Leicester. Septiembre de 1472
La tensión era tangible, casi se podía saborear, tocar, respirar. Pocas veces Ricardo se había sentido tan incómodo, y no hallaba palabras adecuadas. Kate miraba el jardín por la ventana como si fuera un paisaje extraño y maravilloso que nunca había visto. Sólo Kathryn estaba a sus anchas, como si la situación no la afectara. Echó los brazos al cuello de Ricardo, confiada y naturalmente, como si él formara parte de su mundo, como si no hubieran transcurrido dos meses desde la última vez que la había estrechado así.
Ella tenía los colores del padre; cada vez que Ricardo la veía, volvía a maravillarse de ello. Escapando de la precaria restricción de las cintas de seda escarlata, el cabello le enmarcaba la cara en huidizos rizos de ébano; los ojos azules eran anchos y oscuros. Ricardo se preguntó si la niña entendía quién era él. Era pequeña, pues había cumplido dos años cinco meses atrás, y él la veía con poca frecuencia.
– ¿Y mi cachorro, papá?
Él sonrió, pues era la quinta vez en una hora que ella le recordaba su promesa.
– No lo olvidaré, Kathryn. Lo traeré la próxima vez que venga a visitarte.
– ¿Mañana? -dijo ella, y él rió. También Kate.
– No mañana, Kathryn, pero pronto -dijo Kate-. Ahora despídete de tu padre, muñeca.
Kathryn obedientemente estampó un beso húmedo en la mejilla de Ricardo y otro en el cuello. Con renuencia, él la dejó en el suelo, y la niñera se la llevó.
Era la primera vez que estaba a solas con Kate; la última vez que había visitado a Kathryn, Kate se había quedado en su estancia, y había mandado decir que lamentaba estar enferma y no poder recibirle. Él no le había creído, pero había agradecido ese subterfugio, no había querido encararla con la sortija de boda de otra mujer en la mano.
Kate sonrió envaradamente, murmurando una frase cortés sobre la brevedad de su estancia. También él murmuró una nadería, pero descubrió que sus ojos se dirigían al brillante crepúsculo castaño de su pelo; en la intimidad de su hogar, ella lo llevaba suelto, sólo ceñido por una ancha cinta de terciopelo, de un profundo color turquesa que resaltaba a la perfección el oro cobrizo del cabello. Ella jugueteaba con un mechón, aplanándolo contra el corpiño del vestido. Era una afectación que él conocía, y sabía que nacía de la tensión. Notó que Kate aún llevaba el anillo de ópalo que le había regalado cuando ella cumplió diecisiete años. Los pendientes también eran regalo de él, y en la mesa había un estuche de plata, una prenda de paz por una riña hoy olvidada.
– Kate… -¿Qué podía decirle? Se cumplirían cuatro años en diciembre. Recuerdos hoy agridulces, pero no menos vividos. Ambos tenían dieciséis años. Ella había ido a su lecho como virgen, y al año siguiente había dado a luz esa hija bastarda, Kathryn-. Kate, ¿estás bien? Temo que no quieras decirme si necesitas algo…
Ella sacudió la cabeza; el remolino de cabello evocaba hojas de otoño arrastradas por el viento.
– No, Dickon, estoy bien. A Kathryn y a mí no nos falta nada. Has sido sumamente generoso.
¿Una frase irónica? Ricardo no atinó a distinguirlo, y tampoco quería saberlo.
– Dickon, tengo algo para ti. -La sonrisa de ella era más suave, menos tensa-. No esperaba que volvieras a visitar a Kathryn antes de su cumpleaños, el mes próximo y… Bien, quería que tuvieras esto. -Mientras hablaba, alzó la tapa de un cofre, sacando un paquete envuelto en seda blanca.
Cuando él lo recibió, los dedos de ambos se tocaron una y otra vez mientras ella lo ayudaba a abrir el envoltorio; a él le asombró su reacción ante ese contacto fortuito. Tuvo que contener el ansia de tocar el cabello rojizo que ondeaba y titilaba con cada movimiento. Tenía muy presente la fragancia que perfumaba la muñeca, el cabello, el hueco de la garganta de Kate; también era familiar, un perfume que ella había adoptado porque a él le gustaba.
Retrocedió, se concentró en abrir el paquete, que para su deleite reveló un boceto a carboncillo de Kathryn.
– ¿Te gusta, Dickon? ¿De veras?
– Nada podría gustarme más. Se inclinó para besarle la mejilla, tan apresuradamente como si temiera que el contacto lo escaldara.
Se miraron un instante. Ella estaba demasiado cerca; él reparó en la ondulación irregular de los senos. No había creído que aún la deseara tanto. Le cogió la mano, se la llevó a los labios.
– Dios te guarde, Kate -murmuró.
– También a ti, Dickon -jadeó Kate-. Espero que me des un beso de despedida.
Él titubeó y luego le rozó la boca con los labios. Pero cuando él retrocedió, ella le rodeó el cuello con los brazos y se acurrucó contra él; Ricardo sintió la conocida calidez de ese cuerpo; esa dulce boca se le pegaba, y era como si los años no hubieran pasado.
La estrechó sin pensar, sin poder evitarlo, sólo consciente del contacto de esos pechos, esa lengua en la boca, esa suavidad, ese aroma.
– Amor, amor… Ha pasado tanto tiempo -susurró ella, y entonces Ricardo reaccionó. Apartando la boca, la alejó de sí, puso fin al abrazo.
– Perdóname, Kate -dijo con voz incierta-. No quería que esto ocurriera. No tengo derecho.
– Claro que sí. Tienes todo el derecho, Dickon. Sólo tú… -Ella se inclinó hacia él con avidez y él le aferró los brazos, la mantuvo aparte, pues no confiaba en sí mismo.
– No -murmuró-, no lo tengo.
Ella tenía ojos tan azules que parecían lavanda; mostraban desconcierto y un asomo de dolor.
– No entiendo. Me deseas tanto como yo a ti. No puedes negarlo.
– No… no lo niego.
– Querido, escúchame. Te amo, nunca dejé de amarte. Sé que el adulterio es pecado mortal, pero no me importa. Merece la pena…
– ¡Kate, por favor! -Ella calló, boquiabierta, y él dijo consternadamente-: Por Dios, nunca quise lastimarte, nunca. ¡Lo juro por lo más sagrado!
Ella le clavó los ojos.
– Entiendo -jadeó. Apartándose abruptamente, se agachó y recogió el envoltorio de seda blanca; con infinito cuidado, se puso a plegar la tela una y otra vez, como si fuera lo único que le importaba.
– Kate… Kate, lo lamento.
– ¿Qué lamentas? ¿Que me haya puesto en ridículo?
Él intentó acercarse, pero ella se alejó.
– Es culpa mía tanto como tuya, si te sirve de consuelo. Debí haberlo entendido. Pero me negaba a afrontar la verdad. Cuando el otoño pasado me escribiste que te proponías desposar a tu prima, encontré cien razones para que te interesara esa boda: que ella era una Neville, la hija del conde de Warwick, una heredera… Pensé en todas las razones menos una: que tal vez la amaras. Y es así, ¿verdad? Por eso te casaste con ella, y por eso ya no quieres yacer conmigo. Amas a tu esposa. -Él guardó silencio, y ella gritó con voz estridente y acusadora-: Tengo razón, ¿no? ¡Dilo, pues! La amas, ¿verdad?
– Sí -dijo él, y la observó con aflicción mientras ella retorcía y tironeaba la seda blanca hasta que tembló en sus manos como una criatura viviente-. Kate, siento afecto por ti, mucho afecto…
– ¡En nombre de Dios, Dickon, cállate! -Ella tragó saliva, tembló y se sentó abruptamente junto a la ventana-. Será mejor que te vayas.
No sabiendo qué hacer, él le cogió la mano, la sostuvo un instante junto a su mejilla. Kate se tensó y él pensó que le arrebataría la mano. En cambio, ella cerró los ojos, se apoyó en el asiento.
– Vete, por favor -insistió, y él asintió, se alejó. Se detuvo en la puerta, ansiando irse, escapar de esa escena dolorosa, pero no quería dejarla así.
– Kate, ¿hay algo que pueda hacer por ti?
– Sí, Dickon, hay algo -Ella irguió la cabeza. No había lágrimas en sus ojos, pero la voz era crispada y ronca-. Quisiera pedirte un favor.
– Sólo tienes que mencionarlo, Kate -dijo él de inmediato, antes de comprender el riesgo a que se exponía.
Ella arqueó los labios en una sonrisa fugaz.
– No seas tan impulsivo, Dickon. Alguna vez eso te pondrá en un atolladero del que no podrás salir.
– Me temo que sí -convino él, con una sonrisa tan poco convincente como la de ella-. Dime qué puedo hacer por ti, Kate.
– No vuelvas aquí -susurró ella-. Quiero que veas a Kathryn, tanto como puedas. Pero no aquí. Sólo avísame cuándo deseas verla; puedes enviar una escolta a buscarla, tenerla contigo en Middleham o donde desees. Pero no vuelvas aquí, Dickon. Mantente alejado. Hazlo por mí… por favor.
Middleham. Diciembre de 1472
En Nochebuena, el tronco navideño ardía en el salón; siguiendo la tradición, permanecería encendido durante los doce días venideros. El día anterior, se había organizado una cacería para complacer a los huéspedes. Para esa semana se planeaba una cacería de jabalí pero, por la seguridad de las mujeres que asistieron, la presa de ayer había sido el venado que se cazaba desde San Miguel hasta Navidad.
Habían terminado de cenar; habían desmantelado las mesas de caballetes y las habían apilado tras las mamparas del extremo sur del salón. La pantomima también había concluido; aún quedaban varios actores en el salón, divirtiendo a los espectadores con las piruetas de titíes amaestrados y un osezno domesticado. Los trovadores estaban muy visibles, pero había una tregua en la danza.
Alison Scrope buscaba a su esposo, pero sin mayor urgencia. El vino y la satisfacción la habían sosegado, pues el lugar estaba lleno de amigos y vecinos y el entretenimiento le había agradado, tan profuso como en los días en que el carmesí de Warwick resplandecía en medio del acebo y la hiedra. Ahora los colores que adornaban el salón eran el azul y el morado de York y Alison, con alivio inexpresable, veía que su esposo al fin lo aceptaba, y parecía dispuesto a dejar que los muertos enterraran a sus muertos y hacer las paces con la Casa de York. Alison se lo agradecía a Dios; el rey Eduardo había perdonado tres veces a John por el respaldo que había dado a Warwick y los Neville. Sabía que no habría perdón para un cuarto traspié.
En consecuencia, estaba encantada con lo que había sucedido en los dos últimos días. Para halago de John, Ricardo le había pedido que participara en su consejo, que no sólo cumplía funciones administrativas sino judiciales. Alison lo consideraba una señal muy prometedora, demostraba que Ricardo valoraba la capacidad de su marido y también que se proponía seguir una política de conciliación, no de represalia. Claro que sería una necedad hacer lo contrario; él sabía muy bien que en los condados que estaban al norte del río Trent persistían lealtades ambiguas.
Pasó cerca de la hermana de Francis Lovell, Frideswide. Un nombre poco común, pensó Alison, sonriendo para sus adentros. «Vínculo de paz» en sajón, como Frideswide debía explicar con frecuencia. Alison asintió para saludar a Frideswide, pero no se detuvo. Allí también estaba Joan, la otra hermana de Francis, pero no su esposa Anna. Francis le había dicho a Alison que ella deseaba pasar la Navidad con su madre, pues hacía menos de seis meses que el padre de Anna había muerto. Alison había coincidido diplomáticamente. Ahora meneaba la cabeza. Una lástima. Pero así sucedía a menudo. Los matrimonios concertados en la infancia funcionaban muy bien o no funcionaban en absoluto.
Entonces Alison halló a su esposo. Mientras se reunía con él frente al hogar, reparó en la expresión grave de los hombres y mujeres que rodeaban a Ricardo.
No tardó en descubrir por qué. Hablaban de la muerte de la pequeña hija de Eduardo, lady Margaret, sucedida quince días atrás. La chiquilla era enfermiza de nacimiento y se había aferrado a la vida sólo ocho meses. Ricardo acababa de confirmar los rumores sobre la muerte de la niña; decía que la semana pasada había recibido una carta de su hermano el rey.
Alison se persignó respetuosamente, pero pensó que Eduardo y su reina habían sido más afortunados que la mayoría. Isabel le había dado cinco hijos a Eduardo y era la primera vez que la muerte les reclamaba uno. La mayoría de los padres estaban más familiarizados con el dolor, sobre todo en ese primer frágil año de vida, cuando a menudo la muerte era rápida y súbita.
Miró a Ana, que había palidecido. Con una mano acariciaba la cadena de su crucifijo, con la otra se apretaba el pliegue del vestido con ademán protector.
– Los bebés son tan vulnerables -dijo con un hilo de voz, y Alison supo que sus sospechas de los dos últimos días estaban bien fundadas.
En cuanto tuvo una oportunidad de conversar con Ana a solas, la aprovechó. Ana estaba encantada de hablar de las reformas realizadas durante sus primeros ocho meses como señora de Middleham y no necesitó insistencia para llevar a Alison al gabinete contiguo, donde mostró con orgullo los paños de Arrás con unicornios que adornaban las paredes y el nuevo mirador que habían abierto en la pared oeste.
Alison quedó impresionada; así lo manifestó, y escuchó pacientemente mientras Ana hablaba con entusiasmo de los añadidos y restauraciones que ella y Ricardo planeaban para los meses venideros.
– Y esperamos ampliar las ventanas de la Torre Redonda, pero primero Ricardo quiere… -Ana se echó a reír-. Y nada de esto te interesa, ¿verdad?
Alison hizo una mueca.
– Con franqueza, hay un asunto que me interesa más. Dime, querida, ¿para cuándo esperas tu bebé?
Ana bajó la mirada, volvió a mirar a Alison.
– Pensé que aún no se notaba.
– Se te nota en la cara, tesoro -rió Alison, y abrazó a la muchacha para felicitarla-. Lo empecé a sospechar ayer, cuando te negaste a asistir a la cacería. Luego vi cómo te miraba tu esposo cuando no lo notabas, como si estuvieras hecha de fino cristal veneciano que se haría añicos al menor toque. Los hombres siempre son así con el primer hijo; es una lástima que no dure, así que aprovéchalo al máximo, Ana. Lamento decirte que cuando llegues al tercer o cuarto hijo, él se quejará de que tardes nueve meses cuando su mejor hembra de alano sólo tarda dos en parir.
Ana volvió a reírse, y sacudió la cabeza con tanta vehemencia que el velo que le colgaba de la toca se arremolinó en una traslúcida nube lavanda.
– Ricardo no es así. -Abrazó a Alison-. Te lo habría contado antes de tu partida, Alison. No veo el momento de estar hinchada como un melón maduro. Quiero que todo el mundo lo sepa. -Dejando de reír, le confió en voz baja-: No sabes cuánto significa para mí el haber podido concebir tan pronto. Recordaba con alarma, Alison, que mi madre, en todos sus años de matrimonio, sólo nos tuvo a Isabel y a mí… y más abortos naturales de la cuenta. Tampoco mi hermana tiene la bendición de un vientre fértil; un bebé que nació muerto en más de tres años de matrimonio. Yo temía… Pero ya no, Alison, ya no. -Giró en círculo, agitando las faldas de terciopelo, riendo, y Alison volvió a recordar cuán joven era Ana, con sólo dieciséis años.
– Creo que ahora tienes todo lo que deseabas. Y también creo que ya no debo preocuparme más por ti, niña. Has vuelto a casa.
– Así es -dijo Ana, y sonrió-. Hay veces, Alison, en que me pregunto cómo puedo tener tanta suerte. Y luego caigo en la cuenta… Ricardo es mi suerte.
Abadía de Beaulieu. Junio de 1473
Nan Neville, condesa de Warwick, estaba sentada en un banco de los claustros de la abadía de Santa María de Beaulieu Regis en Southamptonshire. Huraños cuervos negros graznaban en el herboso patio. Pájaros de mal agüero. Los pájaros que rondaban la Torre de Londres desde que los hombres tenían memoria. Qué adecuado, pensó, que también fueran atraídos por esa abadía de muros blancos que era su prisión. Su autocompasión se había agudizado ese mediodía; lágrimas fáciles le empañaban los ojos.
Dejó que le surcaran las mejillas; después de todo, nadie podía verla. Estaba sola. Siempre sola. Era probable que estuviera sola el resto de los días yermos que le restaran en esta vida, una renuente inquilina de los monjes cistercienses de Beaulieu.
Los cuervos chillaron, riñendo entre sí. Los miró sin verlos; hollaba una senda mental ya conocida, siguiendo paso a paso los acontecimientos de los últimos dos años, reviviendo sus lamentaciones.
Al principio no había sido así. En aquel primer verano de asilo, no había cavilado demasiado; estaba aturdida, tan agobiada que sólo podía llorar por la muerte de su esposo y por su propia situación. Pero había vuelto a la realidad cuando su hija Ana desapareció del Herber.
El amor de Nan por su gallardo y ambicioso marido había sido excesivo y exclusivo. No se proponía desairar a sus hijas; pero no le quedaba amor suficiente para ellas. A su manera, sentía afecto por Ana e Isabel. A fin de cuentas, eran suyas. Ella les había dado la vida, les había perdonado que no fueran varones, se había enorgullecido de su hermosura, ansiaba concertar matrimonios brillantes para ellas. Y ahora eran todo lo que tenía.
Su temor por Ana era genuino, y también su alivio cuando se enteró de que Ana estaba a salvo. Pero su gratitud pronto dio paso a la euforia. Parecía un milagro que Ana se casara con Ricardo. Su hija tendría por esposo al primo moreno que adoraba desde la infancia, y ella tendría alguien que la defendiera, tendría como yerno al único hombre con poder suficiente para oponerse a Jorge.
Nan estaba segura de que sus problemas habían terminado, y se desmoronó cuando Ana le escribió que Eduardo se había negado a permitirle abandonar su asilo. Se sentía tan confiada que no había tenido en cuenta la posibilidad de que Eduardo se negara, de que prefiriese aplacar a Jorge a expensas de ella.
Ana había manifestado su confianza en que Eduardo se retractara, le había prometido que Ricardo seguiría tratando de convencerlo. Era sólo cuestión de tiempo, le aseguraba a su madre.
Eso no significaba nada para Nan. Meras palabras, hueras y fáciles de olvidar. Tal como la habían olvidado y abandonado a ella.
Impulsivamente, le había enviado a Ana una carta incoherente e insultante. Si Dickon no lograba persuadir a Ned, era porque no había puesto todo su empeño. Al igual que Jorge, prefería que ella permaneciera aislada. Tal vez Ana deseaba lo mismo. Isabel sin duda lo deseaba. A sus hijas no les importaba lo que fuera de ella. Su pluma se aceleraba, cubriendo una página empapada de lágrimas tras otra, acusando a Ana de indiferencia, a Ricardo de perfidia, volcando todas las congojas y aflicciones del último año.
Se arrepintió de esa carta el mismo día que la despachó a Middleham, pero ya era demasiado tarde. Durante un mes no tuvo noticias. Y cuando llegó la respuesta, no era de Ana sino de Ricardo.
Nan miró pasmada el sello de su yerno, temiendo romperlo. ¡Santo Dios, Ana no le habría mostrado esa carta!
Con las primeras palabras, comprobó que sí se la había mostrado. Era una misiva concisa y amable, pero cortante. Él negaba las acusaciones tan envaradamente que Nan supo que estaba enfadado y ofendido. Sostenía que había intercedido de buena fe ante su hermano, decía que seguiría hablando a favor de ella. Nan sabía que era mentira. Si había tenido alguna oportunidad de ganar su respaldo, la había perdido irremediablemente en cuanto Ana le mostró esa carta. Nunca se lo perdonaría a Ana, jamás. Garrapateó una breve esquela acusatoria para Ana, diciendo sólo eso, y trató de ahogar su desesperación en la indignación que le causaba la traición de su hija.
Después no recibió más mensajes de Middleham. Y al distanciarse de Ana, no le quedaba nadie, pues Isabel no había respondido sus cartas. Había perdido a Isabel, y al parecer ahora también a Ana.
Pero en marzo recibió una carta de una vieja amiga, Alison, lady Scrope de Bolton Castle, una carta dicharachera y alegre llena de noticias sobre Henry, el hijastro de Alison, y su esposo John, que ahora representaba a Ricardo en sus negociaciones con los escoceses. En medio de los chismorreos sobre la familia Scrope, dos temas llamaron la atención de Nan.
El primero se relacionaba con el cuñado de Nan, el arzobispo de York, a quien Eduardo había arrestado once meses atrás acusándolo de mantener una correspondencia traicionera con su cuñado lancasteriano, el conde de Oxford. La salud de Jorge Neville no era óptima, comentaba Alison, y Ricardo había accedido a interceder en su nombre ante el rey. En el mismo párrafo, mencionaba al pasar el embarazo de Ana.
Nan no durmió esa noche. Alison era chismosa, pero sus chismes eran fiables. Si decía que Ricardo procuraba obtener la liberación de Jorge Neville, era verdad. Nan sabía que Ricardo no esperaba nada del arzobispo. Aun así, estaba dispuesto a defenderlo ahora que estaba enfermo. Porque era el tío de Ana. Como habría estado dispuesto a defenderla a ella si no lo hubiera distanciado imperdonablemente con esa carta precipitada y ofensiva.
Y Ana estaba embarazada. Ana llevaba en el vientre a su primer nieto. Un niño que quizá no viera nunca. Ni siquiera se había enterado de que Ana estaba encinta.
Nan no era una mujer introspectiva, pero ahora su única ocupación era cavilar, pues tenía tiempo, soledad y aflicciones. Con renuente detallismo, reflexionó sobre su relación con sus hijas, comenzó a comprender que si ahora le fallaban era porque ella les había fallado con frecuencia. Recordó Amboise, recordó cuán indiferente había sido a los temores de Ana, cuán impaciente con la persistente depresión de Isabel después de la muerte de su hijo. Con un rubor de vergüenza, recordó que había permitido que se enterasen de la muerte de su padre a través de Margarita de Anjou.
Trató de escribirle a Ana, pero no le salían las palabras. Siempre había tomado el amor de Ana como algo que se le debía, y pedirle perdón a su hija parecía atentar contra el orden natural de las cosas. Al margen de los errores que hubiera cometido, era su madre. Ana e Isabel no tenían derecho a juzgarla. Pero el hecho de tener razón no le ayudaba a sobrellevar su desdicha.
En el claustro, los monjes salían del refectorio, el edificio de piedra gris que albergaba el comedor. Comenzaron a alinearse ante las cubas destinadas a lavarse las manos después de las comidas. Nan se levantó para marcharse cuando oyó que la llamaban.
– ¡Milady!
Se volvió, vio que uno de los monjes de hábito blanco corría hacia ella por la vereda oeste de los claustros.
Como de costumbre, la recepción de la Gran Casa de Guardia estaba atestada de mendigos, pero Nan se puso rígida al ver a los soldados yorkistas que merodeaban por la entrada, y sintió un helado hormigueo de alarma en la espalda. ¿Por qué estaban allí? ¿La presencia de ellos se relacionaba con la convocatoria del abad?
No se tranquilizó cuando el monje la guió por la sala interior hacia la escalera que conducía a la capilla. ¿Qué debía decirle el abad que requiriese tanta intimidad?
Él le salió al encuentro, pero Nan sólo tenía ojos para el hombre envuelto en las sombras de la tarde, un individuo alto y elegante con la cara tostada por el sol e impávidos ojos azules.
– Madame, quiero presentaros…
– James Tyrell -concluyó ella, y Tyrell se inclinó para besarle la mano.
– Ahora es sir James Tyrell, madame -corrigió cortésmente-. Tuve el honor de recibir el espaldarazo del rey después de la batalla de Tewkesbury.
– Mi enhorabuena -dijo Nan automáticamente. Conocía a Tyrell. Pertenecía a la aristocracia rural de Suffolk, y su lealtad a la Casa de York era incuestionable. ¿Qué misión le habría encomendado Ned?
– Parece que nos abandonaréis, madame.
Ella se volvió boquiabierta hacia el abad.
– ¡Abandonaros!
Él asintió, sonrió.
– Sir James ha venido a escoltaros hasta…
– ¡No!
Ambos hombres se sobresaltaron.
– ¿Madame? -dijo el abad con incertidumbre.
El grito de Nan había sido involuntario; se había sorprendido a sí misma, no sólo a ellos. ¿No era esto lo que más deseaba? ¿Por qué no estaba emocionada, eufórica? ¿Por qué sentía tanta aprensión? Aspiró con un resuello. Porque no se fiaba de Ned. ¿Por qué se fiaría de él? Si era capaz de retenerla aquí, ¿por qué no sería capaz de ponerla a merced de Jorge?
– Decidme, señor abad -dijo sin aliento-, ¿él puede forzarme si decido no ir? ¿Me pueden sacar de aquí contra mi voluntad?
– Claro que no. Quien viola el derecho de asilo pone en peligro su alma. -El abad fruncía el ceño, mirando acusadoramente a Tyrell-. Sir James, me disteis a entender que la condesa de Warwick se marcharía voluntariamente.
– Eso creía yo -se apresuró a responder Tyrell. Estudiaba a Nan con evidente desconcierto-. Madame, confieso que no lo entiendo. Y tampoco Su Gracia lo entenderá. Quizá, si leéis su carta…
¿Carta? Era improbable que Ned le escribiera a ella.
– ¿Venís en nombre del rey? -tartamudeó, y Tyrell se relajó.
– No, madame… del duque de Gloucester. -Una sonrisa de comprensión le cruzó el rostro, y se ensanchó cuando ella le arrebató la carta.
Ella rompió el sello con dedos trémulos, se acercó a la ventana para leer. Cuando se volvió hacia el abad y Tyrell, tenía la cara empapada de lágrimas.
– El rey me ha autorizado a abandonar mi asilo. -Calló, rió y rompió a llorar sin freno-. Puedo… puedo ir a casa.
En su viaje al norte, sir James Tyrell había accedido al requerimiento de Nan de que se detuvieran en la abadía de Bisham, donde estaban sepultados el conde de Warwick y Juan Neville. No llegaron a Wensleydale, pues, hasta la segunda semana de junio.
Ana estaba en el gabinete, sentada ante su bordado. Estaba más bonita que nunca, vestida de verde esmeralda, su color predilecto y el que mejor le sentaba; tenía buen semblante, y su cabello, ceñido por una diadema recamada de perlas que hacía juego con el vestido, caía en ondas lustrosas y bien cepilladas. Pero no parecía estar encinta.
Nan quiso hacer una alarmada pregunta, pero se contuvo. Si Ana había perdido el bebé, no quería que las primeras palabras entre ellas aludieran a un quebranto tan desgarrador. En cambio le sonrió a su hija y extendió los brazos; sintió gran alivio cuando Ana se dejó estrechar sin titubeos.
– Ese niño que estaba antes contigo, Ana… ¿Dijiste que se llamaba Johnny? ¿Es el hijo de Dickon?
– Basta echarle un vistazo para que sea imposible negarlo -rió Ana-. Nació mucho antes de nuestra boda. Ricardo lo tenía en Sheriff Hutton, y después de que nos casamos, en Pontefract, pues pasamos mucho tiempo allá. Cuando Ricardo fue a Nottingham el mes pasado, para pedirle a Ned que te liberase y para hablar con el conde de Northumberland, pude hacer lo que tendría que haber hecho meses antes. Una quincena atrás hice traer a Johnny en secreto.
– ¿Dickon no lo sabe?
Ana meneó la cabeza, volvió a reír.
– Todavía no… y no veo el momento de verle la cara cuando se entere. Desde Nottingham debía ir a York, pero creo que regresará esta semana. Cumplo años el viernes y antes de partir él juró que no se lo perdería. No sé qué planea darme, pero Johnny será mi regalo para él, un regalo muy postergado. Para Ricardo significaría mucho tener a su hijo aquí. Y también para «Johnny, pues adora a Ricardo. Pero yo no me avenía a traerlo, madre. Me avergüenza confesar mis celos de un niño, pero así era. Él no era mío y no podía aceptarlo como si lo fuera, aunque sabía que debía hacerlo.
– ¿Y ahora crees que puedes? -preguntó Nan dubitativamente, y Ana sonrió, cogió la mano de su madre.
– Ahora sé que puedo. -Se levantó, sin soltar la mano de Nan-. Si me acompañas al cuarto de los niños, te mostraré por qué.
Antes de ver al niño dormido, Nan no había sabido cuánto ansiaba tener un nieto. Al inclinarse para rozar con los labios el cabello castaño y plumoso, sintió una punzada de envidia. Cuán afortunada era Ana, que le había dado a Dickon un hijo varón. Cuánto habría querido tener un chiquillo como éste; lo habría mimado y consentido, no habría cometido los errores que había cometido con Isabel y Ana.
– No hago nada en estos días, me paso horas cerca de la cuna. Necesito mirarlo dormir, bostezar, dormir de nuevo. Incluso observo el aire que entra y sale por su boca, como si pudiera olvidarse de respirar si yo no estuviera allí para presenciarlo.
– ¿Qué edad tiene, Ana?
– El jueves cumplió seis semanas. Esperaba el parto para finales de mayo, ni siquiera había iniciado mi confinamiento. Pero él no estaba dispuesto a aguardar, y nació en la víspera de San Jorge, tan esmirriado que las comadronas temían por él, aunque se negaban a decírmelo.
Hablaban en susurros, como para no turbar al niño dormido dentro de la cuna de roble que antes habían usado Ana e Isabel. Ana acarició la mejilla del bebé con un dedo.
– Yo no quería una nodriza -suspiró-, quería amamantarlo yo misma, aunque no se estile. Pero no tenía suficiente leche. Él tiene más pelo que la mayoría de los bebés de su edad, ¿no te parece, madre? Parece ser del mismo color que el del padre, quizá más oscuro. Es extraño, pero por primera vez en la vida comprendo un poco a Margarita de Anjou. Recuerdo su desesperación por llegar a Gales, esa cabalgada de pesadilla que hizo para cruzar el río Severn, tan ansiosa estaba de poner a su hijo a salvo… y creo que ahora entiendo mejor cómo se sentía. Eduardo era el hijo de su carne. Cuando miro a mi propio hijo, cuando pienso en lo que haría para salvaguardarlo, protegerlo de todo mal…
Su madre lanzó un gemido ahogado que interrumpió sus elucubraciones. Alzó la vista y vio que el rostro de Nan se había petrificado, que había cerrado las manos convulsivamente sobre el borde de la cuna.
– Hablas de la preocupación de una madre por su hijo. Pero en verdad estás diciendo que yo no demostré tal preocupación por tu hermana y por ti, que hasta Margarita de Anjou era mejor madre que yo.
– No, madre, claro que no -dijo Ana lentamente, pero con incertidumbre-. Al menos, no era mi intención.
Se miraron por encima de la cuna.
– Yo amaba a tu padre, él era mi vida. Cuando me dijeron que había muerto, fue como si… como si todo fuera ceniza. Me sentía muerta por dentro, no podía pensar en nada salvo en lo que había perdido. ¿Puedes entenderlo, Ana?
Ana miró a su hijo dormido, calló unos instantes.
– No -dijo al fin-. No, madre, no puedo. Ojalá pudiera decir lo contrario, pero no lo entiendo.
– Ya veo. Estás empeñada en juzgarme, en culparme por un momento de debilidad. No es justo, Ana. Reconozco que tendría que haber ido a la abadía de Cerne para estar con Isabel y contigo. Pero no puedo deshacer lo que hice, y en cuanto al matrimonio con Lancaster… No esperarías que me opusiera a tu padre en esa cuestión.
– No, madre, no esperaba que te opusieras a padre… en nada. Pero, ¿no podrías haber pensado en mi zozobra? Yo tenía catorce años, madre, catorce. Y era tan desdichada que no me interesaba vivir. Si una sola vez me hubieras mostrado que lo entendías, creo que lo habría sobrellevado mejor. Pero no te importó, ¿verdad? ¿Recuerdas lo que me dijiste cuando acudí a ti en busca de consuelo? Me dijiste que no importaba si a mí me gustaba acostarme con Lancaster o no, siempre que quedara preñada.
Nan palideció. Enfermizas manchas de color afloraron en sus mejillas.
– ¿Yo dije eso? -Se pasó la lengua por los labios rígidos, murmuró-: La verdad es que no recuerdo. Si lo dije, sólo puedo asegurarte que no lo decía en serio. Ay, Ana, fueron días muy malos para todos nosotros. Yo sentía mucho temor por tu padre, ansiaba reunirme con él en Inglaterra… Pero… ¿Debemos hablar de esto ahora? No sirve de nada, sólo causa dolor. Y ahora eres feliz, Ana. Tienes el hogar y el esposo que has elegido, un hijo recién nacido. Quizá… quizá todo terminó siendo para bien…
– Para bien… ¡Oh, Dios! -Ana endureció la boca, la contorsionó con extraña furia-. Todavía me rondan los sueños de aquella época; sí, aún ahora. Y con buenas razones. ¿Sabes cuánto tardé, madre, en responder a Ricardo con tanta plenitud como corresponde a una esposa? Casi tres meses, y Ricardo es un hombre tierno y cariñoso. Sí, ahora soy feliz, pero pagué un precio muy alto por ello, más alto que cualquier obligación que tuviera contigo y con padre, y ahora me dices que todo terminó siendo pura bien…
Su voz furiosa había penetrado el velo de sueño que rodeaba a su hijo, que abrió los ojos y rompió a llorar. Ana se inclinó para alzarlo. Por un rato no hubo ningún ruido en la habitación, salvo el menguante llanto del niño.
Nan tragó saliva pero no procuró ocultar las lágrimas que derramaba.
– He cometido errores, lo sé. Pero, ¿son imperdonables, Ana?
Ana acunaba a su hijo. Alzó los ojos, y Nan vio que también ella parecía a punto de llorar.
– No, mamá… Claro que no. -Ana vio con ojos oscuros y preocupados que su madre buscaba un pañuelo. La madre que recordaba había conservado una frágil hermosura aun siendo cuarentona. Ana veía ahora el precio que habían cobrado los dos últimos años. La viudez y el aislamiento habían agrisado el pelo de Nan, le habían engrosado la cintura y habían desleído su rubia hermosura en una madurez incolora y vacilante. Ana miró las manos inciertas y agitadas, la boca blanda y desconcertada, y se alejó de la cuna.
– Ten, mamá -dijo-. ¿No quieres coger a tu nieto?
Nan estaba en la entrada que conducía al salón, mirando el caos del patio interior, donde Ricardo procuraba calmar a su briosa montura en medio de una docena de perros que ladraban. Sintió un nudo en la garganta, el implacable tirón del recuerdo. Siempre había sido así cuando el conde de Warwick llegaba a Middleham. La misma confusión, el mismo alboroto, y ella también había hecho a menudo lo que Ana hacía ahora, bajar la empinada escalera del torreón tan deprisa que corría peligro de enredarse en sus propias faldas.
Ricardo frenó su corcel al pie de la escalera cuando Ana llegó abajo; se apeó para recibir el abrazo de bienvenida de su esposa. Nan observó mientras evocaba muchas escenas similares dentro de esas murallas, cuando el Báculo Enramado de Warwick ondeaba sobre el torreón. Le dolía, pero no tanto como había temido.
Ana recogió varios cojines del asiento de la ventana, los llevó a través de la alcoba, los depositó en el suelo junto a la tina. El agua del baño estaba perfumada con hierba de Santa María y se elevaba en nubes de vapor aromático. Apartó las cortinas y se acomodó en los cojines para hablarle a Ricardo mientras él se bañaba.
Revolviendo el agua con el dedo, apoyó la mejilla en el borde acolchado de la tina, esperando que él despidiera a sus escuderos. Estaba seguro de que lo haría, pues aún no habían estado a solas y sabía que él ansiaba la intimidad tanto como ella.
En cuanto se cerró la puerta, él se inclinó, le dio el beso que ella había esperado toda la tarde.
– Cielos, cuánto te extrañé, Ana.
– Yo también te extrañé -dijo ella, y sonrió al pensar que se había quedado corta con esa frase. Se arrodilló en los cojines, cogió el jabón.
– ¿Te ayudo? -invitó, y él sonrió.
– Creí que no me lo pedirías nunca.
Esta vez fue ella quien lo besó.
– Gracias, amor, por lo que le dijiste a mi madre… acerca de su llegada a casa. Me temo que yo no fui tan generosa.
– ¿Reñisteis?
Ella asintió.
– Lamentablemente, sí. He tratado de convencerme de que no le guardo rencor, Ricardo, pero no es así. Ella sólo tuvo que mencionar… cosas que prefiero olvidar y me encendí como leña. No puedo evitarlo. Aún siento que me falló cuando más la necesitaba.
– No te sientas culpable por eso, Ana. Te falló, en efecto.
Ella le había jabonado la espalda; ahora empezó a pasarle espuma por el pecho y los hombros.
– Pensaba que podría convencer a Isabel de visitarnos cuando haya nacido su hijo. Quizá esté más dispuesta a reconciliarse con madre cuando tenga el hijo que tanto quiere.
Ricardo le cogió la mano, la mantuvo quieta contra él.
– Querida, será mejor que afrontes la verdad. Se requeriría un auténtico milagro para que Jorge permitiera que Bella viniera a Middleham.
El rostro de Ana se ensombreció.
– Sí, tienes razón. No sé en qué pensaba… -Apretó tanto el jabón que se le escabulló entre los dedos, se hundió-. Jorge no deja de provocar infelicidad, ¿verdad? Hace meses que mi madre habría salido de Beaulieu si no hubiera sido por él y su condenada codicia por tierras que no le pertenecen.
– No hablemos de Jorge. Cada vez que hablo de él, descubro más argumentos a favor del asesinato. -Le apartó el cabello de la garganta, la exploró con la boca hasta que ella tembló de placer y Jorge quedó olvidado-. ¿Estás segura, amor, de que quieres que Johnny esté aquí con nosotros? No quiero ser injusto contigo…
Ella asintió, y cuando él volvió a besarla, le devolvió el abrazo tan apasionadamente que tardó en notar que su cabello flotaba sobre el agua del baño.
– ¡Mírame, amor! ¡Estoy empapada!
Miró consternadamente los mechones goteantes, las manchas de agua que le oscurecían el corpiño del vestido, pero no protestó cuando él volvió a estrecharla. Ahora ambos reían, pero cuando el jabón se perdió de nuevo, su búsqueda cobró aspectos tan interesantes que la diversión pronto cedió paso a la urgencia.
En las primeras semanas de matrimonio, Ana había sido tímida al hacer el amor. Le resultaba más fácil mostrar su pasión en la blanda intimidad de la oscuridad, dentro del aislamiento de las cortinas de su lecho matrimonial. Ahora era mediodía, y la luz del verano brillaba en la habitación y ya estaban poniendo las mesas en el salón, y sartenes de metal y platos de madera eran sacados del aparador. Pero Ricardo había estado ausente un mes entero, la primera separación desde que se habían casado, y sus retozos habían sido por fuerza limitados en las etapas finales del embarazo.
– Vuelve a decirme cuánto me extrañaste -murmuró ella.
– Mejor te lo muestro -respondió él, y ella rió.
Ahora le besaba de nuevo la garganta y ella echó la cabeza hacia atrás para que él la besara a gusto, deslizándole las manos por el pecho, deleitándose en el contacto de la piel húmeda y cálida, la fragancia de la hierba de Santa María, la súbita ronquera de su voz al decir su nombre.
– ¿Por qué no terminas de bañarte? -sugirió ella.
Él jugó con el pelo húmedo que le caía sobre el pecho, apartó la seda mojada para acariciar la suave curva que quedaba expuesta.
– Tengo una idea mejor. ¿Por qué no te bañas conmigo? -Ana agrandó los ojos. Se sonrojó, sintiéndose tan insegura como intrigada. Él se rió, amándola por ese sonrojo, y por lo que hacía ahora, llevarse la mano a la espalda para desanudar los cordones del vestido-. Ven, déjame ayudarte.
– Creí que no me lo pedirías nunca -dijo ella.
Londres. Noviembre de 1474
El viento había arreciado durante horas sobre el río y poco antes del mediodía el cielo empezó a oscurecerse. La lluvia tamborileaba sobre las ventanas en repiqueteos bruscos, con un ritmo muy diferente de su arrullo habitual. Granizo, sin duda, pensó Will Hastings, y sonrió; había pocos lujos más placenteros que estar en cama lánguidamente después de hacer el amor, escuchando la furia vana del viento y de la lluvia contra la piedra y la madera.
– ¡Will, mira, amor!
Una cristalina burbuja de jabón se elevó en el aire sobre la tina, y luego otra y otra. Con los ojos entornados, vio cómo subían al techo, reflejando la luz de las lámparas de la pared como si cada una llevara una vela en miniatura encerrada en su interior.
– Eres tan niña, amor. Ese soplador de burbujas era un juguete destinado a mis hijos. No pensaba en ti cuando lo compré en la feria de Smithfield.
– Bien, en agosto no me conocías, Will, de lo contrario también habrías comprado uno para mí -observó ella, y él sonrió. Compartía el gusto femenino normal por las joyas y los perfumes costosos, pero era la primera amante que había tenido que también se complacía con bagatelas.
Ella lucía atractivamente desaliñada; el pelo color miel desafiaba los alfileres de marfil, los mechones sueltos se curvaban en la nuca, y rizos sueltos se curvaban pícaramente sobre el ojo, rozándole la nariz. Tiró del pelo con impaciencia; era la mujer menos atildada que había conocido, y su falta de vanidad era aún más sorprendente a la luz de sus innegables encantos físicos.
No es que fuera hermosa como esa zorra Woodville. No podía compararse con Isabel, y él lo concedía. Pero tenía algo que cautivaba a un hombre. Su risa. Sus hoyuelos. La boca más apetitosa que se podía imaginar. Pechos altos y firmes, ahora húmedos y relucientes. Viendo que ella apoyaba una torneada pierna en el borde de la tina y se la enjabonaba detenidamente, sonrió, sabiendo que ella lo provocaba, pero sintiendo que el deseo renacía. Tal vez ése fuera el secreto de su atracción, el motivo por el cual se encontraba tan inesperadamente subyugado, a los cuarenta y tres años, por esa aniñada mujer de veintidós, esa rolliza y bonita esposa de un lencero de Londres que podía hacerle sentir que los veinte años de diferencia no importaban nada, que podía despertarle el ansia de poseerla dos veces en una hora, con una avidez que no había conocido en años, un afán que casi había olvidado.
– ¿Dónde está tu esposa? -preguntó ella. En otra mujer, podría haber sido un comentario malicioso; en ella, era mera curiosidad.
– En Ashby-de-la-Zouch, en Leicestershire. -Y no pudo resistirse a añadir-: Como esta casa, Ashby fue un regalo del rey.
Ella tenía ojos de pestañas largas, de un profundo color gris azulado, tan separados que le daban un falso aire de inocencia. Los agrandó al oír la mención del rey; él esperaba esa reacción, y le agradaba contarle confidencias de la corte yorkista, del rey yorkista que era su amigo.
– Will, ¿ha vuelto el rey de su viaje por el centro del país? -preguntó ella con timidez, pues aún no estaba acostumbrada a las charlas informales sobre el soberano, como si fuera alguien que conocía personalmente.
Will asintió.
– Regresó el 16. Fue una excursión bastante lucrativa. Y recaudó una buena suma en donativos, en vez de préstamos que hay que devolver.
– ¿Qué es un donativo? -preguntó ella con desconcierto.
Él rió.
– Un modo cortés de describir un atraco. Funciona así. El rey convoca a uno de nuestros ciudadanos más ricos, saluda a dicho ciudadano con aduladora calidez, lo deslumbra con su regio encanto, y luego expresa su confianza en que dicho ciudadano esté dispuesto a hacer una aportación voluntaria a las reales arcas… Una aportación bastante grande, huelga decirlo. Previsiblemente, tesoro, la mayoría prefiere vaciar sus monederos antes que defraudar al rey.
– ¡Qué ingenioso! Pero si tanto necesita el dinero, los rumores deben ser ciertos. ¿Se propone ir a la guerra con Francia?
– Sospecho que sí. Hay muchos indicios de que así será. En julio firmó un tratado con Borgoña, prometiendo enviar un ejército inglés a Francia antes de que transcurriera un año. El mes pasado comprometió a su tercera hija, la pequeña Cecilia, con el hijo mayor del rey de Escocia, para asegurarse de que los escoceses no lo atacarán mientras él lidia con Francia. Y por el modo en que ha procurado recaudar dinero, pienso que marchará sobre París dentro de pocos meses.
– ¿Tú quieres ir a la guerra, Will?
– No demasiado -concedió él despreocupadamente, y estiró la mano-. Ven aquí -dijo, y ella rió, se levantó lustrosa y goteante. Estaba buscando una toalla cuando la puerta se abrió bruscamente. Will se incorporó con una imprecación y ella se apresuró a zambullirse en la tina mientras el mayordomo de Will entraba a trompicones.
– ¡Milord, el rey está aquí! Ahora se encuentra en el salón y… – Se giró en la puerta y jadeó-: ¡Vuestra Gracia!
Eduardo entró en la alcoba.
– ¿En cama al mediodía, Will? ¿Estás enfermo? -Pero aunque dirigía la pregunta a Will, volvía los ojos hacia otra parte, observando a la muchacha de la tina, y sus ojos no perdían detalle del cutis húmedo y reluciente, la boca roja y abierta, el arremolinado cabello rubio-. Retiro la pregunta -rió.
Will le hizo un gesto brusco al mayordomo.
– Regresa al salón. Encárgate de agasajar a los acompañantes del rey.
Se envolvió con la sábana y se dispuso a levantarse, pero Eduardo lo contuvo con un ademán.
– No te molestes… no por mí. -Avanzó unos pasos y, mientras el mayordomo cerraba la puerta, dijo-: íbamos río arriba, de la Torre a Westminster, cuando estalló la tormenta. Me pareció mejor atracar en Paul's Wharf, y como tu casa estaba cerca, parecía ofrecer el refugio más invitante. Pero veo que soy tan bienvenido como un contagio de sífilis.
Miró de nuevo a la muchacha, que lo miraba como si dudara de la percepción de sus sentidos. Cuando él se acercó a la tina, ella se cubrió los pechos con los brazos, pero Will notó que no intentaba cerrar las cortinas.
– Majestad… -Ella se relamió la lengua con los labios-. Me tenéis en desventaja.
– Eso espero -dijo Eduardo con una sonrisa-. ¿No piensas levantarte para saludar a tu rey?
Ella se sonrojó, por primera vez en presencia de Will, y luego frunció la cara.
– Lo haría con gusto, Vuestra Gracia, pero no oso pediros que me deis una toalla.
– ¿Por qué no? -Eduardo tendió la mano, no hacia la toalla que ella señalaba, sino hacia el trapo que colgaba sobre el borde de la tina-. ¿Con esto bastará? -ronroneó, y ella se echó a reír.
Will quedó dividido entre la diversión y una emoción que nunca había experimentado con Eduardo, algo muy parecido a los celos.
– Todos los libros de etiqueta que leí en mi niñez convienen en que seducir a la amante de un hombre en su propia tina es el colmo de los malos modales -observó secamente, y Eduardo rió.
– Sospecho que acabas de pedirme cortésmente que me largue. También sospecho que el infierno se congelará antes de que me digas el nombre de tu sirena, Will.
– Señora Shore -dijo Will, con una exagerada demostración de renuencia fingida que de hecho era muy real.
– Elizabeth Jane -ofreció ella, sonriéndole a Eduardo como si la cegara el sol. Will notó que la timidez de la muchacha se había disipado tan rápidamente como el vapor que se elevaba del agua del baño. Se había inclinado hacia delante y, apoyando los brazos cruzados en el borde de la tina, decía con la soltura de la familiaridad-: Mi padre, John Lambert de la Compañía de Lenceros, me llama Eliza, pero todos los demás me han llamado Jane desde que tengo memoria, y es el nombre que prefiero.
– También yo -dijo Eduardo, sonriéndole-. Hay demasiadas Elizabeths en mi vida pero, que yo recuerde, ni una sola Jane.
En cuanto él salió, Jane salió de la tina y, desdeñando las toallas, se arrojó a la cama junto a Will.
– Will, no puedo creerlo. Pensar que él estuvo aquí, a un brazo de distancia. ¡Y me encontró grata a sus ojos! Fue así, ¿verdad? Oh, Will.
Se le echó en los brazos, mojada y ávida, suave y resbalosa, besándole la boca, acariciándole el cuerpo, hasta que él respondió a su necesidad, aun sabiendo que esa excitación y esa pasión no eran para él sino para Ned.
Cuando ambos estuvieron satisfechos, permanecieron abrazados en las sábanas y él escuchó en silencio mientras ella hablaba de Ned.
– Lo vi por primera vez hace trece años, Will, en febrero, un mes antes de su victoria en Towton. Yo tenía ocho años y él todavía no era rey. Mi padre me llevó al patio de San Pablo; nunca lo he olvidado. Montaba un caballo blanco, vestía una armadura de brillo cegador, el ser más hermoso que he visto o espero ver, como un arcángel.
Will soltó una risotada despectiva.
– A Ned le han llamado muchas cosas, pero nunca «arcángel».
Ella fingió un puchero.
– Ríete si quieres, pero así fue como yo lo vi aquel día…
– Parece que aún sufres el mismo defecto visual.
– ¡Caramba, Will! -Ella se apoyó en el codo para verle mejor la cara; la suya reflejaba asombro-. ¡Hablas como si estuvieras celoso!
– ¡No seas ridícula! -rugió él, y al cabo de una pausa, ella volvió a acurrucarse en sus brazos.
– Soy una boba, ¿verdad? -coincidió, con cierta vergüenza-. A fin de cuentas, ¿quién podría estar celoso del rey?
– En efecto, ¿quién? -dijo él secamente.
Al cabo de un rato ella se durmió. Él se quedó quieto, escuchando los ecos moribundos de la lluvia de invierno mientras la tormenta se desplazaba al sur y el cielo de la ciudad empezaba a despejarse. Esos celos por Ned eran tan inesperados y extraños que no sabía cómo encararlos. Ned era algo más que su soberano. Lo amaba como a un hermano. Cuando pensaba en las mujeres que habían compartido con el paso de los años, las amantes que habían intercambiado, las conquistas que habían compartido… ¿Por qué Jane Shore era diferente? ¿Qué le importaba si Ned se acostaba con ella? No entendía por qué le molestaba, sólo sabía que era así.
Cuando llegó la invitación de Eduardo, Jane acababa de abandonar las esperanzas. Durante diez días había soñado con Eduardo, preguntándose cómo sería como amante, repitiéndose que él podía encontrarla sin dificultades. ¿No se había cerciorado de que él supiera que su padre era miembro de la Compañía de Lenceros? Pero los días pasaban y al fin llegó a la conclusión de que se había engañado. ¿Cómo podía haber pensado que volaría tan alto, que el rey llevaría a su lecho a la hija de un lencero?
Al ver los colores yorkistas, se agitó tanto que apenas pudo oír el mensaje. No importaba demasiado; habría ido a cualquier parte sin cuestionamientos ni escrúpulos, habría dejado que ese desconocido la acompañara hasta el confín de la tierra si así lo deseaba Eduardo. Sólo tuvo tiempo para guardar una redoma de perfume en una cartera de tela y sujetársela al cinturón, luego encontrar pluma y tinta y garrapatear una apresurada excusa por su ausencia para su marido, agradeciendo a Dios y a su padre que le hubieran enseñado a leer y escribir.
Ya habían tocado las completas cuando la barca atracó en el Muelle del Rey. Eduardo la aguardaba en su alcoba. Ella tuvo una rápida vislumbre de una mesa puesta para dos, de jarras de vino y platos de plata, y se inclinó ante él en una profunda cortesía. Su conocimiento de la etiqueta real era rudimentario; esperando hacer el gesto con corrección, rozó con los labios el anillo de coronación, e impulsivamente le besó la palma.
Él la alzó, le apoyó las manos en los hombros.
– Me alegra que hayas venido a pesar de la poca antelación. ¿Tienes hambre?
Jane nunca había sido propensa a fingir, y no veía motivos para empezar ahora. No quería sentarse a una mesa, entablar una conversación insulsa, plantear preguntas corteses y fingir interés en sus respuestas, mientras sólo deseaba saborear su boca, sentir sus manos en el cuerpo, su peso sobre ella en lo que debía de ser la mayor cama de plumas que había visto.
Meneó la cabeza lentamente, notó que él sonreía, complacido con su franqueza.
– Tampoco yo -dijo Eduardo, y con un gesto perentorio despidió a los criados que aguardaban para servirles.
Él era mucho más alto que ella; mientras se inclinaba para besarla, Jane tuvo que ponerse de puntillas y aferrarlo para conservar el equilibrio. Él resolvió esta disparidad de alturas alzándola en brazos y llevándola a la cama, donde se acostaron y encontraron un prolongado placer en sus cuerpos, más de lo que él esperaba.
Jane había empezado a echar ojeadas subrepticias a la vela marcada que indicaba el paso de las horas. No es que quisiera irse, de ninguna manera. Estaba habituada a considerarse enamorada de un hombre u otro, y entregaba el corazón tan generosamente como el cuerpo. En general, sus sentimientos eran de naturaleza intensa y de duración breve. Pero nada la había preparado para esto, para lo que sentía ahora, echada junto a Eduardo mientras el hogar ardía suavemente, masticando pollo frío, compartiendo una rebosante copa de vino y riendo con frecuencia.
No le sorprendía que él le hubiera dado tanta satisfacción. Le sorprendía, en cambio, que él fuera tan atento después de hacer el amor. Pronto descubrió que él era muy afecto a las caricias: jugaba con su pelo, le cogía un seno, le frotaba el pie contra la pantorrilla. Le hizo preguntas que ella no esperaba, sobre su infancia y sus amigos, sobre su familia, y preguntaba como si realmente le interesaran las respuestas. Se desternilló de risa cuando ella confesó cándidamente que en esos diez días había rogado a Santa María que él no la olvidara. Si la Virgen había escuchado esa cuestionable solicitud, señaló Eduardo, estaba prestando un servicio más típico de las madamas que regentaban los burdeles de Southwark. Era el comentario más sacrílego que Jane había oído; le provocó risitas de escándalo que no se aplacaron hasta que él volvió a besarla.
No, claro que no quería irse, habría dado todo lo que tenía por quedarse hasta el alba, dormir y hacer el amor y dormir de nuevo. Pero sabía lo que se esperaba de ella, y que una actitud presuntuosa pondría en jaque todo futuro que pudiera tener con él, fuera por una semana, por un mes o por el tiempo que durara la pasión por ella. Se incorporó de mala gana, empezó a buscar su ropa caída en el suelo.
Eduardo le cogió el brazo.
– ¿Adónde vas?
– A casa, Vuestra Gracia. Se hace tarde…
Él titubeó sólo un instante.
– Me gustaría que pasaras la noche aquí -dijo, sorprendiéndose a sí mismo con el ofrecimiento; no era común en él, pues en general prefería que sus amantes se fueran una vez que lo habían complacido.
Ella reaccionó como si acabaran de ofrecerle el sol y la luna. Él se echó a reír, la atrajo hacia sí.
– Me olvidaba: estás casada, ¿verdad? ¿Tu marido se enfadará mucho si te vas toda la noche?
La última persona en que pensaba en ese momento era su marido; si le hubieran preguntado, le habría costado recordar el nombre. Sacudió la cabeza dichosamente, se arrebujó en los brazos de Eduardo.
– ¿Qué le dirás, querida?
Ella reflexionó, se echó a reír.
– La verdad, majestad. Que pasé la noche al servicio de mi rey.
– Dadas las circunstancias -dijo él, sonriendo perezosamente-, creo que podrías llamarme Ned.
Will estaba en la cámara de Eduardo, observando mientras los escuderos vestían a éste. Los criados se llevaban las sobras de una cena intima para dos, y los mozos aún no habían hecho la cama; aún estaba arrugada y caliente. Un destello de oro llamó la atención de Will; metió la mano bajo la almohada, recogió un relicario de mujer. Era una bonita pieza y le había pagado una suma exorbitante a un orfebre de Londres por ella, pues la quería a tiempo para el santo de Jane.
– ¿Me quedo con esto y se lo devuelvo cuando vuelva a verla, Ned? -preguntó, y se enorgulleció de que la pregunta le saliera tan natural, que no delatara más que la curiosidad que Eduardo esperaría de él.
– No te molestes, Will. -Eduardo, que estaba de expansivo buen humor, le sonrió por encima del hombro-. Ella regresará esta noche. Me encargaré de devolvérselo.
– Dos veces en dos noches -murmuró Will-. ¿Tanto te ha complacido?
Eduardo rió.
– Qué pregunta rara, Will, viniendo de ti. Es la mejor que he tenido en mucho tiempo, como bien sabes. En verdad, debería guardarte rencor por habértela reservado tanto tiempo… No has sido buen amigo.
Will escuchó en silencio mientras Eduardo bromeaba con Thomas, el hijo de John Howard, que había sido escudero real durante tres años. No podía hablar frente a Thomas y los otros hombres presentes, pero podía pedirle a Ned unos instantes a solas. Podía decirle la verdad, que esa mujer era diferente de las demás, que no quería compartirla.
Estaban poniendo un espléndido jubón de terciopelo carmesí sobre la camisa de Eduardo, con intrincadas costuras de hilo de oro, manipulando las puntas que sujetaban las calzas. Dos veces Will abrió la boca, y dos veces calló. Sólo Gloucester era más allegado a Ned que él. Ned le había dado tierras, títulos, lo había nombrado barón. Pero Will nunca le había pedido nada que Ned no estuviera dispuesto a dar. ¿Qué perdía Ned, después de todo, al darle tierras confiscadas a rebeldes lancasterianos? Pero Jane… Jane había nacido sabiendo lo que la mayoría de las mujeres nunca aprendía; Jane podía encender la sangre de un hombre, y Ned aún no se había saciado. ¿Estaría dispuesto a cederla tan sólo porque Will se lo pedía?
Otrora se lo habría pedido, confiando en que Ned accedería. Ahora no estaba tan seguro. Las traiciones, el exilio y los campos sangrientos de Barnet y Tewkesbury habían cambiado a Ned. Desde que había recobrado el trono, era menos paciente con las manías ajenas, menos generoso, más propenso a impartir órdenes cuando antes hubiera hecho sugerencias. A los diecinueve años, Ned no habría hecho lo que había hecho a los veintinueve, dar la orden que liberó a Enrique de Lancaster de sus cuitas terrenales. A los veintidós Ned se habría reído de la confesión de Will, se habría encogido de hombros y habría buscado el placer en otra parte. ¿Pero a los treinta y dos? Will no lo sabía. No dudaba que Ned le profesaba afecto. Pero dudaba que Ned estuviera dispuesto a renunciar a Jane Shore sin haber satisfecho su propio apetito.
La sospecha de que Ned pudiera anteponer una lujuria pasajera a una amistad de trece años era perturbadora. Pero él podía convivir con una sospecha, no con una certeza. Si Ned no estaba dispuesto a hacer eso por él, prefería no saberlo.
Will dejó el relicario en la cama. Las pasiones de Ned ardían con fuerza pero eran efímeras; se cansaba rápidamente de las mujeres. ¿Por qué sería diferente con Jane?
En general Eduardo prefería mantener su corte navideña en Westminster. Ese año, sin embargo, su principal preocupación era recaudar fondos para la inminente guerra con Francia. El día de Navidad lo encontró en Coventry, y poco después subió al norte hasta Lincoln en su búsqueda de donativos y préstamos. Sólo regresó a Londres a mediados de enero. En la segunda noche de su regreso, mandó buscar a Jane Shore, y con frecuencia en las semanas siguientes.
Ya era primavera, y la fiebre de la guerra barría la capital, cuando Will reparó en el cambio que había sufrido Jane. Mientras abril traía flores y un clima más cálido, ella empezó a buscar excusas para no verlo. Eludía las preguntas con evasivas, y cuando compartían la cama, también había un cambio en su respuesta física. Ya no sentía avidez por hacer el amor, parecía más indulgente que apasionada, a veces indiferente. Will no pecaba de vanidoso, y era experto en matices e inferencias; tardó poco en llegar a la incómoda conclusión de que ella actuaba más para satisfacer las necesidades de él que para gratificar las propias, que se estaba cansando de él tal como Will esperaba que Eduardo se cansara de ella.
Era tarde. Habían yacido un rato en silencio. Por lo común, a Will no le habría molestado no haber podido tener una erección; no le sucedía a menudo, y sabía que no había ningún hombre en este mundo de Dios que no hubiera sufrido ese contratiempo en alguna ocasión. Por lo común habría sido así, pero ahora maldecía a su cuerpo porque empezaba a hincharse, por los reflejos más lentos, por no tener más veinticinco años. Era la segunda vez en quince días que tenía ese problema con Jane. ¿Por qué demonios tenía que ser precisamente con Jane, y no con otra mujer?
– ¿Will?
Ante el sonido de su voz, él se apresuró a responder:
– Lo lamento, querida. Supongo que estoy más cansado de lo que creía.
– No seas tonto, Will. Sabes que no me importa.
Ése era precisamente el problema. Sabía que no le importaba.
– Se hace tarde. Será mejor que llame a un sirviente para que te acompañe a casa.
– No, puedo quedarme a pasar la noche. Ya te he dicho, ahora que soy la querida del rey, mi esposo me da toda la libertad que desee. Basta con decirle que estuve en Westminster y él no hace más preguntas.
– Loado sea Dios por los maridos complacientes -le murmuró él al oído, y ella se rió; como de costumbre, cuando ella hablaba de su marido, había afecto pero también un leve desdén en su voz.
– Él siempre fue así, a condición de que yo fuera discreta. Es mucho más viejo que yo… -Will sintió un aguijonazo ante esas palabras. William Shore sólo tenía cuatro o cinco años más que él-. Y desde luego ha sido impotente desde el primer año de nuestro matrimonio -continuó ella despreocupadamente, sin reparar en la gradual rigidez del cuerpo de Will-. Will, necesito hablar contigo, amor, pero no sé cómo empezar. Nunca me he visto en semejante enredo y temo que te rías de mí.
Se incorporó, se abrazó las rodillas arqueadas.
– Will, siento gran afecto por ti. Lo sabes, ¿verdad?
– Pero crees estar enamorada de Ned -murmuró él, y ella lo miró con sorprendida gratitud y asintió.
– Era evidente, ¿verdad? Lo amo, Will, en serio… Nunca he sentido esto por ningún hombre. Pienso en él día y noche, y cuando no estoy con él me siento vacía por dentro; me duele, de veras. Cada vez que lo veo, es como esa primera noche, y siempre vuelve a maravillarme que este hombre sea el rey de Inglaterra y mi amante… ¡Mío! -Sonrió, le confió-: Aún me cuesta pensar en él como Ned; aun para mis adentros, pienso en él como el rey.
– ¿Y qué dice él, Jane? No creerás que él te ama.
– No sé -dijo ella con un hilo de voz-. Creo que él… me tiene afecto, Will. Ha sido muy bueno conmigo.
Will agradecía haber previsto esta situación, agradecía el borbotón de orgullo que aplacaba brevemente el dolor.
– Y ahora ansias desempeñar un nuevo papel, el de concubina fiel -dijo fríamente, y vio que a ella le temblaban los labios, como un niño que ha recibido una bofetada injusta.
– Sabía que te reirías de mí… Pero, Will, esto es lo que quiero. No seas malvado, por favor. Eres el amigo más querido que tengo y detesto que me digas cosas hirientes. Pensarás que soy una tonta que ha perdido el seso, pero no puedo evitarlo, Will. Lo amo. Sólo tiene que tocarme para…
Will no quería oír eso y se apresuró a interrumpir.
– No me río de ti, Jane. Pero odiaría que te lastimaran. Y él te lastimará. Escucha a alguien que lo conoce bien: Ned es un hombre que se complace más en perseguir la presa que en cazarla. Ninguna mujer lo ha retenido largo tiempo y, si no lo aceptas, te espera una fea caída.
– Eso está por verse -dijo ella a la defensiva-. Dices que ninguna mujer lo ha retenido largo tiempo. ¿Qué hay de la reina? Le ha dado dos hijos varones y tres mujeres; cuatro si cuentas a la pobre chiquilla que falleció hace dos diciembres. Es obvio que él aún encuentra placer en el lecho de ella, y hace diez años que están casados.
Will comprendió que nada de lo que dijera lograría convencerla. Con Ned, Jane tendría que aprender por las malas. Así eran las mujeres.
– Pero es tierno por tu parte preocuparte por mí, Will. -Le tocó la mano-. Seguiremos siendo amigos, ¿verdad? No sé a quién acudiría si no te tuviera a ti; nunca he podido hablar con nadie, ni siquiera con Ned, tal como hablo contigo.
– Qué pregunta tonta, Jane -dijo al cabo de un breve silencio. Un oído avezado habría detectado ecos de crispación, pero Jane sólo se percató de cierta somnolencia-. Claro que seremos amigos.
Ella alzó las mantas y se acurrucó contra él, buscando su calor.
– No te preocupes por mí, Will -le aseguró entre bostezos-. De veras, amor. El riesgo valdrá la pena. Ned es… es el rey -concluyó, como si eso lo explicara todo.
– Sí, lo sé -dijo Will.
Middleham. Mayo de 1475
Ese año la llegada de la primavera no fue placentera para Ana. La primavera significaba el inicio de la campaña de Eduardo en Francia. Contaba los días con secreto espanto, maldecía en silencio a su cuñado y observaba con impotencia mientras la hermosa armadura blanca confeccionada para Ricardo antes de Tewkesbury era limpiada con arena y vinagre. Presenciaba preparativos para una guerra que para ella no tenía sentido y la colmaba de temor.
Y ahora quedaban sólo dos días para que Ricardo condujera a sus hombres al sur para reunirse con el ejército real que se congregaba en Abraham Downs. Toda la semana, hombres que respondían a la llamada a las armas habían llegado a Middleham. Ricardo había prometido llevarle a Eduardo cien infantes y mil arqueros. Pero los hombres de Yorkshire acudían con tanto entusiasmo que esperaba tener trescientos efectivos más de los que había anunciado. Ricardo estaba encantado; hacía tres años que procuraba obtener el favor y el respeto de una población huraña, y tomó esta congregación de norteños bajo su estandarte como prueba de que lentamente prevalecía sobre la tradición lugareña y la lealtad otorgada durante generaciones a las casas de Lancaster y de Percy. Pero para Ana sólo significaba que todos los hombres, al margen de su rango o su linaje, compartían ese ansia inexplicable de arriesgar la vida y el cuerpo en tierras foráneas.
Eran los primeros momentos tranquilos del día. Al otro lado del gabinete, Ricardo conversaba en voz baja pero animada con Rob Percy, Francis Lovell y Dick Ratcliffe. Previsiblemente, hablaban de la guerra.
Ana los miró un rato y apartó la vista. La esposa de Rob, Nell, debía aguardar con ella en Middleham mientras sus maridos luchaban en Francia, pero estaba en las primeras etapas de una preñez que resultaba mucho más problemática que Ifi primera, y se había retirado temprano; sólo Véronique acompañaba a Ana en esa velada.
Véronique estaba cosiendo, pero Ana tenía en su regazo el libro de contabilidad de la casa, redactado cada noche bajo la supervisión del mayordomo y luego presentado a su inspección. Miró las tabulaciones garrapateadas y luego hojeó las páginas, deteniéndose al azar en una anotación del mes anterior:
Miércoles 19 de abril, para el duque y la duquesa y los moradores. Grano, 46 celemines. Vino, 12 galones. Cerveza, calculada previamente. Cocina: 1 1/2 res, 2 ovejas, 500 huevos. Leche para la semana, 9 galones. Establo: heno para los caballos, de los almacenes. Centeno, 4 cuartos, 1 celemín. Grano para los perros para 10 días, 3 cuartos.
Miró de nuevo la fecha; tres días antes de que su hijo cumpliera dos años. Una de las últimas anotaciones normales. Poco después una creciente marea humana había inundado Middleham: hombres que deseaban luchar por Ricardo, vecinos, ciudadanos de York, correos de Eduardo. Las cuentas de este miércoles llenaban una página y media.
Apartando el libro, Ana se levantó, cruzó el gabinete para reunirse con Ricardo en el banco. Él se interrumpió para sonreírle, pero de inmediato siguió conversando con los hombres, manifestando su acuerdo con Rob.
– Tu cálculo es correcto, Rob, pero creo que tendremos por lo menos once mil arqueros y mil quinientos infantes, el ejército inglés más numeroso que haya desembarcado en suelo francés.
– Dickon, cuéntales a Rob y Dick lo que me dijiste sobre el rey de Francia; ya sabes, lo que te escribió Su Gracia -pidió Francis, y Ricardo sonrió.
– Nuestros contactos en el continente le informaron a mi hermano que cuando Luis supo que debía esperar una invasión inglesa en el verano, palideció y exclamó: «¡Ay, Santa María! ¡Aunque te he ofrendado mil cuatrocientas coronas, no me ayudas en absoluto!».
Todos rieron. Ana buscó la mano de Ricardo, le entrelazó los dedos.
Mientras en torno se hablaba de guerra, Véronique terminó por blandir su aguja como un arma, y no tardó en clavársela. Llevándose el pulgar a la boca, lamió la herida, irritada por su torpeza pero más irritada por lo que oía.
Véronique movió la aguja con tal brusquedad que el hilo se cortó. En su opinión, había pocos motivos por los que valiera la pena morir, y la gloria y el pillaje no se contaban entre ellos. No le gustaba esta guerra, en absoluto. Y no sólo porque su Francia natal sería el blanco. Ella era leal a las personas, no a los lugares. No sentía ningún apego por Inglaterra, pero sentía gran afecto por la gente reunida en esa cámara, y amaba su vida en Middleham. No quería que esos hombres sangraran o perecieran por mera venganza.
Dejando la costura con impaciencia, Véronique miró a los hombres y se sobresaltó al notar que Francis la observaba. Desvió la vista, enfadada consigo misma por el rubor que le enrojecía la cara. ¿Debía delatarse cada vez que él la miraba? ¡Tonta! Pequeña tonta. Había tantos hombres que podían atraerla, ¿por qué tenía que ser Francis? Tonta, se repitió amargamente. Ana haría cualquier cosa por ella. Si Véronique deseaba casarse, Ricardo estaría más que complacido de concertar un matrimonio adecuado con un caballero de rango y posición; no era inconcebible que pudiera casarse con un barón, dada su intimidad con los Gloucester y la generosa dote que le otorgarían. Pero no, ella tenía que enamorarse de Francis, que era inteligente, benévolo… y casado.
¿Cuándo había comenzado? ¿Cuándo había empezado a ser más que un amigo para ella? No recordaba con exactitud; todo había sucedido gradual y naturalmente. Cuando reparó en el peligro, ya era demasiado tarde. Ahora se sentía desdichada cuando él se iba de Middleham e igualmente desdichada cuando regresaba. Ahora odiaba a una mujer que apenas conocía, Anna Lovell, que tenía a Francis y no lo quería. Y, para colmo, sabía que Francis estaba percatándose de sus sentimientos. Cómo no iba a percatarse, pensó con un suspiro; el cambio en ella era tan pronunciado que sólo un ciego lo hubiera pasado por alto. Muda, arrebolada… Era como si tuviera una letra grabada en la frente. Una A de adulterio, un pecado mortal que ella cometía en su mente todas las noches.
Véronique cogió un cepillo, comenzó a darle a Ana las habituales cien pasadas. Cuando sus ojos se cruzaron en el espejo, Véronique se inclinó impulsivamente y besó a la muchacha más joven en la mejilla. Físicamente, Ana parecía haberse recobrado plenamente de su aborto natural de Navidad; emocionalmente, la herida aún no había sanado, y se notaba en noches como ésta, se veía cada vez que Ana sentía fatiga o preocupación, y hacía semanas que sentía ambas cosas.
Véronique se repetía que era la voluntad de Dios y como tal debía aceptarse. Pero no le parecía justo que Ana hubiera perdido al bebé. Ana ansiaba un cuarto de juegos lleno de niños. Pero había tenido un parto muy difícil con el pequeño Ned, y luego dos abortos naturales en dos años.
– Debes recordar, chère Ana, que tu hermana no pudo concebir durante varios años después de que su primer hijo nació muerto. Pero luego dio a luz una hija y Dios acaba de bendecirla con un varón saludable. Tenlo en cuenta, chérie, y no te descorazones.
Ana asintió.
– Lo sé. -Recogió un peine de marfil, lo acarició distraídamente-. Pero esta noche no pensaba en eso, Véronique. -Se giró en el asiento-. Pensaba en Ricardo, y en que sólo faltan dos días para que marche al sur. Dos días -repitió en un susurro.
– Tu Ricardo es un comandante con experiencia, chérie, a pesar de su juventud. No lo olvides.
Ana asintió, casi imperceptiblemente.
– Lo sé. Pero es temerario, Véronique. Corre demasiados riesgos. Hasta Ned lo dice. Si él…
Calló abruptamente cuando entró Ricardo. Acercándose al espejo, se inclinó para besar a su esposa y le pidió el peine a Véronique.
Queriendo cerciorarse de que Ana ya no la necesitaría esa noche, Véronique se quedó un rato más, sacando la ropa de cama, el polvo dental, el paño de limpieza y el jabón. Después aguardó, para ver si Ana quería ayuda para desvestirse. Hasta ahora Ana no se movía, parecía muy complacida de permanecer ante el espejo mientras Ricardo le cepillaba el cabello, tan lenta y solícitamente que Véronique ocultó una sonrisa, pensando en las vigorosas cepilladas que ella había aplicado a esas trenzas largas hasta la cintura. Pero cuando Ana asió la mano libre de Ricardo y se la apoyó en la mejilla, Véronique se retiró en silencio, pues no deseaba presenciar una escena que no estaba destinada a ser compartida. Cerró la puerta y los dejó a solas.
Estaba demasiado inquieta para acostarse. Cruzó el puente cubierto que franqueaba el patio, regresó al torreón, entró en el salón. Estaba oscuro, alumbrado sólo por el fulgor tenue de su farol. Apenas discernía a los sirvientes dormidos, tendidos en jergones a lo largo de las paredes. La puerta entornada del gabinete mostraba una luz; se dirigió hacia ella por instinto, y pronto lamentó ese impulso cuando se encontró cara a cara con Francis.
Retrocedió de inmediato, y le oyó gritar su nombre mientras huía hacia el salón. Enfiló hacia la escalera de caracol de la esquina sureste del torreón, que descendía a la cocina y los sótanos y ascendía a las almenas. Subió la escalera tan rápidamente que al llegar a las almenas le faltaba el aliento.
En tiempos de guerra, habría centinelas apostados allí. Ahora, en cambio, estaba sola. Al escrutar la oscuridad del patio interior, no vio luces ni señales de vida; sólo en la casa de guardia ardían antorchas. A esta altura, el viento soplaba con más fuerza; le tironeaba los bordes del moño, le hacía volar mechones sobre la cara. No le importaba, le agradaba el frío sobre la piel aún arrebolada.
El viento le agitó un remolino de cabello sobre la boca y se quitó con impaciencia las peinetas, lo dejó volar libremente. ¿A Anna Lovell le preocupaba que quizá Francis no regresara? ¿Lloraría por él? ¿O sería…?
– Véronique.
Dio media vuelta.
Francis salió de las sombras de la escalera, se le acercó. Agachándose, recogió el farol y lo apoyó en la aspillera. Ella quería alejarse de esa luz delatora, quería regresar al refugio de la escalera. No se movió.
Por un rato, ninguno de los dos habló. Ambos miraron la sombría campiña desde el parapeto. Con el alba volvería a ser una suave extensión de verdor brillante; ahora era un mar oscuro y silencioso que lamía los muros del castillo.
– Nunca había visto tu cabello suelto. -Él estiró la mano, recogió un rizo con los dedos. Cuando le acercó la mano al rostro, ella se puso a temblar.
– Francis, por favor -murmuró, pues a pesar de su agitación recordaba cuán nítidamente se oían las voces en el aire de una apacible noche campestre.
Él también habló en voz baja.
– Véronique, debes saber lo que siento por ti. Se me debe notar en la cara cada vez que te miro.
– Por Dios, Francis, no digas eso… por favor. -Pero no intentó alejarse, sino que se quedó muy quieta, respirando apenas. ¿Sería un pecado tan grande enviarlo a la guerra con una ofrenda de amor? ¿Y si él moría sin saber que ella lo amaba? ¿Cómo podría convivir con semejante remordimiento? Quizá Dios lo entendiera y no la juzgara con excesiva severidad.
Cerró los ojos y sintió la boca de él contra las pestañas. Sus besos leves le rozaban la piel en un revoloteo, como el ala de una mariposa. Cuando al fin la besó en la boca, Véronique ya no pensaba en pecados ni en penitencias ni en Anna Lovell.
– Te amo -susurró-. Dios me perdone, pero te amo…
Saint Christ-sur-Somme. Borgoña Agosto de 1475
Una súbita ráfaga de viento batió la entrada de la tienda de Eduardo, penetró en el interior. Chisporrotearon velas y revolotearon papeles. Los hombres maldijeron, procuraron asegurar la lona en medio de esa lluvia que había resultado ser un enemigo mucho más tenaz que los franceses, que transformaba el campamento inglés en un lodazal e irritaba el temperamento de los ingleses.
Mientras se protegían de los elementos, estalló un trueno en el cielo, tan cerca que parecía originarse en el interior de la tienda. Eduardo se sobresaltó e imprecó. Sus hombres lo miraron con inquietud y, conociendo su estado de ánimo, trataron de pasar inadvertidos.
Había sido un día calamitoso para los ingleses. Tendría que haber sido el día en que el conde de Saint Pol les entregara San Quintín. Pero cuando las tropas inglesas se acercaron confiadamente a las puertas de la ciudad, el fragor de la artillería las desbandó.
La traición de Saint Pol agotó la paciencia de Eduardo. Nunca había sentido gran entusiasmo por esta campaña en Francia. Pero la fiebre de la guerra era rampante en Inglaterra mientras la popularidad de Eduardo decrecía. La gente se quejaba de los gravosos impuestos, de los funcionarios corruptos y del alza de los precios. Las carreteras estaban infestadas de salteadores, los nobles y los sacerdotes abusaban del poder. Estos males no eran nuevos, y durante el reinado de Lancaster se habían denunciado con mayor virulencia. Pero Eduardo había creado expectativas que no podía satisfacer y muchos hombres y mujeres desilusionados empezaban a creer que poco importaba qué rey los gobernara, que los problemas que acuciaban su vida cotidiana serían los mismos con cualquier monarca.
Reparando en esa corriente de descontento, y bajo la creciente presión de los Comunes, que estaban hartos de que les pidiera subsidios para la guerra y nunca los usara con ese propósito, Eduardo había visto la guerra con Francia como un medio para apaciguar el disenso y congraciarse con la opinión pública. Más aún, tenía un resentimiento legítimo contra el rey de Francia, no había olvidado todo lo que Luis había hecho para ayudar a Warwick en detrimento de él. Y aunque no esperaba prevalecer en su reclamación del trono francés, creía que una campaña exitosa le permitiría obtener los ducados de Normandía y Guienne.
Pero, desde el principio, nada había salido según lo planeado. Aunque Eduardo llegó a Calais el 4 de julio, su cuñado Carlos no se reunió con él hasta el 14, y se presentó sin el ejército borgoñón. Asegurándole que cumpliría su palabra, sin embargo, Carlos sugirió que el ejército inglés marchara sobre Champagne mientras sus tropas cruzaban Lorena, y ambas fuerzas se reunirían en Rheims, donde Eduardo sería coronado rey de Francia.
Eduardo había accedido, pero le esperaban más decepciones. El duque de Bretaña había insinuado que les brindaría apoyo militar, pero hasta ahora no lo había dado. Las diferencias entre Eduardo y Carlos se profundizaban a diario. Ambos eran porfiados, pues estaban acostumbrados a comandar pero no a negociar; para colmo, la tirantez aumentaba porque Carlos se negaba a permitir que los ingleses entraran en sus ciudades.
Y luego había sobrevenido ese desastre del viernes ante las murallas de San Quintín. Cuando el conde de Saint Pol envió a Carlos el mensaje de que estaba dispuesto a abrir las puertas de la ciudad a los ingleses, Eduardo tuvo sus dudas; hacía tiempo que el nombre de Saint Pol era sinónimo de traición y duplicidad. Pero Carlos estaba convencido de que esta vez Saint Pol actuaba de buena fe y Eduardo se dejó convencer.
Saint Pol cambió de parecer en el último momento y disparó contra los hombres que había jurado recibir como aliados, y poco después Carlos ingresó en el campamento inglés de Saint Christ-sur-Somme para anunciar con desparpajo que al día siguiente partiría hacia Valenciennes para reunirse con su ejército. Eduardo se pasó la velada cavilando sobre los acontecimientos de las últimas semanas y poco antes de medianoche tomó una decisión.
– El prisionero francés que capturamos en Noyon… Traédmelo. Ya.
Poco después un joven aterrado fue arrojado a la tienda, cayó de hinojos ante Eduardo. Sin atreverse a hablar, aguardó en silencio que el rey inglés decretara su condena.
– No te pongas tan verde, muchacho -murmuró Eduardo-. Me propongo liberarte.
El rey francés había acampado en Compiègne, menos de cuarenta millas al sur. Sabiendo eso, Eduardo pudo estimar cuánto tardaría el prisionero liberado en llegar a Compiégne y cuánto tardaría un mensajero francés en atravesar las líneas. Eduardo no dudaba que Luis interpretaría correctamente su gesto magnánimo y respondería de igual modo. Sabía que el rey francés no quería la guerra. Luis era un titiritero y prefería manejar los cordeles entre bambalinas en vez de ocupar el centro del escenario espada en mano. Había pagado oro francés para conspirar contra la Casa de York, pero no estaba tan dispuesto a derramar sangre francesa por la misma causa. Eduardo no se sorprendió, pues, cuando dos días después la llegada de un heraldo francés le interrumpió la comida.
Llevado a presencia de Eduardo, el heraldo fue directamente al grano. El rey francés, anunció, deseaba discutir sus diferencias con su par inglés. ¿El rey inglés ofrecería un salvoconducto a una embajada francesa?
– Puede arreglarse -dijo Eduardo fríamente.
Sólo llevó dos días, uno para que Eduardo expusiera sus condiciones y otro para que Luis las aceptara todas. Luis accedió a pagar a Eduardo setenta y cinco mil coronas dentro de los próximos quince días y cincuenta mil coronas anuales después. Se declararía una tregua de siete años y la paz entre Inglaterra y Francia se consagraría mediante el compromiso del heredero del trono francés, de cinco años, y la hija de nueve años de Eduardo, Bess.
Eduardo estaba complacido con este pacto que un día transformaría a su hija favorita en reina de Francia, y al mirar a sus camaradas en la tienda pensó que también ellos estaban complacidos. ¿Por qué no? En su afán de comprar la paz, Luis no había regateado, y había sido generoso con los que gozaban de la confianza o la amistad del rey inglés.
Eduardo observó morosamente cada rostro, deteniéndose en los que Luis había considerado tan influyentes que valía la pena apaciguarlos. John Howard recibiría un pago anual de mil doscientas coronas del tesoro real de Francia. El canciller Thomas Rotherham recibiría mil. Se entregarían sumas menores a John Morton, archivista mayor, a Thomas Grey, su hijastro, y a Thomas Saint Leger, que se había casado con su hermana Ana en cuanto ella logró divorciarse de Exeter. Lord Stanley también se beneficiaría con la munificencia del rey de Francia. Pero Will Hastings recibiría el mayor subsidio, dos mil coronas anuales vitalicias.
Eduardo sonrió, pues sólo Will se había negado a firmar un recibo.
– Si queréis -había dicho-, deslizadme el dinero en la manga, pero no se hallará en el tesoro francés ningún recibo que testimonie que fui pensionista de Francia. -Luis estaba tan ansioso de ganar la buena voluntad del chambelán y amigo más íntimo de Eduardo que no había puesto reparos, e incluso le obsequió a Will una bandeja de plata que valía otros mil marcos.
Ahora estaban en la tienda de Eduardo, celebrando esta paz que les prometía una ganancia tan inesperada a tan bajo coste. Los hombres más allegados. Todos salvo uno.
Este pensamiento era irritante, y trató de no demorarse en él, pero en vano. Era un descontento corrosivo que no se aliviaba, y tendría que lidiar con él. Hizo una mueca, se levantó de mala gana.
Salieron guardias de la oscuridad para impedirle entrar en la tienda de su hermano, pero retrocedieron en cuanto la luz de las antorchas alumbró el rostro de Eduardo. En el interior había media docena de hombres, y entre ellos reconoció a John Scrope de Bolton Castle y Francis Lovell de Minster Lovell. Su aparición imprevista los obligó a levantarse con cierta confusión, y él vació la tienda de inmediato con una orden concisa:
– Deseo hablar a solas con mi hermano de Gloucester.
Ricardo estaba acostado en la cama; fue el único que no se movió cuando Eduardo entró en la tienda. Permaneció inmóvil, y Eduardo se sorprendió de esa actitud de descortesía hacia un huésped e irreverencia hacia un soberano. Decidió pasarlo por alto, se sentó en un arcón de roble.
– ¿Qué pasa contigo, Dickon? No eres propenso a guardar rencores ni a enfurruñarte cuando estás en desacuerdo. Es algo que esperaría de Jorge, pero no de ti. -Ricardo no dijo nada, pero la mandíbula apretada y los ojos desviados alertaron a Eduardo sobre una cólera que aún ardía. Aunque lo esperaba, exclamó con impaciencia-: ¿Y bien? ¿No tienes nada que decirme?
– Lo que tengo que decirte es algo que no te gustará oír.
Eduardo lanzó una maldición.
– ¿Por qué eres tan terco en esto? No eres ningún tonto. Sin duda entenderás por qué tomé esta decisión. El sentido común la imponía; habría sido una locura actuar de otro modo.
Ricardo guardó silencio y Eduardo tuvo que resignarse a defender nuevamente la logística de su decisión.
– Cielos, Dickon, mira las cosas como son, no como te gustaría que fueran. ¿Qué más podía hacer? Empecemos por el tiempo; ha llovido casi todos los días durante dos semanas y empeorará cuando llegue el frío. ¿Crees que quiero empantanarme en una campaña de invierno que podría prolongarse durante meses? ¡No con los aliados que tengo, te lo aseguro! ¿Que hemos recibido de Bretaña, salvo excusas y evasivas? En cuanto a Carlos… es tan imprevisible y peligroso como un cañón suelto a bordo de un buque, y confiar en su palabra es como escupir al viento. Es muy probable que…
– ¿Confiar? Fuimos nosotros quienes pactamos la paz por nuestra cuenta, sin siquiera prevenirle que ésa era nuestra intención. Dios santo, Ned, al margen de los defectos de Carlos, teníamos una deuda con él. Y no sólo con él, sino con el pueblo de Inglaterra. Sangraste el país por esta guerra con Francia y ahora regresamos empachados de vinos franceses y comida francesa, con los bolsillos llenos de sobornos franceses. Inglaterra clamaba por otra Agincourt, no por una traición.
– Yo hablo de realidades y tú me recitas lugares comunes sobre la honra y la caballería. ¡Esperaba algo mejor de ti, Dickon!
– ¡Y yo de ti!
Eduardo se levantó abruptamente.
– Al parecer, pues -dijo fríamente-, no tenemos más que decirnos. -Se demoró unos instantes, sin embargo, antes de alejarse de la cama, como si esperarse que Ricardo cediera. En la entrada de la tienda, volvió a detenerse, preguntó de mala gana-: ¿Qué querías que hiciera? No puedes negar la verdad de mis palabras. ¿Por qué debo ir al campo de batalla para ganar lo que me han dado sin esfuerzo? ¡Me gustaría que me lo dijeras!
Ricardo se incorporó, igualmente acalorado.
– Y a mí me gustaría que me dijeras por qué no te molesta que el precio que has pagado por esta paz sea nuestro honor. ¿Crees que no se están riendo en la corte francesa? ¿O que Luis no se burlará de este tratado cuando le convenga? ¿Por qué iba a temer la represalia inglesa? Sabe que nos vendemos baratos, no por sangre sino por promesas, pensiones y platería.
– Es imposible hablar contigo sobre esto. Será imposible mientras te aferres a la pintoresca creencia de que vivimos en Camelot, no en Inglaterra -vociferó Eduardo, y cerró la entrada de la tienda, saliendo a la oscuridad lluviosa.
El 25 de agosto, el rey francés entró en la ciudad de Amiens. Al día siguiente llegó el ejército inglés y mientras se realizaban los preparativos para la reunión de ambos reyes el martes venidero, Luis abrió las puertas de la ciudad a los ingleses. Más de cien carros de vino fueron enviados al campamento inglés y, para deleite de los soldados de Eduardo, pronto descubrieron que las tabernas de Amiens tenían instrucciones de servirles lo que quisieran sin cobrarles nada.
Mientras los ingleses bebían y festejaban a expensas del rey de Francia, se erigía un puente de madera río abajo, en Picquigny, a nueve millas de Amiens. El 29 de agosto, Eduardo y Luis se reunirían en ese puente, donde jurarían sobre la Santísima Cruz Verdadera respetar la tregua y todas las cláusulas de la Paz de Picquigny.
– ¿Es verdad, Ned, que han instalado una rejilla de madera en el puente y que tú y el rey francés hablaréis a través de ella?
Eduardo asintió riendo.
– Entiendo que sí, Will. Hace unos cincuenta años, el padre de Luis se reunió con el duque de Borgoña en un puente para zanjar sus diferencias. Y la reunión puso fin a sus diferencias, pues terminó con el duque de Borgoña muerto a puñaladas en el puente. Supongo que Luis quiere cerciorarse de que ni él ni yo sintamos la tentación de resolver nuestros problemas de manera similar.
– ¿Qué hay de Margarita de Anjou? ¿Luis desea pagar su rescate?
– Sí. Una vez que él abone cincuenta mil coronas, ella regresará a Francia, donde Luis verá de que le ceda todos los derechos de herencia que ella posee en Anjou. No vi motivos para no dejarla en libertad, pues prefiero tener cincuenta mil coronas en mis arcas en vez de tenerla a ella en el castillo de Wallingford. Dios sabe que ya no es una amenaza. Hace años que está enferma. Nunca se repuso de la muerte de su hijo…
No terminó la frase, pues Ricardo había irrumpido en la tienda. Ricardo no perdió tiempo con saludos, ignoró a los demás.
– ¿Sabes lo que sucede en Amiens? -le preguntó a Eduardo.
El tono cortante de esa pregunta disgustó a Eduardo.
– ¿Qué debería saber, exactamente? -preguntó con frialdad.
– ¡Que las posadas, tabernas y mancebías de la ciudad están repletas de hombres nuestros! Que tres cuartos del ejército inglés están en Amiens, riñendo, celebrando, cayéndose en la calle de ebriedad. -Ricardo estaba demudado de furia. Aún no había mirado a Will, Anthony Woodville ni Thomas Grey. Clavaba los ojos en su hermano-. La mayoría están tan borrachos que no podrían distinguir una espada de un arado aunque la vida les fuera en ello. Y quizá les vaya la vida. ¿Tanto confias en los franceses? En tal caso, ¿por qué, en nombre de Dios?
Eduardo se había puesto rígido con las primeras palabras de Ricardo.
– ¿Estás seguro de esto, Dickon? -preguntó secamente.
– Totalmente seguro.
Eduardo empujó el plato, con tal fuerza que patinó sobre la mesa y cayó al suelo de la tienda. No le prestó atención, ni siquiera pareció notarlo. Se puso de pie y se acercó a Ricardo.
– Will, envía un mensaje a Luis. Dile que quiero que Amiens permanezca cerrada para mi ejército. Dickon, ven conmigo. Primero, debemos cerciorarnos de que nadie más entre en la ciudad. ¿Qué te parece si apostamos hombres nuestros a las puertas? Quiero que se imparta la orden de sacarlos de allí en cuanto estén sobrios para caminar…
Thomas Grey tenía un rostro que era fiel espejo de su alma, delataba cada furia y cada alegría. Sentía envidia de Ricardo desde que tenía memoria. Se le notaba en la cara mientras su padrastro y Ricardo salían de la tienda. Apuró el último sorbo de vino y le dijo àcidamente a su tío:
– Debí saber que Gloucester se disgustaría si sus soldados se divertían un poco, pero puedo decirte, tío, que esta preocupación santurrona es puro resentimiento. Nada le complacería más que ver el fracaso de esta tregua, para ufanarse de que él tenía razón y los demás estábamos equivocados.
Pero había errado el cálculo, y tendría que haber contenido la lengua un instante más. Ricardo ya había salido a la lluvia de agosto, pero Eduardo se había demorado para coger una capa. También él oyó esas palabras destinadas a Anthony.
Miró a su hijastro de hito en hito, vio que Thomas se ruborizaba al comprender que le habían oído.
– Te conviene recordar -rugió- que no soporto a los necios. No los soporto en absoluto.
Thomas tragó saliva, calló. Pero un instante después se volvió para fulminar con la mirada a Will Hastings. También Anthony. Will se reía. Levantándose sin prisa, recogió su capa y salió de la tienda, sin dejar de reír.
Era lunes por la noche, poco antes de las vísperas. A la mañana siguiente Eduardo debía reunirse con el rey francés en el puente de Picquigny. Dentro de un rato el consejo se congregaría en su tienda para una deliberación final. Los hombres sentados a la mesa no eran sólo consejeros, sino allegados. Sus hermanos, sus parientes Woodville, Will Hastings. John Howard acababa de entrar; en poco tiempo llegarían los demás, Suffolk, Northumberland, Stanley, Morton, su canciller. Pero por el momento el ánimo era relajado, la charla superficial.
– Oí decir que el rey francés no realizaría transacciones el día de hoy, pues cree que es de mala suerte tomar decisiones el 28 del mes, siendo el día de los Santos Inocentes.
El comentario de Will despertó el interés de Jorge, que alzó la vista y sonrió.
– Esa creencia también es común en Inglaterra. Pero tú celebraste tu coronación ese día, Ned. ¿Estabas tentando al destino?
– A decir verdad, Jorge, no pensé mucho en ello, en ninguno de los dos sentidos. -Eduardo cogió una manzana del cuenco que tenía delante, le arrojó una a Ricardo, que fue tomado por sorpresa y por poco no la atajó.
– ¿Cuántos hombres puedes llevar contigo mañana, Ned?
– Ochocientos infantes y doce hombres conmigo en el puente, Will. Pensé en llevaros a ti, Dickon, Jorge, John, Northumberland…
Ricardo irguió la cabeza al oír su nombre.
– Será mejor que elijas a otro en mi lugar -declaró-. El último lugar donde pienso estar mañana es el puente de Picquigny.
Se hizo silencio.
– ¿De veras? -murmuró Eduardo, y se reclinó en el asiento para medir a su hermano menor con ojos duros. Pero parte de su furia estaba dirigida a sí mismo. ¿Cómo había cometido la tontería de no prever esa reacción? Si lo hubiera pensado un instante, habría visto a Dickon a solas, para hacerle entender lo que se esperaba de él. ¿O no? Cuatro años atrás había hecho eso, había transformado a Dickon en un involuntario cómplice de asesinato. Pero a los dieciocho se era más maleable que a los veintidós, y Dickon se había tomado muy a pecho el asunto de los franceses. No, era probable que sólo una orden directa convenciera a Dickon de participar en la ceremonia del día siguiente. ¿Pero Dickon lo perdonaría por impartir semejante orden? ¿Valdría la pena el precio que debería pagar por salirse con la suya?
Echó una ojeada a los demás, y vio que había una expresión similar en las caras de Jorge y Thomas Grey, expectantes, ávidas. Arqueó la boca; eran como gatos ante una ratonera. Tomó una decisión, le sonrió a Ricardo afablemente.
– Como gustes, Dickon -dijo, como si se tratara de una mera cuestión de preferencia personal. Y se aplacó un poco al ver la expresión de alivio que fugaz pero inequívocamente cruzó la cara de Ricardo.
Philippe de Commynes había entrado al servicio del duque de Borgoña a los diecisiete años y había ascendido rápidamente en la corte de Carlos. En 1467 era chambelán, y el consejero de mayor confianza. Pero su temperamento era tan diferente del de Carlos como el hielo del fuego. El cerebro de Philippe estaba destinado a las sutilezas y estratagemas, mientras que en los huesos de su temperamental señor ardía el amor por la guerra. Tres años atrás, Philippe había huido de Borgoña a la corte francesa; antes de eso, había estado secretamente a sueldo del rey francés durante un año. Así había hecho de Carlos un enemigo mortal, y la enemistad de Carlos no se debía tomar a la ligera. Pero Philippe no se arrepentía; en Luis había encontrado a un hombre que, como él, prefería las artes del estadista a la espada, un hombre que entendía, a diferencia de Carlos, que la diplomacia se parece al ajedrez, y se debe practicar con mano ligera y ojo calculador. Philippe no estaba arrepentido en absoluto.
Ahora estaba a solas con su rey. Era muy tarde y Luis empezaba a mostrar la tensión de las semanas recientes. A la luz incierta, su rostro había cobrado un tinte gris y la boca carnosa y movediza estaba extrañamente fruncida, y los párpados hinchados se cerraban sobre los ojos profundos y oscuros. Como de costumbre, estaba vestido con una informalidad que rayaba en el desaliño; Philippe nunca habría creído que pudiera existir un príncipe tan indiferente a la apariencia y la utilería del poder. Aun hoy, llevaba su traje de costumbre: una túnica sencilla y gris, un sombrero de ala ancha y botas de cazador embadurnadas de barro.
No había sirvientes en la cámara. Philippe fue al aparador, casi tropezando con un pequeño spaniel oscuro camuflado por las sombras. Miró con el ceño fruncido al animal ofensor, pero ni pensó en apartarlo de un puntapié, pues la pasión de su soberano por los perros era obsesiva y las mascotas reales eran sacrosantas. Regresó con una copa de vino.
– ¿Queréis beber, majestad? -invitó.
El rey alzó los párpados, reveló que la vida aún palpitaba en su mente, aunque su cuerpo desfalleciera. Miró a Philippe con ojos brillantes, febriles de cavilación.
– Salió bien, ¿verdad? -murmuró, y Philippe asintió.
Luis señaló un taburete con cojines y Philippe se sentó junto a su soberano. Estiró las piernas, rascó la lana tosca y gris (tenía el dudoso honor de vestirse como doble de Luis en las ceremonias públicas, con la esperanza de desviar así la daga de un conspirador) y se dispuso a diseccionar los sucesos de la jornada.
– Pasé un mal momento durante la cena -confesó Luis-. Cuando lord Howard prometió insistirle al rey para que aceptara mi invitación de venir a París. ¡La Virgen nos guarde!
Philippe sonrió. Siempre le divertía y le asombraba que un hombre tan perverso e intrigante como Luis se permitiera esos tropiezos inoportunos. Luis decía en broma que su lengua era una espada de doble filo, y Philippe coincidía con él. Así había sido en Picquigny. Tan cordial había sido su reunión con Eduardo que Luis había sugerido en tono de chanza que el rey inglés fuera a París. Las mujeres francesas eran asombrosamente hermosas, había dicho, y, como prueba de amistad, estaba dispuesto a ofrecerle a Eduardo un confesor que le impondría penitencias leves por los pecados placenteros. Para consternación de Luis, Eduardo había demostrado un peligroso interés en esta broma, y Luis empezó a temer que su jocosa invitación se tomara en serio.
Luis sacudió la cabeza.
– Es un rey muy guapo, y le gustan demasiado las mujeres bonitas. Podría encontrar una amante parisina tan seductora que ansiaría regresar, y prefiero mantenerlo en su guarida, en su propio lado del canal. -Bebió el vino. Se lamentó-: Es una pena que no haya podido disuadirlo de su alianza con Bretaña. Pero Borgoña… Ah, Borgoña es otra cuestión. No debemos temer una segunda alianza de Inglaterra y Borgoña contra Francia. La Bendita Virgen nos ha favorecido nuevamente contra nuestros enemigos, los ha desbandado.
– En verdad, majestad. Habría dado cualquier cosa por estar allí cuando Carlos tuvo un encontronazo con Eduardo en Saint Christ-sur-Somme. -La historia de esa borrascosa reunión se había repetido tanto que Philippe podía recitarla de memoria, pero sabía que su rey obtenía un nuevo placer con cada nueva versión, y decidió complacer a Luis-. Entiendo que Carlos ni siquiera se molestó en desmontar, que frenó el caballo ante la tienda de Eduardo y le exigió que saliera, vociferando insultos y afrentas en inglés, para que los soldados de Eduardo lo entendieran. Un espectáculo maravilloso para ojos franceses, majestad. Carlos tartamudeando de rabia, rojo como un rábano, maldiciendo al rey inglés con palabras tan procaces que harían ruborizar a una ramera, llamándolo Judas, engendro del infierno y cobarde. Y Eduardo respondiendo a gritos, retrucando cada insulto con otro, y todo delante de medio ejército inglés… con muchos soldados que piensan, sospecho, que Carlos tenía razón.
Los oscuros ojos de Luis titilaron.
– Dios es bondadoso, sin duda -convino, y Philippe sonrió, lo observó con sincera admiración; Luis el monje gris, encorvado, feo, lejos de su juventud, Luis el Rey Araña, el vencedor. Luis miró oblicuamente a Philippe para hacerle un leve reproche-: Me desorientaste un poco, Philippe, cuando me hablaste del rey inglés. Me pareció tan inteligente como decías, un hombre que ve lo que quiere, lo toma y no repara en riesgos. Pero también pienso que le gusta mucho su comodidad, que los placeres pesan demasiado para él. No me dijiste eso, amigo mío.
– Majestad, cuando lo conocí hace cuatro años en Aire, los placeres parecían pesar menos.
Luis reflexionó sobre ello.
– Hay hombres -observó cavilosamente- que medran en medio de adversidades que quebrantarían a un espíritu más débil. Pero para esos hombres la prosperidad puede ser más ruinosa que todas las penurias. Quizá nuestro amigo yorkista sea así. Lo espero fervientemente, pues no te miento, Philippe, cuando digo que temía a este hombre, le he temido durante más años de los que quisiera recordar.
Conoce la guerra demasiado bien, nunca fue derrotado en el campo de batalla…
– Hasta ahora, majestad -intercaló Philippe, y Luis rió en silencio.
– Pero ya no le temo, amigo mío. Ahora veo que tengo un aliado muy poderoso: el tiempo. Si no tuvo estómago para una campaña exigente a los treinta y tres, mucho menos lo tendrá a los treinta y ocho, a los cuarenta. Pero el otro, el hermano menor… Ese hombre, Philippe, es un gran enemigo de Francia, y debemos tenerlo en cuenta.
Philippe asintió. Ése había sido el único fracaso del rey. No había tenido la suerte de reconciliarse con el duque de Gloucester. Y lo había intentado, había hecho grandes esfuerzos para ello.
Luis desdeñaba al duque de Clarence como un descontento que no era digno de preocupación. Eduardo, sostenía, gustaba poco de Clarence y se fiaba menos. Pero Gloucester era diferente, y le había dicho a Eduardo que nada le complacería más que cenar con Gloucester en Amiens esa noche.
Gloucester había ido, pero pronto fue manifiesto que ésa sería la única concesión que obtendrían de él. Luis había lucido todo su encanto, y el encanto de Luis podía ser arrollador cuando se empeñaba. Al recordarlo, Philippe sacudió la cabeza consternadamente. Esta vez su rey había arrojado el balde a un pozo seco. Gloucester estaba allí porque lo había convocado un rey, y era amable porque la cortesía lo exigía, pero no traspuso ese límite. Había desdeñado las adulaciones del rey francés, había respondido a las manifestaciones de amistad de Luis con neutros lugares comunes, y cuando Luis insistió en que aceptara varios caballos de fina raza como prenda de la buena voluntad francesa, había recibido esa generosidad con una respuesta glacial: «Si Vuestra Gracia insiste, os lo agradezco». Luis tenía razón; Gloucester era peligroso, y no era amigo de Francia. Harían bien en recordarlo.
– ¿Más vino, majestad? -preguntó, y Luis asintió y se echó a reír.
– Caigo en la cuenta -dijo- de que he expulsado a los ingleses de Francia con más facilidad que mi padre; mi padre tuvo que recurrir a la fuerza de las armas, pero mis armas más mortíferas fueron los pasteles de venado y los buenos vinos.
Middleham. Julio de 1476
Ana le escribía a Véronique. Hacía casi dos meses que Véronique había partido de Middleham a Londres y Ana aguardaba su retorno con impaciencia. No le agradaba mucho esa visita a Londres. Sabía muy bien que Véronique sólo había ido allá para ver a Francis.
Ana no aprobaba el amorío de Véronique con Francis. Le preocupaba que su amiga pusiera su alma en peligro por el pecado de adulterio y temía que lo pagara con la penitencia terrenal del embarazo. Como no podía aceptar la relación, Ana optaba por ignorarla. Ahora procuraba no mencionar su sospecha de que Francis había alquilado una casa en Londres para Véronique. En cambio, escribía sobre un rumor perturbador que había escuchado sobre un brote de viruela en Londres, y manifestaba preocupación por la salud de Véronique y por los riesgos que ella podía correr con una estancia prolongada.
Ricardo partió hacia Pontefract el lunes pasado. Allí exhumarán los restos de su padre y su hermano Edmundo, y Ricardo escoltará el cortejo fúnebre hacia el sur. Al llegar a Fotheringhay, dejarán los cuerpos en su última morada, la iglesia de la Bendita Virgen y Todos los Santos.
No te asombrará que no haya acompañado a Ricardo. Ahora que estoy embarazada de nuevo, no pienso correr riesgos con el bebé que llevo en el vientre.
Tampoco mi hermana Isabel estará presente en Fotheringhay, y por la misma razón. Ojalá pudiera complacerme más con la noticia de que está encinta de nuevo, pero ella no se siente bien, Véronique, hace meses que sufre una tos persistente y fiebres intermitentes.
También tengo noticias dolorosas. Recibí el mensaje de que mi tío, el arzobispo de York, ascendió a Dios el 8 de junio. Contigo puedo hablar sin cortapisas, querida, y decirte sin temor a la censura que yo le profesaba poco amor. Pero era un pariente de sangre, y agradezco que Ricardo lograra su excarcelación. El capellán de su casa me escribió que él se había arrepentido y había tenido un fin piadoso y cristiano. Dios sea loado.
La pluma de Ana titubeó, trazó rasgos vacilantes en la página. Dos veces la muerte había afectado a su familia en ese año de gracia, pues Ana, hermana de Ricardo, duquesa de Exeter, había muerto súbitamente en enero. Pero ahora no pensaba en la cuñada que no había conocido ni en el tío que no había amado. Pensaba en la muerte de Nell Percy, la joven esposa de Rob, acaecida en diciembre. Nell había tenido un doloroso parto de dos días antes de dar a luz a una hija muerta. Presa de la temible hipocalcemia, Nell murió antes del fin de esa semana.
Resueltamente, apartó a Nell de sus pensamientos, susurrando una plegaria por ella. De nuevo apoyó la pluma en el papel y escribió:
Me alegra mucho contarte que Ricardo intercedió ante el rey por la ciudad de York. No es preciso recordarte cuán furioso estaba Ned con el levantamiento que se produjo en Yorkshire esta primavera. Era tan grave que hubo que enviar a Ricardo y al conde de Northumberland a York con una fuerza de cinco mil hombres. No me sorprendió que Ned amenazara con despojar a la ciudad de su carta real; nunca sintió afecto por York. El alcalde y los regidores suplicaron a Ricardo que hablara en nombre de la ciudad, y él pudo persuadir a Ned de no cumplir su amenaza.
No hubo más disturbios, ni creo que los haya. Por mucho que la gente odie el tratado con Francia, no tiene más remedio que aceptarlo. Te confieso, Véronique, que lo que más me importaba era que regresaran sanos y salvos. Pero también me enorgullece que Ricardo haya obtenido tanta aclamación por su negativa a pactar con los franceses. Para Ricardo, que tanto ama los páramos del norte, significa mucho que las gentes de Yorkshire lo hayan aceptado de todo corazón como su señor, y que lo respeten tanto como otrora respetaban al conde de Northumberland.
Desde que te fuiste a Londres, Kathryn, la hijita de Ricardo, ha venido a quedarse varias semanas, quizá todo el verano. Ahora que está casada, la madre parece más dispuesta a confiarnos a Kathryn por periodos largos. Como te imaginarás, Ricardo está encantado de recibirla. Y yo no tengo reparos. Es una niña bonita y animosa, aunque un poco consentida. Confieso, sin embargo, que mi corazón siente más cariño por Kathryn ahora que su madre ha dado a otro el amor que antes daba a Ricardo.
Titubeó antes de concluir con la verdad.
No te demores demasiado en Londres, Véronique. Este embarazo me tiene a mal traer. Hace un par de semanas sufrí una hemorragia, y aunque no se ha repetido, no puedo olvidar que perdí a mis dos últimos hijos.
Esa mañana había llovido. El húmedo calor de agosto impregnaba el aire y el suelo rezumaba un lodo que ningún niño podía resistir largo tiempo. Alejando a Lucy, una de las hijas de Juan Neville, de un charco sumamente tentador, la señora Burgh no se percató de lo que tramaban los otros niños, y al volverse vio que Johnny y Kathryn montaban a su hermanito Ned en el lomo de un enorme lobero gris. La señora Burgh se fastidió pero no se alarmó; Gareth había demostrado tiempo atrás que su paciencia con los críos rayaba en la santidad.
Pero en ese momento los perros del establo se pusieron a ladrar y los hombres de las murallas a gritar.
– ¡Viene papá! -Soltando el collar de Gareth, Johnny corrió hacia la entrada.
Gareth había olido a su amo entre los jinetes que atravesaban la aldea. El enorme perro brincó ávidamente, y Ned cayó despatarrado en el lodo. El niño jadeó, pero su necesidad de ver al padre era tan apremiante que postergó la protesta hasta un momento más conveniente, se levantó sin quejas y corrió detrás de Johnny.
Al ver a sus hijos, Ricardo frenó abruptamente. Cuando se apeó de la silla, los tres reclamaban su atención a gritos. Kathryn y Johnny le prodigaron los abrazos y besos habituales, pero Ned se aferró como una garrapata, sepultó la cara en el cuello de Ricardo, procuró asirse de su pelo.
Ricardo no intentó deshacerse de él, sino que lo acomodó y se levantó con el niño en brazos. Ned parecía haberse aplacado un poco. Un mechón castaño, sedoso y desaliñado le cruzaba la frente; tenía una mancha de barro en una mejilla, otra en la nariz. Miraba a Ricardo con ojazos blandos, redondos y desconcertados.
– Mamá está enferma -dijo solemnemente.
La alcoba estaba cerrada, y no recibía luz ni alegría. Ricardo hizo una señal y encendieron una antorcha a sus espaldas. Ana no se movió cuando él se aproximó a la cama. Su cabello largo y desmelenado se derramaba sobre un hombro desnudo, reducido a un frágil y desleído color castaño. Ella tenía la cara fruncida y pálida, blanca como las sábanas en que yacía; tenía los ojos cerrados, pero los párpados parecían magullados, inflamados. Una mano sostenía un pañuelo arrugado, la otra aferraba la sábana con el puño. Parecía perdida en la vastedad de la cama, acurrucada bajo el peso de mantas estivales de seda.
Ricardo se sentó delicadamente en el borde de la cama. Ella alzó las pestañas.
– Amada, lo lamento -murmuró él. Se inclinó para rozarle la frente con los labios y se sorprendió cuando ella desvió la cara-. Ana, ¿estás enfadada? ¿Porque no estuve contigo? Amor, vine en cuanto recibí el mensaje de Nan…
Ella sacudió la cabeza con vehemencia. Apretaba la cara contra la almohada y su voz era tan ahogada y confusa que él tuvo que esforzarse para entender las palabras.
– ¿Perdonar? ¿Perdonar qué, Ana? No entiendo.
– Perdóname… -El modo en que arqueaba los hombros le indicó que ella sollozaba-. Te he fallado.
– Ana, no digas eso.
– Es deber de una esposa dar hijos al marido. Tienes derecho a esperar eso de mí. Pero no puedo, Ricardo… no puedo…
Ricardo abrió la boca para tranquilizarla, para decirle que habría otros niños, recordándole que ella sólo tenía veinte años y él no había cumplido veinticuatro, que muchas mujeres sufrían la interrupción de un embarazo, pero luego daban a luz hijos saludables.
– Hay algo que debes saber, Ana -dijo en cambio-. Cuando esta primavera me dijiste que estabas embarazada de nuevo, no me alegré.
Ella irguió la cara, lo miró con ojos dilatados e inciertos.
– ¿Por qué, Ricardo? Sé que quieres más hijos.
– Sí, los hijos son importantes para mí. Pero hay algo que valoro mucho más. Tu vida, Ana. Sólo podía pensar en Nell Percy, no podía pensar en otra cosa, y en lo mal que lo pasaste cuando nació Ned.
Por primera vez ella lo miró con atención, vio el testimonio de varios días de cabalgada. Él había regresado de Fotheringhay tan apresuradamente que ni siquiera se había tomado tiempo para rasurarse; tenía barba crecida, arrugas de cansancio en los rígidos músculos que rodeaban la boca, lívidas marcas con forma de medialuna bajo los ojos.
Ana se apoyó sobre los codos y, cuando él le rodeó la cintura con el brazo, se aferró con tanta ansia como lo había hecho el pequeño Ned. Ricardo sintió lágrimas calientes en su cara, las enjugó con los dedos.
– Lo lamento -susurró ella, y él besó las pestañas húmedas, los párpados hinchados.
– Calla -dijo él-. Calla.
York. Enero de 1477
Ana y Ricardo solían ir a York por Navidad, Pascua y el festival de primavera de Corpus Christi. Ese año atravesaron Micklegate Bar en la noche del 2 de enero. A pesar de la hora, el alcalde Wrangwysh y los regidores estaban reunidos en la nieve para darles la bienvenida. Desde allí, los escoltaron por la calle Micklegate, cruzaron el puente del Ouse y recorrieron Conyng Street hasta llegar al convento augustino donde Ricardo se alojaba cuando estaba en York. Los esperaban; antorchas y hornillos disipaban la oscuridad y el prior aguardaba en la puerta para encargarse de llevarlos al interior.
Poco después del mediodía siguiente, Ana hizo traer su yegua gris de los establos. Bajo su supervisión, se cargaron caballos con mantas, costales de grano y otros bienes para distribuirlos en los dieciséis hospitales de la ciudad. Ella se dirigió al cercano hospital de San Leonardo, donde los pobres se congregaban a diario para recibir pan y avena cocida. Alimentar a los hambrientos era uno de los Siete Actos de Misericordia, algo que se esperaba de ella como cristiana y como señora de Middleham; pero Ana, que a los catorce años había aprendido que la pérdida de la esperanza es la pérdida más cruel, gustaba de participar activamente en sus actos de caridad. Pasó una grata hora en el orfanato del hospital, donde deleitó a los niños con frascos de miel y mantequilla de manzana y a los monjes con ofrendas de pan, huevos y pescado salado.
Una nieve leve y plumosa espolvoreaba la capa y las faldas de Ana cuando regresó al convento. No le sorprendió enterarse de que Ricardo aún estaba reunido con el alcalde; como Thomas Wrangwysh era un amigo, se esperaba que su visita de cortesía fuera prolongada. Pero aun así quedó decepcionada al ver que Ricardo no estaba libre, pues habían reñido el día anterior y aún no habían podido estar a solas para disipar la tensión.
Ana detestaba reñir con Ricardo. Sus infrecuentes discusiones a menudo terminaban cuando ella se rendía, en parte porque le habían inculcado que una esposa debía obediencia al marido y en parte porque era de temperamento más apacible que Ricardo. La riña de ayer había sido aparentemente por una cuestión menuda, si debían permitir que Johnny montara su propio pony en el viaje a York o si debía viajar en una litera como Ned. Aunque Johnny rogó que le dejaran montar, Ana lo consideraba demasiado pequeño, y allí habría terminado todo si Ricardo no hubiera oído la conversación y hubiera dado a Johnny el permiso que ella le negaba.
Habían tenido una discusión breve, hablando en voz baja porque sabían que otros podían oírles. Ricardo estaba sorprendido por el reproche de Ana. Ella protegía en exceso a los niños, declaró, trataba a Ned como si un soplo pudiera magullarlo. Ana lo había negado con inusitada brusquedad, irritada porque sabía que esa acusación contenía una pizca de verdad, y así partieron para York enfadados. Johnny había cabalgado en su pony hasta mecerse en la silla de fatiga, y sintió una secreta gratitud cuando Ana le dijo que viajara con Ned en la litera. Ella y Ricardo se habían ido a la cama como dos extraños que se trataban con cortesía y esa mañana ella sentía vagos remordimientos.
Pero parecía que su charla con Ricardo tendría que esperar, y llamó a un sirviente para que la acompañara con su antorcha a la iglesia. Allí, en la capilla de Santa Catalina, virgen y mártir, encendió una vela por la recuperación de su hermana; hacía casi tres meses que Isabel había dado a luz a un segundo hijo varón y, por lo que sabía, aún estaba bastante enferma.
Cuando Ana salió de la iglesia, el crepúsculo había descendido sobre el convento; todo estaba silencioso, frío, sofocado por la nevisca suave y arremolinada. Antes de regresar a los aposentos destinados a su uso, Ana decidió echar un vistazo a su hijo.
Ned y Johnny estaban en la cama, bajo gruesas mantas de piel de zorro. Al primer vistazo, Ana pensó que ambos dormían. Pero un examen más atento despertó ciertas dudas. Ned estaba tendido de bruces, abrazando la almohada como si fuera un trineo. Pero las pestañas de Johnny temblaban sospechosamente y, cuando Ana se inclinó sobre la cama, vio que las mantas ondeaban extrañamente. Al inclinarse, vio una nariz negra y bigotes plateados que se liberaban de las sábanas. Johnny abrió los ojos, miró culposamente al cachorro y a Ana. Pareció aliviado cuando ella sonrió; sonriendo a su vez, desistió de tratar de ocultar el cachorro bajo las mantas, le dejó tomar aire.
Ricardo tenía seis años cuando entró en la vida de Ana en la primavera de 1459. Johnny cumpliría seis años en menos de tres meses y era tan parecido a su padre a esa edad que Ana no podía contener su afecto. Era un niño tímido que hablaba en voz baja, diferente de Ricardo, pues su rostro rara vez delataba sus pensamientos.
Ana se preguntaba a menudo qué pensaba Johnny. ¿Echaba de menos a la madre que veía con tan poca frecuencia? Parecía sentir gran apego por Ned. ¿Entendía que era diferente de su pequeño hermano? Su futuro era prometedor; aunque fuera un bastardo, era un bastardo de la realeza. Pero cuando su cuñado el rey otorgara un título al hijo de Ricardo, el título sería para Ned, no para Johnny. Johnny aún era demasiado pequeño para que eso le importara, pero no siempre sería así.
Ana se inclinó impulsivamente, estampó un beso en la punta de la nariz de Johnny. Él quedó sorprendido y complacido; a diferencia de otros niños de su edad, no fingía indiferencia ni aversión por los besos y abrazos. Johnny era afectuoso, y respondía a los mimos de Ana con tal avidez que ella sospechaba que el pequeño entendía el estigma de su nacimiento más de lo que en general se creía.
Véronique y la nueva dama de Ana la esperaban cuando entró en la alcoba. Joyce Washburne era una joven pechugona con ojos como esmeraldas, boca sensual y ancha y una incongruente profusión de pecas, que no estaban de moda. Tenía una risa contagiosa, un pícaro sentido de la travesura, y Ana le había cobrado gran estima en los meses que había estado en la casa.
Mientras Joyce sacaba los alfileres de la toca, Ana reparó en un grueso libro encuadernado en cuero en medio de sus redomas de perfume y óleos para el baño.
– ¿Qué es esto, Joyce?
– Vuestro esposo lo dejó para vos, madame. Me pidió que os dijera que había marcado los pasajes que os interesaría leer.
Desconcertada, Ana recogió el libro, vio que eran Los cuentos de Canterbury, y abrió donde estaba indicado. Un momento después, se echó a reír. Ricardo había señalado «El cuento del erudito», que debía ser el relato definitivo sobre una esposa sumisa y obediente, una esposa tan paciente y pasiva que no se quejaba aunque su esposo pusiera a prueba su amor despiadadamente, soportaba la pérdida de los hijos, soportaba el divorcio, soportaba todo dócilmente con palabras cariñosas y una devoción que ni siquiera un perro podía igualar.
El ánimo de Ana mejoró, pues no había señal más segura de que Ricardo no le guardaba rencor que este modo de bromear con ella sobre la santa y simple Griselda, una mujer que sólo había existido en la triste imaginación de los hombres.
Le estaba leyendo algunos de los pasajes menos verosímiles a Joyce, mientras la muchacha le cepillaba el pelo, cuando entró Ricardo.
– Amor, llegas justo a tiempo. Iba a leerle a Joyce lo que lord Walter le exigió a la pobre Griselda antes de tomarla como esposa.
Al alzar la vista para ver su reacción, los ojos de ambos se cruzaron en el espejo. Ana contuvo el aliento y se volvió para encararlo; los alfileres que sostenía en el regazo cayeron al suelo, se perdieron entre los juncos. El libro también se le deslizó.
– Ricardo, ¿qué es? ¿Qué sucede? -Extrañamente, ella no pensó en la guerra, no pensó en los escoceses ni en los franceses. Sus temores eran personales, no políticos. Tampoco pensó en Eduardo. Pensó, en cambio, en la anciana duquesa de York, y repitió roncamente-: Ricardo, ¿qué es? Dime, por favor…
Él se le acercó y la abrazó, y ella comprendió. La pesadumbre sería de ella. Su mente se aceleró tumultuosamente en un instintivo inventario de sus seres queridos. Su hijo, que dormía a salvo bajo el ojo vigilante de la señora Burgh. Su madre, que cenaba con Alison y John Scrope en su casa solariega de York, a poca distancia de Ald Conyng Street. Véronique, que hacía unos instantes había ido a buscar un mazo de cartas.
– Es Bella, ¿verdad? -susurró.
El hijo de Isabel había nacido en Tewkesbury el 6 de octubre. El 12 de noviembre la trasladaron lentamente al castillo de Warwick, donde falleció tres días antes de Navidad. A los diez días, el bebé también murió. El 4 de enero, devolvieron el cadáver a Tewkesbury para que yaciera en capilla ardiente durante treinta y cinco días. Tenía veinticinco años, dejaba una hija de tres años y un hijo que aún no había cumplido dos.
La muerte que conmocionó a Europa, sin embargo, se había producido el 5 de enero en la nieve, ante la sitiada ciudad de Nancy. Allí el ejército de Carlos, duque de Borgoña, había sufrido una devastadora derrota ante las fuerzas de los suizos y el duque Renato de Lorena. Los borgoñones estaban en inferioridad numérica de cuatro a uno y la matanza fue despiadada. Dos días después, descubrieron el cuerpo de Carlos sepultado en el hielo del lago de Saint Jean, desnudado por los saqueadores, en parte devorado por los lobos.
Las repercusiones políticas de la muerte de Carlos eran enormes. Su hija de veinte años, María, era ahora duquesa de Borgoña, el trofeo conyugal más codiciado de Europa, y a los ojos inquietos del pueblo inglés, un cordero que sería llevado al matadero francés. A pesar del tratado de Picquigny, Eduardo no estaba menos alarmado que sus súbditos. Aunque no llorase a Carlos, no le interesaba que la flor de lis francesa flameara sobre Brujas y Dijon. A mediados de febrero convocó a un gran consejo para lidiar con estos acontecimientos perturbadores.
Era casi medianoche cuando Ricardo y Ana atravesaron las puertas para ingresar en la abadía benedictina de Santa María Virgen en Tewkesbury. Ya habían enviado un mensaje al abad Streynsham para que los aguardara; en los aposentos del abad encontrarían comida, vino y camas abrigadas. El cansado cuerpo de Ana ansiaba las tres cosas, pero tiró de las riendas al ver la redonda arcada normanda de la casa de guardia del abad.
En tres meses se cumplirían seis años desde que había atravesado esas puertas, pero podía haber sido ayer, tan vividos eran los recuerdos que la asaltaron de golpe. Luchó contra el impulso irracional de ir a otra parte, de pernoctar en la posada del Jabalí Negro, en las afueras de la ciudad. No quería alojarse en la abadía, no quería recordar la última vez que había estado dentro de esos muros.
– ¿Ana? -Ricardo había frenado junto a ella. Interpretando correctamente su renuencia, preguntó-: ¿Quieres ir a otra parte?
Ella negó con la cabeza.
– No. Pero… pero antes me gustaría ir a la iglesia.
Para su alivio, él accedió a su petición sin comentarios, pareció comprender también cuando ella rehusó el ofrecimiento de acompañarla. Observó mientras el resto de la partida pasaba por la casa de guardia, y guió la yegua hacia la gran iglesia de Santa María Virgen.
Desmontó ante el pórtico norte, entregó las riendas al hombre que Ricardo había ordenado que la acompañara, le dijo que aguardara. El interior estaba oscuro, turbadoramente silencioso, y tuvo el súbito y pueril impulso de llamar al hombre. ¿Para protegerla de los fantasmas? Burlándose de sí misma, alzó el farol y entró resueltamente en las sombras de la nave desierta. La luz relucía en la puerta de la tribuna que separaba la nave del coro, y se dirigió a ella por instinto.
Como esperaba, allí encontró a su hermana. El ataúd de Isabel estaba envuelto en gruesos pliegues de terciopelo; encima se elevaba el catafalco de madera. El dosel del catafalco estaba blasonado con las armas de Beauchamp y Neville, y medio centenar de velas blancas rodeaba el féretro, coronaba el techo con llamas ambarinas. Durante toda la noche, monjes benedictinos de túnica negra se arrodillarían delante del féretro, salmodiando suavemente los oficios fúnebres, las vigilias y misas por el alma de Isabel Neville. Pero ahora la iglesia estaba desierta, y sólo se oían las pisadas de Ana cuando se aproximó al catafalco. Aún faltaban dos horas para que los monjes entraran soñolientamente en el coro para los maitines. Hasta entonces, Ana estaría a solas con su hermana.
Jorge había ordenado que no pusieran efigies de piedra para Isabel, y Ana se alegraba. No quería mirar los inertes rasgos marmóreos de un rostro que amaba. Las lágrimas le punzaron los ojos. Se arrodilló junto al ataúd alumbrado por las velas y se puso a rezar por la paz de su hermana.
Cuando oyó pasos de hombre, supuso que su sirviente había entrado para calentarse, o que un monje deseaba cerciorarse de que las velas encendidas no plantearan una amenaza de incendio. No alzó la vista hasta que los pasos se acercaron más, y miró por encima del hombro con el ceño fruncido, pues le disgustaba que un intruso interrumpiera su despedida de Isabel.
Un hombre estaba en la puerta de la tribuna del pulpito, una silueta perfilada contra el vacío oscuro que se extendía más allá del féretro. Arrodillada en un círculo de luz, Ana se sintió incómodamente llamativa.
– ¿Quién eres para estar aquí a estas horas? -preguntó con brusquedad-. ¿No sabes que es más de medianoche?
Mientras él se le acercaba, Ana alzó el farol y jadeó ante lo que reveló la luz. Por un instante olvidó la lógica y el sentido común; sólo sentía miedo, un conocido miedo físico que no sabía de razones. Se petrificó, mirando a su cuñado, sabiendo con pasmosa certidumbre que todas las conexiones entre el cuerpo y el cerebro estaban cortadas, que no podía levantarse de esas baldosas heladas, así como no podía lanzar un grito con su garganta cerrada.
Jorge se erguía sobre ella; notó que se tambaleaba.
– ¿Bella? -Era apenas un susurro, teñido con una espantosa emoción que era horror y esperanza al mismo tiempo.
Ana quedó estupefacta; su parecido con su hermana era sólo superficial. Está totalmente borracho, pensó, y luego rezó para que eso fuera todo. Pero su pánico se disipó tan pronto como había surgido. No tenía por qué temer a ese hombre. Ya no tenía quince años y no estaba indefensa en sus manos. Era la esposa de Ricardo, y si él llegaba a tocarla, derrumbaría la abadía de un alarido.
– No soy Bella, Jorge. Soy Ana -dijo, y descubrió consternada que su voz no era tan firme como su resolución.
– Ana -dijo él, como si el nombre no significara nada. Pero le extendió la mano. Ella la miró con disgusto, sintiendo tanta aversión como si fuera una serpiente. Pero no quería que Jorge supiera que aún temía estar a solas con él, no quería darle esa satisfacción, así que se dejó coger la mano de mala gana, dejó que la ayudara a levantarse.
Parte del pánico amenazó con volver, pues él le estrujó la mano cuando ella intentó zafarse del apretón. Aunque estaba ebrio, era mucho más fuerte que ella, y la respiración de Ana se aceleró dolorosamente.
– No te vayas -pidió él-. Quédate… hasta que vengan los monjes. -Escrutó la cara de Ana-. No quiero abandonarla. Pero me siento tan solo aquí… tan solo…
Ana no estaba preparada para la piedad que ahora la acuchillaba. No le gustaba, se recordó tenazmente que ese hombre no merecía piedad ni conmiseración.
– Pensé que yo sería la última persona con quien querrías estar.
– ¿Por qué? -preguntó él, y Ana notó que en verdad no había comprendido quién era. Era una voz conocida, una mano para sostener en la oscuridad, y eso bastaba, era todo lo que necesitaba o quería saber.
Le había soltado la mano, apoyándose en el catafalco. No estaba destinado a soportar el peso de un hombre y la madera crujió ominosamente. Mientras Ana observaba preocupada, él rodeó el poste con el brazo, se deslizó lentamente al suelo junto al ataúd. Echó la cabeza hacia atrás y acercó peligrosamente el cabello a la llama de las velas.
– ¡Por Dios, Jorge, fíjate en lo que haces! -gritó Ana a su pesar.
– Ella sufrió tanto… -murmuró él, mirando a Ana con ojos ciegos y azules-. No podía respirar, y cuando tosía… cuando tosía, escupía sangre. -Tembló-. ¡Tanta sangre!
Ana soltó un sonido ahogado, se tapó la boca con el puño. Las velas empezaban a difuminarse, nadaban ante ella en un resplandor de lágrimas. Había retrocedido hasta la tribuna del púlpito cuando Jorge se arqueó hacia delante y rompió a llorar apoyando la cabeza en las manos.
Ana vaciló. No se atrevía a regresar para ofrecerle consuelo. Pero no soportaba los sonidos que él emitía, sollozos jadeantes y estrangulados que le sacudían todo el cuerpo. Permaneció indecisa, secándose las lágrimas con el dorso de la mano, y entonces oyó su nombre, dio media vuelta y se arrojó a los brazos de Ricardo.
Tardó unos instantes en convencer a Ricardo de que estaba bien, de que sus lágrimas eran por Isabel. Sólo entonces él vio la silueta acurrucada ante el ataúd. Ana notó que su expresión era tan ambigua como la de ella, vio que era reacio a reconocer el dolor de Jorge, pero incapaz de alejarse de él. Imprecó entre dientes y, entregándole su farol, cruzó el coro.
Se inclinó sobre Jorge, le habló con murmullos que ella no entendió. Jorge dejó de sollozar y alzó hacia Ricardo un rostro arrebolado, empapado por las lágrimas, tumefacto.
– ¿Dickon? -Su voz era ronca, incierta, como si ya no osara confiar en sus sentidos.
– No puedes quedarte aquí toda la noche, Jorge. Te ayudaré a levantarte e iremos juntos a los aposentos del abad.
Ana se sorprendió cuando Jorge obedeció dócilmente, aceptó el brazo de Ricardo y se incorporó. Pero en cuanto ella suspiró de alivio, vio que el rostro de Jorge cambiaba, que entornaba los ojos, que los clavaba en Ricardo con súbita y escalofriante intensidad.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó-. ¿Ned te envió a espiarme? Es así, ¿verdad? ¡Tendría que haberlo sabido!
– ¡Por amor de Cristo, Jorge! Sabes que no es así.
– ¿Quieres que crea que te importa? -Jorge se liberó, se apoyó en el catafalco-. Pues no soy tan tonto, hermanito. Tú no eres amigo mío, Dickon, y lo sé muy bien. Por ebrio que esté, no me olvido de eso.
– Haz lo que te plazca -replicó Ricardo, y se alejó. Él no miró hacia atrás, pero Ana se demoró un instante antes de seguirlo. Desabrochándose la cadenilla del crucifijo, avanzó, pasó junto a Jorge y apoyó el crucifijo en el terciopelo que envolvía el ataúd de su hermana.
– Será mejor que te sientes, Dickon, dado lo que debo contarte. Parece que nuestra idiota de hermana cree tener la solución perfecta para el problema que nos plantea Borgoña. Su hijastra, María, necesita urgentemente un esposo, y como nuestro hermano Jorge es convenientemente viudo… Bien, ¿necesito decir más?
– ¿Quiere que Jorge se case con María? ¡Por Dios! -exclamó Ricardo con incrédula estupefacción-. ¿Ha perdido el juicio?
Eduardo lanzó un juramento particularmente profano.
– En lo concerniente a Jorge -dijo con repulsión-, ella pierde todo sentido común. ¿Te imaginas a Jorge como duque de Borgoña? ¡Que la Santa Virgen nos libre y guarde!
– Meg no le mencionó esto a Jorge, ¿verdad? -Pero era una esperanza falsa y Ricardo lo supo apenas lo preguntó.
– ¿Qué te parece? Y no es preciso que te diga cómo reaccionó él. Cualquiera diría que ya está ungido y coronado.
– Ned, no puedes permitir semejante matrimonio. Jorge es demasiado inestable. Sólo Dios sabe lo que haría si tuviera tanto poder.
– Sospecho que ambos sabemos lo que haría, Dickon; tú eres demasiado escrupuloso para decirlo con todas las letras, pero es muy probable que tratara de tomar la corona inglesa, esta vez respaldado por un ejército borgoñón. Bien, no te preocupes, hermanito. El día en que Jorge sea duque de Borgoña será el día en que la Santa Iglesia me considere digno de ser candidato a santo.
– ¿Le has dicho que prohíbes ese matrimonio?
– Aún no. -Eduardo arqueó la boca en una sonrisa irónica-. ¿Quieres estar presente cuando lo haga?
– No creo -se apresuró a responder Ricardo-. Más aún, ni siquiera quiero saber nada sobre ello después. -Aceptó la copa que le ofrecía un sirviente-. Ned, ¿existe una posibilidad de que María lo acepte? Pues si ella está dispuesta, tu negativa quizá no valga nada para Jorge. No sería la primera vez que se casa sin tu permiso.
– Buena observación, Dickon. Quizá deba encerrarlo en la Torre para retenerlo en Inglaterra. Pero mis informadores me dicen que es Meg y no María quien propicia este matrimonio. María parece reacia. Pero me propongo enviarle una carta hoy mismo, dejando bien claro que ese matrimonio es impensable. La muchacha no es tonta, y sabe que me necesita a mí para impedir que Luis la engulla de un bocado. -Llamó al sirviente antes de añadir con indolencia-: Pensé que también sugeriría un prometido en lugar de Jorge. Anthony, el hermano de Lisbet.
Ricardo se atragantó, aspiró el vino que se proponía tragar. Jadeando y tosiendo, recobró el aliento mientras los sirvientes se agolpaban alrededor de su silla y Eduardo le daba palmadas en la espalda. Cuando recobró la compostura, estaba tan conmocionado que sólo pudo barbotar exactamente lo que pensaba.
– ¡Anthony Woodville! ¡Válgame, Ned, no hablarás en serio!
Había roto el pacto tácito que hacía doce años existía entre ellos, que su desprecio por los parientes de la reina era comprendido e incluso aceptado siempre que no lo mencionara. Aun así, Eduardo no mostró resentimiento, sino que tenía un aire divertido.
– No seas ingenuo, Dickon. No pensarás que quiero que María acepte a Anthony, ¿verdad?
– ¿Entonces por qué…?
– Es sencillo. Lisbet querría que su hermano fuera un soberano. Al sugerir el nombre de Anthony, la complazco enormemente, pero sin grandes riesgos. No creerás que María pensaría siquiera en aceptarlo, ¿verdad? ¿Con el orgullo que siente por la Casa de Borgoña? -Rió, sacudió la cabeza-. Lisbet quedó encantada cuando le prometí que hablaría en nombre de Anthony, y rara vez puedo contentarla tan barato, hermanito.
Ricardo sintió alivio, pero no demasiado.
– ¿Pero no lo entiendes, Ned? Jorge enloquecerá cuando le prohíbas que se case con María. Se convencerá de que ella estaba dispuesta y tú saboteaste sus ambiciones. Rechazarlo a él y ofrecer a Woodville a cambio… es como echar sal sobre sus heridas, sin duda aumentará su resentimiento.
– ¿Y qué? -dijo Eduardo, encogiéndose de hombros.
Cayford, Somerset. Abril de 1477
Ankarette Twynyho arrastraba su bordado hacia la ventana para sentarse al sol. Su hijo, que acababa de entrar en el gabinete, se le acercó rápidamente.
– Dame, madre -le dijo-, deja que te lo lleve.
Ankarette le entregó el bordado con gratitud, se sentó con el cesto de costura en el regazo.
– Ahí tienes -dijo Tom, sonriendo. Tenía que ir a los establos; el nuevo garañón que había comprado era pendenciero y los palafreneros no lograban calmarlo. Pero el sol era invitante y decidió quedarse a conversar con su suegra-. Hablas poco de tus últimos meses con la duquesa de Clarence. Pobre mujer. ¿Le tenías afecto, madre?
– No -respondió Ankarette con franqueza-. Pero sentía mucha compasión por ella. En la vida tuvo más penas que alegrías, y su muerte no fue fácil.
– Tampoco su matrimonio, sospecho -dijo Tom, riendo entre dientes. Ankarette sintió una inquietud instintiva, alzó los ojos para cerciorarse de que no hubiera sirvientes fisgoneando. Tom lo notó y la interrogó con la mirada-. ¿Tanto temes a Clarence? -preguntó sorprendido, y vio que Ankarette fruncía las comisuras de la boca, como siempre hacía cuando no quería hablar sobre ciertos temas.
– Todos los que están al servicio de Clarence le temen -murmuró.
Tom fingió no ver su renuencia.
– ¿Por qué? La mayoría de los nobles son exigentes, rápidos para acusar a sus subalternos. Así son las cosas. ¿Por qué Clarence inspira tanto temor?
Presionada, Ankarette bajó aún más la voz.
– Con Clarence -respondió a regañadientes-, nunca sabías dónde estabas. Su cambio de ánimo iba del sol a las I ¡nieblas en cuestión de segundos, y nadie sabía por qué. Algunos cuchicheaban que estaba embrujado desde el nacimiento.
Pasmada por sus propias palabras, se persignó y, cuando Tom abrió la boca para hacerle más preguntas, ella se concentró en el contenido de su cesto de costura para darle a entender que no haría más revelaciones.
Tom suspiró, lamentando que la madre de su esposa fuera tan reacia a los chismes. Evocó las historias tétricas que se contaban sobre Clarence, pensó en las escenas íntimas que ella habría presenciado como miembro de la servidumbre. Sabía que ella nunca describiría esas escenas.
– Bien, me voy a los establos -dijo, cuando una de sus jóvenes criadas apareció en la puerta del gabinete. Estaba demasiado alterada para hablar, pero el terror de su rostro era más elocuente que cualquier palabra de advertencia-. Por Dios, niña, ¿qué pasa? ¿Es tu ama? ¡Habla, maldición, habla!
– No, Tom, sólo la asustas más. Cuéntanos, Margery…
Tom clavó los dedos en los brazos de la muchacha, y el dolor le soltó la lengua.
– ¡Soldados! Abajo, ellos…
– ¡Tom, Tom! -Era la voz de su esposa, tan estridente que resultaba irreconocible. Tom dio dos zancadas hacia la puerta y luego Edith entró en la habitación, cayó en sus brazos sollozando.
Tom no atinó a calmar a su histérica esposa. Hombres armados subieron la escalera e irrumpieron en el gabinete, apartando a la aterrada criada sin miramientos. A Tom le indignaba que tomaran su casa de esa manera, pero también sentía miedo, y se le notaba en la voz cuando preguntó:
– ¿Qué es esto? ¿Qué hacéis aquí?
Ankarette estaba más desconcertada que asustada. ¿Por qué arrestarían a su yerno? Debía ser un error, un espantoso error. Se acercó a Tom para aplacarlo, y entonces reparó en la insignia que cada hombre llevaba en la manga.
– ¡Os envía el duque de Clarence! -jadeó, con voz tan azorada que todos los ojos se volvieron hacia ella. Se había puesto tan blanca que Tom le tendió el brazo. Un soldado intervino; hubo un escarceo y Tom retrocedió tambaleándose, sangrando por la boca. Ankarette oyó el alarido de su hija, quiso ir hacia ella, pero no podía moverse, sólo mirar al hombre que entraba en la habitación.
Roger Strugge. Articuló las palabras, pero el nombre se le atoró en la garganta; tenía la boca demasiado seca para hablar. Roger Strugge, que servía a Clarence sin el menor escrúpulo, interesado sólo en el oro que Jorge entregaba generosamente n quienes acataban sus órdenes.
Se plantó delante de ella.
– Señora Twynyho -dijo con una sonrisa burlona, como alguien que supiera un secreto que todos deseaban conocer-. Confío en que me recordéis.
Tom escupió sangre en los juncos del suelo, miró con desprecio a los hombres que lo aferraban.
– ¿Estoy arrestado? ¡En tal caso, exijo conocer la acusación!
Strugge lo evaluó con la mirada, lo desechó como prescindible.
– No estamos aquí por vos, Delalynde -dijo fríamente-. Buscamos a la señora Twynyho.
Hizo una señal y un par de manos aferraron los codos de Ankarette, la llevaron hacia la puerta. Ella estaba demasiado estupefacta para resistirse, y no lograba a entender qué le ocurría ni por qué. Oyó que Edith gritaba «¡Mamá!», oyó que Tom maldecía, y luego estuvo en el pasillo, y la llevaron escalera abajo. Sólo cuando salieron al resplandor del sol de la tarde pudo recobrar la lucidez. Le acercaban un caballo; forcejeó, se retorció desesperadamente contra las manos que la aferraban.
– ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
Strugge chasqueó los dedos; los soldados se apartaron de ella. En la casa oyó golpes constantes, comprendió que habían encerrado a Tom y Edith en el gabinete. Strugge la miraba con una extraña sonrisa; disfrutaba de la situación, se regodeaba en lo que iba a decirle.
– Estáis acusada del asesinato de Isabel Neville, difunta duquesa de Clarence. El duque desea que regreséis de inmediato al castillo de Warwick para ser juzgada por vuestro crimen. Seréis…
Ankarette no oyó más. Se desmayó, desplomándose a los pies de Strugge sin un sonido.
– Traed agua -dijo él con calma, y observó mientras dos de sus hombres volvían a entrar en la casa solariega. Arrodillándose junto a Ankarette, le cogió las manos y le arrancó de los dedos los anillos enjoyados de su viudez.
El palacio de Westminster estaba a oscuras y en silencio. Eduardo no estaba preparado para dormir, sin embargo, y aún ardían antorchas en su cámara. Estaba dictando unas cartas personales cuando uno de sus sirvientes le anunció que Jane Shore estaba fuera y pedía verle.
Eduardo se sorprendió, pero sintió más curiosidad que fastidio. Jane no iba a visitarlo sin recibir una invitación; aunque hacía más de dos años que compartía su cama, nunca se extralimitaba.
– Hazla pasar -dijo, y despidió al amanuense y los demás sirvientes.
Jane estaba envuelta en una larga capa azul. Se preguntó si era ese color oscuro lo que le daba tanta palidez al rostro, se adelantó para recibirla. Antes de que él pudiera abrazarla, sin embargo, ella se inclinó en una profunda reverencia. Cuando él quiso alzarla, ella permaneció de hinojos.
– Estimado señor -dijo con voz ronca-, perdonadme por acudir a vos de este modo, pero tenía que veros. Es urgente, querido mío, no podía esperar.
Ella ofrecía una bonita imagen, de rodillas, el rostro erguido, la boca blanda y roja realzada por una trinidad de hoyuelos, el cabello rubio asomando de la capucha. Eduardo no era indiferente a sus atractivos: sentía mucho aprecio por esa mujer. Se encorvó, le asió las manos, la atrajo hacia sí.
– Estás perdonada -dijo, y buscó sus labios. Ella respondió al beso con su fogosidad habitual, pero cuando él deslizó las manos de la cintura a los pechos, se apresuró a hablar.
– Amor, espera… por favor. He traído a alguien conmigo, alguien que necesita verte con desesperación. -Vio que él fruncía el ceño, le apoyó los dedos en los labios en una súplica muda-. Por favor. Hace días que trata de obtener una audiencia, pero no ha tenido suerte. Y debe veros, milord. Hay algo que debes oír, Ned. Por favor.
Esperó la respuesta sin aliento; sintió gran alivio cuando él se echó a reír.
– Demontre, mujer, cómo abusas del amor que te profeso -masculló-. Concederé a este solicitante cinco minutos, ni uno más.
– Gracias, amor mío, gracias. -Ella lo besó febrilmente, una y otra vez, en el cuello, en la barbilla, aquí y allá, y se giró hacia la puerta. Un momento después hizo pasar a un cohibido joven de diecisiete años. A instancias de Jane, el muchacho avanzó tímidamente, se arrodilló ante Eduardo-, Majestad, él es Roger Twynyho, de Cayford, Somerset. Tiene una historia de horror para contaros. Adelante, Roger, cuéntale a Su Gracia lo que me dijiste. -El joven parecía incapaz de hablar, sin embargo, y, evaluando correctamente la paciencia de Eduardo, Jane se apresuró a decir-: Su abuela, Ankarette Twynyho, fue una de las damas de la duquesa de Clarence. Volvió a vivir con su familia cuando falleció la duquesa, y no tuvo más contacto con vuestro hermano de Clarence. Pero el sábado pasado Clarence despachó unos ochenta hombres armados a Cayford y la arrestó, acusándola de provocar la muerte de la duquesa mediante envenenamiento.
– ¿Qué?
El muchacho logró hablar, asintió vigorosamente.
– Es verdad, Vuestra Gracia. No permitieron que mi tía y mi tío la acompañaran, y se la llevaron por la fuerza al castillo de Warwick.
Eduardo había recobrado la compostura.
– Continúa -rezongó.
– La mañana posterior a su llegada a Warwick, la llevaron ante un juez de paz, y la acusaron de asesinato. Mi señor de Clarence la acusó de dar a lady Isabel una mezcla de cerveza con veneno el 10 de octubre, alegando que ese veneno provocó su enfermedad y su muerte el domingo anterior a Navidad. Al mismo tiempo, un tal John Thursby fue acusado de envenenar al hijo varón que falleció el 1 de enero. -La voz del muchacho no trasuntaba emociones; recitaba los hechos como si citara de memoria, y clavaba los ojos en el rostro de Eduardo-. Mi abuela negó las acusaciones con vehemencia, pero no le sirvió de nada. El jurado la declaró culpable y la condenó a muerte. La llevaron de inmediato al patíbulo de las afueras y la colgaron. John Thursby fue colgado con ella.
Dejó de hablar, observó a Eduardo. También Jane.
– Y ella era inocente -murmuró Eduardo. No era una pregunta, y Roger Twynyho exhaló su aliento con un siseo audible; aflojó los hombros con la súbita liberación de la tensión.
– Ciertamente, majestad -murmuró-. Lady Isabel murió de consunción, debilitada por un parto muy difícil. Mi abuela nunca le causó daño, nunca causó daño a nadie.
– Todo el proceso, desde el comienzo del juicio hasta la ejecución, duró apenas tres horas -interrumpió Jane, sonrojándose de indignación-. Varios miembros del jurado se acercaron después a la señora Twynyho y le rogaron su perdón, diciendo que sabían que era inocente, pero que tenían que declararla culpable por temor a Clarence.
Se hizo silencio. Eduardo parecía haberse olvidado de ambos. Roger volvió a sentir miedo. Sabía que Clarence era pariente de sangre de este hombre, y que los príncipes con frecuencia dictaban sus propias leyes. Pero Eduardo lo invitó a levantarse.
– Eres un joven valiente, Roger Twynyho -le dijo-. Lo recordaré. Regresa a Cayford; aquí has hecho todo lo que podías por tu abuela.
Roger ansiaba preguntar a Eduardo qué se proponía a hacer. ¿Sometería a Clarence a la justicia que le habían negado a su abuela? ¿O éste era otro crimen por el que Clarence no tendría que rendir cuentas? Pero no quiso abusar de su suerte. Lo habían despedido. En una turbulencia de emociones conflictivas, hizo una torpe reverencia y se largó de la cámara.
Jane no se movió, siguió mirando a su amante.
– Ned -aventuró al fin-, ¿cometí un error, mi señor, al traerlo aquí?
Eduardo se volvió para encararla, y ella contuvo el aliento al ver la furia mortífera que le curvaba la boca y le llenaba los ojos. Ojalá nunca me mire a mí de ese modo, pensó, temblando.
– No -replicó él-. No cometiste un error.
La duquesa de York había sido madrugadora desde la infancia. Amaba el silencio expectante, el resplandor tenue que titilaba en el cielo del este en esa breve vacilación entre la oscuridad y el día.
Esa mañana, sin embargo, había pensado poco en el brillante vellocino del cielo. Se levantó a las seis, oyó misa en sus aposentos y, tras desayunar con pan y vino, oyó el servicio divino y dos misas menores con sus criados en la capilla del castillo. En general prefería dedicar las horas de la mañana a la meditación y las lecturas religiosas; así como ahora evitaba los terciopelos afelpados y las sedas brillantes para optar por oscuras prendas grises y pardas, también eludía las diversiones de su juventud. Siempre había sido una mujer profundamente piadosa, y en la vejez su mayor satisfacción consistía en negarse los placeres que otrora significaban tanto para ella y ahora significaban tan poco. Pero en ese martes de finales de mayo no había meditado ni leído, sino que se había recluido en su gabinete para escribirle a su hija Margarita, duquesa viuda de Borgoña.
Los primeros párrafos resultaron fáciles. Los tumultos se estaban calmando en Borgoña. Parecía haber una difundida aprobación para el esposo y consorte elegido por María, Maximiliano, hijo del monarca del Sacro Imperio Romano. Al abordar estos asuntos, Cecilia se expresaba con tal brío que al amanuense le costaba seguirle el ritmo.
Pero cuando empezó a hablar de su hijo, su voz y su estilo cambiaron abruptamente. Le costaba encontrar las palabras atinadas, titubeaba, retrocedía y al fin ella misma cogió la pluma. Se sentó en la luz violácea del mirador y se obligó a hablarle a Margarita sobre Jorge.
Lo que debo contarte, Margarita, es una de las cosas más dolorosas que he escrito, pero debo contarlo, y tú debes prepararte para lo que vendrá. Sabes que Jorge quedó muy resentido por la negativa de tu hermano Eduardo a consentir su matrimonio con tu hijastra, María. La conducta de Jorge es destemplada aun en sus mejores momentos y, cuando supo que Eduardo había propuesto a Anthony Woodville como candidato, fue como si le apuñalaran una herida infectada.
Jorge procedió a actuar del modo más desagradable que se pudiera concebir. En un banquete celebrado en Windsor para festejar el nacimiento del nuevo hijo varón de Eduardo, insistió en arrojar un cuerno de unicornio en su copa antes de permitir que el copero le sirviera el vino. Todos saben que el cuerno de unicornio sirve para protegernos del veneno, así que era imposible interpretar mal ese insulto. Eduardo estaba furioso. No sé qué se dijeron, pero después de eso Jorge se retiró de la corte y se recluyó en el castillo de Warwick.
Entonces cometió un crimen tan ruin, tan estremecedor, que desafía todo entendimiento. Me refiero, desde luego, al asesinato de Ankarette Twynyho, la dama que había estado al servicio de Isabel, la esposa de Jorge. No sé si él creía que sus acusaciones eran ciertas, ojalá lo supiera. Pero Jorge tiene una percepción temiblemente distorsionada de la realidad. ¿Pudo haber sacrificado a sangre fría a una mujer inocente? ¿O se convenció de que Isabel realmente murió envenenada?
No he pensado en otra cosa en este último mes, y no estoy más cerca de la verdad que antes. Quizá ni siquiera Jorge sepa la verdad. Él es mi hijo, carne de mi carne, pero para mí es un desconocido. No puedo dejar de tenerle afecto, mientras estén grabados en mi mente y mi alma los recuerdos del niño que fue otrora. Pero no puedo perdonarlo…
Su pluma vaciló. Al cabo de un segundo de reflexión, redactó rápidamente las últimas frases.
Nunca vi a Eduardo tan furioso. Aunque Ankarette Twynyho hubiera sido culpable, el acto de Jorge habría sido indignante, una ofensa al rey y al Todopoderoso.
Poco después de la difusión del caso Twynyho, un hombre llamado John Stacy, un escribiente y astrónomo de Oxford, fue arrestado y acusado de brujería. Bajo tortura, Stacy confesó y también implicó a un tal Thomas Burdett, un hombre de cierta relevancia en Warwickshire y miembro de la casa de Jorge. Se nombró un tribunal especial para juzgar a ambos por la acusación de valerse de la magia negra para provocar la muerte del rey. Los juzgaron el 19 de mayo y los condenaron a muerte. Al día siguiente fueron llevados a Tyburn y ahorcados, y Burdett clamó hasta el final que era inocente.
Cecilia revisó rápidamente lo que había escrito. Sabía que existía la sospecha de que ése había sido un juicio político destinado a comunicar a Jorge una advertencia inequívoca. No tenía la menor duda de que Burdett era cómplice de Jorge en algún desaguisado, pero no lo creía culpable de brujería y no le agradaba que un hombre fuese ejecutado por lo que no había hecho, aunque sus otros delitos merecieran la muerte.
Se llevó la mano a la cara, se apretó las yemas de los dedos contra los ojos doloridos. Por la Santísima Virgen, qué cansada estaba. Y qué irónico era que sus hijos le causaran más cuitas siendo adultos que cuando eran niños.
Este pensamiento estaba demasiado cerca de la autocompasión, y no le agradaba. Pestañeó, irguió la barbilla. Cogió de nuevo la pluma y escribió:
El día posterior a la ejecución de Burdett, Eduardo partió de Londres hacia Windsor. En cuanto él se marchó, Jorge irrumpió en una reunión del consejo privado en Westminster. Llevaba consigo nada menos que al doctor John Goddard, el predicador franciscano que había proclamado el derecho de Enrique de Lancaster al trono desde Paul's Cross. Jorge alegó que Burdett era inocente y obligó al consejo a escuchar mientras Goddard leía en voz alta la declaración de Burdett ante la horca, en que juraba que no era culpable de la acusación por la que moría.
Huelga decirte, Margarita, cuan graves pueden ser las consecuencias de los actos de Jorge. Eduardo no puede pasar por alto esta conducta. Jorge asesinó a una mujer inocente y luego osó apelar al consejo pasando por encima de Eduardo, alegó que la muerte de Burdett era injusta y era una ejecución política destinada a silenciarlo. Con estos actos, cuestionó la justicia del rey, y Eduardo no puede permitirlo.
Para ser justa con tu hermano, Eduardo ha demostrado una gran paciencia con Jorge en estos años. Pero Eduardo no es tan tolerante como antes, y Jorge no ha aprendido nada de sus errores pasados. No sé qué se propone hacer Eduardo al regresar de Windsor, pero quizá llegue un momento en que los pecados de Jorge no sean perdonados.
York. Junio de 1477
No había sido una primavera feliz para Ana. Aunque lloraba profundamente a su hermana, la muerte de Bella no le había sorprendido; Ana sabía que Bella estaba «mortalmente enferma» en las semanas que siguieron al nacimiento de su hijo. Pero Ana no estaba preparada para la muerte de su tía Isabel, la viuda de Juan Neville.
Isabel se había vuelto a casar dos años después de la muerte de Juan en Barnet, y Ana se había alegrado; Isabel era su tía favorita y le complacía que iniciara una nueva vida. Isabel no tardó en dar un hijo a su nuevo esposo, y al año siguiente, una hija. Dio a luz otra hija poco después de la Epifanía de 1477, pero el parto fue difícil y pronto hubo infección.
Aún no había superado la conmoción por la muerte de Isabel cuando llegó a Middleham la noticia de la extravagante venganza de Jorge. El padre de Ana no había tenido escrúpulos en cometer crímenes tan flagrantes como el de Ankarette Twynyho; había enviado a lord Herbert y al padre y el hermano de Isabel Woodville al tajo sin siquiera la farsa de juicio que se le había acordado a la señora Twynyho. Pero Warwick nunca se habría ensañado con una mujer. Eso era lo que Ana hallaba tan escandaloso y Ricardo tan imperdonable.
Luego había llegado la noticia del juicio y ejecución de Thomas Burdett y John Stacy. Ana creía que la acusación de brujería contra Burdett era una patraña, aunque no ponía en duda que Burdett merecía la horca. En su opinión, cualquier allegado de Jorge tenía que ser culpable de por lo menos un delito que mereciera el patíbulo. Pero el episodio había arrojado un manto lúgubre sobre Middleham, y empezó a temer la llegada de los mensajeros de Londres; últimamente todas las noticias eran malas.
En consecuencia, aguardaba con ansiedad la visita a York en junio. El festivo favorito de Ana era la celebración de Corpus Christi. Tenía seis años la primera vez que la llevaron a York para ver las célebres obras alegóricas, representadas al aire libre en enormes escenarios de madera montados sobre ruedas, que se desplazaban por la ciudad para deleitar a muchedumbres entusiastas en determinados sitios. Aún disfrutaba de esas obras como en la infancia, y sólo los partos y la guerra habían impedido que ella y Ricardo asistieran al festival desde que se habían casado.
Este año sería una ocasión memorable. El día posterior a Corpus Christi, ella y Ricardo pasarían a ser miembros del Gremio del Corpus Christi, una prestigiosa cofradía religiosa. Al miércoles siguiente se celebrarían los veintiún años de Ana, una fecha decisiva. Y la culminación de su estancia en York sería la boda de Rob Percy y Joyce Washburne el día de San Basilio. Como Ana había pasado los últimos seis meses fomentando ese noviazgo, le encantaba que sus esfuerzos hubieran rendido fruto, y a mediados de mayo ya había empezado a marcar los días en el dorso de su Libro de Horas.
Habían llegado a York varios días antes de Corpus Christi, se habían instalado cómodamente en el convento del prior Bewyk. Se realizaban los preparativos para la boda inminente; los niños habían quedado tan fascinados por las obras alegóricas como Ana cuando las había visto por primera vez, incluso Ned, que con sus cuatro años era pequeño para una inactividad prolongada. Pero esa noche, durante la cena, Ana oyó un comentario de Francis Lovell, recién llegado de Londres, y todo se agrió.
– ¿Qué dijiste, Francis? Mencionaste a mi tío Johnny. Quisiera oírlo de nuevo. -Y recordando sus modales, Ana añadió secamente-: Por favor.
Francis parecía incómodo.
– Sabrás, desde luego, que el hijo mayor del rey recibió desde su primer año los títulos de príncipe de Gales, duque de Cornualles y conde de Chester. Y su segundo hijo, el tocayo de Dickon, fue nombrado duque de York. Bien, ahora parece que el rey se propone quitarle al hijo de Juan Neville el título de duque de Bedford para otorgarlo a su tercer hijo, el niño que nació en marzo.
Ana no pudo reprimir un jadeo. Ned siempre había afirmado que amaba a su tío. ¿Acaso Ricardo no le había contado que Ned había llorado al enterarse de la muerte de Johnny? ¿Cómo podía hacerle eso al hijo de Johnny?
Hubo un incómodo silencio y luego la conversación se reanudó con artificiosa animación. Ana guardaba silencio, empujaba la comida en el plato. Uno de sus secretos mejor guardados era que no simpatizaba mucho con su cuñado el rey. Desde su boda, él sólo le había demostrado amabilidad, y ella lo reconocía. También reconocía que había sido sumamente generoso con Ricardo. Pero no se fiaba de él y le disgustaba la hipnótica influencia que ejercía sobre su hermano. Durante años había observado con ojos atentos y cautelosos esa risa indolente con que engatusaba a los demás. Con la ilógica certidumbre del instinto, sospechaba que era peligroso amar demasiado a Ned. Sus recuerdos tocaron campanadas de advertencia, identificaron el peligro al evocar la sangre derramada en Barnet. Su padre había amado a Ned en un tiempo. Su tío Johnny lo había amado hasta el día de su muerte. Ahora, mientras pensaba en Johnny y su primito, que perdería el título para beneficiar el nuevo hijo de Ned, ansiaba expresar críticas reprimidas durante años.
– ¿Cómo puede hacerlo, Ricardo? -preguntó en cuanto estuvieron a solas en sus aposentos-. La madre del niño murió hace menos de seis meses. ¿Ahora también le arrebatarán el título? ¿Cómo puede Ned mancillar así la memoria de Johnny?
– Se trata de un rumor, Ana. No tenemos manera de saber si es cierto o no. Hasta entonces…
– Claro que es cierto, y lo sabes.
– No, no lo sé -replicó él, y Ana sintió rabia y resentimiento, más intensos por estar largamente reprimidos.
– Sólo una vez -dijo àcidamente-, sólo una vez me gustaría que no defendieras a Ned. Me gustaría que reconocieras que no hay excusa para lo que Ned se propone hacer.
Ricardo se sonrojó, y sus ojos se oscurecieron, pero ahora ella estaba demasiado enfadada y no le preocupaba si él se enfadaba también.
– Pero no lo harás, ¿verdad? Ni siquiera ahora. No sé por qué me sorprende. No me vuelvas a repetir cuánto estimaba Ned a Johnny. Es un acto mezquino, y no veo manera de justificarlo.
Como suele ocurrir con las discusiones, pronto se desplazó a otro terreno. Ricardo no podía defender el acto de su hermano sin evocar la traición de Johnny, sin recordarle que Johnny había muerto en rebelión contra la corona, como aliado de Lancaster. Ricardo no se animaba a tanto. En cambio, se ensañó con lo que consideraba la actitud irracional de su esposa.
– Siempre estás dispuesta a creer lo peor de Ned. Francis repite unos chismes de Londres y actúas como si te hubiera presentado la verdad tallada en tablillas de piedra. Dime, ¿eres igualmente rápida para sospechar lo peor de mí?
– Eso no es justo, Ricardo, y lo sabes. La verdad es que eres tercamente ciego en lo concerniente a Ned. Siempre lo has sido, y siempre lo serás.
Elevaron la voz, y sus gritos sonaron más allá de la cámara. Expresaron resentimientos contenidos, intercambiaron acusaciones injustas. Se conocían demasiado bien, conocían las palabras que resultarían más hirientes. Fue la riña más desagradable de su matrimonio, y terminó cuando Ricardo se marchó.
Estuvo ausente varias horas. Ella era demasiado orgullosa para salir a buscarlo, no tenía modo de saber si él aún estaba dentro del convento. Al fin llamó a sus damas y se preparó para acostarse. Cuando él regresó, estaba muy quieta, fingiendo dormir.
A la mañana siguiente se levantaron en tenso silencio para participar en la procesión del Gremio del Corpus Christi. El sol blanqueaba el cielo con un azul cegador y brillante. Las calles de la ciudad estaban adornadas con intrincados tapices y cubiertas de flores fragantes; la procesión iba precedida por antorchas encendidas, cruces en alto, ondeantes estandartes color escarlata. El trayecto estaba abarrotado de espectadores que vitoreaban. Partieron de las puertas del priorato de la Santísima Trinidad, recorrieron la calle Micklegate, pasaron frente a la sede del gremio, subieron por Stonegate, atravesaron las puertas del Minster y entraron en la magnífica catedral de San Pedro. Allí se pronunció un sermón en la casa capitular, y la procesión continuó hasta su destino final, para presentar el santo sacramento a los sacerdotes que esperaban en el hospital de San Leonardo. Después, Lawrence Boothe, el hombre que había sucedido al tío de Ana como arzobispo de York, ofreció un generoso banquete en el salón del palacio arzobispal, cerca del Minster.
Era un acontecimiento que Ana había ansiado durante semanas, y tendría que haberla hecho muy feliz. Fue, en cambio, una de las ocasiones más desdichadas que recordaba.
Un tañido de campanas interrumpió el silencio, llamando a los frailes para los maitines. Eso significaba, pensó Ana, que eran más de las dos. Durante más de dos horas se había quedado rígida y resentida junto a Ricardo, reprochándole que él durmiera cuando ella estaba desvelada.
La desdicha había aplacado su furia. Como había hecho todo el día, revivía la riña una y otra vez, evocando las cosas dolorosas que se habían dicho. Él la había acusado de no haber perdonado nunca a Ned por prohibir su boda, y nunca lo había perdonado a él por no oponerse a Ned como había hecho Jorge. Esa acusación era perturbadora. ¿Era acertada? Anoche había dicho que no; esta noche no estaba segura. Pensaba, en efecto, que Ricardo la había defraudado; justa o no, la sensación persistía, a pesar de todos esos años y contra toda lógica. ¿Por eso necesitaba que él denunciara a su hermano? ¿Para asegurarse que fuera más leal a ella que a Ned? No lo sabía, pero le incomodaba ese pensamiento.
Cuanto más evocaba los sucesos de la noche anterior, menos cómoda se sentía. Había tenido razón al enfadarse con Ned; aún estaba enfadada. Pero se había equivocado al desquitar ese enfado en Ricardo. Nunca se le ocurriría hacer responsable a Ricardo de cualquier cosa que hiciera o dijera Jorge. ¿Por qué iba a ser responsable, entonces, de los actos de Ned? Quizá él no pudiera juzgar a Ned objetivamente, no pudiera dejar de tropezar con viejas lealtades. ¿Qué tenía de malo? Hacía tiempo que Ana había notado que Ricardo no era óptimo para juzgar a la gente, pues siempre dejaba que sus emociones influyeran en su evaluación. Pero amar a un hombre también consistía en aceptarlo tal como era.
Junto a ella, Ricardo se movió. No podía ponerse cómodo, y cambiaba de posición una y otra vez. Conque no estaba dormido. En cierto modo, Ana se sintió mejor; le fastidiaba que él pudiera refugiarse tan fácilmente en el sueño mientras ella permanecía desdichada y en vela. Le apoyó la mano en la espalda. Notó que los músculos se tensaban ante el contacto, pero él no tuvo otra reacción.
– ¿Ricardo? Ricardo, lo lamento. La discusión fue por culpa mía. Ahora me doy cuenta.
– ¿De veras? -dijo él con voz neutra, pero se volvió hacia ella.
– Sí -susurró Ana-. Tenías razón. No sabemos si hay alguna verdad en lo que contó Francis, pero yo lo tomé como un hecho consumado. No fui justa con Ned, y mucho menos contigo.
– No, no fuiste justa -dijo él, pero le tocó la cara. Ella cerró los ojos mientras él le acariciaba las mejillas, enjugándole la humedad-. ¿Te hice llorar? -preguntó suavemente, y ella asintió, se acurrucó en sus brazos-. Ana… escúchame. Quiero hablarte de Ned. Hay algo que debes entender. Cuando él tomó la corona, no buscaba un baño de sangre. Hizo lo posible para que los lores lancasterianos se avinieran a su monarquía, hombres como Somerset y Henry Percy. Y no era reacio a otorgar su confianza: a Somerset, a los Stanley, a tu padre. No negarás que él les dio el beneficio de la duda… más de una vez.
– No, no lo negaré.
– Durante diez años, Ana, gobernó con mano liviana. No diré que eludía las medidas drásticas cuando eran necesarias, pero no lo hacía a menos que se viera obligado. Ofreció su amistad a los enemigos, perdonó traiciones. ¿Cuál fue el resultado? Perdió el trono. Qué va, estuvo a punto de perderlo todo. Son sus palabras, Ana, no las mías; las que me dijo cuando discutí con él por Enrique de Lancaster. Dijo que se proponía aprender de sus errores pasados, hacer lo que debía para asegurarse de que nunca hubiera una repetición de Olney o Doncaster.
Ana se sobresaltó. Era la primera vez que Ricardo confesaba, aunque indirectamente, lo que todos sabían, que Enrique de Lancaster había muerto por orden del rey. Iba a hablar, lo pensó mejor.
– Si ya no es tan generoso como era, si es menos propenso a perdonar, más reacio a confiar… ¿puedes culparlo? Aprendió una dura lección en Doncaster. Aprendió que sólo podía fiarse de sí mismo.
Esas palabras tenían sentido para Ana, pues parecían una explicación viable de los grandes contrastes entre los primeros años del reinado de Eduardo y los años posteriores a Barnet y Tewkesbury. Pero las causas del gobierno cada vez más autocràtico de Eduardo le importaban menos que la predisposición de Ricardo a comentarlas con ella.
Ella se inclinó, le besó levemente la boca. A pesar de más de cinco años de matrimonio, algunas inhibiciones persistían. Aún era tímida para tener la iniciativa al hacer el amor, para decir sin rodeos que lo deseaba. Sin embargo, había desarrollado una serie de sutiles indicadores de su estado de ánimo y su necesidad, había elaborado un código que él había aprendido a descifrar.
Sentándose, ella tironeó de la larga trenza que le colgaba sobre el hombro, le tapaba un pecho.
– Véronique no trenzó bien esta parte; está demasiado tensa y me tira de las sienes. Creo que debería deshacerla, quizá volver a trenzarla.
Lo observó para ver si la insinuación pasaba inadvertida. Él prefería su cabello suelto, siempre le había pedido que lo dejara sin sujetar cuando se proponían hacer el amor.
– No -dijo-. No vuelvas a hacer las trenzas.
Estaba demasiado oscuro para que ella le viera la cara, pero no era necesario; la voz había cobrado una nueva entonación, un murmullo acariciante que nadie había oído salvo ella.
– Creo que podrías seducir a los ángeles mismos cuando hablas así -dijo.
– Me conformo contigo -dijo Ricardo, y ella supo que él sonreía. Con dedos impacientes, se soltó el cabello, lo derramó sobre los hombros, se cubrió juguetonamente el pecho y la garganta hasta que él extendió las manos y la abrazó.
Amanecía. A través de las colgaduras, Ana vio que las sombras se replegaban; formas familiares comenzaban a materializarse. Se desperezó, ahogó un bostezo.
– Cielos, Ricardo, tenemos que levantarnos…
Él mantuvo los ojos cerrados, gruñó cuando ella volvió a codearlo.
– Ricardo… ¿puedo hacerte una pregunta… sobre Ned?
Él masculló su asentimiento y ella le besó el cabello.
– Ricardo… ¿qué crees que Ned se propone hacer con Jorge?
Él ya estaba despejado, y la miraba con ojos oscuros y sombríos.
– Creo -dijo adustamente- que Ned cobrará una deuda muy atrasada.
Ese año el tercer domingo después de Trinidad caía el 22 de junio. En esa fecha también se cumplían seis meses desde que Isabel había muerto en medio del delirio en el castillo de Warwick, y se debía haber celebrado con pompa y ceremonia, de acuerdo con la tradición. Pero, para Jorge, ese día sólo significaba una cosa. Era el día en que lo había convocado su hermano el rey.
Era una orden que había esperado durante doce días, desde que Eduardo regresó de Windsor. Sabía que Eduardo no pasaría por alto su arenga ante el consejo privado. También sabía que Eduardo consideraba que el juicio de Ankarette Twynyho había sido una farsa, y su ejecución un asesinato.
La confrontación era inevitable, pero los días transcurrían sin novedad y Jorge se inquietaba cada vez más. ¿Qué esperaba Ned? Casi sentía alivio, pues, cuando se preparó para viajar a Westminster ese domingo por la tarde; era mejor afrontar la ira de Ned y terminar con el asunto.
Esperaba tener una reunión privada, y quedó defraudado y desconcertado cuando lo condujeron a la Cámara Pintada. Entornó los ojos al ver a los presentes. La cámara estaba llena de gente, y la mayoría habría vendido el alma por la oportunidad de verlo en el infierno. Conque éste era el juego de Ned. Una humillación pública. Irguió la quijada en actitud desafiante; que así fuera, pues. Entró en el recinto.
Ralph Josselyn, alcalde de Londres, y los regidores de la ciudad no parecían felices de estar allí, y mostraban la incomodidad de extraños liados contra su voluntad en una reyerta familiar. Otros rostros, en cambio, tenían una expresión muy distinta que hablaba de ofensas no olvidadas, de viejos rencores.
El primer rostro conocido que vio Jorge fue el de Will Hastings. Recién llegado de Calais, Will parecía descansado, a sus anchas; cuando se cruzaron sus miradas, saludó a Jorge con una reverencia exagerada que era en sí misma un elegante insulto. Jorge no le prestó atención, se acercó a la tarima. Allí vio a la mujer que odiaba más que a los demás, su hermosa cuñada. Isabel estaba vestida de amarillo y tenía el cabello suelto, como si fuera una ocasión de gala. Su cabello atraía más miradas que su corona, y brillaba como oro blanco al sol. Jorge pensó una vez más que tenía los ojos de un gato hambriento. Detrás de ella estaban los dos hijos de su primer matrimonio. Thomas Grey tenía el aire de un hombre a que recibe un regalo largamente esperado; su hermano también parecía alborotado. Ambos sonreían con expectación.
– Mi señor de Clarence -dijo Eduardo con voz desapasionada y semblante impasible. Jorge no encontró ninguna tranquilidad en eso, habría preferido una furia desembozada.
Besó la mano tendida de Eduardo, esperó que él le diera la venia para levantarse.
– ¿Tenéis alguna explicación para vuestra extravagante conducta del 21 de mayo ante mi consejo privado?
Jorge se pasó la lengua por los labios secos.
– Thomas Burdett era mi amigo -dijo con la mayor firmeza posible-. Le creí cuando él me aseguró su inocencia. Pensé que le debía mi lealtad…
– ¿Lealtad? -repitió Eduardo, con un leve sarcasmo que produjo una oleada de risas, pronto contenidas-. Hermano, tratemos de mantener esta conversación dentro de los límites de lo creíble.
Esta vez la risa fue más pronunciada. Jorge se sonrojó, empezó a hablar. Eduardo lo interrumpió con un gesto perentorio.
– A decir verdad, no me importa por qué actuasteis de ese modo. El porqué es irrelevante.
– Vuestra Gracia…
– Ningún vínculo es absoluto, hermano, ni siquiera el de sangre. No hablaré de vuestras ofensas pasadas, de las felonías perdonadas, las traiciones indultadas. Pero hace dos meses osasteis burlaros de las leyes de este reino, subvertir la justicia en aras de vuestros propósitos vengativos. La manipulación de un jurado es delito, milord, aun entre la gente de abolengo.
Un silencio antinatural reinaba en la cámara. En los oídos de Jorge sonaba un rugido, la palpitación de su propia sangre.
– Ankarette Twynyho murió porque tomasteis la ley del rey en vuestras manos. Luego acrecentasteis la ofensa al tratar de arrojar dudas sobre la imparcialidad del juicio de Thomas Burdett y John Stacy. De esa manera, impugnasteis la justicia del rey, pusisteis en tela de juicio a los tribunales del reino y actuasteis como si desearais adoptar los poderes soberanos que pertenecen a la corona.
Eduardo calló. La acusación se había recibido en absoluto silencio. Demoró la mirada en el rostro rencoroso de Jorge y luego concluyó, hablando enérgicamente, con el tono distante y helado de la autoridad absoluta:
– Es hora, señor de Clarence, que aprendáis que vos también estáis sometido a las leyes y pactos de esta tierra. Éste no es un acto que tomo a la ligera. No olvido que la sangre que fluye por mis venas también fluye por las vuestras. Pero no me dejáis opción. A partir de este momento, consideraos arrestado.
Jorge jadeó; por un segundo vertiginoso, dudó de sus sentidos y su cordura. Ned no podía… no se atrevería…
– ¡No hablas en serio! -barbotó, y vio que su hermano alzaba la mano. Era un gesto indolente, pero hombres armados aparecieron al instante en la puerta. Su capitán se adelantó.
– ¿Majestad?
– Debes escoltar a Su Gracia de Clarence a la Torre. Se lo tratará con absoluto respeto y, una vez allí, será alojado como corresponde a su rango, como prisionero de estado.
Jorge se había puesto blanco. Tragó convulsivamente, miró a su hermano con aturdimiento. Irónicamente, fue Isabel quien acudió a rescatarlo sin darse cuenta. Ella se rió, la única presente que se atrevió a hacerlo. Él se puso tieso al oírla, fortalecido por un borbotón de odio que no le dejaba lugar para otra emoción en el cerebro. Armándose de coraje, hizo una profunda y paródica reverencia ante su hermano, se volvió al capitán de los guardias, chasqueó los dedos en un gesto de mando que no le correspondía.
Eduardo pasó por alto ese atrevimiento, que le causaba cierta gracia, e indicó discretamente a sus hombres que lo siguieran. No había nada accidental en el público que había reunido para el arresto de Jorge; todo estaba planeado hasta el último detalle. No obstante, aunque había querido humillar públicamente a su hermano, sintió alivio al ver que Jorge demostraba cierta dignidad. Al reconocer esta ambigüedad de sus sentimientos, también reconoció uno de los motivos: por poco que le agradara Jorge, sus actos aún afectaban a la imagen del rey. Ser hermano de alguien, pensó con resignación, es una condena a cadena perpetua.
La actitud bravucona de Jorge lo acompañó hasta la Torre, pero su valentía se derrumbó cuando se encontró a solas en una pequeña cámara de la torre Bowyer. Se desplomó en la cama y de pronto el sudor le perló la frente, le mojó la espalda con hilillos fríos y pegajosos, le empapó la camisa con grandes manchas. Al cabo de un largo rato, el pánico menguó. Hasta ahora lo habían tratado con deferencia, y lord Dudley, el condestable de la Torre, le había asegurado que satisfarían todas sus necesidades. Dudley se había encargado de que le enviaran una jarra de su malvasía favorito junto con la comida.
Eso lo alentó, y trató de convencerse de que su estancia en la Torre sería más tolerable de lo que había temido. Recordó que cuando Henry Percy, conde de Northumberland, había estado allí, le habían permitido cuatro sirvientes para atender a sus necesidades, e incluso tenía su propio cocinero. Eso le dio cierta tranquilidad, hasta que también recordó que Eduardo había encerrado a Northumberland en la Torre durante cinco años.
Castillo de Windsor. Septiembre de 1477
El 12 de agosto siempre era un aniversario agridulce para Isabel. Era el natalicio de su hija Mary, que ahora tenía diez años. Pero también era un día de recuerdos siniestros, pues el 12 de agosto su padre y su hermano habían sido ajusticiados ante los muros de Coventry, por orden del conde de Warwick y su joven aliado, el duque de Clarence.
Isabel culpaba a Jorge tanto como a Warwick por el asesinato de sus parientes. Tenía una deuda de sangre y estaba empeñada en cobrarla. Pero habían transcurrido ocho años desde aquellas ejecuciones de agosto y Jorge aún no había rendido cuentas.
Cuando su esposo perdió la paciencia y encerró a Jorge en la Torre, Isabel estaba exultante. Pero no por mucho tiempo. Pronto fue evidente que Eduardo no se proponía castigar a Jorge tal como merecía. No había habido ninguna ejecución de madrugada en el patio de la Torre. Jorge quedaría confinado un tiempo y luego sería liberado. Y no aprendería nada de la experiencia, eso era seguro. Sólo estaría más resentido, y sería más vengativo y más peligroso.
Pues Isabel no ponía en duda que Jorge era peligroso. Era torpe en sus intrigas; hasta ahora había revelado un don perturbador para ahuyentar a la gente. No tenía amigos, sólo lacayos y enemigos, y parecía totalmente ciego a las consecuencias de sus actos. Pero aun así era peligroso. Eduardo se reía de ella cuando intentaba decírselo, pero Isabel no podía darse el lujo de reír. Jorge la odiaba con toda la pasión de una naturaleza inestable. La odiaba y no olvidaba por un instante que él estaba cerca del trono inglés por derecho de sangre. El hijo de Isabel aún no tenía siete años. Si algo le pasaba a Ned…
Este temor no la preocupaba demasiado. Ned sólo tenía treinta y cinco años y toda su vida había gozado de excelente salud. Para Isabel, imaginar la extinción de esa vitalidad y energía era como imaginar el apagarse del sol. Aun así, podía ocurrir. Él podía caerse de un caballo, o se podía reanudar la guerra con Francia… Claro que podía ocurrir, y al pensar en esa posibilidad sentía más apremio por vengarse.
Isabel descubrió que Thomas, su hijo de veintitrés años, era un aliado inesperadamente diestro. Thomas tenía el don de la familia para el odio. También tenía gusto por las intrigas. No había tenido inconveniente en poner a uno de sus propios hombres entre los escogidos para custodiar a Jorge en la torre Bowyer. El hombre no había llegado a ser confidente de Jorge; eso habría sido esperar demasiado. Pero mantenía a Thomas, y en consecuencia a Isabel, bien informado sobre las actividades y berrinches cotidianos de Jorge.
Ese confinamiento era demasiado poco restrictivo para el gusto de Isabel. Se le permitía recibir visitas, enviar cartas, consultar a sus servidores. Tenía sus propios criados, y todos los lujos que la riqueza podía brindar: una cama de plumas traída del Herber, platería y vinos finos. Isabel pensaba que su esposo era excesivamente indulgente, pero él había desviado sus quejas con sarcasmos, preguntándole si quería que arrojara a su hermano a uno de esos agujeros infestados de ratas reservados para los de menor abolengo que Jorge.
Isabel hallaba cierta satisfacción, sin embargo, en las historias que ahora afloraban sobre la conducta cada vez más errática de Jorge. Durante el primer mes, había logrado demostrar cierta compostura, y había actuado como si su estancia en la Torre fuera apenas un inconveniente. Pero eso fue al principio. La sangre fría no le duró en el calor del verano. Jorge no era lector, no tenía capacidad para la concentración prolongada que requería el ajedrez, pronto se aburrió de los dados, el backgammon y las damas. Por primera vez en su vida adulta, las horas se le hacían largas. Y cuanto más lo retenían, más le parecía que su hermano se proponía encerrarlo indefinidamente.
A mediados de agosto había claros indicios de que era un manojo de nervios. Trataba a los criados y los guardias con creciente irritación. Bebía más de la cuenta, dormía mal. Fue entonces cuando se tragó el orgullo y le escribió a su madre, que estaba en Berkhampsted, pidiéndole que intercediera ante Eduardo. En septiembre estaba tan desesperado que también le escribió a Ricardo.
Isabel estaba complacida; quería que él sintiera desdicha y temor. Si había un Dios justo en el cielo, Jorge nunca conocería otro momento de paz. No quedó tan complacida, en cambio, cuando Thomas regresó de Londres a Windsor con las últimas noticias sobre el deteriorado estado emocional de Jorge.
En el tercer mes de cautiverio, Jorge parecía haberse rendido incondicionalmente a la desesperación. Bebía en exceso. Algunos días ni siquiera se molestaba en vestirse, y permanecía en un sopor de ebriedad del cual despertaba sólo para pedir más malvasía. La falta de ejercicio y el exceso de vino lo estaban engordando; por primera vez en su vida, tenía problemas con el peso. Su rostro estaba hinchado, decía el informador, y había cobrado una palidez insalubre, y su temperamento era feroz, peligroso. Como no podía dormir de noche, hacía lo posible por emborracharse y, si no daba resultado, buscaba la compañía de sus criados y hasta de los guardias, sometiéndolos a largos y delirantes monólogos llenos de autocompasión y veneno.
Esto era lo que más encolerizaba a Isabel, estos relatos sobre los devaneos de Jorge en su ebriedad. Siempre había tenido una lengua viperina, pero ella nunca había podido demostrar la índole sediciosa de sus devaneos. Ahora el temor y la desdicha habían eliminado todas las barreras y él se condenaba con sus propios labios.
La noche era tórrida, y la cámara estaba perfumada con un fragante incienso de Tierra Santa. Eduardo estaba de buen humor e Isabel procuraba compartir sus risas, no se dejaba irritar por sus provocaciones. Se sentía satisfecha al mirarlo en el espejo; hasta ahora, la velada transcurría tal como había planeado.
En cuanto las damas de compañía se retiraron y ambos quedaron a solas, Isabel se acercó a la cama. Se aflojó el cinturón de la bata, dejó que la prenda se le deslizara por los hombros y cayera a sus pies. Había cierta arrogancia en su aplomo, en su absoluta seguridad de que podía resistir el escrutinio más exigente. Sus pechos aún estaban firmes, sus piernas delgadas y torneadas; el cabello que se le derramaba en la espalda era tan platinado como el día de su boda. Sonrió a Eduardo, sabiendo que aparentaba mucho menos que sus cuarenta años, que pocos que la mirasen ahora creerían que había dado a luz a diez hijos. La cintura no se le había engrosado en exceso, y sólo algunas marcas de estiramiento evocaban sus embarazos pasados.
Isabel sabía que se rumoreaba que usaba la magia negra para conservar la juventud y la belleza más allá del tiempo concedido a la mayoría de las mujeres. Esa calumnia le permitía cierta diversión desdeñosa. Magia negra, en verdad. No debía su apariencia a la hechicería sino a una voluntad férrea, a una disciplina implacable. Medía cada bocado, sorbía el vino que otros apuraban, pasaba horas frotándose el cutis con cremas perfumadas, aclarándose el pelo con zumo de limón. Si hasta ahora había mantenido los años a raya, era sólo porque se había negado toda autocomplacencia, a diferencia de Ned.
Le echó una ojeada. Él estaba tendido en la cama, recostado en varias almohadas rellenas de plumas, una sábana sobre las caderas. No se le notaba tanto cuando estaba vestido, pero sí ahora; su esposo estaba aumentando de peso. Por suerte era corpulento y podía sobrellevarlo mejor que otros. No obstante, veía los inicios de una papada, los rollos de carne que le engrosaban la cintura cuando estaba desnudo. Las francachelas y la falta de sueño se le notaban en la cara; siempre tenía los ojos turbios, a menudo inflamados.
Aún era un hombre guapo, pero los excesos eran perceptibles. Mientras lo observaba, Isabel tuvo un desagradable atisbo del futuro, creyó ver en la cara y en el cuerpo más grueso un presagio de lo que vendría. En diez años, pensó, esa radiante belleza habría desaparecido, sería consumida como si nunca hubiera existido.
No sabía qué sensación le provocaba esa perspectiva. Íntimamente estaba complacida de aparentar menos edad que Ned; demasiada gente había comentado críticamente los cinco años de diferencia que se llevaban, así que era sensible a ello. Pero también recordaba la primera vez que había posado sus ojos en él, en la casa solariega de su padre, en Grafton; le había quitado el aliento, literalmente. Qué desperdicio, pensó con un suspiro. Qué innecesario desperdicio.
Él tendió el brazo, la invitó a acostarse.
– Ven aquí, tesoro. Veamos si podemos llenar tu vientre con otro bebé.
Ella sonrió, pero sin entusiasmo. Su hijo menor tenía sólo seis meses; en trece años de matrimonio, le había dado tres varones y las cuatro hijas que habían sobrevivido. Le parecía suficiente para cualquier mujer. Esperaba que su vientre no se hinchara de nuevo, rogaba a Dios que no.
– Ned, ¿has pensado sobre lo que te dijo Monsieur Le Roux sobre Jorge?
– ¿Para qué? -murmuró él contra su garganta, y Isabel se mordió el labio, procuró ocultar su exasperación.
A veces no lo entendía en absoluto. Olivier le Roux era un enviado del rey francés, y había viajado a Inglaterra ese verano para negociar una extensión de la tregua de siete años entre los dos países. Le Roux también había llevado un mensaje privado de Luis a Eduardo, alegando que Jorge había intentado desposar a María de Borgoña por un solo motivo, la posibilidad de utilizar el ejército borgoñés para reclamar la corona inglesa.
– ¿Cómo puedes tomarlo a la ligera, Ned? Con franqueza, no te comprendo.
– Loado sea Dios. Pocas cosas son más peligrosas que la comprensión de una esposa. -Él sonrió, silenció su protesta con un beso-. Ante todo, querida, Le Roux no me ha dicho nada que no supiera. Claro que Jorge hubiera procurado obtener la corona inglesa si hubiera sido duque de Borgoña. En segundo lugar, ten en cuenta la fuente. ¿Por qué crees que Luis decidió acumular rumores viejos y chismorreos de la corte y presentarlos como prueba fehaciente?
– ¿Para demostrar su buena predisposición? -aventuró ella, y Eduardo soltó una risotada.
– Ah, sí. Mi gran amigo, el rey de Francia. Déjame decirte algo sobre Luis, Lisbet. Habrás oído hablar de esa extraña bestia egipcia, el cocodrilo. Bien, se dice que el cocodrilo derrama abundantes lágrimas sobre los restos de las víctimas que acaba de devorar. Si alguna vez conseguimos un cocodrilo para el zoológico real de la Torre, creo que lo llamaré Luis.
El comentario no divirtió a Isabel.
– Ned, hasta un cerdo ciego puede encontrar una bellota en ocasiones. No deberías desoír la advertencia de Le Roux sólo porque viene de Luis.
– Lisbet, aún no entiendes. ¿Por qué Luis quiere que crea que Jorge estaba profundamente liado en intrigas con Borgoña? No procuraba desacreditar a Jorge, sino a mi hermana Meg. Luis quiere tener las manos libres en Borgoña, y cree que se lo permitiré si me convence de que Meg estaba liada en el complot de Jorge para adueñarse de mi trono.
– Sí, pero… -Isabel calló, respiró con furia. Él ya no le escuchaba, le deslizaba la mano por la cadera. Hizo un último intento-. Te equivocas, Ned, al no tomar a Jorge en serio. Ojalá te pudiera meter eso en la cabeza. ¿Crees que su estancia en la Torre le ha servido de algo? Te aseguro que no. Sólo te odia más.
– Eso espero -concedió él, pero le estaba separando los muslos, y buscaba con los dedos el triángulo de suave vello rubio que se rizaba entre las piernas.
Isabel era realista. Lo demostró al reconocer que la suya era una causa perdida. No era momento para machacar con el tema de Jorge. Sería mejor esperar. Quizá, una vez que él hubiera saciado las necesidades de su cuerpo, quizá entonces… Se apoyó en un codo, se inclinó, lo besó de lleno en la boca.
Eduardo ahogó un bostezo, presentó una soñolienta protesta.
– Querida, ¿no podemos hablar de esto mañana? Después de todo, Jorge no se irá a ningún lado.
– Ríete si quieres, Ned, pero te digo que ese hombre es un peligro. No sabes las cosas que ha dicho, el veneno que ha escupido. Está casi todo el tiempo ebrio, se pasa los días maltratando a los criados y maldiciéndote. Él…
Eduardo volvió a bostezar.
– A esta hora de la noche, no me importa mucho lo que él diga sobre mí. ¿Por qué no me hablas de ello por la mañana?
– Quizá a ti no te importe, pero creo que le importará a tu madre.
Eduardo comprendió que no dormiría mucho esa noche.
– ¿Y exactamente cómo -preguntó con fatigada resignación- entra en esto ma mère?
Ahora que había logrado su atención, Isabel no llevaba prisa por satisfacerle la curiosidad.
– Él estuvo desvariando, como era de esperar, sobre esa mujer que asesinó, diciendo que ella envenenó a Isabel a petición de los Woodville. Tal como él lo cuenta, luego mataste a Burdett para que él cerrara el pico. Y te acusa de sabotear su esperanza de desposar a María de Borgoña. Parece muy obsesionado con ese tema. -Él abrió la boca para preguntarle cómo estaba tan informada sobre los devaneos de Jorge, pero ella añadió-: Y cuando se emborracha bastante, recuerda a los presentes que no eres un rey legítimo, pues todos saben que no eres el auténtico hijo del duque de York, ya que fuiste engendrado por un arquero inglés con quien tu madre se lió en Ruán.
Eduardo frunció el ceño.
– Conque ha resucitado esa vieja difamación -dijo lentamente. Estaba furioso, pero más por su madre que por sí mismo. Pocos habían dado crédito a esa vieja calumnia lancasteriana. Si había una esposa fiel desde el nacimiento de Nuestro Señor, ésa era ma mère. Era demasiado orgullosa para prestar atención a los chismorreos de posadas y tabernas, pero si se enteraba de que su propio hijo era la fuente… No, no quería eso. Jorge le había infligido pesares suficientes para tres vidas enteras. Tendría que…-. ¿Qué acabas de decir, Lisbet? -preguntó de golpe-. Repíteme eso.
– He dicho que incluso osó calumniar a tus hijos. Sostiene que ningún hijo tuyo te sucederá, que todos son bastardos, igual que tú. Ned, si eso no es traición…
Por un instante de descuido, Eduardo se quedó helado; la conmoción le aceleró la sangre, le desbocó el pulso. Y luego el sentido común prevaleció y respiró más despacio. A fin de cuentas, los parloteos delirantes de Jorge eran sólo las divagaciones ponzoñosas de una mente desquiciada.
– Creo que el hermano Jorge acaba de tropezar con su propia lengua -murmuró-. ¿Y qué afirma… que me embrujaste para que te desposara?
Isabel asintió.
– ¿Qué otra cosa podría ser? En verdad, dice más dislates que de costumbre. Aparte de sostener que nuestro matrimonio no tiene validez y nuestros hijos son bastardos, el resto parece consistir en la jerigonza incoherente típica de un beodo. Comentó que la verdad está sepultada en Norwich, aunque no tanto, y mencionó a tu ex canciller, Robert Stillington, pero no sé qué significa… ¡Ned! ¡Ned, me estás lastimando!
Eduardo la miró con ojos ciegos, aflojó el apretón, le soltó el brazo. Isabel se frotó la muñeca con resentimiento, pero silenció su queja al verle el semblante.
– ¿De qué se trata, Ned? ¿Qué pasa?
Él no la oía, por el momento la había olvidado por completo. Le giraba la cabeza. ¡Por Dios! Después de tantos años. Estaba seguro de que nadie averiguaría lo de Nell, muy seguro.
– ¿Ned? ¡Ned, me estás asustando! ¿Qué es?
Él sacudió la cabeza, pero la disciplina de toda una vida volvía a imponerse; recobró la compostura.
– Nada, Lisbet -dijo con cierta calma-. Sólo me enfureció que osara decir tan flagrantes disparates sobre nuestros hijos.
Ella no le creía, y él lo notó. Pero no le dio la oportunidad de protestar, rodó para alejarse y cogió una almohada, como queriendo dormir. Oía a Isabel en la oscuridad, respirando entrecortada y ruidosamente. Uno de sus perros se rascaba las pulgas, y las uñas chasqueaban rítmicamente contra la piedra del hogar. Un postigo crujía. Fuera de la ventana, trinó un pájaro; otro recogió el estribillo. Su corazón seguía latiendo con sobresaltos, como siempre le ocurría antes de una batalla. ¡Nell! Cielos. No había pensado en ella durante años. Y ahora Jorge sabía la verdad, sabía lo de Nell. ¿Pero cómo? Stillington no se lo habría dicho; jamás se habría atrevido. ¿Quién, entonces? ¡Cielos, después de tanto tiempo!
Cerró los ojos, y una silueta de mujer se perfiló contra sus párpados. Un rostro de grave belleza, encantador y distante. Una madonna rubia, la había llamado una vez, y ella se había escandalizado, lo había regañado por esa blasfemia. Pero le sentaba muy bien. ¿Por eso necesitaba poseerla, porque parecía tan remota, tan inalcanzable? Ya no conocía la respuesta, si alguna vez la había obtenido. Había pasado demasiado tiempo, había olvidado el deseo que le había despertado una mujer que ya no vivía. Un secreto que ella se había llevado a la tumba. ¿O no? Y que Jorge, nada menos, hubiera averiguado la verdad… ¿Cómo?
El tiempo parecía haberse detenido, y Eduardo empezó a creer que siempre sería de noche. Y de pronto la oscuridad se disipó y el sol se derramó en la cámara, envolviendo la cama en un resplandor brillante. Hizo una mueca, apartó los ojos del resplandor; no había dormido nada.
Con cada día que pasaba, Isabel se sentía más inquieta. Algo le pasaba a su esposo. Nunca lo había visto tan tenso, tan preocupado. Como él no respondía a sus preguntas, su angustia se agudizó. ¿Qué lo aquejaba? ¿Por qué había insistido en regresar súbitamente a Londres cuando se proponían permanecer en Windsor hasta San Miguel? ¿Y por qué había ordenado cambios tan drásticos en el confinamiento de Jorge?
De vuelta en Westminster, Eduardo había despedido a los criados de Jorge, había reemplazado a los guardias por hombres que había escogido personalmente, parcos veteranos de las batallas de Barnet y Tewkesbury. El mundo de Jorge quedó reducido a los confines de la torre Bowyer. Por orden de Eduardo, se prohibieron las visitas, se revisaban atentamente las comunicaciones, y ya no se acarreaban toneles de malvasía de los sótanos del Herber.
Eran medidas que Isabel había reclamado durante meses, pero ahora no le causaba gracia que se aplicaran tan abruptamente. Recordaba la extraña reacción de Eduardo ante su descripción de los devaneos de Jorge. Y al recordarla, su instinto la prevenía sobre un peligro que aún no entendía.
Luego Eduardo convocó inesperadamente a Londres a Robert Stillington, obispo de Bath y Wells.
Isabel nunca había entendido por qué Eduardo había designado canciller a Stillington. Ese cincuentón mesurado y discreto no tenía el intelecto ni la ambición para un puesto de tanto poder, e Isabel no había sido la única en preguntarse por qué Eduardo lo había honrado tan generosamente. Él había ejercido su autoridad sin contratiempos y, cuando su salud comenzó a resentirse, pareció casi aliviado de renunciar a su puesto para retirarse a su Yorkshire natal. Hacía más de dos años que Isabel no lo veía, y quedó pasmada al ver a ese hombre viejo y ojeroso que entraba en los aposentos privados de Eduardo. ¿Tan enfermo estaba? Entonces él miró por encima del hombro y ella contuvo el aliento. Lo que vio en ese rostro era puro terror, la expresión de un reo a punto de subir la escalera del patíbulo.
Isabel se paró en seco. Jane Shore aguardaba ante la puerta de la alcoba de Eduardo. Los hombres que remoloneaban allí callaron de pronto, algunos con embarazo, la mayoría solapadamente divertidos por este incómodo encuentro de la esposa y la querida del rey. Fue Jane quien actuó para disipar la tensión.
– Madame -dijo, y se inclinó en una reverencia profunda y sumisa.
Isabel asintió fríamente, le indicó que se levantara. De las dos mujeres, Jane era la más alterada. Hacía tiempo que Isabel había tenido que resignarse a las flagrantes infidelidades del esposo. Más aún, Jane le resultaba menos objetable que muchas amantes de Eduardo. Jane nunca se ufanaba de los favores de Eduardo y, no menos importante para Isabel, parecía ignorar por completo los usos del poder. Jane dilapidaba su influencia tal como dilapidaba su dinero. Siempre estaba dispuesta a escuchar historias desdichadas, a hacer préstamos que nunca se devolverían, y cuando solicitaba a Eduardo que enderezara un entuerto, siempre hablaba a favor de las víctimas y los débiles. Su ingenua generosidad le había granjeado popularidad entre los londinenses, aunque Isabel la consideraba una mentecata.
Jane se alejó de la puerta, aunque ella estaba citada por Eduardo, e Isabel no.
– Os dejaré, madame -murmuró.
Isabel pasó de largo, entró en la alcoba. Eduardo estaba a solas. La miró con ceño inquisitivo mientras ella cerraba la puerta.
– Tu ramera no vendrá -dijo Isabel con voz desafiante-. La mandé a paseo. -Lo lamentó al instante; las palabras habían salido por voluntad propia, y nacían más de la tensión que de los celos. Se dispuso a afrontar su cólera, y se asombró de su gesto de indiferencia.
– ¿Querías verme, Lisbet?
Esa indiferencia podría haberla irritado, pero sólo sirvió para alimentar su temor. Se le acercó deprisa, se arrodilló y le cogió la mano.
– Ned, ¿por qué mandaste buscar al doctor Stillington? ¿Y qué tiene que ver Jorge con todo esto? Nunca he visto tus nervios tan desgastados. Debes decirme lo que pasa. Tengo derecho a saber.
Él la miraba con una expresión muy extraña que ella no atinaba a interpretar.
– Sí -dijo al fin-, tienes razón. -Señaló la mesa con un gesto-. Sírveme vino. Y sírvete también para ti. Lo necesitarás.
Bajo la sorna de costumbre, Isabel detectó algo más, algo extraño, inesperado. Le perturba contarme esto, pensó, y eso la asustó aún más. Se levantó, se le acercó con una copa de vino rebosante, miró tensamente mientras él bebía.
– No tengas tantas expectativas, amor. Te aseguro que éste es un secreto que no querrás conocer.
– Sólo cuéntamelo -barbotó ella, y él asintió.
– Supongo que recordarás que yo era reacio a desposarte.
Isabel se quedó tiesa de sorpresa.
– Claro que sí -dijo glacialmente-. Nadie me ha dejado olvidar que provengo de un linaje mucho más humilde que el tuyo. Aunque es cierto que mi padre era sólo un caballero, nunca se aclara que mi madre descendía de la nobleza borgoñona. Aunque no sé por qué lo mencionas ahora…
– Mi renuencia -interrumpió él con impaciencia- no tenía nada que ver con tu familia. Era porque… -Inhaló profundamente-. Porque no estaba en libertad de casarme.
– ¿Qué?
– No estaba en libertad de casarme -repitió él sin inmutarse-.Dos años antes de que intercambiáramos nuestros votos en Grafton Manor, presté solemne juramento de fidelidad a otra mujer.
Isabel lo miró de hito en hito.
– Es una locura hablar así -jadeó ella-. No debes decir esas cosas, ni siquiera en broma. Si eso fuera cierto, nuestro matrimonio no sería reconocido por la Iglesia. Habríamos vivido en pecado estos trece años. Nuestros hijos… nuestros hijos serían bastardos. -Calló de golpe, le costaba recobrar el aliento.
– No bromeo, Lisbet -dijo él, con súbita fatiga.
– No. -Ella meneó la cabeza, retrocedió hasta sentir el canto de la mesa en la espalda-. No, no te creo. -Él guardó silencio, y ella repitió con más firmeza-: No te creo. En absoluto.
Él vació la copa de un trago.
– Digo la verdad -murmuró-. Y lo sabes.
Había un taburete bajo la mesa. Isabel lo acercó, se sentó.
– ¿Quién…? -Se relamió los labios, comenzó de nuevo-. ¿Quién era ella?
– Eleanor Butler. La hija de Shrewsbury.
– ¡Jesús! -Isabel cerró los ojos. La hija del conde de Shrewsbury. Santo Dios. Oyó las palabras «viuda» y «convento», trató de concentrarse en lo que él decía, procuró buscarle sentido-. Butler no es el apellido familiar de Shrewsbury. ¿Ella estaba casada? -Y se preguntó por qué había hecho esa pregunta, como si realmente importara.
Él asintió.
– A los trece años se había casado con el hijo de lord Sudley. Hacía dos años que era viuda cuando nos conocimos.
Isabel tragó el aliento. No era la esposa de un lencero, como Jane Shore. No era una cualquiera que se pudiera seducir y olvidar. La hija de Shrewsbury y la nuera de lord Sudley. Santísimo Dios.
Había una copa de cristal veneciano al alcance. Su lengua parecía hincharse, parecía llenarle la boca. Era una sensación perturbadora, la asustó. Trató de tragar saliva, no pudo, miró con ansia la copa. No se atrevía a cogerla, sabía que no lograría llevársela a la boca sin derramar el vino. Aferró la mesa con más fuerza, volvió a cerrar los ojos. Iba a vomitar. Lo sabía.
– ¿Lisbet? -Eduardo se le acercó, se inclinó sobre ella con expresión preocupada. Le apoyó la mano en el hombro y ella irguió la cabeza, sacudió el cuerpo espasmódicamente, se puso rígida.
– No me toques -le advirtió.
Era indudable que lo decía en serio. Él retrocedió un paso, mirando esos ojos entornados, febriles de odio. Pero también veía que estaba muy blanca, que el sudor le perlaba las sienes, el labio superior.
– Bebe esto -ordenó Eduardo-. Vas a desmayarte.
Le ofreció la copa de cristal. Isabel se la arrancó de un manotazo, la arrojó al suelo. El cristal se hizo añicos, empapó la alfombra con una espuma ambarina. Uno de los perros de Eduardo se acercó a investigar, olfateó el líquido desparramado y lamió un par de veces. Isabel miró a Eduardo, miró las astillas de cristal. Lamentó no habérsela arrojado a la cara. Para desquitarse, le dio un puntapié al perro, que soltó un aullido sobresaltado, se alejó con sorprendida prisa, e Isabel sintió una furia feroz e irracional cuando vio que el animal se acercaba a Eduardo en busca de consuelo.
– ¿Por qué? -preguntó amargamente-. En nombre de Dios, ¿por qué? Al menos puedes contarme eso. ¡Al menos me debes eso!
– ¿Por qué crees? -Él se alejó, se encogió defensivamente de hombros-. Yo la deseaba y ella era virtuosa. No podía poseerla de otro modo. -Cogió la jarra, se sirvió un segundo trago-. Maldición, Lisbet, yo tenía veinte años y estaba acostumbrado a salirme con la mía. No pensé…
– ¿Y crees que eso te excusa? -preguntó Isabel con incredulidad-. ¿Que porque la deseabas eso te daba el derecho? ¿De hacerme esto? ¿A mí? ¿A tus hijos? ¿Cómo pudiste?
– Es tarde para reproches -dijo él fríamente-. Está hecho, y nada que digamos puede alterarlo.
Isabel se puso de pie. Si lo hubiera tenido más cerca, le habría pegado. En cambio, sólo podía valerse de la lengua. Con resuelta lentitud, empezó a insultarlo con todas las palabras ofensivas que había oído, usando invectivas que ni siquiera recordaba conocer. Él no la interrumpió, la dejó terminar.
Cuando ella agotó su rosario de maldiciones, él dijo:
– No te hagas la esposa agraviada, Lisbet. El papel no te sienta bien. Ambos sabemos que te he dado lo que más deseabas, esa diadema de reina que tanto te complace usar. Aunque te hubiera hablado de Nell, te habrías casado conmigo. Para ser reina de Inglaterra, con gusto te habrías acostado con un leproso.
Un dolor cegador palpitaba sobre el ojo izquierdo de Isabel. No se atrevía a permanecer más tiempo en esa cámara, no se hacía responsable de sus actos. Se dirigió a la puerta, se apoyó en ella un momento.
– Nunca te perdonaré -dijo-. Jamás. Lo juro por Dios.
– Sí, me perdonarás, Lisbet -murmuró él.
Isabel iba a abrir la puerta, pero su mano se petrificó sobre el picaporte, y la apretó en un puño impotente. Él tenía razón, desde luego. Tendría que perdonarlo. Se apoyó en la puerta, sintiendo el calor que le subía por la cara, y se le revolvió el estómago y fue al excusado, cayó de rodillas en el umbral y empezó a vomitar.
Durante unos instantes sólo reparó en la flojera de su cuerpo. Luego sintió las manos de Eduardo en los codos, alzándola. Trató de zafarse, pero no tenía fuerzas, y se dejó llevar a la cama. Cerró los ojos, tratando de no ver ese rostro, de no ver esa revelación inaceptable, que su vida en común había sido una mentira desde el principio. Le oía caminar por la cámara; una vez él se acercó a la cama y le enjugó el rostro con un paño mojado. Ella iba a desviar la cabeza, pero el esfuerzo no merecía la pena. Ni siquiera podía sentir rabia. Se sentía aturdida, abúlica, extenuada.
Cuando abrió los ojos, notó que él había acercado una silla a la cama. Viendo que ella movía las pestañas, Eduardo se inclinó.
– ¿Crees que ahora podemos hablar? ¿Sin acusaciones ni insultos?
– Dame algo para beber -dijo ella, y vio que él había previsto esa necesidad y le extendía una copa. La cogió y apuró varios tragos. Al cabo de un rato, preguntó-: ¿Dónde está ella? ¿Por qué ha guardado silencio?
– Falleció. Poco después de que revelé nuestro matrimonio al consejo en Reading, ella ingresó en un convento de Norwich. Falleció cuatro años después, fue sepultada en la iglesia de las carmelitas.
– ¿Y contuvo la lengua? Debía de amarte mucho -dijo mordazmente Isabel, y vio que él arqueaba la boca.
– Sí -dijo él a regañadientes-. Me amaba. -Se miraron, e Isabel obtuvo una pequeña victoria, pues él fue el primero en desviar la vista.
– ¿Quién más lo sabe? ¿Gloucester? ¿Hastings? ¿Quién, Ned? -Era la primera vez que lo llamaba por su nombre desde que le había hablado de Nell Butler. Ella lo lamentó, pues no quería dar la impresión de que habían vuelto a la normalidad, como si él pudiera ser perdonado.
– Sólo Stillington. Nadie más lo sabe. Oh, Will, mi madre y algunos más sabían de mi relación con Nell, pero no se enteraron de la verdad. Y a la sazón Dickon sólo tenía diez años. No, no tienes por qué…
– ¡Dios mío! -Isabel se incorporó, con ojos desencajados de horror-. ¡Stillington! Y tú hablaste de un convento en Norwich. Es lo que dijo Jorge. ¡Norwich! Lo sabe, Ned. ¡Jorge lo sabe!
– No estoy seguro, pero me temo que sí.
Isabel ya no pudo dominarse; lágrimas de miedo le empaparon la cara, salpicaron las manos de Eduardo.
– ¿No entiendes lo que significa, Ned? Cuando mueras, la corona pasará a Jorge. A Jorge… No a nuestro hijo. ¡Y él lo sabe, Jorge lo sabe!
– ¡No! -Él le aferró los hombros, la sacudió-. No, Lisbet, no. No lo permitiré. Te juro que no lo permitiré.
La sinceridad de su voz era inequívoca y el pánico de Isabel comenzó a menguar. Él hablaba en serio. Eso era algo a lo que ella podía aferrarse, un cabo de salvación, por deshilachado que estuviera.
– ¿Cómo lo averiguó? -preguntó con más calma-. ¿Stillington se lo dijo?
– No. -Eduardo regresó a la silla, se pasó la mano por el pelo, se apretó las sienes con los dedos-. Dije que Neil se calló la boca. Bien, no es así. Calló mientras vivía, pero cuando agonizaba se confesó en el lecho de muerte. El sacerdote debía guardar el secreto de confesión y no podía revelar lo que ella había dicho. Pero al parecer le pesaba en la conciencia. El invierno pasado fue presa de una enfermedad mortal y decidió no llevarse el secreto a la tumba. Así que… le escribió a Jorge, al hombre que consideraba mi heredero legítimo.
– Santo Jesús -jadeó Isabel.
– No -se apresuró a decir Eduardo-, por suerte no reveló la historia de Neil en su totalidad. Pero dijo lo suficiente como para estimular la curiosidad de Jorge, le dijo que le preguntara al obispo Stillington sobre Neil Butler y yo. Y desde luego que Jorge no se hizo esperar. Fue a ver a Stillington con sus sospechas, con algunas preguntas muy incómodas.
– Pero dijiste que Stillington no se lo había dicho.
– No creo que se lo haya dicho. Él lo niega y tiendo a creerle. Pero confiesa que lo cogieron por sorpresa, y sólo atinó a responder que no sabía quién era Neil Butler. Una mentira torpe que Jorge habrá detectado al instante. La asociación de Stillington con la familia de Neil se remonta a casi treinta años. -Hizo una mueca-, A pesar de sus defectos, Jorge no es tonto. Es muy capaz de hacer la deducción natural: si Stillington mintió sobre su conocimiento de Neil Butler, tiene que haber un motivo. También es capaz de dar con la verdad, y transformarse en una amenaza.
– ¿Él podría deducir que hubo una boda secreta entre Neil Butler y tú? -preguntó Isabel.
– ¿Qué otra cosa pensaría? -suspiró Eduardo, encogiéndose de hombros.
Por un instante, Isabel olvidó cuánto lo necesitaba.
– Sí -dijo àcidamente-, veo que es así. Tu historial se presta naturalmente a esa especulación, ¿verdad?
Él alzó la vista, ojos tan azules e inescrutables como el cielo estival, y ella esperó un sarcasmo hiriente, la socarronería que él esgrimía tan bien. En cambio, él sonrió con desgana.
– Sí -concedió-, me temo que sí.
Isabel, sorprendida, se apartó de él como si le hubiera pegado.
– Maldito seas -dijo con impotencia, hundiendo la cabeza en la almohada-. ¡Maldito seas, Ned, maldito seas!
Él no se dio por aludido y ella comprendió vagamente por qué. Eduardo había vencido. Ella había dicho que nunca lo perdonaría, pero nada cambiaría entre ellos. Seguirían como antes. Ella compartiría su lecho, daría a luz a sus hijos, y lo haría porque no tenía otra opción. Lo peor de todo, pensó, era que ella lo querría así.
Al comprender esto, sintió la necesidad de atacarlo.
– Neil Butler debía ser la tonta más grande de la cristiandad -dijo àcidamente-. De haber sido yo, nunca me lo habría callado, nunca.
Había esperado herirlo, pero vio que no lo había conseguido.
– No lo dudo por un instante, querida -dijo él fríamente.
Isabel se irguió, procuró levantarse. Miró su sortija de boda, oro bruñido y reluciente y esmeraldas que hacían juego con sus ojos. La estudió, acariciándola como si fuera un talismán. Irguió la cabeza, dijo con una voz sumamente controlada, casi amenazadora:
– En lo que a mí concierne, soy tu esposa y reina legítima, y la corona es el derecho natural de mi hijo. Que también es tu hijo, Ned, y de ti depende proteger ese derecho. Dime cómo te propones hacerlo.
Él movió la silla, se puso de pie.
– No creo que Jorge pueda tener nada más que sospechas -dijo, escogiendo las palabras con cuidado.
– ¡No soy ninguna tonta, Ned, así que no me trates como tal! Conozco a tu hermano. Sé cómo piensa. No necesita pruebas. Con Jorge, la mera sospecha sería suficiente.
Él se alejó de la cama, hacia el hogar. Isabel lo siguió, le cogió el brazo, obligándolo a mirarla.
– No puedes dejarlo vivir, Ned. Sabes que no. No hay otro modo de silenciarlo. Tarde o temprano hablará, y encontrará a muchos dispuestos a escuchar. Hay hombres que todavía son leales a Lancaster, hombres que consideran que los Tudor son la última sangre lancasteriana. ¿Crees que no utilizarían a Jorge? ¡Piensa, Ned, piensa! ¿Qué hay de Bess? ¿Qué probabilidades tendría de ser reina de Francia si se alegara que nació fuera del matrimonio? Y nuestros hijos… ¿Qué hay de ellos? -Hizo una pausa, escrutándole el rostro. Le soltó el brazo, retrocedió-. Pero ya sabes todo eso, desde luego.
Él aún no respondía. Le temblaba un músculo de la mejilla, y ella sabía que era un síntoma de tensión extrema.
– No me has respondido, Ned. ¿Qué hay de nuestros hijos? Antes juraste que no permitirías que Jorge les causara daño, que no le permitirías reclamar la corona. Debes decirme, Ned, si hablabas en serio.
– Sí, hablaba en serio.
Westminster. Octubre de 1477
Un humo irritante empañaba los aposentos de Eduardo, y sonaban risas estridentes. Bajo la luz brumosa de las lámparas, los sirvientes iban y venían con comida y bebida. Durante casi todo el día había caído una helada lluvia otoñal, pero el calor de ese recinto era opresivo, sofocante. Ricardo había atracado en el Muelle del Rey momentos antes, y esa abrasadora ráfaga de aire rancio le había quitado el aliento. En medio de esa algarabía, una multitud de aromas que rivalizaban entre sí atacó sus sentidos: troncos de tejo ardientes, cerveza derramada, perros, calor corporal y la fragancia almizclada de perfumes en polvo.
Se detuvo en la puerta, estudiando la escena sin que nadie reparase en él. No veía a su hermano, pero conocía la mayoría de los rostros. Los hombres, al menos; no conocía a las mujeres, aunque todas tenían en común la juventud extrema y cierta belleza provocativa. Todos parecían divertirse a gusto. Voces agudas se perdían en el bullicio. Una pareja bailaba, aunque los trovadores de Eduardo habían dejado de tocar. Otros miraban a unos hombres que servían cucharadas de cerveza a un osezno; alguien puso un cuenco de hidromiel frente al pequeño animal, y todos rieron cuando empezó a tambalearse. Pero el foco de la atención era una partida de dados en medio de la estancia. Entre bromas y ovaciones, una de las mujeres que jugaba alzó su falda y su enagua y se quitó una liga orlada de seda. Ya se había quitado los zapatos, el cinturón y los anillos, que estaban en el centro del círculo; a la vista de Ricardo, añadió la liga a la pila, ganándose una ronda de aplausos ebrios.
Una jarra de vino vacía yacía en un charco a los pies de Ricardo; tuvo que apartarla de un puntapié para cerrar la puerta. Un remolino de cabello rubio y brillante le llamó la atención, y vio a Thomas Grey.
Thomas no prestaba atención a la partida de dados, sino a una mujer joven con un vestido ajustado de seda brillante. Ricardo arqueó la boca como si hubiera probado comida rancia. ¿Cómo era posible que los hijos de Isabel estuvieran tan dispuestos a participar en las francachelas de Ned? ¿No les importaba que Ned fuera tan descaradamente infiel a su madre? No atinaba a comprenderlo, y pensó que al menos en esto Warwick había tenido razón: los Woodville habían envenenado la corte de su hermano como sal vertida en un pozo.
Thomas había arrinconado a su compañera contra la pared, cerrándole el paso con el brazo extendido, y se inclinó para compartir su copa de vino en un gesto que era ostentosamente íntimo. Ricardo no deseaba saludarlo y pasó de largo, pero oyó que Thomas vociferaba:
– Esa broma no me complace. Quiero tus disculpas, y las quiero ya.
Ricardo miró hacia atrás, vio que Enrique Stafford, duque de Buckingham, se había acercado a Thomas y la muchacha. Al parecer Buckingham había provocado ese exabrupto de Thomas, aunque ponía cara de inocente y encogía los hombros en un gesto bonachón, murmurando en voz tan baja que Ricardo no logró oír sus palabras. Thomas no se aplacó. Avanzó hacia Buckingham, que sacudió la cabeza sin dejar de sonreír. Thomas le lanzó un puñetazo. Se proponía pegarle en el torso, pero el otro se giró y lo esquivó. Thomas se tambaleó, perdiendo el equilibrio, y casi se cayó, pero pronto se enderezó y lanzó otro golpe.
No acertó. Buckingham había retrocedido prudentemente, y al mismo tiempo Ricardo avanzó, cogió el brazo de Thomas y lo obligó a volverse. Nada le costó lanzar a Thomas contra la pared; el joven estaba demasiado sorprendido para ofrecer resistencia.
– ¿Dónde crees que estás? Éstos son los aposentos del rey, no una posada de Southwark.
Thomas lo miraba boquiabierto, sin creer que alguien osara ponerle las manos encima. Ahora la sorpresa cedía ante la indignación. Su primer impulso fue violento, y buscó la empuñadura de la daga.
Ricardo tenía todas las ventajas; estaba sobrio y sereno. Usando más fuerza de la necesaria, frenó la mano de Thomas, se apoyó en él para inmovilizarlo con el peso del cuerpo.
– Ojalá desenvainaras esa daga -dijo despectivamente-. Pero no estás tan borracho, y ambos lo sabemos. Ahora recobra la compostura antes de que llamemos la atención.
Thomas parpadeó; su cabeza empezó a despejarse. Se concentró y comprendió que era Ricardo quien se había interpuesto entre él y Buckingham. Con el reconocimiento, llegó el horror ante lo que había estado a punto de hacer. Cielo santo, ya era malo haberse enzarzado a puñetazos con Buckingham, pero esto… Si Ned se enteraba… Ese pensamiento bastó para que Thomas recobrara súbitamente la sobriedad.
Miró en torno para cerciorarse de que Ricardo tenia razón y nadie estaba mirando.
En cuanto notó que Thomas aflojaba los músculos, Ricardo lo soltó y retrocedió. Thomas se enderezó, dispuesto a alejarse.
– ¿Le hablarás a tu hermano… de todo esto? -murmuró.
Thomas tenía la tez clara de su madre, así como su temperamento, y cualquier emoción fuerte le encendía la cara. Se sonrojó, pues indirectamente le pedía un favor a un hombre que odiaba.
Ricardo no había pensado en contar nada, pero no quiso tranquilizar a Thomas.
– Si me estás pidiendo que no lo haga, no te prometo nada. -Y añadió con malicia-: Creo que deberías preocuparte más por lo que diga Buckingham. Él es el más ofendido.
La alarma de Thomas era casi cómica. Librándolo a su suerte, Ricardo se alejó.
Detuvo a un sirviente y le preguntó por Eduardo, pero el hombre sólo se disculpó por ignorar el paradero de su hermano. Iba a salir de la cámara cuando sintió que le tocaban el hombro.
Ojos grises y azulados como los suyos lo miraban con un asombro coqueto y totalmente afectado.
– Siempre he querido presenciar un milagro, y creo que esto es lo más parecido que veré jamás. ¡Alguien que le para el carro a Thomas Grey! ¿Quién eres… Merlín?
Ricardo reconoció a la muchacha que Thomas había intentado seducir. Sintió un prejuicio instintivo contra ella, juzgándola por sus compañías. Y ahora no le causaba una impresión favorable. El rostro era bonito, pero la boca estaba pintada de un rojo atrevido y brillante desconocido en la naturaleza, las cejas depiladas seguían la moda en arcos exagerados, y tenía el cabello, el vestido y el hueco expuesto de los senos tan impregnados de perfume que los dos estaban envueltos en una nube de lavanda. La fragancia era abrumadora, pegajosamente dulce, y Ricardo se habría alejado si ella no le hubiera puesto la mano en el brazo.
– Quiero darte las gracias. -Los ojos azules lo estudiaban con desparpajo, asimilando los anillos enjoyados, las blandas botas de cuero español, la capa forrada de piel. Alterando instintivamente su modo de interpelarlo, ella sonrió y dijo-: Fuisteis muy amable al intervenir, milord. Temí que tuviéramos una gresca en los aposentos del rey. Si no hubierais cogido la mano de Tom… ¡Y cuando vi que intentaba desenvainar la daga… la Virgen nos guarde!
– No había nada que temer. Thomas Grey no desenvaina la daga si existe alguna probabilidad de que se derrame su propia sangre.
Ella soltó una risa sorprendida.
– Vaya, no tenéis pelos en la lengua. Sé que Tom no es muy querido en la corte, pero no es tan malo. De veras que no. En cuanto a esa riña con Buckingham… fue víctima de una provocación.
– No me dio esa impresión -dijo Ricardo con escepticismo.
Ella asintió triunfalmente, como si él le hubiera dado la razón.
– ¡Exacto! Mi señor de Buckingham tiene talento para herir con una sonrisa. Eso fue lo que hizo con Tom, diciéndole que se cuidara, que la caza furtiva en un bosque de la realeza se castiga con la horca.
– ¿Por qué instigaría a Grey ponerse en ridículo?
– Se ve que no frecuentáis la corte. Buckingham se refería a mí… Soy Jane Shore. -Lo decía como si eso debiera significar algo para él. El nombre le resultaba familiar, pero no lograba asociarlo con nada. Al reparar en ello, ella lo miró con lástima y explicó pacientemente, con cierto orgullo ingenuo-: Soy la querida del rey. ¿Ahora veis por qué Tom se puso tan quisquilloso?
Entonces Ricardo recordó dónde había oído ese nombre. Véronique había vuelto de Londres el año pasado con algunos chismes asombrosos, sosteniendo que Eduardo había logrado que el papa otorgara el divorcio a una de sus queridas, alegando que su esposo era impotente. Conque ésta era Jane Shore. Ésta era la mujer que Thomas Grey quería cortejar. La amante favorita de Ned. ¡Cielos!
– Supongo que entonces debería preguntarte a ti -dijo, con una ironía que no era amigable ni halagüeña-. ¿Él está aquí?
Ella asintió, señaló la puerta cerrada de la alcoba con un gesto.
– Allí dentro. Sentía náuseas: demasiado madeira.
Sabiendo que su hermano siempre había tenido una cabeza muy firme para la bebida, Ricardo frunció el ceño y echó una ojeada a la estancia abarrotada. Por primera vez vio a Will Hastings, despatarrado en el asiento de la ventana. Notó que no tenía sentido abordarlo. Will estaba afablemente borracho, y sentaba en las rodillas a una muchacha que aparentaba dieciséis años, diecisiete a lo sumo. Vio que Will acariciaba a la muchacha, miró al osezno borracho que se paseaba en círculos, y supo que no esperaría a Ned, que no quería hablarle aquí, ni esta noche.
– No os agrada mucho lo que veis, ¿verdad?
Dio un respingo, pues se había olvidado de Jane Shore.
– No -dijo con voz cortante-. No me agrada.
Jane estaba acostumbrada a ser centro de la atención masculina, a que los hombres la mirasen con lascivia, y caía en la cuenta de que este hombre no actuaba así. Pero el resentimiento que sentía ahora no era por ella, sino porque él se atrevía a criticar a Eduardo, aunque indirectamente.
– No es preciso que compartáis los placeres del rey -dijo con acaloramiento-, pero me parece presuntuoso que los juzguéis.
Ricardo la miró sorprendido y se echó a reír al comprender cuán ridículo era discutir sobre moralidad con la ramera de su hermano. Le causaba gracia que ella protegiera tanto a Ned, aunque también le resultó levemente conmovedor, y ella ascendió un poco en su estima. Creyó comprender por qué atraía a Ned; esa mujer estaba en las antípodas de Isabel.
– ¿Creéis que un rey no necesita relajarse, ahuyentar los problemas de su mente al menos por unas horas? Y ahora más que nunca, con la tensión de las últimas semanas, cuando su propio hermano será acusado de traición…
A Ricardo dejó de causarle gracia. Le escandalizaba que el problema de Jorge se comentara con tamaña ligereza.
– Conque también estás al corriente de eso.
Ella lo miró sorprendida.
– Hace semanas que en la corte es de conocimiento público.
Sí, pensó Ricardo con amargura. Todos lo sabían. Sólo él permanecía en la ignorancia. Él era el único a quien Ned no se había dignado contárselo.
Eduardo abrió la puerta de un tirón. La cabeza le palpitaba con un dolor sordo que no podía ignorar y se había enjuagado la boca con mirra y miel, pero no había podido eliminar el gusto agrio que le llenaba la boca y le irritaba la lengua.
Thomas se materializó a su lado, desmelenado y febril. Reparando sin interés en la agitación de su hijastro, Eduardo reclamó una copa, pero la rechazó después de atragantarse con el primer trago. ¿Por qué un hombre elegiría malvasía por propia voluntad? Sin embargo, el malvasía era la bebida predilecta de Jorge. Qué típico de Jorge, que hasta su gusto en vinos fuera cuestionable. Pero, ¿por qué pensaba en eso? ¿Jorge debía invadir sus pensamientos esta noche? Se volvió hacia Thomas.
– ¿Por qué estas personas merodean como ovejas? -rezongó-. ¿Y dónde está Jane?
Thomas se encogió de hombros.
– No lo sé. La última vez que la vi, estaba a solas en un rincón con tu hermano.
– ¿Dickon? -Eduardo no ocultó su sorpresa-. ¿Aquí, esta noche? ¿Estás seguro?
– Totalmente. -Demasiado amargado para contener la lengua, Thomas siguió machacando-. En cuanto a por qué aún están aquí, no lo sé.
– ¿Jane y Dickon? -Eduardo sonrió fríamente-. Ya te dije una vez, Tom, que no soporto a los necios. Yo que tú pensaría en ello.
No esperó a que Thomas respondiera, detectó el vestido azul de Jane y se dirigió hacia ella. Jane lo vio antes que Ricardo. Sonrió, adorándolo con los ojos.
– Bien, habéis escogido un rincón apartado, ¿verdad? -dijo Eduardo con afectación-. Espero no interrumpir nada.
Jane quedó boquiabierta. Madre de Dios, esta noche estaba realmente achispado.
– Querido señor -tartamudeó ella-, no pensaréis…
Ricardo no estaba de ánimo para juegos, y menos esta noche.
– Basta, Ned -protestó-. ¿No ves que la estás asustando?
Jane aún estaba boquiabierta, y sus aros tintinearon cuando se volvió para mirar a Ricardo. Nunca había oído que nadie le hablara a Eduardo con tanta familiaridad, ni siquiera Will. Y de pronto comprendió quién era Ricardo, quién tenía que ser, y se puso roja de vergüenza.
Eduardo, riendo, le ciñó la cintura con el brazo.
– ¿Creíste que hablaba en serio, tesoro? Bien, Dickon, vaya sorpresa. No te esperaba en Londres hasta dentro de un par de semanas.
– Necesito hablar contigo, Ned.
– Eso espero. Hace más de seis meses que no nos vemos. Sacar a este hombre de Yorkshire, Jane, es como extraer una muela. Nunca entenderé por qué le fascinan esos páramos del norte, pero…
– Venga, Ned. Es urgente.
Jane ya no escuchaba. ¿Cómo podía haberse puesto en ridículo de tal modo? «Se ve que no frecuentáis la corte», le había dicho, y lo había tildado de presuntuoso. ¡Por Dios! Pero al cabo de un instante su sentido del humor prevaleció y le costó sofocar la risa. En verdad era gracioso, y Ned se habría desternillado de risa. Y su vanidad no se sentía tan herida por la indiferencia de Ricardo, pues todos sabían que estaba prendado de su mujer. Tan enfrascada estaba en estos pensamientos que Eduardo tuvo que repetir su nombre para que ella comprendiera que le hablaba a ella.
– ¿Y bien? ¿Vienes o no?
Tan acostumbrada estaba a complacer sus caprichos que ni siquiera pensó en hacer preguntas y se apresuró a seguirlo a la alcoba. Una vez allí, sin embargo, se arrepintió de haber obedecido con tanta premura. Ricardo no aprobaba su presencia. La miraba con el ceño tan fruncido que Jane se sonrojó, ansiando justificarse, escudándose en la insistencia de Eduardo.
Sólo Eduardo parecía estar a sus anchas.
– Ven aquí, tesoro -la llamó, palmeando la cama-. Me alegra tenerte de regreso, Dickon, pero, ¿tienes que pasearte como un gato al acecho? Siéntate y háblame de tu viaje. Habrás traído a Ana, espero. ¿Dónde estáis residiendo, en el castillo de Baynard?
– No. En Crosby Place.
Eduardo no pareció notar el tono cortante.
– Claro, me olvidaba. Jane, conoces Crosby Place, ¿verdad? Ya sabes: esa enorme casa solariega de Bishopsgate Street. Mi hermano la alquiló el año pasado a la viuda de Crosby y por lo que he oído vive allí con más lujos que yo.
– Una casa muy hermosa, en verdad -concedió cortésmente Jane, y dirigió a Eduardo una mirada implorante-. Amor, creo que no debería estar aquí. Es evidente que Su Gracia de Gloucester quiere hablar de ciertos asuntos en privado…
– Es cierto, Ned.
Antes de que Eduardo pudiera reaccionar, Jane se puso de pie y Ricardo fue a abrirle la puerta. Por un instante Eduardo sintió la tentación de llamarla, pero desechó la idea. En el mejor de los casos, Jane sólo podía demorar lo inevitable.
Ricardo cerró la puerta con cuidado.
– Entiendo que quieres juzgar a Jorge por el cargo de alta traición -dijo con naturalidad.
No era el tono que Eduardo esperaba.
– Sí -dijo con cautela-, así es.
– Entiendo… Y supongo que lo pasaste por alto. ¿O no me lo mencionaste porque no te pareció importante?
– Guárdate los sarcasmos, Dickon. -Eduardo se sentó en la cama, dijo a la defensiva-: Pensaba decírtelo cuando regresaras a Londres. -Acomodó almohadas para apoyar la espalda-. ¿Cómo te enteraste?
– Paramos en Berkhampsted en nuestro camino al sur.
Eduardo se puso alerta, pero no lo reveló.
– Lamento que ma mère deba afligirse por esto -dijo impasiblemente-. Pero no tenía opción.
– Mira, Ned, no excuso lo que ha hecho Jorge. Sería el último en defenderlo. Pero acusarlo de alta traición… No entiendo. ¿Por qué ahora? Le perdonaste sus traiciones pasadas, perdonaste lo que era casi imperdonable. Acusarlo de traición ahora… Bien, es como usar una ballesta para abatir un gorrión. Para mí no tiene sentido. Sin duda su respaldo a Warwick fue mucho más peligroso que cualquier conspiración que pergeñe hoy en su ebriedad.
– Díselo a Ankarette Twynyho -rugió Eduardo, y Ricardo contuvo el aliento.
– Eso no es justo -protestó-. Sabes que opino que la muerte de esa mujer fue un asesinato. Pero también sabes que Jorge no es responsable de todo lo que hace. Hace tiempo que ambos lo sabemos, Ned.
– ¿Qué sugieres? ¿Que me cruce de brazos mientras él se burla de las leyes del reino? ¿Debo permitirle que se divierta cometiendo asesinatos? Dime qué pretendes de mí, Dickon. ¿Que haga la vista gorda y deje que Dios se encargue de juzgar sus crímenes?
Ricardo quedó perplejo. Nunca había visto a Eduardo tan enardecido.
– Claro que no es eso lo que sugiero -dijo lentamente-. ¿Puse algún reparo cuando lo enviaste a la Torre en junio? Eso se justificaba, había que hacerlo. Pero no puedo opinar lo mismo de una acusación de traición. No ahora. -Ricardo titubeó-. ¿No has pensado en ma mère y en Meg? Tú y yo tenemos un centenar de motivos para desconfiar de Jorge, y te diré con franqueza que todo afecto que haya tenido por él se extinguió por completo hace seis años. Pero no es lo mismo para ma mère. Ella…
– No quiero hablar más de esto -interrumpió Eduardo-. Te he escuchado, y en horas en que habría mandado al demonio a cualquier otro. Pero no llegamos a nada. ¿Dices que la acusación de traición es injustificada, innecesaria? Bien, para mí está más que justificada, es la única decisión que puedo tomar. De lo contrario, no la tomaría. ¿O crees que así es como pienso divertirme este invierno? ¿Crees que acuso a mi hermano de traición para ahuyentar el tedio?
Sobresaltado, Ricardo meneó la cabeza.
– Por Dios, Ned, ¿qué mosca te ha picado? No vine aquí para reñir contigo. Sólo procuro entender tus razones, ver esto con tus ojos. ¿Acaso es mucho pedirte que me expliques por qué?
– Creo que mis motivos hablan por sí mismos. No esperes que te enumere los pecados de Jorge, pues los conoces tanto como yo. Ahora bien, si quieres quedarte para hablar de otros asuntos, con todo gusto. Pero si te empeñas en hablar de Jorge, debo recordarte que es casi medianoche y que una amante esposa te aguarda en Crosby Place.
Se hizo un crispado silencio.
– Tienes razón -dijo al fin Ricardo-. Se hace tarde. -Se detuvo ante la puerta-. Quizá no te guste oírlo, Ned, pero ma mère está muy acongojada por esto. Creo que la tranquilizaría mucho si le escribiera que sólo te propones asustar a Jorge para que recapacite. ¿Puedo darle ese alivio? ¿Puedo garantizarle que Jorge no se enfrentará al verdugo?
Lo había preguntado por pura formalidad; no había pensado en serio que Eduardo pediría la pena capital. Pero vio que el rostro de Eduardo se endurecía, y que desviaba la vista sin responder.
– Dios santo -murmuró, viendo la verdad-. Sí se enfrentará al verdugo, ¿verdad? ¡Piensas ejecutarlo!
Eduardo irguió la cabeza.
– Todo depende -dijo fríamente- de que lo juzguen culpable o inocente.
Londres. Enero de 1478
– ¿Estas cartas son todo, milord? -Ricardo notó que su secretario ocultaba un bostezo. Era más tarde de lo que había creído. Hacía horas que habían tocado las completas.
– Sólo una más, John. Quiero que encuentres la carta en que el alcalde y los regidores de York me piden que interceda ante mi hermano el rey en lo concerniente a esas pesquerías ilegales del río Aire. Diles que he hablado con el rey por ese asunto, y al regresar a Middleham supervisaré una investigación de los ríos Ouse, Aire y Wharfe para que se elimine toda pesquería no autorizada. -Pero John volvía a bostezar, y Ricardo se apiadó de él-. No lo hagas ahora. Sólo anota lo que quiero decir y mañana puedes redactar una respuesta adecuada.
Hacía años que John Kendall estaba al servicio de Ricardo, el tiempo suficiente para regañarlo con la familiaridad nacida del respeto mutuo.
– Vos también deberíais acostaros. Habéis descansado muy poco estas semanas. -dijo. Viendo la mueca irónica de Ricardo, sonrió y concedió jovialmente-: Sí, ya sé. Hablo como una niñera preocupada. Pero en ausencia de vuestra esposa, alguien debe cerciorarse de que os cuidéis. Espero que ella regrese pronto.
– También yo.
Hacía cinco semanas que Ana había retornado a Middleham. Ricardo no quería que se fuera, y había sentido la tentación de prohibírselo. Pero entendía su necesidad de estar con su hijo; Ned aún no tenía cinco años, y era demasiado pequeño para pasar las Navidades sin ninguno de sus padres. No, no podía culpar a Ana, aunque la echara de menos. Tampoco podía culparla si se preocupaba más de la cuenta por las fiebres y magulladuras de Ned. Ana se sentía frustrada; el amor que debía haber prodigado a una numerosa descendencia no encontraba más cauce que Ned. Cuidaba bien de Johnny, y la relación entre ambos era buena. Pero sólo Ned era de ella. Ned, que era su primogénito y su último hijo.
Como una gata con un solo gatito, pensó Ricardo, y a fe que Ana era muy distinta de su dulce cuñada. El hijo mayor de la reina sólo contaba siete años y, desde los tres, tenía su propia morada en Ludlow.
¿A Isabel le había molestado desprenderse de su hijo a tan tierna edad? Ricardo, que ya no daba el beneficio de la duda en nada a la esposa de su hermano, pensaba que no. Se hacía por cuestiones políticas, con la esperanza de que la presencia física del pequeño príncipe de Gales sirviera para fortalecer la lealtad de las Marcas Galesas, y quizá diera resultado, pero aun así Ricardo pensaba que era una pésima estrategia, pues significaba que el niño era criado casi exclusivamente por su tío, Anthony Woodville, y rara vez veía a sus padres. Ricardo no era el único que reprobaba esa decisión; a pocos les complacía que al futuro rey se le inculcara la lealtad a los Woodville, que asimilara los valores de los Woodville.
Ladraban perros en la zona de los establos, y Ricardo irguió la cabeza, procurando distinguir el vozarrón de Gareth. Se asombró de la tenacidad de ese hábito, pues hacía años que se había llevado al enorme perro de Middleham. Gareth ya tenía trece años y en esos días se dedicaba a dormitar al sol y seguir rígidamente a los hijos de Ricardo.
El ladrido de los perros continuó y Ricardo se acercó al mirador. Le sorprendió ver que varios caballos habían entrado en el patio interior, en vez de ser llevados a los establos, detrás de la capilla. El vidrio de la ventana estaba turbio, opaco; lo frotó con el puño, despejándolo a tiempo para ver que sus sirvientes se congregaban alrededor de una mujer envuelta en piel de zorro plateado. Al desmontar, se quitó la capucha y, a la luz de las antorchas, Ricardo reconoció a su esposa.
Ana ya no tenía frío; el hogar de la alcoba estaba bien provisto y la cama cubierta de mantas. Pero estaba muy cansada. Había tardado siete días en viajar al sur desde Middleham, siete días de vientos huracanados y temperaturas gélidas; hoy se había levantado al alba y había recorrido unas extenuantes treinta y ocho millas. Logró olvidar su fatiga mientras hacía el amor con Ricardo; ahora volvía a sentirla.
Pero al tocar el cuello y los hombros de Ricardo, encontró músculos rígidos y anudados.
– ¡Qué tenso estás, amor mío! Acércate y te frotaré la espalda. Quizá te ayude a dormir.
Él obedeció y Ana, olvidando su agotamiento, trató de relajarlo.
– Oí que Jorge ha comparecido en juicio, Ricardo -dijo en voz baja-. ¿Quieres hablarme de ello?
Ricardo hizo una mueca, pues ella le había tocado una dolorosa contractura de la espalda.
– Oíste mal, Ana. No fue un juicio. Fue una condena en que los únicos testigos eran acusadores, no se presentaron pruebas y el veredicto era una conclusión sacada de antemano.
– Cuéntamelo -insistió ella, pero la insistencia no era necesaria.
– El día posterior a la boda del segundo hijo varón de Ned con la pequeña heredera del duque de Norfolk, convocó al parlamento. Se propuso una ley de proscripción contra Jorge, acusándolo de traición. -Hizo una pausa antes de añadir a regañadientes-: Ned la presentó en persona.
Ana dio un respingo; era casi inaudito que un rey abogara personalmente por una ley de proscripción.
– ¿Cuáles eran las acusaciones?
– Una variopinta colección de ofensas, ninguna de las cuales justificaría en sí misma la pena de muerte para un hombre del rango de Jorge. Ned acusó a Jorge de difundir la especie de que Thomas Burdett había sido ajusticiado injustamente. De fomentar la vieja calumnia de que Ned es bastardo y por tanto no es un rey legítimo. De guardar en secreto un documento de la época de Enrique de Lancaster, proclamando a Jorge como heredero del trono en caso de que tu matrimonio con el hijo de Enrique no produjera descendencia.
– Pero, Ricardo, eso fue hace mucho tiempo. Hace casi siete años que Enrique y Édouard murieron, y la poca sangre Lancaster que queda hoy fluye por las venas de Jasper Tudor, el medio hermano galés de Enrique. ¿Qué importancia tiene ahora?
– Tiene importancia -dijo él adustamente- porque Ned decidió que la tuviera.
– Realmente, no lo entiendo. No intento defender lo que ha hecho Jorge. Pero sus traiciones pasadas eran mucho mayores, y Ned las perdonó. ¿Por qué ahora, Ricardo?
– Ojalá lo supiera. No puedo creer que Ned esté dispuesto a condenar a muerte a su hermano sólo porque se le agotó la paciencia. Pero durante el juicio hizo hincapié en las traiciones, las promesas rotas y la mala fe, alegó que una y otra vez había perdonado los crímenes de Jorge, sólo para que Jorge se burlara de su clemencia. Declaró que aun ahora habría estado dispuesto a indultar a Jorge si él hubiera demostrado auténtico remordimiento o contrición de espíritu. -Ella notó que él se tensaba-. En eso mintió. No tenía la menor intención de indultar a Jorge en esta ocasión.
– Debió de ser doloroso presenciarlo. -Ella se inclinó para besarle la nuca-. Quizá fue un error pedirte que hablaras de esto…
– No. Quiero contártelo.
– ¿Qué hay de Jorge? ¿Qué dijo?
– Lo negó todo, con mucho apasionamiento. Pero al fin estaba tan desesperado que llegó al extremo de pedir un juicio por combate. Ned se limitó a mirarlo.
– ¡Oh! -Era una reacción involuntaria, similar a lo que habría sentido por un animal arrinconado; aunque disfrutaba de la emoción de la cacería, Ana siempre había preferido evitar el sacrificio si era posible.
Al parecer los pensamientos de Ricardo habían seguido el mismo rumbo, pues dijo en voz baja:
– ¿Alguna vez te hablé del cachorro de zorro que atrapé cuando tenía seis años? Fue en Ludlow, el verano anterior al saqueo de la ciudad por parte de Lancaster. Un niño de la aldea me ayudó a atraparlo. Estaba muerto de hambre y muy enfermo, pero al vernos enloqueció de miedo. Trataba de sepultarse en la tierra, buscando una escapatoria imposible, mientras lanzaba tarascones a nuestras manos, la cuerda, el aire…
– ¡Basta, Ricardo! Nunca creí que alguna vez sentiría piedad de Jorge, pero… ¿Qué dice Ned? ¿Aún se niega a hablar del asunto contigo?
– Ninguno de nosotros ha tenido suerte. Ma mère está en Londres desde diciembre y Meg… No pasa un día sin que llegue una carta de ella desde Borgoña. Hasta mi hermana Elisa, que está distanciada de Jorge desde hace años… Hasta Elisa ha suplicado a Ned que no hiciera esto. -Rodó sobre la espalda y Ana vio cuán preocupado estaba-. Para Elisa y para mí es más fácil; ninguno de los dos siente afecto por Jorge. Pero Meg aún lo ve como el hermano menor del que se separó en el momento de su boda, y ma mère… -Sacudió la cabeza, y la furia frustrada de las últimas semanas afloró-, ¡Cielos, Ana, no logro entender nada de esto! Apostaría mi vida a que Ned no quiere hacerlo. Mostrar la vergüenza de Jorge al mundo de esta manera, infligir tanta congoja a ma mère y Meg… y sabiendo que Jorge no puede ser de otra manera. No tiene sentido. Pero no escucha nada de lo que decimos. Hoy por hoy sólo escucha una voz: la de ella.
Ana guardó un discreto silencio. Sin duda Isabel urgía a Ned a condenar a Jorge a muerte, como todos los Woodville, pero resultaba imposible imaginar que su cuñado hiciera algo que no quería hacer. No le mencionó esto a su esposo. Si Ricardo necesitaba una muleta, no sería ella quien le impidiera apoyarse en ella.
– No hablemos más de Jorge por esta noche, amor -dijo.
Eduardo estaba en la Cámara Pintada. Como de costumbre, estaba rodeado de gente, era el blanco de todas las miradas. Pero no parecía reparar en los que se agolpaban alrededor, y parecía a solas con sus pensamientos. Y esos pensamientos, pensó Will, distarían de ser agradables.
Eduardo miró en su dirección, pero sus ojos inflamados no se detuvieron en él. Nunca lo he visto tan agotado, pensó Will, preocupado. Puede decirse que últimamente se le empiezan a notar los treinta y cinco años. ¿Qué se propone, por todos los santos? Hace una semana que Clarence fue condenado a muerte. Pero él no hace nada, demora la decisión y bebe. ¿Por qué? Si es tan reacio a tomar la vida de Clarence, ¿por qué lo acusó de alta traición?
Había muchos detalles que Will no entendía. Era un asunto turbio. Hasta la ley de proscripción arrojaba poca luz. Ni siquiera se había mencionado a Ankarette Twynyho. ¿Por qué, entonces, Clarence debía morir? Will no lo sabía. No entendía el razonamiento de Ned. Y esto era obra de Ned, a pesar de la difundida creencia de que Jorge había caído torpemente en una maquinación de los Woodville. Will estaba seguro de lo contrario, pues conocía a Ned. Pero no le gustaba en absoluto.
No se oponía a silenciar a Clarence, y pensaba que tendrían que haberlo hecho siete años atrás. Pero habría preferido que Ned lo hubiera encerrado en la Torre y se hubiera olvidado de él. Con lo inestable que era Clarence, no habría tardado demasiado; en poco tiempo se habría puesto a parlotear y delirar como un paciente de Bedlam. Will incluso habría preferido que Ned hubiera ordenado que despacharan a Clarence con silenciosa discreción. Como con Enrique de Lancaster, luego se habría difundido que Clarence había muerto a causa de una fiebre o una caída.
De este modo Ned escogía lo peor de ambos mundos. Al someter a Clarence ajuicio por razones elusivas, alentaba especulaciones de todo tipo. Ningún rumor se rechazaba de antemano, por ridículo que fuera; en las tabernas y posadas, los chismes encontraban un público ávido. Incluso había cierto sentimiento de compasión por Jorge, limitado a quienes nunca habían tenido contacto personal con él. Will no dudaba que los aldeanos de Warwick agradecerían la muerte de Jorge con un ayuno, pero había otros que sólo veían su juventud y su agraciada apariencia, y se apiadaban porque él había sido generoso en su donación de limosnas.
Ante todo, Will reprobaba la inminente ejecución de Clarence porque contribuiría al afianzamiento de los Woodville. Permitir que la gente pensara que Isabel y su parentela tenían poder para abatir al hermano del rey era casi tan peligroso como si tuvieran ese poder. La gente podía recordar lo que le había sucedido a Clarence, recordarlo con miedo.
¡Cuánta sed sentían por la sangre de Clarence! El rostro de Will permanecía impasible, la máscara de un cortesano avezado, mientras Thomas Grey arengaba a los que tenía alrededor:
– Bajo sentencia de muerte… Legalmente juzgado y hallado culpable… ¿Qué más se necesita?
Will bebió para ocultar su mueca desdeñosa. Isabel tendría que haberse quedado; era astuta y habría contenido la lengua indiscreta de su hijo. Thomas era un necio. ¿Acaso no sabía que Ned no se dejaba presionar?
– Thomas Grey no tiene el seso que Dios dio a las ovejas.
Era una voz grata y bien modulada, y a Will lo asombró con sus palabras. Lo asombró porque no era el tipo de comentario que habría esperado de Enrique Stafford, duque de Buckingham.
Buckingham era un enigma para Will. A los doce años lo habían casado con Catalina, hermana de Isabel Woodville, pero su linaje era impecablemente lancasteriano; su padre y su abuelo habían perecido luchando contra York en las batallas de Northampton y San Albano, y su madre era una Beaufort, hermana del duque de Somerset ejecutado después de Tewkesbury. Pero también tenía lazos con York, pues su abuela era la hermana mayor de Cecilia Neville. Por sangre, estaba más cerca que nadie del trono inglés, pues su prosapia, como la de sus primos yorkistas, se remontaba a uno de los hijos de Eduardo III. Como primo y cuñado del rey, dotado de títulos, riqueza y donaire, tendría que haber ocupado un lugar en el gobierno de Eduardo. Esa omisión era un acertijo que Will aún no había resuelto.
Buckingham no formaba parte del consejo de Eduardo, Eduardo nunca lo había designado para cumplir una misión diplomática en el exterior, no ocupaba ningún cargo digno de su linaje y su rango. Resultaba aún más inexplicable que ni siquiera lo hubieran incluido en las comisiones de paz, fuera de Staffordshire. Will pensaba que no era prudente marginar a un aristócrata y una vez se lo había reprochado discretamente a Eduardo. Eduardo, tan pragmático para utilizar el talento de sus opositores políticos, había sorprendido a Will al confesarle que no le agradaba ese joven primo de Buckingham, y cuando él insistió, sólo pudo responderle con suma vaguedad que Buckingham le recordaba demasiado a Jorge.
Will no había visto la semejanza hasta que Eduardo le llamó la atención sobre ella, y luego se preguntó cómo la había pasado por alto. En sus mejores momentos, Jorge podía ejercer un encanto frágil; Buckingham también era voluble, dado a extremos de expresión y temperamento, a entusiasmarse con los proyectos con apasionada intensidad y cansarse de ellos a velocidad récord. En parte Will lo atribuía a la juventud de Buckingham; sólo tenía veintitrés años. Pero Buckingham era diferente de Jorge, pues si tenía un lado oscuro, nadie lo veía. Si estaba resentido con la negligencia de Eduardo, sólo él lo sabía. Era de buen natural, generoso con su riqueza, y aunque su humor a veces era demasiado incisivo, se debia más a insensibilidad que a malicia. A diferencia de Jorge, siempre se había interesado más en los placeres que en la intriga política. Por esa razón había sorprendido ¡i Will con su ácida evaluación de Thomas Grey.
Claro que hacía años que Grey y Buckingham tenían un entredicho, recordó Will. Más aún, Buckingham no era ningún favorito de la reina. Los rumores decían que era un esposo muy insatisfactorio para su esposa Woodville: que había cometido la imprudencia de comentarle que le parecía degradante que él, un Stafford, se casara con la mera hija de un caballero.
Esa frase le garantizaría la hostilidad de Isabel, y Will sospechaba que esa hostilidad, aparte de cualquier semejanza superficial con Jorge, era el motivo por el que Buckingham había quedado relegado a los confines del poder. Aunque Eduardo no se dejaba influir en asuntos de importancia, tenía el hábito de satisfacer los caprichos de Isabel cuando pensaba que le costaría poco.
– ¿Qué opinas de todo esto, Enrique? -murmuró. No había necesidad de aclarar la pregunta. Había un solo tema de conversación en la corte ese febrero.
– Que es un cenagal de arenas movedizas y cualquier hombre dispuesto a aventurarse en él tiene que estar muy seguro de su andar. Ambos sabemos que la reina jamás perdonaría a quien tuviera la temeridad de defender abiertamente la causa de Clarence. Pero puedo mostrarte a un necio aún más grande, el hombre que incita al rey a ejecutar a Clarence… como nuestro amigo Thomas.
El comentario de Buckingham le causó gracia a Will, pero también cierta admiración, pues era muy atinado.
– ¿Por qué?
– Porque creo que vendrá el día en que mi primo el rey, al margen de sus motivos de hoy, lamentará que su hermano haya muerto por orden suya. Y si viene ese día, procurará compartir la culpa con otros. -Una fugaz sonrisa-. Los reyes siempre comparten la culpa. Ese día, yo no quisiera contarme entre quienes pidieron la muerte de Clarence y se vistieron de amarillo después de la ejecución.
– Cínico, ¿eh?
– Realista. Y además…
– ¿Sí?
– Sólo pensaba que si favorecer a Clarence es ganarse la mala voluntad de la reina, propiciar su muerte es ganarse un enemigo igualmente peligroso.
– ¿Gloucester?
– Sí, Gloucester.
Buckingham señaló la entrada donde había aparecido Ricardo, inadvertido, y escuchaba en helado silencio mientras Thomas Grey propiciaba la ejecución de su hermano.
En ese momento Thomas, irritado por el silencio de Eduardo, dijo en voz alta:
– ¿Acaso Vuestra Gracia ha olvidado que Clarence consultó a adivinos para saber cuánto duraría vuestro reinado? ¿Y con cuánta alharaca anunció que a vuestra muerte el siguiente rey comenzaría con G? ¡La G de George!
– ¿Y por qué no la G de Gloucester?
Ricardo ya no pasó inadvertido. La conversación cesó. Algunos se acercaron con expectación, oliendo sangre, mientras que otros, más timoratos, se alejaban.
Thomas se encontró súbitamente solo. Sorprendido de que Ricardo hubiera llamado la atención sobre esa incómoda coincidencia, titubeó, miró a Ricardo con cautela.
– G de Gloucester -repitió Ricardo, implacable-. O incluso G de Grey.
Thomas palideció, girándose para cerciorarse de que su padrastro no escuchara esta herejía.
Eduardo torcía la boca. Se echó a reír, permitiendo que los demás también se rieran. Todos empezaron a murmurar, la mayoría disfrutando del bochorno de Thomas Grey.
Cuando Ricardo se le acercó, Eduardo apartó a los demás de un gesto.
– Una estocada certera -sonrió-. Pero no era un enfrentamiento parejo.
Ricardo se encogió de hombros.
– Ned, quiero pedir tu autorización para ver a Jorge. No puedes seguir negándolo. Y menos ahora, cuando una sentencia de muerte pende sobre su cabeza.
La sonrisa de Eduardo se disipó.
– ¿Por qué diablos quieres someterte a eso? -preguntó despacio-. No esperarás una cálida bienvenida. Jorge no te ama, Dickon. ¿Lo has olvidado? -Meneó la cabeza-. No, semejante reunión no serviría de nada. Me parece mejor que no lo veas.
– No puedes hablar en serio -dijo Ricardo con incredulidad, y ya no le importaba que todos hubieran callado alrededor-. ¿Hasta eso le negarías a Jorge? ¿Le harías eso? ¿Hacerle creer que ninguno de los suyos estaba dispuesto a despedirse de él? -Recobró el aliento, dijo con menos intensidad-: Tienes razón. Sin duda sería una reunión muy dolorosa. Pero si yo estoy dispuesto a afrontarla, no tienes derecho a prohibirla.
– Te equivocas, Dickon -rugió Eduardo-. Tengo el derecho y opto por ejercerlo. Semejante reunión no sería beneficiosa para ti ni para Jorge. Tu solicitud queda denegada. -Y con eso, se alejó, y Ricardo se quedó mirándolo en perplejo silencio.
Westminster. Febrero de 1478
El doctor Hobbys ya estaba acostado cuando llegó la llamada del rey. Sorprendido por este requerimiento, pues podía contar con los dedos de una mano las veces en que Eduardo había necesitado un brebaje para dormir, se apresuró a preparar una poción de vino, amapola y raíz de nueza seca y la llevó a la alcoba del rey. Allí reinaba un pesado silencio; los sirvientes se encargaban de la lumbre y retiraban las mantas, moviéndose con discreción. El doctor Hobbys compartía la preocupación de ellos; también él se había enterado de que esa noche el rey había reñido con su hermano Gloucester.
Los escuderos de Eduardo ya le habían quitado el jubón y le estaban desabotonando la camisa cuando un camarero apareció en la puerta. Por un instante vaciló, y al fin se aproximó al doctor Hobbys y le murmuró unas palabras al oído. El doctor Hobbys se sobresaltó y se aclaró la garganta con vacilación.
– Majestad… -Tosió, empezó de nuevo-. Majestad, una audiencia es requerida urgentemente por vuestra…
Eduardo movió la cabeza con brusquedad.
– No veré a nadie a estas horas.
– Pero, Vuestra Gracia, se trata de…
– ¿No me oíste? No me importa quién es. Nadie, absolutamente nadie.
El doctor Hobbys vaciló, ansió fervientemente estar en otra parte. Pero no podía ocultar la información que le habían dado.
– Majestad, es vuestra madre.
Hubo un súbito silencio, interrumpido por un grito de dolor, pronto reprimido; un criado que encendía velas había acercado la mano demasiado a la llama. Sus compañeros intercambiaron miradas subrepticias, tuvieron la prudencia de callar. Hasta el escudero arrodillado a los pies de Eduardo se petrificó; aflojó la mano con que iba a desatar las puntas de la calza de Eduardo.
– Largo de aquí, todos -dijo Eduardo en voz baja, sin énfasis ni inflexión, pero ninguno de los presentes esperó a que lo repitiera. Abandonando sus quehaceres, huyeron.
– No tengo opción, ma mère. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Qué quieres que haga? ¿Pasar por alto su traición, la sangre inocente que tiene en las manos? ¿De veras quieres que me burle de la justicia porque es mi hermano?
– Los pecados de Jorge no quedarán impunes. Tendrá mucho por qué responder cuando llegue el Día del Juicio. Cuando te pido que recapacites, Eduardo, no sólo pienso en Jorge, sino en ti. ¿Has olvidado las palabras de Nuestro Señor Jesucristo? Cuando Pedro le preguntó si debía perdonar siete veces los pecados de su hermano, él respondió: «No siete veces, mas setenta veces siete».
Eduardo tensó la boca, contuvo una maldición.
– Esto no sirve de nada, madame -dijo fríamente-, y ambos lo sabemos.
De pronto se halló frente a unos ojos de hielo gris, ojos capaces de desbaratar la utilería de la adultez y restablecer las prioridades y vulnerabilidades de una olvidada juventud.
– ¿Me habéis ordenado que me vaya, Vuestra Gracia? -preguntó ella, con igual frialdad, y él capituló.
– No, claro que no, ma mère. Sabes que nunca te impartiré una orden.
No estaba preparado para lo que ella hizo a continuación. Estaba vestida con un vestido azul sencillo y austero, tan oscuro que era casi negro, e incómodamente parecido a una prenda de luto; un estrecho cinturón con trenzas de seda le ceñía la delgada cintura, y de él pendían un rosario, un llavero y una cartera de cuero. Ahora ella prestaba atención a la cartera, extrayendo un papel amarillento y plegado.
– En aquellas semanas posteriores a la muerte de tu padre y tu hermano en el castillo de Sandal, sólo la fe me sostenía, mi fe en el Todopoderoso y mi fe en ti, Eduardo. Me diste motivos de orgullo… Tu aplomo, el ascendiente que ejercías sobre tus hombres, como un comandante veterano, tu intervención para rescatar a Rob Apsall, ese joven caballero que era amigo de Edmundo. Sobre todo, las cartas de confortación que enviaste a tus hermanos menores… y a mí. He aquí esa carta, la carta que me escribiste. -Se la ofreció, pero él retrocedió un paso-. Durante diecisiete años la he conservado y atesorado, Eduardo. Ahora quiero que la leas. Que leas lo que me dijiste, que hay lazos familiares que ni siquiera la muerte puede destruir. Hablabas del amor que me profesabas, del amor que profesabas a tus hermanos. Y prestaste el solemne juramento de no permitir que sufriéramos ningún daño, de estar siempre dispuesto a ayudarnos. Cógela.
Eduardo no miró la carta, sino la mano que la sostenía. Vio una telaraña de delicadas venas azules, los nudillos hinchados, el leve temblor que desafiaba una voluntad otrora inquebrantable; no era la mano de su madre, sino la mano delgada y frágil de una anciana desconocida. Se negó a aceptar la carta, se negó a cogerla, y al fin ella la dejó sobre la mesa.
– No hagas esto, Eduardo. No derrames la sangre de tu hermano. Por el bien de tu propia alma, no lo hagas.
Él apretó la mandíbula hasta que le dolió, guardó silencio, y luego ella hizo la súplica que él más temía.
– Por mí -dijo-. Si no es por Jorge, hazlo por mí.
Se le acercó, y por un instante de pasmo él temió que se arrodillara ante él. Pero era una mujer que sólo se arrodillaría voluntariamente ante Dios, y sólo tendió el brazo, le apoyó la mano en la muñeca.
– ¿Alguna vez te he pedido algo, Eduardo?
– No -dijo él de mala gana.
– Pues ahora te pido la vida de mi hijo.
Estaba tan cerca que él pudo ver que esos ojos, ojos que podían quemar el hueso para llegar al alma, estaban empapados de lágrimas. La conmoción de esa visión fue casi física; no recordaba haber visto llorar a su madre.
– Si no te basta que Jorge sea tu hermano, perdónale la vida por mí, Eduardo. Por mí.
– Ma mère… -dijo él con voz ronca, incierta-. Ma mère… no puedo…
Ella cerró los ojos por un instante, le estrujó el brazo con los dedos. Luego lo soltó, retrocedió.
Él oía claramente sus resuellos; respiraba como si hubiera estado corriendo. La respiración de Eduardo era igualmente entrecortada. Las lágrimas que pendían de las mejillas de su madre se liberaron, le empaparon la cara, cayeron en silencio sobre el cuello del vestido; ella parpadeó, pero no intentó enjugarlas. Sus dedos acariciaban el cinturón, buscando instintivamente el consuelo de las cuentas del rosario, y él avanzó un paso. Ella irguió la cabeza.
– Quiero verle, Eduardo.
Él sabía que no era una petición, sino un ultimátum. Sacudió la cabeza con violencia, pues no confiaba en su voz.
Pasó el tiempo. Ella le clavaba los ojos, sin decir nada, con una expresión de atónita incredulidad, una acusación angustiosa que lo rondaría el resto de su vida.
Pero cuando ella habló, no había llanto en su voz. Era una voz que no ofrecía comprensión ni absolución, que no daba cuartel, que negaba una vida de amor.
– Que Dios te perdone por esto -dijo con lentitud y claridad-, pues yo no te perdonaré jamás.
Rob Apsall soñaba con un arroyo rebosante de madeira e hipocrás, con una muchacha bonita y risueña que se agachaba en la orilla para beber. Pero en los confines del sueño empezó a retumbar un trueno ominoso. Al intensificarse el sonido, Rob empezó a retorcerse, hasta que abrió los ojos y sus sentidos aletargados identificaron el trueno como un golpeteo sofocado y constante. Rob se despertó con somnolencia; había cumplido treinta y nueve años y lo había celebrado con gozosos excesos de comida y bebida, y estaba abotargado, aún mareado por el vino. Junto a él, su esposa se movió, volvió a quedarse quieta. Por encima de los golpes oyó un tañido de campanas; los frailes negros del convento dominico eran convocados a los maitines. Ahora el ruido era más fuerte, como si alguien quisiera que lo recibieran. ¿Quién llamaría a su puerta a las dos de la mañana del domingo? Se irguió, procuró oír.
– ¿Rob? -Amy bostezó-. ¿Qué es ese bullicio?
Rob se levantó, abrió los postigos. Escrutó la lluvia y la negrura, jadeó.
– ¡Santo Jesús! Hay soldados abajo.
Aún se estaba calzando las botas cuando oyó las pisadas que subían la escalera. Un momento después el mayordomo irrumpió en la alcoba. Estaba tan desaliñado y agitado como Rob.
– ¡Sir Robert, abajo aguardan hombres del rey!
Rob no sabía qué había esperado, pero sin duda no esperaba esto. Se sentó abruptamente, olvidando la segunda bota.
– ¿El rey? ¿Por qué el rey envía soldados a mi casa en medio de la noche?
– Dicen que debéis acompañarlos, sir Robert. Que el rey los ha enviado para llevaros a Westminster. -El mayordomo aún resollaba; había subido los escalones de dos en dos y no era un hombre joven-. Les pregunté si… si estabais arrestado. Dijeron que no lo sabían, que les habían ordenado que os llevaran ante el rey.
– ¡Rob! Santo Cielo, Rob, ¿qué…? -Amy se levantó de la cama, aferrando una sábana para ocultar su desnudez-. ¿Por qué el rey te convocaría a estas horas? Rob, ¿has hecho algo que no me has contado?
– ¡Nada! Nada, Amy, lo juro. -Rob sacudió la cabeza desesperadamente para despejarse, maldiciéndose por todas las jarras de vino que había empinado esa noche, por la negativa de su juicio obnubilado a asimilar todo esto-. No sé qué quiere el rey de mí. -Su corazón palpitaba dolorosamente contra las costillas-. En verdad no lo sé.
Los ojos de Rob se adaptaron a la oscuridad de la habitación hasta distinguir la silueta borrosa del hombre que estaba sentado ante una mesa redonda de tres patas. Rob no era timorato, pero los sucesos de esa noche no eran normales. Avanzó a tientas hacia Eduardo. Cuando se disponía a arrodillarse, Eduardo empujó una silla hacia él.
– ¿Crees que me importa el protocolo cortesano a estas horas? -rezongó con impaciencia-. Siéntate.
Rob obedeció. Eduardo estaba de espaldas al fuego, y su rostro estaba en sombras. Rob aguardó.
– Majestad -musitó al fin-, no entiendo. ¿Por qué estoy aquí? ¿Estoy… arrestado?
Había una jarra de vino junto al codo de Eduardo. La cogió.
– No, no estás arrestado. Toma, apura un trago.
La jarra se deslizó por la mesa. Rob la atajó a tiempo para que no le cayera sobre las piernas. Eso debió aplacar sus temores, pero no fue así. Había cierta tensión en esa cámara, una presencia oscura que no entendía, aunque intuía que era peligrosa.
– Quería hablar contigo -dijo Eduardo, y Rob reparó en la voz gangosa-. Venga, bebe.
– Estoy al servicio de Vuestra Gracia -empezó Rob, pero Eduardo lo interrumpió con una palabrota.
– Mierda -exclamó, estirándose para recobrar la jarra-. ¿No te dije que te olvidaras del ceremonial? Aflójate, hombre. No soy ningún tirano. No bebo la sangre de inocentes ni me divierto violando vírgenes. ¿Por qué tienes la cara del color del queso y los ojos de una oveja que va al matadero?
Rob podría haberle dicho que no era tranquilizador ser arrancado de la cama en medio de la noche por hombres que sólo decían que acudían en nombre del rey. Combatiendo una creciente sensación de irrealidad, se contentó con una moderada confesión.
– La verdad es que esta noche he bebido y mi cabeza parece a punto de estallar.
Vio de inmediato que esa respuesta sincera era la más aconsejable. Eduardo soltó una risa seca como una tos.
– Pues entonces necesitas esto más que yo -dijo, empujando la jarra por la mesa. Rob titubeó, pues no osaba compartir una jarra con el rey, pero Eduardo se inclinó hacia él y dijo inesperadamente-: Quiero que me hables de Edmundo.
– ¿Edmundo? -preguntó Rob, boquiabierto.
– ¿Te acuerdas de mi hermano Edmundo? -protestó Eduardo, con un cambio de tono que dejó atónito a Rob-. El que murió en el puente de Wakefield. -Y añadió con hiriente sarcasmo-: Sospecho que te acordarás si te esfuerzas.
Una vez, cuando era joven, Rob había estado a punto de ahogarse mientras patinaba en Moorfields; el hielo se había rajado súbitamente, y cedió bajo sus pies mientras él procuraba llegar a la costa. Ahora se sentía igual.
– Quiero que me cuentes cómo murió -dijo Eduardo.
Rob tragó saliva, preguntándose cuán ebrio estaría el otro hombre.
– Majestad… Os lo conté con sus dolorosos pormenores hace diecisiete años.
– No lo he olvidado -dijo Eduardo con voz átona y ominosa-. Pero quiero oírlo de nuevo.
Rob comprendió que aquí había algo más que un mero exceso de vino. Mucho más.
– Lo que me pedís es muy difícil -dijo lentamente, guiándose por el instinto-. A pesar de los años transcurridos, me cuesta hablar de lo que sucedió en el puente de Wakefield…
Eduardo se giró en la silla y las llamas del hogar le alumbraron el rostro. Lo que vio Rob bastó para secarle la boca. Comprendió que Eduardo bebía para aplacar el dolor y su temor y resentimiento se transformaron en compasión. Aun así, debía andarse con cuidado. Un hombre tan perturbado podía ser errático en su temperamento, atacar a la menor provocación. Y Eduardo… Eduardo era el rey; no podía olvidarlo, así como no podía escabullirse. Pero Eduardo tenía razón al afirmar que no era un tirano. Nunca se había complacido en el abuso de poder. Y había amado a Edmundo.
Rob miró la mesa con cierto embarazo, reacio a observar la desnudez de espíritu del otro. No conocía bien a Eduardo, pero sabía que no era dado a revelar a los demás lo que esa noche se le veía en la cara.
– Aceptaré ese trago -dijo, y cogió la jarra sin vacilación, y no la entregó hasta que le ardieron los ojos y sintió mareo. Entonces dejó la jarra, buscó las palabras, habló con vacilación de Edmundo.
Eduardo estaba echado en la silla, con una mano alzada para protegerse los ojos de la luz grisácea que procuraba entrar por las ventanas. Rob se había levantado para desperezarse, y vio con fatigado asombro que el cielo clareaba en el este.
Mirando a Eduardo, vio la jarra vacía tirada bajo la mesa.
– Terminamos la última jarra, Vuestra Gracia. ¿Llamo a un sirviente para pedirle otra?
Eduardo frunció la cara.
– ¡No, por Dios! -exclamó, con tal rechazo que Rob sonrió-, Pero hay algo que puedes hacer por mí, Rob. ¿Ves ese arcón? Quiero un estuche que está guardado en su interior.
Rob no tuvo dificultad para encontrar el estuche, pero al verlo se puso tieso. Era una caja de hierro destinada a guardar objetos valiosos, como monedas de oro y plata.
No era que Rob no se creyera con derecho a recibir una recompensa por la noche más exótica de su vida; todo lo contrario. Pero le desagradaba que le pagaran tan abiertamente. Él era un caballero, un hombre de rango, no un sirviente de baja ralea a quien se despedía con un puñado de monedas.
Pero Eduardo no hurgaba en el estuche buscando un zurrón de monedas. Alzó un colgante de rubí exquisitamente labrado. Bajo los ojos azorados de Rob, la piedra giró en un círculo lento y reluciente, y siempre parecía volverse hacia la luz.
– Quisiera que tu esposa aceptara esto, con mis disculpas por interrumpir su sueño y robarle a su marido.
– Ella lo atesorará para siempre, Vuestra Gracia. -Rob guardó el colgante en su ropa. Tendría que haberlo sabido, claro que sí. Eduardo tendría sus defectos, pero no era tonto, era demasiado astuto para menospreciar a sabiendas la dignidad de otro hombre.
Eduardo alzó un puño para sofocar un bostezo; estaba ojeroso, se le notaba la resaca y aparentaba mucho más que sus treinta y cinco años. Rob aún no sabía qué demonios lo habían impulsado a buscar la dudosa confortación de su compañía. Pero los recuerdos de un joven muerto tiempo atrás habían sido un puente efectivo entre el soberano y el súbdito. Tan fuerte era la sensación de extenuada cercanía que Rob se sintió en libertad de preguntar francamente:
– Vuestra Gracia… ¿ayudé en algo?
Eduardo alzó la vista y sonrió cansadamente, pero no respondió.
Había un papel plegado en el suelo, a los pies de Rob. Se agachó, descubrió que era una carta, muy ajada y descolorida por el tiempo.
– Parece que esto se cayó al suelo, majestad. Creo que es una carta personal. ¿La queréis?
Eduardo sacudió la cabeza.
– No -dijo-, arrójala al fuego.
Londres. Febrero de 1478
– ¿Ricardo? No quiero apresurarte, amor, pero se están formando telarañas sobre tu peón.
Ricardo dio un respingo, miró el tablero como si nunca lo hubiera visto, y Ana suspiró. No era cierto que todos los caminos condujeran a Roma. Últimamente, todos los caminos conducían a la Torre.
– No tendría gracia ganar por abandono -le reprochó, dividida entre la impaciencia y la comprensión-. ¿Por qué no nos sentamos en el banco? Puedo leerte algo, si gustas. De ese modo -sonrió para no ser ofensiva- puedes cavilar en paz y yo fingiré que me escuchas.
Ana fue a buscar un libro que Ricardo había adquirido recientemente, La gesta de Tristán de Leonnais, y siguió leyendo donde había interrumpido la última vez, mientras Ricardo le apoyaba la cabeza en el regazo. Sólo había leído media página cuando un sirviente llamó a la puerta del gabinete.
– Sé que es tarde para visitas, milord, pero hay un caballero que requiere una audiencia. Se niega a darme su nombre, pero me dio esto… -Extendió un papel sellado. Antes de que Ricardo pudiera responder, se embarcó en una incómoda explicación que nadie le había pedido-. Entiendo que esto es sumamente irregular, Vuestra Gracia, pero no me pareció correcto negarme. Es un hombre que posee el hábito del mando y no tengo la menor duda de que es un personaje de rango, un lord…
La curiosidad de Ricardo triunfó. Cogió el papel y su sirviente se retiró, muy complacido consigo mismo.
Ricardo lo siguió con los ojos.
– Sospecho que Alan quiere decir -dijo secamente mientras rompía el sello- que este desconocido anónimo lo recompensó bien por hacernos llegar el mensaje. -Pero mientras escrutaba las pocas líneas escritas en un francés casi ilegible, su expresión cambió. Mirando a Ana, dijo-: Tendré que recibirlo, ma belle.
– ¿De qué se trata Ricardo? -preguntó Ana, frunciendo el ceño; el instinto le decía que un visitante misterioso que llegaba de noche no traía buenas noticias.
Él sacudió la cabeza.
– Estoy tan a oscuras como tú, Ana. Pero Alan tenía razón al suponer que era un lord. Un duque, en verdad… Mi primo Buckingham.
Como la ropa le sentaba bien y tenía los medios para darse gusto, Enrique Stafford poseía un guardarropa que hasta Eduardo envidiaría. Ana y Ricardo se sorprendieron, pues, al ver su aspecto. Ni terciopelo recamado de gemas, ni satén radiante del color del sol; estaba arrebujado en una capa con capucha de un color borroso, a medio camino entre el negro y el marrón. También era sorprendente que estuviera solo, pues no era hombre que se desplazara por la ciudad sin gran pompa y sin un numeroso cortejo.
Una vez que se saludaron, no perdió tiempo en ir al grano.
– Agradezco que me recibas a estas horas, primo. Supongo que te preguntarás por qué vengo de incógnito, por así decirlo.
Se quitó los guantes, se calentó las manos ante el hogar antes de dedicar a Ana una sonrisa brillante.
– Pero que no se diga que aburrí a una dama tan encantadora con una charla tediosa. No temas, dulce prima Ana. No distraeré largo tiempo a tu señor, tienes mi palabra.
Ana se envaró. Sabía que había hombres que jamás incluían a sus mujeres en discusiones políticas, así como no incluían a sus perros. Pero era más afortunada que muchas esposas, pues Ricardo nunca la había tratado como si fuera incapaz de pensar. Sintió una pizca de piedad por la esposa Woodville de Buckingham, y pensó que tenía una deuda de gratitud con su notable suegra. Una deuda también contraída por la reina, e incluso su hermana Isabel, pues ningún hijo de Cecilia Neville pensaba en las mujeres como yeguas descerebradas.
Era demasiado educada para ofender a un invitado, pero no pensaba permitir que la expulsaran de su gabinete como una chiquilla. Miró a Ricardo, y notó que a él le divertían tanto la condescendencia de Buckingham como la indignación de Ana. Pero se redimió a ojos de ella un instante después.
– No tengo secretos con mi esposa, Enrique -dijo incisivamente.
Buckingham enarcó las cejas. Pero si sentía fastidio, lo supo ocultar y se rindió con aparente facilidad.
– Confieso, primo, que en eso te envidio. Haber encontrado una esposa tan fiel como bella… -Le hizo un gesto de reverencia a Ana con galantería y de inmediato la olvidó, inclinándose hacia Ricardo-. Dios sabe que no soy parco, todo lo contrario. Me han dicho que hablo hasta cuando duermo. Pero ahora me resulta asombrosamente difícil comenzar. Verás, rompo un juramento que me hice mucho tiempo atrás: no inmiscuirme nunca en asuntos que no son de mi incumbencia personal.
– Este asunto del que hablas… supongo que me incumbe a mí.
– Mucho. Tu hermano Clarence ha vivido a la sombra del hacha durante diez días, como bien sabes. Creo que también deberías saber que el hacha caerá mañana.
No tendría que haberle sorprendido, pero le sorprendió. Cuanto más se demoraba Eduardo, más crecían las esperanzas de Ricardo.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó con brusquedad.
Buckingham se encogió de hombros.
– Tengo amigos donde menos lo esperas. Pero eso no es importante. Esto es lo que debes saber. Mañana, Will Alyngton, presidente de los Comunes, piensa solicitar al rey que se ejecute la sentencia de muerte de Clarence. -Hizo una pausa-. Si te preguntas por qué de pronto lleva tanta prisa por enviar a Clarence a Dios, la respuesta es la que cabe esperar. El oro puede comprar muchas cosas. Y es un plan inteligente, con el debido reconocimiento a madame la reina. -Sonrió irónicamente-. Durante diez días Clarence ha vacilado al borde de la tumba. Sospecho que la petición de Alyngton le dará el empujón definitivo. Ella da al rey la excusa que él parece necesitar, pues así la ejecución de Clarence constituye una respuesta a una exigencia pública. Muy inteligente, en verdad.
Ricardo se puso de pie, miró unos instantes a Buckingham. Había tratado con Buckingham casi toda la vida, pero no le conocía en absoluto, sólo había tenido un contacto social superficial, hasta esta noche.
– Gracias por contarme esto, Enrique. Es un acto de amistad que no olvidaré.
Buckingham clavó en Ricardo unos ojos intensos, con motas doradas, inescrutables como los de un gato.
– Buena suerte -dijo-. Me temo que la necesitarás.
Habían sido diez días pésimos en la vida de Isabel. Mientras Eduardo postergaba su decisión y encontraba una excusa tras otra para demorar la ejecución de Jorge, empezó a cuestionar su determinación, a temer que él no pudiera llevarla a cabo. Siempre había detestado a la duquesa de York, y le disgustaba Ricardo. Ahora los odiaba a ambos, los odiaba por la presión implacable a que sometían a Eduardo, por la posibilidad de que pudieran tener éxito. Una y otra vez se dijo que sus temores eran infundados, que Ned no tenía opción; Jorge tenía que morir. Pero sabía que Ned se devanaba los sesos buscando otra manera de silenciar a Jorge, y esto la asustaba. Ned era el hombre más inteligente que había conocido; si existía esa manera, él la encontraría.
Pero ahora tenía la influencia que necesitaba. Cuando Alyngton pidiera públicamente la muerte de Jorge, Ned tendría que actuar, estaba segura de ello. Aún le preocupaban las horas que faltaban para el día siguiente, temía que una apelación de último momento modificara la decisión de Ned. Para evitarlo, había decidido permanecer a su lado, acudir a su cámara sin que él la llamara. Las relaciones entre ambos aún eran demasiado tirantes para depender sólo de la sexualidad; en cambio, ella había llevado a su hijo menor, un niño de temperamento apacible que aún no había cumplido un año. Ya había pasado la hora de acostarse, pero el crío apenas empezaba a caminar y servía como pretexto perfecto, pues le mostraría la destreza de su hijo al tiempo que le recordaba quién tenía más que perder.
Eduardo recibió a su hijo con su efusividad habitual, abrazándolo y arrojándolo por el aire hasta que el niño chilló de risa. Pero mientras se arrodillaba para observar los pasitos del chiquillo, alzó los ojos hacia Isabel.
– Eres tan sutil como una carreta descontrolada -le dijo.
Isabel ayudó al niño a conservar el equilibrio.
– No sé de qué hablas.
– Lo sabes muy bien -dijo él, pero sonreía, y al cabo de un instante Isabel también sonrió, aunque pícaramente.
– La sutileza -confesó- es un lujo que ya no puedo costearme.
Comenzaba a relajarse; el nudo del estómago ya no se revolvía en espasmos de malos presentimientos. Entonces alzó la vista y vio a Ricardo de pie en la puerta.
Al principio le enfureció que él osara entrar sin anunciarse, le encolerizó que nadie hubiera pensado en detenerlo, que se diera por entendido que él tenía ese derecho. Pero luego volvió el miedo, la súbita certidumbre de que esta vez Ned escucharía los ruegos, accedería a indultar a Clarence.
Eduardo soltó al bebé, se enderezó lentamente.
– Quiero hablar contigo, Ned. -Ricardo no había saludado a Isabel, una grosería que ella no esperaba de él; hasta ahora, su relación siempre había sido glacialmente correcta-. A solas -añadió, y sólo entonces dirigió a la reina una mirada larga y escrutadora, más insultante que cualquier cosa que hubiera dicho.
Isabel contuvo el aliento y tuvo que combatir la histérica necesidad de reírse. Conque así serían las cosas. Al liberarse de Clarence, sólo cambiaba la hostilidad de un hermano por la de otro. Su corazón comenzó a latir con incómoda celeridad. Clarence tenía una gran fortuna, pero Gloucester tenía algo más peligroso, su propia base de poder. Era señor del norte, al igual que Warwick. Warwick, que había estado a punto de provocar la ruina de todos.
Su hijo le tironeó de la falda. No, no pensaría en esto ahora, ni en Warwick, que estaba muerto, ni en Gloucester, que podía resultar un enemigo más peligroso que Clarence. Gloucester, que no era tonto como el otro hermano y contaba con la confianza de Ned. Pero no ahora. Clarence sabía y Gloucester no sabía, así que Clarence era la mayor amenaza. La que debía eliminar ahora. Nada más importaba. Que Ned se encargara de eso. Por Dios, que no lo escuchara.
Eduardo reparó en la fragancia de romero, supo sin mirar que Isabel se le había acercado.
– No, Dickon -murmuró-. No lo creo. Lo hemos dicho todo.
Tan grande era la gratitud de Isabel que se quedó atónita y sólo pudo mirar a Eduardo con una radiante sonrisa de alivio. En cuanto a Ricardo, esa sonrisa iluminó una vida de rencores acumulados. Le clavó los ojos, sin ver la belleza que había ganado el corazón de su hermano, sin ver en ella ninguna cualidad de reina. Si esa mujer no hubiera embrujado a Ned, pensó con amargura, Johnny Neville no habría muerto. Ni Warwick. Ana no habría sido entregada a Lancaster. Y Jorge no estaría en la Torre.
– Mi enhorabuena, madame. No cualquier marido sacrificaría a su propia sangre para satisfacer los caprichos de su esposa. Debéis estar muy complacida con vos misma.
Los ojos de Isabel titilaron, y sus mejillas se arrebolaron. Pero Eduardo se le adelantó.
– Cuidado, Dickon. No permito que ningún hombre hable mal de mi esposa, ni siquiera tú. Lisbet no participa de la culpa de Jorge. Fue él quien cometió traición.
– Hablemos de eso: de la traición de Jorge. Llegas siete años tarde, Ned. Esa deuda ya no tiene validez. Entonces tenías una causa, pero ahora no. Jorge es un necio, un picapleitos y posiblemente un borrachín, pero no es un traidor. En realidad, tendría que estar en Bedlam bajo cuidado, no en la Torre bajo guardia. Y tú lo sabes tanto como yo. Así que no me mientas, Ned. No hablemos más de traición. Si Jorge debe morir, tengo derecho a saber por qué. Me debes una explicación.
– No te debo nada. Jorge fue juzgado y hallado culpable de traición. La pena por la traición es la muerte. Y eso será todo lo que diré sobre el asunto, ahora y siempre.
Isabel no era tonta; sabía que debía mantener la boca cerrada. Pero la tentación de replicar era demasiado fuerte.
– Aun así, me gustaría decir algo, Ned. Quisiera que tu hermano explicara por qué la traición le parece una ofensa tan nimia. En mi opinión, su extraña tolerancia por las traiciones de Clarence pone en entredicho su propia lealtad.
– Me preguntaba cuándo llegaríais a eso -barbotó Ricardo. Se volvió hacia Eduardo-. Dime, Ned, ¿qué más busca ella? ¿Empalarás la cabeza de Jorge en Drawbridge Gate para complacerla? Entiendo que la visión de la cabeza de nuestro hermano Edmundo en Micklegate Bar agradaba mucho a Margarita de Anjou.
Eduardo se había puesto muy blanco.
– ¡Basta, Ricardo! -Por primera vez en su vida, no llamaba a su hermano por el sobrenombre-. Será mejor que contengas la lengua, por tu propio bien.
Pero Ricardo ya había superado toda inhibición.
– ¿Y en caso contrario?
– Lo lamentarás, te lo prometo. Más de lo que puedes imaginar.
– ¿Qué tienes en mente? ¿Unas vacaciones en la Torre?
– ¡Sí, si es menester!
Se hizo silencio, un silencio absoluto y antinatural que puso de punta los nervios de los tres adultos y al fin afectó al bebé, que empezó a gimotear y sepultó la cara en la falda de Isabel. Ella bajó los brazos para palmearle distraídamente la cabeza, sin dejar de mirar a Eduardo. Él estaba ceniciento, y se sentó abruptamente en una silla.
– Sangre de Cristo -exclamó con incredulidad-. ¿Qué nos estamos diciendo?
Ricardo sacudió la cabeza en silencio. También él estaba conmocionado, y se notaba.
– Dickon, escúchame. ¿No ves la futilidad de todo esto? ¿No ves cuán peligroso es? Nos estamos acicateando para decir cosas que no queremos decir, y quizá no podamos olvidar. Jorge no merece la pena, Dickon. No merece la pena.
Las emociones de Ricardo eran un torbellino. Tenía veinticinco años, y desde los ocho su hermano había representado la seguridad, y su identidad estaba inextricablemente entrelazada con los vínculos que lo ligaban a Eduardo, lazos que siempre había creído inquebrantables. De pronto el suelo temblaba bajo sus pies, dejando verdades a medias e inquietudes en vez de certidumbres. Necesitaba tiempo para reconciliarse con lo que había sucedido en esa habitación esa noche.
– Creo que será mejor que me marche -murmuró con voz tensa.
Eduardo alzó la vista. Al cabo de una pausa casi imperceptible, asintió. Pero cuando Ricardo llegó a la puerta, no pudo guardar silencio más tiempo.
– Eres un necio, Dickon -dijo con súbita pasión-. Dios te guarde, muchacho, pero eres un necio. Jorge no merece tu lealtad.
Ricardo se giró sobre los talones. Miró a Eduardo un largo instante, con ojos humosos y opacos.
– ¿Y tú la mereces? -preguntó.
Torre de Londres. Febrero de 1478
Encima de la cama había diez grandes cruces vacilantes, trazadas con carbón en la pared. Jorge las contó, una por cada día que había vivido bajo sentencia de muerte. Lo había convertido en un ritual, alineándolas en filas iguales, sin añadir nunca una cruz hasta después del ocaso. Lo que hacía ahora rompía con ese hábito. Durante más de una hora había permanecido inmóvil en la cama, observando la mugrienta pared. Se incorporó, se levantó de la cama. La varilla que usaba para dibujar estaba en el suelo, junto al brasero de carbones calientes. La levantó, la hundió en las cenizas, se arrodilló en la cama y dibujó una cruz torcida y desafiante, del doble del tamaño de las otras.
Por un instante su rostro reflejó satisfacción, pero pronto la superstición comenzó a refirmarse. Era sólo mediodía. ¿Debía tentar así a la providencia? Alzó el puño para borrar la cruz, se contuvo. ¿No era peor borrarla? ¿Qué mejor modo de atraer la mala suerte? Sus pensamientos pugnaban incómodamente y al final resolvió sus dudas tal como hacía todo últimamente, cogiendo la jarra de vino.
En ciertos sentidos, estos diez días habían sido más fáciles que los cuatro meses anteriores, pues tras la sentencia de muerte habían levantado ciertas restricciones. Volvía a tener acceso a la bodega del Herber. Le daban lo que él quería, cuando lo quería, y aunque no lograba embriagarse hasta anularse por completo, nunca estaba del todo sobrio.
Dejando la jarra en los juncos del suelo, cerró los ojos. La noche y el día significaban poco para él y dormitaba cuando podía. No le molestaba la luz de las antorchas que alumbraban la estancia; la oscuridad lo molestaba mucho más. Necesitaba las velas aún más que el vino, llenaba la habitación con candelas y faroles, con palmatorias y lámparas, pero los rincones aún daban refugio a las sombras, protegían los temores que ni siquiera el malvasía podía mantener siempre a raya.
Poco después lo despertó una mano que le sacudía el hombro con suavidad pero con insistencia. Al abrir los ojos, parpadeó asombrado ante la espléndida figura que se inclinaba sobe la cama, una aparición ataviada con sotana púrpura y ondeante capa de seda. Como el vino le enturbiaba el seso, al principio vaciló en aceptar la evidencia de sus sentidos; con frecuencia, al despertar, hallaba la estancia poblada por fantasmas. Pero al ver ese rostro tenso y fruncido bajo la mitra enjoyada, se despabiló. No estaba soñando. Era de veras un obispo. Más aún, un obispo que conocía.
– ¿Stillington? -Al principio sintió incertidumbre, y luego una creciente emoción-. Maldición, eres tú. Santo Dios, es bueno verte… Ver a alguien. -Se enderezó penosamente, pero su sonrisa era deslumbrante-. ¿Cómo eludiste a los lacayos de Ned? No te imaginas cuánto ansiaba hablar con alguien…
– Vuestra Gracia -interrumpió Stillington, que no soportaba que lo saludaran como un amigo-. No lo entendéis. -Tragó saliva, buscó un lugar donde sentarse y al fin se acomodó en el borde de la cama-. Estoy aquí a petición del rey. Él me envía a veros, milord… para que oigáis misa y os confeséis, para no que no vayáis al encuentro de Dios sin absolución.
Hablaba estudiándose el regazo, para no ver a Jorge cuando asimilara el sentido de esas palabras. Una vez, como joven sacerdote, había dado la absolución a un condenado y el recuerdo lo había rondado durante años. Pero esto era infinitamente peor.
Cuando ya no pudo evitarlo, miró de reojo al otro hombre. Meses de sobriedad forzada habían eliminado la carne excesiva de un verano de borracheras. El pelo que le cruzaba la frente parecía oro tejido; los ojos eran de un verde azulado brillante, con la mirada aturdida de un niño que no comprende. Stillington, que no se hacía ilusiones sobre Jorge, se sintió conmovido casi hasta las lágrimas, y él, que no era guapo ni joven, se preguntó por qué la tragedia parecía peor cuando afectaba a los que gozaban de juventud y belleza. Tan aguda era su piedad que lo perturbó, le provocó una inquietud supersticiosa. Recordó que Lucifer debía tener ese aspecto antes de la caída.
Jorge aún no se había movido, aún estaba despatarrado en la cama, mirándolo. Stillington desanudó de su cinturón un rosario de ébano y coral, lo acercó al hombre más joven.
– Con la venia del rey, esta mañana fui a ver a vuestra madre. Era su ferviente deseo que tuvierais esto. Perteneció a vuestro padre, viene del Santo Altar de Santiago de Compostela.
Jorge no intentó tomarlo. Stillington titubeó y comprendió que tenía el poder de enmendar un mal.
– Ella suplico por vos, milord. También vuestro hermano Gloucester y vuestras hermanas de Suffolk y Borgoña. No debéis creer que son indiferentes a vuestro trance. La orden del rey les impidió visitaros… -Calló; no estaba seguro de que Jorge escuchara.
Stillington procuró recordar las palabras tradicionales de consuelo, palabras que un sacerdote podía pronunciar para tranquilizar a las almas perturbadas, para aliviar la angustia terrenal y encauzar los pensamientos hacia el más allá. Pero el adiestramiento de toda una vida no le servía de nada; estaba irremediablemente paralizado por su propia culpa.
Jorge se movió tan súbitamente que Stillington se amedrentó. Se levantó penosamente y cayó de rodillas junto a la cama, y Stillington sintió un nudo en la garganta, pues decepcionaba vergonzosamente a alguien que necesitaba toda la confortación espiritual que un mortal pudiera brindarle. Pero entonces vio que Jorge no se proponía rezar; se arrodillaba para recoger una jarra de vino.
Mientras Stillington observaba con alarmada reprobación, Jorge empinó la jarra, bebió hasta atragantarse. Tosió, derramó vino en la cama y sobre sí mismo, apuró otro profundo trago. Al principio Stillington se escandalizó de que un hombre acudiera tan atontado al encuentro de su Creador, pero luego adoptó una visión más caritativa. ¿Acaso podía negar a Jorge la letárgica misericordia del malvasía? No, claro que no.
Entonces recordó que tenía los medios para ofrecer consolación.
– Puedo tranquilizaros en lo concerniente a vuestros hijos, milord -dijo, reanimándose-. A pesar de vuestras faltas, el rey no desea privar a vuestros herederos de su patrimonio. Me prometió que serán bien cuidados, que él otorgará el condado de Warwick a vuestro hijo.
Jorge bajó la jarra para mirarlo, y asombró a Stillington cuando soltó una carcajada frenética y convulsiva.
– Pobre tonto santurrón -jadeó-. ¿Y eso debe consolarme? ¿Crees que eso lo remedia todo?
La piedad de Stillington se agrió súbitamente.
– Os he asegurado que vuestros hijos no sufrirán por vuestros pecados -dijo envaradamente-. Para la mayoría de los hombres, eso tendría gran importancia.
Jorge vació la jarra, la arrojó con furibunda violencia. Se estrelló contra la pared con tal fuerza que se hizo añicos, y el vidrio astillado llovió en todos los rincones. Stillington jadeó cuando un afilado fragmento le rozó la mejilla, apretó el rosario de Cecilia Neville hasta que se le agarrotaron los dedos.
– ¿Por qué debo creerte? ¿Cómo sé que Ned no busca sólo intimidarme? Él tiene mis títulos, mis tierras… ¿Por qué debe tomar mi vida también?
– Milord, milord, no os engañéis con falsas esperanzas. No hay ninguna, no la hubo desde aquel momento aciago en que cometisteis la osadía de pronunciar el nombre de Nell Butler… -Stillington calló abruptamente. Se quedó boquiabierto-. ¡Madre de Dios, no lo sabíais!
Jorge estaba azorado. Se desplomó en la cama, sacudió la cabeza.
– Lo que escribió ese cura… ¿era verdad, entonces? ¿Y por eso Ned se propone…? ¡Jesús! -Saboreó sal con los labios, notó que había empezado a sudar. Entornó los ojos, amilanando a Stillington con su furia-. Se lo contaste a Ned, le hablaste de mis preguntas. Fuiste tú quien me traicionó.
– No, milord, no fue así. Tendría que haber acudido al rey en cuanto vos me preguntasteis, pero no lo hice. Mi temor me obligó a callar. Ojalá hubiera ocurrido lo mismo con vos.
– ¿Cómo… entonces?
– Os traicionasteis vos mismo, milord -dijo Stillington, con más suavidad-. Cuando el rey os encarceló en verano, bebisteis en exceso y al beber hablabais… con gran imprudencia. Con el tiempo vuestros devaneos llegaron a oídos de la reina.
Jorge se quedó tumbado.
– Todos estos meses -susurró-, no me di cuenta… Y como no me di cuenta, nunca creí que Ned lo haría.
Stillington eludió sus ojos. Tenía otra tarea ingrata que cumplir antes de oír la confesión de Jorge, el deber que más había temido.
– Milord, el rey me ha autorizado a… a ofreceros una opción.
Jorge no dijo nada, lo miró con ojos ciegos y vidriosos.
– ¿Entendéis? -tartamudeó Stillington, odiando a Eduardo por haberle impuesto esta tarea, odiando a Nell Butler por estar muerta. Ante todo, odiándose por su debilidad, por un secreto que nunca había querido conocer.
– Siempre he oído decir que el ahogamiento es una muerte fácil -murmuró.
El silencio llenó la estancia. Al cabo de unos segundos interminables, Stillington estiró la mano, cogió la mano de Jorge. Estaba caliente y pegajosa, manchada de vino. Jorge no se resistió cuando Stillington le puso el rosario en la palma y suavemente cerró los dedos flojos alrededor.
Inmóvil en la puerta, Isabel escuchaba mientras Eduardo impartía instrucciones para las exequias de su hermano.
– Su cuerpo será trasladado a Tewkesbury, donde será sepultado con los debidos honores. Informad al abad John, y enviad un mensaje a mi madre, a mi hermano Gloucester y a mi hermana, la duquesa de Suffolk, para que puedan asistir al funeral si lo desean.
Isabel esperó a que los demás se marcharan, se quedó donde estaba hasta que Eduardo la vio.
– ¿En qué puedo servirte, querida? Déjame adivinar: has venido a bailar sobre la tumba de Jorge.
Isabel estaba demasiado pasmada para enfurecerse, pues oía en esas palabras el tañido fúnebre de su matrimonio. Se acercó tambaleándose, cayó de rodillas junto a la silla de su esposo.
– No me digas eso, Ned. No puedes culparme por la muerte de Clarence. Es injusto, y lo sabes.
Él estaba más cansado que nunca, con los párpados hinchados y los ojos inflamados, los músculos de la boca rígidos, severos. Pero ella notó que se suavizaban levemente.
– Sé que es injusto. Tienes razón y lo lamento, Lisbet. No te culpo, de veras que no. -Arqueó la boca en una sonrisa falsa-. ¡Ojalá pudiera! Pero sé cómo son las cosas. Es una de las pequeñas ironías de la vida que sepa mentirles a todos menos a mí mismo.
Isabel se levantó, se apoyó en el brazo de la silla y procuró aliviarle la tensión del cuello y los hombros con los dedos. Él se reclinó, cerrando los ojos.
– Jorge le dio a Stillington un mensaje para mí. Le pidió que me dijera que me vería en el infierno. -Rió, y el sonido no era agradable-. Sospecho que tiene razón.
– No es cosa de broma -le reprochó Isabel.
Eduardo se movió en la silla.
– Es muy extraño -comentó intrigado-. Mi renuencia, mis lamentaciones, fueron por ma mère, Meg, Dickon. No por Jorge. Pero anoche soñé con él. ¿Puedes creerlo, Lisbet? Que me cuelguen, pero en el sueño él no tenía más de diez años, si los tenía…
Isabel no podía perder tiempo en rodeos. Había más cosas en juego que la tranquilidad de conciencia de Eduardo.
– ¿Qué pasará con Stillington, Ned?
– ¡No! -exclamó él, levantándose tan abruptamente que estuvo a punto de tumbarla.
– ¡Ned, él lo sabe!
– ¡Dije que no! ¡No asesinaré a ese anciano!
Se miraron de hito en hito, enzarzándose en un duelo de voluntades que era más cruento debido a la intimidad de su antagonismo. Isabel bajó la vista, cambió de táctica.
– Ned, no creerás que es lo que deseo, ¿verdad? -dijo con vehemencia-. Pero no tenemos opción. Cuando mueras, ¿qué ocurrirá si él decide revelar lo que sabe? No podemos correr ese riesgo.
– Santo Dios, mujer, tiene casi sesenta años y su salud es endeble. -Eduardo sacudió la cabeza con repulsión. Cuando yo abandone este mundo, hará años que él estará muerto y olvidado. Tus temores te están carcomiendo el sentido común.
– No me fío de él -insistió ella, y vio que él endurecía la boca.
– Pues yo sí -rezongó Eduardo-. Contuvo la lengua durante quince años, ¿verdad? ¿Por qué me traicionaría ahora? No, Lisbet, no ordenaré la muerte de un hombre que sólo me ha brindado lealtad. Y no he olvidado que es un sacerdote, aunque tú sí.
– ¿Al menos te cerciorarás de que comprenda lo que tiene que perder? Hazlo por mí, Ned; por mí y por tus hijos. ¡En nombre de Dios, por favor!
Él fruncía el ceño, pero asintió con renuencia.
– De acuerdo. Haré lo que pueda… Lo amedrentaré. Pero sólo eso, Lisbet. Hice ejecutar a Jorge porque no tenía más remedio, pero no me mancharé las manos con la sangre de Stillington cuando no es necesario. Y no aceptaré que sufra ningún daño. -Le clavó unos ojos de hielo, añadió con voz amenazadora-: Espero que lo tengas en cuenta… querida esposa.
El 25 de febrero, Jorge fue sepultado junto a su esposa en una bóveda, detrás del altar mayor de la abadía de Santa María Virgen, en Tewkesbury. Sus propiedades fueron confiscadas, su riqueza entregada a la corona. Eduardo hizo caso omiso de la ley de proscripción y nombró conde de Warwick al pequeño hijo de Jorge; entregó el condado de Salisbury al hijo de Ricardo. Algunas tierras de Jorge fueron cedidas a Anthony Woodville, otros ingresos fueron para Thomas Grey, pero Eduardo conservó el grueso de las fincas de su hermano. Encomendó a Thomas Grey la tutela de su sobrino huérfano.
Pocas semanas después de la ejecución de Jorge, Robert Stillington, obispo de Bath y Wells, fue acusado de pronunciar palabras «perjudiciales para el estado» y encerrado en la Torre. Permaneció allí tres meses y fue liberado en junio, tras prestar nuevo juramento de lealtad a la Casa de York, al rey yorkista que había jurado servir tanto tiempo atrás.
Middleham. Agosto de 1478
Ana encontró a su esposo y su hijo en los jardines del patio exterior, mirando una tumba recién cavada. Era, pensó, un regreso desdichado para Ricardo. Se había ido por dos semanas; el consejo le había pedido que arbitrara en una disputa entre dos aldeas de West Riding y él había regresado anoche. Ana no quería darle la noticia enseguida, pero él había echado de menos a Gareth al instante, y quiso saber dónde estaba el enorme perro. No se sorprendió demasiado, pues Gareth tenía catorce años. Pero nunca es fácil perder a una mascota querida.
Al acercarse, Ana vio que Ned señalaba la pequeña lápida con orgullo y perplejidad.
– Maese Nicholas la preparó para mí, papá. Yo quería una cruz de madera, pero Kathryn dice que no es apropiado, pues Gareth sólo era un perro… -Los ojos castaños aguardaron ansiosamente el veredicto de Ricardo.
– Creo que tu hermana tiene razón, Ned. Pero te diré una cosa… ¿Por qué no le preguntas a tu madre si puedes plantar algo junto a la tumba? -Ricardo sonrió-. Cornejo, por ejemplo. Un perro lo encontraría de su gusto.
Al ver a su madre, Ned corrió hacia ella.
– Mamá -gritó-, ¿podemos plantar cornejo en la tumba de Gareth? Por favor, mamá.
– No veo por qué no. -Ana llamó a un sirviente, que se acercó y puso un cesto en el suelo frente a Ned-. Sé que extrañas a Gareth, querido. Él era tan tuyo como de tu padre. Pero tengo algo para ambos que puede aliviar esta pérdida. -Agachándose, alzó la tapa del cesto, reveló dos movedizos cachorros de perro lobero.
Ned soltó un chillido de deleite, se dispuso a coger el cachorro negro y luego recordó los sermones de la señora Burgh sobre sus modales.
– ¿Papá? ¿Puedo quedarme con éste?
Ricardo se arrodilló a su lado, extendió los dedos para que el otro cachorro lo lamiera.
– El que prefieras, Ned.
Viendo que su hermano salía de los establos, Ned lo llamó a gritos.
– ¡Mira, Johnny! ¡Mira mi cachorro!
Johnny no necesitó que le insistieran.
– Cachorros -jadeó, con tanta ansiedad que Ana sintió remordimiento. Que Dios la perdonara, ¿por qué no había pensado en Johnny?
Ricardo también había reparado en la expresión ansiosa de su hijo. Recogió el cachorro pardo y se lo entregó.
– ¿No quieres el tuyo, Johnny?
– ¿Mío? -Johnny cogió al cachorro en brazos de inmediato, por si las dudas-. ¿De veras?
– Por supuesto. ¿Por qué crees que hay dos?
Esa respuesta era tan lógica que Johnny ni pensó en cuestionarla. Pero Ana vio una inequívoca expresión de sorpresa en la cara de Ned. Él abrió la boca y ella se dispuso a intervenir. Por un momento, él miró los cachorros con ojos intrigados y luego dejó el suyo en el suelo.
– Mostrémosles los gatos del establo -propuso, y al instante los niños y los cachorros echaron a correr por el patio.
Ana sabía que Ricardo no se sentía cómodo con las exhibiciones públicas de afecto, pero le echó los brazos al cuello, le estampó un beso.
– Estuviste muy hábil, amor. ¿Cómo pude ser tan desconsiderada? ¿Pero viste que Ned se calló a tiempo? Me sentí tan orgullosa de él. Él no lo entendía, pero intuyó algo… -Se interrumpió al ver que Ned volvía corriendo hacia ellos.
– ¡Mira, papá! ¡Jinetes!
El visitante, Thomas Wrangwysh, tenía garantizada una cálida bienvenida en Middleham. Tras intercambiar saludos y ordenar que Wrangwysh fuera alimentado en el salón, Ricardo concentró su atención en los mensajes.
– ¿Qué quieren de ti, Ricardo?
– Es del consejo de York. El priorato de Santísima Trinidad está en apuros económicos y quieren que los ayude a aliviar su pobreza. -Había un segundo mensaje, con el sello del alcalde.
Ana observaba a los niños y los cachorros, que correteaban por el patio. Echó una mirada a Ricardo y se apresuró a acercarse.
– ¿Qué sucede? Tienes un semblante extraño, Ricardo.
Él apartó los ojos de la carta.
– Parece -dijo lentamente- que mi hermano viene a York.
Rodeado por los clérigos y los funcionarios de la ciudad en la escalinata de la puerta oeste de San Pedro, Eduardo aguardaba el ingreso de su hermano en el Minster. Pudo medir el avance de Ricardo por Stonegate por el volumen de los vítores; se tornaron más estruendosos y supo que Ricardo había entrado en Petergate y se aproximaba a High-Minster Gate.
– No sabía que mi hermano de Gloucester gozaba de tanta popularidad en York -dijo pensativamente. El alcalde estiró la oreja para oír, asintió con entusiasmo.
– Así es, Vuestra Gracia. En York consideramos que Su Gracia de Gloucester es nuestro buen señor y amigo fiel, siempre dispuesto a interceder por nuestra ciudad.
Eduardo se volvió, echó una ojeada a Isabel. Ella entornaba los ojos, como protegiéndose del resplandor del sol de septiembre. Pero él sabía que la causa estaba en esos gritos que vitoreaban a Gloucester. Un rugido rítmico de aprobación, tal como él había oído con frecuencia en Londres para sí mismo. Pero nunca en York. Nunca al norte del río Trent.
Eduardo soltó una risotada, atrajo algunas miradas curiosas. Santo Dios, tenía su gracia. Claro que sí. Seis años atrás había enviado a Dickon a Yorkshire para ganar el corazón de esa gente. Y Dickon lo había ganado. ¡Vaya que sí! Entonces, ¿por qué no le complacía?
Isabel tensaba las comisuras de la boca en elocuente silencio. Eduardo recordó la acusación que ella le había lanzado durante una violenta riña de ese verano, una riña sobre Dickon y lo que ella consideraba el peligroso poder que había acumulado al norte del Trent.
– Sé una cosa, Ned -le había dicho ella-. En Yorkshire no aman la Rosa Blanca de York, sino el Jabalí Blanco de Gloucester. Y si me dices que eso no te alarma, sólo puedo responderte que padeces una ceguera terca y peligrosa. ¿Te has olvidado de tu primo Warwick, que también era amado en el norte?
Eduardo contuvo el aliento. ¿Qué mosca le había picado? ¿Tanto le había consumido los nervios la muerte de Jorge? ¡Lisbet siempre andaba sembrando cizaña! Él había aspirado ese veneno como aire, lo había absorbido sin siquiera darse cuenta.
Ricardo entró en el Minster y desmontó para arrodillarse ante Eduardo en la escalinata de San Pedro, y él avanzó para poner a Ricardo de pie.
Ned, el hijo de Ricardo, estaba encantado de conocer a sus primos de la realeza que vivían al sur, y cuando descubrió que uno de esos primos tenía la misma edad que él su alboroto no conoció límites.
Johnny se quedó en silencio, mirando mientras Ned parloteaba con su nuevo amigo y sintiéndose muy excluido. Ansiaba unirse a Ned y al primo que se llamaba Dickon, como su padre, pero de pronto sintió timidez, sin saber dónde encajaba en ese grupo familiar.
– ¿Tú también eres mi primo? -Una niña había aparecido de pronto al lado de Johnny, sobresaltándolo. Ella aparentaba un par de años más que él, alrededor de nueve, y lo miraba ladeando la cabeza, con una curiosidad que no era hostil.
– No estoy seguro -confesó él, y se sorprendió a sí mismo al expresar lo que nunca había dicho en voz alta-. Soy el hermano de Ned, pero soy un bastardo.
Aunque él estaba sorprendido, ella permaneció impasible.
– Soy Cecilia -dijo-, y eso es una tontería. Aunque seas bastardo, no dejas de ser mi primo. Tengo dos hermanas que son bastardas, y también un hermano, y aun así son mis parientes. ¿Ves esa niña de pelo rojizo? Ella es Grace; ha vivido con nosotros desde que murió su madre y… -Alzó la vista al notar que Johnny no era el único público; su padre estaba a sus espaldas-. Le hablaba a mi primo de Grace, papá -explicó, y Eduardo le sonrió con divertido afecto. Su Cecilia siempre encontraba avecillas con las alas rotas. Que Dios la ayudara si su corazón no se endurecía con el tiempo. Gracias a Dios, no obstante, por los niños. Habían hecho tolerable una reunión sumamente incómoda. Al menos Lisbet tuvo la sensatez de usar su embarazo como pretexto para regresar discretamente al convento dominico. Pero esto no sería fácil. Para nada.
Miró al otro lado de la cámara, donde Ricardo halagaba a Mary y Bess otorgándoles una atención generalmente reservada para los adultos y rara vez concedida a niñas de once y doce años. Eduardo sonrió irónicamente. Ponía en duda que Dickon estuviera tan fascinado por la conversación de sus jóvenes sobrinas. No, Dickon también estaba inquieto por lo que vendría. Pero no podían valerse de sus hijos indefinidamente, y al cruzar su mirada con una de las niñeras, le dio la señal que ella aguardaba. Tardó unos instantes en llevarse a todos los niños. Luego se dirigió a su cuñada.
– No lo tomes a mal, Ana, pero me gustaría hablar a solas con Dickon.
– Desde luego.
Ana se había levantado, previendo este requerimiento, pero Ricardo los sorprendió a todos, incluido él mismo, al decir:
– Quiero que ella se quede, Ned.
Eduardo frunció el ceño.
– ¿Te parece prudente, Dickon? -preguntó sin rodeos.
Ricardo se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? -replicó en tono desafiante.
Se hizo un tenso silencio. Ana se quedó petrificada donde estaba, mirando a uno y otro. Eduardo tamborileó la mesa con dedos impacientes. Conque sería así… Sintió una súbita furia. Le fastidiaba que Dickon dificultara las cosas, y alzó la mano para despedir a Ana con un gesto perentorio.
Ana se ruborizó; se inclinó de inmediato en una profunda reverencia. Ricardo también estaba de pie. Pero antes de que él pudiera hablar, Eduardo cruzó la habitación en tres zancadas, detuvo a Ana en la puerta y la hizo regresar.
– Disculpa mi rudeza, Ana, no era mi intención. Claro que puedes quedarte. -Condujo a su rígida cuñada hasta una silla, sonrió amargamente. -Hemos empezado mal, ¿verdad? Supongo que estoy más nervioso de lo que creía -confesó, y vio sorpresa en el rostro de Ricardo-. ¿Qué te sorprende, Dickon? ¿Que esta reunión me crispe los nervios o que me haya avenido a celebrarla?
– Ambas cosas -dijo Ricardo lacónicamente, alzando los ojos.
– No andemos con vueltas. Sin duda sabes por qué estoy aquí.
– Entiendo que hay peste en Londres.
– Ésa es una buena razón para irse de Londres, pero no para escoger York en vez de cualquier otra ciudad del reino. Hace nueve años que no vengo al norte, y lo sabes. Estoy aquí por ti… y sólo por ti.
Ricardo desvió los ojos. Había empezado a retorcer un anillo, aplicándole tanta presión que se raspó dolorosamente la piel.
Eduardo se sentía demasiado encerrado para quedarse quieto. Se levantó, caminó hacia la ventana. Estaban en una cámara alta del palacio del arzobispo de York; el patio aún estaba abarrotado de gente, habitantes de esta ciudad que le gustaba tan poco. Se volvió abruptamente, encaró a Ricardo.
– Puedes enorgullecerte de lo que has logrado aquí, Dickon. Toda una hazaña, en verdad. En estos parajes del norte nunca han sido muy afectos a la Casa de York. Pero tú has ganado mucho más que su confianza. A juzgar por lo que he visto hoy, también has ganado sus corazones. -Titubeó y añadió en voz baja-: Al ver que te ovacionaban con tal entusiasmo, me pregunté si no hubiera preferido que tu éxito no fuera tan espectacular.
El resuello de Ana fue audible para ambos, un sofocado sonido de consternación. Ricardo se sobresaltó, pero un intenso escrutinio del semblante de Eduardo le dio la respuesta.
– Entiendo -dijo con cierta satisfacción-. ¿Tan profundas son las cicatrices?
Con sus siguientes palabras, Eduardo reconocía indirectamente que Ricardo tenía razón y que la tumba de Jorge no era un sepulcro apacible.
– Muchacho listo -murmuró-. Como de costumbre, nos entendemos bien, ¿verdad?
Había una silla frente a Ricardo. Eduardo la ocupó.
– ¿Qué quieres que te diga, Dickon? ¿Que lamento la muerte de Jorge? Sí, la lamento. ¿Que lamento la pena que he dado a mis seres queridos? No te imaginas cuánto. ¿Que actuaría de otro modo si tuviera la oportunidad? No, no lo haría. Espera, Dickon. Déjame hablar. La última vez que conversamos, ambos dijimos cosas que más vale olvidar. Pero ahora quiero decirte algo que debí haberte dicho siete meses atrás. Sé que para ti la amenaza que planteaba Jorge no merecía la muerte. Pero para mí, era tan peligrosa que no merecía otra cosa. En su afán de ser rey, no escatimaba ninguna traición, ningún pecado era demasiado grande. Por la paz del reino, tenía que ponerle fin.
Ricardo sacudió la cabeza fatigosamente.
– Hay mucha verdad en lo que dices, Ned. Nunca lo negué. Pero no veía la necesidad de una sentencia de muerte. Y aún no la veo.
– No te pido que compartas mi razonamiento, Dickon, sólo que me creas… Créeme cuando te juro que vi que no tenía más opción que hacer lo que hice.
Dijo esto con tan cruda sinceridad que hasta Ana quedó impresionada.
– Por Dios, Dickon, me has conocido toda la vida, has sido mi brazo derecho desde que tenías dieciséis años. ¿Puedes decirme con franqueza que alguna vez me viste matar sin causa?
– No -concedió Ricardo-. No puedo.
– ¿De veras crees, entonces, que hubiera ordenado la muerte de mi hermano a menos que estuviera convencido de que no existía otro camino?
Ricardo no podía dar respuesta a esa pregunta. Eduardo lo retenía con la mirada, y él no pudo apartar los ojos.
– ¿Recuerdas esa noche en Brujas, Dickon… esa noche en el Gulden Vlies? Nos dijimos muchas cosas aquella noche, algunas profundas, otras superficiales. Pero una cosa se me grabó en la mente: te dije que llegaría a confiar en ti más que en nadie. ¿Lo recuerdas?
La boca de Ricardo se ablandó.
– Lo recuerdo.
– Sigo pensando lo mismo. Pero necesito saber si tú también piensas lo mismo.
– ¿De qué hablas, Ned?
– ¿Cuánto confías en mí?
Ricardo quedó sorprendido.
– ¿Es preciso preguntarlo? Te confiaría mi vida. -Abochornado por su propio fervor, añadió-: Pero sin duda lo sabes. ¿Entonces por qué…?
– Ah, Dickon, todavía no entiendes. Coincidimos en lo concerniente a los crímenes de Jorge. Sólo disentimos en las conclusiones a que nos han llevado. Lo que está en juego, pues, es mi criterio. Puedo seguir repitiendo hasta el Segundo Advenimiento que la muerte de Jorge era inevitable, ¿pero qué gano con eso? Pues todo se reduce a loque tú creas sobre mis motivos, mis razones… todo se reduce a confianza.
Ana recogió las faldas, se puso de pie. Se demoró un instante, posó los ojos en su cuñado. Había sido la más astuta defensa de lo indefendible que había oído. Qué bien conoce a Ricardo, pensó, sabe exactamente de qué cuerdas tirar. Pero en esta comprensión no había tanto resentimiento como habría creído. En los últimos siete meses había llegado a entender cuán importante era cerrar esta brecha que los separaba. Por el bien de Ricardo. Al menos ahora sabía que la necesidad era mutua, no sólo de Ricardo, sino también de Ned. Inclinándose, besó a Ricardo en la mejilla, y se sorprendió a sí misma y al rey cuando también besó la mejilla de Ned.
– Ordenaré que no os molesten -dijo-. Sin duda tenéis mucho de qué hablar.
Cerrando la puerta en silencio, los dejó a solas.
Greenwich. Julio de 1480
Margarita, duquesa viuda de Borgoña, regresaba a Inglaterra por primera vez en doce años. Eduardo envió uno de los mejores bajeles de su flota a Calais para su hermana, y cuando ella arribó a Gravesend, una barca real la aguardaba para llevarla río arriba hasta el palacio de Greenwich.
Dos años después de la muerte de Jorge en la Torre de Londres, Margarita aún lo lloraba. Pero nunca habría pensado en cortar los lazos que la unían a Eduardo. Para Margarita, el vínculo de sangre era el lazo más fuerte. Había amado a Jorge, un frustrado amor maternal por el niño crispado que había sido y el hombre perturbado que había llegado a ser. Pero también Eduardo era su hermano, y su amor por él no era menos duradero. Más aún, esa tenaz lealtad familiar estaba matizada con un innato sentido del pragmatismo. El hermano que amaba también era rey de Inglaterra, el único hombre capaz de impedir que Borgoña fuera presa de las ambiciones del rey francés.
Pero no se hacía ilusiones de que su relación con Eduardo volviera a ser lo que había sido. Ningún afecto podía salir indemne de semejante prueba de fuego; siempre existiría entre ellos el tejido cicatricial de una herida mal curada. Estaba preparada, pues, para cierta tensión inicial, para exorcizar un fantasma de ojos turquesa y sonrisa radiante y frágil.
Aun así, no estaba preparada para el cambio notable que había sufrido la apariencia de Eduardo. Su cuerpo fornido estaba más grueso y tosco, la belleza del rostro se había desdibujado. Los ojos tenían el mismo azul brillante que recordaba, y mostraban una inteligencia astuta y penetrante no menoscabada por los excesos de la carne, pero estaban inflamados, aureolados de arrugas, hablaban de muchas noches en vela y muchos amaneceres de ebriedad. Margarita quedó conmocionada, pues le costaba creer que sólo cinco años hubieran empañado un lustre que había considerado inmune a la edad. La recepción pública que le brindaron en Greenwich fue tan suntuosa como las que se veían en la corte de Borgoña, pero al fin se halló a solas con su familia. En cuanto los demás se marcharon, fue abrazada cálidamente por su hermana, una Elisa que se había puesto rolliza como una matrona con el paso de doce años y el nacimiento de doce hijos. Margarita la abrazó a su vez, y luego a Ricardo. Él, al menos, no había cambiado tanto desde que lo había visto por última vez, cinco años atrás en Borgoña. Lo besó con gratitud por eso, por ser el único vínculo constante con el pasado.
– ¿Y a mí no me saludas, Meg? -dijo Eduardo a sus espaldas.
Se volvió lentamente para encararlo. Virgen Santa, sólo tiene treinta y ocho años. Sí, y aparenta cuarenta y cinco. Ah, Ned, ¿por qué, en nombre de Dios? No sólo estás derrochando tu juventud, sino tu salud. ¿Acaso no lo ves?
– Me guardaba lo mejor para el final -bromeó sin mayor convicción. Y luego estuvo en sus brazos, y él la estrujó hasta quitarle el aliento mientras ella se reía convulsivamente para contener las lágrimas.
– Tantos cambios en estos doce años… ¿El cambio no te resulta perturbador, Ana? Por Dios que a mí sí. Me gustaría congelar en el tiempo a todos los que amo, preservarlos de los estragos de los años… -Al oírse, Margarita soltó una risa irónica, añadió-: Como flores apretadas entre las páginas de un libro.
Ana sonrió, se inclinó hacia delante.
– Presiento que tienes algo en mente, Meg, algo que deseas hablar conmigo pero sigues rehuyendo. ¿Estoy en lo cierto?
– Estás en lo cierto, Ana -dijo Margarita con alivio-. Lamento que Ned arrebatara el ducado de Bedford al hijo de Johnny Neville, de veras. Oí decir que Dickon y tú luego recibisteis al niño y sus hermanas en vuestra casa. ¿Es verdad?
Ana asintió.
– Sí. Ricardo le pagó a Ned mil libras por su tutela.
– Bien, lo que quisiera saber es lo siguiente… Ana, ¿por qué no hicisteis lo mismo con el hijo de Jorge? Sé, desde luego, que le guardabais mucho rencor a Jorge, y me preguntaba si ésa era la razón. Quizá no podíais aceptar a su hijo…
– No -dijo Ana, meneando la cabeza con vehemencia-, no es así en absoluto. Estás hablando de un niño, más aún, del hijo de mi hermana. Los habría acogido a él y su hermana así… -chasqueó los dedos-, si Ned lo hubiera permitido. En cambio, él otorgó la tutela del niño a Thomas Grey.
– ¡Thomas Grey! Virgen santa, ¿en qué pensaba Ned? No quiero insinuar que Grey maltrataría a un niño pero… pero sin duda es el candidato menos adecuado. Si odiaba tanto a Jorge, ¿qué afecto podría sentir por su hijo?
– Muy poco -dijo Ricardo, que acababa de entrar-. En cuanto a lo que pensaba Ned, Meg, puedes tener la certeza de que la idea no fue de él. Las tierras que el niño heredará de Bella son considerables, y mi dulce cuñada tiene una codicia insaciable.
Dijo esto con tanto rencor que Margarita enarcó las cejas. Aunque detestaba a la reina Isabel desde que la conocía, y había sentido un malicioso placer al notar que la espectacular belleza de la reina también acusaba indicios de envejecimiento, su animadversión palidecía en comparación con la amargura de la voz de Ricardo.
– Ned ha cambiado, ¿verdad? -suspiró-. Confieso que quedé conmocionada al ver los estragos de estos cinco años. Pero los cambios van más allá de la piel. Toda su vida, Ned ha sido un alma generosa, el hombre más desprendido. Y ahora…
– Recordarás, Meg, que hace dos años Ned casó a su segundo hijo con la pequeña heredera del duque de Norfolk. -Margarita asintió, y Ricardo continuó-: Ella es una niña enfermiza, a menudo convaleciente, y es improbable que llegue a ser mujer. Si ella muere primero, el ducado de Norfolk debe ser devuelto a su familia para que lo herede su pariente masculino más cercano. Bien, Ned promulgó un decreto parlamentario que estipula que, en caso de fallecimiento, el título y las tierras pasarán a su hijo, sorteando así a los herederos legítimos.
Margarita frunció el ceño.
– Eso es burlarse de las leyes de la herencia -dijo, y Ricardo asintió.
– Peor que eso. Uno de los hombres así burlados es lord Berkeley, y el otro es John Howard. -Y repitió lentamente-: John Howard. Jack. Uno de los amigos más fieles de Ned.
Se sentó en el brazo del sillón de Ana y ella le apoyó la mano en el muslo en un gesto de silenciosa confortación. Sabía muy bien que a Ricardo le molestaba reconocer el deterioro del carácter de su hermano, un deterioro que sólo podía explicar atribuyéndolo a la malevolencia de los Woodville.
– Pero no es de extrañar que Ned sea más codicioso y más desconfiado. Esa corte… -Sacudió la cabeza con repulsión-. Es un sumidero, y contagia a cualquiera que pase allí mucho tiempo.
Margarita coincidió con un murmullo, cambió diplomáticamente de tema.
– Dime, Dickon, ¿es verdad que ma mère se propone tomar los votos?
– Así me ha dado a entender.
– No debería sorprenderme, dado que es tan piadosa, y sin embargo me sorprende. Nada permanece tal como era, y lo lamento. Por lo que me ha dicho Ned, deduzco que aún están distanciados.
Ricardo sonrió levemente.
– ¿Acierto al pensar que te propones remediar eso?
– ¡Claro que sí! Ned planea dar un banquete en mi honor. ¿Qué mejor oportunidad? Le haré invitar a ma mère, y eso les dará la oportunidad de hablar.
– ¿Crees que ella vendrá?
Margarita sonrió.
– ¿Lo has olvidado? He regresado después de doce años en el extranjero. Claro que vendrá.
Al ver a Cecilia, Margarita olvidó que era una mujer de treinta y cuatro años y corrió para arrojarse a los brazos de su madre.
– ¡Cuánto me alegra que hayas venido, ma mère\Cecilia besó a su hija en ambas mejillas, pero luego se puso rígida, pues Margarita no estaba sola. Sabía que vería a Eduardo, pero no creía que fuera tan pronto y se quedó muy tiesa cuando él se levantó para recibirla. Cuando la luz de la ventana le cruzó el rostro, ella se sorprendió tanto que barbotó la verdad.
– ¡Eduardo, tienes pésimo aspecto! ¿Has estado enfermo?
Él hizo una mueca.
– No debes dar crédito a todas esas historias que dicen que derrocho mi sustancia en una vida licenciosa, ma mère -bromeó.
Ella lo miró con severidad, abochornándolo, y él se sonrojó por primera vez en muchos años.
– Al menos parece que todavía lees las Escrituras -dijo ella con gravedad, y se hizo silencio hasta que habló Margarita.
– Siéntate con nosotros en el banco, ma mère -urgió, llevando a Cecilia a la cámara.
Pronto descubrieron que el hecho de estar sentados no disipaba la tensión. Nadie habló por un rato. Sin que Cecilia la viera, Margarita le hizo un gesto a Eduardo, instándolo a comenzar, pero él fingió no reparar en la señal, y en cambio cogió la copa de vino.
Bebió un trago tan profundo que Cecilia frunció el ceño.
– ¡Por piedad, Eduardo, no tan deprisa! -protestó sin poder contenerse-. No hay mejor modo de provocar trastornos estomacales.
Él ladeó la copa para ocultar una sonrisa.
– Lo sé -dijo con voz contrita, y dejó la copa, se inclinó hacia ella-. No sé si estás enterada, ma mère, pero Lisbet está encinta de nuevo. El bebé llegará para San Martín. -Hizo una pausa, no recibió respuesta-. Lisbet tiene cuarenta y tres años, así que no creo que vaya a concebir de nuevo. Ma mère… para mí significaría mucho que fueras madrina de este niño… Que fueras madrina de mi último hijo, como lo fuiste de la primera, de Bess.
Ella bajó las pestañas, ocultando sus pensamientos. Pero la mano que subía del regazo a la garganta se detuvo y la otra aferró los pliegues de la falda. Él la cubrió con la suya.
– ¿Debemos continuar nuestra vida como extraños, ma mère? ¿Te irás a la tumba negando el amor que te profeso, negando que soy de tu carne y tu sangre? ¿De veras quieres que sea así?
Ella se puso de pie, se dirigió a la ventana, miró la seductora extensión de agua plateada por el sol. Eduardo y Margarita se miraron; ella asintió vigorosamente y él se levantó, se acercó a la madre.
– Una y otra vez Jorge te engañó y te defraudó -murmuró-, y una y otra vez lo perdonaste. ¿Debo creer que en tu corazón no hay perdón para mí?
Estaba tan cerca que pudo ver el leve temblor que sacudía el cuerpo de ella. Cuando Cecilia habló, sin embargo, su voz era asombrosamente firme.
– No juzguéis si no queréis ser juzgados. Ésa es la tarea más difícil que nos impone el Todopoderoso, que vaciemos de ira la mente y el alma, que no alentemos las reyertas ni abriguemos rencores. No sé si soy capaz de eso, Eduardo. He tratado de purgar mi corazón de amargura, pero no puedo olvidar que Jorge murió por orden tuya. No puedo olvidarlo. -Se apartó de la ventana, lo miró a la cara por primera vez y murmuró-: Pero trataré de perdonar. Debo hacerlo. He perdido a cuatro hijos en la infancia, y a dos en la edad adulta. No soportaría perder a otro.
Middleham. Mayo de 1482
Los postigos del gabinete estaban cerrados, y la mitad inferior, sin vidrio, dejaba entrar el silencio fragante de una noche campestre. Pero Ana y Véronique, encorvadas sobre una mesa abarrotada de papeles tachados, eran indiferentes a la cálida oscuridad primaveral.
Esa tarde se había producido una pequeña catástrofe. Una enorme marrana había escapado del corral y había incursionado en el huerto con sus crías; cuando las descubrieron y desbandaron, la preciosa reserva de especias y plantas medicinales de Middleham estaba diezmada. Era preciso enviar un hombre a York y las dos mujeres intentaban confeccionar una lista de los productos esenciales que debía adquirir.
Véronique comenzó a enumerar artículos con los dedos.
– Salvia para la fiebre, beleño para aliviar el dolor, marrubio para las afecciones pulmonares, betónica para los calambres estomacales. También laurel, mejorana, mostaza y mandràgora. ¿Qué más, Ana?
– Creo que eso es todo. -Ana apartó la silla fatigosamente, miró el gabinete. En el asiento de la ventana, Kathryn, la hija de Ricardo, mostraba a dos hijas de Juan Neville el ajedrez de jaspe y cristal que le habían regalado al cumplir doce años. En la alfombra, al pie de Ana, estaban tirados Ned y Johnny, mirando un tosco mapa de la región fronteriza. Por mucho que quisiera, Ana no podía dejar de oír sus murmullos.
– No, Ned, Dumfries está al noroeste de Carlisle.
– ¿Estás seguro, Johnny? -Ned trazó una trayectoria incierta con un dedo manchado de tinta.
– ¿Por qué tu padre incendió Dumfries, Ned? -preguntó Robin, el hijo de Rob Percy.
– Era una expedición punot… punit… -Ned desistió y miró a su madre pidiendo ayuda.
– Una expedición punitiva -aclaró Ana-. Como represalia por los ataques de los escoceses en la frontera, el saqueo del convento de Armathwaite, la quema de cosechas. -Enumeró estas ofensas con renuencia; odiaba pensar en la inminente guerra con Escocia.
Hacía un año que el espectro de la guerra rondaba el panorama político. En muchos sentidos era la época más desdichada del matrimonio de Ana. Eduardo había nombrado a Ricardo lugarteniente general del norte, y sus responsabilidades adicionales pronto superaron las horas disponibles en el día.
Se había ausentado de Middleham durante varias semanas consecutivas. En el invierno había estado en Carlisle, supervisando la fortificación de los muros de la ciudad. En primavera visitó Londres para deliberar con Eduardo. El verano lo encontró en Durham, reclutando hombres y rechazando las incursiones fronterizas de los escoceses. En octubre cabalgó al sur para reunirse con Eduardo en Nottingham, y poco después inició un enérgico pero infructuoso asedio del castillo de Berwick. Ahora estaban en mayo, y diez días atrás había penetrado en el sudoeste de Escocia y había capturado e incendiado el puerto fluvial de Dumfries. Ana sabía que era la salva inicial de la campaña estival de Eduardo, que pronto sería una guerra en gran escala.
Los niños aún hablaban de Dumfries, con un entusiasmo que carcomía los desgastados nervios de Ana. Había perdido a muchos seres queridos en el campo de batalla para escuchar con serenidad mientras su hijo de nueve años contaba ávidamente los años que le faltaban para que también él pudiera dar una lección a los escoceses, y de pronto decidió que era hora de acostarlo y se lo dijo sin ambigüedades.
Johnny se levantó obedientemente, pero Ned había vislumbrado tiempo atrás que ejercía cierto poder de persuasión sobre su madre y le dio un abrazo seductor, exhortándola a contarle primero un cuento, sólo uno, y después se acostaría, de veras que sí.
Como de costumbre, Ana sucumbió.
– Sólo uno -dijo, mientras John Kendall irrumpía en el gabinete con tal brío que llamó la atención de todos.
– Madame, acaba de llegar un mensajero de nuestro duque. -Kendall sonrió de oreja a oreja-. Está a sólo una hora de Middleham.
Era medianoche cuando los hombres que acompañaban a Ricardo fueron alimentados y el salón quedó transformado en cuartel. Sólo entonces Ana pudo persuadir a Ricardo de ir al gabinete y servirle un plato de venado frío, pan y queso. Los niños se tendrían que haber acostado horas atrás, pero ella no tenía ánimo para insistir, recordando cuán poco habían visto a Ricardo los últimos meses.
Lo observaban con ojos dilatados y maravillados. El profundo bronceado y la barba de tres días le daban una apariencia desaliñada; de pronto era un extraño, un forastero exótico que conducía hombres a la batalla e incendiaba aldeas. Al principio con timidez, y luego con creciente confianza, lo acribillaron a preguntas. ¿Los escoceses lucharon? ¿La gente de Dumfries escapó? ¿Él dormía al descampado cerca de una fogata? Por último, Ned preguntó lo que Ana más deseaba saber pero más temía oír.
– ¿Cuánto tiempo puedes quedarte, papá?
Ricardo jugaba con la comida del plato. Estaba demasiado cansado para comer, incluso para hablar, aunque había hecho un gallardo esfuerzo para satisfacer la curiosidad de sus hijos. Miró de soslayo a Ana antes de responder.
– Sólo dos días, Ned. Tengo que partir pasado mañana hacia Fotheringhay, para reunirme allí con tu tío el rey y el duque de Albany.
Ana desvió la mirada, se mordió el labio. El duque de Albany era el ambicioso e inescrupuloso hermano menor del rey escocés. No había amor entre los dos hombres, y los bromistas de Londres pronto habían definido a Albany como un Clarence con falda escocesa. Encarcelado por Jacobo tres años atrás, Albany había logrado efectuar una fuga espectacular para escapar a Francia. En primavera, Eduardo había pensado que Albany era un arma ideal para esgrimir contra Jacobo, y había invitado al descontento duque a Inglaterra, con la idea de deponer a Jacobo y coronar a Albany.
– Papá, si el duque de Albany está dispuesto a traicionar a su hermano el rey de Escocia, ¿cómo podéis estar seguros de que no os traicionará a vosotros?
Ricardo miró a Johnny con sorprendida aprobación.
– No podemos estar seguros. Es lamentable pero cierto que debemos tomar los aliados que encontramos, y con frecuencia tienen pies de barro.
La voz de Ricardo resbalaba de fatiga. Desoyendo las protestas de los niños, Ana los envió a la cama y fue al aparador para servirle a Ricardo un pichel de cerveza.
– Ricardo, sé que Ned insiste en comandar el ejército en persona. Pero su salud se ha resentido últimamente, y no puedo dejar de pensar que el peso del mando recaerá por fuerza en ti. ¿Crees que me equivoco, amor?
Él no respondió, y al volverse ella vio que había apartado el plato para apoyarse en la mesa. Con la cabeza sobre los brazos, se había dormido en cuanto cerró los ojos.
El presentimiento de Ana no tardó en hacerse realidad. Ya habían pasado los días en que Eduardo podía montar de sol a sol, revivir tras pocas horas de descanso y levantarse dispuesto a otro día de dura cabalgada. Un cuerpo que había sufrido muchos abusos comenzaba a rebelarse contra los excesos que le habían infligido, y en Fotheringhay Eduardo tuvo que conceder que no podía afrontar los agotadores esfuerzos de una campaña militar. Sucedió lo que Ana había temido. Ricardo quedó al mando. Eduardo regresó a Londres y a mediados de julio Ricardo cruzó la frontera de Escocia con un ejército de veinte mil efectivos.
Habían pasado más de veintiún años desde que Margarita de Anjou había cedido la fortaleza de Berwick a los escoceses, en pago por la asistencia escocesa contra los yorkistas. En los dos decenios siguientes, Eduardo había hecho intentos esporádicos de recobrar Berwick, el más estratégico de los puestos fronterizos. A finales de julio, Ricardo tomó la ciudad y se dispuso a sitiar el castillo hasta doblegarlo.
Jacobo reunió apresuradamente a un ejército y marchó al sur. Era un rey impopular que dos veces había sido censurado por su parlamento por abandono del deber, y descubrió que tenía tanto que temer de sus barones como del duque inglés que sitiaba Berwick. Sólo había llegado a Lauder, a veinticuatro millas de Edimburgo, cuando fue alcanzado por sus lores rebeldes.
Entre las ofensas que se imputaban a Jacobo había una que resultaba imperdonable para un noble de la época; se había rodeado de hombres de modesta cuna, pues prefería la compañía de arquitectos y artesanos a la de los arrogantes y rancios condes de Angus y Lennox. En Lauder, esos aristócratas despechados le dieron un ultimátum: debía expulsar a los constructores y músicos de la corte y avenirse a gobernar con el consejo de los nobles.
Por democrático que fuera Jacobo en sus amistades, creía a pies juntillas en el derecho divino de los reyes. Rechazó con indignación las exigencias de sus barones. Ellos decidieron actuar drásticamente, capturando a seis favoritos de Jacobo y colgándolos del puente de Lauder. Jacobo fue arrestado, llevado a la capital y encerrado en el castillo de Edimburgo.
El éxito de esta asonada pareció tomar por sorpresa aun a los conspiradores. Se replegaron hacia la localidad de Haddington para deliberar sobre lo que debían hacer y así allanaron el camino para un avance inglés sobre Edimburgo.
Al enterarse de los asombrosos sucesos del puente de Lauder, Ricardo dejó cuatro mil hombres al mando de lord Stanley, ordenándoles que continuaran el sitio de Berwick. Luego el ejército inglés se dirigió al norte, incendiando poblados en un intento de azuzar a los escoceses para que presentaran batalla. Pero los lores escoceses consideraron prudente quedarse en Haddington, y el pueblo estaba demasiado desmoralizado por la captura del rey para ofrecer una resistencia efectiva. El 31 de julio Ricardo entró triunfalmente en Edimburgo. Dos días después los nobles escoceses pidieron condiciones y la guerra terminó.
A Ricardo le bastó una sola reunión con los insurgentes de Escocia para comprender que el plan de Eduardo de deponer a Jacobo y reemplazarlo por el más voluble Albany estaba condenado al fracaso. Aunque los escoceses no gustaran de Jacobo, Albany había perdido todo prestigio al colaborar con los odiados ingleses, los Sassenach. Aunque hubiera podido imponer su reinado a un pueblo reacio, Ricardo sabía que sería imposible mantenerlo en un trono tan precario. Albany no tardó en llegar a la misma conclusión, y con atípica sensatez se conformó con la restauración de sus propiedades y la oportunidad de desempeñar un papel activo en el gobierno integrado por los condes escoceses.
Ricardo no quedó del todo conforme con este resultado. Pero, por el momento, había obtenido el compromiso escocés de retribuir a Eduardo el dinero pagado por la dote de su hija, y el pueblo escocés no olvidaría pronto los cielos humosos de Berwickshire. Le faltaba alcanzar un objetivo para sentirse satisfecho. El 11 de agosto estaba de regreso en Berwick, donde se dispuso a recobrar el castillo que durante veinte años había resistido los más tenaces ataques ingleses.
A Eduardo le costaba aceptar que ya no tenía la energía para conducir a su propio ejército. Durante la mayor parte de su vida había hecho fácilmente lo que a otros les costaba igualar; había trabajado duro, había jugado duro, y daba por sentada la energía ilimitada con que lo habían bendecido. Pero al aproximarse a los cuarenta, encontró que ciertas dolencias físicas hasta ahora desconocidas lo extenuaban. Le bastaba un pequeño esfuerzo para perder el aliento. Siempre había sido un jugador de tenis agresivo y enérgico, pero ahora sudaba y jadeaba cada vez más después de un set y al fin tuvo que adoptar entretenimientos menos agotadores. También tuvo que reducir las cacerías de ciervos y, por primera vez en su vida, no podía comer todo lo que le apetecía; ciertas comidas tenían demasiados condimentos y el doctor Hobbys empezaba a inquietarse por sus recurrentes ataques de indigestión.
Pero se había aferrado a la ilusión de que podía encabezar la invasión de Escocia. En Fotheringhay había tenido que afrontar la verdad, que tendría que delegar en Ricardo lo que él no podía hacer por su cuenta.
Que así fuera. Dickon era un excelente comandante; él podría lidiar con los escoceses. Y una vez que concluyera la campaña, procuraría perder peso y recobrar su estado físico. Eso complacería al viejo Hobbys. Y no sería tan difícil. Qué va, sólo tenía cuarenta años.
Para mantenerse en contacto estrecho con Ricardo, Eduardo recurrió a un sistema de correos que se usaba en el continente, usando remontas de jinetes para cubrir las trescientas treinta y cinco milla que separaban Berwick de Londres. El sistema funcionaba tan bien que cuando cayó el castillo de Berwick, el 24 de agosto, Eduardo recibió la noticia al día siguiente.
Aunque la captura de Edimburgo había deleitado a Eduardo, la recuperación de Berwick significaba mucho más. Al anochecer, ardían fogatas para celebrar la victoria inglesa y se brindaba por Ricardo en todas las posadas de Londres, Westminster y Southwark. Era un triunfo muy necesario para Eduardo, pues su política exterior seguía un rumbo incierto.
En marzo, María, la joven duquesa de Borgoña, había fallecido al caerse de un caballo, dejando como heredero a un niño que aún no había cumplido cuatro años. Su esposo, un príncipe extranjero que no gozaba del aprecio de los borgoñones, y la dolida hermana de Eduardo, Margarita, pidieron ayuda a Eduardo, pero el ejército inglés aún estaba comprometido en su guerra contra los escoceses. Eduardo se limitó a aconsejar a Maximiliano y Margarita que buscaran una tregua con Luis y esperasen que muriera pronto; el rey francés había sufrido dos apoplejías y se decía que su vida pendía de un hilo.
El triunfo de Ricardo en Escocia, pues, llegó en un momento muy oportuno. Eduardo estaba exultante, y alabó a su hermano menor durante el almuerzo, y también por la tarde y por la noche. Al entrar en sus aposentos, Isabel descubrió que su euforia aún no se había disipado. Iba a escribirle una carta de celebración al papa cuando sus hijas lo interrumpieron, y aún estaban con él, Cecilia colgada del respaldo de la silla y Bess sentada a sus pies en un taburete.
Isabel no se alegró de encontrarlas allí, y no le agradaba que se sintieran libres de irrumpir en los aposentos de Eduardo en cualquier momento, sin respetar la formalidad ni el protocolo cortesano. Ya no eran niñas, sino muchachas de trece y dieciséis años, y debían empezar a actuar como tales. En esto recibía poco respaldo de Eduardo, que las consentía en exceso. Mucho más desde la muerte de Mary.
Mary no era la primera hija que habían perdido. Una chiquilla había muerto en su cuna, y su tercer hijo varón había sufrido la peste cuando le faltaba poco para cumplir dos años. Pero lamentablemente era común que un hijo pasara a mejor vida antes de que aprendiera a caminar; los padres lo lloraban, pero no se sorprendían. Con Mary fue diferente. Ya no era una niña, era una bella jovencita que en tres meses cumpliría quince años, y su muerte súbita había dejado estupefacta a su familia.
Al ver que sus hijas prodigaban tanto afecto a Eduardo, Isabel sintió una punzada de celos. Tras la conmoción de la muerte de Mary, los otros niños habían buscado consuelo en Eduardo. En Eduardo, no en ella. Siempre había sido así. Eran niños atentos, respetuosos y obedientes. Pero no había dudas en cuanto a quién preferían. A quién adoraban.
– Recuerdo que me contaron los horrores que causaron los soldados de Lancaster cuando vinieron al sur después de la batalla de Sandal, que saquearon iglesias y vejaron a las mujeres e hicieron sufrir a los inocentes. Pero el tío Dickon prohibió el saqueo de Edimburgo, y prohibió a sus hombres que dañaran a los ciudadanos. Creo que fue un acto muy cristiano, papá, de veras.
Eduardo le sonrió a su hija mayor.
– Te agradezco el cumplido, tesoro.
– Pero fue Dickon quien perdonó a Edimburgo, papá -protestó Bess, y él se rió.
– Ya, ¿y quién crees que le enseñó lo que sabe sobre la guerra? Tuvo un instructor de primera, muñeca… yo. Bess, vi con mis propios ojos los estragos que causó Margarita de Anjou. El pueblo nunca la perdonó por los excesos de sus soldados, lo cual permitió ganar más corazones para York de lo que yo mismo habría logrado. -Sacudió la cabeza, dijo-: No, en la guerra haces lo que debes hacer, pero no más que eso. Si eres demasiado brutal, el pueblo te resistirá hasta la muerte, pues no tiene nada que perder.
Cecilia había escuchado atentamente.
– A mí también me alegra, papá, que el tío Dickon haya perdonado a Edimburgo -murmuró al oído de Eduardo-. ¿Pero qué hay de las aldeas incendiadas entre Berwick y Edimburgo? ¿Qué hay de la gente que vivía en esos villorrios? Sé que dijiste que no fueron ajusticiados, que tuvieron tiempo de escapar de nuestras tropas. ¿Pero dónde vivirán cuando llegue el invierno, con sus casas quemadas y sus cosechas destruidas? ¿No morirán de hambre y de frío?
Bess estaba irritada; quería pensar en la campaña de Escocia como un triunfo glorioso y Cecilia empañaba ese resplandor con una charla morbosa sobre mujeres y niños hambrientos.
– ¡Vaya, Cecilia, claro que no! Se irán a otra parte y construirán nuevos hogares.
– ¿Es cierto, papá? -Entre todos sus hijos, sólo Cecilia tenía los ojos del color gris azulado de sus hermanos Edmundo y Ricardo, ojos llenos de confianza, dispuestos a creer lo que dijeran los demás.
– Sin duda que algunos encontrarán parientes que les darán refugio. Pero no te mentiré, tesoro. Otros enfermarán y morirán. -Eduardo cambió de posición para verle mejor la cara y añadió con gravedad-: Los inocentes siempre sufren en tiempos de guerra, Cecilia. Así son las cosas. Tu piedad habla bien de ti, pero dime algo. ¿Preferirías que los indigentes y hambrientos fueran mujeres y niños ingleses?
– No, papá -dijo ella obedientemente.
– Ahora bien, si ambas podéis callar unos minutos, os dejaré escuchar mientras le escribo a Su Santidad el papa. ¿Os parece bien?
Le hizo una señal a un amanuense que aguardaba y se puso a dictar:
Gracias a Dios, dador de todos los buenos dones, por el respaldo otorgado por nuestro amantísimo hermano, cuyo éxito es tan rotundo que su solo nombre bastaría para amedrentar a todo el reino de Escocia. Este año designamos a nuestro querido hermano Ricardo, duque de Gloucester, para comandar el mismo ejército que planeábamos volver a comandar en persona…
Isabel prefirió no quedarse, pues sabía que no podría contener la lengua. Oír tantas alabanzas para Ricardo de Gloucester era como verter sal en una herida infectada y no veía motivos para someterse a esa tortura. Retrocedió en silencio, notando que ni siquiera reparaban en su partida.
El mismo domingo en que Eduardo se enteró de la rendición de Berwick, Margarita de Anjou exhalaba su último aliento en el modesto castillo de Damierre, en su Anjou natal. Su muerte llegó once años después de la batalla de Tewkesbury, llegó con once años de retraso, y suscitó pocos comentarios en Inglaterra y en Francia. Al enterarse de su deceso, Luis escribió de inmediato para exigir que le enviaran todos los perros de Margarita. Alegaba que era su heredero, y quizá los perros fueran lo único que recibiría en la sucesión.
Westminster. Diciembre de 1482
Acababan de amarrar la barca de Ricardo al muelle conocido como Escalera del Rey. Desde el muelle, él oyó que gritaban «Dickon» en medio del bullicio del tráfico fluvial. Volvió la cabeza, sobresaltado, pensando que ninguna mujer que él conociera gritaría un sobrenombre familiar en un lugar tan público. La voz se parecía mucho a la de Bess, la hija mayor de su hermano. Pero al instante desechó la idea por improbable. Ni siquiera Bess, aunque era un espíritu libre, incurriría en tan llamativo atentado contra la etiqueta.
Uno de sus hombres señaló.
– ¡Vuestra Gracia… en el parapeto!
Ricardo alzó la vista y lanzó una imprecación, pues en efecto su sobrina le hacía señas, inclinada precariamente contra el parapeto, sobre las puertas que daban acceso desde el río. Su apariencia provocó tantos comentarios como su asombrosa conducta; tenía una capa echada al desgaire sobre los hombros, no llevaba toca, y el viento del río le arremolinaba el brillante cabello rubio.
Al ver que él le prestaba atención, se inclinó aún más.
– ¡Espera allí! ¡Bajo enseguida!
Ya había atraído la mirada de todos los hombres del muelle. La mayoría le sonreían con afecto; Bess no sólo era bonita, sino que era una predilecta de los londinenses. Ricardo también sonreía, divertido a su pesar. En realidad no tenía mucha gracia. Debería hablar con ella. Ni siquiera Ned, que no era muy respetuoso del protocolo, se tomaría a bien que Bess se asomara sobre un parapeto con aire de diablilla, gritando como la mujer de un pescador. En cuanto a la altiva Isabel, sufriría una apoplejía de sólo pensarlo. Ricardo fue riendo al encuentro de su sobrina, que había llegado al pie de la escalera.
Echó a correr hacia ella, alarmado por su expresión de espanto. Ella le echó los brazos al cuello y se colgó como una chiquilla temerosa, y de su ahogado torrente de palabras, sólo pudo distinguir «¡Papá!» y «¡Gracias a Dios que has venido!».
– Bess, Bess, no te entiendo nada. Respira hondo y dime qué pasa.
Ella obedeció, se apartó de él.
– Sé que me estoy portando como una boba -dijo con más coherencia-. Pero estaba tan asustada… y al verte recordé todo…
– ¿Asustada de qué, Bess? Aún no entiendo de qué hablas. ¿Se trata de Ned?
Ella asintió y por primera vez pareció reparar en un público sumamente interesado. Tragó saliva, le tiró del brazo.
– Ven -pidió-. Te lo contaré en el camino.
– ¿Ned está enfermo? ¿Cuán grave…?
– Ahora está bien, Dickon -interrumpió Bess-. De veras que sí. El doctor Hobbys lo jura. Debí decírtelo de inmediato. Tonta de mí, no pensar un poco. Pero cuando vi que atracaba tu barca, todo lo demás se me fue de la cabeza. Lo lamento.
– Bess, aún no me has explicado nada. No entiendo. Ned estaba bien cuando lo vi anoche.
– También estaba bien esta mañana, hasta que llegó Jack Howard.
– ¿Howard? ¿Quieres decir que ha vuelto de Francia?
– Llegó este mediodía, y fue a ver a papá en la Cámara del Príncipe. Hablaron aparte un rato y de pronto papá se puso a gritar, despotricando contra Luis. «Engendro del infierno» y «mal parido hijo de Satán» fueron los insultos más leves. Fue espantoso, Dickon. Nunca vi a papá tan colérico. Me asustó un poco -confesó-. Asustó a todos los presentes, creo. Papá suele ser tan… mesurado. -Volvió a tragar saliva-. Siguió un rato con sus improperios, maldiciendo a Francia y a Luis, y sólo Jack Howard sabía de qué se trataba, y entonces te mandó buscar a Crosby Place. ¿Su mensajero no te encontró?
– Estuve en la Torre toda la mañana. Continúa, Bess. ¿Qué sucedió después?
– Papá respiraba entrecortadamente, como cuando los hombres se sulfuran. Pero de pronto pareció que no podía recobrar el aliento. Trató de apoyarse en Jack, y su cara se puso roja, como si estuviera en llamas. Pidió un médico, pero su voz sonaba muy rara, sofocada… -Bess volvía a temblar, y Ricardo le apoyó la mano en el codo para calmarla-. Estaba tan asustada, Dickon. Tan asustada. Todos lo estábamos. La gente perdió la cabeza. El doctor Hobbys vino a la carrera, y también el doctor Albon. Ayudaron a papá a llegar a la Cámara Blanca, estuvieron allí una eternidad, y sólo dejaron entrar a mamá. Pero hace unos minutos el doctor Hobbys salió y dijo que papá estaba bien, que su sangre se había recalentado. Yo quería verlo con mis propios ojos, y el doctor Hobbys me lo habría permitido, pero mamá dijo que no. Así que bajé para esperarte…
Parecía que media corte se hubiera congregado en los aposentos reales. Cuando Ricardo y Bess llegaron a la puerta de la alcoba de Eduardo, salió Isabel. Se paró en seco al ver a Ricardo y le extendió la mano. Él la besó, pero con tan manifiesta renuencia que los testigos ahogaron sonrisas.
– Ahora está descansando -dijo fríamente Isabel-. Creo que sería mejor que no lo molestaras.
– Él me mandó llamar, madame -dijo Ricardo con igual frialdad, y entró en la alcoba. Bess aprovechó la oportunidad y se metió detrás de él.
Ricardo nunca había visto a Eduardo tan pálido; su tez tenía un tono grisáceo que no era tranquilizador, y los ojos estaban aureolados de rojo. Pero estaba sentado en la cama, abotonándose la camisa, y a juzgar por el modo en que discutía con el doctor Hobbys, su dolencia era pasajera.
– Claro que respeto vuestro juicio médico. Pero si fuera por vos, estaría amarrado a la cama y yo… ¡Dickon! Pensé que no llegarías nunca. ¿Cómo viniste, pasando por las Marcas Galesas?
– ¿Qué pasó, Ned? Bess me dijo…
– No pasó nada. Sufrí una breve indisposición, eso es todo. -Viendo que Ricardo iba a insistir, Eduardo añadió con impaciencia-: Olvídalo, Dickon. Debemos hablar de asuntos importantes. Jack Howard regresó de Francia y me trajo el mensaje de que Borgoña se ha reconciliado con Francia. Maximiliano y Luis firmaron un tratado en Arrás el lunes pasado, un tratado que equivale a una claudicación ante ese hideputa que ocupa el trono francés.
– Aunque lamento enterarme, Ned, no es ninguna sorpresa. Desde que falleció María, Borgoña ha estado en un tumulto. Tenía que terminar así. Maximiliano estaba entre la espada y la pared.
– No derroches tu compasión en Maximiliano -dijo Eduardo, tan incisivamente que Ricardo se sobresaltó-. Yo sospechaba que no tenía agallas, pero nunca creí que llegara a tanto. ¿Sabes lo que ha hecho ese cobarde, Dickon? Ha convenido en casar a su pequeña hija con el hijo de Luis, y ofrecerle como dote nada menos que las dos provincias más ricas de Borgoña.
Ricardo quedó boquiabierto. Aunque podía imaginar cualquier cosa del rey francés, no había esperado esto, no había pensado que Luis se atrevería a provocar tan abiertamente a su aliado inglés. ¡Con razón Ned estaba tan furioso! Durante más de siete años, Bess había sido reconocida en la corte francesa como Madame la Dauphine, como la prometida del hijo de Luis. ¡Y ahora esto! Más que una puñalada por la espalda, era una desdeñosa bofetada en la cara.
Eduardo manifestó su opinión sobre el rey francés con un vocabulario que una madama de Southwark habría envidiado. Parte de lo que decía era anatómicamente imposible, y buena parte era verdad, y todo era venenoso. Cuando al fin agotó su imaginación, sin aplacar su cólera, se desplomó fatigosamente en la cama.
– Jack Howard cuenta que se reían del asunto en la corte francesa -dijo con amargura-, que llamaban al Tratado de Arrás a la última broma de Luis, diciendo que engaña a la muerte con una mano y al n v de Inglaterra con la otra. -Escupió un juramento aún más soez que sus epítetos anteriores y miró a Ricardo a los ojos-. ¿Qué me dijiste en Saint Christ-sur-Somme, Dickon… que no nos vendimos por sangre sino por promesas, pensiones y platería? ¿Te sorprende que lo recuerde? No te sorprendas. También recuerdo otras cosas que dijiste. Me advertiste que Luis se burlaría de nuestro tratado cuando le viniera en gana.
Ricardo sintió sorpresa, y luego una admiración que su hermano rara vez le había despertado en los años recientes. Ned no tenía por qué decir eso. Ni un hombre entre cien lo habría dicho. No sabía si él mismo lo habría dicho de estar en la posición de Ned, y abrió la boca para comentarlo cuando detectó un movimiento por el rabillo del ojo, y se volvió para mirar a su olvidada sobrina.
– ¡Niña, no te pongas así! Es una cuestión política, no personal. Bess, no tiene nada que ver contigo.
Eduardo juró entre dientes, se sentó tan bruscamente que una mueca espasmódica le cruzó la cara.
– Dickon tiene razón, tesoro.
Bess había agachado la cabeza, pero cuando Eduardo extendió los brazos, se arrojó en ellos, sepultó la cara en su hombro y sollozó.
– Pero papá… ¿no lo ves? El rey francés… me humilló, me humilló delante de todo el mundo. Yo iba a desposar a su hijo y todos lo sabían…
– Calma, tesoro, calma. No es así. Él ha rechazado a Inglaterra, no a ti, Bess. -Irguiéndole la barbilla, Eduardo le besó las pestañas húmedas, le acarició el cabello-. Ningún hombre que tenga ojos para ver podría rechazarte, tesoro, tienes mi palabra ante Dios.
Bess se enjugó las lágrimas con la manga.
– Papá, harás que Luis pague por esto, ¿verdad? No permitirás que se salga con la suya, burlándose del tratado y de mi matrimonio.
– No temas, Bess -dijo Eduardo con voz resuelta-, Luis tiene una deuda conmigo, y te juro que no la olvidaré.
Ricardo irguió la cabeza, sorprendido. Ned nunca había sido hombre de ufanarse, y menos de hacer promesas hueras a sus hijos. ¿Cómo esperaba cumplir la promesa que acababa de hacerle a Bess? Si su salud le había impedido lidiar con los escoceses, ¿cómo podía pensar en una campaña en el continente? Estudió a Eduardo con ojos preocupados, pero el tacto nunca había sido su fuerte, y no se le ocurría ninguna manera de articular esa pregunta sin ofender.
– ¡Dios guarde a tu tío, Bess, si tiene que ocultar lo que le pasa por la cabeza! No he conocido ningún hombre cuyos pensamientos sean más fáciles de adivinar. ¿Te digo en qué piensa ahora? Se está preguntando dónde espero encontrar un corcel que tenga fuerzas para cargar con semejante mole.
La exageración era tan ridícula que Eduardo obtuvo la reacción que esperaba: Ricardo y Bess se echaron a reír en sorprendidas carcajadas.
Para tratarse un hombre que aun sus enemigos reconocían como «el príncipe más agraciado de la cristiandad», Eduardo no era presa de la vanidad. Desde su adolescencia había explotado descaradamente su apariencia para obtener lo que quería, los favores de fascinadas mujeres y la admiración de sus súbditos. Pero hacía tiempo había comprendido que la mayoría de las mujeres posaban sus ojos deslumbrados en su testa coronada, y en años recientes había empezado a creer que a un rey más le valía ser respetado y temido que ser amado.
Era indiferente al desvanecimiento de la llamativa belleza de su rostro. No, en cambio, al debilitamiento del cuerpo que le había servido tan bien en tantos años de excesos. Pero sólo ante Hobbys confesaba que le faltaba el aliento, que le dolía el pecho, que tenía retortijones de estómago. No tenía intención de comentar estas dolencias con Ricardo o Bess, y había procurado desviar la conversación de los arrecifes del tema de la salud para enfilar hacia aguas más inocuas.
Esa Navidad había introducido una nueva moda en la corte, jubones con mangas abullonadas que hacían maravillas para ocultar su gruesa cintura. Pero ese camuflaje era imposible con una camisa entreabierta. Ahora no intentó ocultarla.
– No te preocupes, Dickon -dijo con una sonrisa lánguida-. Esta grasa aún no se me ha subido a la cabeza. A pesar de mis defectos, no soy tonto. Sé que no conduciré ningún ejército en Francia. -Hizo una pausa-. Pero aunque yo no pueda, tú sí.
Ricardo contuvo el aliento. Hacía tiempo que sabía que Eduardo confiaba en él. También sabía que Eduardo lo necesitaba. Pero sólo ahora comprendía hasta dónde llegaba esa dependencia. En la voz de Eduardo no había ninguna duda, sólo una certeza absoluta, una fe que sé había forjado en la sangre de Barnet y Tewkesbury y templado con los años hasta crear un vínculo indisoluble. El tributo que Eduardo acababa de rendirle no era menor. Pero Ricardo no era ciego a la magnitud de lo que Eduardo le pedía.
– Es un honor… creo -dijo con reservas, y Eduardo rió.
– Me dijeron que en Amiens Luis te consideró un hombre peligroso para Francia. No podemos permitir que Luis se vaya a la tumba creyendo que te juzgó mal, ¿verdad? -Eduardo sonreía, pero el tono jocoso no engañaba a nadie. Hablaba muy en serio, y acababa de pronunciar lo que equivalía a una declaración de guerra.
Westminster. Abril de 1483
Caía el sol cuando la barca de Thomas Grey se aproximó a Westminster. No le complacía que lo hubieran llamado desde Shene con tan poca antelación. Como la mayoría de los hombres que disfrutaba una vida exenta de enfermedades, Eduardo era un pésimo paciente, y solía desquitar sus frustraciones en los médicos y los testigos inocentes. Se había resfriado en una larga excursión de pesca poco después de regresar de Windsor, y guardaba cama desde el lunes de Pascua. La más leve indisposición del rey arrojaba una sombra sobre Westminster, y Thomas pronto se había aburrido. Más de una vez tuvo que sufrir el azote de los hirientes sarcasmos de Eduardo, y al poco tiempo decidió ausentarse hasta que su padrastro se hubiera recobrado. Pero hacía sólo cuatro días que se había ido cuando su madre envió un mensaje río arriba, exigiéndole enigmáticamente que regresara a Westminster de inmediato.
Thomas no era muy perspicaz, pero enseguida notó que algo andaba mal. Westminster estaba apagada, turbadoramente silenciosa, y las pocas personas con que se cruzó erraban como sonámbulas. Cuando llegó a los aposentos de la reina, una inquietud instintiva amenazaba con estallar en activa aprensión. Pero aun así no estaba preparado para lo que encontró en los aposentos de su madre.
Las damas de Isabel, con los ojos inflamados, moqueaban en sus pañuelos arrugados, y al ver a Thomas, una bonita rubia con quien se había acostado en ocasiones rompió a llorar. Él le palmeaba el hombro incómodamente, tratando de entender esos sollozos, cuando la puerta de la alcoba se abrió de par en par y su madre empezó a gritar como una demente, farfullando insultos, preguntándole por qué se ponía a coquetear con una de sus damas cuando sabía que hacía horas que ella lo esperaba.
Thomas la miró boquiabierto, tan azorado por ese berrinche que no atinó a defenderse. Cogiéndole el brazo, ella lo llevó a la alcoba, y de inmediato reanudó sus reproches.
– ¿Dónde has estado, en nombre de Cristo? Te mandé buscar anoche.
– Tu mensajero llegó a Shene después de medianoche. Yo ya estaba acostado -protestó Thomas. Aun a los veintinueve años, se amilanaba ante la hermosa mujer que lo había dado a luz, y se apresuró a apaciguarla-. Vine tan pronto como pude, madre. ¿De qué se trata? -Demasiado conmocionado para sutilezas, barbotó-: Tienes pésimo aspecto. ¿Qué sucede?
– Es Ned. -Isabel tragó saliva, se pasó la lengua por los labios-. Él… se está muriendo.
Thomas conservó la misma expresión. La miraba con expectación, con intensa curiosidad.
– ¿Qué? -Isabel no dijo nada y Thomas soltó una risa brusca y poco convincente-. Es imposible. Era sólo un resfriado. ¡Un resfriado!
Pero mientras él pronunciaba estas palabras, su cuerpo se aflojaba, absorbiendo el golpe que aún no había penetrado en su cerebro.
– Es lo que pensaban los médicos -musitó Isabel-. Pero luego empezó a sentir dolor al respirar y su temperatura se elevó de golpe. Hace dos días que vuela de fiebre y nada lo ayuda. Ayer empezó a toser flema con sangre y Hobbys dice que no hay esperanzas, que está agonizando…
– Seguro que se equivocan. No puede estar muriendo. ¡Imposible!
Isabel había dicho lo mismo cuando los abatidos médicos le dieron su opinión, se había aferrado a un obtuso escepticismo con la frenética e ilógica pasión del pánico. Al fin ni siquiera ella pudo negar lo que percibían sus sentidos, no pudo negar que en los dolorosos resuellos y toses de Eduardo estaban las semillas de la muerte inminente. Pero aunque había compartido la terca negativa de su hijo a afrontar la verdad, no le quedaban reservas de compasión para él. Su necesidad era demasiado grande.
– Te digo que se está muriendo -exclamó-, y decir lo contrario no le comprará un momento más de vida. ¡Se está muriendo! ¿Me oyes, Tom? ¡Se está muriendo y dejará como heredero a un niño que aún no cumplió trece años!
Estaba al borde de la histeria. Se le notaba en la estridencia de la voz, en los ojos vidriosos, en las pupilas reducidas a puntillos que titilaban de miedo. Aferró a Thomas, clavándole las uñas, y él apartó la mano. Alarmado, buscó palabras de confortación.
– Sé que Eduardo es pequeño, madre -dijo para calmarla-, pero es un joven brillante, lo han educado para ser rey desde el nacimiento.
Y nos tendrá a nosotros para guiarlo, nos tendrá a ti, a Anthony, a mí…
Isabel se levantó penosamente.
– ¿Estás seguro? Pues más vale que te enteres de algo. Esta tarde Ned llamó a sus albaceas, labró su testamento en un codicilo. ¿Te digo lo que puso, Tom? Le dejó todo a su hermano. ¡Dios lo perdone, pero nombró a Gloucester protector del reino!
Aunque Thomas quedó visiblemente consternado por la revelación de su madre, no veía la catástrofe abrumadora que veía ella. Le resultaba inconcebible que entregaran las riendas del poder a Gloucester. Y no lo harían. Para él, era así de sencillo. Lo que más lo asustaba era el inestable nerviosismo de su madre. Nunca la había visto así. Su mundo ya se tambaleaba; la agonía de su padrastro descalabraba el corazón de todo lo que era seguro y cierto en su vida, y era escalofriante ver a Isabel frenética de miedo, un miedo que él no entendía del todo.
– Madre, sé que estás alterada, pero no has reflexionado sobre esto. Gloucester puede tener el título de protector, pero nosotros tenemos algo mucho más importante: la confianza del joven rey. ¿A quién crees que acudirá el pequeño Eduardo? A ti, su madre, y a Anthony, el tío que ha sido su preceptor en los últimos diez años. ¿Puedes dudarlo? Gloucester es un extraño para Eduardo y puedes estar segura de que Anthony le ha dado buenas razones para no sentir afecto por Gloucester. ¿No lo entiendes? Tenemos la mano ganadora.
Isabel respiraba con dificultad, en borbotones breves y estrangulados.
– No lo comprendes. ¡Jesús misericordioso, si lo supieras!
– ¿Si supiera qué? ¿Qué es lo que no comprendo? ¡Madre, dímelo!
Ella retrocedió, sacudiendo la cabeza.
– No puedo, Tom -susurró-. Dios me perdone, pero no puedo.
El respirar le provocaba un dolor casi insoportable. Cada vez que Eduardo inhalaba aire, era como si le clavaran un puñal en el pecho. La sábana húmeda se le adhería al cuerpo; hizo un débil intento de liberarse de los pliegues pegajosos, pero otras manos lo arroparon con firmeza. Su fiebre había ardido sin control durante tres días, resistiendo la salvia y la verbena, los baños con esponjas y las plegarias; su cuerpo se consumía literalmente.
El doctor Hobbys estaba inclinado sobre la cama. Pobre Hobbys. Parecía la mismísima ira de Dios. Como si él fuera el culpable.
– Vuestra Gracia, por favor, no tratéis de hablar. Ahorrad vuestras energías.
¿Para qué? Pero nunca haría esa broma. Estaba demasiado cansado para hablar, y necesitaba un supremo esfuerzo de voluntad tan sólo para mantener los párpados abiertos, para no despeñarse en la oscuridad, en el sueño profundo que prometía un alivio.
– Nunca debí permitir que lo hicierais. Sabía que sería muy duro para vos.
Eduardo también lo había sabido. Pero no tenía opción, y había insistido en que los lores acudieran a su lecho. Los dos hijos de Lisbet, y sus hermanos Edward y Lionel. Su canciller, Rotherham. Will… un buen hombre, y leal. John Morton, ese lancasteriano inteligente. Tom Stanley, que había cometido demasiadas traiciones para merecer confianza. Los otros miembros del consejo, los que estaban en Londres. Pero había muchos que no podía convocar. Anthony, en Ludlow con su hijo, con el pequeño Eduardo. John Howard, en sus propiedades de Essex. Buckingham, en Brecknock, en el sur de Gales. Northumberland, en la frontera escocesa. Y Dickon, en Middleham, más de doscientas millas al norte, en el momento en que más lo necesitaba.
Había hecho lo que podía, les había ordenado que renovaran su lealtad a Eduardo, a su hijo. No había sido fácil. Cada hálito era precioso, requería un gran esfuerzo, y eso daba mayor peso a sus palabras; ellos veían el precio. Debían zanjar sus diferencias, suplicó. Debían hacer las paces en aras de Inglaterra, en aras de su hijo. Entre toses espasmódicas tan violentas que cada una parecía la última, los exhortó a olvidar sus reyertas. A estas alturas, sólo Tom Stanley y John Morton tenían los ojos secos; Will Hastings y Thomas Grey lloraban sin vergüenza, y él los instó a estrecharse la mano, a jurar que sepultarían el pasado, que respaldarían a su hermano Ricardo para que gobernara el reino hasta que su hijo fuera mayor.
¿Era suficiente? Lo dudaba. ¡Jesús, cuánto se despreciaban uno al otro! Will detestaba a Tom Stanley. Northumberland sentía envidia de Dickon por haber ganado la lealtad del norte en desmedro de los Percy. Howard no soportaba a Morton. Y todos odiaban a Lisbet y los Woodville. Antes no le había importado, no se tomaba a pecho sus rencores, sabiendo que él tenía fuerza suficiente para mantener la paz entre todos. Incluso le causaba gracia, pues esas rivalidades los obligaban a depender más de él. Pero, ¿qué sucedería ahora? ¿Dickon tendría la fuerza para mantenerlos unidos? Más valía que sí. De lo contrario…
– Vuestra Gracia, debéis descansar. Estáis combatiendo el sueño, y no debéis hacerlo.
Eduardo miró más allá de Hobbys, miró la mesa que habían acercado a la cama. En ella había hierbas medicinales, un crucifijo de oro batido y una copa incrustada de rubíes. Eduardo miró la copa, y Hobbys comprendió y se la acercó a los labios.
– La reina… -Eduardo bebió otro sorbo, se recostó en la almohada-. Hacedla venir.
Al menos Lisbet no lloraba. Gracias a Dios. El torrente de lágrimas de Jane había sido difícil de soportar. Quería decir muchas cosas. Muchas. Ojalá Lisbet lo entendiera. Una mujer no podía ser regente. El país nunca la aceptaría. Ella tenía que ceder el poder, tenía que hacerse a un lado. Dos veces en los últimos doscientos años un niño había heredado la corona, con consecuencias desastrosas para todos. Eso no debía ocurrirle a su hijo Eduardo. Pero, ¿comprendía Lisbet el peligro? ¿Comprendía que los hombres terminarían por dominar a un rey niño? Sólo Dickon podía evitar que Eduardo se transformara en un pelele manipulado por una u otra facción en la lucha por la soberanía. ¿Lisbet lo veía? No existía afecto entre ella y Dickon, pero eso ya no importaba. Ella lo necesitaba, pero quizá no se diera cuenta. Ojalá lo entendiera. Santo Jesús, que lo entendiera.
Ella le asía la mano con una mano helada. ¿O era que su mano estaba en llamas? Sentía ardor en todo el cuerpo. Le costaba impedir que su mente divagara. Sus párpados estaban pesados como piedras. Pero no debía cejar, todavía no. Aún debía decirle muchas cosas. Stillington… Tenía que tranquilizarla en lo concerniente a Stillington, decirle que el viejo no hablaría. Tenía que creerlo, tenía que… Ojalá Eduardo estuviera aquí. No debían mantenerlo tanto tiempo en Ludlow. Habría sido mejor traerlo con mayor frecuencia a la corte, hacerle conocer mejor a Dickon. Demasiado tiempo en compañía de Anthony… Ahora le costaría más depositar su confianza en Dickon y Will, hombres que no conocía bien… Tarde, demasiado tarde. Tendría que haber hecho muchas cosas de otra manera.
Pobre Lisbet. Tan bella en otros tiempos. Tan bella. Diecinueve años. E hijos, hijos que causaban orgullo. Tenía que decírselo… No siempre fácil para ella. Warwick. Dar a luz a Eduardo mientras estaba asilada. No, nada fácil. Y luego Nell. ¿En qué pensaba Lisbet? Si tan sólo alzara la vista…
– Te amé… -Apenas un susurro, pero vio que ella lo había oído. Ella irguió la cabeza, alzó las pestañas. Los ojos estaban desencajados, libres de lágrimas, libres de todo salvo un miedo espantoso. Eduardo quedó pasmado-. ¡Por Dios, Lisbet! No… no cometas ninguna estupidez. No debes…
Pero la garganta se le cerraba, su pecho resollaba y un ataque de tos le convulsionó el cuerpo, dejándolo sin aire, arrancándole esputo ominosamente manchado de sangre. Isabel observó horrorizada mientras el doctor Hobbys corría a la cama y empezó a retroceder, alzando las manos como para tapar algo que no podía afrontar.
En el cielo encapotado, una negrura arremolinada tapaba las estrellas. Thomas Grey permaneció un rato en la escalera de la capilla de San Esteban, mirando con ojos ciegos la oscuridad desierta de los jardines. Reinaba tanto silencio que se oía nítidamente el abofeteo del agua contra la muralla del río. Llegó el vibrante sonido de las campanas de una iglesia. Los monjes de la gran abadía de San Pedro eran llamados a los maitines. Se corrigió de inmediato. No, era un repique a muerto, destinado a recordar a todos los que oían que rezaran por el alma del rey agonizante.
Thomas tiritó. Hacía frío para principios de abril, pero no se animaba a regresar al palacio. Y aún menos deseaba regresar a solas a su suntuosa mansión del Strand.
Thomas tenía sólo siete años cuando su padre murió luchando por Lancaster en la batalla de San Albano. Tres años después su madre se había casado con el rey yorkista y el mundo cambió para siempre. Para un joven impresionable, Eduardo era realmente el Sol en Esplendor, y en los años turbulentos que siguieron Thomas se había conformado con reflejar el fulgor de su padre. ¿Había amado a Eduardo? Nunca se había hecho esa pregunta, y no podía responderla ahora. Pero los momentos en que había sido más feliz eran las ocasiones en que había logrado obtener la atención o la aprobación de Eduardo. Ahora Eduardo agonizaba, y Thomas se encontraba a la deriva en un mar oscuro, funesto y desconocido.
Por impulso, subió la escalera, entró en la capilla. La luz de las lámparas alumbraba los frescos de las paredes, los colores enjoyados y el reluciente esplendor de los vitrales. Pero dio la casualidad de que la primera escena que llamó la atención de Thomas fue una vivida imagen de la crucifixión de Jesús en el Calvario, una representación precisa y truculenta del sufrimiento humano. No era una visión reconfortante para una imaginación desbocada, y Thomas dio media vuelta. Entonces oyó un sonido suave y sofocado, semejante al maullido de un gatito hambriento. Desandando sus pasos, entró en la nave, vio a una mujer ovillada en el suelo ante el altar mayor.
Al arrodillarse junto a ella, Thomas soltó un grito sobresaltado.
– ¡Válgame! ¡Jane!
Ella alzó el brazo para tapar la luz. Tenía los ojos hinchados, grotescamente manchados de maquillaje, la cara surcada por las lágrimas y el colorete. Miró a Thomas sin reconocerlo, pero no se opuso cuando él la alzó en brazos.
– Ven, Jane. Ven, querida. Te llevaré a casa.
Ella no tenía capa. Thomas sólo lo notó cuando la bajó a los brazos de sus barqueros. Se quitó la suya, arropó a Jane y la puso junto a él en la barca. Los barqueros se alejaron del muelle.
Jane siguió llorando mientras la barca navegaba río abajo, hipando como una niña y sepultando la cara en el hombro de Thomas. Él le acarició el pelo, calmándola con murmullos y devanándose los sesos para saber qué haría a continuación. La casa que Eduardo había alquilado para ella estaba en la esquina de las calles Gracechurch y Lombard, a cierta distancia del río, y Jane no estaba en condiciones de caminar.
Mientras reflexionaba sobre el problema, las luces de una casona brillaron en la oscuridad que envolvía la costa. Coldharbour, la mansión costera que había pertenecido a la difunta hermana de Eduardo, la duquesa de Exeter. Su esposo, Thomas Saint Leger, aún la utiliza ba, con autorización de Eduardo. Saint Leger no estaba en Londres, pero él y Thomas habían compartido muchas jarras de vino, así que Thomas no vaciló.
– Atracad en Coldharbour -ordenó a los barqueros.
Si los sirvientes de Saint Leger estaban enfadados porque los levantaban de la cama en plena noche, ocultaron prudentemente el enfado al identificar a los inesperados visitantes, y pronto pusieron los establos de Saint Leger a disposición del marqués de Dorset, hijastro del rey. Poco después, Thomas ayudaba a desmontar a Jane para subirla por la escalera de su casa.
Thomas se quedó mirando a Jane unos instantes y, contra su voluntad, sólo la veía a ella y Ned desnudos en esta cama. Ella ya no sollozaba, pero no parecía reparar en su entorno, mascullando y tirando de las mantas con dedos vacilantes. Se preguntó si tendría fiebre; sólo Dios sabía cuánto había permanecido en esas baldosas heladas. Apoyándole los labios en la frente, se alivió al encontrarla fresca. Los labios, en cambio, estaban calientes, sabían a sal.
Nunca había visto que la pena afectara tanto a alguien. Casi parecía ebria. Buscó un paño húmedo y le limpió el maquillaje, pero ella no se movió. Sentado junto a ella en la cama, le quitó los zapatos y luego le desenrolló las medias sujetas con ligas en las rodillas. Sus pies eran menudos y helados; los frotó entre las manos para calentarlos y luego se inclinó para saborear de nuevo sus labios.
Su vestido era de última moda, caía desde los hombros en un profundo cuello en V. Diciéndose que así estaría más cómoda, comenzó a desatarle los lazos del corpiño.
No fue satisfactorio. En ocasiones se había acostado con mujeres demasiado ebrias para entender lo que sucedía, y así era con Jane. No le ayudaba ni lo detenía, permanecía flácida e indiferente, y las lágrimas le caían de las pestañas y le goteaban en el pelo hasta una almohada ya húmeda. Él llegó rápidamente al orgasmo, se apartó y se acostó de espaldas, decepcionado. Durante años había deseado a esa mujer, había fantaseado con ella. Ahora que la había poseído, ¿por qué le complacía tan poco?
Ella se había puesto a tiritar; le veía la piel de gallina en los brazos, en la curva hinchada de los pechos. Buscó la manta caída, los cubrió a ambos. Ella se le acercó, buscando instintivamente el calor de su cuerpo, y al fin cayó en un sueño profundo. Thomas apenas dormitó, y aún estaba despierto cuando una bruma dorada se propagó sobre la ciudad, tiñendo el cielo con las glorias de un amanecer de abril.
Thomas se sintió agraviado por el despuntar de un día tan hermoso, cuando la mañana tendría que ser gris, húmeda y oscura. Junto a él, Jane se movía. El sueño y el llanto le habían hinchado los ojos plateados. Los ensanchó, sorprendida.
– ¿Tom? Tom, ¿qué…?
Antes de que ella pudiera decir más, él se le puso encima, le tapó la boca con los labios. Ella quiso apartarlo, pero él no le hizo caso, le acarició el cuerpo con las manos, explorando los senos, el vientre, los muslos. Ella pronto dejó de resistirse y él soltó una risa exultante cuando Jane le echó los brazos al cuello para estrecharlo. Pero su triunfo no fue tal como él esperaba, pues cuando la llevó al orgasmo, el nombre que ella le jadeó al oído era «Ned».
– Milady, ahora es vuestra salud la que me preocupa. ¿Por qué no tratáis de descansar? Febril como está el rey, ni siquiera sabe que estáis aquí.
Bess sacudió la cabeza con terquedad.
– No lo sabéis con certeza, doctor Albon, y aunque tengáis razón, no me importa.
Sintió gratitud cuando el doctor Hobbys llamó a su colega. Al menos él lo entendía, pensó Bess, sabía cuánto necesitaba ella estar allí.
Pero era posible que el doctor Albon tuviera razón. Papá no parecía reconocerla, ni a ella ni a nadie. Maese Gunthorp, deán de la capilla real, le había asegurado que él estaba en paz. Mientras conservaba sus facultades, se había confesado, había manifestado contrición por sus pecados, y, una vez que dio respuestas afirmativas a las siete preguntas que le hicieron los sacerdotes, le pusieron el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor en la lengua. Una vez que un hombre quedaba absuelto, volvía sus pensamientos hacia Dios, le recordó maese Gunthorp, e iba al encuentro del Creador con el corazón tranquilo y el alma purgada de males terrenales.
Bess quería creer que era así. Pero entonces, ¿por qué los murmullos febriles de papá eran tan inquietos? Esas historias en que se deleitaban los trovadores, sobre esposas infieles que se delataban en los devaneos de la fiebre, no eran veraces. Ella no entendía lo que decía papá, salvo algún que otro nombre. Pero la turbulencia de sus pensamientos era inequívoca. No parecía un hombre liberado de cuitas y preocupaciones mortales.
En su delirio, hablaba del tío Jorge. ¿Qué lo obsesionaba tanto? ¿Lamentaba la ejecución de Jorge? Una vez la sobresaltó al erguirse y exclamar «Dick», con súbita claridad. Bess pensó que llamaba al tío Ricardo, o quizá a su hermano menor, pero luego él murmuró «Warwick» y supo que lo visitaba el fantasma de su primo, muerto doce años atrás en Barnet Heath. Era perturbador escucharle hablar con el pasado, con gente muerta tiempo atrás, gente que ella no conocía, y no pudo contener el llanto cuando él la miró sin reconocerla y la llamó «Nell».
Al romper el alba, él se había calmado un poco. Le oyó decir «Edmundo», y ella ansió que fuera así, que él hubiera regresado a su infancia de Ludlow. Encorvándose sobre la cama, le puso una compresa fresca en la frente. Era extraño, pero ni una vez había llamado a mamá.
Bess tenía sentimientos ambiguos sobre su madre. Sentía gran respeto por Isabel, y procuraba complacerla, y desesperaba de igualar jamás la deslumbrante belleza platinada de Isabel. Pero al llegar a la adolescencia, miraba a su madre con ojos cada vez más críticos. Bess no era ciega, y era consciente de los excesos de su padre. Si papá fuera realmente feliz con mamá, no necesitaría a otras mujeres. Así que mamá debe fallarle.
Pero lo que Bess no podía perdonar a su madre era que no estuviera junto al lecho de Eduardo. ¿Cómo podía no estar con él? ¿Cómo podía ser tan fría, tan indiferente?
Se lo había dicho a su hermana y le sorprendió descubrir que Cecilia era menos severa en sus juicios.
– No significa que no le importe, Bess. Creo que le asusta ver a papá tan desvalido. Él siempre fue tan fuerte, tan enérgico, y ahora…
Bess no estaba convencida, pero decidió dar a su madre el beneficio de la duda. Aunque sólo tenía catorce años, Cecilia había demostrado que era inusitadamente sensible a las necesidades tácitas de los demás, y Bess había llegado a respetar la intuición de su hermana menor.
Ojalá Cecilia estuviera con ella ahora. Pero horas atrás, los resuellos de Eduardo comenzaron a combinarse con vagidos guturales. Ambas supieron lo que era sin que se lo dijeran: el estertor de la muerte. Había sido demasiado para Cecilia; huyó de la cámara, dejando el eco de sus sollozos entrecortados.
Extrañamente, el sonido no asustó a Bess. Incluso le brindaba un perverso consuelo, pues ya no tenía que seguir con ojos aprensivos el rápido ascenso y descenso del pecho. El sonido le garantizaba que aún respiraba, aún vivía. Pues aunque creía haber aceptado la sentencia de muerte dictada por los doctores Hobbys y Albon, aún no había abandonado toda esperanza.
Se levantó del asiento, se acercó a la cama. Un hilillo de saliva relucía en la comisura de la boca de Eduardo; se la enjugó con delicadeza. La respiración volvió a cambiar. Ahora consistía en jadeos profundos, con pausas asombrosamente largas.
– Preparaos, milady. No falta mucho -murmuró el doctor Hobbys a sus espaldas.
Sabía que él se proponía ser amable, pero tuvo que reprimir el afán de escupirle, de gritarle que se equivocaba, que no quería oírlo. De nuevo acercó los dedos al rostro de su padre, y él abrió los ojos. Estaban vidriosos y brillantes por la fiebre, hundidos. Pero estaban lúcidos y la miraban con plena consciencia por primera vez en horas.
– Bess…
– Sí, papá, sí. Aquí estoy.
– Lo lamento… Lo lamento mucho…
– ¿Qué, papá? No tienes nada que lamentar, nada. -Vio que él procuraba hablar, y supo que debía pedirle que se callara, pero no pudo; esos últimos momentos de comunicación coherente eran demasiado preciosos para perderlos.
– Dulce Bess… Tan amada. -Él movió la mano a tientas. Ella lo entendió, y le asió la mano, entrelazándole los dedos.
– No te preocupes, papá. Por favor, no te preocupes.
– ¿Sabes cuáles son… los peores pecados?
Ella se le acercó, sin saber si había oído bien.
– No, papá. ¿Cuáles son los peores pecados?
El arqueó la boca en lo que ella supo que sería su última sonrisa.
– Los peores -susurró él- son aquéllos que están a punto de ser descubiertos.
Bess no entendió.
– Descansa, papá. Todo saldrá bien, te lo prometo. Ahora descansa.
Fin del volumen segundo