Día 13
Académico
Que se me perdone la vanidad de lo que vengo a anunciar aquí: soy académico correspondiente de la Academia Brasileña de Letras en el sillón que quedó libre por el fallecimiento del escritor francés Maurice Druon, del que recuerdo haber leído, hace incontables años, en una edición portuguesa de la Arcádia si la memoria no me falla, una novela titulada Las grandes familias, en la tradición de la mejor ficción decimonónica. Me dio la agradable noticia Alberto da Costa e Silva, poeta de excelencia, también embajador, que lo fue en varios países, entre ellos Portugal, historiador competente de temas africanos, lea, quien lo ignore, por ejemplo, esa obra notabilísima que es A Enxada e a Lança: a África antes dos Portugueses. Heme aquí por tanto académico en el país que más amo después del mío, Brasil. Es como estar en casa, con la diferencia, nada despreciable, del afecto de que nos rodean, sentimiento que la patria a veces se olvida de manifestar, como si habernos hecho nacer en Lisboa o en Azinhaga ya fuese honor suficiente. En octubre iré, para presentar un nuevo libro y sentarme a la sombra de la estatua de Machado de Assis. Y todavía dicen que la vida no tiene cosas buenas…
Día 14
Aquilino
La obra de ficción de Aquilino Ribeiro fue la primera y tal vez la única mirada sin ilusiones lanzada sobre el mundo rural portugués, el interior casi siempre. Sin ilusiones, aunque con pasión, si por pasión queremos entender, como sucede en el caso de Aquilino, no la exhibición sin recato de un enternecimiento, no la suave lágrima que fácilmente se enjuga, no las simples complacencias del sentir, sino una cierta emoción áspera que prefiere ocultarse tras la brusquedad del gesto y de la voz. Aquilino no tuvo continuadores, aunque no pocos se hayan declarado o propuesto como sus discípulos. Creo que no ha pasado de un equívoco bien intencionado esa pretendida relación discipular, Aquilino es una enorme piedra, solitaria y enorme, que irrumpió del suelo en medio del sendero principal de nuestra florida y a veces delicuescente literatura de la primera mitad del siglo. En eso no fue el único aguafiestas, pero, artísticamente hablando, y también por las virtudes y defectos de su propia persona, habrá sido el más coherente y perseverante. En general los neorrealistas no lo supieron comprender, aturdidos por la exuberancia verbal de algún modo arcaizante del maestro, desorientados por el comportamiento «instintivo» de muchos de sus personajes, tan competentes en lo bueno como en lo malo, y más competentes aún cuando se trataba de intercambiar los sentidos del mal y del bien, en una especie de juego a la vez jovial y aterrador, pero, sobre todo, descaradamente humano. Tal vez la obra de Aquilino haya sido, en la historia de la lengua portuguesa, un punto extremo, un ápice, quizá suspendido, por ventura interrumpido en su impulso profundo, pero expectante de nuevas lecturas que vuelvan a ponerlo en movimiento. ¿Surgirán esas lecturas nuevas? Más exactamente, ¿surgirán los lectores para ese leer nuevo? ¿Sobrevivirá Aquilino, sobreviviremos los que hoy escribimos a la pérdida de la memoria, no sólo colectiva, sino individual, de los portugueses, de cada portugués, a esa insidiosa y en el fondo estúpida borrachera de modernidad que anda confundiéndonos el sistema circulatorio de las ideas e intoxicándonos de nuevos engaños la sesera lusitana? El tiempo, que todo lo sabe, lo dirá. No nos damos cuenta de que, abandonando nuestra propia memoria, olvidando, por renuncia o pereza mental, lo que fuimos, el vacío de ese modo generado será (ya lo está siendo) ocupado por memorias ajenas que pasaremos a considerar nuestras y que acabaremos por convertir en únicas, volviéndonos así cómplices, al mismo tiempo que víctimas, de una colonización histórica y cultural sin retorno. Se diría que los mundos real y de ficción de Aquilino murieron. Tal vez sea así, pero esos mundos «fueron nuestros», y ésa debería ser la mejor razón para que continúen «siéndolo». Al menos a través de la lectura.
Día 15
Siza Vieira
Toda arquitectura presupone una determinada relación entre la opacidad natural de la mayoría de los materiales empleados y la luz exterior. Los gruesos muros románicos se abrían difícilmente para que la claridad del día moviese, en un espacio que parecía rechazarlas, las sombras que precisamente acabarían dándole sentido. La sombra es lo que permite hacer la lectura de la luz. El gótico se rasgaba verticalmente en vidrieras que, dando paso a la claridad, al mismo tiempo la matizaban para rescatar en el último instante el efecto misterioso de la penumbra. Incluso en los tiempos modernos, cuando la pared es, en gran parte, sustituida por aberturas que casi la anulan, que la hacen desaparecer en absurdos revestimientos de vidrio que diluyen sus propios volúmenes en un proceso de caleidoscópicas reflexiones y proyecciones, la necesidad de apoyo de la que el ojo humano no puede prescindir busca ansiosamente un punto sólido desde donde descansar y contemplar.No conozco en la arquitectura moderna una expresión plástica en que el primordio de la pared sea tan importante como en la obra de Siza Vieira. Esos muros anchos y cerrados surgen, a primera vista, como enemigos inconciliables de la luz, y, al dejarse finalmente abrir, lo hacen como si obedeciesen contrariados a las inaplazables exigencias de la funcionalidad del edificio. La verdad, según entiendo, es otra. La pared, en Siza Vieira, no es un obstáculo para la luz, sino un espacio de contemplación donde la claridad exterior no se detiene en la superficie. Tenemos la ilusión de que los materiales se volverán porosos a la luz, de que la mirada penetrará la pared maciza y reunirá, en una misma conciencia estética y emocional, lo que está fuera y lo que está dentro. Aquí, la opacidad se ha hecho transparencia. Sólo un genio sería capaz de fundir tan armoniosamente estos dos irreductibles contrarios. Siza Vieira es ese taumaturgo.
Día 16
Los colores de la tierra
Las manos, cuando trabajan la tierra, se confunden con ella. Hay pintores que se acercan a la superficie del soporte con las manos manchadas con los colores de la tierra. Hay pintores que ni pueden ni nunca querrían olvidar los colores de la tierra cuando se preparan para pintar un rostro, un cuerpo desnudo, el brillo de un cristal, o dos rosas blancas en un jarrón. La luz también existe para esos pintores, pero la aprehenden como si hubiera subido del interior de la tierra obscura. Al distribuirla en la tela, o en el papel, o en una pared, lo que hacen aparecer son los tonos sordos y calientes de los barros, los negros del humus, el pardo de las raíces, la sangre del almagre. Pintan lo humano y su contingencia con los colores de la tierra porque ésos son los colores fundamentales, no los otros. De un retrato que haya sido pintado con los colores de la tierra (como los pintaba Cézanne) nunca se diga que es parecido, dígase, sí, que es idéntico, idéntico al original, idéntico a su última substancia: en este caso, la mayor o menor semejanza que sea capaz de ofrecernos será lo que menos deba importar. Una figura pintada con los colores de la tierra tendrá siempre en el rostro la entereza áspera del sílex, en el pelo los remolinos que el viento dibuja y mueve en los campos sembrados, y las manos se nos aparecerán como si hubiesen acabado de levantar del suelo sus frutos más profundos. Los colores, todos los colores, los de la tierra y los del aire, siempre procuraron las formas que necesitaban para ser percibidos más allá de su primera manifestación. Los colores fueron siempre aquello que desafió o contuvo el ímpetu contradictorio que se encuentra implícito en las formas, campo eterno de un conflicto entre las dudas caóticas de la rebeldía y las pasividades de la sumisión a la costumbre. Todo esto será ciertamente menos perceptible en las pinturas que, habiéndose propuesto como miméticas transposiciones de lo «real» aparente, aspiran, sobre todo, a ser «reconocidas», «identificadas», «clasificadas», aunque, ésas, más tarde o más pronto, acaben por ser presas de la acción desgastante de una mirada que poco a poco las va «neutralizando». Por el contrario, al defenderse de formas fácilmente identificables con las representaciones comunes de la realidad circundante, el arte abstracto, ya sea directo ya sea de opción tendencial, «resguarda» y «libera», en principio, la independencia relativa del color, no lo «estrangula» en la apretura constringente de configuraciones más o menos previsibles o de modelos social y consensualmente correctos.No ha sido por mera casualidad por lo que he utilizado la palabra «tendencial» como característica de una cierta práctica pictórica que, a pesar de instalada sin equívocos en aquello que, generalizando demasiado, llamamos arte abstracto, se niega a cortar completamente los puentes con el mundo de los signos y de los símbolos, sean arquetípicos, sean modernos. Dicha palabra brotó espontáneamente en mi espíritu mientras contemplaba, con los ojos deslumbrados y embargado por una emoción pocas veces experimentada antes, las pinturas murales con que Jesús Mateo cubría las paredes frías de la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón. ¿Era Jesús Mateo un pintor abstracto «tendencialmente» realista? ¿O, por el contrario, un pintor realista «tendencialmente» abstracto? Y esos puentes de comunicación a los que hice referencia ¿serían solamente practicables para comunicar el arte «abstracto» con los signos y los símbolos generados en las diversas indagaciones de que la realidad ha sido objeto, o existirían igualmente para comunicar el arte «realista» con un universo de abstracciones en continua expansión? Pensé entonces que Jesús Mateo, al mismo tiempo que se había liberado de las ataduras condicionantes de un realismo estricto para entregarse a un trabajo sobre formas también ellas «tendencialmente» libres, aunque a mi entender acatando siempre la lógica cromática, había logrado, gracias a la introducción inteligente y ponderadamente medida de signos y símbolos sin esfuerzo identificables, fundir en una expresión única, y casi diría unísona, como un coro de voces, como un políptico en perspectiva reunido en un solo punto de fuga, las enormes paredes que subían del suelo arrastrando consigo todos los colores sordos de la tierra para ir al encuentro de los colores luminosos del aire. Ante el ciclópeo asombro, conceptos como abstraccionismo y realismo pierden algo de su significado autónomo corriente, convirtiéndose en mano izquierda y mano derecha que modelan en armonía el mismo barro. No sé si la iglesia de San Juan Bautista de Alarcón podrá ser contemplada como la Capilla Sixtina de nuestro tiempo, pero sé, tanto por ciencia que creo cierta como por intuición adivinatoria, que el pintor Jesús Mateo nació del mismo árbol genealógico que dio sus mejores frutos en Hieronymus Bosch y Brueghel el Viejo. Tal como ellos, Jesús Mateo explicó el hombre. Por lo visible y por lo invisible.
Día 17
Historias de la emigración
Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración ensuciándole el árbol genealógico… Tal como en la fábula del lobo malo que acusaba al inocente corderito de enturbiarle el agua del riachuelo donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes que él, no tuvo otro remedio que irse, cargando la vida sobre las espaldas, en busca del pan que su tierra le negaba. Muchos portugueses murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, en noche oscura, intentaban alcanzar a nado la orilla de allá, donde se decía que el paraíso de Francia comenzaba. Centenares de miles de portugueses tuvieron que someterse, en la llamada culta y civilizada Europa de más allá de los Pirineos, a condiciones de trabajo infames y a salarios indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda, centavo a centavo, el futuro de sus descendientes. Algunos de esos hombres, algunas de esas mujeres, no perdieron ni quieren perder la memoria del tiempo en que tuvieron que padecer todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las amarguras del aislamiento social. Gracias les sean dadas por haber sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la mayoría, cortaron los puentes que los unían a las horas sombrías, se avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportaron, en fin, como si una vida decente, para ellos, sólo hubiese comenzado verdaderamente el día felicísimo en que pudieron comprar su primer automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa, más ancho y más hondo, que es el Mediterráneo, donde los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefieren empujarlos hasta la playa, mientras las guardias costeras no aparecen para levantar los cadáveres. Los supervivientes de los nuevos naufragios, los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, tendrán a su espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio por su piel, de la sospecha, de la humillación moral. El que antes había sido explotado y perdió la memoria de haberlo sido, explotará. El que fue despreciado y finge haberlo olvidado, afinará su propia manera de despreciar. Al que ayer humillaron, humillará hoy con más rencor. Y ahí están, todos juntos, tirándoles piedras al que llega a la orilla de este lado del Bidasoa, como si nunca hubiesen emigrado ellos, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubiesen sufrido de hambre y de desesperación, de angustia y de miedo. En verdad, en verdad os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente odiosas.
Día 20
Jardinadas
La anunciada propuesta de ley de revisión constitucional del inefable Alberto João, como cariñosamente lo tratan sus amigos y seguidores, tiene claramente gato encerrado, aunque no haya perdido tiempo en esconderle el rabo. Agradezcámosle la franqueza. Jardim quiere ser, con derecho a veto por si las moscas, presidente de la región, y es lícito pensar que ya alimentaba tal idea en la cabeza cuando dejó entrever, tiempo atrás, aunque con un cauteloso grado de nebulosidad de vocabulario, su abandono de la política, dándonos una alegría que al final, como las rosas de Malherbes, acabaría durando poco. La inteligencia de Jardim no es nada del otro mundo, pero, en compensación, su listeza parece no tener límites. Como límites parece no tener nuestra ingenuidad. Imaginar al Berlusconi madeirense fuera de los salones y de los gabinetes reservados del poder es lo que se puede llamar un no ser absoluto, una contradicción en términos. Jardim nació para mandar y mandará hasta su último suspiro. Detestando a Portugal como lo detesta, nunca aceptaría ser presidente de la República, le basta con serlo de Madeira, Porto Santo y Selvagens. En el fondo, lo que la propuesta de ley pretende es establecer en Portugal una constitución configurada a su propia medida, es decir, corta, redonda, sin aristas.Una de las puntas incómodas que el querido leader madeirense desearía capar es el nefando comunismo. Me temo que se partirá los dientes en el intento. Los comunistas tienen una larga y dura experiencia de vida en la clandestinidad, ilegalizarlos equivaldría a tener que levantar todas las piedras esparcidas por Portugal para ver si debajo de ellas hay alguno escondido. Lo más interesante en las próximas horas será el festival de falsos patriotismos que explotará en la Asamblea Regional, con los oradores abrazados a las insignias locales y algún posible pisoteo y quema de la bandera portuguesa por aquello de los dos tercios de color rojo que porta y que congestionan todavía más las rubicundas mejillas de Jardim. También será interesante ver cómo Manuela Ferreira Leite, ese lince de la política continental, descalzará esta bota. Recomiendo a mis cuatro lectores que estén atentos a los acontecimientos. Van a tener algo que contarles a sus nietos.
Día 21
Luna
Hace cuarenta años todavía no tenía aparato de televisión en casa. Sólo lo compré, pequeñísimo, cinco años después, en 1974, para seguir las noticias de esa otra especie de llegada a la Luna que fue para nosotros los portugueses la Revolución de Abril. De modo que recurrí a amigos más avezados en tecnologías punta, y así, bebiendo tal vez una cerveza y masticando unos frutos secos, asistí al alunizaje y al desembarque. En aquella época andaba escribiendo unas crónicas en el recién recuperado periódico vespertino A Capital, más tarde reunidas en un libro bajo el título De este mundo y del otro. Dos de esos textos los dediqué a comentar la proeza de los norteamericanos en un tono ni ditirámbico ni escéptico, como no tardaría mucho en convertirse en moda. Releo ahora estos textos y llego a la desoladora conclusión de que al final ningún gran paso para la humanidad fue dado y que nuestro futuro no está en las estrellas, sino siempre y sólo en la tierra en que asentamos los pies. Como ya decía en la primera de esas crónicas: «No perdamos nosotros la Tierra, que todavía será la única manera de no perder la Luna». En la segunda crónica, que di en llamar Un salto en el tiempo, imaginando la Tierra futura como la Luna es ahora, comencé escribiendo que «Todo aquello me pareció un simple episodio de filme de ciencia ficción técnicamente primario. Incluso los movimientos de los astronautas tenían flagrante similitud con los gestos de las marionetas, como si brazos y piernas estuviesen manejados por invisibles hilos, unos hilos larguísimos sujetos a los dedos de los técnicos de Houston y que, a través del espacio, producían allá arriba los gestos necesarios. Todo estaba cronometrado, hasta el peligro se incluía en el esquema. En la mayor aventura de la historia no hubo lugar para la aventura».Y fue ahí cuando la imaginación se apoderó de mí. Decidió que el viaje a la Luna no había sido un salto en el espacio, sino un salto en el tiempo. Así, los astronautas, lanzados en su vuelo, habían caminado a lo largo de una línea temporal y se habían posado otra vez en la Tierra, no esta que conocemos, blanca, verde, morena y azul, sino en la Tierra futura, una Tierra que ocupará todavía la misma órbita, circulando alrededor de un Sol apagado, muerta ella también, desierta de hombres, de aves, de flores, sin una risa, sin una palabra de amor. Un planeta inútil, con una historia antigua y sin nadie para contarla. La Tierra morirá, será lo que la Luna es hoy, decía para terminar. Al menos no sea para siempre el mosaico de miserias, guerras, hambre y torturas que viene siendo hasta ahora. Para que no comencemos a decir, desde ya, que el hombre, finalmente, no ha merecido la pena.El lector estará de acuerdo en que, para bien y para mal, no parece que haya mudado mucho de ideas en cuarenta años. Sinceramente, no sé si me debería felicitar o corregir.
Día 22
Montaña Blanca
Ahora que mis piernas van recuperando poco a poco la resistencia y la andadura normal gracias a los esfuerzos conjuntos de su dueño y de Juan, mi dedicado fisioterapeuta, me apetece recordar aquella tarde de mayo en que, sin haberlo pensado antes, me propuse subir la Montaña Blanca, nada convencido, en principio, de conseguir llegar a la cima. Ocurrió esto hace dieciséis años, en 1993, y yo tenía entonces exactamente setenta. La Montaña Blanca, que se levanta a unos dos kilómetros de casa, es la más alta de Lanzarote, lo que tampoco quiere decir mucho, porque la isla, aunque accidentadísima, con su cientos de volcanes apagados, no goza de nada que se parezca al Teide de Tenerife. Tiene de altura, sobre el nivel del mar, un poco más de seiscientos metros y la forma de un cono casi perfecto. Si yo la subí, cualquiera podrá conseguirlo, no es necesario ser montañero consumado. Conviene, eso sí, calzar botas apropiadas, de ésas con clavos metálicos en las suelas, dado que las laderas son muy resbaladizas. De cada tres pasos, uno se pierde. Que me lo pregunten a mí, con mis zapatos de suela alisada por las alfombras domésticas… Cuando llegué a la falda del monte, me pregunté a mí mismo: «¿Y si subiese esto?». Subir aquello era, en mi cabeza, trepar unos veinte o treinta metros, sólo para poder decirle a la familia que había estado en la Montaña Blanca. Pero cuando los veinte metros primeros fueron vencidos, ya sabía que tendría que llegar a lo alto, costase lo que costase. Y así fue. La ascensión necesitó más de una hora hasta alcanzar los afloramientos rocosos que coronan el monte y que deben de ser lo que resta de los bordes del antiguo cráter del volcán. «¿Valió la pena?», se preguntarán por ahí. Si tuviese las piernas de entonces dejaría ahora mismo este escrito en el punto en que está para subir otra vez y contemplar la isla, toda ella, desde el volcán de la Corona, en el norte, hasta las planicies del Rubicón, en el sur, el valle de La Geria, Timanfaya, el ondular de las innumerables colinas que el fuego dejó huérfanas. El viento me batía en la cara, me secaba el sudor del cuerpo, me hacía sentirme feliz. Fue en 1993 y tenía setenta años.
Día 23
Cinco películas
Que recuerde cinco películas me han pedido. No tendría que preocuparme si son o no las mejores, las más famosas, las más citadas. Basta con que me hayan impresionado de manera particular, como nos impresiona una mirada, un gesto, una entonación de voz. Escogerlas no ha sido difícil, al contrario, se me presentaron con la mayor naturalidad, como si no hubiera estado pensando en otra cosa. Aquí están, aunque el orden con que las menciono no es ni debe considerarse una clasificación por mérito. En primer lugar (alguna tendría que abrir la lista), La sal de la tierra, de Herbert Biberman, que vi en París a finales de los años setenta y que me conmovió hasta las lágrimas: la historia de la huelga de los mineros chicanos y de sus valientes mujeres me llegó hasta lo más profundo del espíritu. Cito a continuación Blade Runner de Ridley Scott, vista también en París en un pequeño cine del Quartier Latin poco tiempo después de su estreno mundial y que, entonces, no parecía prometer un gran futuro. Sobre Amarcord, de Fellini, nadie nunca ha tenido dudas, ahí hay una obra maestra absoluta, para mí tal vez la mejor película del maestro italiano. Y ahora viene La regla del juego, de Jean Renoir, que me deslumbró por el montaje impecable, por la dirección de actores, por el ritmo, por la finura, por el tempo, en definitiva. Y, para terminar, un filme que me acude a la memoria como si viniera de la primera noche de la historia de los cuentos al amor de la lumbre, Don Quijote de la Mancha [‡], de Pat y Patachon, aquellos sublimes (no exagero) actores daneses que me hicieron reír (tenía entonces seis o siete años) como ningún otro. Ni Chaplin, ni Buster Keaton, ni Harold Lloyd, ni Laurel y Hardy. Quien no haya visto a Pat y Patachon no sabe lo que se ha perdido…
Día 24
Un capítulo para el Evangelio
De mí ha de decirse que tras la muerte de Jesús me arrepentí de lo que llamaban mis infames pecados de prostituta y me convertí en penitente hasta el final de la vida, y eso no es verdad. Me subieron desnuda a los altares, cubierta únicamente por el pelo que me llegaba hasta las rodillas, con los senos marchitos y la boca desdentada, y si es cierto que los años acabaron resecando la lisa tersura de mi piel, eso sucedió porque en este mundo nada prevalece contra el tiempo, no porque yo hubiera despreciado y ofendido el cuerpo que Jesús deseó y poseyó. Quien diga de mí esas falsedades no sabe nada de amor. Dejé de ser prostituta el día que Jesús entró en mi casa trayendo una herida en el pie para que se la curase, y de esas obras humanas que llaman pecados de lujuria no tendría que arrepentirme si como prostituta mi amado me conoció y, habiendo probado mi cuerpo y sabido de qué vivía, no me dio la espalda. Cuando delante de todos los discípulos Jesús me besaba una y muchas veces, ellos le preguntaron si me quería más a mí que a ellos, y Jesús respondió: «¿A qué se puede deber que yo no os quiera tanto como a ella?». Ellos no supieron qué decir porque nunca iban a ser capaces de amar a Jesús con el mismo absoluto amor con el que yo lo amaba. Después de que Lázaro muriera, la pena y la tristeza de Jesús fueron tales que, una noche, bajo las sábanas que tapaban nuestra desnudez, le dije: «No puedo alcanzarte donde estás porque te has encerrado tras una puerta que no es para fuerzas humanas», y él dijo, sollozo y gemido de animal que se esconde para sufrir: «Aunque no puedas entrar, no te apartes de mí, tenme siempre tendida la mano incluso cuando no puedas verme, si no lo hicieras me olvidaría de la vida, o ella me olvidará». Y cuando, pasados algunos días, Jesús fue a reunirse con los discípulos, yo, que caminaba a su lado, le dije: «Miraré tu sombra si no quieres que te mire a ti», y él respondió: «Quiero estar donde esté mi sombra si allí es donde están tus ojos». Nos amábamos y nos decíamos palabras como éstas, no sólo por ser bellas y verdaderas, si es posible que sean una cosa y otra al mismo tiempo, sino porque presentíamos que el tiempo de las sombras estaba llegando y era necesario que comenzásemos a acostumbrarnos, todavía juntos, a la oscuridad de la ausencia definitiva. Vi a Jesús resucitado y en el primer momento pensé que aquel hombre era el cuidador del jardín donde se encontraba el túmulo, pero hoy sé que no lo veré nunca desde los altares donde me pusieron, por más altos que sean, por más cerca del cielo que los coloquen, por más adornados de flores y perfumados que estén. La muerte no fue lo que nos separó, nos separó para siempre jamás la eternidad. En aquel tiempo, abrazados el uno al otro, unidas nuestras bocas por el espíritu y por la carne, ni Jesús era lo que de él se proclamaba, ni yo era lo que de mí se zahería. Jesús, conmigo, no fue el Hijo de Dios, y yo, con él, no fui la prostituta María de Magdala, fuimos únicamente este hombre y esta mujer, ambos estremecidos de amor y a quienes el mundo rodeaba como un buitre barruntando sangre. Algunos dijeron que Jesús había expulsado siete demonios de mis entrañas, pero tampoco eso es verdad. Lo que Jesús hizo, sí, fue despertar los siete ángeles que dormían dentro de mi alma a la espera de que él viniera a pedirme socorro: «Ayúdame». Fueron los ángeles quienes le curaron el pie, los que me guiaron las manos temblorosas y limpiaron el pus de la herida, fueron ellos quienes me pusieron en los labios la pregunta sin la que Jesús no podría ayudarme a mí: «¿Sabes quién soy, lo que hago, de lo que vivo?», y él respondió: «Lo sé», «No has tenido nada más que mirar y ya lo sabes todo», dije yo, y él respondió: «No sé nada», y yo insistí: «Que soy prostituta», «Eso lo sé», «Que me acuesto con hombres por dinero», «Sí», «Entonces lo sabes todo de mí», y él, con voz tranquila, como la lisa superficie de un lago murmurando, dijo: «Sé eso sólo». Entonces yo todavía ignoraba que él era el hijo de Dios, ni siquiera imaginaba que Dios tuviera un hijo, pero, en ese instante, con la luz deslumbrante del entendimiento, percibí en mi espíritu que solamente un verdadero Hijo del Hombre podría haber pronunciado esas tres simples palabras: «Sé eso sólo». Nos quedamos mirándonos el uno al otro, ni nos dimos cuenta de que los ángeles se habían retirado ya, y a partir de esa hora, en la palabra y en el silencio, en la noche y en el día, con el sol y con la luna, en la presencia y en la ausencia, comencé a decirle a Jesús quién era yo, y todavía me faltaba mucho para llegar al fondo de mí misma cuando lo mataron. Soy María de Magdala y amé. No hay nada más que decir.
Día 27
Problema de hombres
Veo en las encuestas que la violencia contra las mujeres es el asunto número catorce en las preocupaciones de los españoles, pese a que todos los meses se cuenten con los dedos, y desgraciadamente falten dedos, las mujeres asesinadas por quienes se creen sus dueños. Veo también que la sociedad, en la publicidad institucional y en distintas iniciativas cívicas, asume, es verdad que sólo poco a poco, que esta violencia es un problema de los hombres y que son los hombres los que tienen que resolverlo. De Sevilla y de la Extremadura española nos llegaron, hace algún tiempo, noticias de un buen ejemplo: manifestaciones de hombres contra la violencia. Ya no eran sólo las mujeres las que salían a la plaza pública protestando contra los continuos malos tratos infligidos por los maridos y compañeros (compañeros, triste ironía ésta), que, si en muchísimos casos adoptan el aspecto de fría y deliberada tortura, no retroceden ante el asesinato, el estrangulamiento, el apuñalamiento, la degollación, el ácido, el fuego. La violencia desde siempre ejercida sobre la mujer encuentra en la cárcel en que se transforma el lugar de cohabitación (hay que negarse a llamarlo hogar) el espacio por excelencia para la humillación diaria, para la paliza habitual, para la crueldad psicológica como instrumento de dominio. Es el problema de las mujeres, se dice, y eso no es verdad. El problema es de los hombres, del egoísmo de los hombres, del enfermizo sentimiento posesivo de los hombres, de la poquedad de los hombres, esa miserable cobardía que les autoriza a usar la fuerza contra un ser físicamente más débil y al que se le ha ido reduciendo sistemáticamente la capacidad de resistencia psíquica. Hace pocos días, en Huelva, cumpliendo las reglas habituales de los mayores, varios adolescentes de trece y catorce años violaron a una chica de la misma edad y con una deficiencia psíquica, tal vez porque pensaron que tenían derecho al crimen y a la violencia. Derecho a usar lo que consideran suyo. Este nuevo acto de violencia de género, más los que se han producido en el fin de semana, en Madrid una niña asesinada, en Toledo una mujer de treinta y tres años muerta delante de su hija de seis, deberían sacar a los hombres a la calle. Tal vez cien mil hombres, sólo hombres, nada más que hombres, manifestándose en las calles, mientras las mujeres, en las aceras, les lanzan flores, podría ser la señal que la sociedad necesita para combatir, desde su seno y sin demora, esta vergüenza insoportable. Y para que la violencia de género, con resultado de muerte o no, pase a ser uno de los primeros dolores y preocupaciones de los ciudadanos. Es un sueño, es un deber. Puede no ser una utopía.
Día 28
Derecho a pecar
En la lista de las creaciones humanas (otras hay que nada tienen que ver con la humanidad, como la del diseño nutritivo de la tela de araña o la burbuja de aire submarina que le sirve de nido al pez), en esa lista, decía, no he visto incluido lo que fue, en tiempos pasados, el más eficaz instrumento de dominio de cuerpos y almas. Me refiero al sistema judicial resultante de la invención del pecado, a su división en pecados veniales y pecados mortales, y el consecuente rol de castigos, prohibiciones y penitencias. Hoy desacreditado, caído en desuso como esos monumentos de la antigüedad que el tiempo ha arruinado, aunque conservan, hasta la última piedra, la memoria y la sugestión de su antiguo poder, el sistema judicial basado en el pecado todavía sigue envolviendo y penetrando, con hondas raíces, nuestras conciencias.Esto lo entendí mejor ante las polémicas causadas por el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas casi siempre por insultos y otros desvaríos calumniosos dirigidos contra el temerario autor. Siendo El Evangelio sólo una novela que se limita a «reescenificar», aunque de modo oblicuo, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de los que se pronunciaron contra ella la vieran como una amenaza a la estabilidad y fortaleza de los fundamentos del propio cristianismo, sobre todo en su versión católica. Sería el momento de interrogarnos sobre la real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron, esencialmente, a una especie de tropismo reflejo del sistema judicial del pecado que, de una manera u otra, llevamos dentro. La principal de esas reacciones, aunque también de las más pacíficas, consistía en argumentar que el autor del Evangelio, no siendo creyente, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. Pues bien, independientemente del derecho básico que asiste a cualquier escritor para escribir sobre cualquier asunto, se añade, en este caso, la circunstancia de que el autor de El Evangelio según Jesucristo se limitó a escribir sobre algo que directamente le interesa y le toca, pues siendo efecto y producto de la civilización y de las culturas judeocristianas, es, en todo y por todo, en el plano de la mentalidad, un «cristiano», aunque a sí mismo filosóficamente se defina y en la vida corriente se comporte como lo que también es -un ateo-. De esta manera, es legítimo decir que, como al más convencido, observante y militante de los católicos, me asistía, a mí, incrédulo que soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre nosotros sólo encuentro una diferencia, aunque importante, a la de escribir. Añadiré, por mi cuenta y riesgo, otra que al católico le está prohibida: el derecho a pecar. O, dicho con otras palabras, el humanísimo derecho a la herejía.Algunos dirán que esto es agua pasada. No obstante, como mi próxima novela (esta vez no la llamaré cuento) no será menos conflictiva, muy al contrario, he considerado que tal vez valiese la pena ponerse la venda antes de que se produzca la herida. No para protegerme (cuestión que nunca me ha preocupado), sino porque, como se suele decir en estos parajes, quien avisa no es traidor.
Día 29
E pur si muove
Con los datos del sondeo todavía calientes, el periódico El País ya me estaba pidiendo un comentario sobre la eventual unión de los pueblos que componen la Península Ibérica. Lo que viene a continuación es lo que envié a Madrid sobre este melindroso asunto. Melindroso, delicado, polémico y conflictivo asunto sobre el que ha sido imposible ponerse de acuerdo hasta para discutirlo seriamente.
«Y sin embargo, se mueve.» Estas palabras las diría como si fuera un susurro casi inaudible Galileo Galilei al terminar la lectura de la abjuración a que fue forzado por los inquisidores generales de la Iglesia católica el 22 de junio de 1633. Se trataba, como se sabe, de obligarlo a desmentir, condenar y repudiar públicamente lo que había sido y seguía siendo su profunda convicción, es decir, la verdad científica del sistema copernicano, según el cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra. El estudio del texto de la abjuración de Galileo debería hacerse con conveniente atención en todos los establecimientos de enseñanza del planeta, fuese cual fuese la religión dominante, no tanto para confirmar lo que hoy es una evidencia para todo el mundo, que el Sol está parado y la Tierra se mueve a su alrededor, sino como manera de prevenir la formación de supersticiones, lavados de cerebro, ideas hechas y otros atentados contra la inteligencia y el sentido común.No es, pese a la introducción, Galileo el objeto primero de este texto, sino algo más próximo en el tiempo y en el espacio. Me refiero al Barómetro Hispano-Luso del Centro de Análisis Social de la Universidad de Salamanca, hoy publicado, sobre las eventuales posibilidades de creación de una unión entre los dos países de la Península Ibérica de cara a la formación de una Federación hispano-portuguesa. Los lectores que acompañan regularmente este y otros comentarios míos recordarán la polémica, adornada con unos cuantos insultos elegidos y unas cuantas acusaciones de traición a la patria, que mi pronóstico de una unión de ese tipo suscitó hace relativamente poco tiempo. Pues bien, de acuerdo con el sondeo de la Universidad de Salamanca, el 39,9 por ciento de los portugueses y el 30,3 por ciento de los españoles apoyarían esa unión. Los porcentajes muestran un sensible avance, tanto en un país como en el otro, sobre los cálculos realizados en ocasiones anteriores.Los que rechazan la idea constituyen poco más del 30 por ciento de las personas consultadas, es decir, 260 de los 876 ciudadanos entrevistados durante los meses de abril y mayo de este año.Al contrario de lo que generalmente se dice, el futuro ya está escrito, lo que ocurre es que nosotros no tenemos todavía la ciencia necesaria para leerlo. Las protestas de hoy pueden convertirse en los acuerdos de mañana, y, por supuesto, también podría suceder lo contrario, aunque una cosa es cierta y la frase de Galileo tiene aquí perfecto encaje. Sí, Iberia. E pur si muove.
Día 30
La abjuración
A quien pueda interesar:
Yo, Galileo, hijo de Vicenzo Galileo de Florencia, a la edad de setenta años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, en toda la República Cristiana contra la herética perversidad inquisidores generales; teniendo ante mi vista los sacrosantos Evangelios, que toco con mi mano, juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Pero como después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina […] Quiero levantar de la mente de las Eminencias y de todos los fieles Cristianos esta vehemente sospecha, que justamente se ha concebido contra mí, con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en el que me encuentre. Juro y prometo cumplir y observar totalmente las penitencias que me han sido o me serán, por este Santo Oficio, impuestas; y si incumplo alguna de mis promesas y juramentos, que Dios no lo quiera, me someto a todas las penas y castigos que imponen y promulgan los sacros cánones y otras constituciones contra tales delincuentes. Así, que Dios me ayude y sus santos Evangelios que toco con mis propias manos. Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano, he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra.
Día 31
Álvaro Cunhal
No fue el santo que algunos veneraban ni el demonio que otros aborrecían; era, aunque no simplemente, un hombre. Se llamaba Álvaro Cunhal y su nombre, durante años, para muchos portugueses, fue sinónimo de una cierta esperanza. Encarnó convicciones a las que guardó inamovible fidelidad, fue testigo y agente en los tiempos en que éstas prosperaron, asistió al declive de los conceptos, a la disolución de los juicios, a la perversión de las prácticas. Las memorias personales que se negó a escribir tal vez nos ayudarían a entender mejor los fundamentos del raquítico árbol a cuya sombra se acogen hoy los portugueses para digerir el palabrerío con que creen alimentar el espíritu. No leeremos las memorias de Álvaro Cunhal y con esa falta tendremos que conformarnos. Y tampoco leeremos lo que, mirando desde este tiempo en que estamos el tiempo que pasó, sería probablemente el más instructivo de todos los documentos que podrían salir de su inteligencia y de sus finas manos de artista: una reflexión sobre la grandeza y decadencia de los imperios, incluyendo los que construimos dentro de nosotros mismos, esas armazones de ideas que nos mantienen el cuerpo levantado y que todos los días nos piden cuentas, incluso cuando nos negamos a prestarlas. Como si hubiese cerrado una puerta y abierto otra, el ideólogo se convirtió en autor de novelas, el dirigente político retirado decidió guardar silencio sobre los destinos posibles y probables del partido del que había sido, durante muchos años, continua y casi única referencia. Tanto en el plano nacional como en el plano internacional, no me cabe la menor duda de que habrán sido de amargura las últimas horas que Álvaro Cunhal vivió. No era el único, y él lo sabía. Algunas veces el militante que yo soy no estuvo de acuerdo con el secretario general que él era, y se lo dije. A esta distancia, sin embargo, ya todo parece esfumarse, hasta las razones con las que, sin resultados visibles, nos pretendíamos convencer el uno al otro. El mundo siguió su camino y nos dejó atrás. Envejecer es no ser necesario. Todavía necesitábamos a Cunhal cuando él se retiró. Ahora es demasiado tarde. Aunque no conseguimos disimular esta especie de sentimiento de orfandad que nos invade cuando pensamos en él. Cuando pienso en él. Y comprendo, les aseguro que lo comprendo, lo que un día Graham Green le dijo a Eduardo Lourenço: «Mi sueño, en lo que tiene que ver con Portugal, sería conocer a Álvaro Cunhal». El gran escritor británico dio voz a lo que tantos sentían. Se entiende que sintamos su falta.
Agosto de 2009
Día 3
Gabo
Los escritores se dividen (imaginando que aceptaran ser divididos…) en dos grupos: el más reducido, el de aquellos que fueron capaces de abrirle a la literatura nuevos caminos; el más numeroso, el de los que van detrás y se sirven de esos caminos para su propio viaje. Es así desde el principio del mundo y la (¿legítima?) vanidad de los autores nada puede contra las claridades de la evidencia. Gabriel García Márquez usó su ingenio para abrir y consolidar la vía del después mal llamado «realismo mágico», por donde avanzaron más tarde multitudes de seguidores y, como siempre sucede, los detractores de turno. El primer libro suyo que me llegó a las manos fue Cien años de soledad y el choque que me causó fue tal que tuve que parar de leer al cabo de cincuenta páginas. Necesitaba poner algún orden en mi cabeza, alguna disciplina en el corazón, y, sobre todo, aprender a manejar la brújula con la que tenía la esperanza de orientarme en las veredas del mundo nuevo que se presentaba ante mis ojos. En mi vida de lector han sido poquísimas las ocasiones en que se ha producido una experiencia como ésta. Si la palabra traumatismo pudiese tener un significado positivo, de buen grado la aplicaría al caso. Pero, ya que ha sido escrita, aquí la dejo. Espero que se entienda.
Día 4
Patio del Panadero
Creo que fueron doce años el tiempo que viví en la Penha de França, primero en la calle del Padre Sena Freitas, después en la calle Carlos Ribeiro. Durante muchos más, hasta que murió mi madre, el barrio era para mí una prolongación constante de todos los otros lugares por donde después pasé. De él tengo recuerdos que permanecen vivos hasta hoy. Entonces todavía el Valle Oscuro hacía honor a su nombre, fue un espacio de aventura y descubrimiento para los muchachos, un resto de naturaleza que las primeras construcciones ya comenzaban a amenazar, pero donde era posible saborear el gusto ácido de las acederas y los tubérculos dulzones de las raíces de una planta cuyo nombre nunca llegué a conocer. Y era también el campo de batalla de homéricas luchas… Y estaba el Patio del Panadero (que no pertenecía a la Penha de França, sino al Alto de São João…), donde la gente «normal» no se atrevía a entrar y que, según se decía, la propia policía evitaba, haciendo la vista gorda a los supuestos o auténticos comportamientos ilícitos de sus habitantes. Lo más seguro es que tanta desconfianza y temor fueran también causados por el enclaustramiento de aquel pequeño mundo que vivía segregado del resto del barrio y cuyas palabras, gestos y actitudes chocaban con la pacata rutina de la gente asustadiza que pasaba de largo. Un día, de la noche a la mañana, el Patio del Panadero desapareció, tal vez arrasado por el martillo municipal, o más probablemente por las excavadoras de las empresas constructoras, y en su lugar se levantaron edificios sin imaginación, copiados unos de los otros y que en pocos años envejecieron. El Patio del Panadero, al menos, tenía su originalidad, su fisonomía propia, aunque sucia y maloliente. Si yo pudiese, si tuviese el valor de compartir la vida de aquellas personas para informarme, me gustaría reconstruir la vida del Patio del Panadero. Penas perdidas serían. La gente que vivía allí se dispersó, sus descendientes, si se les mejoró la vida, olvidaron o no querrían recordar la dura existencia de los que vivieron antes. En la memoria de la Penha de França (o del Alto de São João) no se guardó un espacio para el Patio del Panadero. Hay personas que nacieron y vivieron sin suerte. De ellas no quedó siquiera la piedra del quicio de la puerta. Murieron y pasaron.
Día 5
Almodóvar
Llegué tarde a la «movida», cuando ya había dejado sus trajes de arlequín urbano, sus lágrimas falsas de rimel negro, sus postizos, sus pelucas, sus risas y su tristeza. No quiero decir que las «movidas» sean tristes por definición, lo que digo es que tienen que esforzarse mucho para no dejar que les salga de la boca, en medio de la fiesta y de la orgía, la pregunta definidora: «¿Qué hago aquí?». Atención, estoy contando una historia que no es la mía. Nunca he sido hombre de «movidas» y si alguna vez acabara dejándome seducir, estoy segurísimo de que no haría mejor figura que don Quijote en el palacio de los duques. El ridículo existe de hecho, no es simplemente un punto de vista. Dicho esto, no creo equivocarme mucho imaginando a Pedro Almodóvar, referente por excelencia de la «movida» madrileña, preguntándole a su pequeña alma (las almas son todas pequeñas, prácticamente invisibles): «¿Qué hago aquí?». La respuesta la viene dando en sus películas, esas que nos hacen reír al mismo tiempo que nos ponen un nudo en la garganta, esas que nos insinúan que detrás de las imágenes hay cosas pidiendo que las nombremos. Cuando vi Volver le envié a Pedro un mensaje en que le decía: «Has tocado la belleza absoluta». Tal vez (seguramente) por pudor, no me respondió.Debo concluir. De una forma quizá inesperada para quien está malgastando su tiempo leyendo estas líneas, y que resumo así: a Pedro Almodóvar le espera la gran película sobre la muerte que todavía le falta al cine español. Por mil razones, sobre todo porque ésa sería la manera de recuperar de los escombros el sentido último de la «movida».
Día 6
La sombra del padre (I)
Mijaíl Bajtín escribió en su Teoría y estética de la novela: «El objeto principal de este género literario, el que lo “especifica”, el que crea su originalidad estilística, es el hombre que habla y su palabra». Creo que pocas veces una aseveración de ámbito general como ésta habrá sido tan exacta como lo es en el caso humano y literario de Franz Kafka. Despreciando a ciertos teóricos que, con alguna razón, se oponen a la tendencia «romántica» de buscar en la existencia del escritor las señales del paso de lo vivido a lo escrito, lo que, supuestamente, explicaría la obra, Kafka no esconde en ningún momento (y parece empeñarse en que se note) el cuadro de factores que determinaron su dramática vida y, en consecuencia, su trabajo de escritor: el conflicto con el padre, el desacuerdo con la comunidad judía, la imposibilidad de cambiar la vida célibe por el matrimonio, la enfermedad. Pienso que el primero de esos factores, o sea, el antagonismo nunca superado que opuso al padre con el hijo y al hijo con el padre, es lo que constituye la viga maestra de toda la obra kafkiana, derivándose de ahí, como las ramas de un árbol se derivan del tronco principal, el profundo desasosiego íntimo que lo condujo a la deriva metafísica, a la visión de un mundo agonizando en el absurdo, a la mistificación de la consciencia.La primera referencia a El proceso se encuentra en los Diarios, fue escrita el 29 de julio de 1914 (la guerra se había desencadenado el día anterior) y comienza con las siguientes palabras: «Una noche, Josef K…, hijo de un rico comerciante, después de una gran discusión que había mantenido con el padre…». Sabemos que no es así como la novela arrancará, pero el nombre del personaje principal -Josef K…- ya queda anunciado, así como en tres rápidas líneas de La metamorfosis, escrita casi dos años antes, ya se anunciaba lo que acabaría siendo el núcleo temático central de El proceso. Cuando, transformado de la noche a la mañana, sin ninguna explicación del narrador, en un bicho asqueroso, mezcla de escarabajo y de cucaracha, se queja de los sufrimientos inmerecidos que caen sobre el viajante de comercio en general y sobre él en particular, Gregorio Samsa se expresa de una manera que no deja margen de dudas: «muchas veces es víctima de una simple murmuración, de una casualidad, de una reclamación gratuita, y le es absolutamente imposible defenderse, ya que ni siquiera sabe de qué le acusan». Todo El proceso está contenido en estas palabras. Es cierto que el padre, «rico comerciante», desapareció de la historia, que la madre sólo se menciona en dos de los capítulos inacabados, e incluso así fugazmente y sin caridad filial, pero no me parece un exceso temerario, salvo que esté demasiado equivocado acerca de las intenciones del autor Kafka, imaginar que la omnipotente y amenazadora autoridad paterna haya sido, en la estrategia de la ficción, transferida hacia las alturas inaccesibles de la Ley Última, esa que, sin necesitar que se enuncie una culpa concreta establecida en los códigos, será siempre implacable en la aplicación del castigo. El angustioso y al mismo tiempo grotesco episodio de la agresión ejecutada por el padre de Gregorio Samsa para expulsar al hijo de la sala familiar, tirándole manzanas hasta que una de ellas se le incrusta en la coraza, describe una agonía sin nombre, la muerte de cualquier esperanza de comunicación.
Día 7
La sombra del padre (2)
Pocas páginas antes, el escarabajo Gregorio Samsa aún había conseguido articular, aunque penosamente, las últimas palabras que su boca de insecto fue capaz de pronunciar: «Madre, madre». Después, como en una primera muerte, entró en la mudez de un silencio voluntario, si no obligado por su irremediable animalidad, como quien se resigna a no tener definitivamente padre, madre y hermana en el mundo de las cucarachas. Cuando al final la criada barra el caparazón reseco en que Gregorio Samsa termina transformado, su ausencia, de ahí en adelante, sólo servirá para confirmar el olvido al que los suyos ya lo habían arrojado. En una carta de 28 de agosto de 1913, Kafka escribe: «Vivo en medio de mi familia, entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar, como alguien más extraño que un extraño. Con mi madre, en los últimos años, no he hablado, de media, más de veinte palabras por día, con mi padre jamás intercambié nada más que las palabras de saludo». Será preciso estar muy desatento en la lectura para no percibir la dolorosa y amarga ironía contenida en las propias palabras («Entre las mejores y más amorosas personas que se pueda uno imaginar»), que parecen negar lo que afirman. Desatención igual, creo, sería no atribuirle importancia especial al hecho de que Kafka le propusiera a su editor, el 4 de abril de 1913, que los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América), La metamorfosis y La condena fuesen reunidos en un solo volumen bajo el título de Los hijos (lo que, por otra parte, ha sucedido muy recientemente, en 1989). En El fogonero, «el hijo» es expulsado por los padres por haber ofendido la honra de la familia al dejar embarazada a una criada, en La condena «el hijo» es condenado por el padre a morir ahogado, en La metamorfosis «el hijo» deja simplemente de existir, su lugar es ocupado por un insecto… Más que la Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, aunque nunca llegó a ser entregada al destinatario, son estos relatos, según entiendo, y en particular La condena y La metamorfosis, los que, precisamente por ser transposiciones literarias en que el juego de mostrar y esconder funciona como un espejo de ambigüedades y reversos, nos ofrecen con más precisión la dimensión de la herida incurable que el conflicto con el padre abrió en el espíritu de Franz Kafka. La Carta asume, por así decirlo, la forma y el tono de un libelo acusatorio, se propone como un ajuste de cuentas final, es un balance entre el debe y el haber de dos existencias enfrentadas, de dos mutuas repugnancias, por lo que no se puede rechazar la posibilidad de que se encuentren en ella exageraciones y deformaciones de los hechos reales, sobre todo cuando Kafka, al final del escrito, pasa súbitamente a usar la voz del padre para acusarse a sí mismo… En El proceso, Kafka pudo liberarse de la figura paterna, objetivamente considerada, pero no de su ley. Y tal como en La condena el hijo se suicida porque así lo había determinado la ley del padre, en El proceso es el propio acusado Josef K… quien acaba conduciendo a sus verdugos hasta el lugar donde será asesinado y en los últimos instantes, cuando la muerte ya se viene acercando, aún se pondrá a pensar, como un último remordimiento, que no ha sabido desempeñar su papel hasta el final, que no ha conseguido evitar esfuerzos a las autoridades… Es decir, al Padre.
Día 10
Yemen
A la escritora colombiana Laura Restrepo, nuestra amiga por razones de corazón y de ideas, le encargó Médicos sin Fronteras que viajase a Yemen para luego contar lo que hubiera visto, oído y sentido. El relato de esa experiencia ha sido ahora publicado en El País Semanal, un reportaje impresionante como, en principio, cualquier otro que se haga en África, aunque el arte de narrar de Laura, al rechazar, como es propio de su naturaleza de escritora, los efectos emotivos de una escritura que intencionadamente apelase a la sensibilidad del lector, prefiera expresarse en una obstinada búsqueda de realidad directa al alcance de pocos. Las descripciones de la llegada de los barcos que vienen de Somalia sobrecargados de fugitivos que esperan encontrar en Yemen la solución a las dificultades que los han empujado al mar, son de una insólita eficacia informativa. Vienen en los barcos los hombres, las mujeres y los niños habituales, pero Laura Restrepo no tarda en mostrarnos cómo es posible hablar de hombres sin estar obligado a hablar de las mujeres y de los niños que con ellos vienen, aunque de los niños sería imposible hablar si no se hablase también, y sobre todo, de las madres que los traen, a veces todavía en la barriga. Las situaciones en que esas mujeres se encontrarán después de desembarcar en Yemen constituyen un catálogo completo de las humillaciones morales y físicas a que están sujetas simplemente por el hecho de haber nacido mujeres. Detrás de cada palabra escrita por Laura hay lágrimas, gemidos y gritos que serían capaces de quitarnos el sueño si nuestra flexible conciencia no se hubiese acomodado a la idea de que el mundo va a donde quieren los que lo dominan y que nosotros ya tenemos suficiente con cultivar nuestro patio lo mejor que sepamos, sin tener que preocuparnos de lo que pasa al otro lado del muro. Ésta, sí, es la más vieja historia del mundo.
Día 11
África
En África, dijo alguien, los muertos son negros y las armas son blancas. Sería difícil encontrar una síntesis más perfecta de la sucesión de desastres que fue y sigue siendo, desde hace siglos, la existencia en el continente africano. El lugar del mundo donde se cree que la humanidad nació no era ciertamente el paraíso terrenal cuando los primeros «descubridores» europeos desembarcaron (al contrario de lo que dice el mito bíblico, Adán no fue expulsado del edén, simplemente nunca entró en él), pero con la llegada del hombre blanco se abrieron de par en par, para los negros, las puertas del infierno. Esas puertas siguen implacablemente abiertas, generaciones y generaciones de africanos han sido lanzadas a la hoguera ante la apenas disimulada indiferencia o la impúdica complicidad de la opinión pública mundial. Un millón de negros muertos por la guerra, por el hambre o por enfermedades que podrían haber sido curadas, pesará siempre menos en la balanza de cualquier país dominador y ocupará menos espacio en los noticiarios que las quince víctimas de un serial killer. Sabemos que el horror, en todas sus manifestaciones, las más crueles, las más atroces e infames, barre y asola todos los días, como una maldición, nuestro desgraciado planeta, pero África parece haberse convertido en su espacio preferido, en su laboratorio experimental, el lugar donde el horror se siente más a sus anchas para cometer ofensas que creíamos inconcebibles, como si los pueblos africanos hubiesen sido señalados al nacer con un destino de cobayas, sobre las que, por definición, todas las violencias están permitidas, todas las torturas justificadas, todos los crímenes absueltos. Contra lo que ingenuamente muchos se obstinan en creer, no habrá un tribunal de Dios o de la Historia para juzgar las atrocidades cometidas por hombres sobre otros hombres. El futuro, siempre tan disponible para decretar esa modalidad de amnistía general que es el olvido disfrazado de perdón, también es hábil en homologar, tácita o explícitamente, cuando tal convenga a los nuevos arreglos económicos, militares o políticos, la impunidad de por vida a los autores directos e indirectos de las más monstruosas acciones contra la carne y el espíritu. Es un error entregarle al futuro el encargo de juzgar a los responsables del sufrimiento de las víctimas de ahora, porque ese futuro no dejará de hacer también sus víctimas e igualmente no resistirá la tentación de posponer para otro futuro aún más lejano el mirífico momento de la justicia universal en que muchos de nosotros fingimos creer como la manera más fácil, y también la más hipócrita, de eludir responsabilidades que sólo a nosotros nos caben, a este presente que somos. Se puede comprender que alguien se disculpe alegando: «No lo sabía», pero es inaceptable que digamos: «Prefiero no saberlo». El funcionamiento del mundo dejó de ser el completo misterio que fue, las palancas del mal se encuentran a la vista de todos, para las manos que las manejan ya no hay guantes suficientes que les oculten las manchas de sangre. Debería por tanto ser fácil para cualquiera elegir entre el lado de la verdad y el lado de la mentira, entre el respeto humano y el desprecio por el otro, entre los que están por la vida y los que están contra ella. Desgraciadamente las cosas no siempre suceden así. El egoísmo personal, la comodidad, la falta de generosidad, las pequeñas cobardías de lo cotidiano, todo esto contribuye a esa perniciosa forma de ceguera mental que consiste en estar en el mundo y no ver el mundo, o sólo ver lo que, en cada momento, sea susceptible de servir a nuestros intereses. En tales casos sólo podemos desear que la conciencia venga, nos tome por el brazo, nos sacuda y nos pregunte a quemarropa: «¿Adónde vas? ¿Qué haces? ¿Quién te crees que eres?». Una insurrección de las conciencias libres es lo que necesitaríamos. ¿Será todavía posible?
Día 12
Un rey así
El rey así es el señor don Duarte de Bragança, persona medianamente instruida gracias a los preceptores que le pusieron nada más nacer, aunque, pese a eso, detesta la literatura en general y lo que yo escribo en particular, primero porque considera que en Memorial del convento le insulté a la familia y en segundo lugar porque la dicha obra es, de acuerdo con su refinado lenguaje de pretendiente al trono, una «gran mierda». No leyó el libro, pero es evidente que lo olió. Se comprende, por tanto, que, durante todos estos años, no haya incluido al señor don Duarte, de Bragança, que quede claro, en la elegida lista de mis amigos políticos. No me importa recibir una bofetada de vez en cuando, pero la virtud cristiana de ofrecerle al agresor la otra mejilla es virtud que no cultivo. Me he desquitado apreciando debidamente las cualidades de humorista involuntario que este nieto del señor don João V manifiesta siempre que tiene que abrir la boca. Le debo algunas de las más sabrosas carcajadas de mi vida.Pero esto se acabó, la monarquía ha sido restaurada y hay que tener mucho cuidado con las palabras, no vayan a aparecer por ahí, redivivos, el intendente Pina Manique o el inspector Rosa Casaco. ¿Cómo que restaurada la monarquía?, preguntarán mis lectores, estupefactos. Sí señor, restaurada, lo afirma quien tiene las mejores razones para decirlo, el propio pretendiente. Que ya no es pretendiente, puesto que la monarquía nos acaba de ser restituida con el ondear de la bandera azul y blanca en el balcón del Ayuntamiento de Lisboa. Los mozos del 31 de la Armada (así se autodenominaron los escaladores) tienen ya su lugar asegurado en la Historia de Portugal, al lado de la panadera de Aljubarrota, de la que se duda que llegara a matar a algún castellano. No es el caso de ahora. La bandera estuvo ahí durante algunas horas (¿habrá un monárquico infiltrado en el Ayuntamiento que impidiera la retirada inmediata?), ahora se pretende averiguar quiénes fueron los autores de la hazaña, y esto acabará como siempre, en comedia, en farsa, en chacota. El señor don Duarte no tiene agallas para exigir en la plaza pública, ante la población reunida, que le sean entregados la corona, el cetro y el trono.Es una pena que una tan gloriosa acción vaya a acabar así. Pero como, en el fondo, soy una persona apacible, amiga de ayudar al prójimo, dejo aquí una sugerencia para el señor don Duarte de Bragança. Cree ya un equipo de fútbol, un equipo completo de jugadores monárquicos, entrenador monárquico, masajista monárquico, todos monárquicos y, si es posible, de sangre azul. Le garantizo que si llega a ganar la liga, el país, este país que tan bien conocemos, se arrodillará a sus pies.
Día 13
Guatemala
Cada día va quedando más claro en todo el mundo que el problema de la justicia no es de la justicia, sino de los jueces. La justicia está en las leyes, en los códigos, luego debería ser fácil aplicarla. Bastaría saber leer, entender lo que está escrito, escuchar de manera imparcial las alegaciones del acusador y del acusado, los testimonios, si los hubiere, y finalmente, en conciencia, juzgar. La corrupción tiene mil caras y la peor de todas, en este asunto, tal vez sea, para bien o para mal, la naturaleza de la relación entre quien juzga y quien es juzgado. Un caso típico de perversión juzgadora ha sucedido muy recientemente en Guatemala, donde el editor Raúl Figueroa Sarti, de la casa F &G Editores, ha sido condenado a un año de prisión conmutable a razón de veinticinco quetzales diarios y al pago de una multa de cincuenta mil quetzales, más las costas del proceso. ¿Cuál fue el crimen de Raúl Figueroa? Haber publicado, a solicitud y con el conocimiento del autor, Mardo Arturo Escobar, una fotografía que fue insertada en un libro editado por F &G. De ese libro le fueron entregados al ahora acusador algunos ejemplares. A los jueces no les importó nada que el propio Mardo Escobar hubiese reconocido que le había entregado voluntariamente una fotografía a Raúl Figueroa, al que le dio autorización verbal para usarla en una publicación. Sí les importó que el acusador fuese su colega: Mardo Arturo Escobar trabaja en el Juzgado Cuarto de lo Penal, siendo, por tanto, compañero de actividades de jueces, oficiales y magistrados…Pero este caso no es un simple episodio de baja corrupción. El acoso del que, desde hace dos años, ha sido objeto F &G Editores se encuadra en la situación represiva que se está viviendo en Guatemala, donde el poder oficial está persiguiendo e intentando acallar las voces discordantes, esas que, sin desánimo, siguen denunciando las violaciones de los Derechos Humanos en el país. Por lo visto, tenía razón aquel ya viejo juego de palabras entre Guatemala y Guatepeor. De los ciudadanos guatemaltecos se espera que el inocente juego no se transforme en triste realidad.
Día 14
Jean Giono
Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles durante su vida. Sólo quien cavó la tierra para acomodar una raíz o una esperanza de que venga a serlo podría haber escrito la singularísima narración que es El hombre que plantaba árboles, una indiscutible obra maestra del arte de contar. Claro que para que tal cosa sucediese era necesario que existiese un Jean Giono, pero esa condición básica, afortunadamente para todos nosotros, era ya un dato adquirido y confirmado: el autor existía, lo que faltaba era que se pusiese a escribir la obra. También faltaba que el tiempo transcurriese, que la vejez se presentara para decir: «Aquí estoy», pues tal vez sólo con una edad avanzada, como ya entonces era la de Giono, sea posible escribir con los colores de lo real físico, como él lo hizo, una historia concebida en lo más secreto de la elaboración ficcional. El plantador de árboles Elzéard Bouffier, que nunca existió, es simplemente un personaje construido con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con la que se escribe. Y con todo, acabamos conociéndolo a la primera referencia que de él se hace, lo vemos como a alguien a quien estuvimos esperando desde hace mucho tiempo. Plantó miles de árboles en los Alpes franceses, después esos miles, por acción de la propia naturaleza así ayudada, se multiplicaron en millones, con ellos regresaron las aves, regresaron los animales de los bosques, regresó el agua allí donde no había nada más que secano. En verdad, estamos esperando la aparición de unos cuantos Elzéard Bouffier reales. Antes de que sea demasiado tarde para el mundo.
P. S.: Tiene razón el señor don Duarte de Bragança, se trataba del Evangelio, no del Memorial, pero ya no la tiene cuando dice que yo atribuyo la paternidad de Jesús a un soldado romano. Ninguno de los millones de lectores que el libro ha tenido hasta hoy lo confirmaría. Conozco la tesis, pero, creo que por una cuestión de buen gusto, no la utilicé en la historia que escribí. En compensación, le dediqué unas cuantas páginas a la concepción de Jesús por José y María, sus padres. Me permito sugerirle al señor don Duarte de Bragança que lea mi Evangelio. Atrévase, no sea tímido, le garantizo que la lectura le aprovechará.
Día 17
Acteal
Han pasado casi doce años de la matanza de Acteal, en el sudeste del estado mexicano de Chiapas. El día 22 de diciembre de 1997, cuando los miembros de la comunidad tzotzil de Las Abejas se encontraban reunidos para rezar en su humilde capilla, una construcción rústica de tablas atadas y sin pintura, noventa paramilitares del grupo Máscara Roja, expresamente transportados hasta allí, pertrechados de armas de fuego y machetes, en un ataque que duró siete horas, dejaron en el terreno, entre hombres, niños y mujeres, algunas de ellas embarazadas, cuarenta y cinco muertos. La culpa de estos muertos era haber apoyado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. A doscientos metros del lugar, un control de policía no movió un pie para ver lo que estaba pasando. Demasiado lo sabían ellos. Estuvimos en Acteal, Pilar y yo, poco tiempo después, hablamos y lloramos con algunos de los supervivientes que consiguieron escapar, vimos las señales de las balas en las paredes de la capilla, los sitios de las sepulturas, nos asomamos a la entrada de una cavidad en la ladera donde unas cuantas mujeres intentaron esconderse con los hijos y donde fueron asesinados todos a golpes de machete y disparos a quemarropa. Regresamos a Acteal unos meses más tarde, el horror todavía se respiraba en el aire, pero se iba a hacer justicia.Al final no se ha hecho. Alegando errores de procedimiento, el Tribunal Supremo de Justicia mexicano acaba de poner en libertad a casi veinte de los miembros de Máscara Roja que cumplían pena (imagínense) por posesión ilegal de armas, ignorándose deliberadamente que esas armas habían disparado y asesinado. A la media docena que todavía quedan en prisión no tardarán mucho en soltarlos también. Pero a los cuarenta y cinco tzotziles muertos con extrema crueldad, a ésos no habrá manera de hacerlos resucitar. Hace pocos días escribí aquí que el problema de la justicia no es la justicia, sino los jueces. Acteal es una prueba más.
Día 18
Carlos Paredes
No lo pensaba antes, cuando escuchaba la guitarra de Carlos Paredes, pero hoy, recordándola, comprendo que aquella música estaba hecha de alboradas, canto de pájaros anunciando el sol. Todavía tuvimos que esperar una década antes de que llegara otra madrugada abriéndose para la libertad, pero el inolvidable tema de Verdes Anos, ese cantar de extática alegría que al mismo tiempo se entreteje en arpegios de una sorda e irreprimible melancolía, fue para nosotros una especie de oración laica, un toque de reunión de esperanzas y voluntades. Ya era mucho, pero aún no era todo. Nos faltaba por conocer al hombre de dedos geniales, al hombre que nos mostraba lo bello y robusto que podía ser el sonido de una guitarra, y que era, a la vez que un músico e intérprete excepcional, un ejemplo extraordinario de sencillez y grandeza de carácter. A Carlos Paredes no era preciso pedirle que nos franquease las puertas de su corazón. Estaban siempre abiertas.
Día 19
La sangre en Chiapas
Toda sangre tiene su historia. Corre sin descanso en el interior laberíntico del cuerpo y no pierde el rumbo ni el sentido, enrojece de súbito el rostro y lo empalidece huyendo de él, irrumpe bruscamente de un rasguño de la piel, se convierte en capa protectora de una herida, encharca campos de batalla y lugares de tortura, se transforma en río sobre el asfalto de una carretera. La sangre nos guía, la sangre nos levanta, con la sangre dormimos y con la sangre despertamos, con la sangre nos perdemos y salvamos, con la sangre vivimos, con la sangre morimos. Se convierte en leche y alimenta a los niños en brazos de las madres, se convierte en lágrima y llora sobre los asesinados, se convierte en revuelta y levanta un puño cerrado y un arma. La sangre se sirve de los ojos para ver, entender y juzgar, se sirve de las manos para el trabajo y para la caricia, se sirve de los pies para ir hasta donde el deber la manda. La sangre es hombre y es mujer, se cubre de luto o de fiesta, pone una flor en la cintura, y cuando toma nombres que no son los suyos es porque esos nombres pertenecen a todos los que son de la misma sangre. La sangre sabe mucho, la sangre sabe la sangre que tiene. A veces la sangre monta a caballo y fuma en pipa, a veces mira con ojos secos porque el dolor los ha secado, a veces sonríe con una boca de lejos y una sonrisa de cerca, a veces esconde la cara pero deja que el alma se muestre, a veces implora la misericordia de un muro mudo y ciego, a veces es un niño sangrando que va llevado en brazos, a veces dibuja figuras vigilantes en las paredes de las casas, a veces es la mirada fija de esas figuras, a veces la atan, a veces se desata, a veces se hace gigante para subir las murallas, a veces hierve, a veces se calma, a veces es como un incendio que todo lo abrasa, a veces es una luz casi suave, un suspiro, un sueño, un descansar la cabeza en el hombro de la sangre que está al lado. Hay sangres que hasta cuando están frías queman. Esas sangres son eternas como la esperanza.
Día 20
Tristeza
Una irresistible y ya automática asociación de ideas me hace siempre recordar la Melancolía de Durero cuando pienso en la obra de Eduardo Lourenço. Si Solo, de António Nobre, es el libro más triste que alguna vez se haya escrito en Portugal, nos faltaba quien reflexionara y meditara sobre esa tristeza. Llegó Eduardo Lourenço y nos explicó quiénes somos y por qué lo somos. Nos abrió los ojos, pero la luz era demasiado fuerte. Por eso, volvimos a cerrarlos.
Día 21
Un tercer dios
Creo que las tesis de Huntington sobre el «choque de civilizaciones», atacadas por unos y celebradas por otros cuando fueron expuestas, merecerían ahora un estudio más atento y menos apasionado. Nos hemos habituado a la idea de que la cultura es una especie de panacea universal y que los intercambios culturales son el mejor camino para la solución de los conflictos. Soy menos optimista. Creo que sólo una manifiesta y activa voluntad de paz podría abrir la puerta a ese flujo cultural multidireccional, sin ánimo de dominio por ninguna de las partes. Esa voluntad tal vez exista por ahí, pero no los medios para concretarla. Cristianismo e islamismo continúan comportándose como irreconciliables hermanos enemigos incapaces de llegar al deseado pacto de no agresión que tal vez trajera alguna paz al mundo. Pues bien, ya que inventamos a Dios y Alá, con los desastrosos resultados conocidos, la solución tal vez esté en crear un tercer dios con poderes suficientes para obligar a los impertinentes desavenidos a deponer las armas y dejar en paz a la humanidad. Y que después ese tercer dios nos haga el favor de retirarse del escenario donde se viene desarrollando la tragedia de un inventor, el hombre, esclavizado por su propia creación, dios. Lo más probable, sin embargo, es que esto no tenga remedio y que las civilizaciones sigan chocando unas contra otras.
Día 25
Juego sucio
Joven e ingenuo era cuando hace muchos, muchísimos años, alguien me convenció para que me hiciera un seguro de vida, sin duda de los más rudimentarios que entonces se ofrecían, el equivalente a veinte mil escudos que me serían devueltos al cabo de veinte años en el caso de que no hubiera muerto, por supuesto, no estando la compañía obligada a rendirme cuentas de los eventuales lucros de la minúscula inversión y de sus aplicaciones, y mucho menos hacerme participar de ellas. Ay de mí, sin embargo, si no pagaba las primas respectivas. En esa época, los veinte mil escudos eran mucho dinero para mí, necesitaba trabajar casi un año para ganarlos, de manera que fue una buena ayuda cuando me los devolvieron, aunque no pude evitar un desagradable sentimiento de desconfianza que me decía, e insistía, que había sido perjudicado, aunque no supiese exactamente cómo. En aquellos tiempos no era sólo con la llamada letra pequeña con lo que se nos engañaba, la propia letra grande ya era un puñado de tierra que nos lanzaban a los ojos. Eran otras épocas, la gente común, entre la que me incluía, sabía poco de la vida e incluso ese poco de poco le servía. ¿Quién se atrevería a discutir, no digo con la compañía, sino con el propio agente de seguros, que tenía toda la labia del mundo?Hoy ya no es así, perdimos la inocencia y no rehuimos discutir con la mayor de las convicciones hasta de aquello de lo que simplemente tenemos una pálida idea. Que no nos vengan pues con historias, que bien te conozco, mascarita. Lo malo es que si las máscaras mudan, y mudan muchísimo, lo que está debajo se mantiene inalterable. Y ni siquiera es cierto que hayamos perdido la inocencia. Cuando Barack Obama, en el ardor de la campaña a la presidencia, anunció una reforma sanitaria que permitiese proteger a los cuarenta y seis millones de norteamericanos no contemplados por el sistema vigente para los restantes, es decir, aquellos que, directa o indirectamente, pagan los seguros respectivos, esperábamos que una ola de entusiasmo cruzara los Estados Unidos. Tal no ha sucedido y hoy sabemos por qué. Apenas se iniciaron los trámites que conducirán (¿conducirán?) al establecimiento de la reforma, el dragón despertó. Como escribió Augusto Monterroso: el dinosaurio todavía estaba allí. No fueron sólo las cincuenta compañías de seguros norteamericanas que controlan el actual sistema las que abrieron fuego contra el proyecto, también la totalidad de los senadores y diputados republicanos, e incluso un apreciable número de representantes demócratas, tanto en el Congreso como en el Senado. Nunca como en este caso la filosofía práctica de los Estados Unidos estuvo tan a la vista: si no eres rico, la culpa es tuya. Son cuarenta y seis millones los norteamericanos que no tienen cobertura sanitaria, cuarenta y seis millones de personas que no tienen dinero para pagar seguros, cuarenta y seis millones de pobres que, por lo visto, no tienen dónde caerse muertos. ¿Cuántos Barack Obama serán necesarios para que el escándalo termine?
Día 26
Dos escritores
Se llaman Ramón Lobo y Enric González. Ejercen de periodistas y lo son de hecho, de lo mejor que se puede encontrar en las páginas de un periódico, aunque yo prefiero verlos como escritores, no porque establezca una jerarquía entre las dos profesiones, sino porque en la lectura de lo que escriben percibo emociones y defino sentimientos que, al menos en principio, son más naturalmente mostrables en una obra literaria de calidad. A Ramón Lobo ya llevo algunos años leyéndolo, Enric González es un descubrimiento reciente. Como corresponsal de guerra, Ramón tiene la cualidad superior de colocar cada palabra, en su exacta medida expresiva, sin retórica ni deslizamientos sensacionalistas, al servicio de lo que ve, oye y siente. Parece obvio, pero no lo es tanto, sólo es posible hacerlo con un dominio excepcionalmente seguro del idioma que se utiliza, y él lo tiene. De Enric González no era lector. Veía sus columnas en El País, pero mi curiosidad no era lo bastante fuerte para hacerme integrar sus escritos en mi lectura habitual. Hasta el día en que me llegó a las manos su libro Historias de Nueva York. La palabra deslumbramiento no es exagerada. Libros sobre ciudades son casi tantos como las estrellas en el cielo, pero, por lo que conozco, ninguno es como éste. Creía que conocía satisfactoriamente Manhattan y sus alrededores, pero la dimensión de mi equivocación se manifestó clara en las primeras páginas del libro. Pocas lecturas me han dado tanto placer en estos últimos años. Tómese este breve texto como un homenaje y una manifestación de gratitud para con dos excepcionales periodistas que son, al mismo tiempo, dos notables escritores.
Día 27
República
Pronto hará cien años, el 5 de octubre de 1910, que una revolución en Portugal derribó la vieja y caduca monarquía para proclamar una república que, entre aciertos y errores, entre promesas y equivocaciones, pasando por los sufrimientos y humillaciones de casi cincuenta años de dictadura fascista, ha sobrevivido hasta nuestros días. Durante los enfrentamientos, los muertos, militares y civiles, fueron 76, y los heridos 364. En esa revolución de un pequeño país situado en el extremo occidental de Europa, sobre la que ya se ha asentado el polvo de un siglo, sucedió algo que mi memoria, memoria de lecturas antiguas, ha guardado y que no me resisto a evocar. Herido de muerte, un revolucionario civil agonizaba en la calle, junto a un predio del Rossio, la plaza principal de Lisboa. Estaba solo, sabía que no tenía ninguna posibilidad de salvación, ninguna ambulancia se atrevería a recogerlo, pues el fuego cruzado impedía la llegada de socorro. Entonces ese hombre humilde, cuyo nombre, que yo sepa, la historia no ha registrado, con unos dedos que temblaban, casi desfallecido, trazó en la pared, conforme pudo, con su propia sangre, con la sangre que le corría de las heridas, estas palabras: «Viva la república». Escribió república y murió, y fue como si hubiese escrito: esperanza, futuro, paz. No tenía otro testamento, no dejaba riquezas en el mundo, apenas una palabra que para él, en aquel momento, significaba tal vez dignidad, eso que no se vende ni se deja comprar, y que es para el ser humano el grado supremo.
Día 28
La junta del motor
Hace más de sesenta años que debería saber conducir un automóvil. Conocía bien, en aquellos remotos tiempos, el funcionamiento de tan generosas máquinas de trabajo y de paseo, desmontaba y montaba motores, limpiaba carburadores, afinaba válvulas, investigaba diferenciales y cajas de cambio, instalaba pastillas de frenos, remendaba cámaras de aire pinchadas; en fin, bajo la precaria protección de un mono azul que me defendía lo mejor que podía de las manchas de aceite, efectué con razonable eficiencia casi todas las operaciones por las que tiene que pasar un automóvil o un camión a partir del momento en que entra en un taller para recuperar la salud, tanto la mecánica como la eléctrica. Sólo me faltaba sentarme tras un volante para recibir del instructor las lecciones prácticas que culminarían en el examen y en el soñado aprobado que me permitiría ingresar en la orden social cada vez más numerosa de los automovilistas con carnet. Sin embargo, ese día maravilloso nunca llegó. No son sólo los traumas infantiles los que condicionan e influyen en la edad adulta, también los que se sufren en la adolescencia pueden tener consecuencias desastrosas y, como en el presente caso sucedió, determinar de manera radicalmente negativa la futura relación del traumatizado con algo tan cotidiano y banal como es un vehículo automóvil. Tengo sólidas razones para creer que soy el deplorable resultado de uno de esos traumas. Es más: por muy paradójica que la afirmación le parezca a quien de las íntimas conexiones entre las causas y los efectos simplemente tenga ideas elementales, si en mis verdes años no hubiese trabajado como mecánico en un taller de automóviles, hoy, probablemente, sabría conducir un coche, sería un orgulloso transportador en lugar de un humilde transportado.Además de las operaciones que he citado antes, y como parte obligatoria de algunas de ellas, también sustituía las juntas de los motores, esas finas placas forradas de hoja de cobre sin las que sería imposible evitar las fugas de la mezcla gaseosa de combustible y aire entre la cabeza del motor y el bloque de los cilindros. (Si el lenguaje que estoy usando les parece ridículamente arcaico a los entendidos en automóviles modernos, más gobernados por ordenadores que por la cabeza de quien los conduce, la culpa no es mía: hablo de lo que conocí, no de lo que desconozco, y suerte que no me ponga a describir la estructura de las ruedas de los carros de bueyes y la manera de uncir estos animales al yugo. Es materia igualmente arcaica en la que también tuve alguna competencia.)Pues bien, un día, después de haber acabado el trabajo y colocado la junta en su sitio, después de haber apretado con la fuerza de mis diecinueve años las tuercas que sujetaban la cabeza del motor al bloque, me dispuse a realizar la última fase de la operación, es decir, llenar de agua el radiador. Desenrosqué pues el tapón y comencé a verter por la boca del radiador el agua con que había llenado la vieja regadera que para ese y otros efectos teníamos en el taller. Un radiador es un depósito, tiene una capacidad limitada y no acepta ni un mililitro más que la cantidad de agua que quepa. Agua que se siga echando es agua que rebosa. No obstante, algo extraño estaba pasando con ese radiador: el agua entraba, entraba, y por más agua que se le metiese no la veía subir danzando hasta la boca, que sería la señal de que estaba acabada la operación. El agua ya vertida por aquella insaciable garganta habría bastado para satisfacer dos o tres radiadores de camión, y era como si nada. A veces pienso que, pasados sesenta y muchos años, todavía hoy estaría intentando llenar aquel tonel de las Danaides si de pronto no hubiera notado un ruido de agua cayendo, como si dentro del taller hubiese una pequeña cascada. Fui a ver. Por el tubo de escape del coche salía un abultado chorro de agua que, poco a poco, ante mis ojos estupefactos, fue disminuyendo de caudal hasta quedar reducido a unas últimas y melancólicas gotas. ¿Qué había pasado? Colocaría mal la junta, cerraría algo entre la cabeza del motor y el bloque que debería haber abierto, y, mucho más grave, facilitaría pasos y comunicaciones donde no debería haberlas. Nunca llegué a saber qué vueltas tuvo que dar la pobre agua para salir por el tubo de escape. Ni quiero que me lo digan ahora. Para vergüenza ya tuve suficiente. Es posible que fuera en ese día cuando comenzara a pensar en hacerme escritor. Es un oficio en el que somos al mismo tiempo motor, agua, volante, cambios de marcha y tubo de escape. Tal vez, al final, el trauma haya valido la pena.
Día 31
Despedida
Dice el refrán que no hay bien que cien años dure ni mal que perdure, sentencia que le sienta como un guante al trabajo de escritura que acaba aquí y a quien lo hizo. Algo bueno se encontrará en estos textos, y por ellos, sin presunción, me felicito, algo mal habré hecho en otros y por ese defecto me disculpo, pero sólo por no hacerlos mejor, que diferentes, con perdón, no podrían ser. Es conveniente que las despedidas siempre sean breves. No es esto un aria de ópera para poner ahora un interminable addio, addio. Adiós, por tanto. ¿Hasta otro día? Sinceramente, no creo. Comencé otro libro y quiero dedicarle todo mi tiempo. Ya se verá por qué, si todo va bien. Mientras tanto, ahí tienen Caín.
P. S.: Pensándolo mejor, no hay que ser tan radical. Si alguna vez sintiera necesidad de comentar u opinar sobre algo, llamaré a la puerta del Cuaderno, que es el lugar donde más a gusto podré expresarme.
Septiembre de 2009
Día 11
El regreso
El homenaje a la obra y a la figura de Jorge de Sena, realizado en el teatro de San Carlos de Lisboa el 10 de julio de 2008, tuvo un título que a esta distancia fácilmente parecerá premonitorio: Jorge de Sena: Un regreso. Para hablar del autor de Señales de fuego reunimos allí, además de a un representante de la Fundación, para el caso su patrono, a algunas de las personas más cualificadas del pensamiento literario y crítico portugués: Eduardo Lourenço, Vítor Aguiar e Silva, Jorge Fazenda Lourenço y António Mega Ferreira, cuyas intervenciones contaron con la inteligente moderación del ministro de Cultura, José Antonio Pinto Ribeiro. La sala del San Carlos estaba llena hasta el gallinero, lo que demuestra que la premonición, si lo era, estaba siendo compartida por unos cuantos cientos de personas. Hubo lectura de poemas por Jorge Vaz de Carvalho y el pianista António Rosado interpretó composiciones sobre las que Sena había escrito. Quien estuvo allí no lo olvidará nunca. Al final la Fundación ofreció a cada uno de los participantes un estuche con llaves: las que deberían abrir las puertas necesarias para que Jorge de Sena regresase definitivamente a su país. No, no fue premonición. Simplemente, lo que tiene que ser, tiene que ser y tiene mucha fuerza. La fuerza de todas las personas, casi un millar, unidas en el mismo pensamiento: que regrese Jorge de Sena, que regrese ya. Regresó, por fin. No sé si somos más ricos. Más conscientes de nuestras responsabilidades, sí. Pocas cosas agradarían tanto a Jorge de Sena.
Día 28
Formentor
El hombre propone, pero son las circunstancias las que disponen. Después de tantos meses saboreando anticipadamente el proyectado encuentro en Mallorca, la reunión con amigos, el debate anunciado, he aquí que las razones de una salud que necesita ser vigilada acabaron desaconsejando el viaje: las ya citadas circunstancias y casualidades determinaron que algunos exámenes que debo hacerme coincidiesen con las fechas del encuentro. Paciencia. Habrá otros Formentor y en algunos de ellos estaré.Estas palabras van dirigidas a todos los participantes del encuentro, conferenciantes y público. Expresan mi pesar por la forzada ausencia, pero, al mismo tiempo, quieren dar testimonio de la importancia de la continuidad de Formentor, tanto por las obligaciones contraídas en el pasado como por las esperanzas que su regreso traerá a la definición de nuevas estrategias en la acción cultural. El espíritu libre de Formentor de los años sesenta debe ser revivificado, y éste es el momento exacto para hacerlo. Todos sentimos que ha llegado la hora de levantar otra vez la palabra para promover la reflexión libre y, que no se escandalicen los oídos castos, la justa disidencia. De eso se trata: disentir es uno de los dos derechos que le faltan a la Declaración de Derechos Humanos. El otro es el derecho a la herejía. Los participantes del «viejo» Formentor, entre ellos, además de a Carlos Barral, quiero recordar a mi colega José Cardoso Pires, lo sabían, todo su empeño se orientaba a una necesaria desmitificación de conceptos y a aclarar la función social del escritor, con independencia de lazos ideológicos o de partido. Hablemos claro y nos entenderemos los unos a los otros.A todos les mando un saludo, amigos y desconocidos, a Perfecto Cuadrado, que por ahí está, y también a mis compañeros de mesa (y algo más) Basilio Baltasar, gracias, querido Basilio, y a Juan Goytisolo, a quien quiero expresar en esta breve declaración todo mi respeto y toda mi admiración.
Octubre de 2009
Día 7
Días felices
El excelente artículo de Umberto Eco titulado «Un bloguero llamado Saramago», que fue publicado hace algunos días en La Repubblica, apareció hoy en El País y saldrá mañana en las páginas del Diario de Noticias. Ese conjunto de textos breves, al que bauticé para la edición en libro con el nombre discreto de El cuaderno, nació con suerte. Traducido ya al castellano, al catalán y al italiano, ha encontrado ahora el mejor de los valedores posibles en la persona de Umberto Eco, cuyo perspicaz análisis viene sabiamente temperado por la gracia de la escritura y por la sutileza del humor. No tengo derecho a alargarme, mucho menos a comentar lo que Eco escribió. Me basta la felicidad que siento. En el pasar de todos estos años, otros libros míos fueron acogidos con generosidad y simpatía, pero ninguno como éste. Soy, en este momento, el más agradecido de los escritores.
Día 9
Barack Obama
Se habló mucho en este blog de Barack Obama, algunos dirán que demasiado. Cuando una esperanza nace hay que saludarla conforme a su mérito, y éste parecía no tener límites.Es posible que comience a decirse que el Premio Nobel de la Paz ha sido prematuro, pero no lo es si lo tomamos como una inversión…Gracias a él tal vez Obama tome todavía mayor conciencia de cuánto lo necesitamos.
Noviembre de 2009
Día 10
No al paro
Ante las manifestaciones que se están preparando en toda Europa de protesta por el desempleo, escribí, a petición de un grupo de sindicalistas, el texto que a continuación se reproduce.
No al paro
La gravísima crisis económica y financiera que está convulsionando al mundo nos trae la angustiosa sensación de que hemos llegado al final de una época sin que se consiga vislumbrar qué y cómo será lo que venga a continuación.¿Qué hacemos nosotros, que presenciamos, impotentes, el avance aplastante de los grandes potentados económicos y financieros, locos por conquistar más y más dinero, más y más poder, con todos los medios legales o ilegales a su alcance, limpios o sucios, reglamentados o criminales?¿Podemos dejar la salida de la crisis en manos de los expertos? ¿No son ellos precisamente, los banqueros, los políticos de máximo nivel mundial, los directivos de las grandes multinacionales, los especuladores, con la complicidad de los medios de comunicación social, los que, con la soberbia de quien se considera poseedor de la última sabiduría, nos mandaban callar cuando, en los últimos treinta años, tímidamente protestábamos, diciendo que nosotros no sabíamos nada, y por eso nos ridiculizaban? Era el tiempo del imperio absoluto del Mercado, esa entidad presuntamente autorreformable y autorregulable encargada por el inmutable destino de preparar y defender para siempre jamás nuestra felicidad personal y colectiva, aunque la realidad se encargase de desmentirlo cada hora que pasaba.¿Y ahora, cuando cada día aumenta el número de desempleados? ¿Se van a acabar por fin los paraísos fiscales y las cuentas numeradas? ¿Será implacablemente investigado el origen de gigantescos depósitos bancarios, de ingenierías financieras claramente delictivas, de inversiones opacas que, en muchos casos, no son nada más que masivos lavados de dinero negro, del narcotráfico y otras actividades canallas? ¿Y los expedientes de crisis, hábilmente preparados para beneficio de los consejos de administración y en contra de los trabajadores?¿Quién resuelve el problema de los desempleados, millones de víctimas de la llamada crisis, que por la avaricia, la maldad o la estupidez de los poderosos van a seguir desempleados, malviviendo temporalmente de míseros subsidios del Estado, mientras los grandes ejecutivos y administradores de empresas deliberadamente conducidas a la quiebra gozan de cantidades millonarias cubiertas por contratos blindados?Lo que está pasando es, en todos los aspectos, un crimen contra la humanidad y desde esta perspectiva debe ser analizado en los foros públicos y en las conciencias. No es exageración. Crímenes contra la humanidad no son sólo los genocidios, los etnocidios, los campos de la muerte, las torturas, los asesinatos selectivos, las hambrunas deliberadamente provocadas, las contaminaciones masivas, las humillaciones como método represivo de la identidad de las víctimas. Crimen contra la humanidad es también el que los poderes financieros y económicos, con la complicidad efectiva o tácita de los gobiernos, fríamente han perpetrado contra millones de personas en todo el mundo, amenazadas de perder lo que les queda, su casa y sus ahorros, después de haber perdido la única y tantas veces escasa fuente de rendimiento, es decir, su trabajo.Decir «No al paro» es un deber ético, un imperativo moral. Como lo es denunciar que esta situación no la generaron los trabajadores, que no son los empleados los que deben pagar la estulticia y los errores del sistema.Decir «No al paro» es frenar el genocidio lento pero implacable al que el sistema condena a millones de personas. Sabemos que podemos salir de esta crisis, sabemos que no pedimos la luna. Y sabemos que tenemos voz para usarla. Frente a la soberbia del sistema, invoquemos nuestro derecho a la crítica y nuestra protesta. Ellos no lo saben todo. Se han equivocado. Nos han engañado. No toleremos ser sus víctimas.
Diciembre de 2009
Día 7
No-B day
Si Cicerón todavía viviera entre vosotros, italianos, no diría: «¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?», y sí: «¿Hasta cuándo, Berlusconi, atentarás contra nuestra democracia?». De eso se trata. Con su peculiar idea sobre la razón de ser y el significado de la institución democrática, Berlusconi ha transformado en pocos años a Italia en una sombra grotesca de país y a una gran parte de los italianos en una multitud de títeres que lo siguen aborregadamente sin darse cuenta de que caminan hacia el abismo de la dimisión cívica definitiva, hacia el descrédito internacional, hacia el ridículo absoluto.Con su historia, con su cultura, con su innegable grandeza, Italia no merece el destino que Berlusconi le ha trazado con frialdad canalla y sin el menor vestigio de pudor político, sin el más elemental sentimiento de vergüenza. Quiero pensar que la gigantesca manifestación contra la «cosa» Berlusconi, donde serán leídas estas palabras, se convertirá en el primer paso para la libertad y la regeneración de Italia. Para eso no son necesarias armas, bastan los votos. En vosotros deposito mi confianza.
Día 12
Sobre María João Pires
Maria João Pires no tuvo mucha suerte con el país en que nació. Sesenta años de carrera (y qué extraordinaria carrera la suya) justificarían un homenaje de ámbito nacional capaz de expresar nuestra gratitud por pisar el mismo suelo y respirar el mismo aire. No será así, por lo visto, aunque no le vengan a faltar en la tierra portuguesa otras manifestaciones de admiración y respeto. Fue en casa de unos amigos donde la oí por primera vez, cuando ella no pasaba de ser una adolescente que, con su frágil cuerpo, apenas parecía haber salido de la infancia, y que me hizo temer si los brazos y las manos le llegarían para enfrentarse al gigantesco teclado. El piano familiar, vertical, tal vez no estuviese en perfecto estado de afinación, pero las primeras notas saltaron límpidas, cristalinas, dándome la sensación, no de ser la mera consecuencia del choque de los martillos con las cuerdas, sino de haber brotado directamente de los dedos de la propia pianista. Ése fue mi bautismo en el arte de Maria João Pires. Después, a lo largo de los años, siempre que ella, viajante emérita ya, aparecía por Lisboa para dar sus recitales, allí estaba yo, rogándoles a las potestades celestes que la protegiesen del mal de ojo, de un simple soplo de aire que la perturbase. Quizá por efecto de mis peticiones y del crédito que tengo en el cielo, todos los conciertos y recitales de Maria João Pires a que asistí llegaron felizmente a su término. Esta vez, por razones de distancia y también de salud, no podré estar presente, aplaudir y besar sus manos tan llenas de música, de humanidad, de belleza. Por todo lo que me hizo oír y sentir, Maria João, gracias.
Enero de 2010
Día 28
Una Balsa de Piedra camino de Haití
Mis palabras son de agradecimiento. La Fundación José Saramago tuvo una idea, loable por definición, pero que podría haber entrado en la historia como una buena intención, una más de las muchas con que, dicen, está pavimentado el camino del infierno. La idea era editar un libro. Como se ve, nada original, por lo menos en principio, que libros no nos faltan. La diferencia estriba en que el producto de la venta de éste se va a destinar a las víctimas supervivientes del terremoto de Haití. Cuantificar tal ayuda, por ejemplo, en la renuncia del autor a sus derechos y en una reducción del lucro normal de la editorial, tendría el grave inconveniente de convertir en un mero gesto simbólico lo que debería ser, en la medida de lo posible, algo provechoso y sustancial. Ha sido posible. Gracias a la inmediata y generosa colaboración de las editoriales Caminho y Alfaguara y de las entidades que participan en la elaboración y difusión de un libro, desde la fábrica de papel al taller tipográfico, desde el distribuidor al librero, los quince euros que el comprador gastará serán entregados íntegramente a la Cruz Roja para que los haga llegar a su destino. Si alcanzáramos un millón de ejemplares (el sueño es libre) serían quince millones de euros de ayuda. Para la calamidad que ha caído sobre Haití, quince millones de euros no es nada más que una gota de agua, pero como La balsa de piedra (éste es el libro elegido) será publicada, además de en Portugal, en España y en el mundo hispánico de América Latina, ¿quién sabe lo que podrá suceder? A todos los que nos acompañan en la concreción de la idea primera, haciéndola más rica y efectiva, nuestra gratitud, nuestro reconocimiento para siempre.
Febrero de 2010
Día 8
¿Cuántos Haitís?
En el día de Todos los Santos de 1755, Lisboa fue Haití. La tierra tembló cuando faltaban pocos minutos para las diez de la mañana. Las iglesias estaban repletas de fieles, los sermones y las misas en pleno auge… Tras la primera sacudida, cuya magnitud los geólogos calculan hoy que pudo alcanzar el grado 9 en la escala de Richter, las réplicas, también de gran potencia destructiva, se prolongaron durante la eternidad de dos horas y media, dejando el 85 por ciento de las construcciones de la ciudad reducidas a escombros. Según testimonios de la época, la altura de la ola del tsunami resultante del terremoto fue de veinte metros, causando 900 víctimas mortales entre la multitud que había sido atraída por el insólito espectáculo del fondo del río sembrado de restos de navíos hundidos a lo largo del tiempo. Los incendios durarían cinco días. Los grandes edificios, palacios, conventos, repletos de riquezas artísticas, bibliotecas, galería de pintura, el teatro de la ópera recientemente inaugurado, que, mejor o peor, habían aguantado los primeros embates del terremoto, fueron devorados por el fuego. De los 275.000 habitantes que Lisboa tenía entonces, se cree que murieron 90.000. Se dice que a la pregunta inevitable de «Y ahora, ¿qué hacemos?», el secretario de Exteriores Sebastião José de Carvalho e Melo, que más tarde llegaría a ser nombrado primer ministro, respondió: «Enterrar a los muertos y cuidar de los vivos». Estas palabras, que luego entraron en la historia, fueron efectivamente pronunciadas, pero no por él. Las dijo un oficial superior del Ejército, expoliado de esta manera de su haber, como sucede tantas veces, en favor de alguien más poderoso.En enterrar a sus ciento cincuenta mil o más muertos anda ahora Haití, mientras la comunidad internacional se esfuerza por auxiliar a los vivos, en medio del caos y la desorganización múltiple de un país que incluso antes del sismo, desde hace generaciones, se encuentra en estado de catástrofe lenta, de calamidad permanente. Lisboa fue reconstruida, Haití también lo será. La cuestión, en lo que respecta a Haití, reside en cómo se ha de reconstruir eficazmente la comunidad de su pueblo, reducido a la más extrema de las pobrezas e históricamente ajeno a un sentimiento de conciencia nacional que le permita alcanzar por sí mismo, con tiempo y con trabajo, un grado razonable de homogeneidad social. Desde todo el mundo, de distintas procedencias, millones y millones de euros y de dólares están siendo encaminados hacia Haití. Los abastecimientos han comenzado a llegar a una isla donde todo faltaba o porque se perdió en el terremoto o porque no existía. Como por acción de una divinidad particular, los barrios ricos, comparados con el resto de la ciudad de Puerto Príncipe, fueron poco afectados por el sismo. Se podría decir, y a la vista de lo sucedido en Haití parece cierto, que los designios de Dios son inescrutables. En Lisboa, las oraciones de los fieles no pudieron impedir que el techo y los muros de las iglesias se les vinieran encima y los aplastasen. En Haití, ni siquiera la simple gratitud por haber visto salvados vidas y bienes sin haber hecho nada, ha movido los corazones de los ricos para acudir en auxilio de millones de hombres y mujeres que no pueden presumir del nombre unificador de compatriotas porque pertenecen a lo más ínfimo de la escala social, la de los no-seres, la de los vivos que siempre estuvieron muertos porque la vida plena les fue negada, esclavos que fueron de señores, esclavos que son de la necesidad. No hay noticia de que un solo haitiano rico haya abierto sus bolsas o aliviado sus cuentas bancarias para socorrer a los siniestrados. El corazón del rico es la llave de su caja fuerte.Habrá otros terremotos, otras inundaciones, otras catástrofes de esas que llamamos naturales. Tenemos ahí el calentamiento global con sus sequías y sus inundaciones, las emisiones de C02 que, sólo forzados por la opinión pública, los gobiernos se han resignado a reducir, y tal vez tengamos ya en el horizonte algo en lo que parece que nadie quiere pensar, la posibilidad de una coincidencia de los fenómenos causados por el calentamiento con la aproximación de una nueva era glacial que cubriría de hielo la mitad de Europa y ahora estaría dando las primeras señales, todavía benignas. No será para mañana, podemos vivir y morir tranquilos. Aunque, y que hable de esto quien sepa, las siete eras glaciales por las que el planeta ha pasado hasta hoy no han sido las únicas, habrá otras. Entretanto, volvamos la vista a este Haití y a los otros mil Haitís que existen en el mundo, no sólo hacia esos que prácticamente están asentados sobre inestables fallas tectónicas para las que no se ve solución posible, sino también hacia los que viven en el filo de la navaja del hambre, de la falta de asistencia sanitaria, de la ausencia de una instrucción pública satisfactoria, donde los factores propicios para el desarrollo son prácticamente nulos y los conflictos armados son azuzados, es decir, las guerras entre etnias separadas por diferencias religiosas o por rencores históricos cuyo origen, en muchos casos, se perdió en la memoria y que los intereses de ahora se obstinan en alimentar. El antiguo colonialismo no ha desaparecido, se ha multiplicado en una diversidad de versiones locales, y no son pocos los casos en que sus herederos inmediatos son las propias élites locales, antiguos guerrilleros transformados en nuevos explotadores de su pueblo, la misma codicia, la crueldad de siempre. Ésos son los Haitís que hay que salvar. Habrá quien diga que la crisis económica vino a corregir el rumbo suicida de la humanidad. No estoy muy seguro de eso, pero al menos que la lección de Haití pueda resultarnos de provecho a todos. Los muertos de Puerto Príncipe ya hacen compañía a los muertos de Lisboa. No podemos hacer nada por ellos. Ahora, como siempre, nuestra obligación es cuidar de los vivos.
Día 13
Ni leyes ni justicia
En Portugal, en la aldea medieval de Monsaraz, hay un fresco alegórico de finales del siglo XV que representa al Buen Juez y al Mal Juez, el primero con una expresión grave y digna en el rostro y sosteniendo en la mano la recta vara de la justicia, el segundo con dos caras y la vara de la justicia quebrada. Por no se sabe qué razones, estas pinturas estuvieron escondidas tras un tabique de ladrillos durante siglos y sólo en 1958 pudieron ver la luz del día y ser apreciadas por los amantes del arte y de la justicia. De la justicia, digo bien, porque la lección cívica que esas antiguas figuras nos transmiten es clara e ilustrativa. Hay jueces buenos y justos a quienes se agradece que existan, hay otros que, proclamándose a sí mismos justos, de buenos tienen poco, y, finalmente, además de injustos, no son, dicho con otras palabras, a la luz de los más simples criterios éticos, buena gente. Nunca hubo una edad de oro para la justicia.Hoy, ni oro, ni plata, vivimos en tiempos de plomo. Que lo diga el juez Baltasar Garzón, que, víctima del despecho de algunos de sus pares, demasiado complacientes con el fascismo que perdura tras el nombre de la Falange Española y de sus acólitos, vive bajo la amenaza de una inhabilitación de entre doce y dieciséis años que liquidaría definitivamente su carrera de magistrado. El mismo Baltasar Garzón que, no siendo deportista de élite, no siendo ciclista ni jugador de fútbol o tenista, hizo universalmente conocido y respetado el nombre de España. El mismo Baltasar Garzón que hizo nacer en la conciencia de los españoles la necesidad de una Ley de Memoria Histórica y que, a su abrigo, pretendió investigar no sólo los crímenes del franquismo sino los de las otras partes del conflicto. El mismo corajudo y honesto Baltasar Garzón que se atrevió a procesar a Augusto Pinochet, dándole a la justicia de países como Argentina y Chile un ejemplo de dignidad que luego sería continuado. Se invoca en España la Ley de Amnistía para justificar la persecución de Baltasar Garzón, pero, según mi opinión de ciudadano común, la Ley de Amnistía fue una manera hipócrita de intentar pasar página, equiparando a las víctimas con sus verdugos, en nombre de un igualmente hipócrita perdón general. Pero la página, al contrario de lo que piensan los enemigos de Baltasar Garzón, no se dejará pasar. Faltando Baltasar Garzón, suponiendo que se llegue a ese punto, será la conciencia de la parte más sana de la sociedad española la que exigirá la revocación de la Ley de Amnistía y que prosigan las investigaciones que permitirán poner la verdad en el lugar donde estaba faltando. No con leyes que son viciosamente despreciadas y mal interpretadas, no con una justicia que es ofendida todos los días. El destino del juez Baltasar Garzón está en las manos del pueblo español, no de los malos jueces que un anónimo pintor portugués retrató en el siglo XV.
Mayo del 2010
Día 14
Las lágrimas del juez Garzón
Texto dictado por José Saramago
Las lágrimas del juez Garzón hoy son mis lágrimas. Hace años, un mediodía, conocí una noticia que fue de las mayores alegrías de mi vida: el procesamiento de Pinochet. Este mediodía he recibido otra noticia, ésta de las más tristes y desesperanzadas: que quien se atrevió con los dictadores ha sido apartado de la magistratura por sus pares. O mejor dicho, por jueces que nunca procesaron a Pinochet ni oyeron a las víctimas del franquismo.Garzón es el ejemplo de que el campesino de Florencia no tenía razón cuando, en plena Edad Media, hizo sonar las campanas de su iglesia a difuntos ya que, dijo, la justicia había muerto. Con Garzón sabíamos que las leyes y su espíritu estaban vivos porque le veíamos actuar. Con el apartamiento de Garzón de la Audiencia Nacional de España las campanas, después del repique a gloria que harán los falangistas, los implicados en el caso Gürtel, los narcotraficantes, los terroristas y los nostálgicos de las dictaduras, volverán a sonar a muerto, porque la justicia y el estado de derecho no han avanzado, no han ganado en claridad y quien no avanza, retrocede. Tocarán a muerto, sí, pero millones de personas saben señalar el cadáver, que no es el de Garzón, esclarecido, respetado y querido en todo el mundo, sino el de quienes, con todo tipo de argucias, no quieren una sociedad con memoria, sana, libre y valiente.
Junio de 2010
Día 2
El ejército israelí ataca la flotilla de ayuda a Palestina
Obrigado, Mankell. [§]
José Saramago
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