Denubis caminaba sin prisas por los ventilados, luminosos pasillos del Templo de los Dioses erigido en Istar, absorto en sus cavilaciones y con la mirada perdida en los intrincados diseños del marmóreo suelo. Un observador, al verle deambular sin rumbo y en actitud preocupada, habría supuesto sin duda que el clérigo era insensible al hecho de que se estaba adentrando en el corazón del universo. Nada más lejos de la verdad: era muy poco probable que olvidara tal circunstancia y, de haber incurrido en un momentáneo descuido, el Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de recordárselo en su diaria llamada a la oración.
«Somos el corazón del universo —repetiría el dignatario en una voz tan musical que, en ocasiones, uno no prestaba atención al contenido de sus frases—. Istar, ciudad elegida de los dioses, es el centro del orbe y nosotros, quienes vivimos en su seno, somos la víscera que lo alimenta. Del mismo modo que la sangre fluye por el organismo, bañando y enriqueciendo incluso los dedos del pie, así también nuestra fe y enseñanzas brotan de este magnífico Templo para llegar a las entrañas de la más insignificante de las criaturas. Tened presente mi sentencia cuando os entreguéis a vuestros quehaceres cotidianos, porque aquellos que aquí trabajáis sois los hijos predilectos de las divinidades. Al igual que un ligero roce en la hebra más fina de la argéntea telaraña propaga temblores en toda su superficie, vuestra más nimia acción podría hacer que se tambalease el reino de Krynn».
Denubis se estremeció, habría preferido que el Príncipe de los Sacerdotes no utilizara esta metáfora. El clérigo detestaba a las arañas y, en realidad, a todos los insectos, algo que nunca admitió quizá porque le provocaba un sentimiento de culpabilidad. ¿No estaba obligado a amar a todo ser viviente salvo, por supuesto, aquéllos que creara la Reina de la Oscuridad? Tal categoría englobaba a los ogros, goblins, trolls y otras razas perversas, pero no tenía la total certeza de que las arañas figuraran en la lista. Aunque era su firme intención preguntarlo, sabía que ese paso entrañaría un debate filosófico de varias horas con los Hijos Venerables y no creía que mereciese la pena. Cualquiera que fuese el veredicto, en su fuero interno seguiría odiando a las arañas. El clérigo se golpeó suavemente la incipiente calva. ¿Cómo había llegado su errabunda mente a centrarse en tan abyectos animales?
«Me estoy haciendo viejo —pensó con un suspiro—. No tardaré en ser como el pobre Arabacus si no desarrollo más actividad que la de sentarme en los jardines y dormir hasta que alguien me despierte para cenar. —Suspiró de nuevo, si bien sentía más envidia que lástima—. Al menos, Arabacus se ha salvado de…».
—Denubis.
Hizo una pausa a fin de escudriñar el ancho corredor, pero no vio a nadie. Un temblor recorrió su espina dorsal al preguntarse si había oído una voz susurrante, o tan sólo lo había imaginado.
—Denubis —insistió el enigmático ser, en idéntico tono.
Esta vez el clérigo estudió más minuciosamente las sombras proyectadas por las robustas columnas de mármol que sostenían el áureo techo y, entre ellas, distinguió una más oscura, una mancha de negrura en las tinieblas. Contuvo la exclamación de ira que afloraba a sus labios y, refrenando asimismo un segundo temblor que agitaba sus músculos, hizo un alto en su camino y se aproximó despacio a la figura que se dibujaba en la penumbra a sabiendas de que ésta no abandonaría su lóbrego entorno para ir hacia él. La luz no dañaba al ser que le había llamado como solía perjudicar a los hijos de la noche, ya que al parecer nada en la faz del mundo era capaz de lastimarle. Si no acudía a su presencia era, simplemente, porque prefería las sombras. «Muy teatral», se dijo el clérigo con una mueca sarcástica.
—¿Qué quieres de mí, Ente Oscuro? —inquirió con una voz que pretendía ser agradable.
Intuyó una ambigua sonrisa en el nebuloso rostro, y comprendió que su interlocutor conocía sus más secretas elucubraciones.
—¡Maldita sea! —renegó Denubis, fiel a un hábito que el Príncipe de los Sacerdotes desaprobaba pero que él, simple mortal, no había logrado desechar—. ¿Por qué permite nuestro dignatario que se pasee por la corte en lugar de desterrarlo, como hizo con los otros?
Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto dado que, en el fondo de su alma, sabía la respuesta. Este ser era demasiado peligroso, su poder traspasaba todas las fronteras. El Príncipe de los Sacerdotes lo conservaba en su compañía como un hombre corriente albergaría en su casa a un mastín feroz: es consciente de que el animal atacará a quien le ordene, pero debe asegurarse constantemente de que permanece atado a su traílla pues, si la correa se rompiera, la bestia se abalanzaría contra el cuello del amo.
—Siento mucho molestarte, Denubis —se disculpó el Ente con aquella voz acariciadora—, más aun al verte absorbido por tan hondas reflexiones. Si oso interrumpirte, es porque en este mismo instante tiene lugar, no lejos de aquí, un evento de suma importancia. Debes reunir un batallón de centinelas del Templo y encaminarte a la plaza del mercado. Allí, en la encrucijada, hallarás a una Hija Venerable de Paladine en estado comatoso. Y, en el mismo lugar, se encuentra el hombre que la asaltó.
Los ojos del clérigo casi se salieron de sus órbitas, antes de encogerse en rendijas que denotaban suspicacia.
—¿Cómo te has enterado? —indagó.
La figura hizo un leve movimiento en su lúgubre aureola y la línea que formaban sus labios, fina pero discernible, se ensanchó en una aproximación a lo que denominamos sonrisa.
—Denubis, hace muchos años que nos conocemos —argumentó el Ente Oscuro en actitud burlona—. ¿Le preguntas al viento cómo sopla? ¿Interrogas a las estrellas para averiguar de dónde procede su brillo? Lo sé, amigo mío, y eso debe bastarte.
—Pero… —El clérigo decidió callar, sus protestas de nada habían de servirle. Sin embargo, no era tan sencillo convocar a un batallón de guardianes del Templo. Tendría que dar explicaciones e informar a las autoridades. Sumido en una gran confusión, se llevó las manos a las sienes.
—Apresúrate, Denubis —le urgió el sombrío personaje—. No vivirá mucho tiempo.
El infeliz humano tragó saliva. ¡Una Hija Venerable de Paladine asaltada, moribunda! ¡Y en la plaza del mercado! Probablemente la rodeaba una muchedumbre boquiabierta. ¡Qué escándalo! El Príncipe de los Sacerdotes se disgustaría sobremanera cuando le comunicara tal noticia.
Quiso hablar, mas enmudeció de nuevo para buscar el auxilio de la figura. Comprendiendo que no había de brindárselo dio media vuelta y, entre el revoloteo de su propia túnica, echó a correr por el pasillo. Sus sandalias de piel arañaban el suelo en su precipitada marcha y levantaban estruendosos ecos.
Al llegar al cuartel del capitán de la guardia, Denubis consiguió, con voz jadeante tras su carrera, formular su demanda al teniente que se hallaba de servicio. Como había previsto, se originó una auténtica conmoción y, mientras esperaba que apareciese el oficial en funciones, se derrumbó sobre una silla a fin de recuperar el resuello.
La identidad del creador de las arañas era un asunto abierto a debate pero, en la mente de Denubis, no existía la menor duda sobre quién había concebido al Ente Oscuro. Estaba seguro de que la figura se mantenía agazapada en la penumbra, riéndose de él.
—¡Tasslehoff!
El kender abrió los ojos, tan aturdido que no adivinaba dónde estaba ni quién era. Una voz había pronunciado un nombre que le resultaba familiar, ésa era su única certeza en el torbellino que le envolvía. Aún confuso, examinó el paraje y advirtió que estaba acostado encima de un humano corpulento, tumbado a su vez cuan largo era en medio de una calle. El individuo le miraba perplejo, quizá porque Tas se hallaba encaramado a su rollizo vientre.
—Tas —repitió el hombretón, más asombrado a cada instante—. Me temo que no deberías haber venido.
—No lo sé —contestó el kender, ocupado sobre todo en discernir si «Tas» era su apelativo.
De pronto, despertó su memoria y evocó el cántico de Par-Salian, la sortija que se desprendió de su dedo, la luz cegadora, el coro formado por las piedras, el terrible alarido del mago…
—¡Claro que tenía que venir! —replicó irritado, desechando de su mente el grito del hechicero—. No creerás que iba a permitirte realizar el viaje en solitario, ¿verdad? —imprecó al humano, tan próximo que casi se frotaron sus narices.
—Estoy desconcertado, no puedo afirmar nada, pero aun así —balbuceó Caramon— me parece que…
—En cualquier caso, aquí estoy —lo atajó Tas mientras saltaba de su carnosa atalaya para aterrizar en el adoquinado—. Por cierto, ¿dónde es aquí? —preguntó en un susurro casi inaudible—. Te ayudaré a incorporarte —ofreció en voz alta, tendiéndole la mano con la esperanza de ahuyentar las sospechas que respecto a su presencia abrigaba el fornido compañero. Ignoraba si podía devolverle al futuro, mas no tenía la menor intención de averiguarlo.
Caramon se esforzó en enderezar su cuerpo, tan torpemente que al kender se le escapó una risita al compararle en el pensamiento con una tortuga echada sobre su caparazón. Fue entonces cuando el hombrecillo reparó en que el atuendo de su amigo nada tenía que ver con el que luciera antes de abandonar la Torre. En la morada de Par-Salian vestía su propia cota de malla, o las partes que había podido ajustarse, y también una holgada camisa que le cosiera Tika con su abnegado amor.
Ahora, en cambio, cubría su redondez una saya de áspera tela, unida por unas costuras de burdos hilvanes. Una zamarra de cuero pendía de sus hombros y, a juzgar por su estado, debía haber sufrido los estragos del tiempo y mil batallas. Quizás en su día tuvo botones; de ser así habían desaparecido, si bien Tas recapacitó que tampoco eran necesarios pues resultaba imposible abrochar la exigua pieza al abultado estómago que debía arropar. Unos deformados calzones y un par de botas remendadas, con un agujero por el que sobresalía un dedo, completaban el ruinoso equipo.
—¡Qué mal huele! —se quejó Caramon, olisqueando a su alrededor—. ¿Quién emite estos desagradables efluvios?
—Tú —contestó el kender, a la vez que se tapaba la nariz y agitaba la mano libre como si pudiera disipar el hedor. ¡Caramon apestaba a aguardiente enanil! El hombrecillo lo escudriñó sin comprender. El guerrero estaba sobrio en la Torre, y quedaba patente que no había probado el alcohol en su mirada que, aunque confusa, se mantenía firme. Además, no se observaba ningún bamboleo en su figura erecta.
El hombretón bajó los ojos y, al hacerlo, se vio a sí mismo.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió atónito.
—Imaginaba que los magos eran más competentes —comentó Tasslehoff con tono reprobatorio estudiando las vestiduras del compañero—. Ya sé que un hechizo tan poderoso ha de estropear la ropa, pero…
Una repentina idea selló sus labios. Temeroso de verla confirmada, él también se examinó, y al instante exhaló un suspiro de alivio. Nada en su persona se había alterado, incluso sus saquillos estaban intactos. Una molesta voz mencionó en su interior que quizá se debía a que él no tenía que ser transportado junto al guerrero, mas juzgó conveniente ignorar tal observación.
—Vayamos a investigar —propuso risueño, uniendo la acción a la palabra.
Había intuido por los olores dónde se encontraban: en un callejón. Arrugó las fosas nasales al constatar que no era sólo Caramon quien despedía la nauseabunda fetidez, sino los desperdicios de toda suerte que se apilaban sobre el empedrado. La calleja estaba sumida en la penumbra a causa del alto edificio que la tapiaba, una pétrea mole que impedía el paso de la luz. No obstante era de día, y en el extremo del pasadizo se vislumbraba una avenida rebosante de actividad por la que los viandantes iban y venían en numerosos grupos.
—Me parece que es un mercado —aventuró Tas interesado, y echó a andar en dirección al bullicio—. ¿A qué ciudad dijiste que nos enviarían?
—A Istar —farfulló Caramon a su espalda—. ¡Tas!
Al percibir el tono de espanto con que el hombretón vociferó su nombre el kender dio media vuelta, no sin llevarse la mano al cuchillo que portaba en su cinto. Su corpulento amigo se había arrodillado junto a un abultado fardo que yacía en la calleja.
—¿De qué se trata? —indagó.
—De quién, no de qué —lo corrigió el guerrero—. Es la sacerdotisa —afirmó, a la vez que alzaba una capa de tonos pardos.
—¡Crysania! —exclamó Tas horrorizado, tras acercarse—. ¿Qué le han hecho? ¿Cometieron algún error al formular el encantamiento?
—Lo ignoro, pero debemos buscar ayuda. —Con sumo cuidado, Caramon cubrió de nuevo el magullado y sanguinolento rostro de la dama.
—Yo me ocuparé de eso —se ofreció el kender—, quédate a su lado para protegerla. Temo que no hemos ido a parar a uno de los mejores barrios de la ciudad, ya me entiendes.
—Sí —admitió el hombretón con un triste suspiro.
—No te inquietes, saldremos adelante. —Mientras hablaba, Tas dio unos golpecitos tranquilizadores en el robusto hombro de su compañero, quien asintió mediante un mudo ademán de cabeza. Se giró acto seguido y jalonó de nuevo la calleja hacia la avenida, entrando en ella por la acera.
Cuando se disponía a pedir socorro una mano se cerró en torno a su brazo y lo arrastró hacia un rincón, con tanta fuerza que incluso lo levantó al aire.
—¿Puede saberse adonde te diriges? —lo interrogó el dueño de aquella garra de acero.
Tas ladeó el semblante y se enfrentó a un hombre barbudo, de facciones inescrutables bajo un refulgente yelmo, aunque sus ojos se adivinaban oscuros y gélidos.
«Un guardián», comprendió al instante el apresado, que poseía una gran experiencia con este tipo de soldados.
—Precisamente buscaba a alguien como tú —explicó, contorsionándose para recuperar la libertad y adoptando al mismo tiempo una actitud inocente.
—Una historia poco verosímil, digna de la improvisación de un kender —gruñó el individuo—. Si fuera cierta marcaría un hito en el devenir de Krynn, por la novedad que representa.
—Es cierta —se indignó el hombrecillo—. Han lastimado a una amiga nuestra en esa calleja.
El centinela consultó con la mirada a un personaje en el que Tasslehoff no había reparado, un clérigo investido de la túnica blanca.
—¡Oh, un sacerdote! —se sorprendió—. Ha sido una suerte…
Selló su boca el soldado al aplicar sobre ella la mano libre.
—¿Qué opinas, Denubis? Estamos junto al callejón de los Mendigos, lo más probable —apuntó el guardián— es que hayan acuchillado a un ladrón desprevenido y nos encontremos frente a una reyerta de truhanes. No deberíamos intervenir.
El clérigo era un humano de mediana edad, grave en su expresión y con unos claros sobre las sienes que anunciaban su próxima vejez. Tas vio cómo estudiaba la plaza del mercado y meneaba la cabeza, antes de declarar:
—El Ente Oscuro ha hablado de la encrucijada, que está muy cerca de aquí. Vamos a investigar.
—De acuerdo —accedió el recio custodio encogiéndose de hombros.
Designó a dos hombres de uniforme, lo que hizo pensar a Tas que se trataba de un oficial, y los observó mientras avanzaban cautelosos por el mugriento pasadizo. Su palma se mantenía afianzada sobre el kender que, al sentirse asfixiado, logró articular un patético grito.
—Déjale respirar, capitán —le indicó el sacerdote sin cesar de lanzar ansiosas miradas a su alrededor.
—Tendremos que escuchar su interminable cháchara —rezongó el aludido, pero retiró la mano.
—Estarás callado, ¿verdad? —rogó Denubis a Tas con la preocupación reflejada en la faz—. Sin duda eres consciente de la importancia que reviste este asunto.
Aunque ignoraba el exacto significado de su última sentencia, el kender optó por asentir en silencio. Satisfecho, el eclesiástico centró la atención en los soldados y el prisionero lo imitó no sin esfuerzo, ya que tuvo que torcer el cuello en una forzada postura. Vio que Caramon se apartaba del fardo informe que protegía para permitir que se aproximasen los centinelas. Uno de ellos se arrodilló a su lado y levantó la capa.
—¡Capitán! —vociferó, al mismo tiempo que el otro guardián agarraba a Caramon. Sorprendido y furioso a recibir un trato tan brutal, el guerrero se deshizo de su agresor y se encaró con el otro, que se había puesto en pie de un salto. Refulgió el acero.
—¡Diablos! —blasfemó el capitán—. Vigila a este pequeño bastardo, Denubis —bramó al clérigo de la túnica blanca, y arrojó a Tas en su dirección.
—¿No debería acompañarte? —propuso Denubis inmovilizando al kender cuando, llevado por el impulso, tropezó contra su cuerpo.
—¡No!
El oficial se adentró a grandes zancadas en la calleja con la espada desenvainada, y Tas le oyó farfullar algo sobre «un tipo peligroso».
—Caramon no es peligroso —protestó el hombrecillo alzando la vista hacia el clérigo—. Espero que no le hagan daño. ¿Qué es lo que sucede?
—No tardaremos en averiguarlo —respondió Denubis en un acento estentóreo, si bien desmentía tal despliegue de energía la suavidad con que sujetaba a su presa. El kender consideró la posibilidad de escapar, pues nada había mejor que un concurrido mercado para ocultarse, pero la suya fue una idea tan fugaz e instintiva como el gesto de Caramon al desembarazarse de su atacante. No podía abandonar a su amigo.
—No le lastimarán si se entrega pacíficamente —comentó el clérigo con un suspiro—. Aunque si ha hecho lo que temo —se estremeció y calló unos segundos— más le valdría sucumbir ahora mismo, su muerte sería más benigna.
—¿Qué crees que ha hecho? —indagó Tas desconcertado. También su compañero parecía confuso, el hombrecillo advirtió que alzaba los brazos entre protestas de inocencia.
Pero, mientras argumentaba, uno de los soldados se situó tras su espalda y flageló la parte posterior de sus rodillas con el mango de la lanza. El guerrero dobló las piernas a causa del impacto y, en cuanto empezó a tambalearse, el centinela que tenía delante lo abatió mediante un severo golpe en el pecho.
Apenas había rozado el suelo el herido, ya aguijoneaba su garganta la punta de un acero. Levantó las manos débilmente para dar a entender que se rendía y sus adversarios se apresuraron a voltearle para, una vez postrado de bruces, atarle las manos sobre el espinazo con pasmosa habilidad.
—Diles que se detengan —apremió Tas a su custodio, forcejeando con denuedo—. No pueden hacerle eso.
—Silencio, amiguito, es preferible que te quedes conmigo y no te inmiscuyas —le recomendó Denubis quien, al percatarse de que había relajado su presión, aferró al hombrecillo con mayor firmeza—. Escúchame, te lo ruego. No puedes ayudarle, el intentarlo no te servirá sino para complicar las cosas.
Los soldados zarandearon a Caramon hasta incorporarlo y procedieron a registrarlo con esmero, zambullendo incluso sus brazos en el interior de los ajados calzones que ahora portaba. Encontraron una daga en su cinto, que entregaron a su capitán, al lado de un singular frasco. Uno de ellos lo destapó, olisqueó su interior y lo desechó con una mueca de repugnancia.
Otro de los centinelas señaló a la inerte figura que yacía sobre el empedrado, y el capitán se agachó para examinarla. Tas le vio menear la cabeza antes de alzar en volandas el rígido cuerpo de Crysania ayudado por uno de sus hombres, y recorrer la calleja en dirección a la plaza. Al pasar junto a Caramon le espetó un ofensivo insulto, una imprecación soez que resonó en los tímpanos del anonadado kender y, al parecer, también en los de su amigo, ya que el rostro de éste asumió la palidez de la muerte.
Volviéndose hacia Denubis, Tas descubrió que tenía los labios apretados y sintió el temblor de sus dedos sobre los hombros, donde los había posado. No le cabía la menor duda, ahora sabía de qué acusaban al hombretón.
—¡No! —exclamó en un alarido agónico—. No podéis pensar eso. Caramon es inofensivo, nunca atacaría de un modo tan vil a la sacerdotisa. ¡Sólo pretendía socorrerla! En realidad para eso hemos venido, salvar a Crysania es uno de los objetivos primordiales de nuestro viaje. Por favor, atiende a razones —añadió, uniendo las manos en actitud de súplica—. Mi amigo es un guerrero y, como tal, ha matado a algunas criaturas, pero tan sólo a draconianos, goblins y otros seres despreciables. ¡Debes confiar en mí, nunca mentiría en una situación como ésta!
Denubis, perdido en sus cavilaciones, se limitó a ignorarlo y contemplar a la comitiva que se aproximaba.
—¡No! —se revolvió desesperado el kender—. ¡No es posible que abriguéis la menor sospecha sobre él! Odio este lugar, quiero regresar a mi mundo.
Su sensación de impotencia aumentó al reparar en la desencajada faz del compañero y, prorrumpiendo en llanto, se cubrió los ojos con las manos preso de violentas convulsiones. De pronto, sintió el contacto de unos dedos que lo acariciaban con dulzura.
—Vamos, serénate —le dijo Denubis—. Tendrás oportunidad de relatar tu historia, y también tu amigo. Si sois inocentes nada malo os ocurrirá. —Calló, y Tas le oyó preguntar entre suspiros—: El humano ha estado bebiendo, ¿me equivoco?
—Desde luego —contestó el kender casi sin resuello—. No ha probado una gota de alcohol.
Se quebró su voz, no obstante, al escudriñar al orondo cautivo mientras los soldados lo conducían a la avenida donde él aguardaba junto al clérigo. Tenía la tez embadurnada con las inmundicias del pasaje, chorreaba la sangre por un corte abierto en su labio y sus pupilas, también sanguinolentas, le conferían un aspecto salvaje que contrastaba con la vacuidad de su rostro. Además, el legado de antiguas borracheras se marcaba ostensiblemente en sus enrojecidos y embotados pómulos. Perplejo, aturdido, el guerrero caminaba con paso inseguro hacia el lugar donde la muchedumbre, que se había congregado a la vista de los guardias, lo saludaba entre exclamaciones de toda índole.
Tas hundió la cabeza sobre el pecho. ¿Qué estaba haciendo Par-Salian? ¿Había fracasado en su intento de memorizar el hechizo, hasta tal punto que ni siquiera se hallaban ahora en Istar? ¿Se habían perdido? Quizás eran víctimas de una espantosa pesadilla.
—¿Qué ha pasado? —interrogó Denubis al capitán, sacando al kender de su momentáneo ensimismamiento—. ¿Estaba en lo cierto el Ente Oscuro?
—Sí —fue la tajante respuesta—. ¿Acaso ha errado alguna vez en sus apreciaciones?
—¿Quién es la dama? —prosiguió el clérigo.
—Ignoro su identidad, aunque debe pertenecer a tu Orden a juzgar por el Medallón de Paladine que exhibe en su pecho. Está muy maltrecha, incluso afirmaría que ha muerto de no ser por el tenue pálpito que se percibe en su cuello.
—¿Crees que ha sido… que ha sido…? —No pudo pronunciar la palabra, pero no era necesario.
—No lo sé —confesó el oficial—. Lo que es evidente es que la han maltratado y ha sufrido una especie de ataque. Tiene los ojos abiertos, mas no da muestras de ver ni oír nada.
—Debemos llevarla al Templo sin tardanza —ordenó el clérigo con determinación, si bien Tasslehoff detectó un titubeo en su voz. Mientras hablaban sus superiores, los soldados se afanaban en dispersar al gentío interponiendo sus lanzas y haciendo retroceder a los curiosos.
—Todo está bajo control —decían—. Moveos, el mercado no tardará en cerrar y es mejor que ultiméis vuestras compras en lugar de quedaros aquí como pasmarotes.
—¡Yo no la lastimé, nunca la he tocado! —estalló Caramon de forma inesperada—. No la lastimé —repitió, anegados sus ojos en lágrimas.
—¡Claro que no! —lo espetó desdeñoso el capitán—. Encerrad a este par de bribones en el calabozo —indicó a sus subordinados.
Tas se sobresaltó cuando uno de los soldados asió su brazo dolorosamente pero, en un reflejo fruto de su perplejidad, se aferró a la túnica de Denubis y rehusó soltarla. El clérigo, que había posado su mano en la inmóvil figura de Crysania, dio media vuelta al sentir los dedos forcejeantes del prisionero.
—Tienes que creerle, está diciendo la verdad —imploraba el kender sin rendirse a las sacudidas del centinela.
—Eres un amigo leal —lo felicitó el eclesiástico—, una virtud poco frecuente en un kender. Espero —añadió, a la vez que acariciaba su copete con aire distraído y la tristeza reflejada en sus rasgos— que tu fe en este hombre sea justificada. Sin embargo debes comprender que en ocasiones, cuando se ha bebido en exceso, el alcohol nos empuja a cometer actos…
—¡Olvida esta absurda representación! —intervino el soldado, enfurecido a causa de la febril resistencia de Tas—. No surtirá efecto.
—No permitas que te enternezca, Hijo Venerable de Paladine —apostilló el capitán—. Ya conoces a los de su raza.
—Sí —respondió Denubis, sin apartar la vista de Tasslehoff mientras los guardianes lo arrancaban de sus ropajes y lo conducían, junto a Caramon, a través de dos hileras de espectadores que se demoraban en la plaza para asistir al desenlace de la escena—. Conozco a los kenders y por eso afirmo que éste es extraordinario —musitó antes de centrarse de nuevo en Crysania y proponer—: Si continúas sosteniéndola, capitán, rogaré a Paladine que nos traslade de inmediato al Templo.
Tas lanzó una última mirada atrás, con dificultad debido a las garras que lo atenazaban, y vio al clérigo y al capitán de la guardia en la plaza del mercado, solos, envueltos en una brillante luz blanca. De pronto, se desvaneció la aureola y ambos desaparecieron con ella.
Pestañeó lleno de pasmo y, al no fijarse en dónde ponía los pies, tropezó. Cayó sobre el adoquinado haciéndose varios rasguños en las rodillas y las manos, que había adelantado para amortiguar el golpe. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa, lo incorporó bruscamente y le dio un violento empellón.
—Camina y no intentes escapar. Tus argucias no te servirán de nada.
El kender obedeció, tan desmoralizado que ni siquiera atinó a espiar el panorama. Tan sólo contemplaba a Caramon, y la imagen que éste ofrecía le rompía el corazón: abrumado por la vergüenza y el miedo, el guerrero se arrastraba más que caminaba, ciego a cuanto le rodeaba.
—Yo no la lastimé —persistía—. Alguien ha cometido un error.
Las melodiosas voces elfas fueron aumentando de volumen, sus dulces notas trazaron una espiral de octavas como si pudieran elevar sus plegarias hasta el cielo mediante un simple ascenso por las escalas. Los rostros de las mujeres, iluminados merced a los rayos del ocaso que se filtraban a través de los altos ventanales, se tiñeron de tonalidades rosáceas mientras que en sus ojos, brillaba una fervorosa inspiración.
Los atentos peregrinos lloraban ante tal despliegue de belleza, de manera que las túnicas blancas y azules de las integrantes del coro —blancas para las Hijas Venerables de Paladine, celestes para las Hijas de Mishakal— se confundieron en una sugestiva bruma. Muchos aseverarían más tarde que habían visto cómo las mujeres elfas eran transportadas hacia el firmamento, arropadas en mullidas nubes.
Cuando sus cánticos alcanzaron un crescendo de envolvente dulzura un coro de profundas voces masculinas se integró en el salmo, manteniendo arraigados a la tierra aquellos rezos que pretendían remontarse a las alturas cual pájaros en libertad o, en opinión del prosaico Denubis, cortándoles las alas. Se dijo el clérigo que debía estar demasiado cansado para apreciar la armonía, pues en su juventud también él había sido capaz de purificar su alma con las lágrimas al escuchar el himno vespertino. Después, al transcurrir los años, la ceremonia se convirtió en rutina. Recordaba bien el impacto que le había causado sorprenderse por vez primera pensando en un asunto apremiante durante las oraciones. Ahora era peor que un ejercicio cotidiano, había pasado a ser algo irritante, molesto y aburrido. A decir verdad había llegado a temer este momento del día, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le ofreciera para excusar su presencia.
¿Por qué? Reprochaba en gran parte el negativo cambio a las mujeres elfas. Prejuicios raciales, admitió en su fuero interno, pero no podía vencerlos. Todos los años un grupo de féminas de esta raza, las Hijas Venerables y sus discípulas, viajaban a Istar desde la gloriosa región de Silvanesti para instalarse un año en la ciudad y consagrarse al servicio eclesiástico. Significaba esto que entonaban cada noche el himno vespertino y, durante la jornada, deambulaban de un lado a otro recordando a cuantos las veían que los elfos eran el pueblo elegido de los dioses, el primero en ser creado y dotado, además, de una longevidad que se extendía a varios siglos. Sea como fuere, sólo a Denubis parecía perturbarle este hecho.
Aquella tarde la sesión de cánticos le resultaba especialmente tediosa, porque ocupaba su pensamiento la mujer que había llevado al Templo a mediodía. Casi había logrado eludir el compromiso pero, en el último momento, lo había capturado Gerald, un veterano clérigo cuyos días en Krynn estaban contados y que hallaba reconfortante asistir a las plegarias. Quizá, recapacitó Denubis, su entusiasmo se debía a su absoluta sordera que, por otra parte, le había impedido explicarle que tenía problemas urgentes que resolver. Tras varios intentos infructuosos, se vio obligado a ceder y ofrecer su brazo al senil sacerdote. Gerald estaba junto a él, en ostensible trance, acaso representándose el hermoso plano de existencia al que no tardaría en acceder.
Reflexionaba Denubis sobre su superior y también sobre la sacerdotisa, de la que no había tenido noticia desde que la depositara entre los muros del Templo, cuando sintió en su brazo el contacto de unos dedos. Dio un respingo y miró en su derredor con la culpabilidad dibujada en sus rasgos, preguntándose si alguien había detectado su actitud distraída y se disponía a delatarlo. Al principio no adivinó quién le había tocado, ya que sus dos vecinos estaban sumidos en sus plegarias, mas un segundo aviso le hizo comprender que la ligera presión provenía de alguien situado a su espalda. Un rápido vistazo en ese sentido le reveló la presencia de una mano, que se deslizaba cautelosa por la cortina de separación entre la galería donde se hallaba junto a los Hijos Venerables y las antecámaras que la rodeaban.
La misteriosa mano le hizo señal de acercarse y el clérigo, desconcertado, abandonó su lugar en la hilera y tanteó con sigilo la cortina, tratando de traspasarla sin llamar la atención. La mano se había retirado y no encontraba ninguna abertura entre los pliegues de grueso terciopelo, de modo que comenzó a agitarlos hasta que al fin, convencido de que todas las miradas de los peregrinos confluían en su persona, descubrió la salida y la cruzó a trompicones.
Un joven acólito de plácido porte se inclinó en una reverencia ante el sudoroso eclesiástico, ajeno a su turbación.
—Te ruego que me disculpes por interrumpirte en tus oraciones, Hijo Venerable, pero el Príncipe de los Sacerdotes solicita que le dediques unos minutos de tu tiempo si no te causa grave inconveniente.
El discípulo pronunció esta fórmula de cortesía con tal naturalidad que a ningún observador casual le habría extrañado escuchar una negativa de Denubis, algo así como: «Ahora me es imposible, me reclaman otros deberes. Quizá más tarde».
Sin embargo, Denubis no dijo nada semejante. Palideció y murmuró la consabida frase de «Será un honor», que el acólito recibió sin inmutarse por la fuerza de la costumbre. Asintió mediante un ademán de cabeza, dio media vuelta y guió al clérigo, a través de los ventilados y sinuosos pasillos del Templo, hacia las habitaciones privadas del máximo dignatario de Istar.
Mientras aceleraba la marcha para no quedar rezagado, el maduro eclesiástico cavilaba sobre el motivo de tan urgente convocatoria, pensando que guardaba relación directa con la sacerdotisa de la calleja. No había sido requerido por su superior en dos años, y no podía ser una coincidencia que lo mandase llamar para otras cuestiones el mismo día en que hallara a la Hija Venerable moribunda en un rincón próximo a la plaza del mercado.
«Quizás ha fallecido, y quiere comunicármelo personalmente. Sería una gentileza, quizá fuera de lugar en alguien que debe ocuparse de problemas tan importantes como el destino de las naciones pero, a fin de cuentas, una prueba fehaciente de su amabilidad», pensó Denubis apesadumbrado.
Esperaba equivocarse, no sólo por ella sino por el humano y el kender. También estas dos criaturas habían presidido sus elucubraciones a lo largo del día, sobre todo el hombrecillo. Al igual que otros habitantes de Krynn, Denubis tenía una pobre opinión de estos seres que no mostraban el menor respeto por las reglas de convivencia ni la propiedad particular, ni siquiera entre ellos mismos. No obstante, el que ahora lo inquietaba parecía poseer unas cualidades excepcionales. Cualquier otro de los que conocía —o creía conocer— se habría dado a la fuga con sólo presentir el peligro y él, en cambio, había permanecido al lado de su amigo en un alarde de lealtad, e incluso se había arriesgado a defenderlo.
Con el ánimo decaído, Denubis se enfrentó a la posibilidad de que la sacerdotisa hubiese muerto. Si era así, el kender y su compañero sufrirían un castigo… No, era preferible no adelantarse a los acontecimientos. Susurrando una sincera plegaria a Paladine para granjearse su protección en favor de los cautivos —en el caso de que la merecieran, claro está—, desechó de su mente tan depresivas cábalas y se exhortó a admirar el esplendor de la residencia que el Príncipe de los Sacerdotes había erigido en el sagrado recinto.
Había olvidado la belleza de los blanquísimos muros que refulgían, según la leyenda, con la etérea luz irradiada por sus propias piedras. Tan delicada era la talla de éstas que se asemejaban a inmensos pétalos de rosa surgidos del pulido suelo, de idéntica tonalidad. Atravesaban su superficie, como para poner un contrapunto a la dureza que siempre entraña la perfecta claridad, unas vetas azuladas.
Las maravillas del pasillo daban paso a la magnificencia de la antecámara. Aquí las paredes fluían hacia las alturas para sostener la bóveda, del mismo modo que los cánticos de las mujeres elfas se elevaban en pos de las divinidades. Y, de manera más tangible que en la sala de las oraciones, los dioses se hallaban presentes en los frescos que adornaban la fabulosa estancia. También ellos brillaban con fulgores nacidos en las entrañas de la roca: Paladine, el Dragón de Platino, máximo exponente del Bien, se erguía junto a Gilean, la Balanza de la Neutralidad, y separado por éste de la Reina de la Oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, que nunca osaría ofender abiertamente a la representación de la malignidad, la había plasmado en forma de un dragón de cinco cabezas, aunque en una actitud tan dócil que Denubis casi lo imaginaba postrado ante Paladine, lamiendo sus pies.
De todos modos, tal pensamiento asaltó al clérigo en una reflexión ulterior. En estos momentos estaba demasiado nervioso para detenerse a contemplar las espléndidas pinturas, tenía la mirada prendida de las ricas puertas de platino que se abrían al corazón del Templo.
Se deslizaron sobre sus goznes las ornamentadas hojas, emitiendo una luz irreal. Había llegado la hora de la audiencia.
La sala destinada a este propósito infundía al visitante un punzante sentido de su humildad e insignificancia. Era el centro de la bondad, el símbolo de la triunfante Iglesia que propagaba su poder entre los moradores de Krynn. Tras las puertas había una enorme estancia circular con el suelo de bruñido granito blanco, que se prolongaba en los lisos muros hasta culminar en una gigantesca flor cuyos pétalos, a guisa de capiteles, se unían en el centro en un cáliz que daba soporte a la cúpula. El techo, en lugar de ser opaco, estaba formado por cristaleras que absorbían los rayos del sol y de las lunas y, así, mantenían la estancia perpetuamente iluminada.
Una ondulante ola azul, similar a las crestas marinas, partía del suelo para desplegarse en un nicho situado frente a la puerta. Arropada en su seno, una plataforma sustentaba un trono y cabe afirmar que, más aún que la fúlgida aureola creada por los haces de los astros celestes, centelleaban las radiantes y cálidas chispas que de él surgían.
Denubis penetró en la sala de audiencias con la cabeza inclinada y las manos juntas sobre el pecho, como mandaban los cánones. Anochecía y, al no haber iniciado las lunas su recorrido por el firmamento, habían prendido las velas si bien el clérigo, al igual que en otras ocasiones, experimentó la extraña sensación de haber salido a un patio soleado. Incluso cerró los ojos, cegado por el exceso de luz.
Puesta la vista en el suelo, en la actitud sumisa que exigía su rango inferior hasta que le permitieran levantarla, escudriñó su entorno y detectó diversos objetos. Había asimismo otras criaturas, aunque no podía reconocerlas al no distinguir sus rostros. Ascendió los primeros peldaños que, surcando la ola, se encaramaban al estrado, vigilando sus pisadas y tan deslumbrado por las reverberaciones del trono que apenas era consciente de nada más.
—Alza los ojos, Venerable Hijo de Paladine —dijo una voz cuando llegó al pequeño rellano donde debía detenerse. La musicalidad de su timbre lo indujo al llanto, y mientras intentaba contener las lágrimas se preguntó qué emoción era aquella que lo embargaba y que las mujeres elfas ya no eran capaces de inspirarle.
Obedeció de inmediato, y se sobrecogió su alma. Hacía ya dos años que no se acercaba tanto a la figura del Príncipe de los Sacerdotes, tiempo suficiente para adormecer su memoria. ¡Cuán diferente era observarlo cada mañana desde cierta distancia, verlo como se divisa el sol en el horizonte poco después del alba, dejándose acunar por su calor benéfico! ¡Cuán diferente era columbrar un astro de ser convocado a su presencia, inmovilizarse frente a él y sentirse arder en la pureza, en la claridad de su brillo!
«Esta vez recordaré», se prometió Denubis. Pero nadie que hubiera sido recibido por el sumo dignatario lograba imprimir su apariencia en la mente y, a decir verdad, era un sacrilegio intentarlo ya que equivalía a rebajarle a la mediocridad de la carne y las miserias comunes. Lo único que flotaba para siempre en la imaginación era la idea de haber estado en presencia de una criatura de indescriptible belleza.
El aura luminosa rodeó al clérigo, y al hacerlo lo sumió en una lacerante vergüenza de sí mismo por haber cedido a dudas, recelos y pensamientos indignos. En contraste con el Príncipe de los Sacerdotes, Denubis se juzgó el ser más execrable de todo Krynn. Hincó ambas rodillas y mendigó perdón, consciente apenas de sus actos, seguro tan sólo de que así debía obrar.
El perdón le fue concedido. Habló la voz musical y, al instante, invadió al eclesiástico una sensación de paz, un bálsamo que cicatrizaba sus llagas invisibles. Incorporándose, se colocó frente a su superior en humilde postura y solicitó la gracia de ser informado sobre el motivo de tan inesperada audiencia.
—Esta mañana has traído al Templo a una mujer, una Hija Venerable de Paladine —explicó el mandatario—, y tengo entendido que estás preocupado por ella como, por supuesto, es natural y encomiable. He creído que te reconfortaría saber que se ha recuperado por completo de la terrible prueba sufrida. Quizá también te alivie la noticia, querido Hijo de Paladine, de que está físicamente ilesa.
Denubis dio gracias al dios del Bien por haber preservado a la sacerdotisa de la muerte mas, cuando se disponía a regocijarse de tan grata nueva en la destellante aura, comprendió el significado de las últimas palabras de su egregio señor y acertó a balbucear:
—Entonces, ¿no la asaltaron?
—No, hijo mío —contestó el patriarca con timbre jubiloso—. Paladine, en su infinita sabiduría, acogió su alma en su seno y pude, tras largas horas de oración, persuadirle de que nos devolviera el tesoro que había sido arrancado de su cuerpo. La mujer descansa ahora en un sueño reparador.
—Pero ¿y las señales de su rostro? —protestó el clérigo—. La sangre…
—No exhibía señales de violencia —repuso el Príncipe en tono suave, aunque con un atisbo de reproche que causó al subordinado una repentina desazón—. Te repito que nadie la lastimó.
—Me complace en sumo grado haberme equivocado —declaró Denubis con sincero acento—, más aun porque de este modo queda probada la inocencia del humano que fue arrestado y que, supongo, será puesto en libertad.
—Me produce tan honda satisfacción como a ti, Hijo Venerable, descubrir que uno de nuestros semejantes no ha cometido el despreciable crimen que se le imputaba. Mas, ¿quién es del todo inocente?
La melodiosa voz hizo una pausa, como si aguardase respuesta. Y, en efecto, a los pocos segundos se elevaron unos murmullos alrededor del clérigo, unos sonidos articulados que le hicieron tomar plena conciencia de las otras criaturas congregadas en la sala. Tal era el influjo del Príncipe de los Sacerdotes que, por unos momentos, se había olvidado de todo salvo del inefable ser que le hablaba desde el trono.
A pesar de sentir sus pupilas bañadas en la radiante claridad que dimanaba de la plataforma, Denubis advirtió que debía estar acostumbrándose a su cegadora magnificencia al reconocer a las otras figuras presentes en la asamblea. A ambos lados de la ola azul se hallaban distribuidos los máximos exponentes de las Órdenes masculina y femenina de los Hijos Venerables. Apodados entre sus seguidores «las manos y los pies del sol», eran ellos quienes atendían los asuntos cotidianos de la Iglesia y, también, los que gobernaban Krynn. Pero, además de los altos cargos clericales, había otras criaturas en la estancia.
Atrajo la mirada del sacerdote un rincón, el único que, al parecer, permanecía en penumbra. Se agazapaba en él una figura ataviada de negro, en medio de una oscuridad que tan sólo eclipsaba la luz del Príncipe. Asaltado por un estremecimiento, intuyó que aquel ser de tinieblas aguardaba, acechando su oportunidad, el ocaso definitivo para entrar en acción. Constatar que el Ente Oscuro, nombre con que se designaba en la corte a Fistandantilus, tenía acceso a la sala de audiencias ejerció sobre Denubis un impacto nefasto. El adalid del Bien trataba de deshacerse de la malignidad del universo y, sin embargo, la admitía en su círculo más íntimo. Una perspectiva más halagüeña vino, por fortuna, a mitigar su desasosiego: quizá cuando la perversidad fuera desterrada del mundo, cuando se eliminara a los últimos seres perversos, Fistandantilus caería de manera irreversible.
Mientras estaba absorto en estas cavilaciones, incluso con una sonrisa dibujada en sus labios, sintió sobre su piel el frío fulgor de los ojos del poderoso mago y tuvo que desviar la vista. ¡Qué contraste ofrecía aquel hombre respecto al Príncipe! Se refugió en la aureola de benignidad de su mandatario en busca de la serenidad perdida, diciéndose que siempre que contemplaba al sombrío Fistandantilus se asomaba sin poder evitarlo a las más secretas simas de su propia alma.
Aunque sometido al escrutinio perturbador del hechicero, conservó la suficiente lucidez como para volver a la realidad inmediata. «¿Quién es del todo inocente?», había inquirido el Príncipe. ¿A qué se refería? No acababa de captar el sentido de este curioso desafío.
Azuzado por la incertidumbre, Denubis bajó de la plataforma intermedia, despidiéndose confuso del Príncipe de los Sacerdotes, y se encaminó hacia una antecámara donde había dispuesta una descomunal mesa de banquetes, ya que el Templo de Istar era una auténtica corte y, en aquella ocasión, el máximo representante del Bien ofrecía una espléndida cena a sus invitados.
Los aromas de los apetitosos y exóticos alimentos, traídos de todo Ansalon por los devotos peregrinos o adquiridos en los vastos mercados al aire libre de ciudades tan lejanas como Xak Tsaroth, recordaron al eclesiástico que no había probado bocado desde el desayuno. Haciéndose con un plato, pasó revista a las multicolores fuentes a la vez que se servía de unas y otras. Al llegar a la mitad de su recorrido ya había llenado el recipiente de aquellos exquisitos manjares que, en su profusión, arrancaban gemidos de la mesa doblada bajo su peso.
Un criado le presentó una copa redonda llena de fragante vino elfo y, tras asirla, recogió los cubiertos en una esquina para, con éstos y el plato en una mano y el mosto en la otra, arrellanarse en una butaca donde consumir su suculenta cena. Comenzó a degustar ávidamente la celestial combinación que formaban un bocado de faisán asado con el sabor adherido en el paladar del licor cuando, de manera imprevista, una sombra oscureció su asiento.
Atragantándose, Denubis levantó los ojos y se apresuró a secar las gotas de vino que chorreaban por su mentón.
—Hijo Venerable —balbuceó nervioso, al mismo tiempo que se esforzaba en erguir la espalda para mostrar el respeto que merecía el cabecilla de su hermandad.
Quarath, que así se llamaba su superior más directo, lo estudió con expresión entre divertida y sarcástica.
—No te muevas, Hijo Venerable, no deseo molestarte —dijo, haciendo un lánguido gesto—. Nada más lejos de mi intención que interrumpir tu cena, sólo quería rogarte que cuando termines me dediques unos minutos.
—Ya he terminado —anunció Denubis y entregó plato y copa, aún medio llenos, a otro sirviente que pasaba por su lado—. Lo cierto es que estaba menos hambriento de lo que suponía. —Eso, al menos, era cierto, había perdido el apetito por completo.
Quarath esbozó una delicada sonrisa. Su enjuto rostro elfo, de finas facciones, se asemejaba a una escultura de porcelana susceptible de romperse ante la más nimia brusquedad. Quizá por eso apenas se ensancharon sus labios.
—De acuerdo entonces, en el caso de que no te tienten los postres.
—No, en absoluto. Los dulces se digieren con dificultad a esta hora tan avanzada.
—Acompáñame pues, Hijo Venerable. Hace semanas que no sostenemos una plática —invitó Quarath a su subordinado, a la vez que lo cogía por el brazo en un ademán de gran familiaridad pese a que no solían frecuentarse.
Primero el Príncipe de los Sacerdotes, ahora el superior de su Orden. A Denubis se le hizo un nudo en la garganta, mas se dejó llevar sin oponer resistencia. En el instante en que se disponían a abandonar la sala de audiencias resonó la armoniosa voz del sumo mandatario, y el clérigo lanzó una mirada atrás para mecerse una vez más en la mágica aura. Antes de reanudar la marcha su vista se posó, accidentalmente, en la del hechicero de negro atavío, y éste bajó la cabeza a guisa de saludo. Estremeciéndose, Denubis traspasó raudo la puerta en pos de Quarath.
Los dos clérigos avanzaron por los suntuosos corredores hasta arribar a una pequeña alcoba, la del augusto elfo. También esta cámara lucía una espléndida decoración, pero Denubis se sentía demasiado inquieto para reparar en los detalles.
—Siéntate, amigo mío, te lo ruego. Permíteme que te llame así, ya que nos hallamos cómodamente instalados y en perfecta soledad.
El clérigo no estuvo muy de acuerdo con lo de «cómodamente», pero era evidente la ausencia de testigos. Tomó asiento en el borde de la butaca que le ofrecía su anfitrión, aceptó un vaso de tónico, aunque ni siquiera se humedeció los labios, y esperó. Quarath empezó a charlar de temas intrascendentes, informándose sobre el trabajo de su interlocutor —ocupado en los últimos tiempos en traducir párrafos de los Discos de Mishakal a su lengua natal, el solámnico— y abordando, en suma, cuestiones que poco o nada le interesaban.
Tras un breve silencio el eclesiástico comentó, con aire casual:
—Hace un rato te he oído abogar por ese humano frente al Príncipe de los Sacerdotes.
Denubis depositó el elixir en un velador, tan trémula su mano que a punto estuvo de derramarlo.
—Me inquietaba la idea de haberlo apresado por error —explicó azorado.
—Muy loable por tu parte —concedió Quarath con grave semblante—. Está escrito que debemos preocuparnos por nuestros congéneres. Ha sido una acción digna de ti, Denubis, la incluiré en mi crónica anual.
—Gracias, Hijo Venerable —respondió el interpelado sin saber a qué atenerse.
Nada añadió el superior de la Orden, pero clavó en su oponente sus almendrados ojos de elfo mientras aquél se enjugaba el sudor de las sienes con la manga de su túnica. La cámara estaba en exceso caldeada, quizá debido a la fragilidad de quien la habitaba.
—¿Hay algo más que quieras agregar? —interrogó Quarath en tono confidencial.
—¿Respecto al guerrero? —se aseguró el clérigo.
—Sí —fue la escueta contestación.
—Me gustaría saber —aventuró Denubis tras exhalar un largo suspiro— si él y el kender saldrán pronto del calabozo. Verás, señor, he pensado que podría prestar un útil servicio —propuso en un arranque de inspiración— guiándolos hacia la senda del Bien. Ya que el hombre es inocente…
—¿Quién es del todo inocente? —lo atajó Quarath, mirando hacia el techo como si los dioses fueran a escribir allí la respuesta.
—Sin duda es una pregunta de gran relevancia —balbuceó el clérigo—, que merece atención y estudio, pero al parecer el prisionero no era culpable del delito pese a que, quizás, oculte algunos defectos que no se han enjuiciado en la asamblea. —Calló, consciente de que pisaba aguas movedizas.
—Me estás dando la razón —sentenció el superior, extendidas las manos y con la vista puesta en el confundido Denubis—. Como reza el refrán, a menudo el lobo se cubre con piel de cordero. Mañana ambos reos serán vendidos en el mercado de esclavos —le reveló, apoyado en el respaldo de su asiento y con los ojos vueltos de nuevo hacia el techo.
—¿Cómo? Pero señor… —se escandalizó el clérigo que, sin darse cuenta, se había incorporado.
No concluyó la frase, la mirada imperativa de Quarath lo traspasó como un dardo y lo paralizó.
—¿Debo interpretar tu actitud como una abierta rebeldía?
—¡Es inocente! —insistió Denubis, incapaz de concebir otro razonamiento.
Quarath sonrió, ahora indulgente, antes de sermonear a su discípulo.
—Eres un buen hombre, amigo. Un buen hombre y un fiel servidor de la causa, quizás algo elemental pero un auténtico dechado de virtudes. No creas que hemos tomado esta decisión a la ligera. Interrogamos al guerrero, y su relato sobre su procedencia y el motivo de su estancia en Istar es una pura incongruencia, yo incluso lo tildaría de inverosímil. Aunque sea inocente de las heridas de la sacerdotisa, como tú mismo has apuntado, corroen su alma otros crímenes no menos graves. Si examinas su rostro con detenimiento no tardarás en hallar las huellas inequívocas de un pasado azaroso. Carece, además, de medios para sustentarse, no hemos encontrado ni una moneda en su persona y es obvio que, dada su tendencia errabunda, se convertirá en un ladrón si lo abandonamos a su albedrío. Le hacemos un favor, por consiguiente, al proporcionarle un amo que cuide de él. Con el tiempo podrá conquistar su libertad y, si los dioses le son propicios, su alma se aliviará de la carga que entrañan sus culpas. En cuanto al kender… —No se molestó en proseguir, ondeó la mano en un gesto displicente al mencionar a tan ínfima criatura.
—¿Está enterado el Príncipe de los Sacerdotes? —El pobre Denubis tuvo que hacer acopio de valor para cuestionar así el criterio de los dignatarios de su Orden.
Quarath suspiró y, esta vez, el clérigo detectó una arruga de irritación en el terso entrecejo del elfo.
—El Príncipe de los Sacerdotes tiene asuntos más urgentes que atender, Hijo Venerable —replicó con frialdad—. Es tan bondadoso que el sufrimiento del humano le causaría una profunda consternación, pasaría días encerrado tratando de resolver el conflicto. Como no ha ordenado de manera específica la libertad del prisionero, hemos asumido nosotros la responsabilidad a fin de ahorrarle este pequeño contratiempo.
Al ver que la suspicacia afloraba al desencajado semblante de Denubis, Quarath se inclinó hacia adelante y, ceñudo, continuó.
—De acuerdo, ya que no te satisfacen mis argumentos te confiaré un secreto: rodean el descubrimiento de la mujer ciertas circunstancias extrañas. Una de ellas, según tenemos entendido, es que su artífice fue el Ente Oscuro.
El clérigo tragó saliva y se hundió en su butaca. Ya no tenía calor, incluso se agitó en un súbito escalofrío.
—Es cierto —declaró entristecido—. Vino a mi encuentro…
—¡Lo sé! —lo espetó el eclesiástico—. Él mismo me lo ha comentado. La sacerdotisa se quedará con nosotros, es una Hija Venerable portadora del Medallón de Paladine. Sus declaraciones son tan confusas como las del guerrero, aunque en su caso es natural y creo que bastará con observarla hasta que se tranquilice. El humano, en cambio, no pertenece a la Orden y ha de ser tratado de otro modo. Tienes que comprender la imposibilidad de permitirle que vagabundee sin control. En la Era de los Ancianos lo habrían confinado en un calabozo para luego olvidarlo; nosotros, más sabios, le daremos un hogar conveniente y lo vigilaremos con la mayor discreción.
«Al oír a Quarath se diría que es un acto caritativo vender a un hombre como esclavo. Quizá lo sea y yo esté en un error, él mismo ha recalcado mi simpleza de espíritu», meditó Denubis perplejo.
Aún aturdido, echó a andar hacia la puerta con la cena revuelta en sus vías digestivas no sin antes farfullar una disculpa a su superior, quien se levantó al verle partir. Una sonrisa conciliadora iluminaba su rostro cuando le propuso:
—Debes visitarme más a menudo, Hijo Venerable. Y no temas consultarnos siempre que te asalte alguna duda, así es como se aprende.
Denubis asintió tímidamente, y resolvió aprovechar la oportunidad.
—Hay otra cuestión que desearía plantearte, ya que me abres la puerta de la confianza —aventuró—. Hace unos minutos has mencionado al Ente Oscuro. ¿Quién es en realidad, y por qué se aloja en el Templo? Confieso que me asusta.
Se borró la expresión complaciente de la faz de Quarath pero no pareció molestarse, acaso le produjo cierto alivio el hecho de que Denubis cambiara de tema.
—Nadie conoce las motivaciones de los magos, ni sus procedimientos ni aun su identidad —explicó—, lo único que de ellos sabemos es que se mueven sobre premisas que nada tienen que ver con las que dictan los dioses. Ésta fue la razón que impulsó al Príncipe de los Sacerdotes a reducir su presencia en Krynn y contener su influjo. Ahora se hallan recluidos en la única Torre de la Alta Hechicería que se sostiene en pie, rodeada por el malhadado Bosque de Wayreth, y que no tardará en desaparecer. Su número de habitantes disminuye sin tregua, y hemos cerrado sus escuelas. ¿Has oído hablar de la maldición de la Torre de Palanthas?
—Sí.
—¡Fue un terrible accidente! —exclamó el eclesiástico—. Y demuestra que los dioses no favorecen a los brujos, pues sólo cuando la conducta enajenada de un nigromante, inducida por ellos, lo llevó a ensartarse en la verja de su morada, se aplacó su ira. Mediante esta estratagema de las divinidades pudo sellarse, esperemos que para siempre, la Torre. Pero estoy divagando, no era éste el asunto que te inquietaba.
—No, sólo intentaba indagar sobre la personalidad de Fistandantilus —le recordó Denubis, arrepintiéndose de haber iniciado la charla. Lo único que ansiaba era regresar a su dormitorio y tomar algún remedio que mitigara su dolor de estómago.
—No puedo decirte —declaró Quarath con las cejas enarcadas— sino que ya estaba aquí el día de mi llegada, hace casi un siglo. Debe ser más viejo que muchos de los longevos miembros de mi raza, incluso los más veteranos han oído susurrar su nombre en las leyendas de su infancia. Es humano y, por lo tanto, utiliza la magia para conservar la vida, si bien no imagino cómo. ¿Has comprendido ahora por qué el Príncipe lo acoge en su corte? —añadió, clavando en su interlocutor una penetrante mirada.
—¿Porque lo teme? —apuntó el ingenuo discípulo.
La sonrisa de porcelana del elfo se congeló unos segundos para, luego, ensancharse en la de un padre que esclarece un sencillo misterio frente a un hijo poco dotado.
—No, amigo mío —explicó con paciencia—, la razón es que Fistandantilus nos resulta de gran utilidad. ¿Quién conoce el mundo mejor que él? Ha viajado a todos los confines de nuestro continente y se ha familiarizado con los dialectos, las costumbres y las tradiciones de las razas que pueblan Krynn. Su sapiencia es ilimitada, y nuestro sumo dignatario prefiere tenerle cerca en lugar de desterrarle a Wayreth como ha hecho con sus colegas.
—Entiendo —murmuró Denubis—. Y, ahora, debo retirarme. Agradezco tu hospitalidad, Hijo Venerable, y tu benevolencia al despejar mis incógnitas. Me siento mucho mejor.
—Me satisface haber sido capaz de ayudarte —contestó Quarath—. Deseo que los dioses te proporcionen un apacible descanso.
—Lo mismo digo, insigne clérigo.
Tras intercambiar las fórmulas de rigor, Denubis salió de la estancia y oyó cómo la puerta se cerraba a su espalda. Su chirrido, lejos de excitarle, le llenó de paz.
Retrocedió por el mismo pasillo que antes recorriera en pos de Quarath y, al pasar junto a la sala de audiencias, sintió la necesidad de detenerse. La luz escapaba a raudales por las rendijas, los ecos de la voz musical lo atraían con su inenarrable embrujo, pero temió que empeorase su indigestión y venció el impulso de entrar.
Anhelando la tranquilidad de su alcoba, el eclesiástico atravesó presuroso las otras dependencias del Templo. Tan precipitada era su marcha que incluso se perdió una vez tras tomar un recodo equivocado en el laberinto de corredores. Sin embargo, volvió a dar con el pasadizo que lo llevaría hasta la zona del recinto donde residía.
Ésta era austera en comparación con la magnificencia de la corte y los aposentos del Príncipe de los Sacerdotes, pero revestida de un lujo superior al que solía observarse en los edificios de Krynn. Mientras caminaba por los pasillos, iluminados mediante antorchas, Denubis no pudo sustraerse al ambiente acogedor que éstas creaban pese a carecer del esplendor de las grandes cámaras palaciegas. Otros clérigos se cruzaron con él, intercambiando sonrisas y saludos, y constató que la sencillez que lo circundaba era su auténtico hogar.
Exhaló un suspiro y, reconfortado al fin, abrió la puerta de su humilde habitación —no existían los candados en el Templo, por considerarse un signo de desconfianza respecto a los otros cofrades— dispuesto a refugiarse en su penumbra.
De pronto, se detuvo, al atisbar el borroso movimiento de una sombra en la negrura. Fijó la vista en el corredor, mas lo halló vacío.
«Me estoy haciendo viejo —recapacitó—, sufro alucinaciones». Penetró en la estancia envuelto en el revoloteo de su alba túnica en torno a los tobillos, encajó la hoja en el dintel y buscó la medicina para el estómago.
Una llave tintineó en la cerradura de la celda. Tasslehoff se incorporó a la velocidad del relámpago en aquella estancia donde la luz se filtraba, en pálidos haces, a través del ventanuco de barrotes.
Al ver su reflejo en el muro de piedra, el kender concluyó que debía estar amaneciendo. La llave produjo un nuevo chasquido en el ojo metálico, como si el celador tuviese dificultades para abrir. El prisionero lanzó una inquieta mirada a Caramon que, tumbado en el otro lado del calabozo, dormía en la losa que le servía de lecho sin moverse ni oír el molesto ruido.
«Mala señal», pensó Tas entristecido, a sabiendas de que el experto guerrero —cuando no estaba ebrio— era capaz de despertarse con el mero eco de unas sigilosas pisadas en la distancia. Pero Caramon no había manifestado ninguna reacción desde que los soldados lo encerraron la víspera. Había guardado silencio y rechazado el alimento, pese a asegurarle su compañero que era un bocado superior al que solía comerse en las prisiones. Se acostó sobre el suelo y se sumió en la contemplación del techo hasta el anochecer, hora en que desarrolló una ínfima actividad: cerrar los ojos.
El estruendo de la llave fue en aumento, mezclado con los sonoros reniegos del carcelero. Tasslehoff se puso en pie y atravesó la estancia, desembarazando su cabello de las briznas de paja de su almohada y alisando su ropa mientras caminaba. Al distinguir una desvencijada banqueta en un rincón, la arrastró hasta la puerta a fin de encaramarse a ella y espiar por la mirilla al hombre que se afanaba en el exterior.
—Buenos días —lo saludó—. Veo que tienes problemas.
El aludido retrocedió, tan sobresaltado al oír una voz imprevista que casi dejó caer el manojo de llaves. Era un individuo de corta talla, flaco, con una tez grisácea que lo identificaba con las pétreas paredes. Alzó hacia el kender un rostro de expresión furibunda a través de la reja, insertó una vez más el metálico instrumento en el cerrojo y comenzó a manipularlo vigorosamente. Detrás de él se erguía otra figura, un hombre alto y corpulento que, ataviado con ricas vestiduras, se protegía del gélido aire matutino mediante una capa de piel de oso. Sostenía en la mano una pizarra, terminada en una delgada correa de cuero de la que pendía una punta de tiza.
—Apresúrate —gruñó el desconocido—. El mercado se abre a mediodía y tengo que limpiar y adecentar a este lote antes de que se inicie.
—Debe haberse roto —se excusó el celador.
—No, en absoluto —colaboró el kender—. A decir verdad, creo que la llave encajaría si no entorpeciera su paso uno de mis alambres.
El centinela interrumpió su quehacer y escudriñó al hombrecillo de manera siniestra.
—Sufrí un curioso incidente —explicó Tas, al parecer imperturbable—. Anoche estaba aburrido, pues Caramon se durmió temprano y tú me habías despojado de mis pertenencias, así que me puse a hurgar en mis vestiduras y descubrí, por pura casualidad, un alambre para forzar cerraduras que había escapado a tu registro al ocultarse dentro de mis botas. Decidí probarlo en esta puerta, a fin de entretenerme y también de comprobar qué tipo de calabozos construís en Istar. Por cierto, éste es espléndido —afirmó en actitud solemne—, uno de los mejores que he visitado, quizás el más sólido. ¡Pero olvidaba presentarme! Me llamo Tasslehoff Burrfoot —agregó, introduciendo su mano a través de la reja por si alguno de sus contertulios deseaba estrecharla (no lo hicieron)—. Vengo de Solace, al igual que mi amigo, con el encargo de cumplir una delicada misión que… ¡Ah, sí, el cerrojo! No es necesario que me claves tan funestas miradas, no fue culpa mía. ¡Fue tu estúpido mecanismo el que quebró mi alambre! Lo consideraba el más valioso de mi colección, heredado de mi padre —suspiró nostálgico—. Me lo obsequió el día en que cumplí la mayoría de edad, de modo que no estaría de más si os disculpaseis —terminó con tono severo.
Frente a tal exigencia el carcelero emitió un extraño sonido, semejante a un estornudo virulento. Agitando el manojo de llaves frente al kender, masculló unas frases incoherentes sobre «pudrirse en la celda para toda la eternidad» e hizo ademán de alejarse, si bien lo detuvo el personaje de la capa.
—No tan deprisa —lo espetó—. Debo llevarme al otro reo.
—Lo sé —replicó el guardián con los labios apretados—, pero se ha de llamar al cerrajero.
—No puedo esperar. He recibido órdenes estrictas de incluirlo en el lote de hoy.
—En ese caso habrá que ingeniarse otro medio de sacarlos de ahí dentro —sugirió el soldado—. Proporcionemos al kender un nuevo alambre, quizá funcione —bromeó—. Vamos, olvídalo y reunamos a los restantes.
Emprendió un ligero trotecillo, dejando al hombre del pellejo de oso plantado ante la puerta, remiso a moverse.
—Me han dado instrucciones terminantes —recordó irritado el celador.
—También a mí —repuso el otro por encima de su huesudo hombro—. Si no están conformes pueden venir y rezar hasta que la reja se abra, o bien avisar al cerrajero para que haga su trabajo.
—¿Vais a devolvernos la libertad? —inquirió Tas con jovial talante—. Si es así, os ayudaremos. —Una fugaz idea cruzó su mente, un pensamiento que demudó su rostro—. ¿O acaso os disponéis a ejecutarnos? Porque, de ser esos vuestros planes, preferimos aguardar al herrero y no daros facilidades.
—¡Ejecutaros! —se escandalizó el individuo más elegante—. Hace ya diez años que no se ajusticia a nadie en Istar. Lo prohibe la Iglesia.
—Sí, una muerte limpia y rápida era demasiado benigna para un condenado —comentó el centinela que, de nuevo, se había vuelto hacia ellos—. ¿Y tú, pequeño truhán, cómo pensabas contribuir a solventar esta contrariedad?
—Y si no vais a matarnos, ¿qué sorpresa nos reserváis? —siguió indagando Tas sin atender al apremio del carcelero—. No proyectáis soltarnos, eso es evidente, pese a nuestra declarada inocencia. No agredimos a…
—La suerte que tú corras nada me interesa —lo atajó el individuo de la piel de oso con un gesto despreciativo—, es a tu amigo a quien quiero. Pero has acertado, no le dejarán libre.
—Una muerte limpia y rápida —repitió el soldado, a la vez que torcía la desdentada boca en una mueca grotesca—. Siempre se congregaba una muchedumbre deseosa de presenciar la escena, y eso hacía que el condenado se sintiera importante, que le encontrase un sentido a su próximo fin, tal como me confesó Snaggle mientras marchábamos hacia la horca. Confiaba en que asistiera un gentío enfervorizado, y así fue. «Todas estas personas —declaró con lágrimas en los ojos— han renunciado a su descanso para venir a despedirme». Fue un caballero hasta exhalar el último suspiro.
—Lo llevarán a la plataforma —anunció el personaje de rico atuendo, vociferando para imponerse a las divagaciones del otro.
—Limpia y rápida —insistió, ya en tonos apagados, el carcelero.
—Ignoro qué «plataforma» es ésa —vaciló el kender—, pero si os comprometéis a no hacernos daño intentaré convencer a Caramon de que nos eche una mano.
Desapareció del portillo, y los dos individuos le oyeron urgir al guerrero:
—Despierta, Caramon. Quieren sacarnos de la celda y no consiguen abrirla, me temo que por mi culpa.
—No sé si has comprendido que debes quedarte con ambos —insinuó el guardián, con aviesa mirada, a su oponente.
—¿Cómo? —se sobresaltó éste—. Nadie me mencionó que…
—Hay que venderlos juntos —afirmó el soldado, complacido al advertir su ira—. Ésas son mis órdenes, y provienen de las mismas esferas que las tuyas.
—¿Está especificado en el documento escrito?
—Por supuesto. —El hombre no cabía en sí de gozo.
—Perderé dinero —protestó el ostentoso personaje—. ¿Quién iba a gastar sus monedas en adquirir a un kender?
El celador se encogió de hombros, no era asunto de su incumbencia.
El individuo del mullido pellejo abrió la boca presto a discutir, pero enmudeció al aparecer otro rostro enmarcado en el ventanillo. Era la faz de un humano joven, debía rondar la treintena. Sin duda fue en un tiempo un hombre atractivo, si bien ahora la grasa desfiguraba sus pómulos, tenía los ojos entelados bajo el velo de insondables calamidades y su cabello, enmarañado y revuelto, oscurecía la apostura que en su día poseyera.
—¿Cómo está Crysania? —preguntó Caramon.
El ser corpulento pestañeó confuso.
—La dama que transportaron al Templo —aclaró el guerrero.
El flaco carcelero azuzó a su vecino en las costillas.
—La mujer a quien atacó —quiso ayudar.
—Yo no la ataqué —replicó el acusado, aunque sin cólera—. ¿Cómo se encuentra?
—No te interesa —contestó secamente el hombre alto, que acababa de consultar la hora y empezaba a ponerse nervioso—. ¿Eres acaso cerrajero? El kender nos ha asegurado que podrías abrir la puerta atascada.
—No es tal mi oficio —dijo Caramon—, pero existen otros métodos para forzar una hoja rebelde. ¿Qué ocurrirá si la resquebrajo? —inquirió, dirigiéndose al guardián.
—De todos modos el cerrojo está inservible y habrá que cambiarlo. No puedes causar demasiado estropicio, a menos que la eches abajo —comentó el aludido sin comprender las intenciones del hombretón.
—Eso es precisamente lo que me propongo hacer —se apresuró a revelarle éste.
—¿Quieres derribar la puerta? —se horrorizó el celador—. ¿Te has vuelto loco?
—Aguarda. —El individuo de la piel de oso examinó, a través de los barrotes, los hombros y el rotundo cuello del guerrero—. Dejemos que pruebe. Si lo consigue, yo pagaré los desperfectos.
—Por descontado, yo me encargaré de que cumplas —lo amenazó el centinela pero, al sentir sobre su piel la acerada mirada del otro, enmudeció.
Caramon entornó los párpados e inhaló aire varias veces, expulsándolo despacio en cada intervalo. Antes de desaparecer de la vista de los dos hombres les hizo señal de apartarse y, cuando hubieron obedecido, retrocedió unos pasos, emitió un estentóreo grito y se lanzó contra la sólida superficie de madera que debía abatir. La puerta se estremeció en sus goznes y, a decir verdad, hasta los rocosos muros parecieron tambalearse con el impacto; pero la pesada hoja se mantuvo en su lugar.
El carcelero, boquiabierto ante la colosal fuerza del reo, optó por alejarse al comprobar que éste se disponía a reanudar sus intentos. En efecto, resonó otro alarido en la celda y se produjo la segunda embestida, ahora coronada por el éxito. La puerta estalló con tal violencia que los únicos fragmentos reconocibles que dejó al desintegrarse fueron los retorcidos goznes y la zona del cerrojo, aún afianzada al marco. Caramon, por su parte, salió despedido con el impulso de su carrera y fue a parar al pasillo rodeado de los amortiguados vítores de los otros condenados, que aplastaban los rostros contra los barrotes de los calabozos circundantes a fin de no perderse el espectáculo.
—¡Tendrás que hacerte cargo de todos los gastos! —recordó el celador al otro hombre.
—El resultado lo merece —contestó éste, mientras ayudaba al guerrero a levantarse e incluso sacudía el polvo de sus ropas, no sin dedicarle críticas miradas—. Me temo que has comido demasiado bien —comentó al escudriñarlo—, y que no eres insensible a los placeres del alcohol. Probablemente sea ésa la causa de tu encierro, aunque no me preocupa lo más mínimo. Te llamas Caramon, ¿verdad?
El hombretón asintió con gesto taciturno.
—Y yo soy Tasslehoff Burrfoot —intervino el kender, que había atravesado el boquete de la puerta y volvía a tenderle la mano—. Lo acompaño dondequiera que va, y no pienso dejar de hacerlo. Se lo prometí a Tika, no puedo defraudarla.
La criatura del llamativo pellejo, que se afanaba en hacer anotaciones en su pizarra, apenas lo escuchaba.
—Comprendo —se limitó a decir con aire ausente.
—Y ahora —prosiguió Tas embutiendo una mano en su bolsillo—, creo que si nos liberaras de los grilletes caminaríamos mejor.
—Muy cierto —murmuró el interpelado, que no cesaba de garabatear sobre su tablero. Sumó unas cifras, sonrió e indicó al guardián—: Tráeme a los otros miembros del lote de hoy.
El soldado se alejó obediente, si bien antes clavó sus centelleantes ojos en Tas y Caramon.
—Vosotros dos, sentaos junto al muro hasta que hayan reunido al grupo —ordenó a los prisioneros el hombre de la pizarra.
El guerrero se acuclilló en el suelo, frotándose el hombro con que había embestido la hoja y Tas lo imitó. Emitió el kender un suspiro de júbilo. El mundo se le antojaba más hermoso fuera del angosto calabozo pues, según había susurrado a su amigo para animarlo a actuar, «Cuando salgamos tendremos una oportunidad. Atrapados en este agujero estamos indefensos».
—A propósito —gritó al carcelero ya distante—, ¿te encargarás de que me devuelvan mi alambre? Posee para mi un valor sentimental.
—Una oportunidad, ¿no? —rezongó Caramon cuando el forjador se disponía a cerrar el collar de hierro. Había tardado un rato en encontrar uno del tamaño adecuado, así que el hombretón fue el último al que ajustaron este símbolo de esclavitud. El prisionero sintió una punzada de dolor en el instante en que el artesano soldaba la argolla con metal candente, despidiendo olor a carne quemada.
Tas, compungido, se encogió de hombros en su propio aro y dio un respingo en solidaridad con el sufrimiento del compañero.
—Lo siento —gimió—, no había comprendido el sentido de la palabra «plataforma». Estaba convencido de que se referían a la calle, en este lugar tienen un curioso modo de utilizar el lenguaje. Te lo aseguro, Caramon…
—No te preocupes —respondió el aludido—. No es culpa tuya.
—Pero hay un responsable de todo este embrollo —declaró el kender en actitud reflexiva, contemplando interesado cómo el herrero aplicaba una capa de grasa sobre la quemadura del guerrero e inspeccionaba su trabajo con ojo crítico. Más de un forjador de Istar había perdido su puesto al exigir el propietario de un esclavo una retribución por un sirviente que había escapado de la argolla.
—¿Qué quieres decir? —inquirió el guerrero sin entusiasmo, dibujada la resignación en su faz.
—Detente a meditar —le urgió Tas, sin perder de vista al herrero—. Fíjate en tus vestiduras, llegaste a la ciudad ataviado como un rufián y, además, el clérigo y los centinelas aparecieron en el momento oportuno para inculparnos. Era evidente que nos esperaban, que todo estaba planeado, por no hablar del maltrecho aspecto que presentaba Crysania.
—Tienes razón —admitió Caramon, encendida una tenue llama en sus inexpresivos ojos—. Raistlin —masculló, y el destello ardió en un fuego abrasador—. Sabe que me propongo detenerlo, y ha provocado esta calamidad.
—No me atrevería a afirmarlo —replicó el kender—. ¿No sería más propio de él consumirte en un relámpago, o emparedarte hasta la asfixia?
—¡No! —exclamó el guerrero excitado—. ¿No lo entiendes? Él quiere que venga a Istar para hacer algo que no adivino. No desea mi muerte. Así nos lo advirtió el elfo oscuro que trabaja con él, ¿recuerdas?
El kender, dubitativo, intentó rebatir este argumento, pero se lo impidió el forjador al obligar a Caramon a levantarse. El individuo de la piel de oso, que no había cesado de espiarles impaciente desde la puerta del taller, hizo una imperativa señal a dos de sus esclavos personales, y éstos se apresuraron a agarrar a los compañeros a fin de colocarlos en hilera junto a los otros reos. Acto seguido, más servidores se acercaron al grupo y comenzaron a atar a los prisioneros con recias cadenas, hasta afianzar toda la fila por los grilletes de los pies. Concluida esta operación, y obediente a la orden de la criatura de la pizarra, la mísera comitiva de humanos, semielfos y goblins echó a andar.
No habían avanzado tres pasos, sin embargo, cuando quedaron enmarañados por una imprevista acción de Tasslehoff, que no había oído las instrucciones y se empeñaba en caminar en otro sentido.
Tras una retahila de reniegos y algunos restallidos de látigo —que utilizaba después de asegurarse de no ser observado por ningún clérigo—, el hombre de las pieles restableció el orden y continuó la marcha. Tas tenía que dar saltos para seguir el ritmo y, en un par de ocasiones, a punto estuvo de romper de nuevo la cadena viviente al caer de rodillas y arrastrar a los de detrás. Al darse cuenta, Caramon optó por rodear su cintura con su fornido brazo, alzarle en volandas y llevarlo de esta guisa, incluida la cadena.
—Ha sido divertido —murmuró el kender, todavía jadeante—. ¿Has visto la cara de ese tipo cuando me he derrumbado de bruces?
—¿Qué insinuabas antes, mientras esperábamos? —lo interrumpió el guerrero—. ¿Qué te hace pensar que no es Raistlin el artífice de nuestra desgracia?
El rostro del hombrecillo adquirió una seriedad inusual, una expresión ponderada que no casaba con su talante.
—Caramon —musitó, juntando las manos tras la nuca de su amigo y aproximándose a su oído para que no ahogaran sus palabras el repiqueteo de las cadenas y el bullicio de la calle, donde ahora se hallaban—. Escucha, Caramon. Raistlin debe haber estado muy ocupado en las últimas horas con los preparativos del viaje. No olvides que Par-Salian tardó varios días en conjurar el hechizo de traslación en el tiempo pese a ser un mago muy poderoso, de modo que tu hermano tiene que haber consumido una cantidad ingente de energía. ¿Cómo pudo organizar su propio periplo y, a la vez, tendernos esta trampa?
—Si no fue él, ¿quién entonces? —indagó el hombretón con el ceño fruncido.
—Quizá Fistandantilus —apuntó Tas, haciendo un gesto teatral.
Caramon tragó saliva, se contrajo su semblante en una mueca de incredulidad.
—Es un hechicero de gran sapiencia —insistió el kender— y, por otra parte, no te molestaste en disimular el hecho de que venías al pasado con la intención de destruirlo. Lo proclamaste a los cuatro vientos en la Torre de la Alta Hechicería, y nadie ignora que Fistandantilus deambula a su albedrío entre sus muros. Fue allí donde conoció a Raistlin, ¿no es cierto? Podría haber estado presente en el cónclave y enterarse de tu proyecto, que no le habrá colmado precisamente de satisfacción.
—¡Eso es absurdo! —protestó el guerrero, aunque cuidando de no levantar la voz—. Una criatura investida de sus dotes arcanas me habría fulminado en el instante de averiguar mis designios.
—Te equivocas —repuso Tasslehoff—. Hazme caso, he cavilado mucho antes de llegar a estas conclusiones. Fistandantilus no puede asesinar al hermano de su discípulo, menos aún si Raistlin te trajo aquí por un motivo concreto. Él no sabe si tu gemelo abriga, en su fuero interno, algún sentimiento hacia ti.
Caramon palideció, y el kender se reprendió a sí mismo por no haberse mordido la lengua. De todos modos, debía continuar y así lo hizo, en un susurro precipitado para desviar tan espinoso tema.
—Es evidente que no osa desembarazarse de ti de una manera directa, tiene que encubrir su acción mediante una estratagema que no ofenda a su pupilo.
—¿Y?
Tasslehoff enmudeció y exhaló un hondo suspiro. Cuando prosiguió, lo hizo en un quedo siseo.
—Por lo visto en Istar no ejecutan a los condenados, si bien utilizan otros medios para neutralizar a quienes perturban la paz. El carcelero ha comentado esta mañana que la pena capital era un final limpio y rápido comparado con lo que aquí sucede.
Un latigazo en la espalda de Caramon puso término a la conversación. Lanzando una enfurecida mirada al que lo había fustigado —una criatura obsequiosa, ruin, que parecía disfrutar con su trabajo—, el guerrero se sumió en el silencio y reflexionó sobre las teorías de Tas. Tenía razón al aseverar que Par-Salian había realizado un gran esfuerzo de concentración para conjurar el encantamiento, y que el poder de Raistlin era limitado. No había que desdeñar el quebranto sufrido por la salud de su hermano.
«Tasslehoff ha acertado —pensó el hombretón—. Nos van a vender, y Fistandantilus hallará el modo de eliminarme. Luego explicará a Raistlin que mi muerte fue accidental».
En los recovecos de su mente, una ronca voz enanil lo imprecó: «No sé quién es más majadero, tú o ese botarate de Tasslehoff. Si salís con vida de este atolladero recibiré una gran sorpresa».
Caramon esbozó una sonrisa nostálgica al recordar a su viejo amigo. Flint no estaba junto a él, ni tampoco Tanis u otro de los compañeros de andanzas susceptible de aconsejarle. El kender y él debían arreglárselas solos y, de no haber sido por la imprevista intrusión del hombrecillo en el laboratorio de Par-Salian, ahora se hallaría en tan espantoso apuro sin el más mínimo respaldo. Tal idea le produjo un escalofrío.
«Tengo que dar con Fistandantilus antes de que él me encuentre a mí», resolvió a la desesperada.
Las torres del Templo se erguían altaneras sobre las calles de la ciudad, todas escrupulosamente limpias salvo, por supuesto, los pasadizos marginales. Reinaba una gran algarabía en las avenidas, donde se destacaban los guardianes encargados de mantener el orden con sus multicolores mantos y sus empenachados yelmos. Las mujeres dirigían a tan apuestos centinelas miradas de soslayo mientras caminaban entre los comerciantes, barriendo el empedrado en su rotundo caminar. Había un lugar, sin embargo, al que las féminas no se acercaban, aunque no podían sustraerse a contemplarlo movidas por la curiosidad: el punto de la plaza donde se hallaba el mercado de esclavos.
Como de costumbre, el mercado estaba atestado. Se organizaban las subastas un día a la semana, razón por la que el hombre de la piel de oso, que lo regentaba, se había empeñado con tanto afán en reunir el lote de esclavos aquella mañana. Aunque el dinero recaudado por la venta de los prisioneros pasaba a engrosar las arcas públicas, él recibía un puñado de monedas nada despreciable y, por añadidura, la sesión de hoy prometía ser harto provechosa.
Como había explicado a Tas, se habían abolido las ejecuciones tanto en Istar como en las regiones de Krynn que estaban bajo su jurisdicción. O, al menos, en la mayoría de ellas. Los Caballeros de Solamnia insistían en castigar a quienes traicionaban a su Orden mediante el antiguo rito bárbaro de decapitarlos con su propia espada, pero el Príncipe de los Sacerdotes había iniciado unos largos parlamentos destinados a interrumpir cuanto antes tan nefasto hábito.
Naturalmente, el cese de los ajusticiamientos había creado otro problema. Las autoridades no sabían qué hacer con los reos, los cuales aumentaban de manera alarmante y suponían un gravamen considerable para el tesoro. Así pues, la Iglesia realizó un estudio y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los prisioneros eran indigentes, seres sin hogar ni medios de subsistencia. Los crímenes que cometían, robos, prostitución y otros de la misma índole, eran consecuencia de su extrema pobreza.
—Es lógico —declaró el Príncipe ante sus ministros en el acto de pronunciamiento— deducir que la esclavitud no sólo es la respuesta al conflicto que entraña la reclusión masiva en nuestros calabozos, sino que también constituye una medida idónea, además de caritativa, para ayudar a esos infelices cuyo único delito es el de estar atrapados en una telaraña de miseria de la que no pueden escapar.
»Yo me reafirmo en este aserto y sostengo, por lo tanto, que es nuestro deber ayudarlos. En su calidad de esclavos tendrán alimento, ropa y albergue gratuitos. Se les proporcionará todo aquello de lo que carecían, y que les empujaba a entregarse a una vida reprobable. Nos ocuparemos de que sean bien tratados y, por otra parte, propongo que se establezca una ley que les permita comprar su libertad tras un determinado período de servilismo, si han observado un buen comportamiento. Entonces nos serán devueltos como miembros productivos de la sociedad.
La idea del dignatario fue llevada a la práctica de inmediato, sin apenas deliberaciones, y cumplía ahora diez años desde su promulgación. Habían surgido ciertos inconvenientes, pero nunca habían sido comunicados al Príncipe de los Sacerdotes por considerarse demasiado ínfimos para exigir su atención. Los ministros de inferior rango los habían solventado de manera eficaz y, ahora, todo se desarrollaba con plena normalidad. La Iglesia recibía unas cuantiosas rentas merced al dinero obtenido en las transacciones públicas —que nada tenían que ver con las ventas entre particulares— y la esclavitud se juzgaba un perfecto medio contra el crimen.
En cuanto a los inconvenientes citados, aquéllos con los que no debía perturbarse al sumo mandatario, cabe comentar que dimanaban de dos tipos distintos de delincuentes: los kenders por un lado y, por otro, los que cometían atrocidades de todo punto imperdonables. Las soluciones fueron sencillas. Los kenders eran encerrados durante una noche y escoltados al amanecer hasta las puertas de la ciudad, lo que significaba una pequeña procesión diaria. Los criminales más recalcitrantes, acusados de asesinato, violación o locura peligrosa, quedaron bajo los auspicios de instituciones especiales creadas a tal efecto. En cualquier caso no existía otra alternativa, ya que ni unos ni otros hallaban compradores privados en el mercado de esclavos.
Con el máximo representante de una de estas instituciones para rufianes dialogaba animadamente el individuo que recogiera al lote en los calabozos, señalando a Caramon durante su plática. El guerrero estaba junto a los otros prisioneros en un mugriento y hediondo vallado detrás de la plataforma, en la actitud de quien se dispone a despedazar una puerta con el hombro.
El cabecilla de la institución, de raza enana, no parecía impresionado, si bien su postura nada tenía de extraña. Aprendió tiempo atrás que, en el instante en que se admiraba a un reo, el comerciante doblaba el precio de manera automática. Así pues, optó por observar desdeñoso al guerrero, escupir en el suelo, cruzarse de brazos y, plantando firmemente los pies en el adoquinado, encararse con el individuo de la piel de oso.
—Demasiado grueso, es evidente que no está en forma —declaró con la cabeza ladeada en señal de desinterés—. Además es un borrachín, no hay más que mirar su nariz para constatarlo. Y no tiene aspecto de criatura perversa. ¿Qué me has contado que hizo, asaltar a una sacerdotisa? ¡Lo único que atacaría ese humano es un barril de vino!
Su oponente no se inmutó, estaba acostumbrado a estos regateos.
—Estás a punto de desperdiciar la oportunidad de tu vida, Rockbreaker —se limitó a responder—. Deberías haberle visto cuando desencajó la puerta de su celda, desplegó una fuerza que nunca antes había advertido en un hombre. Tienes razón en lo del exceso de peso, debo concedértelo, pero ese mal se cura. Sométele a una buena dieta y se convertirá en un galán, en el favorito de las mujeres. Fíjate si no en sus lánguidos ojos castaños y su cabello ondulado. —Bajó la voz y añadió—: Sería una lástima que una fisonomía como la suya se echara a perder en las minas. He intentado evitar que se extienda la noticia de su felonía, si bien me temo que ésta ha llegado a oídos de Haarold.
Ambos personajes miraron de soslayo a un humano que, a cierta distancia, parloteaba y bromeaba con algunos de sus musculosos guardianes. El enano se atusó la barba, mas permaneció impasible.
—Haarold ha afirmado que no reparará en medios para hacerse con él —murmuró el comerciante en tono confidencial— pues, según él, podrá sacarle el rendimiento de dos personas. Sin embargo, tú eres mi mejor cliente y puedo hacer que la balanza se decante en tu favor.
—Dejemos que se lo quede Haarold —gruñó el enano—. Me disgusta tanta obesidad.
A pesar de sus palabras, el hombre de la piel detectó el aire especulativo con que su oponente estudiaba a Caramon y, sabedor por su larga experiencia de cuándo convenía callar, le dedicó una cortés reverencia y siguió su camino. Mientras andaba se frotó las manos, previendo un espléndido negocio.
Aunque no pudo oír esta conversación en medio del bullicio, el guerrero comprendió que el dignatario enanil lo observaba como a una codiciada presa de caza y sintió un repentino deseo de romper sus ataduras. No había de resultarle difícil, una vez libre, hacer añicos el cerco donde estaba enjaulado y arremeter contra el individuo de la pizarra y el presunto comprador. La sangre se agolpó en sus sienes y comenzó a tirar de las cadenas, abultándose con la presión los músculos de sus brazos en un anuncio de acometida que atrajo la perpleja mirada del enano y obligó a los soldados, que hasta entonces se habían mantenido relajados en sus puestos de vigilancia, a desenvainar las espadas. Pero Tasslehoff interrumpió la escena al azuzarle en las costillas.
—¡Mira, Caramon! —exclamó el kender muy excitado.
El hombretón no lo escuchó, los latidos que palpitaban en su frente bloqueaban el acceso de cualquier otro sonido.
—Mira, Caramon —insistió Tas dándole un nuevo codazo—. ¿Has visto a esa criatura que se yergue al margen del gentío, en una esquina?
El guerrero respiró hondo para imponer la calma en su revuelto ánimo. Desvió los ojos hacia donde señalaba el kender y, de súbito, su alterada sangre se le heló en las venas.
En el extremo del círculo de curiosos se perfilaba, en efecto, una figura solitaria, ataviada con una túnica negra. A su alrededor se había creado un espacio vacío. Muchos de los que por allí pululaban incluso trazaban un rodeo para evitarlo, como si no osaran acercarse a él y, aunque todos eran conscientes de su presencia, nadie le hablaba. Los grupos más próximos, que antes de su llegada charlaban animadamente, se sumieron en un tenso silencio a la vez que lo espiaban con disimulo.
Las vestiduras del aparecido eran de un negro insondable, casi ofensivo, sin que ningún adorno mitigara su intensa simplicidad. No refulgían hebras de plata en sus mangas, no rodeaba su capucha ningún festón. No se apoyaba en el tradicional cayado ni, tampoco, en un familiar que reafirmase su arte. Cedía a los otros magos el privilegio de exhibir runas protectoras, de portar bastones arcanos o de contar con el auxilio de animales obedientes a sus órdenes. Él no necesitaba tales accesorios. El poder que ostentaba brotaba de sus entrañas, tan inconmensurable que trascendía el paso de los siglos y, aún, los planos de existencia. Se sentía en el ambiente, brillaba en torno a su cuerpo como la aureola de calor que destila el horno de la fragua.
Era alto y fuerte, los negros ropajes caían sobre unos hombros enjutos pero fornidos. Sus blancas manos, única parte visible de su ser, denotaban firmeza sin por ello carecer de flexibilidad. Pese a su extrema ancianidad —pocos habitantes de Krynn se aventuraban a calcular sus años—, su constitución presentaba todos los rasgos de una criatura joven y plena de energía. Circulaba el rumor de que utilizaba sus dotes de nigromante para paliar las flaquezas de la vejez.
Y, así, se alzaba en soledad, cual si un sol nocturno se hubiera posado en la plaza. Ni tan siquiera se atisbaban los fulgores de sus ojos en las profundidades de la capucha.
—¿Quién es? —preguntó Tas a un compañero con aire casual, señalando a la figura mediante un ademán de la cabeza.
—¿No lo sabes? —inquirió éste a su vez. Estaba nervioso, se resistía a pronunciar el nombre del recién llegado.
—Vengo de otra ciudad —se disculpó el kender.
—El Ente Oscuro —cedió el otro reo—, Fistandantilus. Supongo que habrás oído hablar de él.
—Sí.
Tasslehoff observó a Caramon y, en un mensaje telepático, constató: «¡Ya te lo advertí!».
Cuando despertó del hechizo en que la había envuelto Paladine, Crysania se hallaba en tal estado de confusión que los clérigos temieron por su salud mental. Existía el peligro de que la terrible prueba hubiera trastornado su equilibrio.
Habló de Palanthas, así que sus oyentes presumieron que ése era su lugar de origen. Pero por otra parte invocaba continuamente al máximo dignatario de su Orden, un tal Elistan, lo que causó el desconcierto de los clérigos. Pese a conocer a todos los eclesiásticos insignes de Krynn, nadie tenía noticia de ese nombre. Tanta fue, no obstante, la insistencia de la dama que se especuló sobre la posible muerte del adalid religioso de Palanthas, y se enviaron mensajeros con la mayor premura.
Crysania mencionó también el Templo de Palanthas, un santuario inexistente en la ciudad. Pero fue al oírla aludir a unas hordas de dragones y al «regreso de los dioses» cuando los sacerdotes congregados en la estancia, Quarath y Elsa, esta última mandataria de las Hijas Venerables, intercambiaron miradas de espanto e invocaron a aquéllos para portegerse de la blasfemia. Se administró a la enferma una poción de hierbas, que la sedó hasta sumirla de nuevo en un profundo letargo.
Los dos clérigos permanecieron a su lado mientras dormía, discutiendo su caso en voz baja. Al cabo de un rato el Príncipe de los Sacerdotes entró en la sala, deseoso de apaciguar sus inquietudes:
—He consultado los augurios —dijo con su voz musical—, y averiguado que Paladine la llamó a su lado a fin de salvaguardarla de un hechizo maligno, destinado a destruirla. Creo que ninguno de nosotros abrigará dudas al respecto.
Quarath y Elsa menearon sus cabezas al unísono, conocedores ambos del odio que el Príncipe profesaba a los magos.
—Ha estado pues con el dios del Bien, viviendo en el maravilloso reino que nosotros intentamos recrear en la tierra, y no es de extrañar que durante su estancia haya tenido acceso a la historia del futuro. Habla de un hermoso Templo en Palanthas: como sabéis, existe el proyecto de erigir tal monumento de la fe. Y en cuanto a Elistan, quizá se trate de alguien que dirigirá la Orden en un tiempo aún por llegar.
—Pero ¿y los dragones? ¿y el retorno de las divinidades? —cuestionó Elsa.
—Los reptiles bien podrían ser los protagonistas de un relato de su infancia que le causó una impresión duradera —apuntó el dignatario entre divertido y tranquilizador—, o acaso estén relacionados con el encantamiento de ese hechicero. Se rumorea que los brujos tienen el poder de hacer visualizar a sus víctimas escenas o seres ilusorios. Y el regreso de los dioses…
Hizo una breve pausa y, cuando reemprendió su discurso, el timbre de su voz había asumido una calidad distinta, la de quien se sume en una ensoñación.
—Vosotros, mis más allegados consejeros, conocéis el secreto anhelo que anida en mis entrañas. No ignoráis que un día no muy lejano conjuraré a las divinidades para reclamar su ayuda en la lucha contra la malignidad que, pese a nuestros esfuerzos, aún se halla presente en nuestro país. Ese día, Paladine atenderá a mi ruego. Acudirá a mi lado y, entre ambos, asediaremos a los hijos de la oscuridad hasta derrotarlos por completo. Venceremos a la negrura, y eso es lo que le ha sido revelado a la sacerdotisa. Ha definido mi próxima alianza como «el regreso de los dioses» en una visión premonitoria de lo que ha de ocurrir.
La estancia se inundó de luz. Elsa susurró una plegaria, y Quarath bajó los ojos.
—Dejadla dormir —recomendó el Príncipe a sus seguidores—, mañana se encontrará mejor. La recordaré en mis rezos vespertinos.
Salió de la sala, que se ensombreció al quedar privada de su luminoso influjo. La adalid de las Hijas Venerables lo vio alejarse en silencio y, en cuanto la puerta se cerró tras él, se volvió hacia Quarath.
—¿Tiene poder para hacer lo que acaba de anunciarnos? —preguntó, con un interrogante en sus almendrados ojos de elfa, a su colega masculino—. ¿Se propone realmente exigir el auxilio de los dioses?
—¿Cómo? —Quarath apenas le escuchaba, estaba absorto en la contemplación de la inmóvil Crysania—. ¡Ah, sí! —reaccionó de pronto—. Por supuesto que tiene poder. Ha sido capaz de salvar a esta mujer de su trance, tú misma fuiste testigo de la escena. Además, las divinidades se comunican con él a través del augurio… o así lo afirma. ¿Cuándo curaste por última vez un cuerpo maltrecho como el de la sacerdotisa, Hija Venerable?
—Entonces, ¿tú crees que es cierto que Paladine dio cobijo a su espíritu y le permitió ver el futuro? —La dignataria parecía atónita—. ¿Estás convencido de que el Príncipe sanó sus heridas?
—Tan sólo me atrevo a aseverar que un velo de misterio rodea tanto a esta dama como a los dos seres que la acompañaban —declaró el clérigo con grave acento—. Yo me ocuparé de ellos, tú vigila a la sacerdotisa. En cuanto a nuestro Príncipe, no es asunto de nuestra incumbencia su relación con los entes superiores. Si solicita su ayuda y se la brindan, todos nos beneficiaremos. De lo contrario, a nosotros no ha de afectarnos; ambos sabemos que es él quien los representa en Krynn, con plenos poderes.
—No es el único —comentó Elsa, alisando el negro cabello de Crysania para despejar su faz embotada por el sueño—. Había en nuestra Orden una joven que poseía el auténtico don de la curación. La sedujo un Caballero de Solamnia, ¿cómo se llamaba?
—Soth —colaboró Quarath—. Era el señor del alcázar de Dargaard. Pero, volviendo a nuestro asunto, no dudo en absoluto que, de vez en cuando, se encuentre entre los muy jóvenes o los muy viejos a una criatura investida de dotes sobrenaturales. Sin embargo, debo confesarte mi escepticismo. Opino, francamente, que se trata de una falacia, de la consecuencia de una necesidad. Los habitantes de nuestro mundo quieren creer en algo, con tanta ansiedad que acaban por persuadirse de que son ciertas las historias fraguadas en su imaginación. En cualquier caso, su actitud no perjudica a nadie. Observa bien a la recién llegada, Elsa. Si por la mañana persiste en hablar de prodigios, incluso después de haberse recuperado, quizá tengamos que tomar medidas drásticas. De momento…
Enmudeció, y la Hija Venerable asintió con la cabeza. Sabedores de que la yaciente dormiría varias horas bajo los efectos de la poción, ambos la dejaron sola en aquella alcoba del gran Templo de Istar.
Crysania se despertó al día siguiente como si hubieran atiborrado su cabeza de algodón. Tenía un amargo sabor de boca y una sed acuciante. Se incorporó aturdida, tratando de recomponer el rompecabezas de su mente. Todo carecía de sentido. Conservaba el vago, espeluznante recuerdo de un espectro de ultratumba resuelto a aniquilarla entremezclado con su visita, a instancias de Raistlin, a la Torre de la Alta Hechicería. Y, a tan dispares situaciones, se unía una escena en la que se veía rodeada de magos ataviados de Blanco, Rojo y Negro, así como los ecos de unas piedras que cantaban y la sensación de haber realizado un largo viaje.
También danzaba en su memoria la imagen de un hombre, en cuya presencia había despertado, poseedor de una belleza deslumbradora, de una voz que colmaba su alma de paz. Pero el aparecido le dijo que era el Príncipe de los Sacerdotes, que se hallaban en el Templo de los Dioses en Istar, y eso la desconcertaba. En un delirio posterior a este encuentro había llamado a Elistan, sin que quienes la circundaban dieran muestras de conocer al anciano. Les explicó quién era y cómo fue sanado por Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal, relatándoles asimismo su decisivo liderazgo en la pugna contra los dragones del Mal y el apostolado que después realizase para anunciar al pueblo el regreso de los dioses. Lo único que consiguió fue que los clérigos la mirasen con piedad, además de alarmados. Por último le ofrecieron una poción de extraño sabor, y cayó de nuevo dormida.
Aunque todavía confundida, estaba resuelta a averiguar dónde estaba y qué ocurría a su alrededor. Alzóse del lecho, hizo sus abluciones como todas las mañanas, sin abandonarse a la extrañeza que su entorno le causaba, y se sentó frente a un curioso tocador a fin de cepillar y trenzar, con calma, su largo y negro cabello. La rutina la ayudó a relajarse.
Incluso se tomó tiempo para inspeccionar su alcoba, cuyo esplendor no la dejó indiferente. No obstante, y pese a admirar tanta belleza, juzgó fuera de lugar aquella exuberancia en un lugar consagrado a las divinidades, si en realidad era en un santuario donde se encontraba. Su dormitorio en la casa familiar de Palanthas no era tan espléndido, pese a estar decorado con todo el lujo que el dinero podía comprar.
Voló su pensamiento a lo que Raistlin le había mostrado, la pobreza y miseria que convivían en estrecha vecindad con el fastuoso recinto del Templo, y se sonrojó turbada.
—Quizás ésta sea una habitación destinada a los huéspedes —se dijo en voz alta, hallando alivio en el sonido de su propio timbre—. Después de todo, las estancias de invitados de nuestro Templo también han sido diseñadas para que los visitantes se sientan a gusto. Pero —añadió al posarse sus ojos en una costosa estatua, que representaba a una dríade con una vela en sus manos doradas— no deja de ser una extravagancia. Sólo esa figura alimentaría, de fundirse, a una familia durante meses.
Se alegró sobremanera de que Elistan no pudiera verla, y determinó solicitar sin demora una entrevista con el máximo dignatario de la Orden. No podía ser el Príncipe de los Sacerdotes, probablemente su estado la había inducido a cometer un error de interpretación.
Tras decidirse a actuar, con la mente despejada, Crysania mudó el camisón de dormir por la túnica blanca que descubrió a los pies del lecho, extendida con sumo primor.
¡Qué anticuado se le antojó aquel atavío mientras lo deslizaba por su cabeza! En nada se asemejaba a las austeras vestiduras que utilizaban los miembros de su Orden en Palanthas. Era ésta una prenda ornamentada, las hebras de oro que destellaban en mangas y repulgo se completaban mediante una cinta carmesí que cruzaba el pectoral y, para engalanar el llamativo conjunto, un pesado cinturón dorado recogía los pliegues a la altura del talle. Se mordió el labio disgustada ante semejante derroche, pero al asomarse al espejo de marco también dorado tuvo que admitir que la túnica ajustada a la cintura le prestaba un singular atractivo.
Fue entonces, al pasar revista a su figura, cuando palpó sin proponérselo la misiva que se ocultaba en su bolsillo.
Introdujo la mano y extrajo un papel de arroz, doblado en cuatro partes. Al principio supuso que la dueña de las vestiduras lo había dejado por descuido, pero comprobó asombrada que la nota iba dirigida a ella y, en un mar de dudas, la abrió.
Sacerdotisa Crysania:
Conocía tu proyecto de demandar mi ayuda para viajar al pasado y, de ese modo, impedir que el joven mago Raistlin llevara a término su perverso plan. Lamentablemente, durante tu periplo hacia la Torre te atacó un Caballero de la Muerte y, deseoso de salvarte, Paladine trasladó tu alma a su morada celestial. Ninguno de nosotros, ni siquiera Elistan, puede hacerte volver al mundo de los vivos, sólo los clérigos que habitaban el desaparecido Templo del Príncipe de los Sacerdotes ostentaban tal don. Es ésta la razón de que te hayamos enviado a Istar, a la época previa al Cataclismo, en compañía de Caramon, hermano del maligno hechicero. Debes cumplir allí una doble misión: en primer lugar curarte de tus penosas heridas y, en segundo, concretar tu propósito de transformar a esa descarriada criatura en una realidad beneficiosa para Krynn.
»Si ves en tales transacciones la mano de los dioses, darás quizá por buenos cuantos sacrificios se te exijan. Permíteme recordarte que las divinidades eligen sendas ajenas al entendimiento de los mortales, ya que nosotros sólo atisbamos un fragmento del lienzo por ellos pintado, el más próximo a nuestra percepción. Me habría gustado darte algunos consejos personalmente antes de tu partida, mas ha sido imposible. Me limito pues a recomendarte que te guardes de Raistlin.
»Eres virtuosa, firme en tu fe, y estás orgullosa de ambas cualidades. Debo decirte que forman una combinación letal, querida, y que él sacará provecho de tan peligrosa mezcla.
»Ten presente, asimismo, que Caramon y tú habéis retrocedido a un tiempo azaroso. Los días del Príncipe de los Sacerdotes están contados, y el guerrero debe embarcarse en una aventura que acaso le cueste la vida, pero eres tú quien se enfrenta al peor avatar: el de perder tu alma. Preveo que se te obligará a escoger entre materia y espíritu y que tendrás que renunciar a una para conservar el otro. Por otra parte, hay varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon.
»Que Paladine te acompañe, valerosa señora.
Crysania se dejó caer sobre el lecho. Se quebraron sus rodillas, incapaces de sostener su peso, y la mano con que sujetaba la carta se agitaba en incontenibles temblores. Contempló el mensaje con expresión alelada antes de leerlo una y otra vez, sin aprehender su significado. Transcurridos los primeros minutos, sin embargo, logró serenarse y realizó un esfuerzo de voluntad para revisar cada palabra, cada frase, prohibiéndose pasar a la siguiente hasta haberla comprendido.
Tal hazaña supuso media hora de lectura y cavilaciones, pero quedó satisfecha… o casi. Por una parte le ayudó a recordar el motivo de su viaje a Wayreth, y supo que Par-Salian estaba enterado. «Tanto mejor», pensó. Y éste estaba en lo cierto al afirmar que el ataque del Caballero de la Muerte había sido una innegable muestra de la intervención de Paladine, quien quería asegurarse de su retorno al pasado. Pero el comentario acerca de su fe y virtud era un puro desatino.
Se puso en pie. En su lívido rostro se dibujaba su resolución, subrayada por unas manchas coloreadas en sus pómulos que, acaso, denotaban también ira, la misma que se reflejaba en sus ojos. Lo único que lamentaba era no haber discutido este punto con Par-Salian en persona. ¿Cómo osaba sugerir semejante impertinencia?
Contraídos sus labios en una tensa línea, Crysania dobló la nota con dedos ágiles, rápidos, presionando los pliegues como si pretendiera rasgarla. Reparó entonces en una caja dorada, similar a los joyeros de las damas de la corte, que reposaba en el tocador junto al cepillo del cabello y un espejo de mano. La izó, tiró de la llave insertada en el cerrojo, arrojó la misiva al interior y cerró la tapa con estrépito. Accionó acto seguido el mecanismo de seguridad hasta oír el chasquido metálico, retiró la llave y la guardó en el bolsillo donde había encontrado la carta.
Asió el espejito del bello mueble y, mirándose en él, apartó de su faz la negra melena para ceñirse mejor la capucha. Al percibir la tonalidad purpúrea que habían asumido sus pómulos se forzó a relajarse, a mitigar su furia. A fin de cuentas, el viejo mago abrigaba las mejores intenciones al avisarla del riesgo que él creía advertir. ¿Cómo podía un hechicero comprender a una religiosa? Tenía que sobreponerse a su mezquina cólera, después de todo se disponía a vivir su momento de grandeza en compañía de Paladine, cuya presencia se palpaba en el aire. ¡Y el hombre al que había conocido era el Príncipe de los Sacerdotes!
Evocó, con una sonrisa, la bondad que el mandatario destilaba. ¿Cómo podía ser él responsable del Cataclismo? En lo más hondo de sus entrañas rehusó aceptar tal atrocidad. La Historia había distorsionado los hechos. Pese a haberlo visto tan sólo unos segundos estaba convencida de que un ser tan saturado de belleza, tan clemente y tan santo no pudo nunca desencadenar la oleada de muerte y destrucción que arrasara Krynn. ¡Era impensable! Tal vez conseguiría rehabilitarlo, quizás era ésta otra de las razones por las que Paladine la había enviado a este tiempo remoto: quería que descubriera la verdad.
El júbilo inundó su alma. En aquel instante ribeteó su dicha, o al menos así se lo pareció, el tañir de las campanas anunciando la hora de los rezos matutinos. La melodiosidad de la música arrancó lágrimas de sus ojos y, con el corazón exultante de felicidad, abandonó la estancia. Tan rauda avanzó por los deslumbrantes corredores, que a punto estuvo de arrollar a Elsa.
—¡En nombre de los dioses —exclamó ésta perpleja—, es increíble! ¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor, Hija Venerable —respondió Crysania, avergonzada al recordar que sus manifestaciones de la víspera debieron antojársele una retahila de incoherencias—. Como si hubiera despertado de una extraña y acuciante pesadilla.
—Paladine sea loado —murmuró Elsa, si bien estudió a la sacerdotisa con los ojos entrecerrados, meticulosa y suspicaz.
—Puedes estar segura de que no he dejado de ensalzarlo —repuso, con acento sincero, la convaleciente. Su gozo le impidió reparar en la singular mirada de la elfa—. ¿Acudías a la llamada a la oración? Si es así me gustaría ir contigo —solicitó, mientras examinaba el maravilloso edificio—. Temo que pasará algún tiempo antes de que aprenda a orientarme.
—Por supuesto —accedió Elsa, ahora gentil—. Es por aquí.
Echaron a andar pasillo abajo y, tras un breve silencio, Crysania apuntó:
—Estoy preocupada por el hombre que encontraron junto a mí. —Su tono era vacilante, no recordaba las circunstancias que rodearon su aparición en este tiempo y temía cometer algún desliz.
—Está donde le corresponde —explicó la otra Hija Venerable con cierta frialdad—. No debes inquietarte, cuidarán de él. ¿Es amigo tuyo?
—No, claro que no —se apresuró a contestar Crysania. La patética imagen de aquel borrachín cobró vida en su memoria, no debía permitir que la relacionasen con él—. Era mi escolta… alquilada —tartamudeó, comprendiendo que no había nacido para mentir.
—Está en la Escuela de los Juegos —declaró Elsa—. Si lo deseas, le haremos llegar un mensaje.
Crysania ignoraba qué clase de institución era aquélla, pero prefirió no indagar demasiado. Agradeció a su compañera tan amable ofrecimiento y abandonó el tema, solazado su espíritu. Al menos sabía dónde se hallaba el guerrero y, sobre todo, que nada malo le había ocurrido. Tranquila al constatar que no se había esfumado la posibilidad de volver a su tiempo con el concurso del hombretón, se relajó por completo.
—Mira, querida —le indicó la elfa—, alguien más viene a interesarse por tu salud.
—Hijo Venerable —saludaron ambas a Quarath, la visitante con una reverencia que ocultó a sus ojos el fugaz interrogante que se esbozó en el rostro del clérigo y el asentimiento de la otra dama.
—Me produce un gran regocijo verte restablecida —dijo el eclesiástico, acariciando la mano de Crysania y pronunciando su frase con tanta deferencia que ella se ruborizó—. El Príncipe de los Sacerdotes ha orado toda la noche para suplicar la gracia de los dioses, y le satisfará en extremo la prueba que éstos han manifestado, a través de ti, de su fe y poderío. Esta noche te lo presentaremos formalmente. Pero ahora —agregó, y al hacerlo interrumpió la respuesta de la huésped— debo ausentarme a fin de no entreteneros en vuestro sagrado propósito. Id a la sala de las plegarias, os lo ruego.
Se despidió con una sutil inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.
—¿No asiste a los servicios? —inquirió Crysania, sin dejar de observarlo mientras se perdía en el esplendor de los rutilantes muros.
—No, querida, él acompaña al Príncipe en sus ceremonias privadas, poco después del alba. Quarath es el primer consejero de nuestro dignatario y, como tal, debe atender a asuntos de suma trascendencia a lo largo del día. Podría afirmarse que, si nuestro gobernante es el corazón y el alma de la iglesia, el Hijo Reverendo es su cerebro.
Durante todo su discurso Elsa no cesó de sonreír, divertida ante la ingenuidad de la sacerdotisa a la que ahora guiaba.
—¡Qué extraño! —exclamó esta última, pensando en Elistan.
—¿Extraño? —repitió la elfa en ademán reprobatorio—. El Príncipe de los Sacerdotes debe conferenciar con las divinidades, no puede exigírsele que se ocupe también de las cuestiones mundanas, de las minucias que surgen a cada instante.
—No, tienes razón —siseó Crysania turbada.
¡Qué provinciana y arcaica —aunque fuera una contradicción— debían hallarla estas criaturas! Siguió a Elsa por los ventilados, regios pasillos, y se dejó transportar por el armonioso repicar de las campanas que festoneaba, en lontananza, un coro de voces infantiles. En un callado éxtasis, la sacerdotisa rememoró los sencillos ritos que Elistan celebraba todas las mañanas y las principales tareas cotidianas que él mismo realizaba.
El servicio de su superior se le antojó insignificante, su labor un ultraje impuesto por los tiempos. Forzosamente había marchitado su salud —caviló Crysania con una punzada de pesar—, de haber estado rodeado de criaturas eficaces como las que aquí veía quizá no se habría acortado su vida.
«Esta situación tiene que cambiar», decidió, persuadida de que, además de los que ya había adivinado, existía otro motivo para su presencia en el pasado: había de restituir a la Iglesia a la gloria perdida. Temblando de excitación, fraguando planes destinados a obrar la metamorfosis, rogó a Elsa que le describiera el sistema interno por el que se regían las jerarquías de su institución. La interpelada halló sumo placer en extenderse sobre la cuestión mientras proseguían su marcha.
Centrado su interés en las explicaciones de su compañera, atenta a cada una de sus palabras, Crysania olvidó por completo a Quarath quien, en aquel momento, abría la puerta de su dormitorio y se introducía en él.
Quarath encontró la carta de Par-Salian en cuestión de segundos. Advirtió enseguida, al acercarse al tocador, que el joyero de oro había sido desplazado y, como tenía la llave maestra de todos los cerrojos y puertas del Templo, abrió la adornada caja sin dificultad.
El mensaje mismo, sin embargo, no era fácil de descifrar. Tardó sólo unos momentos en absorber su contenido y grabarlo en su mente, pues su portentosa retentiva le permitía memorizar cuanto veía, pero tras pasar breve revista al texto en su imaginación comprendió que no tenía sentido y que debería pasar varias horas dándole vueltas, hasta que se hiciera la luz.
Abstraído en tales meditaciones, el clérigo dobló el papel de arroz y lo restituyó al joyero que, a su vez, depositó en la posición exacta en que lo había hallado. Cerró la tapa herméticamente, registró sin excesivo interés los cajones de la estancia y salió de nuevo al pasillo.
Tan asombrosa y desconcertante era aquella carta que el sacerdote decidió cancelar todas sus entrevistas de aquella mañana, delegando las más urgentes en sus subordinados y aplazando las otras. Fue a su estudio, se encerró en absoluta soledad y examinó cada frase, cada palabra de la singular misiva.
Al fin logró componer el rompecabezas, no a entera satisfacción pero sí, al menos, lo suficiente como para trazarse un plan. Había tres conceptos claros. Primero, que la mujer rescatada pertenecía a una Orden clerical, aunque relacionada con magos y eso la convertía en sospechosa. En segundo lugar, que el Príncipe de los Sacerdotes corría peligro. No le sorprendió. Los hechiceros tenían buenos motivos para odiarlo y temerlo. Y, por último, que el individuo que habían arrestado en la calleja era un asesino. Puesto que viajaba con Crysania, ésta podía ser su cómplice.
Quarath sonrió, felicitándose por haber tomado las medidas adecuadas para responder a la amenaza. Se había ocupado de que el humano, que al parecer se llamaba Caramon, prestara sus servicios en un lugar donde, de vez en cuando, ocurrían accidentes fortuitos.
Crysania, por su parte, se albergaba entre los muros del Templo, lo que posibilitaba su vigilancia y le daba, además, la oportunidad de interrogarla con sutileza.
Suspiró aliviado. Había despejado las principales incógnitas, así que procedió a ordenar su almuerzo con la tranquilidad de que, al menos de momento, su máximo dignatario estaba a salvo de cualquier maquinación.
Quarath era una criatura insólita en muchos aspectos y, entre otras, poseía la envidiable cualidad de conocer sus propias limitaciones a pesar de su alto grado de ambición. Necesitaba al Príncipe porque no abrigaba el menor deseo de usurpar su rango. Se conformaba con regocijarse bajo el aura luminosa de su señor mientras, sin aspavientos, extendía su control y autoridad sobre el mundo, siempre en nombre de la Iglesia.
Al expander su poderío aumentaba, asimismo, el de su raza. Imbuidos de su superioridad sobre las criaturas que poblaban Krynn, persuadidos de su innata bondad, los elfos eran una fuerza viva en los estamentos eclesiásticos.
Había sido una decisión desafortunada de las divinidades, en opinión de Quarath, crear razas más débiles, como por ejemplo los humanos, que a lo largo de su enloquecida existencia constituían una presa fácil para las tentaciones del Mal. Pero ellos, los elfos, estaban aprendiendo a paliar los efectos nocivos de la perversidad, tras determinar que si no podían eliminarla —aunque no cejaban en este empeño— habían de sumar esfuerzos para contener su avance. Era la libertad la que alimentaba la propagación del Mal, ya que los hombres abusaban demasiado a menudo de tal prerrogativa. Se había convertido en algo imprescindible imponer unas normas, especificar sin ambigüedades ni matices lo que podía o no hacerse, y restringir así el creciente libertinaje. El clérigo creía que, de aplicarse sus métodos, los humanos saldrían perdiendo pero acabarían por acostumbrarse.
En cuanto a las otras razas de Krynn, los gnomos, los enanos y los kenders —volvió a suspirar—, Quarath había conseguido confinarlos, con la Iglesia como estandarte, en territorios aislados donde no causaban problemas y, a la larga, se extinguirían sin que nadie lo percibiera. De todos modos este plan sólo surtía efecto entre los gnomos y los enanos que, por otra parte, no deseaban mezclarse con las demás criaturas de su mundo. Los kenders, los más conflictivos, no se doblegaban y continuaban errando a su antojo, complicando la situación y disfrutando de la vida.
Todas estas cavilaciones cruzaron por la mente del clérigo mientras engullía su almuerzo y comenzaba a perfilar sus próximos movimientos. No se precipitaría en lo que atañía a Crysania, no era su estilo ni, en realidad, el de los elfos en su conjunto. Observar y aguardar en toda circunstancia, tal era su lema. Lo único que, por ahora, necesitaba era más información. A tal efecto, hizo sonar la campanilla que reposaba en un velador cercano y el joven acólito que llevara a Denubis a presencia del Príncipe de los Sacerdotes acudió a su llamada, tan presto y silencioso que se diría que, en lugar de abrir la puerta, había entrado por su rendija inferior.
—¿Qué deseas ordenarme, Hijo Venerable?
—Te daré dos sencillos encargos, que cumplirás de inmediato —anunció Quarath sin alzar la vista, ya que estaba escribiendo una nota—. Entrega esto a Fistandantilus, hace tiempo que no lo invito a cenar y tenemos que discutir ciertas cuestiones.
—Fistandantilus no está aquí, señor —respondió el acólito—. Cuando me has requerido me disponía a comunicártelo.
—¿Que no está?
—No, Hijo Venerable. Partió anoche, o eso suponemos. Desde entonces nadie lo ha visto, y esta mañana hemos hallado su aposento vacío. Tanto él como sus pertenencias han desaparecido. Se cree, por algunos comentarios que hizo, que se desplazó a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde según los rumores los hechiceros celebran un cónclave.
—Un cónclave —repitió el eclesiástico frunciendo el ceño. Permaneció callado unos segundos, sin emitir más sonido que el que provocaba la punta de su pluma al repiquetear sobre el papel.
Wayreth estaba lejos, aunque quizá no lo suficiente… Evocó una extraña palabra que aparecía en la carta de Crysania: Cataclismo. ¿Acaso los magos se habían confabulado para desencadenar una catástrofe devastadora? Se le heló la sangre en las venas con sólo pensarlo y, despacio, destruyó la nota.
—¿Se han rastreado sus pasos?
—Por supuesto, mi señor, dentro de lo posible dado su esquivo talante. Durante meses no abandonó el Templo y, de súbito, ayer se personó en el mercado de esclavos.
—¿Cómo? —se asombró Quarath. Un escalofrío recorrió su cuerpo—. ¿Qué hizo allí?
—Compró dos esclavos, Hijo Venerable.
El clérigo nada dijo, se limitó a consultar con los ojos a su oponente.
—No los adquirió personalmente —explicó éste—, encomendó tal tarea a uno de sus subordinados.
—¿Quiénes eran los esclavos? —inquirió Quarath, si bien conocía la respuesta.
—El humano y el kender a los que se acusó de asaltar a la sacerdotisa.
—Di instrucciones concretas de que fueran vendidos al enano o enviados a las minas.
—Arack hizo cuanto pudo para obedecerte, señor, y lo cierto es que el enano pujó por ellos. Pero los agentes del Ente Oscuro ofrecieron una suma insuperable y hubo que adjudicárselos, de lo contrario habría surgido el escándalo. Además, el esbirro de Fistandantilus los mandó directamente a la Escuela, como tú deseabas.
—Comprendo —murmuró Quarath.
Todo encajaba, el enigmático hechicero incluso había tenido la temeridad de comprar al asesino sin disimulos. Luego se desvaneció, acaso para informar del éxito de su misión. Pero no, algo iba mal en el entramado. ¿Por qué iban a rebajarse los magos a utilizar criminales? Fistandantilus, de habérselo propuesto, podría haber matado al Príncipe de los Sacerdotes en incontables ocasiones. Pobre Quarath, se sentía como si hubiera abandonado una senda limpia e iluminada para internarse en un bosque lóbrego y traicionero.
Tanto rato se mantuvo en silencio el eclesiástico que el joven acólito carraspeó tres veces consecutivas, recordándole así discretamente su presencia, antes de que volviera a reparar en él.
—¿Deseabas confiarme otra tarea, señor? —preguntó al ver que levantaba los ojos.
—En efecto —asintió éste—, y la noticia que me has dado le confiere una especial importancia. Quiero que te encargues tú mismo de comunicar al enano que lo espero. He de hablar con él sin tardanza.
El joven hizo una respetuosa reverencia, y se fue. No era preciso puntualizar a qué enano se refería Quarath, sólo había uno en Istar.
Nadie sabía a ciencia cierta quién era Arack Rockbreaker, ni de dónde procedía. Nunca aludía a su pasado y, por regla general, se enfurecía tanto cuando se hacía algún comentario al respecto que al instante se cambiaba de tema. Circulaban ciertas especulaciones interesantes sobre el particular, siendo la más extendida que había sido desterrado de Thorbardin, antigua capital de los Enanos de las Montañas, en castigo a un abominable delito. Ningún habitante de Istar se aventuró a insinuar en qué consistió su crimen, ni tuvo en cuenta un hecho que habría dado al traste con tales conjeturas: los enanos no imponían nunca la pena del exilio, por considerar más humanitario el ajusticiamiento.
Otros rumores persistían en identificarle como un dewar, una raza de enanos malvados que casi fueron exterminados por sus primos y, ahora, llevaban una vida miserable en las entrañas de la tierra. Aunque Arack en nada se asemejaba a los dewar, ni en su físico ni en su conducta, esta creencia se popularizó debido a que su compañero favorito, el único a decir verdad, era un ogro. Y también había quienes afirmaban que el enano no era oriundo de Ansalon, sino de un continente ignoto situado al otro lado del mar.
En un punto había consenso: su rostro era el más abyecto que nunca se vio en un miembro de su raza, con dos aserradas cicatrices que lo surcaban en vertical y lo contraían en una perpetua mueca. No había un gramo de grasa en su cuerpo y, al moverse, adoptaba una actitud felina que se contradecía cuando, al interrumpir su marcha, se plantaba en el suelo con tal firmeza que parecía formar parte de ella.
Cualquiera que fuese su patria, Arack llevaba tantos años establecido en la ciudad que apenas se suscitaba el enigma de su origen. Él y su ogro, un monstruo llamado Raag, acudieron a Istar para participar en los Juegos en una época en que, todavía, conservaban su realismo primitivo. Se convirtieron de inmediato en los preferidos del público y eran numerosos los habitantes que recordaban cómo entre ambos derrotaron a Darmoork, el poderoso minotauro, en tres asaltos. Todo comenzó cuando Darmoork arrojó al enano fuera de la arena y Raag, en un acceso de ira, alzó en volandas al contrincante e, ignorando las terribles heridas de puñal que hendían su carne, le ensartó en la afilada cúspide del Obelisco de la Libertad que se erguía en el centro de la plaza.
Aunque ni el enano —quien sobrevivió merced al hecho de que había un clérigo en la calle cuando, en su trayectoria, sobrevoló el muro del recinto y aterrizó a sus pies— ni el ogro obtuvieron la libertad aquel día, a nadie le cupo la menor duda de quién había vencido en la liza. En realidad transcurrieron semanas antes de que nadie alcanzara la llave dorada del Obelisco, tanto se tardó en retirar los restos del minotauro.
Ahora, Arack relataba los macabros pormenores de la disputa a sus dos nuevos esclavos.
—Fue así como se desfiguró mi faz —dijo a Caramon mientras conducía a éste y al kender por las calles de Istar—, y también como Raag y yo nos hicimos célebres en los Juegos.
—¿Qué juegos? —preguntó Tas, tropezando con las cadenas y cayendo de bruces, para deleite de la muchedumbre que atestaba el mercado.
—Quítale esos grilletes —ordenó el enano al ogro de piel macilenta, que hacía las veces de guardián—. No creo que emprenda la huida y abandone a su amigo a su suerte. —Estudió a Tas concienzudamente, y declaró—: No, no lo harás, sé que tuviste una oportunidad de escapar y no la aprovechaste. ¡Ni se te ocurra traicionarnos! —lo amenazó, a la vez que señalaba a su gigantesco compañero—. Nunca antes había comprado a un kender pero no me han concedido otra alternativa, según ellos los dos formáis un lote. Sea como fuere ten presente que, para mí, no vales nada —lo desafió de nuevo—. Por cierto, ¿qué querías saber?
—¿Cómo vais a desprender mis ataduras? Necesitáis la llave —apuntó Tasslehoff más interesado por este particular que por los dichosos juegos. No recibió contestación, pero contempló admirado cómo el ogro asía los grilletes en sus manos y, de una brusca sacudida, los partía en dos.
—¿Has visto eso, Caramon? ¡Qué ogro tan forzudo! —exclamó mientras el monstruo lo incorporaba y le daba un violento empellón, que a punto estuvo de derribarlo sobre el polvo—. Hasta hoy no he conocido a ninguno de tu especie. Pero ¿de qué hablábamos? ¡Ah, sí, de esos juegos misteriosos!
—De misteriosos nada —lo espetó Arack exasperado.
Tas desvió la mirada hacia Caramon con ademán inquisitivo, mas el guerrero se encogió de hombros y meneó, taciturno, la cabeza. Resultaba evidente que en Istar todo el mundo los conocía, y era preferible no despertar sospechas haciendo demasiadas preguntas, así que el kender optó por rebuscar en su mente. Se zambulló en los recovecos de su memoria para desenterrar todas cuantas historias había oído sobre la época anterior al Cataclismo hasta que, de pronto, halló la respuesta.
—¡Los Juegos! —vociferó, ajeno a la curiosidad con que lo escuchaba el enano—. ¿No recuerdas, Caramon, los grandes Juegos de Istar?
El semblante de su amigo se ensombreció.
—¿Es allí donde nos lleváis? —indagó el hombrecillo, prendidos sus desorbitados ojos de Arack. Como éste se encerrara en su mutismo, se dirigió de nuevo al guerrero—. Seremos gladiadores y lucharemos en la arena, aclamados por el gentío. ¡Oh, Caramon, qué emocionante! Me han contado tantos…
—Y a mí también —lo interrumpió su fornido compañero—, por eso afirmo que nunca me obligaréis a tomar parte. —Se dirigía al enano—. Admito que he matado a otras criaturas, pero sólo cuando debía decidir entre su vida o la mía. Nunca gocé aniquilando a un semejante, los rostros de mis víctimas se me aparecen en mis peores pesadillas mucho tiempo después de la batalla. ¡No asesinaré por deporte!
Pronunció su parrafada con tanta vehemencia que Raag alzó ligeramente su maza y, teñida su tez de una súbita ansiedad, espió a su patrón sin proferir una palabra. Arack le lanzó una mirada furibunda y le indicó, con una negación de cabeza, que no debía agredir al reo.
Tas, mientras tanto, estudió a Caramon con nuevo respeto.
—Nunca se me ocurrió enfocarlo de esta manera —reconoció—, creo que tienes razón. —Desvió la faz hacia el enano y se disculpó—: Lo lamento, Arack, no podrás contar con nosotros.
—No tardaréis en cambiar de actitud. ¿Sabes por qué? —espetó el aludido al hombrecillo—. Porque es el único modo de arrancar esa argolla de vuestros cuellos, ni más ni menos.
—No mataré por gusto —se empecinó Caramon.
—Pero ¿dónde vivís, en el fondo del mar de Sirrion? —lo atajó Arack—. ¿O acaso en Solace donde todos son tan torpes e ignorantes? Ya no se pelea en la arena para acabar con el adversario. Aquellos días pasaron a la Historia, ahora los Juegos son una falacia —sentenció, suspirando y frotándose los ojos.
—No te comprendo —repuso Tas atónito. Caramon observó al enano sin despegar los labios, con una expresión que denotaba incredulidad.
—Desde hace diez años no se libran en la arena auténticas lizas —aclaró el siniestro personaje con una mueca que, sumada a las cicatrices, distorsionó su semblante—. Todo comenzó por culpa de los elfos, cuando unos clérigos de esta raza convencieron al Príncipe de los Sacerdotes de que la mayor diversión del pueblo era un acto de barbarie. ¡El Abismo los confunda! Barbarie —repitió, y escupió en el suelo de un pésimo humor que, no obstante, se transformó en nostalgia al proseguir.
»Los grandes gladiadores abandonaron la ciudad —agregó, prendido su recuerdo de aquella época triunfal—. Danark, el Goblin, el luchador más salvaje que cabe imaginar. Y también Jon, el Tuerto, supongo que no lo habrás olvidado ¿eh, Raag? —El ogro negó con la testa, al parecer entristecido—. Afirmaba que pertenecía a los Caballeros de Solamnia, por eso vestía siempre una armadura completa. Todos se fueron, salvo Raag y yo. —Un destello iluminó sus pupilas, contrarrestando su frialdad—. No teníamos una patria donde regresar y, además, una voz interior me advertía de que los Juegos no habían terminado. Todavía no.
En efecto, Arack y su ogro se quedaron en Istar y establecieron su morada en el vacío teatro para convertirse, por así decirlo, en sus guardianes oficiosos. Los viandantes los veían allí a diario, Raag deambulando por las gradas, barriendo los pasillos con un tosco escobón o simplemente sentado, contemplando ensimismado la plaza desierta donde trabajaba Arack que, más laborioso, cuidaba los mecanismos de los Pozos de la Muerte y se afanaba en lubricarlos y en mantenerlos en funcionamiento. Quienes lo observaban descubrían una extraña sonrisa en su barbudo rostro, bajo la torcida nariz.
El enano acertó en sus predicciones. Hacía escasos meses que los Juegos habían sido abolidos cuando los clérigos se percataron de que su otrora pacífica ciudad había dejado de serlo. Con alarmante frecuencia estallaban trifulcas en las tabernas, se sucedían las escaramuzas callejeras y, en una ocasión, incluso se levantó una revuelta general. Corrió el rumor de que los Juegos se desarrollaban, literalmente, bajo tierra, que se organizaban combates clandestinos en las grutas de los arrabales, y tal habladuría se vio confirmada al aparecer una serie de cadáveres mutilados en oscuros rincones. Al fin, desesperados, un grupo de elfos y humanos insignes enviaron una delegación al Príncipe de los Sacerdotes para solicitar la reapertura de los lúdicos entretenimientos.
—Igual que un volcán debe entrar en erupción a fin de expeler sus emponzoñados vapores —declaró un mandatario elfo—, los hombres utilizan los Juegos como una vía de escape para sus bajas pasiones.
Aunque tal discurso no elevó precisamente al procer en las miras de sus colegas humanos, éstos tuvieron que admitir que el símil estaba justificado. Al principio, el Príncipe rehusó escucharlo, ya que siempre aborreció la brutalidad de los combates. La vida era un don sagrado de los dioses, no algo que podía arriesgarse a capricho con la finalidad de complacer a una muchedumbre sedienta de sangre.
—Fui yo quien les sugerí la solución —anunció Arack orgulloso—. No estaban dispuestos a recibirme en su ostentoso Templo, pero nadie es capaz de detener a Raag una vez ha resuelto entrar en un sitio. Así pues, no tuvieron otra alternativa.
»Les aconsejé que reanudaran los Juegos y, de momento, me miraron recelosos. No hay que matar a nadie —los tranquilicé—, no de verdad. Por favor, prestadme atención. Sin duda habéis visto a algún actor representar a Huma en los teatros ambulantes, habéis asistido a la escena en que el Caballero cae al suelo sangrando y gimiendo, agitado por tremendas convulsiones. No obstante, cinco minutos más tarde ese mismo personaje acude a la taberna de la esquina para atiborrarse de cerveza. Pues bien, en mi juventud trabajé en el mundo de la farándula y… mas será mejor que os haga una demostración. Ven aquí, Raag.
»El ogro se acercó, con una sonrisa burlona en su horrenda faz.
»Le ordené que me diera su espada y, antes de que la asamblea acertara a pestañear, hundí el arma en su vientre. ¡Ojalá hubierais estado, lo que ocurrió fue indescriptible! La sangre salía a borbotones de su boca, caía profusa por mis brazos y, en una santiamén, Raag se desplomó a mis pies entre alaridos agónicos.
»No podéis imaginar cómo gritaron los augustos señores —rememoró el enano jubiloso, con un balanceo de cabeza—. Hasta pensé que los elfos se desmayarían y tendríamos que recogerlos del suelo. Sin darles tiempo a llamar a la guardia para que me arrojaran a la calle, propiné un puntapié a Raag y le indiqué que se levantara.
»Mi compañero se incorporó, dedicando a la audiencia su mejor sonrisa, y todos los presentes empezaron a hablar al unísono.
Hizo una pausa en su relato, respiró hondo e imitó las agudas voces que caracterizaban a los miembros de la raza elfa.
—«¡Extraordinario! ¿Cómo lo hacéis? Ésta podría ser la respuesta que buscamos».
—¿Cómo lo hicisteis? —inquirió Tas entusiasmado.
—Ya aprenderás —contestó el narrador—. Es sencillo, sólo se precisan una abundante cantidad de sangre de gallina y una espada cuya hoja se adentre en la empuñadura. Así mismo se lo expliqué a ellos, y agregué que si un estúpido como Raag podía representar la farsa, mejor lo harían los expertos gladiadores.
Al oír el insulto proferido por el enano, Tasslehoff escudriñó, temeroso, al ogro, pero éste no dio muestras de haberse ofendido. Al contrario, miraba a Arack con gesto aprobatorio. Ajeno a estas transacciones, el deforme hombrecillo continuó.
—Les argumenté que, a menudo, los luchadores exageraban su dolor en los enfrentamientos a fin de ofrecer un buen espectáculo, de modo que sabían fingir. El Príncipe de los Sacerdotes aceptó mi idea con agrado, y —enderezó la espalda henchido de orgullo— me concedió un cargo importante. Hoy, tengo el título de maestro de ceremonias de los Juegos.
—No lo entiendo —protestó Caramon—. ¿Pretendes insinuar que el público paga para ser engañado? Porque a estas alturas ya habrán adivinado que…
—Por supuesto —lo interrumpió Arack—. Nunca lo guardamos en secreto. Ahora las confrontaciones se han convertido en la manifestación más popular de Krynn, y hay quien recorre centenares de millas para no perdérsela. Los elfos acuden en tropel, y el Príncipe de los Sacerdotes también nos honra, cuando puede, con su presencia. Ya hemos llegado —concluyó, deteniéndose frente a un enorme circo y observándolo satisfecho.
Era de piedra y rezumaba antigüedad, si bien nadie sabía con qué propósito fue construido originariamente. En los días de los Juegos las banderolas ondeaban, en una panoplia multicolor, sobre los portaestandartes de las robustas torres, y el gentío atestaba gradas y accesos. Mas hoy no había espectáculo, ni se convocaría hasta finales de verano. La mole se erguía solitaria y gris salvo por los abigarrados murales donde se reproducían los acontecimientos más significativos de la historia del deporte. Unos niños merodeaban en el exterior, con la esperanza de vislumbrar al otro lado a sus héroes. Tras lanzarles severos improperios para ahuyentarlos, Arack ordenó a Raag que abriera la maciza puerta de madera.
—Así que nadie muere —persistió Caramon, mientras estudiaba la arena y las dantescas escenas de las pinturas.
Tas advirtió que el enano miraba al guerrero de un modo extraño. Su expresión se había tornado cruel y calculadora, sus enmarañadas cejas se enarcaban, crespas, sobre sus ojillos redondos. El fornido humano no se dio cuenta, concentrado en inspeccionar los murales.
El kender emitió un leve sonido y Caramon, saliendo de su ensimismamiento, clavó sus ojos en el enano. Pero éste había mudado de nuevo su semblante.
—Nadie, te lo aseguro —contestó al hombretón, dándole unas palmadas en el brazo.
El ogro condujo a Caramon y Tas a una espaciosa sala. Aunque cabizbajo, el guerrero tuvo la impresión de que estaba atiborrada.
—Traigo a un nuevo aprendiz —rezongó Raag señalando con su sucio índice al hombretón, que se había detenido a poca distancia. Ésta fue la presentación de Caramon a sus «compañeros de escuela».
Con un intenso rubor en las mejillas, consciente de la argolla que se ceñía a su cuello y delataba su esclavitud, Caramon hundió su mirada en los listones del suelo, cubiertos de paja. Sin embargo, pese a su vergüenza y a su cólera, alzó los ojos al oír el murmullo que respondía a la breve frase del ogro. Descubrió entonces la mescolanza que reinaba en la estancia, la treintena de individuos de distintas razas y nacionalidades que, agrupados en mesas, ingerían su cena.
Algunos lo observaban con sumo interés, otros ni se dignaron volver la cabeza en su dirección. Unos pocos lo saludaron, la mayoría siguieron comiendo, y ante tal desconcierto el guerrero no sabía qué hacer. Fue Raag quien solventó el problema: tras apoyar la mano en su hombro, lo empujó brutalmente hacia una mesa. Caramon tropezó en el impulso y casi cayó de bruces, si bien logró agarrarse antes de estrellarse contra la tabla. Se giró de forma brusca para encararse con Raag, que se hallaba plantado en el mismo lugar y se frotaba las manos en anticipación de una buena trifulca.
«Intenta provocarme», comprendió al instante el hombretón, tras haber visto múltiples veces la misma actitud en los locales públicos que frecuentaba donde, a menudo, había alguien resuelto a inducirle a la lucha. Era éste un combate, a diferencia de tantos otros, del que nunca saldría victorioso pues, aunque él medía poco menos de dos metros, a duras penas llegaba al hombro de su supuesto contrincante. Además la manaza de Raag podía dar dos vueltas a su ancha garganta, así que optó por tragar saliva, acariciarse la magullada pierna y sentarse en el largo banco al que había ido a parar.
Después de dedicar una mueca sarcástica al humano el macilento ogro inspeccionó a los presentes quienes, entre susurros de desencanto, centraron de nuevo su atención en los platos. Resonaron unas carcajadas en una mesa situada en la esquina, donde se hallaban agrupados unos minotauros, y Raag intercambió con ellos una mirada de complicidad antes de abandonar el destartalado comedor.
Tanta era la turbación de Caramon, que se encogió en su banco como si quisiera que se lo tragase la tierra. Había alguien sentado frente a él, pero el corpulento guerrero no soportó la idea de enfrentarse a su burla y prefirió ignorarlo. Tasslehoff, sin embargo, no era presa de tales inhibiciones. Encaramándose al largo asiento junto a su amigo, estudió al desconocido sin el menor rubor.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —lo saludó, al mismo tiempo que le tendía su pequeña mano—. También soy nuevo aquí.
El kender estaba ofendido porque nadie lo había presentado y aún aumentó más su disgusto cuando su vecino, un humano de tez negra que también exhibía la argolla del servilismo, le dirigió una mirada desdeñosa y decidió dialogar con Caramon.
—¿Sois socios? —le preguntó.
—Sí —contestó el interpelado, agradeciéndole en su fuero interno que no se hubiera referido al incidente con Raag.
De pronto, penetraron en sus vías olfativas los aromas de los manjares, y los olisqueó hambriento. Se le hizo la boca agua al inspeccionar el plato del hombre negro, provisto de una amplia ración de carne de venado, patatas y gruesas rebanadas de pan.
—Parece que, al menos, nos alimentarán bien —comentó con un suspiro.
Advirtió el guerrero que su vecino espiaba su abultado vientre y, en actitud socarrona consultaba con los ojos a una mujer alta, de espectacular belleza, que tomó asiento a su lado y depositó en la mesa una fuente rebosante de exquisiteces. Caramon, deslumbrado, hizo un torpe esfuerzo para levantarse.
—Señora, soy vuestro humilde servidor —dijo, a la vez que se inclinaba en una reverencia.
—¡Siéntate, asno! —lo espetó la dama enfurecida—. ¡No nos pongas en ridículo a ambos! —Su curtida tez se oscureció.
Había acertado, algunos de los comensales rieron entre dientes. La mujer los fulminó con los ojos, apoyando su desafío mediante un rápido gesto por el que aferró una daga ceñida a su cinto. No era necesaria tal violencia, el verde fulgor de sus ojos bastó para que terminara la chanza y todos se ocuparan de vaciar sus platos en silencio. La retadora fémina aguardó hasta asegurarse de que los había amedrentado, y también ella empezó a engullir su ágape en rápidos bocados, que apenas tenía tiempo de ensartar en su tenedor.
—Lo siento —balbuceó Caramon—. No era mi intención incomodarte.
—Olvídalo —contestó ella con voz gutural. Su acento era extraño, el guerrero no lograba identificarlo. En cuanto a su apariencia, era la de una humana salvo en el color entre plomizo y verdoso de su cabello que, junto a su peculiar manera de hablar (más aún que la de los otros presentes), imposibilitaba su clasificación dentro de una raza definida. Mientras él examinaba aquella melena lacia, densa, que llevaba recogida en una larga trenza, la mujer prosiguió—: Sé que acabas de llegar, por eso no conoces las normas. No debes tratarme de un modo especial, soy igual que los demás tanto dentro como fuera de la arena. ¿Has comprendido?
—¿La arena? —repitió Caramon boquiabierto—. ¿Eres acaso gladiadora?
—Una de las mejores —intervino el hombre de tez negra con una sonrisa—. Pero hagamos las presentaciones de rigor: yo soy Pheragas, de Ergoth del Norte, y ella es Kiiri, la Nereida.
—¡Una nereida! —exclamó Tas, olvidado su agravio—. ¿De verdad eres una de esas criaturas del fondo del mar que se transforman a voluntad?
La mujer lanzó al kender una mirada tan fulminante, que éste optó por enmudecer. Una vez silenciado el hombrecillo, la singular hembra desvió de nuevo su atención hacia Caramon.
—¿Lo encuentras divertido, esclavo? —preguntó, fijos sus ojos en la argolla de su oponente.
El guerrero tanteó con las manos el humillante aro, y se ruborizó. Kiiri emitió una cruel carcajada, pero Pheragas fue más caritativo.
—Con el tiempo te acostumbrarás —declaró, encogiéndose de hombros.
—¡Nunca! —se enfureció el guerrero, y cerró el puño como si a través de este gesto quisiera subrayar su indignación.
—Tendrás que hacerlo, o de lo contrario tu disgusto te llevará a la muerte —comentó la mujer. Tan hermosa era, tan altivo su porte, que su argolla de hierro más se asemejaba a un collar de plata. O, al menos, así se le antojó a Caramon. Quiso responder, pero lo interrumpió un humano que, ataviado con un grasiento mandil blanco, depositó en aquel mismo instante un plato de comida delante de Tasslehoff.
—Gracias —respondió cortésmente el kender.
—No os habituéis a que os sirvan —aconsejó el hombre, que no era sino el cocinero—. A partir de hoy conseguiréis vuestras propias provisiones, como todo el mundo. Toma —añadió a la vez que arrojaba sobre la mesa un disco de madera—, ésta es tu credencial. Si no la presentas no se te dará alimento. Aquí tienes la tuya —dijo a Caramon, entregándole otra pieza idéntica.
—¿Dónde está mi cena? —inquirió el guerrero mientras guardaba el disco en su bolsillo.
Tras dejar, sin la menor delicadeza, un cuenco frente al hombretón el cocinero dio media vuelta, resuelto a alejarse.
—¿Qué es esto? —gruñó Caramon, escudriñando el interior del recipiente.
—Caldo de pollo —colaboró el kender.
—He reconocido el manjar sin tu ayuda —lo imprecó el fornido humano con voz cavernosa—. No me refería a eso, sino a la situación. Si se trata de una broma me parece de muy mal gusto —vociferó sin cesar de observar a Pheragas y Kiiri, que lo contemplaban divertidos. Giró el guerrero su pesado cuerpo y agarró al cocinero en el instante en que echaba a andar, obligándolo a retroceder—. ¡Retira esta agua turbia y dame comida decente!
Con asombrosa destreza, el hombre del mandil se liberó de la zarpa de Caramon, inmovilizó su brazo detrás de la espalda y estrelló su rostro contra el cuenco de sopa.
—Pruébala y te gustará —lo espetó, antes de asir al rebelde por el cabello para levantar su goteante rostro—. En lo que a alimento atañe, no verás otro durante un mes.
Tasslehoff se apresuró a examinar la sala y advirtió que todos los presentes habían abandonado el ágape persuadidos de que, esta vez, habría pelea.
La faz de Caramon, que chorreaba sopa, había asumido una palidez letal. Sólo sus pómulos ardían en iracundas manchas rojizas, secundadas por los peligrosos centelleos de sus ojos.
El cocinero le miraba desafiante, cerrados los puños. Tasslehoff esperaba ver, de un momento a otro, la carcasa de aquel fanfarrón despatarrada en el suelo, un presentimiento que reforzaba la postura de Caramon. El guerrero apretó sus dedos en idéntica postura a la de su rival, tanto que los nudillos se tornaron blancos, y levantó su manaza para, despacio… secarse el empapado semblante.
Con una sonrisa desdeñosa, el cocinero dejó al grupo y reanudó sus quehaceres.
Tas suspiró. Aquél no era su viejo compañero, recapacitó entristecido, el Caramon que matara a dos draconianos entrechocando sus cráneos con las palmas desnudas, el mismo que en una ocasión redujera a unos bribones a distintos estados de postración, todos ellos deplorables, cuando cometieron el error de intentar robarle. Espió a su orondo amigo por el rabillo del ojo y, tras reprimir las insultantes frases que afloraban a sus labios, se concentró en ingerir su cena preso de una honda consternación.
El guerrero sorbió su sopa a lentas cucharadas, engulléndola sin saborearla ni hallar el menor placer. Vio Tas que la mujer y el negro intercambiaban callados mensajes y, por un instante, temió que se burlasen de su amigo. Y, a decir verdad, Kiiri empezó a farfullar unas palabras pero, al alzar la vista hacia el centro de la estancia, cerró la boca de manera abrupta y siguió comiendo con la mayor discreción posible. El causante de su cambio era Raag, que había entrado en el recinto seguido por dos musculosos humanos.
El trío recorrió el comedor, se detuvo detrás de Caramon y el ogro, dando un paso al frente, zarandeó al corpulento guerrero.
—¿Qué ocurre? —preguntó éste, en un tono apagado que el kender no reconoció.
—Ven —ordenó Raag.
—Estoy cenando —protestó el hombretón, pero los dos esbirros lo asieron por los brazos y lo arrastraron fuera del banco antes de que pudiera concluir su frase.
Entonces sí, entonces Tasslehoff atisbó un brote de su antiguo talante. Teñida su faz de unas manchas purpúreas, Caramon trató de golpear a uno si bien, debido a su torpeza de movimientos y al desequilibrio en que quedó al soltarse, el agredido esquivó su acometida. Sin darle opción a un segundo ataque, el otro humano propinó un salvaje puntapié al esclavo y éste se desplomó, entre gemidos, sobre sus rodillas. Lo izaron de una violenta sacudida y el herido, con la cabeza ladeada, permitió que lo llevasen.
—¡Aguardad! ¿Adónde lo conducís? —se interfirió Tas en una reacción instintiva, que atajó una firme mano en su hombro. Era Kiiri quien así lo advertía, y el kender se encogió en su asiento.
—¿Qué van a hacerle? —indagó.
—Termina tu plato —le ordenó la mujer.
—No tengo apetito —replicó él, deprimido, apartando el tenedor mientras evocaba la cruel y funesta mirada que el enano clavara en su compañero frente a la arena.
El esclavo negro sonrió al kender, compadecido de su pena.
—Sigueme —lo invitó, a la vez que se levantaba y le tendía la mano con cordialidad—, te mostraré tu alcoba. El primer día todos pasamos por lo mismo, con el tiempo tu amigo llegará a sentirse bien.
—Con el tiempo —coreó la nereida.
Tas se hallaba solo en la cámara que, en principio, debía compartir con Caramon. No era precisamente acogedora: situada debajo de la arena, se parecía más a un calabozo que a una alcoba. Pero Kiiri le explicó que todos los gladiadores se alojaban en estancias como aquélla.
—Están limpias y caldeadas —afirmó—. No son muchos los habitantes de nuestro mundo que pueden decir lo mismo de los reductos donde duermen. Además, si nos rodeáramos de lujos acabaríamos por ablandarnos.
«No es probable que eso suceda», pensó el kender al examinar los desnudos muros de piedra, el suelo cubierto de paja, la mesa provista de una jarra y una jofaina y, por último, los dos pequeños baúles destinados a contener sus pertenencias. Una única ventana, o claraboya, que se abría en el techo y por lo tanto a nivel de la tierra, permitía la entrada de un estrecho haz de luz. Acostado en el duro jergón, Tas contempló el avance de los últimos rayos solares —la cena era temprana en la supuesta escuela— y reflexionó que, aunque podía ir a explorar, no lograría sacar partido de sus actos hasta averiguar qué le habían hecho al guerrero.
La línea que trazaba el sol en el suelo adquirió progresiva longitud al unirse a ella una rendija luminosa, procedente de la puerta. Cuando se abrió la hoja Tas dio un ansioso brinco, mas fue un esclavo desconocido quien se adentró en la estancia. Arrojó un hatillo en un rincón, y desapareció de nuevo sin que entre ambos mediara una palabra. El kender inspeccionó el fardo y le dio un vuelco el corazón, pues constató al instante que eran los enseres de Caramon. Todo cuanto portaba se hallaba en aquel paquete, incluida su ropa, y el hombrecillo se apresuró a estudiarla en busca de manchas de sangre. No descubrió nada de particular, parecía estar en orden.
De pronto, palpó un objeto en un bolsillo interior, secreto. Lo extrajo sin dilación, y contuvo el resuello al toparse con el ingenio mágico de Par-Salian. «No entiendo cómo ha pasado desapercibido a los guardianes», se dijo asombrado, al mismo tiempo que admiraba las enjoyadas incrustaciones de su superficie. ¡Claro, fue creado a través de un hechizo! Ahora tenía el aspecto de una fruslería, pero él presenció cómo se transformaba a partir de un cetro y era lógico que, de ser tal la voluntad de su forjador, no se evidenciara ante ojos indiscretos.
Tanteándolo, acariciándolo, contemplando el reflejo del ya tenue sol sobre sus radiantes alhajas, Tasslehoff no pudo reprimir un suspiro. Era éste el tesoro más exquisito, más espléndido que había visto en su vida, anhelaba su posesión. Sin pensarlo dos veces se levantó y fue en pos de sus saquillos, mas una voz interior lo obligó a detenerse.
«Tasslehoff Burrfoot —lo invocó aquella criatura intangible cuyo timbre se asemejaba inquietamente al de Flint—, te estás entrometiendo en un asunto de extrema gravedad. El artilugio del que pretendes apropiarte garantiza el regreso a tu tiempo, y no olvides que fue Par-Salian, el insigne mago, quien se lo entregó a Caramon en el transcurso de una solemne ceremonia. Pertenece a tu amigo, no tienes ningún derecho sobre él».
El kender se estremeció. Nunca antes le había asaltado de este modo la conciencia, o un espíritu, o quienquiera que le hubiese hablado. Miró dubitativo el enigmático objeto e, intuyendo que la súbita revelación provenía de su influjo, deseoso de descartar tan turbadoras cábalas de su mente, corrió hasta el baúl de su compañero y lo encerró en sus sombras. En un alarde de precaución, cerró el cofre herméticamente y guardó la llave en la ropa de Caramon antes de volver a su camastro, sintiendo un hondo pesar.
Cuando el postrer resplandor solar desaparecía de la estancia, sumiéndola en penumbras, el ansioso hombrecillo oyó un ruido en el exterior y alguien abrió la puerta de un puntapié.
—¡Caramon! —gritó Tas horrorizado, a la vez que se incorporaba.
Los dos hercúleos humanos arrastraron al guerrero hasta el dintel y, sin miramientos, lo echaron sobre el jergón vacío. Se fueron de inmediato, entre risitas jocosas que contrastaban con el quedo gemido que se elevó en el duro lecho.
—Caramon —repitió el kender, ahora en un susurro. Asió raudo la jarra de agua, escanció una parte de su contenido en la jofaina y llevó ésta junto al lugar donde yacía su amigo—. ¿Qué te han hecho? —preguntó mientras humedecía los labios del maltrecho hombreton.
El yaciente masculló unos lamentos ininteligibles y meneó la cabeza. Al advertir el desolado estado del guerrero, Tasslehoff se apresuró a estudiar su cuerpo. No encontró magulladuras visibles, ni sangre, ni inflamaciones, ni tampoco marcas purpúreas o las llagas alargadas que suelen producir los latigazos y, sin embargo, resultaba evidente que lo habían torturado. Se hallaba en plena agonía, bañado en sudor y con los ojos desorbitados. De vez en cuando, sus músculos se contraían en espasmos y profería quejas desgarradoras.
—¿A qué clase de suplicio te han sometido? —inquirió el hombrecillo tragando saliva—. ¿Al potro, a la rueda quizá? ¿Te han aplicado las empulgueras?
Ninguno de estos instrumentos dejaba huella, al menos así lo creía el kender.
—Cali… —balbuceó Caramon.
—¿Cómo? —Tas se volcó sobre él para oírle mejor, pero el desgraciado sólo acertó a repetir las mismas sílabas.
—Cali ¿qué? —insistió Tasslehoff, fruncido el ceño en actitud meditabunda—. Nunca oí mencionar una tortura cuyo nombre empezase por cali.
En un esfuerzo supremo, el guerrero pronunció el término completo.
—¡Calistenia! —vociferó, triunfante, el kender. Su exaltación, no obstante, sólo duró unos segundos. Depositando en el suelo la jofaina con la que había refrescado el rostro de su amigo durante todo este rato, agregó—: ¡La calistenia no es un suplicio!
Caramon gimió de nuevo, acaso para mostrar su oposición.
—¡Es un simple ejercicio de musculatura que hasta los niños practican! —se indignó—. ¡Pensar que he estado aguardando tu llegada abrumado por la preocupación, imaginando horrores indescriptibles! Cuando te han traído me he llevado un susto mayúsculo, y resulta que lo único que has hecho es poner en forma ese entumecido cuerpo tuyo.
El guerrero hizo acopio de fuerzas para sentarse en el camastro, estirar una de sus manazas, aferrar el cuello de la camisa de su compañero y, tirando de él, clavarle una mirada furibunda, como si quisiera traspasarle.
—Una vez me capturaron los goblins —rememoró con voz ronca—, me ataron a un árbol y pasaron una noche entera atormentándome. Durante la Guerra de la Lanza me hirieron los draconianos en Xak Tsaroth y mordisquearon mi pierna varias crías de dragón en las mazmorras de la Reina de la Oscuridad, ambas experiencias fueron crueles. Y pese a tantos avalares, me siento peor ahora que en ninguna otra circunstancia de mi vida. Déjame solo, prefiero morir en paz —concluyó.
Tras proferir otra lamentación inarticulada, Caramon apoyó su laxa mano en el costado y cerró los ojos. Reprimiendo una sonrisa, Tas regresó a su camastro.
«Si ahora se queja —reflexionó el kender—, mañana no habrá quien lo soporte».
Terminó el verano en Istar para dar paso al otoño, uno de los más bellos de su historia. Inició Caramon su adiestramiento y aunque, por supuesto, no murió, hubo momentos en que ansió acabar con todo. También Tas, por su parte, sintió más de una vez la tentación de poner brusco fin a las «penalidades» de aquel niño mal criado. Una de estas ocasiones fue una noche en que, cuando dormía plácidamente, le despertaron los sollozos del guerrero.
—¿Caramon? —preguntó adormecido, incorporándose en el lecho.
No obtuvo más respuesta que un quejumbroso llanto.
—¿Qué te sucede? —insistió el kender preocupado. Se levantó y recorrió el gélido suelo de piedra—. ¿Has tenido una pesadilla?
Al distinguir en la penumbra el gesto afirmativo de su amigo trató de ayudarle, de desechar su propia congoja para escuchar su relato.
—¿Has soñado con Tika? —inquirió, enternecido por su dolor—. ¿Con Raistlin quizá? Veo que no. ¿Contigo mismo entonces? ¿Estás asustado?
—¡Con un pastelillo! —exclamó el guerrero.
—¿Cómo? —exclamó Tas, que no daba crédito a sus oídos.
—Un pastelillo —repitió el otro en un gorgoteo—. ¡Tengo tanta hambre! De pronto, se ha dibujado un pastelillo en mi imaginación, uno de aquéllos que Tika solía hornear, cubiertos de miel y rellenos de crujiente avellana.
Asiendo una bota, el kender se la arrojó y volvió a acostarse, enfurecido por su debilidad al atender a aquel insensato.
Transcurridos dos meses de riguroso entrenamiento, Tasslehoff observó al guerrero y se reafirmó en su idea de que era justo lo que necesitaba. Los rollos mantecosos de su talle se habían fundido, los nacidos muslos habían recobrado la férrea constitución de antaño y los músculos vibraban, llenos de vida, en sus brazos, pecho y espalda. En sus ojos se había obrado una halagüeña metamorfosis, sustituyendo el brillo y la mirada alerta a aquella otra expresión mortecina causada por el aguardiente enanil, que el sudor se había encargado de desterrar de su cuerpo. Por otra parte, su epidermis se había curtido y el influjo del sol le otorgaba un atractivo tono broncíneo.
El enano, que seguía de cerca los progresos del alumno, decretó que se dejase crecer el castaño cabello por ser éste el estilo popular en el Istar de la época, y ahora una melena se enmarañaba ondeante en torno al rostro rejuvenecido del que fuera un despojo humano.
Y, por si esto fuera poco, su preparación como gladiador había mejorado sensiblemente. Aunque Caramon poseía una larga experiencia previa, su adiestramiento fue informal, sus técnicas bélicas se reducían a las enseñanzas recibidas de Kitiara, su hermanastra. Arack, consciente de su deber, había contratado maestros de todo el mundo de Krynn y, ahora, el pupilo estaba aprendiendo los métodos más sofisticados.
Para completar su educación, el guerrero tenía que librar batallas diarias contra los gladiadores de la arena. Orgulloso de la pericia adquirida, retó a Kiiri y ésta lo derribó en un santiamén, dejándolo tumbado cuan largo era con gran vergüenza por su parte. Pheragas, el esclavo negro, lanzó en otro enfrentamiento su espada a las alturas y, a guisa de advertencia, le golpeó la cabeza con su propio escudo.
Caramon no se descorazonó. Comprendió la lección de humildad que le infligían y, siendo un hombre despierto y voluntarioso, dotado, además, de una habilidad natural digna de envidia, no tardó en satisfacer a sus profesores. Pronto llegó el día en que Arack presenció jubiloso cómo vencía a la nereida sin dificultad o atrapaba a Pheragas en su red para, acto seguido, inmovilizarlo sobre la arena ayudándose con un tridente.
El hombretón no cabía en sí de gozo, hacía tiempo que no se sentía tan feliz. No había cesado ni un segundo de detestar la argolla, no pasaba una jornada en la que no anhelase romperla y recuperar así la libertad, pero tan perturbadores impulsos se difuminaban frente al interés que ofrecían las clases. Siempre le había gustado la vida militar, era para él un alivio que alguien le indicase qué tenía que hacer y cuándo. Tan sólo un problema nublaba su dicha: no sabía interpretar.
Siempre franco y honesto, incluso a la hora de admitir un error, la auténtica agonía comenzó cuando intentaron enseñarle a fingir una derrota. Le ordenaban que emitiera falsos alaridos de dolor en el instante en que Rolf, por ejemplo, lo asaltaba por la espalda y que cayera, como si le hubieran herido mortalmente, al arremeter el bárbaro con una de las engañosas espadas.
—¡No, así no! ¡Qué torpe eres! —vociferaba Arack una y otra vez, e incluso en una de las sesiones perdió los nervios y le estampó en la mejilla su puño cerrado. El agredido gritó con verdadera rabia, mas no osó dar la réplica al advertir la proximidad del siempre alerta Raag.
—Ahora lo has conseguido —lo felicitó el enano, retrocediendo con aire triunfal y unas gotas de sangre en los nudillos—. Recuerda ese quiebro de voz, al público le entusiasmará.
Pero este ensayo no resolvió el conflicto, ya que la protesta de Caramon había sido real. Cuando pretendía actuar, sus voces eran más semejantes «a las de una doncella al recibir un pellizco en las nalgas que a las de un moribundo», según palabras de Arack. Al fin, tras muchas decepciones, al enano se le ocurrió una idea.
Surgió en su mente una tarde, mientras contemplaba los entrenamientos. Se había congregado en la arena una pequeña audiencia, pues en determinadas ocasiones permitía la entrada a personajes de alcurnia susceptibles de incrementar sus arcas con aportaciones adicionales. Los privilegiados eran esta vez un noble y su familia, venidos de Solamnia. El caballero tenía dos encantadoras hijas las cuales, desde el momento en que entraron en el circo, no habían dejado de admirar al corpulento guerrero.
—¿Por qué no le vimos luchar la otra tarde? —preguntó una de ellas a su progenitor.
Ignorante del motivo, el egregio visitante consultó al enano.
—Es nuevo aquí —explicó éste—, todavía no ha concluido su adiestramiento. De todos modos, avanza deprisa y casi ha llegado la hora de incluirlo en nuestro grupo de gladiadores. ¿Cuándo pensáis volver a los Juegos?
—No era nuestra intención repetir el viaje en un futuro próximo —declaró el noble, pero sus hijas se apresuraron a mostrar su disgusto—. De acuerdo —rectificó—, me plantearé esa posibilidad para el siguiente espectáculo.
Las dos muchachas prorrumpieron en aplausos al mismo tiempo que espiaban de nuevo a Caramon, quien en ese instante practicaba junto a Pheragas el manejo de la espada. El cuerpo del apuesto combatiente refulgía bajo el sol, bañado en sudor, el crespo cabello se adhería a su húmeda faz y sus movimientos, ágiles y certeros, poseían la gracia y la armonía de un atleta. Al discernir la fascinación que despertaba en las doncellas, el enano se percató de lo atrayente que resultaba su pupilo.
—Espero que salga victorioso —dijo una de las jóvenes con un suspiro—. ¡No soportaría verle derrotado!
—Ganará —la tranquilizó la otra—. No ha nacido para perder, todo en él delata al vencedor.
—¡Claro, he aquí la solución! —exclamó Arack de forma inesperada, tan vehemente que el noble y su familia le miraron perplejos—. El Vencedor, así le apodaremos. Es una criatura imbatible, que no conoce el fracaso. Juró quitarse él mismo la vida si alguien lo derribaba —mintió, urdida en unos segundos su patraña.
—¡Oh, no! —se desesperaron al unísono las muchachas—. No queremos oír tamaña atrocidad.
—Es cierto —reincidió el enano con tono solemne, frotándose las manos.
—Acudirán de varias millas a la redonda —anunció aquella noche a Raag—, a fin de estar presentes si sobreviene su caída. Y, naturalmente, nadie le hará sucumbir durante mucho tiempo. Mientras dure su suerte las multitudes se arracimarán en la entrada de la arena, deseosas de asistir a sus emocionantes lizas. Incluso he pensado en su atavío… —Y siguió forjando planes durante toda la velada.
Tasslehoff, en el ínterin, había aprendido a sacar partido a su confinada existencia. Aunque al principio se sintió herido en su amor propio, tras negársele el derecho a convertirse en gladiador —tuvo visiones en las que se le aparecía su propia figura emulando a Kronin Thistleknot, el héroe de Kenderhome—, supo desembarazarse del tedio en que se sumió. Su progresivo entusiasmo por la actividad culminó en un desagradable incidente, al ser descubierto por un feroz minotauro cuando registraba su alcoba con su habitual desparpajo.
Agravó esta situación el hecho de que los minotauros, quienes luchaban en la arena por amor al deporte, se consideraban una raza superior y vivían aislados de los otros. Si su mesa en el comedor era privada, sus dormitorios se respetaban como un recinto sacrosanto e inviolable.
Arrastrando al kender a presencia de Arack, el ofendido exigió que en desgravío le permitieran abrirle en canal y beber su sangre. El enano hubiera accedido gustoso a tal demanda, ya que los kenders eran para él un estorbo, pero no pudo por menos que recordar su conversación con Quarath poco después de adquirir a la pareja de esclavos. Por algún extraño motivo, la máxima dignidad eclesiástica del país estaba interesada en garantizar la salvaguarda del dúo. Así pues, rechazó las exigencias del minotauro si bien, ansioso de aplacar su ira, lo compensó entregándole un jabalí y autorizandole a despedazarlo.
Para evitar males mayores, Arack condujo a Tas a un rincón apartado y, tras abofetearlo en castigo por su osadía, lo autorizó a abandonar la arena y explorar la ciudad en el bien entendido de que pernoctaría siempre en su cámara.
El kender, que en cualquier caso ya se había deslizado al exterior sin ser visto, agradeció la generosidad del maestro de ceremonias y, para demostrarle su reconocimiento, le obsequió algunas bagatelas obtenidas en sus correrías. Tales atenciones no dejaron impasible al enano, quien sólo golpeó a Tas con una vara al sorprenderlo cuando hurtaba unos dulces destinados a Caramon en lugar de flagelarlo, como habría hecho de no mediar en su favor estas circunstancias atenuantes.
El resultado de tales transacciones fue que el kender iba y venía a su antojo por Istar, adquiriendo una gran destreza en esquivar a los centinelas y a todos cuantos exhibían absurdos prejuicios contra los de su raza. Fue así, tras unos días de práctica, como el hombrecillo logró introducirse en el Templo mismo.
Pese a sus problemas de adiestramiento, dietas y otros de diversa índole, Caramon nunca perdió de vista su auténtico objetivo. Había recibido un frío, escueto mensaje de la sacerdotisa Crysania, de modo que no le inquietaba su estado. Pero eso era todo, Raistlin se había desvanecido sin dejar rastro.
Al principio, el guerrero desesperó de encontrar a su hermano o a Fistandantilus, ya que bajo ningún concepto se le permitía abandonar el estadio. No obstante, pronto descubrió la libertad de movimientos de Tas y supo que el pequeño compañero tenía acceso a lugares que a él le habrían estado vedados, incluso, de poder pulular a su albedrío. Los habitantes de Istar solían tratar a los kenders igual que a los niños, como si no existieran, y las peculiares dotes del hombrecillo lo ayudaban a fundirse entre las sombras, deslizarse bajo las cortinas o atravesar en silencio salones enteros.
Por añadidura, contaba con la ventaja de que el Templo era tan enorme y se hallaba a todas horas tan atestado de visitantes que entraban y salían, que un diminuto kender era simplemente ignorado o, en el peor de los casos, se le conminaba a apartarse sin que nadie se tomara la molestia de expulsarlo. Aún facilitó más su anonimato el hecho de que había varios miembros de su raza trabajando como esclavos en las cocinas y, aunque parezca extraño, algunos kenders-clérigos también habían logrado ser admitidos en el sagrado recinto y gozaban de todas las prerrogativas de su rango.
A Tas le habría gustado trabar amistad con sus congéneres e inquirir acerca de su patria, o bien abordar a los eclesiásticos a fin de averiguar de dónde procedían. Lo cierto era que desconocía la existencia de órdenes religiosas en Kenderhome y sentía una gran curiosidad. Pero no se atrevió, obediente a la grave advertencia de Caramon contra su tendencia a hablar en demasía. Por una vez se tomó en serio tales recomendaciones y, aunque hallaba agobiante la necesidad de mantenerse siempre en guardia para no mencionar a los dragones, al Cataclismo o cualquier detalle susceptible de alimentar sospechas, decidió evitar la tentación. Así pues, se conformó con inspeccionar el Templo y recabar datos esclarecedores en solitario.
—He visto a Crysania —informó al guerrero una noche, después de cenar y después de que su amigo luchara con Pheragas en un simulacro de combate sin armas.
El kender se hallaba recostado en el camastro mientras Caramon se ejercitaba, en el centro de la alcoba, en el uso de la maza y las cadenas, ya que Arack quería instruirle en los secretos de otros pertrechos además del acero. Al comprobar que el hombretón se desenvolvía con torpeza, el kender se arrebujó en una esquina del jergón con el objeto de eludir un golpe mal dirigido.
—¿Cómo está? —indagó el musculoso humano lanzando a su contertulio una fugaz mirada, sin descuidar su trabajo.
—Lo ignoro —fue la desencantada respuesta—. Supongo que bien, al menos su aspecto no es el de una enferma. Pero tampoco parece feliz, tiene el rostro ceniciento y, cuando traté de hablarle, me ignoró. Creo que no me reconoció.
—Intenta averiguar qué está ocurriendo —ordenó el guerrero, fruncido el entrecejo—. No debemos olvidar que la sacerdotisa también buscaba a Raistlin, de manera que su extraña actitud puede guardar relación con él.
—De acuerdo —accedió Tas, al mismo tiempo que el amenazador silbido de la maza lo obligaba a bajar la cabeza—. ¡Cuidado, podrías lastimarme! —protestó, y se tanteó el copete para asegurarse de que se mantenía en su lugar.
—A propósito de Raistlin —dijo Caramon quedamente—, ¿tampoco hoy has tenido noticias de su paradero?
—No, mis pesquisas han vuelto a fracasar. Y eso que he indagado sin tregua entre los moradores del Templo —agregó a modo de disculpa—. Rodea a Fistandantilus una cohorte de aprendices que transitan incansables por el recinto, mas ninguno conoce a una criatura que responda a la descripción de tu hermano. Dudo que esté entre ellos, ya que un individuo con la tez dorada y las pupilas en forma de relojes de arena debería destacarse incluso en medio de una muchedumbre. Sin embargo, quizá no tarde en descubrir algo —anunció en tono confidencial—. He oído comentar que Fistandantilus ha regresado.
—¿De verdad? —El hombretón interrumpió sus ejercicios con la maza y giró el rostro hacia Tasslehoff.
—Sí. Yo no lo he visto, pero los clérigos no cesaban de comunicárselo a sus colegas. Si no me equivoco, reapareció anoche en la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes. Se oyó un estallido y allí estaba, surgido de la nada. Estos magos son muy teatrales.
—Sí —gruñó Caramon.
El guerrero comenzó a balancear su maza, sumido en hondas cavilaciones. Tanto rato permaneció callado que Tas bostezó y se estiró en el camastro, presto a dejarse envolver por los vapores del sueño. El vozarrón de su amigo lo devolvió, pobre kender, al mundo real.
—Tas, se nos ofrece al fin la oportunidad.
—¿Qué oportunidad? —preguntó Tasslehoff, sobresaltado y somnoliento a la vez.
—La de matar a Fistandantilus —declaró Caramon sin alterarse.
El frío aserto de Caramon despertó por completo al kender.
—¡Matarle! Creo que deberías pensarlo con calma —balbuceó Tasslehoff—, y tener en cuenta un detalle de la máxima importancia. Fistandantilus es un buen mago, perverso en sus intenciones pero dotado de un talento extraordinario. Si lo que se rumorea es cierto, ni siquiera Raistlin y Par-Salian juntos pueden equiparársele, así que no te resultará sencillo sorprenderlo de no fraguar antes un plan. ¡Y menos tú, que nunca asesinaste a nadie! Aunque estoy de acuerdo en la conveniencia de intentarlo, no me parece oportuno actuar de manera precipitada.
—Tiene que dormir, ¿no es verdad? —lo atajó el guerrero.
—Todo el mundo necesita descansar —concedió el kender—, incluidos los practicantes de la brujería.
—Ellos más que nadie —afirmó Caramon—. ¿Recuerdas cuánto se debilitaba Raistlin si no disfrutaba de un largo reposo? Esta fórmula debe ser aplicable a todos los nigromantes, sin excepción de ninguna clase. Es una de las razones por las que fueron derrotados en las mayores lides, como las Batallas Perdidas que jamás libraron. El enemigo aprovechó sus intervalos de sueño para reducirlos. Y no debes preocuparte por los riesgos, en definitiva soy yo quien me expondré. Ni siquiera te pediré que me acompañes, tú limítate a descubrir dónde están sus aposentos, qué tipo de defensas lo protegen y a qué hora se acuesta. Una vez me comuniques estos pormenores, yo me ocuparé de todo.
—¿Estás seguro de que tu actitud es atinada? —sugirió el hombrecillo—. Ya sé que ésta es la misión que nos encomendaron los magos al enviarnos al pasado, o al menos eso creo, pues al final todo se complicó tanto que todavía me siento confuso. Tampoco ignoro que Fistandantilus es una criatura aborrecible investida de la Túnica Negra y de dotes demoníacas, pero me pregunto si al destruirle no incurriremos en un crimen tan abyecto como los suyos. No desearía por nada del mundo asemejarme a él.
—A mí eso no me importa —replicó el guerrero sin un atisbo de emoción en sus rasgos, centrados sus ojos en la maza que, despacio, balanceaba de un lado a otro—. Es su vida o la de Raistlin, Tas. Si aniquilo a Fistandantilus ahora, en este tiempo, se esfumará y no podrá adueñarse de la personalidad de mi hermano. De conseguir mi propósito, mi gemelo se desembarazará de su estragado cuerpo y recuperará la salud perdida. En cuanto lo libere del influjo de esa criatura sé que volverá a ser el viejo Raist, el que yo amé y cuidé. —Su voz se entrecortó ante tal perspectiva, sus párpados se humedecieron—. Podrá vivir con nosotros, como habíamos proyectado.
—¿Has olvidado a Tika? —apuntó Tas dubitativo—. ¿Qué opinará ella de que hayas matado a sangre fría?
—Te lo he advertido en más de una ocasión, no menciones a mi mujer —lo amonestó el guerrero, centellantes sus pupilas.
—Pero Caramon…
—¡Hablo muy en serio, Tas!
Profirió su amenaza con unos ribetes de cólera que silenciaron al kender, consciente de que había ido demasiado lejos. Se arrebujó en el jergón, tan compungido que Caramon se dulcificó.
—Escúchame atentamente —le indicó—, porque sólo te lo explicaré una vez. No me porté bien con Tika. Tuvo razón al expulsarme de casa, ahora lo comprendo, aunque hubo una época en que pensé que nunca la perdonaría. —Hizo una pausa para tratar de ordenar sus ideas y, transcurridos unos segundos, continuó—. Antes de casarnos le expuse con total claridad mis sentimientos respecto a Raistlin, ella siempre supo que mientras él viviera ocuparía un lugar preferente en mi corazón. Hasta le aconsejé que buscara a otro hombre capaz de prodigarle las atenciones que merecía. Luego, cuando mi hermano emprendió su camino en solitario, creí que lograría borrarlo de mi mente. Pero no funcionó. Tengo un deber que cumplir, es mi destino, y el recuerdo de Tika no hace sino entorpecer mis acciones. Por eso prefiero evitar toda alusión a ella, ¿has entendido?
—¡Te quiere tanto! —se lamentó el kender a falta de otro argumento. Era obvio que, de nuevo, se había equivocado. Caramon emitió un gruñido y se aplicó, aún con mayor interés, a sus ejercicios.
—De acuerdo —susurró, con una voz profunda que parecía surgir de sus entrañas—. Supongo que ha llegado el momento de la despedida, puedes solicitar al enano que te asigne otra alcoba. Voy a hacer lo que antes te he revelado y, si fracaso o sufro algún percance, no deseo que te veas involucrado.
—Caramon, en ningún instante me he negado a ayudarte —repuso Tas.— ¡Me necesitas!
—Sí, quizás estés en lo cierto —admitió el fornido humano ruborizándose. Dirigió a su compañero una mirada de disculpa, subrayada por una sonrisa—. Lo siento mucho, amigo. Intenta no mezclar a Tika en este asunto y no volveremos a enfadarnos. Será un pacto entre nosotros.
—Está bien, procuraré obedecerte —prometió el otro y, aunque apesadumbrado, lo estudió con expresión cordial.
El kender siguió observando al guerrero mientras éste recogía sus pertrechos y se preparaba para acostarse. Tras la apariencia apacible del hombrecillo se ocultaba un gran desasosiego, una congoja similar a la que lo invadiera tras la muerte de Flint.
«Él no lo habría aprobado —recapacitó al evocar en su memoria al entrañable enano, tan gruñón como leal—. Casi puedo oírle: "¡Estúpido, botarate, vas a intervenir en el asesinato de un hechicero! ¿Por qué no desapareces para siempre en lugar de provocar conflictos?" Y Tanis también tendría algo que decir al respecto, aunque no imagino qué. —Encogió las piernas y se envolvió en la manta hasta la barbilla—. ¡Ojalá estuviera aquí el semielfo, o alguien susceptible de aconsejarnos! Caramon está a punto de cometer un grave error, estoy persuadido, pero ignoro qué puedo hacer. Debo ayudarle, es mi único amigo ahora y, por otra parte, sin mi concurso sucumbirá a un sinfín de complicaciones».
El día siguiente era el de la presentación de Caramon en los Juegos. Tas realizó su visita al Templo a primera hora, ya que deseaba volver a tiempo para ver la lucha de su compañero en la arena. Poco después del mediodía entró en la cámara y se sentó en el jergón, columpiando las piernas mientras el guerrero iba y venía, muy nervioso, por la estancia en espera de que Pheragas y el enano le llevaran el atuendo que había de estrenar en el acontecimiento.
—Tenías razón —informó el kender—, al parecer Fistandantilus necesita dormir mucho. Se retira temprano y no se levanta hasta bien entrada la mañana.
—¿Se apostan guardianes en su puerta? —inquirió Caramon con la inquietud reflejada en los ojos.
—No —respondió Tasslehoff, encogiéndose de hombros—. Ni siquiera se encierra, si bien esa es la costumbre en el Templo. Después de todo, se trata de un lugar sagrado y sus moradores confían en sus colegas, o quizás es que no tienen nada que ocultar. Confieso —agregó en actitud reflexiva— que siempre he detestado las cerraduras, pero al franqueárseme el acceso a los distintos aposentos he decidido que la vida sin ellas sería en extremo aburrida. Hoy he registrado varias dependencias —ignoró el espanto con que le miraba su amigo— y, créeme, no merecen la pena. Supuse que el caso de Fistandantilus sería diferente, mas he descubierto que no guarda sus artefactos mágicos en su dormitorio y este hecho me ha inspirado una conclusión: el hechicero sólo lo utiliza cuando visita la corte, para pernoctar. Además —estaba exultante de júbilo ante tan lógicas deducciones—, es el único ser perverso del recinto y no debe protegerse sino de sí mismo.
El hombretón, que había dejado de escucharlo en las primeras frases de su discurso, farfulló algo ininteligible y reanudó sus paseos. Tas, incómodo, se revolvió en su asiento, pues le había asaltado la súbita idea de que el guerrero y él se estaban poniendo al mismo nivel de degradación que los abyectos nigromantes.
—Lo lamento, Caramon —se disculpó—, me temo que no podré ayudarte. Los kenders no somos muy quisquillosos con nuestras pertenencias, ni a decir verdad respetamos las ajenas, pero no creo que ningún miembro de nuestra raza sea capaz de asesinar. —Suspiró aliviado tras manifestar su resolución, si bien prosiguió con un balbuceo—. No dejo de pensar en Flint y en Sturm. Sabes que el caballero se opondría, ¡era tan recto! El delito que quieres perpetrar nos convertiría en seres tan maléficos como Fistandantilus, acaso peores.
El guerrero abrió la boca para responder, pero se lo impidió la brusca irrupción de Arack.
—¿Cómo estás, muchachote? —inquirió el enano—. ¡Cuánto has cambiado desde que llegaste! —se congratuló, al mismo tiempo que daba unas palmadas en el musculoso brazo de su pupilo y, sin previo aviso, le incrustaba su puño en el ancho vientre—. Duro como una piedra —comentó, sonriendo y frotándose la dolorida mano.
Caramon clavó en el maestro de ceremonias una mirada fulminante, mas al desviar la vista hacia Tas pareció apaciguarse.
—¿Dónde está mi atuendo? —se limitó a inquirir—. Es casi la hora.
—Aquí —contestó Arack tendiéndole un saco—. No te preocupes, sólo tardarás unos minutos en vestirte.
—¿Y el resto? —insistió el guerrero después de revolver en el interior del fardo. Se dirigía a Pheragas, que acababa de entrar en la estancia.
—¡Eso es todo! —lo espetó el enano con una pícara sonrisa—. Ya te he advertido que te lo pondrás en un santiamén.
—No puedo cubrirme con esta insignificancia —se rebeló el hombretón, purpúreas sus mejillas—. Si no me equivoco habrá mu-mujeres —tartamudeó, y se apresuró a cerrar el saco. La imagen de las damas trocó su ira en pudor.
—¡Precisamente! —razonó Arack, al principio divertido, aunque, por algún motivo, contrajo los labios en una mueca siniestra que aún desvirtuaba más su monstruoso semblante—. A ellas les encantará tu broncínea tez, así que prepárate y no me causes problemas. ¿Qué crees que quiere ver la plebe cuando paga altas sumas de dinero, una escuela de danza? No, gastan cuanto tienen a cambio de admirar cuerpos rezumantes de sudor, de sangre. Cuanta más carne joven, mejor. Y, en lo que atañe a la sangre, ha de ser auténtica.
—¿Sangre auténtica? —repitió el hombretón con un destello de asombro en sus ojos pardos—. ¿Qué significa eso? Me garantizaste que…
—¡Déjate de monsergas! Y tú Pheragas, échale una mano —ordenó el enano al esclavo negro—. Mientras se viste aprovecha para explicarle los hechos, el niño inocente tiene que crecer. —Con un chasquido burlón, dio media vuelta y salió al pasillo.
Pheragas se hizo a un lado para apartarse de su camino, y ocupó su lugar en el reducido recinto. Su rostro, por regla general alegre y desenfadado, era ahora una máscara inexpresiva.
—¿Crecer? ¿Sangre verdadera? —masculló Caramon, todavía boquiabierto.
—Te abrocharé esas hebillas —ofreció el esclavo, ignorando su perplejidad—. Cuesta un poco ajustarlas, pero ya te acostumbrarás. Son un mero adorno, están diseñadas de manera que se rompan fácilmente. El público se entusiasma cuando una pieza se afloja o desprende.
Extrajo una refulgente hombrera de la bolsa y comenzó a anudarla en la espalda del luchador, fijos sus ojos en la perfecta colocación de las correas.
—Es de oro —apuntó Caramon— y de una piel más blanda que la mantequilla. Estoy convencido de que un cuchillo romo podría traspasarla. ¡Y mira esas zarandajas! Una espada las hendiría sin dificultad —añadió, a la vez que tanteaba los distintos componentes de su atavío.
—Sí —confirmó Pheragas y esbozó una sonrisa forzada—. Como acabas de comprobar, es casi mejor la desnudez que soportar estos inútiles accesorios.
—En ese caso no debo preocuparme —apostilló el guerrero, antes de sacar del fardo el taparrabos de cuero que había de constituir su única vestimenta. También esta prenda, al igual que el vistoso yelmo que quedó en el saco, exhibía incrustaciones de oro. Tan diminuta era que apenas cubría las partes pudendas del nuevo gladiador y, cuando hubo acabado de ceñírselas ayudado por Pheragas, incluso el kender se ruborizó.
El esclavo negro hizo ademán de marcharse pero Caramon lo retuvo, cerrando la mano sobre su brazo.
—Será mejor que me cuentes qué es lo que pasa, amigo. Es decir, si aún puedo llamarte así.
—Supuse que a estas alturas ya lo habrías adivinado —contestó el interpelado, con su penetrante mirada prendida del guerrero—. Usamos armas templadas. No te inquietes, las espadas se doblan al hacer presión —aclaró al ver que su oyente encogía los ojos—, pero si te alcanzan es posible que sangres de verdad. De ahí nuestro ahínco en perfeccionar tus acometidas, los cantos están ligeramente afilados.
—¿Insinúas que los gladiadores se infligen heridas, que quizá lastime a alguien? A alguien como Kiiri, Rolf o el bárbaro, todos ellos dignos de mi afecto —constató el hombretón más que preguntó—. ¿Y qué más? ¿Qué otra sorpresa me reservas? —lo hostigó, poseído por la furia.
—¿Dónde crees que me hice estas cicatrices? —lo increpó Pheragas, también disgustado—. No fue jugando con mis hermanos, te lo aseguro. Pero no es momento de explicaciones, algún día lo comprenderás. Confía en Kiiri y en mí, si sigues nuestras instrucciones no ocurrirá nada que hayas de lamentar. Por cierto, voy a darte un primer consejo: no pierdas de vista a los minotauros. Luchan por su propio placer, sin obedecer órdenes de señores ni amos. No guardan pleitesía a ningún superior, aunque se someten a las reglas pues, de lo contrario, el Príncipe de los Sacerdotes los embarcaría en el primer galeón rumbo a Mithas. En cualquier caso, son los preferidos de la audiencia. El público se enardece al contemplar su sangre y ellos, para que el espectáculo sea completo, no dudarán en derramar la tuya si te descuidas.
—¡Vete! —vociferó Caramon.
Pheragas lo estudió unos instantes, antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta. Una vez más se detuvo, ahora por su propia iniciativa.
—Escucha, amigo —instó al luchador con severo ademán—, las cicatrices sufridas en la arena son símbolos, distintivos de nuestro honor. Del mismo modo que los caballeros se enorgullecen de las espuelas que ganan en la liza, nosotros las exhibimos jubilosos. Son la única dignidad a la que podemos aspirar en este grotesco espectáculo poseedor de su propio código, un código que nada tiene que ver, querido Caramon, con el de los nobles y mandatarios que se sientan en las gradas a fin de regodearse con la sangre que vertemos. Ellos se vanaglorian de su honor, nosotros hemos inventado el nuestro ya que, de carecer de tal acicate, no sobreviviríamos en este mundo de iniquidad.
Calló. Quiso decir algo más, pero se contuvo al advertir que el guerrero estaba cabizbajo, reticente a aceptar sus palabras y su mera presencia.
—Faltan cinco minutos —se limitó a anunciar y abandonó la alcoba, dando un violento portazo.
También Tas, aunque ansiaba proferir unas frases de consuelo, abandonó la idea después de escudriñar la faz de su amigo.
«Emprende una batalla con la sangre revuelta, y antes del crepúsculo la habrás derramado». Caramon no recordaba quién fue el rudo oficial que le dio este consejo, pero lo juzgaba un buen axioma. La vida de uno dependía, a menudo, de la lealtad de los compañeros, era preferible zanjar las reyertas personales. Además, le disgustaban los rencores pues, por regla general, sólo servían para estragar su estómago.
Por consiguiente, no le resultó difícil estrechar la mano de Pheragas cuando el esclavo negro echó a andar delante de él hacia la arena. Le ofreció disculpas y éste las aceptó de buen grado, mientras Kiiri, que se había enterado de su trifulca, indicaba su aprobación mediante una sonrisa. La gladiadora dio también su visto bueno al atuendo de Caramon, estudiándolo con tan vivas muestras de complacencia en sus brillantes ojos verdes que el guerrero, turbado, se ruborizó.
Aguardaban los tres en los pasillos subterráneos el momento de entrar en el circo, acompañados por los otros gladiadores que habían de intervenir en los Juegos; Rolf, el bárbaro y el Minotauro Rojo. Oían sobre sus cabezas los ocasionales rugidos del público, si bien sus ecos llegaban amortiguados. El guerrero estiraba con frecuencia la cabeza para divisar la puerta de acceso, deseoso de comenzar y en un estado de nerviosismo que sobrepasaba al que solía atenazarle antes de una batalla.
También los otros sentían la tensión de la espera. Se hacía patente su zozobra en las risas exageradas de Kiiri, o en el sudor que chorreaba por la frente de Pheragas. Pero la suya era una inquietud positiva, preñada de excitación. Sin saber el motivo, de pronto Caramon comprendió que anhelaba batirse.
—Arack ha pronunciado nuestros nombres —anunció Kiiri.
El trío inició la marcha al unísono ya que Arack, viendo que trabajaban a gusto juntos, había decidido que formasen un equipo y, por otra parte, confiaba en que las cualidades de los dos más expertos paliarían los posibles errores de Caramon.
Lo primero que atrajo la atención del nuevo gladiador al pisar la arena fue la barahúnda, que azotó sus tímpanos en oleadas atronadoras. En el primer instante quedó paralizado, confuso. Aquella arena que le era tan familiar después de tantos meses de penosos ejercicios se le antojó, repentinamente, un lugar desconocido. Alzó la vista hacia las altas gradas que rodeaban la escena en un perfecto círculo y le abrumó la ingente masa de espectadores, todos ellos puestos en pie vociferando, pateando y vitoreando.
Los colores se emborrachaban al alcanzar su retina. Reinaba en el recinto una vibrante mescolanza de banderolas indicadoras del evento, estandartes de seda pertenecientes a las familias nobles de Istar y los más humildes reclamos de quienes vendían toda suerte de golosinas, desde hielo con sabor a fruta hasta té de distintos aromas, según la estación del año. Tal despliegue de movimiento, de luminosidad, consiguió marear al guerrero, incluso le produjo náuseas. La fría mano de Kiiri aferró su brazo y, al volverse, el hombretón recibió una sonrisa tranquilizadora. Fue como un bálsamo y a partir de entonces reconoció la arena, a Pheragas y a sus amigos.
Más sosegado, se concentró en la acción. «Será mejor que no te distraigas y pienses sólo en interpretar tu papel», se reprendió severo. Si se equivocaba en una de las acometidas tantas veces ensayadas, además de ponerse en ridículo podía lastimar a alguien. Recordó con cuanto ahínco insistió Kiiri en que calculase el grado de inclinación de su acero y en que arremetiese en el momento oportuno. Ahora sabía por qué.
Atento a sus compañeros, ignorando el ruido y la exaltada muchedumbre, ocupó su puesto en espera de la señal. Había algo que lo desorientaba, algo que no acababa de definir, mas tras una breve reflexión se percató de que el enano, además de disfrazarles a ellos, había decorado las distintas plataformas donde debían desarrollarse los combates. Estaban cubiertas de serrín al igual que en los ensayos, si bien modificaban su apariencia unos símbolos que representaban los cuatro confines del mundo.
En torno a estas plataformas, cada una engalanada con su distintivo, ardían carbones, chisporroteaba el fuego y el aceite se agitaba en las burbujas propias del hervor. Unos puentes de madera, tendidos sobre los Pozos de la Muerte, comunicaban las plataformas en un cuadrado regular. Al principio estas hondas cavidades alarmaron a Caramon, mas pronto aprendió que su única finalidad era otorgar un mayor efectismo a los Juegos. Los espectadores se entusiasmaban cuando un luchador era arrastrado hasta la pasarela, y prorrumpían en jubilosas aclamaciones siempre que, por ejemplo, el bárbaro asía a Rolf por los talones y, sin soltarlo, lo descolgaba sobre la bullente masa oleosa. Mientras presenciaba las sesiones de entrenamiento de sus colegas, el guerrero estallaba en carcajadas al descubrir la expresión de terror en el semblante de Rolf y los frenéticos esfuerzos que realizaba para liberarse, que siempre culminaban en una divertida escena en la que el bárbaro recibía un golpe en el cráneo, asestado por los poderosos brazos de su ágil contrincante.
El sol, aún próximo a su cénit, arrojó un rayo dorado sobre el centro de la arena. Se erguía allí el Obelisco de la Libertad, una alta estructura de metales preciosos que, exhibiendo exquisitas tallas, parecía fuera de lugar en aquel crudo entorno. En su cúspide se recortaba una figura, el contorno de una llave que podía abrir cualquiera de las argollas. Caramon había admirado a menudo el monumento durante sus prácticas, mas nunca vio este objeto emblemático, pues Arack lo guardaba celosamente en su escritorio. El mero hecho de contemplarlo hizo que la férrea anilla de su cuello comenzara a pesarle de manera inusitada. Sus ojos se llenaron de lágrimas al imaginar la libertad, la prerrogativa de levantarse por la mañana y recorrer el mundo a su antojo, algo tan sencillo y tan añorado ahora que lo había perdido.
El fornido humano oyó a Arack pronunciar su nombre y, acto seguido, el enano señaló al trío. Empuñando su arma Caramon se volvió hacia Kiiri, sin que se desdibujara de su mente la codiciada llave de oro. Al concluir el año, todos los esclavos que se habían destacado en los Juegos luchaban entre sí para obtener el derecho a escalar el Obelisco y apoderarse del salvador instrumento. Por supuesto se trataba de una falacia, el maestro de ceremonias siempre seleccionaba a aquellos que garantizaban la mayor audiencia. Caramon nunca se había planteado esta posibilidad, siendo su única obsesión Fistandantilus y su hermano. Ahora, sin embargo, resolvió que tenía un nuevo objetivo. Lanzó un salvaje alarido y enarboló su engañosa espada a modo de saludo.
No tardó el guerrero en relajarse, en divertirse incluso. Le gustaban los bramidos y aplausos de la concurrencia y, atrapado en su excitación, descubrió qué significaba actuar para un público. Tal como le asegurara Kiiri, tanto se dejó transportar que apenas le dolían las heridas resultantes de las primeras escaramuzas. Palpándose sus insignificantes arañazos, se burló de sí mismo por haberse preocupado. Pheragas obró bien al no mencionarle tales menudencias, lamentaba haber hecho una montaña de un grano de arena.
—Has causado verdadera sensación —le comentó Kiiri en uno de los intervalos de reposo y, una vez más, pasó revista al musculoso y desnudo torso de su compañero—. No se lo reprocho, saben apreciar la belleza. Me gustaría librar contigo un combate cuerpo a cuerpo.
Se rió la gladiadora al detectar su sonrojo, pero Caramon leyó en sus ojos que no bromeaba y, de repente, tuvo conciencia de su femineidad, algo que nunca le había ocurrido durante los ejercicios. Quizá se debía a su exigua vestimenta, diseñada para insinuarlo todo y, al mismo tiempo, ocultar lo más deseable. Al guerrero le hervía la sangre, a causa tanto de la pasión como del placer que siempre hallara en la batalla. El recuerdo de Tika se esbozó en su mente y se apresuró a apartar la mirada de Kiiri, sabedor de que su expresión lo había delatado.
Su táctica esquiva de poco le sirvió, ya que al girarse hacia las gradas sus pupilas se clavaron en las de sus numerosas admiradoras, bellas damas que recurrían a cualquier estratagema para cautivarlo.
—Debemos volver a la arena —le dijo Kiiri azuzándole en las costillas, y el hombretón se alegró de reemprender la lucha.
Caramon dirigió al bárbaro una mueca de complicidad cuando éste dio un paso al frente. Se disponían a realizar su gran número, una representación que ambos contendientes habían ensayado infinidad de veces. El bárbaro dedicó, también, un guiño al guerrero en el instante en que se colocaban en posición para su fingido enfrentamiento, desencajados sus rostros como si los animara un odio indescriptible. Gruñendo, aullando cual si fueran sendos lobos, los dos hombres encorvaron sus cuerpos y comenzaron a dar vueltas por la plataforma, sin dejar de espiarse durante un tiempo. Debían caldear el ambiente, crear tensión en la audiencia, de modo que Caramon tuvo que reprimir una cordial sonrisa y trocarla en un ademán de furia. Profesaba cierto afecto al bárbaro, a fin de cuentas era un habitante de las Llanuras y se asemejaba a Riverwind en muchos aspectos, en su estatura, su cabello negro, aunque no en su talante jovial, tan distinto del de su serio amigo de antaño.
Su supuesto adversario era uno de los esclavos que se albergaban en el circo, si bien la argolla de su cuello era vieja y exhibía las huellas de innumerables lizas. Era obvio que sería uno de los elegidos este año en la pugna por la llave dorada.
Caramon arremetió con la espada y su rival, tras evitarle de un salto, interpuso el pie en su carrera y le hizo la zancadilla. Cayó el guerrero, arrastrado por su propio impulso, entre bramidos de cólera. Los espectadores gimieron, las féminas suspiraron, pero todos prorrumpieron en una calurosa ovación al bárbaro, que era uno de los favoritos. Aún estaba el hombretón postrado de bruces cuando su enemigo lo atacó, ahora blandiendo una lanza. En el último momento, animado por sus incondicionales y aterradas admiradoras, Caramon se hizo a un lado, agarró a su agresor por los tobillos y lo arrojó sobre la plataforma.
El recinto entero pareció venirse abajo, el júbilo del público traspasaba todos los límites. Los dos luchadores forcejearon en el suelo y, transcurridos unos segundos, Kiiri irrumpió en la escena a fin de ayudar a su compañero. Entre ambos se enfrentaron al bárbaro, que rechazaba sus embestidas coreado por las voces de los espectadores hasta que Caramon, en un gesto de galantería que hizo las delicias de los presentes, indicó a la gladiadora que se mantuviera al margen. Quería ocuparse él mismo de su osado oponente.
En medio de un momentáneo silencio, Kiiri pellizcó al guerrero en las nalgas —algo que no figuraba en el número y que casi le hizo olvidar su próximo movimiento— y se alejó corriendo. El bárbaro se abalanzó sobre su adversario, quien se apresuró a extraer su falsa daga. Era éste el momento culminante de la actuación, así lo habían planeado. Introduciéndose bajo el brazo levantado del hombre de las Llanuras en una hábil maniobra, Caramon le hundió su arma en el estómago donde, bajo el emplumado pectoral, se ocultaba un saquillo lleno de sangre de pollo.
La estratagema surtió efecto. La sangre salpicó al vencedor, chorreando profusa por su brazo mientras éste miraba al bárbaro para intercambiar una sonrisa triunfante… Algo había salido mal.
Tal como estaba previsto, el moribundo abrió los ojos de par en par; pero aquellas pupilas desorbitadas reflejaban un dolor auténtico, agrandado por la sorpresa. Se tambaleó hacia adelante, también según las directrices del acto, si bien el estertor agónico que acompañó su gesto nunca fue ensayado. Al detener su caída Caramon comprobó, horrorizado, que la sangre que fluía de su herida estaba tibia.
Liberando su daga, el guerrero procedió a estudiarla sin por ello desatender a su fingido contrincante, que se había desplomado sobre él. ¡La hoja era real!
—Caramon… —musitó el bárbaro, ahogadas sus palabras en un esputo sanguinolento.
La audiencia se enfervorizó, hacía meses que no se ofrecían efectos tan espectaculares.
—¡Yo no lo sabía! —exclamó el hombretón, que no podía apartar la vista de la daga—. ¡Lo juro!
Pheragas y Kiiri acudieron, prestos, a su lado para ayudarle a depositar al bárbaro en el lecho de serrín.
—La actuación debe proseguir, no te detengas —le urgió secamente la nereida.
Caramon, ciego de ira, a punto estuvo de asestar un golpe a la mujer, pero Pheragas inmovilizó el brazo castigador.
—Tu vida y las de todos nosotros dependen de tu conducta —susurró al desesperado guerrero—. Y al decir «todos» me refiero también a tu pequeño amigo.
El humano espió al esclavo negro sin atinar a comprender. ¿De qué le estaba hablando? Acababa de matar a un hombre, a un amigo y él le hacía extrañas recomendaciones. Tras desembarazarse de la zarpa de Pheragas hincó la rodilla junto al bárbaro, oyendo apenas la algarabía circundante y consciente, en su fuero interno, de que no adivinaban su congoja. Entraba dentro de la verosimilitud que el vencedor rindiera tributo a su víctima.
—Perdóname —suplicó al yaciente.
—No es culpa tuya —lo disculpó el otro en un quedo balbuceo—. No debes reprochártelo.
Sus ojos se tornaron vidriosos, una burbuja de sangre reventó en sus labios.
—Tenemos que sacarle de la arena y concluir el número tal como lo ensayamos —hostigó Pheragas a Caramon—. ¿De acuerdo?
El interpelado asintió con la cabeza, en un gesto mecánico. «Tu vida, la de tu pequeño amigo». ¿Qué significaba? Intentó amonestarse, exhortarse a la calma. Al fin y al cabo había participado en mil contiendas, la muerte no era nada nuevo para él. «La vida de tu pequeño amigo». Estaba acostumbrado a obedecer órdenes, a acatar el mandato de sus superiores, las respuestas debería buscarlas más tarde.
La repetición sistemática de estos postulados consiguió acallar la parte de su mente que hervía de rabia y pesadumbre. Con una frialdad insondable ayudó a sus compañeros a alzar el cadáver del suelo, imaginando que todo aquello era ficticio y su amigo sólo se fingía muerto. Incluso hizo el suficiente acopio de valor para girar el rostro hacia el público y saludar con una reverencia. Pheragas, por su parte, posó la mano libre en la nuca del bárbaro y la inclinó varias veces, tan diestramente que nadie dudó que también él se despedía. Los espectadores los aclamaron en una batahola ensordecedora, sin cesar de aplaudir hasta que los cuatro gladiadores hubieron desaparecido en los pasillos subterráneos.
Una vez al abrigo de la audiencia, Caramon posó el cuerpo del bárbaro en el frío suelo de piedra. Durante largos momentos observó, absorto, a su amigo, volcándose sobre él sin hacer el menor caso a los gladiadores que aguardaban allí su turno. Un sombrío torbellino azotaba su cerebro, no podía pensar con claridad en medio de tantos interrogantes.
Despacio, enderezó la espalda para encararse con Pheragas. Lo asió por los hombros y, en un inusitado alarde de energía, lo arrinconó en la pared, a la vez que extraía de su cinto la ensangrentada daga y la agitaba frente a los ojos del esclavo negro.
—Ha sido un accidente —explicó éste con los labios apretados.
—¡Los cantos ligeramente afilados! —se encolerizó el guerrero, repitiendo las palabras que formulara su compañero antes de los Juegos—. ¡Se puede sangrar un poco! No toleraré más embustes, dime qué está sucediendo.
—Ya le has oído, asno, el bárbaro ha sufrido un accidente —intervino una voz burlona.
Caramon dio media vuelta. El enano se erguía ante él, visible su achaparrado cuerpo como una sombra retorcida en el oscuro corredor que conducía a la arena.
—Estoy dispuesto a revelarte los hechos si sueltas de inmediato a Pheragas —le ofreció, si bien tras su amabilidad se escondía una patente malevolencia. A su lado se perfilaba la colosal figura de Raag, armado con una maza—. Los miembros de tu equipo deben salir, el público desea homenajear a los ganadores.
El hombretón miró a su prisionero y aflojó su garra, tan desazonado que la daga se deslizó entre sus entumecidos dedos. Kiiri apoyó la mano en su brazo en una muestra de callada simpatía mientras Pheragas, lanzando un suspiro, espiaba a Arack con unas pupilas que despedían veneno y echaba a andar por el pasillo. La mujer y él rodearon el cadáver del bárbaro que yacía, inmóvil, en la roca, y se encaminaron hacia el exterior.
—¡Me aseguraste que nadie moriría! —exclamó Caramon con una voz sofocada por la furia y el sufrimiento.
El enano se acercó a su oponente, que había desplomado su peso contra el muro.
—Ha sido un accidente —insistió—. En ocasiones se producen este tipo de percances, sobre todo si no se es precavido. Podría ocurrirte a ti en un momento de descuido, o a ese hombrecillo que tienes por amigo. El bárbaro cometió una imprudencia o, mejor dicho, fue su amo quien incurrió en un error imperdonable.
Caramon levantó el rostro y clavó sus desorbitados ojos en Arack, unos ojos que destilaban horror y perplejidad.
—Veo que empiezas a comprender —comentó el enano al estudiar su expresión.
—Este hombre ha sucumbido porque su señor ha contrariado a alguien —aventuró el guerrero.
—En efecto —fue la respuesta de su interlocutor, que se atusó la barba antes de continuar—. Un sistema muy civilizado, no como en los viejos tiempos. Ahora se actúa con sutileza, nadie se ha percatado de la desgracia salvo, por supuesto, el amo del bárbaro. He estudiado su rostro durante la liza, y en el instante en que has apuñalado a su siervo se ha revuelto en las gradas como si fuese a él a quien hubieses clavado la daga. Ha captado el mensaje.
—¿Ha sido una advertencia? —inquirió Caramon.
El enano se limitó a asentir con la cabeza y encogerse de hombros.
—¿Dirigida a quién? ¿Quién era el dueño de mi infortunado amigo?
Arack titubeó. Prendió de su oponente una mirada de sarcasmo y, ensanchados sus labios en una sonrisa, calculó qué beneficio le reportaría desvelar el secreto o, al contrario, guardar silencio. Al parecer la balanza de sus especulaciones se inclinó hacia la confesión pues, tras un breve balbuceo, indicó a Caramon que se agachara y le susurró un nombre al oído.
El guerrero quedó desconcertado.
—Es un clérigo, un Hijo Venerable de Paladine —añadió el enano—. Ocupa un cargo importante como confidente del Príncipe de los Sacerdotes, pero se ha fraguado la enemistad de un temible personaje.
Un amortiguado estallido de vítores resonó en el circo y, al percibirlo, Arack ordenó a Caramon:
—Ve a saludar. La audiencia te espera, eres uno de los vencedores.
—¿Y él? —preguntó el hombretón señalando al exánime bárbaro—. No puede volver a la arena, lo echarán en falta.
—¡Oh, no! Aquí son frecuentes las distensiones musculares —explicó el deforme maestro de ceremonias—. Nadie se sorprenderá si no aparece. Luego, haremos correr la voz de que se ha retirado, que ha obtenido su libertad.
«¡Obtenido su libertad!». Tan cruel ironía hizo que las lágrimas se agolparan en los párpados de Caramon. Desvió la faz hacia el pasillo al escuchar una nueva oleada de aplausos y se dijo que debía recibir el agasajo del público, pues de ello dependían varias vidas, la del kender, la de sus compañeros y, por lo visto, la suya propia.
—¡Ya sé por qué dispusiste que fuera yo quien lo matara! —comprendió de pronto—. Ahora estoy a tu merced, piensas que no hablaré.
—Esa certeza ya la tenía de antemano —repuso Arack con una siniestra mueca—. Digamos que si te asigné como ejecutor fue para dar satisfacción a mi cliente, un detalle que me granjeará su confianza. Verás, es tu amo quien concibió esta patraña y creí que, si era su esclavo quien materializaba la amenaza, no podría por menos que felicitarme. No te ocultaré que corres peligro, ya que la muerte del bárbaro clama venganza, pero en cuanto circule el rumor mi negocio adquirirá un nuevo auge.
—¡Mi amo! —se asombró Caramon, a quien nada le importaban las cuestiones pecuniarias—. ¿No fuiste tú mi comprador, en nombre de la Escuela?
—Actué como agente, pero no de esta institución —lo corrigió el astuto hombrecillo.
—¿Y quién es mi…?
El guerrero se interrumpió, conocía la respuesta. Ni siquiera oyó las siguientes frases de Arack, se lo impidió el súbito rugido que atronó su mente y que, cual una marea purpúrea, asfixió cualquier razonamiento. Le dolían los pulmones, le pesaba el estómago y las rodillas le flaqueaban, incapaces de sostener su mole.
Se hizo el vacío. Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en el pasillo, y el ogro sujetaba su testa entre las piernas. Venciendo su embotamiento, el colosal humano inhaló aire y, erguida la cabeza, se liberó de Raag.
—Me encuentro bien —murmuró a través de sus amoratados labios.
—No podemos llevarle fuera en tan triste estado —declaró Arack en respuesta a una consulta de su secuaz—. Parece un pez recién sacado de la red, causaría una pésima impresión. Arrástralo hasta su alcoba.
—No —se interfirió una voz en la penumbra—. Yo cuidaré de él.
Era Tas quien había hablado y quien ahora se aproximaba al grupo, tan lívido su semblante como el de Caramon.
Arack vaciló, mas no tardó en mascullar unos improperios y dar la espalda a los esclavos. Tras hacer una significativa señal al ogro, se encaramó a la escalera para cantar las alabanzas de los vencedores frente a la desenfrenada audiencia.
Tasslehoff se arrodilló junto a Caramon, posando la mano en el musculoso brazo de su amigo. Al constatar que se había recuperado, ladeó el rostro hacia el inerte cadáver que yacía, olvidado, en el suelo. El guerrero imitó su gesto y, sensible a la angustia que rezumaba por todos sus poros, el kender se atragantó. Tenía un nudo en la garganta, no atinaba sino a dar reconfortantes palmadas en el hombro del gladiador.
—¿Qué parte de la conversación has escuchado? —preguntó Caramon con la boca pastosa.
—La suficiente —dijo Tas—. Fistandantilus.
—Sí, él planeó esta terrible afrenta. —El hombretón suspiró y reclinó la cabeza en la pared, a la vez que cerraba los ojos—. Es así como pretende desembarazarse de nosotros. No habrá de ponerse en evidencia, bastará con que ese clérigo…
—Quarath —colaboró Tasslehoff.
—En efecto, Quarath. Él se encargará de destruirnos —el forzudo humano apretó los puños—, y el mago podrá presentarse ante Raistlin con las manos limpias. Mi hermano nunca sospechará. En todas las batallas que libre de ahora en adelante sólo me obsesionará una idea: ¿Es auténtica la daga de Kiiri, está afilada la lanza de Pheragas? —Levantó los párpados y contempló a su compañero—. Y tú, Tas, también estás involucrado, ya has oído al enano. Yo no puedo escapar, pero tú sí. ¡Sal de esta encerrona cuanto antes!
—¿Dónde iría? —inquirió el kender descorazonado—. El nigromante me encontraría, Caramon, es el más poderoso hechicero que nunca pisó la faz de Krynn. Ni siquiera un miembro de mi raza podría eludir su asedio.
Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, envueltos por el lejano vocerío de la muchedumbre. Al rato, los ojos de Tasslehoff distinguieron un fulgor metálico al otro lado del corredor y, reconociendo qué objeto lo despedía, se puso en pie y fue a recogerlo.
—Puedo introducirte en el Templo —sugirió entre hondos suspiros, destinados a afirmar su voz.
Alzó el hombrecillo la daga en el aire y, regresando junto a Caramon, se la entregó.
—Nos escabulliremos esta noche.
Los dos amigos saldrían por una ancha grieta en la roca cuya existencia conocía Arack pero que, en un acuerdo tácito, decidió no bloquear para que los gladiadores pudieran hacer sus correrías nocturnas siempre que no se abusara del privilegio.
Solinari, la luna de plata, resplandecía en el horizonte. Alzándose sobre la torre central del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el astro se asemejaba a la llama de una candela que ardiera sobre un pabilo aflautado. Esta noche Solinari brillaba en todo su esplendor, tanto que no eran precisos los servicios de los mozos que, provistos de candiles y fanales, se ganaban la vida iluminando a los noctámbulos en el recorrido hasta sus hogares. Depositadas sus lamparillas en los estantes de sus moradas, los guías nocturnos permanecieron en casa sin poder por menos que maldecir a aquellos haces luminosos que les arrebataban el sustento.
Lunitari, en cambio, no había aparecido en la bóveda celeste ni lo haría hasta dentro de unas horas. Entonces alumbraría las calles con sus rayos purpúreos. En cuanto a la tercera luna, la negra, su tenebroso contorno, apenas insinuado entre las radiantes estrellas, era observado por un hombre, quien le lanzó una furtiva mirada mientras se despojaba de su túnica azabache, repleta de componentes mágicos, para mudarla por una camisola de igual tono, más ligera y confortable. Tras cubrirse el rostro con la capucha a fin de eludir la molesta, penetrante luz de Solinari, el arcano personaje se tendió en el lecho y se sumergió en el descanso que tanto necesitaba su fatigoso arte.
Al menos, tal fue la escena que vislumbró Caramon en su imaginación cuando, junto al kender, echó a andar por las animadas calles de Istar. Era ésta una noche desbordante de algarabía. Los compañeros se tropezaron con numerosos grupos de juerguistas, hombres que comentaban los Juegos entre estentóreas carcajadas y mujeres que apiñadas en las esquinas, dirigían al gladiador tímidas y soslayadas miradas. Sus etéreos vestidos revoloteaban en torno a sus cuerpos, agitados por la brisa aún tibia del otoño. Una de estas mujeres reconoció al hombretón, quien a punto estuvo de emprender carrera por el temor de que llamaran a los guardianes para que lo devolvieran al circo.
Pero Tas, conocedor del mundo, impidió su fuga e, incluso, se acercó al corrillo. Las damas que lo formaban estuvieron encantadas, habían visto la lucha de aquella tarde y el guerrero había conquistado sus corazones. Le hicieron insípidas preguntas sobre su número sin escuchar las respuestas lo que, por otra parte, benefició a los prófugos ya que Caramon estaba tan nervioso que, incapaz de coordinar sus ideas, se perdió en explicaciones banales. Al fin reanudaron la marcha las curiosas hembras, riendo y deseándole suerte en futuras lides.
De nuevo solos, el hercúleo humano consultó con los ojos a Tas, quien se limitó a menear la cabeza y responder:
—¿Por qué crees que te he ordenado disfrazarte?
En efecto, a Caramon le había sorprendido que su amigo lo obligara a ataviarse de aquel modo. Tas insistió en que luciera la dorada capa de seda con que se personara en la arena, coronada por el llamativo yelmo, un atavío que al guerrero se le antojó improcedente para introducirse en el Templo sobre todo si, como suponía, debía arrastrarse entre alcantarillas o encaramarse a los tejados. Pero, antes casi de que abriera la boca al objeto de protestar, el kender le dijo tajante que, o bien obedecía, o podía olvidarse de su ayuda.
No le quedó más remedio que seguir las instrucciones del hombrecillo, tuvo que ajustarse la capa encima de su holgada camisa y los calzones cotidianos, procurando que le ocultara también la vergonzosa argolla de la esclavitud. Insertó, asimismo, en su cinto la daga ensangrentada que, tras comenzar a limpiar por la fuerza de la costumbre, decidió dejar tal como estaba. Era mejor así.
Fue sencillo para Tasslehoff forzar el cerrojo de su alcoba después de que Raag los encerrase, y ambos atravesaron la zona de aposentos destinados a los gladiadores sin ser detectados. La mayor parte de los luchadores dormían como leños o, en el caso de los minotauros, la ebriedad embotaba sus sentidos.
Salieron al exterior sin camuflarse, para desconsuelo de Caramon. El kender, no obstante, se mostró imperturbable y, de un humor taciturno inusitado en él, ignoró de manera sistemática las preguntas de su desconcertado compañero. Se aproximaron, sin prisas, al Templo, que ahora se erguía ante ellos con sus perlíferos fulgores.
—Espera un instante, Tas —rogó el hombretón a la vez que arrastraba al kender a un umbrío rincón—. ¿Qué planes has forjado para entrar en esa mole?
—¿Planes? —repitió el interpelado—. Atravesar la puerta principal, eso es todo.
—¿Te has vuelto loco? —lo imprecó Caramon atónito—. ¡Los centinelas nos apresarán!
—Se trata de un Templo —le recordó Tas con un suspiro—, un santuario consagrado a los dioses donde no tienen cabida las criaturas perversas.
—Fistandantilus va y viene a su antojo —repuso el guerrero.
—Sólo porque el Príncipe de los Sacerdotes lo permite —contestó el kender encogiéndose de hombros—. De otro modo, nunca cruzaría el umbral. Los dioses se encargarían de vedarle el acceso o, al menos, eso es lo que afirman los clérigos a los que he interrogado.
Caramon frunció el ceño. La daga que ocultaba en su talle asumió, de pronto, un peso agobiante, el metal de su hoja abrasaba su piel. En un intento de serenarse el gladiador se dijo que aquellas sensaciones eran producto de su imaginación, que su arma era idéntica a cuantas había portado en sus innumerables correrías, y deslizó la mano en el interior de su capa para tantearla. Ya más tranquilo, inició su andadura hacia el Templo seguido por Tas, que tras un breve titubeo corrió en su busca a fin de no quedar rezagado.
—Caramon —le susurró el kender al alcanzarlo—, creo que sé lo que estás pensando, pues lo cierto es que yo comparto esos resquemores. Existe la posibilidad de que las divinidades nos intercepten el paso.
—Te equivocas, no me ha asaltado una duda semejante. Nuestro propósito es destruir el Mal —respondió el aludido con monótono acento, cerrados los dedos en torno a la empuñadura de su daga— y lo lógico es que los entes superiores nos ayuden en lugar de interponer obstáculos. Así ha de ser, ya lo verás.
—Pero… —Ahora le tocaba al kender formular un sinfín de preguntas, y al guerrero ignorarlo.
Llegaron al pie de la magnífica escalinata que conducía al sagrado recinto, y Caramon se detuvo para estudiar el edificio. Siete torres se elevaban hacia el cielo en un mudo homenaje a los dioses que las crearon, si bien la octava, la central, se destacaba sobre todas ellas en una tortuosa espiral. Radiante bajo la luz de Solinari, no parecía alabar a los supremos hacedores sino desafiarles en altiva rivalidad. La belleza del Templo con sus estructuras marmóreas, de delicados matices rosas que destellaban en los rayos lunares, los remansados estanques donde se reflejaban las estrellas, los vastos jardines engalanados de exóticas, fragantes flores y, en definitiva, las profusas ornamentaciones de oro y plata, dejaron al fornido visitante sin resuello. No acertaba a moverse, su corazón había cesado de latir, atrapado en el embrujo de aquel espectáculo irreal.
En los recovecos de su mente, de manera apenas sensible, el terror sustituyó a la fascinación. ¡Había visto antes aquel lugar! Sí, se había enfrentado a su imponente presencia, sólo que en medio de una pesadilla donde las torres se encaramaban deformes, atormentadas… Confundido su ánimo, cerró los ojos. ¿Cuándo? ¿Cómo? Su pensamiento voló al futuro, y se hizo la luz. ¡El Templo de Neraka, en cuyos calabozos estuvo confinado! ¡El Templo de la Reina de la Oscuridad! Era idéntico en sus rasgos aunque la soberana, con una inmensa perversidad, lo había corrompido, transformado en un monumento al Mal. Empezó a temblar abrumado por este recuerdo e, incapaz de sustraerse del espantoso prodigio, sintió el impulso de huir a toda velocidad.
Lo despertó de su angustia la voz de Tasslehoff, que tiraba de su brazo y le ordenaba en voz baja:
—¡Vamos, muévete! Tu actitud podría levantar sospechas.
Bastó el aviso del kender para que el gladiador descartara aquellas elucubraciones absurdas. Juntos, los dos amigos se encaminaron hacia la entrada y los centinelas que la guardaban.
—¡Tas! —exclamó el hombretón de forma súbita, agarrando el hombro de su pequeño acompañante con tanta fuerza que éste emitió un gemido—. Debemos considerar esto como una prueba. Si los dioses me dejan entrar significará que obramos justamente, que nos otorgan su bendición.
—¿Tú crees? —indagó el kender vacilante.
—¡Estoy convencido! —Los ojos de Caramon brillaban bajo los haces de Solinari—. No nos entretengamos, adelante.
Restituida su confianza, el fornido guerrero acometió la escalada. Constituía una visión sobrecogedora con la áurea, sedosa capa ondeando a su alrededor y el yelmo reverberando en la iluminada noche. Los custodios interrumpieron su charla a fin de espiarlo. Uno de ellos masculló unas palabras inaudibles y su mano trazó un sesgo amenazador, similar al de un puñal presto a hundirse en la carne, mientras el otro, sonriente, contemplaba a Caramon sin refrenar su admiración.
Pronto comprendió el recién llegado el significado de aquella pantomima. Casi se detuvo al sentir de nuevo el contacto de la sangre sobre su piel, al oír los últimos estertores del bárbaro. Pero no podía abandonar a estas alturas y, por otra parte, interpretó la escena como una señal, una llamada a la venganza del espíritu del caído que, acaso, revoloteaba en la vecindad.
—Deja que sea yo quien hable —le recomendó Tas.
Caramon asintió con la cabeza, y tragó saliva para ocultar su nerviosismo.
—Yo te saludo, gladiador —declaró uno de los guardianes—. Eres nuevo en los Juegos, ¿verdad? Hace un momento le comentaba a mi compañero que se ha perdido una espléndida batalla esta tarde. Y no sólo eso, gracias a ti he ganado seis monedas de plata. ¿Qué apodo te han asignado?
—El Vencedor —intervino el kender con su habitual desenvoltura—. Y lo de hoy no ha sido más que el principio. Es imbatible, lo será siempre.
—¿Y tú quién eres, pequeño ratero? ¿Su agente?
El otro soldado recibió esta chanza con sonoras carcajadas, que Caramon trató de corear a pesar de su agitación. Mientras reía bajó los ojos hacia Tas, y supo de inmediato que se avecinaban complicaciones. ¡Ratero! Era el peor insulto que podía dedicarse a un kender, un agravio que nunca quedaba sin réplica, por lo que el hombretón se apresuró a aplicar su manaza a la boca de su amigo.
—Sí, es mi agente —repuso sin soltar al ofendido, que forcejeaba en su zarpa—. Y os aseguro que hace muy bien su trabajo.
—En ese caso vigílalo atentamente —añadió el otro guardián, estallando en un nuevo acceso de jocosidad—. Queremos verte desgarrar gargantas, no bolsillos.
Las orejas de Tasslehoff, única parte de su faz visible bajo el descomunal miembro de Caramon, adquirieron tintes escarlata. Surgieron sonidos incoherentes de sus labios, amortiguados por la palma del hombretón quien, temeroso de que su presa se liberase, decidió zanjar la situación.
—Será mejor que entremos cuanto antes —tartamudeó—, se hace tarde.
Los soldados intercambiaron un picaro guiño, y uno de ellos ladeó la cabeza para manifestar su envidia.
—He observado cómo te miraban las mujeres —dijo, a la vez que posaba la vista en los anchos hombros de su oponente—. No me extraña que te hayan invitado a… a cenar.
¿De qué hablaba aquel individuo? La expresión desconcertada de Caramon arrancó una risotada de los centinelas más estrepitosa aún que las anteriores.
—¡En nombre de los dioses! —vociferó uno—. Fíjate en él, se nota a la legua su inexperiencia.
—Adelante, puedes pasar —le ofreció el otro—. ¡Buen provecho!
Ruborizándose hasta la punta de la nariz, sin atinar a responder, Caramon se adentró en el Templo con Tas atenazado en sus garras. Al alejarse, no obstante, oyó las lascivas bromas de los guardianes y captó el sentido de sus palabras. Arrastró al sofocado kender por un pasillo, dobló el primer recodo con el que se tropezó y se detuvo. No tenía la menor idea de dónde estaba.
Fuera ya del alcance de los soldados, soltó a su amigo. Estaba lívido, tenía las pupilas dilatadas.
—¿Qué se han creído esos malditos fanfarrones? Lamentarán…
—¡Tas! —lo reprendió el humano zarandeándolo con violencia—. Sosiégate, no olvides que nos hallamos en el interior del santuario.
—¡Ratero! ¡Ni que fuera un ladrón común! —Al kender le salía espuma por la boca.
Caramon clavó en él una iracunda mirada, que tuvo la virtud de silenciarlo. Tragó aire y lo exhaló despacio, en un intento de controlarse. Al fin, todavía resentido por la afrenta, logró articular las frases.
—Estoy bien —anunció—. Te digo que estoy bien, ya ha pasado lo peor —insistió al constatar que su compañero lo escudriñaba receloso, dubitativo.
—Parece que hemos entrado, aunque no de la manera que esperaba —susurró el gladiador—. ¿Has oído sus chanzas?
—No me he enterado de nada después de que me acusaran de ratero, tu palma taponaba mis tímpanos —lo recriminó Tas.
—Eran procacidades sobre… Me avergüenzo con sólo pensarlo, esos individuos insinuaban que las damas invitan a los hombres para… bien, ya me entiendes.
—No te esfuerces, carece de importancia —cortó el kender exasperado—. Nos han permitido el acceso, ésa era la señal que aguardabas y lo único que ahora nos interesa. Quizá los soldados se han percatado de tu ingenuidad y han urdido una burla. Eres demasiado crédulo. Tika no se cansa de repetirlo.
El recuerdo de su esposa se avivó en la mente de Caramon, casi podía oír sus divertidos reproches acerca de su excesiva simplicidad. La añoranza, mezclada con otros sentimientos más dolorosos, lo traspasó como un cuchillo. Tras dirigir a Tasslehoff una fulgurante mirada, descartó las imágenes que había invocado.
—Sí —concedió con amargura—, es probable que tengas razón. Han querido mofarse de mí, y lo han conseguido.
Hizo una pausa en la que, por primera vez, examinó su contorno. Cuando alzó la testa el esplendor del Templo se dibujó ante él, el esplendor que correspondía a este lugar sagrado, al palacio de los dioses. No pudo evitar que su fastuosidad lo impresionara, consciente, de súbito, de su propia pequeñez, y contempló la escena durante varios minutos. La argéntea luminosidad de Solinari no hacía sino subrayar la necesidad de venerar a los entes superiores en cuyo honor se habían erigido aquellos muros.
—Has acertado, los dioses nos han transmitido su señal —musitó.
Había un corredor en el Templo por el que rara vez transitaban sus moradores y, cuando lo hacían, no era voluntariamente. Si se veían obligados a jalonarlo para cumplir algún encargo, se apresuraban a resolver el asunto en cuestión y se alejaban sin demora.
Nada singular encerraba el pasillo mismo, era tan espléndido como cualquier otra dependencia. Artísticos tapices de suave colorido embellecían sus paredes, mullidas alfombras cubrían el marmóreo suelo, gráciles estatuas colmaban las sombrías alcobas. Lo flanqueaban, a ambos lados, una sucesión de puertas de madera labrada que conducían a otras tantas estancias, decoradas con tanto primor como las restantes salas del santo paraje. Pero nadie abría ya estas puertas. Permanecían atrancadas y las habitaciones que debían guardar estaban vacías, con una sola excepción.
El aposento ocupado se hallaba en el extremo más apartado del corredor, oscuro y silencioso incluso durante el día. Se diría que su morador había envuelto en un manto invisible el suelo que pisaba, el aire que inhalaban sus pulmones, pues quienes penetraban en aquel rincón sentían una inexplicable asfixia. Al salir, todos recuperaban el resuello como si acabasen de escapar de una casa en llamas.
Tan peculiar estancia era el dormitorio de Fistandantilus. Lo fue durante años, desde que el Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder y expulsara a los magos de la Torre de Palanthas, la Torre donde reinara Fistandantilus como máximo dignatario del cónclave.
¿Qué pacto habían sellado los exponentes del Bien y del Mal? ¿Qué trato permitía al Ente Oscuro alojarse en el recinto más sagrado de Krynn? Nadie lo sabía, aunque eran muchos los que especulaban. Entre estos últimos cundió la creencia generalizada de que la estancia del nigromante respondía a la generosidad del Príncipe, a un noble gesto con el derrotado.
Pero ni siquiera él, ni siquiera el benevolente clérigo, frecuentaba el corredor. Aquí, al menos, gobernaba el hechicero en una supremacía tan irrevocable como aterradora.
En el fondo del enigmático pasillo se recortaba un alto ventanal. Un afelpado cortinaje, corrido a perpetuidad, impedía el paso de los rayos solares del día y los haces de las lunas durante la noche. Rara vez la luz penetraba los gruesos pliegues del paño, neutralizando así la función primordial de las cristaleras. Pero ahora, acaso porque la servidumbre, capitaneada por el ama, había limpiado este ala del edificio y desempolvado sus marqueterías, figuras y demás ornamentos, una ínfima rendija separaba el perfecto ajuste de las cortinas y la plateada Solinari alumbraba la desierta zona. Las intangibles hebras del satélite, que los enanos denominaban la Vela de la Noche, traspasaban la negrura como una alargada hoja de refulgente acero.
«O acaso como el dedo exangüe de un cadáver», pensó Caramon mientras escrutaba el callado corredor. Tras filtrarse por las vidrieras, el hilo de luna recorría el alfombrado suelo y se detenía donde él estaba, en su centro.
—Ése es su aposento —anunció Tas, tan quedamente que el guerrero apenas le oyó por encima de su propio pálpito—. El de la izquierda.
Caramon escondió de nuevo la mano bajo su capa, en busca del tranquilizador contacto de la empuñadura de su arma. Pero la halló helada. Inmediatamente le azotó un repentino temblor al rozarla y se apresuró a retirar los dedos.
Parecía sencillo caminar por aquel pasadizo y, sin embargo, el imponente luchador no acertaba a moverse. Quizá se debía a la enormidad de su propósito, matar a una criatura no en el fragor de la batalla, sino en lo más plácido del sueño. Segar la vida de alguien que duerme, en el momento en que se está más indefenso, en el momento en que uno se abandona a la protección de los dioses. ¿Existía un crimen más aborrecible, más cobarde?
«Los dioses me han dado una señal», recordó. También se perfiló en su memoria la imagen del bárbaro moribundo y otra ya lejana pero no menos hiriente, la del suplicio sufrido por su hermano en la Torre. Recapacitó sobre lo poderoso que era el perverso mago en estado de vigilia. Tales elucubraciones le infundieron valor, así que echó a andar por el tramo de pasillo que lo separaba de la enigmática alcoba atraído, además, por la luna, que parecía inducirle a seguir. No extrajo la daga de su cinto, si bien la palpaba a menudo para alentarse.
Sintió, de pronto, una presencia tras él. Era Tas, tan próximo que, al detenerse, el kender tropezó contra su espalda.
—Quédate aquí —le ordenó.
—No —quiso protestar el hombrecillo, pero el guerrero se apresuró a imponerle silencio.
—Es necesario —insistió—, alguien ha de vigilar el corredor. Si se acerca un sospechoso, haz un ruido que yo pueda identificar.
Cuando Tasslehoff se aprestaba a poner otros impedimentos, el gladiador lo fulminó con los ojos, tan inamovible en su decisión que su oponente tragó saliva y optó por obedecer.
—Me cobijaré en esa sombra —anunció, señalando el lugar y dirigiéndose a él.
Caramon aguardó hasta asegurarse de que su amigo no iría tras él de manera «accidental» y, ya satisfecho al vislumbrar que se agazapaba junto a una planta muerta en su maceta meses antes, dio media vuelta y reanudó la marcha.
Apostado al lado de aquel esqueleto vegetal, cuyas hojas resecas crujían al menor movimiento, Tas espió a su amigo. Lo vio llegar al extremo del pasadizo, estirar la mano y apoyarla en el picaporte de la puerta. Un suave empellón bastó para que ésta cediera, abriéndose de inmediato, y Caramon desapareció en el interior del aposento.
El kender empezó a temblar, víctima de una espeluznante sensación que se extendió por todo su cuerpo y le arrancó un gemido. Se cubrió la boca con la mano a fin de evitar que se le escapase un grito delator, a la vez que se apretujaba contra el muro en el convencimiento de que moriría, completamente solo, en la penumbra.
Caramon rodeó la puerta, que sólo había entreabierto por si chirriaban los goznes. Nada perturbó la calma, ni tampoco dentro de la estancia. Ninguno de los murmullos nocturnos del Templo penetraba en la cámara, como si la agobiante negrura hubiera devorado la vida. Tal era la asfixia que atenazaba su garganta que el guerrero sintió arder sus pulmones, al igual que le ocurriera cuando estuvo a punto de ahogarse en el Mar Sangriento de Istar, pero desechó con firmeza el impulso que lo inducía a correr en busca de aire.
Hizo un alto en el umbral para apaciguar su alterado ánimo, y escudriñó el dormitorio. La luz de Solinari penetraba a través de una rendija en la unión de los cortinajes de la ventana, similar en su intensidad a la que se proyectaba en el pasillo. El fino haz de plata surcaba las tinieblas, dividiéndolas como una aguja que, con su conspicuo filo, condujera al lecho.
El mobiliario era escaso. Además de la cama, situada en el rincón opuesto a la puerta, el humano distinguió el amorfo contorno de una túnica negra doblada sobre una silla. Junto a ella se dibujaban unas botas de piel, y apenas nada más se reveló a sus ojos en la oscuridad reinante. No ardía el fuego en el hogar, la noche era demasiado tibia. Asiendo una vez más la empuñadura de su acero, Caramon lo desenvainó y atravesó la sala guiado por el único, argénteo resquicio de luminosidad.
«Una señal de los dioses». Pronunció estas palabras alentadoras en su fuero interno, pero el pálpito de su corazón se sobreponía a cualquier acicate. Le asaltó el miedo, un pánico que nunca había experimentado antes y que paralizaba sus piernas, revolvía sus intestinos, un terror que distendía sus músculos. Sintiendo la garganta irritada, se apresuró a tragar saliva para refrenar una tos susceptible de despertar al durmiente.
«¡Debo actuar deprisa!», se aleccionó, horrorizado frente a la perspectiva de marearse. Terminó de cruzar la estancia, amortiguados sus pasos por la tupida alfombra, y se inmovilizó junto al lecho. Ahora veía con claridad la figura que en él reposaba, pues el delgado rayo de luna trazaba una línea recta en el suelo, se encaramaba por la rica colcha y, culminado su ascenso, moría en la cabeza que yacía sobre la almohada. Los rasgos del misterioso personaje, no obstante, se camuflaban al abrigo de la capucha, que sin duda utilizaba al objeto de aislarse de la luz.
«Los dioses me indicaron el camino» se dijo, sin percatarse de que había proferido el comentario en voz alta. Acercóse al enemigo y se detuvo, con la daga en la mano, para escuchar su sosegada respiración y, de este modo, detectar cualquier cambio en su profundo, regular compás que le anunciara un próximo despertar. Si eso sucedía, significaría que había sido descubierto.
Inhalar y exhalar, inhalar y exhalar… el aliento era hondo, tranquilo, el resuello de un joven sano. Caramon se estremeció al recordar cuan viejo debía ser el mago en realidad, al evocar los relatos que había oído contar sobre cómo solía renovarse. De aquel hombre, del aire que expelían sus pulmones, dimanaba firmeza. No se percibían en él titubeos ni aceleraciones. La luna bañaba la alcoba gélida, inalterable como una señal…
Levantó el brazo de la daga. Un golpe limpio, directo, en el pecho y todo habría concluido. Pero no, aún no era tiempo. Inclinó el cuerpo hacia adelante movido por un repentino deseo. Antes de asestar la puñalada mortal debía conocer el rostro de aquella criatura que tanto había torturado a su hermano.
«¡Necio, no lo hagas! —exclamó una voz en sus entrañas—. ¡Mátale, no te demores!». Alzó el guerrero el cuchillo, mas su mano rehusó doblegarse a su mandato. Tenía que ver aquella faz. Estirando sus trémulos dedos, rozó la capucha, cuya textura se le antojó blanda y acariciadora, y la apartó. El argénteo fulgor de Solinari se posó en el dorso de su mano antes de hacerlo en el rostro del durmiente, que bañó con radiante brillo. La mano de Caramon se tornó rígida, fría, asumió la lividez de la muerte al contemplar sus ojos el semblante de su proyectada víctima.
No eran aquéllas las facciones de un brujo anciano, maléfico, desvirtuadas por pecados inconfesables. Ni siquiera eran los rasgos de un ser atormentado al que hubieran arrebatado la energía corporal para preservar su vida en un plano superior.
El guerrero se enfrentaba a un rostro en pleno apogeo, agotado tras las largas noches de estudio pero ahora relajado, plácido en su sueño reparador. Las arrugas que cercaban su boca delataban una tenaz resistencia al dolor, se perfilaban profundas como cicatrices, mas no ensombrecían su juventud. Al hombretón le resultaban más que familiares estos surcos, y de hecho todas sus otras peculiaridades. En incontables ocasiones había velado a la criatura que su brazo ejecutor amenazaba, había refrescado sus sienes con agua fresca…
La mano que blandía la daga descargó su peso sobre el colchón. Resonó en el aire un grito salvaje, estrangulado, que brotó espontáneamente de la garganta del guerrero. Cayó éste de rodillas junto al lecho, agarrando el edredón con los dedos retorcidos en una invencible agonía y el cuerpo convulsionado por el llanto.
Raistlin abrió los ojos y se incorporó, si bien tuvo que pestañear al sentir sobre sus párpados la luz de Solinari. Tras cubrirse una vez más con la capucha procedió, entre irritados suspiros, a arrancar la daga de los dedos petrificados de su hermano.
—Has cometido una estupidez, hermano —declaró Raistlin, volteando la daga en su delgada mano a la vez que la estudiaba sin excesivo interés—. Me cuesta creer que seas tan pueril.
Arrodillado en el flanco del lecho, Caramon alzó la vista hacia su gemelo. Tenía el rostro macilento, desencajado. Cuando despegó los labios para hablar, fue el hechicero quien parafraseó:
—«No lo comprendo, Raist».
El gladiador cerró la boca, endurecida su faz en una máscara de amargura. Sus ojos, acerados por el sufrimiento y la frustración, se clavaron en el arma que aún sostenía el nigromante.
—Quizás hubiera sido mejor no apartar la capucha —murmuró.
Raistlin sonrió, aunque su hermano no pareció advertirlo, exhibiendo una mueca irónica.
—No eras libre de elegir, no te quedaba otra alternativa —apuntó—. ¿De verdad pensabas que podías introducirte en mi aposento y matarme mientras dormía? Ya sabes que siempre he tenido el sueño ligero.
—¡No era a ti a quien buscaba! —replicó Caramon con voz quebrada—. Supuse… —No logró terminar su frase.
El mago le miró, al principio desconcertado, y estalló en carcajadas. Era la suya una risa espantosa, cruel y estridente, que obligó al kender —todavía oculto en el extremo del corredor— a taparse los oídos. En esta actitud, ensordecido por el alboroto, Tas se aproximó a la puerta para averiguar qué ocurría.
—Suponías que era Fistandantilus quien yacía en esta cama —apostilló Raistlin a la interrumpida explicación de su hermano. Divertido, reanudó sus perturbadoras muestras de jocosidad—. Había olvidado lo entretenido que puedes ser.
Caramon se ruborizó y, vacilante, se puso en pie.
—Iba a hacerlo por ti —confesó. Encaminóse hacia la ventana, descorrió la cortina y observó taciturno el patio del Templo, que refulgía en matices nacarados bajo los haces de Solinari.
—No lo dudo —repuso Raistlin, con un atisbo de su vieja acritud—. No recuerdo una sola ocasión en que no fuera yo el motor de tus acciones.
Una áspera, imperiosa frase del arcano repertorio del hechicero hizo que la estancia se inundara de luz. Procedía el vivo resplandor de su inseparable Bastón de Mago, que estaba apoyado en el muro, y a su calor vino a sumarse el de la fogata. En efecto, tras retirar el cubrecama y alzarse del lecho, Raistlin pronunció otro versículo y prendieron las llamas en la gélida piedra de la chimenea. Sus destellos anaranjados animaban su enteca faz y se reflejaban en aquel par de ojos castaños, penetrantes.
—Llegas tarde, mi querido hermano —continuó—. Fistandantilus ha muerto, a manos mías —anunció mientras, estirando sus miembros, los calentaba frente al fuego y ejercitaba sus hábiles dedos.
El guerrero dio media vuelta para escrutar a su hermano, sobresaltado por el enigmático tono con que le transmitiera tal noticia. Pero, lejos de lo que él imaginaba, Raistlin permanecía tranquilo junto al hogar, absorto en la contemplación de las llamas.
—Así que planeaste entrar aquí y hundir la daga en su carne, sin más preámbulos —musitó en un renovado sarcasmo—. No se te ocurrió otro modo de aniquilar al mago más poderoso que nunca existió… hasta ahora.
Caramon advirtió que su gemelo se sostenía en la repisa, repentinamente debilitado.
—Se sorprendió mucho al verme —contó el mago sin que el hombretón hiciera ademán de socorrerlo—. Se mofó de mí, como hiciera en la Torre, pero leí en sus ojos que estaba asustado.
»«Y bien, pequeño nigromante, ¿cómo has llegado hasta aquí? —me interrogó—. ¿Te envió Par-Salian?».
»«No necesito a nadie para emprender este viaje —le respondí—. Ahora soy el señor de la Torre».
»No esperaba esta contestación, te lo aseguro. «Imposible —comentó sonriente—. Es mi venida la que menciona la profecía, soy yo el Amo del Pasado y del Presente. Cuando esté dispuesto regresaré a mi propiedad».
»Pero el miedo se agrandaba en sus pupilas a medida que hablaba pues penetraba mi pensamiento, adivinaba mis designios. «No —confirmé sin necesidad de que expusiera en voz alta sus resquemores—, la profecía no se ha cumplido según tus esperanzas. Pretendías catapultarte del pasado al presente utilizando la fuerza vital que me arrebataste para conservar tu integridad, tan seguro de ti mismo, o tan poco precavido, que no pasó por tu mente la idea de que yo podía robarte tu fuerza espiritual. Tenías que mantenerme vivo, erudito, a fin de sorber mi savia y, con este propósito, me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones. Cuando yacía moribundo a los pies de Astinus inhalaste aire en mi maltrecho cuerpo, que tú habías sometido a suplicio, me llevaste a presencia de la Reina de la Oscuridad y le rogaste que me revelara la clave de los textos antiguos, esotéricos que de otro modo no habrías podido interpretar. Y, una vez concluido mi aprendizaje, te proponías adueñarte de mi ruinosa carcasa y reclamarla como tuya».
Raistlin se encaró con su hermano y éste retrocedió, espantado del odio, y la ira que bullían en sus pupilas, y que centelleaban con más vigor que las danzarinas llamas.
—A la vez que me preparaba para que fuera digno de albergar su alma —prosiguió tras un breve lapso de silencio—, intentaba aumentar mi fragilidad. ¡Pero luché contra él! Luché contra él —repitió más quedamente, pero con un énfasis singular en sus palabras—. Lo utilicé, me fui enseñoreando de su espíritu, recogiendo sus enseñanzas en mi propio beneficio al mismo tiempo que descubría la manera de sobreponerme al dolor. «Eres el Amo del Pasado —admití—, mas te falta la energía precisa para desplazarte al presente. Soy yo el Amo del Presente, y me dispongo a usurpar tu título».
Exhaló un suspiro, dejó la mano laxa y las chispas que lo iluminaban devolvieron a su tez, al apagarse, un tono mortecino.
—Le maté —murmuró—, pero tuve que librar una ardua batalla.
—¡Por los dioses! —vociferó Caramon—. Todos creíamos que, si habías viajado a esta época remota, era con la finalidad de instruirte a su lado.— Las frases salían entrecortadas de sus labios, la perplejidad demudaba su semblante.
—Y así fue aunque, tal como te he relatado, mis designios nada tenían que ver con el perfeccionamiento de mi arte —repuso el hechicero—. Pasé varios meses en su vecindad, bajo un irreconocible disfraz, y no exhibí mi auténtico carácter hasta el momento oportuno. Lo despojé de todo el poder que anidaba en su ser.
—Eso es imposible —negó el gladiador meneando la cabeza—. Partiste la misma noche que nosotros o, al menos, así lo afirmó el elfo oscuro.
—El tiempo es para ti, hermano, el discurrir del sol, desde el amanecer hasta el crepúsculo —declaró Raistlin excitado—. Sin embargo nosotros, los entes privilegiados que dominamos sus secretos, lo consideramos un periplo más allá de los astros. Los segundos se transforman en años, los minutos en milenios. Hace ya meses que recorro estas dependencias bajo la identidad de Fistandantilus. En las últimas semanas he visitado las Torres de la Alta Hechicería, las que todavía no han sido demolidas, y en sus cámaras me he consagrado a mis estudios. He estado con Lorac en el reino elfo, donde le mostré el complejo manejo del Orbe de los Dragones. Fue una dádiva letal para un ser tan débil, tan vano como él. Antes o después se convertirá en una trampa. He acompañado a Astinus en la Gran Biblioteca y, sobre todo, me he ilustrado en el inescrutable mundo de Fistandantilus, él es la mayor fuente de mi actual sapiencia. He recorrido otros lugares, he presenciado horrores y prodigios que no se hallan en el limitado alcance de tu comprensión, ni tampoco de la de Dalamar. El elfo oscuro es sólo un aprendiz, según sus cálculos no llevo ausente más que un día y una noche, al igual que tú.
Aquello era demasiado para Caramon quien, desesperado ante su propia ignorancia, trató de aferrarse a una fracción de realidad.
—¿Significa todo eso que ahora estarás bien? Me refiero al presente, a nuestro tiempo —aclaró, incapaz de argumentar como deseaba—. Tu tez ha cesado de ser dorada, se han desvanecido los relojes de arena de tus ojos. Tu aspecto es el de tus años de juventud, cuando fuimos a la Torre hace siete años. Al regresar, ¿conservarás tu apariencia?
—No, hermano —lo desengañó Raistlin con la paciencia de quien explica un concepto nuevo a un niño—. Suponía que Par-Salian te había puesto en antecedentes, pero veo que me equivocaba. O acaso no supiste entenderle. El tiempo, la Historia, es un río que nunca altera su curso. Lo único que he hecho es encaramarme a un margen y arrojarme al agua en otro punto de su fluir, sin evitar que me arrastre. He…
Se interrumpió de manera brusca para centrar su atención en la puerta. Hizo un rápido gesto con la mano y la hoja, hasta entonces encajada en el dintel, se abrió bruscamente. Tasslehoff Burrfoot, adosado a su otro lado, se precipitó en la sala y cayó de bruces.
—Hola —saludó el kender en actitud jovial, levantándose del suelo—. Iba a llamar, nunca me habría atrevido a espiaros. Además —agregó mientras se alisaba el jubón y prendía la mirada de Caramon—, he desentrañado por mí mismo los entresijos de este fenómeno. Si Fistandantilus era Raistlin, bien podía Raistlin asumir la identidad de Fistandantilus. —Hasta aquí su exposición era clara, mas al seguir hablando nació el embrollo—. Lo ocurrido es que Fistandantilus se metamorfosea en Raistlin y éste pasa a ser Fistandantilus, para luego volver a ser tu hermano. Así de simple.
El guerrero, que nadaba en un confuso torbellino, consultó a su gemelo. Éste, sin embargo, no respondió, demasiado ocupado en examinar a Tas con una expresión tan extraña, tan amenazadora, que el hombrecillo se amedrentó y dio un paso hacia el gladiador… sólo por si precisaba su ayuda, naturalmente.
De pronto, Raistlin ondeó su palma y trazó un signo destinado a atraer al kender. Tasslehoff no notó que sus piernas se movían, pero se nubló su vista unos segundos y, sin saber cómo, se halló sujeto por el cuello de la camisa a escasas pulgadas del hechicero.
—¿Por qué decidió enviarte Par-Salian también a ti? —preguntó en una voz monótona que hizo vibrar la piel de su prisionero, tal como Flint solía comentar.
—Pensó que Caramon necesitaría mi concurso —empezó a mentir el kender pero, al sentir que el nigromante hincaba su zarpa en el hombro que tenía atenazado, rectificó—. Verás, lo c-cierto —balbuceó— es que no entraba en sus planes incluirme en la aventura. Fue un accidente, al menos en lo que a él concierne. —Intentó girar la cabeza hacia Caramon y suplicarle que interviniera, aunque se lo impidió aquella garra fuerte, poderosa, que casi lo asfixiaba—. Si me dejaras respirar me resultaría más fácil referirte los hechos —tuvo agallas para exigir.
—Continúa —le ordenó Raistlin imperturbable, zarandeándole.
—Raistlin, detente —quiso interceder el guerrero, a la vez que se aproximaba al mago con ceñudo ademán.
—¡Cállate! —lo imprecó el aludido en un acceso de cólera, sin apartar sus incendiados ojos de su presa—. Y tú, prosigue.
—Encontré un anillo que alguien había desechado. Bueno, quizá no es este el término apropiado —se corrigió de nuevo, alarmado frente a aquellas pupilas escrutadoras que lo conminaban a decir la verdad dentro, por supuesto, de sus posibilidades—. Sería más exacto afirmar que entré en la habitación de alguien y la sortija cayó, por arte de magia, en una de mis bolsas. Debió de ser así, pues ignoro cómo fue a parar al fondo del saquillo. En cualquier caso, cuando el individuo de la Túnica Roja devolvió a Bupu a su ciudad comprendí que yo sería el próximo ¡y no podía abandonar a Caramon! Elevé una plegaria a Fizban, o sea, a Paladine, ajusté la joya a mi dedo y me transformé en ratón.
Hizo una pausa al pronunciar esta última frase, a la espera de provocar en su audiencia una reacción de asombro. Pero, insensible a su teatralidad, Raistlin comenzó a arder de impaciencia y retorció un poco más el cuello de su camisola, de tal suerte que Tas se apresuró a reanudar su historia, temeroso de que le faltase el resuello.
—Conseguí esconderme —explicó con voz chillona, similar a la que usara como roedor— en el laboratorio de Par-Salian y contemplé los portentos que allí se estaban obrando. Las rocas cantaban, surgió de la nada una pared plateada que rodeó a la yaciente Crysania, al aterrorizado Caramon, y tuve que tomar una determinación. ¡No había de permitir que mi amigo emprendiera el viaje en solitario! Así pues… —Se encogió de hombros y miró a su interlocutor, con una expresión de inocencia capaz de desarmar al más cruel adversario—. Así pues, aquí estoy.
Sin aflojar su garra, Raistlin lo devoró con los ojos como si se dispusiera a desollarlo y traspasar su alma.
Transcurridos unos instantes, al parecer satisfecho, el mago soltó a su víctima y se volvió hacia el fuego, absorto en sus cavilaciones.
—¿Qué significa un evento tan irregular? —murmuró—. Un kender transportado en el tiempo, algo que prohiben las leyes más sagradas del arte arcano. ¿No será que, contra lo que creemos, puede cambiarse el curso de la Historia? ¿Es verdadero su relato, o es ésta su manera de desbaratar mis proyectos?
—¿Qué dices? —indagó Tas, interesado, desde la alfombra, donde intentaba normalizar el funcionamiento de sus pulmones—. ¿Cambiar la Historia una criatura como yo? ¿Insinúas que…?
Le interrumpió la actitud del nigromante, que había girado la cabeza en su dirección. Tanta era la agresividad que destilaba, que el kender cerró la boca y retrocedió hasta donde se hallaba el guerrero.
—Me he sorprendido mucho al tropezarme con tu hermano, ¿y tú? —inquirió a su compañero, ignorando el espasmo de dolor que surcaba su semblante—. Raistlin también se ha quedado atónito al descubrir mi presencia, ¿te has fijado? Resulta extraño, porque cuando visitó el mercado de esclavos bien debió percatarse de que estábamos juntos.
—¿El mercado de esclavos? —Repitió Caramon. Tras tantas disquisiciones abstrusas sobre ríos e Historia, al fin oía algo revelador—. Raistlin, acaba de asaltarme una duda. Si, como aseveras, llegaste a Istar meses antes que nosotros, gracias a esa facultad tuya de magnificar el tiempo, podrías haber sido tú quien convenciste a los clérigos del Templo de que nosotros atacamos a Crysania. ¡Y también nuestro comprador, el misterioso personaje que dictaminó mi presencia en los Juegos!
Raistlin se agitó, irritado ante esta brusca interrupción de sus pensamientos. Pero el hombretón insistió.
—¿Por qué? —le reprochó, seguro de haber acertado—. ¿Por qué me hiciste encerrar en ese lugar?
—¡En nombre de los dioses Caramon! —replicó el hechicero exasperado, resuelto a encararse con su gemelo—. ¿De qué ibas a servirme en el estado en que te hallabas al venir? Necesito un guerrero fuerte, no un borrachín obeso, para mi próxima misión.
—¿Y ordenaste la muerte del bárbaro? —El musculoso humano sintió el aguijón de la ira—. ¿Fuiste tú quien, a través mío, lanzaste una advertencia a ese Quarath?
—No seas absurdo, hermano —lo reconvino Raistlin—. ¿Qué pueden importarme a mí las mezquinas intrigas de la corte, sus insulsas patrañas? Si quisiera deshacerme de un enemigo, la vida escaparía de sus visceras en cuestión de segundos. Quarath se vanagloria de merecer mi interés, para él es un honor.
—Pero el enano…
—El enano sólo oye el tintineo del dinero al caer en su palma. De todos modos, puedes imaginar lo que gustes. No es asunto que me inquiete.
Caramon guardó silencio, sumido en la reflexión. Tas, por su parte, abrió la boca —había centenares de preguntas que deseaba formular al mago—, pero el gladiador le dirigió una mirada fulgurante y volvió a cerrarla.
Tras revisar mentalmente las manifestaciones de su hermano, el hombretón rompió su mutismo a fin de indagar:
—¿De qué misión hablabas hace unos momentos?
—Por ahora prefiero guardar el secreto —contestó el hechicero—. Lo sabrás a su debido tiempo, si me permites expresarlo así. Aunque mi trabajo progresa aún no ha concluido, hay alguien además de ti a quien tengo que moldear hasta que se avenga a mis designios.
—Crysania —adivinó Caramon—. Todo está relacionado con tu plan de desafiar a la Reina de la Oscuridad, ¿no es cierto? Si no me equivoco, necesitas a una sacerdotisa…
—Estoy fatigado —lo atajó Raistlin. Con un gesto apagó la fogata de la chimenea, con una queda voz de mando disolvió la luz del Bastón de Mago. Una penumbra gélida, desoladora, descendió sobre el trío, ya que también Solinari se había ocultado tras los edificios de Istar. El nigromante atravesó la estancia entre el susurrante murmullo de su túnica, y suplicó—: Deja que me abandone al sueño. Partid sin demora, no conviene que los espías de Quarath averigüen vuestra irrupción en el Templo. Es un enemigo peligroso; procura que no te maten sus esbirros ya que, si eso sucediera, tendría que adiestrar a otro guardián personal y no hay nada que me moleste más. Adiós, hermano. Debes estar preparado, no tardaré en llamarte. Y recuerda la fecha.
El guerrero despegó los labios, mas topó con una puerta. Tas y él se hallaban en el, ahora, tenebroso corredor. Una vez más, la magia se había hecho presente.
—¡Es increíble! —dijo el kender maravillado—. Ni siquiera he percibido un movimiento al trasladarme. Estábamos en el aposento y, en un santiamén, nos encontramos fuera de él. Un ligero ademán ha bastado para desplazarnos, ¡debe resultar estupendo ser mago! —comentó anhelante, fijos los ojos en la puerta cerrada—. Envidio esa facultad de transgredir las leyes del espacio y del tiempo.
—Vámonos —propuso su compañero abruptamente, a la vez que echaba a andar por el pasillo.
—Caramon, ¿has comprendido la última recomendación de tu hermano? —inquirió Tas, que había emprendido un rápido trotecillo a fin de alcanzarlo—. «Recuerda la fecha». ¿Se acerca algún día señalado? ¿Espera quizá que le hagas un obsequio?
—No seas necio —lo reprendió el hombretón.
—No lo soy —se ofendió el kender—. Después de todo, no tardarán en llegar las Fiestas de Invierno y, en esos días, es costumbre intercambiar presentes. Supongo que en Istar las celebran, igual que en nuestra época. ¿No opinas tú lo mismo?
Caramon se detuvo, de pronto, sin previo aviso.
—¿Qué sucede? —Tas se espantó al detectar el horror que desfiguraba el rostro de su amigo y, en una reacción instintiva, escudriñó el pasillo con la mano posada en la empuñadura de su arma, un cuchillo que portaba en su cinto—. ¿Qué has visto? Yo no…
—¡La fecha! —vociferó el gladiador sin hacer caso a sus resquemores—. ¡La fecha, Tas! ¡Las Fiestas de Invierno en Istar! —Dando media vuelta, sujetó por el brazo al sobresaltado kender—. ¿En qué año estamos?
—Deja que piense —contestó él desconcertado—. Alguien mencionó que pronto concluiría el año 962.
Emitió el hombretón un gemido y sus manos cayeron, pesadas como el plomo, junto a sus costados.
—¿Qué pasa? —insistió Tasslehoff.
—¿Dónde está tu agudeza? —lo espetó Caramon y, cabizbajo, desazonado, siguió caminando a ciegas por la oscuridad—. ¿Qué quieren que haga yo? ¿Qué pretenden? —farfulló.
El kender avanzaba despacio, meditabundo.
—Recapitulemos. Estamos en el apogeo del invierno del año 962 i.a. ¡Qué ridiculas resultan estas cifras elevadas para medir el tiempo! Invierno del 962, se me antoja familiar. ¡Ya lo tengo! —exclamó triunfante—. Fue la última gran fiesta que se celebró antes de… de… —No pudo terminar, quedó sin aliento.
—Antes del Cataclismo —confirmó el guerrero.
Denubis posó la pluma en el escritorio y se frotó los ojos. Estaba en la tranquila sala de los escribas, tapándose los entornados párpados con la mano en la confianza de que un breve descanso lo ayudaría. Pero no fue así. Cuando descubrió de nuevo su rostro y asió el fino cañón con objeto de reemprender su tarea, las palabras que intentaba traducir siguieron confundiéndose en un amasijo indescifrable.
Severo consigo mismo, se reprendió y exhortó a concentrarse hasta que, al fin, las frases se desenmarañaron y recobraron el sentido. En cualquier caso, halló difícil la labor. Le dolía la cabeza. Desde hacía varios días una migraña se había instalado en su cerebro y, con su monótono zumbido, se introducía incluso en sus sueños.
—Debe ser este tiempo tan extraño —recapacitó en voz alta—. Hace demasiado calor para la época invernal.
Cierto, el clima podía tildarse de «tórrido» dado lo avanzado del año. El aire estaba impregnado de una humedad plomiza, agobiante, como si las brisas frescas hubieran sido devoradas por la singular tibieza ambiental. A unas cien millas de distancia, en Kathay, la superficie del océano se extendía lisa, serena, bajo un sol abrumador que impedía la navegación. Las embarcaciones, a falta de viento, debían permanecer en el puerto mientras la mercancía se pudría sin remedio.
Enjugándose el sudor de la frente, Denubis trató de aplicarse a su trabajo con la mayor diligencia posible. Había iniciado la traducción a lengua solámnica de los Discos de Mishakal, una actividad que requería todo su esfuerzo, si bien no podía evitar que su mente se distrajera. Las palabras que debía interpretar evocaban en su recuerdo el relato que oyera discutir unas horas antes a un grupo de caballeros, una narración siniestra que persistía en alejarle de sus obligaciones a pesar de sus denodados intentos para conjurarla.
Según estos caballeros un miembro de su Orden, llamado Soth, había seducido a una joven sacerdotisa elfa y posteriormente la había desposado llevándola al alcázar de Dargaard, su castillo. Pero Soth ya había estado casado con otra mujer, al decir de los participantes en la conversación y, además, se aseguraba que esta primera esposa había muerto en trágicas circunstancias.
Los dignatarios de Solamnia enviaron una delegación para arrestar a Soth y retenerle hasta el momento del juicio, pero el alcázar se había convertido en una fortaleza defendida, a capa y espada, por los leales seguidores del abyecto señor. Y lo más inquietante de todo era que la dama elfa a quien el caballero había engañado permanecía junto a él, firme en su amor y fidelidad pese a haberse demostrado su culpa.
Denubis se estremeció y se conminó a descartar sus perturbadoras reflexiones. Fue imposible, cometió un error en cuanto se puso a trabajar en la primera frase. ¡Era inútil! Dejó la pluma en la mesa, en el instante en que se abría la puerta de la sala de los escribas. Al oír el ligero chirriar de los goznes, se apresuró a recoger la delicada herramienta y comenzó a garabatear en el pergamino.
—Denubis —lo invocó una voz vacilante.
—Saludos, querida Crysania —respondió él sonriente.
—Si te molesto puedo volver más tarde —ofreció la sacerdotisa.
—No, de ningún modo —le aseguró el clérigo—, es un placer verte.
No era una simple fórmula de cortesía. La presencia de la dama poseía el don de serenarlo, hasta tal punto que incluso la migraña pareció mitigarse. Abandonó el solícito eclesiástico su banqueta y fue en busca de dos sillas, una para él y otra para su invitada. Acomodóse cerca de la Hija Venerable mientras se preguntaba, en su fuero interno, el motivo de su visita.
—Me gusta este lugar —declaró Crysania contemplando la silenciosa y pacífica estancia—. Me cautiva su intimidad, en ocasiones me cansa el ajetreo del Templo —confesó, a la vez que clavaba los ojos en la puerta que conducía a los salones principales.
—Sí, resulta relajante —asintió el clérigo—. Al menos en la actualidad. Cuando llegué aquí, hace de ello varios años, estaba atestada de eruditos que traducían la palabra de los dioses a diferentes lenguas para hacerla accesible a todos los pobladores de Krynn. Pero el Principe de los Sacerdotes juzgó innecesario tan ingente esfuerzo y, uno tras otro, todos abandonaron la tarea a fin de consagrarse a quehaceres más importantes. Excepto yo. Supongo que soy demasiado viejo —añadió a guisa de disculpa—. Intenté dedicarme a otros menesteres, mas no hallé ninguno que me satisfaciera y resolví seguir. A nadie le importó… o a casi nadie.
No pudo por menos que arrugar el entrecejo al evocar sus largas charlas con Quarath, quien lo hostigaba sin tregua para sacar el mejor partido de sus aptitudes. El Hijo Venerable, no obstante, tuvo que darse por vencido, desistiendo de enderezar aquel caso perdido. Denubis se zambulló de nuevo en sus pergaminos, sus libros, que tras horas de incansable labor mandaba a Solamnia, a una biblioteca donde yacían apilados sin que nadie los leyera.
—Pero no hablemos de mí —propuso, al estudiar el macilento rostro de la eclesiástica—. ¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¿Quizá no te encuentras bien? Perdona mi indiscreción, si oso interrogarte es porque me inquieta tu aspecto. Te he observado en las últimas semanas y no me ha pasado desapercibida tu tristeza, lo desdichada que te sientes.
Crysania posó la mirada en sus manos, enlazadas sobre el regazo, antes de alzarla hacia su oponente y consultarle:
—Denubis, ¿tú crees que la Iglesia representa la voluntad de los dioses, como debería hacer?
No era eso lo que él esperaba, la conducta de la dama se asemejaba más a la de la muchacha que ha sido defraudada por su amante que a la de un creyente decepcionado.
—Por supuesto —contestó confundido.
—¿De verdad? —persistió ella, tan penetrantes su voz y sus pupilas que Denubis quedó anonadado—. Hace ya tiempo que sirves a esta institución, cuando te iniciaste en sus secretos todavía no habían sido investidos el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros. Has sido testigo de sus paulatinas transformaciones ¿Opinas que ha mejorado?
El eclesiástico abrió la boca para afirmar que sí, que no podía ser de otra manera con un hombre tan santo como máximo mandatario, pero los acerados ojos de su interlocutora la sellaron abruptamente. La sacerdotisa transpasaba su alma, iluminaba aquellos recovecos donde había ocultado sus críticas durante decenios. Incómodo, pensó en Fistandantilus.
—Verás, quizás hay… —Estaba balbuceando y lo sabía, así que guardó silencio. Crysania advirtió su rubor, viendo en él una constatación de sus recelos.
—Ha mejorado —aseveró con firmeza el clérigo, temeroso de resquebrajar la fe de la mujer como, en un pasado remoto, vacilase la suya—. No debes mirarte en mi espejo, cuando se está en las puertas de la vejez uno se muestra reticente a los cambios. Eso es todo, el problema radica en nosotros y no en los necesarios progresos que exige la vida —insistió—: «Hasta la nieve era más blanca en los viejos tiempos», solemos decir. El motivo de nuestra actitud negativa es que nos abruma la modernidad, que no la comprendemos. La Iglesia actual hace un gran bien al mundo, querida, establece medidas de orden en la tierra y provechosas estructuras en la sociedad.
—Las quiera o no esa sociedad a la que pretende favorecer —replicó Crysania, si bien él optó por ignorarla.
—Se halla en vías de erradicar el Mal —prosiguió y, de pronto, la historia del caballero Soth cruzó su mente en una irrefrenable secuencia. Acalló presto su influjo perturbador, mas había perdido el hilo de su discurso y, pese al afán que puso en retormarlo, la dama se le adelantó.
—¿Tú crees? —inquirió—. ¿Podrá extirpar la perversidad de la faz de Krynn? A mi juicio nos asemejamos a esos niños que por la noche, en la soledad de su aposento, encienden una vela tras otra para ahuyentar la oscuridad. Ni ellos ni nosotros entendemos que ésta tiene una razón de ser y, agobiados por el pánico, acabamos provocando un incendio.
Las implicaciones de estas palabras escaparon a la percepción de Denubis pero Crysania no se interrumpió, presa de un creciente desasosiego. Era ostensible que había albergado tales pensamientos durante meses y, al hablar, les daba al fin una forma concreta.
—No ayudamos a quienes se descarrían, no nos molestamos en guiarles hacia el camino recto. Les volvemos la espalda con la excusa de que son criaturas indignas o, peor aún, nos desembarazamos de ellos. ¿Sabías que Quarath tiene el proyecto de aniquilar a los ogros?
—Pero, querida, se trata de una raza de asesinos, de villanos —protestó Denubis sin poner excesivo énfasis.
—Una raza creada por los dioses, como nosotros mismos —fue la contundente respuesta de Crysania—. ¿Ostentamos acaso el derecho, en nuestra imperfecta comprensión de las grandes leyes del universo, de destruir a seres que moldearon las divinidades?
—Según esos argumentos hasta la vida de las arañas ha de ser respetada —aventuró, irreflexivamente, el clérigo. Al estudiar la expresión de asombro de su oponente, sonrió y trató de excusarse—. No me hagas caso, era un delirio senil.
—Vine aquí persuadida de que la Iglesia era el máximo exponente de la benignidad, y ahora me atormentan… —No pudo concluir, hubo de cobijar el rostro entre las manos.
A Denubis le dolía el corazón más aún que la cabeza. Extendiendo su trémula palma acarició la suave y negra melena de la sacerdotisa, deseoso de consolarla como habría hecho con la hija que nunca tuvo.
—No te avergüences de estos titubeos, pequeña —le aconsejó, sin olvidar que también a él le habían obsesionado los suyos—. Habla con el Príncipe de los Sacerdotes, él disipará tus resquemores con su inmensa sabiduría.
Crysania lo miró esperanzada.
—¿Querrá escucharme?
—Naturalmente —la tranquilizó Denubis—. Esta noche celebra audiencia, será el momento oportuno. Y no temas, tus preguntas no despertarán su cólera.
—De acuerdo —accedió la mujer en actitud resuelta—. Tienes razón, no debería haber librado esta batalla sin ayuda. Me sinceraré con nuestro dignatario, él alumbrará las tinieblas de mi espíritu.
Se levantó y, movida por un impulso, estampó un beso en la mejilla del clérigo.
—Gracias, amigo —susurró—. No quiero interrumpir por más tiempo tu trabajo.
Mientras la veía alejarse por la sala, ahora soleada, Denubis sintió un inexplicable pesar. Le asaltó un acuciante temor al imaginarse que, mientras él se hallaba en aquel lugar luminoso, la sacerdotisa se encaminaba hacia una vasta negrura. La luz que lo envolvía se tornaba más intensa a medida que la dama se sumía en unas tinieblas densas, escalofriantes.
Desconcertado, el eclesiástico se llevó la mano a los ojos. No había sufrido una momentánea alucinación, aquel resplandor lacerante, deslumbrador, brotaba de una fuente insondable para derramar belleza tan llena de misterio que no podía enfrentarse a ella. El aura, al penetrar en su cerebro, incrementaba su migraña hasta hacerla insoportable. «Debo prevenir a Crysania, detenerla, quizás estas visiones son premonitorias», pensó.
La luz lo subyugó, ahogando su alma en un océano de llamas. Pero de forma tan brusca como habían nacido, los destellos se fundieron en los tibios rayos solares y se instauró la atmósfera caldeada, agradable de unos minutos antes. Denubis estudió, perplejo, su entorno.
No estaba solo. Tras pestañear varias veces a fin de acostumbrarse a la penumbra, una penumbra que no era tal pero que a él así se lo pareció después de la experiencia vivida, distinguió la figura de un elfo que le escudriñaba fríamente. Era un anciano de pronunciada calvicie, poseedor de una barba cana, larga, atusada. Iba ataviado con una túnica blanca, se ceñía a su cuello el Medallón de Paladine y miraba a Denubis tan lleno de tristeza que éste sintió deseos de llorar, aunque ignoraba el motivo.
—Lo siento —se disculpó el clérigo con un hilo de voz si bien, al apoyar la mano en su castigada cabeza, descubrió que había cesado de dolerle—. No te he oído entrar. ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?
—Ya lo he encontrado —repuso el elfo sereno, controlado, pero sin que la congoja se desdibujara de sus rasgos—. Si, como presumo, tú eres Denubis.
—Lo soy —confirmó el eclesiástico—. Pero no logro identificarte, debes perdonar mi torpeza.
—Me llamo Loralon —anunció el recién llegado.
Denubis quedó sin aliento. Se hallaba frente a uno de los Sumos Sacerdotes elfos, una criatura que, años atrás, se había opuesto al ascenso de Quarath. Pero su rival era demasiado fuerte, lo respaldaban fuerzas poderosas que impidieron que fuera escuchado el mensaje de paz, de concordia entre los pueblos, del que Loralon era portador. Desalentado, el derrotado clérigo se refugió entre los suyos, en la hermosa tierra de Silvanesti que tanto amaba, prometiéndose a sí mismo que nunca volvería a pisar el suelo de Istar.
¿Qué hacía en la sala de los escribas?
—Sin duda has cometido un error y es al Príncipe de los Sacerdotes a quien quieres ver. Iré…
—No —lo interrumpió el anciano—, sólo hay una persona que me interesa en este Templo y eres tú, Denubis. Acompáñame, nos aguarda un largo viaje.
—¡Un viaje! —repitió el aludido boquiabierto, en el borde de la locura—. Es imposible, no he salido de Istar en los treinta años de servicio que…
—Ven, Denubis —atajó Loralon sin mudar su amable tono.
—¿Dónde? ¿Cómo? No comprendo —exclamó éste. Su interlocutor se erguía en el centro de la iluminada estancia, espiándole con una pesadumbre profunda, indescriptible, a la vez que alzaba la mano y la cerraba sobre el Medallón que exhibía en el cuello.
De pronto, al ver su gesto, Denubis comenzó a vislumbrar la razón de su venida. Paladine le había concedido el don de predecir el futuro. Lívido de terror, el bondadoso clérigo meneó la cabeza.
—No —susurró—. Es demasiado espantoso.
—No está todo decidido. Las balanzas se desequilibran, pero no se han volcado. Nuestro periplo puede ser temporal, o durar más tiempo del que acertaríamos a calcular. Sigueme, aquí no te necesitan.
El sacerdote elfo estiró el brazo y Denubis sintió una paz, una beatitud que ni siquiera había experimentado en presencia de su Príncipe. Inclinó la cabeza y asió la mano que Loralon le tendía, sin poder reprimir las lágrimas.
Crysania estaba sentada en un rincón de la suntuosa sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, unidas las manos en su regazo y con el rostro pálido, pero sosegado. Nadie que se hubiera detenido a observarla, habría detectado el torbellino que azoraba su alma. Nadie, salvo el personaje que acababa de entrar en la cámara y que, pasando desapercibido a los presentes, se había instalado en un umbrío recoveco para vigilar a la dama.
Al escuchar la voz musical del sumo mandatario, el extraordinario acierto con que dilucidaba los urgentes asuntos de Estado, aquella versatilidad que le permitía pasar, sin intervalo, de los temas políticos a otros de mayor trascendencia, los relativos a los enigmas del universo, Crysania se ruborizó. En medio de tanta sapiencia, ¿cómo osaría abordarlo para plantear sus mezquinas dudas?
Le vinieron a la memoria unas palabras de Elistan: «No recurras a otros cuando necesites respuestas, búscalas en tu corazón, pasa revista a tu fe. O bien hallarás la clave de tus anhelos, o llegarás al convencimiento de que son los dioses quienes la poseen, no el hombre».
Y así, absorta en sus cábalas, la sacerdotisa interrogaba a sus propias entrañas. Pero la paz que ansiaba se obstinaba en eludirla y, de pronto, decidió que quizá no había respuestas a sus disquisiciones. El contacto de una mano en su brazo interrumpió sus pensamientos. Cuando alzó la faz, sobresaltada, una voz siseó en su oído:
—Tus preguntas tienen respuesta, Crysania.
Reconoció aquel timbre y, dominada por un súbito nerviosismo, escudriñó las sombras de la capucha a fin de confirmar sus sospechas. No distinguió los rasgos, de modo que lanzó una fugaz mirada a la mano que la sujetaba y al atuendo de su dueño. Vestía una túnica de terciopelo negro, como imaginaba, mas no halló las runas plateadas que él solía lucir. Una vez más centró su atención en el semblante, no vislumbrando sino el resplandor de unos ojos ocultos, una tez lívida.
La mano abandonó su brazo y se izó a la altura del embozo para, despacio, descubrirlo. Crysania se sintió decepcionada al percibir que los ojos del supuesto hechicero no eran dorados, no tenían aquella forma de relojes de arena que se habían convertido en un símbolo. La piel no presentaba tintes dorados ni tampoco síntomas de debilidad, de dolencias corrosivas, tan sólo se dibujaban en ella las huellas del cansancio que producen las largas horas de estudio. Era aquél un hombre sano, atractivo, incluso, a pesar de la mueca de perpetuo cinismo que se plasmaba en los surcos de la boca y, en cuanto a su cuerpo, su extrema delgadez quedaba compensada por los músculos que lo fortalecían. El oscuro atavío revelaba el contorno de unos hombros anchos, de perfecta constitución, no la figura encorvada del mago que tanto turbaba a la sacerdotisa.
El aparecido sonrió y sus labios se separaron levemente, en una ambigüedad inconfundible.
—¡Eres tú! —exclamó Crysania, incorporándose.
Él depositó de nuevo la mano en su hombro y ejerció una ligera presión, para impedir que se levantara.
—Permanece sentada, Hija Venerable —instó a la dama—. Me uniré a ti, éste es un rincón tranquilo en el que podremos dialogar sin interrupciones.
Trazó un imperceptible sesgo en el aire y una silla, hasta entonces semioculta en el otro extremo de la sala, voló hasta él. La eclesiástica espió la asamblea con el temor reflejado en el rostro pero, si alguien se había percatado del prodigio, prefirió ignorarlo. Sus ojos se posaron entonces en el recién llegado, y enrojeció su tez al observar la expresión burlona con que la miraba.
—Estoy encantada de verte, Raistlin —dijo con acento formal a fin de disimular su sonrojo.
—También yo de hallarme a tu lado —fue la cortés respuesta del hechicero, pronunciada con aquel tono de superioridad que tanto la disgustaba—. Pero mi nombre no es Raistlin.
—Discúlpame —titubeó ella, encendidas ahora sus mejillas en un rubor purpúreo—. Tus rasgos, tu porte me han recordado a alguien que una vez conocí.
—Quizá desentrañe el misterio si te digo que, para todas estas criaturas que nos circundan, me llamo Fistandantilus.
La sacerdotisa se estremeció sin poder evitarlo, azuzada por la sensación de que las luces de la estancia se ensombrecían.
—No —repuso meneando, incrédula, la cabeza—. Eso es imposible. Viajaste a esta época remota para aprender del ser que acabas de mencionar.
—Te equivocas —insistió el interpelado—. Vine con el propósito de metamorfosearme en él.
—He oído contar historias sobre Fistandantilus —se obstinó la eclesiástica— y es abyecto, vil. —Durante todo este intercambio no había cesado de escrutar a su oponente, presa de un recelo teñido de espanto.
—Su perversidad ya no existe —contestó Raistlin—. Ha muerto.
—¿Has sido tú? —inquirió Crysania con un hilo de voz.
—De lo contrario él habría acabado conmigo —explicó el mago imperturbable—, como destruyó a tantos infelices. Era su vida o la mía.
—Hemos cambiado un influjo maligno por otro.
«¡La estoy perdiendo!», pensó Raistlin al advertir la desesperanza que ribeteaba aquellas palabras. La examinó en un perfecto mutismo mientras ella se revolvía en su asiento, ladeado el semblante. Vislumbraba tan sólo su perfil, más frío y puro que la luz de Solinari, mas esta esquiva postura no le impidió penetrar su espíritu, del mismo modo que disecaba a los pequeños animales que abría con su cuchillo en búsqueda de los recónditos secretos de la existencia. Desmembraba a unos para ver el pálpito de su corazón y, a la sacerdotisa, la desnudaba de sus defensas externas en un intento de leer en su alma.
Crysania escuchaba la voz melodiosa del Príncipe, dejándose impregnar de la paz que irradiaba. Su aparente beatitud, sin embargo, no engañó al suspicaz hechicero, quien recordaba el aspecto que ofrecía al entrar él en la sala. Avezado a adivinar las emociones que sus congéneres pretendían camuflar, no le había pasado desapercibida la delgada línea de su entrecejo, ni tampoco la sombra que entelaba sus ojos grises. Mantenía las manos enlazadas en su regazo, pero él vio cómo sus dedos arañaban el paño del vestido. Además, conocía su conversación con Denubis y las dudas que la agitaban, que arrastraban su fe al borde del precipicio. No había de resultarle difícil lanzarla al vacío y, si tenía un poco de paciencia, quizá la eclesiástica se arrojaría por su propia voluntad.
Reflexionó el mago sobre cómo ella se había sobresaltado al sentir su contacto así que, cuando menos lo esperaba, se inclinó hacia su muñeca y la aferró con firmeza. Crysania, en una reacción instintiva, trató de liberarse de su zarpa, pero no cedió. Indefensa, la dama alzó los ojos y le miró sin acertar a moverse.
—¿De verdad crees eso de mí? —preguntó Raistlin con el desencanto de quien, tras haber sufrido indecibles tormentos, constata que de nada sirvió su sacrificio.
La sacerdotisa, desencajada por el dolor que él le transmitía, hizo ademán de hablar, pero el nigromante prosiguió, dispuesto a hurgar en la herida.
—Fistandantilus tenía planeado volver a nuestro tiempo, aniquilarme, enseñorearse de mi cuerpo e iniciar su andadura allí donde la abandonara la Reina de la Oscuridad. Quería gobernar a su antojo a los dragones del Mal sabedor de que sus Señores, entre ellos mi hermana Kitiara, se arracimarían en torno a su estandarte. Así, la guerra habría asolado de nuevo la faz del mundo. Yo lo he salvado de esta amenaza —concluyó en tonos apagados.
Sus pupilas atraparon las de Crysania, como sus dedos aprisionaron la delicada muñeca. Al contemplarse en ellas, la sacerdotisa se vio reflejada en un espejo y se enfrentó no a la severa, pálida erudita que tenía a gala ser, sino a una mujer hermosa y tierna. Este contraste fue un revulsivo. De pronto, comprendió que el hechicero había confiado en su ayuda y ella le había defraudado. La pesadumbre que destilaba su voz era irresistible si bien, cuando de nuevo intentó manifestarse, Raistlin reanudó su parlamento, muy cerca de su oído.
—Conoces mis ambiciones —siseó—, no he tenido inconveniente en abrirte mi corazón. ¿Aspiro, acaso, a provocar una contienda que me permita conquistar el mundo? Kitiara, mi hermanastra, me visitó para proponérmelo y yo rehusé sin vacilaciones. Me temo que tú pagaste las consecuencias de aquella negativa —afirmó entre suspiros—. Le hablé de ti, Crysania, de tu bondad y tu poder, con tanto énfasis que ella montó en cólera y encomendó tu muerte a su esbirro de ultratumba, el caballero Soth. De ese modo esperaba desterrar tu influencia de mi espíritu.
—¿Es auténtica esa influencia? —indagó Crysania, que ya no se esforzaba en desembarazarse de su garra, con un temblor de júbilo en su timbre—. ¿Quizás he logrado que atisbes las sendas del Bien, de la Iglesia?
—¿De esta Iglesia? —corrigió Raistlin, entre amargo y desdeñoso. Retirando su mano de manera repentina se reclinó en su asiento, recogió los pliegues de su túnica y clavó en su oponente una mirada aún más sarcástica que la mueca de sus labios.
El desasosiego, la ira y un súbito sentimiento de culpa tiñeron los pómulos de la sacerdotisa de unas claras matizaciones rosadas, la gris intensidad de sus ojos se torno azúrea. Hasta sus labios tomaron color, confiriéndole una belleza que no escapó a la percepción de Raistlin pese a su esfuerzo por ignorarla. Este turbador descubrimiento le molestaba, amenazaba con desviarle de su propósito. Irritado, lo descartó y se concentró una vez más en su charla.
—No desconozco tus dudas, Crysania —declaró—, adivino tu profundo descontento. Has penetrado los entresijos de la Iglesia, eres tan consciente como yo de que sólo se intenta manipular el mundo a su albedrío en lugar de predicar las enseñanzas de los dioses. Has presenciado escenas en las que los clérigos, sedientos de supremacía, sellan pactos políticos, derrochan en banalidades el dinero que debería gastarse en alimentar a los pobres. Al catapultarte a la antigua Istar te proponías rehabilitar esta institución, demostrar que fueron otros, y no sus ministros, quienes obligaron a las divinidades a hundir bajo la montaña ígnea a los transgresores de sus leyes. Abrigabas la esperanza de acusar a los hechiceros de la hecatombe, ¿me equivoco?
Incapaz de afrontar este reproche, la dama apartó su semblante. Pero la humillación que la atenazaba era ostensible en sus más mínimos gestos.
Raistlin se mostró inconmovible.
—Se acerca el Cataclismo —aseveró—, los verdaderos sacerdotes ya han abandonado el Templo. Tu amigo Denubis, por ejemplo, ha partido esta misma tarde. Eres tú, Crysania, la única sierva del Bien que queda en la ciudad.
—Eso es imposible —susurró la eclesiástica, con los ojos desorbitados ante tan imprevista noticia.
Inspeccionó la sala y, por primera vez desde su llegada, prestó atención a los grupos que cuchicheaban lejos del Príncipe de los Sacerdotes. Los oyó parlotear sobre los Juegos, discutir acerca de la distribución de los fondos públicos y comentar la necesidad de formar ejércitos, único medio para aplastar a los rebeldes… todo en nombre de la Iglesia.
Y entonces, como si quisiera ahogar tan mezquinos conciliábulos, la voz dulce, armoniosa del máximo dignatario inundó su alma, calmando su zozobrante ánimo. El Príncipe seguía allí, en su trono, la invitaba a desechar la negrura y volverse hacia la luz donde su fe inquebrantable, pura, había de defenderla de cualquier tentación.
—Todavía existe la bondad en el mundo —dijo, fortalecida en sus convicciones—. Mientras este hombre sin mácula, elegido de los dioses, ostente el poder, no creo que estos últimos descarguen su ira sobre la Iglesia. Si, como relata la Historia, están a punto de invocar una hecatombe, es para castigar a quienes vuelvan la espalda a nuestro santo estamento.
Su tono era desapasionado, su serenidad irrefutable. Se levantó resuelta a salir y Raistlin, tras imitarla, se aproximó a ella sin cejar en su empeño. Ajena al escrutinio al que su interlocutor la sometía, la sacerdotisa prosiguió:
—O quizá las divinidades condenarán con su acción a todos cuantos se obstinan en ignorar el prudente mandato del Príncipe, la verdad que él simboliza. Sin duda él presiente la catástrofe e implora la piedad de los supremos hacedores en un desesperado intento de evitarla.
—Fíjate en ese «hombre sin mácula, elegido de los dioses» —le urgió el hechicero con su proverbial susurro.
Estirando la mano, Raistlin inmovilizó a Crysania y la forzó a mirar al mandatario. Agobiada por los remordimientos, enfurecida consigo misma por su flaqueza y por haber permitido que el nigromante ahondara en ella, la dama forcejeó con objeto de apartarse. Pero él la sujetaba con firmeza, el contacto de sus dedos le abrasaba la piel.
—¡Fíjate en esa criatura! —repitió el hechicero, al mismo tiempo que le hacía levantar la cabeza para que contemplara la luz, la gloria que rodeaba al sumo dignatario.
Sintió Raistlin que aquel cuerpo tan cercano al suyo se agitaba en un ligero temblor, y sonrió satisfecho. Adelantando su encapuchada cabeza hacia la de la mujer, le murmuró al oído:
—¿Qué ves, Hija Venerable?
No recibió más contestación que un gemido.
—Descríbemelo —insistió, tibio su aliento al rozar el pómulo femenino.
—Un hombre —balbuceó Crysania, llena de perplejidad ante la imagen que se revelaba a su examen—. Sólo un ser humano, exhausto y asustado. Advierto las arrugas de su tez, las pronunciadas bolsas oculares que denotan un continuo desvelo. De sus azules pupilas se desprende un temor, un pánico que nunca osaría confesar en público…
Comprendió, de pronto, la magnitud de sus palabras y calló, consciente de la proximidad de Raistlin, del poder que sobre su talante ejercía aquel cuerpo musculoso pese a hallarse embutido en una gruesa túnica de terciopelo. Desconcertada, se soltó de un violento tirón.
—¿En qué encantamiento me has sumido? —inquirió enfurecida, encarándose a su oponente.
—En ninguno, Hija Venerable, lo único que he hecho es desvirtuar el hechizo donde él se refugia de su miedo. Ese miedo será la causa de su caída y la posterior destrucción del mundo.
Crysania lo consultó con la mirada, remisa a aceptar tales afirmaciones. Quería que mintiera, lo necesitaba, si bien no tardó en recapacitar que, aunque así fuera, poco importaba. No podía engañarse a sí misma.
Confundida, abrumada, la dama dio media vuelta y, cegada por las lágrimas, abandonó a toda carrera la sala de audiencias.
Raistlin la espió mientras huía, insensible a su propia victoria. No cabía alegrarse por algo que había previsto de buen principio. Sentándose una vez más, ahora junto al fuego, asió una naranja de un frutero depositado sobre la mesa y, abstraído en sus cavilaciones, comenzó a mondarla sin desviar la vista de las llamas.
Alguien más, uno de los presentes en la cámara, observó la despavorida fuga de Crysania. También, aunque se mantuvo al margen, contempló cómo el hechicero comía la fruta, sorbiendo primero su jugo para luego engullir la pulpa.
Lívido su rostro en una mezcla de ira y aprensión, Quarath dejó la estancia y se encerró en su aposento, donde paseó inquieto hasta el alba.
Fue conocida en la Historia como la «Noche de los Hados», la noche en la que los auténticos clérigos abandonaron Krynn. Dónde se dirigieron, cuál fue su destino, es algo que ni siquiera figura en las Crónicas de Astinus. Hay quien afirma haberlos visto en los trágicos días de la Guerra de la Lanza, tres siglos más tarde de su desaparición, y son numerosos los elfos que juran por lo más sagrado que Loralon, el más importante y devoto de los sacerdotes de su raza, recorrió las arrasadas tierras de Silvanesti, llorando su declive y bendiciendo los esfuerzos de cuantos se entregaron a la ardua tarea de reconstruirla.
Pero, para la inmensa mayoría de los habitantes de Krynn, el desvanecimiento de los verdaderos ministros del Bien pasó desapercibido. Sea como fuere, aquélla fue la Noche de los Hados en diferentes aspectos.
Crysania huyó de la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes movida por el desconcierto, por el temor. El desconcierto era fácil de explicar, había visto a la más perfecta criatura, un dignatario que aún reverenciaban los eclesiásticos de su tiempo, como un simple mortal asustado de su propia sombra, un hombre que se agazapaba tras sus hechizos y permitía que otros gobernaran en su nombre. Todas las dudas, los recelos que habían revuelto su alma cobraron vida con lacerante intensidad. En cuanto a su temor, no podía, o no quería, definirlo.
Al salir de la estancia corrió a trompicones, sin saber qué hacía ni a donde iba. Transcurridos los primeros minutos de incertidumbre, deseosa de serenarse, se refugió en un rincón, secó sus lágrimas y recobró la compostura perdida. Avergonzada de su pasajera pérdida de control, la sacerdotisa decidió presta su curso de acción.
Tenía que encontrar a Denubis, demostrar a Raistlin que se había equivocado.
Tras recorrer varios pasillos vacíos, iluminada por la exigua, tenue luz de Solinari, Crysania arribó al ala del Templo en la que se hallaba el aposento del clérigo. Aquélla historia de eclesiásticos que se esfumaban sin dejar rastro no podía ser cierta. Cuando vivía en el futuro, en su propia era, la dama nunca creyó las leyendas sobre la Noche de los Hados, que juzgaba un cuento infantil. Ahora que le había sido dado vivirla, aún estaba persuadida de que Raistlin cometía un error.
Avanzó sin pausa, familiarizada con el camino. Había visitado a Denubis en incontables ocasiones a fin de conversar sobre teología o historia, o bien para escuchar los relatos de éste acerca de su hogar.
Llamó con los nudillos, suavemente, y nadie contestó.
—Duerme —se dijo a sí misma, irritada por el súbito estremecimiento que agitó sus vísceras—. Ya ha pasado la hora de la Vigilia. No debo molestarle, regresaré mañana.
Pero golpeó una vez más la puerta, al mismo tiempo que pronunciaba el nombre del clérigo. Tampoco hubo suerte.
—Volveré —determinó, si bien su mano manipulaba el picaporte, desobediente a su voluntad de retirarse—. Denubis —susurró con un nudo en la garganta. Reinaba una gran oscuridad en aquella zona, que se asomaba a un patio interior y, así, no recibía los haces lunares—. ¡Esto es ridículo! —se reprendió severa, visualizando la turbación del clérigo y la suya propia si él, al despertar, se tropezaba con una figura femenina en la negrura de su dormitorio.
De nada le sirvieron estas recomendaciones, abrió la puerta de par en par y se apresuró a encender una vela encajada en su palmatoria. El orden, el recogimiento eran absolutos.
Los libros del eclesiástico, sus plumas y los documentos que a menudo tomaba prestados de la sala de escribas para concluir su labor yacían en el escritorio, como si hubiera abandonado la alcoba con la intención de regresar de inmediato. Incluso su ropa estaba allí, confirmando las esperanzas de la dama, pero un sentimiento de ausencia inundaba la cámara, tan fría y desnuda como el intocado lecho.
Por un instante el resplandor de la candela enteló la vista de Crysania y, al notar que le flaqueaban las rodillas, se apoyó en el quicio de la puerta. De nuevo se forzó a relajarse, a razonar. Extinguió la oscilante llama, la dejó en su lugar, cerró con firmeza la puerta y, haciendo acopio de energías, se encaminó hacia los pasillos donde estaba su dormitorio.
Debía admitirlo, había llegado la Noche de los Hados y, con ella, el fin de la institución a la que servía. Se acercaban las Fiestas de Invierno, y, según los anales de la Historia, dentro de trece días se desencadenaría el Cataclismo. Este pensamiento hizo que se detuviera. Débil, mareada, se asomó a una ventana abierta que daba al jardín, a esta hora bañado por los blancos resplandores de Solinari. Debía despedirse de sus planes, sus sueños, su propósito. Al regresar a su época tan sólo podría informar de un desesperante fracaso.
El plateado jardín danzaba en una nebulosa, la sacerdotisa estaba demasiado consternada para contemplarlo e imbuirse de su paz. Había encontrado una Iglesia corrupta, a un Príncipe incapaz de evitar la destrucción del mundo. Hasta había fallado en su designio de apartar a Raistlin de la oscuridad, sabía que el hechicero nunca la escucharía e intuía que, en este mismo instante, el nigromante se reía de su ingenuidad con su espantosa mueca burlona.
—¿Hija Venerable? —la invocó una voz.
—¿Quién eres? —preguntó ella, enjugando su llanto y tratando de aclararse la garganta. Tras pestañear varias veces escrutó la penumbra, justo a tiempo para vislumbrar una embozada figura que emergía de su manto. Estaba sin aliento, apenas pudo insistir en su demanda—: ¿Quién va?
—Me encaminaba hacia mis aposentos cuando te vi inclinada sobre el alféizar —anunció el recién llegado, que ni sonreía ni se mofaba. Ribeteaba su timbre una nota de cinismo, aunque provista de una extraña calidez que arrancó un trémulo suspiro de la sacerdotisa.
—Confío que no estarás enferma ni trastornada —dijo el aparecido, aproximándose a Crysania.
Era Raistlin quien la abordaba, no le cupo la menor duda pese a no vislumbrar su rostro, oculto tras la negra capucha. Sus ojos brillantes, fríos bajo los haces del argénteo satélite, lo identificaban de manera inequívoca.
—No —murmuró lacónicamente la eclesiástica.
Desvió presta la mirada, ansiando que se hubiera esfumado la huella de sus sollozos y haciendo un supremo esfuerzo para contenerlos. Fue inútil: el cansancio, las tensiones sufridas, la conciencia de su derrota exigían un desahogo, se manifestaba en sendos riachuelos que surcaban sus mejillas.
—Vete, te lo ruego —dijo Crysania con los párpados entornados y un salado y amargo sabor de boca, consecuencia de las lágrimas que se introducían en su paladar.
Sintió el tibio contacto de aquel cuerpo que la envolvía con su mera presencia, del suave terciopelo al acariciar su brazo desnudo. Olió un aroma especiado, mezcla de pétalos de rosa y los elementos de putrefacción —acaso alas de murciélago, el cráneo de algún animal inimaginable— que utilizaban los hechiceros en su arte. Paralizada por el penetrante efluvio, dio un respingo al percibir en su pómulo la caricia de unos dedos delgados, sensibles, fuertes, transmisores de un extraño calor.
O bien la mano desalojó las lágrimas o éstas se evaporaron bajo su ardiente textura, Crysania no logró adivinarlo. Alzaron las yemas su mentón para apartarla de la luz nocturna y la dama quedó petrificada, ahogada por su propio pálpito. Mantuvo los ojos cerrados, temerosa de lo que podían ver, aunque sus sentidos permanecieron despiertos a aquel cuerpo enteco que la abrazaba con dulzura, perturbador.
De pronto, Crysania deseó que la negrura de Raistlin la cobijase, la reconfortara en su desasosiego, anheló que su llama abrasadora conjurara el frío de sus entrañas. Levantó los brazos, estiró las manos en su busca, mas él se había esfumado. Oyó el crujir de sus ropajes al retroceder por el callado corredor.
Sobresaltada, la sacerdotisa abrió los ojos. Apretó, de nuevo llorosa, la mejilla contra el ventanal, si bien ahora sus lágrimas eran de júbilo.
—Gracias, Paladine —susurró—. El camino se abre despejado ante mí, no te decepcionaré.
Una figura arropada en su negra túnica surcaba las dependencias del Templo. Todos cuantos se tropezaban con la criatura se hacían a un lado presos del pánico, amedrentados por la cólera que se adivinaba, aunque invisible, bajo su lóbrega capucha.
Al fin Raistlin se adentró en el pasillo de su aposento, se introdujo en la penumbra de éste y, tras dar un seco portazo que casi resquebrajó la hoja, prendió una fogata mediante un gesto arcano. Las llamas chisporrotearon en la chimenea y el mago empezó a caminar de uno a otro lado de la estancia, profiriendo maldiciones contra sí mismo, hasta sentirse demasiado cansado para andar. Se desplomó entonces en una butaca, y contempló el ígneo espectáculo con ojos febriles.
«¡Insensato —se amonestó—, debería haberlo previsto! ¿Cómo no he imaginado que este cuerpo posee, a pesar de su fortaleza, la gran debilidad que comparten todos los seres vivos? Por muy inteligente, disciplinado que sea, aunque crea tener bajo control mis emociones, una de ellas, invencible, se agazapa en las sombras como un ave rapaz, dispuesta a saltar sobre mí. —Emitió un gruñido de rabia y se clavó las uñas en la carne, con tal violencia que no tardó en brotar sangre—. Todavía puedo verla, admirar su tez de marfil y sus pálidos labios. Huelo su cabello, siento la ondulante suavidad de su persona cerca de mí.
»¡No! —se rebeló en un alarido—. No permitiré que eso suceda. O quizás… ¿Y si la sedujera? —se dijo de pronto—. Así caería en las redes de mi poder».
Tal idea se le antojó tentadora, provocó en sus entrañas un arrebato de deseo que convulsionó todas sus vísceras, mas el talante calculador, lógico, que siempre lo alentaba se sobrepuso al momentáneo ardor.
«¿Qué sabes tú del amor, de los raptos de los sentidos? —se preguntó—. Eres un niño en tales cuestiones, más ignorante que el mentecato de Caramon».
Las imágenes de su adolescencia poblaron su memoria como una tempestad. Frágil y enfermizo, conocido por sus mordaces sarcasmos y su carácter hosco, Raistlin nunca atrajo la atención de las mujeres, a diferencia de su apuesto hermano. En aquella época, no obstante, lo absorbían tanto sus estudios de magia que apenas percibió la pérdida. Sin embargo, tuvo la oportunidad de experimentar una relación amorosa. Una de las novias de su gemelo, hastiada de la conquista fácil, decidió que aquella oscura réplica del guerrero podía resultar interesante. Hostigado por las bromas de su hermano, y de sus compañeros, Raistlin cedió a las insinuaciones de la joven, y ambos se embarcaron en una aventura que había de constituir un rotundo fracaso. La muchacha se entregó a los brazos de Caramon y el hechicero, por su parte, constató lo que ya sospechaba: sólo hallaría el auténtico éxtasis en el mundo arcano.
Pero su cuerpo, ahora más joven, más vital, más semejante al de su gemelo, bullía en una pasión que antes nunca sintiera. Anhelaba ceder a su dictado, se debatía contra el raciocinio que le aconsejaba desoír la apremiante llamada. Tras una encarnizada lucha, venció la mente.
«Acabaría por destruirme a mí mismo —comprendió— y, en lugar de favorecer mis designios, los entorpecería. Crysania es una criatura virginal, pura de cuerpo y de alma. En esa pureza radica su fuerza, la necesito moldeada pero intacta».
Una vez tomada tan firme resolución, habituado a ejercer un perfecto dominio sobre su naturaleza humana a través del cerebro, el joven mago se relajó y acomodó en la butaca, dejando que el agotamiento se adueñara de él, lo acunara. El fuego se redujo a rescoldos, sus ojos se cerraron para inducirlo al descanso que renovaría sus energías.
Pero, antes de abandonarse al sueño, sentado aún en el sillón, vislumbró una solitaria lágrima que brillaba a la luz de la luna con una vivacidad nada halagüeña.
La Noche de los Hados seguía su curso en el interior del Templo. Un acólito fue despertado en lo más profundo de su reposo con la orden de presentarse ante Quarath, al que halló en su dormitorio.
—¿Me has mandado llamar, señor? —preguntó al clérigo elfo sin poder reprimir un bostezo. Tenía un aspecto desaliñado ya que, inevitablemente, se había puesto la túnica al revés en su prisa para atender al requerimiento de su superior en una hora tan intempestiva.
—¿Qué significa este informe? —inquirió Quarath, a la vez que señalaba un pergamino depositado en su escribanía.
El acólito se inclinó hacia adelante para leerlo, frotándose los embotados ojos a fin de extraer alguna coherencia de su contenido.
—Sólo lo que dice, señor —anunció al cabo de unos segundos.
—¿Que Fistandantilus no es el responsable de la muerte de mi esclavo? —se asombró el eclesiástico—. Me cuesta creerlo.
—Es del todo cierto, puedes interrogar tú mismo al enano —repuso el somnoliento joven—. Confesó, después de ser persuadido con una suma substancial de monedas de plata, que había alquilado sus servicios la persona que aquí se menciona, porque deseaba vengarse de la Iglesia. Al parecer, esta institución ha requisado sus propiedades en los aledaños de la ciudad.
—¡Conozco bien la causa de su inquina! —exclamó Quarath—. Y matar a mi esclavo es una acción muy propia de Onygion, insidioso y cobarde. No se atreve a encararse conmigo.
Se hizo el silencio hasta que, transcurridos unos minutos, el elfo inquirió, al mismo tiempo que clavaba en el acólito una aviesa mirada:
—¿Por qué fue ese gladiador y no otro quien cumplió el encargo?
—El enano me aseguró que se debía a un negocio secreto entre Fistandantilus y él. El primer «trabajo» de esta índole que surgiera había de ser encomendado a Caramon.
—Eso no figura en el manuscrito —comentó Quarath sin desviar los ojos de su interlocutor.
—No —admitió éste, ruborizándose—. No me gusta la idea de referirme por escrito al mago. Podría leer su nombre, y temo su reacción.
—No te reprocho que tomes ciertas precauciones —contestó el eclesiástico—. De acuerdo, me doy por satisfecho. Puedes retirarte.
El acólito hizo una callada reverencia y volvió, aliviado, al lecho.
Quarath no imitó a su subordinado sino que pasó varias horas en su estudio, concentrado en examinar el informe.
—Pronto seré más asustadizo que el Príncipe de los Sacerdotes, quien ve sombras donde no las hay —susurró tras un largo rato de exhaustivas meditaciones—. Si Fistandantilus quisiera acabar conmigo le bastaría con chasquear los dedos, debería haber comprendido que éste no es su estilo. De todas maneras, en la sala de audiencias no se ha separado de la sacerdotisa —agregó en un mar de dudas—. ¿Con qué intenciones? Acaso tan sólo con las que cabe imaginar —se tranquilizó—, no deja de ser un humano y, esta vez, el cuerpo del que se ha investido es más vital que los que suele arrastrar.
El elfo esbozó una sonrisa mientras ordenaba la escribanía y archivaba el pergamino, con su acostumbrado esmero. «Se acercan las Fiestas de Invierno —recapacitó—, apartaré de mi mente el asunto hasta que hayan concluido las celebraciones. Además, no está lejos el día en que el Príncipe invocará a los dioses para que extirpen el Mal de la faz de Krynn y, cuando eso suceda, tanto Fistandantilus como sus seguidores tendrán que refugiarse en las tinieblas que los engendraron». Bostezó y se desperezó, no sin antes resolver que se ocuparía de Onygion con toda celeridad.
La Noche de los Hados había llegado casi a su término. Los albores matutinos despuntaban en el horizonte mientras Caramon, tumbado en su alcoba, contemplaba su línea grisácea. Mañana participaría en otra sesión de los Juegos, los primeros desde el accidente.
La vida no había sido grata para el gladiador en los últimos días. Nada cambió en apariencia, los otros luchadores eran veteranos que conocían a fondo los entresijos del espectáculo, su auténtico significado.
—No es un mal sistema —le aseguró Pheragas, encogiéndose de hombros, la mañana siguiente a la intrusión de Caramon en el Templo—. Es mejor que matar a millares de hombres en el campo de batalla. Aquí, si un noble sufre la afrenta de otro soluciona su feudo en privado y, de este modo, todos quedan satisfechos.
—Salvo el inocente que sucumbe a una causa que ni le interesa ni comprende —objetó el guerrero enfurecido.
—No seas pueril —lo reprendió Kiiri, que bruñía con ahínco una daga falsa—. Tu mismo actuaste en un tiempo como mercenario, y no creo que te preocupasen mucho los objetivos que defendías. ¿Acaso no te vendías al mejor postor, al que más pagaba? ¿Habrías luchado por otros motivos?
—Por supuesto que sí —protestó Caramon—. A decir verdad, siempre guerreaba al lado de quienes merecían mi aprobación, no por dinero. Elegía mi bando escrupulosamente, nunca ayudé a un litigante sin creer en la bondad de sus propósitos. Aunque me ofrecieran soldadas importantes las rechazaba de no estar convencido, y mi hermano pensaba como yo. Juntos… —enmudeció, con un nudo en la garganta.
—Además —prosiguió la nereida ignorando su vehemente discurso—, estos contratiempos confieren a los Juegos un elemento de tensión nada desdeñable. A partir de ahora te batirás mejor.
El hombretón rememoraba esta charla en la media luz del amanecer y trataba de extraer conclusiones con su mente metódica, lenta. Quizá Pheragas y Kiiri tenían razón, quizá se comportaba como el niño que llora cuando su juguete preferido, el más bonito, le produce un corte doloroso. Pero, tras enfocar los argumentos de sus amigos desde mil puntos de vista, decidió que ambos se equivocaban. Todo hombre ostentaba el derecho de escoger su forma de vida, su manera de morir. Sin el libre albedrío la existencia carecía de sentido, nadie podía determinar el destino de otro.
En esta hora ambigua, indefinida, un peso aplastante cayó sobre los hombros de Caramon, quien se incorporó y, apoyado en el codo, escudriñó la estancia sin apenas distinguir el entorno. Si estaba en lo cierto, si cualquier criatura debía tener su oportunidad, ¿por qué se obstinaba en recuperar a su hermano? Raistlin había preferido adentrarse en las sendas del Mal en lugar de seguir las de la luz, y él se reservaba la prerrogativa de alejarlo de su camino. ¿No era esto obrar en contra de sus propios principios?
Sus pensamientos se remontaron a la época que evocara, sin proponérselo, mientras hablaba con Kiiri y Pheragas, aquellos días anteriores a la Prueba que fueron los más felices de su vida.
Recordó, en efecto, sus tiempos de mercenario en compañía de su gemelo. Se complementaban a la perfección y siempre fueron bien acogidos por los nobles pues, aunque los guerreros abundaban como las hojas en los árboles, encontrar magos dispuestos a colaborar en la pugna era ya otro cantar. Al principio muchos aristócratas desconfiaban del aspecto frágil, quebradizo de Raistlin, pero pronto les ganaba su valor y, naturalmente, su destreza. La pareja de hermanos recibía lucrativos encargos, estaba muy solicitada entre los señores solariegos.
Sin embargo, no se dejaban impresionar por las cuantiosas ofertas. Como el guerrero le dijera a Kiiri, sólo emprendían empeños dignos de su respeto. «Gracias a Raistlin —recapacitó el guerrero nostálgico—. Yo habría combatido para cualquiera que me lo hubiese propuesto; la causa, como insinuó la gladiadora, poco me importaba. Era él quien insistía en que debía ser justa, rechazó más de un trabajo por considerar que entrañaba ayudar a un ser más fuerte a aumentar su poder y, así, devorar a otros menos afortunados».
«¡Y pensar que mi hermano hace ahora lo que tanto condenaba! —exclamó el hombretón sin alzar la voz, fija la mirada en el techo—. ¿O quizá no? Los magos afirman que crece a expensas de los más débiles, pero no puedo fiarme de ellos. Par-Salian incluso admitió que fue él quien le lanzó al abismo y, por otra parte, Raistlin ha desembarazado al mundo del abominable Fistandantilus, una acción que todos han de calificar de beneficiosa. La otra noche, en el Templo, él mismo me prometió que nada tuvo que ver con la muerte del bárbaro, de modo que no ha cometido ninguna felonía. ¿Es censurable que se perfeccione en su dotes arcanas? Acaso lo hemos juzgado mal, no tengo derecho a imponerle una manera de proceder sólo porque a mí me parece la correcta».
Suspiró y, cerrando los ojos con el ánimo indeciso, preguntándose qué debía hacer, no tardó en quedar dormido. Su atormentada mente se colmó de los añorados aromas de los pastelillos de Tika, en un sueño inquieto pero reparador.
El sol iluminó el cielo, la Noche de los Hados había terminado. Tasslehoff se irguió en su camastro y decidió que él, personalmente, impediría el Cataclismo.
—¡Alterar el tiempo! —vociferó Tas con su proverbial entusiasmo, encaramándose a la tapia del jardín y saltando en medio de un macizo de flores, uno de los muchos que embellecían el sagrado recinto del Templo.
Había en el vergel varios clérigos que, en pequeños grupos, comentaban la algazara que presidiría las próximas Fiestas de Invierno. Remiso a interrumpir sus conversaciones, el kender obró de acuerdo con los cánones de la más estricta cortesía: se estiró entre las flores hasta que los paseantes se hubieron alejado, pese a que al hacerlo, empolvó sus vistosos calzones azules.
Se le antojó agradable tumbarse junto a las rosas rojas, llamadas Hiemis por ser éste el término que designaba la estación invernal, única en la que crecían. La temperatura era cálida, demasiado al decir de los habitantes de Istar. Tasslehoff sonrió socarrón, mientras recapacitaba que los humanos no sabían lo que querían. Si hiciera frío, como correspondía a esta época del año, también se lamentarían. Normal o no, la brisa tibia resultaba deliciosa. Quizá se hacía un poco difícil respirar a causa de la humedad, pero en la vida no se puede tener todo.
Escuchó interesado a los clérigos que por allí pasaban y resolvió que las Fiestas debían de ser tan espléndidas, que consideraría la posibilidad de asistir. Aquella misma noche se celebraría la inaugural, si bien terminaría temprano ya que todos necesitarían dormir, prepararse para los grandes acontecimientos que se iniciarían al alba del día siguiente y se prolongarían durante algunos días. Era ésta la última manifestación de júbilo popular antes de que se instalaran los hielos y los crudos vientos invernales.
«Quizás acuda al acto de hoy», pensó. Había imaginado que una conmemoración organizada en el Templo había de ser solemne, magna pero, también, tediosa, al menos desde su perspectiva de kender. Pero tal como la describían los sacerdotes parecía prometedora.
Caramon lucharía al día siguiente, siendo los Juegos una de las actividades cumbre de la temporada. La lid determinaría qué grupos habían de enfrentarse en la ronda final, la última antes de que los rigores atmosféricos forzasen la clausura del circo hasta la primavera. Los vencedores de este postrer enfrentamiento obtendrían la libertad, si bien se había prefijado quiénes serían —los gladiadores que apoyaban al guerrero— y tal noticia había sumido a Caramon en una honda depresión.
Tas meneó la cabeza y se dijo que nunca comprendería a su amigo. Le sorprendía toda aquella cháchara sobre el honor cuando, en realidad, sólo se trataba de un juego. En cualquier caso, el estado del hombretón le facilitaba las cosas. No había de serle difícil escabullirse y disfrutar con plenitud.
Pero no, no podía hacerlo. Tenía un asunto grave que atender, impedir el Cataclismo era más importante que un par de fiestas. Debía sacrificar su propia diversión a tan elevada causa.
Sintiéndose recto y noble, aunque quizás un poco aburrido, el kender espió a los clérigos irritado, deseoso de que se esfumaran sin tardanza. Al fin su deambular los llevó al interior del edificio, y el jardín quedó vacío. Tras exhalar un suspiro de alivio Tas se incorporó, recompuso su empolvado atuendo, arrancó una rosa para engalanar su copete de acuerdo con la estación y, presto, se encaminó hacia el Templo.
También el recinto estaba decorado en armonía con las festividades que se avecinaban. La belleza, el esplendor de sus estancias, dejaron a Tas sin resuello. Contempló su entorno embelesado, maravillado frente a los centenares de rosas Hiemis que, criadas en los vergeles de todo Krynn, habían sido transportadas hasta el Templo al efecto de que, con su dulce fragancia, impregnaran los corredores. Las coronas y guirnaldas de arbustos de flor perenne aportaban al conjunto su aroma especiado, silvestre, reverberando la luz solar en sus hojas puntiagudas o de sierra, enlazadas mediante cintas de terciopelo encarnado y plumas de cisne. En casi todas las mesas había cestas de frutos raros, exóticos, obsequios llegados de los confines de Ansalon para disfrute de los moradores del santuario, uniéndose a su colorido las innumerables fuentes de pasteles y golosinas. Tas no pudo por menos que pensar en Caramon y se apresuró a atiborrar sus bolsas, seguro de que aquellos manjares harían las delicias de su compañero. Nunca lo había visto entristecido ante una torta de almendra cubierta de azúcar lustre.
El kender recorrió las salas exultante de júbilo, tanto que a cada instante olvidaba el motivo de su venida y tenía que recordarse a sí mismo su trascendental misión. Nadie reparaba en él, los clérigos estaban demasiado ocupados en discutir sobre las celebraciones, los espinosos asuntos de gobierno o ambas cuestiones. Pocos fueron los que se volvieron a fin de examinar al intruso y, cuando un guardián le lanzaba una mirada severa, Tas se limitaba a sonreirle, saludar y seguir su camino. Constató así la veracidad de un antiguo proverbio de su raza: «No cambies de color para mimetizarte con los muros, finge pertenecer al ambiente y serán ellos los que se adaptarán a ti».
Después de doblar incontables recodos, de hacer varias pausas con el propósito de investigar objetos interesantes —algunos de los cuales fueron a parar al fondo de sus saquillos—, Tasslehoff se introdujo en el único corredor que no estaba adornado, que no atestaban alegres criaturas ajetreadas en los preparativos de las celebraciones, que permanecía aislado de la algazara. Ni siquiera resonaban en sus paredes las voces de los coros que ensayaban los himnos especiales de la ocasión, y sus cortinas se hallaban corridas para obstruir la radiante luz solar. Era frío, oscuro, amenazador, más aun de lo habitual por el contraste que ofrecía con el resto del Templo.
Tas surcó el pasillo de puntillas, no por miedo a ser descubierto, sino porque el silencio y la soledad que lo cercaban parecían exigirle esta conducta, anunciarle que incurriría en una grave falta de no respetar la lóbrega quietud. Lo último que el kender deseaba era ofender a un corredor, así que acató su mandato sin que cruzara por su mente la idea de observar a Raistlin, de sorprenderle en el acto de realizar algún prodigio sobrecogedor.
Al aproximarse a la puerta oyó la voz del mago y, a juzgar por el tono que empleaba, supuso que tenía un visitante.
«¡Qué contrariedad! —se lamentó el hombrecillo en su fuero interno—. Habré de esperar a que se vaya esa persona para hablar con él, y mi empeño es de la mayor urgencia. Me pregunto cuánto tiempo durará su entrevista».
Aplicando el oído al cerrojo con la exclusiva finalidad, por supuesto, de averiguar si la secreta conferencia se hallaba en pleno apogeo o estaba a punto de concluir, dio un respingo al detectar un timbre femenino dentro de la alcoba.
«Me resulta familiar —reflexionó, a la vez que aguzaba sus sentidos—. ¡Claro, es Crysania quien habla! ¿Qué hace aquí?».
—Tienes razón, Raistlin —declaró la dama con un suspiro—, se agradece esta tranquilidad en medio del bullicio de los exuberantes pasillos. La primera vez que recorrí la zona donde ahora estamos me sentí atemorizada. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. En particular el corredor se me antojó gélido, desolador, si bien ahora son las otras dependencias las que me asfixian con su exarcebada calidez. La decoración de las Fiestas contribuye a apesadumbrarme, me indigna este despilfarro cuando tantos necesitados podrían gozar de un cierto bienestar si se les entregase tan sólo una pequeña suma de dinero.
Se interrumpió, y Tas percibió un murmullo de ropa. Intrigado por el repentino silencio, el kender cesó de escuchar para otear el panorama. A través del ojo de la cerradura distinguió el interior del aposento donde, pese a estar echado el cortinaje, brillaba la tenue luz de unas velas. Crysania estaba sentada frente al hechicero, sin duda el crujido que antes detectara fue producido por algún gesto de impaciencia de la sacerdotisa. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y la expresión de su rostro denotaba perplejidad, confusión.
No fue este hecho lo que desorbitó las pupilas de Tasslehoff, sino el cambio que se había operado en la mujer. Habían desaparecido su sobria túnica blanca, el no menos discreto peinado. Al igual que las otras sacerdotisas del Templo vestía un ropaje albo, sí, pero profusamente bordado, y en sus brazos desnudos un brazalete dorado realzaba la pureza de su piel. El cabello, antes recogido, caía ahora en cascada sobre sus hombros, suave como un chal de seda. Incluso se adivinaba una nota de color en sus pómulos, un calor en aquellos ojos que observaban a la figura de Túnica Negra sentada a escasa distancia, de espaldas a Tas.
«Tika estaba en lo cierto», decidió el kender.
—No sé por qué vengo aquí —dijo Crysania tras una breve pausa.
«Yo sí» masculló Tas, ladeando de nuevo la faz para que sus tímpanos captasen la conversación.
—Siempre que te visito —continuó la voz femenina— me anima una ferviente esperanza, que tú te encargas de trocar en desaliento. Intento mostratre el camino de la justicia, de la verdad, persuadirte de que sólo adentrándote en esa senda restituirás la paz al mundo, pero tú tergiversas mis palabras en tu propio interés.
—Te equivocas —repuso Raistlin—. Tú concibes preguntas y yo me limito a abrir tu corazón para ayudarte a darles forma. Los titubeos no parten de mí, y así debe ser —añadió, con un nuevo murmullo que indicaba acercamiento—; no creo que Elistan apruebe la fe ciega.
Tas advirtió la nota de sarcasmo que se desprendía de la voz del mago, pero Crysania no delató la menor suspicacia en su franca respuesta.
—No, mi anciano superior nos invita a inquirir sobre todo aquello que no comprendamos —explicó— y, con frecuencia, nos recuerda el ejemplo de Goldmoon, quien propició merced a sus preguntas el regreso de los auténticos dioses. Pero tu caso es distinto, en lugar de ilustrarme me propones interrogantes que me sumen en el desconcierto, en la consternación.
—Conozco esas emociones —susurró el hechicero, tan quedamente que el kender apenas le oyó.
La sacerdotisa se agitó en su asiento y Tas, al detectar su movimiento, se arriesgó a dar una rápida ojeada. Raistlin estaba a su lado, posada la mano en el blanco brazo. Al pronunciar él su breve frase Crysania se había aproximado aún más para, en un gesto instintivo, cubrir su mano con la suya. Habló al fin la dama, en un tal acceso de esperanza, júbilo y amor que el cuerpo del hombrecillo se estremeció hasta en los más hondos recovecos.
—¿Eres sincero conmigo? —indagó—. ¿He logrado ejercer alguna influencia sobre tus inquebrantables convicciones? No, no apartes los ojos. Veo en tus rasgos que no he orado en el desierto, que me hallo presente en tus meditaciones. ¡Nos asemejamos tanto el uno al otro! Lo supe desde nuestro primer encuentro, aunque esboces esa sonrisa burlona. Adelante, mófate, no me harás vacilar. En la Torre afirmaste que mi ambición no es inferior a la tuya y tenías razón. Nuestras aspiraciones adoptan formas distintas, pero son tan antagónicas como en principio pensaba. Ambos llevamos una existencia solitaria, consagrada al estudio, sin confiarnos ni siquiera a los seres más allegados. Tú te envuelves en penumbras y, sin embargo, he podido penetrar su manto, descubrir la luz, el calor…
Tas aplicó el ojo a la cerradura, no quería perderse la escena. «¡Va a besarla! —aventuró excitado—. ¡Esto es fantástico, imagino la reacción de Caramon cuando se lo cuente!».
«¡No vaciles, necio! —urgió impaciente a Raistlin, que aferraba con sus manos los brazos de la mujer—. ¿Cómo puedes resistirte? —insistió clavados los ojos en los labios entreabiertos de Crysania, en el brillo de sus pupilas».
De pronto, el hechicero soltó a su oponente y se levantó, dándole la espalda.
—Será mejor que me dejes —le rogó en hosca actitud mientras Tasslehoff se apartaba, decepcionado, de la puerta.
Apoyóse el hombrecillo en el muro y, en esta postura, oyó unas ásperas toses, sucedidas por la acariciadora voz de la sacerdotisa al tratar de apaciguar el inesperado ataque.
—No es nada —la tranquilizó el nigromante, a la vez que abría la puerta—. He sido víctima de arrebatos similares en los últimos días. ¿No adivinas la causa? —Tasslehoff se apretó contra la pared, temeroso de interrumpirles y, también, de perderse algo interesante—. ¿No has sentido nada?
—Quizá sí —respondió, cauta, Crysania—. ¿A qué te refieres?
—A la ira de los dioses —dijo Raistlin. No era esto lo que esperaba la eclesiástica, si bien a Tas le pareció una evasiva muy propia del mago. Desalentada, la dama cejó en su empeño—. Su furia se abate sobre mí, como si el sol se aprestara a incendiar nuestro planeta. Acaso sea la inminente catástrofe el motivo de nuestra infelicidad.
—Es posible —disimuló ella.
—Mañana será el equinoccio —prosiguió el hechicero— y, dentro de trece días, el Príncipe de los Sacerdotes expondrá su demanda. Así lo ha planeado junto a sus ministros. Las divinidades lo saben, de modo que le han enviado una advertencia: la desaparición de los clérigos. Pero de nada les sirve, el dignatario no ha prestado atención al aviso. A partir de este momento las señales del cielo adquirirán una creciente fuerza, una mayor claridad. ¿Has leído las Crónicas de los Trece Últimos Días, de Astinus? No constituyen un texto agradable, y vivir la experiencia que relatan resultará todavía más ingrato.
—Vuelve con nosotros antes de que se cumplan los presagios que te atormentan —le propuso la dama, iluminado su semblante—. Par-Salian dio a Caramon un ingenio mágico que nos catapultará a nuestro tiempo. El kender aseguró…
—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?
—Lo ignoro —admitió, desolada, la sacerdotisa.
—Yo puedo informarte —ofreció Tasslehoff, abandonando su escondrijo—. Disculpadme, no era mi intención asustaros. Por cierto, felices Fiestas de Invierno a ambos —les deseó para mitigar la tensión y extendió la mano, que nadie apretó.
Tanto Raistlin como Crysania lo escrutaron con la expresión que uno adoptaría al hallar una araña viva en su ropa. Sin impresionarse por sus rostros desencajados el kender reanudó su plática, embutida la desdeñada mano en el bolsillo.
—Ese objeto que tanto te interesa es algo espléndido, muy curioso —comenzó a divagar pero, al ver que el nigromante encogía los ojos de una manera poco halagüeña, procedió a describirlo sin más preámbulos—. Verás, cuando está desdoblado se asemeja a un cetro, coronado por una bola repleta de incrustaciones de joyas. Tiene el tamaño de un brazo, tal es su envergadura —añadió, separando sus miembros para dar una idea más exacta—. Pero Par-Salian invocó un hechizo…
—Y se cerró sobre sí mismo hasta reducirse a las dimensiones de un huevo —colaboró Raistlin.
—¡Exacto! —se entusiasmó Tas—. ¿Cómo lo sabes?
—He tenido ocasión de ver ese artefacto —contestó el mago, ribeteada de nuevo su voz de un singular sonido, un temblor que delataba ¿miedo? ¿nerviosismo? El kender no atinó a distinguirlo.
—¿Qué es lo que te inquieta? —inquirió Crysania, que también se había apercibido de su enigmático timbre.
Raistlin no reaccionó, su semblante se había convertido en una máscara impenetrable.
—No debo precipitarme, estudiaré el asunto a fondo antes de darte más explicaciones —siseó al fin—. Y tú, ¿qué hacías detrás de la puerta? —interrogó a Tasslehoff con sus fulgurantes iris clavados en el hombrecillo—. ¿Te trae algún encargo, o simplemente te dedicas a escuchar las conversaciones ajenas?
—¡Por supuesto que no! —se rebeló Tas ofendido—. He de hablar contigo, si la sacerdotisa ha terminado, claro —rectificó al observar la indignación de la dama.
—¿Nos veremos mañana? —insinuó ésta, dirigiéndose al mago y asumiendo frente al kender la altivez que la caracterizaba.
—No lo creo —negó Raistlin—. No asistiré a la gran fiesta.
—Yo tampoco pensaba ir —balbuceó Crysania.
—Cuentan con tu presencia —la reprendió el hechicero—. Además, he descuidado mis deberes demasiado tiempo para disfrutar del placer de tu compañía.
—Comprendo —se resignó la mujer. Se mostró distante, indiferente, pero Tas adivinó la frustración que se ocultaba tras esta actitud—. Buenos días, caballeros —se despidió al constatar que Raistlin guardaba silencio, firme en su rechazo.
Inclinando la cabeza en una leve reverencia, Crysania dio media vuelta y se alejó por el sombrío corredor. Sus ropajes blancos, en su sutil revoloteo, parecían absorber la escasa luz para llevarla consigo.
—Saludaré a Caramon de tu parte —vociferó Tas antes de que se desvaneciera tras el recodo, si bien ella no se dignó mirarle—. Me temo que el guerrero le causó una pésima impresión —añadió con los ojos puestos en Raistlin—, aunque no es de extrañar, pues, cuando se conocieron, tu hermano estaba dominado por el aguardiente enanil.
—¿Has venido para hacer una apología de ese grandullón? —indagó Raistlin en un nuevo acceso de tos—. Porque si es así, tendré que rogarte que partas sin demora.
—¡Oh, no! —se apresuró a desmentir el kender—. Estoy aquí con el único propósito de impedir el Cataclismo.
Por primera vez en toda su existencia, el hombrecillo pudo vanagloriarse de dejar perplejo al inperturbable mago. Sin embargo, no duró mucho su satisfacción. La faz de su oponente palideció, los espejos de sus pupilas se diluyeron como invitando al espantado kender a penetrar las ominosas, ardientes profundidades que salvaguardaban. Sus manos, tan fuertes como las garras de un depredador, se hundieron en su carne dolorosamente y, al cabo de unos segundos, Tasslehoff se encontró en el interior del dormitorio. Cerróse la puerta con estrépito y, sin contemplaciones, Raistlin lo imprecó.
—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Quién te la ha dado?
Tas retrocedió unos pasos y examinó la estancia angustiado, obediente a un sabio instinto que le aconsejaba buscar un lugar donde ocultarse.
—Fuiste tú —balbuceó— o, para ser más exactos, algo que dijiste sobre las alternativas que ofrecía mi viaje en el tiempo. La otra noche comentaste que este hecho podía cambiar el curso de la Historia, y evitar la catástrofe se me antojó un buen comienzo.
—¿Cuáles son tus planes? —siguió interrogando el nigromante, tan encendida su persona que el kender sudaba con sólo ojearla.
—Antes de entrar en acción deseaba consultarte y, si tú estabas de acuerdo —el kender confiaba en que Raistlin fuera sensible al halago—, estudiaría la manera de persuadir al Príncipe de los Sacerdotes del error que se dispone a cometer, un error de extrema gravedad por sus funestas consecuencias. Una vez oiga mis reflexiones se abstendrá de proferir demandas ante los dioses.
—Estoy seguro de ello —aseveró el hechicero frío, controlado, pese a que el hombrecillo creyó detectar un incomprensible alivio en su tono—. En principio apruebo tu proyecto, pero ¿y si rehusa escucharte, si no permite que expongas tus argumentos?
—No había pensado en esa posibilidad —confesó el kender cabizbajo. Emitió un suspiro, y propuso—: Será mejor que regresemos a casa.
—Existe otra opción —susurró Raistlin, sentándose en su butaca y escudriñando a su interlocutor con aquella mirada turbulenta, ambigua—. Hay un método infalible para alterar los acontecimientos, un método que puedo garantizar.
—¿De verdad? —se asombró Tas, renacido su entusiasmo—. ¿De qué se trata?
—De utilizar oportunamente el ingenio mágico —le reveló el nigromante con las manos extendidas—. Encierra facultades, poderes mucho más vastos que los que Par-Salian describió a mi estúpido hermano. Actívalo el día del Cataclismo y destruirá la montaña ígnea lejos del mundo, donde su estallido no pueda dañar a nadie.
—¡Sería estupendo! —exclamó el kender sin resuello, mas la duda vino a ensombrecer su alegría—. ¿Y si te equivocas y, al manipularlo, no surte efecto? —preguntó.
—Nada pierdes con intentarlo —declaró Raistlin—. Si, por algún motivo, no funciona como es de prever, cosa poco probable ya que fue concebido por magos de la más alta estirpe…
—¿Al igual que los Orbes de los Dragones?
—Sí —respondió el nigromante, irritado por esta interrupción—. En el caso de que no responda a mis esperanzas, siempre puedes usarlo para escapar en el último momento —concluyó, sonriendo frente a la ingenuidad del hombrecillo.
—Con Caramon y Crysania —apostilló éste.
Raistlin permaneció mudo, pero Tas estaba demasiado exaltado para advertirlo.
—¿Qué ocurrirá si Caramon decide abandonar Istar antes de la fecha clave? —apuntó el kender, movido por un súbito temor.
—No lo hará —lo tranquilizó el enigmático humano—. Deja ese asunto en mis manos —añadió al verle presto a protestar.
Hubo una larga pausa, en la que Tasslehoff se concentró en hondas meditaciones. Al rato, con el ceño fruncido, manifestó sus resquemores.
—El guerrero nunca me confiará ese artilugio, fiel a la promesa que hizo a Par-Salian de protegerlo con su vida. Lo somete a una estrecha vigilancia y, cuando debe ausentarse, lo guarda bajo llave en un baúl. Si le cuento para qué lo quiero no me creerá, no consentirá en desprenderse de algo tan sagrado.
—No es necesario que se lo pidas abiertamente —sugirió Raistlin—. El día del Cataclismo coincide con la confrontación final en la arena, de modo que si el ingenio desaparece durante unas horas no lo notará.
—¡Eso sería robar! —se indignó el kender.
—Digamos más bien que te limitarías a tomarlo prestado —lo corrigió el mago, retorcidos sus labios en una mueca socarrona—. ¡La causa lo merece! Caramon no se disgustará, al contrario, se sentirá orgulloso de ti. Le conozco, hemos compartido muchos avatares.
—Tienes razón —comprendió Tas con una llama de júbilo en los ojos—. Me convertiré en un héroe, más ensalzado que Kronin Thistleknot. ¿Cómo aprenderé el manejo del objeto mágico?
—Te daré instrucciones —ofreció Raistlin, acosado por un nuevo ataque de tos—. Vuelve dentro de tres días, ahora debes irte para que pueda reposar.
—Por supuesto —obedeció el kender, avanzando hacia la puerta. Preso de una nueva vacilación, se detuvo en el dintel y se disculpó—: No te he traído ningún obsequio para conmemorar las fiestas.
—Te equivocas, acabas de hacerme un presente de incalculable valor. Gracias.
—¿De verdad? —El hombrecillo no daba crédito a sus oídos—. Supongo que te refieres a mi designio de impedir el Cataclismo. Carece de importancia, en realidad…
De pronto, se encontró en medio del jardín, hablando a los rosales junto a un atónito clérigo que, tras ver cómo se materializaba en el linde del camino, le miraba desconcertado.
—¡Por la barba del gran Reorx! —se admiró Tasslehoff—. ¡Cuánto me gustaría ser capaz de obrar estos prodigios!
En la jornada inaugural de las Fiestas de Invierno sobrevino la primera de las que más tarde se conocerían como las «Trece Calamidades» —Astinus las registró en sus Crónicas con el nombre de las «Trece Advertencias».
Amaneció un día tórrido, asfixiante. Nadie, ni siquiera los elfos, recordaba haber sufrido un calor tan riguroso en esta avanzada época del año. En el Templo las rosas Hiemis se marchitaban sobre sus tallos, las coronas de arbustos silvestres despedían aromas nauseabundos, como si las hubieran cocido en un horno, y la nieve que refrescaba el vino en los cubiletes de plata se fundía con tal rapidez que los criados, temerosos de que se echaran a perder las existencias, corrían afanosos de las bodegas subterráneas a los salones armados con residuos de escarcha, a duras penas conservados.
Raistlin despertó aquella mañana, en la media luz que precede al alba, enfermo hasta el punto de no poder abandonar el lecho. Yacía desnudo, bañado en sudor y preso de las febriles alucinaciones que lo habían impulsado a despojarse de sus vestiduras, y a retirar el mullido edredón. Todos los dioses se hallaban próximos, pero era una de las divinidades en particular, la suya, la Reina de la Oscuridad, la que estragaba su salud. Sentía su ira aún con mayor intensidad que la de los otros entes superiores, unidos en una común indignación por la osadía del Príncipe de los Sacerdotes al pretender destruir el equilibrio que ellos mantenían en el mundo.
La soberana de las tinieblas se le había aparecido en sus sueños, mas no había elegido la forma espeluznante que cabía imaginar. No pobló la mente del hechicero un terrible reptil de cinco cabezas, el Dragón de «Todos los Colores y Ninguno» que había de esclavizar a los súbditos de Krynn durante la Guerra de la Lanza. No la visualizó como el «Guerrero Oscuro», conduciendo a sus legiones a la muerte. No, se reencarnó ante él bajo la apariencia de la «Bella Tentadora», la más hermosa de todas las mujeres, provista de unas irresistibles dotes de seducción con las que, coqueta, había jugado toda la noche para poner a prueba la gloriosa debilidad de su carne.
Cerrando los ojos, tembloroso su cuerpo en aquella estancia que se mantenía gélida pese al abrasador clima, el mago evocó una vez más la negra melena que lo acariciara, su insinuante contacto, rememoró cómo había alzado las manos y, entregado a su hechizo, había apartado el enmarañado cabello… ¡para descubrir el rostro de Crysania!
Al diluirse el sueño, su cerebro, aunque maltrecho, recuperó el control. Ahora estaba despierto, exultante en su victoria sin, por ello, ignorar el precio que había tenido que pagar. Como un recordatorio, le asaltó un nuevo espasmo de tos.
«No cederé —farfulló cuando pudo respirar normalmente—. No te resultará fácil abatirme, mi Reina».
Se incorporó bamboleante, tan débil que se vio forzado a descansar entre uno y otro movimiento y, tras cubrirse con la Túnica Negra, se dirigió a su escritorio. Maldiciendo el dolor que azotaba su pecho, abrió un antiguo texto sobre artefactos arcanos e inició una laboriosa búsqueda.
También Crysania había dormido mal. Al igual que Raistlin, sintió la vecindad de los dioses aunque, en su caso, fue Paladine el que más evidenció su presencia. La invadió su cólera, teñida de un pesar tan hondo, tan devastador, que la sacerdotisa no pudo soportarlo. Abrumada por la culpa que denunciaban sus mismas entrañas, desvió la mirada de aquella bondadosa faz y huyó. Corrió sin rumbo, en un mar de lágrimas, convencida de que se precipitaba en un abismo eterno. En el instante en que su alma estallaba, corroída por el miedo, unos fuertes brazos la rescataron. La envolvieron unos aterciopelados ropajes negros, que ocultaban un cuerpo enteco pero musculoso, y unos dedos flexibles acariciaron su cabello como si desearan devolverle el sosiego. Alzó los ojos y se tropezó con el semblante…
El tañir de unas campanas rasgó el silencio. Sobresaltada, Crysania se sentó en el lecho y espió los rincones de su alcoba. Recordó la figura que había visto, su tibieza reconfortante y, enterrando su rostro en las palmas abiertas, prorrumpió en sollozos.
Tasslehoff, al despertar, sufrió la punzada del desencanto. Hoy era el día en que, al decir de Raistlin, debían producirse fenómenos extraños y sin embargo, cuando oteó el panorama bajo la luz grisácea que se filtraba por la ventana, el único espectáculo que se ofreció a sus ojos fue el cuerpo de Caramon. Tendido en el suelo, resoplando, el gladiador realizaba sus ejercicios matutinos.
Aunque el hombretón ocupaba sus largas jornadas en practicar el manejo de las armas, o en ensayar junto a sus compañeros nuevas argucias bélicas, tenía que librar una interminable batalla contra el exceso de peso. Le habían aliviado la dieta y, ahora, le permitían comer casi los mismos alimentos que a los otros, pero el enano no tardó en percatarse de que no sólo sus platos igualaban a los de los restantes esclavos, sino que engullía cinco veces más que éstos.
En el pasado Caramon comía por placer. Ahora, en cambio, eran el nerviosismo y su obsesión por Raistlin los que lo inducían a buscar consuelo en los alimentos, como otros se entregaban a la bebida. De hecho, él mismo lo intentó una vez, ordenando a Tas que sustrajese un frasco de aguardiente enanil y lo escondiese en la alcoba. Pero, poco habituado a los licores fuertes de esta época remota, sufrió un espantoso mareo que, por otra parte, hizo las delicias del kender.
Temeroso de que se malograsen sus progresos, Arack decretó que el luchador sólo ingeriría raciones normales si efectuaba diariamente una serie de extenuantes ejercicios. Caramon se preguntaba a menudo cómo se enteraba el enano siempre que prescindía de algunas de las evoluciones prescritas en su tabla, ya que solía ponerse manos a la obra antes de que se despertaran los otros esclavos. Pero, de una u otra manera, sus leves engaños llegaban a oídos del maestro de ceremonias de los Juegos. En cuanto «olvidaba» esta o aquella práctica, le prohibía el acceso al comedor la poderosa maza de Raag.
Hastiado de escuchar gemidos, reniegos y voces de su amigo, Tas se encaramó a una silla para asomarse al exterior y, así, comprobar si ocurría algo singular. Lo que vio no fue decepcionante.
—¡Mira, Caramon! —exclamó pletórico—. ¿Habías observado antes un cielo como éste, de un color tan raro?
—Noventa y nueve, cien —jadeó el hombretón en lugar de responder.
Con un ruido sordo, contundente, que agitó toda la habitación, el gladiador se acostó sobre su ahora pétreo vientre a fin de descansar unos segundos y, transcurrido este lapso, se izó sobre el suelo para aproximarse a los barrotes del ventanuco. Mientras caminaba se secó el sudor del cuerpo con un lienzo limpio.
Lanzó una indiferente mirada a la bóveda celeste, convencido de no tropezarse sino con un alba ordinaria, mas tuvo que admitir que el kender tenía razón. Pestañeó, abrió los ojos de par en par y admitió:
—No, nunca vi nada igual. Y recuerdo haber presenciado grandes portentos en mi tiempo.
—¡Oh, Caramon, Raistlin estaba en lo cierto! —vociferó el hombrecillo—. Él afirmó…
—¿Raistlin? —se sorprendió el guerrero.
Tas tragó saliva, había cometido una indiscreción al mencionar al nigromante. Pero su compañero no se rindió, aumentó su interés al detectar su balbuceo.
—¿Cuándo has hablado con mi hermano? —insistió con su voz cavernosa, inapelable.
—¿Cómo, no te mencioné que ayer estuve en el Templo? —disimuló el kender.
—Sí, pero…
—¿Por qué otra razón iba a ir allí, salvo para ver a nuestros amigos? —lo interrumpió el pícaro hombrecillo—. Te dije que había conversado con Raistlin, y también con Crysania. ¡Oh, vamos, nunca me escuchas! —reprochó al guerrero, tan en su papel que hasta se sintió realmente herido—. Te sientas todas las noches en el camastro y comienzas a elucubrar, a conferenciar contigo mismo. Si yo te anunciara que se está hundiendo el techo serías capaz de responder: «Eso es espléndido Tas».
—No intentes confundirme, kender, de haberme contado que…
—La sacerdotisa, tu hermano y yo mantuvimos una charla deliciosa —lo atajó de nuevo el pequeño embustero—. Versó sobre las Fiestas de Invierno y, a propósito, deberías dejarte caer por el Templo para contemplar su magnífica decoración. Está repleto de rosas, flores silvestres y apetitosos dulces. ¡Ahora que me acuerdo, no te di las golosinas que recogí de una de las bandejas! Las guardo en mi saquillo, espera un momento. —Pero Caramon lo tenía arrinconado, así que hubo de rectificar—. No importa, no se echarán a perder si las busco un poco más tarde. ¿Qué quieres saber? ¡Ah, sí, mi conferencia! Verás, descubrí algo excitante: Tika no se equivocó al afirmar que ella está enamorada de Raistlin.
Caramon parpadeó, incapaz de seguir el hilo de aquel discurso tan pleno de disgresiones. Tas, descuidado, no le ayudó a centrarse.
—No creas que es Tika quien ama a tu hermano, sino Crysania —aclaró sin detallar otros pormenores que le habrían resultado más útiles—. Fue muy divertido. Me hallaba yo apoyado en la puerta del aposento del mago, aguardando a que concluyeran su parlamento privado, cuando me asomé al ojo de la cerradura y, de un modo casual, observé que Raistlin se disponía a besarla. ¿Puedes imaginarlo, Caramon? Pero no lo hizo —se lamentó con un suspiro—. Le ordenó casi a gritos que se fuera y ella obedeció, aunque adiviné que no era tal su deseo. Vestía una elegante túnica bordada, estaba bellísima.
Al comprobar que la preocupación sustituía al enojo en el rostro del gladiador, el kender se relajó.
—Al quedarnos solos, surgió el tema del Cataclismo y tu gemelo preconizó que hoy, el gran día, se iniciarían una retahila de fenómenos extraños destinados a avisar a los habitantes de Istar de lo que se avecina. Son señales de los dioses para exhortarnos a la cordura.
—¿Enamorada de él? —murmuró Caramon. Con el ceño fruncido, se alejó de Tasslehoff y, así, lo dejó en libertad.
—En efecto, es un hecho innegable —confirmó el hombrecillo a la vez que corría hacia sus bolsas y, tras revolverlas, extraía los pasteles.
Las tartaletas estaban medio derretidas, mezcladas en una masa viscosa, y además se había adherido a su superficie una capa de los restos que pululaban en los saquillos del kender, pero a éste no le cupo la menor duda de que su amigo no se fijaría. Acertó, el luchador aceptó el manjar y empezó a devorarlo sin molestarse en estudiar sus ingredientes.
—Los hechiceros del cónclave me explicaron que necesita a un eclesiástico y, al parecer, no mintieron —masculló Caramon con la boca llena—. Eso indica que mi hermano no va a cejar en su empeño. ¿He de permitírselo o, por el contrario, intentar detenerlo? ¿Tengo derecho a interferirme? Y si ella lo acompaña, ¿no es acaso por su gusto? Quizá la beneficie su influjo, quizá, si le quiere lo bastante…
El humano hablaba en voz baja, lamiendo sus pegajosos dedos, y Tas se acostó en el jergón para aguardar cómodamente la llamada del desayuno. Caramon no le había preguntado con qué objeto visitó al nigromante, y el kender supo que nunca lo haría. Su secreto estaba a salvo.
El cielo permaneció despejado durante el día, tanto que se diría que uno podía elevar la vista hacia la vasta bóveda que cubría el mundo y vislumbrar sus reinos ocultos. Pero, aunque todos alzaron la mirada, a nadie se le ocurrió prolongar su escrutinio el tiempo suficiente para desvelar los misterios del firmamento. Lo que les inquietaba era aquel color peculiar que denunciara Tas, su matiz verdoso.
Era un verde inusual, malsano y feo que, combinado con el calor húmedo y el aire enrarecido, irrespirable, arruinó el regocijo que debería haber prevalecido en una fecha tan señalada. Quienes tenían que salir para asistir a las solemnidades recorrían las calles presurosos, evitando hablar de aquel absurdo tiempo que juzgaban un insulto personal. Y, si lo mencionaban, era en tonos apagados, conscientes del atisbo de miedo que amenazaba con destruir su talante festivo.
La fiesta que se celebró en el interior del Templo fue más alegre, pues tuvo lugar en las cámaras del Príncipe de los Sacerdotes y, por lo tanto, quedó aislada del mundo exterior. Nadie veía allí el extraño cielo lo que, unido a la presencia del beatífico dignatario, diluyó los malos humores. Separada de Raistlin, Crysania se dejó arrastrar por el hechizo y estuvo sentada al lado del Sumo Sacerdote durante largas horas. No despegó los labios, se limitó a mecerse en su halo pacificador hasta conjurar las ominosas pesadillas de la noche. Pero, antes, no pudo sustraerse a observar las tonalidades verduscas del cielo.
Tales pensamientos, no obstante, se le antojaron leyendas infantiles al entrelazarse con los sueños de la víspera. ¡El Príncipe de los Sacerdotes no podía ignorar las advertencias! Sabría interpretarlas, evitar el fatal desenlace. La sacerdotisa ansiaba alterar el curso de los acontecimientos y, si se revelaba imposible contrariar al destino, proclamar la inocencia de su paladín. Acunada por su luz, olvidó la imagen que había visualizado de un mortal preso del pánico, con la impotencia reflejada en sus pálidos ojos azules. Vio a un ser fuerte que denunciaba a los traicioneros ministros, víctima clarividente de sus insidias.
El público de la arena fue escaso en esta decisiva jornada, ya que la mayoría de los espectadores no osaron sentarse bajo un cielo verde cuyo color, además, se fue ensombreciendo a medida que avanzaba el día.
Los gladiadores, por su parte, se mostraron nerviosos, desasosegados, actuaron sin poner en sus farsas el empeño habitual. Los espectadores que resolvieron asistir lo hicieron con ánimo taciturno, negándose a aplaudir y ridiculizando incluso a sus favoritos.
—¿Tenéis a menudo este lúgubre manto sobre vuestras cabezas? —preguntó Kiiri, alzando la vista mientras, junto a Caramon y Pheragas, esperaba su turno en los pasillos—. Si es así, comprendo que mi pueblo haya preferido cobijarse en el fondo del mar.
—Mi padre solía surcar los océanos —gruñó el esclavo negro—, y mi abuelo antes que él. Yo, fiel a la tradición familiar, me inicié en el arte de navegar, pero tuve que renunciar cuando intenté infundir un poco de sentido común al primer oficial y, por hacerlo con una cabilla de maniobras, fui enviado a este circo para lavar mis culpas. Nunca, ni entonces ni ahora, vi un cielo de semejantes tonalidades. Presagia desgracias, podéis estar seguros.
—En efecto —asintió Caramon desazonado.
No podía por menos que repetirse que el Cataclismo sobrevendría dentro de trece días. Trece días más y sus dos amigos, tan entrañables como lo fueran Sturm y Tanis, perecerían. En cuanto a los restantes moradores de Istar, poco le importaban. A juzgar por las apariencias eran criaturas egoístas, a las que sólo movía el placer y el dinero —únicamente los niños le inspiraban un sentimiento de pesar—, pero sus dos compañeros… Tenía que hallar la manera de prevenirlos, si abandonaban la ciudad quizá se salvarían.
Absorto en sus meditaciones, apenas prestó atención a la lucha que se desarrollaba en la arena. La libraban el Minotauro Rojo, así apodado porque la pelambre que cubría su faz animal estaba teñida de unas conspicuas matizaciones encarnadas, y un joven gladiador, nuevo en los Juegos, que se había incorporado al circo hacía una semana. Caramon presenció su adiestramiento con la benevolencia que confiere la superioridad, y esbozó una sonrisa al evocar sus torpezas.
De pronto, notó que Pheragas, de pie a su lado, se ponía rígido. Volviendo a la realidad, inquirió:
—¿Qué sucede?
—Fíjate en ese tridente —lo instó el esclavo negro—. ¿Has visto alguno similar entre los pertrechos falsos?
El guerrero examinó minuciosamente el arma del Minotauro Rojo, encogiendo los ojos bajo el sol que, ardiente, refulgía en el pervertido cielo. Meneó la cabeza despacio, corroído por una creciente cólera. El joven estaba apabullado ante las certeras embestidas de su adversario, que se había debatido en la arena durante meses y, a decir verdad, debía rivalizar con el grupo de Caramon en el combate decisivo. La única razón de que el aprendiz resistiera tanto tiempo sus embates era que el minotauro, actor por naturaleza, lo azuzaba sin ensañarse, deseoso de arrancar carcajadas de la audiencia mediante sus teatrales aspavientos.
—Es un tridente auténtico, Arack se propone derramar la sangre del novicio —murmuró el hombretón—. Mira, no me he equivocado —añadió, señalando tres arañazos que en aquel instante aparecieron en el pecho del muchacho.
Pheragas nada contestó. Consultó con la mirada a Kiiri, quien se encogió de hombros.
—¿A qué vienen esos mudos intercambios? —vociferó Caramon a fin de imponerse a la algazara.
El Minotauro Rojo acababa de proclamarse vencedor, al hacer la zancadilla a su contrincante e inmovilizarle en el suelo de la plataforma antes de, limpiamente, encajonar su cuello entre las asaetadas puntas de su arma.
El neófito se levantó a trompicones aparentando vergüenza, ira y humillación tal como le habían enseñado.
Incluso cerró un puño pretendidamente amenazador frente al ganador, mas al pasar junto a Caramon y su equipo en lugar de sonreirles, de compartir con ellos la broma secreta que todos hacían al público, exhibió una visible angustia y se adentró en los subterráneos sin dirigirles la palabra. Caramon se percató de la lividez de su semblante, de las gotas de sudor que empapaban su frente. Retorcido el rostro de dolor, el joven extendió su palma sobre las heridas del torso antes de desaparecer.
—Pertenece a Onygion —susurró Pheragas al oído del guerrero, a la vez que posaba la mano en su brazo—. Considérate afortunado, amigo, descarta tus preocupaciones.
—¿Cómo? —preguntó el aludido boquiabierto.
En aquel preciso momento resonó en el túnel un alarido, sucedido por un baque sordo. Dando media vuelta, Caramon vio que el muchacho se desplomaba sobre el suelo y, convertido en un amasijo de carne, agonizaba en medio de un sufrimiento indescriptible. Cuando se disponía a correr en su auxilio, Kiiri lo refrenó.
—No —le ordenó, sujetándolo—. El minotauro abandona la arena, es nuestro turno.
En efecto, el triunfante individuo dio la alternativa al trío, si bien al cruzarse con ellos ni siquiera se dignó mirarles, como solían hacer los miembros de su raza frente a las criaturas que juzgaban indignas de su estima. Se alejó por el pasillo y, al llegar donde yacía el moribundo, lo rodeó, indiferente a sus estertores. Arack jalonó el corredor en dirección hacia el derrotado, seguido por su inseparable Raag, a quien indicó con un gesto que retirase aquel cuerpo casi exánime.
Caramon aún titubeaba, pero Kiiri hundió las uñas en su carne y lo arrastró hacia la luz.
—La venganza por la muerte del bárbaro ha sido perpetrada —murmuró la nereida entre dientes—. Tu dueño nada tuvo que ver con este feudo. Fue Onygion el provocador, y ahora Quarath le ha ajustado las cuentas. Están en paz.
La muchedumbre estalló en vítores, olvidados sus temores al irrumpir en escena sus héroes. Pero el hombretón no oyó las aclamaciones, su mente discurría por otros derroteros. ¡Raistlin le había dicho la verdad, no estaba involucrado en el asesinato del bárbaro! Había sido una coincidencia o una de las abyectas jugarretas del enano, de aquel ser que jamás renunciaba a poner de manifiesto la vileza de su espíritu. Una oleada de júbilo inundó las entrañas del gladiador.
¡Podía regresar a casa! Al fin lo comprendía, era tal como su hermano había tratado de explicárselo en incontables ocasiones. Sus sendas eran diferentes, cada uno tenía derecho a recorrer la que él mismo había elegido. Todos sin excepción, Crysania, los magos y él mismo, habían incurrido en un grave error al anticiparse a las intenciones del nigromante. Debía volver a su tiempo y comunicárselo a Par-Salian. Raistlin no iba a perjudicar a nadie, no constituía una amenaza, lo único que quería era profundizar en sus estudios.
Situándose en el centro de la plataforma, el corpulento humano respondió a las fervorosas ovaciones del gentío. Incluso gozó en la lucha, fraudulenta por supuesto, ya que se había organizado de tal manera que ganase su equipo y, así, pudiera enfrentarse al Minotauro Rojo en la batalla cumbre que tendría lugar el día del Cataclismo.
A Caramon, no obstante, poco le importaba la concurrencia de ambos eventos. Para entonces se encontraría de nuevo en su hogar, junto a Tika. Avisaría antes a sus dos amigos, urgiéndoles a abandonar la malhadada ciudad y, tras disculparse ante su hermano y declararle su comprensión, se llevaría a Crysania y Tasslehoff a su tiempo. Partiría al día siguiente o, tal vez, unas horas más tarde.
Fue en el momento en que el guerrero y su grupo recibían el homenaje del público, después de concluir su bien representado acto, cuando el ciclón se abatió sobre el Templo de Istar.
El verdoso cielo se había oscurecido hasta asumir el color del agua estancada, heraldo inconfundible de una tragedia. De pronto, aparecieron unas nubes arremolinadas, que se deslizaron desde las vacuas alturas para envolver en sus sinuosas volutas las siete torres del santuario y, una vez aprisionadas, arrancarlas de sus cimientos. Alzando las moles en el aire, el ciclón rompió el mármol en fragmentos y lo arrojó, como una lluvia de granizo, sobre las calles.
Nadie sufrió heridas graves, aunque los aserrados proyectiles abrieron cortes en la carne de quienes no tuvieron tiempo de cobijarse. La parte del Templo que quedó destruida se utilizaba como zona de estudio de los eclesiásticos y, por consiguiente, se hallaba vacía en las jornadas festivas. No hubo que lamentar la pérdida de vidas, pero los moradores del sagrado recinto y de la urbe entera fueron víctimas del pánico.
Temerosos de que surgieran de la nada otros ciclones sobrenaturales, los espectadores del circo huyeron de las gradas y atestaron las avenidas en un esfuerzo desordenado de recluirse en sus casas. En el interior del Templo enmudeció la voz musical del Príncipe de los Sacerdotes, languideció su luminosa aureola y, tras inspeccionar los daños, el sumo mandatario y sus ministros —los Hijos Venerables de Paladine— descendieron a una cripta para discutir el fenómeno. Los otros presentes en la celebración se afanaron en organizar el caos reinante, ya que la ventolera había volcado muebles, desprendido pinturas de los muros y levantado nubes de polvo en todas las dependencias.
«Éste es el principio —pensó Crysania con espanto, tratando de obligar a sus entumecidas manos a cesar de temblar mientras recogía las piezas de porcelana que yacían esparcidas en el comedor—. Es sólo el comienzo del fin».
Sabía que lo peor aún estaba por venir.
—Las fuerzas del Mal se han confabulado para aplastarme —declaró el Príncipe de los Sacerdotes, destilando su melodiosa voz una nota de valentía que penetró los espíritus de cuantos lo escuchaban—. ¡Pero no he de rendirme, ni tampoco vosotros! Tenemos que aunar energías frente a su amenaza.
«No —susurró Crysania para sus adentros—, todos os equivocáis. ¿Cómo podéis estar tan ciegos?».
Se hallaba en la sala de los rezos matutinos, doce días después de que los dioses mandaran la primera de las Trece Advertencias. Desde entonces, se habían sucedido los mensajes informando de los distintos portentos observados en los confines del continente de Ansalon, uno cada jornada.
—El emisario del rey Lorac cuenta que, en Silvanesti, los árboles sangraron de sol a sol —recapituló el mandatario, impregnadas sus palabras del temor que le inspiraban tan luctuosos hechos—. La ciudad de Palanthas vive bajo el acoso de una bruma blanca, tan densa que los habitantes se pierden en las calles si se aventuran a abandonar sus hogares.
»En Solamnia, las fogatas se niegan a arder. Los lares permanecen fríos, desolados, y ha habido que cerrar las fraguas pues el carbón que las alimenta no genera más calor que un témpano de hielo. En las llanuras de Abanasinia, por el contrario, los prados se incendian uno tras otro. Las llamas rugen sin control, llenando el cielo de negras humaredas y expulsando a los bárbaros de sus núcleos tribales.
»Esta misma mañana, los grifos han traído la noticia de que la ciudad elfa de Qualinost está siendo invadida por los animales del bosque, repentinamente salvajes y agresivos.
Incapaz de soportarlo, Crysania se puso en pie. Ajena al escandalizado escrutinio de las otras mujeres, se ausentó del servicio religioso y echó a correr por los pasillos.
Un zigzagueante rayo la deslumbró, y el retumbar del trueno que sucedió a éste la impulsó a cubrirse la faz con las manos.
«¡Me volveré loca si no cesa pronto!», murmuró, quebrada su voz, a la vez que se arrinconaba en un recodo.
Durante doce días, desde que los azotara el ciclón, una tormenta se obstinaba en desatar su furia sobre Istar, inundándola de lluvia y pedrisco. Los relámpagos y los estentóreos zumbidos que los acompañaban eran continuos. Bajo su influjo se agitaba el Templo, se interrumpía el sueño y se perturbaban las mentes. Tensa, abrumada por la fatiga y por el terror, la sacerdotisa se desplomó en una silla, enterrado el rostro para aislarse del entorno.
El suave contacto de una mano en su brazo la sobresaltó, tanto que se incorporó de un brinco. Se erguía ante ella un hombre joven y apuesto, arropado en una capa saturada de agua bajo la que se adivinaban unos hombros fuertes, musculosos.
—Lo siento, Hija Venerable, no era mi deseo asustarte —se disculpó con un timbre cavernoso que, al igual que sus rasgos, resultaba familiar a la dama.
—¡Caramon! —exclamó aliviada, aferrándose a aquella criatura real, sólida.
Vibró en el aire otro resplandor, con la explosión subsiguiente. Crysania entornó los párpados, en medio de un irrefrenable rechinar de dientes, y notó que incluso el hercúleo cuerpo del guerrero se conmovía, preso de un nerviosismo que, sin embargo, no restó firmeza a su abrazo.
—Debería estar orando con los demás clérigos —dijo la dama cuando cedió el bramido de los elementos—. Imagino que en la calle la tempestad es insoportable. Estás empapado.
—Hace varios días que intento verte —comenzó a protestar Caramon.
—Lo sé —balbuceó ella—, pero estoy muy ocupada…
—Escúchame, Crysania —atajó el hombretón sin que su voz flaqueara—. No he venido aquí para rogarte que me invites a un banquete, sino porque mañana esta ciudad dejará de existir.
—¡Silencio! —ordenó la sacerdotisa—. No es prudente hablar de este tema en un corredor. —Un nuevo estampido le encrespó el cabello pero, esta vez, recobró de inmediato la compostura—. Acompáñame.
El gladiador vaciló un instante y, ceñudo, siguió el camino que ella trazaba por las dependencias del Templo hasta llegar a una de las cámaras desprovistas de ventanas. En su interior, al menos, estaban al abrigo de los relampagueos, y los ecos de los truenos quedaban amortiguados merced a los gruesos muros. Crysania cerró la puerta con sigilo, tomó asiento en una butaca e instó a su oponente a imitarla.
Caramon obedeció su mandato aunque reticente, incómodo. Se mantuvo en el borde de su silla, azorado al recordar las circunstancias que rodearon su último encuentro, cuando su ebriedad estuvo a punto de causar la muerte de ambos. Supuso que ella también evocaba la escena, ya que le miraba con unos ojos tan fríos y grises como el amanecer. El humano se sonrojó.
—Me satisface comprobar que tu salud ha mejorado —comentó la joven, deseosa de disimular su acento severo y fracasando estrepitosamente.
El rubor del gladiador se intensificó. Fijó la vista en el suelo, azuzado por la vergüenza.
—Lo lamento —se disculpó Crysania de manera abrupta—, te suplico que me perdones. No he logrado conciliar el sueño desde que se iniciaron estos sucesos. Ni siquiera puedo pensar —añadió, extendida su trémula mano sobre las sienes—. Este ruido incesante me conturba.
—Lo comprendo —la tranquilizó el guerrero—. Y, además, es lógico que me desprecies, yo también reniego de mi conducta pasada. Pero eso ahora carece de importancia. ¡Tenemos que irnos, Crysania!
—Sí, es verdad —respondió la interpelada con un hondo suspiro—. Hay que salir de Istar, soy consciente de que sólo faltan unas horas para la hecatombe. Me he equivocado —admitió—, hasta el último momento alimenté la esperanza de que la situación cambiaría. ¿Cómo puede estar tan ciego el Príncipe? ¡No me lo explico!
—No es ése el motivo de que me hayas evitado —declaró Caramon, tan inexpresivos sus ojos como su tono—. ¿Querías acaso retrasar nuestra partida?
Ahora fue Crysania quien sintió un repentino calor en sus pómulos, a la vez que retorcía las manos sobre el regazo.
—En cierto modo —confesó, tan quedamente que el guerrero apenas la oyó—. Si he provocado esta demora es porque no me resigno a volver sin…
—Sin Raistlin —colaboró su interlocutor—. Crysania, ten presente que él puede valerse de su magia. No nos necesita, ha elegido su propio camino y, si tal es su anhelo, invocará al encantamiento que le permita catapultarse al futuro. En el caso de que no lo haga, tras mucho recapitular he concluido que no tenemos derecho a obligarlo.
—Tu hermano está enfermo —replicó la sacerdotisa.
Caramon levantó el rostro, desencajado por la preocupación.
—Hace días que trato de entrevistarme con él, desde que se iniciaron las Fiestas de Invierno —continuó la dama—. No ha recibido a nadie en todo este tiempo, ni siquiera a mí, y ahora, al fin me ha mandado llamar. Debo hablarle, convencerlo de que se una a nosotros —se empecinó, ardientes sus mejillas bajo la penetrante mirada del gladiador—. Si su dolencia le ha debilitado no tendrá energía suficiente para formular el hechizo.
—No —farfulló Caramon, sabedor de que aquel complejo prodigio entrañaba una gran dificultad. Par-Salian había tardado semanas en ultimar los preparativos, pese a hallarse en perfectas condiciones—. ¿Qué le sucede a Raist? —inquirió.
—Le afecta la proximidad de los dioses —repuso Crysania—, igual que a los demás. No entiendo por qué rehusan aceptarlo y obrar en consecuencia —reprochó a los clérigos ausentes apesadumbrada, apretados los labios—. Sea como fuere, no está en nuestras manos hacerles entrar en razón. Debemos tenerlo todo dispuesto para el viaje, si tu hermano accede a acompañarnos…
—¿Y si no es así? —interrumpió Caramon.
—Creo que lograré persuadirlo —apuntó ella, aunque su tono delataba cierta confusión por hallarse inmersa en el recuerdo de aquellas veladas en la alcoba del hechicero, cuando éste se le aproximaba con un secreto anhelo dibujado en sus pupilas—. En nuestras charlas denuncié el error en que incurría al internarse en la senda del Mal, que nada puede construir ni crear y sí, en cambio, destruir y volverse contra sus propias raíces. Reconoció la validez de mis argumentos, me prometió reflexionar.
—Y, además, te ama —aventuró el hombretón.
Crysania no fue capaz de enfrentarse a su mirada. No le salían las palabras, por un momento su corazón latió con tanta fuerza que únicamente oía su pálpito, el bombeo acelerado de la sangre en sus sienes. Notaba la mirada de Caramon fija en su persona, la sobrecogían los rugientes truenos que zarandeaban a su antojo el santuario y, temiendo desvanecerse, apretó los puños para conjurar su zozobra. Sintió, sin acertar a comprobarlo, que su interlocutor se levantaba.
—Señora —dijo el guerrero en tonos apagados—, si de verdad tu bondad y tu amor lo desvían de la negra senda que recorre, si consigues guiarle hacia la luz, yo… —Se le hizo un nudo en la garganta, y se apresuró a ladear el rostro.
Al percibir la emoción con que pronunciara su incompleto discurso, sus esfuerzos para contener las lágrimas, Crysania fue asaltada por un súbito remordimiento, se preguntó si no lo había prejuzgado. Incorporándose, posó la mano en el colosal brazo y tanteó sus tensos músculos, mientras Caramon libraba una ardua batalla contra el llanto.
—¿Has de volver a la arena, no puedes quedarte?
—No —respondió el hombretón—. Tengo que avisar a Tas y recoger el ingenio que me entregó Par-Salian. Está guardado bajo llave, sólo yo puedo recuperarlo. Y, además, están mis amigos. Los he incitado a abandonar la ciudad y, aunque quizá sea demasiado tarde, quiero hacer una última intentona.
—Naturalmente —comprendió la sacerdotisa—. Regresa tan pronto como te sea posible, y búscame en el aposento de Raistlin.
—Así lo haré, señora —accedió él—. Ahora debo irme, de lo contrario mis compañeros saldrán para hacer sus prácticas antes de que consiga hablarles.
Asiendo la mano que la dama le tendía, la estrechó en un firme apretón y se alejó a toda prisa. Crysania lo vio correr por el pasillo, cuyas antorchas brillaban en la penumbra, y constató que su paso era rápido, seguro. Ni siquiera dio un respingo al pasar junto al ventanal más próximo al recodo, que iluminó, de pronto, el resplandor de un rayo. Era la esperanza lo que equilibraba su atormentado espíritu, la misma esperanza que la sacerdotisa sintió renacer en su talante.
Caramon se desvaneció al fin en la distancia y Crysania, tras arremangarse la holgada falda de la túnica, emprendió el ascenso de la escalera que había de conducirla al ala del Templo donde moraba el mago de negros ropajes.
Su ánimo sufrió un leve desfallecimiento al penetrar en el lóbrego corredor que moría junto al dormitorio, ya que en aquella zona la tempestad rugía sin freno. Ni siquiera las gruesas cortinas aislaban al visitante de los cegadores rayos, los vetustos muros no lograban contener los bramidos de los truenos. Debido, acaso, a una ventana mal ajustada el viento se filtraba en el recinto, apagando las llamas de las teas que, por otra parte, no eran necesarias en medio de los zigzagueantes emisarios de la turbulencia.
La cabellera de la sacerdotisa bailaba al son de las ráfagas, su túnica revoloteaba en torno a su cuerpo. Al aproximarse a la estancia del hechicero oyó el repiqueteo de la lluvia en los cristales y, estremeciéndose ante los elementos desencadenados, aceleró la marcha. Había alzado la mano para llamar a la puerta de Raistlin cuando en el pasillo reverberó la luminosidad de un relámpago, de matices azulados, sucedido sin intervalo por un sordo estallido que la arrojó contra la puerta. Ésta se abrió bruscamente, y la dama se encontró en los brazos del mago.
La escena se desarrolló como en el sueño de la víspera. Acuciada por el terror, Crysania se refugió en la aterciopelada suavidad de las negras vestiduras y dejó que la reconfortara el calor de aquel enjuto cuerpo. Al principio percibió una tensión en el nigromante, que no tardó en relajarse. Raistlin ciñó su talle en un espasmo convulsivo para, unos segundos después, levantar la mano y acariciar su cabello en actitud serena, protectora.
—Cálmate —le susurró igual que haría un adulto a un niño asustado—, no temas a la tormenta, Hija Venerable. ¡Recréate en ella, saborea el poder de los dioses! Ellos sólo espantan a los infelices, no nos lastimarán si sabemos elegir.
Crysania, que había prorrumpido en sollozos, se apaciguó, mientras recapacitaba sobre las palabras de su oponente. No eran las suyas las dulces recomendaciones de una madre, su consejo tenía un sentido que no podía por menos que inquietarla.
—¿Qué quieres decir? —indagó, erguida la cabeza. Una resquebrajadura se abrió en los cristalinos ojos del hechicero, desvelando un resquicio del alma que bullía en su interior.
Llevada por un impulso involuntario, Crysania intentó apartarse. Pero él estiró el brazo y, a la vez que desenredaba con mano trémula la maraña de cabello que ocultaba su rostro le ofreció:
—Ven conmigo, Crysania. Acompáñame a un tiempo en el que serás el único clérigo en el mundo, un tiempo en el cual podremos traspasar el umbral del poder reservado a las divinidades. Los desafiaremos, gobernaremos a todas las criaturas vivientes. ¡Piénsalo!
Raistlin aflojó su garra y, separando los brazos, se abandonó a unas estentóreas carcajadas. La túnica refulgía en la aureola que formaban los relámpagos, su voz se parangonaba con los lacerantes retumbos. Pasado el primer momento de estupor, Crysania detectó el brillo febril de sus ojos y las manchas de color que revitalizaban la palidez de sus pómulos. Estaba mucho más delgado que en su postrer encuentro.
—La enfermedad ha hecho presa en ti, voy a buscar ayuda —propuso la sacerdotisa, retrocediento hacia la puerta con las manos detrás de la espalda.
—¡No! —El grito de Raistlin se impuso al fragor del trueno si bien, contra lo que cabía esperar, sirvió de estabilizador. Recobrada la compostura, fría su expresión, aferró la muñeca de la dama con inusitada fuerza y tiró de ella hacia el interior del aposento. Cuando se hubo cerrado la puerta, explicó en un siseo—: Estoy enfermo, es cierto, mas no hay otro remedio contra mi dolencia que escapar de esta sinrazón. He ultimado mis planes. Mañana, día del Cataclismo, los dioses se hallarán concentrados en la lección que deben impartir a sus enloquecidos siervos, y la Reina de la Oscuridad no atinará a impedir que obre mi portento. ¡Entonces, aprovechando su descuido, me trasladaré a la única época de la Historia en que se manifestará su vulnerabilidad al influjo de un auténtico clérigo!
—¡Suéltame! —ordenó la sacerdotisa, disipado el miedo en favor de la cólera. Se sentía ultrajada, y esta emoción le permitió desembarazarse de la zarpa que la tenía apresada, sin que por ello olvidara el abrazo, la textura de las manos del hechicero. Dolida, corroída y avergonzada, añadió—: Ejecuta tus perversos designios en solitario, rehuso tu invitación a acompañarte.
—En ese caso, morirás —preconizó Raistlin.
—¿Osas amenazarme? —lo imprecó Crysania a la vez que se encaraba con él, secas sus incipientes lágrimas bajo el tamiz de la ira.
—No seré yo quien te sacrifique —replicó el nigromante, esbozada una enigmática sonrisa en sus labios—. Perecerás por decisión de aquellos que te enviaron aquí.
La dama pestañeó perpleja, pero se rehizo al instante. Víctima de un intenso dolor que paralizaba todo su ser, capaz a duras penas de soportar su desengaño, logró asumir el suficiente estoicismo para preguntar:
—¿Qué nueva patraña has urdido ahora?
Aunque su único deseo era huir antes de que el hechicero se percatase de hasta qué punto podía herirla, aguardó la respuesta.
—Ninguna, Hija Venerable —le aseguró él, y señaló un libro encuadernado en rojo que yacía abierto sobre su escritorio—. Puedes verlo por ti misma. He estudiado sin descanso —afirmó, vuelta su faz hacia los estantes donde atesoraba incontables volúmenes. Crysania ahogó una exclamación de sorpresa al comprobar que muchos de aquellos tomos no estaban en la biblioteca días atrás—. Sí, he traído algunos ejemplares de los rincones más remotos. He viajado en su busca —prosiguió el mago sin necesidad de que la sacerdotisa exteriorizara su asombro—. Este que te muestro lo descubrí en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, tal como sospechaba. Te lo ruego, hojéalo.
—¿Qué es? —inquirió la dama, espiando la encarnada piel cual si se tratase de una serpiente venenosa.
—Un libro, ni más ni menos. Te prometo que no se convertirá en un fiero dragón que, obediente a mi mandato, te precipite en el Abismo. Es un libro —repitió con una inescrutable mueca—, una enciclopedia si prefieres llamarlo así. Posee una gran antigüedad, fue escrito en la Era de los Sueños.
—¿Por qué ese empeño en que lo lea, qué relación guarda conmigo? —insistió Crysania.
A pesar de sus recelos dejó de mirar hacia la puerta, su vía de escape. La sobriedad de Raistlin tenía el don de apaciguarla, hasta tal extremo que incluso se desvirtuó el bramido de la tempestad y su azote despiadado.
—Es una enciclopedia que recoge los artefactos mágicos producidos en aquella época —continuó el hechicero imperturbable, sin apartar la mirada de su interlocutora, como si pretendiera capturar su voluntad y atraerla hacia la escribanía—. Lee y te convencerás.
—Desconozco el lenguaje esotérico —confesó Crysania—. ¿O quizá vas a traducirme su contenido? —preguntó en altiva postura.
Los ojos del nigromante la observaron iracundos, pero tal sentimiento fue sustituido de inmediato por una tristeza, un agotamiento, que conmovieron a la mujer.
—No está escrito en el lenguaje de la magia, de otro modo no te pediría que lo examinases. Hace tiempo pagué gustoso el precio de mi resolución —murmuró, contemplando cabizbajo su túnica Negra—. No sé por qué creí que confiarías en mí.
Mordiéndose el labio, sintiéndose culpable sin motivo aparente, la sacerdotisa se situó detrás del escritorio. Se detuvo, vacilante, hasta que Raistlin se sentó y le indicó mediante un gesto que se acercara al libro abierto. Dio entonces un paso al frente, y el mago se apresuró a pronunciar una orden que arrancó de su bastón, apoyado contra el muro, un haz de luz. Tal fue su intensidad que la dama se sobresaltó, como si fuera un relámpago lo que la iluminaba.
—Lee —la instó el hechicero, a la vez que pasaba algunas páginas hasta llegar a la adecuada.
Crysania, más nerviosa de lo que deseaba admitir, escudriñó el manuscrito sin saber qué debía buscar. Pronto reparó en una frase: Ingenio para viajar en el tiempo, acompañada de un dibujo que reproducía un artilugio similar al que describiera el kender, y empezó a comprender.
—¿Es éste el objeto que Par-Salian entregó a Caramon para regresar a nuestra época? —interrogó a su oponente.
Él asintió, con la luz del bastón reflejada en sus pupilas.
—Lee —repitió.
Azuzada por la curiosidad, la sacerdotisa centró su atención en el texto. Ocupaba poco más de un párrafo, y en él se especificaban las características del ingenio y el nombre del mago, largo tiempo olvidado, que lo diseñara y prescribiera su manejo. Una parte considerable de su contenido escapaba a su entendimiento, ajeno a las cuestiones arcanas, pero logró deducir algunos conceptos.
«Conducirá a la persona sumida en un encantamiento temporal de una a otra era… debe ensamblarse correctamente, las facetas se doblarán en el orden establecido… transportará tan sólo a una criatura, aquélla a quien le sea entregado en el momento de formularse el hechizo… su uso queda restringido a elfos, humanos… no se necesita versículo para activarlo…».
Concluida su lectura, Crysania se volvió dubitativa hacia Raistlin. El nigromante la escudriñaba atento, insondable, aguardando que descubriera por sí misma algo significativo en aquel galimatías. La Hija Venerable sintió en sus entrañas un desasosiego, un temor informe, como si su corazón hubiera desentrañado el enigma más deprisa que su mente.
—Inténtalo otra vez —sugirió él.
Tratando de aislarse de la tempestad que de nuevo la agitaba, la perturbaba más de lo imaginable, Crysania revisó las frases.
Al fin vino la inspiración, se destacaron unas palabras que atenazaron su garganta: «Transportará tan sólo a una criatura».
Flaqueáronle las piernas, si bien no cayó pues Raistlin, que no había cesado de observarla, aproximó una silla en el momento oportuno. Tras desplomarse, la dama fijó la vista en su entorno. Aunque iluminada por los rayos y la luz del bastón, la estancia se le antojó repentinamente oscura.
—¿Lo sabe él? —inquirió a través de sus entumecidos labios.
—¿Quién, Caramon? Por supuesto que no —contestó el mago—. Si se lo hubieran dicho se habría afanado, con su torpe generosidad, en poner en tus manos este instrumento de salvación. Le imagino de rodillas, a tus pies, suplicándote que lo utilices y le concedas el privilegio de morir en tu lugar. Nada podría hacerle más feliz que un alarde tal de altruismo.
»No, querida Crysania, lo habría manipulado en la total confianza de que el kender y tú, expectantes a su lado, lo acompañaríais. Al explicarle el cónclave por qué regresaba solo, la desesperación habría desgarrado sus entrañas. No sé cómo planeaba Par-Salian solucionar este contratiempo —agregó con una sonrisa burlona—, mi hermano es capaz de destruir la Torre sobre sus cabezas. Pero eso, ahora, no viene al caso.
Su mirada atrapó la de la sacerdotisa sin que ella acertara a eludirla. El hechicero la obligaba, con su intangible fuerza, a contemplarle. Una vez más se vio reflejada en sus pupilas, convertida en una mujer inerme, dominada por el pavor.
—Te mandaron aquí para que murieras, Crysania.
La voz de Raistlin surgió en un suspiro articulado pero penetró el alma de la eclesiástica, esparciendo en su interior ecos tan ensordecedores como los del trueno. Al constatar su zozobra, prosiguió:
—¿Es éste el Bien que predicas? Tus clérigos, tus magos, viven presos del miedo, al igual que el Príncipe de los Sacerdotes. Nos temen a ambos, a ti y a mí. La única senda practicable, Crysania, es la que yo recorro. Ayúdame a derrotar a la malignidad, no creo que eso vaya en contra de tus principios y, además, te necesito.
La interpelada cerró los ojos y visualizó en su memoria, con molesta vivacidad, la misiva de Par-Salian que hallara en su bolsillo. «Escoger entre materia y espíritu… renunciar a una para conservar el otro… varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon». ¡La había confundido a propósito, se había valido del equívoco! ¿Qué otro medio se le ofrecía, como no fuera Raistlin? ¿Acaso se refería a esta alternativa al utilizar el término «varios»? Comprendía el dilema que planteaba: la materia era la vida, el espíritu las convicciones a las que debía renunciar si quería salvaguardarla, pero naufragaba en un mar de incertidumbre que nadie había de esclarecer. ¿En quién podía confiar en un mundo hostil, desolado?
Con los músculos contraídos, Crysania se levantó y, perdida en un hondo precipicio, se despidió del nigromante.
—Te dejo —masculló—, tengo que reflexionar.
Raistlin no intentó detenerla, ni siquiera se puso en pie.
—Mañana —dijo, en el instante en que la dama alcanzaba la puerta—. Mañana…
Se necesitó toda la fuerza de Caramon, unida a la de dos de los guardianes del Templo, para que se abriera el portalón del recinto y el guerrero pudiera salir. La ventolera lo azotó inclemente, arrastrándolo hacia el muro y mateniéndolo inmovilizado contra la piedra como si no fuera más fornido que el pequeño Tas. Hubo de librar el hombretón una ardua batalla hasta que al fin venció al huracán y éste, consciente de su energía, le permitió bajar la escalinata sin incidentes.
La furia de la tempestad pareció mitigarse mientras avanzaba entre los altos edificios de la ciudad, pero no le resultó fácil llegar a su destino. El agua formaba torrentes de varios centímetros, fluyendo en remolinos que aferraban sus piernas y amenazaban con hacerle perder el equilibrio. Los relámpagos lo cegaban, los truenos retumbaban en sus indefensos tímpanos.
Ni que decir tiene que se tropezó en su marcha con escasos viandantes. En Istar todos se refugiaban en sus casas, desde donde imprecaban a los dioses o mendigaban su misericordia. Algún viajero ocasional circulaba por las avenidas, celoso cumplidor de un deber inexcusable, y tenía que asirse a las paredes de las construcciones o agazaparse unos minutos en los portales para no ser abatido por los elementos.
Pero Caramon no se detuvo, ansioso como estaba por regresar a la arena. La esperanza inundaba su corazón, su ánimo, a pesar de la tormenta. O quizás era ésta la que lo alentaba. Ahora Kiiri y Pheragas lo escucharían, en lugar de dirigirle extrañas y frías miradas, cuando tratara de persuadirlos de que debían huir de Istar.
—No puedo revelaros cómo lo sé, pero no he de equivocarme —solía declarar—. Se avecina una terrible calamidad, la olfateo en el aire.
—¿Y perdernos la última confrontación? —replicaba, invariablemente Kiiri.
—¡No se celebrará con un tiempo tan endiablado! —insistía Caramon.
—Estas turbonadas intensas nunca duran muchos días —intervenía entonces el esclavo negro—. Se calmará, y volverá a lucir el sol. Además, ¿qué harías sin nosotros en la arena?
—Lucharé solo si es preciso —contestaba el guerrero, mintiendo sin reparo. Para cuando se organizara el fausto acontecimiento se hallaría de nuevo en casa, junto a Tas, Crysania y, tal vez…
—Si es preciso —repetía la nereida en un tono singular, abrupto, mientras intercambiaba miradas con Pheragas—. Te agradezco que pienses en nosotros —decía, puestos los ojos en la argolla de Caramon, una argolla idéntica a la suya— pero no obedeceremos. Nuestras vidas se convertirían en una pesadilla, seríamos dos prófugos. ¿Cuántos días podríamos permanecer ocultos?
—Eso no importará después de…
El gladiador enmudecía en ese punto, y meneaba la cabeza entristecido. ¿Qué podía explicarles? ¿Cómo les haría entrar en razón? No le daban la oportunidad de argumentar, ambos se alejaban recelosos, dejándole solo en el comedor.
Ahora sería distinto. No desdeñarían sus advertencias, sin duda se habían percatado de que aquélla no era una tempestad corriente. ¿Tendrían tiempo de ponerse a salvo? El guerrero frunció el ceño y deseó, por primera vez en su vida, haber prestado mayor atención a los libros. Ignoraba el radio de alcance, la magnitud de los poderes devastadores de la montaña ígnea al precipitarse. Quizá ya era tarde para sustraerse a sus efectos.
«He hecho cuanto estaba en mi mano», recapacitó, compungido, en el momento en que vadeaba un riachuelo impetuoso. Resolvió desechar de su mente toda elucubración relativa a sus sentenciados amigos, y concentrarse en la grata perspectiva de abandonar la urbe. Pronto su estancia en Istar se le antojaría un mal sueño.
Regresaría junto a Tika, quizá Raistlin aceptaría vivir con ellos. «Terminaré la nueva casa», se prometió a sí mismo, lamentando los meses perdidos. Una escena se dibujó en su interior, se vio sentado ante la chimenea de su acogedor hogar con la cabeza de su esposa apoyada en el regazo. Le relataría sus aventuras y su hermano pasaría la velada a su lado aunque, por supuesto, dedicado al estudio, a la lectura. Su túnica, en tan halagüeño futuro, sería blanca.
«Tika no creerá una sola palabra —murmuró—, pero ese detalle carece de importancia. El hombre que un día amó estará de nuevo en casa y, esta vez, no la dejará bajo ningún pretexto». —Suspiró, sintiendo cómo los pelirrojos rizos de la muchacha se enmarañaban entre sus dedos, brillantes a la luz de las llamas.
Tales pensamientos lo animaron en su camino. Llegó a la tapia y se introdujo por la resquebrajadura que utilizaban los gladiadores en sus escapadas nocturnas. No había nadie en el estadio, se habían suspendido las sesiones de adiestramiento y los luchadores se apiñaban en el subterráneo, maldiciendo el absurdo clima y haciendo conjeturas sobre los próximos juegos.
El humor de Arack estaba tan alterado como las fuerzas de la naturaleza. No cesaba de contar las monedas de oro que perdería si se veía obligado a cancelar la lucha decisiva, el acontecimiento deportivo del año en Istar, aunque se serenó un poco al recordar que él había augurado buen tiempo. Si alguien podía hacer predicciones, era aquella criatura. De todos modos, contempló el espectáculo de la ventisca y cundió en su alma el desaliento.
Desde su atalaya, una ventana situada en la torre que dominaba las plataformas centrales, vislumbró a Caramon en el instante en que atravesaba la tapia.
—Mira, Raag —susurró a su inseparable.
El ogro oteó el lugar que le indicaba y, tras esbozar un mudo asentimiento, asió su maza en espera de que el enano cerrase sus libros de cuentas. La orden de su señor estaba clara.
Caramon fue presuroso a la alcoba que compartía con el kender, deseoso de referirle su visita al Templo y su conciliábulo con Crysania. Pero, al entrar, constató que la estancia estaba vacía.
—¿Tas? —llamó a su compañero, a la vez que escrutaba los muros para asegurarse de no haber pasado por alto su presencia en las sombras. Un fulminante rayo alumbró los recovecos como no lo habría hecho el mismo sol, y quedó patente que el hombrecillo no se había ocultado en los rincones.
—Tas, sal, no es momento para bromas —insistió el guerrero en actitud imperativa. Pocos días atrás su amigo le había dado un susto de muerte al camuflarse debajo del camastro y saltar sobre él cuando se hallaba de espaldas.
El hombretón encendió una antorcha y, convencido de haber descubierto el escondrijo del kender, se acuclilló a fin de iluminar la parte inferior del jergón. Ni rastro de Tas.
«Espero que a ese insensato no se le haya ocurrido salir con un tiempo tan adverso —murmuró, trocándose su enfado en preocupación—. El viento podría arrastrarlo hasta Solace. Pero no, lo más probable es que me aguarde en el comedor con Kiiri y Pheragas. Recogeré el ingenio e iré en su busca».
Se acercó al baúl de madera donde yacían sus pertenencias, lo abrió y alzó en el aire sus refulgentes vestiduras doradas. Sin poder reprimir una mueca despreciativa, arrojó las piezas en el suelo. «Al menos no tendré que exhibirme con este horrible disfraz. Aunque, por otra parte, sería divertido observar la reacción de Tika si me presento ante ella así ataviado. Se burlaría, pero me encontraría atractivo», pensó añorado.
Tarareando una alegre canción, vació el cofre y forzó la tapa del doble fondo que le había ajustado con ayuda de una de sus dagas falsas.
La tonada murió en sus labios. Nada contenía el espacio secreto.
Sometió entonces a una meticulosa inspección la base del baúl aunque, de haber alguna hendidura, era obvio que un objeto del tamaño de aquel artilugio no podía haberse deslizado por ella. Con un nudo en la garganta, temeroso, se incorporó y comenzó a registrar la alcoba. Aplicó la antorcha a todas las zonas oscuras, una tras otra, iluminó de nuevo el camastro e incluso rasgó la funda de su colchón de paja. De pronto, cuando se disponía a escrutar de igual modo el jergón de Tas, percibió algo que le dejó sin resuello. No sólo se había esfumado el kender, también habían desaparecido sus saquillos y demás enseres.
Al echar en falta, asimismo, la capa del hombrecillo, se vieron confirmadas sus sospechas. Tasslehoff se había llevado el ingenio mágico.
¿Por qué? Caramon se sentía como si lo hubiera alcanzado un relámpago, tan súbita revelación flageló sus vísceras hasta paralizarlo por completo.
Trató de recapitular. Tas había visto a Raistlin, él mismo se lo había contado, pero en ningún momento mencionó el motivo de aquella visita. ¿Qué le indujo a conferenciar con su hermano, qué propósito lo movió? Recordó que el kender había desviado la conversación hacia otros derroteros al insinuarse este punto.
Gimió desazonado. Curioso por naturaleza, su amigo lo había interrogado acerca del artefacto, pero siempre parecieron satisfacerle sus explicaciones. No intentó tocarlo y él, el guerrero, había cuidado de constatar que el objeto seguía en su lugar pues era éste un hábito necesario cuando se convivía con un miembro de su raza. Quizá fue lo bastante hábil para ocultar su interés y, a la primera oportunidad que se presentó, se lo llevó a Raistlin. En los viejos tiempos solía consultar al nigromante si encontraba algo esotérico que escapaba a su entendimiento.
Consideró también la posibilidad de que su hermano, conocedor de la existencia del ingenio, hubiera embaucado a Tasslehoff para que lo pusiera en sus manos. Una vez en su poder, Raistlin los obligaría a secundarle en sus designios. ¿Había utilizado a Tas, engañado a Crysania? ¿Formaba parte esta estratagema de un plan preconcebido? Al gladiador le daba vueltas la cabeza, no atinaba a pensar ordenadamente.
—¡Tas! —exclamó, de pronto, presto a actuar sin más vacilaciones—. ¡Es primordial que dé con él, que lo detenga antes de que sea tarde!
En un gesto febril, el hombretón se arropó en su empapada capa mas, cuando cruzaba el umbral de su alcoba a la velocidad del huracán, una inmensa sombra le obstruyó el paso.
—Apártate de mi camino, Raag —ordenó al ogro. En su arranque de ansiedad, había olvidado dónde estaba.
El ogro se ocupó de refrescar su memoria cerrándole una gigantesca mano sobre el hombro.
—¿Qué te propones, esclavo? —inquirió.
Caramon intentó desembarazarse de la molesta garra, pero Raag no hizo sino apretarla. Crujieron los huesos del guerrero, que profirió un aullido de dolor.
—No lo lastimes. —Era la voz del enano, surgida de una altura no superior a las rodillas de ambos colosos—. Mañana tiene que pelear y, más importante aun, que vencer.
Raag empujó al prisionero con tanta facilidad como un adulto zarandearía a un niño. Tomado por sorpresa, el gladiador tropezó hacia atrás y cayó de espaldas, estrepitosamente, sobre el pétreo suelo de la celda.
—Por lo visto estás muy ajetreado —dijo Arack con aire casual, a la vez que entraba en la alcoba y se acomodaba en el camastro.
Caramon se incorporó, frotándose el magullado hombro y lanzando una mirada de soslayo al ogro, quien se había plantado en medio de la puerta. El enano, imperturbable, prosiguió.
—Ya has salido antes y, a pesar de esta espantosa turbonada, quieres volver a aventurarte. No puedo permitirlo —añadió—, nunca me lo perdonaría si te acatarraras.
—Sólo me dirigía al comedor para reunirme con Tas —mintió el guerrero, consciente de que su capa lo delataba.
Esbozó una débil sonrisa y se lamió los resecos labios, sin saber a qué atenerse. En aquel instante un nuevo relámpago surcó la bóveda celeste. Su explosión, el ruido seco de un objeto al quebrarse y un repentino olor a madera socarrada terminaron de desestabilizarlo. Preso de un involuntario estremecimiento, optó por callar.
—Olvídalo, el kender se ha ido —declaró Arack tras un corto silencio—. Tengo la impresión de que no piensa volver, ha hecho su hatillo.
—Deja que parta en su busca —solicitó Caramon, tras aclarar su garganta.
La expresión burlona del enano se convirtió en una grotesca mueca que afeó, más aún, su rostro.
—¡El Abismo confunda a ese villano! —vociferó—. Supongo que, con lo que ha robado para mí, he recuperado el dinero que gasté en adquirirlo, así que estamos en paz. Pero tú eres una buena inversión. Tu plan de fuga ha fracasado, esclavo.
—¿Fuga? —repitió el guerrero entre risas forzadas—. Yo no quería fugarme, no comprendes…
—¡No disimules! —se encolerizó el abyecto enano—. ¿Crees que no estoy enterado de tu empeño en alejar del circo a dos de mis mejores gladiadores? Pretendes arruinarme, ¿no es cierto? —El timbre de su voz creció en intensidad hasta transformarse en un alarido, más potente que el bramar del viento—. ¿Quién te ha incitado a traicionarme? —lo hostigó, haciendo gala de toda su energía—. No ha sido tu dueño, de eso estoy seguro. Hace un rato vino a verme, y me previno contra tus mentiras. Vamos, confiesa.
—¿Te refieres a Raist… a Fistandantilus? —balbuceó Caramon.
—Por supuesto —confirmó el hombrecillo—. Me advirtió que intentarías zafarte de mi vigilancia y desaparecer sin dejar huella. Incluso sugirió que te infligiese un castigo digno de tu felonía. Y he decidido hacerle caso: mañana, en el último combate de la temporada, no te enfrentarás con tu equipo a los minotauros, sino que te batirás en solitario contra Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo. —Inclinó la cabeza hacia el humano para mejor observar el efecto de sus palabras—. Sus armas serán auténticas —concluyó.
El guerrero clavó la vista en Arack, dibujado el estupor en su faz.
—¿Por qué? —preguntó al fin—. ¿Por qué desea matarme?
—¿Matarte? —repuso el enano con un siniestro chasquido—. Nada más lejos de su intención, está convencido de que los derrotarás a todos. «He de someterle a una prueba —me dijo—. No lo tendré como esclavo si no demuestra que es el mejor. Puso de manifiesto su valía en su liza con el bárbaro, pero aquello fue un simple escarceo. Presionémoslo un poco más». Tu dueño es una criatura muy exigente.
Mientras hablaba no cesaba de palmetear, exultante frente a la prometedora jornada, e incluso Raag emitió un sonido inarticulado que se asemejaba a una sonrisa.
—No lucharé —se rebeló Caramon, endurecidos sus rasgos—. Acaba conmigo si ése es tu gusto, pero no lograrás que convierta a mis amigos en adversarios ni, por otra parte, creo que ellos se presten a semejante vileza.
—¡Fistandantilus afirmó que reaccionarías así! —se admiró el enano—. Tu estabas presente, Raag, puedes atestiguarlo. Adivinó hasta las frases que emplearías. ¡Te conoce tan bien como si fuerais parientes! «En el caso de que rehuse intervenir en la contienda, y no dudes que lo hará —apuntó—, serán sus compañeros quienes ocupen su lugar. Pugnarán por el triunfo contra el Minotauro Rojo, aunque sólo este último blandirá pertrechos verdaderos».
El gladiador recordó angustiado la agonía del joven bárbaro, las convulsiones que provocara en su ser el veneno del tridente al extenderse por su sangre.
—Y en cuanto a tu afirmación de que tus amigos se opondrán a agredirte —continuó el enano—, Fistandantilus se encargó de salvar ese escollo. Después del diálogo que mantuvieron, estarán ansiosos por saltar a la arena.
Caramon hundió la cabeza en el pecho. Agitaban su cuerpo incontenibles escalofríos y la náusea contrajo su estómago, abrumado como estaba por la malignidad de su hermano. La negrura, la desesperación, invadieron su ánimo.
«Raistlin nos ha engañado a todos, a Crysania, a Tas y también a mí. Fue él quien dispuso que matara a aquel entrañable luchador, me mintió descaradamente. Y lo mismo ha hecho con la sacerdotisa, no es más capaz de amarla que la luna negra de iluminar el cielo nocturno. Se ha valido de sus sentimientos a fin de materializar los abyectos propósitos que anidan en su alma. ¿Y Tas? ¡Pobre ingenuo!». Cerró los ojos y revivió la expresión de su gemelo cuando descubrió al kender, su comentario sobre la posibilidad de que la venida de éste alterara el tiempo y que su presencia respondiera a un ardid de los magos para detenerlo. Tas representaba una amenaza, un peligro. Ahora abrigaba una total certeza sobre el paradero de su pequeño amigo.
El viento rugía en el exterior, pero con menor fuerza que el dolor que carcomía sus entrañas. Mareado, aturdido por los espasmos que le producían las invisibles agujas del sufrimiento, el musculoso humano perdió la noción de lo que ocurría en su derredor. No vio el gesto de Arack, no sintió la zarpa de Raag ni las ataduras que sujetaban sus muñecas.
Tan sólo más tarde, una vez se hubieron disipado los síntomas de su acceso de pánico, despertó a su realidad inmediata. Se hallaba en una estrecha, oscura cámara subterránea, acaso debajo del circo. El ogro acababa de ajustar una cadena a la argolla de su cuello y se afanaba en afianzar su otro extremo en una anilla adosada al muro. Concluida esta operación, el monstruoso individuo comprobó las correas de cuero de sus manos.
—No las aprietes demasiado —ordenó el enano—, mañana tiene que estar en condiciones de pelear.
Un zumbido estremeció la estancia, audible incluso en un rincón tan apartado. Sus ecos alimentaron las esperanzas de Caramon, no podrían celebrarse los Juegos si persistía la tormenta.
El avieso enano siguió a Raag al otro lado de la puerta. Antes de cerrarla se asomó al interior del calabozo y, con una sonrisa que habría petrificado al más cuerdo, contempló el semblante del prisionero.
—Por cierto —dijo, meciéndose su barba en un ominoso vaivén—, Fistandantilus me ha asegurado que mañana lucirá un día espléndido. Viviremos una jornada que Krynn no olvidará durante mucho tiempo.
La pesada hoja de madera chirrió sobre sus goznes, y la llave giró en la cerradura.
Quedó el guerrero solo en el húmedo ambiente de la mazmorra. Estaba tranquilo, con esa calma que deja la enfermedad cuando, a su paso, borra las emociones de quien la padece. Hasta Tas se había esfumado, no podía recurrir al consejo de nadie capaz de tomar decisiones. Comprendió, sin embargo, que no necesitaba ayuda para adoptar una resolución.
Ahora sabía por qué los hechiceros lo habían enviado al pasado. Ellos conocían la verdad, y querían que él la averiguara por sí mismo: su gemelo era irrecuperable, tenía que morir.
Aquella noche nadie durmió en Istar. Arreció la tempestad, que parecía dispuesta a destruirlo todo con su azote. Los gemidos del viento se asemejaban a aquéllos otros que, como heraldos de muerte, proferían los espíritus en las casas embrujadas, y su sonoro embate neutralizaba incluso el fragor de los truenos. Los relámpagos danzaban sobre las calles, los árboles se partían al recibir su fulminante contacto. El granizo, por su parte, rebotaba contra los muros de las edificaciones, arrancando ladrillos, rompiendo los más gruesos cristales y permitiendo que las ráfagas de aire y de lluvia penetrasen en los hogares cual salvajes conquistadores. Las inundaciones se propagaban por toda la urbe, los torrentes de agua arrastraban los puestos del mercado, las plataformas de los esclavos, los carros y carruajes.
Sin embargo, nadie resultó herido. Se diría que los dioses, en esta hora decisiva, habían extendido sus manos para proteger a los vivos, en espera de que escucharan su advertencia.
Al amanecer amainó el aguacero, y el mundo quedó envuelto en un profundo silencio. Las divinidades, sin atreverse apenas a respirar, se mantuvieron expectantes, alertas a un tenue llanto susceptible de salvar a Krynn.
Se elevó el sol en un cielo azul, acuoso. Ningún pájaro lo saludó con sus trinos, ninguna hoja crujió en la brisa matutina porque, simplemente, tal brisa no soplaba. Reinaba en el aire una mortífera quietud. El humo se alzaba desde los troncos socarrados en volutas que se encaramaban hacia las alturas, los desbordados riachuelos fueron absorbidos como si unas sofisticadas canalizaciones los devolvieran a su cauce. Los habitantes de la ciudad abandonaron sus casas cautelosos, contemplando incrédulos los nimios daños antes de recogerse en sus lechos, exhaustos tras varias noches de vigilia.
Pero había una persona en Istar que, contra todo pronóstico, había dormido pacíficamente. De hecho, fue la repentina calma lo que lo despertó.
Como él mismo solía relatar, Tasslehoff Burrfoot había conversado con los espíritus del Bosque Oscuro, se había enfrentado a numerosos dragones —volando a lomos de dos de ellos—, se había acercado al Robledal de Shoikan —el grado de proximidad aumentaba en cada nueva narración—, había roto uno de los Orbes y hasta fue el artífice de la derrota de la Reina de la Oscuridad —con un poco de ayuda—. Una ventisca, aunque alcanzase gigantescas proporciones, no había de espantarlo, ni mucho menos perturbar su sueño.
Fue sencillo apoderarse del ingenio mágico. Meneó la cabeza al pensar en lo orgulloso que debía sentirse Caramon por concebir tan perfecto escondrijo pero, aunque se abstuvo de comentarlo ante el hombretón, el doble fondo del baúl habría sido detectado por un kender de tres años.
Tas extrajo el artefacto del cofre y lo observó complacido, maravillado. Había olvidado cuan bello era, doblado sobre sí mismo hasta asumir la apariencia de un colgante ovalado, y se le antojó imposible que sus manos hubieran de transformarlo en un instrumento capaz de obrar prodigios.
Se apresuró a rememorar las instrucciones de Raistlin. El mago se las impartió días antes y lo obligó a aprenderlas, persuadido de que si las escribía, el kender perdería el papiro. Así, al menos, lo había manifestado con su habitual causticidad.
No eran complejas, las ordenó en su mente en cuestión de segundos.
Tu tiempo tuyo es,
aunque viajes por él.
Verás sus esferas, el camino,
en su eterno torbellino,
no obstruyas su fluir.
Aferra firme el final y el comienzo,
dales la vuelta sobre su centro,
y lo que está suelto podrás unir.
Sobre tu cabeza descansa el porvenir.
El objeto era tan hermoso que Tasslehoff habría permanecido largas horas admirándolo. Pero no podía permitirse la menor demora, así que lo guardó presuroso en uno de sus saquillos, recogió los otros —sólo por si encontraba algo digno de conservarlo—, se arropó en su capa y salió del circo, mientras pasaba revista a su última charla con Raistlin.
—Toma prestado el artilugio arcano la víspera del acontecimiento —le encomendó el hechicero—. La tempestad adquirirá una magnitud terrorífica, y a Caramon podría ocurrírsele partir antes de tiempo. Además, de ese modo te resultará más sencillo introducirte en la cripta secreta del Templo sin que nadie repare en ti. La turbonada cesará al alba del día señalado, será entonces cuando el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros se dirigirán en procesión hacia la cámara, donde el sumo mandatario presentará sus demandas a los dioses.
»Debes hallarte en la cripta y activar el ingenio en el instante en que el Príncipe enmudezca.
—¿Cómo lo detendrá? —aventuró el kender entusiasmado—. ¿Brotará de su seno un rayo de luz o algo parecido? ¿Se desmoronará inconsciente el eclesiástico?
—No —contestó el mago entre toses—, no abatirá al dignatario. Pero has acertado en lo de la luz.
—¿De verdad? —se asombró Tas—. ¡Es fantástico! Creo que me estoy perfeccionando en tu arte.
—Cierto —admitió Raistlin secamente—. Y ahora, deja que continúe en el punto donde me has interrumpido.
—Disculpa, no volverá a ocurrir. —El hombrecillo cerró la boca al percibir la fulgurante mirada del maestro.
—Debes entrar en la cripta secreta durante la noche. En la zona posterior del altar hay unos gruesos cortinajes, nadie te descubrirá si te ocultas tras ellos.
—Impediré el Cataclismo y regresaré sin tardanza junto a Caramon para contárselo. ¡Me convertiré en un héroe! —Calló unos segundos, asaltado por un pensamiento—. ¿Pero cómo puedo ser un héroe si conjuro un evento antes de que se produzca? ¿Cómo se sabrá que lo hice si no llega a suceder?
—Se sabrá —lo tranquilizó el mago.
—¿Estás seguro? —se obstinó el kender—. No lo comprendo. Pero supongo que estás ocupado y es mejor que me vaya. Cuando todo esto termine imagino que abandonarás Istar —apuntó, sintiéndose empujado hacia la puerta por la mano que Raistlin tenía apoyada en su espalda—. ¿Dónde dirigirás tus pasos?
—Donde me apetezca —fue la tajante contestación.
—¿Puedo acompañarte? —solicitó Tas ilusionado.
—No, te necesitarán en tu tiempo —declaró el nigromante con un extraño destello en sus ojos—. Debes cuidar de Caramon.
—Tienes razón, he de protegerlo.
Llegaron al umbral y Tas, indeciso, pidió una gracia a su oponente.
—¿Te importaría catapultarme a algún lugar, como hiciste la última vez?
Exhalando un paciente suspiro, Raistlin le concedió su deseo. El kender apareció junto a un estanque, con gran regocijo por su parte. Tuvo que reconocer que, cuando quería, el hechicero era muy gentil.
«Quizá sea por mi intervención providencial en este asunto. Se siente agradecido ante quien va a evitar el desastre, aunque no sabe expresarlo. De todas maneras, dudo que la gratitud tenga cabida en las criaturas perversas», pensó ingenuamente el kender.
Recapacitando sobre tan interesante idea, el hombrecillo vadeó la enfangada charca y regresó a la arena.
Retomó el hilo de tales cavilaciones cuando abandonó su alcoba la noche anterior al Cataclismo, pero los elementos enfurecidos se encargaron de romperlo. No había reparado en la intensidad de la tormenta y la violencia del huracán le dejó perplejo, ya que el fortísimo viento lo alzó literalmente en volandas y lo arrojó contra la tapia en el momento de salir. Tras hacer un alto para recuperar el resuello y asegurarse de no estar herido, emprendió su camino hacia el Templo con el ingenio sujeto en su mano.
Esta vez, ya prevenido, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse a los edificios, donde el viento no lo zarandearía a su antojo. Recorrer la ciudad en medio del caos resultó una experiencia enriquecedora. Pudo observar cómo un relámpago derribaba un árbol a escasa distancia, y comprendió lo que significaba la expresión «hacer astillas». Un poco más adelante calculó mal la profundidad del torrente que invadía la calzada y fue arrastrado por un auténtico rápido, una estupenda aventura si hubiera podido respirar, pero el hecho de estarse casi ahogando lo incomodaba. Al fin el curso de agua lo lanzó al interior de un callejón, donde logró incorporarse y proseguir el viaje.
Casi lamentó llegar al Templo después de vivir tantas emociones pero, consciente de su importante misión, atravesó raudo el jardín. Una vez en el interior del recinto, tal como Raistlin había augurado, el escurridizo kender se perdió en la confusión sin que nadie advirtiera su presencia. Los clérigos corrían de un lado a otro, achicando el agua que se filtraba por las fisuras de las ventanas, recogiendo cristales, encendiendo las antorchas apagadas o reconfortando a quienes no soportaban la prueba a la que los sometían las furias desencadenadas.
Ignoraba en qué ala del santuario se encontraba la cripta, mas nada podía gustarle más que merodear por lugares ignotos. Dos o tres horas más tarde, con sus bolsas repletas de tesoros, se internó en una estancia subterránea que respondía a la descripción de Raistlin en todos sus pormenores.
No la alumbraba ninguna tea, muestra palpable de que no pensaban utilizarla, pero el resplandor de los relámpagos a través de un ventanuco en el techo bastaba para que se revelasen a sus ojos el altar y las cortinas que mencionara el mago. Estaba fatigado, necesitaba descansar, así que inspeccionó someramente la cámara y, tras hallarla vacía, rodeó la tarima y asomó la cabeza entre los recios pliegues con la esperanza de descubrir alguna cueva secreta donde el Príncipe de los Sacerdotes celebrara sus rituales, vedados a los mortales.
Escudriñó el entorno y suspiró. No había nada que mereciese la pena, tan sólo un muro cubierto por los cortinajes. Se sentó detrás de éstos, extendió su capa para que se secara, deshizo su copete a fin de enjugar las gotas de lluvia y desprenderse del granizo y, bajo la exigua, intermitente luz, examinó los interesantes objetos que se habían caído «accidentalmente» en sus saquillos.
Al poco rato le pesaban tanto los párpados que apenas podía levantarlos, sus repetidos bostezos le causaban un molesto dolor en las mandíbulas. Arrebujándose en el suelo, se entregó al sueño sin dejar que le afectara el retumbar de los truenos. Dedicó su último pensamiento a Caramon, temía su cólera cuando reparara en su aparente fuga.
La calma vino a interrumpir su plácido reposo, un fenómeno en verdad sorprendente. ¿Por qué había de sobresaltarle el silencio? Y no fue éste el único enigma al que se enfrentó. Al principio tampoco reconoció la estrecha estancia.
No tardó en recordar. Estaba en la cripta secreta del Templo de Istar y hoy sobrevendría el Cataclismo, es decir, habría sobrevenido de no anticiparse él a la Historia, remodelándola. O, expresado de otro modo, era el día del Cataclismo sin Cataclismo, habría habido una hecatombe pero ésta no tendría lugar. Confundido por el galimatías que él mismo creaba, recapacitando que alterar el destino era un fastidio, Tas decidió investigar el motivo de aquella quietud.
Entonces se le ocurrió. Se habían cumplido las predicciones de Raistlin, la turbonada se había disipado tan misteriosamente como empezó. Se puso en pie, oteó el panorama desde las cortinas y, al otro lado de la cámara, vio los haces solares que, tímidos, traspasaban la angosta claraboya.
No tenía idea de la hora pero, a juzgar por el brillo, debía estar próximo el mediodía. La procesión se iniciaría pronto y jalonaría las dependencias del santuario, en un sinuoso trayecto. El Príncipe de los Sacerdotes, si sus noticias eran ciertas, había convocado a los dioses para el momento en que el sol alcanzara el cénit.
El kender pensaba en todo esto, cuando oyó un tañir de campanas sobre su cabeza, tan trepidante que su ruido le pareció más ensordecedor que el del trueno. Por un momento se preguntó si estaba condenado a vivir con un perenne zumbido resonando en sus tímpanos, mas se hizo el silencio en la torre y, de inmediato, murió el repiqueteo de sus sienes. Aliviado, se asomó de nuevo a la estancia para asegurarse de que nadie había acudido a ultimar los preparativos. ¡Cuál no sería su sorpresa al atisbar una sombra en la nave central!
Retrocedió y, dejando una mera rendija entre los pliegues, aplicó un ojo resuelto a no perderse nada. La figura tenía la cabeza inclinada, sus pasos eran lentos e inciertos. Hizo una pausa a fin de apoyarse en uno de los bancos de piedra que flanqueaban el altar, como si el cansancio le impidiera seguir, y se arrodilló en el suelo. Aunque le cubrían las albas vestiduras que portaban casi todos los moradores del Templo, Tas creyó advertir algo familiar en aquel ser, de modo que, tras constatar que el recién llegado no prestaba atención a los cortinajes, se arriesgó a ensanchar su campo de mira.
«¡Crysania! —susurró al reconocerla—. ¿Qué hace aquí antes de que arribe el cortejo?».
Un amargo desengaño atenazó su garganta. ¿Y si la sacerdotisa se proponía impedir el Cataclismo por su propia iniciativa? No, Raistlin lo había elegido a él, no debía sacar conclusiones precipitadas.
Más sosegado, espió los movimientos de la dama. Estaba hablando o quizás orando, era difícil adivinarlo. El kender tuvo que hacer un esfuerzo para no aproximarse y rogarle que alzara la voz. Se conformó, no obstante, con situarse lo mejor posible y aguzar el oído.
—Paladine, prudente dios del Bien eterno, escucha mi plegaria en este día trágico —murmuró quedamente Crysania—. Sé que no puedo evitar el suceso que se avecina, y que quizá sea tan sólo una flaqueza de mi fe cuestionar tus resoluciones, pero he de suplicarte que me ayudes a comprender. Si tengo que morir revélame el motivo, convénceme de que mi sacrificio será útil al mundo. Demuéstrame, te lo ruego, que no he fracasado en todos los cometidos que debía desempeñar en Istar.
»Permíteme que permanezca aquí, sin ser vista, para presenciar aquello que ningún mortal ostentó el privilegio de contemplar ni relatar: el encuentro del Príncipe con las divinidades. Es un hombre bondadoso, acaso en demasía. Mis creencias, las que creía más arraigadas, penden de un hilo —añadió, en un siseo tan tenue que Tas apenas distinguía sus palabras—. Necesito que justifiques ante mí tu terrible acción, aunque se trate de uno de tus inescrutables designios prometo acatar tu voluntad. Si tal es tu deseo, o mi sino, pereceré junto a quienes perdieron la fe en los auténticos dioses…
—No es ésa la expresión adecuada, Hija Venerable —la corrigió una voz surgida de la nada, tan imprevista que el kender casi cayó de bruces—. Di mejor que su fe en los dioses verdaderos fue sustituida por la esclavitud a los falsos, la riqueza, el poder, la ambición.
Crysania levantó la cabeza y emitió un grito ahogado que Tas coreó si bien fue el rostro de la mujer, no el refulgente contorno que se materializaba a su lado, lo que provocó su pasmo. Exhibía en sus rasgos la huella de varias noches en vela, los oscuros ojos se hundían en sus cuencas y le conferían un aire espectral. Su tez, demacrada, enmarcaba unos labios exangües, resecos, y su cabello, que no se había molestado en peinar, se enmarañaba como una negra telaraña en torno a aquel semblante que oteaba, entre alarmado y temeroso, a la fantasmal figura.
—¿Qu-quién eres? —balbuceó la dama.
—Me llamo Loralon, y he venido para llevarte conmigo. Los hados no han dictaminado que mueras, Crysania, eres la última sacerdotisa auténtica de Krynn y deseo ofrecerte que te unas a nosotros, a los clérigos que abandonaron el Templo días atrás.
—Loralon, el más respetable eclesiástico de Silvanesti —murmuró ella—. No puedo irme, todavía no —rehusó, después de estudiar a su oponente y desviar la mirada hacia el altar—. He de escuchar al Príncipe, despejar las incógnitas que me atormentan. —Su aparente firmeza contrastaba con su manera de retorcerse las manos.
—¿No entiendes ya lo suficiente? ¿Qué más buscas, Hija Venerable? —inquirió Loralon severo—. Por ejemplo, ¿qué sintió tu alma la pasada noche?
Crysania tragó saliva antes de susurrar, apartándose la melena de la faz:
—Humildad, sobrecogimiento. Todos experimentamos lo mismo en presencia del poder de las divinidades.
—¿Estás segura? —indagó el anciano, persistente—. ¿No te ha asaltado la envidia, el deseo de emularles? ¿No te gustaría alzarte a su mismo nivel?
—¡No! —vociferó la mujer, pese a que el rubor de sus pómulos desmentía tan tajante negativa.
—Acompáñame, Crysania —la instó el regio elfo—. La fe sincera no precisa demostraciones, pruebas tangibles para creer lo que el corazón juzga justo.
—Los mandatos de mi corazón no hallan eco en mi mente —repuso la sacerdotisa—. Son simples sombras, por eso debo palpar la verdad, penetrarla a plena luz. No, no he de partir. Me quedaré en la cámara y escucharé sus palabras. No me entregaré a unas divinidades a las que no puedo defender sin conocimiento de causa.
Loralon la examinó detenidamente, con más piedad que ira, y sentenció:
—Tú no penetras la verdad como presumes, te sitúas frente a su luminosa aureola y divisas una sombra, la tuya. No adquirirás la facultad de ver hasta que sean las tinieblas las que te cieguen, unas tinieblas infinitas. Adiós, Hija Venerable.
Tasslehoff pestañeó. ¡El anciano elfo se había evaporado! ¿Había visitado en realidad la cripta, o era producto de su imaginación? Vencido el inicial desconcierto el kender concluyó que él no podía haber inventado tan insondables frases. ¿Qué significaba el extraño parlamento que pronunció el clérigo antes de desaparecer? ¿Qué quiso decir Crysania al aseverar que había viajado en el tiempo para morir?
Su desazón no duró mucho, al rato recordó jubiloso que ambas dignidades ignoraban su proyecto de impedir el Cataclismo. Era lógico que Crysania se sintiera deprimida, que fuera víctima de tal extravío.
«Probablemente recobrará el ánimo cuando descubra que el mundo no va a ser devastado», reflexionó el hombrecillo.
En aquel momento percibió, en la distancia, un coro de voces que entonaban un salmo. ¡La procesión había salido del edificio central! En su alborozo escapó de sus labios una exclamación que, pese a sofocarla de inmediato cubriendo su boca con la mano, podría haberle delatado de no estar Crysania absorta en sus cábalas. Sometió a un último escrutinio a la dama que, ahora sentada, se convulsionaba al son de la música, como si ésta fuera una pócima dolorosa. El kender hubo de reconocer que, en efecto, las notas llegaban en una áspera discordancia, debido, tal vez, a la distancia. Sea como fuere, la sacerdotisa tenía la tez tan cenicienta que Tas se alarmó. Sin embargo, se sobrepuso a su desmayo, y el pequeño espía respiró al distinguir sus apretados labios, y el leve color que teñía sus pómulos.
—Pronto te restablecerás del todo —la reconfortó en un siseo inaudible, antes de agazaparse entre las cortinas y extraer de su bolsa el portentoso ingenio. Sentándose, se dispuso a esperar con el arcano artefacto en la mano.
La procesión se prolongó durante siglos, o al menos así se le antojó al kender. Se dijo entre bostezos que las misiones importantes eran ciertamente tediosas, a la vez que renacía su antigua inquietud de no ser valorado en su justa medida cuando todo hubiera concluido. Le habría gustado entretenerse jugando con aquel espléndido objeto, pero se había grabado en su memoria la orden de Raistlin de no manipularlo hasta el instante oportuno, de respetar sus directrices al pie de la letra, y tuvo que desistir. Tan seria había sido la expresión de sus ojos, tan fría su voz, que incluso traspasó la capa de despreocupación en que se envolvía Tas. En una actitud de obediencia insólita en él, el hombrecillo no se atrevía casi a moverse.
Cuando empezaba a desesperar, y su pie derecho perdía la sensibilidad, oyó un estallido de voces en el exterior de la estancia. Una brillante luz traspasó las cortinas y, pese a su esfuerzo de refrenar su curiosidad, Tasslehoff no pudo sustraerse a dar una rápida ojeada. Después de todo, nunca había visto al Príncipe de los Sacerdotes. Persuadido de que debía seguir con atención las evoluciones del mandatario, se asomó a la rendija que antes abriera.
—¡Por el gran Reorx! —exclamó, tan deslumbrado a causa de la luminosidad que hubo de poner la mano como visera sobre sus párpados.
Revivió la ocasión, hacía ya muchos lustros, en que intentó examinar el sol para discernir si era un gigante o una moneda de oro y, en este último caso, arrancarlo de la bóveda celeste. Permaneció tres días postrado con una venda en los ojos.
«¿Cómo lo hará?», se preguntó, aventurándose a posar la mirada en el cegador halo.
Penetró la resplandeciente nebulosa como hiciera con el astro, y le fue revelada la verdad. El sol era un coloso, el Príncipe tan sólo un hombre. El kender no experimentó la desolación que se adueñara de Crysania cuando, a través del falaz escudo, detectó a la criatura humana, acaso porque él no tenía ideas preconcebidas sobre su aspecto. Los miembros de su raza no se dejaban impresionar por nadie —excepción hecha de la zozobra que agitaba a Tas en presencia de Soth, el Caballero de la Muerte—, y tal fue el motivo de que apenas le sorprendió comprobar que el Sumo Sacerdote no era sino un mortal de mediana edad, con una incipiente calvicie y unos ojos azules tan desorbitados como los del ciervo que se enmaraña en un arbusto de espino. Más que asombro, sintió una cierta desilusión.
«Me he metido en un embrollo para nada. No salvaré a mis congéneres del Cataclismo, porque no habrá tal. Dudo que este hombre sea capaz de provocar la cólera de los dioses; yo no le arrojaría ni una tarta, así pues ¿cómo han de desplomar ellos una montaña ígnea?», recapacitó irritado.
Pero, no teniendo otro quehacer que lo reclamase, resolvió quedarse y esperar. Quizás aún se le brindaría la oportunidad de utilizar el ingenio mágico, algo había de suceder. Trató de distinguir a Crysania, ansioso por espiar sus reacciones, mas el halo que rodeaba al Príncipe era tan brillante que ensombrecía toda la estancia.
El mandatario avanzó hacia el altar despacio, oteando nervioso el panorama. Tas temió que atisbara a la sacerdotisa pero, bañado en su propia luz, pasó por alto su oscuro perfil. Al llegar frente al ara no hincó la rodilla, sino que meneó la cabeza disgustado y se mantuvo erguido.
Desde su privilegiado punto de mira, a la izquierda de la cripta, Tas pudo estudiar el desmitificado rostro del eclesiástico mientras, una vez más, aferraba el artilugio arcano. Su excitación fue en aumento al vislumbrar que el terror de los acuosos ojos azules se difuminaba tras una máscara de arrogancia.
—Paladine —bramó, y el kender tuvo la impresión de que conferenciaba con un subordinado—. Paladine, conoces la perversidad que me cerca, has sido testigo de las calamidades que han asolado Krynn en los últimos días. Sabes que esta malignidad va dirigida contra mí, pues soy el único que la combate, y no puedes por menos que admitir que tu doctrina de equilibrio no produce los resultados deseables.
La voz del Príncipe perdió la resonancia del clarín para asumir la delicadeza de una flauta.
—Comprendo que debías respetar estos postulados en los viejos tiempos, cuando la falta de fuerza te obligaba a pactar. Pero hoy me tienes a mí, tu brazo derecho, tu auténtico paladín en el mundo. Con nuestro poder combinado erradicaremos el Mal. ¡Destruye a los ogros, pon a raya a los descarriados humanos, asigna territorios lejanos a los enanos, los kenders y los gnomos, razas que por tu gusto nunca habrías creado!
«¡Esto es insultante! ¡Cuánto me gustaría lanzar un volcán sobre su cabeza!», se rebeló Tasslehoff para sus adentros.
—Reinaré glorioso, seré el artífice de una nueva era que rivalizará con la de los Sueños —propuso el mandatario en un crescendo, extendidos sus brazos—. Le otorgaste tal gracia a Huma, un caballero renegado de humilde cuna. Te pido, te exijo, Paladine, que me prestes tu poder a fin de aniquilar las sombras que se ciernen sobre nuestras tierras.
El Príncipe enmudeció, aguardando respuesta. También el hombrecillo se inmovilizó expectante, cerrados los dedos en torno al ingenio mágico.
Muda, implacable, la contestación impregnó el ambiente. Al sentirla en sus vísceras el kender fue preso de un pavor que nunca antes había experimentado, ni siquiera en la proximidad del Robledal de Shoikan o del caballero Soth. Temblando, desencajado, se arrodilló y bajó la cabeza para, en tan humilde postura, solicitar la misericordia del invisible hacedor. Oyó cómo, al otro lado del cortinaje, alguien coreaba sus incoherentes murmullos y comprendió que Crysania seguía en la cripta y, al igual que él, era consciente de la ira que les acechaba, más violenta que los truenos de la tempestad.
El Príncipe de los Sacerdotes no despegó los labios. Se limitó a alzar la vista hacia un cielo que no podía columbrar a través de los anchos salones, ni a través de los tejados del Templo… un cielo que, en realidad, nunca se ofrecería a su percepción a causa de la engañosa aureola tras la cual se parapetaba.
Una vez hubo decidido su curso de acción, Caramon se abandonó a un profundo sueño y, durante varias horas, lo acunó el tan necesario olvido. Se despertó de un respingo a sentir la proximidad de Raag que, inclinado sobre él, rompía sus cadenas.
—¿Vas a liberarme también de éstas? —preguntó el guerrero, alzando sus atadas muñecas.
El ogro meneó la cabeza en ademán negativo. Aunque no creía que Caramon fuera tan imprudente como para atacar a su secuaz desarmado, Arack había leído el mensaje de locura que destilaran las pupilas del hombretón la pasada noche y no quería correr riesgos.
Lo cierto era que el gladiador había reflexionado sobre la posibilidad de agredir a Raag, al igual que otras alternativas temerarias, pero al fin las rechazó todas. Lo primordial era permanecer vivo, al menos hasta asegurarse de que Raistlin había muerto. Después, ya nada importaría.
Pobre Tika, esperaría un día tras otro, tardaría en aceptar la idea de que su esposo nunca había de regresar a su lado.
—¡Muévete! —gruñó el ogro.
El aludido obedeció, y siguió al brutal individuo por las húmedas escaleras que conducían al rellano superior del subterráneo. Mientras caminaba intentó borrar a Tika de su pensamiento, sabedor de que podía debilitar su determinación. Raistlin tenía que perecer, no podía permitirse vacilaciones ahora que, quizá merced a los relámpagos de la víspera, se había iluminado una parte de su cerebro que yaciera en estado letárgico durante años. Se dibujaba en sus entrañas, con total claridad, la magnitud de la ambición de su hermano, su sed de poder. Había llegado el momento de dejar de buscar excusas a su conducta. Aunque le doliera debía reconocer que incluso Dalamar, el elfo oscuro, conocía al nigromante mejor que él, su gemelo.
El amor lo había cegado y, al parecer, lo mismo le había ocurrido a Crysania. Recordó una frase de Tanis según la cual nada malo brotaba de las obras dictadas por el amor, y él mismo respondió mediante uno de los postulados de Flint: para todo había una primera vez. Una primera y, también, una última.
Ignoraba cómo eliminaría a Raistlin, mas no le preocupaba en absoluto. Una extraña sensación de paz lo dominaba, pensaba con una claridad, una lógica, que lo abrumaban. Sabía que podía hacerlo, que ni siquiera el mago lograría impedirle que ejecutara sus designios pues el hechizo para desplazarse en el tiempo requeriría toda su concentración. Lo único susceptible de detenerle era la muerte. «Por eso, tengo que salvaguardar mi vida», recapacitó.
Se mantuvo inmóvil, sin agitar un músculo ni pronunciar una palabra, mientras Arack y Raag se afanaban en ajustarle la armadura.
—Me inquieta su actitud —murmuró el enano a su servidor durante la compleja operación de vestir al esclavo.
La tranquilidad, la ausencia de emociones que dimanaba del fornido humano inspiraban al suspicaz maestro de ceremonias un desasosiego mayor que si hubiera forcejeado como un animal enfurecido. El único instante en que Arack observó un atisbo de vida en el estoico semblante de Caramon fue cuando ciñó la daga a su cinto. El guerrero le lanzó una mirada de soslayo y, reconociendo el falso pertrecho como el objetivo inútil que era, esbozó una amarga sonrisa.
—Vigílalo —ordenó Arack a Raag—, debe estar alejado de los otros hasta que salgan a la arena.
El ogro asintió y guió a Caramon, maniatado, en pos de los pasillos donde los contendientes aguardaban su turno para entrar en liza. Kiiri y Pheragas estudiaron al hombretón al verlo aparecer. La nereida torció el labio y se volvió desdeñosa, pero la reacción del esclavo negro fue distinta. Tras enfrentarse a la postura digna del que fuera su compañero, a aquellos ojos en los que no se adivinaba una súplica, una invencible perplejidad se adueñó de él. Un consejo susurrado de la mujer lo obligó a desviar el rostro como ella hiciera, si bien el solitario guerrero advirtió que se encogía de hombros y balanceaba la cabeza inseguro, confundido.
Los repentinos clamores del público incitaron a Caramon a centrar su atención en las gradas. Era casi mediodía, y los Juegos debían iniciarse puntualmente a esta hora. El sol brillaba en el cielo y la muchedumbre, que después de varias noches de vigilia había podido conciliar el sueño aquel amanecer, exhibía un humor espléndido frente a una jornada lúdica que prometía ser emocionante. En primer lugar presenciarían unas luchas intrascendentes, destinadas a avivar su ansia de sangre, pero era el combate definitivo el que todos aguardaban excitados, la lid donde se designaría al campeón del año. De su desenlace dependía qué esclavo obtendría su libertad o, en el caso del Minotauro Rojo, si podría retirarse con riquezas suficientes para llevar una holgada existencia.
Arack, artero por naturaleza, se ocupó de que las confrontaciones preliminares fueran livianas, incluso cómicas. Había reunido para la ocasión a unos enanos gully y, tras darles armas auténticas que no sabían utilizar, los envió a la plataforma. Sus evoluciones deleitaron a la concurrencia, que rió hasta las lágrimas al verlos tropezar con sus propias espadas, acometer a sus rivales en agresivos estoques o dar media vuelta y emprender, despavoridos, la huida. Como cabía esperar, sin embargo, la audiencia no disfrutó tanto de la farsa como los enanos mismos, quienes acabaron abandonando sus fútiles pertrechos a fin de enzarzarse en una batalla en el fango. Hubo que separarlos por la fuerza y arrastrarlos al subterráneo.
El gentío aplaudió, pero pronto empezó a patear en una impaciente, aunque jocosa, demanda de la atracción principal. Arack permitió que sus protestas se prolongaran durante unos minutos ya que, acostumbrado al espectáculo, sabía que así se caldearían los ánimos. Y acertó. Al poco rato las gradas vibraban bajo el peso de aquella muchedumbre que gritaba, jaleaba a unos actores aún invisibles y cantaba desaforada.
Fue este el motivo de que nadie reparara en el primer temblor de tierra. Caramon, en cambio, sí lo sintió, con tal intensidad que se le hizo un nudo en el estómago al constatar que el suelo rugía bajo sus pies. Lo asaltó el miedo, no a la muerte, sino a que le sobreviniera antes de cumplir su objetivo. Dirigiendo una anhelante mirada al cielo, trató de evocar todas las leyendas que había oído contar sobre el Cataclismo. Había de producirse, a tenor de tales relatos, a media tarde, mas una serie de terremotos, erupciones volcánicas y desastres naturales, que se manifestarían en toda la superficie de Krynn, precederían al estallido de la montaña ígnea. Cuando eso sucediera la ciudad de Istar se hundiría, sin remedio, en simas abismales; y el océano se apresuraría a cerrarse sobre ella.
El guerrero visualizó el naufragio de la malhadada urbe, los restos de su esplendor tal como los descubriera, en un pasado que ahora era futuro por haber retrocedido en el tiempo, al quedar atrapada la nave en la que viajaba en el remolino del Mar Sangriento. Los elfos acuáticos los habían rescatado entonces, pero no había salvación posible para los actuales moradores de Istar. Una vez más, vislumbró con el pensamiento los torturados edificios. Su alma sufrió un espasmo de terror, y comprendió que se había obstinado en conjurar tal imagen en las últimas semanas.
«Nunca creí que fuera a suceder. Me restan unas horas, muy pocas. ¡Tengo que salir de aquí y encontrar a Raistlin!», se confesó, tan tembloroso como la tierra.
Se apaciguó al recordar a su hermano, consciente de que éste lo aguardaba. Lo necesitaba, a él o a un guerrero adiestrado, de modo que le sobraba tiempo para vencer y darle alcance o, por el contrario, para perder y ser sustituido.
Fortaleció esta convicción el hecho de que, tan súbitamente como se había iniciado, cesó el retumbo en el subsuelo. Aliviado, oyó cómo Arack anunciaba en el centro de la arena el combate decisivo.
—Damas y caballeros, estos combatientes antes luchaban formando equipo, el mejor que hemos podido contemplar durante años —vociferó el enano—. En numerosas ocasiones arriesgaron sus vidas para salvar al compañero, todos habéis asistido a sus demostraciones de amistad. Pero hoy son enconados enemigos, querido público, pues cuando la libertad, la riqueza o el orgullo del triunfo están en juego, el amor queda relegado a un segundo plano. Cada uno de ellos pondrá sus habilidades al servicio de la supervivencia, así será como han de enfrentarse Kiiri, la Nereida, Pheragas de Ergoth, Caramon, el Vencedor y el Minotauro Rojo. Ninguno abandonará la arena si no es con los pies por delante.
Los presentes prorrumpieron en vítores ya que, aunque sabían que se trataba de una mera representación, querían imbuirse de su falaz autenticidad. Arreciaron las aclamaciones al aparecer en escena el minotauro con su faz animal tan desdeñosa como de costumbre. Kiiri y Pheragas espiaron su tridente y, en una reacción instintiva, los dedos de la mujer se cerraron en torno a la empuñadura de su daga.
Un nuevo temblor sacudió la tierra. Caramon lo percibió, mas no pudo cavilar sobre el fenómeno porque Arack había pronunciado su nombre y tuvo que saltar a la arena.
Tasslehoff notó los primeros temblores y, al principio, creyó que eran tan sólo fruto de su imaginación, del temor a la ira invisible que se desplegaba sobre sus cabezas. No obstante, vio ondear las cortinas y constató que había llegado la hora de la verdad.
«¡Activa el ingenio!», le ordenó una voz en su cerebro. Trémulas las manos, fijos los ojos en el colgante, el kender repitió las instrucciones.
—Veamos —recapituló—. «Tu tiempo tuyo es…», así que he de volver la faceta plana hacia mí. «Aunque viajes por él…», significa que he de mover una pieza de derecha a izquierda, supongo que ésta. Bien, sigamos. «Verás sus esferas, el camino…», se refiere a la placa que debo doblar sobre sí misma para formar dos discos comunicados por cilindros… ¡Funciona, la parte posterior cede! —Tras una breve pausa continuó, muy excitado—. «En su eterno torbellino…» alude a la operación de hacer girar la base en sentido contrario a las manecillas del reloj, y «no obstruyas su fluir…» a la necesidad de que la cadena no se enrede. ¿Cómo lograrlo? Ya lo tengo, el colgante ha de rotar de abajo hacia arriba. Exacto, vamos a por el próximo versículo. «Aferra firme el final y el comienzo…» es una señal clara, sujetaré los discos en sus extremos. «Dales la vuelta sobre su centro…», eso es fácil, «y lo que está suelto podrás unir…». ¿De qué modo? Ya lo entiendo, la cadena se enrolla alrededor del cuerpo principal. ¡Es fantástico, todo se acopla tal como describen las indicaciones de Raistlin! La última rezaba: «Sobre tu cabeza descansa el porvenir», de modo que alzaré el objeto y… ¡Un momento, algo no encaja! He cometido un error, esto no debería ocurrir.
Una diminuta pieza se había desprendido del artefacto, golpeando a Tas en la nariz. Sucedió a ésta otra, y otra más, hasta que el desazonado kender se halló bajo una lluvia de gemas multicolores.
Escudriñó el arcano ingenio que tenía suspendido en el aire y, desconcertado, se afanó en manipular sus moldeables fragmentos. Esta vez la fina lluvia se convirtió en un auténtico chaparrón de alhajas, que cayeron al suelo en un sonoro repiqueteo.
El kender no abrigaba una total certeza, pero estaba persuadido de que no era éste el resultado correcto. «De todos modos, con las zarandajas de los magos nunca se sabe», se dijo. Apaciguado por tal reflexión, contuvo el resuello y esperó que surgiera la luz.
De pronto, el suelo se encrespó, abultándose en una sólida ola que le hizo perder el equilibrio. Tan violento fue el embate, que el hombrecillo salió despedido entre los cortinajes y aterrizó, de bruces, delante del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, y contra todo pronóstico, el mandatario no se percató de nada, no vio su rostro ceniciento. Estaba demasiado absorto en la contemplación de su entorno, en examinar con embeleso el revoloteo de sus propios ropajes y las resquebrajaduras que surcaban el marmóreo altar. Sonriendo para sus adentros, envuelto en una egregia serenidad hija de su convicción de hallarse frente a una muestra de la aquiescencia de los dioses a sus demandas, se alejó de la maltrecha ara para recorrer la nave central, entre los oscilantes bancos, y encaminarse a la parte del Templo donde estaban situadas sus dependencias.
—¡No! —gimió Tas, perdido el control del artilugio mágico.
En aquel momento, los tubos que ensamblaban los dos extremos del cetro se separaron en sus manos y la cadena se deslizó de sus dedos. Despacio, temblando al ritmo del suelo sobre el que todavía yacía, se puso en pie a duras penas. En su palma sujetaba las piezas rotas del ingenio.
—¿Qué he hecho mal? —se desesperó—. He seguido las instrucciones de Raistlin con perfecta meticulosidad.
Y entonces lo comprendió todo. Las lágrimas, que asomarón a sus ojos sin que atinara a contenerlas, nublaron las fragmentadas partes del objeto.
—Fue tan amable conmigo —balbuceó—. Me hizo repetir los versos una vez y otra, según él para asegurarse de que no me equivocaría.
Entrecerró los párpados, deseoso de hallar, cuando los levantara de nuevo, los vestigios de una pesadilla. Lo hizo, mas no fue así.
—Aprendí las instrucciones correctamente —insistió—. ¡He caído en su trampa, su intención era que lo desarticulase! ¿Y por qué? ¿Acaso pretende dejarnos atrapados en el pasado, causar nuestra muerte? No puede ser, los magos de la Torre afirmaron que necesita a Crysania. Claro, ella es la clave.
Giró sobre sus talones y llamó a la sacerdotisa, sin obtener respuesta. Perdida la mirada en el infinito, inmóvil a pesar de las sacudidas que agitaban sus rodillas puestas en tierra, Crysania exhibía en sus ojos un fulgor fantasmal, interno. Tenía las manos enlazadas como si rezase, pero la manera en que se apretaban una contra otra, tanto que los dedos habían adquirido un tono purpúreo y los nudillos se habían tornado blancos, denotaba que no era tal la actividad a la que estaba entregada.
Un quedo aliento escapaba entre sus dientes, si bien el kender nada podía oír de lo que murmuraba.
Introduciéndose tras los cortinajes, Tas recogió algunas de las gemas esparcidas del ingenio antes de volver al altar y, una vez allí, recuperar la cadena, que estaba a punto de desaparecer en una fisura del suelo. Lo embutió todo en su saquillo, cerró éste a conciencia y, tras dar una última ojeada, se aproximó al lugar de la cripta donde se hallaba la eclesiástica.
—Crysania —susurró. Detestaba molestarla, pero la situación era crítica.— ¿Crysania? —repitió a la vez que se plantaba frente a ella, pues era evidente que todavía no se había percatado de que tenía compañía. Como no reaccionaba, el kender optó por leer el movimiento de sus labios y averiguar así el motivo de su ensimismamiento.
—Me ha sido revelado su error —mascullaba—, ahora sé que quizá los dioses me otorgarán un día lo que a él le han negado.
Respiró hondo y bajó la cabeza, antes de añadir:
—¡Gracias, Paladine!
El kender la oyó entonar un fervoroso cántico y, sin apenas intervalo, la sacerdotisa se incorporó. Tras observar sorprendida los objetos de la cripta, que pululaban en una mortífera danza, sus ojos se fijaron en el vacío, por encima de Tas.
—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.
La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.
—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.
Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.
Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.
Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.
También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.
—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.
Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.
—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.
Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.
—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.
Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.
—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.
El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.
—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.
—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.
Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.
Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.
Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.
Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.
Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.
El fornido humano respiró hondo y, sujetando a Kiiri entre sus brazos, la levantó con todas sus fuerzas para arrojarla contra Pheragas. Ambos gladiadores se desmoronaron en un amasijo sobre la plataforma al cogerles desprevenidos su agresión.
Tras cerciorarse de que, en su aturdimiento, ninguno de ellos había de presentarle batalla, Caramon tomó impulso y se lanzó cual un ariete hacia el ogro, hundiendo su cabeza en el estómago del adversario con toda la energía que le conferían sus meses de entrenamiento. Semejante impacto habría matado a cualquier criatura normal, pero a Raag tan sólo le dejó sin resuello. La arremetida los había estrellado a ambos contra el muro.
Mientras su oponente luchaba para recuperar el aliento, el guerrero se abalanzó sobre su maza a fin de arrebatársela mas, cuando la desprendía de su manaza, el atacado emitió un aullido de rabia y le asestó un certero golpe debajo de la barbilla. Caramon, que no estaba preparado para recibir su puño, salió catapultado y fue a aterrizar sobre la arena.
Al principio no vio sino un torbellino de cielo y tierra. Abrumado bajo un vértigo irrefrenable, cerró los ojos si bien, por fortuna, su instinto de luchador lo instigó a rodar sobre sí mismo en el instante en que el tridente del minotauro descargaba su peso donde segundos antes se hallara su brazo. Oyó un gruñido animal, y comprendió que la rabia de aquel engreído iba en aumento tras la fallida intentona.
Logró incorporarse, a la vez que agitaba la cabeza a fin de despejarla, pero sabía que no eludiría el segundo ataque de la fiera. Sin embargo, se produjo un hecho inesperado. Una figura negra se interpuso entre su cuerpo y el Minotauro Rojo, el plateado acero de una espada rechazó al tridente que se disponía a acabar con la vida de Caramon. El guerrero retrocedió torpemente y sintió el contacto de unas frías manos, las de Kiiri, posadas en su cinto.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer.
—¡Necesito un arma! —consiguió balbucear el humano, aún mareado tras el colosal golpe que le propinara el ogro.
—Toma la mía —ofreció Kiiri, depositando una daga en su palma—. Pero antes, descansa. Yo me ocuparé de Raag.
El macilento individuo, dominado por la excitación de la batalla, cargaba contra ellos con la mandíbula abierta.
—¡Úsala tú! —empezó a protestar Caramon, mas la mujer rechazó el pertrecho y le contestó, sonriente:
—Calla y observa.
Pronunció entonces unas frases ininteligibles que el hombretón asoció con el lenguaje de la magia, aunque éstas tenían un acento casi elfo.
De pronto, se desvaneció la mujer y ocupó su lugar una gigantesca osa. Caramon ahogó una exclamación, incapaz de adivinar lo sucedido, si bien recordó que Kiiri era una nereida, del grupo de las sirenas, y por consiguiente poseía el don de mudar su identidad.
Irguiéndose sobre sus patas traseras, la osa se enfrentó al descomunal ogro que se había detenido con los ojos desorbitados. Kiiri lanzó un rugido de cólera y, al hacerlo, dejó al descubierto sus refulgentes colmillos. El sol reverberó en su zarpa cuando hundió sus afiladas uñas de un ágil sesgo en la frente del paralizado Raag.
Brotó la amarillenta sangre a través de los hondos arañazos y el herido gimió de dolor, cegado por la masa de savia coagulada que cubría sus cuencas oculares. Sin desaprovechar la ocasión, la osa se abalanzó sobre su víctima y ambos adversarios se revolvieron en una masa informe de pelambre y piel desteñida.
El gentío, que al principio se entusiasmó, comprendió ahora que la lid no era una farsa. Se trataba de una confrontación auténtica, alguien iba a morir. Tras unos momentos de paralizado silencio, se oyeron algunos vítores aislados hasta que, todos al unísono, prorrumpieron en ensordecedoras ovaciones.
Caramon no tardó en olvidar a la audiencia, atento a su oportunidad de escapar. Sólo el enano bloqueaba la salida y, consciente del miedo que su grotesca faz rezumaba, el gladiador supuso que no le resultaría difícil escabullirse.
Oyó un gruñido de satisfacción procedente del minotauro, que dio al traste con su plan. En efecto, tal como temía, Pheragas había sido abatido y, encorvado sobre sí mismo, agarraba el extremo romo del tridente para evitar el ataque definitivo. Su rival invirtió la trayectoria del arma y, dueño de sus movimientos, se aprestó a rematar al caído, pero en ese instante Caramon emitió un sonoro aullido, atrayendo de inmediato la atención del feroz animal.
El Minotauro Rojo aceptó el desafío, esbozada una siniestra mueca en sus rojizas facciones, más aún al constatar que su rival blandía una insignificante daga. Se arrojó contra el humano, resuelto a zanjar sin demora la desigual pugna, pero el guerrero lo esquivó hábilmente, y consiguió propinarle un puntapié en la rodilla. Fue una acometida lacerante, que hizo tropezar al agredido y desplomarse en la arena.
Sabedor de que permanecería unos minutos fuera de combate, Caramon corrió en pos de Pheragas. El esclavo negro se sujetaba el vientre con ambas manos en medio de una terrible agonía.
—Vamos —lo reprendió, a la vez que le prestaba el apoyo de su robusto brazo—. He visto en numerosas ocasiones cómo, después de recibir varios golpes como éste, te incorporabas y engullías una cena pantagruélica.
No obtuvo respuesta. El cuerpo de Pheragas se revolvía en violentas convulsiones, su brillante tez negra estaba bañada en sudor. Al examinarle de cerca, el hombretón descubrió los tres surcos sanguinolentos que el tridente había abierto en su pecho.
Al reparar en la expresión aterrorizada de su amigo, el herido supo que éste comprendía su fin inminente. Temblando a causa del veneno que circulaba por sus venas, hizo un esfuerzo para ponerse de rodillas. Sin embargo, no logró sostenerse y se dejó caer cuan largo era.
—Utiliza mi espada. ¡Apresúrate, necio! —urgió a su solícito compañero.
El motivo de su apremio era que el minotauro se disponía a reanudar la liza, entre iracundos bramidos. Caramon sólo vaciló unos segundos antes de empuñar el arma que el moribundo le brindaba.
Un espasmo de Pheragas, quizá un estertor, despertó la sed de venganza en las entrañas del guerrero. Dio media vuelta, justo a tiempo para frustrar la arremetida de su feroz oponente, y tomó posiciones. Pese a que cojeaba ostensiblemente, anidaba en el animal una gran energía que compensaba su dolorosa herida y, además, sabía que le bastaba con inocular una gota de ponzoña en su víctima mientras que ésta, en inferioridad de condiciones, debía abrirse camino a través de su tridente si quería clavarle la espada.
Sin precipitarse, los contrincantes trazaron círculos uno frente a otro en busca de un descuido que les permitiera arremeter. Caramon apenas oía al público, los pateos y silbidos que arrancaba en las gradas la visión de la sangre. Tampoco pensaba en huir, pues ni siquiera sabía dónde estaba. Tan sólo obedecía al dictado de sus instintos: pelear y, a ser posible, matar.
Aguardó paciente. Los minotauros tenían un punto flaco, tales fueron las enseñanzas de Pheragas. Creyéndose superiores a las otras criaturas, solían infravalorar a sus adversarios y acababan por cometer errores, que había que aprovechar. El hombretón leía en los ojos de su rival, era consciente de su cólera, del ultraje al que le había sometido al derribarlo, de su ansia por eliminar a aquel ser vulgar que osaba ponerle en ridículo.
En su mutuo tanteo se acercaron al lugar donde Kiiri seguía enzarzada en una cruenta lucha con Raag, a juzgar por los alaridos que profería el ogro y que Caramon no dejó de percibir. Alerta al parecer a las evoluciones de la osa, el gladiador resbaló en un charco de sangre amarillenta, viscosa. Exultante de júbilo, el minotauro corrió a ensartarle en su arma.
Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.
Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.
Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.
También Kiiri se derrumbó, debilitada por la copiosa sangre que manaba de su herida. Aunque la muchedumbre repetía en una estruendosa batahola el nombre de Caramon, éste se hallaba tan sólo pendiente del luctuoso espectáculo que lo rodeaba. Tomó en sus brazos a la nereida, que había abandonado su mágica forma para volver a ser su compañera, y la estrechó contra el pecho.
—Has vencido —le susurró—. Eres libre.
La mujer lo miró y sonrió, antes de que sus ojos se abrieran para dejar escapar la vida. Sus pupilas se fijaron en el cielo de un modo casi expectante, o así se le antojó al gladiador, como si al fin comprendiera que la hecatombe estaba próxima.
Depositando suavemente su cuerpo exánime en la arena, Caramon se puso en pie y vio paralizarse a Pheragas tras expulsar un último hálito.
«Pagarás por lo que has hecho, hermano», masculló con el corazón en un puño.
Percibió un ruido tras él, un murmullo semejante al rugido del mar antes de la tormenta. Desazonado, el guerrero aferró su espada y se preparó para combatir a cualquier enemigo que quisiera retarlo. No había tal, sin embargo, eran los otros gladiadores quienes se acercaban y, al vislumbrar el rostro desencajado del hombretón, se apartaban uno tras otro a fin de franquearle el paso.
Al observarlos, Caramon supo que era libre. Libre de encontrar a su hermano, de acabar con su maléfica existencia. Desnuda su alma de emociones, perdido el miedo a la muerte, respiró el aroma de sangre que se adhería a sus vías olfativas y le invadió la fragante locura de la batalla.
Con la venganza por único aliado, comenzó a descender la escalera del subterráneo en el instante en que un nuevo terremoto, heraldo de destrucción, azotaba la ciudad de Istar.
Crysania no vio ni oyó a Tasslehoff. Poblaba su mente un torbellino multicolor que se arremolinaba en sus profundidades, refulgiendo con los destellos de un millar de joyas intangibles. Ahora sabía que, si Paladine la había mandado al pasado, no era para reivindicar la memoria del Príncipe de los Sacerdotes sino para que aprendiera de sus errores. Y, en su fuero interno, era consciente de haber asimilado la lección. Invocaría a los dioses y éstos responderían, otorgándole poder. La negrura se había rasgado, había liberado a una criatura nueva que, fuera de su concha, estalló bajo la luz del sol.
Tuvo una visión en la que se le apareció su propia imagen blandiendo el Medallón de Paladine, ardiente su superficie de platino. Con la otra mano hacía señal de acercarse a las legiones de creyentes, los cuales se congregaban en su derredor embelesados, deseosos de que los condujera a un país de indescriptible belleza.
Aún no poseía la llave que le permitiría desatrancar el portal, y era ostensible que el prodigio no se obraría en un lugar donde la ira de las divinidades neutralizaba cualquier avance. ¿Cómo hallar esa llave, cómo dar con el vedado acceso? Los danzantes colores le mareaban, le impedían reflexionar. Intentaba desembarazarse de su obcecación cuando, de pronto, sintió que unas manos agarraban su túnica y una voz susurró en su oído el nombre de Raistlin, sucedido por unas palabras que se perdieron en el abismo.
Tuvo aquel siseo la virtud de despejar las incógnitas. Se desvaneció el torbellino, al igual que la luz, y quedó envuelta en una penumbra tranquila, reconfortante.
«Raistlin trató de decírmelo», musitó.
Las manos seguían prendidas de sus vestiduras. Con aire ausente, se deshizo de ellas mientras se repetía que Raistlin la llevaría al portal y la ayudaría a encontrar la llave. «El Mal se vuelve contra sí mismo», solía afirmar Elistan y, en efecto, el nigromante le prestaría su concurso sin proponérselo. El alma de la sacerdotisa entonó un cántico en honor a Paladine, un salmo que preconizaba el futuro: «Cuando regrese con la benignidad en la mano, cuando la perversidad del mundo haya sido derrotada, Raistlin verá mi poder y se iluminará su fe dormida».
—¡Crysania!
El suelo se agitó bajo sus pies, mas ni siquiera se percató. Una voz tenue, quebrada por la tos, había pronunciado su nombre.
—Crysania —la llamó de nuevo en aquel timbre familiar—. Queda poco tiempo, apresúrate.
Al reconocer el carraspeo del mago, la dama lo buscó enloquecida. No distinguió ninguna presencia, y recapacitó que era su mente la que hablaba.
—Raistlin —contestó—, te he oído. Acudiré sin demora.
Dando media vuelta, recorrió la nave de la cripta en dirección hacia el ala central del Templo. El grito del kender cayó en el vacío.
«¿Raistlin?», se preguntó Tasslehoff desconcertado.
Examinó el desierto entorno, y llegó la inspiración. ¡Crysania iba en busca del hechicero! De algún modo, a través de la magia, él la había llamado y la sacerdotisa corría a su encuentro. Seguro de haber acertado, abandonó la secreta cámara en pos de la dama. Ella obligaría a Raistlin a recomponer el ingenio.
Ya en el pasillo vecino a la cripta, no le costó ningún esfuerzo atisbar a Crysania, si bien le dio un vuelco el corazón al constatar la distancia que los separaba. La Hija Venerable avanzaba tan deprisa que casi había alcanzado el muro donde moría el túnel.
Tras comprobar que los fragmentos del artefacto estaban a salvo en su saquillo, Tas emprendió carrera para no quedar rezagado. Resolvió vigilar en todo momento los ondulantes pliegues de su vestido, mas éstos no tardaron en deslizarse por un recodo.
El kender corrió a un ritmo vertiginoso, como no lo había hecho ni en la ocasión en que imaginó que los espíritus del Robledal de Shoikan pretendían engullirlo. El copete se bamboleaba sobre su cabeza, sus bolsas danzaban tan salvajemente que su contenido salía expelido y dejaba a su espalda un rastro de anillos, brazaletes y otros tesoros.
Cerrados los dedos en torno al saquillo donde yacían las piezas del ingenio, llegó al final del pasillo y, en su desenfrenado impulso, se estrelló contra la pared. El corazón, que hasta entonces saltaba en su pecho, pareció desplomarse a sus pies con un ruido sordo. No podía permitirlo, debía interrumpir aquel pálpito que le producía náuseas.
La sala que se abría, una vez salvado el recodo, estaba atestada de clérigos. ¿Cómo distinguiría a Crysania? Por fortuna, su propia carrera la delató. Estaba en medio de la estancia, centelleante su negro cabello bajo las antorchas, y los eclesiásticos se giraban a su paso para interrogarla sobre la causa de su precipitación.
Tas se sintió aliviado al constatar que la sacerdotisa había aminorado la marcha, incapaz de mantenerla entre el apretado gentío. El kender salvó también los corrillos que se interponían en su camino, ignorando los gritos iracundos de sus miembros y esquivando múltiples pares de garras extendidas.
—¡Crysania! —vociferó desesperado.
Aumentó la afluencia de clérigos y el ajetreo de aquellas criaturas que se afanaban en hallar una explicación a los temblores. ¿Qué podían presagiar?
Crysania tuvo que detenerse más de una vez a fin de apartar a la apiñada muchedumbre. Acababa de desembarazarse del último obstáculo cuando surgió Quarath de un pasillo lateral, llamando al Príncipe. La sacerdotisa, en su ímpetu, no lo vio y tropezó contra él. El clérigo hubo de sujetarla para que no cayera.
—Cálmate, querida —le rogó, convencido de que era víctima de la histeria general.
—¡Suéltame! —le ordenó Crysania al sentirse zarandeada.
—¡El pánico la ha enajenado! Ayudadme a sostenerla —pidió Quarath a unos clérigos cercanos.
De pronto, a Tas le asaltó la idea de que Crysania, en verdad ofrecía el aspecto de una demente. Pudo examinar su rostro al aproximarse, su cabello enmarañado, el color ceniciento que habían adquirido sus ojos, los pómulos congestionados por el esfuerzo. Rodeada de una nebulosa, ninguna voz penetraba sus tímpanos salvo, quizá, la de Raistlin.
Varios clérigos la agarraron, obedientes a la orden de Quarath. Lanzando incoherentes alaridos, la sacerdotisa forcejeó con la energía que le daba la desesperación y, en algún momento, estuvo a punto de escapar. Su alba túnica se rasgó entre las manos de quienes intentaban retenerla, y Tas creyó advertir sanguinolentos arañazos en la faz de sus aprehensores. Decidió abalanzarse sobre el más tenaz y golpearlo en la cabeza para ayudarla, mas lo cegó una repentina luz que paralizó a todos los presentes, incluida Crysania.
En medio de aquella inmovilidad, lo único que oía Tas eran los jadeos de la dama y de cuantos habían tratado de refrenarla. Transcurridos unos segundos, sin embargo, se elevó una voz.
—Los dioses se aproximan —anunció un acento musical surgido del resplandor—, porque yo los he invocado.
El suelo en el que se apoyaban trazó una sinuosa curvatura y el kender, en su cresta, voló por el aire ligero como una pluma. En el instante en que se posaba de nuevo un segundo bombeo interrumpió su trayectoria, recibiendo el hombrecillo un impacto tal que quedó sin resuello.
Se produjo entonces una explosión en la que el polvo, los cristales y las astillas de los muebles se entremezclaron con los gritos despavoridos de los clérigos. Tas no atinó sino a luchar para recobrar el aliento, permaneció acostado en la marmórea superficie que se agitaba bajo su vientre. Contempló inerme cómo las columnas se derrumbaban, los muros se separaban en hondas grietas y las vigas, al caer despedazadas, aplastaban a toda criatura viviente que, en su estupor, no lograba esquivarlas.
El Templo de Istar sucumbía a una terrible destrucción.
Arrastrándose sobre sus miembros, Tasslehoff intentó acercarse a Crysania para no perderla de vista. La eclesiástica parecía ajena al caos y, al soltarla sus aterrorizados colegas, reanudó su periplo por las dependencias del santuario atenta, tan sólo, a la voz de Raistlin. Quarath, resuelto a detenerla, se lanzó tras ella, pero en el momento en que la asía se desprendió el fuste de un enorme pilar y se desplomó entre ambos.
Tas contuvo la respiración. Por un instante el polvo que levantaban los escombros envolvió la sala, mas cuando se disipó el kender pudo constatar las consecuencias del accidente. Quarath yacía en una masa informe mientras Crysania, ilesa a juzgar por su actitud, observaba al elfo, cuya sangre había salpicado su blanca túnica.
La llamó por enésima vez, y por enésima vez ella no le oyó. A trompicones, con paso inseguro, sorteó los escollos y se encaminó hacia el lugar donde el hechicero la requería con creciente premura.
Incorporándose, magullado su cuerpo, el hombrecillo ignoró el dolor y la siguió. Después de salir de la estancia oteó el horizonte, y vislumbró el borde de una vestidura que, doblando una esquina de la estancia, iniciaba el descenso de un tramo de escaleras. Aunque sabía que no podía demorarse, la curiosidad lo impulsó a espiar lo que ocurría a su espalda.
La brillante luz todavía inundaba la sala, perfilando los cuerpos de los muertos y los postrados. Las fisuras, la polvareda, se intensificaron y, en tan dantesca confusión, la voz hablaba inmutable, si bien se había esfumado su musicalidad. Los sonidos que emitía eran chillones, discordantes.
—Los dioses se aproximan…
Fuera del circo, en las calles de Istar, Caramon se debatía para acudir, al igual que Crysania, al lado de Raistlin. Pero la voz del mago no lo llamaba, lo que el guerrero oía eran los murmullos que percibiese en el seno materno, un timbre familiar que lo delataba como su gemelo, como el ser con quien compartía su sangre.
No prestó atención a los gemidos de los moribundos, a las súplicas de aquellos que habían quedado atrapados. No lo inquietaban los edificios que se derrumbaban a su alrededor, las rocas que rodaban por las avenidas, arrastrándolo casi. Sangraban sus brazos y su torso y tenía numerosos cortes en las piernas.
El gladiador no se detuvo, ni siquiera sintió el dolor. Encaramándose a los montones de piedras fragmentadas, alzando enormes vigas para apartarlas de su camino, atravesó la ruinosa Istar en dirección al Templo, que reverberaba bajo los declinantes rayos solares. Portaba en su mano una espada manchada de sangre.
Tasslehoff siguió a Crysania hasta las entrañas de la tierra, o así se lo pareció en el curso de su inacabable descenso. Ignoraba que existieran tales reductos en el interior del Templo, y se preguntó cómo había podido pasarlos por alto en su continuo deambular. También le extrañaba que la sacerdotisa los conociera, que traspasara puertas secretas invisibles incluso para su aguda percepción de kender.
Se mitigó el terremoto, aunque sus efectos se hicieron sentir unos segundos en la mole antes de que reinara, de nuevo, el silencio. En el exterior anidaba la muerte, en las ocultas escaleras prevalecía la paz. Tas tuvo la sensación de que el mundo contenía el aliento, a la espera de peores sucesos.
En aquellas simas misteriosas no se apreciaban daños importantes, quizá por hallarse resguardadas de la intemperie. El polvo enrarecía el ambiente, dificultando la respiración, y alguna que otra hendidura surcaba los muros, coreada por la caída de las antorchas a ellos adosadas. Pero la mayor parte de las teas ardían sobre sus pedestales y sus llamas, incandescentes, imprimían un halo fantasmal en los brumosos corredores.
Crysania, sin un titubeo, trazaba la ruta, si bien Tas se había desorientado por completo tras coronar los primeros tramos. Logró mantener el ritmo trepidante de la sacerdotisa a pesar de su cansancio, a pesar de ignorar su paradero, mas confiaba en llegar pronto dondequiera que fuese pues, de lo contrario, temía desfallecer. Le crujían las costillas, cada vez que inhalaba aire le estallaban los pulmones y, para colmo de desventuras, sus piernas apenas le respondían, como si pertenecieran a un cansino y torpe enano.
Jalonó, tras su desprevenida guía, unos escalones de mármol, obligando a sus plomizos músculos a moverse. Ya al pie de los peldaños alzó, exhausto, los ojos, y dio un respingo de júbilo. El motivo de semejante cambio se debía a que el oscuro y estrecho túnel donde se hallaban desembocaba en un muro, no en otra escalera.
Una solitaria antorcha iluminaba el arco de una vetusta puerta. Al no hallarla cerrada, Crysania emitió una exclamación de alegría y se desvaneció en la negrura del otro lado.
«¡Claro! La sacerdotisa se ha adentrado en el laboratorio de Raistlin», comprendió Tas.
Se disponía a traspasar el umbral cuando una imponente sombra, surgida de la penumbra del pasadizo lo empujó y lo hizo caer al suelo. Alzó el rostro, con las costillas doloridas, y atisbó el resplandor de una áurea capa. La tea alumbró el filo de una espada y, en su reflejo, detectó unos brazos broncíneos, un musculoso cuerpo, que reconoció de inmediato. Sin embargo, el rostro, un rostro que debería resultarle familiar, se le antojó el de un desconocido.
—¿Caramon? —indagó incierto. Pero el hombretón no dio muestras de reparar en él.
Trató Tas de incorporarse inmerso en un nuevo temblor de tierra que, esta vez, se hizo patente en el subterraneo. Llevado por su instinto, corrió a refugiarse en el rocoso muro al mismo tiempo que el techo, hasta entonces firme, empezaba a ceder.
—¡Caramon! —vociferó, mas disipó sus ecos el crujido del entramado de madera al quebrarse.
Recibió un golpe en la cabeza. Aunque se esforzó en mantenerse consciente, en resistir el dolor, las luces de su cerebro se apagaron, como si rehusaran beligerar contra la confusión. El kender se precipitó en la oscuridad.
Con la voz de Raistlin resonando en su mente, atrayéndola más allá de la muerte y la destrucción, Crysania penetró en la estancia que se abría en las entrañas del Templo. Pero, al traspasar el dintel, detuvo su veloz carrera y miró su entorno dubitativa, refrenada por el pálpito de sus sienes.
Había permanecido ciega a los horrores del zozobrante santuario, incluso ahora fue incapaz de imaginar a quién pertenecía la sangre que manchaba su túnica. No obstante, en esta cámara los objetos se destacaban con absoluta nitidez a pesar de la escasa iluminación procedente, al parecer, del puño cristalino de un bastón. Abrumada por el halo de perversidad que envolvía el laboratorio, no se decidía a penetrar en sus brumas.
Oyó un sonido, sintió el contacto de una mano en su brazo. Volviéndose alarmada, distinguió a unas criaturas, informes pero vivientes, que se agitaban en jaulas de madera. Al olfatear su sangre aquellos entes se agitaron en sus celdas, y fueron sus garras las que erizaron su piel. Temblorosa, Crysania retrocedió frente a ellos y tropezó contra algo sólido.
Era un féretro abierto, que contenía el cadáver de un hombre joven. Su epidermis se estiraba cual un pergamino sobre los huesos, tenía la boca abierta en un alarido silenciado para toda la eternidad. Los repetidos bombeos del suelo hicieron que el cuerpo saltase salvajemente, observándola con sus vacías cuencas oculares, y tan espantosa visión le arrancó un grito que no llegó a manifestarse, que se congeló en el aire.
Bañada en un sudor gélido, sujetándose la cabeza con ambas manos, Crysania cerró los ojos a fin de conjurar el espeluznante espectáculo. Cuando el mundo se difuminaba en un torbellino de abstractos contornos, una voz vino en su auxilio.
—Serénate, querida —dijo Raistlin en su seductor siseo—. Conmigo estás a salvo, las maléficas criaturas de Fistandantilus no te lastimarán en mi presencia.
Reanimada por las reconfortantes palabras del mago, Crysania se aventuró a levantar los párpados y lo descubrió a cierta distancia, espiándola entre las sombras de su capucha con aquellos brillantes ojos que lo caracterizaban. Pese a refugiarse en su mirada, no pudo sustraerse a los monstruos de las jaulas. Se estremeció, sin apartar la vista del pálido semblante de su protector.
—¿Fistandantilus? —preguntó a través de sus labios resecos—. ¿Fue él quien construyó esto?
—Sí, el laboratorio es obra suya —explicó Raistlin—. Lo creó hace ya muchos años. Al abrigo de los curiosos clérigos, utilizó su magia para hurgar en los subterráneos del Templo y, como una larva, cavó la roca, la moldeó en escaleras y puertas ocultas, sumió en sus poderosos hechizos a cuantos sospechaban de sus actividades. De este modo, fueron pocos los que averiguaron su existencia.
Crysania advirtió la sarcástica sonrisa que surcaba los labios de su interlocutor al exponerse a la luz.
—No se lo mostró a casi nadie, tan sólo un puñado de aprendices ostentaron el privilegio de compartir su secreto —continuó—. Y no vivieron para revelarlo. Pero Fistandantilus cometió un error —añadió con aire enigmático—, se lo mostró a un acólito joven, frágil y avispado que memorizó hasta el último recoveco de los sinuosos corredores, que estudió los encantamientos destinados a abrir los accesos y tras recitarlos una y otra vez, los aprendió. Era un personaje tenaz, que ensayaba las fórmulas más complejas cada noche, antes de acostarse. Gracias a su perseverancia estamos hoy aquí, indemnes, de momento, al castigo de los dioses.
Concluido su relato, hizo señal a Crysania de acercarse a la parte de la cámara donde él se erguía, apoyado en un escritorio de exquisita talla. Descansaba en su superficie un libro arcano encuadernado en plata, que había estado leyendo minutos antes.
—Haces bien al clavar tus pupilas en las mías —comentó el nigromante—. Así las tinieblas no parecen tan aterradoras.
La sacerdotisa no pudo replicar, consciente de que, de nuevo, había tenido la flaqueza de permitirle leer en sus ojos más de lo deseable. Ruborizándose, ladeó la faz.
—Sólo he sufrido un leve sobresalto —arguyó, pero no pudo reprimir un escalofrío al divisar el féretro—. ¿Quién es… quién era? —inquirió.
—Supongo que uno de los aprendices de Fistandantilus —repuso el hechicero—. Debió de absorber su energía para prolongar su vida, era un experimento que realizaba con frecuencia.
Le enmudeció un ataque de tos, ensombrecidos sus ojos por algún recuerdo inconfesable, y Crysania detectó un espasmo de temor en sus, normalmente, inalterables rasgos. Antes de que atinara a indagar sobre el motivo de tan repentino cambio, resonó un estampido en la puerta y el mago recobró la compostura. Alzó la vista más allá de la dama para saludar al intruso.
—Adelante, hermano. Estaba pensando en la Prueba y, por supuesto, he revivido tu memoria.
¡Caramon allí! Sosegada a causa de su oportuna aparición, Crysania giró el rostro a fin de darle la bienvenida pensando que su presencia aliviaría la tensa atmósfera. Mas la frase murió en sus labios, engullida por una negrura que no había hecho sino intensificarse con su llegada.
—Hablando de pruebas, me alegro de que hayas sobrevivido a la tuya —declaró Raistlin entre cínico y cortés—. Esta dama necesitará que alguien la escolte en el lugar al que nos dirigimos —agregó, al mismo tiempo que señalaba a la Hija Venerable—. No sabría describirte el placer que me produce contar con un ser tan digno de mi confianza.
Crysania se encogió al percibir el sarcasmo que ribeteaba su discurso, y también Caramon fue más sensible a esta actitud que a su amabilidad pues, al oírle, se revolvió como si hubieran incrustado en su carne una lluvia de dardos envenenados. El hechicero, por su parte, hizo caso omiso de su reacción, fijó de nuevo su atención en el esotérico volumen y se puso a trazar círculos en el aire con sus delicadas manos, recitando versículos ininteligibles para los no iniciados.
—Sí, he salido airoso de tu examen —afirmó el guerrero en tonos apagados.
Se adentró el hombretón en la estancia y, al verle entrar en el radio luminoso del cayado, Crysania ahogó un alarido de pánico.
—¡Raistlin! —exclamó, reculando unos pasos ante el avance del gladiador que, despacio, había enarbolado la espada.
—¡Raistlin, mírale! —insistió la eclesiástica. En su miedo topó con el escritorio y, sin saberlo, se introdujo en un círculo de polvo de plata. Algunos granos se adhirieron al repulgo de su vestido, relampagueando bajo el influjo de la vara.
Irritado por la interrupción, el nigromante alzó la faz.
—He sobrevivido a tu prueba —repitió Caramon—, del mismo modo que tú superaste la de la Torre. Allí debilitaron tu cuerpo, a mí me has desgajado el corazón. Ahora ocupa su lugar un vacío tan negro como tus vestiduras, un vacío que, al igual que mi espada, se ha teñido de sangre. Un minotauro ha muerto bajo su filo, un amigo ha dado su vida por salvarme y otra, una nereida, ha expirado en mis brazos. No contento con tantas desventuras, también has provocado la destrucción del kender. ¿Cuántas criaturas han sucumbido a tus nefastos designios? —Su voz se convirtió en un susurro letal al proferir su amenaza—: Todo ha terminado, hermano. Nadie más perecerá por tu culpa salvo yo mismo, tu ejecutor. Las piezas encajan al fin, ¿no crees? Vinimos juntos al mundo, y juntos lo abandonaremos.
Dio un paso al frente. Raistlin quiso hablar, pero él lo atajó.
—No puedes valerte de tu magia para detenerme, no en esta ocasión —le recordó—. Aunque no conozco los entresijos de tu arte, sé que el hechizo que te propones invocar requiere todo tu poder. Si malgastas un ápice de tus dotes en mi contra, si dejas de concentrarte sólo un segundo, no te restarán fuerzas con las que completar el encantamiento y, así, mi objetivo se cumplirá de todas maneras. No morirás a mis manos, sino a las de los dioses.
El arcano personaje lanzó una mirada soslayada a su gemelo antes de reanudar su estudio, encogiéndose de ombros. El gladiador avanzó un poco más y fue entonces, al oír el repiqueteo de sus adornos metálicos, cuando Raistlin emitió un exasperado suspiro y se encaró con él. Sus ojos, que refulgían en el interior de su capucha, parecían ser los únicos focos de luz en la estancia.
—Te equivocas en tus predicciones, hermano —lo corrigió—. Alguien más exhalará su último suspiro.
Sus pupilas, aquellos espejos insondables, traspasaron a Crysania quien, embutida en su refulgente hábito, se interponía entre los rivales.
Los ojos de Caramon se llenaron de conmiseración al volverse, asimismo, hacia la sacerdotisa, pero no flaqueó en su empeño.
—Las divinidades la albergarán en su seno —apuntó—. Pertenece al grupo de los clérigos auténticos, y ninguno de ellos murió en el Cataclismo. Por eso la envió Par-Salian —aseveró, ignorante de la confesión que este último hiciera a Ladonna—. Fíjate, alguien ha acudido en su busca —concluyó con el índice extendido.
Crysania no necesitaba seguir la dirección que el guerrero indicaba para constatar la presencia de Loralon. La sentía en todas sus vísceras.
—Acompáñalo, Hija Venerable —la aconsejó Caramon—. Tu lugar está en la luz, no en las tinieblas.
Raistlin no despegó los labios ni hizo el menor movimiento, se limitó a permanecer junto al escritorio con la enteca mano apoyada en el libro de magia.
La sacerdotisa, rígida como una estatua, intentó recapacitar sobre las palabras de Caramon que, similares a las errantes criaturas de la Torre de la Alta Hechicería, aleteaban en su mente. Lo había escuchado pero su parlamento carecía de sentido, no podía concentrarse. Tan sólo se le aparecía su propia imagen, armada con el Medallón y guiando a las huestes de fieles. La llave, el portal, también se perfilaban claramente. Era Raistlin quien poseía la clave del triunfo, y la llamaba junto a él. Incluso sintió, como le ocurriera en sus horas de soledad, el ardoroso beso del hechicero en su piel.
Una luz osciló hasta apagarse. Loralon se había ido.
—No me es posible obedecerte —musitó la dama, aunque con la voz tan quebrada que se hizo inaudible. No importaba. El hombretón la comprendía y, tras una breve vacilación, tomó aliento para decir:
—Sea. Una muerte más no ha de afectar a ninguno de nosotros ¿verdad, hermano?
Adentróse a su vez en el círculo argénteo y Crysania, fascinada, contempló el brillo de la espada bajo los haces del cayado. La visualizó en el acto de hundirse en su cuerpo y, al consultar la expresión de Caramon, halló reflejada la misma escena. Constató que ni siquiera tal pensamiento le haría desistir, que ella no suponía sino un obstáculo en su camino. No era un ser de carne y hueso, tan sólo una sombra que le impedía materializar sus aspiraciones: acabar con su gemelo.
«¡Cuán arraigado está su odio!», reflexionó si bien, al zambullirse en el alma de aquella criatura ahora tan próxima, percibió un sentimiento aún más desgarrador, un amor infinito.
El hombretón se abalanzó sobre ella con la mano abierta, deseoso de apartarla. Movida por el pánico, la sacerdotisa esquivó su embestida y tropezó contra Raistlin, que nada hizo para tocarla. La garra de Caramon atrapó una manga de su alba túnica, la arrancó de sus costuras y, en un acceso de furia, la arrojó al suelo. Crysania comprendió que su fin era inminente, pero se mantuvo entre los dos hombres.
El acero destelló. Desesperada, la eclesiástica aferró el Medallón de Paladine que siempre portaba ceñido a su cuello.
—¡Alto! —ordenó con voz imperiosa, pese a entornar los ojos a causa del pánico.
Se convulsionó en anticipación al dolor que había de infligirle la espada al ensartarla. Oyó en aquel momento un lamento, seguido por el estrépito del metal al chocar contra el suelo, y una oleada de alivio inundó su cuerpo. Débil, mareada y sollozante, se dejó caer.
Unas manos delicadas la sostuvieron, unos miembros entecos la abrazaron, a la vez que una voz pronunciaba su nombre con acento triunfal. La arropó una cálida negrura, que la arrastraba hacia las profundidades del Abismo, y vibraron en sus tímpanos unas frases masculladas en lengua arcana.
Como arañas o dedos acariciadores, los cánticos se enseñorearon de toda su persona. Creció su volumen en armonía con la voz de Raistlin, más poderosa a cada instante, y las luces plateadas centellearon antes de apagarse. El mago estrechó su abrazo hasta que, en un etéreo éxtasis, la sacerdotisa comenzó a dar vueltas en un torbellino que, al lado del nigromante, la arrastraba en pos de las tinieblas.
Rodeó a su compañero con los brazos y, apoyada la cabeza en su pecho, se abandonó a un viaje vertiginoso por las esferas espectrales. Los versículos, el tintineo de su sangre y el de las rocas del Templo se entremezclaron en un salmo que sólo perturbaba una nota discordante, el gemido lastimero de un hombre descorazonado.
Tasslehoff Burrfoot oyó la melodía que entonaban las rocas y, en su ensoñación, esbozó una sonrisa. Era un roedor que, en su deambular, había atravesado el polvo de plata mecido por los cantos de la piedra.
Despertó de forma brusca. Yacía en el frío suelo, cubierto de escombros, pero no tuvo tiempo de pensar en nada porque la rocosa superficie comenzó a bambolearse una vez más. El kender supo, por el extraño miedo que tomaba cuerpo en su interior, que los dioses no se detendrían. Este nuevo terremoto no había de terminar.
—¡Crysania! ¡Caramon! —los invocó, si bien sólo le respondió el eco chillón de su propia voz, que resonaba en las temblorosas paredes.
Incorporándose con dificultad, ignorando el martilleo que latía en su cabeza, Tas vislumbró la tea sobre la arcada que franqueara Crysania. Aún ardía en su pedestal, y se dijo que el subterráneo era la única parte del santuario que no había sido afectada por las convulsiones del terremoto. «La magia lo protege», decidió, al mismo tiempo que penetraba en aquella estancia repleta de artilugios arcanos.
Buscó resquicios de vida, mas sólo halló a las criaturas de las jaulas. Los espeluznantes seres se agitaban en sus prisiones, sabedoras de que se acercaba el fin de su torturada existencia y, pese a su sufrimiento, remisos a dejarla escapar.
El kender escrutó el laboratorio, preso de un invencible temor. Llamó al guerrero en un susurro y no recibió más contestación que un retumbar distante, producido por el imparable vaivén de la tierra. De pronto, bajo la luz indirecta de la antorcha, distinguió un fulgor metálico en el suelo, cerca de un escritorio. A trompicones, cruzó la cámara y recogió el objeto que lo despedía.
Se cerró su mano sobre la empuñadura de una espada de gladiador. Apuntalándose en el decorado mueble para no perder el equilibrio, examinó la sangre de su acero y, mientras lo hacía, detectó algo más. Era un retazo de paño blanco, arrugado en el suelo junto al arma, donde aparecía bordado el símbolo de Paladine en hilos de oro que brillaban tenuemente bajo el reflejo de la solitaria llama. Reparó entonces en el círculo mágico que lo cercaba, un círculo que debió ser argénteo pero que se había tornado negro al consumirse.
—Se han ido —musitó a los enjaulados monstruos—. Se han ido, me han abandonado.
Un repentino combeo del suelo lo arrojó de bruces, en el mismo instante en que rugía un fragor que a punto estuvo de atrofiar sus tímpanos, tan devastador fue. Alzó la cabeza en su incómoda postura a fin de examinar el techo, y su espanto rebasó todos los límites al comprobar que se había rasgado en dos mitades. Crujió la roca, y los cimientos de la mole cedieron a la embestida de las fuerzas divinas.
El edificio se resquebrajó. Los muros volaron por los aires, el mármol se desprendió en aserrados fragmentos y los suelos, uno tras otro, estallaron como los pétalos de la rosa Hiemis al recibir el calor del sol, un influjo que desaparece con la llegada del crepúsculo, agostando su vida. Siguió atentamente el progresivo desmoronamiento hasta que, al fin, vio a través de la hendidura que la torre central se venía abajo, desintegrada, y en su caída provocaba un temblor más desolador que el del terremoto.
Incapaz de moverse, consciente de que lo protegían los malignos hechizos de un mago muerto tiempo atrás, Tas permaneció en el laboratorio de Fistandantilus con la mirada fija en el cielo.
La bóveda celeste escupía lenguas de fuego sobre la malhadada ciudad de Istar.