LIBRO I

1 De nuevo en «El Último Hogar»

Oía tras ella ruidos de pies ganchudos, que arañaban las hojas del bosque y las hacían crujir. Tika se puso en tensión, pero trató de actuar como si no se hubiera percatado de nada y siguió adelante a fin de atraer a la criatura. Aferraba con la mano la empuñadura de su espada y el corazón comenzó a latirle a un ritmo vertiginoso a medida que se acercaban las pisadas, hasta que la envolvió un hálito maloliente y sintió en su hombro el contacto de una garra. Dando media vuelta, la muchacha blandió la espada y arrojó al suelo, con gran estrépito… ¡Una bandeja repleta de jarras de cerveza!

Dezra emitió un alarido y retrocedió asustada, a la vez que los parroquianos de la taberna estallaban en sonoras carcajadas. Tika sabía que sus pómulos habían enrojecido tanto como su melena, y no acertaba a reprimir el temblor de sus manos ni su acelerado pulso.

—Desde luego, Dezra —dijo con frialdad—, posees la gracia y la inteligencia de una enana gully. Quizá podríais intercambiar con Raf vuestros respectivos quehaceres; tú te ocuparías de retirar los desperdicios y él serviría las mesas.

La increpada levantó la vista desde donde, de rodillas, recogía los fragmentos de cerámica esparcidos en un lago de líquido dorado.

—Quizá tengas razón y es lo que debería hacer —replicó enfurecida, y lanzó de nuevo los añicos al suelo—. Sirve las mesas tú misma, ¿o acaso el hacerlo está por debajo de tu rango, Tika Majere, heroína de la Lanza?

Tras traspasar a la muchacha con una mirada preñada de reproche Dezra se levantó, propinó desordenados puntapiés a los restos de las jarras para apartarlos de su camino y salió de la posada como una exhalación.

La puerta principal, al abrirse, se meció con violencia sobre sus goznes y provocó una curiosa mueca en el rostro de Tika, que había atisbado en la hoja de pesada madera unas resquebrajaduras poco halagüeñas. Afloraron a sus labios frases desabridas mas se mordió la lengua a sabiendas de que, si las pronunciaba, después lo lamentaría.

Como nadie acudiera a cerrar el maltratado batiente, la luz de la tarde se filtró en el local. El fulgor cobrizo del sol poniente se reflejó en la lustrosa superficie de la barra y reverberó contra las copas, danzando incluso en el charco de cerveza. Acarició asimismo los rojizos tirabuzones de Tika en un juego de fuerzas, ahogando al instante las risas burlonas de los parroquianos los cuales, sin darse apenas cuenta, posaron en la mujer miradas anhelantes.

Ella ni siquiera lo advirtió, estaba demasiado avergonzada de su acceso de ira para pensar en tales nimiedades. Se asomó a la ventana y vio que Dezra se enjugaba los ojos con el delantal, en el mismo momento en que un nuevo cliente entraba en la posada y, al ajustar la puerta, obstaculizaba el paso de la luz crepuscular. De todos modos, la fresca penumbra prestaba al establecimiento un clima más acogedor.

Tika se pasó también la mano por los ojos. «¿En qué clase de monstruo me estoy convirtiendo? —se preguntó azuzada por el remordimiento—. No ha sido culpa de Dezra, sino de esa terrible sensación que me corroe el alma. ¡Ojalá merodearan por aquí draconianos a los que enfrentarse! Cuando luchaba a brazo partido al menos conocía la causa de mis temores, podía entrar en acción y vencerlos. ¿Qué puedo hacer ahora, si ni siquiera soy capaz de identificar al objeto de mi inquietud?».

Unos gritos interrumpieron sus cavilaciones, voces que reclamaban cerveza y comida. Las risas inundaron el ambiente, desintegrándose en un sinfín de ecos entre los muros de «El Último Hogar».

«Esto era lo que quería recuperar, por eso volví. —Tika contuvo el llanto y se sonó con el paño de la barra—. Me encuentro de nuevo en casa, rodeada de personas tan acogedoras y cálidas como la puesta de sol. No oigo sino las más diversas manifestaciones de amor que cabe imaginar: risas, palmadas de camaradería, un perro que lame… ¿Un perro que lame?». Tika gruñó y abandonó el mostrador.

—¡Raf! —amonestó al enano gully, aunque en el fondo se sabía impotente para corregirlo.

—La cerveza se derrama, yo secar —explicó él, mirando a la posadera y sorbiendo las gotas que refulgían en sus comisuras.

Algunos de los parroquianos de antaño sonrieron pero unos pocos, nuevos en el local, contemplaron al enano con repugnancia.

—Haz el favor de utilizar un paño para limpiar ese desastre —le siseó Tika sin alzar la voz, mientras dedicaba una mueca de disculpa a los descontentos. Le alargó la bayeta de la barra y el gully se apresuró a recogerla, si bien la sostuvo inmóvil en su mano con una expresión alelada en los ojos.

—¿Qué quieres que yo hacer?

—Fregar la mancha que ha dejado el líquido vertido —le urgió la muchacha a la vez que trataba, sin éxito, de ocultarle de ciertas miradas tras su holgada y vaporosa falda.

—Yo no necesitar esto —repuso Raf solemne—. No voy a ensuciar tan bonito paño. —Devolvió la bayeta a Tika y, poniéndose de nuevo a cuatro patas, comenzó a lamer la cerveza, mezclada ahora con el barro de quienes entraban y salían.

A la joven le ardían las mejillas cuando se inclinó hacia adelante y levantó a Raf por el cuello de la camisa, sin cesar de zarandearlo.

—¡Usa el paño! —le susurró furiosa—. Los clientes están perdiendo el apetito. Y en cuanto termines despeja esa mesa enorme que hay junto a la chimenea. Espero a unos amigos, y…

Se interrumpió al ver que Raf la contemplaba con los ojos desorbitados, en un vano intento de asimilar tan complicadas instrucciones. Era una criatura excepcional, si se tienen presentes las aptitudes de los enanos gully, pues llevaba tan sólo unas semanas en la posada y Tika ya le había enseñado a contar hasta tres —pocos miembros de su raza sobrepasaban el dos—, además de ayudarle a eliminar su hedor. Esta inesperada proeza intelectual, combinada con la pulcritud, le habrían erigido en rey de su pueblo de haber alimentado el hombrecillo tales ambiciones. Sin embargo, era consciente de que ningún monarca en el mundo vivía como él, ninguno tenía ocasión de «secar» la cerveza que caía de las mesas ni de transportar los desechos. A su manera poseía un atisbo de inteligencia, si bien ésta tenía sus limitaciones y la joven humana había topado con ellas.

—Espero a unos amigos, y… —repitió, mas decidió abandonar sin concluir su frase—. No importa, basta con que limpies el suelo… valiéndote del paño. Luego búscame y te indicaré la próxima tarea —añadió en actitud severa.

—¿Yo no beber? —inquirió Raf suplicante, pero la mirada de Tika no admitía réplicas y él así lo captó—. De acuerdo, cumpliré tus órdenes.

Sin poder reprimir un suspiro de desencanto, el enano recuperó la bayeta que la muchacha le ofrecía y la extendió sobre el charco mientras farfullaba algo acerca de «echar a perder un brebaje delicioso». Reunió acto seguido las piezas de las jarras y, tras someterlas a un breve examen en su palma, esbozó una sonrisa y las embutió en desorden dentro de los bolsillos de su jubón.

Tika se preguntó qué pretendía hacer con aquellos fragmentos inservibles, pero sabía que era mejor no indagar y se abstuvo de hacerlo. Regresó en silencio al mostrador, bajó otros recipientes del estante y los llenó hasta el borde de espuma sin que le pasara desapercibido, aunque optó por disimular, que Raf se había cortado con un canto especialmente afilado y ahora estaba acuclillado, estudiando con gran interés el gotear de la sangre entre sus dedos.

—¿Has visto a Caramon? —preguntó al enano gully con aire casual.

—No, pero sé dónde buscarlo —contestó él mientras se frotaba la mano herida contra el cabello—. ¿Tú quieres que yo ir?

—¡Ni hablar! —lo espetó la posadera frunciendo el ceño—. Está en casa.

—Creo que tú equivocar —replicó Raf con un movimiento de cabeza—. No después de que el sol se pone…

—¡Está en casa! —se obstinó ella. Era tal su cólera que el enano se encogió en su rincón.

—¿Nos apostamos algo? —propuso el hombrecillo, aunque en un tono de voz muy quedo. El talante de Tika en los últimos días era sumamente explosivo.

Por suerte para Raf, el ama no lo oyó. Terminó de llenar las nuevas jarras de cerveza y las llevó en una bandeja a un nutrido grupo de elfos, que se habían agrupado en una mesa junto a la entrada.

«Espero a unos amigos. Amigos entrañables», repitió una vez más, ahora para sus adentros.

Tiempo atrás la idea de ver a Tanis y Riverwind se le habría antojado excitante, maravillosa. Ahora, en cambio… suspiró, distribuyendo las bebidas sin conciencia de lo que hacía. «Permitan los auténticos dioses —suplicó— que vengan y se vayan con la mayor premura posible. Sobre todo, que partan sin demora. Si se quedaran, averiguarían lo que está ocurriendo».

Este pensamiento hundió el ya escaso ánimo de Tika en una depresión que, al instante, se tradujo en un ligero temblor de sus labios. Si permanecían en la posada sería el fin, así de claro y sencillo. Su vida se agotaría sin remedio. La atenazó, de pronto, un dolor insoportable y, depositando con gesto precipitado la última jarra rebosante de líquido, dejó a los elfos entre pestañeos incontrolables. No se percató de las miradas que éstos intercambiaron sin decidirse a beber, ni recordó nunca que era vino lo que habían pedido.

Cegada por las lágrimas, su única obsesión era escapar a la cocina, donde nadie pudiera verla. Los elfos se hicieron atender por una de las mozas y Raf, suspirando satisfecho, se acuclilló y lamió el resto de la cerveza que aún no había limpiado.


Tanis, el Semielfo, se hallaba al pie de una colina, oteando el camino recto y enfangado que se extendía frente a él. La mujer a la que escoltaba y sus monturas aguardaban a cierta distancia, ya que tanto ella como los caballos necesitaban descansar. Aunque el orgullo había impedido a la dama pronunciar una sola palabra, Tanis descubrió en su rostro los surcos cenicientos de la fatiga. Durante la jornada hubo incluso una vez en que comenzó a cabecear sobre la silla, casi dormida, y de no ser por el fuerte brazo de su compañero se habría deslizado hasta la calzada. Por este motivo, pese a su ansia por llegar al punto de destino no protestó cuando el semielfo declaró que quería explorar el terreno en solitario y la ayudó a desmontar, instalándola entre unos cómodos matorrales que la cobijaban de apariciones inoportunas.

Le producía cierto resquemor dejarla sin su protección, pero estaba convencido de que sus siniestros perseguidores habían quedado rezagados y no ofrecían peligro. Su insistencia en acelerar la marcha tuvo su recompensa, si bien ambos viajeros estaban doloridos y exhaustos. Tanis confiaba en mantener su ventaja el tiempo suficiente para poner a la mujer en manos de la única persona en Krynn susceptible de ayudarla.

Iniciaron la cabalgada al amanecer, en franca huida de un terror que los acechaba sin tregua desde que abandonaron Palanthas. La experiencia adquirida en la guerra, sin embargo, no permitía a Tanis determinar qué era exactamente lo que tanto pavor les causaba. Ni siquiera le servía para hacer frente a sus miedos. También su acompañante había presentido la velada amenaza, lo adivinaba en sus ojos, si bien la altivez que la caracterizaba conservaba cerrado el caparazón de sus temores. En cualquier caso, era el aspecto enigmático del desafío lo que lo tornaba más espantoso.

Mientras se alejaba de los matorrales Tanis se sintió culpable. No debería dejarla sola, ni perder un tiempo precioso. Todos sus instintos de guerrero se rebelaron contra su actitud, mas había algo que tenía que hacer sin la presencia de testigos. De otro modo incurriría en un aparente sacrilegio.

Sumido en todas estas cavilaciones estaba el semielfo al detenerse en la falda del monte para hacer acopio de valor. Cualquiera que lo observase concluiría que se disponía a luchar contra un ogro, pero no era tal el caso. Tanis, el Semielfo, regresaba al hogar… y anhelaba el reencuentro tanto como lo temía.

El sol de media tarde emprendía su viaje el ocaso, hacia la noche. El cielo se habría ensombrecido antes de que llegaran a la posada y no le gustaba la perspectiva de recorrer los solitarios caminos en la oscuridad, si bien le alentaba a continuar el conocimiento de que una vez allí concluiría aquel periplo de pesadilla. Encomendaría el cuidado de la mujer a una persona de probada competencia y seguiría rumbo a Qualinesti. Ahora, no obstante, debía afrontar la visión de tan familiares parajes, así que respiró hondo, se cubrió el rostro con la capucha verde y emprendió la escalada.

Al coronar la colina su mirada se posó en un enorme peñasco, envuelto en una gruesa capa de moho. Durante unos minutos los recuerdos lo abrumaron, hasta tal extremo que tuvo que cerrar los ojos debido al aguijonazo que infligían las lágrimas a sus párpados.

«¡Estúpida misión! ¡Es la aventura más ridícula en la que me he embarcado en toda mi vida!», —la voz del enano lanzaba ecos en su cerebro.

«¡Flint, viejo amigo! No lo resisto, me produce una sensación demasiado lacerante. ¿Por qué accedería a volver? Nada he de conseguir, nada más que avivar las cicatrices del pasado. Al fin mi vida es feliz, tranquila. ¿Quién me mandaría comprometerme a venir?».

Descargando la tensión en un prolongado y trémulo suspiro, abrió los ojos y examinó de nuevo el peñasco. Dos años atrás —haría tres en otoño— se había encaramado a este mismo montículo y se había topado con su amigo Flint Fireforge, el enano, sentado en la roca tallando madera y, como de costumbre, profiriendo quejas. El encuentro entre ambos había desencadenado acontecimientos que convulsionaron al mundo y culminaron en la Guerra de la Lanza, la pugna que devolvió a la Reina de la Oscuridad al abismo y, de este modo, puso término al poderío de los Señores de los Dragones.

«Ahora soy un héroe», caviló Tanis a la vez que estudiaba apesadumbrado la variopinta colección de condecoraciones que exhibía: el pectoral de los Caballeros de Solamnia; el cinto de seda verde emblema de los corredores de Silvanesti, las legiones más respetadas de los elfos; el medallón de Kharas, el más alto honor que podían conceder los enanos, y otras insignias similares. Nadie, humano, elfo o mestizo había sido más agasajado. ¡Qué ironía, él que detestaba los premios y las ceremonias se veía ahora obligado a llevar tan llamativos distintivos porque se lo exigía su rango! El viejo enano se habría reído de buen grado de poder contemplar su porte.

«¿Tú, un héroe?». —Casi oía sus burlas. Pero Flint estaba muerto, abandonó el mundo hacía dos primaveras entre los brazos de Tanis.

«¿Por qué la barba? Ya eres bastante feo sin ella…». —Habría jurado que oía de nuevo la voz del hombrecillo, las primeras palabras que pronunció al divisarle en el camino.

Tanis se atusó sonriente aquella crespa mata que ningún elfo en Krynn podía lucir y que constituía la señal externa, fehaciente, de su herencia humana.

«Flint sabía muy bien el motivo por el que me la dejaba crecer libremente. Me conocía mejor que yo mismo, era consciente del caos que arrasaba mi alma y de que tenía que aprender una lección fundamental», recapacitó el semielfo mientras seguía contemplando con nostalgia aquel lugar calentado por los rayos solares.

«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza».

Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.

Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumbraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.

Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.

El semielfo meneó la cabeza en ademán negativo. Todos los moradores de Krynn creían que, al destruirse el retorcido Templo de la Reina Oscura en Neraka, la guerra había concluido. Todos ellos estaban ansiosos por sembrar el terreno asolado, socarrado bajo los hálitos de los Dragones, y olvidar así su sufrimiento.

Desvió los ojos hacia un gran círculo negro que se desplegaba en el centro del pueblo. Allí nada reverdecía, ningún arado podría sanar el suelo devastado entre las llamas y saturado por añadidura, de la sangre inocente de los millares de criaturas que asesinaran en su avance las tropas de los Señores de los Dragones.

Una débil sonrisa cruzó los labios de Tanis. Comprendía, sin que nadie se lo explicase, cuánto debía irritar aquella llaga abierta a quienes trabajaban para enterrar los vestigios de la espantosa epopeya. Él, sin embargo, se alegraba de que permaneciera indeleble y esperaba que su presencia perdurase por toda la eternidad.

Repitió en un susurro las palabras que oyera pronunciar a Elistan cuando el clérigo dedicó, en una solemne ceremonia, la Torre del Sumo Sacerdote a la memoria de los Caballeros que allí sucumbieron.

—Debemos recordar o caeremos en una peligrosa complacencia, tal como hicimos en el pasado, y el Mal volverá a surgir de las tinieblas.

«Si no lo ha hecho ya», se dijo Tanis desanimado. Con tal pensamiento pululando en su mente, inició el descenso de la colina.


«El Último Hogar» estaba abarrotado aquella noche. Aunque la guerra había destruido a numerosos habitantes de Solace, su término aportó tanta prosperidad a los sobrevivientes que algunos ya comenzaban a afirmar que «no fue tan terrible».

La ciudad, situada en una estratégica encrucijada de los caminos que jalonaban el país de Abanasinia, era visitada por múltiples viajeros. Sin embargo, en los días anteriores al estallido del conflicto la cantidad de itinerantes se redujo de manera considerable: los enanos, salvo algunos renegados como Flint Fireforge, se habían cobijado en su montañoso reino de Thorbardin o parapetado en las colinas circundantes, en un patente rechazo a comunicarse con el mundo; y los elfos habían hecho lo mismo, refugiándose en las bellas tierras de Qualinesti en el sudoeste o en las de Silvanesti, en el extremo oriental del continente de Ansalon.

La avasalladora contienda había alterado de nuevo las costumbres, reanudándose el movimiento que reinara en sus sendas antes de anunciarse los graves acontecimientos bélicos. Ahora elfos, enanos y humanos se desplazaban a menudo de un lugar a otro, tras abrirse sus urbes y territorios a quien quisiera conocerlos. Era una lástima que para alcanzarse este frágil estado de fraternidad se hubiera necesitado la aniquilación casi absoluta de los moradores del mundo de Krynn.

Pero volviendo a «El Último Hogar», hay que decir que, si bien fue siempre popular entre los nómadas por su excelente bebida y las patatas especiales de Otik, en los últimos tiempos había adquirido aún mayor renombre. La cerveza seguía siendo buena y las patatas, pese a haberse retirado su dueño, tan sabrosas como antaño, pero el auténtico motivo de la creciente fama de la posada era otro. Efectivamente, había corrido el rumor de que los héroes de la Lanza, como el pueblo llano había dado en apodarlos, frecuentaron el local varios años atrás.

Antes de abandonar el negocio, Otik había reflexionado seriamente sobre la conveniencia de colocar una placa conmemorativa cerca de la chimenea que dijera algo así como «Tanis, el Semielfo, y los Compañeros bebieron aquí». Tika, no obstante, se había opuesto con tanta vehemencia a su proyecto —sólo imaginarse lo que Tanis pudiera decir si veía algo semejante incendiaba las mejillas de la muchacha— que al fin renunció. Se resignó a no instalar ningún rótulo, pero no cesaba de contar a sus parroquianos la historia de la noche en que la mujer bárbara entonó su extraño cántico y curó a Hederick, el Teócrata, con una Vara de Cristal Azul, dando así testimonio de la existencia de los dioses antiguos y verdaderos.

Tika, que se había hecho cargo de la posada al dejarla Otik y esperaba ganar el dinero suficiente para comprarla, esperaba fervientemente que el anciano patrón se abstuviera de relatar estas proezas en el curso de la velada de esta noche. ¡Pobre muchacha! Ni siquiera todas las plegarias del mundo habrían conjurado tan difícil silencio.

Había en la sala varios grupos de elfos venidos desde Silvanesti para asistir a los funerales de Solostaran, Orador de los Soles y monarca de las tierras de Qualinesti. No sólo instaban éstos a Otik a repetir su narración, sino que la sazonaban con sus propias leyendas sobre cómo los héroes visitaron las regiones donde residían y los liberaron de un dragón perverso llamado Cyan Bloodbane.

La pelirroja muchacha advirtió que Otik la miraba de soslayo al mencionarse aquel nombre, ya que ella había sido uno de los miembros de la expedición a Silvanesti, pero se apresuró a silenciarlo mediante una briosa sacudida de sus bucles. Ésta era una de las partes de su viaje que siempre rehusaba explicar, ni siquiera discutir, y lo cierto era que rezaba todas las noches para olvidar las espantosas pesadillas relativas a tan torturada región.

Tika cerró los ojos unos segundos, deseando en lo más profundo de su ser que los elfos cambiaran de tema. Ya tenía bastantes sueños que la atormentaban en el presente como para evocar otros, pertenecientes a un pasado remoto.

«Ojalá lleguen y se vayan sin demora». Dedicó este anhelo a sí misma y a cualquier dios que pudiera escucharla.

Había concluido el fascinador crepúsculo y los clientes entraban sin cesar, ordenando platos y brebajes. Tika se había disculpado frente a Dezra y, después de derramar sendos torrentes de lágrimas, ambas corrían muy atareadas de la cocina a la barra y de ésta a las mesas, sin apenas dar abasto en el servicio. La nueva posadera se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta, y rezongaba improperios cuando oía elevarse la voz de Otik por encima del entrechocar de jarras y cubiertos.

—… Recuerdo que era una noche de otoño y yo tenía más trabajo que un sargento de instrucción draconiano. —Tales comentarios siempre suscitaban risas aunque a Tika le rechinaban los dientes, en una actitud muy dispar. Era innegable que la audiencia aumentaba por momentos y nadie haría callar al ufano narrador—. La posada estaba entonces en lo alto de un árbol vallenwood, igual que toda la ciudad antes de que los dragones la arrasaran. ¡Ah, qué hermosa era en aquellos tiempos que nunca han de volver! —En este punto solía suspirar e iniciar un breve sollozo, que despertaba la compasión de la concurrencia—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Me hallaba yo detrás del mostrador, ocupado en mi quehacer, cuando se abrió la puerta…

Se abrió la puerta, con tal sincronización que se diría que era una escena ensayada. Tika apartó una mecha pelirroja de su sudorosa frente y aguzó la vista entre las cabezas. Invadió la estancia un repentino silencio, a la vez que el cuerpo de la muchacha se tornaba rígido y clavaba las uñas en su carne.

Un hombre altísimo, que incluso tuvo que bajar la cabeza para entrar, se erguía en el umbral. Tenía el cabello moreno, y un rictus severo y sombrío torcía sus labios. Aunque arropado en una gruesa zamarra de piel, su cadencia al andar y su porte denotaban la fuerza de sus músculos. Lanzó una fugaz mirada al atestado albergue, un escrutinio que inmovilizó a los presentes y que era, en realidad, fruto de su desconfianza frente a cualquier indicio de peligro.

Aquel examen paralizador fue sólo una reacción instintiva, pues cuando sus penetrantes ojos se posaron en Tika se relajaron sus rasgos en una sonrisa, que acompañó con el gesto de abrir los brazos.

La joven vaciló, pero la visión de su amigo la llenó de júbilo y, también, de una indecible nostalgia. Abriéndose paso entre el gentío, se dejó estrechar por el recién llegado.

—¡Riverwind, querido compañero! —susurró con voz entrecortada.

Tras afianzar a la mujer entre sus manos, Riverwind la alzó en volandas sin el menor esfuerzo. Los clientes comenzaron a vitorearlos aunque, en lugar de aplaudir, golpearon sus jarras contra las mesas en un sordo repiqueteo. No daban crédito a su suerte, puesto que había irrumpido en la posada uno de los héroes de la Lanza como si lo hubieran transportado hasta aquí las alas del relato de Otik. ¡Incluso su ropa respondía a la descripción! Estaban fascinados.

Así pues, después de soltar a Tika, el hombretón se despojó de su zamarra de piel y todos pudieron distinguir el pectoral de jefe de los habitantes de las Llanuras, con sus secciones en forma de «V» cosidas en cueros de distinta textura, representativas de cada una de las tribus que gobernaba. Su atractivo rostro, aunque más avejentado que cuando Tika lo viera por última vez, estaba curtido por el sol y las inclemencias atmosféricas, pero brillaba en sus ojos una llama de júbilo interior que demostraba que había hallado la paz tan perseguida durante años de penalidades.

A la muchacha se le hizo un nudo en la garganta y comprendió que debía apartarse, pero no fue lo bastante rápida.

—Tika —dijo él abrazándola de nuevo, con un acento algo hermético a causa de su larga permanencia entre su pueblo—, me produce un gran placer volver a verte ¡más bella que nunca! ¿Dónde está Caramon? Ardo en deseos de saludarle… ¿Ocurre algo, amiga mía?

—Nada en absoluto —respondió la joven con falso ánimo, al mismo tiempo que agitaba sus rojizos bucles y parpadeaba—. Ven, he reservado un lugar junto al fuego. Debes sentirte exhausto… y hambriento.

Lo guió a través de la muchedumbre sin parar de hablar, de tal modo que el hombre de las Llanuras no logró intercalar una sola palabra. Los parroquianos la ayudaron sin proponérselo, manteniendo a Riverwind ocupado al apiñarse en su derredor a fin de tocar su atuendo y maravillarse frente a la suavidad de sus pieles, o bien estrechar su mano —costumbre que los de su raza consideraban pura barbarie— o, incluso, verterle las copas contra el rostro en un intento de ofrecerle su contenido.

El guerrero aceptó con estoicismo aquel despliegue de atenciones mientras acechaba los movimientos de Tika en medio de la batahola, acariciando a intervalos la espléndida espada elfa que pendía de su costado. Su serio semblante adquiría matices sombríos cada vez que miraba hacia las ventanas como si, hastiado del viciado ambiente de la posada, del calor y el ruido, sólo pensara en salir a los campos que tanto amaba. Con una habilidad muy propia de ella, la muchacha hizo a un lado a los curiosos más exuberantes y no tardó en sentarse junto a su viejo amigo en una mesa aislada, próxima a la cocina.

—Enseguida vuelvo —le prometió, dedicándole una sonrisa y desapareciendo entre los fogones antes de que su interlocutor despegara los labios.

Los ecos de la voz de Otik se elevaron de nuevo, acompañados por un inesperado estallido. Al ver interrumpido su relato, el anciano utilizaba el bastón —una de las armas más temidas en Solace— para restituir el orden. Cojeaba de una pierna y también contaba, a la primera oportunidad que se presentaba, cómo le habían herido durante la caída de Solace cuando, por su propia cuenta, luchó con las manos desnudas contra los ejércitos de draconianos que invadían la ciudad.

Tras disponer en una fuente un plato de patatas especiadas y regresar junto a Riverwind, Tika clavó en Otik una mirada furibunda. Conocía la historia verdadera, es decir, que se lastimó la pierna al ser arrastrado fuera de su escondrijo bajo el suelo. La conocía pero nunca la reveló ya que, en el fondo de su alma, quería a aquel hombre como a un padre. Fue él quien la acogió y la crió al desaparecer su progenitor y fue él también quien le proporcionó un trabajo honrado en un momento de su vida en que, quizás, hubiera incurrido en el robo a fin de salir adelante. El mero hecho de recordar telepáticamente a Otik que estaba en situación de ponerle en evidencia bastaba para impedir que sus exacerbadas narraciones escalaran cumbres más altas.

El alboroto se había apaciguado cuando la joven se instaló en la mesa de Riverwind, así que pudo al fin establecer un diálogo.

—¿Cómo están Goldmoon y vuestro hijo? —inquirió jovial, sabedora de que su oponente la estudiaba con suma atención.

—Goldmoon está muy bien y te manda besos —respondió él con su profunda voz—. En cuanto al niño —sus ojos se llenaron de orgullo—, sólo tiene dos años y ya monta mejor que muchos guerreros y es muy alto para su edad.

—Esperaba que Goldmoon se decidiera a acompañarte —comentó Tika, emitiendo un suspiro que no estaba destinado a ser oído.

El hombre de las Llanuras engulló su cena en pocos minutos y, a su término explicó:

—Los dioses nos han bendecido con otro par de hijos. —Observó a la joven con una extraña expresión en sus oscuros ojos.

—¿Un par? —repitió ella perpleja—. ¡Ah, te refieres a un par de gemelos! —comprendió de pronto—. Igual que Caramon y Raist… —Se interrumpió, y comenzó a mordisquearse el labio.

Riverwind frunció el ceño y trazó en el aire la señal que ahuyentaba los malos presagios mientras ella, ruborizándose, desviaba los ojos. Una voz rugía en sus oídos, y tanto el calor como la algazara general contribuían a marearla. Se tragó como pudo el amargo sabor de boca que atenazaba su lengua para obligarse a preguntar más detalles sobre la vida de Goldmoon y, pasado un rato, pudo centrarse en la parrafada del hombretón.

—… Hay aún pocos clérigos en nuestras tierras. Tenemos numerosos conversos, pero los poderes de los dioses se manifiestan con lentitud. Ella trabaja duro, demasiado en mi opinión, pero cada día está más hermosa. Y los gemelos, que en realidad son niñas, han heredado su cabello áureo y plateado.

Tika esbozó una triste sonrisa y Riverwind, que no había cesado de examinar intrigado su faz, enmudeció. Apuró su ya casi vacío plato y lo apartó, a la vez que declaraba:

—Sería para mí un gran placer prolongar mi visita, pero no puedo abandonar a mi pueblo durante mucho tiempo. Como sabes, mi misión es de la máxima importancia. ¿Dónde está Cara…?

—Voy a comprobar si te han preparado la alcoba —lo atajó la joven, levantándose de un modo tan precipitado que derramó parte de la bebida sobre la oscilante mesa—. He ordenado al enano gully que te haga la cama, y ya puedes imaginar lo que eso significa: lo más probable es que lo encuentre durmiendo como un tronco.

Se alejó presurosa pero, en lugar de subir la escalera en dirección a las habitaciones, salió al exterior por la puerta de la cocina. Se perdió su vista en la negrura y, sin cesar de sentir la caricia del fresco aire sobre sus febriles pómulos, suplicó en un siseo a los dioses:

—Por favor, haced que parta de inmediato.

2 Añoranzas

Quizá lo que más temía Tanis de su regreso a Solace era enfrentarse a la visión de «El Último Hogar». Allí había comenzado todo, el próximo agosto haría tres años. Allí, junto a Flint y Tasslehoff Burrfoot, el incansable kender, había entrado una noche para encontrarse con los viejos amigos. Allí su mundo se había vuelto del revés, sin que nunca más se enderezara tal como era en un principio.

Pero a medida que cabalgaba hacia la posada notó que sus temores se sosegaban. Tanto había cambiado que incluso le asaltó la sensación de dirigirse a un lugar ignoto, vacío de recuerdos. Se erguía el local en el suelo en lugar de ocultarse entre el ramaje del robusto vallenwood como antaño, y se atisbaban ciertas novedades, tales como algunas alcobas recientes, necesarias si se pretendía acomodar a los incontables viajeros, y una techumbre de diseño más actual. Además de los rasgos evocadores del pasado, se habían borrado de su estructura las cicatrices de la guerra.

En el mismo instante en que Tanis empezaba a relajarse, se abrió la puerta principal de la posada. Brotó la luz del interior, formando su haz un camino de bienvenida y el aroma de las patatas llegó a sus vías olfativas, transportado por la brisa y acompañado de risas estentóreas, multitudinarias. Los recuerdos renacieron como impulsados por un resorte y el semielfo, sobrecogido, inclinó la cabeza.

Mas, quizá por fortuna, no tuvo tiempo de hacer elucubraciones. Cuando él y su compañera se acercaron al albergue, el mozo de las cuadras corrió presto a sujetar las riendas de sus cabalgaduras.

—Forraje y agua —le especificó Tanis, deslizándose por la silla y arrojando una moneda al muchacho. Acto seguido se desperezó a fin de desentumecer sus contraídos músculos—. Di instrucciones anticipadas de que me preparaseis un caballo brioso y descansado. Me llamo Tanis, el Semielfo, y espero que mi emisario llegase oportunamente.

Los ojos del mozo casi se desorbitaron. Ya había observado la refulgente armadura y rica capa que portaba el desconocido, pero al oír su nombre su curiosidad fue reemplazada por la más viva veneración.

—S-sí, señor —tartamudeó, desconcertado de que tan noble héroe se dignase hablarle—. Recibimos vuestro mensaje y el animal está a punto. ¿Queréis que os lo traiga ahora mismo, s-señor?

—No —respondió Tanis con una sonrisa—. Aguarda unas dos horas, hasta que haya concluido mi cena.

—D-dos horas. Sí, señor. G-gracias, señor. —Meneando la cabeza de una manera monótona, como alelado, el muchacho asió las riendas que el semielfo trataba de embutir en sus manos insensibles y permaneció quieto, boquiabierto, olvidando su trabajo hasta que el impaciente equino lo despertó de una sacudida y casi lo tiró al suelo.

Una vez se hubo alejado el caballerizo con el agotado animal, Tanis se volvió para ayudar a desmontar a su acompañante.

—Debes ser de hierro —dijo ella tras poner el pie en el suelo—. ¿De verdad tienes intención de proseguir el viaje esta misma noche?

—Voy a hacerte una confesión: me crujen todos los huesos del cuerpo —comenzó a explicar el semielfo pero, sintiéndose incómodo de repente, se interrumpió. Era incapaz de conducirse con naturalidad en presencia de aquella mujer.

Vio que la luz de la posada bañaba sus rasgos femeninos, y leyó en ellos fatiga y pesar. Sus ojos parecían hundirse en unos pómulos huecos, cenicientos. También su paso, en consonancia con su demacrado aspecto, era vacilante, así que Tanis se apresuró a ofrecerle su brazo como apoyo. Ella lo aceptó, pero sólo un momento. Hizo acopio de voluntad y logró mantenerse firme, apartándolo con suavidad pero sin titubeos, antes de contemplar interesada su entorno.

El dolor mortificaba al semielfo al más mínimo movimiento, por lo que imaginó cómo debía sentirse una mujer tan poco acostumbrada a los esfuerzos físicos. No le quedó otro remedio que admirarla, ya que debía admitir que no había proferido la más leve queja durante su largo e inquietante periplo. Se había mantenido a su altura, sin rezagarse ni desobedecer sus órdenes por absurdas que, quizá, se le antojaran.

«¿Por qué entonces, se preguntó, no le inspiraba ningún sentimiento? ¿Qué dimanaba de su persona, tan desagradable, que le irritaba e incluso le producía cierto agobio?». Al escudriñar su rostro halló la respuesta. La única calidez que se perfilaba en sus rasgos era la que reflejaban las llamas del vecino establecimiento. Todo en ella respiraba frialdad, carencia de pasiones y de… ¿De qué? ¿Acaso de humanidad? Así se le había mostrado en el interminable y azaroso viaje, fríamente correcta, secamente agradecida y gélidamente distante. «Quizás incluso me habría enterrado con perfecto aplomo e impasibilidad», pensó pero, como si se amonestara a sí mismo por tan irreverente idea, posó la vista en el Medallón que ceñía su cuello: el Dragón de Platino de Paladine. Por simple asociación evocó las palabras de despedida de Elistan, que el clérigo susurró en su oído poco antes de su partida.

«Es conveniente que la escoltes, Tanis —le dijo el frágil anciano—. En muchos aspectos emprende una epopeya similar a la que realizaste tú años atrás, en busca del conocimiento de sí misma. No, tienes razón, ella ignora el auténtico motivo —le aclaró al constatar su expresión dubitativa—. Avanza con la mirada alzada hacia el cielo, no ha aprendido todavía que cuando uno olvida la senda bajo sus pies acaba por tropezar. Si no lo entiende a tiempo su caída será irreversible —añadió con una triste sonrisa, a la vez que mascullaba una plegaria—. Depositemos nuestra confianza en Paladine —concluyó».

Tanis frunció el ceño entonces y volvió a fruncirlo ahora, mientras recapacitaba sobre esta última frase. Aunque llegó a adquirir una sólida fe en las divinidades —más a través del amor y las creencias de Laurana que por ninguna otra razón— se sentía inseguro al poner su vida en sus manos y aquellos que, como Elistan, cargaban a los dioses con tan exhaustivo fardo tenían la virtud de impacientarle. «Dejemos que el hombre se responsabilice de vez en cuando de sus actos», meditó nervioso.

—¿Qué sucede, Tanis? —preguntó Crysania con su habitual frialdad.

No se había percatado de que durante todo este rato la había mirado sin verla, por eso le sobrevino un acceso de tos y tuvo que aclarar su garganta antes de apartar los ojos. Por fortuna, el mozo regresó en aquel preciso instante en busca del caballo de la mujer y ahorró al semielfo la necesidad de contestar. Se limitó a señalar la posada, y ambos se encaminaron a ella.

—A decir verdad —comentó Tanis cuando el silencio se tornó tenso—, me gustaría pernoctar aquí y departir con mis amigos. Pero he de estar en Qualinesti pasado mañana, y sólo una cabalgada ininterrumpida me permitirá llegar a tiempo. Mis relaciones con mi cuñado no son tan íntimas que me permitan perderme el funeral de Solostaran, se lo tomaría como una ofensa. —Sonrió de un modo enigmático, y apostilló—: Una ofensa personal y política, supongo que me comprendes.

A los labios de Crysania asomó una mueca, pero el semielfo advirtió que no era una señal de asentimiento. Se trataba de un gesto tolerante por el que le daba a entender que estas cuestiones familiares y políticas no merecían el interés de alguien tan elevado en sus miras.

En el momento en que llegaban a la puerta de la taberna, Tanis reveló a su acompañante:

—Además, añoro a Laurana. Resulta curioso el hecho de que en nuestra vida cotidiana, pese a estar cerca uno del otro, nos absorben tanto nuestras respectivas obligaciones que en ocasiones pasamos varios días sin intercambiar un saludo o una caricia, salvo en los intervalos en que salimos de nuestros mundos. Ahora, sin embargo, cuando nos separa una distancia tangible, me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho. Y no he de pensar en ella para que me invadan tales sentimientos, es algo que surge de forma espontánea…

Calló de repente, convencido de haberse puesto en ridículo al hablar como un necio adolescente. No obstante, pronto constató que Crysania no lo escuchaba en absoluto pues su rostro marmóreo había adquirido, si cabía, una mayor lividez, hasta tal extremo que el resplandor argénteo de la luna se revestía de cierto calor al compararse con aquella epidermis. Meneando la cabeza, el semielfo abrió la puerta sin poder reprimir un suspiro de pesar. «No envidio a Caramon ni a Riverwind», se dijo interiormente.

Los sonidos familiares, la tibia atmósfera de la posada abrumaron a Tanis quien, durante unos segundos, lo vio todo envuelto en una nebulosa. Distinguió el perfil de Otik, más viejo y más orondo, apoyado en un bastón mientras se aproximaba para palmearle fuertemente los hombros en señal de bienvenida. También había personas con las que nada había tenido que ver en el pasado y que, por alguna razón, ahora apretaban su mano entre apasionadas muestras de amistad.

Al fondo, en un segundo plano respecto a la barahúnda, el viejo mostrador lanzaba cegadores destellos a través de su pulida superficie, y al dirigirse hacia él poco faltó para que el semielfo pisara a un enano gully. De pronto, se plantó frente a él un individuo altísimo cubierto de pieles, y se encontró sin saber cómo estrujado en un cariñoso abrazo.

—Riverwind —susurró sin aliento, aferrándose al cuerpo del hombre de las Llanuras.

—Hermano —respondió éste en que-shu, el dialecto de su pueblo. Los parroquianos del albergue se abandonaron a una retahila de atronadoras aclamaciones, si bien Tanis no les prestó atención por haber retenido su mirada la mano que acababa de posar sobre su brazo una mujer poseedora de una flamígera melena y un sinfín de pecas en la faz. Sin deshacerse del abrazo del fornido hombretón, el semielfo atrajo a Tika hacia él y los tres se fundieron en un círculo cerrado de amistad que no admitía ni el paso de una brizna de aire. Era el suyo un vínculo de dolor y de gloria.

Fue Riverwind quien los incitó a recobrar la cordura. Poco acostumbrado a exhibir en público sus sentimientos, el corpulento guerrero se recompuso entre toses nerviosas y retrocedió, pestañeando y adoptando una actitud ceñuda hasta ser otra vez dueño de sus actos. Tanis, bañada su rojiza barba por las lágrimas, dio a Tika un nuevo apretón y estudió el interior del local.

—¿Dónde está ese forzudo que tienes por esposo? —inquirió jovial—. ¿Dónde se ha metido Caramon?

Fue una pregunta sencilla, natural, y Tanis no estaba preparado para la reacción que provocó. Los presentes se sumieron en el silencio, como si una criatura misteriosa los hubiera confinado en un tonel y Tika, por su parte, se ruborizó y, tras farfullar unas palabras ininteligibles, encorvó la espalda a fin de levantar en el aire al enano gully y zarandearlo, con tal fuerza que los dientes de éste comenzaron a castañear.

Anonadado, el semielfo consultó al hombre de las Llanuras con los ojos, pero el bárbaro se limitó a encogerse de hombros y enarcar las cejas. Dio entonces media vuelta, resuelto a esclarecer el misterio directamente con Tika, pero lo inmovilizó el gélido contacto de unos dedos en su brazo. ¡Crysania! La había olvidado por completo.

Ahora le tocó a su semblante el turno de sonrojarse, y se apresuró a hacer las consabidas, aunque tardías, presentaciones.

—La dama que me acompaña es Crysania de Tarinius, Hija Venerable de Paladine —anunció con tono formal—. Crysania, éstos son Riverwind, príncipe de las tribus de las Llanuras, y Tika Waylan Majere.

La sacerdotisa se desanudó la capa de viaje y retiró la capucha de su cabeza, de tal manera que el Medallón quedó al descubierto y despidió chispas bajo las velas. La túnica de pura y blanca lana de oveja de la mujer asomó entre los pliegues del manto, y un murmullo de respeto y temor circuló de boca en boca.

—Una alta dignataria del culto a los dioses…

—¿Has oído bien su nombre?

—Es Crysania, la persona de confianza de…

—¡La sucesora de Elistan!

La mujer hizo una leve inclinación de cabeza mientras Riverwind se sumía en una honda y solemne reverencia y Tika, tan encendidos aún sus pómulos que parecía víctima de un ataque de fiebre, arrojaba a Raf detrás de la barra y dedicaba a la recién llegada un saludo de cortesía.

Al escuchar la mención del apellido Majere, impuesto a Tika por el matrimonio, Crysania se giró inquisidora hacia Tanis y recibió en respuesta una señal de asentimiento.

—Es para mí un honor —declaró la sacerdotisa con su voz de hielo— conocer a dos seres cuyas hazañas perduran en nuestro recuerdo como un ejemplo que a todos debería guiar.

Tika quedó turbada pero complacida ante tan elocuente alabanza. En cuanto a Riverwind, aunque su severo rostro no se alteró, Tanis detectó sin dificultad cuánto significaba para un hombre de hondas creencias como él, una frase laudatoria proveniente de la sacerdotisa. El gentío que los rodeaba, y que no se había perdido aquel intercambio preliminar, aplaudió rabiosamente y prorrumpió en vítores. Otik, investido de un porte ceremonioso poco frecuente en él, condujo a los huéspedes hasta una mesa. Estaba radiante en compañía de aquellos héroes, como si hubiera organizado la guerra de modo que redundara en su beneficio.

Al sentarse, Tanis se sintió molesto a causa del griterío y la confusión del local, mas no tardó en decidir que quizá lo favorecería ya que, al menos, le daba la oportunidad de hablar con Riverwind sin ser oído. Sea como fuere, lo primordial ahora era averiguar el paradero de Caramon.

Una vez más empezó a preguntar por el desaparecido guerrero pero Tika, tras acomodarlos y apartar con grandes aspavientos a los curiosos que agobiaban a Crysania, vio que abría la boca y huyó rauda hacia la cocina.

El semielfo estaba desconcertado y deseoso de perseguir a la joven, pero las preguntas proferidas por Riverwind apartaron de su mente aquel extraño asunto. Unos minutos más tarde, ambos amigos se hallaban sumidos en una larga plática.

—Todos creen que la guerra ha concluido —afirmó Tanis—, y este hecho nos coloca en una situación más peligrosa de lo imaginable. Las alianzas entre elfos y humanos, que llegaron a ser muy sólidas en los días tenebrosos, comienzan a diluirse bajo la luz del sol. Laurana está ahora en Qualinesti, donde asiste al funeral de su padre a la vez que trata de sellar un pacto con Porthios, su terco hermano, y los Caballeros de Solamnia. El único rayo de esperanza susceptible de iluminar su camino es el que dimana de Alhana Starbreeze, la esposa de Porthios. Nunca creí que viviría lo bastante para presenciar cómo esta mujer elfa no sólo se muestra tolerante con los hombres y las otras razas de Krynn, sino que incluso los defiende frente a su intransigente marido.

—Extraño matrimonio el suyo —dijo Riverwind, a lo que el semielfo asintió con la cabeza. Los pensamientos de los dos compañeros volaron hacia la persona de su entrañable amigo, el Caballero Sturm Brightblade, quien después de su muerte fue ensalzado como el héroe de la Torre del Sumo Sacerdote. Uno y otro sabían que el corazón de Alhana yacía enterrado en la penumbra junto al de Sturm.

—No es el amor el que ha dictado ese casamiento —prosiguió Tanis tras un breve silencio—, aunque es posible que contribuya a restablecer el orden en el continente de Ansalon. ¿Qué me cuentas de tu vida, amigo? Ensombrecen y contraen tu rostro nuevas preocupaciones, si bien también es nueva la dicha que lo ilumina. Goldmoon notificó a Laurana el nacimiento de las gemelas.

—Has acertado en tu observación, hermano —fue la respuesta del hombre de las Llanuras con su proverbial timbre cavernoso—. Por un lado me inquieta sobremanera permanecer lejos del hogar y, por otro, me alegro tanto de verte que tu sola presencia alivia mi carga. Al partir dejé a dos tribus a punto de declararse la guerra. Había logrado, con ímprobos esfuerzos, mantener a sus adalides abiertos al diálogo y evitar así que se derramara una gota de sangre, pero los descontentos urden sus intrigas a mis espaldas. Sin duda aprovecharán cada minuto de mi ausencia para sacar a la luz viejas reyertas.

—Lo lamento, amigo, y aún te agradezco más que hayas venido —se solidarizó su contertulio y, tras espiar de soslayo a Crysania, se percató de que se enfrentaba a un grave problema—. Abrigaba la esperanza de que pudieras ofrecer a esta dama tu guía y protección. Se dirige —explicó con voz queda— a la Torre de la Alta Hechicería que se yergue en el Bosque de Wayreth.

Riverwind abrió los ojos en señal de alarma y desaprobación, ya que desconfiaba de los magos y de todo cuanto a ellos se refería. Tanis, que había captado el sentimiento que embargaba al bárbaro, se apresuró a reanudar su discurso:

—Veo que recuerdas bien las historias de Caramon sobre la visita realizada por Raistlin y por él mismo a ese lugar. A ellos los invitaron, mientras que Crysania ha decidido por su propia cuenta solicitar el consejo de sus moradores acerca de…

La sacerdotisa le clavó una imperiosa mirada y a continuación meneó la cabeza, de tal manera que el semielfo se vio obligado a interrumpir sus explicaciones. Se limitó a morderse el labio y repetir:

—Esperaba que accedieras a escoltarla hasta allí.

—Temí una proposición de esta índole —manifestó el hombre de las Llanuras— cuando recibí tu mensaje, por eso creí que era mi deber acudir y exponerte los motivos de mi negativa. En cualquier otro momento, como sin duda imaginas, me causaría un gran placer ayudaros y, en particular, consideraría un honor ofrecer mis servicios a una persona tan respetada. —Inclinó la cabeza ante Crysania, quien aceptó su homenaje con un esbozo de sonrisa que se difuminó al volver su mirada, sin dilación, hacia Tanis. Un surco de ira se dibujó en la frente de la altiva mujer.

»Pero es mucho lo que hay en juego —prosiguió Riverwind—. La paz que he establecido entre las tribus pende de un hilo, puesto que durante décadas han solucionado todos sus litigios mediante las armas. Y lo cierto es que nuestra supervivencia como nación y como pueblo sólo se solidificará si nos unimos, si trabajamos juntos a fin de reconstruir tanto el territorio que nos acoge como nuestra existencia.

—Lo comprendo —aseveró Tanis, conmovido por el disgusto que se evidenciaba en el rostro de su amigo al tener que rechazar su demanda. No obstante, sintió en su piel el punzante escrutinio de Crysania y asumió toda la cortesía que anidaba en sus entrañas para tranquilizarla—. No te preocupes, Hija Venerable de Paladine. Confiaremos tu cuidado a Caramon, un guerrero que vale por tres mortales corrientes, ¿me equivoco, Riverwind?

El príncipe de los que-shu sonrió al evocar recuerdos de antaño.

—Es innegable que podía comer por tres mortales corrientes, como tú dices. Y su fuerza era todavía más descomunal. Nunca olvidaré cuando levantó en el aire al fornido William Sweetwater, el posadero de «El Cerdo y el Silbido», durante aquel espectáculo de… ¿dónde fue, en Flotsam o en Port Balifor…?

—Ni la ocasión en que mató a dos draconianos incrustando sus cabezas entre sí —se unió el semielfo entre risas, feliz como si los recuerdos compartidos pudieran disipar la niebla que se cernía sobre Krynn—. Ni tampoco aquel día en el reino de los enanos. Aún visualizo la escena: Caramon se ocultó detrás de Flint y… —Inclinándose hacia Riverwind, recordó en su oído el final de la anécdota y él estalló en tan incontenibles carcajadas que su faz se tornó purpúrea, al borde de la asfixia. Cuando se hubo sosegado contó a su vez otra historia, y ambos compañeros comenzaron a enlazar relatos sobre la energía de Caramon, su pericia con la espada, su valentía y su elevado sentido del honor.

—Y no hemos hablado de la ternura que, pese a su tosquedad, era capaz de transmitir. A menudo me lo represento atendiendo a Raistlin con una paciencia inagotable, llevándole en volandas siempre que los ataques de tos parecían desencajar todos los huesos del mago…

Lo interrumpió un grito agónico, sucedido por un golpe seco y violento. Al darse la vuelta, sin salir de su asombro, Tanis descubrió la figura de Tika frente a él. Tenía el rostro blanco como la cera, sus ojos verdes centelleaban bajo un torrente de lágrimas.

—¡Partid sin tardanza! —les suplicó a través de unos labios que la sangre había cesado de regar—. ¡Por favor, Tanis, no hagas preguntas y abandona la posada ahora mismo! —Le sujetó por el brazo y hundió las uñas, dolorosamente, en su carne.

—En nombre de los Abismos, ¿qué sucede aquí? —Inquirió el semielfo sin escuchar su absurdo ruego mientras se encaraba, exasperado, con la desolada muchacha.

Respondió a su urgente demanda un colosal crujido de la puerta de la posada que se abrió de par en par, empujada por una tremenda fuerza desde el exterior. Tika dio un salto atrás, convulsionado su semblante por un terror tan invencible que impulsó al semielfo a girarse hacia el dintel con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada. Riverwind también reaccionó rápidamente: se puso en pie y se acercó a Tanis.

Una inmensa sombra llenó el umbral, extendiendo un lóbrego manto sobre la estancia. El alegre alboroto de los presentes cesó de inmediato, para transformarse en un zumbido inconcreto de quejas que nadie osaba expresar en voz alta.

Al recordar a las criaturas misteriosas y perversas que los perseguían, Tanis desenvainó la espada y se situó entre el oscuro contorno y Crysania. Sentía, aunque no podía ver su imagen, a Riverwind apostado tras él y resuelto a respaldarlo.

«De modo que nos han dado alcance», recapacitó el semielfo, ansioso en su fuero interno de enfrentarse a aquel terror vago e ignoto. Fijó los ojos en la grotesca masa que ahora se aproximaba a la luz.

Se trataba de un hombre muy corpulento pero, al escudriñarle con mayor atención, Tanis advirtió que su cinto gigantesco se diluía en una flácida capa de grasa. En efecto, su vientre demasiado contenido se desbordaba en mantecosos rollos por encima de los calzones y la mugrienta camisola no le cubría el ombligo, era muy poco paño para tal exuberancia de carnes. Las facciones, ocultas en parte bajo una barba de tres días, enmarcaban unas mejillas encendidas con un calor que nada tenía de natural, y que se hacía visible en grandes manchas irregulares. Por su parte, el cabello le caía en sucias greñas sobre la frente. También resultaba curioso el atuendo de aquel hercúleo humano ya que, pese a exhibir todas las huellas del polvo, el vómito y el áspero licor conocido como «aguardiente de los enanos», era de fina textura y rememoraba tiempos mejores.

Tanis bajó la espada, sintiéndose como un necio. Se hallaba ante una ruina devastada por el alcohol, acaso el fanfarrón de Solace, incapaz de usar otros medios distintos que su tamaño para intimidar a los ciudadanos. Lo contempló con una mezcla de lástima y repugnancia, mientras se decía que aquel pobre diablo no le era desconocido. Había en él algo familiar que no atinaba a definir y dedujo, tras unos segundos de reflexión, que debía haberse topado con él durante sus años de residencia en el lugar y ahora, debido a su evidente declive, no lograba identificarlo.

Hizo ademán de volverle la espalda pero, sorprendido, se detuvo al constatar que las miradas de los parroquianos confluían en él como una súplica expectante.

«¿Qué quieren que haga yo? ¿Atacarlo? ¡Vaya héroe sería si derribase al borrachín de la ciudad!», pensó en pleno acceso de cólera.

Un sollozo a escasa distancia interrumpió el curso de sus cavilaciones. Era Tika quien gemía, a la vez que se dejaba caer en una silla y, enterrado el rostro entre las manos, rompía a llorar como si le hubieran destrozado el corazón.

—Te pedí que abandonaras el local —logró articular en su llanto.

El perplejo Tanis consultó a Riverwind con la mirada, pero el hombre de las Llanuras estaba tan ignorante de la situación como su amigo y así se lo dio a entender. En el curso de estos breves intercambios, el intruso había avanzado unos pasos inseguros hacia el centro del local, y no cesaba de lanzar enfurecidos improperios contra todos.

—¿Qué es esto? ¿U-una fiesta? Y n-nadie ha in-invitado a su viejo… na-nadie me ha invitado a mí, p-por lo que veo.

No obtuvo respuesta. Los grupos reunidos en torno a las mesas se obstinaban en dirigir sus ojos hacia Tanis, con tal insistencia que incluso el borrachín se fijó en él. Intentó frenar el torbellino que giraba en su mente y le impedía distinguir al semielfo con claridad. A su pesado estupor vino a sumarse un incierto enfado hacia aquel personaje a quien reprochaba los males que él mismo se infligía. Pero, de forma repentina, sus pupilas se dilataron, sus labios se ensancharon en una sonrisa alelada y su cuerpo entero se inclinó hacia adelante, al mismo tiempo que extendía los brazos.

—Tanis, ami…

—¡En nombre de los dioses! —exclamó el interpelado, reconociéndolo al fin.

El colosal individuo, en su vacilante zancada, tropezó contra una silla y permaneció unos momentos meciéndose inestable, cual el árbol recién talado antes de venirse abajo. Sus iris danzaban de un lado a otro, tan enloquecidos que la muchedumbre, asustada, se apartó de él. Con un estrépito que sacudió los cimientos de la posada Caramon Majere, otro héroe de la Lanza, se derrumbó a los pies de Tanis.

3 El ocaso del guerrero

—¡En nombre de los dioses! —repitió el semielfo y, consternado, se volcó sobre el comatoso guerrero—. Caramon…

—Tanis. —El tono apremiante de Riverwind lo obligó a alzar la vista. El hombre de las Llanuras cobijaba a Tika en sus brazos mientras trataba, junto a Dezra, de consolar a la desdichada joven, pero el círculo de parroquianos se cerraba alarmante en torno al trío. Se empecinaban unos en hacer preguntas al que-shu o solicitar la bendición de Crysania y otros, en cambio, exigían más cerveza o bien contemplaban la escena boquiabiertos.

—La taberna queda cerrada a partir de este momento —anunció el semielfo con resolución.

Se produjo un revuelo de protestas entre el gentío, contrarrestadas por unos aplausos en la esquina opuesta. Los clientes allí reunidos creyeron entender que el héroe de la Lanza los invitaba a una ronda de bebidas.

—Hablo en serio —insistió Tanis con firme ademán, sobreponiéndose a abucheos y vítores. Cuando se restableció la calma añadió—: Os agradezco la cálida acogida que me habéis dispensado, no sabría explicaros lo que significa para mí regresar a casa. No obstante, mis compañeros y yo deseamos estar solos. Os ruego pues que os vayáis…

Se alzó un murmullo de comprensión acompañado de algunos palmoteos de buena voluntad, y sólo unos pocos esbozaron mordaces comentarios a tenor de que «cuanto más rango ostenta el caballero tanto más centellea la armadura en sus ojos», un viejo refrán de los tiempos en que la población se mofaba de los Caballeros Solámnicos. Tras dejar a Tika al cuidado de Dezra, Riverwind recorrió la sala a fin de hostigar a varios rezagados, que creían que la orden de Tanis no les incumbía a ellos. El semielfo montaba guardia junto a Caramon, quien exhalaba sonoros ronquidos en el suelo, y de ese modo impedía que alguien lo pisoteara al salir atropelladamente. Intercambió miradas con el hombre de las Llanuras cada vez que pasaba a su lado, pero no hallaron ocasión de hablar hasta que se hubo vaciado el local.

Otik Sandeth se apostó en el umbral, desde donde daba las gracias a todos por su presencia y les aseguraba que la posada se abriría la noche siguiente a la hora habitual. En cuanto se hubieron marchado los últimos clientes, Tanis avanzó hacia el retirado propietario, incómodo y avergonzado, pero antes de que le ofreciera sus excusas éste se apresuró a susurrarle:

—Me alegro de que hayas vuelto. Atrancad los accesos cuando termine la reunión. —Tenía la mano del semielfo estrechada entre las suyas, y aún la apretó más al lanzar a Tika una furtiva mirada y recomendar al héroe, como si quisiera conspirar con él—: Si ves que la muchacha sustrae una pequeña cantidad de dinero de la caja, no te preocupes. Sé que lo repondrá, así que finjo no advertirlo. —Desvió entonces los ojos hacia el yaciente Caramon y la tristeza invadió sus facciones—. Estoy convencido de que puedes ayudarle.

Tras concluir su discurso el anciano se despidió con una inclinación de cabeza y se dejó engullir por la negrura, apoyado en su bastón.

«¡Ayudarle! —se desesperó Tanis—. ¡Y pensar que yo he acudido a la posada buscando su auxilio!». El guerrero emitió un ronquido más estentóreo de lo corriente, se incorporó sobresaltado, eructó una bocanada de efluvios alcohólicos y se zambulló de nuevo en su sopor. Tanis consultó en silencio a Riverwind y meneó la cabeza, presa del desencanto.

Crysania, que se había mantenido al margen de la situación, dedicó a Caramon una mirada entre reprobatoria y piadosa.

—Pobre hombre —comentó sin alzar la voz, con el Medallón de Paladine refulgiendo a la luz de las velas—. Quizá yo…

—No hay nada que puedas hacer por él —se opuso Tika llena de amargura—. No necesita que le curen, sólo está ebrio. ¡Ha pillado una tremenda borrachera, eso es todo!

La sacerdotisa quedó perpleja ante una respuesta tan desabrida pero Tanis, al imaginar que su réplica podía crear un serio conflicto, decidió no darle tiempo a reaccionar.

—Creo que entre los dos podremos transportarlo a su cama —sugirió a Riverwind después de examinar a Caramon.

—Dejadle donde está —lo atajó Tika, enjugándose las lágrimas con el repulgo de su mandil—. Ha dormido muchas noches en el suelo de la taberna, una más no le hará daño. Quería contártelo, de verdad —dijo al semielfo—. Si no lo hice fue porque abrigaba la esperanza de que se obrase un milagro. Verás, se excitó sobremanera al recibir tu mensaje y, durante un tiempo, recuperó la serenidad. Era casi el Caramon de nuestras aventuras, el que yo amé, y supuse que un encuentro contigo lo cambiaría definitivamente. Ése fue el motivo de que te dejara venir. Lo siento —se disculpó, y hundió la cabeza en su pecho.

Tanis se erguía aún al lado del guerrero, indeciso y petrificado.

—No entiendo nada. ¿Desde cuándo…?

—¡Con lo que me habría gustado asistir a tu casamiento! —suspiró la joven pelirroja sin cesar de formar nudos en los pliegues del delantal—. Pero no podía llevarle en un estado tan lamentable. —Prorrumpió de nuevo en sollozos, y Dezra la rodeó con sus brazos.

—Vamos, siéntate e intenta tranquilizarte —la confortó, conduciéndola hasta un banco de trabajado respaldo.

La posadera obedeció, pues las piernas apenas la sostenían, y siguió sumida en su crisis, ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—Imitemos a Tika y tomemos asiento —propuso el semielfo—, todos debemos recobrar la compostura. —Al descubrir que el enano gully los espiaba desde detrás del mostrador, le encargó—: Sírvenos un barril pequeño de cerveza con varias jarras, vino para la sacerdotisa Crysania y una fuente de patatas especiadas…

Hizo una pausa ya que el hombrecillo lo contemplaba anonadado, colgando su labio inferior en una muestra inequívoca de su incapacidad de asimilar tantas instrucciones. Dezra, consciente de las limitaciones de su compañero, esbozó una sonrisa y ofreció:

—Yo traeré lo que pides, Tanis. Si se ocupa Raf de organizarlo acabarás bebiendo patatas en un barril.

—Yo lo haré —protestó indignado el enano.

—Será mejor que te lleves los desperdicios —le aconsejó, paciente, la muchacha.

—Yo ser muy bueno atendiendo mesas —persistió él desconsolado mientras se encaminaba al exterior, propinando puntapiés a las patas de las sillas para desquitarse de tan horrible agravio.

—Vuestros aposentos se encuentran en el ala nueva de la posada —masculló Tika, todavía trastornada—. Os los mostraré.

—No hay prisa, los encontraremos nosotros mismos —contestó Riverwind en actitud severa pero, al cruzarse sus pupilas con las de la joven, prendió en sus ojos la llama de la más tierna compasión—. No te muevas de tu asiento y habla con Tanis, no podrá quedarse mucho tiempo.

—¡Maldita sea, había olvidado que el mozo debe aguardarme fuera con el caballo de refresco! —exclamó el semielfo, poniéndose en pie.

—Iré a avisarle de la pequeña demora —resolvió el hombre de las Llanuras.

—No te molestes, puedo hacerlo yo mismo. Tardaré tan sólo unos minutos.

—Amigo mío, eres tú quien me hace un favor si me permites ayudarte —le susurró Riverwind al pasar por su lado—. Necesito respirar el aire nocturno. Después lo trasladaré a su habitación si no se ha repuesto —concluyó, a la vez que señalaba a Caramon con un ademán de cabeza.

Tanis volvió a sentarse y, aliviado, se apoyó en el respaldo. Estaba frente a Tika, que permanecía en el banco adosado al muro. Crysania se instaló junto al semielfo aunque, a intervalos, dirigía furtivas y perplejas miradas al abultado cuerpo del guerrero ebrio.

El barbudo compañero comenzó a hablar a su amiga de temas insustanciales, que hilvanaba con la mayor soltura posible, hasta conseguir que ella irguiese la espalda e incluso sonriera. Cuando Dezra se acercó con las bebidas Tika parecía más relajada, si bien pervivían en su faz los vestigios de su angustia. Observó Tanis que Crysania apenas probaba el vino y, en lugar de tomar parte en la conversación, se mantenía inmóvil en su asiento con aquel insondable surco dibujado en la frente. Sabía que debía explicar a la sacerdotisa los acontecimientos, pero antes alguien tendría que relatárselos a él.

—¿Cuándo…? —se aventuró al fin a inquirir, temeroso de haberse precipitado.

—¿Cuándo se desató la pesadilla? —terminó Tika en su lugar—. Unos seis meses después de la reapertura de «El Ultimo Hogar». ¡Fue tan feliz hasta entonces! La ciudad estaba destruida, y el invierno había sido muy duro para los sobrevivientes. En su mayoría se hallaban próximos a la inanición, despojados de todos sus bienes y recursos por los draconianos y goblins, e incluso algunos se habían visto obligados a abandonar sus ruinosas viviendas y acomodarse en cualquier refugio que encontrasen, fuera éste una choza o una cueva natural. Las hordas enemigas saquearon Solace antes de nuestra llegada, de modo que nos topamos con un revoltijo de escombros que sólo los más animosos aprovechaban en la incipiente reconstrucción de sus casas. Recibieron a Caramon como un héroe, pues los poetas habían propagado con sus versos la noticia de la derrota de la Reina de la Oscuridad por todo el territorio.

Hizo un alto, conmovida por su propia historia. El orgullo que ahora evocaba se tradujo en sendos lagrimones, que jalonaron sus mejillas. Al poco rato continuó:

—¡Era tan dichoso en aquella época, Tanis! Los habitantes de Solace lo necesitaban, y no le importaba trabajar día y noche. Talaba árboles, cargaba haces de leña desde las montañas, erigía casas con los troncos que él mismo transportaba y hasta hizo de herrero, ya que Theros no estaba entre nosotros. Lo cierto es que no poseía una gran habilidad en este último menester —confesó esbozando una nostálgica sonrisa—, pero a nadie parecía inquietarle. Le satisfacía confeccionar cualquier tipo de instrumentos, herraduras o ruedas de carro, y los lugareños aceptaban todo cuanto podía proporcionarles. Fue un año espléndido: nos casamos y él olvidó por completo, o al menos así lo creímos quienes lo rodeábamos, a… a…

Tragó saliva, incapaz de pronunciar el fatídico nombre. Tanis, que sobrentendió a quién se refería, le dio unas palmadas en la mano y la joven, tras beber en silencio unos sorbos de vino, se sintió con ánimos de proseguir.

—El año pasado, en primavera, se operó un cambio brusco en su talante. Algo grave le ocurrió, ignoro qué fue exactamente, si bien estoy convencida de que guardaba relación con… —Una vez más calló, y meneó la cabeza—. La ciudad vivía un momento de prosperidad. Un forjador que estuvo cautivo en Pax Tharkas se mudó a Solace y se ocupó del establecimiento que hasta entonces regentara Caramon, privándole de esta distracción. Aún quedaban casas por edificar, pero todos se habían instalado de un modo u otro y no había prisa. Y, para colmo de males, yo me puse al frente de la posada. —Se encogió de hombros antes de conjeturar—: Me temo que, después de tanto ajetreo, mi pobre esposo no sabía qué hacer con su tiempo.

—Nadie precisaba su ayuda —colaboró el semielfo apesadumbrado.

—Ni siquiera yo —admitió Tika, tragando aire y enjugándose los ojos—. Quizá su derrumbamiento fuera culpa mía…

—No —la atajó Tanis como si le prohibiera la mera mención de esta posibilidad. Sus pensamientos, y sus recuerdos, se perdieron en las brumas de un triste pasado—. Todos conocemos al responsable de su desgracia.

—Sea como fuere intenté ayudarle, a pesar de mis múltiples obligaciones, sugiriéndole mil tareas a las que podía dedicar sus horas de ocio —explicó Tika con hondo pesar—. Y se esforzó, me consta que hizo cuanto estuvo en su mano. Rastreó a varios draconianos renegados a petición del alguacil, y se convirtió en guardián bajo contrato de los viajeros que se internaban en la azarosa senda de Haven. Sin embargo, pronto me di cuenta de que nadie alquilaba sus servicios por segunda vez. —Su voz se hundió ahora en un susurro quejumbroso—. A finales de invierno regresó al pueblo uno de los grupos que debía proteger, arrastrándolo en unas parihuelas… ¡Se había emborrachado, y fueron ellos quienes tuvieron que cuidar de su maltrecho cuerpo! Desde entonces no ha hecho más que dormir, atiborrarse de comida o deambular en compañía de mercenarios de dudosa procedencia por los alrededores de «El Abrevadero», ese mugriento local que se yergue en el otro extremo del pueblo.

Mientras deseaba para sus adentros haber contado con la presencia de Laurana para aconsejar a su amiga, Tanis intentó adivinar lo que ella habría sugerido:

—Quizás un hijo sería la solución.

—Quedé embarazada el verano pasado —le reveló Tika, apoyada la cabeza en la palma abierta—. Pero perdí la criatura. Caramon ni siquiera se enteró, y desde esa época hemos dormido en habitaciones separadas.

Tanis se ruborizó y se agitó en su asiento, sin atinar más que a acariciar la mano de la muchacha con un nudo en la garganta.

—Hace un instante has insinuado que la metamorfosis de Caramon se debe a alguien o algo en concreto —indagó, más para cambiar de tema que para constatar lo que ya sabía.

Tika se estremeció y, tras sorber otro trago de mosto sin adivinar que el semielfo ya conocía la respuesta, aclaró:

—Se propagaron ciertos rumores, oscuros por supuesto, acerca del mago al que tú y yo tuvimos por compañero de andanzas. —Se obstinaba en no pronunciar su nombre, como si fuera un presagio de terribles hecatombes—. Caramon decidió escribirle en secreto, Tanis. Descubrí la carta y me tomé la libertad de leerla; me destrozó el corazón. No contenía una sola palabra de reproche, respiraba amor por los cuatro costados. Le suplicaba que viniera a vivir con nosotros para, de ese modo, liberarse de las artes arcanas que le atraen hacia la negrura.

—¿Y qué ocurrió? —inquirió de nuevo el semielfo.

—Un emisario le devolvió el mensaje sin abrir. Ese vil personaje no se tomó ni siquiera la molestia de romper el lacre. Se limitó a escribir en el exterior del pergamino: «No tengo hermanos. No conozco a nadie llamado Caramon». Y firmaba: Raistlin.

—¡Raistlin! —Era la voz de Crysania, quien clavó su mirada en Tika como si reparara en ella por vez primera. Sus ojos plomizos denotaban un creciente asombro mientras iban de la joven pelirroja a Tanis y de este último al enorme guerrero, que yacía en el suelo, convulsionándose en su embriaguez semiconsciente—. ¿Éste es Caramon Majere, el hermano gemelo del que tanto hablabas? Lo cierto es que no he atado cabos hasta ahora. Y según tú, semielfo, este hombre ha de guiarme a…

—Lo lamento, Hija Venerable de Paladine —se disculpó él visiblemente turbado—. Ignoraba los sucesos que Tika acaba de relatarnos.

—Pero Raistlin es una criatura tan inteligente, tan poderosa, que no cabe imaginar que comparta su sangre con ese desecho. ¡Y pensar que, por añadidura, son gemelos! Raistlin —persistía en cantar sus alabanzas— rebosa sensibilidad, ejerce un control absoluto sobre sí mismo y sus seguidores. Es un perfeccionista, mientras que a esta ruina patética —hizo un gesto hacia el infeliz guerrero— sólo se la puede tildar de, de… No niego que merezca nuestras oraciones y nuestra piedad…

—Tu «inteligente y sensible perfeccionista» desempeñó un papel muy importante en la decadencia de «la ruina patética» que se ha desplomado ante nuestros ojos, respetable sacerdotisa —replicó Tanis con un timbre ácido, si bien cuidó de reprimir la cólera.

—Quizás ocurrió al revés —apuntó la Hija Venerable—, y fue la falta de amor lo que apartó a Raistlin de la luz para caminar entre tinieblas.

La posadera alzó la vista hacia aquella mujer, revestido su rostro de una expresión indefinible.

—¿Falta de amor? —repitió sin alterarse, aunque una llama ardía en el fondo de su iris.

Caramon gimió en su atormentado sueño y comenzó a revolverse sobre la piedra. Al mirarle, Tika se incorporó como impulsada por un resorte.

—Será mejor que lo llevemos a la cama —propuso, en el mismo instante en que la imponente figura de Riverwind se recortaba en el umbral. Se volvió entonces hacia Tanis para decirle—: ¿Nos veremos mañana? Ahora que ya lo sabes todo me gustaría mucho que pernoctaras aquí, por lo menos hoy. Así seguiríamos hablando durante el desayuno.

El semielfo estudió sus ojos suplicantes y tuvo que morderse la lengua antes de responder. Sin embargo, no era libre de elegir.

—Lo siento de verdad, Tika —rehusó compungido—, pero debo partir sin tardanza. Me separa un trecho considerable de Qualinost, mi destino, y no me atrevo a entretenerme. El porvenir de dos reinos depende de mi asistencia al funeral del padre de Laurana.

—Lo comprendo —afirmó la muchacha—. Además, este problema sólo me incumbe a mí. De un modo u otro me las arreglaré.

A punto estuvo el semielfo de arrancarse la barba, tal era su frustración. Ansiaba quedarse y ayudar a aquella pareja de viejos amigos. No había trazado un plan, pero quizá si intercambiaba unas palabras con Caramon lograría desmadejar el enredado ovillo de su mente. El dilema estaba en la reacción de Porthios, que se tomaría su ausencia en la ceremonia fúnebre como una afrenta personal; este hecho no sólo afectaría a su relación con su cuñado, sino que incluso podía influir en las negociaciones del proyectado pacto de alianza entre Qualinesti y Solamnia.

Mientras se debatía en estas cavilaciones miró sin proponérselo a Crysania, y comprendió que aún tenía otro problema. No podía llevar a la sacerdotisa a Qualinost porque Porthios no admitiría nunca en su reino a un clérigo humano.

—Se me ha ocurrido una idea —anunció—. Volveré después de las exequias y, mientras tanto, te dejaré aquí. —Se dirigía a la Hija Venerable—. En la posada estarás segura hasta que pueda escoltarte en la ruta de Palanthas ya que, como tu viaje ha fracasado, supongo…

—Mi viaje no ha fracasado —le espetó Crysania—. Seguiré adelante, fiel a mi plan inicial de visitar la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y parlamentar allí con Par-Salian, el mago de la Túnica Blanca.

—Pero yo no puedo acompañarte —protestó Tanis meneando la cabeza— ni tampoco Caramon, al menos en su actual estado.

—Cierto —accedió ella—, Caramon está incapacitado para desempeñar tan importante misión. No me queda pues más alternativa que aguardar hasta que tu amigo el kender se presente en este establecimiento con la persona que ha ido a buscar y, luego, continuar en solitario.

—¡Imposible! —se horrorizó el semielfo, con tanta vehemencia que Riverwind enarcó las cejas a fin de recordarle que se enfrentaba a una alta dignataria de la fe—. Señora, te acecharían unos peligros insondables. Además de los seres fantasmales que nos han perseguido, y que fueron enviados por alguien que ambos conocemos, hace tiempo escuché las historias espeluznantes que explicaba Caramon sobre el Bosque de Wayreth. ¡Todo en él es siniestro! Volveremos a Palanthas, y quizás algunos Caballeros se avengan…

Por vez primera, Tanis vislumbró un pálido atisbo de color en las marmóreas mejillas de Crysania. La sacerdotisa frunció el ceño en lo que parecía una honda meditación y, al fin, se ensanchó su rostro en una leve sonrisa al aseverar:

—No corro ningún riesgo, estoy bajo la protección de Paladine. No me cabe la menor duda de que esos entes oscuros a los que aludías son esbirros de Raistlin, pero carecen de poder para lastimarme. En realidad, lo que han hecho es fortalecer mi decisión. —Al ver el desaliento dibujado en los rasgos de Tanis, añadió con un suspiro—: prometo pensarlo, es cuanto puedo decir. Quizá tengas razón y nos acosen en la espesura enemigos invencibles.

—Además, sería para ti una pérdida de tiempo entrevistarte con Par-Salian —aventuró el semielfo, espoleado por el agotamiento a confesar con franqueza su opinión sobre los absurdos planes de la mujer—. Si él supiera cómo destruir a Raistlin, el perverso mago ya sólo perviviría en las leyendas.

—Hablas de destruirlo —replicó la sacerdotisa—, y nunca he pretendido tal atrocidad. —Estaba escandalizada, sus iris se tornaron de color acero—. Lo que quiero es recuperarlo, redimirlo. Y, ahora, deseo retirarme a mis aposentos si alguien tiene la amabilidad de indicarme dónde se encuentran.

Dezra dio un paso al frente y Crysania, tras despedirse del grupo, se alejó con la servicial muchacha. Tanis la siguió con los ojos, vaciada su mente de tal modo que no pudo pronunciar ni una palabra. Oyó a Riverwind balbucear unas frases en que-shu, coreadas por los vagos lamentos de Caramon. En ese momento el hombre de las Llanuras dio un suave codazo a su compañero y ambos se inclinaron sobre el durmiente para, mediante un colosal esfuerzo, ponerlo en pie.

—¡En nombre del Abismo, cuánto pesa! —se quejó el semielfo, bamboleándose bajo el fardo al mismo tiempo que sentía en sus hombros el balanceo de los flácidos brazos del, en otro tiempo, fornido guerrero. Por otra parte, los efluvios del aguardiente enanil le producían náuseas—. ¿Cómo puede beber ese hediondo brebaje? —le comentó a Riverwind mientras, entre los dos, conseguían arrastrarlo hasta la puerta con la ansiosa Tika pegada a sus talones.

—En una ocasión conocí a un hombre que cayó en las redes de esta maldición —explicó el jefe de los que-shu—. Su final fue espantoso, se despeñó por un barranco al huir de unas criaturas malignas que existían en su mente.

—Debería quedarme. —El semielfo recapacitaba en voz alta.

—No puedes librar la batalla de otro —le advirtió Riverwind con firmeza—, y menos aún cuando es el alma lo que está en juego. Te aconsejo que no interfieras.

Era ya pasada la medianoche cuando la triste comitiva traspasó el umbral de la casa de Caramon y éste fue arrojado, sin miramientos, sobre el lecho. Tanis no se había sentido nunca tan abrumado por el cansancio, le dolía el espinazo tras someterlo al peso muerto del gigantesco guerrero. Al malestar físico, por otra parte, se unía una losa interior, la de aquellos recuerdos del pasado que en su día se le antojaron entrañables y ahora se asemejaban a heridas sangrantes. Y, por si fuera poco, debía cabalgar sin tregua hasta el amanecer.

—Me gustaría permanecer a vuestro lado —repitió a Tika, ya en la puerta. Los tres amigos contemplaban la ciudad de Solace, envuelta en pacíficos sueños—. De alguna manera, soy responsable…

—En absoluto —lo atajó la muchacha—. Riverwind está en lo cierto al recomendarte que no te interpongas en las luchas ajenas. Has de vivir tu propia vida y, aunque intentaras ayudar a Caramon, no conseguirías sino empeorar la situación.

—Quizás —admitió el semielfo—. De cualquier modo, regresaré dentro de una semana para hablar con él largo y tendido.

—Será estupendo —respondió Tika con un suspiro y, tras hacer una pausa, cambió de tema—. Por cierto, ¿a quién se refería Crysania al mencionar a un kender que ha de pasar por aquí? ¿No será Tasslehoff?

—Sí, él en persona —aclaró Tanis rascándose la barba—. Se trata de algo relacionado con Raistlin, algo que no he podido averiguar. Nos tropezamos con él en Palanthas y comenzó a contarnos una de sus imaginativas fábulas. Avisé a Crysania de que sólo la mitad de sus historias se acercaban a la verdad, y aún así era mejor no fiarse de tales aproximaciones, pero por lo visto Tas la convenció de que debía enviarle en busca de una misteriosa criatura susceptible de ayudarla a recuperar a Raistlin para la buena causa.

—No pongo en duda que esa mujer se halle entre los clérigos sagrados de Paladine —intervino Riverwind—, y ruego a los dioses que me perdonen por criticar a una de sus elegidas, pero creo que se ha vuelto loca.

Una vez hubo pronunciado tan severa afirmación se colgó el arco del hombro y se dispuso a partir, al igual que Tanis, quien besó cariñosamente a Tika y le susurró:

—Temo que estoy de acuerdo con Riverwind. Vigila a Crysania mientras se aloje en la posada. Una vez en Palanthas yo mismo hablaré con Elistan, pues deseo saber hasta qué punto conoce el plan demencial que se ha trazado. Y si Tasslehoff aparece, no le pierdas de vista. ¡No deseo por nada del mundo que se presente en Qualinost! Te aseguro que ya tengo bastantes problemas con Porthios y los elfos.

—No te preocupes, cumpliré tu encargo —lo tranquilizó la muchacha. Durante unos segundos permaneció acurrucada bajo el brazo con que él la rodeaba, dejando que la acunaran su fuerza y la compasión que dimanaba tanto de su contacto como de su voz.

Tanis vaciló y la apretó incluso más, reticente a la idea de soltarla. Desvió los ojos hacia el interior de la casa al oír los gritos inconexos de Caramon.

—Tika… —empezó a decir.

—Vete ya, Tanis —lo interrumpió ella apartándolo con firmeza—. Te aguarda una larga cabalgada.

—Me gustaría… —No concluyó, ambos sabían que cualquier comentario sería superfluo.

Despacio, el semielfo dio media vuelta y se reunió con Riverwind. Tika los seguía con la mirada, esbozando en sus labios una tenue sonrisa.

—Eres muy inteligente Tanis, y posees una gran intuición. Esta vez, sin embargo, te equivocas —susurró para sí misma en la soledad del porche—. Crysania no ha perdido el juicio. Lo que ocurre, y tú no lo has adivinado, es que está enamorada.

4 Una nueva misión

Un ejército de enanos marchaba a paso marcial por el aposento, provocando una gran algarabía con los férreos armazones de sus botas. Cada uno de ellos portaba un martillo en la mano y, al pasar junto al lecho, descargaba su peso en la testa de Caramon. El guerrero no podía sino gimotear y agitar los brazos en desorden.

—¡Salid de aquí! —suplicaba—. ¡Alejaos!

Pero los enanos respondían levantando la cama sobre sus fuertes hombros y haciéndola girar a un ritmo vertiginoso, mientras mantenían la apretada formación y estampaban, al unísono, su estruendoso calzado contra el suelo.

Una náusea aprisionó el vientre de Caramon quien, tras varios intentos infructuosos, consiguió saltar de aquel mueble giratorio y hacer una torpe carrera hasta el bacín depositado en un rincón. Después de vomitar comenzó a sentirse mejor, e incluso se despejó su mente. Desaparecieron los enanos, aunque el hombretón sospechaba que se habían ocultado debajo de la cama, al acecho de una nueva oportunidad para mortificarlo.

Deseoso de burlar a sus adversarios, optó por no acostarse de nuevo. Abrió, sosteniéndose a duras penas, un cajón de la mesilla de noche y estiró la mano en busca del aguardiente que allí guardaba. ¡No estaba! Caramon se enfureció y acusó en voz alta a Tika de jugar sucio con él. Sin embargo, pronto una pícara sonrisa sustituyó a sus imprecaciones al mismo tiempo que se encaminaba hacia el enorme baúl que, adosado al muro contrario, contenía toda su ropa. Más que llegar tropezó contra su trabajada superficie y, al instante, se puso a revolver túnicas, calzones y camisas que ya no cabían en su obeso y deformado cuerpo. Y al fin encontró su tesoro, embutido en una vieja bota.

Retiró la redoma con gesto amoroso, dio un trago del ardiente licor y, tras eructar, exhaló un prolongado suspiro. Ahora sí, ahora cesaron los repiqueteos de los martillos en su cabeza. Examinó la estancia en busca de los enanos mas, al no distinguirlos, se dijo que podían permanecer bajo la cama toda su vida. A él no le importaba.

De pronto oyó un estrépito de cacerolas en la cocina. ¡Tika! Engulló precipitadamente unos sorbos más del brebaje y volvió a camuflar la redoma en su seguro escondrijo. Tras cerrar la tapa del baúl con mucho sigilo se incorporó, se pasó la mano por el enmarañado cabello y cruzó el dormitorio en dirección a la puerta. No obstante, antes de salir se vio reflejado en el espejo.

—Debo cambiarme —farfulló con la boca pastosa.

Tiró, empujó, sacudió y, al rato, logró desprenderse de la sucia prenda y arrojarla al suelo. Se le ocurrió la idea de lavarse un poco, pero no tardó en desecharla. ¿Acaso era un ridículo petimetre? Tal como estaba dimanaba efluvios, aromas masculinos que solían gustar a las mujeres… ¡Algunas le encontraban atractivo! En cualquier caso, no se quejaban ni le reprendían. Tika, en cambio, era incapaz de aceptarlo con sus propias peculiaridades. Mientras se debatía para colocarse una camisa limpia, quizás en exceso ajustada, que descubrió al pie del lecho, se compadecía de sí mismo repitiendo las mismas frases de siempre: que si era un incomprendido, que si la vida no le había tratado bien, que si atravesaba una mala racha pero pronto los hados le sonreirían y entonces sonaría la hora del triunfo y, en definitiva, todo cuanto suele decirse en esos casos.

Tras asomarse cauteloso por la puerta entreabierta y adoptar una actitud casual y despreocupada, se internó en la pulcra sala de estar y se derrumbó en una silla frente a la mesa. La vetusta madera crujió bajo su peso descomunal y Tika, al oírle, volvió la cabeza desde el fregadero.

Al toparse con sus ojos el guerrero advirtió que, de nuevo, su esposa rebosaba ira. Intentó dedicarle un gesto amable, solicitar una tregua, pero no atinó sino a retorcer el labio en una mueca enfermiza que tuvo la virtud de sacar de quicio a la joven. Tan enfurecida estaba, que agitó en el aire sus bucles pelirrojos y desapareció en un rincón de la cocina para no cometer una barbaridad. Caramon se encogió al vibrar en sus tímpanos un nuevo y aún más estruendoso ruido de ollas, cuyos tintineos metálicos le recordaron a los enanos y sus mortíferas herramientas. Pasados unos minutos, Tika traspasó el umbral de la sala cargada con una enorme fuente repleta de tiras de tocino chisporroteantes, pastelillos de maíz y huevos fritos, y la dejó caer delante de él, tan violentamente que las tortitas de cereal salieron despedidas por los aires.

El hombretón vaciló pese a la suculencia del plato, pues su estómago no se hallaba en condiciones de trabajar, pero un gruñido bastó para recordar a su maltrecho órgano quién mandaba. Tenía un apetito feroz, ignoraba cuántas horas habían transcurrido desde que ingirió el último bocado. Tika, furibunda, se instaló en una silla cercana y posó en él sus lacerantes ojos verdes. Hasta las pecas parecían adquirir relieve sobre su tez, señal inconfundible de su talante.

—De acuerdo, dilo ya. ¿Qué he hecho ahora? —rezongó Caramon, preparado para la embestida. Comía a dos carrillos.

—No lo recuerdas. —Era una aseveración, no una pregunta.

Se zambulló el guerrero en las nebulosas regiones de su mente y, en efecto, algo se agitaba entre sus brumas. La noche anterior tendría que haber estado en un lugar concreto mas, después de quedarse en casa todo el día tal como había prometido a su mujer, a última hora le asaltó la sed. Se habían agotado sus últimas existencias, así que fue a «El Abrevadero» a fin de remojar el gaznate y luego se dirigió donde…

—Surgió un imprevisto que requería mi atención —mintió, evitando la mirada de Tika.

—Sí, nos dimos cuenta —lo espetó ella con amargura—. Todos imaginamos qué «imprevisto» te hizo caer inconsciente a los pies de Tanis.

—¡Tanis! —Caramon soltó el tenedor—. Tanis aquí, anoche… —Tras emitir un sonido quejumbroso, desgarrador, el guerrero hundió la cabeza entre las manos.

—Nos obsequiaste con un bonito espectáculo —continuó la muchacha, ahogada su voz—. Se hallaba presente la ciudad en pleno, además de un nutrido grupo de los elfos más distinguidos de Krynn. Y no hablemos de nuestros viejos y entrañables amigos. —Al mencionarlos, también ella prorrumpió en sollozos.

—¿Por qué? ¿Por qué Tanis? —exclamó Caramon sumido en la desesperación—. De todos, el semielfo era el que… —Interrumpieron sus recriminaciones unos sonoros golpes en la puerta.

—¿Quién vendrá a molestarnos? —refunfuñó Tika, secándose las lágrimas con la manga de su blusa antes de acudir a abrir—. Quizá se trata de Tanis, que ha decidido volver atrás. —Su apesumbrado esposo alzó la cabeza al oír aquel nombre—. Si es él —le ordenó— intenta comportarte como el hombre que un día fuiste.

Se detuvo frente a la hoja de gruesa madera, descorrió el pestillo e hizo girar la llave.

—¡Otik! —se sorprendió—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué comida es ésta?

El anciano posadero se erguía en el umbral con una bandeja humeante en la mano. Al abrir la joven, estiró la cabeza para asomarse al interior.

—¿No se encuentra en la casa? —inquirió desconcertado.

—¿A quién te refieres? No hay nadie salvo nosotros —le explicó ella sin saber a qué atenerse.

—¡Oh, no! —vociferó Otik en tono solemne a la vez que, distraído, comenzaba a ingerir algunos alimentos de la fuente—. ¿Debo entonces deducir que el mozo de la cuadra estaba en lo cierto, que ella se ha ido? ¡Pensar que he madrugado como nunca para prepararle este suculento desayuno!

—¿Quién se ha ido? —A Tika le exasperaban los enigmas de esta índole, incluso se preguntó si no era Dezra quien los había abandonado.

—La sacerdotisa Crysania. No está en su habitación, ni tampoco sus pertenencias. Por otra parte, el caballerizo me ha asegurado que esta misma mañana le encargó ensillar su caballo y se alejó al galope.

—¡Crysania! —repitió ella ondenado sus abundantes rizos—. Ha resuelto seguir en solitario. Claro, no estaba dispuesta a…

—¿A qué? —preguntó el anciano con la boca llena.

—A nada, Otik, olvídalo —lo atajó, blanca como la cera—. Será mejor que regreses a la taberna, hoy llegaré un poco tarde y hay que atender a la clientela.

—De acuerdo, no te preocupes —repuso él en amable actitud, pues había visto a Caramon desmoronado sobre la mesa—. Baja cuando puedas.

Y se fue, sin cesar de masticar el apetitoso desayuno mientras caminaba. Tika cerró la puerta y regresó a la sala de estar.

—Me duele todo el cuerpo —se protegió el guerrero al ver que se aproximaba, convencido de que le esperaba un sermón. Se levantó con torpeza y, arrastrando los pies, se dirigió al dormitorio y se arrojó sobre el lecho entre irrefrenables sollozos.

Tika, en lugar de hostigarlo como cabía suponer, se sentó en una silla de la sala y se zambulló en el mundo de los pensamientos. Era evidente que la Hija Venerable de Paladine había partido sin escolta hacia el Bosque de Wayreth. Estaba resuelta a internarse en su espesura aunque no había de resultarle fácil pues, según la leyenda, nadie había conseguido encontrarlo. ¡Era él quien daba con quienes se aventuraban en su búsqueda! Tika se estremeció al evocar los relatos de Caramon. El temible recinto aparecía en los mapas, si bien cuando uno cotejaba dos o más no coincidía su localización. Además, los cartógrafos siempre dibujaban una señal de peligro a su lado y en su corazón mismo esbozaban la Torre de la Alta Hechicería, donde se hallaba ahora concentrado todo el poder de los magos de Ansalon. O, mejor dicho, casi todo.

De pronto, Tika despertó de su ensoñación, se incorporó e irrumpió en la alcoba. Caramon permanecía tendido en la cama sin poder reprimir el llanto, pero ella endureció sus sentimientos frente a tan lastimera escena y avanzó con paso firme hasta el baúl de la ropa. Después de abrir la tapa y rebuscar en su interior, lanzando una lluvia de prendas por la estancia, descubrió la redoma. Su maltrecho marido quedó atenazado por el pánico, mas la muchacha se limitó a arrojar el recipiente y su contenido a un rincón y continuó hurgando. Al fin, en el fondo, halló lo que buscaba.

Era la cota de malla de Caramon, la que utilizara en sus aventuras de antaño y le diera opción al título de guerrero que aún hoy ostentaba.

Sujetando uno de los quijotes por sus correas de cuero Tika se levantó para, tras dar media vuelta, lanzar la pieza hacia Caramon.

Lo golpeó en el hombro y rebotó, de tal manera que se estrelló contra el suelo.

—¡Ay! —se quejó el corpulento individuo, sentándose—. ¡En nombre de los Abismos, Tika, déjame tranquilo!

—Vas a emprender una nueva misión —declaró ella sin inmutarse—: irás al encuentro de la sacerdotisa, aunque tenga que catapultarte al espacio en un tonel. —Y terminó de extraer la oxidada cota de malla.


—Disculpa —solicitó un kender a un individuo que holgazaneaba al borde del camino, en los aledaños de Solace. En una reacción instintiva, el hombre cerró la mano en torno a su bolsa—. Busco el hogar de un amigo —prosiguió impasible el viajero, acostumbrado a tales muestras de desconfianza—. Bien, en realidad se trata de dos personas. Una es una bella mujer pelirroja llamada Tika Waylan.

—Es aquella casa que se alza a lo lejos —le señaló el lugareño sin perderlo de vista.

Tas miró en la dirección que le indicaban y sufrió una honda impresión.

—¿La magnífica residencia construida en el seno del vallenwood? —se aseguró, a la vez que extendía su dedo hacia el edificio.

—¿Cómo lo has definido? —preguntó el humano sin poder refrenar una carcajada—. ¿Cómo una «magnífica residencia»? Un comentario genial. —Se alejó con un chasquido burlón, contando mientras caminaba las monedas que guardaba en su bolsa.

«¡Qué tosco y antipático!», pensó Tasslehoff y deslizó, en un gesto de pasmosa naturalidad la navaja del desconocido en uno de sus saquillos. Pronto olvidó el incidente, y echó de nuevo a andar hacia la casa de Tika. Su mirada estudió complacida cada detalle de aquella morada que se mecía segura en las ramas del creciente árbol, fiel a las tradiciones del pasado.

—Me alegro por Tika —comentó a su acompañante, un montículo de ropa con pies que caminaba tras él—. Y también por Caramon, claro está, pero ella nunca disfrutó de un hogar propio e imagino lo orgullosa que debe sentirse.

Al acercarse al edificio el kender comprobó que era uno de los más sólidos de la ciudad. Su estructura era idéntica a la de las antiguas viviendas de Solace, antes de que la guerra arrasara el valle. Los gabletes formaban delicadas molduras curvas, acopladas de tal manera que parecían prolongaciones de los miembros arbóreos, mientras que las habitaciones se extendían a partir del cuerpo principal con los muros revestidos de tallas semejantes a las rugosidades del tronco. Existía aquí una perfecta armonía entre el trabajo del hombre y la naturaleza, ofreciendo un bello conjunto. Invadió a Tas un cálido sentimiento al imaginarse a sus amigos cobijados en tan delicioso retiro.

—Es curioso —se dijo a sí mismo—, me pregunto por qué no tiene techumbre.

Cuando se halló lo bastante próximo para escudriñar la casa, advirtió que no era esta parte lo único que faltaba. Los gabletes que tanto le maravillaron al principio no formaban sino una armazón destinada a sostener un tejado inexistente, pero, además, las paredes exteriores de las estancias no cerraban el recinto del edificio y, en cuanto al suelo, era una mera plataforma desnuda.

Plantándose debajo del árbol, Tasslehoff alzó los ojos sin acertar a explicarse qué estaba ocurriendo. Vio martillos, hachas y sierras esparcidas a su alrededor en pleno proceso de oxidación, lo que evidenciaba un abandono de varios meses, e incluso la estructura exhibía las huellas de una prolongada permanencia bajo los azotes de la intemperie. El kender se acarició el copete inmerso en un mar de dudas. El edificio poseía todos los ingredientes necesarios para convertirse en el más espléndido de Solace, si alguien decidía terminarlo.

Se iluminó su rostro al comprobar que un ala sí estaba concluida. Las cristaleras se hallaban encajadas en los marcos de las ventanas, las paredes configuraban un departamento estanco y una techumbre protegía el interior de los elementos ambientales. Por lo menos Tika disponía de un aposento privado, pensó el kender deseoso de consolarse pero, al estudiar mejor la estancia, se desvaneció su sonrisa. En la dovela de la puerta distinguió con total claridad, pese al desgaste de su superficie, los símbolos que denotaban la residencia de un mago.

—Debería haberlo adivinado —se reprendió meneando la cabeza. Miró a su alrededor, y añadió—: Sea como fuere, Tika no vive aquí. ¿Por qué me mentiría el lugareño? ¿O ha sido un malentendido?

Obediente a esta repentina intuición dio un rodeo en torno al inmenso vallenwood y topó con una casita, casi oculta por los matojos silvestres, que medraban sin freno, y también por la sombra del árbol. Era obvio que había sido erigida a título provisional y se había convertido en una vivienda demasiado estable. Rezumaba infelicidad, aunque el kender no acababa de discernir el motivo. Acaso se debía a los aleros retorcidos o a los desconchados de la pintura, que ofrecían un singular contraste con los tiestos de flores de los alféizares y las cortinas de encaje que se perfilaban detrás de los cristales. Tas suspiró: de modo que éste era el hogar de Tika, construido a la sombra de un sueño.

Se detuvo frente a la puerta y aguzó el oído. Dentro, una conmoción agitaba los cimientos de piedra ribeteada por estampidos, tintineos de vidrios rotos y gritos enloquecidos.

—Creo que será mejor que esperes aquí —recomendó Tas al hatillo andante.

El amasijo de ropa emitió un gruñido y se acomodó en el fangoso camino que, jalonando la vivienda, se perdía en lontananza. El kender observó con incertidumbre a la informe figura, antes de encogerse de hombros y apoyar la mano en el picaporte. Lo accionó y dio un paso, convencido de que podría entrar sin obstáculos, pero su nariz se aplastó contra la recia madera. La puerta estaba atrancada a conciencia.

—¡Qué extraño! —susurró, retrocediendo y examinando una vez más el lugar—. ¿A qué viene eso de encerrarse? No es propio de Tika, sino de los bárbaros más ignorantes. Y además con llave y pestillo. Sin embargo, estoy seguro de que aguardan mi llegada.

Contempló el impedimento como si fuera un mal presagio, mientras las voces continuaban atronando el interior. En un arranque más violento que los otros creyó reconocer el timbre cavernoso de Caramon.

—Algo raro sucede y yo me quedo paralizado, sin hacer nada al respecto. ¡Vamos, Tas, utiliza la ventana! —se espoleó después de pasar rápida revista a las posibilidades.

Pero, al precipitarse en pos de esta nueva esperanza, el kender se llevó una gran desilusión. «Nunca habría imaginado esto de Tika», comentó entristecido al hallar el marco tan sellado como la hoja de la puerta.

Sin embargo, no se dio por vencido. Tras examinar con ojos de experto el cerrojo constató que era simple y se abriría sin esfuerzo, así que extrajo de uno de sus saquillos varias herramientas y, escogiendo la adecuada para forzar aquel tipo de pieza de seguridad, se puso manos a la obra. La colección que con tanto celo guardaba era un derecho innato de los miembros de su raza, que recibían su lote al alcanzar la mayoría de edad. Insertó la ganzúa seleccionada en la abertura y la manipuló sin titubeos, siendo enorme su satisfacción al oír el chasquido liberador del cierre. Animado su rostro por una sonrisa, empujó el batiente y se deslizó en silencio hasta el interior. Se asomó de nuevo por la ventana y reparó en su acompañante, que cabeceaba ¡en medio de una acequia!

Aliviado ante la escena, seguro que el singular fardo no había de causarle complicaciones, Tasslehoff desvió la mirada hacia la sala donde se hallaba y curioseó con su vista de lince todos cuantos objetos se ofrecían a su observación, palpando algunos de ellos aunque sin detenerse demasiado.

«¡Es fantástico! —fue el comentario que más veces repitió en su recorrido por el habitáculo en dirección a la alcoba, ahora cerrada, de donde provenía el alboroto—. A Tika no le importará si lo retengo a fin de estudiarlo, lo restituiré a su lugar en cuanto lo haya hecho. —Y el objeto caía, por iniciativa propia, en su saquillo—. ¡Fíjate en eso! Caramba, tiene un resquebrajadura. Seguro que me agradecerá que lo ponga en su conocimiento. —Y abría otra bolsa para recoger el nuevo tesoro—. ¿Qué hace el plato de la mantequilla en un sitio tan absurdo? Tika debe guardarlo en la despensa, lo llevaré.— Pero la primorosa bandeja se acomodaba mejor en los recovecos de su hatillo, así que la instaló en ellos—. Lo ordenaré más tarde».

En su deambular, el kender había alcanzado el dormitorio. Hizo girar el picaporte, que por suerte no estaba cerrado, y entró.

—Hola —saludó jovial a sus ocupantes—. ¿Os acordáis de mí? Parece que os divertís, ¿Me dejáis jugar con vosotros? Dame algo para arrojárselo a su dura cabezota, Tika. ¿Preparado, Caramon? —Se había acercado a la parte de la alcoba donde la muchacha, sosteniendo un pectoral, lo contemplaba con ojos desorbitados por la sorpresa—. ¿Puede saberse qué os pasa? ¡Tienes un aspecto horrible Tika, armada con esas piezas metálicas y dispuesta a descalabrar a tu marido! —la recriminó, a la vez que asía unas cadenas entrelazadas en un jubón y se enfrentaba al colosal guerrero—. ¿Se trata de una actividad frecuente? —preguntó al hombretón, parapetado detrás de la cama—. He oído comentar que los casados tienen sus trifulcas, pero ésta se me antoja un tanto violenta.

—¡Tasslehoff Burrfoot! —Tika recuperó al fin el habla—. En nombre de los dioses, ¿qué haces aquí?

—Seguramente Tanis os ha anunciado mi visita —repuso el kender, lanzando la pieza de malla a Caramon aunque sin ejercer la menor fuerza, más bien como una chanza—. Actuáis de manera muy misteriosa, incluso cerráis con llave la puerta principal. No me ha quedado otro remedio, Tika, que penetrar por la ventana —explicó en tono de reproche—. Deberíais ser más considerados. Pero será mejor que cambie de tercio: se supone que me aguarda en la posada una sacerdotisa llamada Crysania y…

Con gran perplejidad por parte de Tas la posadera soltó el pectoral que aún enarbolaba, prorrumpió en sollozos y se derrumbó sobre el suelo. El kender, indeciso, consultó a Caramon mediante un fugaz intercambio de miradas antes de socorrerla. El obeso guerrero se alzó de detrás del cabezal cual un espectro que despertara en su tumba y, tras contemplar anhelante la figura inmóvil de su mujer, se abrió paso entre las piezas herrumbrosas que yacían diseminadas y se arrodilló a su lado.

—Tika, te suplico que me perdones. Sabes muy bien que no sentía ni una sola de las palabras que te he dicho. ¡Te quiero, siempre he volcado en ti todo mi amor! —Ofrecía una estampa patética con su inconmensurable mole inclinada hacia su esposa, dándole suaves palmadas en el hombro en un intento de reanimarla—. Lo que sucede es que mi vida carece de sentido al no tener ninguna ocupación.

—¡Ya lo creo que la tienes! —le espetó ella. Salió de su inconsciencia como por arte de encantamiento, se desembarazó de él y se puso en pie de un brinco—. Crysania está en peligro, ve en su busca y protégela.

—¿Quién es Crysania? —inquirió el guerrero enfurecido—. ¿Por qué ha de importarme si esa dama se encuentra en algún embrollo?

—Escúchame por una vez —siseó la joven con los dientes apretados, tan presa de la ira que su calor le secó las lágrimas—. Crysania es una poderosa sacerdotisa de Paladine, la más importante en todo Krynn después de Elistan. Un sueño premonitorio le reveló que la perversidad de Raistlin podía destruir nuestro universo, y ha emprendido viaje hacia la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth para entrevistarse con Par-Salian.

—Necesita la ayuda de ese mago porque ha fraguado el plan de aniquilar a mi hermano, ¿no es así? —indagó Caramon. Su voz sonaba desafiante.

—¿Y qué si así fuera? —se le encaró Tika en un alarde de valor—. ¿Acaso merece vivir? ¡Él te mataría a ti sin un instante de vacilación!

Los ojos vidriosos del hombretón despidieron chispas de fuego, sus pómulos se congestionaron. Tas tragó saliva al ver que cerraba el puño, si bien la posadera avanzó unos metros para situarse delante de él en arrogante postura. Su frondosa melena rozó el mentón de barba crecida y el kender detectó un temblor en la apretada manaza, que comenzó a abrirse bajo el femenino influjo.

—En cualquier caso te equivocas, Caramon —le aclaró Tika con una mueca oscura—, no pretende causarle el menor daño. Es tan necia como tú. Ama a Raistlin y quiere salvarle, apartarle de la malignidad que lo corroe. ¡Los dioses la acompañen, pobre desdichada!

Caramon escudriñó los ojos verdes de su mujer, deseoso de constatar la veracidad de tales declaraciones.

—¿No me engañas? —preguntó, ya más tranquilo.

—No, Caramon. Por ese motivo vino a «El Ultimo Hogar», para hablar contigo. Pensó que tú podías contribuir de algún modo a su causa, pero cuanto te vio anoche en aquel estado…

La reacción no se hizo esperar. La maciza testa del guerrero se cobijó en su pecho, inundados los ojos de lágrimas.

—¡Qué vergüenza! Una perfecta extraña arriesga su vida en el empeño de rescatar a mi gemelo de las tinieblas —acertó a decir con voz entrecortada. En lugar de infundirse ánimos, parecía recrearse en la pasividad y en su desgracia.

—¡Por las lunas que nos alumbran, ensilla un caballo y rastrea sus huellas! —lo incitó Tika irritada por su actitud, estampando el pie en el suelo a fin de reforzar tan desabrida orden—. Sabes de sobra que nunca alcanzará la Torre en solitario, y tú ya has atravesado el Bosque de Wayreth. Tu compañía puede serle crucial.

—Sí —recordó él—. Me interné con Raist en su espesura cuando él quiso someterse a la Prueba de la hechicería. ¡Aquella maldita Prueba! Lo custodié en todo momento, feliz porque me necesitaba.

—Ahora quien te necesita es Crysania —aseveró la muchacha. Caramon todavía titubeaba, y Tas comprobó que unos surcos de severidad cruzaban el rostro de la posadera—. No tienes tiempo que perder, o de lo contrario nunca le darás alcance. Supongo que no habrás olvidado el camino.

—Yo no, desde luego —intervino el kender en la cumbre de la excitación—. O, para hablar con propiedad, conservo un mapa.

Tika y Caramon se giraron al unísono hacia Tas. Enzarzados en su disputa, la presencia del hombrecillo se había borrado de sus mentes.

—No sé si debo fiarme —comentó el guerrero, a la vez que clavaba en Tasslehoff una túrbida mirada—. En una ocasión tus mapas nos condujeron a un puerto sin mar.

—¡No fue culpa mía! —se defendió el kender, herido en su dignidad—. Incluso Tanis tuvo que admitirlo: se trataba de antiguos documentos, diseñados antes de que el Cataclismo retirara las aguas. Escucha, Caramon, has de llevarme contigo para que pueda dar cuenta de mi misión a la sacerdotisa. Es cierto, me encargó algo de la máxima confianza y he cumplido sus instrucciones al pie de la letra. Tal como ella deseaba, he encontrado a… Pero aquí está —concluyó al detectar un movimiento.

Tas extendió el índice y Tika y Caramon se volvieron para toparse con el fardo andante, que se recortaba en el umbral de su dormitorio. La única diferencia que presentaba la amorfa figura respecto a los momentos anteriores era que le habían crecido dos ojos negros y recelosos.

—Tengo hambre —declaró la aparición en tono acusador—. ¿Cuánto comen?

—Mi tarea consistía en localizar a Bupu y traerla —explicó orgulloso Tasslehoff Burrfoot.


—¿Qué diablos puede querer Crysania de una enana gully? —preguntó Tika más atónita de lo imaginable, después de acompañar a Bupu a la cocina y darle pan seco con medio queso.

Ahora que la enana se había instalado de nuevo en la acequia, donde el fangoso riachuelo proporcionaba el complemento líquido a su ágape, el trío se hallaba más cómodo. Ni el aspecto de Bupu ni su olor contribuían a relajarles.

—Prometí no revelarlo —argüyó Tas haciéndose el importante, mientras ayudaba a Caramon a embutirse en su cota de malla. Era éste un arduo empeño, ya que el corpulento guerrero había engordado considerablemente desde que la usara por última vez. Tika y Tas se aplicaron con afán a abrochar correas insuficientes y estrujar rollos de grasa debajo del metal, mientras el sudor empapaba sus cuerpos.

Durante la complicada operación Caramon gimió y se lamentó, a la manera de los presos cuando los atan al potro de tormento. Humedecía con frecuencia sus labios y su ansiosa mirada se desviaba, sin que pudiera evitarlo, hacia la redoma que su mujer había abandonado en un rincón de la alcoba.

—Vamos, Tas —lo hostigó Tika, sabedora de que su amigo era incapaz de guardar un secreto aunque le fuera en ello la vida—. Estoy segura de que a Crysania no le importaría.

—Me conminó a jurarlo en nombre de Paladine, no me pongas en una encrucijada —le rogó él en solemne ademán—. Y ya sabes que esta divinidad (me refiero a Fizban, una de sus encarnaciones) y yo somos íntimos. —Hizo una pausa, y cambió de tema—. Aguanta un instante el resuello, Caramon, de lo contrario no encajaremos esta parte. ¿Cómo han podido ceder tus carnes de este modo? —le preguntó irritado.

Apuntalando el pie contra el rubicundo muslo, el kender tiró de la cincha con todas sus fuerzas y provocó un alarido de dolor del comprimido guerrero.

—Estoy en forma —protestó Caramon cuando se hubo calmado—. Es la armadura la que ha encogido.

—Ignoraba que este tipo de metal encerrara tales propiedades —respondió Tas muy interesado—. ¡Creo que ya lo tengo! Sus piezas se reducen bajo los efectos del calor. ¿Lo averiguaste haciendo experimentos o acaso esta zona se ha vuelto tórrida en verano?

—Haz el favor de callarte —le espetó el hombretón.

—Sólo intentaba colaborar —rezongó Tas, molesto por la brusquedad del antiguo compañero—. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, de la Hija Venerable de Paladine. Empeñé mi honor, así que lo único que os puedo contar es que me sonsacó todo cuanto recordaba sobre Raistlin. No me pareció inconveniente ayudarla, y al ver mi buena voluntad me encomendó la búsqueda secreta de Bupu. Todo guarda relación —agregó, pero enmudeció al comprender que ya estaba hablando más de la cuenta—. A decir verdad, Tika, Crysania es una persona estupenda —continuó dando un ágil sesgo a la plática—. Quizá no repararás nunca en ello pero, al igual que la mayoría de los kenders, carezco de hondas convicciones en materia religiosa. Sin embargo, no hay que ser creyente para intuir la bondad que anida en la sacerdotisa. Y también es inteligente, quizá más que el mismo Tanis.

Se produjo una corta pausa, en la que los ojos de Tas emitieron chispas misteriosas. Aunque ardía en deseos de hablar, su reserva le confería cierto protagonismo.

—Creo que no perjudicaré a nadie si os confieso que ha concebido un plan para salvar a Raistlin. Bupu forma parte de sus designios, quiere presentarla ante Par-Salian.

Incluso Caramon adaptó una expresión incrédula al oírle y, en cuanto a Tika, no pudo evitar el pensar que quizá Riverwind y Tanis estaban en lo cierto al afirmar que Crysania había perdido el juicio. En cualquier caso, todo aquello susceptible de despertar una esperanza en su esposo sería digno de su mayor respeto.

El guerrero había fraguado sus propias ideas acerca de la situación, ideas que manifestó sin titubeos.

—El responsable de lo ocurrido es Fis… Fistandolde o comoquiera que se llame —apuntó sin cesar de manipular las múltiples correas de cuero, que se clavaban en sus flácidas carnes—. Ya sabéis a quién me refiero, el mago Fizban nos relató todos los pormenores necesarios. Y también Par-Salian está en conocimiento de ciertos detalles. Solucionaremos el problema —aseveró, iluminado su rostro—. Traeré a Raistlin aquí, Tika, tal como acordamos. Se albergará en la habitación que le destinamos desde el principio, y cuidaremos de él. Ocuparemos la casa nueva y viviremos felices. —Le brillaban las pupilas, pero Tika apenas lo advirtió. Tuvo que desviar la mirada, embargada por la emoción frente a aquellas declaraciones tan propias del otro Caramon, aquél a quien un día amó.

Hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió recuperar su expresión ceñuda, al mismo tiempo que se encaminaba al dormitorio.

—Reuniré tus restantes enseres para el viaje.

—¡No, aguarda! —la detuvo él—. Gracias Tika, pero puedo ocuparme de eso sin tu ayuda. ¿Por qué no nos preparas un poco de comida?

—Te echaré una mano —ofreció Tas, y se dirigió a paso veloz a la cocina.

—De acuerdo —accedió la muchacha, si bien aprisionó entre sus dedos el copete que coronaba la cabeza del kender—. Pero antes —le ordenó—, nuestro amigo Tasslehoff Burrfoot se sentará aquí mismo y vaciará sus saquillos uno por uno.

Tas bramó contra aquella velada acusación, aquella afrenta a la que lo sometían, y Caramon aprovechó la confusión para correr al dormitorio y encerrarse. Fue directo al rincón donde yacía la redoma, vació su contenido en un odre de viaje y, sonriendo satisfecho, introdujo éste en el fondo de su hatillo y lo cubrió con algunas prendas de ropa.

—¡Estoy a punto! —exclamó jubiloso—. Estoy a punto —repitió ya en el porche, víctima del desconsuelo.

Pobre Caramon, su figura era un triste espectáculo. La cota de malla que luciera durante los primeros meses de la campaña, y que perdiera en el curso de una de las muchas aventuras vividas, fue reemplazada por otra idéntica que él mismo confeccionó poco después de regresar a Solace. Entrelazó las hebras del pectoral, pulió las imperfecciones y diseñó las partes de acuerdo con el modelo original, todo ello con primor y dedicación, hasta que, una vez concluida, la arrinconó en un lugar seguro donde no la dañaran los elementos. Ahora se hallaba en perfectas condiciones salvo que, por desgracia, no podía abrocharse los costados y la pieza superior bailaba bajo el cinto que intentaba inmovilizarla en torno a su rebosante talle. Ni Tas ni él habían sido capaces de anudar las placas metálicas que, como un refuerzo adicional, debían guardar sus muslos, y el guerrero optó por llevarlas en su hatillo. Se quejó al levantar su escudo y lo escudriñó con suspicacia, convencido de que alguien lo había llenado de plomo durante los dos últimos años. Y, para colmo de males, a causa de su abultado estómago tampoco hubo manera de abrochar la hebilla de la que había de pender la espada. Enrojeciendo de ira se colgó el arma de la espalda, enfundada en su vaina, y la afianzó mediante unas correas.

Al contemplarle, Tasslehoff tuvo que apartarse de él. En un principio temió estallar en carcajadas, pero constató asombrado que eran las lágrimas lo que debía reprimir.

—Soy un fantoche ridículo —se lamentó Caramon al ver que su amigo le evitaba y Bupu, por su parte, lo estudiaba boquiabierta y con los ojos desorbitados.

—Recuerda al Gran Bulp, Fudge I —declaró la enana entre suspiros.

La imagen del obeso, desaliñado monarca del clan gully congregado en Xak Tsaroth se perfiló en la mente del kender. Agarrando a su acompañante por el pescuezo, la atrajo hacia sí y le insertó el mendrugo en la boca para impedir que profiriera otro comentario inoportuno. Pero el daño ya estaba hecho.

—Acabo de cambiar de idea —anunció el guerrero, a la vez que se congestionaban sus pómulos y arrojaba el escudo sobre el porche con un estrépito fruto de la cólera. Resultaba evidente que también él había recordado al grotesco enano—. ¡Me quedo! De todos modos, era una empresa absurda.

Lanzó entonces a Tika una mirada furibunda, cargada de reproches y, dando media vuelta, dio un paso hacia el umbral. Pero ella se interpuso en su camino de un ágil salto.

—Escúchame bien, Caramon Majere —dijo sin exaltarse—. No permitiré que entres en mi casa hasta que puedas hacerlo como un hombre cabal.

—Será como dos hombres cabales —intervino Bupu con voz ahogada. Tas no dudó en atiborrar su boca de pan.

—¡Eres una insensata! —recriminó el guerrero a su mujer y, con gesto agresivo, apoyó la mano en su hombro—. Sal de ahí, Tika, te lo advierto. No interfieras en mis decisiones.

—En una ocasión te ofreciste a seguir a Raistlin hasta el mundo de las tinieblas. ¿Te acuerdas? —preguntó ella en tono quedo pero revestido de un timbre severo y penetrante, que sus ojos no hacían sino subrayar. Había capturado la atención de Caramon, quien tragó saliva y asintió en silencio, lívido ahora su semblante.

—Rehusó tu compañía —continuó Tika, con la mano posada en el fornido pecho y las pupilas prendidas de las de él—. Dijo que si te internabas en la oscuridad morirías sin remedio. ¿No comprendes, Caramon, que lo que has hecho en el curso de estos dos años es hundirte poco a poco en la negrura? Mueres un poco a cada día que pasa. ¿Y sabes por qué? Porque no has obedecido su consejo, no has emprendido tu propia senda y dejado que él eligiera la suya. Tratas de recorrerlas ambas, y no consigues sino destruirte a ti mismo. La mitad de tu ser vive en una terrible penumbra y la otra mitad pretende bañar en un elixir engañoso los horrores que allí ve, mitigar el sufrimiento a cualquier precio.

—¡Yo soy el culpable de que se invistiera de poderes malignos al asumir la Túnica Negra! —vociferó el guerrero, convulsionado por el llanto—. ¡Yo lo impulsé a hacerlo! Eso era lo que Par-Salian intentaba darme a entender.

Tika se mordió el labio y, aunque la furia afloraba a sus contraídas facciones, Tas observó cómo la dominaba y se limitaba a admitir:

—Quizá sea verdad. —Un segundo más tarde, sin embargo, persistió en su resolución inicial—. Pero no he de aceptarte ni como esposo ni como amigo hasta que acudas a mi lado en paz contigo mismo.

Caramon la escudriñó en la actitud de quien se tropieza con un desconocido y desea averiguar sus intenciones. El rostro de la posadera irradiaba firmeza, sus ojos verdes exhibían una serenidad inconmovible. De pronto, Tas recordó aquella última noche durante la Guerra de la Lanza en que se habían enfrentado a numerosos draconianos, en los subterráneos del Templo de Neraka. Su expresión era la misma.

—Acaso no llegue nunca ese momento, mi bella dama —la desafió Caramon—. ¿Lo has pensado?

—He considerado esa posibilidad. Adiós —fue la escueta respuesta.

Tras volver la espalda a su marido, la joven cruzó el umbral de su hogar y cerró con llave y pestillo. Al oír cómo se deslizaba este último en su abertura Caramon se estremeció, apretó sus enormes puños y, por un momento, Tasslehoff temió que forzara la puerta. Pero no fue así. El guerrero abrió sus palmas y altivo, disfrazando su maltrecho orgullo, se alejó del porche.

—Le demostraré que conmigo no se juega —gruñó mientras caminaba a torpes zancadas, envuelto en el ruidoso tintineo de su metálico atuendo—. Dentro de tres o cuatro días regresaré con Crysle… es igual, no recuerdo su nombre. Hablaremos de todo esto y ella me suplicará de rodillas que me quede, pero quizá rehuse. ¡Por los dioses, no puede expulsarme a su antojo!

Tas estaba indeciso. Detrás de él, en el interior de la casa, su agudo oído de kender percibía los lastimeros sollozos de Tika. Sabía que Caramon no los detectaría, absorto en sus arranques de autocompasión y aislado por el repiqueteo de la cota de malla, pero ¿qué podía hacer el hombrecillo?

—¡Cuidaré de él, Tika! —prometió y, asiendo a Bupu por el brazo, echó a correr en pos de la descomunal masa del compañero. De todas las andanzas vividas era ésta la que comenzaba bajo peores augurios.

5 La reconstrucción de Palanthas

«Palanthas, ciudad legendaria por su belleza. Una ciudad que ha vuelto la espalda al mundo y se contempla, admirada, en su propio espejo».

¿Quién la había descrito en estos términos? Kitiara, sentada a lomos de su reptil azul, volaba por los alrededores de las murallas zambullida en estas meditaciones. Quizá fue Ariakas, el fallecido y apenas llorado Señor del Dragón. El tono pretencioso de la frase concordaba con su personalidad, si bien Kit debía admitir que no se equivocó en su juicio sobre los palanthianos. Tanto les espantó la inminente destrucción de su amada urbe que negociaron una paz independiente con los dignatarios enemigos y, hasta poco antes del fin de la guerra —cuando quedó patente que no tenían nada que perder—, no se unieron a los otros grupos a fin de combatir el enorme poder de la Reina Oscura. Y aun entonces su pacto estuvo presidido por la reticencia.

Merced al heroico sacrificio de los Caballeros de Solamnia, la ciudad de Palanthas se libró de la devastación a la que habían sucumbido otros núcleos tales como Solace y Tarsis. Kit, que surcaba el aire tan cerca de los muros que una flecha hostil habría podido alcanzarla, esbozó una mueca burlona. Una vez más la hermosa urbe se había complacido en sí misma, aprovechando la ola de prosperidad para realzar su legendario embrujo.

Mientras continuaba pensando en el mágico lugar y sus habitantes, Kitiara estalló en una sonora carcajada al ver el ajetreo que su proximidad provocaba en parapetos y almenas. Habían transcurrido dos años desde que el último Dragón Azul sobrevolara las altas torres y Kit todavía podía describir el caos y el pánico de entonces. En el sereno ambiente nocturno oyó un vago redoble de tambores y la inequívoca llamada de los clarines.

También en los tímpanos de Skie, su Dragón, retumbó el reclamo. La sangre se agolpó en su cerebro frente a aquellos heraldos de guerra, inyectando sus ojos, y giró la cabeza hacia Kitiara para rogarle que entrase en acción.

—No, mi leal compañero —dijo la dignataria mientras lo apaciguaba mediante suaves palmadas en la testuz—. Aún no es el momento pero si tenemos suerte no tardará en llegar. ¡Te prometo que muy pronto dominaremos Krynn!

No le quedó al reptil otra alternativa que conformarse con tan esperanzadoras palabras. No obstante, obtuvo cierta satisfacción al lanzar un relámpago ígneo por sus ominosas mandíbulas y ennegrecer la pétrea muralla, antes de levantar el vuelo a toda velocidad para colocarse fuera del radio de alcance de un posible proyectil. Cuando lo vieron planear, las tropas allí apostadas se diseminaron como hormigas indefensas, abrumadas por las oleadas de pánico que siempre destilaban las figuras de los dragones.

Kitiara no se inmutó, y continuó acomodada en su montura. Nadie osaría tocarla; existía una tregua de paz entre sus huestes de Sanction y los palanthianos, si bien algunos Caballeros de Solamnia trataban de persuadir a los pueblos libres de Ansalon para que se unieran y atacaran aquella ciudad, donde la cabecilla de los ejércitos del Mal se había retirado después de la guerra. Poco le importaban estos instigadores a la Señora del Dragón, ya que los palanthianos no se dejarían arrastrar y ella lo sabía. El conflicto había terminado, la amenaza no pesaba ya sobre sus cabezas.

—Cada día que pasa crecen mi fuerza y mi poder —advirtió Kit a quienes pudieran escucharla, aunque en realidad lo que pretendía era reconocer la urbe y almacenar datos para utilizarlos en un futuro no muy lejano.

Palanthas estaba configurada como una rueda. Los edificios importantes —el palacio del primer mandatario, las dependencias gubernamentales y las antiguas mansiones de los nobles— se erguían en su centro, y la ciudad entera giraba en torno a este eje en círculos que se ampliaban de manera progresiva. En segundo plano se hallaban las casas de los más acaudalados miembros de las asociaciones gremiales —los nuevos ricos— y las residencias estivales de los habitantes que vivían al otro lado de las murallas. También se distinguía en esta zona algunos centros culturales, incluida la Gran Biblioteca, mientras que la sección lindante con la parte moderna estaba formada por el mercado y los comercios de todo tipo.

Ocho avenidas partían del núcleo de la ciudad vieja, a guisa de radios de la rueda. Las jalonaban hileras de árboles, vetustos ejemplares cuyas hojas exhibían durante todo el año los tintes del oro. Estas ramblas conducían a las puertas de la antigua muralla. La octava avenida, la septentrional, moría en el puerto.

En torno al pétreo recinto que en otro tiempo cercara el burgo, protegiéndolo de los embates enemigos, Kitiara vio la ciudad nueva y comprobó que, al elevarla, se había respetado el diseño circular de la primitiva. La única diferencia ostensible consistía en que aquí no había muralla, tras acordar los gobernantes que un nuevo perímetro de roca desequilibraría la armonía general.

La Señora del Dragón sonrió, insensible a la belleza de la ciudad. Los árboles y su colorido nada significaban para ella, y al contemplar las cegadoras refulgencias de las siete puertas no se le hizo ningún nudo en la garganta. O quizás uno muy pequeño, que deshicieron sus propios suspiros mientras recapacitaba sobre lo fácil que resultaría asaltarlas.

Otras dos edificaciones capturaron su interés. La primera era un templo dedicado a Paladine, que estaba en proceso de construcción. En cuanto a la otra, era su punto de destino y no pudo por menos que posar en ella una meditabunda mirada.

Tan vivo era el contraste que ofrecía respecto a las feéricas estructuras que la rodeaban, que incluso la fría Kitiara sufrió una leve perturbación. Emergiendo de entre las sombras circundantes como una falange deforme, objeto de negrura y torturada fealdad, parecía aún más espeluznante por haber sido en un tiempo el orgullo de Palanthas, su más esplendorosa gema: la Torre de la Alta Hechicería.

Estaba sumida en la penumbra de día y de noche ya que la guardaba un bosque de enormes robles, los árboles más altos de Krynn al decir de los sobrecogidos viajeros que tenían ocasión de verlos. En cualquier caso, nadie podía aseverarlo con absoluta certeza dado que no había en todo el continente un solo mortal, ni aun los temerarios kenders, capaz de aventurarse en su portentosa espesura.

—El Robledal de Shoikan —murmuró Kitiara a un compañero invisible—. Nadie se atrevía a internarse en él hasta que llegó el Amo del Pasado y del Presente.

Si pronució estas últimas palabras con una mueca burlona, un ligero temblor la diluyó de sus labios cuando Skie comenzó a trazar círculos en torno a la mancha de tinieblas para buscar un buen lugar de aterrizaje.

El Dragón Azul se posó en una de las calles abandonadas que desembocaban en el Robledal de Shoikan. Kit le había instado por todos los medios imaginables, desde el incentivo hasta la amenaza, a sobrevolar el bosque y detenerse en la misma Torre pero, aunque habría derramado su sangre por defender a la dama sin un instante de vacilación, Skie rehusó complacerla. No podía ser de otro modo, también los dragones recibían el influjo de aquel cerco diabólico de guardianes arbóreos.

El reptil lanzó una mirada furibunda, preñada de odio, a la espesura, a la vez que sus nerviosas garras arañaban el empedrado. Le habría gustado impedir que su dueña entrase en el recinto, mas la conocía bien y sabía que, una vez tomada la decisión, no renunciaría por nada del mundo a ponerla en práctica. Tuvo pues que resignarse a doblar las correosas alas sobre su cuerpo y permanecer inmóvil en medio de aquella ciudad singular, ensimismado en antiguos recuerdos que le traían imágenes de llamas, humo y muerte.

Kitiara desmontó despacio de su silla. Solinari, la luna plateada, se asemejaba a la cabeza blanquecina de un decapitado que flotara en el firmamento y Lunitari, el astro rojo, apenas había iniciado su ronda celeste y oscilaba en el horizonte como el pabilo de una vela a punto de extinguirse. La débil luz de ambos satélites se reflejaba en la armadura de escamas de dragón de la dignataria, tornándola de un fantasmal color azulado.

La recién llegada estudió el Robledal, dio un paso en su dirección y se detuvo de repente. Oía a su espalda el crujido de las alas de Skie, que le transmitían un consejo inarticulado: «Huyamos de este lugar siniestro, mi dueña. ¡Vayámonos ahora que aún nos quedan energías para hacerlo!». Ella, atenta a la advertencia, tragó saliva. Sentía la lengua reseca e hinchada, los músculos de su abdomen se habían agarrotado dolorosamente. Poblaron su mente las escenas casi olvidadas de su primera batalla, de un día ya remoto en que se enfrentó a un enemigo y comprendió que, si no le mataba, sucumbiría sin remedio. Venció entonces gracias a un hábil sesgo de su espada. ¿Qué ocurriría ahora?

—He recorrido numerosos parajes lóbregos en este mundo —susurró a su espectral acompañante— y nunca conocí el miedo. Pero, por mucho que razone, no logro hacer acopio de valor para internarme en éste.

—Limítate a blandir en tu palma la joya que él te dio —ordenó el interpelado, materializándose al fin en la noche—. Los guardianes del bosque quedarán inermes frente a su poder.

Kitiara espió el denso cerco de árboles. Sus vastas ramas se proyectaban en todos los sentidos y, al entrelazarse, obstaculizaban el paso de los haces lunares por la noche y los rayos del sol durante el día. Alrededor de sus raíces se desplegaba un manto de negrura que cubría, como una aureola, todo el Robledal, tan herméticamente que ni la más suave brisa ni una tormenta desencadenada agitarían las hojas de esos árboles. Afirmaba la leyenda que en los terribles días anteriores al Cataclismo, cuando vendavales y aguaceros sin parangón en la historia de Krynn azotaron el territorio, los inanimados pobladores del bosque de Shoikan fueron los únicos que no se doblegaron a la cólera de los dioses.

Pero, más estremecedor todavía que su perenne oscuridad, era el eco de vida imperecedera que palpitaba en sus entrañas. Vida eterna, tormento y penurias sin fin.

—Mi inteligencia quiere acatar tus sabias instrucciones —respondió Kit temblorosa—, mas mi corazón no puede seguirlas, Soth.

—En tal caso debes regresar —le indicó el Caballero de la Muerte, encogiéndose de hombros—. Demuestra a esa criatura que la más poderosa Señora del Dragón de este continente es una cobarde.

La dignataria miró a Soth a través de las rendijas de su yelmo y, al hacerlo, sus ojos castaños destellaron a la vez que su mano se cerraba, en un espasmo incontenible, sobre la empuñadura de la espada. El ente del más allá mantuvo erguido el rostro, donde las llamas anaranjadas que solían oscilar en las vacías cuencas oculares ardían ahora con toda la intensidad del desdén. Y si él la menospreciaba, ¿cuál no había de ser el sentimiento que leería en los dorados relojes de arena del mago? Sus pupilas no denotarían tan sólo burla, sino la altivez exultante del triunfo.

Comprimiendo los labios, Kitiara tanteó una cadena ceñida a su cuello de la que pendía el Talismán enviado por Raistlin. La sujetó con fuerza, dio un tirón y la partió en dos. Acto seguido, enarboló la alhaja en su mano enguantada.

Negra como la sangre de un dragón, fría al tacto, la piedra irradiaba además un helor paralizante susceptible de traspasar cualquier prenda de abrigo. Opaca, carente de vistosidad, yacía semioculta en la palma de quien tenía el privilegio de portarla.

—¿Cómo van a percibirla los guardianes? —inquirió la humana tras varios intentos infructuosos de exponerla a la luz de las lunas—. No brilla, no centellean sus cantos. Se diría que transporto un carbón apagado.

—El astro que se refleja en este objeto mágico permanece inmune a tu observación y a la de todos los seres vivientes, salvo a la de aquellos que le rinden culto —explicó Soth—. A ellos y a los muertos que, como yo, han sido condenados a errar eternamente. Te aseguro que para nosotros refulge más aún que la luz diurna en el cielo. Sostenla en lo alto, mi bella dama, y camina. Los custodios del bosque no te detendrán. Quítate el yelmo, de tal manera que puedan contemplar tu cara y distinguir en tus ojos el reverberar de su resplandor.

Kit titubeó unos momentos antes de desprenderse de su peculiar casco, rematado por un par de cuernos en la parte superior, mientras la humillante risa de Raistlin resonaba en su cerebro. Irguió la espalda, al acecho de cualquier imprevisto. Ni una brizna de viento acariciaba sus rizos azabache, y reinaba una calma mortífera que hizo brotar de sus sienes heladas gotas de sudor. Oyó tras ella, mientras se secaba con el guante el molesto chorreo, los gemidos de su Dragón, unos gorgoteos de angustia que nunca había detectado antes en Skie. No lograba decidirse, la mano de la alhaja acusaba de manera ostensible las alteraciones de su pulso.

—Se alimentan del miedo, Kitiara —la reprendió el espectro—. Levanta la piedra para que vean su luz reflejada en tus pupilas, y procura sosegarte.

Demuéstrale que eres una cobarde. Con esta frase atronando en todos los pliegues de su mente aferró la gema, aunque sin esconderla a las miradas de los enigmáticos guardianes, y se internó en el Robledal de Shoikan.

Descendió la oscuridad, envolviendo tan repentinamente a la dignataria que, durante unos espantosos segundos, tuvo la impresión de haberse quedado ciega. Sólo los flamígeros ojos de Soth, que persistían en danzar incandecentes en su faz translúcida, le proporcionaban un mínimo alivio en su zozobra. Hizo un esfuerzo de voluntad para no perder la calma, para neutralizar la debilidad azuzada por el pánico, y fue entonces cuando vislumbró por vez primera un fulgor en la joya. En nada se asemejaba a las luces que solía ver en su vida cotidiana, ni siquiera iluminaba su entorno de tal suerte que, bajo su halo, pudiera distinguir a los entes que anidaban en la noche de las tinieblas mismas.

Fortalecida por las virtudes del Talismán, Kitiara comenzó a serenarse. Los troncos de los árboles se perfilaban frente a ella, y a sus pies se formó una senda. Discurría ésta, similar a un río nocturno, hacia el interior del bosque, y por un instante creyó deslizarse en su etérea corriente sin necesidad de utilizar las piernas.

Fascinada, contempló como toda ella era arrastrada a merced de la acuática senda. El Robledal había tratado de impedirle el acceso a aquel mundo fantasmal pero, una vez traspasados sus límites, se diría que pretendía succionar su ser.

Semejante perspectiva le produjo un escalofrío, y luchó a la desesperada para recuperar el control de su cuerpo. Venció o, al menos, así lo creyó. Cesó todo movimiento pero, ahora, no atinaba sino a temblar indefensa en la negrura, convulsionada por espasmos de miedo. Las ramas crujían sobre su cabeza con unos chasquidos que más parecían risas aviesas, y las hojas fustigaban su faz. Su reacción instintiva fue rechazarlas pero, cuando se disponía a hacerlo, se interrumpió. El contacto de su superficie, aunque gélido, no resultaba desagradable. Se le antojó una suave caricia, casi un saludo respetuoso. Los habitantes de la espesura la habían reconocido, intuían que luchaban en una causa común. Al comprenderlo así, Kit recobró el dominio de sí misma y alzó la cabeza a fin de estudiar el camino.

No fluía hacia las entrañas del Robledal, aquello fue una alucinación nacida de su propio terror. ¡Eran los árboles los que se desplazaban, apartándose para franquearle el paso! Recuperada la confianza, echó a andar por la senda y hasta dirigió una mirada de triunfo al caballero espectral, que avanzaba tras ella. Sin embargo, Soth no le prestó atención.

—Debe estar comunicándose con los espíritus hermanos —se dijo para sus adentros con una risa que, de pronto, se difuminó en un desgarrado grito.

Algo o alquien le atenazaba el tobillo. Un frío que congelaba los huesos se extendía por todo su ser y le paralizaba nervios y músculos, solidificando su sangre. El dolor era insoportable, profería alaridos agónicos que no la permitían pensar con cordura. En un gesto instintivo bajó los ojos hacia su enemigo y descubrió qué era… ¡una mano cenicienta! Surgida de la tierra, había cerrado sus huesudos dedos en torno a su pierna y absorbía su energía, el calor que alimenta cualquier manifestación de vida. Aterrorizada, vio que su pie empezaba a hundirse en el rezumante suelo.

De nuevo el pánico hizo presa en la Señora del Dragón. Propinaba frenéticos puntapiés a la garra, destinados a obligarla a soltar su maltrecho tobillo, pero el fantasmal atacante no cedía. Y, lo que aún le causó mayor espanto, otra mano brotó del camino y estrujó su píe libre en idéntico punto. Entre enloquecidas voces, Kitiara perdió el equilibrio y cayó en una postura forzada.

—¡Sostén la joya! —le urgió Soth con su tono de ultratumba—. Sin su protección serás arrastrada a las profundidades.

Kitiara, obediente al mandato del caballero, apretó los dedos en torno a la gema mientras se debatía y retorcía en un desordenado intento de escapar a los macilentos garfios que, poco a poco, la atraían hacia la tumba.

—¡Ayúdame! —suplicó, buscando a su fantasmal amigo con ojos desorbitados.

—No puedo —respondió él desolado—. Mi magia no surtiría efecto, Kitiara, sólo tu propia fuerza de voluntad es capaz de salvarte. Recuerda la alhaja.

La Dama Oscura, como la llamaron en otro tiempo, enmudeció. Durante unos minutos se agitó a merced de unos terribles escalofríos, como si sus adversarios la hubieran vencido, mas no tardó en flagelarla el azote de la ira. «¿Cómo se atreve a hacerme esto a mí?», pensó al percibir, de nuevo, un par de iris dorados que se deleitaban en la contemplación de su tortura. Este acceso de cólera tuvo la virtud de derretir el hielo, de sofocar el pánico en su flamígero ardor. La invadió la calma, y comprendió lo que debía hacer. Se sacudió sin prisa el polvo de los ropajes y, con gesto frío y deliberado, acercó la joya a una de las esqueléticas manos rozando su putrefacta carne. Aún temblaba, pero la serenidad se impuso y ni siquiera se alteró cuando una maldición resonó en las simas del abismo. La repugnante mano se encogió, abrasada por un fuego invisible, y aflojó su presión sobre el tobillo de Kitiara para zambullirse en su subterránea morada.

Una vez hubieron desaparecido las rugosas yemas entre las hojas secas del borde de la senda, Kitiara aplicó el Talismán a la otra mano que la aprisionaba. También ésta se desvaneció, absorbida por la negrura. Al sentirse libre, la Señora del Dragón se levantó y estudió su entorno con la gema enarbolada a modo de estandarte.

—¿Veis este objeto, criaturas condenadas a vivir después de la muerte? —las desafió con un timbre agudo, casi chillón—. No me detendréis. ¡Pasaré sin que me toquéis! ¿Me habéis oído bien? Franquearé cualquier obstáculo que oséis oponerme.

No hubo respuesta. Las ramas dejaron de crujir, las hojas ocuparon su lánguida posición sujetas a sus tallos. Tras guardar unos minutos más de silencio Kit echó a andar por el sendero, reanudando así su azarosa marcha nocturna. No se desprendió de la alhaja, que le confería cierta seguridad, si bien no pudo sustraerse a imprecar entre dientes a quien se la había enviado. Era consciente de la proximidad de Soth, que se hizo aún más patente cuando él declaró en un siseo:

—Como en tantas otras ocasiones, Kitiara, has despertado mi admiración.

Ella no contestó, atenta al vacío que había dejado la ira en su estómago y que, de manera casi insensible, volvía a colmarse de horror. No quería correr el riesgo de hablar y delatar su creciente aprensión, así que siguió adelante con la mirada puesta en aquel camino que discurría en pos de la nada. A su alrededor se dibujaban decenas de dedos que se abrían paso en el subsuelo en busca de carne viva, aborrecible y deseada al mismo tiempo. Unos rostros pálidos, nebulosos, la espiaban desde los árboles, flanqueados por entes informes que revoloteaban en el frío ambiente y lo infestaban de un hedor rebosante de muerte y podredumbre.

Pero, aunque el guante que portaba la gema sufría leves vibraciones, no flaqueó en su amenazadora postura. Los dedos descarnados nada pudieron para ahuyentar a su dueña, las máscaras del más allá reclamaron en vano la tibia sangre. Los robles, en lugar de obligarla a desistir de su propósito, se inclinaban uno tras otro ante ella en señal de respeto.

Al fin, donde moría el sendero, Kitiara distinguió la figura de Raistlin.

—¡Debería acabar contigo aquí mismo! —le espetó la dama al alcanzarlo, entumecidos los labios y con la mano apoyada en la empuñadura de su espada.

—No sabría describir el placer que me produce verte de nuevo —repuso el hechicero con una sonrisa beatífica que sus facciones desmentían.

Era la primera vez en dos años que coincidían. Ahora que había abandonado las tinieblas del Robledal, Kitiara examinó a su hermano bajo la tenue luz de Solinari. Iba ataviado con una túnica de fino terciopelo azabache, cuyos pliegues descendían en una armoniosa cascada para cubrir su enteco cuerpo. Bordadas en círculo en torno a la capucha, unas runas argénteas revelaban al experto la magnitud del poder del mago. El símbolo más grande, situado en el centro, era un reloj de arena, réplica en mayor tamaño de los que refulgían en sus extraños ojos. A ambos lados de la runa central brotaban sendas hileras, también plateadas, que se perfilaban en los etéreos haces lunares y se prolongaban hasta los dobleces de las holgadas mangas. Descansaba el peso del hechicero en un legendario bastón, una vara terminada en una bola de cristal que sólo se iluminaba cuando Raistlin así lo ordenaba pero que, en aquellos momentos, se hallaba sumida en la penumbra, al amparo de las doradas garras de dragón que configuraban su puño.

—¡Debería matarte! —repitió Kit antes de lanzar una mirada de soslayo al Caballero de la Muerte, que parecía alimentarse de la negrura adyacente para tomar cuerpo. Los ojos de la dama no expresaban ninguna orden sino más bien una invitación, quizás un mudo desafío.

Raistlin esbozó una mueca que pocos gozaban del privilegio de estudiar. Sin embargo, su ambigüedad se perdió en las sombras de su capucha.

—Me alegro de conocerte, Soth —dijo a guisa de saludo. Había posado su vista en el espectro.

Kitiara se mordió el labio mientras los relojes de Raistlin escudriñaban la armadura del egregio fantasma. El tiempo no había logrado borrar los emblemas que adornaban el pectoral: la rosa, el martín pescador y la espada que distinguían a los Caballeros de Solamnia, si bien aparecían ennegrecidos, como si el metal hubiera ardido en un incendio.

—Miembro de la Orden de la Rosa —prosiguió el hechicero— que murió envuelto en llamas durante el Cataclismo, antes de que la maldición de la doncella elfa a la que agravió le condenara a emprender esta amarga vida de ultratumba.

—Ésa es mi historia —asintió Soth sin inmutarse ni sorprenderse—. Y tú eres Raistlin, Amo del Pasado y del Presente y criatura predestinada.

Se espiaban atentamente uno a otro, tan concentrados que habían olvidado a Kitiara quien, al percibir la mortífera batalla que ambos libraban, desechó su momentáneo enfurecimiento para volcar sus sentidos en el desenlace.

—Tu magia es poderosa —comentó Raistlin. Una suave brisa surgida de la noche mecía las ramas de los robles y acariciaba la túnica del hechicero.

—Sí —concedió Soth en un susurro—. Puedo matar con sólo pronunciar una palabra, o bien arrojar una bola de fuego sobre una legión de enemigos. Dirijo a unas tropas de guerreros espectrales que son capaces, a su vez, de destruir a través de un simple contacto. Elevo murallas de hielo que protegen a quienes sirvo, sé discernir lo invisible, los hechizos corrientes se revelan inútiles en mi presencia.

Raistlin inclinó la cabeza afirmativamente, y los pliegues de su capucha se agitaron en derredor de su sombrío semblante. Soth, por su parte, comenzó a avanzar en pos de aquella enjuta figura y se detuvo a escasos centímetros de su frágil cuerpo mientras Kitiara, muda espectadora, sentía cómo se aceleraba su respiración al contemplar tan poco halagüeña escena.

Entonces, en un cortés ademán, el sentenciado Caballero de Solamnia extendió la mano sobre la zona de su anatomía que un día albergó el corazón y declaró, dando al traste con todos los pronósticos de su compañera:

—Pero también reconozco a un superior y puedo ponerme a sus pies. —Kitiara no daba crédito a sus ojos, la reverencia de Soth la había dejado atónita. Tuvo que apretar los dientes para sofocar la exclamación que añoraba a sus labios.

Raistlin, intuyendo el tornado que la agitaba, desvió hacia ella sus áureos relojes de arena y le preguntó, en un tono revestido de sarcasmo:

—¿Decepcionada, mi querida hermana?

Pero la Dama Oscura sabía acomodarse a las cambiantes ráfagas del destino. Había reconocido el terreno enemigo y descubierto lo que quería averiguar, ahora podía reanudar la liza.

—Por supuesto que no —respondió, con una ambigua sonrisa de perversidad que sus pretendientes juzgaban irresistible—. Después de todo, lo único que me ha movido a venir a visitarte ha sido el deseo de verte. Hacía ya demasiado tiempo que no nos entrevistábamos. Tienes buen aspecto.

—Me encuentro en mi mejor momento —confirmó Raistlin y, avanzando unos pasos, rodeó el brazo de Kit con su huesuda mano de largos dedos. Ella se sobresaltó, pues la carne del mago bullía en un estado febril, pero se abstuvo de exteriorizar sus emociones al reparar en el interés con que él la observaba, presto a analizar la más mínima reacción.

—Lo cierto es que ha transcurrido algún tiempo desde la última ocasión en que se cruzaron nuestras vidas —dijo Raistlin para apoyar el comentario de su hermana—. Si no me falla la memoria, esta primavera se cumplirán dos años. —Su tono era coloquial, despreocupado, si bien no soltó el brazo de Kit y en su voz se adivinaba un acento burlón—. Fue en el Templo de la Reina de la Oscuridad, en la ciudad de Neraka, aquella noche fatídica cuando mi soberana sufrió la derrota definitiva y fue desterrada del mundo…

—Gracias a tu traición —intervino la dama a la vez que trataba, sin éxito, de desembarazarse de su molesta zarpa. Aunque era más alta y más fuerte que el frágil mago, capaz en apariencia de partirle en dos con las manos desnudas, apenas osaba moverse y satisfacer así su ferviente deseo de rechazar el contacto de sus dedos. Algo en él la subyugaba.

Raistlin se rió ante la acusación de Kitiara y, atrayéndola hacia sí, la guió hacia la verja de la Torre de la Alta Hechicería.

—Hablando de traiciones, querida hermana, ¿acaso no disfrutaste cuando utilicé mi magia para destruir el escudo de inmunidad de Ariakas y permití así que Tanis, el Semielfo, hundiera el filo de la espada en su cuerpo? ¿No te convertí con mi acto en la más poderosa entre los dignatarios de Krynn?

—¿De qué me sirvió ocupar el rango de Ariakas? —repuso ella con una voz que destilaba amargura—. Desde entonces no he hecho sino vivir casi como una prisionera en Sanction, en manos de esos infames Caballeros de Solamnia que gobiernan todo el territorio. Día y noche me guardan los Dragones Plateados, vigilando hasta mis movimientos más insignificantes. Y en cuanto a mis tropas, deambulan diseminadas por todo el país.

—Sin embargo, has llegado hasta aquí a pesar de tus cadenas —constató Raistlin—. ¿Te detuvieron los Dragones, se enteraron los Caballeros de tu partida?

Kitiara hizo un alto en la senda que conducía a la Torre para dirigir a su hermano una mirada inquisitiva.

—¿Ha sido obra tuya?

—¡Naturalmente! —El hechicero se encogió de hombros, sin acertar a entender cómo Kit no lo había supuesto de buen principio—. Pero ya discutiremos más tarde esas cuestiones —añadió, a la vez que reanudaba la marcha—. El Robledal de Shoikan desestabiliza los nervios del más ponderado, y además estoy seguro de que tienes hambre y frío. Debo confesarte —su tono era confidencial— que otra persona ha conseguido atravesar los lindes de esta espesura, aunque con mi ayuda, de modo que no has sido la primera. Y lo más sorprendente ha sido el coraje con que se ha enfrentado a la prueba. Sabía que tú, Kitiara, salvarías todos los escollos, si bien abrigaba mis dudas respecto a la sacerdotisa Crysania…

—¡Crysania! —repitió la Dama Oscura escandalizada—. ¡Una Hija Venerable de Paladine! ¿Y has dejado que se internara en tus dominios?

—No sólo eso, yo mismo la invité a visitarme —contestó el mago imperturbable—. Uní a mi ofrecimiento un talismán, por supuesto, ya que de lo contrario nunca habría tenido éxito en el empeño.

—Y ella aceptó —afirmó Kitiara, navegando en un mar de incertidumbre.

—Estuvo encantada.

Ahora fue él quien cesó de andar. Se hallaban frente a la entrada de la Torre de la Alta Hechicería y, gracias a la luz que brotaba de las antorchas encendidas junto a las ventanas, Kit vio con absoluta claridad el rostro de su acompañante. Tenía los labios retorcidos en una mueca y sus doradas pupilas brillaban frías, mortecinas, igual que el sol en invierno.

—Encantada —insistió Raistlin, y la dama prorrumpió en carcajadas.


Unas horas más tarde, después de que se pusieran las dos lunas tras el horizonte y cuando el alba se anunciaba tímida en la lejanía, Kitiara, con el ceño fruncido, estaba aún sentada en el estudio de su hermano con una copa de vino tinto en la mano.

La sala era confortable, o así lo parecía al contemplarla. Varias butacas afelpadas, de la mejor textura y construcción que cabe imaginar, se alzaban sobre unas alfombras de fina artesanía que sólo las personalidades más adineradas de Krynn se podían permitir el lujo de adquirir. Sus urdimbres, realizadas a partir de diseños de animales quiméricos y flores multicolores distribuidos con gusto exquisito, eran capaces de capturar la atención de quien las mirara y lo inducían a perderse durante horas en su belleza. Las mesas de madera tallada, no menos tentadoras, contribuían también a enriquecer el ambiente al igual que los adornos, singulares y hermosos o, acaso, singulares y fantasmagóricos.

Pero el elemento predominante era la inmensa colección de libros. Jalonaban los muros hondas hileras de estantes, de la misma madera que las mesas, repletos de centenares, quizá miles de volúmenes. En su mayoría presentaban una apariencia uniforme, por estar encuadernados en tela azul marino y decorados a base de runas argénteas. La estancia era cómoda mas, a pesar del fuego que chisporroteaba en la descomunal chimenea abierta en una de las paredes, flotaba en el aire un frío sobrenatural. Kitiara creyó advertir que procedía precisamente de los libros, si bien no tenía una certeza absoluta.

Soth se instaló lejos de las llamas, oculto en la penumbra. Kit no distinguía su contorno pero era tan consciente de su presencia como Raistlin, sentado frente a su hermanastra. El hechicero había elegido una silla de alto respaldo situada detrás de un gigantesco escritorio de madera negra, tallado con tal astucia que las criaturas que intervenían en su ornamentación parecían espiar a la dama.

Asaltada por leves pero molestos temblores, Kitiara apuró demasiado deprisa el contenido de su copa. Pese a estar acostumbrada al alcohol comenzaba a marearse y tal sensación la horrorizaba, ya que de sobra conocía su significado: estaba perdiendo el control. Irritada posó el cristalino recipiente en la bandeja, resuelta a no beber más.

—¡Tu plan es una locura! —reprochó a Raistlin. Disgustada por la inefable mirada que el hechicero había clavado en su persona, se levantó y continuó mientras recorría la amplia sala de uno a otro extremo—: Es una insensatez y una pérdida de tiempo. Con tu ayuda podríamos reinar en todo el continente de Ansalon. Y aún iré más lejos: si tú quisieras —se volvió de manera repentina, iluminado su rostro por un siniestro anhelo— dominaríamos el mundo entero. No necesitas el apoyo de Crysania ni el de nuestro tosco hermano.

—Dominar el mundo —repitió Raistlin en un quedo murmullo que contrastaba con sus ardorosas pupilas—. Me temo que no has comprendido una palabra, querida Kitiara, por eso me dispongo a explicártelo del modo más sencillo que sé.

También él se incorporó para, apoyando ambos puños en el escritorio, inclinarse hacia su hermanastra más sinuoso que una serpiente. La Dama Oscura, que se había detenido atenta a su reacción, sintió un escalofrío.

—¡El mundo nada me importa! —exclamó el hechicero—. Podría someterlo a mi yugo mañana mismo si me apeteciera, pero no es eso lo que ambiciono.

—No te interesa gobernar Krynn —farfulló ella a guisa de constatación, con acento sarcástico y encogiéndose de hombros—. En ese caso, sólo queda…

No concluyó. Casi se mordió la lengua cuando sus ojos se cruzaron con los de Raistlin, reveladores al fin de sus más secretos deseos. En las sombras de la habitación, las llamas anaranjadas que danzaban en las cuencas oculares del caballero espectral lanzaron destellos más vivos que el fuego.

—Se ha hecho la luz en tu mente —comentó el mago y, satisfecho, se sentó de nuevo—. La Hija Venerable de Paladine reviste una importancia capital en mis planes, como sin duda entenderás. Es el destino quien la trajo hasta mí en el momento en que mi viaje empezaba a tomar cuerpo en mi imaginación.

Kitiara no atinaba sino a contemplarlo aturdida, muda. Al cabo de un rato, no obstante, recobró el habla e indagó:

—¿Cómo sabes que te seguirá? ¡No le habrás contado la verdad!

—Tan sólo lo suficiente para plantar la semilla en su pecho. —Raistlin sonrió al evocar su encuentro, a la vez que se reclinaba en el asiento y se llevaba dos dedos a los labios—. No pecaré de inmodestia si digo que mi representación fue una de las más espléndidas de mi vida. Hablé a regañadientes, impelido por su bondad y pureza y, al surgir las sílabas entre titubeos y esputos sanguinolentos, ella pasó a pertenecerme. Sus sentimientos caritativos la arrastraron hasta perderla. Vendrá —aseveró, regresando con sobresalto al presente—. Y también aparecerá ese bufón que tenemos por hermano. Me servirá de manera irracional, atolondrada, pero así es como actúa siempre.

Kitiara extendió la mano sobre sus sienes, donde la sangre latía con violencia. El responsable no era ya el vino —había recobrado la sobriedad—, sino un sentimiento de furia y desánimo.

«¡Podría ayudarme! Es tan poderoso como se rumorea, o incluso más. ¿Por qué se habrá vuelto loco?», pensó fuera de sí.

De pronto, una voz que no había invitado resonó en los pliegues de su cerebro: «¿Y si su juicio se mantuviera intacto? ¿Y si su resolución de seguir hasta el final fuera lúcida e irrevocable?».

La dama pasó revista al plan del mago fríamente, enfocándolo desde todos los ángulos. Sus conclusiones la espantaron. Nunca saldría victorioso y, lo que era peor, existía la posibilidad de que la precipitase a ella al abismo.

Estas ideas se sucedieron en fugaces secuencias, sin que ninguna se reflejara en el rostro de la dignataria. Por el contrario, su sonrisa asumió un raro embrujo, un ambiguo encanto que en su día hizo que muchos de sus enamorados muriesen invocándola.

Quizás era éste el objeto de las meditaciones de Raistlin cuando le propuso, con ojos escrutadores:

—Vamos, hermana, únete por una vez al vencedor.

La convicción de Kitiara se agitó, a punto de desmoronarse. ¡Si se cumplían los designios de Raistlin sería glorioso! Krynn caería en sus manos, y tan halagüeña perspectiva la obligó casi a ceder.

Miró al mago. Veintiocho años atrás era un recién nacido débil y enfermizo, la triste contrafigura de su robusto gemelo.

—Dejadle morir o su existencia será un infierno —les recomendó la comadrona. Kit era entonces una adolescente, y se horrorizó al ver que su madre consentía entre sollozos.

Rehusó acatar tan cruel consejo. Algo que bullía en su interior la impulsó a enfrentarse a todos. ¡El niño viviría! Viviría porque ella así lo quería, y no aceptaría una negativa.

—La primera batalla que libré —solía contar orgullosa a los otros lugareños— fue una guerra encarnizada contra los dioses. ¡Y vencí!

Mientras estudiaba a su hermano, se confundían en su mente las imágenes del hombre y la del pequeño desamparado que fuera en sus inicios. De súbito, sin motivo aparente, le dio la espalda.

—Lo lamento pero debo partir —anunció, ajustándose los guantes—. ¿Te pondrás en contacto conmigo a tu regreso?

—Si salgo victorioso no será necesario —replicó el hechicero sin vehemencia ninguna—. Te enterarás de todos modos.

Kitiara profirió casi un comentario burlón, pero se contuvo a tiempo. Indicó a Soth con un leve ademán de cabeza que había llegado el momento y se dispuso a abandonar la estancia.

—Adiós, hermano. —Aunque conservó el control de sí misma, no logró reprimir un ribete de ira en su voz—. Es una lástima que no compartas mi deseo de disfrutar cuanto la vida puede ofrecernos de hermoso. ¡Juntos habríamos acometido grandes empresas!

—Adiós, Kitiara —se despidió a su vez el hechicero. Ordenó a las lóbregas criaturas consagradas a su servicio que mostrasen la salida a sus invitados sin despegar los labios, por vía telepática, y añadió, antes de que Kit traspasara el umbral—: Por cierto, hay algo que debo decirte. En más de una ocasión me aseguraron que me salvaste la vida poco después de nacer pero, aunque eso sea cierto, considero que saldé mi deuda al propiciar la muerte de Ariakas quien, sin lugar a dudas, habría acabado por destruirte. Así pues, estamos en paz.

Kitiara examinó el semblante del mago, sus áureos relojes de arena, en busca de una amenaza o una promesa. Nada halló, ni un atisbo de emoción susceptible de orientarla. Un instante más tarde, Raistlin había pronunciado la fórmula de un hechizo y desaparecido de su vista.

La travesía del Robledal de Shoikan fue, ahora, sencilla. Los guardianes no acosaban a quienes dejaban la Torre y Kitiara y Soth recorrieron juntos el camino. El Caballero de la Muerte caminaba con el sigilo que lo caracterizaba. Proveniente de un universo inmaterial, sus pies no imprimían la más ínfima huella sobre las hojas secas que se extendían por el suelo como un manto de perenne podredumbre. La primavera no visitaba jamás el siniestro bosque.

La Dama Oscura no habló hasta que hubieron sobrepasado el perímetro exterior de árboles y se hallaron, una vez más, sobre el sólido empedrado de las calles de Palanthas. El sol asomaba tras los recortados edificios, difuminándose el rico azul del cielo en un pálido gris teñido de rojo. En la ciudad, aquéllos cuyo quehacer reclamaba su presencia a primera hora se desperezaban en sus lechos. Los pasos aislados de los más madrugadores se mezclaron con los de los centinelas que, concluido el turno de noche, se retiraban a descansar y eran relevados en las almenas. Estos lejanos ecos, que llegaban a oídos de Kitiara desde el otro lado de las semiderruidas casas adyacentes a la torre, la recordaron que se encontraba de nuevo entre los vivos.

—Hay que detenerlo —declaró a boca de jarro la dignataria sin una vacilación, sin un suspiro.

El espectro no se pronunció en ningún sentido.

—Sé que será una tarea difícil —reconoció Kitiara al mismo tiempo que se ajustaba el yelmo y caminaba a grandes zancadas hacia Skie que, al distinguirla, había alzado la testa en actitud triunfante. Tras dar unas cariñosas palmadas en el cuello de su Dragón, la dama volvió a dirigirse a su esbirro.

—Pero no es necesario encararse con él. Todo su proyecto gira en torno a la sacerdotisa. Si eliminamos a Crysania su castillo de naipes se vendrá abajo. Y nunca averiguará nuestra participación en el asunto, ya que son muchos los que han sucumbido a las fuerzas letales del Bosque de Wayreth. ¿Me equivoco?

Soth negó con la cabeza y sus ojos destellaron, en señal de complicidad.

—Ocúpate de que se esfume sin dejar rastro. Haz que aparezca como un designio de los hados —le encomendó—, mi hermano cree en tales maldiciones. Cuando era niño le enseñé que no doblegarse a mis deseos era una falta grave, punible mediante unos azotes, y por lo que veo debe aprender de nuevo la lección.

Montó a lomos de Skie y este, obediente a su orden, se preparó para elevarse. Sus gigantescas patas traseras se hundieron en el adoquinado, requebrajando las piedras, y al fin desplegó las alas y dio un majestuoso salto hacia las alturas. Los habitantes de Palanthas sintieron como si les hubieran quitado un peso de encima, una sombra malévola que se cernía sobre sus corazones, pero casi ninguno vio partir al reptil ni a su jinete.

Soth permaneció inmóvil en el linde del Robledal.

—También yo creo en el destino, Kitiara —murmuró—. En el que uno mismo se labra.

Dirigió su mirada hacia las ventanas de la Torre de la Alta Hechicería, y percibió cómo se extinguía la luz en la estancia que ocupaban pocos minutos antes. Durante unos segundos envolvió a la mole una oscuridad que se solidificó en un escudo impenetrable a los rayos solares, en el halo de negrura que solía protegerla. Pero rompió el sombrío encantamiento un repentino centelleo.

Procedía aquel atisbo de vida de una sala situada en la cúspide de la Torre. Era el laboratorio del mago, el lugar secreto donde Raistlin perfeccionaba sus virtudes arcanas.

—Me pregunto quién va a aprender una lección —siseó Soth y, sin pérdida de tiempo, se fundió en los lóbregos vapores que disolvía ya la atmósfera diurna.

6 Un juego divertido

—¿Por qué no nos detenemos aquí? —sugirió Caramon, a la vez que se encaminaba hacia un destartalado edificio que se hallaba apartado del camino, agazapado en el bosque como el animal que acecha a su presa—. Quizás ella haya hecho un alto para reponer fuerzas.

—Lo dudo —replicó Tas, examinando con reticencia la enseña que pendía de una cadena sobre la puerta—. «La Jarra Rota» no me parece el establecimiento adecuado…

—Tonterías —rezongó el guerrero, al igual que había rezongado en más ocasiones de las que el kender podía contar—. Tiene que comer, incluso las sacerdotisas de más altas aspiraciones necesitan alimentarse con algo tangible. Además, existe la posibilidad de que algún cliente se haya cruzado en su ruta y nos dé cuenta de su paradero. Hemos perdido su rastro, hasta ahora no nos ha acompañado la suerte.

—No —repuso Tas entre dientes—, pero quizá los hados nos favorezcan más si exploramos la calzada en lugar de las tabernas.

Llevaban tres jornadas de viaje, y los peores presentimientos de Tasslehoff se habían materializado con creces.

Por regla general, los kenders eran los nómadas perfectos. Al alcanzar la veintena les asaltaba la sed de aventuras, de peregrinar por el mundo, y en esa época se lanzaban en pos de rincones ignotos con el anhelo de no prestar atención más que a las situaciones emocionantes o a cualquier objeto curioso, bello o deforme, que por azar cayera en sus siempre abultadas bolsas. Totalmente inmunes a la emoción del miedo, azuzados por un ansia inagotable de saborear la novedad de cada segundo, los integrantes de esta raza no eran muy abundantes en Krynn, para alivio y tranquilidad de sus otros pobladores.

Tasslehoff Burrfoot, a punto de cumplir los treinta —si no le engañaba su memoria— no era, en la mayor parte de sus facetas, un kender característico. Había recorrido, a lo largo y a lo ancho, el continente de Ansalon junto a sus padres antes de que éstos se establecieran en Kenderhome, y al alcanzar la mayoría de edad se había trazado sus propios itinerarios en solitario hasta que conoció a Flint Fireforge, el enano herrero y a su amigo, Tanis, el Semielfo. Más tarde se les unieron en su peregrinar Sturm Brightblade, Caballero de Solamnia, y los gemelos Caramon y Raistlin. En su compañía vivió la aventura más maravillosa de toda su existencia: la Guerra de la Lanza.

Sin embargo, como ya hemos apuntado, su dilatada experiencia lo apartó del prototipo del kender, aunque él lo habría negado de mencionarse este punto en público. A diferencia de otros miembros de su pueblo había sufrido el trance de perder a dos seres entrañables, Sturm Brightblade y Flint, y sus muertes lo habían afectado más de lo imaginable. Así, a través del sufrimiento, había aprendido el significado de la palabra «temor», no por sí mismo, sino por el destino de quienes amó. Y su inquietud, su preocupación por Caramon, era ahora más honda de lo que cabía prever.

Su desasosiego había ido en aumento desde que emprendieron la búsqueda de Crysania. La diversión inicial había durado muy poco. Después de abandonar el hogar del guerrero, cuando éste hubo proclamado su rencor contra la dureza de corazón de Tika y la incapacidad del mundo entero para comprender sus desgracias, dio unos tragos de su odre y se entonó a los pocos minutos, comenzando a relatar historias sobre la época en que rastreaba draconianos por la espesura. Tas halló tales anécdotas amenas y entretenidas de modo que, pese a vigilar sin respiro a Bupu para asegurarse de que no la arrollaba una carreta ni se hundía en el fango, disfrutó de sus primeras horas al aire libre.

Sorbo tras sorbo, al atardecer el odre estaba vacío, si bien Caramon conservaba el buen humor y se mostraba dispuesto a escuchar las narraciones de Tas, que el kender gustaba de repetir una y otra vez. Por desgracia en el momento culminante de una de ellas, cuando escapaba junto al mamut lanudo y los magos le arrojaban relámpagos ígneos, pasaron por delante de una taberna.

—No tardaré, sólo quiero llenar el odre —prometió el guerrero, y desapareció en el interior del local.

Tas hizo ademán de seguirle, pero, de pronto, advirtió que Bupu contemplaba boquiabierta la fragua que había en el linde opuesto de la senda y comprendió que, hipnotizada por el fuego, era capaz de provocar un incendio de graves consecuencias. Como, por otra parte, sabía que en numerosos establecimientos rehusaban servir a los enanos gully y no deseaba someterse a esta prueba, decidió quedarse fuera y mantenerla bajo control. Después de todo, Caramon le había asegurado que no se demoraría.

Dos horas más tarde, el hombretón salió a trompicones de la taberna.

—En nombre del Abismo, ¿dónde te has metido? —preguntó el kender arrojándose sobre su amigo con furia felina.

—Sólo he tomado una copa para cobrar ánimos. —Pero el guerrero se balanceaba de manera alarmante.

—¡Debo cumplir una importante misión! —le recordó Tas exasperado—. Es la primera que me encomienda una personalidad de tan alto rango, que además quizás esté en peligro, y frente a tal panorama tú me obligas a permanecer dos horas inactivo, encadenado a una enana gully. —El kender señaló con el índice a Bupu, quien dormía plácida en una acequia—. Nunca me había aburrido tanto, y ¿para qué? Para esperar a un individuo que aparece rezumando alcohol por todos los poros.

Caramon le clavó una furibunda mirada y proyectó los labios en una mueca que quería ser agresiva.

—¿Sabes lo que te digo? —gruñó, al mismo tiempo que echaba de nuevo a andar por la senda—. Que tus sermones son idénticos a los de Tika.

La pronunciada inclinación de una ladera, que tuvieron que bajar en la penumbra, evitó una reyerta más seria. Entrada ya la noche, llegaron a una encrucijada.

—Vayamos por ahí —propuso Tasslehoff con el dedo extendido—. Sin duda Crysania imagina que alguien intentará detenerla y elegirá una ruta poco utilizada por los viajeros, donde disminuya el riesgo de ser descubierta. Creo que deberíamos tomar el camino que seguimos hace dos años, cuando abandonamos Solace.

—¡No seas insensato! —lo reprendió el guerrero—. Es una mujer y una sacerdotisa, ambas razones de peso para que evite los lugares solitarios donde podría ser atacada. Preferiría las sendas frecuentadas, como por ejemplo la que conduce a Haven.

A Tas no le gustó la alternativa, pero accedió. Sus resquemores, sin embargo, eran fundados y lamentó no haberse puesto firme. No habían cubierto más que unas millas cuando se toparon con una posada.

El guerrero entró para averiguar si alguno de los parroquianos había visto a una persona que encajara con la descripción de Crysania, dejando una vez más a Tas encargado de custodiar a Bupu. Una hora después su colosal figura se dibujó en el umbral, coronada por una faz encarnada y risueña.

—¿Te han dado pistas fiables? —inquirió el kender irritado.

—¿De quién? ¡Ah, te refieres a ella! No.

Transcurrieron dos días más sin que avanzasen apenas en su viaje. En realidad se hallaban a mitad de camino de Haven. Si bien Tasslehoff podría haber escrito un libro acerca de los establecimientos que flanqueaban la senda.

—En los viejos tiempos —comentó el kender al borde del paroxismo— habríamos ido hasta Tarsis en este mismo plazo. Incluso estaríamos de regreso.

—Entonces yo era joven e inmaduro. Mi cuerpo es ahora el de un adulto, ha de renovar fuerzas y mantener su perfecto equilibrio —explicó Caramon con gesto altivo.

«¿Cómo se atreve a hablar de equilibrio? No son fuerzas lo que renueva», pensó Tas, entre furioso y apenado por su compañero.

Caramon no podía avanzar más de una hora seguida sin detenerse a descansar. A menudo, en lugar de sentarse por su propia iniciativa se derrumbaba de manera repentina y prorrumpía en agónicos sollozos, bañado en sudor todo su cuerpo. Se necesitaban en tales casos los esfuerzos combinados de Tas y Bupu, sumados a unos sorbos de aguardiente enanil, para incorporarlo. Se quejaba, además, sin tregua y amargamente porque la cota de malla le excoriaba la piel, el sol le quemaba demasiado o la sed y el hambre se hacían insoportables. Por las noches persistía en cobijarse en cualquier posada nauseabunda, con tal de que sirvieran bebidas fuertes. Entonces obsequiaba a Tas con el espectáculo de su borrachera y, cuando caía sin sentido, el kender lo subía con ayuda del hospedero al aposento, donde dormía hasta media mañana y obligaba a su amigo a perder un tiempo precioso.

Transcurrida la tercera jornada de tan absurdos desafueros, y consumido el licor de la enésima taberna sin hallar, por otra parte, el menor rastro de la sacerdotisa, Tasslehoff se planteó la opción de regresar a Kenderhome, comprar una casa y retirarse de la aventura.

Era mediodía cuando arribaron a «La Jarra Rota». Caramon, fiel a su costumbre, se zambulló en el interior mientras, exhalando un suspiro que pareció brotar de sus nuevos y relucientes botines verdes, Tas se apostaba al lado del mugriento local en compañía de su inseparable Bupu.

—Estoy harta —anunció la enana dirigiendo al kender una mirada reprobatoria—. Me prometiste que conocería a un hombre guapo ataviado de rojo, y la única cara que he visto es la de ese borrachín más grueso que un tonel. Regreso a mi patria, a la corte de Fudge I, el Gran Bulp.

—No, aguarda un poco más —le suplicó él desesperado—. Encontraremos al hombre guapo, te lo aseguro. Quizá Caramon averigüe al fin su paradero.

Resultaba obvio que Bupu no le creyó, debido acaso a la carencia absoluta de convicción que delataban sus palabras.

—Concédeme una oportunidad —insistió Tas—. Espérame aquí y traeré algo de comer. Este viaje no se prolongará mucho… ¿Te quedarás aquí sin moverte hasta que vuelva? —concluyó, remiso a darle explicaciones falaces.

La enana se mordió los labios, sumida en profundas reflexiones. Al fin dijo, a la vez que se sentaba en la fangosa senda:

—De acuerdo, esperaré hasta después del almuerzo.

Tas irguió el rostro, proyectando el mentón, y desapareció en el desvencijado establecimiento. Estaba resuelto a hablar con Caramon largo y tendido.

Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos no fue necesario el intercambio.

—A vuestra salud, amigos. —Era el hombretón quien brindaba, alzada la copa frente a los parroquianos de la taberna. No eran numerosos, tan sólo una pareja de enanos viajeros que estaban sentados cerca de la puerta y un grupo de humanos, ataviados de guerreros, quienes levantaron sus jarras en respuesta al saludo del extraño gigante.

Tas tomó asiento junto al fornido compañero, tan deprimido que hasta restituyó a uno de los enanos la bolsa que, distraídamente, le había arrebatado al pasar.

—Se te ha caído esto —le susurró con la mano extendida, en una actitud que dejó perplejo a su interlocutor.

—Buscamos a una mujer —declaró Caramon, arrellanado en su banco como si pretendiera pasar la tarde entera en el local. Recitó acto seguido la descripción que había expuesto en todas las posadas y tabernas desde que partieran de Solace—. Cabello oscuro, delgada, delicada, faz pálida, túnica blanca. Se trata de una sacerdotisa…

—Nosotros la hemos visto —lo interrumpió uno de los guerreros.

—¿De verdad? —preguntó el robusto humano expulsando por la boca un chorro de líquido, casi asfixiado.

—¿Dónde? —preguntó el kender al percatarse de su apuro.

—Deambulando por los bosques que cubren la zona este del territorio —explicó el mismo hombre, a la vez que agitaba el pulgar en aquella dirección.

—¿Ah, sí? —Era Caramon quien hablaba, receloso de los desconocidos—. ¿Y qué hacíais vosotros en esa espesura impenetrable?

—Perseguir goblins. En Haven ofrecen por ellos sabrosas recompensas.

—Tres monedas por ejemplar —coreó su hasta entonces silencioso amigo, y les propuso con una sonrisa desdentada—: Quizá queráis probar suerte también vosotros.

—Volvamos a lo que interesa —los atajó Tas, visiblemente nervioso—. Contadnos pormenores acerca de la mujer.

—Está loca, no me cabe la menor duda —comentó el primer guerrero—. Le advertimos que la región era un hervidero de goblins y no debía viajar en solitario, pero ella se limitó a contestar que estaba en manos de un tal Paladine y que este misterioso personaje se ocuparía de salvaguardarla.

Caramon suspiró y se llevó la copa a los labios.

—Todo concuerda, es la persona que buscamos —aseveró. Pero en el momento en que iba a humedecer su gaznate, Tas dio un salto en el aire y le arrebató el cristalino objeto para lanzarlo al suelo—. ¿Qué diablos…? —intentó protestar el hombretón.

—Vámonos —le ordenó el kender sin hacerle caso, tirando de su brazo—. Tenemos que partir ahora mismo. Gracias por vuestra ayuda —dijo al grupo, jadeando a causa del esfuerzo que suponía arrastrar a Caramon—. ¿Dónde os tropezasteis con ella exactamente?

—A unas diez millas al este de aquí. Encontraréis un sendero en la parte trasera de la taberna, una ramificación de la ruta principal. Internaos en él y os conducirá, a través del bosque, hacia Gateway. Los lugareños lo utilizaban como atajo antes de que se convirtiera en un camino peligroso.

—Nos habéis sido de gran utilidad, os lo aseguro. Vuestro favor no tiene precio. —Con estas palabras de reconocimiento Tas empujó a Caramon al exterior del local, aunque éste pretendía quedarse un poco más.

—¡Los Abismos te confundan! ¿A qué viene tanta prisa? —vociferaba el guerrero encolerizado, deshaciéndose de la presión que ejercían en su cuerpo las manos del kender—. Al menos podríamos comer algo.

—¡Caramon! —le urgió a callar el hombrecillo—. Piensa, recuerda. ¿No te das cuenta de dónde está la sacerdotisa? A diez millas al este. Mira. —Abrió uno de sus saquillos y extrajo un pliego de mapas, que hojeó de manera precipitada hasta hallar el que buscaba y desenrollarlo frente al rostro congestionado del compañero. En su ajetreo, algunos de los otros se deslizaron y cayeron en el camino.

El guerrero intentó enfocar el pergamino con sus ojos vidriosos, nublados por la telilla del alcohol.

—¿Y bien?

—¡Por los dioses! —El kender contó hasta diez y, ya más calmado, le mostró las localizaciones a medida que le explicaba—: Estamos en este punto, si mis cálculos no fallan. Al sur se yergue la ciudad de Haven y en la dirección opuesta, ¿lo ves?, se dibuja Gateway. Las une la vereda que nos han descrito en la taberna y que, según el trazado, discurre por…

—El Bosque Oscuro —leyó Caramon, que comenzaba a situarse—. El Bosque Oscuro —repitió—, ese nombre me resulta familiar.

—¡Naturalmente, estuvimos a punto de morir en él! —exclamó Tas, agitando los brazos en un exagerado aspaviento—. Sobrevivimos merced a la intervención de Raistlin. —Al ver que su interlocutor fruncía el entrecejo, se apresuró a seguir—. ¿Qué ocurrirá si nos aventuramos solos?

El guerrero fijó su mirada en la espesura circundante auscultando la angosta senda, repleta de maleza, que la surcaba. Su expresión se tornó todavía más taciturna al rezongar:

—Supongo que esperas de mí que la detenga.

—Es evidente que alguien tendrá que hacerlo, y confiaba en que cumpliéramos juntos la misión —comenzó a decir el kender pero, de pronto, se sellaron sus labios. A los pocos segundos añadió, consciente de un nuevo hecho—: La idea de ayudarme ni siquiera ha cruzado por tu mente, ¿me equivoco? En ningún momento te has planteado la posibilidad de encontrar a la sacerdotisa, lo único que te proponías era dar unos cuantos tumbos de una a otra taberna, beber algunos tragos, compartir bromas y regresar junto a Tika para confesarle que eres un fracasado y suplicarle que se apiade de ti, que vuelva a admitirte tal como eres…

—¿Qué otra cosa puedo hacer? —se defendió el hombretón a la vez que eludía la mirada de Tas, cargada de reproches—. ¿Cómo se te ocurre pedirme que preste mi concurso a esa mujer para descubrir la Torre de la Alta Hechicería? —Sus gemidos lo obligaban a hablar con voz quebrada—. ¡No quiero dar con tan horrible edificio, juré que nunca regresaría a ese nido de perversidad! Fue allí donde lo destruyeron, Tas, ¿no lo comprendes? Cuando lo abandonamos su tez había asumido aquel extraño color dorado y sus ojos, envueltos en una maldición, sólo veían la muerte. Arruinaron su fortaleza física hasta el extremo de que no podía inhalar aire sin toser. Y, lo más espantoso de todo, lo indujeron a asesinarme. —Hundió el semblante entre las manos sollozando de pesar, temblando de miedo.

—Pero no te mató, Caramon —balbuceó el kender desconcertado—. Tanis me contó que era tan sólo una réplica de ti mismo y que, por otra parte, Raist estaba enfermo y asustado, deshecho por dentro. No era dueño de sus actos.

El hombretón meneó la testa, sin aceptar el consuelo, y el sensible Tas decidió que no podía culparle por su actitud. «No me sorprende que no desee regresar a la Torre —pensó lleno de remordimiento—. Quizá debería llevarle a casa, en su estado no ha de servir de mucho ni a sí mismo ni a los demás». Pero se dibujó en su mente la imagen de Crysania, errando sola por el Bosque Oscuro, y cambió de actitud.

—En una ocasión hablé allí con un espíritu —susurró—, si bien no creo que me recuerde. Además, el Bosque está atestado de goblins. No me inspiran temor, pero sin tu ayuda no creo que pueda derribar de una vez a más de tres o cuatro.

Pobre Tasslehoff, su desconcierto no cesaba de aumentar. ¡Si Tanis estuviera a su lado! El semielfo sabía siempre qué decir, qué hacer, y obligaría a Caramon a atenerse a razones. En medio de estas cavilaciones, no obstante, una voz surgida de sus entrañas y extrañamente similar a la de Flint lo devolvió a la realidad. «Tanis no está aquí —constató—. Eres tú quien debe tomar las resoluciones, kender majadero».

«¡No quiero asumir esa responsabilidad!», protestó Tasslehoff para sus adentros, y aguardó unos instantes la respuesta de su enigmático consejero. No recibió sino un sepulcral silencio, de modo que optó por dirigirse de nuevo al guerrero con un timbre forzado, que pretendía asemejarse al de Tanis:

—Caramon, te ruego que nos acompañes hasta los lindes del Bosque de Wayreth. Luego podrás regresar junto a Tika, lo peor ya habrá pasado y nos enfrentaremos a lo que surja sin tu intervención.

Pero el hombretón no lo escuchaba. Embriagado de licores y autocompasión, se derrumbó sobre el suelo y se arrastró hacia un árbol para, reclinado en su tronco, enumerar una retahila incoherente de indecibles horrores y suplicar a su mujer que lo admitiera.

Bupu, que había contemplado sus evoluciones sin despegar los labios, se plantó frente al flácido amasijo del guerrero y anunció con ostensible repugnancia:

—Me voy. Para ver borrachínes gordos estoy bien en mi ciudad, allí los hay en abundancia. —Meneó la cabeza y echó a andar por la senda antes de que Tas saliera en su persecución, la atrapara y la forzara a retroceder.

—¡Bupu, no puedes dejarme! Casi hemos llegado —intentó persuadirla.

De pronto, el kender perdió la paciencia. Tanis no podía prestarle su concurso ni tampoco otra criatura, imaginaria o auténtica, y se sentía como cuando rompió el Orbe de los Dragones. Quizá su manera de actuar no fue la más acertada, pero no se le ocurrió otra dado el breve lapso de tiempo del que disponía.

Dio un paso al frente y propinó a Caramon un contundente puntapié en la espinilla.

—¡Ay! —gimió el agredido y, sobresaltado, levantó hacia Tas unos ojos rebosantes de pena por su infortunio—. ¿Por qué me haces esto?

En respuesta Tas volvió a atacarlo, ahora con mayor severidad. Quejumbroso, el hombretón se sujetó la pierna.

—Al fin un poco de diversión —se animó Bupu. No dudó en correr hasta donde yacía el guerrero y castigarlo como acababa de hacerlo Tas, pero en la otra pierna—. Me quedaré.

Un rugido brotó de la garganta de Caramon quien, incorporándose vacilante, clavó en el kender una mirada de cólera.

—Maldita sea, Burrfoot, si éste es uno de tus juegos…

—De eso nada, asno ridículo —lo espetó el otro—. Ya que las palabras no te infunden sentido común, quiero probar suerte con los golpes. ¡Estoy harto de tus lamentaciones y lloriqueos! En todos estos años no has hecho sino abandonarte a una absurda autocomplacencia. ¡Vaya con el noble Caramon, que todo lo sacrificó a su desagradecido hermano, con el bondadoso muchacho que siempre puso a Raistlin en primer lugar! Quizá fue así y quizá no, estoy empezando a pensar que bajo esa capa de amor fraterno es a tu persona a quien has dado preponderancia. Acaso tu gemelo adivinó, gracias a su aguda intuición, lo que yo sólo atisbo más allá de tu grotesca máscara. En ocasiones los que más dan son los más egoístas, ya que no buscan sino recrearse en su propia rectitud. Raist no te necesitaba, eras tú quien le necesitabas a él. Te amparabas en su vida porque te horrorizaba la idea de afrontar la tuya.

Las pupilas del guerrero se tornaron febriles, se desencajó su faz en una mueca iracunda mientras apretaba los puños y amenazaba a Tas.

—Esta vez has ido demasiado lejos, bribón insolente.

—¿De verdad? —El kender seguía encarándose a tan desigual adversario, no había fuerza capaz de detenerlo—. Pues todavía no he terminado, debes oír lo más importante. De unos meses a esta parte repites hasta la saciedad, o así lo afirma Tika, que nadie precisa de tu auxilio desde que el hechicero te apartara desabridamente de su lado. ¿No has pensado que en la actualidad tu gemelo te necesita más que nunca? Reflexiona, descubrirás que tengo razón. Y en cuanto a la sacerdotisa, su salvación depende de ti. Pero claro, es más cómodo permanecer inactivo y permitir que tu cuerpo se convierta en una jalea temblorosa, por no hablar de tu cerebro, empapado y blando cual una esponja.

Tasslehoff tuvo la sensación de haberse excedido en sus reproches cuando Caramon avanzó unos pasos tambaleante, con la cara deformada a causa de unas irregulares manchas purpúreas. Bupu, en un impulso de pánico, se parapetó detrás del kender si bien éste no se inmutó y resistió firme, como aquella vez en que los dignatarios elfos estuvieron a punto de abrirle en canal por haber roto el Orbe de los Dragones. El guerrero se alzaba imponente frente a él, tan bañado su aliento en alcohol que Tas sintió náuseas al olfatearlo. Cerró los ojos de forma involuntaria, no a consecuencia del miedo sino a causa de la angustia, y de la rabia que leyó en las facciones de su oponente.

Con los brazos en jarras, aguardó la descarga que había de incrustar su nariz en el cráneo y hacerla salir por la nuca. Transcurridos unos segundos, levantó los párpados al no recibir ningún impacto. Había percibido, sin embargo, crujidos de ramas de árbol y un estampido de pasos en la densa maleza.

El fornido humano había desaparecido para internarse en el sendero del bosque. Tas exhaló un largo suspiro y lo siguió, con Bupu pegada a sus talones.

—Lo he pasado muy bien —afirmó la enana—. Iré con vosotros. Me ha gustado el juego. ¿Lo repetiremos?

—No lo creo, Bupu —contestó Tas apesadumbrado—. Apresurémonos, no debemos quedar rezagados.

—De acuerdo —accedió ella, acelerando el paso. Tras unos momentos de meditación filosófica añadió—: Me conformaré con cualquier otro, todos son divertidos.

Pero Tas, abstraído en sus propios pensamientos, no contestó. Interrumpió la marcha para mirar atrás, temeroso de que alguien hubiera oído su discusión desde la destartalada taberna y les creara complicaciones.

Los ojos casi se le salieron de las órbitas: «La Jarra Rota» se había esfumado. El mugriento edificio, la enseña que pendía de su cadena, los enanos, los guerreros, el propietario e incluso la copa que Caramon se llevara a los labios se habían disuelto en la nada, engullidos por el aire vespertino al igual que un sueño inquietante en cuanto abrimos los ojos. La taberna había sido un mágico instrumento de la hechicería para encaminar al beodo Caramon y sus amigos.

7 Doble personalidad

Canta aquello que el licor te inspira,

canta lo que tus ojos desdoblados ven.

La fea Keo se transforma en dos bellas Siras,

seis lunas en el cielo giran, en alegre vaivén.

Canta al valor del navegante,

canta cuando quieras el codo empinar,

y un puerto de rubíes será el fondeadero,

donde al viento tres baladas podrás lanzar.

Canta, buen tónico es para el corazón,

canta a la absenta de las despreocupaciones,

canta al que sigue el camino ondulante,

y al perro, y al que no escucha oraciones.

Todas las posaderas de ti están prendadas,

tienes cien amigos en cada

lugar, al viento dices lo que sientes,

al viento tres baladas podrás lanzar.

Al caer la tarde, Caramon estaba en un lamentable estado de ebriedad.

Aunque al principio sus enormes zancadas lo distanciaron de Tas y Bupu, ambos lograron darle alcance debido a las frecuentes pausas que hacía para rociar su gaznate con el perjudicial elixir. Lo hallaron en medio de la vereda, apurando las últimas gotas con la cabeza inclinada hacia atrás. Cuando, al fin, bajó su odre, espió decepcionado su interior y lo agitó violentamente, con un peligroso bamboleo, resuelto a aprovechar el postrer efluvio.

«Está vacío», le oyó rezongar el kender.

«No puedo hablarle de la desaparición de la taberna —se dijo Tas, preso de un hondo desánimo—. No en estas condiciones, lo único que conseguiría sería agravar su locura y poner en peligro nuestra seguridad».

Ignoraba que era difícil empeorar el caos mental de su amigo, si bien así lo constató en el instante en que se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro. El gigantesco guerrero se giró, exacerbado su susto a causa de la embriaguez, y oteó la espesura en la media luz del crepúsculo.

—¿Quién va? ¿Quién me saluda? —inquirió aturdido.

—Soy yo, tu acompañante —explicó el kender con un hilo de voz—. Sólo quiero disculparme. Caramon…

—¿Cómo? ¿Quién es yo? —volvió a indagar él, e incluso retrocedió unos pasos para estudiar al hombrecillo. Esbozando la alelada sonrisa del beodo, exclamó—: ¡Hola, pequeño amigo! Veo que eres un kender. Y tú —se dirigía a Bupu— una enana gully. ¿Cómo os llamáis?

—No comprendo —confesó Tasslehoff.

—He preguntado vuestros nombres —insistió Caramon en digna postura.

—Vamos, ya me conoces —protestó el kender disgustado—. Soy Tas.

—Yo Bupu —apostilló la enana, con el rostro iluminado ante la perspectiva de un nuevo juego—. ¿Y tú cómo te llamas?

—Lo sabes muy bien —la reprendió Tas irritado, pero casi se mordió la lengua al interrumpirlo el hombretón.

—Tienes razón, debo presentarme —anunció en actitud solemne, a la vez que inclinaba su insegura testa a guisa de reverencia—. Soy Raistlin, un mago prodigioso y dotado de un enorme poder.

—¡Déjalo ya, Caramon! —intervino Tas más enojado a cada segundo—. Ya te he pedido perdón, no creo que debas…

—¿Caramon? —El interpelado abrió los ojos de par en par, antes de encogerlos en las rendijas propias de los seres taimados—. Caramon murió, y a manos mías. Acabé con él hace mucho tiempo, en la Torre de la Alta Hechicería.

—¡Por las barbas de Reorx! —se escandalizó el kender.

—Él no es Raistlin —protestó Bupu, aunque una repentina incertidumbre la forzó a hacer una pausa y escudriñarle—. ¿O sí?

—Por supuesto que no —se apresuró a asegurarle Tasslehoff.

—¡Este juego no me gusta! —dijo la enana con firmeza—. Quiere suplantar a aquel humano que fue tan bueno conmigo. Éste es una criatura rechoncha y desagradable. Me voy a casa. ¿Cuál es el camino? —Había sido, para ella, un discurso largo y terminante, que había logrado inquietar al kender.

—No te impacientes —trató de calmarla mientras buscaba una explicación.

¿Qué estaba ocurriendo? Aferró su copete y, sin preámbulos tiró de unas hebras de cabello con gran energía. Se le saltaron las lágrimas de dolor y este hecho le produjo cierto alivio, ya que por un momento creyó haberse dormido y prefería afrontar la realidad antes que las sombras de un extraño sueño.

La escena era auténtica, al menos para Tas. En cuanto a Caramon, era otro cantar.

—Observad —les urgió—, me dispongo a invocar un hechizo. —Ondeó las manos con gesto exagerado, las alzó y, tras perder casi el equilibrio, separó las piernas a fin de proferir una retahila de incongruencias—. Nido de rata y polvo ceniciento, obrad el encantamiento —recitó, o acaso inventó, señalando un árbol—. ¡Las llamas lo consumen, arde como el infeliz de Caramon!

El guerrero hizo ademán de retroceder, tropezó hacia atrás, encorvó el cuerpo para contrarrestar su peso y, sin caerse como era de prever, comenzó a andar por la senda, canturreando en un gorgoteo apenas inteligible.

—Todas las posaderas de ti están prendadas, tienes cien amigos en cada lugar, al viento dices lo que sientes.

Tas echó a correr tras él, retorciéndose las manos y seguido de cerca por Bupu.

—El árbol no se ha incendiado —comentó la enana con severidad.

—¡Claro que no! Pero él cree…

—Es un pésimo mago. Mi turno —interrumpió ella, y se puso a revolver la enorme bolsa que llevaba colgada en bandolera y que periódicamente, se enredaba en su saya. A los pocos segundos emitió un grito de triunfo, a la vez que extraía de su interior una rata muerta, rígida y algo descompuesta.

—Ahora no, Bupu —le rogó el kender, atenazado por la molesta sensación de que se le escapaban los últimos resquicios de cordura. Caramon, que aún llevaba la delantera, había abandonado su tarareo y proclamaba a voces que iba a envolver el bosque en telarañas.

—Cuando pronuncie la fórmula mágica no escuches —advirtió Bupu a Tas—. Se desvelaría el secreto.

—No te preocupes, no pienso hacerlo —contestó el kender impaciente. Aceleró el paso temeroso de perder a Caramon quien, pese a su verbosidad, avanzaba a un ritmo considerable.

—¿Seguro que no? —persistía Bupu, entre jadeos a causa de la carrera.

—No. —Tasslehoff suspiró en un intento de controlarse.

—¿Por qué?

—Porque no quiero desobedecer tus instrucciones.

—Pero si no escuchas, no oyes. ¿Cómo sabes entonces cuándo has de taparte las orejas? —lo imprecó Bupu disgustada—. Pretendes robar mi frase mágica. Regreso a casa.

La enana se detuvo abruptamente, dio media vuelta y se alejó por el sendero con un brioso trotecillo. Tas, sin saber a quién acudir, también hizo un alto, si bien la acción de Caramon resolvió el problema. El guerrero se abrazó a un árbol cercano para conjurar a una hueste de dragones con delirantes gritos. Como no hiciera ademán de deponer su actitud, el kender farfulló un reniego y corrió en persecución de Bupu.

—¡Espera! —le rogó. No tardó en darle alcance y sujetarla por un montículo de harapos, que confundió con su hombro—. Prometo no robar nunca tu versículo mágico.

—¡Ya lo has hecho! —lo recriminó ella agitando la rata muerta frente a sus ojos—. Lo has dicho.

—¿Qué he dicho? —preguntó el kender.

—Lo que no debías. Lo has pronunciado, y no por casualidad —lo acusó Bupu en pleno acceso de rabia—. ¡Mira el resultado! —Tras apartar el roedor de su campo de mira, extendió el índice hacia un punto de la senda y exclamó—: Las palabras arcanas eran «versículo mágico», no te hagas el desentendido. Y ahora presenciamos ese tórrido encantamiento.

Tas se llevó la mano a la cabeza, mareado a causa de tanta sinrazón.

—¡Fíjate! —persistió Bupu con aire triunfante por ser ella la depositaria del enigma, olvidado su enfado casi antes de que naciera—. Hemos provocado un fuego. «Versículo mágico» nunca falla. Él es un mal hechicero.

Al centrar la mirada en el paraje que le indicaba la enana gully, Tas pestañeó perplejo. Sobre el camino mismo se elevaba un haz de llamas.

«Soy yo quien regresa a su hogar, a Kenderhome. Compraré una casa, o me instalaré en la de algunos amigos hasta que me sienta mejor», musitó para sus adentros.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz cristalina.

Aquella llamada fue como un bálsamo para Tasslehoff. La encontró tan tranquilizadora que estuvo a punto de provocarle un arrebato histérico.

—¡Es una fogata de campaña! —confirmó, desbordado de júbilo. Sin el menor recelo se encaminó hacia el lugar, una mancha iluminada en la negrura de su entorno, a la vez que se identificaba—. Soy Tasslehoff Burrfoot, y por el timbre puro con que nos has invocado creo haberte reconocido como… ¡Ay!

Este lamento fue ocasionado por Caramon, quien había alzado al kender en el aire y, sosteniéndolo en volandas con uno de sus poderosos brazos, le selló la boca mediante la mano libre.

—Chitón —le ordenó al oído, y los efluvios de su aliento casi produjeron un desmayo al hombrecillo—. ¡Alguien merodea junto a esa luz!

No sería decoroso repetir aquí las imprecaciones mentales de Tasslehoff, de modo que nos limitaremos a decir que se debatió en los brazos de su amigo en un ímprobo esfuerzo para liberarse. Trataba de lanzar culebras por la boca, que no llegaron a materializarse al contenerlas la manaza del guerrero.

—Es quien yo temía —afirmó éste, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo que su palma estrujaba la faz del desvalido kender.

Asfixiado, Tas comenzó a ver estrellas de colores y su forcejeo se tornó desesperado. Arañaba con ansia a su grueso compañero en un alarde de energía, pero pronto se habría marchitado la breve y excitante vida del kender de no haber aparecido Bupu en escena.

—«¡Versículo mágico!» —declaró una vez más, plantándose a los pies del colosal humano y arrojando la rata a su nariz. Los fulgores de la fogata se reflejaron en los ojos del putrefacto cadáver y perfilaron los afilados dientes, fijos en una perpetua y siniestra sonrisa.

Sorprendido por el inesperado proyectil, Caramon emitió un alarido y soltó a Tas. Cayó el kender como un fardo y casi sin resuello.

—¿Qué sucede? Empiezo a impacientarme —los apremió la misma voz, ahora más fría.

—Hemos venido a rescatarte —acertó a explicar Tasslehoff entre jadeos.

Una figura ataviada de blanco y cubierta con una capa de piel se detuvo en la senda, cerca del trío. Bupu la inspeccionó con desconfianza.

—«Versículo mágico» —repitió obsesionada a la que ella suponía un fantasma, y que no era sino la Hija Venerable de Paladine.

—Me disculparás si no me deshago en parabienes y frases de agradecimiento —comentó Crysania a Tasslehoff un poco más tarde, sentados en torno a la fogata.

—Siento mucho lo sucedido —respondió el kender, tan trastornado que su cuerpo se encorvaba sobre sí mismo como si quisiera ocultarse—. Siempre lo complico todo, pregúntale a quien quieras. En numerosas ocasiones me han reprochado que vuelvo locas a las personas, pero hasta hoy no me había juzgado capaz de hacerlo realmente.

Deprimido y con el llanto a flor de piel, el kender contempló anhelante a Caramon. El gigantesco humano estaba al lado del fuego, arropado en su capa, y debido al influjo aún latente del alcohol su personalidad seguía oscilando entre la de Raistlin y la suya propia. Como guerrero cenó con un apetito voraz y atiborró sus insaciables mandíbulas de todos cuantos bocados cayeron en sus manos, además de obsequiar a sus acompañantes con varias baladas obscenas que hicieron las delicias de Bupu. En efecto, la enana gully lo animaba con palmadas iniciadas a destiempo y hacía las veces de coro. Tas, mientras, se enfrentaba al acuciante dilema de estallar en carcajadas o arrebujarse bajo una roca y morir de vergüenza.

De todos modos, el kender decidió con un estremecimiento que prefería al humano concupiscente antes que soportarlo en su versión Caramon-Raistlin.

Aún sopesaba en su mente los pros y los contras cuando ocurrió la transformación, en medio de una tonada. La enorme carcasa del guerrero pareció venirse abajo, convulsionada por un acceso de tos, para un instante después imponerse silencio con los párpados arrugados en estrechas líneas.

—Su estado no es culpa tuya —sosegó la sacerdotisa a Tas, estudiando a Caramon con frialdad— sino de la bebida. A su natural tosquedad hay que añadir el embotamiento de su mente y la pérdida de autocontrol. Ha permitido que sus instintos más bajos se adueñen de su persona. Se me antoja extraño que Raistlin y él sean hermanos gemelos. ¡El hechicero es tan sobrio, disciplinado, inteligente, y posee un refinamiento tan fuera de lo común!

Calló unos minutos y agregó entre suspiros:

—Desde luego, no niego que esta ruina humana merezca nuestra piedad. —La dignataria religiosa se levantó del círculo, se acercó al lugar donde estaba atado su caballo y comenzó a desabrochar las correas que afianzaban su lecho de campaña a la grupa—. Lo recordaré en mis oraciones a Paladine —ofreció.

—Estoy seguro de que tus plegarias no le harán daño —repuso Tas con tono incierto—, pero opino que en estos momentos necesita más un té o un café bien cargado.

Crysania giró el rostro y escudriñó al kender en actitud de reproche.

—Estoy segura de que no pretendías blasfemar, de modo que aceptaré tus palabras en el sentido en que han sido pronunciadas, sin concederles mayor importancia. No obstante, he de rogarte que adoptes una postura más seria ante las circunstancias…

—No te comprendo —la interrumpió él—. Hablaba con total seriedad al aseverar que lo que le conviene a Caramon es ingerir una taza colmada de té fuerte.

La sacerdotisa enarcó tanto sus oscuras cejas que Tasslehoff enmudeció, incapaz de adivinar qué podía haberla perturbado hasta ese extremo. Para romper la tensión se aplicó a desenrollar sus mantas, con el ánimo más alicaído que recordaba haber albergado jamás en su pecho. Sin causa justificada se avivó en su memoria la imagen de aquel día remoto en que cabalgaba junto a Flint a lomos de un dragón, durante la batalla en los llanos de Estwilde. El reptil se había internado en un banco de nubes y acto seguido surgió de él a una velocidad de vértigo, trazando piruetas en el aire.

Todo se volvió del revés, caían hacia el cielo para de nuevo elevarse en dirección a la tierra en un galimatías que no lograba sino marearle cuando, súbitamente, el animal se introdujo en otra nube y perdió el mundo de vista, invertido o no.

Constató que, en el fondo, la confusión de entonces guardaba cierto paralelismo con la actual, quizá por eso había evocado la escena. Crysania admiraba al perverso Raistlin y se compadecía de Caramon, lo que al kender le parecía irracional aunque no acababa de vislumbrar el motivo. El guerrero era él mismo y al mismo tiempo su gemelo, las posadas se desvanecían por arte de magia, debía oír una frase secreta a fin de saber cuándo le estaba prohibido escucharla… y, para colmo de desventuras, sugería algo tan lógico como administrar a un borrachín un té fuerte y recibía una reprimenda por blasfemo.

—Después de todo —rezongó entre dientes, sacudiendo las prendas de abrigo que usaría durante la noche—, Paladine y yo somos íntimos amigos. Él conoce mis intenciones sin intermediarias que se las expliquen.

Lanzó un suspiro y hundió la cabeza en su improvisada almohada, una capa doblada varias veces sobre sí misma. Bupu, por entero convencida a estas alturas de que Caramon era Raistlin, dormía con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en el pie de su héroe de antaño. El guerrero, por su parte, permanecía sentado y en perfecta relajación, cerrados los ojos, tareareaba una cantinela en quedos susurros. En los breves intervalos de tos exigía a Tas en voz alta que le trajera el libro de hechizos a fin de perfeccionar su magia, mas pronto se zambullía de nuevo en su pacífico sopor. El kender confiaba en que el sueño disiparía los efectos del aguardiente enanil.

Crysania extendió su lecho junto al fuego, convertido ahora en meros rescoldos, sobre una capa de pinaza que había reunido con el propósito de aislarse de la humedad. Tasslehoff bostezó, no sin reconocer que la sacerdotisa se desenvolvía mejor de lo que él había imaginado. Había elegido un emplazamiento idóneo donde acampar, cerca del camino y de un riachuelo de aguas límpidas. No le hubiera apetecido tener que adentrarse demasiado en aquel bosque lóbrego y siniestro, hechizado.

«Bosque lóbrego». ¿Qué le recordaba esta expresión? Se sorprendió a sí mismo dispuesto a traspasar las fronteras del mundo de la vigilia y se conminó a despertar: debía despejarse, rememorar algo importante. Bosque siniestro, lóbrego, frecuentado por espíritus que hablaban al viajero.

—¡El Bosque Oscuro! —exclamó alarmado, a la vez que se incorporaba como impulsado por un resorte.

—¿Qué has dicho? —indagó Crysania, que acababa de envolverse en su capa para calentarse y aún no estaba acostada.

—¡El Bosque Oscuro! —repitió el Kender muy excitado—. Nos encontramos en sus lindes, y queríamos prevenirte contra sus peligros. ¡Sería terrible que te internaras en esa espesura en solitario! Aunque quizá ya estemos todos en él, lo que tampoco resulta muy tranquilizador.

Caramon, al oír la mención de un paraje tan perturbador, levantó los párpados sobresaltado y se puso a estudiar los alrededores a pesar de su amodorramiento.

—Supersticiones absurdas —declaró la Hija Venerable de Paladine acomodando, sin inmutarse, su cabeza en la almohadilla que siempre llevaba en sus alforjas—. Todavía no hemos llegado al Bosque Oscuro, mas en cuanto lo hagamos pienso visitarlo. Si no me equivoco se yergue a unas cinco millas de aquí, y mañana nos tropezaremos con una senda que nos conducirá hasta sus entrañas.

—¡Así que te propones atravesarlo! —Tas no daba crédito a las declaraciones de la sacerdotisa.

—Por supuesto —respondió ella con su habitual frialdad—. Su más alto dignatario puede ayudarme, y debo persuadirle de que lo haga. Tardaría varios meses en recorrer el trecho que me separa de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, incluso a caballo, así que tracé el plan de recurrir a los Dragones Plateados que moran en ese frondoso lugar. El Señor del Bosque les ordenará que me transporten a mi destino en un abrir y cerrar de ojos.

—Pero los espectros, el rey fantasma y su cohorte de seguidores… —comenzó a nombrar trabas el kender.

—Fueron liberados de sus letales cadenas cuando respondieron a la llamada del Bien para combatir a los Señores de los Dragones —fue la contestación de la dama, quizás algo tajante—. Te conviene estudiar mejor la historia de la guerra, Tasslehoff, más aún después de haber participado en ella. En el instante en que las fuerzas humanas y elfas se aliaron a fin de recuperar la perdida Qualinesti, los espíritus del Bosque Oscuro se enrolaron en sus filas y, al hacerlo, rompieron el encantamiento que los ligaba a una existencia perpetua entre las sombras. Abandonaron Krynn una vez concluida la liza, y ningún ser viviente ha vuelto a verlos por estos contornos.

—¡Ah! —fue todo cuanto pudo esbozar el sobrecogido hombrecillo. Tras unos segundos de meditación, no obstante, se repuso y pudo continuar, ahora con entusiasmo—: Tuve ocasión de conocer a las huestes espectrales. Todos sus miembros eran muy corteses, bruscos en sus idas y venidas pero en extremo educados.

—Estoy muy cansada —lo interrumpió la sacerdotisa—, y mañana me aguarda un largo viaje. Me haré cargo de la enana gully y continuaré mi ruta hacia el Bosque Oscuro, mientras tú acompañas a casa a tu embrutecido amigo y le procuras el auxilio que precisa. Buenas noches.

—¿No deseas que establezcamos turnos de vigilancia? Los guerreros afirmaron… —Optó por callar. Aquellos individuos eran clientes de la taberna desaparecida.

—Paladine velará nuestro descanso —le espetó Crysania y, entornando los ojos, se sumió en sus oraciones nocturnas.

«Me pregunto si ambos hablamos del mismo Paladine», caviló Tas, tragando saliva y evocando a aquel mago llamado Fizban que le infundiera ánimos en sus momentos de soledad. Miró a la sacerdotisa con el temor de haber manifestado tal pensamiento y ser acusado de blasfemo una vez más, pero ella estaba absorta en su recogimiento y no le prestaba atención, así que se arrebujó en sus mantas.

Dio vueltas y vueltas sin hallar una postura cómoda hasta que al fin, totalmente desvelado, se levantó y decidió apoyar la espalda en el tronco de un árbol para gozar de la noche primaveral. Hacía fresco, pero no el penetrante frío del invierno, y el cielo vacío de nubes parecía cargado de buenos augurios. No soplaba una brizna de aire, si las leñosas ramas crujían era al ritmo de sus propias conversaciones y de la savia que, renovada, surcaba sus tejidos a fin de despertarlos de su prolongado letargo. Al arañar con la mano la tierra húmeda, el kender palpó los brotes de hierba que se abrían paso entre las hojas secas.

Tas suspiró, tratando de impregnarse de la bonancible atmósfera. ¿Por qué le azuzaba un incontenible desasosiego? ¿Qué ruido era aquél? ¿El de una rama al quebrarse? Se volvió sobresaltado, sin respirar para que no se escapara a su percepción ni el más leve sonido. Nada, salvo el silencio, vibró en sus tímpanos. Alzó entonces la vista hacia el firmamento y distinguió la constelación de Paladine, el Dragón de Platino, que giraba a perpetuidad alrededor de Gilean, fiel de la balanza y equilibrio perfecto de la Neutralidad. Al otro lado de Paladine, en constante y mutua vigilancia, evolucionaban las estrellas de la Reina de la Oscuridad, llamada también Takhisis o Dragón de las Cinco Cabezas.

—Te vislumbro en las alturas del cosmos y te siento lejano —murmuró el kender a la silueta de platino—, aunque comprendo que debes custodiar al mundo y no sólo a nosotros. Espero que no te moleste el hecho de que yo, a mi vez, me aposte como centinela de este pequeño grupo que para ti no es sino una menudencia. No es por desconfianza ni una falta de respeto, sino por una especie de premonición que me advierte de una presencia desconocida. —Se estremeció en un súbito escalofrío al dar forma a sus temores—. Algo extraño, antinatural, nos ronda, sin duda sabes a qué me refiero. De todos modos, he de admitir que quizá lo único que sucede es que me afecta la proximidad del Bosque Oscuro y el carácter dispar de mis acompañantes. De alguna manera soy responsable de ellos.

Era esta última una noción insólita para un miembro de su raza. Tas estaba acostumbrado a no preocuparse más que por sí mismo y, en sus viajes junto a Tanis y los otros, siempre fue el semielfo quien salvaguardaba la seguridad del grupo. Había conocido a guerreros fuertes y expertos que le liberaron de la carga…

¿Qué era aquello? No podía llamarse a engaño, había oído algo concreto. Se puso en pie de un salto y se inmovilizó, aguzando sus sentidos en la oscuridad. Sucedió al silencio inicial un eco de pies que arañaban las cortezas, y al fijar la vista en el lugar de donde procedía el quebrado susurro descubrió ¡una ardilla! Exhaló un suspiro que brotó de los recovecos de su alma.

—Ahora que me he levantado alimentaré la fogata con un nuevo leño —resolvió y, antes de encaminarse a la pila que yacía acumulada en un rincón del claro, miró la inerte figura de Caramon.

Una punzada de angustia recorrió sus vértebras al contemplarlo, pues se dijo que le habría resultado mucho más sencillo montar guardia de poder contar con el poderoso brazo de su amigo. En lugar de ofrecerle amparo el hombretón estaba despatarrado en el suelo, cerrados los ojos y roncando en la placidez de su borrachera. Apretujada contra su bota, reclinada la cabeza en su pie, Bupu respiraba en sonoras bocanadas que se mezclaban con las de su supuesto ídolo. Frente a la singular pareja, lo más lejos posible, Crysania dormía tranquila, con el pómulo apoyado en sus manos unidas.

Sin poder desechar sus inexplicables temblores Tas arrojó varias ramas sobre los rescoldos, que reavivaron las llamas. Bajo el influjo de su reconfortante calor se aprestó a realizar su tarea, situándose frente a los árboles que, envueltos en la negrura emitían ahora siseos de mal agüero. Nació un nuevo crujido de hojas y, pese a su desazón, Tas lo atribuyó a otra ardilla, o quizás a la misma.

Pronto, sin embargo, cambió su actitud. ¿Acaso no se deslizaba algo de mayor tamaño en las sombras? Oyó, por añadidura, el ruido inequívoco que provoca una rama al partirse y comprendió que no había ardilla dotada de tanta fuerza. Hurgó veloz en su bolsa hasta cerrar los dedos en torno a un cuchillo.

¡Era el bosque entero el que se movía! Los árboles cerraban el cerco en torno a los durmientes, lentos pero implacables.

Trató el kender de dar el grito de alarma, cuando un tentáculo leñoso lo agarró por el brazo y le dejó paralizado. Por fortuna se sobrepuso enseguida del susto y, retorciendo el miembro atenazado a fin de desembarazarse de su aprehensor, le clavó la hoja de su arma.

Rasgaron el aire un reniego y un alarido de dolor. La misteriosa rama soltó a su presa, que se debatía en una terrible confusión. Unos segundos más tarde, ya sereno al sentirse libre, Tas recapacitó que los árboles ignoraban el sufrimiento y no proferían voces de protesta. Era evidente que se enfrentaban a criaturas vivas, palpitantes.

—¡Al ataque! —ordenó con toda la potencia de sus pulmones, a la vez que retrocedía—. ¡Caramon, ayúdame!

En su momentánea retirada, el kender tropezó contra una raíz y cayó de espaldas. Observó de nuevo al guerrero: dos años atrás se habría incorporado de inmediato con la mano posada en la empuñadura de su acero, alerta y preparado para el combate. Ahora, en cambio, su embotada cabeza se mecía en un ebrio letargo y abandonaba a Tas a su suerte provisto de un simple cuchillo, casi indefenso. Gracias a su coraje, el hombrecillo logró arrastrarse hacia la chisporroteante fogata y mantener a raya al adversario agitando la pequeña hoja metálica.

—¡Crysania, despierta! —instaba a la sacerdotisa a medida que iban surgiendo más contornos amenazadores del bosque—. Te lo suplico, despierta.

Sintió en su espina dorsal el calor de las llamas. Sin apartar los ojos de las sombras, tanteó el terreno y asió un leño por el extremo con la esperanza de que fuera el lado no socarrado. Alzó la tea y la arrojó delante de él.

Una incierta agitación le reveló que una de las criaturas se abalanzaba sobre su cuerpo. Trazó un sesgo con el cuchillo, dispuesto a no dejarse vencer y hundirlo en la carne del enemigo en cuanto tuviera oportunidad, pero en el instante en que iba a perpetrar el contraataque su rival se acercó a la luz del fuego y pudo distinguir sus rasgos.

—¡Caramon! —exclamó—. ¡Draconianos!

La sacerdotisa ya había salido de las brumas de su sueño y Tas vio cómo se sentaba, frotándose los ojos a fin de despejarse.

—¡Acércate a la hoguera! —le indicó a la desesperada, antes de pisotear a Bupu y propinar un puntapié a Caramon—. ¡Draconianos! —insistió.

El guerrero levantó un párpado, luego el otro y comenzó a examinar el campamento todavía atontado.

—¡Gracias a los dioses! —suspiró aliviado el kender al constatar que su fornido amigo se movía.

El descomunal humano se incorporó. Se obstinaba en examinar el paraje totalmente desorientado, pero conservaba suficientes vestigios de su talante batallador de antaño como para olfatear el peligro incluso estando aturdido. Tras erguirse en un leve balanceo, aferró la empuñadura de la espada —¡al fin!— y eructó.

—¿Qué pasa aquí? —gruñó, en la imposibilidad de aclarar su visión.

—¡Nos acosan los draconianos! —lo informó el kender por enésima vez, mientras cabriolaba a la manera de los duendes y blandía el cuchillo y una nueva tea, con tal vigor que sus enemigos no osaban acometerlos.

—¿Draconianos? —repitió Caramon sin dar crédito a sus oídos. Pero un examen más minucioso le permitió atisbar las retorcidas facciones de un semblante reptiliano, iluminado por el ahora agonizante fuego, y se disiparon sus dudas—. ¡Abyectas criaturas! —las imprecó—. ¡Tanis, Sturm, a mí! Raistlin, utiliza tu magia y las aniquilaremos.

Arrancando la espada de su ajustada vaina, el guerrero arremetió entre enloquecidos gritos de guerra… y se desplomó de bruces. Bupu se había abrazado a su tobillo.

—¡Oh, no! —gimió Tas.

Caramon yacía cuan largo era pestañeando asombrado, sin acertar a imaginar quién lo había abatido. La enana gully, que había actuado por instinto y sufrido un abrupto despertar, emitió un aullido de pánico y mordió al humano en la zona donde lo tenía atenazado.

El kender corrió en ayuda del caído, al menos para desembarazarlo de Bupu, pero no había llegado a su lado cuando oyó una llamada de auxilio a su espalda. ¡La sacerdotisa! La había olvidado por completo.

Al dar media vuelta comprobó que Crysania se hallaba en una situación apurada, forcejeando contra uno de sus atacantes. Dio un salto al frente y apuñaló con gesto agresivo al reptil, que lanzó un grito desgarrado y se derrumbó, fulminado. Casi antes de rozar el suelo la hedionda criatura comenzó a convertirse en estatua de piedra, si bien Tasslehoff retiró el acero con su habitual agilidad y evitó, así, que quedara aprisionado en el rocoso bloque.

Arrastró el kender a la trastornada mujer hacia Caramon, quien zarandeaba a Bupu con la pierna en un vano intento de expulsarla.

Los draconianos cerraron filas, y un febril escrutinio permitió a Tas constatar que estaban rodeados por todos los flancos. Consciente de que algo no encajaba, se esbozó una pregunta en su cerebro. ¿Por qué no los reducían ahora que se encontraban a su merced, qué esperaban?

—¿Te han herido? —inquirió en voz alta. Se dirigía a Crysania.

—No —respondió ella. Aunque pálida se mostraba tranquila. Si estaba asustada, hacía gala de un perfecto dominio. Sólo sus labios se movían, probablemente en una inaudible plegaria a su dios protector.

—Toma, venerable señora. —Le ofreció la tea o, mejor dicho, la insertó a la fuerza en su palma cerrada—. Me temo que tendrás que combatir y orar al mismo tiempo.

—Elistan lo hizo, sabré imitarlo —contestó Crysania con un atisbo de inquietud en sus palabras.

Resonó una ristra de órdenes en las sombras, emitidas por un ser que no pertenecía a la raza draconiana. El timbre de su voz así lo delataba y, aunque Tas no pudo identificarlo, su mero eco le producía escalofríos. En cualquier caso, no era momento para indagaciones. Los reptiles se aprestaban a saltar sobre ellos con aquel gesto tan característico de proyectar la lengua fuera de su boca, como un proyectil.

Sobrevino el asalto y Crysania flageló a sus enemigos con torpes bandazos de la improvisada antorcha, que tuvieron la virtud de hacerles vacilar. Tas seguía tratando por todos los medios de separar a Bupu del maltrecho Caramon, si bien todos sus esfuerzos resultaron infructuosos hasta que fue un draconiano quien, sin percibirlo, solventó el problema. Tras arrojar al kender hacia atrás, el individuo desprendió a la enana gully con su ganchuda garra.

Los miembros de esta tribu enanil eran conocidos en todo Krynn por su exagerada cobardía e incapacidad en la lucha abierta. No obstante, al sentirse acorralados se debatían como ratas inoculadas de rabia.

—¡Monstruo salido del cieno! —insultó Bupu a su agresor y, abandonando el tobillo de Caramon, hundió sus dientes en la escamosa pierna del reptiliano.

La boca de la enana estaba casi despoblada, mas los pocos incisivos que le restaban eran afilados. Mordió pues la verde epidermis de su agresor con una voracidad fruto, además, de la escasa cena que había ingerido.

El draconiano emitió un aullido ensordecedor, enarboló su espada y se dispuso a segar para siempre la existencia de Bupu cuando, de repente, Caramon, que a duras penas se había puesto en pie y ondeaba su acero a diestro y siniestro sin tomar conciencia del atolladero en el que se hallaban inmersos, cercenó su brazo de manera accidental. La enana se estabilizó, humedeció sus labios y emprendió la búsqueda de otra víctima.

—¡Hurra, Caramon! —lo vitoreó Tas. El kender clavaba su cuchillo en todos los rivales que se ponían a su alcance, con la misma rapidez con que la serpiente envenena la sangre. De vez en cuando dedicaba a Crysania miradas de soslayo, e incluso presenció cómo la sacerdotisa incrustaba la tea en el cráneo de un draconiano a la vez que invocaba el nombre de Paladine. La criatura sucumbió sin opción a la réplica.

Al poco rato tan sólo quedaban en pie dos o tres adversarios, y el hombrecillo comenzó a relajarse. Se habían apostado fuera del radio de la oscilante luz y espiaban al imponente guerrero humano. La figura de Caramon, vislumbrada en la penumbra donde no se evidenciaba su declive, se recortaba tan desafiante como en los viejos tiempos. Su espada refulgía bajo las llamas rojizas, presagio de muerte ineludible para cualquier contricante.

—¡Acaba con ellos, amigo! —le urgió el kender con un grito agudo—. Entrechoca sus cabezas…

La voz de Tas se apagó al advertir que el guerrero se volvía a fin de encararse con él, contraída su faz en una extraña expresión.

—No soy quien tú pareces suponer sino Raistlin, su hermano gemelo. Nunca me rebajaría a luchar con el acero y, por otra parte, Caramon murió. Yo lo destruí. —Tras estudiar unos instantes la espada que sostenía en la mano, la dejó caer como si le quemara—. Ahora entiendo tu confusión. ¿Qué hacía ese frío objeto en mi palma? ¡No puedo formular hechizos con un arma y un escudo!

Tasslehoff, alarmado, examinó a los draconianos por el rabillo del ojo. Aquellos seres intercambiaron miradas de inteligencia e hicieron ademán de avanzar. Aunque sospechaban que el guerrero les tendía una trampa, lo sometieron a estrecha vigilancia.

—Eres tú quien te equivocas. ¡No eres Raistlin, sino Caramon! —le espetó el kender con gran vehemencia. Pero no consiguió hacerle entrar en razón, el cerebro del humano aún no había despedido totalmente los efluvios del aguardiente enanil. Indiferente a cualquier reprimenda susceptible de hacerle renunciar a la personalidad que ahora encarnaba, el robusto luchador entrecerró los párpados, alzó las manos y entonó un cántico pretendidamente arcano.

—Hormigueros, cenizas de plata y libros esotéricos —murmuraba con un curioso zigzaguear de todo su cuerpo.

La mueca siniestra de un draconiano se dibujó ante Tas con escalofriante nitidez. Estalló un resplandor acerado y el kender se desvaneció, preso de un dolor insoportable.


Tasslehoff estaba tendido en el suelo. Un líquido tibio discurría por su rostro, cegándole un ojo y goteando hasta sus labios. Sabía a sangre, pero no podía fijar sus ideas a causa del cansancio.

Tampoco conseguía dormir, el dolor se lo impedía, ni osaba mover la cabeza por temor a que se desgajara en dos mitades. Por consiguiente permaneció inmóvil, atisbando el mundo con su visión parcial.

Oía los gritos disonantes de la enana gully, similares a los de un animal torturado, mas sus protestas cesaron de manera abrupta para ser sucedidas por un único alarido, un gemido ahogado. Un cuerpo de enormes proporciones se estrelló a su lado contra la tierra: al instante lo reconoció como Caramon. La sangre fluía a borbotones de las comisuras de sus labios, sus ojos abiertos se perdían en pos del infinito.

Tas no se entristeció, era insensible a todo salvo al lacerante pálpito de su cabeza. Un inmenso draconiano se plantó a horcajadas sobre él, blandiendo la espada, y el hombrecillo supo que iba a rematarle. No le importaba, sólo quería que acallase su sufrimiento cuanto antes.

Captó su atención un revoloteo de ropajes blancos, acompañado por una cristalina voz que pronunciaba el nombre de Paladine. El reptiliano que se disponía a poner fin a su vida desapareció de forma súbita y sus garras, al alejarse, rasgaron la quebradiza maleza circundante. La blanca túnica se arrodilló entonces junto a él de tal manera que su portadora, mientras invocaba de nuevo a su dios, pudo posar una acariciadora mano en su maltrecho cráneo. El dolor se difuminó y, un poco más sosegado, el kender vio cómo Crysania rozaba también al insconsciente guerrero y éste entornaba los párpados para zambullirse en un sueño reparador.

«Todo se ha resuelto. Los soldados enemigos se van y nosotros quedamos de nuevo a salvo», pensó Tas jubiloso. Notó un ligero temblor en la mano que la sacerdotisa mantenía en contacto con su piel antes de alzar la testa y otear el panorama aún en una nebulosa, fortalecido, sin embargo, por los poderes curativos que ella le transmitía.

Alguien se aproximaba, alguien que había ordenado la retirada de los draconianos y que era, acaso, la criatura que ahora se internaba en el círculo de luz del campamento.

Intentó el kender dar la alarma, pero un nudo en su garganta le impidió articular cualquier sonido. Le daba vueltas la cabeza en un torbellino vertiginoso y, por un momento, le asaltó la sensación de que un ente invisible mezclaba las aventuras de su vida en aquel mareado cerebro que de tan poco le servía.

Crysania se puso en pie y el ondulante repulgo de su túnica, al agitarse, levantó una nube de polvo frente a los ojos del kender. Despacio, la dignataria eclesiástica comenzó a retroceder ante el ser impreciso que la acosaba a la vez que llamaba a Paladine en su auxilio, mas las palabras se congelaban en el aire en cuanto afloraban a sus labios.

Tas, contagiado por el indescriptible terror de la dama, hizo ímprobos esfuerzos para cerrar los ojos. Sin embargo, y tras librar una breve batalla, la curiosidad se impuso al miedo y el kender contempló a la figura que se acercaba a la sacerdotisa. Vestía la armadura de los Caballeros de Solamnia, si bien su superficie aparecía socarrada, ennegrecida. Cuando hubo alcanzado a Crysania se detuvo a escasa distancia y extendió un brazo, un brazo que no se terminaba en una mano, al mismo tiempo que pronunciaba frases surgidas de la nada, no de su boca inexistente. Sus ojos despedían chispas anaranjadas, sus piernas translúcidas atravesaron sin quemarse los rescoldos ígneos de la fogata antes de inmovilizarse. El frío insondable de las regiones donde aquel espíritu estaba obligado a errar eternamente manaba de su cuerpo, paralizando la médula de los huesos de cuantos a él se enfrentaban.

Alzó el kender la cabeza para presenciar mejor la escena. Crysania seguía apartándose del Caballero de la Muerte pero éste, lejos de cejar en su empeño, persistía en acorralarla. Avanzaba el espectro con pasos lentos, pero investidos de una apabullante firmeza.

El brazo que la criatura espectral tenía estirado hacia la sacerdotisa se prolongaba en un dedo lívido, descarnado y amenazador. Al adivinarlo, más que verlo, asaltó a Tas un pánico incontrolable.

—¡No! —gimió el hombrecillo, estremecido pese a ignorar qué iba a ocurrir.

El caballero emitió una corta sentencia:

—Muere.

Advirtió el kender que Crysania asía, en un rápido gesto, el Medallón que pendía de su cuello. Un brillante resplandor de blanca luz brotó de sus dedos y la Venerable Hija de Paladine cayó al suelo fulminada, como si el miembro de su oponente le hubiera traspasado el pecho.

—¡No! —suplicó de nuevo Tasslehoff sin saber qué decía. Los llameantes ojos de la sombra centraron su atención en él en el instante mismo en que una húmeda oscuridad, similar a la negrura de una tumba, sellaba su visión y sus entumecidos labios.

8 Artes arcanas

Dalamar se acercó a la puerta del laboratorio del mago con el alma en vilo, paseando sus nerviosos dedos sobre las protectoras runas bordadas en el paño de su negra túnica a la vez que ensayaba, de forma precipitada, varios hechizos registrados en su memoria. Una cierta dosis de precaución era siempre adecuada, necesaria incluso, en cualquier joven aprendiz dispuesto a introducirse en las cámaras particulares de un maestro tan poderoso como maligno, pero las que había tomado Dalamar eran extraordinarias. Tenía buenas razones para obrar así: guardaba secretos que no debían trascender, y no había nada en este mundo más digno de su temor que la mirada de aquellos dorados relojes de arena que configuraban los ojos del nigromante.

Y, sin embargo, una corriente de excitación más honda que el miedo fluía, palpitaba en la sangre de Dalamar como en las anteriores ocasiones en que se detuvo frente a aquella puerta antes de llamar. Había visto prodigios maravillosos entre los cuatro muros del laboratorio, bellos aunque espeluznantes.

Levantando la mano derecha, trazó un símbolo en el aire frente a la hoja de madera y susurró unas palabras en el lenguaje de la magia. No hubo reacción, el acceso no se hallaba sujeto a ningún hechizo. Dalamar, el elfo oscuro, respiró relajado o, acaso, invadido por un inconfesable desencanto. Su maestro no estaba consagrado a ninguna labor esotérica importante, de lo contrario habría formulado un encantamiento a fin de evitar la entrada de cualquier intruso. Al bajar la vista hacia el suelo, el avanzado discípulo no descubrió luces ni resplandores que escaparan por el quicio. Tampoco olfateó más aromas que los habituales, mezcla de especies y corrupción, así que hizo tamborilear las yemas de los dedos sobre la puerta y aguardó en silencio.

Una orden, pronunciada con tono quedo, llegó a sus oídos en el tiempo que tardó el elfo en emitir un suspiro:

—Adelante, Dalamar.

El interpelado se infundió ánimos y avanzó hacia el interior de la estancia cuando la robusta hoja giró sobre sus goznes, franqueándole el paso. Raistlin estaba sentado ante una enorme y muy antigua mesa de piedra, de tan descomunales proporciones que un miembro de las fornidas razas de minotauros establecidos antaño en Mithas podría haberse acostado en ella y, tras extender toda su envergadura, dejar un espacio libre. Tanto este objeto como el resto del laboratorio formaban parte del mobiliario que el hechicero descubriera al reclamar para sí la posesión de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas.

La sombría sala parecía mucho mayor de lo que era, si bien el elfo oscuro no lograba determinar si tal efecto óptico se debía a una peculiar configuración o al hecho de que él se sentía insignificante cada vez que la visitaba. Se alineaban en las paredes interminables hileras de libros, al igual que en el estudio privado del maestro, en cuyos lomos refulgían singulares runas y títulos escritos en finos caracteres, legibles pese a la capa de polvo que los cubría. En las mesas que jalonaban las paredes descansaban frascos y viales de retorcido diseño, llenos de líquidos de vivos colores que bullían burbujeantes con sus poderes ocultos.

Muchos años atrás, en este laboratorio se habían concebido las más poderosas manifestaciones de la magia que nunca conociera Krynn. Fue aquí donde se congregaron en momentánea armonía los doctos representantes de las tres Túnicas —la Blanca del Bien, la Roja de la Neutralidad y la Negra del Mal— para crear los Orbes de los Dragones, uno de los cuales se hallaba ahora entre las sagradas pertenencias de Raistlin. Y también se fraguó en tan enigmático recinto la alianza de las tres Ordenes en un último y definitivo esfuerzo destinado a salvar a las Torres, estandartes pétreos de su fuerza, del acoso del Príncipe de los Sacerdotes de Istar y la fanática plebe. Fracasaron, no obstante, al decidir unánimemente que era preferible vivir derrotados a combatir, mas debe decirse en su descargo que de haber utilizado sus dotes arcanas habrían destruido el mundo y ellos no lo ignoraban.

Los magos fueron obligados a abandonar la mole, no sin antes transportar sus libros de hechizos y demás parafernalia a la Torre de la Alta Hechicería que se erguía en el misterioso Bosque de Wayreth. Pero cuando se disponían a entregar al más alto mandatario de la ciudad las llaves de su, hasta entonces, inviolable morada, una maldición se cernió sobre el edificio y sus inmediaciones. El Robledal de Shoikan creció en unos segundos para custodiarlo de los curiosos hasta que, según las predicciones, llegara a sus puertas el Amo del Pasado y del Presente revestido de todo su poder.

Y arribó el Amo, el maestro, a la fuente de tanta sabiduría. Era la figura que se encontraba frente a la mesa del laboratorio, volcada sobre aquella pétrea superficie que hacía varias centurias fue salvada del fondo del mar. Los símbolos rúnicos que había tallados a lo largo de su perímetro la eximían de cualquier influencia externa susceptible de perturbar el trabajo del mago, si bien todavía resultaba más admirable su lisa textura, tan pulida que hacía las veces de espejo. Dalamar incluso distinguía en ella, bajo la luz de las velas, el reflejo de los volúmenes encuadernados en tela azul marino que allí reposaban en ordenados montones.

Había otros objetos esparcidos sobre la inefable mesa, artículos espantosos y divertidos, horribles y encantadores: los componentes de los hechizos de Raistlin. El mago estaba ahora ocupado en manipularlos y estudiarlos. Pero pronto se dedicó a hojear muy atento un vetusto volumen mientras mascullaba frases arcanas o estrujaba una sustancia entre sus delicados dedos, vertiendo el líquido resultante en un tubo de ensayo.

Shalafi —lo saludó Dalamar, un término elfo que significaba «maestro».

Raistlin alzó la cabeza, y el discípulo tuvo la súbita sensación de que aquellas doradas pupilas se salían de sus cuencas para traspasarle el alma con un dolor indefinible. Una oleada de pánico inundó la conciencia del elfo oscuro, esculpidas en su cresta las palabras «Lo sabe». Sin embargo, no delató sus emociones en sus atractivos rasgos, que se mantuvieron inamovibles; relajados, mientras sus ojos se clavaban en los de su oponente y recogía las manos bajo los pliegues de la túnica, como dictaban los cánones.

Tan azaroso era su trabajo que cuando ellos, los entes superiores, juzgaron necesario instalar a un espía en la morada del mago solicitaron voluntarios, ya que ninguno quiso incurrir en la responsabilidad que entrañaba designarlo a sangre fría. Dalamar aceptó raudo el reto, dando un paso al frente sin un titubeo.

La magia era el único hogar del traicionero discípulo de Raistlin Majere. Originario de Silvanesti, no era reclamado por tan noble raza de elfos ni deseaba, tampoco, regresar junto a ellos. Al nacer en el seno de una de las castas inferiores no aprendió sino los rudimentos de las artes arcanas, ya que la auténtica erudición estaba reservada a los miembros de la familia real, pero aun así tuvo ocasión de saborear el poder y éste se convirtió en su único objetivo. Se afanaba en estudiar a hurtadillas los conjuros prohibidos, hasta que se revelaron a su entendimiento prodigios que en principio sólo debían conocer los hechiceros de alto rango. Fue la nigromancia lo que más le impresionó y, así, al ser descubierto ataviado con el oscuro hábito que aborrecían todos los elfos leales a su pueblo, se le impuso el castigo del destierro a perpetuidad. De este triste evento provenía su sobrenombre de «elfo oscuro», criatura privada de la luz del Bien. A Dalamar no le molestaba tan funesto apodo, antes al contrario, era para él un halago que lo comparasen a la negrura por considerarla sinónimo de fuerza y soberanía.

Sea como fuere, el elfo se ofreció para la espinosa misión. Al preguntarle sus superiores qué motivos lo inducían a arriesgar su vida en tan ardua empresa, se limitó a contestar impertérrito:

—Incluso vendería mi alma a cambio de una oportunidad de observar al ser más poderoso del mundo arcano que jamás vivió sobre la tierra.

—Quizá sea ése el precio que pagues —comentó una entristecida voz.

El recuerdo de esta voz renacía en la mente de Dalamar en determinados momentos, sobre todo en las negras noches que solían vivirse en la Torre. Acababa de evocarla ahora, en el laboratorio, pero se apresuró a rechazarla.

—¿Qué sucede? —inquirió el hechicero con tono suave, apagado.

Siempre hablaba sin sobresaltos, quedamente, evitando alzar la voz por encima del susurro. Dalamar había visto desatarse en la cámara pavorosas tempestades, ribeteadas de cegadores relámpagos y retumbar de truenos que le habían dejado sordo durante días. Se hallaba asimismo presente en algunas de las ocasiones en que Raistlin convocó a criaturas de los planos tanto astrales como subterráneos para que acataran su mandato y los gritos de éstas, plañideros o enfurecidos, al saberse dominadas resonaban en los oídos del falso pupilo en medio de sus peores pesadillas: mas nunca, en tan diversas y estruendosas transacciones, emitió el mago una sílaba más aguda que otra. Su murmullo sibilante, al no alterarse, penetraba en el caos y lo controlaba.

—Se han producido unos hechos en el mundo exterior, Shalafi, que exigen tu intervención.

—¿De verdad? —Raistlin bajó de nuevo la cabeza, absorbido por su complejo experimento.

—La sacerdotisa Crysania…

La capucha que cubría la faz del maestro se levantó veloz y rígida cual la de una serpiente y Dalamar, de manera instintiva, retrocedió frente a aquellos ojos que rezumaban veneno.

—¡Vamos, habla! —le urgió Raistlin en un siseo.

—Deberías venir, Shalafi —suplicó Dalamar con la voz quebrada—. Los Engendros Vivientes informan que…

El elfo oscuro se interrumpió al advertir que se dirigía al aire. Raistlin había desaparecido.

Expulsando un tembloroso suspiro a fin de liberar sus atenazadas entrañas, el engañoso discípulo pronunció las palabras que habían de catapultarlo al lado de su maestro.

Bajo los cimientos de la Torre de la Alta Hechicería, en un hondo sótano, se abría una pequeña estancia circular cavada mediante la magia en la roca que sostenía la mole. Tal estancia no existía cuando se construyó el edificio. Conocida como la Cámara de la Visión, fue Raistlin quien la creó en una época reciente.

En el centro de aquella habitación de fría piedra se extendía una laguna redonda de aguas tranquilas, oscuras. Surgía de tan antinatural charca un chorro de llamas azules que alcanzaba el techo y ardía día y noche, desde su creación hasta el fin de los tiempos. A su alrededor estaban agrupados, también sin descanso mientras latiese el corazón del universo, los Engendros Vivientes.

Pese a ser el mago mejor dotado de todos cuantos habitaron Krynn, la sabiduría de Raistlin distaba de la perfección, y nadie era más consciente de esta realidad que él mismo. Siempre que acudía a la Cámara recordaba sus debilidades, siendo ésta una de las razones por las que intentaba eludirla. Anidaban aquí los exponentes más ostensibles de sus fracasos: los Engendros Vivientes.

Criaturas esperpénticas forjadas a través de una magia desvirtuada, moraban en aquella celda sojuzgadas por su creador. Su existencia se asemejaba a un torturado vasallaje. Vivían reptando como una masa sanguinolenta, como larvas deformes, alrededor de la llameante charca. Urdían sus húmedos cuerpos una horrenda alfombra, tan tupida que la piedra del suelo, resbaladiza a causa de sus segregaciones, sólo se hacía visible cuando se separaban con el propósito de dejar espacio a su dueño y señor.

Pese a que sus vidas discurrían en un sufrimiento constante, intenso, los Engendros jamás esbozaron una queja. En realidad, corrían mejor suerte que otros entes que vagaban por la Torre y que recibían el apelativo de Engendros de la Muerte.

Raistlin se materializó en la Cámara de la Visión convertido en una sombra que parecía emerger de la penumbra. La llama azulada confirió etéreos fulgores a las hebras de plata que decoraban su atavío, y que adquirieron un vivo contraste con el negro paño. Dalamar se encarnó a su lado y, ya juntos, avanzaron hacia la superficie de la lóbrega charca.

—¿Dónde? —preguntó el hechicero en medio de sus servidores.

—Aquí, maestro —gorgoteó uno de los monstruos extendiendo un amorfo apéndice a guisa de dedo.

Raistlin se acercó presuroso al que había hablado, seguido de cerca por Dalamar, y las túnicas de ambos produjeron un extraño murmullo al rozar el viscoso suelo. El maestro escudriñó las aguas e instó a imitarle al elfo oscuro que, en un primer momento de observación, no distinguió más que el reflejo del ígneo surtidor. Realizando un supremo esfuerzo para concentrarse, no tardó sino unos segundos en presenciar cómo llama y laguna se fundían en una imagen confusa. Se desplegó ante sus ojos la imagen de un bosque donde un robusto humano, cubierto con una cota de malla del todo insuficiente, contemplaba el cuerpo yacente de una mujer envuelta en un hábito blanco. Un kender, arrodillado en actitud pesarosa, sujetaba la mano inanimada de la fémina entre las suyas mientras conferenciaba con el hombretón. Las voces de estos personajes se oían tan nítidas que Dalamar se creyó transportado al paraje.

—Ha muerto —decía el individuo vestido de guerrero.

—No estoy seguro, Caramon. Quizá…

—Me he enfrentado a criaturas sin vida en suficientes ocasiones como para afirmar que no alberga el más ínfimo soplo. Y ha sido culpa mía, ¡sólo mía!

—¡Caramon, eres un imbécil! —lo insultó Raistlin—. ¿Qué ha sucedido? Algo ha tenido que fallar.

Cuando habló el maestro, Dalamar vio que el kender levantaba la cabeza y preguntaba a su compañero, que revolvía la tierra cercana:

—¿Qué mascullas?

—Nada, no he abierto la boca. Será el viento.

—Explícame al menos qué haces —insistió el hombrecillo, claramente inquieto.

—Cavo una tumba. Debemos darle una sepultura digna.

—¿Te dispones a enterrarla? —exclamó Raistlin con sarcasmo—. Por supuesto, necio balbuceante, eso es todo lo que se te ocurre. ¡Enterrarla! —repitió furibundo, y dirigió su rostro hacia el Engendro—. ¿Qué ha pasado? Sin duda has sido testigo de lo que ha sucedido.

—Estaban acampados entre los árboles, amo. Draco atacar… —Una capa de espuma cubrió la boca de la criatura, tan densa que su habla se hizo irreconocible.

—¿Te refieres a una emboscada perpetrada por draconianos? —quiso ratificar el mago—. ¿De dónde procedían?

—Lo ignoro —confesó el Engendro Viviente aterrorizado—. No…

—Silencio —ordenó Dalamar a fin de atraer de nuevo la atención del maestro al interior de la laguna, donde el kender argumentaba con el robusto humano.

—No puedes sepultarla, Caramon. Recuerda que es…

—No tenemos otra opción. Sé que no son éstas las exequias que exige su fe, pero Paladine se ocupará de custodiar el viaje de su alma. No me atrevo a erigir una pira funeraria rodeado de hombres-dragón sedientos de sangre.

—El problema no está en las normas religiosas, Caramon —se empecinó el kender—. Quiero que vengas a reconocerla, descubrirás como yo que no presenta heridas ni magulladuras. ¡Todo esto es muy singular!

—No puedo satisfacerte, piensa que está muerta y yo soy el responsable. ¿Cómo acercarme a esta acusación palpable de mi flaqueza? La enterraremos y volveré a Solace, a cavar mi propia tumba.

—¡Oh, vamos!

—Trae unas flores y déjame en paz.

Dalamar observó cómo el guerrero arañaba el húmedo suelo con las manos desnudas, desechando compactos terrones mientras las lágrimas formaban sendos regueros en sus mejillas. El kender permaneció al lado de la mujer, indeciso, cubierto su rostro de sangre coagulada y con una expresión mezcla de dolor e incertidumbre.

—Una piel incorrupta, sin golpes, draconianos que surgen de la nada. —Era Raistlin quien hablaba desde su plano, sumido en hondas cavilaciones. Tras unos instantes de tenso silencio, el hechicero hincó la rodilla junto al Engendro y éste se encogió como un caracol—. Cuéntamelo todo, he de conocer la historia completa. ¿Por qué no me habéis avisado antes?

—Los draco matan, amo, pero el grandullón también —barbotó el monstruo en una pura agonía—. Luego apareció el ser tenebroso. Sus ojos eran de fuego. Me asusté, temí caer al agua.

—Hallé al Engendro Viviente en la orilla de la charca —intervino Dalamar—, y uno de sus compañeros aseveró que algún acontecimiento se desarrollaba en el bosque. Me asomé de inmediato a las profundidades pero, sabedor de tu interés por la mujer de blanco, no me entretuve y corrí en tu busca…

—Hiciste lo que debías —murmuró Raistlin, impaciente por interrumpir las aclaraciones del alumno. Se iluminaron sus pupilas con el fulgor de la ira y, al comprimirse sus labios movidos por igual sentimiento, el infeliz monstruo arrastró su cuerpo lo más lejos posible. Dalamar, espantado a su vez, contuvo el aliento. Pero la furia de Raistlin no iba dirigida contra ellos.

—«El ser tenebroso… ojos de fuego» —repitió—. ¡El Caballero Soth! Así pues, querida hermana, has decidido traicionarme. ¡Olfateo tu miedo, Kitiara, eres una cobarde! —exclamó sin alzar la voz—. Te habría erigido en reina del mundo y habría puesto a tu alcance incontables riquezas y un poder ilimitado. Pero, después de todo, no eres sino un gusano débil y mezquino.

Permaneció inmóvil, absorta su mirada en la remansada laguna. Cuando reanudó su discurso su tono, aunque quedo, tenía ribetes letales.

—No olvidaré esta acción, hermana. Considérate afortunada de que me reclamen asuntos más urgentes, de lo contrario te enviaría sin demora a las regiones donde fluctúa el ente espectral que te sirve. —Apretó los puños, mas al instante hizo un esfuerzo para relajarse—. No divaguemos, he de centrarme en el problema actual y concebir algún plan antes de que mi estúpido hermano coloque la tumba de la sacerdotisa en un parterre de flores.

Shalafi, ¿qué secreto se oculta tras este suceso? —se aventuró a indagar Dalamar, en un verdadero alarde de coraje—. ¿Qué significa para ti la humana de la blanca túnica? No logro comprenderlo.

Raistlin, irritado, clavó en el elfo oscuro sus áureos ojos y despegó los labios, resuelto a regañarlo por su impertinencia. No articuló palabra alguna, optó por callar tras una leve vacilación. Sus relojes de arena despidieron un resplandor de luz que provocó un escalofrío en Dalamar y acto seguido asumieron la calma y la impasibilidad acostumbradas.

—Lo sabrás todo en su momento, aprendiz —declaró—. Pero antes…

El hechicero enmudeció al ver que entraba en escena, en el bosque que tan fijamente contemplaban, un nuevo personaje. Era una enana gully arropada en refajos de alegres y vistosos colores, un fardo andante de cuyo hombro colgaba un enorme zurrón.

—¡Bupu! —la reconoció Raistlin, abiertos sus labios en aquella singular sonrisa—. Espléndido, pequeña, una vez más vas a servirme.

Estirando la mano, tocó las aguas. Los Engendros Vivientes lanzaron alaridos de pánico, ya que habían presenciado cómo muchos de su raza se precipitaban en la laguna para diluirse en meras volutas de humo que se alzaban silenciosas en el aire entre violentas convulsiones. Pero Raistlin se limitó a susurrar unas frases y retirar la palma abierta. Sus dedos estaban blancos como el mármol, al mismo tiempo que un espasmo de dolor cruzaba su semblante. El hechicero se apresuró a resguardar su mano en uno de los bolsillos de la túnica.

—Fíjate bien —instó exultante a su pupilo.

Dalamar obedeció. En el boscoso paraje que reproducía la charca, la enana gully acababa de acercarse a la sacerdotisa inconsciente, acaso muerta.

—Os ayudaré —anunció.

—¡No, Bupu!

—Si no te gusta mi magia, volveré a casa. Pero primero auxiliaré a esta bella dama.

—En nombre de los Abismos, ¿qué va a hacer? —se escandalizó Dalamar.

—Calla y observa —lo atajó Raistlin.

La diminuta mujer, ajena a los ojos que la espiaban desde un lugar lejano, introdujo la mano en el interior de su desproporcionada bolsa. Tras revolver todos los recovecos, sus mugrientos dedos extrajeron, al fin, un objeto aborrecible: un lagarto disecado y rígido, con una cadena de cuero abrochada al cuello. Se inclinó a continuación hacia la yacente si bien antes de acceder a ella tuvo que mostrarle un puño amenazador al kender, quien trató de detenerla. Dirigiendo una mirada de soslayo a Caramon, que cavaba en pleno frenesí, con una máscara de sangre en el rostro, el hombrecillo se vio obligado a retroceder, y fue entonces cuando la enana se acuclilló junto al inerte cuerpo de la sacerdotisa y depositó en su pecho el lagarto.

Dalamar profirió una exclamación ahogada. Los ropajes de la mujer se agitaron en pequeños temblores que delataban su retorno al universo de los vivos, sus pulmones comenzaron a inhalar aire a un ritmo pausado y regular.

El kender, por su parte, no pudo refrenar un alarido de perplejidad.

—¡Caramon, Bupu la ha curado! ¡Mira cómo respira!

—¿Qué diablos…? —El guerrero cesó en su faenar y se reunió a trompicones con sus amigos, sin dejar de estudiar a la enana en actitud recelosa.

—El lagarto es infalible —se vanaglorió Bupu—. Siempre surte efecto.

—Así es, pequeña —comentó Raistlin aún sonriente—. Incluso aplaca los ataques de tos más contumaces, lo recuerdo bien. —Hizo un nuevo movimiento ondulante con la mano extendida sobre la tranquila superficie del agua, y su voz se convirtió en un arrullo—. Ahora, hermano, duerme antes de que cometas otra de tus torpezas. Descansad también vosotros, kender y Bupu. En cuanto a ti, venerable Crysania, refúgiate en el reino donde Paladine ha de guardar tu reposo.

Sin mudar la suave cadencia de su cántico, el hechicero invocó a uno de los espíritus abstractos que siempre acataban sus designios.

—Ven, Bosque de Wayreth. Despliégate sobre ellos en su sueño y entona tu mágica melodía, atráeles a tus recónditos caminos.

Había concluido el encantamiento y Raistlin, enhiesta su figura, se volvió hacia Dalamar para indicarle:

—Y tú, aprendiz, sígueme hasta mi estudio. Ha llegado la hora de que hablemos.

Abandonaron la cámara. El elfo oscuro caminaba sumamente asustado por el tono sarcástico que había detectado en la voz del maestro.

9 Dalamar

Dalamar estaba sentado en el estudio del mago, en la misma silla que ocupara Kitiara durante su visita. El elfo oscuro se sentía menos cómodo, menos seguro que la dignataria humana, si bien sabía contener sus temores y externamente parecía relajado. El indefinible rubor que teñía sus pálidos rasgos de elfo podía atribuirse, sin miedo a equivocarse, a la excitación que le producía el ser admitido en la intimidad del maestro.

Había entrado a menudo en el estudio, aunque no en presencia del hechicero, que pasaba allí sus veladas leyendo, escudriñando los tomos que atestaban los estantes sin que nadie osara molestarlo. Dalamar se introducía en la estancia en las horas diurnas y únicamente cuando Raistlin se hallaba ocupado en algún otro lugar, momentos que el aprendiz aprovechaba para aprender los encantamientos de los libros —no todos, por supuesto— a requerimiento de su propio superior. Una orden expresa de este último le impedía abrir o tocar ni siquiera, los volúmenes encuadernados en azul.

Un día el elfo no resistió la tentación de hojear uno de los textos vedados, algo por otra parte inevitable. El tacto de la encuadernación se le antojó gélido, tanto que le abrasaba la piel. Ignorando su dolor logró levantar la cubierta, si bien tras un fugaz vistazo se apresuró a ajustarla de nuevo, convencido de que nunca descifraría el enigma de su ilegible caligrafía. Además, había detectado el hechizo de protección en que estaba envuelto aquel galimatías. Cualquiera que osara mirar las frases demasiado tiempo, sin poseer la clave para traducirlas, se volvería loco.

Al descubrir la mano herida de Dalamar, Raistlin le preguntó cómo había ocurrido. El elfo oscuro argüyó, sin inmutarse, que se le había derramado un ácido mientras mezclaba varios componentes mágicos, y el maestro se limitó a esbozar una muda sonrisa. No había necesidad de hablar, ambos comprendían.

Ahora, a diferencia de aquella otra ocasión, el aprendiz estaba en el estudio invitado por Raistlin en un simulacro de igualdad. Una vez más, el discípulo sintió viejos temores entrelazados con la embriagadora excitación.

El hechicero se había instalado frente a él, tras la mesa de madera labrada, y tenía la mano apoyada en un grueso libro de encantamientos que pertenecía a la serie esotérica. Sus finos dedos acariciaban distraídos el ejemplar, siguiendo los contornos de las runas argénteas que decoraban la cubierta, mientras sus ojos permanecían clavados en los de Dalamar. El elfo oscuro no movía un solo músculo bajo aquella mirada intensa, penetrante.

—Eres demasiado joven para haberte sometido a la Prueba —dijo Raistlin, de forma abrupta pero con su habitual siseo.

Dalamar pestañeó. No era esto lo que esperaba.

—No tanto como tú, Shalafi —le replicó el elfo—. He cumplido los noventa años, una edad equivalente a los veinticinco humanos. Si no estoy mal informado, no sobrepasabas los veintiuno cuando realizaste la Prueba.

—Cierto —murmuró el interpelado, y una sombra cruzó las áureas tonalidades de su tez.

La mano que descansaba sobre el volumen se cerró en un súbito espasmo de dolor, y los metálicos ojos despidieron vivos destellos. El aprendiz no se sorprendió ante tales muestras de emoción, sabedor de lo que representaba aquel examen que debía sufrir todo mago deseoso de practicar las artes arcanas a un nivel avanzado. Se organizaba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, y era controlado por representantes de las tres Túnicas. En efecto, tiempo atrás los nigromantes de Krynn comprendieron aquello que había escapado a la observación de los clérigos: si querían preservar el equilibrio del universo, el péndulo tenía que balancearse en libertad entre las fuerzas del Bien, el Mal y la Neutralidad. En el instante en que cualquiera de las tres asumiera un exceso de poder, el mundo comenzaría a tambalearse hacia su destrucción.

La Prueba era brutal. Las más altas esferas de la magia, donde se obtenía el auténtico dominio, no eran reducto para aspirantes ineptos. De hecho su finalidad era desembarazarse de manera permanente de quienes no estuviesen a la altura de las circunstancias, siendo la muerte el precio del fracaso. Dalamar aún evocaba en terribles pesadillas su estancia en la temida Torre, así que no le resultaba difícil comprender la reacción de Raistlin.

—Salí adelante —comentó ausente el hechicero, perdido en la nebulosa del pasado—, mas al abandonar aquel lugar espeluznante me había transformado en la criatura que se yergue ahora ante ti. Mi piel había asumido estos matices dorados, había encanecido mi cabello y mis ojos… —Regresó al presente para fijar sus pupilas en Dalamar—. ¿Sabes qué es lo que ven mis relojes de arena?

—No, Shalafi .

—El paso inexorable del tiempo sobre todas las cosas —explicó Raistlin—. La carne humana decae frente a estos ojos, las flores se marchitan, incluso las rocas se desmenuzan. Siempre reina el invierno en las imágenes que se me ofrecen. También tú, Dalamar —atrapó al aprendiz en su hipnótica mirada—, también la carne elfa que tan despacio se degrada exhibe, ya en su juventud primaveral, el estigma de la lejana muerte.

El discípulo se estremeció sin acertar a ocultar su temor encogiéndose de manera involuntaria entre los cojines de su butaca. Se dibujó al instante en su mente un escudo mágico, del mismo modo que se le apareció, sin que lo invocara, un encantamiento destinado más a herir que a defenderse. «Necio —se reprendió a sí mismo a la vez que recuperaba el control y descartaba tales imágenes—, ¿cuál de mis insignificantes argucias podría matarle?».

—Así es —confirmó Raistlin en respuesta a las elucubraciones de Dalamar—. No hay en Krynn un ser viviente capaz de lastimarme y menos aún tú, joven aprendiz. Pero he de reconocer que eres valiente. Con frecuencia has permanecido a mi lado en el laboratorio, contemplando a los entes que yo arrancaba de sus planos de existencia aun a sabiendas de que si cometía un error, si respiraba a destiempo, desgajarían nuestros corazones y los devorarían mientras nos convulsionábamos en un indecible tormento.

—Ése ha sido mi mayor privilegio —confesó el alumno.

—Sí —coreó el hechicero con la mente abstraída, antes de enarcar una ceja e indagar—: ¿Eras consciente de que si surgían complicaciones me salvaría a mi mismo, sin mover un dedo para ayudarte?

—Por supuesto, Shalafi, lo comprendí desde el principio. Acepté el riesgo… —Un resplandor animó sus pupilas y, olvidados sus temores, se incorporó entusiasmado en su silla—. No sólo lo acepté, shalafi, lo invité. No hay nada que no esté dispuesto a sacrificar en nombre de…

—La magia —concluyó Raistlin.

—Tú lo has dicho —corroboró el otro.

—Y del poder que ésta confiere —continuó el maestro—. Eres ambicioso, pero ¿hasta qué punto? ¿Colmaría tus aspiraciones gobernar a los de tu raza, o quizá preferirías hacerte con un reino y mantener cautivo al monarca a fin de disfrutar de sus riquezas? ¿Vas, acaso, más lejos y buscas una alianza con algún señor de las tinieblas, como se hacía en los tiempos no muy remotos de los dragones? Mi hermana Kitiara, por ejemplo, te halló muy atractivo, le agradaría sobremanera tenerte a su lado. Si eres capaz de practicar ciertas artes en su dormitorio te llenará, no lo dudes, de venturas.

—Shalafi, yo no profanaría…

—Me limitaba a bromear, aprendiz —lo interrumpió Raistlin ondeando la mano—. En cualquier caso, estoy seguro de que entiendes el contenido de mi discurso. ¿Refleja tus sueños alguna de las situaciones que acabo de exponer?

—Sí, maestro. —Dalamar vaciló sumido en la confusión. ¿Dónde había de llevarle tan delicada entrevista? Confiaba en acceder al conocimiento de secretos que pudiera transmitir, pero ¿cuánto debía revelar de sí mismo a cambio de tan preciosa información?

—Veo que he dado en el clavo —afirmó el hechicero— y descubierto tus más recónditas ambiciones. ¿Nunca te has cuestionado cuáles son las mías?

Un júbilo difícil de disimular agitó el cuerpo de Dalamar. Era éste precisamente el objeto de su misión, lo que le habían ordenado averiguar. El joven mago respondió despacio, midiendo las palabras:

—Reconozco que me lo he preguntado muchas veces, shalafi. Eres tan poderoso —extendió el índice hacia la ventana, a través de cuyas vidrieras se atisbaban las luces de Palanthas refulgentes en la noche— que esta ciudad, la región de Solamnia y Ansalon entero caerían en tus manos al más leve parpadeo.

—El mundo se sometería a mi yugo si lo deseara —asintió el hechicero con los labios separados en una sonrisa irónica—. Hemos divisado las tierras ignotas del otro lado del océano, ¿recuerdas? Nos hemos asomado al abismo de las llameantes aguas y visto a quien en él se alberga. Controlar tan vastos reinos sería la simplicidad misma.

Raistlin se puso en pie y, tras avanzar hasta la ventana, observó la iluminada ciudad que se desplegaba ante él. Intuyendo la excitación del maestro, Dalamar se levantó a su vez y corrió a su lado.

—Podía poner Palanthas bajo tu mandato, aprendiz —insinuó el hechicero al mismo tiempo que retiraba la cortina para escrutar mejor las luces, que brillaban más cálidas que las estrellas de la bóveda celeste—. Te concedería no sólo una total supremacía sobre sus desdichados ciudadanos sino incluso sobre todos los elfos que pueblan Krynn. De proponérmelo, te entregaría a mi propia hermana —concluyó.

El adalid de las fuerzas arcanas se encogió de hombros, dio media vuelta y se plantó frente a Dalamar, que lo examinaba exultante.

—La verdad es que nada me importan los poderes terrenales —declaró y, para significar mejor su indiferencia, corrió la cortina—. Mi ambición se ha trazado cotas más altas.

—Pero, shalafi, no queda mucho si desdeñas el mundo —protestó el alumno desconcertado, titubeante—. A menos, claro, que hayas descubierto universos lejanos e invisibles a mis ojos.

—¿Universos lejanos? —repitió Raistlin—. Una idea interesante, quizás algún día considere esa posibilidad. Pero no, me refería al cosmos. —Hizo entonces una pausa y, con un gesto de la mano, invitó a Dalamar a acercarse—. ¿Has reparado en la gran puerta que se recorta en la pared trasera del laboratorio, la que tiene la hoja de acero con incrustaciones de plata y oro? ¿Te has fijado en que carece de cerrojo?

—Sí, shalafi —contestó el elfo, convulsionado por un repentino escalofrío que ni siquiera el extraño calor que dimanaba del cuerpo de Raistlin pudo disipar.

—¿Sabes a dónde conduce?

—Sí.

—¿Y sabes también por qué se mantiene sellada?

—Porque no está en tu mano abrirla. Sólo los esfuerzos combinados de un nigromante muy poderoso y una criatura dotada de virtudes sagradas lograrían que cediera, mediante su voluntad conjunta.

Enmudeció, asfixiado por un pánico indescriptible.

—Sí, comprendes la situación —susurró Raistlin—. «Una criatura dotada de virtudes sagradas»: por ese motivo la necesito a ella. Al fin has vislumbrado la cumbre, y la sima, de mis aspiraciones.

—¡Qué locura, no puedo creerlo! —se escandalizó Dalamar antes de bajar, avergonzado, los ojos—. Discúlpame, shalafi —suplicó—. No era mi intención faltarte al respeto.

—Lo sé, y además estás en lo cierto. Sería una locura con mis poderes limitados —reconoció el mago con un resquicio de amargura en su voz—. Por eso me dispongo a emprender un viaje.

—¿Un viaje? —se sorprendió el discípulo, alzando la vista—. ¿Dónde?

—La pregunta adecuada no es ¿dónde?, sino ¿cuándo? —lo corrigió Raistlin—. ¿Me has oído hablar de Fistandantilus?

—En múltiples ocasiones, maestro —evocó Dalamar esbozando, casi, una reverencia—. Fue el máximo representante de nuestra Orden. Los libros encuadernados en azul que se alinean en estas paredes son obra suya.

—E insuficientes —lo atajó el hechicero, a la vez que señalaba la biblioteca entera con un desdeñoso ademán—. Los he leído todos una y otra vez en los últimos años, desde que la Reina de la Oscuridad en persona me revelara la clave de sus secretos. ¿Y qué he obtenido? ¡Incesantes frustraciones! —exclamó, y cerró el puño—. Reviso los encantamientos que contienen y encuentro lagunas que llenarían volúmenes enteros. Quizá sus páginas fueron destruidas durante el Cataclismo o más tarde, en las guerras de los Enanos, conocidas con el nombre de guerras de Dwarfgate, y que dieron al traste con el poderío de Fistandantilus. Esos tomos perdidos, el conocimiento de lo que engulleron las nieblas del pasado, me proporcionarán cuanto preciso para satisfacer mis anhelos.

—De modo que tu viaje te llevará… —Dalamar no terminó la frase, estaba demasiado perplejo.

—A un tiempo remoto y olvidado —siguió Raistlin por él—, a la época anterior al Cataclismo. Debo retroceder a los días en que Fistandantilus reinaba con todo su esplendor.

El elfo oscuro se sentía mareado, un confuso remolino daba vueltas en su cerebro. ¿Qué dirían sus superiores? Era evidente que tan diabólico plan no entraba en sus especulaciones.

—Tranquilízate, aprendiz —lo instó Raistlin con una voz acariciadora que parecía brotar de un rincón lejano—. Mi proyecto te ha perturbado, te recomiendo un poco de vino para recuperarte.

Se encaminó el mago a una mesa próxima y, asiendo una garrafa, vertió en una pequeña copa un líquido de color purpúreo y se lo ofreció a Dalamar. Este último lo aceptó agradecido, aunque sobresaltándose al ver el incontenible temblor de su propia mano. Raistlin escanció acto seguido el rojizo mosto en un recipiente similar y dijo:

—No bebo a menudo de este caldo embriagador, pero hoy haré una excepción porque quiero celebrar algo. Brindo por… ¿cómo lo has expresado? ¡Ah, sí! Por «una criatura dotada de virtudes sagradas», por Crysania.

Sorbió el vino despacio, mientras que Dalamar lo engulló de un solo trago y, abrasado el gaznate, comenzó a toser.

—Shalafi, si el Engendro Viviente nos ha informado bien, el caballero Soth envolvió en un hechizo mortífero a la sacerdotisa Crysania y ella, sin embargo, logró conservar la vida. ¿La has devuelto tú a la existencia?

—No —contestó Raistlin meneando la cabeza—, yo me limité a infundirle ciertos hálitos visibles para impedir que mi querido hermano la enterrase. No tengo una total certeza de lo que ocurrió, pero no es difícil imaginarlo. Al verse en presencia del Caballero de la Muerte, y sabedora de su destino, la Hija Venerable luchó contra los efluvios letales con la única arma que poseía: el Medallón de Paladine. Su dios la protegió transportando su alma a las regiones donde moran las divinidades, pero dejó su cuerpo en la tierra. Nadie, ni aun yo, puede fundir de nuevo en uno solo su espíritu y su carne; tal facultad está reservada exclusivamente a uno de los sumos sacerdotes de Paladine.

—¿Elistan, por ejemplo?

—No, se ha convertido en un anciano decrépito.

—En ese caso la has perdido para siempre.

—No —lo corrigió Raistlin haciendo alarde de paciencia—. No logras comprenderlo, aprendiz. Por un imperdonable descuido se me escapó el control, pero me he apresurado a recuperarlo y, lo que es más, mi enmienda me permitirá sacar mayor partido de mis acciones. En este momento la comitiva se aproxima a la Torre de la Alta Hechicería, donde se dirigía Crysania a fin de obtener la ayuda de los magos. Cuando llegue se le brindará tal auxilio, y también a mi hermano.

—¿Quieres que ellos le presten sus refuerzos? —inquirió Dalamar atónito—. ¡Esa mujer se propone aniquilarte!

Raistlin bebió sin prisa algunos sorbos más del recio líquido, antes de escrutar atento el rostro del elfo.

—Piensa, Dalamar —siseó—, reflexiona y acabará por hacerse la luz en tu mente. Pero ya te he retenido demasiado tiempo —añadió, a la vez que depositaba en la mesa la copa vacía.

El discípulo volvió los ojos hacia la ventana y comprobó que Lunitari, la luna encarnada, comenzaba a ocultarse tras las aserradas cumbres de las montañas. La noche se hallaba en pleno apogeo.

—Debes realizar tu viaje y regresar antes de mi partida, que tendrá lugar al amanecer —prosiguió el hechicero—. Sin duda habré de impartirte instrucciones de última hora además de los numerosos asuntos que he resuelto dejar bajo tus auspicios ya que, naturalmente, quedarás al cuidado de todo durante mi ausencia.

—¿Hablas de mi viaje, shalafi? —inquirió el elfo con el ceño fruncido. No había previsto ir a ningún lugar.

Se disponía a continuar, mas calló de forma súbita al recordar que, en efecto, en un punto lejano alguien aguardaba su informe.

Raistlin siguió observando al joven alumno en silencio, mientras en sus translúcidas pupilas se reflejaba el creciente horror que desvirtuaba los rasgos del espía al saberse descubierto. Despacio, el mago avanzó hacia su oponente entre el suave crujido de los pliegues de su túnica. Dalamar, paralizado por el pánico, no atinó a moverse ni a formular los hechizos de protección que conocía. Su mente estaba vacía, sus ojos sólo vislumbraban dos relojes de arena que lo traspasaban impávidos.

El maestro alzó su mano en un movimiento acompasado y la posó en el pecho del indefenso aprendiz, rozando apenas sus negros ropajes con las yemas de los dedos. El dolor fue lacerante. La faz del agredido se tornó blanca, se desorbitaron sus pupilas y ahogó un grito agónico, si bien no pudo desprenderse de tan espeluznante caricia. Atrapado por la mirada de Raistlin, tampoco el segundo alarido logró brotar de forma articulada.

—Relátales con precisión tanto lo que te he contado —le ordenó el hechicero— como lo que tú imaginas. Transmite mis cordiales saludos al gran Par-Salian, aprendiz.

Retiró al fin la delgada mano y Dalamar se derrumbó sobre el suelo, entre desgarradores gemidos. El maestro pasó por su lado sin mirarle siquiera y abandonó la estancia, envuelto en el murmullo de sus sobrias vestiduras.

Cuando se hubo cerrado la puerta, el elfo se desgarró el pectoral en medio de un sufrimiento enloquecedor y vio que cinco riachuelos de sangre surcaban su pecho y manchaban el negro paño, procedentes de otras tantas hendiduras abiertas a fuego en su carne.

10 El Bosque de Wayreth

—¡Caramon, reacciona! ¡Levántate!

«No. Estoy en mi tumba, en una tibia morada bajo la tierra… tibia y segura. No lograrás que me despierte, no podrás alcanzarme. Me he ocultado de ti y nunca me encontrarás».

—¡Caramon, tienes que ver eso! ¡Abre los ojos!

Una mano apartó el manto de penumbra para tirar de él en fuertes sacudidas.

«¡No, Tika, aléjate! Me devolviste una vez a la vida, al dolor y al sufrimiento. Deberías haberme dejado en el dulce reino de tinieblas que rodeaba el Mar Sangriento de Istar, y ahora que he hallado la paz no permitiré que vuelvas a estropearlo. He cavado mi sepultura y me he enterrado en ella».

—Vamos, Caramon, será mejor que te despiertes y otees el panorama.

«Esas exhortaciones me resultan familiares. ¡Claro, yo mismo pronuncié unas palabras parecidas hace algunos años, cuando Raistlin y yo llegamos juntos a este Bosque! Pero si soy yo quien habla, ¿cómo puedo oírlas en segunda persona? A menos que sea mi hermano».

Sintió una mano en su párpado, dos dedos que luchaban para abrirlo. Su contacto hizo que las acuosas gotas del temor se vertieran en las venas del guerrero, hasta agolparse en el corazón y acelerar su pálpito.

Rugió alarmado, tratando de culebrear hacia el acogedor polvo en el instante en que su ojo, abierto por la fuerza, capturó la imagen de un rostro grotesco volcado sobre él… ¡las facciones inequívocas de una enana gully!

—Ya está despierto —anunció Bupu—. Ayúdame, mantén el párpado en esta posición para que yo levante el otro —ordenó a Tasslehoff.

—¡No! —vociferó el kender y, arrancando las garras de la mujer de su presa, la empujó a un lado—. Ve a buscar agua —improvisó.

—Buena idea —comentó ella, y se alejó con un brioso trotecillo.

—Cálmate, Caramon —instó Tas a su amigo a la vez que se arrodillaba junto a él y le daba unas suaves palmadas—. Era sólo Bupu. Lo lamento, pero yo estaba contemplando el… ya lo verás tú mismo, y descuidé su vigilancia.

Sin cesar de farfullar, Caramon se cubrió el semblante con la mano e intentó incorporarse apoyado en el compañero.

—Soñaba que había muerto —explicó— cuando, de pronto, vi esa cara y supe que todo había terminado, que me habían condenado a los Abismos.

—Quizá no tardes en desear que se cumpla tu pesadilla —dijo Tasslehoff en sombría actitud.

Caramon alzó los ojos al percibir la inusitada seriedad del kender.

—¿A qué te refieres? —indagó con tono áspero.

—¿Cómo estás? —preguntó a su vez el hombrecillo en lugar de responder.

—Sobrio —graznó el guerrero—, si es eso lo que te preocupa. ¡Ojalá los dioses me permitieran vivir siempre ebrio!

Tras estudiarle unos momentos con expresión meditabunda, Tas introdujo la mano en uno de sus saquillos y, despacio, sacó una botella de cristal recubierta por un estuche de cuero.

—Si de verdad necesitas un trago, aquí lo tienes —le ofreció.

Los ojos del fornido humano se iluminaron. Extendió una mano anhelante pero temblorosa y, arrebatando el objeto al kender, desencajó el tapón de corcho, olisqueó su contenido, sonrió satisfecho y se lo llevó a los labios.

—¡No me mires como si fuera un monstruo! —espetó a Tas.

—Discúlpame —balbuceó éste con las mejillas encendidas en rubor—. Voy en busca de Crysania —añadió, y se puso en pie.

—Crysania —repitió mecánicamente Caramon y bajó la botella sin probar el mosto, frotándose sus legañosos ojos—. La había olvidado por completo. Me parece una excelente medida que corras en pos de la sacerdotisa y, cuando des con ella, te la lleves junto a esa lombriz, llamada Bupu, que te acompaña. ¡Marchaos y dejadme solo! —Levantó de nuevo el frasco de vino y, ahora, engulló de un sorbo una considerable cantidad. Aquejado por una violenta tos, abandonó su empeño y se secó la boca con el dorso de la mano, antes de insistir—: ¡Vete! Salid todos de mi vista, me molesta vuestra mera presencia.

—Me gustaría complacerte, Caramon —se excusó Tas sin alterarse—. Sin embargo, no puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque el Bosque de Wayreth ha venido a nuestro encuentro, si tenemos que dar crédito a los relatos de Raistlin sobre sus extrañas virtudes.

Durante unos segundos, Caramon clavó en el kender sus iris inyectados en sangre. Habló al fin, en un susurro, a este tenor:

—Eso es imposible. Mágico o no, el Bosque de Wayreth se yergue a varias millas de aquí. Raistlin y yo tardamos meses en descubrirlo y, además, la Torre está al sur de estos parajes. Según tu mapa debemos cruzar Qualinost antes de divisar sus paredes. No te guiarás por el mismo documento donde Tarsis aparecía a orillas del mar ¿verdad? —inquirió, asaltado por una terrible duda.

—Quizá sí —confesó Tas al mismo tiempo que enrollaba el mapa y lo escondía tras su espalda—. Tengo tantos… En cualquier caso, si Raistlin estaba en lo cierto al afirmar que el Bosque era mágico no me sorprende que nos haya encontrado, de ser ése su deseo. Las distancias geográficas no son un obstáculo para ciertas criaturas.

—Puedo asegurarte que posee dotes arcanas —confirmó el guerrero con voz ronca y trémula—, y también que los horrores que en él se viven son espeluznantes. —Cerró los ojos y meneó la cabeza antes de, inesperadamente, dedicar a su oponente una mueca astuta—. ¡Ya lo entiendo! Se trata de una artimaña para impedirme que beba, ¿no es así? No surtirá efecto, olvídala.

—Te equivocas —negó Tasslehoff. Con un hondo suspiro, extendió el índice y le apremió—: Mira aquello, responde a la descripción que una vez me hizo tu gemelo.

Al volver la cabeza Caramon se estremeció, tanto por lo que vio como por los amargos recuerdos que la escena despertó en su mente.

La hierba en la que estaban acampados formaba parte de un claro, situado no muy lejos del camino principal. Lo circundaban grupos de arces, pinos, nogales e incluso algunos álamos dispersos, todos ellos portadores de nacientes brotes. Caramon los había admirado mientras cavaba la tumba de Crysania, advirtiendo que sus ramas refulgían bajo el sol matutino con los tonos amarillos de la primavera. Entre sus raíces despuntaban las primeras flores silvestres de la estación, violetas y azafranes que se alzaban como heraldos de unos meses de prosperidad.

También ahora reparó el guerrero en esta hermosa vegetación, que les rodeaba por tres flancos. En el cuarto, el meridional, el paisaje se alteraba de forma poco halagüeña.

Los árboles que lo poblaban, muertos en su mayoría, se hallaban uno al lado del otro, alineados en sucesivas hileras de sospechosa regularidad. Aquí y allí, al examinar más a conciencia la espesura, se atisbaba uno vivo que parecía vigilar tal como un oficial revisa las filas de sus tropas. El sol no penetraba en el Bosque, una niebla asfixiante flotaba entre los árboles y ensombrecía la luz. Incluso las ramas y los troncos constituían un espectáculo fantasmagórico, éstos deformes, torturados, y aquéllas retorcidas en garras que arañaban el suelo. El viento no las mecía, ni siquiera infundía un soplo de vida a sus rugosas hojas, si bien lo más terrible era el contraste que tal quietud ofrecía respecto a los fugaces movimientos que se adivinaban en los matojos. Bajo la atenta inspección de Caramon y Tas unas sombras carentes de contorno deambulaban sin tregua, escudándose tras las gruesas cortezas o acechándoles desde el espinoso sotobosque.

—Fíjate bien en este curioso fenómeno —rogó el kender al hombretón e, indiferente a su grito de alarma, echó a correr hacia la espesura. ¡Los árboles se apartaron a su paso! Se dibujó una ancha senda frente a sus pies, que conducía al corazón del siniestro Bosque—. Te desafío a que encuentres una explicación —declaró maravillado, si bien se detuvo antes de adentrarse en el camino—. Y si retrocedo…

Unió la acción a la palabra, y los troncos se deslizaron unos hacia otros hasta ofrecer de nuevo una barrera infranqueable.

—Tenías razón —reconoció el guerrero a regañadientes—, estamos en el Bosque de Wayreth. Así mismo se nos reveló a nosotros una mañana. Yo me mostré reacio a seguir y traté de refrenar los impulsos de Raist, pero él no tenía miedo. Los árboles se retiraron y se internó en las entrañas de este diabólico paraje, no sin antes tranquilizarme: «Permanece a mi lado, hermano, y yo te protegeré de todo mal». ¿Cuántas veces había pronunciado yo frases similares? En esta ocasión se trocaron los papeles, él era el valiente y debía animar al timorato.

De pronto, se puso en pie de un salto y, enrollando en un gesto febril su cama de campaña, bramó:

—¡Vámonos de aquí sin pérdida de tiempo! —En su nerviosismo, derramó el contenido de la botella sobre la manta.

—No hay nada que hacer —fue el lacónico comentario de Tas—. Te lo demostraré.

Tras colocarse de espalda a los árboles, el kender comenzó a andar hacia el norte. Los árboles no se desplazaron, mas por mucho que caminase siempre se topaba con el Bosque de Wayreth y su misteriosa senda. Hizo mil piruetas, mil sesgos bruscos, pero todas sus argucias le llevaron a las nebulosas hileras de vegetales.

Con un hondo suspiro, se detuvo al fin al lado de Caramon y observó en actitud solemne los ojos del hombretón anegados en lágrimas, enmarcados en cercos sanguinolentos. Extendió entonces su delicada mano y la apoyó en el brazo del que fuera un guerrero invencible.

—Amigo, tú ya has visitado antes este lugar y conoces el camino. Por otra parte, hay algo más que debes saber. Has preguntado por la sacerdotisa Crysania; pues bien, ahí la tienes. —La señaló con el dedo, y Caramon ladeó la cabeza hacia donde le indicaba—. Vive, pero al mismo tiempo está muerta. El helor de su piel se asemeja al de la escarcha, sus ojos no pestañean y, aunque su corazón late, en lugar de la savia de la existencia podría bombear esa sustancia especiada que utilizan los elfos para preservar a sus cadáveres.

Hizo una pausa, como si recapacitara sobre el argumento que había de resultar más persuasivo.

—Tenemos que conseguir ayuda. Quizás en esas brumas vivan magos susceptibles de auxiliarla, pero yo carezco de la fuerza necesaria para transportarla. —Levantó ambos brazos en un gesto de impotencia, sin desviar la vista del impenetrable Bosque—. No me abandones, Caramon, ni tampoco a ella. Creo que de algún modo le debes un favor.

—Porque soy culpable del daño que ha sufrido —concluyó el corpulento humano en tono de reproche.

—No estaba en mi ánimo acusarte —rectificó el kender, frotándose los ojos—. Supongo que no existen culpables.

—No puedo eludir por más tiempo mi responsabilidad. —La inesperada reacción de Caramon, la nota de sinceridad que ribeteaba su voz, hicieron que Tas levantara la cabeza. Hacía años que no detectaba este timbre familiar en su viejo amigo, que ahora estudiaba la botella sostenida en su palma con aire ausente—. Ya es hora de que me enfrente a mí mismo. He achacado mis errores a Raistlin, a Tika y a todo aquel que se ha cruzado en mi camino, aunque en el fondo sabía que era yo el único causante de tantas desdichas. En el curso del sueño mi conciencia ha surgido a la luz, me he visto en el fondo de una tumba y he intuido que ésa era mi realidad, que he llegado a lo más hondo. No puedo degradarme más, o me quedo inmóvil y dejo que me cubran de polvo —como me disponía a hacer con el cuerpo de Crysania— o me encaramo hacia la vida.

Emitió un prolongado suspiro y, con ademán resuelto, aplicó el corcho al frasco de vino.

—Toma, no quiero verlo. —Tendió el objeto al sorprendido kender, quien se apresuró a recogerlo—. Será una larga escalada y necesitaré ayuda, pero no de esta manera.

—¡Oh, Caramon! —se emocionó Tas a la vez que, rodeando con sus brazos la oronda cintura hasta donde pudo alcanzar, lo estrechaba contra sí—. No tenía miedo de ese lóbrego Bosque, si bien me asustaba la idea de atravesarlo en solitario. ¿Cómo me las hubiera arreglado para cargar con la sacerdotisa y además cuidar de Bupu? ¡Oh, Caramon, me alegro tanto de que hayas vuelto a ser el de antes!

—No exageres —lo reprendió el guerrero, ruborizándose y desprendiéndose sin violencia del hombrecillo—. Debes tener presente que la primera vez que penetré en este paraje el pánico no me permitía actuar con tino, y tampoco estoy seguro de ser útil en esta ocasión. Sin embargo, en un punto has acertado: quizá los magos puedan hacer algo por Crysania. —Su rostro se endureció—. Y quizá respondan a ciertas preguntas que quiero formularles sobre Raist. ¿Dónde se ha metido esa enana gully? ¿Y mi daga, qué ha sido de ella?

—No entiendo a qué daga te refieres —disimuló Tas, volviendo la faz hacia la palpitante espesura.

El robusto humano estiró el brazo y atrapó al escurridizo kender. Cuando clavó la mirada en su cinto él lo imitó para, tras un momento de incertidumbre, abrir los ojos de par en par.

—¿Es ésta el arma que buscabas? Caramba, no me explico cómo ha ido a parar a mi talle. Es posible que se te cayera en la pelea y yo la recuperara de manera instintiva.

—Por supuesto —coreó Caramon con una mueca sardónica. Lanzó un gruñido, le arrancó la daga y, en el instante en que la enfundaba en su vaina, oyó un ruido a su espalda. Giró el cuerpo con una relativa rapidez, justo a tiempo para recibir un baño de agua fría en pleno rostro.

—Ahora está bien despierto —anunció Bupu complacida, soltando el cubo vacío.


Mientras se secaba su ropa Caramon se dedicó a estudiar los árboles, con el semblante contraído bajo el dolor de los recuerdos. Emitió al fin un suspiro, se vistió y revisó sus armas. Al ver tales preparativos, Tasslehoff corrió a su lado.

—¡Vámonos! —exclamó vehemente.

—¿Al interior del Bosque? —inquirió el guerrero, al parecer reacio.

—¡Claro! ¿Dónde si no? —repuso el kender.

El hombretón rezongó unas frases ininteligibles, antes de menear la cabeza y declarar:

—No, Tas, es preferible que permanezcas aquí junto a la sacerdotisa. Espera —lo contuvo al advertir los surcos de la protesta en su frente—, no pretendo que te quedes indefinidamente. Sólo voy a dar un corto paseo de reconocimiento.

—¿Crees que hay alguien agazapado en la bruma, no es verdad? —imprecó Tas a su colosal compañero—. Por eso deseas mantenerme al margen. Te adentrarás unos pasos, te enzarzarás en una pelea, matarás al adversario y yo me perderé la aventura.

Sin despegar los labios, el guerrero lanzó una aprensiva mirada a las tinieblas y se abrochó el cinto de la espada.

—Al menos podrías decirme qué imaginas que vas a encontrar —lo hostigó Tasslehoff—. Y también darme instrucciones, ignoro qué he de hacer si es tu rival quien acaba contigo. ¿Entro detrás de ti? ¿Cuánto tiempo debo aguardar? ¿Es esa criatura capaz de aniquilarte en cinco minutos, acaso en diez? No es que piense que va a suceder —rectificó al observar la expresión de Caramon—, pero si me dejas al cuidado de las dos mujeres tengo que saber a qué atenerme.

Bupu examinó al desaliñado luchador en actitud especulativa.

—Yo afirmo que le matará en dos minutos. ¿Aceptas una apuesta? —preguntó al kender.

Caramon los observó de hito en hito, presto a enfurecerse, mas comprendió que no podía hacerlo. Después de todo, el comportamiento de Tas era lógico.

—No estoy seguro de quién puede acecharme —confesó—. Recuerdo que la otra vez nos tropezamos con un espectro, y Raist… —Se sumió en el silencio, para concluir unos segundos más tarde—: No sé qué aconsejarte. Actúa como te parezca más oportuno.

Pronunciadas estas palabras se encogió de hombros, dio media vuelta y se encaminó hacia el Bosque.

—Tengo aquí una bonita serpiente, será tuya si no muere en un par de minutos —propuso Bupu a Tasslehoff mientras hurgaba en su hatillo—. ¿Qué prenda aportas tú?

—¡Cállate! —la conminó él sin perder de vista a su valiente amigo.

Cuando éste se hubo alejado por la senda fue a sentarse junto a Crysania, que yacía en el suelo con la mirada perdida en las alturas. Cubrió suavemente aquellos ojos sin vida con la capucha blanca, para protegerlos de los rayos solares, e intentó entornar los párpados. Fue inútil, la inerte figura parecía haberse convertido en una estatua de mármol.


Se diría que Raistlin acompañaba a Caramon en su andadura. El guerrero casi podía oír el murmullo de la túnica roja de su hermano, tal como la exhibiera en aquella ocasión. Resonaba en sus tímpanos la voz del hechicero, siempre suave y queda pero teñida de un tono sarcástico que le granjeaba la antipatía de sus amigos. Sin embargo, a él nunca le molestó. Comprendía a su gemelo, o así lo creía.

Los árboles del Bosque se apartaban a su paso, del mismo modo que se desplazaron al acercarse el kender.

«También se retiraron ante nosotros hace ¿cuántos años? ¿Siete quizá? ¿Sólo ha transcurrido ese tiempo? No, ha sido toda una vida. Tanto para él como para mí», pensaba Caramon, meditabundo.

Cuando alcanzó el linde de la espesura una gélida niebla se arremolinó en torno a sus tobillos, un frío punzante atenazó su carne hasta penetrarle los huesos. Los árboles lo contemplaban con sus ramas retorcidas en una muda agonía, similar a la que se advertía en los troncos de Silvanesti, y este hecho avivó en su ánimo nuevos recuerdos de su hermano. Se detuvo un instante para otear el confuso panorama, y distinguió los imprecisos contornos que le aguardaban. No podía contar con Raistlin para mantenerlos a raya, esta vez su soledad era absoluta.

«No conocí la emoción del miedo hasta que penetré en el Bosque de Wayreth —recapacitó—. Si accedí a aventurarme fue porque estabas conmigo, hermano, tu valor me infundía el coraje suficiente para continuar. ¿Cómo venceré ahora mi flaqueza? Me hallo en un lugar mágico, pero yo nada entiendo del mundo arcano. ¡No sé luchar contra lo sobrenatural! Mi situación es crítica. —Ocultó los ojos entre las manos a fin de conjurar las aterradoras imágenes—. No puedo hacerlo, es demasiado para un hombre corriente como yo».

Desenvainó la espada y la enarboló, con la mano tan temblorosa que casi se deslizó de sus dedos.

—¡No podría enfrentarme ni siquiera a un niño! —se rebeló en voz alta—. No se me puede exigir tanto. Estoy perdido, sin esperanza…

—Es fácil abrigar esperanzas en primavera, guerrero, cuando el aire es tibio y los vallenwoods reverdecen. Es fácil creer en el estío, cuando los vallenwoods refulgen en tonalidades doradas, y también en esos días otoñales en que los árboles se revisten de las irisaciones encarnadas de la sangre. Pero llega el invierno, los vientos soplan huracanados y un manto gris cubre la bóveda celeste. ¿Muere entonces el vallenwood, guerrero?

—¿Quién ha hablado? —Caramon se afanaba en escudriñar su entorno, aferrando la empuñadura de su arma con pulso inseguro.

—¿Qué hace el vallenwood en invierno, guerrero, cuando prevalece la negrura y se enfría la tierra? Cava hacia las profundidades, sumerge sus raíces hacia el latente calor de las simas. Allí, bajo el suelo, el vallenwood encuentra el sustento que ha de permitirle sobrevivir a la oscuridad y el hielo, hasta que una nueva primavera lo invite a abrir sus frescos brotes.

—¿De verdad? —preguntó el humano receloso, a la vez que retrocedía un paso y miraba en todas las direcciones.

—Estás en el más tenebroso invierno de tu vida, guerrero. Debes ahondar en tus entrañas para descubrir el calor que te ayudará a desechar la escarcha y la penumbra. No posees ya la efervescencia de la primavera ni el vigor del estío, así que buscarás la energía que precisas en tu corazón y en tu alma. Si logras el éxito crecerás de nuevo, al igual que el vallenwood.

—Tus palabras son hermosas —comenzó a decir Caramon sin convencimiento, pues desconfiaba de semejante discurso sobre estaciones y árboles. No pudo terminar, se le hizo un nudo en la garganta y quedó sin resuello.

El Bosque se estaba metamorfoseando ante sus ojos.

Los contorsionados troncos, las tortuosas ramas, se enderezaron movidos por un encantamiento, estirando sus leñosos miembros hacia las alturas. Tan deprisa crecían, que el guerrero inclinó la cabeza a su ritmo y a punto estuvo de perder el equilibrio en el empeño de divisar sus copas. ¡Eran vallenwoods, idénticos a los que medraban en Solace antes de la aparición de los dragones! Contempló sobrecogido aquel estallido de vida: los brotes tiernos surgían, se abrían en brillantes hojas que al instante asumían el manto áureo del verano para, sin demora, fundirse en el ocre y el púrpura. Las estaciones se sucedían en fracciones de segundo, apenas le daban tiempo para exhalar suspiros de asombro.

La hedionda bruma se desvaneció, siendo sustituida por la dulce fragancia de unas lozanas flores que, en ramilletes, se abrían paso entre las raíces de los vallenwoods. La penumbra se disipó a su vez, el sol derramó su luz sobre los árboles mecidos por el viento y, al acariciar sus rayos las hojas, los trinos de los pájaros invadieron el aire.

Sereno el bosque,

serenas sus perfectas mansiones

donde crecemos en lugar de marchitarnos.

Nuestros árboles son verdes,

dan frutos maduros que nunca caen;

los translúcidos torrentes, lagos de cristal,

infunden placidez a nuestros corazones.

Bajo estas ramas

ceden de buen grado las maldiciones,

en los lindes quedan los cantos de las aves,

del amor la historia

junto a la fiebre del duro quehacer,

las flaquezas de la memoria.

Sereno el bosque,

serenas sus perfectas mansiones.

Y la luz sobre la luz,

para expulsar la negrura, se vierte.

Bajo las ramas no existe la sombra,

la sombra se ha olvidado

en la tibieza del sol

y de las hojas el olor perfumado,

donde crecemos en lugar de marchitarnos

y los árboles son verdes.

Reina aquí la paz,

la música se impone al silencio existente

en esta frontera imaginaria del mundo,

donde la claridad

completa los sentidos y prevalecen la verdad,

los frutos maduros que nunca caen

y los translúcidos torrentes.

Se secan las lágrimas de nuestros ojos,

ya no son aguijones.

O fluyen en callados riachuelos

que invitan al sosiego.

El viajero se abre al aire húmedo,

cálido, casi veraniego,

lago de cristal

que infunde placidez a nuestros corazones.

Sereno el bosque,

serenas sus perfectas mansiones

donde crecemos en lugar de marchitarnos.

Nuestros árboles son verdes,

dan frutos maduros que nunca caen;

los translúcidos torrentes, lagos de cristal,

infunden placidez a nuestros corazones.

Los ojos de Caramon se llenaron de lágrimas, la belleza de aquel cántico le traspasaba el corazón. ¡Había una esperanza! En el interior del Bosque hallaría las respuestas y la ayuda que buscaba.

—¡Es maravilloso! —vociferó Tasslehoff reuniéndose con él. El kender no cesaba de brincar, en la cumbre de la excitación—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿Oyes el gorjeo de los pájaros? Rápido, prosigamos.

—¿Y Crysania? —le recordó el guerrero—. Tenemos que confeccionarle unas angarillas para trasladarla entre ambos.

No concluyó sus amonestaciones, absorta su atención en dos figuras ataviadas de blanco que acababan de personarse entre los dorados troncos. Sus capuchas, albas asimismo, ocultaban por completo sus rostros a los ojos del desconcertado hombretón. Las criaturas le saludaron con una solemne reverencia y, tras dirigirse al claro donde la sacerdotisa permanecía sumida en su letargo, alzaron su rígido cuerpo como si de una pluma se tratase y lo llevaron al punto más avanzado donde estaban los compañeros. Ya en el linde del Bosque se detuvieron, inclinaron sus embozadas cabezas hacia Caramon y le dedicaron una mirada expectante.

—Si no me equivoco esperan que tomes la delantera —indicó el kender, jubiloso, a su amigo—. Abre la comitiva, yo me ocuparé de Bupu.

La enana gully había quedado en el prado, desde donde escrutaba el Bosque con un vivo resquemor que Caramon, al estudiar a las figuras de blanca túnica, no pudo por menos que compartir.

—¿Quiénes sois? —inquirió.

No hubo respuesta, los aparecidos se limitaron a aguardar inmóviles.

—¿A quién le importa su identidad? —protestó Tas. Agarró impaciente a Bupu y tiró de ella, enredándose el saquillo en los polvorientos pies de la enana.

—Después de vosotros —sugirió el guerrero, con cierta hosquedad, a los desconocidos. Pero éstos no despegaron los labios ni hicieron el menor movimiento.

—¿Por qué os obstináis en que sea yo el primero en penetrar en la espesura? —insistió Caramon, retrocediendo un paso—. Vamos, conducidla a la Torre. Vosotros podéis ayudarle, yo no. No me necesitáis.

Los seres de altas vestiduras continuaron sin pronunciar palabra, si bien uno de ellos levantó la mano y señaló el Bosque.

—Caramon —lo apremió el kender—, tengo la impresión de que nos invitan a adentrarnos en sus dominios.

«No nos molestarán, hermano, hemos sido invitados». —El guerrero evocó en su memoria las frases que recitara Raistlin años atrás.

—No confío en los magos —fue su respuesta de entonces y, también, la que balbuceo ahora.

De pronto, invadieron el aire unas risas extrañas, fantasmales, susurrantes. Bupu se abrazó a la pierna del enorme humano y se aferró a él, presa del pánico, mientras Tasslehoff esbozaba una mueca de inquietud poco habitual en él. Surgió de la nada una voz, un siseo familiar para Caramon.

—¿Me incluye a mí tu desconfianza, querido hermano?

11 En las entrañas del Mal

La horripilante aparición se acercaba implacable. Crysania estaba poseída por un terror que nunca había sentido antes, un terror indecible de cuya existencia habría dudado minutos antes. Mientras se encogía y retrocedía en la proximidad del espectro la sacerdotisa contempló por primera vez la imagen de la muerte, de su propia destrucción. No sería el tránsito pacífico a un reino acogedor en el que siempre había creído, sino al hundimiento en un plano de dolor y negrura, en una eterna sucesión de días y noches que había de soportar mientras deseaba recuperar la vida.

Intentó lanzar un grito de auxilio, pero le falló la voz y, por otra parte, nadie podía ayudarle. El guerrero ebrio yacía en un charco formado por su propia sangre. Sus artes curativas lo habían salvado, pero dormiría durante horas. En cuanto al kender, nada podía hacer en su favor contra aquella criatura de ultratumba.

Indiferente a sus cavilaciones, la sombría figura avanzaba hacia ella lenta pero inexorablemente. «¡Huye!», le urgía su conciencia. Por desgracia sus miembros no obedecían al mandato de su razón, sólo retrocedían al compás que marcaba su cuerpo en un impulso fruto de su propia voluntad, ajeno a sus instrucciones. Ni siquiera podía apartar la mirada de su oponente, atrapada en el influjo de aquellas oscilantes luces anaranjadas que tenía por ojos.

El ser alzó una mano transparente. Crysania podía ver a través de ella, e incluso a través de todo su contorno, los torturados árboles del fondo. Solinari, la luna de plata, se había instalado en el cielo, pero no era su brillante luz la que arrancaba fulgores de la antigua armadura de Caballero de Solamnia que vestía el fantasma. La criatura resplandecía con una luminosidad propia, nacida acaso de la energía que despedía su interminable decadencia. Siguió, tras una breve pausa, levantando su miembro acusador, y Crysania comprendió que cuando llegase a la altura de su corazón moriría sin remedio.

Sus labios, aunque entumecidos por el pánico, articularon un nombre que era una plegaria: Paladine. El miedo no la abandonó, ni logró arrancar de su alma la terrible mirada de aquellas ígneas pupilas, pero atinó a llevarse la mano al cuello, asir el Medallón y desprenderlo de una sacudida. Sabedora de que se agotaban sus fuerzas, al borde del desmayo, reunió aún la vitalidad suficiente para izar la joya y permitir que su superficie de platino capturase la luz de Solinari, en irisaciones que iban del azul al blanco. La aparición habló:

—¡Muere!

Crysania notó que sus músculos cedían. Su cuerpo golpeó el suelo, pero no así su esencia. Caía a través de la tierra o, mejor dicho, en sentido inverso a la materia, se precipitaba con los ojos cerrados en un extraño sopor, en un sueño…


Estaba en un robledal. Unas manos blancas inmovilizaban sus pies. Ominosas bocas se abrían para beber su sangre. La oscuridad era infinita, los árboles se reían de ella con espantosas risas que surgían de sus crujientes ramas.

—Crysania —la saludó una voz acariciadora.

¿Quién pronunciaba su nombre entre las sombras de los robles? Examinó la escena y atisbó una figura en un claro, vestida de negro.

—Crysania —repitió.

—Raistlin —lo reconoció ella, y prorrumpió en sollozos de gratitud. Saliendo a trompicones de la tenebrosa arboleda, huyendo de los huesudos miembros que se afanaban en arrastrarla hacia el eterno tormento, Crysania sintió pronto el contacto de unos brazos entecos y la quemazón que le transmitían diez finos y mágicos dedos.

—Reposa, Hija Venerable de Paladine —la invitó la voz—. Tus vicisitudes han terminado, has escapado del Bosque sin sufrir daño alguno. No tenías nada que temer, te protegía mi hechizo.

—Sí —murmuró Crysania, aún temblorosa y con los párpados entornados. Se llevó la palma a la frente, allí donde los labios del mago habían estampado su huella. Se percató entonces de la prueba a la que se había sometido, y también de que él había presenciado su flaqueza, y se deshizo bruscamente de su abrazo. Tras apartarse unos pasos, lo estudió con frialdad y preguntó:

—¿Por qué te rodeas de monstruos hediondos? ¿Qué necesidad te empuja a recurrir a semejantes guardianes? —A pesar de sus esfuerzos, un ligero titubeo delataba su inquietud.

Raistlin la miró con una expresión casi beatífica, que nada bueno auguraba, reflejada en sus áureos ojos la luz del bastón.

—¿De qué guardianes te rodeas tú, sacerdotisa? —inquirió a su vez, conocedor de la respuesta—. ¿Qué torturas me reservarían si osara pisar el recinto sagrado del Templo?

Crysania abrió la boca para emitir un reproche, pero las palabras murieron antes de aflorar a sus labios. Raistlin estaba en lo cierto, el Templo era un terreno santo dedicado a Paladine de tal manera que, si un adorador de la Reina de la Oscuridad traspasaba sus límites, sentiría de inmediato la ira del dios del Bien. Crysania vio que el hechicero sonreía con una mueca sarcástica y sus pómulos se tiñeron de grana. ¿Cómo se atrevía a provocarla con tal insolencia? ¡Nunca un humano la había humillado de un modo tan descarado! ¡Nunca una criatura viviente había azotado así su cerebro para ahogarlo en un torbellino de incertidumbre!

Desde la velada en que se entrevistara con Raistlin en los aposentos de Astinus, Crysania no había logrado liberarse de su recuerdo. Pensaba en él constantemente y esperaba ansiosa la noche en que visitaría la Torre, deseando y temiendo al mismo tiempo el nuevo encuentro. Había relatado a Elistan su conversación con el mago, aunque omitiendo el detalle del «encantamiento» que éste le diera. Por alguna razón no se había sentido capaz de confesarle que la había tocado, había… No, le faltaba valor para mencionar tales pormenores.

La consternación de Elistan fue ya profunda sin necesidad de que le contara toda la verdad. Sabía cómo era Raistlin, lo había conocido tiempo atrás por hallarse el mago entre los compañeros que rescataron al clérigo de la prisión de Verminaard en Pax Tharkas. Nunca le había gustado el nigromante ni había confiado en él, pero esta actitud la compartían cuantos con él se tropezaban. No le sorprendió en absoluto averiguar que aquel joven ambicioso se había hecho investir de la túnica azabache del Mal, ni tampoco le causó asombro la advertencia que dirigiera Paladine a Crysania. En cambio, sí le dejó perplejo la reacción de la sacerdotisa tras su entrevista con Raistlin y su afán de acudir a la cita en la Torre, un lugar donde ahora palpitaba el corazón de la perversidad diseminada por Krynn. Hubiera querido prohibirle que fuera, pero el libre albedrío era una de las enseñanzas de los dioses que más respetaba.

Lo único que hizo fue expresar sus recelos ante Crysania, que ella escuchó atentamente si bien se mantuvo inamovible en su resolución. Un embrujo, que no atinaba a comprender y contra el que no podía luchar, la atraía hacia la Torre, aunque a Elistan prefirió decirle que su único propósito era «salvar el mundo».

—El mundo seguirá su curso sin tu ayuda —fue la grave respuesta del anciano clérigo.

Pero Crysania no atendió a sus recomendaciones.

—Entra —le ofreció Raistlin, disipando sus meditaciones—. El vino te hará olvidar las funestas circunstancias de tu llegada. Eres muy valiente, Hija Venerable —la felicitó con los ojos clavados en los de la mujer, quien no advirtió ninguna nota sarcástica en su voz—. Pocos tienen el privilegio de sobrevivir indemnes a los horrores de la arboleda, sólo los más fuertes lo consiguen.

Dio media vuelta, y Crysania se alegró de que lo hiciera. Se había ruborizado al recibir sus alabanzas y este hecho la hacía sentir incómoda.

—No te separes de mí —le aconsejó el hechicero a la vez que echaba a andar delante de ella, envuelto en el revuelo de su túnica—. Deja que te ilumine la luz de mi vara.

Crysania no vaciló en obedecer y, mientras caminaba pegada a sus talones, observó que los rayos del bastón provocaban en su atuendo unos resplandores tan gélidos como los de la luna argéntea, en vivo contraste con las vestiduras de Raistlin, cuyo terciopelo asumía una extraña y atractiva calidez.

Cruzaron la temible verja, el hechicero siempre en cabeza. La sacerdotisa la estudió con curiosidad, recordando la ominosa historia del oscuro mago que se había arrojado sobre ella para envolverla en una maldición antes de exhalar su último suspiro. Seres intangibles susurraban y se agitaban en su derredor, tan reales que en más de una ocasión se volvió por la proximidad de un ruido, o bien al notar el contacto de unos dedos esqueléticos en su cuello o en sus hombros. No cesaba de atisbar movimientos soslayados, pero cuando desviaba la mirada para constatarlo no descubría sino penumbra. Una hedionda bruma se elevaba de la tierra, impregnada de efluvios de podredumbre que entumecían sus huesos. Empezó a temblar de manera incontrolable y en el instante en que, de pronto, echó la vista atrás y se topó con dos ojos carentes de cuencas que la contemplaban sin un pestañeo, dio un rápido paso al frente y deslizó su mano bajo el enteco brazo de Raistlin.

Él la examinó con una mezcla de extrañeza y burla inocente, que de nuevo agolpó la sangre en sus mejillas.

—No debes tener ningún miedo —se limitó a declarar—. Soy el amo de este lugar y no permitiré que nada te lastime.

—No estoy asustada —negó la sacerdotisa, pese a saber que él notaba la zozobra de su corazón—. Lo que ocurre es que no conozco el terreno y mis pasos son vacilantes.

—Te ruego que me disculpes, Hija Venerable —se excusó el mago con un timbre en el que Crysania creyó detectar cierta ironía—. Ha sido una indelicadeza por mi parte no ofrecerte mi ayuda. ¿Te resulta más fácil ahora, bajo mi protección? —preguntó, al mismo tiempo que se detenía para escudriñarla.

—Sí, mucho más fácil —contestó ella, creciendo su turbación a causa de la penetrante mirada de su acompañante.

Raistlin no despegó los labios, se contentó con sonreír mientras ella bajaba los ojos, incapaz de enfrentarse a su superioridad, y reanudaban la marcha. Crysania se regañó a sí misma por sus temores durante el paseo en dirección a la Torre, pero no retiró su mano del acogedor soporte que había hallado. Ninguno de ellos habló hasta alcanzar la puerta del edificio, una vetusta hoja de madera con runas talladas en su superficie que, pese al silencio y la ausencia de movimientos significativos del mago —al menos la sacerdotisa no observó nada de particular—, giró sobre sus goznes frente a la pareja. Les bañó la luz del interior y la humana percibió de inmediato su influjo benefactor, su envolvente calidez, tan intensa que al principio no vio una figura que se recortaba junto al quicio.

Cuando la distinguió se detuvo y retrocedió, alarmada. Raistlin acarició entonces su mano con sus ardientes dedos, a la vez que le explicaba:

—Es tan sólo mi aprendiz, Dalamar, una criatura de carne y hueso que de momento actúa en el mundo de los vivos.

Crysania no comprendió la expresión «de momento», ni siquiera reparó en el tono con que había sido pronunciada. Tampoco analizó la subrepticia risa de Raistlin, ya que estaba demasiado sobresaltada tras comprobar que en aquel recinto de pesadilla se albergaban seres vivientes. «Soy una necia —se reprendió severamente—. ¿Con qué clase de monstruo he identificado a este hombre? Solamente es un humano con dotes especiales». Tales pensamientos la aliviaron, la ayudaron a relajarse de tal modo que, al traspasar el umbral, había recuperado la compostura. Extendió la mano frente al joven aprendiz como se la habría mostrado a un nuevo acólito.

—Éste es Dalamar —lo presentó el hechicero, gesticulando hacia él—. Y la dama es la sacerdotisa Crysania, Hija Venerable de Paladine.

—Me siento muy honrado de conocerte, Crysania —la saludó el discípulo con la más refinada delicadeza y, tras llevarse a los labios el dorso de su mano, le dedicó una respetuosa reverencia. Cuando, acto seguido, levantó la cabeza la capucha negra que ensombrecía su rostro cayó sobre la espalda.

—¡Un elfo! —gritó la mujer llena de pasmo, con su mano aún en la de él—. No es posible, no en un siervo del Mal.

—Soy un elfo oscuro, Hija Venerable —le aclaró el aprendiz en un tono que rezumaba amargura—. Al menos, tal es el apelativo por el que me designan los de mi raza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania—. No pretendía…

Se sumió en el silencio, sin saber dónde dirigir la mirada. Estaba persuadida de que Raistlin se burlaba de ella, de que una vez más la había sorprendido en un momento de debilidad. Enfurecida, apartó su mano de la fría garra del alumno y retiró la que aún se sostenía en el brazo del enigmático nigromante.

—La sacerdotisa ha efectuado un viaje fatigoso, Dalamar —anunció este último—. Te ruego que la acompañes a mi estudio y le sirvas una copa de vino. Te ruego que me perdones, Crysania, pero ciertos asuntos reclaman mi atención. —Se volvió de nuevo hacia su subordinado para ordenarle—: Proporciónale sin tardanza todo cuanto precise.

—Ve tranquilo, Shalafi —contestó respetuosamente el interpelado.

La sacerdotisa nada dijo cuando su anfitrión los abandonó en la Torre, asaltada por una súbita paz interior y un agotamiento que paralizaba sus músculos. «Así debe sentirse el guerrero después de luchar a vida o muerte contra un diestro adversario», reflexionó mientras seguía al elfo en la escalada de una angosta y sinuosa escalera.

El estudio de Raistlin en nada se asemejaba a lo que había imaginado. «¿Qué es lo que esperaba?», se preguntó. Desde luego no una sala tan acogedora, repleta de libros extraños y fascinantes. Los muebles eran atractivos, y el fuego ardía en el hogar, caldeando la sala de manera muy grata después del frío que atenazara sus huesos en el paseo hacia la Torre. El vino que le sirvió Dalamar se le antojó sabroso y reconfortante, la tibieza de la chimenea pareció verterse en su sangre junto con el primer sorbo.

El alumno izó un velador de madera profusamente trabajado y lo colocó a su derecha, antes de depositar en su superficie un frutero y una hogaza de pan recién horneado, que despedía fragantes aromas.

—¿Qué fruta es ésta? —inquirió Crysania a la vez que asía una pieza y la examinaba con curiosidad—. Nunca he visto nada parecido.

—Por supuesto que no, Hija Venerable —respondió sonriente Dalamar. A diferencia de Raistlin, la sacerdotisa advirtió que la afabilidad del joven elfo se reflejaba en sus ojos—. El Shalafi se la hace traer desde la isla de Mithas.

—¿Mithas? —respondió ella incrédula—. ¡Pero si se encuentra en el otro confín del mundo! Viven allí los minotauros, en constante vigilancia para que nadie cruce las fronteras de su reino. ¿Quién es su proveedor?

Se dibujó en su mente una visión repentina, fugaz del sirviente que podía haber recibido el encargo de suministrar tales exquisiteces a un señor como el hechicero, y se apresuró a devolver el fruto a la fuente.

—Pruébala, sacerdotisa —insistió el discípulo sin un resquicio de jocosidad—. La hallarás deliciosa. La salud del Shalafi, poco firme, le impide tolerar la mayoría de los alimentos, obligándole a vivir casi exclusivamente de fruta, pan y vino.

—Sí —murmuró Crysania desviando, de modo involuntario, los ojos hacia la puerta—. Es una criatura muy frágil, ¿verdad? Y esos terribles espasmos de tos que padece… —El temor había cedido a la piedad.

—¿Tos? ¡Ah, sí, sus ataques de tos! —exclamó Dalamar. No continuó y, aunque no dejó de percibir lo singular de su actitud, Crysania estaba demasiado absorta en contemplar su entorno para detenerse a pensar.

El aprendiz permaneció unos segundos inmóvil, presto a atender cualquier requerimiento de su invitada, pero al ver que ésta no formulaba ninguno inclinó la cabeza y declaró:

—Si no necesitas nada más, señora, me retiraré. Tengo mis propios estudios que concluir.

—Por supuesto, no debes descuidar tus quehaceres ni preocuparte por mi bienestar. Me gusta esta alcoba —le aseguró Crysania, que al oírle había salido de su ensimismamiento con un respingo—. Tan sólo quiero saber si Raistlin es un buen maestro, si aprendes de sus enseñanzas —indagó. Ahora era ella quien escrutaba el rostro de su oponente.

—Es el mejor dotado de todos los miembros de nuestra Orden, sacerdotisa —contestó él con voz queda—. Es brillante, hábil, ponderado. Únicamente un ser puede equiparársele en la historia de los magos de Krynn: el poderoso Fistandantilus. Y hay que tener presente que mi Shalafi es aún joven, no sobrepasa los veintiocho años. Si vive, cabe en lo posible…

—¿Si vive? —lo interrumpió la Hija Venerable, aunque al instante se arrepintió de haberse delatado a través de la nota de angustia que ribeteaba su pregunta. «No es nada malo exteriorizar cierta inquietud —se tranquilizó—, después de todo la vida constituye un don sagrado y él es una criatura de los dioses».

—Nuestro arte está lleno de peligros, señora. Y ahora, si me disculpas, me aguardan mis obligaciones.

—Ve a cumplirlas.

Con una nueva inclinación de cabeza, Dalamar abandonó en silencio la estancia y cerró la puerta tras de sí. Mientras jugueteaba con la copa de vino Crysania se perdió en sus pensamientos, fijos los ojos en las danzarinas llamas. No oyó cómo giraba la hoja sobre sus goznes, si en realidad lo hizo. Su retorno al mundo lo motivó no un ruido, sino un contacto de unos dedos que rozaban su cabello. Cuando volvió la cabeza sus ojos descubrieron a Raistlin sentado, lejos de lo que cabía esperar, en una butaca de alto respaldo tras el escritorio.

—¿Lo hallas todo satisfactorio? —inquirió con su habitual cortesía.

—S-sí —titubeó la sacerdotisa a la vez que posaba la copa en el velador, deseosa de disimular el temblor de su mano—. Diría que satisfactorio no es la palabra idónea, resulta demasiado indefinida. Lo cierto es que este lugar, y también tu aprendiz, poseen un embrujo difícil de describir.

—Dalamar es un excelente discípulo —asintió el hechicero, juntando las yemas de los dedos y apoyándolas en la mesa.

—Tienes unas manos maravillosas —le alabó Crysania sin previa reflexión—. Tus dedos son delgados, flexibles, de una elegancia única. —Comprendiendo, de pronto, que se había dejado llevar por sus emociones, se sonrojó y comenzó a tartamudear—. Aunque supongo que se trata de uno de los requisitos impuestos por tu arte.

—Sí —corroboró el mago, con una leve sonrisa en la que la sacerdotisa creyó adivinar una irreprimible complacencia. Estiró las manos hacia la luz que proyectaban las llamas, y prosiguió—: Cuando era niño asombraba y deleitaba a mi hermano con los malabarismos que, ya entonces, sabía realizar.

Como si quisiera reforzar su explicación, extrajo una moneda de oro de los bolsillos secretos de su túnica y se la colocó en los nudillos para, sin esfuerzo aparente, hacerla bailar, girar y culebrear por el dorso de su mano. El objeto lanzaba irregulares destellos al asomar entre las falanges, hasta que trazó un arco en el aire y se desvaneció. Tras unos expectantes segundos, el dorado metal apareció en la otra mano del hechicero y el asombro arrancó una exclamación ahogada de Crysania. Alzó Raistlin la cabeza, y su espectadora vio cómo la sonrisa de sus labios se transformaba en una dolorosa mueca.

—Sí —afirmó—, el talento que latía en mi interior me servía para divertir a los otros niños y, en ocasiones, me salvaba de sus golpes.

—¿Te maltrataban? —La amarga punzada de aquel aserto había hecho mella en su oyente.

Tardó el mago en responder por estar absorto en los fulgores de la moneda, que todavía no había guardado. Al fin exhaló un hondo suspiro y reanudó su parlamento.

—Imagino tu infancia, si no estoy mal informado, en el seno de una familia rica. Seguramente te prodigaron amor, protección y atenciones, siempre dispuestos a darte cuanto pedías. Fuiste sin lugar a dudas una niña admirada, querida por cuantos te rodeaban.

Crysania no acertó a replicar, la atenazaba un sentimiento de culpabilidad.

—La mía fue muy diferente. —La mueca de sufrimiento pareció acentuarse aún más al aliviar los recuerdos en su mente—. Me apodaban «El Taimado» pues, pese a mi naturaleza enfermiza, era en extremo inteligente y esa cualidad contrastaba con la suprema estulticia de los otros. Sus ambiciones eran mezquinas, como por ejemplo la de mi hermano, cuyos pensamientos no iban más allá de su deseo de aguardar ansioso el plato que había de ponerse en la mesa. O mi hermanastra, convencida de que sólo mediante la espada alcanzaría sus objetivos más íntimos. Sí, era débil y me arropaban. Pero un día resolví que, antes o después, prescindiría de sus ridículos cuidados y me revestiría de mi propia grandeza mediante el más precioso de mis dones: mi magia.

Cerró el puño, su tez dorada palideció e, inesperadamente, comenzó a toser con aquellos violentos espasmos que convulsionaban su frágil cuerpo. La sacerdotisa se apresuró a levantarse, presa a su vez de un dolor inexplicable y ansiosa por socorrerlo, pero él le indicó mediante un inequívoco ademán que se sentara. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se limpió los labios ensangrentados.

—Y éste es el precio que pagué —declaró cuando pudo hablar de nuevo, más susurrante aún de lo habitual—. Destrozaron mis esencias vitales y me infundieron esta diabólica visión, que me obliga a contemplar la muerte de todo aquel que se ofrece a mis ojos. Sin embargo, debo reconocer que ha valido la pena, pues ahora tengo el poder que tanto anhelaba. Ya no les necesito, a ninguno de ellos.

—Pero ese poder del que te vanaglorias es maligno —lo increpó la mujer, apoyándose en el respaldo de su butaca y lanzándole una vehemente mirada.

—¿Lo es? —replicó él, recobrada la serenidad—. ¿Es mala la ambición? ¿Juzgas perverso el afán de supremacía, de controlar a los demás? Si eso es cierto, Crysania, temo que también tú podrías mudar tu albo atuendo por una Túnica Negra.

—¿Cómo te atreves? —se enfureció la sacerdotisa.

—No te disgustes —le rogó Raistlin, y se encogió de hombros—. No habrías luchado tanto para ascender hasta el rango que ocupas en la Iglesia si no te alentara la llama de la ambición, el ansia de poder. ¿Cuántas veces te has dicho a ti misma que estás predestinada a obtener grandes logros? Piensas que tu vida es diferente de las de los simples mortales, que no has de resignarte a permanecer sentada y observar el discurrir del mundo. Quieres formarlo, moldearlo, someterlo a tu voluntad.

Hipnotizada por el penetrante escrutinio del hechicero, Crysania no acertó a moverse ni a pronunciar una palabra. ¿Cómo podía conocer los entresijos de su mente, acaso era capaz de leer los secretos que con tanto celo guardaba en sus entrañas?

—¿Te consideras un ser perverso por alimentar ciertas aspiraciones? —repitió el mago sinuoso, insistente.

Despacio, la interpelada meneó la cabeza y, también lentamente, se llevó la mano a las palpitantes sienes. No anidaba en su ánimo la malevolencia, no tal como él la planteaba, pero algo no encajaba en su pretensión de beatitud. No podía reflexionar, su extrema confusión se lo impedía. La única idea que revoloteaba en su cerebro era: «¡Cuánto nos parecemos!».

Raistlin guardó silencio, en espera de que ella lo rompiera. Comprendiendo que tenía que manifestarse, la sacerdotisa engulló unos sorbos de vino a fin de ganar tiempo y ordenar su torbellino mental.

—Quizás abrigue los deseos a los que aludes —confesó en un alarde de valentía—, mas mis ambiciones no son tan egoístas. No busco favorecerme a mí misma, mi talento está encaminado a ayudar a mis congéneres, a la Iglesia que sirvo…

—¡La Iglesia! —la atajó él con una sonrisa burlona.

Al oírle, las brumas momentáneas de Crysania fueron reemplazadas por una gélida ira.

—Sí —contestó sintiéndose en terreno firme, arropada en el halo de su fe—. Fue el poder del Bien y de su más alto representante, Paladine, lo que expulsó a las fuerzas siniestras del mundo. Y yo intento perpetuar su obra en la medida de mis posibilidades.

—¿Al mencionar a las fuerzas siniestras te refieres quizás al Mal? —indagó Raistlin.

La dignataria parpadeó. Acababa de retornar a la realidad, se había abandonado a las emociones y era apenas consciente de su discurso.

—En efecto.

—El Mal en su forma más cruda, el sufrimiento, no se ha desvanecido de Krynn. —El mago no cedía en sus argumentos, no hacía la menor concesión.

—¡Por culpa de criaturas como tú! —vociferó Crysania fuera de sí.

—Te equivocas, Hija Venerable —persistió implacable su interlocutor—. No han sido mis actos los causantes de tanta desdicha. Mira. —La invitó a acercarse con una mano mientras, con la otra, revolvía una vez más en los bolsillos ocultos de su túnica.

Dominada por un súbito resquemor, Crysania decidió no moverse y contemplar desde su asiento el objeto que él le mostraba. Era una bola de cristal, donde bullía un torbellino multicolor similar al de las canicas de los niños. Montando un pedestal que yacía doblado en un rincón de su escritorio, Raistlin depositó sobre él la singular circunferencia, que a la sacerdotisa se le antojó insignificante en comparación con su ornamentado soporte. De pronto, la insigne espectadora ahogó un grito de sorpresa: ¡la bola estaba creciendo, o quizás era ella quien se encogía! No podía asegurarlo, pero resultaba innegable que la cristalina esfera había asumido el tamaño necesario para acomodarse en su pie.

—Asómate a su interior —le urgió el nigromante.

—No —rehusó ella, que se agitaba en su silla sin poder sustraerse a espiar la esfera—. ¿Qué es?

—Uno de los Orbes de los Dragones —esclareció Raistlin, prendidos sus ojos de los de ella—. Es el único que queda en Krynn. Tranquilízate, obedece mi mandato. Yo nunca permitiría que nada te dañase. Estudia las imágenes que se ocultan en sus recovecos, querida Crysania, a menos que la verdad te inspire sentimientos adversos.

—¿Cómo sé que sólo he de ver la verdad? —lo interrogó la sacerdotisa con un delator titubeo—. ¿Quién me dice que no va a desvelarme tan sólo lo que tú le ordenes, tergiversando los hechos?

—Si conoces el modo y las circunstancias en que fueron creados los Orbes de los Dragones recordarás que fueron el resultado de la labor conjunta de los magos de las tres Túnicas, la Blanca, la Negra y la Roja. No son instrumentos del Mal, ni tampoco del Bien. No son nada y lo son todo. Luces en tu cuello el Medallón de Paladine —comentó el hechicero con sarcasmo—, y te fortalece tu fe. ¿Podría yo inducirte a ver nada en contra de tu voluntad?

—¿Qué es lo que va a desplegarse ante mis ojos? —La curiosidad y una inefable fascinación atraían a la mujer hacia la mesa.

—Sólo aquello que ya has presenciado pero te has negado a interpretar en su auténtico sentido.

Raistlin extendió sus finos dedos sobre la bola de cristal, a la vez que recitaba unas frases de autoridad en un esotérico cántico. En un temeroso balbuceo, su acompañante inclinó el cuerpo sobre el escritorio y osó mirar el Orbe. Al principio no distinguió nada salvo unas volutas verdes de denso humo, mas pronto capturaron su atención unas manos. Retrocedió espantada, aquellos miembros parecían prestos a traspasar el cristalino obstáculo.

—No temas —la calmó el mago—. Es a mí a quien buscan.

En efecto, no había concluido estas palabras cuando los dedos que se dibujaban en la esfera se estiraron, rompieron el cerco para tocar sus manos. Se difuminó acto seguido la aparición y un abanico de vibrantes colores se arremolinó en el centro del objeto, mareando a Crysania con su luz cegadora. También estos vapores, no obstante, se disolvieron, y se perfiló algo más concreto en la neblina.

—Palanthas —confirmó la sacerdotisa sobresaltada. La ciudad entera surgió frente a ella entre las brumas del amanecer, esplendorosa cual una perla en su sublime belleza. Avanzó la urbe como si quisiera absorberla, o acaso una vez más era víctima de un espejismo y era su cuerpo el que se precipitaba. Antes de que descifrara el enigma se encontró sobrevolando el barrio antiguo, la muralla, la parte moderna que se extendía en círculos concéntricos como una prolongación de las primitivas edificaciones y avenidas. Destacaba entre las construcciones el Templo de Paladine, con su sagrado recinto más sereno y pacífico que nunca bajo los tempranos rayos solares. En su errabundo viaje, la sacerdotisa dejó atrás la sagrada morada para detenerse junto a una elevada pared.

—¿Qué es? —preguntó sin aliento al reparar en una angosta calleja que se insinuaba al otro lado de la tapia.

—¿Nunca la habías visto, pese a hallarse tan cerca de tus dominios?

—N-no —admitió turbada—. Esto no es lógico, he vivido en Palanthas desde que nací y conozco todos sus…

—Queda patente que no es así, señora —declaró Raistlin sin cesar de acariciar la cristalina superficie del orbe—. Tu ignorancia es mayor de lo que tú misma crees.

Crysania no pudo protestar. Al parecer sólo la verdad emergía de aquel ingenio, y debía aceptar que no identificaba la parte de la ciudad que ahora se ofrecía a su observación. Atestada de desperdicios, la calleja se le antojó lóbrega y ominosa. Los rayos del sol no acertaban a abrirse camino entre las casas que la flanqueaban, inclinadas como si carecieran de la energía suficiente para mantenerse erguidas. Tras reflexionar unos segundos, la sacerdotisa reconoció aquellos edificios. Los había visto en numerosas ocasiones, pero desde otro ángulo; se almacenaba en su interior toda suerte de objetos, tanto los excedentes de grano como las jarras resquebrajadas de vino y cerveza. Contemplando su fachada principal, sin penetrar en los laterales, se ofrecía a la retina una escena mucho más agradable. ¿Y quiénes eran las figuras que deambulaban por el sórdido pasadizo?

—Sus habitantes —explicó Raistlin pese a que la pregunta no había sido formulada—. Todos esos seres viven aquí.

—¿Dónde? —inquirió ella horrorizada—. ¿Y por qué han elegido semejante lugar?

—Se instalan donde pueden. Culebrean como lombrices hasta las hediondas entrañas de la urbe y se alimentan de sus putrefactos residuos. En cuanto al motivo, no tienen cabida en ninguna de las luminosas avenidas que surcan la próspera Palanthas.

—¡Pero eso es terrible! —se escandalizó Crysania, que no daba crédito a sus ojos—. Informaré a Elistan para que les busque cobijo y les dé dinero.

—Elistan está al corriente de la situación.

—¡Eso es imposible! —Crysania se excitaba más a cada instante.

—Y tú también. Quizá desconocieras la existencia de estos desamparados, pero no la de ciertos reductos en tu maravillosa ciudad que no pueden calificarse de placenteros.

—Te aseguro que no… —empezó a defenderse ella, si bien tuvo que enmudecer al asaltarle, como una oleada, recuerdos de cuando su madre ladeaba el rostro mientras paseaban en su carruaje por los arrabales y su progenitor se apresuraba a correr la cortinilla, o bien sacaba medio cuerpo a través de la ventana para indicar al cochero que cambiase el rumbo.

Se encendió la imagen en mil fulgores, se agitaron las nubes de humo y se evaporaron los contornos, dando paso a nuevas manifestaciones de patetismo que se sucedieron sin tregua, una tras otra. Ajeno a la agonía de su oponente, Raistlin se empecinaba en mancillar la perlífera faz de Palanthas con muestras de la negrura y corrupción que encerraban sus muros. Posadas donde reinaba el vicio, lupanares, tugurios de juego, los muelles… todos escupían su miseria y sufrimiento a la consternada Crysania. De nada le servía desviar la vista, no había cortinillas protectoras y, además, el despiadado hechicero la acercaba sin que pudiera eludirlo a los desesperados, los hambrientos, los enfermos y, en definitiva, a los olvidados.

—Basta —suplicó la joven, haciendo un vano esfuerzo para retroceder—. No me enseñes nada más.

Pero él se mostró inamovible. De nuevo se mezclaron los colores, y abandonaron Palanthas. El Orbe de los Dragones los transportó en un rápido periplo por el mundo de Krynn y, allí donde posaba la mirada, se tropezaba Crysania con nuevos horrores. Los enanos gully, una raza desterrada de su hábitat original, se refugiaban en las infectas cuevas que todas las otras criaturas desechaban por considerarlas inmundas. Los humanos subsistían a duras penas en regiones que ni siquiera la lluvia se dignaba visitar, los elfos wilder vivían esclavos de sus propios congéneres y los clérigos, por su parte, utilizaban su poder para amasar grandes fortunas a expensas de quienes habían depositado su confianza en ellos.

Aquello era demasiado. Con un desgarrador alarido, la sacerdotisa se cubrió el rostro con ambas manos. La estancia se balanceaba bajo sus pies mas, en el instante en que se desplomaba, sintió los brazos de Raistlin en torno a su talle y la envolvió la ardiente calidez de su cuerpo, amortiguada por el dulce contacto del terciopelo. Penetró en sus vías olfativas un olor a especies, a pétalos de rosa, combinados con otros aromas más misteriosos. Percibió el matraqueo del aire al circular por los maltrechos pulmones del nigromante.

Antes de que la dignataria se desmayara, su solícito anfitrión la acomodó en su butaca. En cuanto se creyó restablecida, ella lo apartó de su lado pues su proximidad se le antojaba al mismo tiempo repulsiva y atrayente, un hecho que no hacía sino aumentar su confusión. Deseó con toda sus fuerzas que Elistan se hallase presente, él sabría a qué atenerse y comprendería. ¡Tenía que existir una explicación! Había que reaccionar contra tan abyecta injusticia, disipar de una vez por todas las pesadillas de los infelices. Vacía por dentro, clavó los ojos en el fuego de la chimenea.

—No somos tan diferentes. —Las palabras de Raistlin parecían brotar de las llamas—. Yo me encierro en mi Torre y me entrego a mis estudios, tú te albergas en el Templo para concentrarte en tu fe. Mientras, el mundo gira a nuestro alrededor.

—Ésa es la raíz del mal —contestó Crysania a la fogata—, permanecer al margen y no mover un dedo.

—Al fin se ha hecho la luz en tu entendimiento. No pienso contentarme con contemplar lo que ocurre en la más absoluta inactividad, si he pasado años consagrado a mi ciencia ha sido por un motivo. Y ahora ese motivo, mi verdadero propósito, ha tomado forma. Cambiaré el universo entero, Crysania, tal es mi plan.

La Hija Venerable de Paladine levantó rauda la vista. Su fe se había tambaleado externamente, pero estaba bien arraigada en sus entrañas y no se derrumbaba por un momentáneo titubeo.

—¡Tu plan! Paladine me advirtió contra él en el curso de un sueño, me comunicó que tu empeño de transformar la vida provocará la destrucción de nuestro mundo. No debes ponerlo en práctica —lo conminó, cerrado el puño sobre su regazo—. Paladine…

Raistlin esbozó un gesto de impaciencia, que silenció a su huésped. Sus dorados ojos centellearon y, por un instante, el abrasador incendio que ardía en su alma se reflejó en los relojes de arena de sus pupilas. Amedrentada al percibir tales signos, la joven se revolvió en un mudo estremecimiento.

—Paladine no ha de detenerme —le aseguró él—, porque me dispongo a destituir a su más enconado enemigo.

Crysania clavó sus ojos en el mago con el desconcierto escrito en sus rasgos. ¿A qué enemigo podía referirse? Paladine no tenía adversarios entre los habitantes de Krynn. Transcurridos unos segundos, no obstante, el significado de su aserto se perfiló en su mente con total claridad y sintió que el riego sanguíneo abandonaba su semblante, que el miedo la subyugaba de nuevo en forma de violentos temblores. La enormidad de las ambiciones de aquel humano era difícil de asimilar, casi imposible de concebir.

—Escucha —le rogó él antes de que se pronunciara—. Me explicaré.

Y le relató sus proyectos. Ella permaneció sentada durante lo que se le antojaron horas, atrapada en el hechizo de sus doradas pupilas e hipnotizada por los ecos de su tenue, insinuante voz, oyendo la historia de su portentosa magia y, también, la de otra magia que se había perdido en las brumas del pasado: la que descubriera el legendario Fistandantilus.

El susurro de Raistlin se apagó sin sobresaltos y la sacerdotisa quedó petrificada, errantes sus pensamientos a través de unos reinos hasta ahora ignotos. El fuego se reducía a rescoldos en la penumbra que precede al alba, y un escalofrío sacudió su ser cuando la estancia comenzó a iluminarse.

Tosió el hechicero, y la sacerdotisa salió de su fantasmal ensoñación para contemplarlo. Estaba lívido y agotado, sus ojos despedían destellos febriles al compás de los nerviosos movimientos de las manos.

—Debes disculparme —dijo la dignataria poniéndose en pie—. Te he tenido en vela toda la noche, pese a saber que no te encuentras bien. Es la hora de partir.

—No te inquietes por mi salud, Hija Venerable —se apresuró a responder él con una sibilina sonrisa—. Las llamas que arden en mi interior bastan para alimentar este maltrecho cuerpo. Dalamar te acompañará hasta el linde del Robledal de Shoikan, si así lo deseas.

—Agradezco tu gentileza —murmuró Crysania, que había olvidado que debía volver a atravesar un paraje tan preñado de malignidad. Inhaló aire y le tendió la mano a su anfitrión—. Gracias también por esta entrevista —concluyó formalmente.

El nigromante asió su mano y, al instante, le transmitió el calor abrasador que destilaba su suave epidermis. Al percibirlo, Crysania lo miró y se vio reflejada en sus pupilas como una mujer demasiado pálida en su blanco atuendo, más aún al enmarcar su faz la melena azabache.

—No puedes hacer lo que me has narrado —le advirtió—. Hay que detenerte, de lo contrario el desenlace sería nefasto. —Su tono era severo, apretó su huesuda palma para subrayar su oposición.

—Demuéstrame que estoy equivocado, convénceme de que la senda del Bien es el único medio para salvar al mundo —fue la desafiante respuesta.

—¿Me escucharías si te hablo? —interrogó la dama al hechicero, reaccionando frente al reto—. Estás cercado por una aureola de negrura. ¿Cómo llegaré hasta ti?

—La negrura se abrió a tu paso y conseguiste penetrarla, ¿no es cierto?

—Sí —admitió Crysania. De pronto, la tibieza que dimanaba el cuerpo de Raistlin perdió su carácter lacerante para convertirse en algo acogedor, atractivo. Enmudeció la sacerdotisa y turbada, ruborosa, retrocedió unos pasos y se liberó de su garra como si le infligiera un dolor inconfesable.

—Adiós, Raistlin Majere —se despidió cabizbaja, esquiva, a la vez que se frotaba la muñeca con aire ausente.

—Adiós, Hija Venerable de Paladine —contestó el interpelado en cortés actitud.

Se abrió la puerta y apareció Dalamar en el dintel, aunque la sacerdotisa no recordaba que el maestro lo hubiera llamado. Cubriéndose el cabello con la blanca capucha, la huésped del enigmático mago echó a andar por el pétreo pasillo con la sensación de ser observada. Los inexorables relojes de arena traspasaban sus vestiduras, aquella sugerente voz resonaba aún en sus tímpanos cuando alcanzó la escalera que debía conducirla al exterior.

—Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme.

Raistlin no había pronunciado tal sentencia durante la entrevista, le estaba hablando ahora. Dio media vuelta, pero no se tropezó sino con un pasadizo lóbrego y vacío. Dalamar, inmóvil, aguardaba.

Crysania recogió los pliegues de su blanca túnica para evitar un posible traspiés y acometió el descenso con majestuosa dignidad.

Bajó y bajó, hasta zambullirse en un duradero letargo.

12 Cónclave de magos

La Torre de la Alta Hechicería de Wayreth había sido, durante siglos, la última plaza fuerte de la magia en el continente de Ansalon. Los hechiceros se congregaron en la mole cuando el Príncipe de los Sacerdotes los expulsó de otras moradas similares y también acudieron a ella los habitantes de la Torre de Istar, sumergida ahora bajo las aguas del Mar Sangriento. La ennegrecida y maldita Torre de Palanthas, a su vez, fue abandonada en su momento en pro de este común refugio.

Poseía el complejo de Wayreth una estructura imponente, que asustaba a los viajeros. Sus muros exteriores formaban un triángulo equilátero, y unas elegantes torretas coronaban los vértices de tan perfecto contorno geométrico mientras que, en el centro, se erguían dos altas agujas. Ligeramente inclinadas, sólo un poco retorcidas, obligaban al curioso a parpadear y preguntarse si no se trataba de sendos minaretes torturados.

Las paredes eran de piedra negra que, pulida al máximo de su lustre natural, brillaba cegadora bajo los rayos del sol y reflejaba, en la noche, la luz de dos lunas a la vez que absorbía la negrura de la tercera. Había numerosas runas esculpidas en la superficie de la roca, runas que hablaban de poderío, de fuerza, de protección y de vigilancia, runas que ligaban las losas entre sí, runas que vinculaban los muros a la tierra. La parte superior de la tapia, por su parte, carecía de almenas donde apostar centinelas. No eran necesarios.

Alejada de cualquier núcleo de civilización, la Torre de Wayreth se alzaba en el centro de un Bosque mágico. Esta espesura no podía ser traspasada por nadie que no perteneciera al recinto, por nadie que osara intentarlo sin haber sido invitado. Así protegían los hechiceros el último baluarte de su gloria, guardándolo de la amenaza del mundo.

Sin embargo, el edificio no estaba desprovisto de vida. Un rosario de ambiciosos aprendices en el arte de la magia se daban cita entre sus muros a fin de someterse a la rigurosa prueba, y los brujos de la más vasta erudición se recogían en sus cámaras deseosos de completar sus estudios, encontrarse con sus colegas, discutir determinados hechizos o llevar a cabo experimentos tan delicados como peligrosos. La Torre estaba abierta a sus insignes huéspedes día y noche, pudiendo transitar a su antojo, independientemente del color de su Túnica.

A pesar de sus antagónicas teorías y posturas, de sus opuestas maneras de ver el mundo y conducirse en él, todos los magos respetaban las normas de paz perpetua que regían la convivencia en el sagrado punto de reunión. Sólo se toleraban los debates si contribuían a perfeccionar métodos o hallazgos en el arte arcano, la lucha estaba prohibida bajo pena de muerte.

Y es que, precisamente, el arte arcano era lo único capaz de hermanarlos. Era su lealtad prioritaria al margen de la identidad, la divinidad a la que servían o el rango ostentado en cada una de las tres comunidades. Los jóvenes discípulos, quienes aceptaban la muerte sin temor al serles expuestas las condiciones de la Prueba, así lo entendían, al igual que los sabios ancianos que venían a exhalar su último suspiro, a ser sepultados entre los familiares muros. El arte arcano era padre, amante, esposo e hijo. Era tierra, fuego, aire y agua. Era la vida y la muerte, y el universo que se oculta detrás de esta última.

Tales cavilaciones ocupaban la mente de Par-Salian mientras, desde su cámara en la más septentrional de las torres centrales, contemplaba el avance de Caramon y su reducida comitiva en dirección a las puertas.

Del mismo modo que el guerrero evocaba imágenes de un tiempo remoto, también el gran hechicero las rememoraba. Más de uno afirmaba que al hacerlo lo invadía la añoranza.

«No —se dijo en silencio, atento a la cansina marcha de Caramon y al repiqueteo de su arma contra los rubicundos muslos—. No hay nada que deba recordar con melancolía ni arrepentimiento. Se me planteó un terrible dilema e hice mi elección».

«¿Quién cuestiona a los dioses? Exigieron una espada y yo se la proporcioné si bien, como todos los pertrechos de su índole, era de doble filo».

El grupo de viajeros había llegado a la primera verja, desnuda de guardianes. Una campanilla de plata tintineó en los aposentos de Par-Salian y, al instante, el viejo mago alzó la mano. La reja se izó para franquear la entrada a los visitantes.


Reinaba una extraña penumbra cuando el grupo penetró en el recinto de la Torre de la Alta Hechicería. Sobresaltado ante el repentino crepúsculo, Tas oteó el panorama. ¡Unos momentos antes se hallaban en plena mañana! O, al menos, así se lo pareció a él. Levantó la vista y distinguió unos haces de luz rojizos, como rayos mortecinos, que surcaban el cielo entre la niebla y conferían un fulgor mágico a los bruñidos muros del edificio.

—¿Cómo saben en qué hora viven los moradores de este lugar? —preguntó en voz alta, meneando la cabeza.

Estaban en un ancho patio delimitado por la tapia y las dos agujas o torres centrales. Era un lugar desolado e inhóspito. Empedrado con losas grises, su aspecto explicaba sin palabras la ausencia de flores y árboles que hubieran podido romper la monotonía de la roca. El kender advirtió con disgusto que tampoco el deambular de criaturas superiores animaba aquel espacio desierto, a nadie se divisaba ni alrededor ni en lontananza.

¿O quizá se equivocaba? Creyó atisbar un leve movimiento por el rabillo del ojo, el revoloteo de un objeto blanco. Se apresuró a ladear la cabeza, pero la sombra se había esfumado y este hecho lo llenó de consternación. No se había recobrado aún de su asombro cuando, en otro punto no muy lejano, se dibujaron un rostro, una mano y la manga de una túnica roja. Convencido esta vez de que no se trataba de un espejismo, dirigió la mirada hacia el supuesto mago ¡y de nuevo la visión se había disuelto en la neblina! Le asaltó entonces el presentimiento de estar rodeado de figuras que caminaban en distintos sentidos, o que lo contemplaban sin un pestañeo, o incluso que dormían. Todo resultó ser una falaz ilusión, el patio permanecía silencioso y vacío.

—¡Deben de ser magos en distintas fases de la Prueba! —exclamó sobrecogido—. Raistlin me contó que deambulaban por toda la Torre, aunque nunca imaginé nada semejante. Me pregunto si en realidad me ven. ¿Crees que podría tocarlos, Caramon?… ¿Caramon?

Parpadeó como si intentara despertar de un sueño. Su robusto amigo había desaparecido al igual que Bupu, la sacerdotisa y las dos criaturas de alba túnica. ¡Estaba solo!

No por mucho tiempo. Brotó de la nada un destello de luz amarillenta, sucedido por unos hediondos efluvios que casi lo asfixiaron, y al instante se perfiló ante él la descomunal imagen de un hechicero ataviado de negro. Extendió el fantasma una mano, una mano de mujer.

—Alguien requiere tu presencia —anunció.

Tas tragó saliva y, despacio, estiró su mano hacia la que la misteriosa dama le ofrecía. Los dedos de esta última se cerraron en torno a su muñeca, produciéndole un escalofrío con su gélida textura.

—Quizá van a convertirme en una criatura mágica —balbuceó esperanzado.

El patio, los muros de piedra negra, los purpúreos rayos solares, las losas cenicientas y, en definitiva, el edificio entero comenzaron a disiparse en su derredor, deslizándose por las fronteras de su visión en acuosos surcos semejantes a los que trazarían las pinturas de un lienzo de ser expuestas a la lluvia. Encantado, el kender notó cómo el azabache atuendo de la mujer le arropaba el cuerpo, se enrollaba bajo su barbilla.


Cuando recobró el conocimiento, Tasslehoff descubrió que estaba acostado sobre un suelo de piedra fría y dura. A su lado, Bupu emitía estruendosos ronquidos mientras Caramon, sentado, meneaba la cabeza en un intento de despejar las telarañas que envolvían su embotado cerebro.

—¡Vaya hospedaje nos han asignado! —se quejó el kender, a la vez que se frotaba la dolorida nuca—. No les costaría nada crear lechos mullidos mediante la magia, sobre todo si le obligan a uno a dormir la siesta. ¿No te parece, Caramon —empezó a comentar ya incorporado—, que en lugar de…? ¡Oh!

Al oír como la voz de su amigo se quebraba en un singular gorgoteo, el guerrero levantó presto los ojos.

No estaban solos.

—Conozco este lugar —afirmó el todavía aturdido hombretón.

Se hallaban en una vasta sala de obsidiana, tan ancha que su perímetro se perdía en las sombras, tan alta que la penumbra oscurecía su techo. No se vislumbraban ni pilares de sostenimiento ni la más ínfima rendija de luz. No obstante la estancia estaba iluminada con un pálido resplandor blanco, no amarillo, cuya fuente los recién llegados no lograron localizar. Gélido, tenue, el fulgor estaba lejos de caldear el ambiente.

La última vez que Caramon visitó la cámara, la luz brillaba sobre un anciano que, ataviado con la Túnica Blanca, permanecía sentado en solitario en una colosal silla de piedra que más parecía un trono. Ahora los amortiguados fulgores bañaban el rostro del mismo personaje, si bien se hallaba en compañía. Un semicírculo de asientos similares, del mismo material, se distribuía a su alrededor: veintiuno para ser exactos, quedando él en el del centro. Ocupaban su flanco izquierdo tres figuras apenas visibles, de raza y sexo indefinido tras las capuchas que cubrían sus rostros. Vestían el atuendo rojo de la neutralidad y, a su lado y en ordenada sucesión, se divisaban otras seis criaturas enfundadas en negros ropajes. Entre ellas se distinguía una silla vacía. A la derecha del hechicero que presidía la esotérica asamblea se recortaban otros cuatro magos de túnica encarnada, éstos situados junto a media docena de portadores del color blanco de la benignidad. La sacerdotisa Crysania yacía frente al semicírculo, depositado su cuerpo en una plataforma sobre el suelo y arropado por un lienzo de tonos albos.

De todos los miembros del cónclave, sólo la faz del anciano era por completo visible.

—Buenas tardes —lo saludó Tasslehoff, repitiendo reverencias y retrocesos hasta que se tropezó con Caramon, que estaba más retirado—. ¿Quiénes son esos seres? —aprovechó el kender para preguntar en un audible susurro—. ¿Qué hacen en nuestro aposento?

—El viejo del centro es Par-Salian —contestó el interpelado—. Y no estamos en un aposento, sino en la sala de reuniones de los magos o algo parecido. Será mejor que despiertes a la enana gully.

—¡Bupu! —Obediente, Tas llamó a su compañera y reforzó su exclamación con un puntapié en las costillas.

—¡El diablo te confunda! —gruñó ella, dándole la espalda y negándose a abrir los ojos—. Vete, quiero dormir.

—¡Bupu! —insistió el kender irritado, consciente de que el vetusto anciano había clavado los ojos en su persona—. Levántate, van a servir la cena.

—¡La cena! —Alzó la enana sus pesados párpados, y se puso en pie de un salto para someter la estancia a un ansioso escrutinio.

Al distinguir a las veinte sombrías figuras, sentadas en silencio y ocultos sus rasgos en la penumbra de las capuchas, Bupu emitió un alarido de conejo torturado. Se arrojó, en un impulso de pánico, contra Caramon y enroscó los brazos en torno a su tobillo, apretujándose con todas sus fuerzas hasta tal punto que el gigantesco humano, sabedor de que ojos llameantes lo escudriñaban, intentó deshacerse de su molesta garra y no lo logró. Se aferraba a sus poderosas piernas como una sanguijuela, a la vez que oteaba a los magos aterrorizada. Al fin, el guerrero cejó en su empeño.

El semblante del regio presidente de la asamblea se arrugó en lo que parecía una sonrisa. Tas observó que Caramon bajaba la mirada, avergonzado de la olorosa suciedad de su ropa, y acto seguido se atusaba la barba de varios días y se pasaba la mano entre el enmarañado cabello. Las mejillas del robusto compañero ardían cuando, endurecida su expresión, se decidió a hablar con una dignidad casi pueril.

—Par-Salian —dijo, con una voz cavernosa cuyos ecos resonaron en demasía por la espaciosa sala— ¿te acuerdas de mí?

—Por supuesto, guerrero —contestó el anciano. Su tono era quedo, pero incluso tan tenues sonidos quedaron suspendidos en el aire. Hasta un susurro agónico se habría dilatado en la apenas amueblada cámara.

Nada añadió, ni tampoco los otros hechiceros pronunciaron una palabra. Caramon, incómodo, señaló a la sacerdotisa Crysania con un nervioso gesto de la mano.

—La he traído aquí —explicó— en la confianza de que podréis socorrerla. ¿He obrado con acierto? ¿Haréis algo por ella?

—Ayudar a la sacerdotisa está fuera de nuestro alcance —sentenció Par-Salian—, nuestros conocimientos de nada sirven en este caso. Para guardarla del encantamiento en que la envolvió el Caballero de la Muerte, y que de otro modo habría agotado su vida, Paladine atendió a su plegaria y acogió su alma en un plano superior, donde reina la paz.

—Fue culpa mía —confesó, a regañadientes, el hombretón—. Le fallé, debería haber sido capaz de…

—¿De velar por su seguridad? —concluyó el mago meneando la cabeza—. No, guerrero, tu destreza con las armas habría resultado inútil contra el espectro portador de la rosa solámnica. Frente a semejante adversario nada puede un mortal como tú. ¿No es cierto, kender?

Tas, capturado por la penetrante mirada de aquellos ojos azules que aún conservaban toda su vivacidad, sintió un chispeante cosquilleo en todo su ser.

—Sí —balbuceó—. Yo vi al caballero, a la criatura. —Se estremeció y tuvo que interrumpirse.

—Ya has escuchado las declaraciones de un ser que no conoce el miedo —recalcó Par-Salian—. No guerrero, no debes reprocharte lo ocurrido. Ni tampoco has de perder la esperanza pues, aunque nosotros no conozcamos el conjuro susceptible de devolver el alma de Crysania a su cuerpo, sabemos quién puede hacerlo. Pero antes de proseguir cuéntanos por qué nos buscaba la sacerdotisa, qué misión la llevó al linde del Bosque de Wayreth.

—No tengo la absoluta certeza —gruñó el interpelado.

—Raistlin fue la causa de su arriesgado viaje —apostilló Tasslehoff, deseoso de esclarecer el enigma. Su voz, no obstante, sonó chillona y discordante en la estancia, el nombre que acababa de pronunciar se desdobló en fantasmales notas. Par-Salian frunció el ceño, Caramon le dirigió una mirada fulgurante y los magos ladearon sus encapuchadas cabezas, entre el suave crujir de sus túnicas. Al comprobar el efecto de su revelación, el kender tragó saliva y se sumió en el silencio.

—Raistlin. —Era el anciano quien hablaba, en un inquietante bisbiseo. Clavó sus ojos en Caramon y preguntó—: ¿Qué relación puede tener una sacerdotisa defensora del Bien con tu hermano? ¿Por qué exponerse a terribles contratiempos en beneficio de una criatura tan abyecta?

El guerrero no pudo, o no quiso, despegar los labios.

—¿Conoces el alcance de su malignidad? —insistió el hechicero sin un asomo de conmiseración.

Caramon, testarudo, rehusaba contestar. Mantuvo la mirada fija en el pétreo suelo.

—Yo lo conozco —quiso colaborar Tas, pero Par-Salian ondeó la mano en el aire y tuvo que enmudecer.

—¿Ignoras acaso que, si nuestras sospechas son ciertas, se propone conquistar el mundo? —Las punzantes palabras del anciano traspasaban como dardos el pecho del compungido humano, que arqueó la espalda en un vano afán de encerrarse en sí mismo—. Se ha aliado con tu hermanastra Kitiara, la Dama Oscura según la llaman sus propias tropas, para reunir un ejército. Sus operaciones ya se han iniciado, cuenta con el apoyo de los dragones y las ciudadelas voladoras. Y, además, sabemos…

—No sabes nada, gran maestro —lo atajó una voz sarcástica que atronó la cámara—. ¡Eres un necio!

Tan duras frases cayeron como gotas de agua en una laguna remansada, provocando rizos en la hasta entonces completa calma, rizos que se propagaron sin tardanza entre los presentes. Tas se volvió sobresaltado hacia el lugar de dónde procedían los desdeñosos sonidos y vislumbró, a su espalda, una figura que se esbozaba en la penumbra. Sus negros ropajes revolotearon alrededor de sus pies cuando pasó junto a él, resuelta a encararse con Par-Salian. Una vez situada en el punto deseado, la criatura se detuvo y retiró el embozo de sus facciones.

—¿Quién es? —indagó el kender, que no podía ver al recién llegado por hallarse en segundo término.

—Un elfo oscuro —respondió Caramon, rígido como una vara.

—¿De verdad? —se entusiasmó el hombrecillo—. Durante todos mis años de estancia en Krynn nunca tuve la oportunidad de estudiar a ninguno.

Con el brillo de la curiosidad encendido en sus pupilas, dio un salto adelante… para quedar inmovilizado bajo una garra que sujetaba el cuello de su camisa. Era Caramon quien, ignorando sus irritadas protestas, lo arrastró junto a sí mientras Par-Salian y la figura se retaban en un duelo mudo, sin percibir el forcejeo.

—Creo que deberías explicar tu insolencia, Dalamar —dijo el viejo maestro tras unos segundos de tensión—. ¿Por qué soy un necio?

—¡Conquistar el mundo! —repitió el indisciplinado alumno—. No son tales sus planes. No hay nada que pueda importarle menos que el continente de Ansalon, la prueba está en que si quisiera podría subyugarlo en un abrir y cerrar de ojos, hoy mismo.

—Entonces, ¿cuáles son sus proyectos? —inquirió un mago de Túnica Roja que estaba sentado en la proximidad de Par-Salian.

Tas, aún atenazado por la mano del guerrero, advirtió que las delicadas y crueles facciones del elfo se ensanchaban en una sonrisa. Una sonrisa que lo llenó de espanto.

—Ha resuelto convertirse en un dios —anunció Dalamar despacio—. Va a desafiar a la mismísima Reina de la Oscuridad.

Los allí reunidos no abrieron la boca, no se movieron, pero el sepulcral silencio circuló entre ellos como una corriente de aire en tanto que, sin un pestañeo, observaban a Dalamar.

—Le atribuyes más virtudes de las que en realidad atesora —aventuró, con un hondo suspiro, el jerarca.

Se oyó en la sala el ruido peculiar que produce un lienzo al rasgarse en dos mitades. Tas vio que el elfo oscuro gesticulaba con los brazos, sin duda para partir el paño de su pectoral.

—¡Nada mejor que esta muestra de su poder para rebatir tus argumentos! —exclamó Dalamar.

Los magos estiraron el cuello, e ininteligibles expresiones de asombro se sucedieron en la fría atmósfera de la sala como una ráfaga de viento. Tas se debatió entre los brazos de Caramon mas cuando, vencido, le lanzó una iracunda mirada, constató anonadado que su robusto compañero permanecía impertérrito, sin el más mínimo atisbo de curiosidad.

—Contemplad el estigma de su mano en mi persona —invitó Dalamar a la asamblea—. Apenas puedo soportar el lacerante dolor. —Hizo una pausa antes de añadir, con los dientes apretados—: Me encargó que te saludara de su parte, Par-Salian.

El gran maestro inclinó la cabeza y se llevó una mano, que temblaba evidentemente, a la sien para sujetársela. Durante un minuto se exacerbaron en su faz los surcos de la vejez, la debilidad, el agotamiento, si bien no tardó en dirigirse de nuevo al discípulo con renovada energía.

—Así que nuestros temores se han confirmado. —Sus ojos se arrugaron en actitud inquisitiva—. Sabe que te enviamos…

—¿Para vigilarle? —terminó Dalamar entre amargas risas—. No creo que le costara mucho adivinarlo. Ha estado al corriente de mis movimientos desde el primer día, me ha utilizado a mí, como a vosotros, para satisfacer sus propios fines. —El elfo escupía, más que pronunciaba, las palabras.

—Me resultaba difícil aceptar tus revelaciones —apuntó el mismo hechicero de Túnica Roja que antes hablara—. El joven Raistlin es una criatura poderosa, no lo niego, pero ese proyecto de enfrentarse a una diosa me parece ridículo.

Su afirmación fue coreada desde las dos secciones del semicírculo.

—¿De verdad? —preguntó el elfo a fin de acallar el revuelo, con un tono letal por su extrema suavidad—. En ese caso, permitidme que os exponga vuestra total ignorancia respecto al significado del término «poder». Vuestras facultades son insignificantes comparadas con las suyas, ni con una sonda infinita alcanzaríais las profundidades de su sapiencia. ¡No es posible medirla! Yo, sin remontarme a las esotéricas alturas que su magia gobierna, he presenciado portentos que ninguno de los aquí presentes osaría ni siquiera imaginar. —La furia que ribeteaba su voz fue sustituida por una admiración sin condiciones hacia el protagonista de su relato—. He recorrido las regiones del sueño con los ojos abiertos, mis pupilas se han posado en una belleza tal que un corazón fuerte no la resistiría sin estallar de dolor. He descendido, asimismo, a las simas de las pesadillas, y he descubierto horrores tan indescriptibles —se estremeció— que supliqué la muerte antes que tener que encararme a ellos. —Se interrumpió unos segundos y, con un centelleo de sus oscuras pupilas, atrajo la ensimismada atención de los veinte sabios—. Y todos estos prodigios son fruto de su magia, él los conjura y los crea.

No se oía en la estancia ni una respiración.

—Demuestras prudencia al asustarte, gran maestro —continuó Dalamar—. Sin embargo, por mucho que temas a Raistlin nunca será suficiente. Es cierto que no tiene el poder que ha de llevarle al otro lado del mortífero umbral, pero pronto partirá en su busca. Mientras nosotros hablamos él hace los preparativos para el largo viaje y, en cuanto yo regrese mañana, abandonará la Torre.

—¿Regresar tú a su lado? —repitió Par-Salian perplejo—. No lo permitiré. Sabe, como tú mismo has informado, que eres un espía de este cónclave arcano formado por sus compañeros —declaró, y fijó la vista en la butaca que permanecía vacía en medio de los representantes de la Túnica Negra—. Eres valiente, Dalamar, pero no has de volver y sufrir lo que sería una tormentosa muerte en sus manos.

—No puedes impedírmelo —replicó el aprendiz sin un resquicio de emoción en su talante—. Ya os he comentado que vendería mi alma a cambio de perfeccionar mis estudios junto a un ser como él. Ahora, aunque me cueste la vida, conservaré mi ventajoso puesto de ayudante y quedaré a cargo de la Torre de la Alta Hechicería durante su ausencia.

—¿Te ha encomendado Raistlin esa misión, pese a tu traicionera conducta? —El hechicero de la Túnica Roja no daba crédito a sus oídos.

—Me conoce bien —repuso el discípulo con cierto resentimiento—. Es consciente de mi dependencia, de tenerme atrapado en sus redes. Ha flagelado mi cuerpo y absorbido la esencia de mi espíritu, y aun así no escaparé a la telaraña que ha tejido a mi alrededor. No soy el primero ni el único que cae en semejante trance —agregó, a la vez que señalaba la inerte figura blanca que yacía sobre la plataforma. No contento con involucrar a Crysania, giró el rostro y dedicó a Caramon una burlona sonrisa—. ¿Me equivoco, hermano?

Al fin el guerrero entró en acción. Arrancó bruscamente a Bupu de su pie, soltó a Tas y dio un paso al frente, lo que permitió al kender y a la enana agazaparse tras su espalda.

—¿Quién es este individuo? —inquirió frunciendo el ceño—. ¿Qué ocurre, Par-Salian, de qué habláis? Os he oído mencionar a Raistlin, pero no he entendido una palabra.

Antes de que el insigne mago atinara a contestar, el elfo oscuro se apresuró a explicar al fornido humano:

—Me llamo Dalamar y soy el aprendiz de tu gemelo en la Torre de la Alta Hechicería. Además ejerzo como espía, enviado por esta augusta asamblea para observar de cerca las maquinaciones de Raistlin.

Caramon no articuló sonido alguno, estaba demasiado ocupado en examinar con los ojos muy abiertos el pecho del falso alumno. Intrigado por la expresión de espanto del compañero, Tas lo imitó y, al instante, distinguió cinco agujeros socarrados y sanguinolentos en la carne de Dalamar. El kender tragó saliva, muy impresionado.

—Sí, fue la mano de tu hermano la que me infligió estas heridas —aclaró el elfo, que adivinó sin dificultad los pensamientos del guerrero. Esbozando una indefinible sonrisa, recogió en su palma los jirones de su túnica y los anudó en su hombro al objeto de ocultar las horrendas lesiones—. No debes preocuparte —musitó—, sólo me aplicó el castigo que merecía.

Caramon apartó los ojos, tan pálido que Tas deslizó los dedos entre los suyos en un intento de reconfortarlo. Temía que se desmayara, circunstancia que Dalamar no dejó de percibir y aprovechó para ensañarse.

—¿Qué sucede? —preguntó socarrón—. ¿No le creías capaz de tanta crueldad? No, claro, eres igual que todos estos ancianos. ¡Hatajo de estúpidos! —Al insultar a los presentes su mirada corrió entre ellos, presta a borrarles de la faz del mundo.

Los murmullos de indignación se entremezclaron con los de pánico, ambos superados por las manifestaciones de incertidumbre. Transcurridos unos momentos, Par-Salian alzó la mano para conminar el silencio a los desencajados sabios.

—Ya es hora, Dalamar, de que nos relates los pormenores de tan sorprendentes planes. A menos, por supuesto, que Raistlin te haya prohibido referirlos frente al cónclave. —Aunque sereno, impasible a la insolencia del alumno, impartió su orden con una nota de ironía que el elfo captó al instante.

—No, no hubo tal prohibición —dijo sin perder la sonrisa—. Conozco una parte de sus intenciones, e incluso quiso asegurarse de que os la comunicaría con todo lujo de detalles.

Se produjo una breve algarabía en la que cundieron las chanzas, un intervalo de humor al que todos se sumaron de buen grado, salvo Par-Salian. En efecto, este último exhibía en su entrecejo los surcos de la más honda inquietud.

—Continúa —exhortó al elfo, casi sin voz.

Dalamar inhaló una bocanada de aire e inició su narración.

—Va a desplazarse en el tiempo, a aquella época anterior al Cataclismo en la que Fintandantilus se hallaba en la cúspide de su poder. Mi Shalafi desea entrevistarse con el gran mago, compartir sus estudios y recuperar las obras por él escritas que fueron destruidas en la debacle. Raistlin está persuadido de que, si no engañan los volúmenes arcanos leídos con tanto esmero tras retirarlos de la Gran Biblioteca de Palanthas, Fistandantilus aprendió cómo atravesar el umbral que separa a los hombres de los dioses y, de este modo, sobrevivió a la espantosa hecatombe y prolongó sus días hasta las guerras enaniles. También así logró salvarse de la terrible explosión que devastó la tierra de Dergoth y perduró, en estado latente, a la espera de un nuevo receptáculo donde albergar su alma.

—¿Qué clase de galimatías es éste? ¡Que alguien me ponga en antecedentes de tan esotérica charla, o arrasaré la sala y volarán por los aires vuestras miserables cabezas! —amenazó Caramon fuera de sí—. ¿Quién es Fistandantilus? ¿Qué vínculo le une a mi hermano?

—Chitón —le ordenó Tas, a la vez que lanzaba a los magos una mirada llena de temor.

—Nos hacemos cargo de su enfado, kender —lo tranquilizó Par-Salian—. Y también comprendemos el pesar subyacente a su atrevimiento, así que me dispongo a darle la explicación que le debemos. Empezaré por confesar que quizás actué de manera errónea. Pero ¿tenía acaso otra alternativa? ¿Dónde estaríamos hoy de haber tomado una decisión distinta?

Tasslehoff vio que el gran maestro escrutaba de hito en hito a los hechiceros que lo flanqueaban y, de pronto, comprendió que sus últimas frases iban dirigidas a ellos más que al guerrero. Muchos de los miembros de la asamblea se habían quitado las capuchas y sus semblantes se contorneaban, conspicuos, bajo la fantasmal luz. La ira marcaba los de los portadores de la Túnica Negra, en claro contraste con el miedo que se reflejaba en los rasgos de los defensores del Bien. En cuanto a los sabios envueltos en ropajes encarnados, hubo uno que llamó de un modo especial la atención del kender debido a su aparente impasibilidad y a sus ojos que, oscuros y nerviosos, desmentían tal actitud. Era el mago que había puesto en duda la magnitud del poder de Raistlin, y Tas tuvo la impresión de que Par-Salian le mostraba una especial deferencia.

—Hace más de siete años, fui visitado por Paladine en una de sus encarnaciones —declaró el gran maestro con la mirada perdida en la bruma—. Me advirtió de la época de terror que había de tambalear los cimientos del mundo, me contó que la Reina de la Oscuridad había despertado de su letargo a los dragones malignos resuelta, en su inagotable sed de poder, a provocar una guerra que le permitiera subyugar a los habitantes de Krynn. «Eligirás a uno de los magos de tu Orden para que contribuya a desterrar el Mal —me dijo—. Sé prudente y reflexiona antes de designar a la persona adecuada, piensa que ha de ser la espada que hienda la negrura de una estocada mortal. No debes revelarle nada de lo que el futuro os depara, has de dejar que sean sus determinaciones y las de otros las que salven el reino o lo zambullan en la noche eterna».

Interrumpió al anciano una batahola de protestas, provenientes sobre todo de los nigromantes, pero él se limitó a esperar que se apaciguaran. Sin embargo, sus cansadas pupilas despedían destellos, que aceleraron el proceso al atestiguar la autoridad que todavía anidaba en las entrañas de aquel ser de aspecto senil.

—No os falta razón —concedió con un tono algo cortante—, podría haber convocado una reunión de la asamblea para someter el asunto a su juicio. Pero creí, y sigo creyéndolo, que era yo quien debía asumir esta responsabilidad. Sabía de antemano cuántas horas pasaría el cónclave discutiendo, sin posibilidad de acuerdo. Me arriesgué, pues, a actuar en solitario. ¿Hay alguien que niegue mi derecho a hacerlo?

Tas contuvo el aliento, sintiendo que la ira de Par-Salian se expandía, como un manto, por la estancia. Los magos de Túnica Negra se inmovilizaron en sus asientos, aunque persistió un sordo zumbido de voces. El gran maestro guardó unos instantes de silencio, antes de fijar su atención en Caramon y declarar:

—Elegí a Raistlin.

—¿Por qué? —gruñó el guerrero.

—Tenía mis razones, algunas de ellas tan secretas que ni siquiera ahora puedo revelártelas. Pero hay una evidente: tu hermano nació con un don, la magia se aloja en su ser espontáneamente. Ése fue el motivo fundamental. ¿Sabías que, desde el primer día en que acudió a la escuela, su profesor sintió por él miedo y respeto? ¿Cómo enseñar a un alumno cuyos conocimientos superan a los de aquel que debe formarle? Y, combinada con sus virtudes arcanas, está su inteligencia. La mente de Raistlin nunca descansa, ávida de erudición y de respuestas a los enigmas del universo. También atesora otra cualidad importante, el valor. Sí, es quizá más fuerte que tú, guerrero, pues vence al dolor cada hora de su vida. Se ha enfrentado a la muerte en numerosas ocasiones y siempre salió victorioso, no le asustan ni la luz ni las tinieblas. En cuanto a su alma, arden en ella la ambición, el ansia de predominio y una curiosidad irrefrenable. No me cabía la menor duda de que nada se interpondría en su camino, que no se detendría hasta alcanzar sus objetivos. No ignoraba que los fines que se trazase beneficiarían al mundo, aunque él mismo acabase por volverle la espalda.

Se produjo una nueva pausa. Cuando el anciano retomó el hilo de su historia, las palabras brotaron como un lamento:

—Pero antes debía pasar la Prueba.

—Deberías haber previsto el desenlace —le reprochó el hechicero ataviado de rojo, si bien no levantó la voz—. Todos sabíamos que él esperaba, al acecho de una oportunidad.

—¡No tuve otra opción! —se defendió Par-Salian, casi colérico—. Se agotaba nuestro tiempo, el del mundo. El joven había de someterse a la Prueba y asimilar cuanto había aprendido. No podía demorarlo.

Caramon miró, de hito en hito, a las dos dignas figuras e intervino en su controversia.

—¿Eras consciente de que Raistlin corría peligro al traerle a la Torre?

—Sí —confesó el anciano—. Pero la Prueba siempre entraña riesgos, fue concebida para eliminar a quienes podían resultar perjudiciales a sí mismos, a la Orden y a todos los inocentes que pueblan Krynn. —Alzó la mano y se alisó las cejas—. Recuerda, por otra parte, que se trata de un examen y, en consecuencia, de una enseñanza. Abrigábamos la esperanza de que tu hermano aprendiera compasión, piedad, y a la vez templara su desmedido afán de trascender la condición de hombre. Quizá me traicionó mi ferviente anhelo de convertirle en un ser perfecto, un anhelo que me hizo olvidar a Fistandantilus.

—¿Fistandantilus? —repitió Caramon confuso—. ¿Por qué ibas a pensar en él? Por lo que he colegido de vuestra discusión murió hace decenios.

—No, lo que antes se ha dicho es precisamente lo contrario —aclaró Par-Salian cariacontecido—. El estallido que destruyó a millares de criaturas en las guerras enaniles y arruinó un territorio que, todavía hoy, es un yermo desierto, no logró aniquilar a Fistandantilus, su poder era tal que derrotó a la misma muerte. Lo que hizo fue mudarse a otro plano de existencia, lejano al nuestro pero no lo suficiente. Desde allí se mantuvo alerta, vigilante, en espera de que algún cuerpo aceptara cobijar a su espíritu. Y lo encontró: era el de Raistlin.

El hombretón escuchó la parrafada con los músculos en tensión y el rostro lívido. Tas se percató, mientras tanto, de que Bupu comenzaba a retroceder y la agarró por la muñeca, evitando así que la aterrorizada enana emprendiera la huida de la vasta sala.

—¿Quién sabe qué pacto sellaron en el curso de la Prueba? Probablemente ninguno de los presentes. —Aunque afligido, el viejo narrador ensanchó sus labios en una sonrisa—. Lo que es innegable es que Raistlin estuvo soberbio, si bien las extenuantes fases del examen afectaron su ya delicada salud. Quizás habría sobrevivido a la última, la confrontación con el elfo oscuro, sin la ayuda de Fistandantilus… o quizá no.

—¿Su ayuda? ¿Acaso le salvó de la muerte?

—No puedo responder a esa pregunta, guerrero —admitió Par-Salian—, lo único que estoy en situación de afirmar es que no fuimos nosotros quienes estamparon en su tez ese tinte dorado. El oponente de Raistlin le arrojó una bola de fuego y él, aunque parezca imposible, resultó ileso.

—Para Fistandantilus no era difícil protegerle de ese encantamiento —apuntó el sabio vestido de encarnado.

—Estoy de acuerdo con tu comentario —se apresuró a responder el anciano—. También a mí me causó extrañeza, mas no lo pude investigar ya que, a partir de aquel momento, los acontecimientos del mundo se precipitaron hasta llegar al climax. Tu hermano concluyó la Prueba con éxito, sin mayores alteraciones en su organismo que el lógico debilitamiento físico. Yo tenía razón —añadió paseando por el semicírculo una mirada de triunfo—, su magia había sobrepasado cotas inimaginables. ¿Qué otro hechicero se habría hecho con el control de un Orbe de los Dragones sin estudiarlo durante años?

—Eso nada demuestra —opuso de nuevo su adversario dialéctico—, lo apoyaba alguien cuyos conocimientos se contaban por centurias.

Par-Salian optó por callar, aunque su expresión ceñuda delataba su disgusto.

—Veamos si he comprendido —balbuceó Caramon espiando, inseguro, al mago de la Túnica Blanca—. Fistandantilus, al adueñarse del alma de Raistlin, fue el causante de que se convirtiera en un paladín del Mal.

—No debes exculpar a tu hermano —lo amonestó Par-Salian—. Se le ofreció una alternativa, como nos ocurre a todos, y él decidió con plena responsabilidad.

—¡No te creo! —se rebeló, de pronto, el guerrero—. Raistlin nunca tuvo esa opción, estás mintiendo. Lo torturasteis sin contemplaciones hasta que uno de esos esbirros tuyos reclamó para sí los despojos.

Las acusaciones del corpulento humano retumbaron entre las sombras con el fragor del trueno. Tas reparó, alarmado, en la fijeza con que Par-Salian escudriñaba a su amigo, y se preparó para el hechizo que había de fulminarlo. El castigo nunca llegó, lo único que alteraba la calma de la sala era la ruda respiración del guerrero.

—Lo restituiré sin tardanza al presente —aseveró Caramon al fin, anegados sus ojos de lágrimas—. Si él puede viajar en el tiempo para encontrarse con Fistandantilus, yo también. Vosotros me indicaréis cómo. Y en cuanto se cruce en mi camino ese brujo diabólico, le mataré. Así Raistlin volverá a ser el de antes, olvidará su demente plan de retar a la Reina de la Oscuridad y transformarse en un dios.

Pronunció su discurso sin más pausas que las que le exigían los sollozos al intentar, sin éxito, surgir al exterior. El semicírculo se sumió en un caos de gritos, de bramidos de cólera.

—¡Eso es imposible! ¡Cambiaría el rumbo de la Historia! Has ido demasiado lejos, Par-Salian —exclamaban las voces enfurecidas de los magos.

El vetusto presidente del cónclave se puso en pie y, ladeando el rostro, consultó en silencio a los reunidos, uno tras otro y de manera individual. Tas percibió aquel mudo conferenciar rápido, directo, fulgurante como el rayo.

Caramon se enjugó las lágrimas, que afluían ahora a borbotones, sin deponer su actitud desafiante. Despacio, los magos se arrellanaron en sus pétreas butacas y volvió a reinar la paz., si bien el hombrecillo vislumbró puños cerrados y muecas de reticencia o, acaso, de ira. El hechicero de la Túnica Roja, el que más inquietaba al kender, estudiaba a Par-Salian en postura especulativa, con una ceja enarcada. En el instante en que también el más temible adversario se relajó, el anciano lanzó una última mirada a sus compañeros y les dio la espalda para dirigirse a Caramon, en estos términos:

—Analizaremos tu ofrecimiento. Podría funcionar, ya que Raistlin no espera…

Lo interrumpieron las carcajadas de Dalamar.

13 Los sentimientos de Bupu

—¿Espera? —Tanto reía Dalamar que apenas podía respirar—. ¡Él lo planeó todo! ¿Crees que ese enorme botarate —señaló a Caramon— habría encontrado el camino de la Torre por su propia iniciativa? Cuando las criaturas de las tinieblas persiguieron a Tanis, el Semielfo, y a Crysania, ¿quién piensas que las envió? Incluso el encuentro con el Caballero de la Muerte, una confrontación organizada por su hermana y que podría haber entorpecido el logro de sus objetivos, fue aprovechada por mi Shalafi en su propio provecho. Porque no me cabe duda de que vosotros, viejos necios, catapultaréis a la sacerdotisa al pasado, a presencia de los únicos seres capaces de sanarla: el Príncipe de los Sacerdotes y sus seguidores. Y, al trasladarse en el tiempo, es inevitable que se tropiece con Raistlin. Y no sólo eso, le asignaréis un custodio en la persona de este hombretón, su hermano. ¡Exactamente lo que quiere el Shalafi!

Los dedos de Par-Salian se cerraron en ganchos para aferrar los brazos pétreos de su butaca, a la vez que en sus ojos azules se encendían las peligrosas chispas de la ira.

—Hemos soportado tus insultos hasta el límite de la paciencia, Dalamar —advirtió al insolente discípulo—. Además, tanta lealtad al Shalafi empieza a parecerme sospechosa. Si mis recelos son ciertos, has cesado de ser útil a este cónclave.

Ignorando la amenaza que encerraban estas palabras, el elfo oscuro esbozó una amarga sonrisa y declaró:

—Estoy atrapado en una encrucijada, como Raistlin pretendía. —Suspiró y un escalofrío convulsionó su cuerpo, por lo que intentó arroparse en sus rasgadas vestiduras. Alzó entonces sus negros ojos, y su mirada de extravío provocó una punzada en el corazón de Tas—. No sé ya a quién sirvo, al Shalafi o a esta asamblea, pero hay algo de lo que podéis estar seguros: si alguno de vosotros intentara penetrar en la Torre durante su ausencia, le mataría sin vacilar. Considero que le debo fidelidad en ese grado. Sin embargo, le temo tanto como los otros miembros de la Orden y estoy dispuesto a ayudaros, en la medida de mis posibilidades.

Las manos del gran maestro se relajaron, si bien no dejó de escudriñar a Dalamar en actitud severa.

—No acabo de comprender por qué Raistlin te comunicó sus planes —aventuró—. Un ser con sus dotes no ignora que actuaremos de inmediato para impedir que se colmen sus ambiciones.

—La razón es sencilla —explicó el discípulo—. Sois, al igual que yo, piezas de su juego, necesita que ocupéis vuestros lugares en su estrategia. —De pronto, se bamboleó, contraído el rostro de dolor y agotamiento. Par-Salian trazó un contorno en el aire y al instante se materializó una silla, que recibió al elfo en su caída—. Debéis encajar en sus proyectos, cumplir vuestra misión de mandar a este hombre y esta mujer a una época remota. Sólo así alcanzará el éxito en su empeño…

—Y sólo así podremos detenerlo nosotros —apostilló Par-Salian con voz queda—. ¿Pero por qué Crysania? ¿Qué interés mueve a ese nigromante para elegir a una dama tan bondadosa, tan pura?

—El poder que ostenta —le recordó Dalamar—. Según la información que ha podido recabar en los escritos de Fistandantilus conservados hasta nuestros días, precisará del apoyo de un clérigo en su enfrentamiento con la Reina de la Oscuridad. Ha de ser un adorador de Paladine, poseedor de virtudes especiales, el que rete a la soberana y abra la puerta de la negrura. Al principio el Shalafi no pensó en Crysania, sino en el moribundo Elistan… pero prescindamos de esta historia que nada ha de aportarnos. Tal como se desarrollaron los hechos fue esta dama la que cayó en sus manos, y resultó reunir las características requeridas: bondad, convicción en la fe y, como he dicho, poder.

—Te olvidas de algo —apuntó Par-Salian, vuelta su ahora compasiva mirada hacia la sacerdotisa—: la atracción irresistible que ejerce sobre ella la perversidad.

Hubo un breve silencio en el que Tas, quien permaneció siempre atento al diálogo de los magos, observó a Caramon mientras se preguntaba si había asimilado la mitad de lo expuesto. La opacidad que descubrió en las pupilas del guerrero, no obstante, le confirmó que apenas sabía dónde estaba. Quizá, perdido en el galimatías, hasta abrigaba dudas sobre su identidad. «¿De verdad van a transportarlo al pasado, como él mismo ha ofrecido? No puedo creerlo», pensó.

—Raistlin tiene otros motivos para querer que tanto la mujer como su hermano retrocedan con él en el tiempo, no te dejes engañar. —Era el hechicero de la Túnica Roja el que así rompía el intervalo de calma, dirigiéndose a Par-Salian—. No nos ha revelado ciertos detalles importantes, su astuta mente ha fraguado esta patraña de hacernos saber a través del aprendiz sólo lo que a él le interesa al objeto de que le secundemos. Propongo que desbaratemos sus planes.

Remiso a responder, el gran maestro clavó en Caramon una mirada tan llena de tristeza que Tas se sobrecogió. Transcurridos unos interminables segundos el hechicero, aún mudo, meneó la cabeza y posó los ojos en sus vestiduras.

«¿Qué significa este escrutinio, y esa expresión de pesar? —inquirió el kender para sus adentros mientras daba unas palmadas en el hombro de la inquieta Bupu—. ¿No irán a mandarle a una muerte segura? De todos modos, ése será el fatal desenlace si Caramon parte en su estado actual de depresión y desconcierto».

Se movió el hombrecillo, incómodo y fatigado. Nadie le hacía el más mínimo caso, la conferencia era tediosa y tenía hambre. Si habían de lanzar a su amigo a tan azarosa aventura, mejor sería que se apresurasen.

Estaba sumido en estas cavilaciones cuando la parte de su cerebro que escuchaba a Par-Salian comenzó a forcejear para acallarlas. Sin dudar un instante, el kender colocó cada pensamiento en su lugar y aplicó de nuevo el oído a la conversación. Era Dalamar quien hablaba.

—Pasó la noche en su estudio —relató—. Ignoro qué temas trataron, pero cuando Crysania salió al amanecer parecía conmocionada. Las últimas palabras que pronunció Raistlin fueron, textualmente: «Quizá Paladine no te envió con el fin de detenerme, sino de ayudarme».

—¿Qué repuso ella?

—Nada, jalonó el pasillo de la Torre y atravesó la arboleda como si hubiera quedado sorda y ciega.

—Lo que escapa a mi percepción es por qué la sacerdotisa vino aquí en busca de nuestro apoyo. Debería haber sabido que rehusaríamos mandarla a esa época remota —comentó el mago ataviado de rojo.

—¡Yo puedo esclarecer ese punto! —exclamó Tas sin previa reflexión.

Ahora sí, ahora Par-Salian le prestó atención. Todo el semicírculo estaba pendiente de él, vueltas las cabezas en su dirección. El kender se había manifestado frente a los espíritus del Bosque Oscuro y también en el Consejo de la Piedra Blanca pero, por alguna razón, esta solemne y callada audiencia lo intimidaba, más aún al comprender qué debía decir.

—Te lo ruego, Tasslehoff Burrfoot, cuéntanos lo que sabes —lo instó el gran maestro con suma cortesía—. Así podremos dar por concluida la reunión y pronto disfrutarás de una cena reconfortante.

Tas se sonrojó, persuadido de que Par-Salian había penetrado su mente para leer los anhelos en ella impresos con la misma facilidad con que él leía el contenido de un pergamino.

—He de reconocer que un pequeño ágape sentaría muy bien a mi estómago. Pero centrémonos en Crysania. —Hizo una pausa a fin de ordenar sus ideas, e inició su historia sin más preámbulos—. Veréis, no puedo afirmar de manera rotunda lo que me dispongo a narraros pues es el fruto de lo que he oído en mis correrías. Conocí a la sacerdotisa Crysania en Palanthas, donde fui para visitar a mi amigo Tanis, el Semielfo. Seguramente tenéis noticia de sus hazañas y también de las de Laurana, el Áureo General. Yo luché al lado de ambos en la Guerra de la Lanza y tomé parte en el rescate de la Princesa elfa, cautiva de la Reina de la Oscuridad. —El kender estaba henchido de orgullo—. La aventura comenzó en el Templo de Neraka…

Par-Salian enarcó un poco las cejas, lo suficiente para que Tas titubease.

—Creo que será preferible dejar ese relato para más tarde —rectificó—. Sea como fuere, vi por vez primera a Crysania en casa de Tanis y me enteré de que planeaban viajar a Solace para entrevistarse con Caramon. De un modo que ahora no viene al caso, encontré una carta que la sacerdotisa había escrito a Elistan. Debió deslizarse de su bolsillo.

Se detuvo a fin de cobrar aliento y el gran maestro apretó los labios, en un intento de reprimir la sonrisa que a ellos afloraba.

—La leí —continuó el narrador, satisfecho por saberse protagonista— para comprobar si era importante. Después de todo, existía la posibilidad de que la hubiera desechado. La dama decía en su misiva que estaba más convencida que nunca, tras su conversación con Tanis, de que en el corazón de Raistlin quedaba un resquicio de bondad y aún podía ser apartado del tortuoso camino que había emprendido. Por eso deseaba acudir ante el cónclave, esperaba persuadiros y obtener vuestro concurso. No me pareció correcto seguir adelante; resultaba obvio que el escrito era de gran trascendencia, así que me apresuré a restituírselo. Se alegró mucho al recuperarlo, no era consciente de haberlo extraviado.

Ahora Par-Salian tuvo que sellar su boca con los dedos para no estallar en carcajadas.

—Anuncié a la sacerdotisa que, si quería escucharme, podía hablarle largo y tendido sobre Raistlin. Le entusiasmó la idea, así que la puse al corriente de numerosos episodios de la vida del hechicero hasta advertir, en una de nuestras charlas, que le interesaban especialmente los relacionados con Bupu. «¡Cuánto me gustaría departir con la enana gully y llevarla a la asamblea!», exclamó una noche. Según ella era una pieza clave para que aceptarais sus argumentos y la apoyaseis en su misión de salvar al descarriado.

De pronto, uno de los portadores de la Túnica Negra emitió un sonoro estornudo. Par-Salian lanzó una fulgurante mirada en su dirección y reinó de nuevo el silencio, si bien Tas observó que los nigromantes cruzaban sus manos sobre el pecho en señal de protesta. Varios pares de ojos centellearon en la penumbra de la sala.

—No era mi intención ofender a nadie —se disculpó el kender—. Siempre pensé que a Raistlin le sentaba bien el color de la noche, más aún en contraste con su tez dorada, y por otra parte he aprendido que no todos hemos de ser bondadosos. Fizban, uno de los nombres terrenales de Paladine y gran amigo personal mío, me explicó que debía existir un equilibrio en el mundo y que nosotros luchábamos para reinstaurarlo. Eso significa que tan necesarios son los blancos como los negros, ¿no es así?

—Ninguno de los presentes cuestiona tu buena fe, kender —lo tranquilizó el insigne presidente—. A mis colegas no les han disgustado tus palabras, su cólera discurre por otros derroteros. No todas las criaturas del mundo son tan sabias como Fizban, el Fabuloso.

—En ocasiones lo echo de menos —suspiró Tas melancólico—. Pero volvamos a mi historia, a Crysania y a Bupu. Recogiendo el anhelo de la Hija Venerable le propuse ir en busca de la enana para traerla donde ahora estamos. No había visitado Xak Tsaroth, su refugio, desde que Goldmoon matara al Dragón Negro, y por otra parte sólo me separaban tres zancadas de esta ciudad subterránea. Tanis me garantizó que no había inconveniente en lo que a él atañía, incluso se alegró al verme partir.

»El Gran Bulp me entregó a Bupu tras una breve discusión, en la que le obsequié algunos de los artículos curiosos que siempre guardo en mis saquillos. Conduje a la enana a Solace, mas cuando llegué Tanis ya se había ido… y también Crysania, lo que no dejó de sorprenderme. Caramon —oyó cómo el guerrero se aclaraba la garganta presto a intervenir— se encontraba bajo de forma, lo que no fue óbice para que su esposa Tika, una mujer encantadora, nos apremiase a salir sin demora en pos de la dama. Se había internado esta última en el Bosque de Wayreth, un paraje siniestro y lleno de… No quiero herir susceptibilidades, pero ¿os habéis detenido a pensar en el cariz negativo de vuestra espesura? Inhóspita, lóbrega y —clavó en el semicírculo una severa mirada— errante. No comprendo cómo permitís que deambule sin rumbo, lo considero un acto irresponsable.

Una ligera vibración, acaso de risa contenida, agitó los hombros de Par-Salian.

—Eso es todo cuanto sé —concluyó el kender—. Ahora tomará la palabra Bupu y os narrará… —Se interrumpió para escudriñar su entorno—. ¿Dónde se ha metido?

—Aquí —declaró Caramon a la vez que la arrastraba a un lugar visible desde su escondrijo, la espalda del hombretón, donde la enana se había escudado presa de un invencible terror. Al ver que todos los ojos confluían en su persona la pequeña gully exhaló un alarido y se derrumbó sobre el suelo, convertida en un tembloroso fardo de harapos.

—Me temo que tendrás que sustituirla —invitó Par-Salian a Tas—. Es decir, si conoces los hechos que había de revelarnos.

—Sí, al menos los que Crysania deseaba someter a vuestro juicio —contestó el kender en un tono repentinamente alicaído—. Se produjeron durante la guerra, cuando descubrimos Xak Tsaroth. Los únicos que poseían información de interés acerca de esta ciudad eran los enanos gully, pero rehusaron ayudarnos hasta que Raistlin sumió en un hechizo a una de aquellas criaturas: Bupu. De todos modos debo puntualizar que, más que invocar un encantamiento, consiguió que se enamorase de él. —Hizo una pausa antes de continuar, azuzado por el remordimiento—. Algunos de nosotros hallamos la situación ridícula, nos reíamos de la enana. Raist, sin embargo, la trataba con dulzura e incluso le salvó la vida durante un ataque draconiano. En cualquier caso, Bupu nos acompañó después de que abandonáramos Xak Tsaroth. No soportaba la idea de separarse de su héroe.

Tas parecía conmovido, las palabras surgían, ahora, de sus labios en un susurro apenas audible.

—Una noche me despertaron los sollozos de Bupu. Decidí ir a consolarla, pero Raistlin se me adelantó. Acudió raudo a su lado y le preguntó cuál era el motivo de su tristeza. La enana confesó hallarse en una encrucijada, pues añoraba a su pueblo y al mismo tiempo se sentía incapaz de dejar al hechicero. Él posó la mano en su cabeza y, al instante, vislumbré una radiante aureola de luz en torno al diminuto cuerpo de la gully. La envió a casa bajo esta protección; aunque debía atravesar regiones atestadas de monstruosas criaturas, intuí que nada malo había de sucederle. No me equivoqué —terminó en actitud solemne.

Hubo unos momentos de silencio, sucedidos por un auténtico caos. Todos los magos rompieron a hablar a la vez, predominando en un primer tiempo las expresiones de incredulidad de los de negro y las frases burlonas de Dalamar.

—Kender, confundes la realidad con los sueños —lo acusó éste desdeñoso.

—¿Quién confiaría en un miembro de su raza? ¡Es bien sabido que son un hatajo de embusteros! —lo insultó un viejo mago de aspecto desagradable.

Más reservados, los hechiceros de Túnica Roja y los de Túnica Blanca reflexionaron antes de exteriorizar su postura.

—Si lo que dice el hombrecillo es cierto quizás hemos juzgado mal a Raistlin. Existe una posibilidad entre mil, pero opino que merece el riesgo —propuso uno.

Par-Salian alzó la mano en una imperativa llamada al orden.

—Admito que me cuesta aceptar tu historia, Tasslehoff Burrfoot, si bien no está en mi ánimo humillarte con mi reticencia. —El mago dedicó al kender una sonrisa conciliadora al percibir su creciente indignación—. Lamentablemente, los de tu pueblo tenéis cierta tendencia a exagerar u omitir. Si Raistlin consiguió que esta criatura se enamorase de él, tal como tú mismo lo has planteado, fue mediante las artes arcanas y para utilizarla.

—¡Yo no soy ninguna «criatura»!

Bupu había alzado su rostro anegado en lágrimas, salpicado de barro seco, y espiaba a la asamblea con el pelo erizado como el de un felino. Concentrada su acritud en Par-Salian, se puso en pie y dio un paso al frente mas, cuando se disponía a arrojarse sobre él, tropezó contra el zurrón y cayó de nuevo cuan larga era. Insensible al golpe, se apresuró a recomponerse y se enfrentó al gran maestro.

—No sé nada de brujos poderosos —le espetó con amplias gesticulaciones de sus rechonchos brazos—, ni de encantamientos. Sí sé que esto encierra magia —hurgó en la bolsa y, extrayendo la rata muerta, la balanceó ante su oponente— y que el hombre al que criticáis es bueno. Lo fue conmigo. —Apretó ahora el roedor contra su pecho, y sentenció—: Los otros, el guerrero y el kender, se mofan de Bupu. Me miran como si fuera un insecto.

Se enjugó el llanto mientras a Tas se le hacía un nudo en la garganta, acompañado por una sensación de culpa que lo impulsaba a verse a sí mismo como una abyecta sabandija.

Ahora que la enana había resuelto dar la réplica, no existía sabio en Krynn capaz de detenerla. Su tono, no obstante, se apaciguó.

—Conozco mi aspecto —dijo y trató, en vano, de alisarse el vestido con unas manos mugrientas que dejaron chorretones de suciedad—. No soy guapa como la dama que yace en la plataforma, pero no vuelvas a llamarme «criatura». —La advertencia iba dirigida a Par-Salian y, aunque se pasó toscamente los dedos por la acuosa nariz, no perdió un ápice de su arrogancia—. «Pequeña» es un término mucho más adecuado.

Calló unos instantes, absorta en sus recuerdos. Al fin emitió un suspiro y reanudó su plática.

—Quería quedarme con él, pero no me lo permitió. Afirmó que debía recorrer sendas oscuras y no estaba dispuesto a exponerme. Extendió la mano sobre mi cabeza —inclinó ésta, evocando la escena— y sentí un calor interior. Entonces se despidió de mí: «Adiós, pequeña Bupu». Utilizó el apelativo «pequeña», el mejor que me han dedicado. —De nuevo miró retadora al semicírculo—. Él nunca se burló de mí, ¡nunca!

Rompió a llorar, y sus sollozos fueron el único sonido que agitó la tensa atmósfera. Caramon, conmovido, se cubrió el rostro mientras Tas, por su parte, buscaba un pañuelo con el que secar las lágrimas.

Transcurrido un breve intervalo Par-Salian abandonó su pétreo asiento y caminó hacia la enana gully, que lo observaba recelosa, asaltada por un súbito ataque de hipo.

—Perdóname, Bupu —le suplicó con tono grave—, si te he ofendido. Debo confesar que he empleado la crueldad a propósito, animado por el deseo de encolerizarte y obligarte, así, a que nos contaras tu versión de los hechos. Ahora conozco la verdad. —A pesar de exhibir en su faz las huellas del agotamiento, el mago estaba exultante—. Quizá después de todo no fracasamos en nuestro empeño de infundirle compasión —murmuró refiriéndose a Raistlin, a la vez que acariciaba las ásperas greñas de la enana—. No, él nunca te habría menospreciado, pequeña. Avivaste en él el recuerdo de quienes lo habían rebajado en la niñez.

A Tas se le nublaba la visión y oía llorar a Caramon junto a él, aunque ambos se abandonaban calladamente a sus emociones. Cuando logró serenarse el kender corrió a retirar a Bupu, que empapaba con sus borbotones el repulgo de la blanca túnica del mago.

—¿Es ésta la razón por la que Crysania realizara su azaroso viaje? —preguntó Par-Salian a Tasslehoff al ver que se aproximaba. El hechicero prendió sus ojos de la fría y rígida forma que se extendía bajo el lienzo, perdidas las pupilas en una penumbra que no podía distinguir—. ¿Crees que ella será capaz de reanimar la llama de bondad que nosotros no supimos encender?

—Sí —fue la escueta respuesta del kender, incómodo frente a la penetrante vigilancia de su interlocutor.

—¿Y por qué se ha trazado ese objetivo? —insistió el anciano dignatario.

Tas atrajo a Bupu hacia sí y le tendió su pañuelo, ignorando su perplejidad por no tener la menor idea del uso que debía darle. Tras manosearlo unos segundos, la enana se pasó por la nariz un pliegue de su vestido.

—Según Tika… —empezó a explicar el kender, pero las palabras se negaban a salir.

—¿Qué opinaba Tika? —lo ayudó Par-Salian al advertir su turbación.

—Que lo hacía por amor a Raistlin —declaró el hombrecillo de manera precipitada.

El gran maestro asintió con la cabeza, y desvió la faz hacia Caramon.

—¿Y tú, guerrero? —inquirió, de pronto.

El interpelado levantó la testa y, desconcertado, miró al presidente del cónclave.

—¿Lo quieres aún? Has afirmado antes que estás dispuesto a retroceder en el tiempo para destruir a Fistandantilus, una misión llena de peligros. ¿Es tu amor por tu gemelo lo bastante intenso? ¿Arriesgarías tu vida por él, como ha hecho esta dama? No contestes sin reflexionar, piensa que tu empresa no está destinada a salvar el mundo. Lo que proyectas es rescatar un alma, nada más… y nada menos.

Vibraron los labios del hombretón, más ningún sonido brotó de ellos. Sin embargo, iluminaba sus facciones una alegría, un júbilo que nacía en sus entrañas. Sólo acertó a agitar la cabeza.

—He tomado una decisión —anunció Par-Salian, vuelto hacia la asamblea.

Una figura se incorporó entre los presentes, vestida de negro y aún cubierta con la capucha. Al desprenderse de ella, Tas la reconoció como la mujer que lo había traído a la sala. Estaba contraída por la ira, sus manos se movían como hirientes dardos frente al pecho del dignatario.

—Nos oponemos a su puesta en práctica —bramó la portavoz de los nigromantes—. Eso significa que no puedes formular el hechizo.

—El amo de la Torre puede invocar un encantamiento en solitario si así le place, Ladonna —replicó Par-Salian—, se trata de uno de los privilegios otorgados a quienes ostentan mi rango. Raistlin descubrió este secreto cuando se erigió en dueño y señor de la Torre de Palanthas, y yo no soy su inferior. No necesito a los sabios rojos ni negros si tal es mi voluntad.

—Cierto, gran maestro, lo sé. No te somos imprescindibles para obrar el prodigio, pero sí para que concluya con éxito. —El tono de la dama se tornó amenazador—. Dependes de nuestra colaboración, aunque sea silenciosa, porque de lo contrario se alzarán las brumas de nuestra sapiencia y eclipsarán la luz de la luna plateada. Si eso sucede, fracasarás.

—Olvidemos a Raistlin —propuso Par-Salian, resuelto a apurar todos los argumentos— y centrémonos en Crysania. ¿Permitiremos que se suma en un letargo eterno, sin devolverla nunca a la vida?

—¿Qué puede importarnos a nosotros la vida de una sacerdotisa de Paladine? —comentó Ladonna con una mueca irónica—. Nuestras preocupaciones pertenecen a esferas más elevadas y, además, juzgo impropio discutirlas en presencia de extraños. Expúlsalos de aquí —señaló a Caramon y a sus dos amigos— para que celebremos un consejo privado.

—Una sugerencia muy atinada —respaldó a la fémina el representante de los sabios investidos de rojo—. Nuestros huéspedes están cansados, hambrientos, y creo que encontrarán en extremo tediosas las diferencias familiares de este cónclave.

—De acuerdo —concedió el anciano, si bien su tono abrupto no pasó desapercibido a Tas—. Seréis llamados en su momento —dijo al trío.

—¡Esperad! —suplicó Caramon—. ¡Deseo asistir a este acto!

El fornido humano calló, atragantándose a causa de la sorpresa. La estancia había desaparecido, con sus ocupantes y las butacas de piedra.

Tan sólo permanecían a su lado Tas y Bupu, aquél muy ocupado en examinar su nuevo entorno. En efecto, se hallaban en una acogedora alcoba semejante a las de «El Último Hogar». El fuego ardía en la chimenea, tres mullidos lechos se alineaban en un extremo y, frente a las llamas, se erguía una mesa cargada de suculentos manjares. El aroma del pan recién horneado y la carne asada en las brasas activaron el apetito del kender. Estaba encantado, se le hacía la boca agua.

—Creo que hemos ido a dar con el lugar más maravilloso del mundo —aseveró.

14 Un alma en juego

El anciano mago de la túnica alba se hallaba en un estudio muy similar al que Raistlin utilizaba en la Torre de Palanthas excepto en que los libros, también alineados en estanterías, estaban encuadernados en piel blanca. Las runas plateadas de los lomos y cubiertas reverberaban bajo la luz del chisporroteante fuego, que difundía por la estancia un calor excesivo para el visitante corriente. Sin embargo, Par-Salian, que tenía el frío de la edad metido en los huesos, encontraba acogedora aquella atmósfera caldeada. Estaba sentado frente a su escritorio, contemplando las llamas, cuando lo sobresaltó el tímido golpeteo de unos nudillos en su puerta.

—Adelante —dijo con un suspiro.

Un joven hechicero, vestido del mismo color blanco apareció en el dintel para dar paso, con una reverencia, a una mujer ataviada de negro. Ella aceptó el homenaje sin proferir ningún comentario, acostumbrada al tratamiento que exigía su rango. Se quitó la capucha y dejó atrás al discípulo, deteniéndose en el dintel de la cámara en espera de que éste cerrara la puerta a su espalda para entrevistarse, en privado, con Par-Salian. Era Ladonna, la actual cabecilla de los nigromantes de la Orden.

Dirigió la fémina una penetrante mirada a la sala. Una gran parte de su interior se diluía en las sombras, allí donde la fogata no proyectaba su luz. Las cortinas estaban echadas, bloqueando la entrada de los rayos lunares, así que Ladonna alzó una mano y pronunció unos versículos que habían de permitirle escudriñar la penumbra. Una serie de objetos comenzaron al instante a brillar con un singular resplandor rojizo, indicativo de que poseían virtudes arcanas: un bastón apoyado en el muro, un prisma de cristal que descansaba en el escritorio, un candelabro de múltiples brazos, un gigantesco reloj de arena y algunas de las sortijas que adornaban los dedos del anciano. No pareció alarmarse, sino que se limitó a estudiarlos uno tras otro y asentir con la cabeza antes de tomar asiento, satisfecha, cerca de la labrada mesa. Par-Salian la observaba, esbozada una sonrisa en su ajado rostro.

—Te aseguro que no hay criaturas del más allá agazapadas en los rincones —declaró secamente—. De haber querido desterrarte de este plano, querida, lo habría hecho tiempo atrás.

—¿En nuestra juventud? —replicó Ladonna. Su cabello, de un gris plomizo, estaba recogido en una intrincada trenza que al culebrear por su cabeza, enmarcaba una faz cuyo atractivo realzaban, además, los surcos de la madurez. En efecto, tales surcos parecían haber sido cincelados por un delicado artista y, así, reflejaban tanto su inteligencia como su oscura sabiduría—. Habríamos librado entonces una reñida lid, gran maestro —apostilló.

—Prescindamos de los títulos —le rogó Par-Salian—. Hace demasiados años que nos conocemos para caer en formulismos.

—Sí, tantos que difícilmente podríamos disimular uno frente a otro —agregó la dama con una sonrisa, a la vez que posaba la vista en el fuego.

—¿Te gustaría volver atrás, Ladonna? —indagó el hechicero.

—¿Y tener que someter de nuevo a examen mi habilidad, sapiencia y dotes? ¿De qué serviría repetir el proceso? No, no me seduce la idea. ¿Y a ti?

—Habría coincidido contigo hace algunos lustros, pero ahora no estoy tan seguro —admitió él.

—Sea como fuere, y por muy agradable que resulte revivir el pasado, es otra la misión que me ha traído a tu estudio —anunció la nigromante en tono severo y frío—. He venido para oponerme a este desatino. Espero que no hablases en serio durante el cónclave, Par-Salian. —Se inclinó hacia adelante y sus ojos relampaguearon—. Ni siquiera tu probada bondad puede inducirte a enviar a ese necio humano a una época remota, con la misión de detener a Fistandantilus y salvar el alma de su hermano. ¡Piensa en el peligro! Podría alterar la Historia, y todos nosotros cesaríamos de existir.

—La bondad nada tiene que ver con este asunto, eres tú quien debe reflexionar, Ladonna —le espetó el dignatario—. El tiempo es un gran río que fluye sin tregua, más ancho y caudaloso que ninguno de los que conocemos. Arroja una piedra a su rugiente curso, ¿crees acaso que dejará de discurrir, o que sus aguas retrocederán? ¿Supones que se desviará su cauce en otra dirección? ¡Por supuesto que no! La piedra, el guijarro, producirá unos rizos en su superficie y se hundirá al instante. Impasible, el río no mudará su recorrido.

—¿De qué hablas? —inquirió la hechicera sin comprender el símil.

—Comparo a Caramon y Crysania con guijarros, querida —explicó Par-Salian—. No afectarán el transcurso del tiempo más de lo que lo harían dos rocas lanzadas al fondo del Thon-Salarian. Son dos piedrecitas —repitió.

—Según Dalamar no apreciamos en lo que vale el poder de Raistlin —le recordó Ladonna—. De no estar convencido de su éxito no se aventuraría, no es ningún demente.

—Está seguro de averiguar la fórmula mágica que necesita, y eso no podemos impedírselo. Pero el encantamiento nada significa si no cuenta con la ayuda de Crysania, por eso la sacerdotisa tiene que hacer ese viaje.

—Sigo sin entender…

—¡Debe morir, Ladonna! —la interrumpió el viejo mago—. ¿Me obligarás a conjurar una visión? Debe ser enviada a una era en la que todos los clérigos desaparecieron de estas tierras. Raistlin aseveró que tendríamos que mandarla, que no nos quedaría otra opción, y también afirmó que era el único medio a nuestro alcance para contrariar sus planes. Crysania es su mayor esperanza… y su temor más latente. Sin su auxilio no traspasará la puerta, pero ha de acompañarle por su propia voluntad y ése es el motivo de que se haya propuesto debilitar su fe, desencantarla hasta tal punto que ella decida actuar a su lado. —Hizo una pausa y, ondeando su mano en el aire, añadió—: No perdamos más tiempo, el hechicero parte mañana y hay que ponerse manos a la obra.

—En ese caso, mantenla aquí —sugirió Ladonna desdeñosa—. Me parece más sencillo.

El mago meneó la cabeza.

—Volvería a buscarla —argumentó él—. Y para entonces habría adquirido unos conocimientos arcanos que le permitirían hacer cuanto le plazca.

—Mátala.

—Ya se ha intentado, sin el menor éxito. Y por otra parte ni siquiera tú, con todo tu poder, la destruirías mientras permanezca bajo la protección de Paladine.

—Quizás el dios impedirá que emprenda el viaje.

—No. He estudiado los augurios y se mantiene neutral, ha dejado el problema en nuestras manos. Crysania es aquí un vegetal, ninguna criatura viviente es capaz de restituirle el aliento. Quizá Paladine ha resuelto que perezca en un lugar y un tiempo en los que su muerte tenga un sentido. De ese modo se completará su ciclo de existencia.

—Veo que has determinado enviarla a un fin irreversible —susurró la dama con expresión de perplejidad—. Tu túnica inmaculada se teñirá de sangre, viejo amigo.

Par-Salian, desfigurado el rostro, estampó los puños en la mesa.

—¡No azuces más el fuego, bastante dolorosa es la encrucijada en la que me encuentro! —le reprochó—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿No comprendes que estoy en una situación límite? Veamos, ¿quién es el adalid de los nigromantes?

—Yo —respondió Ladonna.

—¿Y quién ocupará ese puesto si él regresa victorioso?

La interpelada frunció el ceño y calló.

—Comienza a hacerse la luz en tu mente —constató el anciano—. Sé que mis días están contados, Ladonna. ¡Oh, sí, mis facultades perduran! Quizás incluso se hallen en pleno apogeo, pero todas las mañanas, al levantarme, me traspasa el aguijón del miedo. ¿Y si hoy incurro en un titubeo senil? Cada vez que me falla la memoria al invocar un hechizo me pongo a temblar, sabedor de que llegará el momento en que no recuerde las palabras correctas. Estoy cansado —confesó, cerrando los ojos—. Lo único que anhelo es recogerme en esta alcoba, sentarme frente a las cálidas llamas y anotar en mis libros los conocimientos adquiridos a través de los años. Sin embargo, no puedo claudicar, he de ser yo quien elija a mi sucesor y evitar que ostente mi rango quien no ha de darle buen uso. No me arrancarán de mi butaca en el semicírculo. Te aseguro que me juego en esta empresa mucho más que cualquiera de vosotros.

—Quizá te equivoques —repuso la hechicera sin apartar la vista de la crepitante fogata—. Si Raistlin vuelve con el triunfo dejará de existir el cónclave, todos nos convertiremos en sus siervos. ¡Pero continúo oponiéndome a esta locura, Par-Salian! —lo imprecó con los puños cerrados—. El riesgo es excesivo. Crysania debe permanecer aquí, dejemos que Raistlin descubra los secretos de Fistandantilus y preparémonos para su retorno. Aunque no desestimo su poder, es evidente que transcurrirán lustros antes de que domine las artes impartidas por su antecesor en su largo período de vida. Durante todo ese tiempo tomemos medidas, armémonos contra él. Podemos…

La interrumpió un crujir de pasos en las sombras de la estancia. La nigromante se apresuró a volverse, introducida su mano en uno de los bolsillos secretos de su atuendo.

—Detente, Ladonna —le ordenó una voz—. No malgastes tus energías invocando un hechizo de protección. No soy una criatura de ultratumba, Par-Salian nunca mentiría en esas cuestiones.

La figura avanzó hasta el círculo de luz dibujado por el fuego, envuelta en los rojizos fulgores que despedía su túnica. Ladonna se acomodó, aliviada, en su asiento, si bien la ira que irradiaban sus pupilas habría hecho retroceder a un aprendiz.

—No, Justarius —dijo fríamente—, no vienes del más allá. ¿De modo que has conseguido zafarte de mi agudo escrutinio? No cabe duda de que tu astucia aumenta cada día que pasa. Y tú envejeces al mismo ritmo, amigo mío —se dirigía a Par-Salian—, si necesitas ayuda para tratar conmigo este asunto.

—Estoy seguro de que la sorpresa del gran maestro al descubrir mi presencia es mayor que la tuya, Ladonna —intervino el llamado Justarius antes de que lo hiciera el indignado anciano.

Arremangándose el repulgo de sus encarnadas vestiduras, el recién llegado fue a sentarse en la otra butaca que flanqueaba el escritorio. Cojeaba al andar, su manera de arrastrar el pie demostraba que Raistlin no era el único en exhibir en su anatomía los estragos de la Prueba.

—Aunque, por otra parte, quizá nuestro adalid haya preferido ocultarnos su penetrante sensibilidad —rectificó sin tardanza.

—Es obvio que te he detectado —apostilló el interesado—. Lo que ocurre es que no he querido romper el hilo de nuestra charla.

—En cualquier caso, poco importa —dijo el hechicero ataviado de rojo para zanjar la cuestión—. Sólo quería escuchar tus explicaciones a Ladonna.

—No necesitabas recurrir a ardides —lo reprendió el gran maestro—, de haberme pedido audiencia te habría expuesto los mismos puntos.

—Acaso alguno menos, ya que yo no habría osado presentar la réplica. Estoy de acuerdo contigo, desde el principio he aprobado tu proceder, pero si mi postura es favorable es porque conozco la verdad.

—¿Qué verdad? —repitió Ladonna. Miró de hito en hito a sus dos contertulios, dilatados sus ojos en una mezcla de cólera y sorpresa.

—Tendrás que mostrársela —instó Justarius al anciano sin mudar el tono de voz—, de otro modo nunca la convencerás. Haz que vea dónde radica el más grave peligro.

—¡No voy a ver nada! —protestó la nigromante en la cumbre de su enfado—. No os esforcéis, no me haréis creer un ápice de vuestras confabulaciones.

—Tendrá que invocar el encantamiento por sí misma, así olvidará sus resquemores —sugirió el mago de rojo encogiéndose de hombros.

Par-Salian emitió un quedo gruñido y, a continuación, tendió a Ladonna el prisma de cristal que reposaba en el escritorio. Cuando ella lo hubo asido, le indicó:

—El bastón de la esquina perteneció a Fistandantilus, el más poderoso brujo que nunca existiera. Formula el encantamiento de la visión, Ladonna, y contempla la vara.

La dignataria acarició el prisma dubitativa, sin cesar de espiar a aquellos dos hombres que tan poca confianza le inspiraban.

—¡Vamos! —apremió el anciano—. No lo he manipulado ni urdido ninguna argucia, sabes perfectamente que soy incapaz de traicionarte.

—Sin embargo, podrías engañar a otros sin reparos —lo acusó Justarius.

Par-Salian le clavó una fulgurante mirada, pero se abstuvo de responder.

Movida por una súbita resolución, Ladonna alzó el cristalino objeto y lo llevó a la altura de sus ojos mientras entonaba unos versículos de asonante y forzada rima. Al instante, un arco iris de luz brotó del prisma e iluminó con sus vivas tonalidades la lisa vara que se apoyaba en un sombrío rincón del estudio. Se formó un espectro multicolor, un refulgente abanico que envolvió el cayado como si quisiera infundirle vida, y eso fue lo que hizo: su reseca madera comenzó a vibrar y, al alcanzar la incandescencia, asumió la imagen de su dueño.

La hechicera examinó aquel contorno durante largos minutos y luego, despacio, bajó el prisma que se había aplicado a las pupilas. En el momento en que dejó de concentrarse se desvaneció el aparecido y el arco iris se apagó, en un débil parpadeo.

—Y bien, Ladonna, ¿seguimos adelante con nuestro proyecto? —la interrogó Par-Salian ignorando su intensa palidez.

—Permíteme estudiar el encantamiento que ha de catapultarlos al pasado —solicitó ella con voz temblorosa.

—¡Eso es imposible, no deberías pedírmelo! —exclamó el gran maestro en el límite de su paciencia—. Sólo los amos de las Torres están autorizados a penetrar los entresijos del hechizo…

—Tengo al menos derecho a ver el texto —fue la gélida contestación—. Oculta los componentes y las palabras a mis sentidos de ser tal tu deseo, pero no me niegues la oportunidad de leer los otros pormenores. Discúlpame si mi fe en ti, viejo amigo —se endurecieron sus rasgos—, no es la de otros tiempos. He de confesar que, en mi opinión, tus vestiduras se están volviendo tan grises como tu cabello.

Justarius sonrió ante el comentario, al parecer divertido. Par-Salian, por el contrario, se agitó indeciso en su butaca.

—Mañana al alba, no lo olvides —le urgió el joven mago para forzar su resolución.

Molesto, a regañadientes, el mandatario de alba túnica se puso en pie y tiró de una cadena de plata apenas visible bajo su peto, de la que pendía una llave de idéntico metal… la llave que tan sólo el amo de la Torre de la Alta Hechicería ostentaba el privilegio de utilizar. Años atrás existían cinco, ahora únicamente perduraban dos. Se desprendió el anciano de la valiosa pieza, que siempre portaba ceñida al cuello, y la insertó en un ornamentado cofre que se erguía cerca del escritorio, mientras los tres magos se preguntaban en silencio si Raistlin estaría haciendo lo mismo en aquel instante, con su propia llave, o quizás incluso extraía del interior de su cofre un libro de hechizos cuya argéntea encuadernación era una réplica exacta de la que ellos poseían. Acaso ambos adalides pasaban al unísono las sagradas páginas, despacio y con solemnidad, hojeando los encantamientos reservados a los señores de las Torres.

Antes de abrir la cubierta, Par-Salian musitó las palabras prescritas que sólo los de su rango conocían; de no hacerlo, el volumen se habría desvanecido entre sus manos. Al llegar al correcto recogió el prisma en el lugar donde lo depositara Ladonna y lo sostuvo sobre el pergamino, a la vez que repetía los mismos versículos de áspera rima que pronunciara la nigromante.

Brotó el arco iris, derramando su luz sobre la página. Una orden del anciano hizo que los rayos luminosos se desviaran hacia un muro desnudo situado al otro lado de la sala.

—Mirad, en esa pared va a dibujarse la descripción escrita del encantamiento —dijo a sus acompañantes con acento iracundo.

Ladonna y Justarius se apresuraron a obedecer y, de ese modo, leyeron las frases a medida que las proyectaba el objeto de cristal. Ninguno de ellos logró distinguir los componentes ni la fórmula, que aparecían ante sus ojos en borrosos caracteres fruto del arte del gran maestro o, acaso, de las condiciones impuestas por el hechizo mismo. Por lo demás, el texto era perfectamente inteligible.

»La capacidad de retroceder en el tiempo está al alcance de los elfos, humanos y ogros, por tratarse de razas que los dioses crearon en los inicios de la Historia y que, por consiguiente, viajan al ritmo de su devenir. No están autorizados a usar este encantamiento los enanos, los gnomos ni los kenders, seres que nacieron de manera accidental, escapando a las previsiones de las divinidades (consúltese el párrafo dedicado a la Piedra Gris de Gargath, apéndice G). La introducción de una de tales criaturas en una era pasada podría tener graves repercusiones en el presente, aunque se ignoran sus dimensiones. (Una nota, escrita a mano por Par-Salian con trazo inseguro, sumaba el término draconianos a las razas sobre las que pesaba la prohibición).

»Existen peligros, sin embargo, que el mago debe tener en cuenta antes de proceder a la realización del prodigio. Si muere durante su periplo en el tiempo, el futuro no resultará afectado, pues su fallecimiento redundará en la estricta actualidad. Su muerte no alterará, de hecho, ni el pasado, ni el presente ni el porvenir salvo en aquellas circunstancias ya prescritas de antemano y, por ende, carentes de interés. Tal es el motivo de que no malgastemos nuestras energías en la formulación de hechizos protectores.

»El mago no podrá cambiar de ninguna manera los sucesos ocurridos previamente, una precaución de todo punto imprescindible. Así, este encantamiento sólo resultará útil a los estudiosos tal como, de buen comienzo, fue concebido. (Otra nota, ésta en una caligrafía mucho más antigua que la de Par-Salian, indicaba al margen: No es posible impedir el Cataclismo, lo hemos aprendido a costa de nuestro sufrimiento y a un alto precio. Descanse su alma en el seno de Paladine).

—Ahora comprendo cuál fue su destino —comentó Justarius sorprendido—. Ha sido un secreto celosamente guardado a través de las generaciones.

—Fue absurdo intentarlo siquiera —coreó Par-Salian—, pero se hallaban en una situación desesperada.

—Al igual que nosotros —intervino Ladonna con cierta amargura—. ¿Hay más información?

—Sí, en la página siguiente —respondió el gran maestro.

«Si el mago no desea viajar personalmente, sino que se dispone a enviar a otro (siempre atento a las salvedades raciales ya descritas), debe equipar a quien realice el periplo con un ingenio susceptible de activarse a voluntad de tal suerte que, en cualquier momento, éste pueda regresar a su tiempo».

A continuación se exponían las características y métodos de construcción de los artefactos mencionados…

—Eso es todo cuanto nos incumbe —concluyó Par-Salian y, con un simple gesto de la mano, absorbió el abanico luminoso entre sus finos dedos hasta que hubo desaparecido por completo—. El resto no contiene más que detalles técnicos relativos a estos aparatos. Poseo uno antiguo, se lo entregaré a Caramon.

Puso un énfasis inconsciente en el nombre del humano, si bien los otros dos sabios no dejaron de advertirlo. Ladonna esbozó una sonrisa impregnada de ironía y se acarició el negro ropaje, mientras Justarius se limitaba a menear la cabeza. Par-Salian, por su parte, pensó, de pronto, en las implicaciones y se hundió en su butaca con la pesadumbre dibujada en la faz.

—Así que el guerrero utilizará ese objeto en solitario —constató el representante de la Neutralidad—. Me has revelado por qué mandamos a Crysania, sé que ha de emprender un viaje sin retorno. Pero ¿Y Caramon?

—Él será mi redención. —El viejo mago hablaba sin alzar la vista, puestos los ojos en aquellas trémulas manos que reposaban sobre el esotérico libro—. Su cometido en esta empresa es salvar un alma, tal como yo mismo le puntualicé: lo que ignora es que no será la de su hermano.

Levantó ahora la mirada, una mirada de consternación que fijó primero en Justarius y, acto seguido, en Ladonna. Ambos hicieron ademán de asentir.

—La verdad podría destruirle —justificó el mago de la Túnica Roja.

—Poco es lo que resta por destruir —lo corrigió la dama, rígida cual un témpano de hielo. Se puso en pie y su colega la imitó, algo vacilante hasta que consiguió equilibrarse sobre su lisiado miembro—. Mientras te desembaraces de la mujer —se dirigía a Par-Salian—, poco me importa lo que hagas con ese hombretón. Si crees que limpiará la sangre de tu atavío, ayúdale, no te detengas. En el fondo todo este asunto se me antoja divertido, pues pone de manifiesto que a medida que envejecemos nos hermanamos. No somos tan distintos ¿verdad, amigo mío?

—Las diferencias existen, Ladonna —replicó el aludido con una mueca que delataba su agotamiento—. Son los contornos los que pierden precisión, las líneas exteriores las que se tornan borrosas. ¿Significan tus palabras que el sector que encabezas respaldará mi decisión?

—No tenemos otra alternativa —se resignó ella sin demostrar sus emociones—. Si fracasas…

—Goza con mi caída —la invitó Par-Salian.

—Lo haré —repuso la dama—, más aún a sabiendas de que será el último espectáculo que pueda disfrutar en esta vida. Adiós, gran maestro.

—Adiós, Ladonna.

—Una mujer inteligente —comentó Justarius cuando la puerta se hubo cerrado tras ella.

—Una rival digna de ti —apuntó el anciano, recobrando su erguida postura tras el escritorio—. Me gustará veros batallar para ocupar este puesto.

—Espero que tengas oportunidad de hacerlo —contestó su oponente con la mano en el picaporte—. ¿Cuándo formularás el hechizo?

—Mañana a primera hora. —La voz del dignatario resonó gris en la alcoba—. Los preparativos requieren días de arduo trabajo, pero ya lo tengo todo a punto.

—¿No necesitas ayuda?

—Ni siquiera recurriría a la de un aprendiz, es demasiado extenuante. Sin embargo, hay algo que podrías hacer: disolver el cónclave en mi nombre.

—Descuida, cumpliré tu encargo. ¿Tienes instrucciones para el kender y la enana gully?

—Devuelve a la mujer a su casa, con algunas bagatelas que sean de su agrado. En cuanto al kender, mándale donde mejor te parezca salvo a las lunas, por supuesto. No le ofrezcas nada —añadió sonriente—, estoy seguro de que habrá recopilado suficientes tesoros antes de partir. Registra discretamente sus bolsas pero, a menos que halles algo importante, deja que conserve lo que haya encontrado.

—¿Y Dalamar?

—Sin duda el elfo oscuro ya no está en la Torre, le horroriza la idea de hacer esperar a su Shalafi. —Los arrugados dedos del maestro tamborilearon sobre la mesa y su ceño, salpicado de hondos surcos, se frunció en señal de frustración—. ¡Es extraño el embrujo que irradia Raistlin! Nunca te has tropezado con él, ¿verdad? No, claro. Recuerdo que yo mismo sentí su atractivo influjo sin comprender de dónde provenía.

—Quizá yo pueda explicarlo —aventuró Justarius—. Todos hemos sufrido la burla ajena en un momento de nuestras vidas, todos hemos envidiado al hermano. Hemos experimentado el dolor, hemos conocido instantes de fragilidad y hemos anhelado, al igual que él, aplastar a nuestros enemigos. Si lo compadecemos, lo odiamos y lo tememos al mismo tiempo, es porque anida algo de él en nuestras entrañas, algo que no nos confesamos sino en lo más oscuro de la noche.

—Cierto, todas las criaturas tenemos algo en común. La más bondadosa es equiparable a la más abyecta, aunque rehuse admitirlo. ¡Dichosa sacerdotisa! ¿Por qué se ha entremetido en este espinoso asunto? —vociferó el anciano hechicero.

—Adiós, amigo —lo atajó el joven al reparar en su creciente desasosiego—. Aguardaré junto al laboratorio por si precisas de mí cuando hayas terminado.

—Gracias —murmuró Par-Salian sin alzar el rostro.

Justarius salió renqueando del estudio y, al cerrar la puerta con excesiva precipitación, dejó un pliegue de su túnica atrapado en el quicio. Desencajó la hoja para liberarlo y reanudó la marcha, no sin antes oír unos sollozos procedentes del escritorio.

15 Las desventuras de un kender

Tasslehoff Burrfoot estaba aburrido. Como todo el mundo sabe, nada hay más peligroso que un kender corroído por tal sensación.

Bupu, Tas y Caramon estaban cenando. Era un ágape presidido por el tedio. El guerrero, absorto en sus cavilaciones, no pronunció una sola palabra y permaneció inmóvil, encerrado en su mutismo, mientras devoraba sin paladearlo todo cuanto se exponía a sus ojos. La enana ni siquiera se había sentado junto a sus compañeros. Se había hecho con un cuenco y se embutía el alimento en la boca con la rapidez que aprendiera entre los de su raza. Tras vaciar el primer recipiente agarró una salsera, la mantequilla, azúcar y nata y lo engulló todo mezclado a idéntica velocidad, antes de apoderarse de una fuente de patatas al horno y empezar a consumirlas. Cuando Tas se percató de su descontrolada avidez se disponía a tragar un puñado de sal, siempre utilizando las manos en lugar de cubiertos. Por fortuna, el kender la detuvo a tiempo.

—Me siento mucho mejor —dijo el hombrecillo a la vez que apartaba su plato y trataba de ignorar a Bupu, que se había lanzado sobre los restos y los lamía con deleite—. ¿Y tú, Caramon, cómo te encuentras? Vayamos a explorar.

—¡Explorar! —exclamó el guerrero, dirigiéndole una fulminante mirada que le hizo titubear—. ¿Estás loco? ¡No atravesaría esa puerta ni aunque me esperasen al otro lado todos los tesoros de Krynn!

—¿De verdad? —preguntó Tas excitado—. ¿Y por qué? Oh, Caramon, te lo ruego, cuéntame qué hay en el exterior.

—No lo sé —fue la decepcionante respuesta—, pero debe ser espantoso.

—No he visto centinelas…

—No, y existe una buena razón para que nadie nos vigile —lo interrumpió su fornido amigo—. Si no han apostado guardianes no es porque confíen en nosotros, sino porque nadie en sus cabales se aventuraría en los pasadizos de la Torre. Conozco bien esa expresión que acabas de adoptar, Tasslehoff, y te ordeno que la borres de tu semblante. Aunque lograras salir, cosa que dudo —observó la cerrada hoja con temor—, probablemente te precipitarías en los poco acogedores brazos de un espectro o algo peor.

Las pupilas de Tas se dilataron de ansiedad, si bien consiguió reprimir el comentario jubiloso que afloraba en sus labios. Tras posar la vista en sus botines para calmar aquel acceso de entusiasmo, admitió:

—Creo, Caramon, que por un momento he olvidado dónde estamos.

—Así es —lo reprendió el guerrero con severidad, antes de frotarse los doloridos hombros y agregó—: Estoy muy cansado, necesito dormir. Te aconsejo que tú y la pequeña Bubu, Pupu o como se llame os acostéis también. ¿De acuerdo?

—Haremos lo que tu digas, Caramon, no te inquietes.

La enana gully, saciada hasta el embotamiento, ya se había acurrucado sobre una estera extendida frente al fuego. Utilizaba como almohada un montículo de puré de patatas que no le había quedado apetito para consumir.

Caramon espió al kender con evidente recelo y éste, al advertirlo, asumió la actitud más próxima a la inocencia que les es dado exhibir a los de su raza. Tanta docilidad hizo que su oponente lo señalara amenazador y lo obligase a empeñar su palabra.

—Prométeme que no abandonarás esta estancia, Tasslehoff Burrfoot —lo conminó—. Júramelo por tu honor, como harías con Tanis si estuviera aquí.

—Lo juro por mi honor —repitió el kender en solemne postura—, como haría con Tanis si se hallara entre nosotros.

—Bien, te creo.

Suspiró el humano y se derrumbó sobre un lecho que crujió en ostensible protesta, hundiéndose el colchón hasta el suelo bajo tan terrible peso.

—Supongo que alguien vendrá a despertarnos cuando tomen una decisión —declaró con voz mortecina.

—¿Estás realmente dispuesto a viajar al pasado? —lo interrogó Tas entre pensativo y nostálgico, sentado ya en su cama con la aparente intención de desabrocharse las botas.

—Sí, no es ninguna hazaña —susurró Caramon somnoliento—. Durmamos todos, ha sido un día muy ajetreado. Y… gracias, amigo. Me has prestado una gran ayuda. —Arrastraba las palabras, que acabaron por diluirse en un sonoro ronquido.

El kender permaneció inmóvil, a la espera de que la respiración de Caramon se tornara rítmica y regular, lo que no tardó en suceder dado el agotamiento tanto físico como emocional del guerrero. Al contemplar aquel rostro lívido, asolado por las lágrimas y el dolor, Tas sintió el aguijón de la conciencia, pero estaba acostumbrado a acallar tales punzadas con igual celeridad que un humano se sobrepondría a una picadura de mosquito.

«Nunca sabrá que me he ausentado —se dijo a sí mismo mientras gateaba por el suelo junto al lecho del compañero—. Además no se lo he prometido a él, sino a Tanis, que no saldría de esta cámara. Como Tanis no está aquí, mi juramento queda invalidado. Estoy seguro de que Caramon habría querido explorar los contornos de no haberle vencido el cansancio».

Siguió elucubrando el hombrecillo de tal manera que, cuando pasó sigiloso junto al rechoncho cuerpecillo de Bupu, estaba ya del todo convencido de que el guerrero le había ordenado inspeccionar la zona antes de acostarse. Manipuló el picaporte con cierto reparo, temeroso de que se cumpliera la advertencia de Caramon, pero éste cedió al instante. «Somos huéspedes, no prisioneros», se repetía.

Al menos que hubiera un espectro de guardia, nada lo detendría en su cometido. Asomó la cabeza, con suma cautela, por la hoja entreabierta y escudriñó a ambos lados del pasillo. Nada. No se veía ninguna figura, así que, tras exhalar un suspiro de desencanto, cruzó el umbral y cerró el acceso a la alcoba.

El pasadizo se prolongaba a derecha e izquierda, fundiéndose en las sombras de sendos recodos. Estaba desierto, reinaba en él un frío perturbador. En su lóbrego recorrido se dibujaban otras puertas, todas ellas cerradas a cal y canto, y no alegraba su trazado ningún elemento decorativo, ni tapices colgados de los muros ni alfombras extendidas sobre el suelo. Ni siquiera se divisaba la luz de una antorcha, acaso porque los magos se iluminaban por otros medios cuando deambulaban después del crepúsculo.

Un ventanuco situado en el extremo permitía que los rayos de Solinari, la luna de plata, se filtrasen a través del cristal, mas su radio de acción era reducido. Por un momento el kender consideró la posibilidad de retroceder hasta la sala que acababa de dejar y encender una tea, si bien no tardó en comprender que, de despertarse Caramon, quizá no recordaría que era él quien lo había incitado a reconocer el recinto.

«Me internaré en alguna de esas estancias, tomaré prestada una vela y, de paso, tendré la oportunidad de conocer a otros moradores de la Torre», resolvió el kender.

Avanzó por el pasillo, silencioso como los haces lunares que danzaban sobre los muros, hasta llegar a la siguiente puerta. «No llamaré, es probable que duerman —razonó, a la vez que posaba la mano en el picaporte—. ¡Está cerrada con llave!». Entusiasmado frente a la perspectiva de hallar una ocupación, al menos durante unos minutos, extrajo de una bolsa sus herramientas y las levantó hacia la argéntea luz eligiendo el alambre adecuado para forzar la cerradura.

—Espero que no la hayan atrancado mediante un hechizo —murmuró, sintiendo que un frío repentino entumecía sus huesos. No ignoraba que los magos recurrían en ocasiones a tales ardides, una costumbre que en su opinión de kender atentaba contra la ética más elemental. Pero quizás en una Torre de la Alta Hechicería, habitada sólo por criaturas arcanas, no juzgarían necesario invocar tales portentos. «Cualquiera podría echarla abajo con otro encantamiento», argumentó al objeto de tranquilizarse.

Como era de prever, el cerrojo no opuso resistencia a sus hábiles dedos. Con el corazón palpitante, el kender empujó el quicio de la puerta y espió el interior de la sala que se desvelaba a sus ojos. La única luz que la alumbraba era una débil fogata a punto de extinguirse, así que aguzó el oído para percibir cualquier sonido procedente del lecho, envuelto en penumbra. No llegaron hasta él ronquidos ni inhalaciones, y se decidió a entrar. En efecto, la cama estaba vacía.

«No les importará que me lleve una vela si no han de utilizarla», se convenció a sí mismo. Cuando detectó una con su aguda vista, encendió el pabilo aplicándolo a un carbón incandescente y, raudo pero meticuloso se entregó al placer de examinar las pertenencias del ocupante de la alcoba. No tardó en comprender que, quienquiera que éste fuese, no se distinguía por su pulcritud.

Dos horas después, y con varias habitaciones en su haber, Tasslehoff regresó cansino a la suya, abultados sus saquillos a causa de los fascinantes artículos que habían ido engrosándolos. Por descontado, abrigaba la firme intención de restituir todo a sus dueños a la mañana siguiente. Había recogido la mayoría de los objetos en las mesas, donde yacían esparcidos sin orden ni concierto, e incluso halló algunos abandonados en el suelo. También había rescatado atractivas bagatelas de los bolsillos de túnicas que seguramente debían lavarse, en cuyo caso se habrían extraviado y no serían útiles a nadie.

Antes de llegar, no obstante, y ya salvado el último tramo de pasillo, se detuvo sobresaltado al ver un torrente de luz en la rendija de su puerta.

—¡Caramon! —exclamó si bien, lejos de precipitarse, su cerebro se pobló de inmediato de centenares de excusas plausibles para justificar la larga ronda. Quizás el guerrero aún no lo había echado de menos, sumergido en los efluvios del alcohol. Sea como fuere, el kender avanzó de puntillas hasta la hoja cerrada y escuchó en perfecto silencio.

Oyó voces. Reconoció una como la de Bupu, pero la otra… Frunció el ceño pues, aunque le resultaba familiar, no acababa de identificarla.

—Te enviaré junto al Gran Pulp en cuanto me reveles su paradero. ¿Cómo voy a cumplir tu deseo si no me ayudas? —protestaba el desconocido, en un tono que denotaba cierta exasperación.

Al parecer hacía ya rato que duraban las negociaciones. Tas miró por el ojo de la cerradura y vio a Bupu, salpicadas las greñas de puré de patata, erguida en actitud recelosa frente a una figura ataviada de rojo. Al fin, Tas recordó dónde había oído aquella voz: pertenecía al mago del cónclave que había importunado sin descanso a Par-Salian.

—¡Gran Bulp! —corrigió indignada la enana gully—. Su título es Gran Bulp, no Gran Pulp. Está en casa. Mándame a casa y yo lo encontraré.

—De acuerdo. ¿Dónde está tu casa?

—Donde vive el Gran Bulp.

—¿Y dónde vive el Gran Pul… Bulp? —insistió el hechicero, abandonadas las últimas esperanzas.

—En casa —fue la sucinta respuesta de Bupu—. Ya te lo he dicho antes. ¿Tienes orejas debajo de esa capucha? Quizá seas sordo.

La diminuta mujer desapareció unos segundos del campo de visión de Tas, al agacharse para revolver en su hatillo. Cuando se levantó de nuevo exhibía en su mano un lagarto muerto, con una correa anudada en torno a su cola.

—Te curaré —ofreció—. Introduce el rabo en el lóbulo y…

—Agradezco tu interés —se apresuró a declarar el mago—, pero puedo asegurarte que no sufro ninguna anomalía. Veamos, ¿cómo se llama tu hogar? ¿Tiene algún nombre?

—El Pozzo, con dos zetas. Imaginativo, ¿verdad? —comentó ella orgullosa—. Fue idea del Gran Bulp. En una ocasión devoró un libro y aprendió mucho. Todavía lo guarda aquí —añadió, señalando su estómago.

Tas tuvo que cubrirse los labios con la mano para refrenar una carcajada, mientras advertía que el hechicero experimentaba problemas similares. Temblábanle los hombros bajo la túnica, y no pudo articular palabra hasta unos momentos después. Cuando lo hizo, su voz parecía quebrada.

—¿Cómo denominan los humanos a tu… tu Pozzo?

—De un modo muy feo. Se diría que escupen: Skroth.

—Skroth —repitió el sabio, desconcertado pero sin desistir de su propósito. De pronto, chasqueó los dedos y se le iluminó el rostro—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. El kender pronunció ese nombre en la asamblea. Sin duda te refieres a Xak Tsaroth.

—Te lo he dicho hace un minuto —gruñó Bupu—. ¿De verdad no quieres probar mi remedio contra la sordera? Insertas la cola…

Emitiendo un suspiro de alivio, el mago extendió la mano sobre la cabeza de la enana y comenzó a entonar un extraño cántico. Entre una y otra estrofa, derramaba sobre la pequeña gully un polvillo que la hacía estornudar violentamente.

—¿Ahora volveré a casa? —indagó Bupu, olvidadas sus suspicacias.

El hechicero no contestó, no podía interrumpir su fórmula.

«No es nada simpático —rezongó ella para sus adentros, molesta por la picazón que la agitaba cada vez que una nueva capa de polvo se depositaba sobre su cuerpo—. Ninguno de estos seres puede compararse a mi hombre cautivador. Él no se burlaba de mí, me llamaba "pequeña"».

La substancia harinosa que envolvía a la enana gully empezó a refulgir con una luz amarilla. Tas contempló sin resuello cómo los resplandores ganaban intensidad y se tornaban anaranjados, verde mar, azules y…

—¡Bupu! —susurró el kender. Su compañera había desaparecido.

«¡Y yo seré el próximo!», comprendió aterrorizado. En efecto, el renqueante individuo echó a andar hacia el lecho donde Tas, en una estratagema digna de su astucia, había confeccionado una tosca réplica de sí mismo para que Caramon no se preocupara en el caso de despertar.

—Tasslehoff Burrfoot —lo llamó con quedo acento el mago de Túnica Roja. Éste se hallaba ahora en un rincón de la alcoba y el kender había dejado de divisarle.

El hombrecillo estaba paralizado, aguardando que el sabio descubriera el engaño. No le asustaba la idea de ser atrapado, no sería la primera vez que escapara de un atolladero gracias a su locuacidad, pero le causaba un espanto indecible que lo mandaran a su recóndito país. Por mucho que se lo propusieran, no catapultarían a Caramon al pasado sin él.

«¡Mi amigo me necesita! —se revolvió en una muda agonía—. Ellos no saben que atraviesa momentos difíciles, no se han preguntado qué ocurriría si yo no estuviera a su lado para arrancarle de las tabernas».

—Tasslehoff —persistió el hechicero al no recibir respuesta. Debía hallarse junto a la cama.

Hundió el kender la mano en uno de sus saquillos y, sacando un puñado de quincalla, esperó contra toda esperanza encontrar algo útil. Abrió la palma, la alzó hacia la llama de su vela y columbró bajo su tenue luz un anillo, un grano de uva y una pelota de cera. Era obvio que estos últimos objetos no le interesaban, de modo que se desprendió de ellos.

—¡Caramon! —oyó que el mago interpelaba al guerrero con tono severo. El hombretón rezongó y gimió, no era difícil adivinar que su oponente lo estaba zarandeando—. Caramon, despierta. ¿Dónde está el kender?

Tas trató de ignorar la escena que se desarrollaba en la cámara para concentrarse en examinar la sortija. Probablemente era mágica, quizá si recordaba de qué dormitorio la había sustraído… ¿era el tercero o el cuarto de la izquierda? Poco importaba, lo que tenía que hacer era conjurar sus virtudes y, por regla general, eso se lograba con sólo ceñirla al dedo adecuado. El kender era un experto en estas cuestiones ya que, en el curso de una aventura, se había probado una accidentalmente y había sido transportado al palacio de un perverso brujo. Tal recuerdo lo detuvo, no sabía cuál sería el resultado si volvía a intentarlo.

Existía la posibilidad de que en su cerco se ocultara alguna clave reveladora. Sin pensarlo dos veces comenzó a voltearla entre sus dedos, tan precipitadamente que a punto estuvo de caérsele al suelo. ¡Por fortuna no era tarea liviana despertar a Caramon!

Era una joya sencilla, tallada en marfil y con dos piedras rosáceas. En el interior aparecían unas runas de imposible lectura, que evocaron en la memoria del kender aquellos anteojos de la visión que un día perdiera en Neraka. Sintió una gran congoja al pensar en ellos, e indignación al imaginar que acaso en la actualidad los lucía sobre sus ojos un abyecto draconiano.

—¿Qué… qué pasa? —balbuceó el amodorrado guerrero—. Indiqué a Tas que no se moviera, que había espectros…

—¡Maldita sea! —renegó el sabio con el rostro tan encendido como el atavío. ¡Se dirigía hacia la puerta!

—¡Escúchame, Fizban, te lo suplico! —murmuró el kender—. Si te acuerdas de mí, cosa que pongo en duda, ven en mi auxilio. Yo era aquel individuo de pequeña estatura que siempre recuperaba tu sombrero, estoy seguro de que ese detalle te permitirá identificarme. ¡No dejes que manden a Caramon a ese viaje en solitario! Puedes convertir esta alhaja en un anillo de invisibilidad, o de algo que les impida apresarme.

Entornando los párpados para no presenciar los horrores que quizá había invocado, Tasslehoff deslizó la sortija por su pulgar. A decir verdad, en el último momento abrió los ojos pues no quería perderse el espléndido espectáculo del Mal.

No se produjo ningún fenómeno, las pisadas desiguales del hechicero se aproximaban, implacables, a la cerrada puerta. Sin embargo, cuando la desilusión se cernía sobre el hombrecillo se obró un repentino cambio en su entorno. ¡El pasillo estaba creciendo a ritmo vertiginoso! Un potente silbido, semejante al del huracán, resonó en sus tímpanos, mientras los muros se lanzaban hacia las alturas y catapultaban el techo hacia el espacio. Boquiabierto, Tas contempló cómo se agrandaba la hoja de recia madera que lo separaba de su perseguidor hasta asumir un tamaño descomunal.

«¿Qué he hecho? —se reprendió alarmado—. ¿He magnificado toda la Torre? A lo mejor sus moradores no lo perciben o, si lo hacen, no le dan importancia».

La inmensa puerta se abrió, provocando una ráfaga de viento que casi arrastró el desvalido kender. Frente a él se erguía una gigantesca figura vestida de rojo.

—¡Un coloso! —exclamó Tas—. No sólo las dimensiones del edificio han aumentado, también la estatura de sus habitantes. Eso sí lo advertirán, al menos la primera vez que intenten calzarse. ¡Y montarán en cólera! La situación es tan grave como si yo, de pronto, midiera dos metros y no me cupiera la ropa.

No obstante, y pese a sus fundados temores, el kender observó perplejo que el mago no daba muestras de sentirse disgustado por tan repentino estirón. Se limitó a espiar el pasillo en ambos sentidos, vociferando:

—¡Tasslehoff Burrfoot!

Incluso bajó los ojos hacia el lugar donde él se encontraba, ¡sin verlo!

—Gracias, Fizban —dijo el kender emocionado, aunque procuró no levantar la voz. Se percató en el acto de que había pronunciado aquellas palabras en un tono chillón, diferente del habitual, y probó a invocar de nuevo el nombre de Fizban, no sin antes aclararse la garganta. El resultado fue idéntico.

No tuvo tiempo de reflexionar pues el gigante fijó la vista en el suelo, en la juntura de las piedras donde él se erguía, y comentó:

—¿De qué alcoba has escapado, pequeño amigo?

Inmóvil, sobrecogido, Tasslehoff contempló cómo aquel enorme ser se agachaba en su dirección con la manaza abierta. Los dedos se aproximaban para atraparlo, pero estaba tan asustado que no acertó a decir ni hacer nada sino que esperó que lo estrujara en su palma. Cuando eso sucediera todo habría terminado, el hechicero lo enviaría a casa sin tardanza a menos que le infligiera un castigo peor por agrandar su Torre en contra, probablemente, de sus deseos.

La mano se mantuvo unos segundos suspendida sobre su cuerpo y lo sujetó por la cola.

«¡La cola! ¡Yo no tengo cola! Sin embargo, por algún sitio debe haberme agarrado», pensó el hombrecillo en un mar de confusiones, mientras la mano le alzaba en el aire.

Logró girar la cabeza en su difícil equilibrio y descubrió que, en efecto, le había crecido un largo apéndice. Y no sólo eso, también nacían de su vientre cuatro patas rosadas que cubrían una pelambre blanca en vez de sus alegres calzones azules.

—Respóndeme enseguida —le urgió una voz imperiosa que estuvo a punto de dejarlo sordo—. ¿Quién te ha convertido en su familiar, diminuto roedor?

16 Viaje al pasado

«Familiar». Tasslehoff daba vueltas en su mente a este apelativo, que recordaba haber oído mencionar a Raistlin en alguna de sus conversaciones de otros tiempos. Las explicaciones del hechicero, poco a poco, fueron tomando cuerpo en su memoria.

—Algunos magos utilizan animales para determinados fines —le había contado—. Estas criaturas o familiares, que es su denominación común, actúan como extensiones de los sentidos de su señor. Pueden introducirse en lugares a los que él no tiene acceso, ver lo que a él le está vedado y escuchar conciliábulos sin haber sido invitados.

A Tas se le antojó entonces una idea brillante, si bien Raistlin no parecía muy entusiasmado porque, según él, era un síntoma de debilidad depender de otro ser vivo en cuestiones de suma importancia.

—¿Vas a contestar o no? —se impacientó el mago de Túnica Roja, a la vez que balanceaba en las alturas al supuesto roedor.

La sangre se agolpó en las sienes del kender causándole un mareo que, dada la situación, no era el peor de sus males. Le dolían las articulaciones de su tirante cola y, además, era indigno permanecer en tal postura. En un primer momento se le ocurrió pensar que era una suerte no tener a Flint como testigo de su ridicula desdicha.

«Supongo —se dijo tras una rápida reflexión—, que los familiares poseen el don del habla. Espero que se expresarán en lengua común y no mediante los extraños sonidos que emiten, por ejemplo, las ratas».

—Verás, yo pertenezco a… —se aventuró en voz alta mientras rebuscaba en su cerebro un nombre apropiado para un mago—. A Faikus —declaró al fin, recordando, de pronto, que así se llamaba un estudiante compañero de Raistlin.

—Debería haberlo imaginado —gruñó el mago con el ceño fruncido—. ¿Has salido para cumplir algún encargo de tu señor, o te dedicabas simplemente a deambular?

Comprobó Tas, aliviado, que el sabio soltaba su cola y lo depositaba en la palma de su mano, sin dejar por ello de sujetarlo con firmeza. Posó el kender-ratón sus temblorosas garras en el pulgar de su oponente y sus ojos, ahora saltones y tan encarnados como la túnica de su aprehensor, intercambiaron una intensa mirada con aquéllos otros oscuros y fríos.

«¿Qué voy a responderle?», vaciló Tas. Ninguna de las alternativas que discurrió le parecía convincente.

—Es mi noche libre —anunció en un tono agudo que pretendía aparentar indignación.

—Temo que has vivido demasiado tiempo en compañía de ese holgazán de Faikus —repuso el mago disgustado—. Mañana sostendré una larga charla con ese joven. Y en cuanto a ti ¡no empieces a contorsionarte, te lo ruego! por lo visto has olvidado que la familiar de Sudora suele salir a estas horas para recorrer los pasillos, a la caza de presas suculentas. Podrías haberte convertido en el poste de Marigold, y no creo que eso constituya una grata experiencia. Ven conmigo, cuando haya concluido la tarea de hoy te restituiré a tu amo.

Tasslehoff, que se disponía a hundir sus afilados colmillos en el pulgar del sabio, cambió repentinamente de idea. «Concluir la tarea de hoy —repitió para sus adentros—. Seguro que está relacionada con el viaje de Caramon, y de esta guisa no me resultará difícil escabullirme y partir junto a él».

Inclinó la cabeza en una actitud que debía denotar docilidad ratonil y que sin duda satisfizo al gigante, pues sonrió con aire preocupado y empezó a hurgar en sus bolsillos como si buscara algo.

—¿Qué ocurre, Justarius? —inquirió Caramon, que se había levantado y asomaba ahora la testa por el dintel a fin de, aturdido y somnoliento, escudriñar el pasadizo—. ¿Has encontrado ya a Tas?

—¿Al kender? No. —El hechicero sonrió de nuevo, esta vez visiblemente contrariado—. Quizá tarde un buen rato en descubrir su paradero, los de su raza siempre saben dónde ocultarse.

—No lo lastimarás, ¿verdad? —preguntó el guerrero anhelante, tanto que Tas sintió pena por él y pensó en el modo de tranquilizarle.

—Por supuesto que no —le aseguró Justarius, sin cejar en su búsqueda—. Aunque —rectificó—, quizá sin quererlo se dañe él mismo. Hay objetos en la Torre con los que no es aconsejable jugar. Concentrémonos en ti: ¿estás preparado?

—No me iré hasta que haya aparecido mi amigo sano y salvo —se empecinó Caramon.

—No tienes opción —le regañó el mago, y Tas percibió en su voz una creciente frialdad—. Tu hermano saldrá al alba, la única manera de ayudarle es que inicies tu viaje en el mismo momento. Par-Salian tarda varias horas en memorizar y formular este complejo hechizo, así que, debemos apresurarnos. Lo cierto es que he perdido unos minutos preciosos buscando al kender. Vamos, no puedo permitirme más demoras.

—Espera —suplicó el fornido humano con un gesto teatral—. Mi ropa, mis pertrechos.

—No te inquietes por ellos —lo atajó Justarius.

Había hallado al fin el artículo que guardaba en su bolsillo, una bolsa plateada.

—No puedes ser enviado al pasado con armas ni ingenios del presente —le explicó—, pero una parte del encantamiento consiste en proporcionarte vestimenta adecuada para el período al que te desplazas.

—¿Significa eso que tendré que prescindir de mi atuendo habitual y que no portaré espada? —El guerrero contempló, anonadado, su cuerpo.

«¿Vais a lanzar a este hombre a un tiempo remoto en solitario? Sobrevivirá cinco minutos, quizá menos. ¡Por todos los dioses, no lo permitiré!», se rebeló el kender sin poder manifestarlo.

La tempestad que rugía en su mente sufrió un brusco revés cuando fue arrojado al interior de la bolsa. Todo se tornó negro a su alrededor mientras se precipitaba, dando volteretas, hasta caer boca arriba, una posición que en su nueva identidad se le antojó vulnerable. Luchó frenéticamente para enderezarse y, tras hacer denodados esfuerzos en los que arañó con sus garras los resbaladizos lados de la bolsa, consiguió su propósito. Al verse de nuevo de pie se disipó su momentánea angustia.

«Así que eso es lo que siente uno cuando le domina el pánico. Me alegro de que los de mi raza no conozcan esta emoción. Y ahora, ¿qué haré?», reflexionó meditabundo.

Instándose a calmarse, a normalizar el vertiginoso pálpito de su corazón, Tasslehoff se agazapó en la base del argénteo calabozo y trató de planificar sus próximos movimientos. En su forcejeo había perdido la noción de los sucesos que se desarrollaban en el exterior, mas una breve escucha le ayudó a situarse de nuevo. Se oían los ecos producidos por dos pares de pies al avanzar por un pasillo de piedra: las rotundas zancadas de Caramon y el susurrante andar del mago. Experimentó asimismo un suave balanceo, acompañado por el crujir de dos paños al entrechocarse, y comprendió que su aprehensor había suspendido el plateado saquillo de su cinto.

—¿Qué tengo que hacer cuando llegue al final del viaje? ¿Cómo volveré después? —La voz que interrogaba a su interlocutor era la de Caramon, amortiguada por la tela pero bastante clara.

—Se te explicará todo en su momento —fue la respuesta, que al kender le pareció cargada de paciencia—. ¿Abrigas alguna duda, te asaltan pensamientos que no osas confesar? Debes ser sincero con nosotros.

—No. —La negativa del guerrero sonó contundente, más firme que nunca—. No abrigo dudas ni temores, si te refieres a eso. Iré, conduciré a la sacerdotisa Crysania a la presencia de quienes puedan curarla, ya que, aunque vuestro anciano dignatario asevere lo contrario, yo soy el único culpable de su estado cataléptico y, en cuanto me haya asegurado de que recibe la ayuda que necesita, me ocuparé en vuestro nombre de Fistandantilus.

Tintineó en los oídos de Tas un quedo susurro procedente de Justarius, que el guerrero no percibió. El corpulento humano describió en gráficas imágenes lo que haría con Fintandantilus cuando lo encontrase, ajeno a aquel siseo inarticulado que al kender le heló la sangre en las venas del mismo modo que quedara paralizado al detectar, durante el cónclave, la triste mirada dirigida por Par-Salian a su amigo. Olvidando dónde estaba, el kender-ratón emitió un alarido desgarrado.

—Silencio —lo conminó el hechicero, a la vez que daba unas abstraídas palmadas en la bolsa—. Serénate, dentro de poco estarás en tu jaula comiendo maíz.

—¿Cómo? —preguntó Caramon, y Tas visualizó al instante su expresión de sorpresa.

Sin embargo, el kender estaba ensimismado en otras cavilaciones. Rechinaron sus dientes al conjurar el término «jaula» en su cerebro una terrible escena, sucedida por una idea no menos espantosa: ¿Y si no lograba recuperar su aspecto normal?

—No hablaba contigo, sino con mi hirsuto amigo del saquillo —aclaró Justarius al sobresaltado guerrero—. Se está poniendo tan nervioso que, de no ser porque el tiempo apremia, lo devolvería a su hogar de inmediato. Pero me precipito —añadió al inmovilizarse el pequeño prisionero—, creo que se ha tranquilizado. Disculpa la interrupción, ¿qué decías?

Tas dejó de escucharlos. Muy alicaído, se aferró a la pared de la bolsa para suavizar los bandazos que daba al rebotar contra el renqueante muslo de su portador. «No hay que desesperar —se animó a sí mismo—. Lo más probable es que el hechizo se deshaga en cuanto me desprenda del anillo».

Se acarició la diminuta garra que el aro, tras reducirse al tamaño adecuado, cercaba en un perfecto ajuste, y recordó que la última sortija mágica que exhibiera habíase negado a abandonar su dedo «¿Y si ahora sucedía lo mismo? ¿Y si estaba condenado a vivir para siempre bajo aquella pelambre blanca sostenida por cuatro patas rosadas?», pensó desazonado.

Tal era la obsesión que lo atenazaba que casi cedió al impulso de arrancarse la alhaja, ansioso de ver si se invertía el encantamiento.

Por fortuna se contuvo a tiempo. ¿Qué pasaría si estallaba la bolsa, surgía de ella transformado en kender y aterrizaba a los pies del hechicero que con tanto ahínco lo buscaba? No, al menos de este modo lo llevaban a la misma estancia que a Caramon y podría acompañarlo dondequiera que fuese. Si más tarde, ya libre, no se operaba la deseada metamorfosis seguiría siendo un ratón el resto de sus días. Había desgracias peores.

«¿Cómo saldré del saquillo?», se preguntaba.

Le dio un vuelco el corazón, no había recapacitado sobre este problema. No le costaría ningún esfuerzo liberarse en el caso de recuperar su identidad, sólo que en ese caso lo atraparían y lo mandarían a su tierra natal. Por otra parte, si optaba por no ensayar ninguna transformación y conformarse con ser un roedor acabaría comiendo maíz en compañía de Faikus. Gimió el kender-ratón y ocultó el hocico entre sus garras, mientras se repetía que éste era el mayor atolladero de toda su vida incluida aquella ocasión en que, cuando huyó con su mamut lanudo, dos peligrosos brujos se lanzaron a su caza y captura. Y para colmo de desventuras, su mareo iba en aumento; el ondulante movimiento del saquillo, el encierro, el viciado olor, los saltos inesperados, habían puesto la náusea en la boca de su estómago.

«Mi error estriba en haber recurrido a Fizban. Quizá sea Paladine, pero algún recoveco mortal de su ser le inclina a disfrutar provocando farsas jocosas», reflexionaba el consternado Tas.

El hecho de evocar al caótico mago y constatar cuánto lo echaba de menos no le ayudaba a sentirse mejor, así que descartó tales elucubraciones y trató una vez más de concentrarse en la observación de su entorno, por si le sugería una posible escapatoria. Escudriñó la sedosa penumbra que lo envolvía y, de pronto, se hizo la luz.

«¡Eres un estúpido! —se insultó en la cumbre de la excitación—. En toda mi vida no había conocido a un kender con cerebro de mosquito, a un botarate de semejante envergadura, como diría Flint. Y tendría razón. Lo único que hay que cambiar es el término kender por ratón, ya que he dejado de pertenecer a mi antigua tribu. Soy un pequeño roedor… y eso me da una ventaja, porque ahora tengo afilados colmillos».

Al instante, Tasslehoff realizó un primer experimento. Quiso morder la pared más próxima de la bolsa pero, al escabullírsele la resbaladiza seda que la componía, el desaliento volvió a adueñarse de él, pero no cedió al pesimismo.

«Prueba suerte con la costura, necio», se urgió severo y, en un santiamén, hundió los incisivos en el hilo que mantenía unidas las dos partes de tela. Sus cortantes armas rasgaron las hebras y, tras deshacer por idéntico procedimiento varias puntadas, un mar rojizo se reveló a sus ojos: ¡la túnica del mago! Acarició su faz una ráfaga de aire fresco —ignoraba qué había guardado antes su celador en el saquillo, pero el pobre kender-roedor estaba al borde de la asfixia— y se sintió tan reconfortado que se aplicó a su tarea con renovada energía.

No tardó en interrumpirse, al reflexionar que si ensanchaba más la hendidura se precipitaría por ella. No estaba preparado para dejarse caer, todavía no, debía aguardar hasta que llegasen al lugar donde se dirigían. No podía estar muy lejos, ya que llevaban largo rato subiendo sinuosos tramos de escalera y oía los jadeos de Caramon, poco acostumbrado en la actualidad a ejercitar sus músculos, percibiendo incluso ciertas irregularidades en el resuello de su arcano guía.

—¿Por qué no me transportas por la magia al laboratorio? —sugirió el guerrero, totalmente derrengado tras la escalada.

—¡Ni hablar! —se opuso el hechicero con vehemencia. No obstante, suavizó su tono al agregar—: Desde aquí presiento las vibraciones, las chispas que el inmenso poder de Par-Salian propaga en el aire al preparar su encantamiento. ¡No permitiré que uno de mis nimios hechizos perturbe las fuerzas que se han desatado esta noche!

Tas se estremeció bajo su blanco pelaje y supuso que Caramon había experimentado idéntica reacción, pues oyó cómo se aclaraba nervioso la garganta y proseguía el ascenso en absoluto mutismo. Transcurridos unos minutos, se detuvieron.

—¿Hemos alcanzado nuestro objetivo? —preguntó el hombretón, tratando de aparentar una calma que no tenía.

—Sí —contestó Justarius en un susurro que obligó al kender a aguzar sus finos sentidos para captar sus palabras—. Te conduciré hasta la cúspide de la escalera, de la que nos separan escasos peldaños, y una vez frente a la puerta que la corona la abriré con sigilo y te franquearé el acceso. ¡No despegues los labios! No digas nada susceptible de romper la concentración del gran maestro, recuerda que ha pasado varios días ultimando sólo los preliminares…

—¿Entonces sabía de antemano que esta noche formularía…? —intentó interrogar Caramon a su interlocutor. Intuía, con cierto retraso, que no era sino una pieza en manos de seres superiores.

—Silencio —lo atajó el mago de encarnado atuendo, impregnada su voz de ira—. Por supuesto, era consciente de que existía esa posibilidad y tenía que prepararse por si acaso. Fue un acierto tomar tal precaución, ya que ignorábamos la premura con que pretende actuar tu hermano. —Exhaló un hondo suspiro y, ya más sereno, añadió—: Y ahora, te lo repito: cuando salvemos los últimos escalones debes sellar tu boca. ¿Has comprendido?

—Sí. —El fornido humano parecía haber perdido su capacidad de réplica.

—Haz exactamente lo que te ordene Par-Salian. No preguntes, limítate a obedecer. ¿Serás capaz de controlar tus impulsos?

—Sí —accedió Caramon, más subyugado a cada segundo. Tas incluso detectó un ligero temblor en tan breve respuesta.

«Está asustado —comprendió el kender—. Pobre amigo mío, ¿por qué le someten a tan dura prueba? No acabo de entenderlo, estoy seguro de que existen motivos inconfesables que escapan a nuestra percepción. Sea como fuere, me expondré si es necesario a la cólera de Par-Salian pero no dejaré solo a Caramon. De algún modo me reuniré con él, no he de privarle de mi ayuda. Además, será maravilloso viajar en el tiempo».

—De acuerdo —concluyó vacilante Justarius, y Tas reparó en la tensión que lo agarrotaba—. Nos despediremos en este punto, guerrero. Espero que los dioses te acompañen, porque vas a embarcarte en una empresa azarosa… para todos nosotros. No puedes ni siquiera imaginar las consecuencias del fracaso. —Pronunció esta última frase tan quedamente que tan sólo la oyó el kender, y su inquietud fue en aumento—. Desearía poder afirmar que tu hermano merece el intento.

—Lo merece —repuso el hombretón con convencimiento—, ya lo verás.

—Ruego a Gilean que no te equivoques. ¿Estás preparado?

—Sí.

Resonó en los tímpanos del kender un murmullo de tela, y supuso que el hechicero meneaba la cabeza bajo su capucha. Acto seguido reanudaron la marcha, subiendo despacio los empinados peldaños mientras Tas se asomaba por la abertura del saquillo y estudiaba el avance. No tendría sino unos instantes para actuar.

Alcanzaron la cima, la ancha piedra que marcaba el rellano apareció en el limitado campo de mira del falso roedor. «¡Éste es el momento!» —decidió, tragando saliva. Percibió un nuevo movimiento en el cuerpo del mago, sucedido por el crujir de una puerta, y se apresuró a limar los últimos hilos que afianzaban la costura. Caramon traspasó el umbral, la hoja inició su lento recorrido para ajustarse…

Soltóse la última puntada que impedía la caída de Tas y éste se lanzó al aire, no sin preguntarse si los ratones aterrizaban siempre de pie como los gatos, ya que en una ocasión había arrojado a un felino desde el tejado de su casa para cerciorarse de que así era, con resultado satisfactorio. En cuanto se tropezó con el frío suelo emprendió una rápida carrera, tras advertir que la puerta estaba cerrada y que el sabio de Túnica Roja comenzaba a alejarse. No se detuvo para estudiar el terreno, atravesó el tramo que lo separaba de la estancia a toda la velocidad de que fue capaz y, encogiendo su pequeño cuerpo, logró filtrarse por la angosta rendija inferior de la entrada.

Ya dentro del laboratorio, se zambulló bajo una librería adosada al muro e hizo un alto al objeto de tomar aliento.

¿Qué ocurriría si Justarius descubría su fuga? ¿Vendría en su busca?

«Olvida tan absurdos temores —se reconvino, disgustado consigo mismo—. Ignora dónde caí y, en cualquier caso, no osaría adentrarse en la sala y arruinar el hechizo».

El bombeo de su corazón volvió poco a poco a la normalidad, de tal modo que sus vías auditivas se abrieron, de nuevo, a otros ruidos que no fueran sus intensas palpitaciones. Pocos fueron los ecos que llegaron a sus tímpanos: unos imprecisos siseos, como si alguien ensayara su monólogo para una representación callejera, y los esfuerzos que realizaba Caramon a fin de amortiguar los jadeos de la escalada, fiel a su promesa de no perturbar al gran maestro. Pero eso era todo, si se exceptúa el rechinar de las botas del guerrero al levantar los pies a intervalos, preso de un gran desasosiego.

«Tengo que ver —razonó Tas—, si quiero enterarme de lo que sucede».

Al deslizarse bajo la librería el kender empezó a integrarse de verdad en el universo único, diminuto del que había pasado a formar parte. Era un mundo de migas, de ovillos de hilo y de polvo, de pinzas y ceniza, de pétalos de rosa secos y hojas de té mojadas, un mundo en el que lo insignificante adquiría inusitadas proporciones. El mobiliario se alzaba sobre él como los árboles en un bosque, sirviendo, al igual que éstos, para proporcionar cobijo. La llama de una vela era el sol, Caramon un gigante monstruoso.

El kender-ratón rodeó los descomunales pies de su amigo. Mientras lo hacía vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento y, al volver la cabeza, atisbó otro miembro más pequeño que, calzado con una sandalia, sobresalía bajo unas vestiduras de color blanco. Reconoció de inmediato a Par-Salian así que, raudo como una centella, escapó en dirección al rincón opuesto de la estancia. Por fortuna, tan sólo lo alumbraban unas oscilantes candelas.

Se detuvo como pudo, patinando sobre la lisa superficie de roca. En el pasado tuvo oportunidad de visitar el laboratorio del mago, cuando se ciñó al dedo aquel malhadado anillo mágico que lo catapultó en el espacio, mas, pese al tiempo transcurrido, permanecían impresos en su memoria los portentos que le fuera dado contemplar. Echó de nuevo a andar mientras cavilaba sobre el esotérico contenido de la sala, si bien su ensimismamiento no le impidió hacer una prudente pausa antes de penetrar en un círculo dibujado en el suelo. En el centro de esta circunferencia que, trazada con polvillo de plata, refulgía a la luz de las velas, yacía la sacerdotisa Crysania. Sus pupilas vidriosas se perdían en la nada, fijas e invidentes, y su rostro estaba tan lívido como el lienzo que la arropaba.

No existía la menor duda de que era aquí donde había de obrarse el encantamiento. Con la pelambre erizada sobre su cerviz, Tasslehoff reculó a trompicones y se agazapó debajo de un bacín invertido, desde donde podría escudriñar la escena sin ser visto.

En el exterior del círculo se erguía Par-Salian, resplandeciente su alba vestimenta en la feérica luz del objeto que sostenía en la mano. Era éste un cetro con joyas incrustadas que despedía vivos destellos al darle vueltas su portador, de aspecto similar al que ostentara un rey de Nordmaar en presencia del kender. Sin embargo, el que ahora admiraba se le antojó más fascinador, quizás a causa de la manera singular en que estaban ensambladas sus facetas. Algunas de sus partes se movían mientras que otras, el desconcertado Tas no acertaba a representárselo de otra manera, giraban sin desplazarse. El gran maestro manipulaba hábilmente este ingenio, doblándolo sobre sí mismo para luego retorcerlo hasta reducirlo al tamaño de un huevo. Sin cesar de farfullar extraños versos, el archimago introdujo tan deslumbrador artículo en un bolsillo de su túnica.

De pronto, y pese a que su oculto espectador no le vio dar ningún paso, Par-Salian se situó en el interior del cerco, próximo a la figura inerte de Crysania. Se inclinó hacia la sacerdotisa, depositó algo que escapó a la observación del kender en los pliegues de su atuendo y acometió un cántico en el lenguaje de la magia, a la vez que esbozaba con sus nudosas manos círculos en el aire.

Lanzando una mirada a Caramon, Tas comprobó que el guerrero permanecía al lado del cerco con una extraña expresión en el rostro. Su actitud era la de un ser ajeno a las artes arcanas pero que, al mismo tiempo, no se siente incómodo frente a sus procedimientos. «Es natural, ha crecido entre hechizos. Quizás imagina que se halla de nuevo junto a su hermano», pensó.

Par-Salian enderezó la espalda, y el kender sufrió un gran sobresalto al advertir el cambio que se había operado en él. Su rostro había envejecido más aún, tiñéndose de una palidez cenicienta, y su cuerpo se bamboleaba en su erecta postura. Hizo señal de acercarse a Caramon y éste obedeció, si bien cuidó de no pisar el polvillo plateado al penetrar en la zona sagrada. Sumido en un trance, el hombretón avanzó unos pasos para detenerse al lado de la exánime Crysania.

Par-Salian extrajo entonces el cetro de su bolsillo y se lo tendió al humano, quien posó la mano sobre él de tal suerte que, durante unos segundos, ambos lo sostuvieron. Caramon movió los labios mas ningún sonido brotó de su garganta, como si se estuviera preparando mediante el aprendizaje de una información comunicada mágicamente. Cuando volvió a sellarse la boca del guerrero el maestro levantó ambas palmas y, al hacerlo, se izó del suelo y flotó hasta el exterior del círculo a fin de refugiarse en la oscuridad del laboratorio.

Tas dejó de verlo, pero podía oír. El cántico que antes iniciara subió de volumen hasta que, de forma súbita, un muro de plata surgió del círculo trazado en la piedra. Tan brillante era que los ratoniles ojos del kender comenzaron a arder, si bien no logró desviar la mirada, ni tampoco fue capaz de bloquear sus tímpanos al agudo griterío que se había generado en la sala. En efecto, se había unido a la estridente tonada del hechicero un coro de voces que parecían nacer en profundidades abismales y reflejarse sobre la roca, en respuesta a las estrofas de su adalid.

Más que en la barahúnda, los sentidos del kender estaban absortos en la centelleante cortina de poder. Al otro lado Caramon, inmóvil junto a Crysania, sujetaba todavía el extraño ingenio. Tas ahogó una exclamación, que más se asemejaba a un suspiro, al examinar el laboratorio que, aunque visible a través del argénteo muro, parecía parpadear como si luchara por su propia existencia. En los intervalos de negrura que se alternaban con las intermitencias luminosas se perfilaban imágenes de bosques, ciudades, lagos y océanos, todos ellos sucediéndose en nebulosas secuencias que iban y venían, pobladas de criaturas cuyos contornos eran de inmediato reemplazados por otros.

El cuerpo del fornido guerrero empezó a vibrar al ritmo de las alucinantes visiones, siempre en el interior de la columna de luz. Crysania, por su parte, aparecía y se desvanecía con idéntica regularidad.

Las lágrimas inundaron el hocico del transformado hombrecillo, prendiéndose de sus bigotes. «Caramon va a emprender la más fabulosa aventura de todos los tiempos y me deja aquí, solo», se lamentaba.

Durante unos inciertos segundos Tasslehoff libró una cruenta batalla contra sí mismo. La lógica, la razón argumentaban en su mente, como lo habría hecho Tanis, que sería un estúpido si se interfería en tan inexplicables prodigios porque, en ese caso, no tardaría en arruinar los proyectos de su amigo. Oía esta voz, sí, pero los cánticos del mago y de las piedras la fueron difuminando hasta acallarla por completo.


Par-Salian nunca oyó el chillido del pequeño roedor. Tan abstraído estaba en los pormenores del hechizo que tan sólo vislumbró, de soslayo, un leve movimiento. Era ya demasiado tarde cuando vio salir al ratón de su escondrijo y correr en pos del plateado muro de luz. Aterrorizado, cesó en su canto y las voces de la piedra, ahora huecas, murieron junto a la suya. En el silencio reinante distinguió unas palabras articuladas, asombrosas por el tono en que eran pronunciadas: «¡No me abandones, Caramon, sin mi ayuda no sabrás salvar los peligros que te aguardan!».

El roedor atravesó el polvillo de plata, dejando tras de sí un rastro refulgente, e irrumpió en el círculo de luz. Par-Salian percibió un tenue tintineo producido, al parecer, por una sortija que rodaba en el pétreo suelo, y un instante más tarde se materializó, tras la cortina que él mismo conjurara, una tercera figura, arrancándole un alarido desgarrador. Se desvanecieron acto seguido los vibrantes contornos y los cegadores haces fueron absorbidos en un postrer torbellino, que sumió el laboratorio en tinieblas.

Débil, exhausto, el anciano maestro se derrumbó sobre el suelo. Su último pensamiento, antes de abandonarse a su desmayo, fue espantoso. Había enviado un kender al pasado.

Загрузка...