto pronto, pero no eran tan perturbadores como antes, y menguaban con el transcurso de las semanas. Su timidez no sobrevivió a noviembre, y aunque el deseo que le despertaba Ricardo carecía de urgencia, era grato, y era más de lo que había esperado sentir jamás. Y cuando la arena de febrero goteaba en el intrincado reloj que tenía junto a la cama, se preguntaba con creciente frecuencia cómo sería yacer con él; la semana pasada se había despertado, agitada y desconcertada, del primer sueño erótico de su vida.

Miró a Ricardo mientras él se incorporaba, rescataba el jubón de las destructivas mandíbulas del cachorro de spaniel que le había regalado a Ana en Año Nuevo. Pero cuando se lo puso sobre la camisa, ella se incorporó para protestar.

– Ricardo, no te vayas. ¡Todavía no, amor!

– Ana, debo irme.

Ricardo se acercó a la ventana y miró la nieve acumulada. Los copos bajaban lánguidamente, rozándose en el aire y posándose como polillas blancas en las ramas desnudas y los escuálidos arbustos del yermo paisaje invernal. Al día siguiente, las carreteras sólo servirían para andar en trineo.

Lamentaba que Ned lo hubiera llamado a Shene. No valdría de nada. Jorge no atendería a razones a menos que lo obligaran. Y así Ned… Ahuyentó esa idea incipiente, apretó el puño contra el vidrio; estaba nublado por la humedad que brotaba de las fisuras que agrietaban el marco de la ventana. No sabía si podría contenerse al ver a Jorge. Desde que había llevado a Ana a San Martín, Jorge había procurado no cruzarse con él. Pero habían tenido un encuentro inesperado en vísperas de Reyes, y ante el primer sarcasmo defensivo de Jorge, la furia acumulada de Ricardo estalló en un ácido borbotón de acusaciones e invectivas. Siguió un salvaje enfrentamiento a gritos que se acercó peligrosamente a la violencia. Ricardo aflojó el puño, apoyó la palma en el panel. Era muy probable que ese episodio se repitiera.

– ¿Irás hasta Shene por el río, Ricardo?

Él se apartó de la ventana.

– No lo creo, a menos que amaine la nevisca.

Ana buscaba sus zapatos bajo la cama.

– ¿Te irás por mucho tiempo? -Él se encogió de hombros y ella dijo, sabiendo que no debía-: No servirá de nada, Ricardo, tu viaje a Shene. Jorge no renunciará a sus reclamaciones sobre las tierras de los Neville y los Beauchamp, a menos que Ned lo obligue. Y Ned no está dispuesto a obligarlo.

– Esto tampoco sirve de nada -dijo él con irritación-. Cada vez que empezamos a hablar de lo que ha hecho Ned, terminamos por reñir, y no quiero marcharme dejando palabras duras que no han sanado.

Ana se arrepintió de inmediato.

– Tampoco yo, amor. Es sólo que odio estar alejada de ti. A veces, de noche, sueño que es como antes, que hay muros demasiado altos para franquearlos, y al despertarme me duele que no estés durmiendo junto a mí.

– Eso se podría remediar fácilmente -dijo él incisivamente, pero luego sonrió-. Ven aquí, muchacha, y dame una buena despedida.

Ella lo hizo, tan efectivamente que él decidió demorarse unos instantes más. Le apartó el cabello que le rodeaba la garganta, se enroscó un mechón grueso y lustroso en la mano.

– Ana, he pensado en las tierras en disputa. Ned ha sido muy generoso conmigo. Ahora ha decidido darme las fincas perdidas por el conde de Oxford. Suman más de ochenta propiedades, cariño, y arrojarán un generoso ingreso anual. Súmale las concesiones de junio, Middleham, Sheriff Hutton y Penrith, y…

– Y no necesitaríamos más. ¿Eso quieres decirme? -No le dio la oportunidad de replicar-. Ricardo, ya sabes lo que pienso. No me importan tanto las tierras. Después de todo, pertenecen legítimamente a mi madre. Pero si ella no ha de poseerlas, no permitiré que se las den a Jorge. No puedo impedirle que reclame la parte de Isabel, pero no le concederé ni un palmo más. ¿Por qué debería?

– Yo no dije…

– ¿Cómo puedes pedirme eso? No entiendo, en verdad que no.

– ¿Quieres escucharme? Ya sabes que no me gusta. ¿Crees que quiero que Jorge se enriquezca a nuestras expensas? Pero quiero casarme contigo, Ana. Estoy harto de estas demoras.

– Ricardo, también yo siento impaciencia por casarme. Pero, ¿por qué debemos afrontar esta elección? Es totalmente injusto. ¿Por qué Jorge no sólo puede escapar ileso de sus pecados sino enriquecerse con ellos? Cuando pienso en lo que ha hecho, y sigue haciendo… No tiene derecho a reclamar tutela sobre mí, ni las tierras de los Beauchamp, y no entiendo por qué Ned cede a sus exigencias.

– Hemos hablado de esto una y otra vez. Jorge no atiende a razones como cualquier otro hombre. Es más fácil medir las nieblas de las colinas Malvern que tratar de desentrañar lo que pasa por su cabeza. Ni siquiera las amenazas lo arredran. Empiezo a pensar que sólo una estancia en la Torre lo conseguiría.

– Me parece una idea maravillosa -replicó Ana-. Si Ned lo arrojara un tiempo en la Torre, perdería su apetencia por mis tierras. ¡Y se lo tiene bien merecido!

– Sabes muy bien que Ned es reacio a tomar una medida tan drástica -dijo él, procurando ser paciente, pero apretando los dientes-. No lo tolera por Jorge, sino por nuestra madre. Ella ha sufrido muchísimo por culpa de Jorge, y Ned no quiere sumarle otra congoja si puede evitarlo.

– Es lo que me dices siempre. Y sin duda es cierto… hasta cierto punto.

– ¿Qué quieres decir, Ana?

– No dudo que Ned quiere ahorrarle un mal trago a tu madre. Pero creo que hay otro motivo para su inacción, y que tú no puedes o no quieres reconocerlo.

– ¿De veras? -dijo glacialmente Ricardo-, ¿Acaso conoces mejor que yo las motivaciones de mi hermano?

Ella no reparó en la advertencia.

– Hace unas semanas me dijiste que Ned opinaba que tu mayor defecto de carácter es que actúas con precipitación. En ese momento me resultó irónico, pues Ned no actúa a menos que lo obliguen.

– ¡Eso es ridículo!

– ¿De veras? ¡Piensa, Ricardo! Sólo necesitas fijarte en su matrimonio para tener una prueba. Hacía cinco meses que estaba casado cuando divulgó públicamente, y sólo porque el consejo lo presionaba para aceptar a la prometida francesa que le había encontrado mi padre. Y no es la única vez que procuró lidiar con los problemas tratando de ignorarlos. Ricardo, siempre ha sido así, y lo sabes. Siempre ha postergado los problemas para el día siguiente. Más aún, concedamos que Jorge es un problema con el que está acostumbrado a convivir. Ned no se molestará en dar a Jorge una lección muy merecida cuando es mucho más fácil agotarlo con la espera. La demora no le cuesta nada. Somos nosotros quienes pagamos el precio.

– Parece que tienes todas las respuestas.

Ana recordó que él solía marcharse para poner fin a las riñas, retrocedió varios pasos, se apoyó en la puerta.

– Dime en qué me equivoco, entonces. Estoy dispuesta a escucharte. Podemos hablar de esto sin enfadarnos.

– ¿Qué quieres que diga, Ana? ¿Crees que no he hablado con Ned? ¡Santo Cielo, me he cansado de apremiarlo!

– No lo sabía. Nunca me lo dijiste. Siempre parecías aceptar sus pretextos para no actuar y yo… pensaba que estabas conforme con esperar…

– ¿Conforme? ¡Por Dios! -Ricardo soltó una carcajada amarga-. ¿Cómo puedo conformarme cuando Jorge se pavonea en la corte en vez de estar encerrado en la Torre? Jorge se da ínfulas de inocente agraviado y no se cansa de decir que lo he ofendido. ¿Crees que estoy conforme cada vez que esa zorra, mi dulce cuñada, me pregunta ante una veintena de testigos si ya estoy casado y finge gran sorpresa cuando le digo que no? ¿O cuando ese cachorro mal criado, Thomas Grey, se divierte apostando qué vendrá primero, si mi boda o la muerte de Jorge? Siempre he odiado Westminster, siempre. Pero ahora… ahora hay días en que creo que nunca respiraré tranquilo mientras no esté de vuelta en Middleham. -Y añadió agriamente-: Y quién sabe cuándo será eso.

– Amor mío, no lo sabía -repitió ella, pero él no le prestó atención, sólo parecía empeñado en decir aquello que durante semanas lo había carcomido en silencio.

– Y luego vengo aquí y lo único que haces es fastidiarme con algo que no puedo controlar. Con toda franqueza, no sé por qué Ned posterga el castigo de Jorge. No lo entiendo y me ofusca. ¿Ahora estás satisfecha?

Ana sacudió la cabeza lentamente. Era la primera vez que le oía criticar tan abiertamente a su hermano.

– Ricardo, lo lamento. Ojalá me hubieras dicho cómo te sentías… Si hubiera sabido que te sentías tan desdichado en la corte, no te habría abrumado con mi propio descontento. -Se había apartado de la puerta. Recorrió la escasa distancia que los separaba y lo abrazó. Él respondió, pero con cierta renuencia que la detuvo. Le miró intensamente la cara y juró por dentro que aprendería a morderse la lengua cada vez que sintiera la tentación de acusar a Ned. Le tocó la mejilla, dijo con genuina contrición-: No te he facilitado las cosas en estas semanas, ¿verdad?

Normalmente esa observación habría provocado una réplica jocosa. Ella no se tranquilizó cuando él se limitó a decir:

– Si he de estar en Westminster para las completas, debo marcharme ya.

– Ricardo, no sigues enfadado conmigo, ¿verdad?

– No es que esté enfadado contigo, Ana. Es esta maldita telaraña en que estamos enredados. Estoy cansado de luchar en vano para liberarme de ella.

Ella le aferró el cuello, irguió la boca.

– ¿Aún me deseas, entonces? -preguntó, medio en broma, medio en serio, y, tal como esperaba, obtuvo una respuesta inmediata, tan tranquilizadora como previsible.

– ¿Desearte? -dijo Ricardo-. Hay veces en que te deseo tanto que estoy a punto de enloquecer. -Le pasó las manos leve y posesivamente por el cuerpo y luego la estrechó más. Una elusiva fragancia de jazmín le impregnaba el cabello, la tez. La besó de nuevo-. Creí que me sentiría mejor una vez que supiera que eras mía, pero sólo empeora. Nada mitiga el deseo, amada.

Ana se quedó muy tiesa. Sentía la boca de él en el pelo, sentía las manos que se deslizaban de la cintura a los pechos, pero el cálido y grato cosquilleo que se había propagado por su cuerpo se había congelado. Sólo sentía entumecimiento mientras procuraba negar lo que tendría que haber comprendido tiempo atrás. Nada mitiga el deseo, había dicho él, nada.

Le clavó los ojos en la cara, pero titubeó. Aunque él podía ocultarle muchas cosas, no le mentiría. Estaba segura de ello, pues lo conocía bien. Si le preguntaba, él diría la verdad. No lo hagas, le advirtió una voz interior, no preguntes.

– Desde que prometiste desposarme -preguntó sin embargo-, ¿has estado con otras mujeres?

Él le estrujó los hombros, haciéndole daño. Ella obtuvo la respuesta en el silencio que siguió a la pregunta, supo lo que él diría antes de que asintiera.

– Sí.

Ahora se encontraba libre, ni siquiera se dio cuenta de que se había liberado de su abrazo. Nan, pensó obtusamente. Sólo podía ser Nan. La otra muchacha estaba a gran distancia de Londres, pero Nan estaba en Westminster. Nan, que era tan bonita y que compartía su nombre; no sabía por qué eso agudizaba el dolor, pero así era. Nan, que estaba inevitable e irresistiblemente ligada a Ricardo por la sangre que corría en las venas del hijo de ambos.

– Me dijiste que habías roto con ella -acusó-. Y te creí.

– ¿Ella? -repitió él-. ¿Te refieres a Nan? Santo Dios, Ana. ¡Hace meses que no la veo! No la tomé como querida. En eso tienes mi palabra.

El alivio de Ana fue tan grande que por un instante le costó entender sus pensamientos, entender que aún no le agradaba la situación.

Se sentó en la cama, mirando el destello verde y dorado de su sortija de compromiso. Sería degradante sentir celos de unas mujerzuelas. Sabía que debía pasar por alto esos traspiés, que su orgullo lo exigía. Él también esperaría lo mismo. Había sido mucho más tolerante con sus celos de lo que habrían sido muchos hombres, había sido franco al hablarle de Nan y de Kate, del hijo y la niña concebidos en pecado. Pero no se sentiría contento ni halagado si le reprochaba que buscara en otras camas lo que ella le negaba en la suya. No debía dar importancia a esos extravíos. ¿Por qué, entonces, lo que debía sentir estaba tan reñido con lo que sentía? Pues le daba importancia, una importancia enorme.

Su cabello había caído hacia delante, urdiendo un velo de hebras oscuras y doradas sobre su mejilla y su garganta. Ricardo no necesitaba verle la cara, sin embargo, para confirmar que estaba herida. Se le notaba en los hombros caídos, en la tensión delatora de las manos que retorcía en el regazo.

– En nombre de Dios, Ana… -empezó, y se interrumpió. ¿Qué haría, regañarla por lo que no había dicho? Él no tenía motivos para sentirse culpable, dadas las circunstancias. Entonces, ¿por qué el silencio de ella lo incomodaba tanto?-. ¿Qué querías que hiciera, Ana? ¿Crees que habría podido ser tan paciente contigo en estas semanas si no hubiera hallado alivio en otra parte? Estando contigo de esta manera, deseándote como jamás he deseado a ninguna mujer en mi vida… ¿Qué otra cosa podía hacer? -Cayó en la cuenta de que se estaba repitiendo; peor aún, de que su explicación rayaba en lo defensivo-. Comprenderás que no tuvo nada que ver con lo que siento por ti. No puedo creer que sientas celos de una prostituta, tesoro.

– No, claro que no -mintió ella, con tanto abatimiento que él cedió. Se le acercó, le tendió los brazos, la obligó a levantarse.

– ¡La próxima vez que diga que debo ir a Westminster, por Dios, déjame partir! -exclamó, y Ana sonrió lánguidamente.

– Tonta de mí -dijo, con la voz tan sofocada contra el pecho de él que era casi inaudible- por hacer una pregunta que más valía callar…

Permanecieron un rato en silencio. Ricardo le acarició el pelo, se lo apartó de la cara.

– Sólo te amo a ti -murmuró.

– Ricardo… he cambiado de parecer. Haz lo que gustes con las tierras.

– ¿Estás segura, amada?

Ella asintió.

– Quiero que Jorge pague por lo que ha hecho. Pero lo que más quiero es ser tu esposa. Si debemos comprar su consentimiento, así sea.

Pocas cosas le habían resultado más difíciles que esa renuente rendición. Su odio por Jorge era implacable y porfiado, exigía una represalia. Pero los celos eran más fuertes, y le envenenaría la paz de un modo que Jorge jamás habría logrado.

– No lo lamentarás, Ana. Nunca lo lamentarás. Te lo prometo, amada.

– Mejor prométeme -murmuró ella- que una vez que estemos casados, no compartirás ningún lecho salvo el mío.

No había querido pedirle eso, pero ahora que lo había hecho, no lo lamentaba. Alzó los ojos ansiosamente, y en la curva de su boca vio la respuesta que tanto necesitaba oír. Él agachó la cabeza, la besó suavemente y se echó a reír.

– No se me ocurre ninguna promesa, Ana, que sea tan grata de cumplir.

13

Shene. Febrero de 1472


– ¿Qué te propones hacer con esto, Ned? -preguntó Will Hastings, apartando los ojos de la correspondencia-. ¿Darás a Bretaña la ayuda que pide?

– Aún no lo he decidido. Estoy en deuda con Francisco por el dinero que me adelantó en el exilio y nada me complacería más que perjudicar a ese hideputa que ocupa el trono francés. Pero no quiero liarme en un compromiso muy firme sin ver para dónde sopla el viento. Él pide seis mil arqueros; pensé que podía enviar a Anthony con un millar.

Eduardo tiró los papeles sobre la mesa, y un amanuense empezó a recogerlos. Will, que no le tenía simpatía a Anthony Woodville, iba a gastar una broma a sus expensas, pero algo en el semblante de Eduardo lo disuadió. Estudió a su amigo con mayor atención, vio las arrugas que le aureolaban los ojos, la boca apretada con firmeza. Conque la tensión también estaba afectando a Ned. ¿Por qué no? Lo estaba afectando a él, que tenía un gusto desvergonzado por las intrigas cortesanas. Si la ruptura entre Clarence y Gloucester no se remediaba pronto, terminaría por contagiarlos a todos.

– ¿Te sientes tan mal como aparentas?

– No bromees, Will. Hoy no es oportuno. No estoy de humor.

Will pidió vino y ordenó a los sirvientes que se marcharan. Sirviendo en la copa de Eduardo, dijo:

– Deduzco que Clarence aún se muestra intransigente.

– ¿Alguna vez actuó de otra manera? Y como si él no fuera bastante fastidio, ahora también tengo dificultades con Dickon.

Eduardo frunció el ceño. Will esperó.

– Tuve una acalorada discusión con él esta mañana… con Dickon. Está convencido de que he sido demasiado tolerante con Jorge, y amenaza con casarse con la muchacha de inmediato, en cuanto regrese a Londres, al margen de lo que diga Jorge.

– Vaya arrogancia -murmuró Will, y sintió una punzada de vergüenza. Aunque concedía que Gloucester le despertaba envidia, no debía permitir que ésta lo dominara. No sólo era mezquino, sino imprudente. En compensación, añadió con más generosidad-: Pero él ha sido paciente, Ned. Tienes que reconocerlo.

– Lo reconozco, pero no entiendo por qué no puede ser paciente un tiempo más. -Eduardo bajó la copa con brusquedad, la alejó con nerviosismo-. Te aseguro, Will, que estoy hasta la coronilla de esta reyerta continua. Jorge no atendería a razones aunque se tropezara con ellas, pero esperaba más de Dickon. ¡Maldición, sabe que estoy en un dilema! No puedo lidiar con Jorge como si él dominara plenamente sus facultades, porque no es así.

»No, Will, no es tan simple como cree Dickon. Él quiere que lo amenace con reclamar las fincas de Devon si Jorge no acepta el matrimonio. Pero si despojo a Jorge de lo que le pertenece legítimamente, me arriesgo a impulsarlo a otro levantamiento. Hoy por hoy es bastante amigo de Jorge Neville, y hace tiempo que sospecho de Neville, como bien sabes. Aún no tengo pruebas, pero apostaría una generosa suma a que Neville está en comunicación secreta con su cuñado Oxford. No puedo hacer nada contra Oxford mientras permanezca en Francia, pero mi primo el arzobispo es mucho más vulnerable, y si mis sospechas son ciertas lo pagará caro. En cuanto a mi hermano Jorge, vale la pena vigilarlo. Para él la traición es tan natural como el agua para los peces y el aire para las aves.

»Con Jorge tengo una opción. Puedo destruirlo o puedo aguantarlo; una cosa o la otra, Will. Lo que me irrita es que Dickon lo sabe. Pero está tan emperrado en casarse con esa muchacha y llevarla a Middleham que no se fija en otra cosa.

»Sospecho que ahora Jorge sólo desea evitarse una humillación. Pero si Dickon se casa con Ana sin dar a Jorge la oportunidad de rescatar su orgullo dando un renuente consentimiento… Bien, será como acercar el pedernal a la leña.

– A mi entender, sólo puedes actuar de un modo, Ned. Si necesitas más tiempo para persuadir a Clarence, Gloucester debe darte ese tiempo. ¿Por qué no le prohíbes casarse hasta que hayas sometido a Clarence?

– Porque a él nunca se le ocurrió que yo podría hacerlo -dijo agriamente Eduardo-. Dickon da por hecho que nunca se me pasaría por la cabeza, sabiendo cuánto significa Ana para él. -Había un irritado afecto en su rostro cuando miró a Will-. Y lo peor de una fe semejante, Will, es que te sientes obligado a no traicionarla.

– Así son las cosas, Jorge. Dickon no está dispuesto a esperar más. Se propone casarse con Ana aunque no des tu consentimiento, y sospecho que no puedo hacer nada al respecto.

– Podrías prohibirlo -rugió Jorge, y Eduardo sonrió.

– ¿Tal como te prohibí casarte con Isabel? -sugirió, y Jorge se sonrojó.

– Yo amaba a Bella -dijo defensivamente, y lo lamentó de inmediato, previendo la réplica de su hermano.

– Y Dickon ama a Ana.

– ¡Sin duda Dickon ama las tierras que ella le daría!

– Verás, Jorge, Dickon me sugirió que se podía llegar a un acuerdo en lo concerniente a las tierras. Yo espero que lleguemos a una componenda si…

– ¡No!

– Me temía que dijeras eso. Una lástima… Habría preferido zanjar esta cuestión amistosamente, pero la zanjaré de un modo u otro. Con franqueza, Jorge, se me agotó la paciencia. Hace tres meses que Dickon y tú no me dejáis en paz, y estoy harto.

Jorge entornó los ojos, contrayendo las pupilas como adaptándose a un súbito resplandor del sol.

– ¿Qué te propones?

– Es muy sencillo. -Eduardo hurgó entre sus papeles, le entregó uno a Jorge-. Tu suegra me envió otra carta desde Beaulieu. Sin duda adivinarás lo que me pide. Quiere abandonar su asilo y pide que le devuelvan sus tierras.

Jorge se quedó rígido en la silla. Eduardo agitó la carta entre el pulgar y el índice, la envió volando sobre el mármol de la mesa; chocó contra el borde, cayó al suelo. Jorge la siguió con los ojos.

– He pensado mucho en ello, Jorge, y cuanto más lo pienso, más inclinado estoy a acceder a su requerimiento. Si devuelvo sus tierras a la condesa, pongo fin a todos estos escarceos entre Dickon y tú acerca de lo que le corresponde a Ana. Si no hay tierras que reclamar, el problema desaparece.

Jorge se levantó bruscamente, pero permaneció indeciso. Tendría que haber previsto esto. Al final Ned siempre se salía con la suya. Se adueñaría de todo fingiendo que hacía justicia al devolver las fincas de los Beauchamp a la madre de Bella. El castillo de Warwick, las fincas del sudoeste, el Herber. Todo iría a la viuda de Warwick. Pero no Middleham. Dickon y Ana aún tendrían las tierras que Ned le había dado en junio, pero él y Bella no tendrían nada.

– No quiero que hagas eso, Ned -graznó.

Eduardo no dijo nada, sólo lo miró con ojos tranquilos y expectantes. Jorge tragó aire, se sentó.


El invierno se aplacó inesperadamente, y los cielos se despejaron mostrando un azul frágil y brillante, los vientos amainaron y el aire frío era crudo sin ser brutal.

Ricardo calmó a la criatura tensa que tenía sobre la muñeca. El ave irguió la cabeza encapuchada hacia un cielo invisible pero atrayente, clavó las garras en el guantelete de cuero, y soltó un graznido ávido, sordo pero estridente.

Hasta ahora nunca había tenido un halcón de Groenlandia, pues prefería el peregrino, más pequeño y menos arisco. Pero éste era un regalo del conde de Northumberland, no tanto un acto de generosidad como de deferencia al hombre con quien Northumberland compartiría el poder al norte del Trent. Al margen de la motivación del conde, Ricardo estaba muy complacido con el halcón; era un ave hermosa, de color níveo y de vuelo majestuoso. Le había visto matar: era rápida, silenciosa y eficaz.

Desabrochó la correa y le quitó la capucha. El halcón se elevó como disparado por una ballesta, batiendo las alas blancas que lo elevaban hacia el radiante resplandor que aureolaba el sol. Ascendió raudamente y de pronto se dirigió a tierra, y Ricardo maldijo, viendo la presa que había salido de su escondrijo y emprendía una fuga sinuosa y aterrada por el campo nevado. No podía hacer nada salvo observar de mal humor mientras el conejo huía del halcón que lo perseguía. El fin llegó con previsible celeridad, en un súbito remolino de nieve, pelambre y garras penetrantes.

Ricardo lanzó otro juramento y le hizo un gesto a un criado. El hombre se dirigió hacia el matorral para tratar de recobrar el halcón errante. Pero cuando lo encontrara, como bien sabía Ricardo, el ave estaría demasiado ahíta para interesarse en su verdadera presa. En la práctica, la cacería había concluido. Ricardo procuró calmar a su palafrén, que se encabritó y resopló, moviendo los belfos mientras el viento le llevaba el inquietante olor de la sangre caliente.

Al mirar en torno, Ricardo vio que su hermano tenía mejor suerte que él. Mientras aproximaba su montura para observar la persecución que transcurría en el cielo, Eduardo se volvió en la silla, le indicó que se acercara.

– ¿Viste? Una captura perfecta -dijo con entusiasmo-. ¿No te dije que era un cazador de primera? -Dirigió un ademán aprobatorio al hombre que había recogido la presa del peregrino-. Sabía que se podía domesticar, dándole tiempo.

– Un magnífico espectáculo -concedió Ricardo cortésmente.

Era la primera vez que estaba a solas con Eduardo desde que habían reñido tras su llegada a Shene. Pero Eduardo no parecía resentido.

– ¿Qué sucedió con ese gran gerifalte del que tanto te ufanabas? -dijo con naturalidad, como si la riña no hubiera ocurrido. Se rió cuando Ricardo tuvo que confesar que lo había decepcionado-. Quiero hablar contigo, Dickon.

Ricardo acarició el pescuezo del caballo.

– No he cambiado de parecer, Ned. -Gesticuló vagamente-. Debo encargarme de mi halcón.

– Como quieras. Pero quizá te interese saber que tu hermano Jorge ha cambiado de opinión.

Volvió a reírse, pues Ricardo volvió grupas con tal brusquedad que casi se cayó de la silla.

– ¿Quieres decir que ha dado su consentimiento para el matrimonio?

– Bien, «consentimiento» no es la palabra más exacta. Digamos que está dispuesto a ver tu matrimonio como el menor de dos males. -Sin dejar de reír, se apartó de los ojos un fleco agitado por el viento-. Te dije que terminaría por convencerlo, ¿verdad? Y nunca he faltado a mi palabra, al menos no cuando era importante.

Ricardo también reía.

– Nunca dudé de que harías algo, Ned. Sólo temía que cuando lo hicieras yo estuviera demasiado viejo para que me importara.

– Te advierto que aún no está del todo resuelto. Las condiciones que ofrece son demasiado irritantes y extravagantes para tomarlas en serio. Pero ha terminado por aceptar que el matrimonio es inevitable. No tardaré mucho en persuadirlo de llegar a un acuerdo más equitativo. Un mes, a lo sumo. Quizá un poco más.

Ricardo empezó a perder el entusiasmo. Las cosas no estaban tan definidas como Ned le había insinuado. Con Jorge, un mes podía alargarse a tres, luego cuatro.

– ¿Qué es lo que pide?

– En realidad, lo exige. Si actuara del mismo modo en las carreteras, lo colgarían por salteador. Acepta que te quedes con Middleham, Sheriff Hutton y Penrith, y también acepta que sean tuyas aunque no te cases con Ana. Pero reclama casi todo lo demás, Dickon; la totalidad de las tierras de su suegra, y el patrimonio de los Beauchamp debe sumar más de ciento cincuenta propiedades. Quiere el condado de Warwick y el castillo de Warwick, desde luego. También el condado de Salisbury. Ah, y el Herber. -Eduardo sonrió contra su voluntad-. Semejante desparpajo es casi admirable. Ah, y otra cosa. ¿Estás preparado para esto? También exige que le cedas tu cargo de gran chambelán. Alguna vez dije que tenía el cerebro agusanado, pero su codicia está totalmente intacta.

– Dile que acepto sus condiciones -dijo Ricardo.

Eduardo quedó boquiabierto.

– Dickon, no hablarás en serio. Cielos, hombre, te está robando descaradamente.

– ¿Cuán grande fue la dote que aportó Isabel Woodville, Ned?

Eduardo rió a regañadientes.

– Con razón te comportas tan bien en el campo de batalla. Sabes herir donde más duele.

Pero no estaba descontento con la decisión de Ricardo. Simplificaría muchísimo las cosas.


14

Westminster. Abril de 1472


Ricardo habría desposado a Ana de inmediato, pero el calendario de la iglesia parecía haberse confabulado con Jorge; cuando éste dio su renuente consentimiento, era Cuaresma. Como la misa nupcial estaba prohibida desde el Miércoles de Ceniza hasta el domingo posterior a Pascua, no se pudieron proclamar las amonestaciones hasta principios de abril. Tres semanas después, Ricardo y Ana se casaron en la capilla de San Esteban, en Westminster. Fue una ceremonia notable por su sencillez. Decidieron que no los desposaría el tío de Ana, el arzobispo de York, y que se casarían rápidamente y con discreción, evitando las fastuosas festividades que normalmente acompañaban a una boda real.

Eduardo, que habría festejado esas nupcias con una prolongada francachela, aceptó de mala gana al ver que ambos estaban empeñados en hacer las cosas a su manera. La decisión lo defraudaba, pero no le sorprendía; su corte no albergaría muchos recuerdos gratos para la hija del conde de Warwick. Era conveniente, reflexionó, que Dickon se la llevara al norte.

Ahora Ana estaba muy cerca de Eduardo, y sus faldas se extendían en una espuma de seda verde mar y cremoso encaje de Mantua mientras rendía pleitesía a la reina. Él sonrió, notando que ella recorría la cámara con los ojos, buscando a Ricardo. Era más bonita de lo que recordaba, pero tan flaca que se preguntó si serviría para procrear. Miró afectuosamente a su esposa, que había dado a luz a su cuarta hija sólo una quincena atrás, y luego volvió a fijarse en Ana, para descubrir que una vez más ella observaba a Ricardo. Se rió; era indudable que amaba a Dickon.

Pero se equivocaba en cuanto a la motivación de Ana. Ella no buscaba a Ricardo con anhelo, sino para cerciorarse de que no estuviera escuchando, pues Isabel parecía empeñada en lastimarla, y Ana quería ahorrarle a Ricardo el mal trago.

– Casarse sin dispensa papal… Mi cuñado de Gloucester debía estar muy ansioso.

– Ambos lo estábamos, madame -dijo Ana, tan cortésmente como lo permitía su resentimiento.

Isabel acariciaba distraídamente el último regalo de Eduardo, un collar italiano de topacio y oro.

– Ricardo siempre fue impetuoso -observó, con tanta condescendencia que Ana hirvió de furia reprimida. También notó que los ojos de Isabel medían su cintura, comprendió sus sospechas, y agradeció a Dios que Ricardo no estuviera cerca.

– Debes conceder que es irregular y haría que el matrimonio fuera muy fácil de disolver. Pero supongo que eso no te inquieta.

– No, madame, no me molesta en absoluto.

– Tu fe en él es conmovedora. Creo que serás una esposa muy obediente -dijo Isabel con negligencia. Estaba perdiendo interés en esta conversación. En cierto modo, la boda de Gloucester le complacía; no era frecuente ver a Clarence burlado tan abiertamente. Pero no le agradaba esa chiquilla tímida con los ojos oscuros de Warwick, la sangre de Warwick y una habilidad instintiva para convencer a los hombres, aun hombres tan experimentados como Ned, de que necesitaba protección masculina. Isabel consideraba que una muchacha capaz de pasar del lecho de Lancaster al de Gloucester en menos de un año necesitaba tanta protección como Leonor de Aquitania.

– Os deseo suerte, milady Gloucester -dijo, en una despedida indolente que a Ana no le molestó, tan feliz estaba de escapar de esa conversación espinosa y tan complacida de que la interpelaran por primera vez como duquesa de Gloucester. Estaba saboreando en silencio ese sonido con la lengua cuando Isabel añadió-: Y os deseo más éxito en este matrimonio del que tuvisteis en el primero.


En la galería de trovadores cantaban una balada difamatoria, «El duque exiliado», que pretendía ser un relato de los amores ilícitos entre Margarita de Anjou y un duque lancasteriano.


Ahora él yace entre dos torres,

yace en el frío suelo,

y la reina de Inglaterra

se aleja con desconsuelo.


Había otras estrofas, apenas audibles a causa de las carcajadas. Sólo Ana escuchaba la letra. Qué destino extraño el suyo, haber sido princesa de Gales y duquesa de Gloucester en menos de un año.

Sacudió la cabeza con impaciencia. Éste no era momento para permitir que Eduardo de Lancaster irrumpiera en su mente ni en sus recuerdos. Debía agradecer a Dios Todopoderoso su increíble fortuna, pues había recobrado todo lo que quería en la vida y creía perdido para siempre, Ricardo y Middleham.

Ricardo cogió la mano de Ana, la enlazó con la suya sobre el mantel. Estaba mucho más sobrio que Francis, Rob y Dick Ratcliffe, y Ana agradecía su mesura. También agradecía su voluntad de complacerla, de ahorrarle el espectáculo en que inevitablemente se transformaría una boda en la corte.

– Has sido muy tierno conmigo -murmuró.

Ricardo cogió la copa de vino, la compartió con ella. Ella le deslizó los dedos por la muñeca y él le dio la vuelta a la mano para estamparle un beso en la palma. Rob vio la mirada que intercambiaban.

– Es hora de acompañar a la pareja al tálamo -dijo en voz alta.

Ana se tensó y volvió a coger la copa de vino. Se hallaba entre amigos, no podía estar más lejos en el tiempo y el espacio de la corte francesa. Francis era como un hermano; conocía a Rob desde siempre, y también Dick Ratcliffe era alguien que conocía y era de su agrado. Su esposa Agnes era amiga desde mucho tiempo atrás; era la hija mayor de lord Scrope, y aunque le llevaba a Ana varios años, compartían muchos recuerdos de una infancia en Yorkshire. Anna Fitz-Hugh Lovell era su prima, y Véronique la más entrañable de las amigas. ¿Por qué se sentía tan incómoda? Procuró tranquilizarse, pensando que esto no se parecería en nada a los festejos frente al lecho nupcial de su boda con Eduardo de Lancaster.

Aun después de dieciséis meses, le costaba sepultar ese recuerdo doloroso. Ahora la rondaban rostros del pasado. El rostro achispado de desconocidos que rodeaban el lecho nupcial. El rostro tenso, blanco y furioso de Margarita de Anjou, que se oponía porfiadamente a la consumación del matrimonio, pero tuvo que acatar la orden del rey francés, que había prometido a su amigo el conde de Warwick que se encargaría de que Ana estuviera bien casada y encamada. El alivio de su madre, la discreta compasión de Isabel. El rostro guapo y huraño de su prometido, que intuía su rechazo y la detestaba por esa renuencia que ella no podía ocultarle.

La risa había sido estruendosa, las bromas tan obscenas que la hacían sonrojar. Para colmo de males, reinaba tanta tensión que la cópula inicial resultó tan traumática para ella y tan insatisfactoria para él que toda posibilidad de una adaptación mutua se extinguió esa primera noche. Al despertar por la mañana eran enemigos, y cuando él murió, Ana sabía que la odiaba tanto como ella a él.

– ¿Ana? -Ricardo se inclinó para besarla suavemente y susurró-: ¿Quieres que terminemos con esto?

Ella agrandó los ojos en agradecida sorpresa. Nunca habría pensado en pedírselo. Los festejos junto al tálamo formaban parte de las celebraciones nupciales, y había entendido que no le quedaba más remedio que soportarlos.

– ¿Harías eso por mí? -preguntó, y él asintió, y desató una tormenta de protestas al decir a todos los presentes-: Rob siempre pensó que yo no podía ir del torreón a la casa de guardia sin ayuda. Pero os aseguro que Ana y yo podemos encontrar nuestra alcoba sin su generosa oferta de asistencia… y así no me sentiré culpable de interrumpir vuestros festejos.

Las objeciones fueron rápidas y furiosas, pero las bromas eran benévolas, aunque procaces, la risa amigable y, por consentimiento tácito, todos actuaron como si creyeran que el más reacio era Ricardo y no Ana. Anna Lovell cometió la torpeza de estropear el humor del momento con una frase indiscreta. Rob siguió insistiendo mucho después de que Francis y Dick habían aceptado la derrota, pero también él tuvo que rendirse, encogiéndose de hombros.

– Bien, si estás tan empeñado en despreciar la tradición, Dickon, allá tú. Pero, ¿no te remuerde la conciencia defraudar así a tus invitados…?

– Mejor a sus invitados, Rob, que a su prometida -observó cándidamente Anna Lovell, y se sorprendió sinceramente cuando Ana se sonrojó y Francis la fulminó con la mirada. Había poca malicia en su carácter; sólo decía lo que se le ocurría, aunque fuera inoportuno o impertinente. Se ruborizó, desconcertada por el súbito silencio. Sólo había dicho lo que todos sabían, que la timidez de Ana era el auténtico motivo de la terquedad de Dickon. Entonces, ¿por qué Francis le dedicaba esa mirada ceñuda y reprobadora y los otros prestaban tanta atención a la música?

Suspiró, se puso a jugar con sus anillos. No estaba cómoda con esa gente. Eran amigos de Francis, no de ella, y no podía librarse de la sospecha de que la desdeñaban porque su familia había sido lancasteriana. Francis insistía en que no era así, pero era lógico que dijera eso. Y ahora la regañaría por abochornar a la prima Ana. Dirigió a su joven esposo una mirada de soslayo, entre rencorosa e implorante, y volvió a suspirar. A veces él era difícil de complacer.


Más allá de la cama aún ardían las luces, pero Ana yacía en la oscuridad, y las colgaduras de seda de Trípoli tapaban todo resabio de lumbre. Oyó que Véronique se retiraba y, al abrirse la puerta, el sonido de voces masculinas en el cuarto contiguo. Luego los escuderos de su esposo entraron en la habitación, fueron al excusado con lavamanos de agua caliente perfumada con hierbas, indicando a los ayudas de cámara que pusieran mas leña en el hogar.

Ana se quedó quieta, escuchando; sonó un estrépito, una risa sofocada, oyó la voz de Ricardo, baja y bonachonamente severa. Sumergiéndose más en la cama, ella tiritó; las sábanas eran sedosas y frías como hielo. Resistió la tentación de ovillarse para sentir calor y se obligó a estirarse para calentar la cama para Ricardo.

Cuando Ricardo corrió las colgaduras, Ana vio que las velas estaban apagadas, y la única luz venía del hogar. Había pensado con aprensión en sus primeros momentos en la cama, temía que hubiera cierta incomodidad entre ellos, pero le alivió descubrir que no era así. Él la atrajo, la abrazó con tanta naturalidad como si hiciera meses que compartían el lecho. Aunque el amor había sido muy íntimo en las semanas previas al viaje de Ricardo a Shene, esto era diferente, y sintió cierta timidez ante el contacto de ese cuerpo desnudo contra el suyo. Él fue tan tierno que pronto la tranquilizó, y cuando empezó a explorar su cuerpo, lo hizo sin precipitación, como si no hubiera urgencia, y eso también la tranquilizó.

Empezó a relajarse; sólo ahora comprendía cuán tensa había estado. Eran esos malditos recuerdos que Rob había despertado sin saberlo; lo sabía. También sabía que era una tonta al darles importancia. Era sólo que ansiaba complacerlo, hacerlo feliz. Tanto que le dolía. No soportaba la idea de defraudarlo, en ningún sentido.

– Quiero ser buena esposa para ti -susurró, con tal intensidad que él le apartó la cabeza del pecho. En la penumbra fluctuante ella pudo discernir la sonrisa inquisitiva y tierna que había provocado con sus palabras.

– Hasta ahora no tengo quejas -rió él.

Ella le acarició el pelo y siguió con los dedos la sinuosa cicatriz que iba de la muñeca al codo, el precio que él había pagado por los laureles que había ganado en la batalla de Barnet. Volviendo la cabeza, ella le apoyó los labios en el hueco del codo, y de pronto vio los claustros blanqueados de Cerne y volvió a sentir ese escalofrío que la había calado hasta los huesos cuando Somerset le reveló que Ricardo había sido herido en la lucha. En muchos sentidos, aquél había sido el peor día de su vida. Nunca se había sentido tan sola, tan abandonada. La hija de un rebelde muerto, una esposa rechazada. Ricardo nunca le había parecido más lejano que aquel día, mientras hablaba con Somerset bajo el sol de abril. Salvo, quizá, un día de diciembre en Francia, el día de su boda con Eduardo de Lancaster.

¡Virgen santa! ¿Qué mosca le había picado que ahora pensaba en eso? Aspiró con tal brusquedad que Ricardo exclamó:

– ¿Fui demasiado brusco, tesoro?

– No, no. Ricardo, te amo, te juro que te amo.

– Lo dices como si yo lo pusiera en duda, amada.

Sin saber qué responder, ella se apretó contra él. Él le besó la garganta, la boca, el pelo, le apretó y acarició los senos, rozó la tersura de los muslos. Ella se aferró a él como si surcaran un extraño mar a la deriva y sólo él pudiera mantenerla a ñote, lo llamó «amor» y «querido», movió el cuerpo para acomodarse a sus caricias, y luchó contra una creciente sensación de desesperación, de desolación, pues lo que más temía estaba ocurriendo; su cuerpo la traicionaba. No sentía nada. Nada.

En vano procuró responder a los besos, compartir la pasión. No lo consiguió. Su mente nunca había estado tan lejos, tan distanciada; era como si lo mirase hacer el amor con el cuerpo de otra. Lo amaba, lo amaba muchísimo. Entonces, ¿qué le pasaba? ¿Por qué no podía sentir lo que debía sentir, lo que sentían otras mujeres? Él le había despertado esa sensación anteriormente. ¿Por qué no ahora, cuando más importaba? ¿Y cómo podía ocultárselo? Lancaster la había odiado por su frialdad, pero Ricardo se sentiría herido, espantosamente herido.

Cuando terminó y quedaron entrelazados en silencio, ella desvió la mirada para que él no viera las lágrimas que le temblaban en las mejillas. Por un breve tiempo que le pareció interminable, sólo oyó el ritmo menguante de la respiración de él y el temblor delator de la suya. Se había delatado, sabía que sí. Se sentía tan desdichada que el recuerdo del miedo la había asaltado en el momento de la penetración y se había puesto involuntariamente rígida, dificultándole la entrada. Sí, él lo sabía, tenía que saberlo.

Cerró los ojos para contener las lágrimas. Él había sido muy paciente, había procurado no lastimarla. Y no la había lastimado; aún se sentía sorprendida por ello. La incomodidad inicial había pasado casi de inmediato. Mientras él daba a su cuerpo tiempo para adaptarse al de él, a sus movimientos, el dolor se había diluido en una sensación de presión que no le resultaba desagradable. Su alivio había sido enorme, y con él había venido un borbotón de ternura. Entonces había podido relajarse y seguirlo, e incluso había sentido cierta decepción cuando él terminó, pues empezaba a complacerle la cercanía, la intimidad, el contacto de su cuerpo.

Pero lo que esperaba sentir, lo que creía que debía sentir, se le había escapado por completo. Y se avergonzaba al recordar cómo lo había rechazado al principio, hasta que él la calmó y la tranquilizó. Había sido tan tierno que ahora el fracaso parecía peor. Ansiaba complacerlo. Y ahora él sabía lo que Lancaster había sabido, que a ella le faltaba algo, que ella…

– ¿Ana? -Él se apartó, y Ana se sintió súbitamente abandonada y tiritó. Él la envolvió con la sabana, se inclinó para besarle la mejilla desviada-. Sé que no l'ue tan bueno para ti, querida, pero… -murmuro él, y ella rodó con un sollozo ahogado, para arrebujarse en sus brazos.

– Oh, Ricardo, fue culpa mía. No supe complacerte, y lo ansiaba tanto…

– ¿Que no supiste complacerme? Amada, supiste complacerme muy bien. -Él se movió para verle la cara, y cuando ella abrió los ojos para mirarlo con incertidumbre, añadió-: Me apresuré demasiado, no te di tiempo. Creo que fue por desearte tanto y haber esperado tanto tiempo. -Con un dedo siguió la lágrima solitaria que aún humedecía la mejilla de Ana, besándola mientras la lágrima le llegaba a la comisura de la boca, y rió-. Pero te lo compensaré, te lo prometo.

– No te molesta… Oh, Ricardo, tenía tanto miedo de que quedaras insatisfecho conmigo…

– Ana, mírame. No podías obtener mucho placer con lo tensa y nerviosa que estabas. ¿Crees que yo no lo sabía? Sólo tenía que tocarte para sentirlo. Estabas tensa como la cuerda de una ballesta. Pero mejorará, amor, y mucho. Sólo te falta experiencia, y nada me gustaría más que remediarlo.

Ana expulsó el aire que le apretaba la garganta y le cubrió la cara con besos febriles, y sólo se detuvo cuando ambos se echaron a reír.

– Ojalá te hubiera hablado, te hubiera confesado mis aprensiones. Era un manojo de nervios, temía que me encontraras fría, que…

– ¿Fría? Ana, escucha. Confieso que me hiciste pasar malos momentos en el jardín de ese priorato de Coventry. Pero nunca desde entonces, y menos en estas semanas en San Martín. -Ahogó un bostezo, volvió a besarla-. Ahora acércate y te mostraré un modo placentero de dormir. Recuéstate contra mí, así, y yo te envolveré en mis brazos. Encajamos como dos cucharas, ¿ves?

Su cercanía era tranquilizadora, y la calidez de su cuerpo igualmente agradable. Ella habría querido hablar más, pero la voz de él había cobrado una soñolienta satisfacción. Se acurrucó contra él; pronto, el movimiento lento y parejo del pecho le indicó que él se había dormido.


La llegada de abril no siempre significaba la llegada de la primavera a Wensleydale, pero ese año cabía esperar que no hubiera neviscas tardías, ni vientos afilados barriendo los Pennines. El valle era puro verdor, y el musgo oscuro se mezclaba con las hojas renovadas y las tiernas sombras de la hierba recién crecida; el río Ure reflejaba las nubes y el cielo con una pátina plateada.

Lo que primero llamó la atención de Ana fue la gente. Las angostas calles de Middleham estaban abarrotadas de hombres y mujeres, en tal cantidad que comprendió de inmediato que muchos habían llegado de las aldeas vecinas. Y al mirar por encima del hombro para preguntarle a Ricardo si el mercado del lunes había cambiado durante su ausencia, se pusieron a gritar. Con un sobresalto, notó que los vítores eran para ella, pues la hija del conde había regresado.

Frenó la yegua y se encontró rodeada de admiradores, de aldeanos que habían amado a su padre y ansiaban demostrar el mismo amor por su hija. Aún no era la temporada de las rosas blancas de York, pero una chiquilla tímida avanzó para obsequiar a Ana un ramillete de narcisos, campanillas y jacintos. Le ofrecieron un cáliz plateado que brillaba en el poniente y representaba una suma nada desdeñable para las arcas de la aldea. Ana les aseguró que sería un honor aceptarlo, y que lo atesoraría por lo que era, un regalo del corazón.

A poca distancia, dos hombres estaban apartados de la muchedumbre, en la escalinata de la cruz del mercado. El sacerdote de la aldea entornó los ojos como para protegerse del sol, pero sus palabras indicaban una preocupación más profunda.

– Un regalo del corazón -repitió-. El único problema es que no se lo han dado a la persona indicada.

Su compañero lo miró con curiosidad. Thomas Wrangwysh estaba visitando parientes en Masham cuando se enteró de que el duque y la duquesa de Gloucester regresarían a Middleham, y había decidido estar allí cuando llegaran. A fin de cuentas, razonó, Gloucester sería el mandamás de la comarca y su respaldo seria valioso para un hombre con ambiciones políticas como él.

– ¿Queréis decir que tendrían que habérselo dado al duque?

– Así es. Lo que cuenta es la buena voluntad de él, no la de ella.

– Os equivocáis, padre. Mirad la cara del duque. No podrían haber pensado en nada mejor para complacerlo.

Sobre la fortaleza ondeaba el estandarte de Gloucester. Ana se tapó los ojos, miró el campo escarlata y azul con la insignia de la Rose-en-Soleil, el emblema de su primo Ned, y los colmillos del Blancsanglier, el Jabalí Blanco de Ricardo. El estandarte ondeó y luego se extendió en toda su longitud, se mantuvo así un instante como clavado contra el cielo vívido y nublado.

Al volverse, vio que Ricardo había frenado junto a ella

– Estamos en casa -dijo él.

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