Soth, el ente espectral, se hallaba sentado en el ruinoso y ennegrecido trono que se erguía cual una pila de escombros en uno de los salones que, en su día, labraran la fama del alcázar de Dargaard. Sus flamígeros ojos ardían en cuencas invisibles, únicos exponentes de la vida que bullía bajo la gastada armadura de Caballero de Solamnia.
Estaba solo. Había despachado a sus sirvientes, caballeros como él que le rindieron pleitesía en vida y fueron condenados a honrarle también después de muerto. Se había desembarazado asimismo de los espíritus femeninos, las mujeres elfas que desempeñaran un papel en su declive y, ahora, permanecían ligadas a su señor por un vínculo irrenunciable. Durante siglos, desde la terrible noche de su fallecimiento, Soth exigía a aquellas desheredadas que revivieran la historia de su destino. Todas las veladas se arrellanaba en el trono y las obligaba a relatar, en una macabra serenata, su desgracia y la de ellas mismas.
Aquel cántico causaba un hondo dolor al caballero, pero se recreaba en el sufrimiento, porque, después de todo, era infinitamente mejor que el vacío que presidía su ingrata existencia en las demás ocasiones. Hoy, sin embargo, en lugar de escuchar la tonada de costumbre, prestaba oídos a otra voz, la del viento que, ululando entre los aleros de la fortaleza, transportaba reminiscencias de un pasado lejano. En primera persona, la brisa pasó revista a los momentos cumbres de su vida real, tanto los felices como los desdichados.
«Una vez, hace ya mucho tiempo, fui un respetable Caballero de Solamnia. Entonces lo tenía todo: apostura, encanto, arrojo y una esposa rica, aunque no hermosa. Mis seguidores me profesaban respeto y fidelidad y los demás me envidiaban. Sentían celos de mi fortuna, de mi condición privilegiada como amo de Dargaard.
»En la primavera anterior al Cataclismo, abandoné mi amurallado hogar y, con un nutrido séquito, cabalgué hacia Palanthas. El motivo de mi viaje era que se había convocado un consejo y se requería mi presencia. Tal fue, al menos, mi excusa oficial, pues lo cierto era que poco me importaban las reuniones, los conciliábulos sobre cuestiones insignificantes, que se prolongarían hasta lo impensable si lo que había de debatirse era alguna modificación en el Código y la Medida de nuestra hermandad. Lo que, en realidad, me atraía era la abundancia de bebida, la atmósfera de camaradería que solía haber en tales acontecimientos y las fabulosas narraciones de batallas y aventuras de mis compañeros. Aquello sí merecía la pena.
»Avanzamos sin prisas, tomándonos el tiempo necesario y prevaleciendo en nuestras jornadas el buen humor, los cánticos y las chanzas. Pernoctábamos en posadas o donde podíamos, al raso si aquéllas estaban llenas o el crepúsculo nos sorprendía en un despoblado. La temperatura era benigna. Disfrutábamos de una espléndida primavera aquel año. El sol nos calentaba de día y la refrescante brisa nocturna relajaba nuestros cuerpos. Yo acababa de cumplir treinta y dos años. En mi vida reinaba un perfecto equilibrio y, a decir verdad, no recuerdo haber disfrutado de otra época más venturosa.
»Una noche, maldita sea por siempre la luna de plata que la alumbraba, estábamos acampados en un lugar agreste cuando, de pronto, un grito rasgó la penumbra y nos despertó de nuestro sueño. Era una mujer. Sucedieron a este primero una retahíla de alaridos también femeninos, entremezclados con los toscos reniegos de unos ogros.
»Blandiendo nuestras armas, nos enzarzamos en una cruenta lucha contra los agresores y obtuvimos la victoria sin dificultad, ya que se trataba de una cuadrilla de ladrones nómadas. La mayoría se dio a la fuga al vernos. Pero el cabecilla, más bravío o más ebrio que el resto, defendió a ultranza su botín. Personalmente, no pude reprochárselo: había capturado a una adorable doncella elfa. Su belleza se adivinaba radiante en el claro de luna y el pánico no hacía sino realzar su poderoso embrujo. Desafié a su aprehensor en combate singular, salí triunfador y me concedí la recompensa —¡dulce y amarga recompensa!— de llevar en volandas a la desmayada muchacha junto a sus compañeras.
»Todavía veo, en mis frecuentes ensoñaciones, su cabello, que vaporoso, tejido de hebras de oro, reverberaba en los rayos del satélite. Recuerdo sus ojos cuando se abrieron para contemplarme, el amanecer del amor en sus pupilas mientras ella leía, en las mías, una admiración que no acerté a ocultar. Mi esposa, mi honor, mi castillo, todas las nociones de la que antes me enorgulleciera se desvanecieron como el humo al competir con aquellos maravillosos rasgos.
»Agradeció mi gesto con delicioso recato y la restituí a su grupo, formado por varias sacerdotisas que habían organizado una peregrinación de su tierra a Istar, pasando por Palanthas. Ella no era más que una acólita, que en el curso de aquel periplo había de ser elevada a la categoría de Hija Venerable de Paladine. Las dejé, recuperadas ya del susto, para regresar al lado de mis hombres. Una vez en el campamento, intenté dormir, pero la delicada figura de la etérea doncella, su talle sinuoso, parecía mecerse aún en mis brazos. Nunca me había consumido una pasión amorosa hasta tal extremo.
»Cuando al fin me sumí en un breve letargo, mi mente se llenó de imágenes, que se me antojaron un embriagador suplicio; y, al abrir los párpados, la idea de que debíamos separarnos me traspasó el corazón cual una daga. Me levanté temprano, me encaminé al paraje donde se hallaban congregadas las mujeres elfas y, elaborando una sutil patraña sobre los numerosos salteadores goblins que merodeaban entre aquel punto y Palanthas, las convencí para que se dejaran custodiar por nosotros. Mis seguidores no se mostraron contrarios a tan agradable compañía, así que reemprendimos la marcha sin más complicaciones. Este hecho, lejos de apaciguar mi desazón, la intensificó. Día tras día, la espiaba mientras cabalgaba a mi lado, próxima pero no lo bastante, y al llegar la noche me acostaba solo, revuelta mi cabeza en un torbellino.
»La deseaba más de lo que nunca ambicioné poseer en el mundo y, por otro lado, no cesaba de repetirme que era un caballero, que me había comprometido a través de un estricto voto a respetar el Código y la Medida y que había jurado, en el más sagrado momento de mi ceremonia nupcial, guardar fidelidad a mi esposa. También me inquietaba la traición que haría a mi séquito si incurría en una veleidad, ya que cuando fui investido, prometí solemnemente guiar a cuantos estuvieran bajo mi mando hacia la senda del honor. Luché contra mí mismo y, después de múltiples escaramuzas, creí haber vencido sobre mi flaqueza. «Mañana me iré», resolví, colmado de una prematura paz interior.
»Empleo el término «prematura» a conciencia, ya que los acontecimientos discurrieron por otros derroteros, pero he de puntualizar que mi propósito era firme. Tenía la intención de partir cuanto antes. Los hados quisieron que, en la jornada de nuestra despedida, participara en una cacería en el bosque y topara con ella en un punto alejado del campamento, donde la habían enviado a buscar plantas medicinales.
»Ella estaba sola, yo también. No había rastro de nuestros respectivos acompañantes en los alrededores. El amor naciente que había descubierto en sus pupilas brillaba aún en su fúlgida aureola y, como una gracia añadida a las múltiples que atesoraba, se había soltado la cabellera y ésta se derramaba, semejante a una nube de oro, hasta rozarle casi los pies. Mi arrogancia, mi determinación se disolvieron en un instante, abrasadas por la llama pasional que prendió en mis entrañas. Fue sencillo seducirla pobre pequeña. Un beso, luego otro, al mismo tiempo que la reclinaba en la fresca hierba y, acariciándola con mis manos, aplicando mis labios a los suyos a fin de sellar sus protestas, la hice mía. Más tarde, consumada nuestra unión, sorbí sus lágrimas con tiernos besos.
»Aquella noche, me visitó en mi tienda y, transportado por el éxtasis de nuestro nuevo encuentro, le di mi palabra de que la desposaría. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al principio, lo reconozco, ni siquiera consideré tal posibilidad, ya que estaba casado y, además, con una dama acaudalada que sufragaba mis cuantiosos dispendios. Sin embargo una madrugada, cuando tenía a la candorosa elfa en mis brazos, comprendí que nunca podría abandonarla. Entonces fragüé ciertos planes para deshacerme de mi cónyuge para siempre.
»Proseguimos viaje. Las sacerdotisas abrigaban sospechas respecto a nosotros, y no podía ser de otro modo. Nos costaba un gran esfuerzo disimular las sonrisas veladas que intercambiábamos de día, desdeñar las oportunidades que la penumbra nos ofrecía.
»Tuvimos que separarnos al llegar a Palanthas. Las mujeres se hospedaron en una de las suntuosas mansiones que solía utilizar el Príncipe de los Sacerdotes durante sus largas estancias en la ciudad y mi grupo se instaló en unos aposentos reservados a los miembros de nuestra hermandad. No obstante, confiaba en que mi amante hallaría el medio de reunirse conmigo, porque, desgraciadamente, yo no podía ausentarme sin levantar suspicacias. Pasó la primera noche y, aunque no tuve noticias, no me preocupé demasiado. Pero transcurrieron la segunda, la tercera, y mi bella elfa no aparecía.
»Por fin, alguien llamó a mi puerta. No era ella, la esperada, sino el máximo dignatario de los Caballeros de Solamnia con una escolta de pésimo augurio, los adalides de las tres Órdenes en que nuestra entidad se divide. Supe, en cuanto les vi, que mi amada les había revelado nuestro prohibido romance, poniéndome en un grave apuro.
»Averigüé después que no era ella quien me había colocado en tan embarazosa situación, sino las mujeres elfas. La muchacha cayó enferma y, al tratar de identificar los síntomas de su dolencia, la hallaron encinta de un hijo mío. Ella no se lo había contado a nadie, incluso yo lo ignoraba. Sus celosas guardianas le informaron de la existencia de mi esposa y, peor todavía, circuló por Palanthas el rumor de que esta última había desaparecido en circunstancias misteriosas.
»Fui arrestado, me llevaron entre cadenas por las calles para humillarme públicamente y tuve que soportar la picaresca de la plebe, que, en casos como el que se me imputaba, siempre hace gala de un ingenio escarnecedor. No hay nada que produzca al villano mayor placer que ver a un caballero de rango rebajado a su nivel. Juré que, algún día, me vengaría de tan crueles criaturas y su urbe. No obstante, no abrigaba esperanzas de desquitarme. El juicio fue rápido. Me declararon culpable de alta traición a los valores eternos de mi Orden y me condenaron a muerte: tras despojarme de mi hacienda y de mis títulos, sería decapitado con mi propia espada. Acepté la sentencia, incluso la deseaba, persuadido como estaba de que mi elfa me había repudiado.
»Pero la víspera de la ejecución, mis hombres, que me profesaban inviolable lealtad, me libertaron. Ella se encontraba en el grupo y me relató toda la historia, incluida la del niño que habíamos engendrado.
»Afirmó que las sacerdotisas la habían perdonado y, aunque no podía convertirse en una Hija Venerable de Paladine, le estaba permitido vivir junto a su pueblo si se resignaba a ocupar el lugar que su desgracia exigía. Estaba dispuesta a cargar con el peso de su culpa el resto de su vida, mas no sin antes entrevistarse conmigo. Era evidente que me amaba, tanto que no resistía los relatos que se habían propagado sobre mí y prefería decirme adiós para siempre.
»Urdí un embuste cualquiera acerca de mi esposa, y ella me creyó. De habérmelo propuesto, la habría convencido de que la noche era día. Renacido su ánimo, accedió a fugarse conmigo y, sin plantearme que a eso había venido, que tal era su proyecto desde el principio, iniciamos la huida hacia el alcázar de Dargaard en compañía de mi séquito.
»Fue toda una odisea burlar la vigilancia de los otros caballeros, la persecución de los que se lanzaron en pos de nosotros, pero al fin llegamos y nos atrincheramos en el castillo. Era fácil defender la fortaleza, encaramada como estaba en un risco escarpado, vertical. Disponíamos de provisiones y podríamos aguantar todo el invierno, que se anunciaba en las cumbres nevadas y en los gélidos vientos que comenzaban a soplar.
»Debería haberme sentido satisfecho de mí mismo, de la vida, de mi nueva esposa, a pesar de que la ceremonia de nuestro enlace fue una parodia. Pero me atormentaba la conciencia de mis crímenes y, sobre todo, la de haber perdido el honor. Me di cuenta demasiado tarde de que había escapado de una prisión para encerrarme en otra, que nadie sino yo había elegido. Me había salvado de un ajusticiamiento digno para morir lentamente, ahogándome en una existencia oscura y desdichada. Mi talante se tornó mudable, taciturno y el peor defecto que siempre tuve, la propensión a encolerizarme y entrar en pendencia por cualquier nimiedad, se acentuó hasta extremos inverosímiles. La servidumbre abandonó el alcázar después de que golpeara a algunos de ellos y mis hombres de confianza procuraban esquivarme. Una noche, víctima de uno de mis raptos, abofeteé a mi mujer, a la única persona en el mundo capaz de brindarme apoyo y consuelo.
»Al verme reflejado en sus ojos bañados de lágrimas, me percaté de que me había transformado en un monstruo. Estreché a la agraviada elfa entre mis brazos, supliqué su clemencia y, arropado en el cálido manto de sus cabellos, percibí los movimientos de mi vástago en sus entrañas. Arrodillándonos allí mismo, oramos juntos a Paladine. Prometí ante el dios que haría lo que estuviera en mi mano con tal de recuperar la honorabilidad, le imploré que mi hijo no naciera si así había de evitar que conociese mi vergüenza.
»El hacedor respondió. Me habló del Príncipe de los Sacerdotes, de las exigencias que aquel hombre infatuado pretendía presentar a las divinidades. Me comunicó que, a consecuencia de tales demandas, todo Krynn sería sometido a la ira de los dioses, a menos que alguien, como hiciera Huma, se sacrificara voluntariamente para redimir a los culpables y preservar a los inocentes.
»La luz de Paladine alumbró mi mente, inundó mi alma y la llenó de sosiego. Se me antojó una liviana empresa inmolarme en aras de la felicidad de mi progenie y la salvación del mundo. Cabalgué hacia Istar, resuelto a detener al mayor representante de la Iglesia y sabedor de que Paladine estaba a mi lado.
»Pero alguien más, alguien que no había sido invitado, viajó conmigo en tan trascendental ocasión: la Reina de la Oscuridad. Así mantiene encendida, en los espíritus que se recrea en sojuzgar, la llama de la guerra. ¿De quién se valió para derrotarme? De las mujeres elfas, de las sacerdotisas del dios que me había encomendado tan apremiante misión.
»Por paradójico que parezca, aquellas sacerdotisas habían olvidado tiempo atrás el nombre de Paladine. Al igual que el Príncipe, se escudaban en su proba rectitud y nada vislumbraban a través de sus velos de perfección. Obediente a mi propia complacencia, al orgullo que me inspiraba mi generosidad de héroe, las puse en antecedentes de mi empeño. Grande fue su temor y, tras interminables deliberaciones, concluyeron que los hacedores no castigarían a sus siervos. Algunas incluso explicaron sus sueños premonitorios acerca de un día en el que, aniquilada la perversidad, sólo los seres bondadosos —los elfos, según ellas— habitarían Krynn.
»Tenían que impedir que cumpliera mis designios. Elaboraron una argucia y su éxito fue rotundo.
»La Reina poseía una extensa sapiencia, los recovecos del corazón humano no constituían un misterio para ella. Yo habría desmantelado un ejército si se hubiera interpuesto en mi camino, pero las palabras de aquellas féminas emponzoñaron mi sangre sin que, en mi ingenuidad, lo advirtiera. ¡Cuán hábil había sido la doncella al desembarazarse de mí poco después de la boda!, comentaron. Ahora era la dueña de mi castillo, de mi riqueza, todo le pertenecía en exclusiva y, a cambio, no tenía que soportar los inconvenientes de un esposo humano. ¿Estaba seguro de que el hijo era mío? La habían visto a menudo en compañía de uno de mis apuestos soldados. Nadie podía garantizar que se recluyese en su refugio tras abandonar mi tienda a altas horas de la madrugada.
»Naturalmente no lo expresaron en estos términos, no incurrieron en la torpeza de insultarla mediante alusiones directas. Sembraron la duda lanzando al aire preguntas que me corroyeron el alma, que me incitaron a rememorar incidentes, miradas, susurros. Yo mismo hallé una respuesta: había sido traicionado y debía pillarles desprevenidos, en pleno delito. ¡A él lo mataría, a la esposa infiel la haría sufrir un tormento digno de su iniquidad!
»Volví la espalda a Istar.
»Al arribar a casa, a punto estuve de derribar las inmensas puertas. La joven elfa, alarmada, corrió a recibirme con el recién nacido vástago en sus brazos. Tenía los rasgos desencajados, su rostro denotaba una zozobra que yo tomé por una muda confesión de culpabilidad. La maldije, a ella y al niño. En el instante en que profería mis imprecaciones, la montaña ígnea se desplomó sobre Ansalon.
»Las estrellas se desprendieron de la bóveda celeste, el suelo se resquebrajó entre indescriptibles sacudidas y una lámpara de araña, iluminada mediante un centenar de velas, cayó del techo. Mi mujer fue engullida por un cerco flamígero. Pero antes, consciente de que iba a morir, me entregó al pequeño para que lo rescatara del fuego que a ella la consumía. Titubeé unos segundos y, presa aún de mi injustificado arranque de celos, rehusé atenderla.
»Con su último aliento, descargó sobre mí la cólera de las divinidades. «Sucumbirás al incendio, como nuestro hijo y como yo —vaticinó—. Pero, a diferencia de nosotros, pervivirás en una eterna negrura donde, para expiar el vano derramamiento de sangre que tu mezquina obsesión ha desencadenado esta noche, revivirás una existencia completa por cada una de las que has agostado». Y expiró.
»Las llamas se enseñorearon y mi castillo no tardó en arder cual una pira funeraria. Ninguno de los métodos que ensayamos extinguió, controló al menos, aquella hoguera, que, dada su singular naturaleza, socarraba hasta las piedras. Mis hombres quisieron huir, pero, ante mis horrorizados ojos, también ellos fueron acorralados por el ígneo enemigo y disueltos en siniestras antorchas. Sólo yo quedaba vivo en la fortaleza, enhiesto en el vestíbulo y con un círculo de fuego a mi alrededor, que no se atrevía a tocarme. No obstante, comprendí que antes o después lamería mis miembros, que su avance era inevitable.
»Mi muerte fue lenta, mi agonía espeluznante y, cuando al fin sobrevino el tránsito, no me aportó ningún alivio. Cerré los ojos para volver a abrirlos frente a un universo vacuo, una esfera de desesperanza y perenne suplicio. A lo largo de innumerables años, me he sentado en este trono todas las veladas y escuchado mi epopeya en boca de las mujeres elfas.
»Pero esta situación ha cambiado. Tú has acabado con ella, Kitiara.
»Al invocarme la Reina de la Oscuridad para que la respaldara en la guerra, accedí, con una única condición: que me pusiera al servicio de una criatura aguerrida, capaz de pernoctar en el alcázar de Dargaard sin salir despavorida en pleno sueño. Sólo uno de los Señores de los Dragones cumplió tal requisito. Fuiste tú, mi bella niña, tú, querida Kitiara. Te admiré por tu valor, por tu destreza, por esa férrea voluntad que no repara en medios. Vi en ti mi propio reflejo, la evidencia de lo que podría haber sido.
»Mi concurso te fue decisivo una vez concluida la contienda. Sin mí, te habría resultado imposible asesinar a los otros mandatarios en la desbandada general que sucedió a la derrota de Neraka. Volé a Sanction a tu lado, y allí te ayudé a restaurar tu predominio en el continente. También tomé parte activa cuando pretendiste frustrar los planes de Raistlin, tu hermanastro, empecinado en retar y suplantar luego a la Reina de la Oscuridad. No, no me extrañó que el mago, más sabio y taimado, diera al traste con nuestro proyecto. De todos los seres vivientes que he conocido, es a él a quien más temo.
»Incluso me han divertido tus devaneos amorosos, Kitiara. Los espíritus errantes somos ajenos a la lujuria, una pasión de la sangre que mal puede subsistir en unas venas glaciales, estériles, vacías de savia. Presencié cómo trastornabas los sentidos de Tanis el Semielfo, un simple títere que manejaste a tu capricho, y confieso que gocé del juego más todavía que tú misma.
»Pero ahora, Kitiara, ¿qué ha sido de ti? El ama y señora se ha convertido en esclava. ¡Y por un maldito elfo! He observado cómo destellaban tus ojos al mencionar su nombre, cómo temblaban las cartas en tus ahora frágiles manos. Piensas en él durante los momentos en las que deberías organizar la estrategia bélica. Ni siquiera tus generales logran retener tu atención.
»Repito que los espectros ignoramos qué es la lujuria. A fuerza de no experimentarla, la hemos olvidado. Pero no ocurre lo mismo con el odio, la envidia, los celos o el ansia de posesión. Tales emociones permanecen tan vigentes como en nuestro período vital.
»Podría matar a Dalamar, ese elfo oscuro que, si bien es un excelente aprendiz, no constituye un adversario digno de mis facultades. Su maestro, Raistlin, es ya otro cantar.
»Mi soberana, tú que moras en el Abismo, ¡guárdate del nigromante! Él personifica el más grave desafío que jamás irrumpió en tu gloriosa órbita y, al fin, deberás afrontarlo en solitario. Nada puedo hacer en tu plano astral, Oscura Majestad pero quizá esté en mi mano asistirte en el mío.
»Sí, Dalamar, podría aniquilarte. Pero la muerte es en sí misma algo mezquino, infame, precedido por un sufrimiento que pronto pasa y no deja huella. El verdadero dolor reside en perdurar suspendido entre dos mundos, atisbar a los vivos, oler sus cálidos efluvios, acariciar su carne con la conciencia de que nunca hemos de recuperar el hálito que, también, nos alimentó un día. ¡Ah, elfo oscuro, pronto averiguarás lo que tales sensaciones significan!
»En cuanto a ti, Kitiara, has de saber que antes me avendría a padecer durante una centuria los horrores propios de estas regiones de ultratumba que consentir que otro hombre vivo te estreche entre sus brazos».
El fantasmal caballero caviló y maquinó, retorciéndose su cerebro como las espinosas ramas de las rosas negras que, en una jungla casi impenetrable, invadían su castillo. Los cadavéricos guerreros hacían su ronda en las almenas, cada uno próximo al lugar donde el fuego segara su existencia, mientras las mujeres elfas frotaban sus manos descarnadas y elevaban gemidos a las alturas, melodías impregnadas de pesar frente a su trágico sino.
Soth nada oyó, nada le interesaba. Siguió sentado en el ennegrecido trono, fijas sus pupilas, aunque al mismo tiempo extraviadas, en un contorno que se dibujaba en el rocoso suelo, una mancha que había intentado borrar en incontables ocasiones con su magia. Aquella sombra representaba un cuerpo femenino, simbolizaba su penitencia.
Tras un prolongado intervalo de silencio, el espectro esbozó una sonrisa, invisible, pero tácita como sus labios, y las llamas anaranjadas de sus ojos se avivaron en una noche insondable.
—Tú, Kitiara —declaró—, serás mía para siempre.
El carruaje se detuvo bruscamente. Los caballos piafaron haciendo tintinear los arneses, pateando las lisas piedras del adoquinado con los cascos como si, mediante tales movimientos, pretendieran dar por terminado el viaje y regresar a sus acogedoras cuadras.
Desde el exterior, una cabeza se recortó en la ventanilla del vehículo.
—Buenos días, señor, sed bienvenido a Palanthas. Os ruego que os identifiquéis y expongáis el asunto que os trae.
Enunció tan formal solicitud un joven oficia], de voz diáfana y cortés, que poco antes había entrado de servicio. Al inspeccionar el interior del carruaje, pestañeó, en un intento de ajustar sus ojos a las frescas sombras que lo velaban. El sol primaveral brillaba con un fulgor similar al rostro del soldado, probablemente porque también él acababa de comenzar su ronda.
—Me llamo Tanis el Semielfo —se presentó el recién llegado—, y he venido por invitación de Elistan, Hijo Venerable de Paladine. Avalo mis afirmaciones con una misiva. Si aguardas un momento, te la mostraré.
—¡El insigne Tanis! —exclamó el oficial. La faz enmarcada en el cristal del carruaje se tiñó de púrpura, de una tonalidad a juego con el ridículo uniforme que, repleto de alamares, estaba coronado por sendas charreteras distintivas de su rango—. Os pido mil perdones, señor. No os he reconocido o, mejor dicho, no he podido veros bien, pues, de haberlo hecho, no habría dejado de…
—¡Maldita sea! —se encolerizó el semielfo—. No te disculpes por cumplir con tu deber, soldado. Aquí tienes la carta.
—No volveré a hacerlo, señor. Me refiero a excusarme, no a desempeñar mis funciones —se azoró el reprendido—. Lo lamento de veras, señor. ¿La carta? No será necesaria. Podéis pasar.
El centinela ensayó un marcial saludo, se golpeó la cabeza contra uno de los salientes que adornaban la ventana, se le enredó en la portezuela la manga de la camisa, se cuadró de nuevo y, al fin, se retiró a su puesto tan bamboleante como si se hubiera enfrentado a una horda de goblins.
Sonriendo para sus adentros, aunque más era una mueca de enojo que una manifestación de jocosidad, Tanis se apoyó en el respaldo de su asiento mientras traspasaba el acceso de la Ciudad Vieja. La idea de apostar guardianes había sido suya. Había precisado de todas sus dotes persuasivas para convencer a Amothus de Palanthas de que la muralla debía permanecer no sólo cerrada, sino también custodiada a todas horas.
—Pero entonces los visitantes podrían sentirse rechazados y ofenderse —había protestado el dignatario—. Después de todo, la guerra ha concluido.
El semielfo suspiró. ¿Cuándo aprenderían? Nunca, supuso alicaído, a la vez que contemplaba aquella urbe que simbolizaba, como ninguna otra en el continente de Ansalon, la complacencia a la que se había abandonado el mundo después de la Guerra de la Lanza. Aquella primavera se cumplirían dos años desde el final del conflicto.
Tal pensamiento le arrancó otro suspiro. ¡Había olvidado la fiesta conmemorativa de la paz! Se celebraría dentro de dos o tres semanas, no atinó con la fecha exacta, y tendría que ponerse aquel absurdo disfraz mezcla de la armadura de gala de los Caballeros de Solamnia, los regios emblemas elfos y los arreos enaniles. Se organizarían ágapes fastuosos, que le mantendrían despierto media noche, se pronunciarían discursos que le incitarían al sueño después de la cena, y Laurana…
Contuvo un reniego. ¡Laurana sí se había acordado! ¿Cómo pudo ser tan cándido? Habían vuelto a su hogar de Solanthus, tras asistir a las exequias fúnebres por Solostaran en Qualinesti, y él había realizado un infructuoso viaje a Solace en busca de la sacerdotisa Crysania, cuando llegó un mensaje para Laurana. Estaba escrito en el fluido trazo de los elfos y su contenido era un breve pero explícito apremio: «Se requiere urgentemente tu presencia en Silvanesti».
—Tardaré unas cuatro semanas, querido —le anunció su amada cónyuge, besándole cariñosa, aunque sus pupilas, aquellas adorables pupilas, reían con picardía.
¡Había desertado, le había cedido el «honor» de presidir los tediosos festejos! Mientras, ella prolongaría un poco más de lo debido la estancia en su patria, que, aunque se hallase inmersa en una lucha denodada para escapar de los horrores que le infligiera la pesadilla de Lorac, era siempre preferible a una velada en compañía de Amothus, máximo mandatario de la ciudad.
Sin perder el hilo de tales cavilaciones, en la mente de Tanis se dibujó una imagen de Silvanesti con sus torturados árboles rezumando sangre, con los informes semblantes de los guerreros elfos, muertos tiempo atrás, agazapados en las sombras. A título comparativo, invocó una secuencia de los festines de Amothus… y estalló en carcajadas. Cualquier día llevaría a los espectros a una de aquellas reuniones.
En cuanto a Laurana, no podía reprocharle que hubiera ingeniado semejante estratagema. Las ceremonias constituían un ahogo para él y adivinaba hasta qué extremo debía hallarlas agobiantes su esposa, el orgullo de los palanthianos, el Áureo General que salvara la hermosa urbe de los estragos de la guerra. No había nada que no fueran capaces de hacer por ella, salvo respetar su intimidad. En la última Fiesta de la Paz, Tanis había tenido que llevarla a casa en brazos, más exhausta que después de tres días ininterrumpidos de acciones bélicas.
La imaginó en Silvanesti, replantando las flores, para dulcificar los sueños de los tortuosos troncos y, despacio, mediante sus pródigos cuidados, devolverlos a la vida, o visitando a Alhana Starbreeze, ahora su cuñada, que seguramente había regresado también sin Porthios, su nuevo marido. El suyo era un matrimonio de conveniencia y el semielfo se preguntó, por un breve instante, si Alhana no se refugiaba en aquellas tierras deseosa, a su vez, de eludir las conmemoraciones. La evocación del final de la contienda debía llenarla de recuerdos de Sturm Brightblade, el caballero que conquistó su corazón y que, sepultado en la Torre de los Sumos Sacerdotes, despertó asimismo la añoranza de Tanis. No se detuvo el semielfo en su recto amigo; el recuerdo de éste arrastró los de tantos otros compañeros y, sin apenas intervalo, los de sus adversarios.
Invocada al parecer por los arremolinados recuerdos, una sombra oscureció las proximidades del carruaje. El ocupante estiró el cuello por la ventanilla y, al fondo de una calleja angosta, larga y desierta, vislumbró una mancha de negrura: el Robledal de Shoikan, el bosque tras el que se escudaba de los intrusos la Torre de la Alta Hechicería, propiedad de Raistlin.
Incluso a tanta distancia, Tanis sintió la gélida brisa que surgía de aquellos árboles, un frío que congelaba el alma. Fijó la mirada en la Torre, que se erguía sobre los bellos edificios de Palanthas como una lanza de hierro forjado que hubieran clavado en el albo pecho de la metrópoli.
En su inconexo deambular, las cábalas de Tanis discurrieron hacia la carta que había motivado su presencia en Palanthas. Como aún la sostenía en la mano, se apresuró a releerla:
«Tanis el Semielfo:
Es preciso que nos entrevistemos. Se trata de una cuestión de suma importancia. Nos veremos en el Templo de Paladine, hora Postvigilia subiendo hacia el 12, cuarto día, año 356».
Aquello era todo. No había firma, ni aclaración sobre el asunto que obligaba a concertar tan inesperado encuentro. Lo único que el destinatario sabía era que se hallaba en el cuarto día y que, al recibir el mensaje la vigilia misma, hubo de recorrer el trayecto sin descanso para llegar a tiempo. La nota estaba escrita en elfo. Nada le revelaba este detalle, pues Elistan estaba rodeado de clérigos de aquella raza, por lo que nada tenía de particular que uno de ellos se hubiera encargado de transcribir sus palabras. Lo extraño era que no hubiera estampado su firma, si era él quien le mandaba la misiva. Claro que, bien pensado, ¿qué otra persona podía permitirse el lujo de citarlo libremente en el Templo de Paladine?
Encogiéndose de hombros, diciéndose que ya se había planteado en más de una ocasión tales interrogantes sin haber extraído conclusiones satisfactorias, el semielfo metió el pergamino en su bolsa y, sin proponérselo, estudió de nuevo la arcana Torre.
—Presumo que guarda alguna relación contigo, viejo amigo —murmuró, frunciendo el entrecejo y centrando sus meditaciones en Crysania y las singulares circunstancias en las que desapareció.
El vehículo volvió a detenerse, arrancando al héroe de su ensimismamiento. Atisbo el Templo, majestuoso y sugerente, en las cercanías, pero se conminó a sí mismo a esperar hasta que el lacayo le abriese la portezuela. Sonrió en su fuero interno al rememorar la época en que Laurana, sentada frente a él, solía retarlo con los ojos a que osara tocar el tirador. Tardó varios meses en corregir su antiguo e impulsivo hábito de abrir la puerta de un empellón, apartar al criado y seguir su camino sin hacer el más mínimo caso del cochero, los caballos ni ninguna otra contingencia.
Ahora se había convertido en una broma secreta, que ambos compartían. A Tanis le encantaba observar cómo su esposa arrugaba el entrecejo con fingido susto mientras él extendía el brazo en dirección al tirador. Sin embargo, consideró que no era momento de revivir tales episodios porque, si no los descartaba, sólo lograría sumirse en la melancolía. ¡La echaba tanto de menos!
¿Dónde se había metido el lacayo? Juró por los dioses que, si estaba solo, saldría a su manera e introduciría un agradable cambio en la rutina. Hubo suerte, porque, aunque la puerta giró sobre sus goznes, el servidor se enzarzó en una inusitada lucha contra el escalón que, rebelde, se negaba a desplegarse para facilitar el descenso.
—Olvídalo —le espetó Tanis, y se apeó de un salto.
Ignorando la expresión de sensibilidad ultrajada que adoptó el criado, el semielfo inhaló aire, contento por haber podido escapar, al fin, de los viciados confines del carruaje.
Escrutó su entorno, dejó que la espléndida aureola de placidez y bienestar que irradiaba del Templo de Paladine arrullara su espíritu. Ningún bosque protegía el sagrado recinto. Un vasto césped, verde y mullido cual el terciopelo, invitaba al viajero a pisarlo, sentarse, reposar. Numerosos parterres de flores multicolores deleitaban las pupilas, embriagando el aire con su fragancia, y en algunos parajes apartados unos setos meticulosamente podados proporcionaban cobijo a quienes no resistían la potente luz solar. En las fuentes, borboteaban chorros de agua fresca, pura. Los clérigos, ataviados de blanco, iban y venían en pequeños grupos a través de los jardines, juntando las cabezas en solemnes discusiones teológicas.
Entre los floridos retazos, los umbríos rincones y la alfombra de hierba, se alzaba el edificio, reverberante a los rayos del astro diurno. Construido de mármol níveo, su estructura lisa y sin ornamentos magnificaba la impresión de beatitud, de paz, que prevalecía en sus contornos.
Había puertas, pero no centinelas. Cualquiera era bienvenido y, frente a tal prueba de confianza, eran innumerables las criaturas que entraban. Aquel santo lugar era un puerto seguro para los que sufrían, los desheredados y quienes padecían privaciones o carencias de toda índole. Cuando Tanis inició su andadura por el acogedor prado, vio a numerosas personas sentadas o tendidas, que, por los rictus de abatimiento que mostraban en sus semblantes, no debían gozar a menudo de tan apacible recreo.
Tras avanzar algunas zancadas, Tanis hubo de hacer un alto, al percatarse de que no había impartido instrucciones al cochero. Pero, en el instante en que se disponía a ordenarle que aguardara, una figura surgió de una tupida pared vegetal, lindante con la mole del Templo, e inquirió:
—¿Tanis el Semielfo?
Al exponerse quien así lo interpelaba a la luminosidad, el viajero dio un respingo. Se cubría aquel ente con negras vestiduras, un sinfín de saquillos y artilugios mágicos pendían de su cinto, sendas ristras de runas bordadas en hebras de plata festoneaban mangas y capucha. «¡Raistlin!», aventuró Tanis, que había tenido al archimago presente en sus disquisiciones, unos minutos antes.
No, no lo era. El semielfo respiró al comprobar que aquel nigromante sobrepasaba por lo menos en una cabeza la estatura de su antiguo compañero. Exhibía un talle esbelto y bien formado, unos hombros musculosos y un paso juvenil, pleno de vigor. Además, ahora que le prestaba atención, reparó en que su voz destilaba firmeza, seguridad, en nada se asemejaba al ambiguo siseo de Raistlin. Y, aunque se le antojaba imposible, creyó detectar el acento propio de su raza en el timbre del desconocido.
—Soy Tanis el Semielfo, en efecto —admitió, remiso.
Aunque no distinguía los rasgos de la figura, oculta como estaba por los pliegues de su embozo, intuyó que sonreía.
—Estaba seguro de haberte reconocido me han descrito tu aspecto infinidad de veces —explicó el hechicero—. Puedes despedir a tus criados. No precisarás del vehículo durante algunos días, acaso semanas. Tu estancia en Palanthas será larga.
¡Aquel individuo le estaba hablando en el idioma elfo, en el dialecto de Silvanesti! Al principio, Tanis quedó tan anonadado que tan sólo acertó a espiar a su oponente, mudo, incapaz de reaccionar. El cochero se aclaró la garganta. Había realizado un agotador viaje y en la ciudad abundaban las tabernas donde servían una cerveza que había dado pábulo a toda suerte de leyendas a lo largo y ancho de Ansalon. Una sílaba de su señor y sería libre de degustarla.
Pero el héroe no iba a despachar a sus lacayos y medios de transporte sólo porque así se lo sugería un Túnica Negra. Despegó los labios para interrogarlo, pero el intrigante personaje extrajo las manos de las bocamangas, donde las había mantenido enlazadas, e hizo un movimiento negativo, rotundo, con una mientras le invitaba a seguirlo con la otra.
—¿No quieres caminar a mi lado? —se anticipó a proponerle—. Ambos nos dirigimos al mismo sitio. Elistan nos espera.
«¡Nos!», repitió Tanis mentalmente, navegando en un océano de confusión. ¿Desde cuándo convocaba el poderoso clérigo a los nigromantes en el santuario de su dios y desde cuándo accedían éstos de forma voluntaria a penetrar en la morada de su rival?
Si de verdad deseaba averiguarlo, no tenía otra opción que acompañar a aquella enigmática criatura y reservar todas las preguntas para la intimidad. Así pues, todavía perplejo, el semielfo indicó a sus servidores que les mandaría aviso más adelante. El hechicero permaneció silencioso a su lado y, una vez hubo partido el carruaje, escuchó atento su solicitud.
—Tienes ventaja sobre mí —insinuó el viajero en alto silvanesti, una lengua elfa más pura que la que le habían enseñado en Qualinesti durante su infancia.
No tuvo que extenderse. El desconocido comprendió y, tras retirar la capucha para que la luz diurna bañara sus facciones, dijo:
—Me llamo Dalamar.
Después de proferir tan escueta frase, recogió de nuevo las manos bajo las mangas de su túnica, ya que pocos eran los habitantes de Krynn que estrechaban la mano de un ente consagrado a la nigromancia.
—¡Un elfo oscuro! —se asombró Tanis, que, debido precisamente a su pasmo, actuó de modo espontáneo, sin previa reflexión—. Lo siento —hubo de rectificar—, nunca me había tropezado con nadie…
—¿De mi especie? —terminó el otro por él, iluminado su rostro, de hermosos rasgos, aunque frío y desapasionado, en un curioso halo de cordialidad que ensanchaba sus labios—. No, es lógico que así sea, puesto que nosotros, «los que vivimos privados del tibio sol» —parafraseó, burlón, el estigma que les habían impuesto—, no solemos aventurarnos en los planos de la existencia donde brilla el astro. —Su mueca ganó, de pronto, calidez, y a su interlocutor no le pasó inadvertida la mirada de nostalgia que lanzaba al verde seto donde se había agazapado—. En ocasiones, incluso nosotros anhelamos volver al hogar.
El semielfo inspeccionó, a su vez, la vegetación que crecía junto a un álamo, el árbol más apreciado por los de su raza. La proximidad de su ramaje, mecido en la brisa, tuvo el don de diluir su agarrotamiento. Ya más relajado, recapacitó que él también se había internado en sendas diabólicas y que, en su ofuscación, había estado a punto de arrojarse algunos precipicios sin salida. No había de resultarle difícil entender.
—Se acerca la hora de mi entrevista —señaló— y, por lo que me has insinuado, lo que he de tratar en ella te concierne tanto como a mí. Quizá deberíamos proceder.
—Naturalmente.
Dalamar se encerró en su mutismo y, sin vacilaciones, inició detrás de Tanis la travesía del ondeante mar de hierba. No obstante, el semielfo se volvió de forma casual para comprobar si le seguía y quedó boquiabierto al descubrir el espasmo de dolor que contraía los delicados rasgos del mago, y que le arrancaba violentas convulsiones.
—¿Qué sucede? —indagó, deteniéndose de inmediato—. ¿Puedo socorrerte?
—No, semielfo —repuso el interpelado, en un frustrado intento de trocar el sufrimiento por una sonrisa—. No hay nada que puedas hacer ni, de hecho, me aqueja ninguna dolencia que no sea transitoria. Peor aspecto tendrías tú si pisaras tan sólo el Robledal de Shoikan, la arboleda que custodia mi residencia.
El héroe asintió en señal de comprensión y, casi sin quererlo, oteó la lóbrega Torre que despuntaba en la distancia sobre las otras edificaciones de Palanthas. Se apoderó de él un vago desasosiego, que fue en aumento cuando, llevado de un instinto que obedecía a un mandato interior, posó la vista en el blanco Templo para examinar, de hito en hito, las dos moles. Al escrutarlas al unísono, cual imágenes superpuestas en rápida secuencia, ambas se le antojaron más completas, más acabadas, que en las distintas circunstancias en que las ojeara por separado. ¿Acaso se complementaban? Fue una impresión fugaz, que ni siquiera consideró más tarde y menos ahora, en que vino a turbarlo una inquietud más acuciante.
—¿Vives allí? ¿Con Rai… con él?
Necesitaba cerciorarse. Pero como, por mucho que se esforzara, no podía pronunciar el nombre de Raistlin sin enfurecerse, prefirió omitirlo.
—Es mi shalafi —contestó Dalamar, con acento tenso, a causa de la prueba a la que le estaban sometiendo.
—De modo que eres su aprendiz —apuntó Tanis, quien, pese a que ahora dialogaban en común, conocía el vocablo elfo equivalente a «maestro»—. ¿Qué haces en este lugar? ¿Te ha enviado tu señor?
«Si es así —pensó—, partiré sin demora aun a costa de tener que cubrir a pie la ruta de Solanthus».
—No —le tranquilizó el elfo oscuro, desnuda su tez de los rosados colores de la vida—. Pero el archimago será el protagonista de nuestra conferencia. —Se echó el embozo sobre la cabeza y, con visible angustia, agregó—: Y, ahora, debo suplicarte que te apresures. El talismán que me ha otorgado Elistan para resistir hasta que entre en el santuario no palia del todo el acoso de mis enemigos. Así que deseo acortar la epopeya.
¿Elistan entregaba escudos protectores a los Túnicas Negras? ¿Aquel individuo era acólito de Raistlin? Desbordado por tanta incongruencia, Tanis se alegró de poder acelerar la marcha.
—¡Mi querido Tanis!
Elistan, clérigo de Paladine y patriarca de la Iglesia en el continente de Ansalon, le tendió la mano al semielfo, mientras le brindaba una calurosa acogida. Tanis le estrechó la mano con vehemencia, tratando de ignorar cuan débil y marchita estaba la otrora fuerte garra del sacerdote. El visitante se esmeró también en controlar su expresión, temeroso de que trasluciera el impacto, el sentimiento de lástima que le inspiraba aquella figura que frágil, casi esquelética, descansaba en el lecho sobre altas almohadas.
—Elistan —empezó a decir con ternura. Uno de los eclesiásticos de blanco hábito que deambulaban afanosos en torno al mandatario alzó sus pupilas y, al percibir su actitud reprobatoria, el recién llegado rectificó—: Hijo Venerable, me complace encontrarte en tan buen estado.
—Pues a mí, Tanis el Semielfo, no me complace que te hayas degenerado hasta convertirte en un embustero —le amonestó el anciano, aunque su tono nada tenía de amargo. Lo único que le entristecía era el mal rato que estaba pasando su amigo al creerse forzado a disimular el efecto que le había causado su irreversible declive.
Con sus dedos flacos, tumefactos, dio unas palmadas en el dorso de la curtida mano del héroe y reanudó la regañina:
—Haz el favor de no invocarme por mi título ni todas esas memeces que exige el protocolo. Ya sé que es lo propio y correcto, Garad —se adelantó a las protestas del subordinado que había inducido al semielfo a utilizar el tratamiento—, pero este joven me conoció cuando yo trabajaba como esclavo en las minas de Fax Tharkas. Todos vosotros —ordenó a los atareados presentes—, traed cuanto sea preciso para obsequiar a nuestros huéspedes.
Espió al elfo oscuro, desplomado en una butaca junto al fuego, que, ahora, caldeaba de manera perenne el aposento privado del dignatario.
—Dalamar —murmuró amablemente—, este viaje debe de haberte extenuado. Estoy en deuda contigo por haber accedido a realizarlo, aun a sabiendas de lo mucho que había de afectarte. Pero en estas cámaras hallarás alivio. ¿Qué te apetece tomar?
—Vino —consiguió balbucear el mago a través de unas mandíbulas rígidas, cenicientas, a la vez que sus manos temblaban sobre el brazo del asiento, un detalle que no escapó a la observación de Tanis.
—Servid a nuestros invitados alimento y licor —apremió el sacerdote a su cohorte de seguidores, que, obedientes, comenzaron a desfilar hacia el exterior de la estancia, sin poder reprimir muecas reprobatorias al pasar junto al hechicero de negros ropajes—. Escoltad a Astinus hasta aquí en cuanto haga acto de presencia, y procurad que nadie nos moleste.
—¿Astinus? —repitió el semielfo—. ¿Te refieres al cronista?
—¿A quién si no? —corroboró el anciano—. La vecindad de la muerte nos inviste de una excelencia especial: «Formarán cola para tributo rendirte quienes en vida optaron por eludirte», sentenció el poeta. Ya ves, incluso Astinus se digna desplazarse hasta el Templo. Ahora que se ha despejado el panorama, mi buen Tanis, seamos sinceros —le conminó—. Mi tiempo se agota, dentro de unos días, semanas a lo sumo, se extinguirá la llama de mi existencia. ¿Qué significa esa consternación que leo en tu semblante? —le recriminó—. No es la primera vez que asistes a un hombre próximo a expirar y, además, te garantizo que pueden aplicarse a mi caso las sabias palabras del Señor del Bosque Oscuro. ¿Cómo decían? Vamos, ayúdame, tú mismo me las recitaste: «No lamentemos la pérdida de aquellos que mueren alcanzando su destino». He cumplido ese requisito. A lo largo de mi vida he realizado las empresas que me han sido encomendadas, unas tareas tan enriquecedoras que yo nunca habría osado concebirlas por no pecar de arrogante.
Calló y desvió los ojos hacia la ventana, hacia el espacioso césped, los jardines en floración y, en lontananza, la sombría Torre de la Alta Hechicería.
—Me fue concedido el privilegio de devolver la esperanza al mundo, semielfo —recordó con una mezcla de orgullo y gratitud—. Y se me transmitieron dotes curativas para el cuerpo y el alma. No pretendo alardear, pero ¿quién puede afirmar otro tanto de su propia experiencia? Me voy en el conocimiento de que la Iglesia ha sido firmemente instaurada, de que la configuran clérigos de todas las razas. Sí, incluso kenders. —Sonriente, retiró de su frente un mechón de cabello cano y, suspirando, confesó—: ¡Aquél fue un período de prueba, que hizo que se bamboleara mi fe! Todavía no hemos evaluado la cantidad exacta de objetos desaparecidos, ni su valor, si bien hay que admitir que son criaturas de corazón puro, voluntariosas y amenas, esta última una cualidad apreciable. Siempre que sentía languidecer mi paciencia durante su aprendizaje, me figuraba qué haría Fizban o Paladine según se nos reveló a nosotros y en especial a Tasslehoff, tu pequeño amigo, a quien profesaba una estima muy particular. Así hallaba soluciones a todos los conflictos.
El rostro del héroe se ensombreció cuando el anciano mencionó al entrañable kender. Le pareció que Dalamar levantaba un instante la cabeza desde las profundidades de la butaca, donde, abstraído, contemplaba las candentes brasas. Pero si lo hizo, a Elistan le pasó inadvertido.
—Lo que más me preocupa es no dejar a un sucesor en mi puesto, a alguien que perpetúe mi misión —gimió el moribundo, pero aún sereno, clérigo—. Garad es un hombre bondadoso, quizá demasiado. Posee las virtudes de un Príncipe de los Sacerdotes, pero al igual que nuestros ancestros en el cargo, no comprende que hay que mantener el equilibrio y contar con la aportación de todos para que el mundo no sucumba. ¿No opinas lo mismo, Dalamar? —consultó al elfo oscuro.
Con gran sorpresa de Tanis, el aludido significó su asentimiento mediante una leve inclinación de la barbilla. Se había desprendido del embozo para beber con más comodidad unos sorbos del vino tinto que los servidores le habían ofrecido. Tenía los pómulos sonrosados y las extremidades ya no le temblaban.
—Eres prudente, Elistan —ensalzó al dignatario—. Ojalá otros gozaran de tu clarividencia, de tu erudición.
—Más lo primero que lo segundo —puntualizó el sacerdote—. No se trata de atesorar cultura, sino de juzgar los asuntos desde todos los ángulos, en lugar de ceñirse a prejuicios que estrechan los ángulos de mira. Y tú, Tanis —abordó a su otro oyente—, ¿has aprovechado para explorar tu entorno, para analizar el paisaje y detectar ciertas irregularidades?
Señaló con el índice hacia el ventanal, en cuyo marco se perfilaba, nítida sobre el intenso azul del cielo, la Torre de la Alta Hechicería.
—No estoy seguro de haber captado tu mensaje —se excusó el semielfo, quien, dado su pudoroso talante, detestaba manifestar sus emociones, rehuía compartirlas.
—No te muestres esquivo —le reconvino su interlocutor, con una energía insólita en un enfermo—. Pasaste revista a la estructura de la Torre, luego a la del Templo, y decidiste que era muy adecuado que se irguieran una frente a otro. Fueron muchos los que se opusieron a construir el santuario en este lugar a Garad le pareció un emplazamiento desafortunado y, ¡cómo no!, también a Crysania.
Al oír aquel nombre, Dalamar, parco hasta entonces en palabras y ademanes, se atragantó, sufrió un repentino ataque de tos y se vio obligado a posar la copa en la mesa auxiliar a fin de no derramar su contenido. Tanis, por su parte, comenzó a caminar desazonado de un lado a otro del aposento, según su arraigada costumbre, hasta que cayó en la cuenta de que podía importunar al yaciente y volvió a sentarse, moviéndose luego, inquieto, en tan opresiva postura.
—¿Se han recibido noticias de la Hija Venerable? —inquirió en voz baja.
—Perdóname, Tanis —se disculpó Elistan—, no era mi intención trastornarte. Te aconsejo que deseches esos reproches con los que tú mismo te atormentas. Lo que hizo Crysania fue seguir los dictados de su albedrío y, si te sirve de consuelo, agregaré que ni siquiera yo podría haber influido en su determinación. Nunca la habrías detenido, ni tampoco rescatado de lo que su sino le haya deparado. No, no han llegado hasta mí nuevas acerca de su paradero.
—Pero hasta mí sí —se interpuso el mago, tan contundente e impersonal que, al instante, captó la atención de sus dos contertulios—. Ése es uno de los motivos por los que os he congregado hoy aquí.
—¿Cómo? —vociferó el semielfo, a la vez que se ponía de nuevo en pie—. ¿Eres tú quien nos ha convocado? Estaba persuadido de que la iniciativa fue de Elistan. ¿Se oculta tu shalafi detrás de todo esto? ¿Es él el responsable de la desaparición de la dama? —Avanzó un paso, sonrojada la faz detrás de la barba pelirroja. Dalamar se incorporó, mostrando un peligroso centelleo en los iris de sus ojos y deslizando la mano de modo casi imperceptible hacia una de las bolsas que colgaban de su cinto—. Porque, si le ha hecho el menor daño, pongo a los dioses por testigos de que le retorceré su dorado cuello.
—Astinus de Palanthas —anunció un clérigo, muy oportunamente, desde el umbral.
El historiador se situó en el marco de la puerta. Su rostro atemporal no exhibió ninguna expresión mientras sus ojos estudiaban la alcoba y registraban los pormenores de muebles y seres vivos para, después de clasificarlos, registrarlos en el libro que regía su existencia. En sus sensibles retinas se grabaron el semblante enrojecido, iracundo de Tanis, la altivez y el desafío que alteraban las cinceladas facciones del elfo oscuro, los surcos dejados por el agotamiento en el rostro del moribundo eclesiástico.
—Dejad que adivine —pidió a los presentes al mismo tiempo que, imperturbable, penetraba en la sala.
Una vez en el centro de la estancia, depositó el enorme ejemplar que siempre llevaba consigo sobre una mesa escritorio, tomó asiento, abrió el tomo por una página en blanco, sacó una pluma de un adornado estuche, inspeccionó la punta y, alzando la vista, ordenó al clérigo que le había acompañado que le trajese tinta. Éste, sobresaltado, no atinó a moverse hasta que Elistan le hizo una señal, momento en el que abandonó a toda prisa la habitación.
—Dejad que adivine —repitió el cronista su original preámbulo—. Estabais discutiendo sobre Raistlin Majere.
—Es verdad —proclamó Dalamar— que soy yo quien os ha reunido en el Templo.
El acólito se instaló de nuevo ante la chimenea y Tanis, todavía renegando, lo hizo en la cabecera del paciente. Garad, el sacerdote encargado de proporcionar tinta al historiador, regresó con ella y preguntó si requerían sus servicios, antes de, al obtener una respuesta negativa, recordar a los visitantes que no debían cansar a su superior. Su recomendación fue severa y estaba justificada pero no pareció merecer la atención de los tres invitados. Así que dio media vuelta y se alejó, enfurruñado.
—Mi llamada os habrá acarreado algunos inconvenientes —continuó el nigromante, sin dejar de observar a Tanis— pero serán livianos comparados con lo que a mí me espera. Al igual que todos mis hermanos de credo, el hecho de pisar este recinto sagrado entraña un castigo inenarrable, que habré de aceptar. Sin embargo, era urgente que os hablara a los tres. Elistan no podía acudir hasta mí, y supuse que el semielfo rehusaría hacerlo. En consecuencia, no me quedó otra alternativa.
—¿No podrías entrar en materia? —exigió, más que pedirlo, Astinus—. El universo evoluciona, la vida transcurre mientras estamos aquí encerrados. Ya has explicado que debías reunimos a todos. ¿Por qué razón?
El hechicero guardó un corto silencio, otra vez con las pupilas fijas en las llamas. Cuando hizo su gran revelación, no varió su cabizbaja postura.
—Nuestros temores más acendrados se hacen realidad. Él ha cumplido su propósito.
«Ven a casa».
Aquella voz se dilataba en su memoria. Alguien se había arrodillado junto a la acuosa laguna de su mente y vertía las palabras sobre su tranquila, transparente superficie. Los rizos de la conciencia le perturbaban, le despertaban de un sueño pacífico y reparador.
«Ven a casa, hijo mío, ven a casa».
Al entreabrir los párpados, Raistlin se topó con la cara de su madre, quien, sonriente, extendió una mano y acarició las finas hebras de cabello que se esparcían indómitas sobre su frente.
—Mi desdichado pequeño —dijo la mujer, ahora con tanta nitidez que su proximidad se hizo tangible—, he visto todo lo que te han hecho. ¡He pasado tanto tiempo a la expectativa! He sollozado —afirmó, y sus pupilas humedecidas confirmaron este aserto—. Sí, hijo mío, los muertos también lloramos y, a qué engañarnos, es el único consuelo que tenemos. Pero la pesadilla ha concluido. Estás a mi lado y puedes descansar.
El archimago forcejeó contra su propia flaqueza para incorporarse. Al examinar su cuerpo, comprobó, horrorizado, que lo cubría un manto de sangre, pero no sentía dolor ni descubrió ninguna herida. Jadeaba y, cuando quiso respirar, apenas pudo inhalar una bocanada de aire.
—Yo te auxiliaré —ofreció su madre.
Comenzó a aflojar el cordón de seda que ceñía la cintura del nigromante, el fajín del que se hallaban suspendidos sus saquillos y los valiosos ingredientes de sus sortilegios. En un impulso reflejo, Raistlin apartó aquella mano intrusa y, mitigando un poco su ahogo, observó el paraje.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy? —indagó.
En medio del caos que le rodeaba, se destacaron los recuerdos de su infancia, ¡de dos infancias distintas! La suya e, inexplicablemente ligada, la de otro. Miró a su progenitura, y se le antojó al mismo tiempo la mujer que le había dado la vida y una perfecta desconocida.
—¿Qué ha ocurrido? —repitió, irritado, luchando con los recuerdos, que amenazaban con arrebatarle el último resquicio de lucidez.
—Has muerto, hijo —le descubrió su fantasmal acompañante—. Has entrado en el seno del más allá. Ahora nadie podrá separarnos.
Raistlin quedó estupefacto, incapaz de reaccionar. Al rato, sucedida la laxitud por el frenesí, rebuscó entre las evocaciones que antes había intentado conjurar y, despacio, ordenó el rompecabezas. Algo falló, y había estado al borde de perecer. ¿En qué pudo equivocarse? Se llevó la mano a las sienes, palpó carne, hueso, calor, y entonces se hizo la luz. ¡El Portal!
—¡No! —se rebeló, clavando en su madre unos ojos que irradiaban chispas—. Es imposible.
—Perdiste el control de la magia —susurró ella, paciente, alargando de nuevo los dedos para tocarlo. El hechicero eludió su contacto y la aparecida, con la triste sonrisa que le era peculiar y que Raistlin tan bien conocía, dejó caer la mano en el regazo—. El campo magnético se deshizo, las fuerzas enfrentadas te despedazaron. Se produjo una terrible explosión, que mudó la faz de las llanuras de Dergoth, y la fortaleza de Zhaman se vino abajo. Fue una agonía tener que presenciar el espectáculo de tu sufrimiento.
—Sí, conservo una vaga noción del dolor —corroboró el nigromante—. Pero hay algo más.
¿Qué era? Revivió en su mente la escena en que, circundado por los brillantes estallidos de luces multicolores, invadió su alma un éxtasis exultante. Más tarde, las cabezas de dragón que guardaban el Portal bramaron enfurecidas y él envolvió a Crysania en un abrazo protector.
Se enderezó, para ampliar su campo de visión. Se encontraba en un terreno liso y regular, una especie de desierto. En lontananza, se insinuaban unas montañas, unas cumbres de aserrado perfil, que creyó identificar. ¡Claro, era el reino de Thorbardin! Ladeó el rostro y divisó las ruinas del alcázar, desfigurado en una calavera que parecía engullir la planicie a través del eterno rictus de su boca. Dedujo que estaba en las llanuras de Dergoth. El paisaje era inconfundible. No obstante, al mismo tiempo que lo reconocía, detectaba algo en él que lo hacía nuevo, diferente, acaso el aura rojiza que lo teñía todo y que le sugirió la idea de estar espiando aquellos rincones familiares con los ojos inyectados en sangre. Así, aunque los objetos conservaban sus formas originarias, el purpúreo tamiz les confería una entidad distinta, opuesta incluso a la que se imprimía en su retina.
Estaba seguro de haber visto la Calavera durante la Guerra de la Lanza, una vez asumida su actual apariencia de montaña, y desde luego no tenía el rictus de obscenidad que había ahora en sus pétreos labios. También la cordillera del fondo marcaba un pronunciado relieve, más sobresaliente del habitual, al definirse sus líneas sobre el cielo. ¡El cielo! Al contemplar el contraste, Raistlin tragó saliva. ¡El firmamento era un inmenso espacio vacío! Giró la cabeza en todas direcciones y comprobó que, pese a la ausencia de sol, no era de noche. No se veían lunas ni estrellas y el color indescriptible de la bóveda celeste, entre rosáceo y carmesí, se asemejaba al reflejo del crepúsculo.
Bajó la mirada hacia la mujer que, frente a él, continuaba arrodillada en el suelo. Endureció los rasgos, indescifrables sus emociones, y declaró en un acento que denotaba firmeza, confianza:
—No he muerto. He vencido. Ésta es una prueba fehaciente de mi triunfo. No he olvidado los relatos del kender cuando, tras salvarse del abismo, se personó en aquel campamento y fue mi prisionero en Zhaman. Dijo que el reino de las tinieblas era una extensión monótona, similar a todos los lugares que había visitado pero igual a ninguno. He traspasado el Portal y accedido al plano de la inmortalidad.
Inclinándose hacia adelante, el mago agarró a la mujer por el brazo y la obligó a ponerse en pie.
—¡Fantasma ilusorio! —la imprecó—. ¿Dónde está Crysania? Confiesa, quienquiera que seas, o haré caer sobre ti la ira de los dioses.
—¡Raistlin, basta ya! Me estás lastimando.
El aludido se inmovilizó. Aquel timbre era el de la sacerdotisa y, al aguzar la vista para cerciorarse, advirtió que era su brazo el que oprimía. Avergonzado, redujo al instante la presión pero recobró la compostura en un santiamén y atrajo aquel cuerpo hacia sí, inconmovible frente a sus intentos de liberarse.
—¿Crysania? —la interrogó, examinándola con suma atención.
—Por supuesto —titubeó la mujer, sin saber a qué atenerse—. Algo anda mal. Te suplico que me expliques de qué se trata. Desde hace unos minutos, no oigo más que desatinos.
El archimago oprimió de nuevo el brazo de su presa, que emitió un grito. El dolor que distorsionaba sus facciones era real, su miedo también. Satisfecho de la prueba, el humano la estrechó contra su pecho y se dejó embriagar por la tibieza de su carne, su aroma, el palpito de su corazón y, en definitiva, la vida que emanaba de ella.
—¡Oh, Raistlin! —gimió la sacerdotisa, acurrucada en el cálido nido—. El pánico se apoderó de mí al creerme sola en esta desolación.
La mano del hechicero se enredó en la negra melena. La suavidad y la fragancia de aquella criatura le intoxicaban, le incitaban a una pasión irrefrenable, y su embrujo no hizo sino intensificarse al arquear ella la cintura y echar la cabeza hacia atrás. Sus labios eran sensuales, ansiaban el placer del beso. Raistlin asió su mentón a fin de admirar el exquisito rostro, y se encontró con unas cuencas oculares en las que ardían infernales llamas.
—¡Al fin has venido a casa, mago!
Unas carcajadas estentóreas, acordes con la inflamada mirada, abrasaron sus entrañas, al mismo tiempo que la esbelta figura femenina se contorsionaba y se desvanecía hasta que se halló unido al cuello de un dragón de cinco cabezas. Las comisuras despedían ácidos corrosivos sobre él, el fuego rugía en su derredor, le asfixiaban vapores sulfurosos. Serpenteante, el monstruo puso la cabeza a su altura y se aprestó al ataque.
Desesperado, el archimago invocó su arte. Pero, mientras se ordenaban en su mente los versículos que componían el hechizo defensivo, le fustigó la punzada de la duda. ¡Quizá su magia no surtiría efecto! «Estoy débil, el viaje a través del Portal ha mermado mi energía». El pavor, cortante cual una daga, penetró en su espíritu, y las frases del sortilegio se diluyeron en la nada. «¡Es la Reina quien me tiende esta emboscada! —comprendió—. Ast takar ist… ¡No, he cometido un error!».
Resonaron en sus tímpanos nuevas risotadas. Era el modo con el que la soberana exteriorizaba su victoria. Cegó al cautivo una luz blanca, radiante, y se precipitó en una espiral interminable, que llevaba de la oscuridad al día.
Al abrir los párpados, Raistlin distinguió el rostro de Crysania.
Era, en efecto, su semblante, pero no el que él recordaba. Estaba avejentado, el sello de la muerte había marchitado los últimos vestigios de juventud. Aferraba en su palma el Medallón de Platino de Paladine, cuyos prístinos destellos refulgían en el fantasmagórico ambiente.
El archimago cerró los ojos para ocultar la visión de aquel rostro en pleno ocaso. Y ayudó a su fantasía con ensoñaciones, en las que se lo representaba delicado, hermoso, iluminado por el amor que él le inspiraba y provisto de sus anteriores atributos.
—Poco ha faltado para que te perdiera.
Fue la mujer quien profirió esta frase, con tono frío y sosegado. El nigromante, a tientas porque le aterrorizaba la idea de afrontar unos hechos que intuía, la agarró por los brazos y, zarandeándola, preguntó bruscamente:
—¿Cuál es ahora mi apariencia? Se ha obrado en mí una mutación, ¿no es cierto?
—Eres igual que cuando nos entrevistamos por vez primera en la Gran Biblioteca —repuso Crysania, correcta y mesurada, quizá en demasía, ya que la tensión se hacía aún más ostensible bajo la gélida capa de su aplomo.
«Me lo temía —se dijo Raistlin—. Eso significa que he regresado al presente».
Tomó conciencia de su antigua fragilidad, del perenne malestar de sus pulmones y, con él, de la ronquera que provocaban los espasmos de la tos, como si unas puntiagudas agujas tejieran una telaraña en sus vías respiratorias. No tenía más que hacer acopio de valor, salir de su voluntaria ceguera y, frente a un espejo, contemplar la tez dorada, el cabello cano, las pupilas en forma de relojes de arena…
Apartando de un empellón a la Hija Venerable, se arrojó al suelo y se revolcó sobre su estómago, sin cesar de propinar puntapiés y abandonado a un delirio en el que los arranques de cólera se sumaban a los plañidos de desaliento.
—¿Qué sucede? —inquirió la sacerdotisa, asustada, sin molestarse ya en fingir—. ¿Dónde hemos venido a parar, Raistlin? ¿Hemos fracasado?
—No, hemos triunfado —rectificó él—. Estamos en el Abismo. Todo se ha cumplido según mis designios —apostilló, aunque su actitud anunciaba perspectivas menos halagüeñas.
Crysania se alarmó, tanto por los resquemores que suscitaba el equívoco comentario como por la forma en que el mago la observaba. Ella ignoraba que la veía en un proceso senil, de degeneración. Tras un momento de balbuceo, no obstante, se impuso la confianza, y la sacerdotisa despegó los labios para manifestarla. Pero antes de que acertara a hablar, el hechicero se le anticipó.
—Mi magia se ha evaporado.
Sobresaltada por tan asombrosa revelación, la sacerdotisa nada dijo. Tuvieron que pasar unos segundos para que, algo recuperada, pidiera a su compañero una aclaración.
—No entiendo a qué te refieres.
—Es muy sencillo. ¡Mis poderes se han desvanecido! ¡Estoy tan indefenso como cualquier mortal! —le espetó el archimago, como si fuera ella la culpable de semejante catástrofe—. Soy un hombrecillo vulnerable, en un reino de gigantes.
Se percató de pronto de que su adversaria podía estar escuchando, espiando, regodeándose, y entonces enmudeció. Sus voces se extinguieron en el esputo que, espumeante y sanguinolento, afloró a su boca.
—Sin embargo —murmuró—, todavía no me ha derrotado.
Cerró los dedos en torno al Bastón de Mago, que yacía a su lado, y se apoyó en él para incorporarse. Crysania corrió a prestarle el soporte de su brazo, ya que el bastón se le antojó insuficiente.
—No me engañarás, no ha de serme difícil averiguar dónde te agazapas —retó Raistlin a Su Oscura Majestad, mientras, con la mirada, recorría la vasta planicie y el no menos inconmensurable cielo—. Ahora adivino tu paradero. Estás en la Morada de los Dioses y, gracias a las errabundas divagaciones del Kender, conozco el terreno en el que me muevo. Las esferas inferiores reflejan cual un espejo los planos de arriba. Así que emprenderé tu búsqueda, aunque el viaje sea prolongado y traicionero.
»Sí —prosiguió, acechante—, noto cómo hurgas en mi cerebro, cómo interpretas mis intenciones y prevés todos mis actos, mis expresiones verbales. Estás convencida de que abatirme será un juego de niños. Pero también yo poseo una cierta dosis de perspicacia, que me permite evaluar tu honda confusión. Me acompaña alguien cuya mente no puedes sondear, alguien que me protegerá de ti. ¿No es verdad, Crysania?
—Así ha de ser —ratificó la mujer, leal a su ídolo.
El nigromante dio un paso al frente, luego otro, respaldado por el cayado y por la sacerdotisa. Cada paso le costaba un gran esfuerzo, cada inhalación quemaba sus órganos y, al contemplar el universo, no hallaba sino vacuidad, una vacuidad que se aposentó en su alma ahora que el arte arcano le había abandonado.
Raistlin tropezó. Para evitar su caída, la sacerdotisa le sujetó con fuerza, anegados los ojos en lágrimas.
Las carcajadas se alejaban en punzantes ecos. Y era tan insufrible oírlas, que Raistlin estuvo tentado de desistir. «Me siento cansado —meditó, deprimido—, exhausto. ¿Qué soy sin mi magia? Nada, un insecto torpe y desvalido».
Después de que Dalamar condujera los prolegómenos, un largo silencio se estableció en el aposento. Tan sólo lo perturbaba el ágil garabatear de la pluma sobre el pergamino del volumen donde Astinus copiaba las frases del elfo oscuro.
—No nos resta sino encomendarla a la clemencia de Paladine —invocó Elistan—. ¿Está el archimago con ella?
—¡Naturalmente! —le espetó el aprendiz, delatando un nerviosismo que las ardides de su arte no lograron camuflar—. ¿De qué otro modo podría haber alcanzado su propósito? El Portal es inaccesible a todos salvo a las fuerzas combinadas de un Túnica Negra tan dotado como él y una sacerdotisa de blanco hábito, en este caso Crysania, intachable en su fe.
Tanis les miró de hito en hito y, antes de que se enzarzaran en una discusión ininteligible, declaró:
—No entiendo una palabra de lo que aquí se está debatiendo. ¿Qué sucede? ¿Habláis quizá de Raistlin? ¿Qué ha hecho? ¿Qué relación mantiene con Crysania? ¿Por qué nadie alude a Caramon? Al fin y al cabo, también él parece haber sido borrado de la faz de Krynn, al igual que Tas.
—Procura contener los arranques de impaciencia, ese exponente de la mitad humana de tu ser —le aconsejó Astinus sin dejar por ello de escribir con su caligrafía esmerada, puntillosa—. Y tú, elfo, inicia tu relato por el comienzo, en lugar de referirte a un pasaje intermedio.
—O, dadas las circunstancias, al desenlace —apuntó el yaciente en tono quedo.
Humedeciéndose los labios con el vino, Dalamar, prendidas sus pupilas en el fuego, narró las singulares peripecias que, hasta entonces, Tanis sólo conocía en parte. Algunos eventos habría podido deducirlos, otros le sorprendieron, los más le escandalizaron.
—La Hija Venerable fue cautivada por Raistlin y, con franqueza, añadiré que la atracción fue recíproca, aunque, tratándose del archimago, sólo caben conjeturas. El agua de un glaciar en deshielo es demasiado caliente para circular a través de sus venas. Así que sería prolija cualquier tentativa de ahondar en sus emociones. ¿Quién podría determinar cuándo concibió esto o soñó aquello otro? Sea como fuere, ultimó los preparativos y me puso al corriente de sus planes: viajar al pasado en busca de Fistandantilus, su precursor en la saga arcana, y apoderarse de su vasta sapiencia.
»Le tendió una trampa a Crysania, deseoso de embaucarla para que retrocediera en el tiempo junto a él, e hizo algo análogo con su gemelo…
—¿Con Caramon? —preguntó el héroe, perplejo. Dalamar le ignoró y continuó, como si la interrupción no se hubiera producido.
—Pero ocurrió algo imprevisto. Kitiara, hermanastra del shalafi y Señora del Dragón…
La sangre se agolpó en las venas de Tanis, enturbiando su vista y su oído. Sintió un palpito similar en los pómulos e intuyó que su tez abrasaba al tacto, tan encendido debía de ser su sonrojo.
¡Kitiara! La figura de la mujer que había amado se dibujó en su memoria con los ojos destellantes, el crespo cabello arremolinado en torno al rostro, los labios separados en aquella hechicera, ambigua sonrisa, y una seductora silueta que resaltaba, más todavía, la ceñida armadura.
La dama de su espejismo le estudió desde la grupa de un reptil azul flanqueada por sus esbirros, altiva, regia, especialmente bella en su crueldad para, sin transición, rendirse a su abrazo con tierna languidez.
El semielfo notó, aunque no puedo percibirla, la expresión de simpatía que había adoptado Elistan al adivinar su zozobra, y eludió la censura que, así lo creyó, contraía los rasgos del omnisciente cronista. Abrumado por el peso de su propia culpa, no reparó en que Dalamar, a su vez, libraba una batalla con sus traicioneras mejillas, las cuales, más que subir de color, habían quedado exangües. No se percató del quiebro que rompió la voz del acólito al pronunciar el nombre de la bella mujer.
Pasados unos segundos, Tanis recuperó la compostura y pudo seguir escuchando. No obstante, le fue imposible sustraerse al dolor que atenazaba su corazón y que estaba persuadido de haber curado definitivamente. Era feliz junto a Laurana, la amaba con más entrega de la que nunca había creído atesorar antes de desposarla. Gozaba de paz interior, su vida discurría enriquecedora, colmada de venturas. Quizá fue ésta la causa de que el mundo se le viniera abajo al descubrir que la negrura aún anidaba en él, un pozo de pasiones inconfesables que en su día creyó haber desterrado para siempre.
—Por orden de Kitiara —reanudó su relato el narrador—, Soth, el Caballero de la Muerte, sumió a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. Pero Paladine intercedió. Guió el alma de la sacerdotisa a su morada celestial, a fin de hacerle un lugar entre sus siervos y dejó tendida en el suelo el despojo de su cuerpo. Yo creí que el shalafi había sufrido un revés irreversible. Pero grande fue mi sorpresa al comprobar que me había precipitado y que Raistlin, en su infinita astucia, hacía que repercutiera en su beneficio la conjura de sus rivales. Su hermano Caramon y Tasslehoff, el kender, llevaron a la maltrecha sacerdotisa a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, en la confianza de que sus arcanos habitantes la sanarían. Éstos no pudieron ayudarla, como el nigromante bien sabía, y entonces decidieron enviarla al único período de la historia de Krynn en el que vivió un Príncipe de los Sacerdotes lo bastante poderoso para reclamar el concurso de Paladine, para inducirle a devolver a aquella devastada forma terrenal el soplo del espíritu. Era eso, desde luego, lo que quería mi maestro. ¡Previne a los magos! —exclamó, apretando el puño—. Avisé a esos necios de que le estaban allanando el terreno.
—¿Les avisaste? —repitió Tanis, que se había integrado ya a la realidad inmediata—. ¿Actuaste contra tu shalafi ? —insistió, incrédulo frente a un hecho tan inverosímil.
—Participo en un juego peligroso, semielfo —fue la lacónica respuesta. El aprendiz clavó las pupilas en su interlocutor y éste se estremeció al observar que estaban iluminadas desde dentro, como las ascuas de un fogata. Tras una corta pausa, Dalamar amplió su explicación—: Soy un espía al servicio del cónclave de hechiceros, encargado de vigilar todos los movimientos de Raistlin. ¿Te quedas boquiabierto? No te lo reprocho. Un ser ajeno a la Orden no puede estar al corriente de nuestras intrigas. Mis superiores le temen, y no sólo los defensores del Bien y la Neutralidad, sino, y muy específicamente, los Túnicas Negras, ya que estamos enterados de cuál será nuestro destino si se alza con el predominio de las esferas.
Viendo que había cautivado el interés de su oyente, el oscuro mago levantó la mano y, parsimonioso, abrió el pectoral de su atuendo para mostrarle el pecho desnudo. Cinco heridas purulentas llagaban la que, de otro modo, hubiera sido tersa piel.
—La marca de su mano —dijo con acento anodino—, una recompensa digna de mi insidia.
Tanis imaginó a Raistlin en el acto de depositar sus flexibles dorados dedos sobre el torso de aquel joven, se representó su rostro desapasionado, sin malicia, ensañamiento ni ningún otro resquicio de humanidad mientras infligía el castigo. Casi olfateó el olor de la carne socarrada y, mareado, se hundió en su asiento y permaneció allí cabizbajo, mudo.
—Pero aquellos insensatos, en su terquedad, desoyeron mi advertencia —retomó Dalamar el hilo de su historia—. Se aferraron a un clavo ardiendo, corrieron el riesgo de mandar a Crysania a una época previa al Cataclismo, porque ella encarnaba, a la vez que sus mayores miedos, su única esperanza. El nigromante así lo había preconizado. De nuevo se satisfacían sus aspiraciones. La versión formal, la que expusieron ante Caramon para asegurarse de que no les abandonaría, fue que el Príncipe de Istar auxiliaría a la sacerdotisa. No obstante, su auténtico objetivo era que muriera o, al menos, desapareciese, como hicieron los otros clérigos poco antes de la hecatombe. Si se esfumaba, Raistlin habría de prescindir de ella y nunca atravesaría el Portal, aunque existía el peligro de que la rescatase a tiempo, de ahí la ambivalencia del plan. También barajaron la posibilidad de que Caramon, al catapultarse al pasado y averiguar la verdad sobre su hermano, a saber, que había succionado la esencia de Fistandantilus, atentara contra su vida.
—¿Caramon? —El semielfo rió de mala gana, entre el sarcasmo y la cólera—. ¿Cómo pudieron incurrir en un error de tal calibre? El guerrero es ahora un enfermo. Lo único que está en situación de matar es un barril de aguardiente enanil. De alguna manera su gemelo ya le ha destruido. ¿Por qué no…?
Objeto del escrutinio inquisitivo de Astinus, optó por callar. Su cabeza giraba en un torbellino enloquecido. Nada de aquello tenía sentido. Consultó a Elistan con los ojos y concluyó que el anciano debía de estar en antecedentes de buena parte del relato, pues no se reflejó en su semblante un asomo de sorpresa, de disgusto, al mencionar Dalamar que los magos habían dispuesto la muerte de Crysania. Sólo un profundo pesar desencajaba sus marchitas facciones.
—Tasslehoff Burrfoot, el kender —prosiguió el acólito—, se entrometió en el hechizo de Par-Salian y, accidentalmente, se desplazó al pasado con Caramon. La introducción de un miembro de su raza en el fluir de las eras propiciaba que se alterasen los sucesos, lo que revestía una capital importancia. Lo que sucedió en Istar sólo podemos presumirlo. Pero en mi mano está afirmar que Crysania no pereció, Caramon no eliminó a su hermano y éste recopiló para su acervo la ingente erudición de Fistandantilus. Acompañado del guerrero y la sacerdotisa, Raistlin avanzó hasta una época en la que, al preservar a la dama, se convertía en dueño y señor del único clérigo verdadero en todo el país. Minucioso en sus cálculos, viajó al momento de la historia en el que la Reina de la Oscuridad había de presentarle menos réplica y, vulnerable, fracasaría si se empeñaba en detenerlo.
»Como hiciera antes Fistandantilus, el archimago influyó de manera decisiva en el estallido de las guerras de Dwarfgate y, así, obtuvo acceso al Portal, que se encontraba, por aquel entonces, en la fortaleza de Zhaman. Si se hubiera repetido el episodio que había protagonizado su ancestro, y que consta en las Crónicas, Raistlin habría sucumbido frente al portentoso umbral del más allá, ya que tal fue el final del llamado Ente Oscuro.
—Con eso contábamos —intervino Elistan, estirando débilmente el embozo del lecho—. Par-Salian nos garantizó que el nigromante no cambiaría el porvenir, que ni siquiera él poseía tales facultades.
—¡Maldito kender! —renegó Dalamar—. Par-Salian cometió una grave imprevisión. Es imperdonable que no tomara precauciones para evitar que el hombrecillo reaccionase de la forma más natural en uno de su tribu: ¡aprovechar la primera oportunidad que se le ofrecía de vivir una aventura! Debería haber atendido nuestro consejo y estrangular al pequeño intruso.
—Dime qué ha sido de Caramon y Tasslehoff —le atajó Tanis con frialdad—. Nada me importa la suerte de Raistlin ni, y te ruego que me disculpes, la de Elistan, ni la de Crysania. A la sacerdotisa la cegó su propia perfección, la drástica rigidez de su probidad. Lo siento por ella, pero rehusó quitarse la venda que la aislaba de la verdad. Mis amigos, en cambio, me inquietan. ¿Qué ha sido de ellos?
—No tengo la menor idea —respondió el aprendiz, y se encogió de hombros—. Pero, en tu lugar, descartaría cualquier ilusión de volver a verlos en esta vida. De poco deben de servirle ya al shalafi.
—Eso es todo cuanto necesitaba oír —declaró el semielfo y se puso en pie, teñido de furia el timbre de su voz—. Aunque sea lo último que haga, perseguiré a Raistlin sin concederle una tregua…
—Siéntate —le ordenó, de pronto, Dalamar.
El mago no levantó la voz, pero había en sus ojos una amenaza, un reto que impulsó al interpelado a tantear la empuñadura de su espada, sin recordar que, puesto que había sido invitado como huésped en el Templo de Paladine, resolvió no portarla. Más airado al palpar aire en lugar de su arma, dedicó sendas reverencias al patriarca y a Astinus y echó a andar hacia la puerta.
—No tardará en interesarte el devenir de Raistlin, semielfo —le interceptó el sibilino acólito—, porque nos afecta a todos. De él dependemos nosotros y tú mismo. El futuro del mundo se halla en sus manos. ¿Son ciertas mis palabras, Hijo Venerable?
—Lo son —ratificó el aludido—. Me hago cargo de tus sentimientos, Tanis, pero debo conminarte a desecharlos.
El cronista no despegó los labios. Los sonidos propios de la escritura constituían la única evidencia de su presencia en la sala. El héroe cerró los puños y, con una agresividad que obligó incluso al impasible Astinus a alzar la cabeza, imprecó a Dalamar:
—De acuerdo, me reprimiré. ¿Qué más puede hacer tu envilecido maestro en su afán de lastimar, aniquilar y someter a inenarrables suplicios a quienes le rodean?
—Al comienzo de mi plática he anunciado que nuestros temores más acendrados se hacen realidad —susurró el elfo oscuro, clavando sus pupilas almendradas en las de su oyente, que, debido a su mezcla racial poseía unos rasgos oblicuos más atenuados.
—Sí.
Más que una afirmación, lo que profirió Tanis fue un expresivo apremio.
El narrador hizo una pausa exagerada, teatral. Astinus, alerta, enarcó las grisáceas cejas.
—Pues bien, ahora lo subrayo. Raistlin ha entrado en el Abismo donde, junto a Crysania, desafiará a la Reina de la Oscuridad.
Tanis, en franca mofa del dramatismo que el joven nigromante había dado a sus palabras, estalló en carcajadas.
—No parece que debamos preocuparnos por ello —replicó—. Esa criatura se ha lanzado a su propio exterminio.
La risa del semielfo no fue bienvenida, no obtuvo el beneplácito de los reunidos. Dalamar le espió entre cínico y divertido, como si esperara tan incongruente actitud en alguien que era mitad humano Astinus emitió un resoplido y se concentró en su quehacer Elistan hundió en el lecho sus ya caídos hombros y, entornando los párpados, se reclinó en la almohada sobre la que se había incorporado.
—¡No podéis tomaros tan en serio la situación! —les regañó, dolido, el ahora habitante de Silvanesti—. ¡Por los dioses, la soberana de las tinieblas me ha recibido en audiencia! He sentido su poder, su majestad, cuando sólo había logrado asomarse parcialmente a nuestro plano —recalcó, y un escalofrío recorrió su espina dorsal al evocar los sucesos de Neraka—. No quiero ni pensar lo que ha de ser enfrentarse a ella en la plenitud de sus facultades, en su propia órbita.
—No has sido tú el único, Tanis —musitó el postrado anciano—, también yo he conversado con la Reina Oscura. ¿Te sorprende? No hay motivo. He tenido que superar tantas pruebas y tentaciones como cualquier otro hombre.
—Sólo en una ocasión me ha honrado con su visita. —Era Dalamar quien, llegado su turno, informaba de su experiencia, pero al hacerlo su tez palideció y el pánico ensombreció sus ojos—. Vino a referirme los hechos que acabo de transmitiros.
Astinus no participó en las confidencias, pero abandonó su tarea. De las paredes de roca emanaba más vivacidad que del semblante del historiador.
—Si has conocido a la soberana, Elistan —invocó Tanis al enfermo—, habrás vislumbrado la supremacía que ostenta sobre todas las cosas. ¿Cómo puedes creer que un archimago demente y una sacerdotisa que no es más que una infatuada solterona puedan causarle el menor daño?
Un relámpago de indignación cruzó por los ojos del clérigo, sus labios se tensaron en una estrecha línea y el semielfo supo que le había agraviado con su insulto. Ruborizándose, se rascó la barba y empezó a disculparse, aunque, persuadido de que iba a estropearlo aún más, selló su boca.
—Todo esto es una sinrazón —se limitó a farfullar, al mismo tiempo que regresaba a su silla y se derrumbaba en ella—. En nombre del Abismo, ¿cómo frustraremos sus ambiciones? —continuó pero, al darse cuenta de la impropiedad de la fórmula que había elegido, su sonrojo fue en aumento—. Lo siento, mi juego de palabras no ha sido premeditado. Cada vez que intento decir algo, mi lengua corre más que mi mente. ¡Pero es que no entiendo nada! ¿Cuál es nuestro cometido? ¿Detener a Raistlin o alentarle?
—No puedes detenerle —interpuso fríamente Dalamar, en el instante en que Elistan se disponía a hablar—. Tan sólo los magos tenemos capacidad para hacerlo, y no hemos dejado de elaborar planes encaminados a tal efecto durante varias semanas, porque, desde el principio, vaticinamos este desastre. En cierto modo, semielfo, tus presunciones son correctas. Raistlin no puede vencer a tan colosal rival en su propio mundo y, puesto que es consciente de su inferioridad, proyecta contrarrestarla. ¿Cómo? Engatusando a la soberana, induciéndola a atravesar el Portal y a plantarse en el universo de los vivos.
Tanis sintió que una invisible estocada ensartaba su estómago. Quedó sin resuello. Transcurrieron unos segundos antes de que, encrespadas las manos en el brazo de la butaca hasta el punto de que los nudillos se le tornaron blancos, atinara a protestar:
—Es una locura. En la Guerra de la Lanza la abatimos con penas y trabajos. Sobrevendrá una catástrofe si ese chiflado le franquea el acceso a Krynn.
—Es a mi Orden, como ya he indicado, a quien corresponde impedirlo —concretó el aprendiz.
—He comprendido cuál es tu deber, tu sagrada misión. Sin embargo, algo no encaja. ¿Por qué nos has convocado? ¿Qué papel desempeñamos en esta obra magna? ¿El de meros espectadores? —le interrogó el héroe, hiriente, ofensivo.
—¡Cálmate, Tanis! —le reconvino Elistan—. Estás nervioso y asustado. Pero, aunque todos compartimos tu desasosiego —«salvo ese cronista esculpido en granito», recapacitó el aludido—, nada ganarás dejándote llevar por tus impulsos. Apacigua tu fuego y apresta el oído, pues presiento que todavía ignoramos lo peor. ¿Me equivoco, Dalamar? —se dirigió al oscuro personaje, suavizando el tono de su voz.
—No, Hijo Venerable —confirmó el acólito, y el semielfo percibió un amago de emoción en las rasgadas pupilas de su, en cierta medida, congénere—. Me he enterado de que Kitiara, la Señora del Dragón —sufrió un repentino ahogo—, prepara un asalto a gran escala sobre Palanthas.
Tanis se sumió en sus cábalas. La primera oleada que se desató en su interior fue de rabia, de impotencia. «Te lo advertí, Amothus, y también a Porthios y a todos cuantos se empeñan en reptar hasta sus algodonosos y cálidos refugios para, allí recluidos, olvidarse de que hubo una guerra». La segunda marea fue a la par más serena y lacerante, compuesta como estaba de recuerdos de la ciudad de Tarsis en llamas, el asedio infligido a Solace por los ejércitos draconianos, el sufrimiento y la muerte.
Elistan se demoraba en su discurso pero, en lugar de escucharle, el semielfo se zambulló en sus reflexiones. Dalamar había citado a Kitiara en su anterior relato, y pretendía capturar el contexto de su comentario que, esquivo, revoloteaba en los lindes de su memoria. En efecto, cuando el espía de Raistlin aludió a la dama, el nombre de ésta le había arrastrado como en un sortilegio y había dejado de lado las otras explicaciones. Las frases del aprendiz flotaban ahora en una bruma.
—¡Aguarda! —aulló, eufórico, al recordar y ajeno a la desconsideración en que quizá incurría—. Antes has asegurado que Kitiara denostaba las acciones de Raistlin tanto como nosotros, que le aterrorizaba la posibilidad de que la Reina se introdujera en el mundo y tal fue el motivo de que encargase al caballero Soth la muerte de Crysania. Si es así, ¿por qué se propone atacar Palanthas? ¡No tiene lógica! En Sanction se fortalece cada día que pasa, los Dragones del Mal se han congregado en esa urbe y, según los rumores que se propagan a lo largo del territorio, los draconianos que se diseminaron después del conflicto se están reagrupando bajo su mando. No obstante, Sanction está lejos de esta metrópoli. Los Caballeros de Solamnia impedirán su marcha, los reptiles bondadosos se alzarán de su letargo en cuanto sus acérrimos enemigos se enseñoreen de los cielos. ¿Por qué arriesgarse a perder todo lo que ha conquistado? ¿Con qué objeto?
—Si mis datos no son erróneos, te une una vieja amistad a la Señora del Dragón —insinuó Dalamar, mordaz en su misma cortesía.
El héroe se atragantó, tosió y balbuceó unas sílabas entrecortadas.
—¿Cómo? —El elfo oscuro se hizo el sordo. Era evidente que se complacía en mortificarle.
—¡Sí!
La confesión surgió en un alarido. Al detectar la severa mirada de Elistan. Tanis se recogió en su asiento sin palparse la encendida epidermis.
—Tus apreciaciones son del todo exactas —le alabó el mago, con un acento socarrón que se reflejaba en las ligeras arrugas de sus facciones—. Al principio, a Kitiara le espantaron las maquinaciones de Raistlin. No por lo que al hechicero pudiera acontecerle, sino porque quizá su osadía le acarrearía consecuencias nefastas como oficial de rango de Su Oscura Majestad. No le seducía la perspectiva de que la soberana desahogara su cólera en ella. Pero eso fue —el narrador se encogió de hombros— mientras no le cupo ninguna duda de que el nigromante perdería en la pugna. Ahora, al parecer, le otorga una probabilidad de triunfo y, obediente a su carácter, trata de subirse al carro del vencedor. Sitiará Palanthas y dispensará a su hermanastro una calurosa acogida una vez emerja éste al otro lado del Portal, ofreciéndole el liderazgo de sus tropas. El poderío de Kit prosperará y Raistlin, si ha acumulado energías suficientes, no hallará dificultad en vincular a su causa a los antiguos aliados de la Reina Oscura.
—¿Kit? —observó el semielfo, satisfecho de pillar en falta a su oponente.
—No te extrañe que emplee ese apelativo familiar —le defraudó el acólito, que permaneció impertérrito—. Me liga a esa dama la misma intimidad de la que un día gozaste tú.
No duró mucho su flema, que, en un proceso inconsciente, inevitable, se trocó en acidez. El elfo entrechocó las manos, se agitó preso de la furia y Tanis asintió en un signo de comprensión, de solidaridad con aquel individuo al que, paradójicamente, detestaba.
—Veo que te ha traicionado también a ti —aventuró, sin disimular aquel curioso sentimiento nacido en sus entrañas—. Te prometió respaldo, te juró incluso que se mantendría a tu lado y, cuando regresara Raistlin, lucharía en tu bando.
Dalamar echó a andar, y el borde de la túnica se le enredó en torno a los tobillos.
—Nunca confié en ella —masculló les volvió la espalda y contempló testarudo el fuego, desviando el rostro por temor a delatarse—. Sabía qué enormidades era capaz de cometer. Su villanía no me pilla desprevenido.
Estaba enhiesto frente a la chimenea, y el héroe advirtió que se le agarrotaba la mano que tenía apoyada en la repisa. Comprensivo, respetó su dolor.
—¿De dónde has sacado esa información? —preguntó Astinus de forma abrupta. El semielfo dio un respingo, ya que el historiador se había borrado por completo de su mente—. A la soberana no le interesa la estrategia bélica. No ha podido ser ella.
—No. —El aprendiz estaba confundido. Resultaba ostensible que sus cavilaciones discurrían por otros derroteros. Suspiró y, encarándose con el inquisitivo cronista, le reveló—: Fue Soth, el caballero espectral, quien me puso al corriente de los designios de la mandataria.
Una vez más, Tanis tuvo la impresión de que se volvía loco. Era como si sus dedos aferrasen la tapia de un edificio —la realidad— y un ente ignoto le arrancase de su agarradero. Frenético, buscó en su interior un saliente de lucidez donde asirse. Se precipitaba en una sima poblada de alucinaciones: magos que espiaban a otros magos, clérigos de la luz alineados junto a hechiceros de las tinieblas, la oscuridad confraternizando con el Bien, en contra de sus propias huestes, una luminosidad que se fundía en las sombras…
—Soth es un servidor incondicional de Kitiara —constató, para refrescar más su propia memoria que la de los otros—. ¿Por qué había de perjudicarla confabulando contigo?
Dalamar se volvió. Se cruzaron las pupilas de los dos primos de raza y, durante el tiempo que se prolonga un palpito, se anudó un lazo entre los dos, el eslabón de una cadena que forjaban el mutuo entendimiento, las desventuras paralelas, un único suplicio y las pasiones derrochadas en un mismo cuerpo. Tanis adivinó lo que estaba sucediendo, y su alma se convulsionó.
—Le conviene que ella muera. Así podrá poseerla —aclaró el espía, aunque era ya innecesario.
Un muchacho caminaba por las calles de Solace. No era atractivo para sus vecinos, y lo sabía a decir verdad, se conocía mejor a sí mismo, sus recursos y los entresijos de su mente, de lo que era habitual en un joven de sus años. Claro que pasaba mucho tiempo encerrado en su soledad, precisamente porque a nadie gustaba y todos rehuían a tan sapiente criatura.
Hoy, sin embargo, el introvertido joven no estaba solo. Le acompañaba Caramon, su hermano gemelo. Raistlin, que así se llamaba el muchacho, refunfuñó, avanzó arrastrando los pies por el polvo de la calleja y observó cómo éste se elevaba, en densas nubes, a su alrededor. No paseaba en solitario, pero en cierto sentido su aislamiento se hacía más patente cuando Caramon se hallaba a su lado. Todo el mundo dirigía amables saludos al simpático, apuesto muchachote nadie le dedicaba a él una palabra. Los otros adolescentes le pedían a Caramon que se integrase en sus correrías, sin invitar jamás a Raistlin. Las muchachas solicitaban la atención de Caramon mediante picaras y soslayadas miradas, rebosantes de esa coquetería que únicamente las mujeres conocen pero, pese a la proximidad del hermano, ninguna se percataba de su presencia.
—Caramon, ¿te apetece jugar a «reyes y castillos»? —propuso una voz.
—¿Qué opinas, Raist? —consultó el aludido a su acompañante, iluminado su rostro por el entusiasmo.
Fuerte y atlético, poseedor, aunque en embrión de las cualidades de un guerrero, el joven Caramon disfrutaba en aquellos simulacros de batallas feudales, donde reinaba la brutalidad y se exigía de los participantes cierta dosis de esfuerzo y resistencia. Ése era el motivo de que a Raistlin, de naturaleza endeble, no le interesase. No tardaría en fatigarse y, además, a la hora de formar los bandos, todos regañarían por su causa, porque nadie querría admitirle en su grupo.
—No, yo no estoy de humor —rehusó—. Pero eso no significa que no puedas ir tú. Vamos, únete a ellos —animó a su gemelo.
—Prefiero quedarme contigo —decidió Caramon. Aunque resignado, no pudo disimular su desencanto.
Raistlin notó que un nudo le aprisionaba la garganta y la boca del estómago.
—Estaré más tranquilo si juegas. Me entristece pensar que yo te privo de hacer tu voluntad —persistió.
—Me inquieta tu aspecto, Raist —se obstinó también Caramon—. Tengo la sensación de que te encuentras mal. Por otra parte, no creas que me emociona la perspectiva de perseguir a esos mequetrefes. ¿Por qué no me enseñas el truco de las monedas, el que antes practicabas?
—¡No me trates así! —se encolerizó el aprendiz de mago—. ¡No te necesito! ¡Deja de merodear a mi alrededor naciéndote el mártir! Diviértete junto a ese hatajo de atolondrados, al fin y al cabo eres igual que ellos. ¡Me repugnáis! ¡No os soporto!
Frente a semejante explosión, el corpulento mozo se desmoronó. Raistlin se sintió como si hubiera expulsado a puntapiés a un molesto perro, pero este hecho no hizo sino intensificar su ira. Se detuvo y se plantó de espaldas a su compungido hermano.
—Si tal es tu deseo, lo acataré —accedió éste.
Espiándole por encima del hombro, el susceptible joven constató que el muchachote corría al encuentro de los otros zagales y, ajeno, dentro de lo posible, a los gritos y las risas que compartían, se sentó en un rincón umbrío y se puso a estudiar. Pronto el embrujo del arte arcano eclipsó la polvareda, la algarabía y la dolida expresión de su gemelo. El neófito fue transportado a un país encantado donde gobernaba los elementos, encauzaba la realidad y la doblegaba a sus designios.
Pero tuvo que soltar el libro que leía, que fue a parar a sus pies. Sobresaltado por la brusquedad con que se lo habían arrebatado, alzó la vista y descubrió a dos adolescentes de edad similar a la suya. Uno de ellos sostenía una vara, una tosca rama que utilizó, tras apartar el libro con la punta, para azuzar a Raistlin en el pecho.
«Sois unas lombrices —insultó el agredido a aquellos fanfarrones, aunque en silencio—. Unos insignificantes parásitos que no sirven para nada». Ignorando la punzada que hería su torso, y la vida insectívora que le acechaba, estiró la mano a fin de alcanzar el valioso tomo. El muchacho del bastón pisoteó sus dedos.
Espantado, sí, pero más aún furioso, el novicio se incorporó. Las manos eran su vida: con ellas manejaba los delicados ingredientes de hechicería, con ellas trazaba los esotéricos símbolos que anunciaban grandes maravillas y, algún día, con ellas liberaría las fuerzas ocultas del universo.
—Dejadme en paz —ordenó, desdeñoso, tranquilo, aunque el centelleo de sus ojos y una extraña resonancia en su voz hicieron recular a los provocadores.
Lamentablemente, se había formado un corrillo de curiosos. Los otros muchachos, frente a la promesa de una reyerta divertida, habían abandonado el juego para presenciar el enfrentamiento y, al saberse observado, el adolescente de la vara resolvió que no podía dejarse amilanar por aquel delgaducho, viscoso y serpenteante gusano.
—¿Qué pretendes hacer? ¿Convertirme en sapo? —se burló de su adversario.
En medio de la algazara general, en la mente de Raistlin se formaron los versículos de una fórmula mágica. No era aquél un encantamiento adecuado para un no iniciado como él, ya que sólo debía utilizarse con fines destructivos y en casos de peligro extremo. Su maestro le daría una seria reprimenda al enterarse. Se esbozó en sus finos labios una aviesa, taimada sonrisa y el rival, que estaba desarmado, más sensible a la mueca y a la expresión de su rostro que su jactancioso amigo, se apartó unos pasos.
—Vámonos —aconsejó al compañero.
Pero el interpelado se mantuvo inmóvil en su puesto de combate, como si hubiera echado raíces. El aprendiz arcano distinguió entre el gentío, en segunda o tercera fila, la figura de su hermano, que exhibía una expresión de cólera. Indiferente, comenzó a entonar el cántico.
No había recitado media docena de palabras cuando se paralizó. ¡Algo iba mal! No lograba recordar la continuación, y el sortilegio no produciría efecto a menos que lo invocara íntegramente. Las sílabas se combinaban a su antojo, en desorden y carentes de la imprescindible cadencia rítmica. Nada sucedió, salvo que los presentes le abuchearon y el muchacho de la vara la enarboló para clavársela en el estómago, derribarle y privarle del resuello.
A gatas, Raistlin trató de respirar. Alguien le propinó un puntapié, el bastón se partió en su espalda, le zarandearon y vapulearon hasta que rodó sobre sí mismo, revolcándose en el polvo y cubriéndose la cabeza con los brazos sin que éstos le brindaran, sin embargo, mucha protección. Era una lluvia de golpes lo que se había desencadenado.
—¡Caramon, ayúdame! —gimió a la desesperada.
—Si no me equivoco, antes afirmaste que no me necesitabas —repuso una voz firme, cavernosa.
Una piedra se estrelló contra su cráneo. Intuyó, pese a que no localizaba su posición, que era su gemelo quien la había arrojado. Estaba a punto de desmayarse, varios pares de manos le arrastraban por la calzada y, antes de que pudiera protestar, le descolgarían en un pozo negro, inescrutable y muy frío. Se precipitaría a través de una noche infinita, de perpetuo invierno, y nunca llegaría al fondo, porque, era consciente, no existía tal en aquel agujero.
Crysania examinó su entorno. ¿Dónde estaba ella? ¿Dónde estaba Raistlin? Unos momentos antes, el mago se reclinaba extenuado en su brazo pero, de pronto, se había evaporado y la había dejado sola, desamparada, en el centro de una enigmática aldea.
¿Era tan enigmática como suponía? La asaltó la vaga noción de haberla visitado en el pasado, ésta u otra muy similar. Circundaba a la sacerdotisa un bosque de vallenwoods, provistos de un frondoso ramaje donde se asentaban las casas. En uno de los árboles había una posada y, cerca de la enseña, un poste indicador donde leyó la palabra Solace.
«¡Esto sí que es raro!», se dijo, oteando de nuevo el panorama. De acuerdo, era la ciudad adonde recientemente la había conducido Tanis el Semielfo por residir allí Caramon. Sin embargo, algo había cambiado. Las construcciones poseían iguales características en su conjunto, pero una aureola rojiza teñía la atmósfera y los objetos hasta distorsionarlos. Habría querido frotarse los ojos para despejar su visión, como si fueran sus retinas las que deformaban el paisaje.
—¡Raistlin! —exclamó.
No obtuvo contestación y, aunque el paraje estaba habitado, aquellas gentes pasaban por su lado como si no la vieran ni oyesen. Llamó de nuevo al nigromante, cada vez con mayor vehemencia. ¿Qué había sido de él? ¿Cómo podía haber desaparecido de un modo tan repentino? ¿Acaso la Reina Oscura lo había transportado lejos de su influjo?
En un caos de incertidumbre, aturdida, creyó detectar los ecos de una conmoción. Vibró en sus tímpanos un griterío de voces jóvenes, casi de niños y, por encima de la batahola, surgió el timbre angustiado de alguien que pedía socorro.
Giró sobre sus talones y reparó, a escasa distancia, en un grupo de adolescentes apiñados en torno a un fardo de contorno humano. Decenas de puños surcaban el aire en busca del amasijo, los pies no les iban a la zaga y, en un momento dado, alguien alzó un bastón y asestó un despiadado golpe. Crysania miró a derecha e izquierda, pero los habitantes de Solace no dieron muestras de inquietarse. Se diría que aquella violenta escena era un hecho cotidiano.
Tras recogerse con una mano la holgada falda del hábito, la sacerdotisa corrió hacia el círculo de atacantes y, al aproximarse, comprobó que la figura que azotaban era también un muchacho. ¡Aquellos salvajes le estaban matando! Horrorizada, aceleró la marcha y asió por la nuca al primer chiquillo que se le puso a su alcance, con la intención de apartarlo. Su contacto hizo que la proyectada presa se volviese y la sacerdotisa, frente a la insólita apariencia que presentaba, retrocedió alarmada.
Tenía la faz blanquecina, cadavérica. La piel formaba una película tirante sobre los huesos, ribeteaba los labios el matiz violáceo de la muerte y, cuanto su oponente abrió la boca en un feroz gruñido, Crysania se enfrentó a sendas ristras de colmillos negros y putrefactos. Sedienta de sangre, aquella criatura engendrada por artes diabólicas extendió hacia la mujer sus garras retráctiles y sus uñas le arañaron la carne de tal manera que, cual si de una mordedura de ofidio se tratase, un agudo y paralizante dolor se difundió a través de sus venas. Jadeando, hubo de soltar al demonio. Éste, ensanchado su rostro en una perversa mueca de placer, reanudó su tarea de torturar al infeliz postrado.
Mientras la sacerdotisa inspeccionaba su herida, los estigmas rezumantes que el monstruo le había dejado en el brazo, un nuevo plañido del indefenso muchacho puso momentáneo freno al mareo que amenazaba con fulminarla.
—Paladine, auxíliame —oró, hondamente conmovida—. Infúndeme ánimos.
Reconfortada tras la breve comunión con su dios, Crysania atrapó a uno de los falsos muchachos y lo catapultó al espacio para, sin tregua, desembarazarse por idéntico método de todos cuantos obstaculizaban su paso. El círculo se fue despoblando hasta dejarle libre acceso al yaciente. Escudó entonces aquel cuerpo mutilado, inconsciente, con el suyo, alerta a las embestidas de los engendros que aún no había abatido.
Centenares de afiladas uñas rasgaron su epidermis. El veneno que le inyectaban fluía a raudales por sus entrañas o, al menos, así lo temió la sacerdotisa. No obstante, un poco más tarde se apercibió de que, una vez la habían tocado, los grotescos adolescentes retiraban la mano en un movimiento reflejo, como si ella también les impusiera un sufrimiento espasmódico. Al fin, desencajados sus rasgos de pesadilla, todos retrocedieron, dejándola —sola y sangrando— con el que fuera su víctima.
Con sumo cuidado, Crysania puso boca arriba al magullado muchacho. Acarició su fino cabello moreno, echó hacia atrás un mechón que le caía sobre la frente para examinar su semblante y, trémula la mano, se interrumpió. Los rasgos bien definidos, los frágiles huesos, la barbilla proyectada, todos aquellos detalles eran inconfundibles.
—¡Raistlin! —susurró y, reconociéndolos también, apretó sus dedos entre las palmas.
El muchacho abrió los ojos. Cuando se incorporó, era ya el hombre de enlutados ropajes.
La sacerdotisa le espió mientras él, deprimido, pasaba revista a la desvirtuada Solace.
—¿Qué sucede? —indagó, agitada por las convulsiones que la ponzoña arrancaba de su ser.
—Es su manera de debilitarme —musitó el nigromante, más para sus adentros que en respuesta a la pregunta de la mujer—. Su estrategia consiste en herirme, en ahondar donde más duele. Y no le es difícil hallar los puntos flacos. —Fijó los áureos ojos en Crysania y, sonriente, le reveló—: Te has debatido en mi lugar, y has salido victoriosa. Ahora debes descansar —agregó, al mismo tiempo que la arropaba en sus aterciopelados pliegues y la acunaba en su regazo—. Tu malestar es pasajero. Pronto estarás en condiciones de seguir viaje.
Todavía temblorosa, la sacerdotisa apoyó la cabeza en el pecho masculino. Inmersa en su calidez, oyó el disonante zumbido del aire en sus pulmones y olisqueó, embriagada, aquella mixtura de fragancia de rosas y fetidez de muerte que exudaba por los poros.
—Éste es el resultado de sus valerosas promesas —murmuró Kitiara sin alzar la voz.
—¿Qué esperabas si no? —preguntó Soth.
Las palabras del caballero, coreadas por el tintineo de la añeja armadura, sonaron casuales y al mismo tiempo retóricas. Fueron dichas en un tono singular que impulsaron a la sacerdotisa a lanzar una penetrante mirada a su interlocutor. Al notar que los ojos anaranjados de él, relumbrando en sus vacías cuencas, se clavaban en su persona con nueva intensidad, la Señora del Dragón se ruborizó. Comprendió entonces que delataba más emociones de lo aconsejable y, encolerizada, desvió el rostro abruptamente.
Mientras recorría la estancia, amueblada con una pintoresca mezcla de armaduras, viejas armas, sábanas de seda perfumadas y gruesas alfombras de pieles de animales, Kitiara cruzó sobre sus senos ambos ribetes del escotado pectoral de su camisa de dormir, transparente y vaporosa, y se apercibió de que le temblaban las manos. Poco conseguía con aquel gesto en lo concerniente al recato y, además, ni siquiera acertaba a discernir los motivos que la habían impulsado a hacerlo. Nunca la había asaltado tal arrebato de pudor, y menos aún en compañía de una criatura que se había descompuesto en un montículo de cenizas trescientos años atrás. Pero lo cierto era que se había sentido incómoda frente al escrutinio de los ojos centelleantes de Soth, que la contemplaban desde un rostro inexistente. De pronto, se sintió desnuda y frágil.
—Nada en absoluto —contestó tardíamente al comentario del caballero.
—Después de todo, sólo es un elfo oscuro —prosiguió él en el tono monótono, casi de tedio, que le caracterizaba—. Nunca ha guardado en secreto que teme a tu hermano más que a la misma muerte. ¿Qué tiene de extraño que elija luchar en las filas de Raistlin en lugar de enrolarse en las de una caterva de magos seniles y débiles, que apenas se sostienen sobre sus botas?
—¡Pero era tanto lo que podía ganar! —argumentó la mujer, haciendo un esfuerzo para que su acento no desentonara del de su interlocutor y, a la vez, arrebujándose en un pellejo que yacía extendido en su lecho a modo de colcha—. Los hechiceros le ofrecieron el liderazgo de los Túnicas Negras, y él mismo me aseguró que nadie sería capaz de arrebatarle el puesto de Par-Salian como mandatario de cónclave, como cabeza suprema del arte arcano en Krynn.
«Habrías obtenido también otras recompensas, elfo oscuro» añadió en su pensamiento, y llenó su copa de vino tinto.
Luego agregó en voz alta:
—En cuanto haya derrotado a mi trastocado hermano, ¿quién quedará en el mundo capaz de detenernos? ¿Qué ha sido de nuestro proyecto de gobernar juntos, tú con la vara y yo con la espada? Sería magnífico obligar a hincar la rodilla a los Caballeros de Solamnia y expulsar de su patria, ¡tu patria!, a los elfos, de tal manera que regresaras triunfante y yo, querido, cabalgase a tu lado.
El tallado recipiente donde escanciara el licor se deslizó de su mano y, aunque intentó atraparlo, su movimiento fue demasiado precipitado y apretó más fuerte de lo debido. El frágil cristal se hizo añicos, que traspasaron su carne. La sangre se confundió con el vino al gotear sobre el mullido suelo.
Las cicatrices de guerra sembraban de recuerdos el cuerpo de Kitiara, tan abundantes como las intangibles huellas que dejaran sus amantes. Hasta ahora había soportado las heridas sin un pestañeo, pero el liviano incidente de la rotura de la copa convocó un torrente de lágrimas en sus pupilas, manifestaciones de un dolor que parecía insostenible.
Había en la sala una jofaina. La sacerdotisa introdujo la mano en el agua, sin cesar de morderse el labio para reprimir un inminente grito. El cristalino líquido se tornó rojo al instante.
—¡Manda a buscar a uno de los clérigos! —ordenó a Soth, que, impertérrito, permanecía erguido en su proximidad y la estudiaba con las fluctuantes chispas de fuego que sustituían a los globos oculares.
Obediente, el caballero espectral llamó a un criado y le impartió instrucciones. Éste abandonó la escena sin tardanza y Kitiara, profiriendo maldiciones y parpadeando para contener su llanto, se hizo con un retazo de lino y se vendó la mano lastimada. Cuando al fin llegó el clérigo, a trompicones a causa de la prisa, el fino tejido estaba empapado y la tez de la mujer se adivinaba cenicienta bajo el perenne bronceado.
El medallón con el Dragón de las Cinco Cabezas que portaba el sacerdote rozó la palma de Kit al inclinarse éste sobre ella, absorto en musitar plegarias a la Reina de la Oscuridad. Unos segundos más tarde, se contuvo la hemorragia y la carne se cerró, unida por unos invisibles puntos de sutura.
—Los cortes no eran hondos. Las molestias desaparecerán pronto —dictaminó el clérigo con afabilidad.
—¡Más te vale! —le amenazó la dignataria, que aún se debatía contra el irrazonable desmayo que la arrastraba a otras esferas—. Es la mano de la espada.
—Blandirás el acero con la facilidad y destreza acostumbradas, señora —le garantizó el mágico curandero—. ¿Hay algo más que pueda…?
—No, sal de mi alcoba.
—Como quieras —se sometió el aludido con una reverencia—. Adiós —saludó también a Soth y, humilde, partió.
Reticente a la idea de enfrentarse al flamígero examen de su acompañante, la dama mantuvo la cabeza ladeada mientras refunfuñaba contra la Orden que representaba aquella criatura en retirada, aquel sacerdote de negro hábito inmerso en el crujir de sus ropajes.
—¡Ineptos! Detesto que merodeen a mi alrededor —les insultó—. Sin embargo, en momentos excepcionales reconozco que resultan útiles —rectificó al observar su mano, que, aunque resentida, estaba completamente curada—. Y bien —se dirigió a su fantasmal esbirro—, ¿qué propones que haga con el elfo oscuro?
Antes de que el espectro respondiera, Kitiara se incorporó y reclamó la presencia de un sirviente.
—Recoge los fragmentos y arregla un poco este desorden —ordenó cuando el criado se hubo presentado—. Luego tráeme otra copa —agregó, propinando una sonora bofetada al amilanado personaje—, una de oro. ¡Te he repetido un sinfín de veces que aborrezco estas bagatelas de factura elfa! ¡Quita todo el juego de mi vista, tíralo!
—¡Tirarlo! —se aventuró a protestar el subordinado—. Estas piezas son muy valiosas, señora, proceden de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y fueron obsequiadas por…
—¡He dicho que las destruyas! O, mejor todavía, lo haré yo.
Tomada esta resolución, la impulsiva mujer agarró las copas una tras otra y las arrojó contra la pared del dormitorio. El criado esquivó los proyectiles que, tras sobrevolar su cráneo, se estrellaban en la piedra, y aguardó hasta que hubo concluido la dignataria, la cual, desahogado su ímpetu, se desplomó en una silla situada en un rincón y cayó en un obstinado mutismo.
El sirviente se apresuró a recoger los cristales rotos, vaciar la jofaina y renovar el agua. Se ausentó unos minutos y, cuando volvió con más vino y los recipientes que solicitara la Dama Oscura, ni ésta ni Soth habían mudado sus posturas. El Caballero de la Muerte continuaba enhiesto en el centro de la habitación, refulgentes sus iris en la creciente penumbra que convocaba el crepúsculo.
—¿Enciendo los candelabros, señora? —inquirió el discreto camarero, mientras depositaba la bandeja en una mesita destinada a tal efecto.
—Vete —lo despachó Kitiara con la boca reseca.
Retiróse raudo aquel infeliz, cerrando la puerta tras él. Con pasos inaudibles, el caballero atravesó la alcoba y, tras detenerse junto a la extraviada mujer, posó la mano en su hombro. Ella, pese a flotar en sus divagaciones, se encogió al recibir el contacto de aquellos dedos, cuyo frío congelaba las entrañas. Pero no reculó ni hizo ademán de evitarlo.
—Y bien —consultó de nuevo al fantasma, estudiando el entorno que, ahora, sólo iluminaban sus flamígeros ojos—, ¿cómo interceptaremos a esos insensatos de Dalamar y Raistlin? ¿De qué forma impediremos que la Reina nos aniquile a todos?
—Debes atacar Palanthas —le recomendó Soth.
—Creo que puede hacerse —masculló Kitiara, tamborileando con la empuñadura de la daga sobre su muslo.
—Tu plan es realmente ingenioso, señora —la felicitó el primer oficial de sus tropas, impregnada su voz de una admiración que no trató de disimular.
Aquel individuo, un humano entrado en la cuarentena, había escalado los peldaños de la carrera militar hasta ocupar su actual dignidad sin reparar en intrigas, traiciones y asesinatos para lograrlo. Así, tenaz y poco escrupuloso a la hora de plasmar sus ambiciones, se había ganado el nombramiento de general del ejército de los Dragones. Encorvado, carente de apostura y desfigurado por una cicatriz que le surcaba el rostro, nunca había degustado los favores que su adalid prodigaba entre sus capitanes más apuestos, pero no había perdido la esperanza. Al espiar la reacción que producía su halago, advirtió que en la habitualmente fría y severa faz de la dama prendía la luz de la complacencia. Incluso se dignó sonreirle y separar los labios en aquella ambigua mueca que tan bien sabía utilizar y que hizo que se acelerase el pulso masculino.
—Me alegra comprobar que la falta de práctica no ha anquilosado ese sexto sentido —la alabó también Soth, y su voz incorpórea se difundió en mil ecos por la sala de cartografía.
El oficial se estremeció. A pesar de haber combatido junto al Caballero de la Muerte y sus guerreros de ultratumba en defensa de la Reina Oscura, de haber librado innumerables batallas en el mismo bando, era incapaz de mostrarse indiferente ante la gélida aureola de eternidad que le circundaba, que le envolvía, tan amorosa como la capa guardaba la abollada armadura donde se dibujaba el emblema de su hermandad.
«¿Cómo le resiste ella? —se escandalizó para sus adentros—. Se rumorea que hasta tiene libre entrada en sus aposentos privados». Tal ocurrencia tuvo el don de normalizar los latidos de su corazón. Quizá, después de todo, las mujeres esclavas no eran tan terribles. Al menos, cuando uno estaba solo con ellas en la noche poseía la certeza de que nadie le acechaba.
—¡Claro que no! —se revolvió Kitiara contra la observación de Soth, tan furiosa que el humano se agitó turbado, ansioso por encontrar una excusa que le permitiera dejarles.
Las circunstancias le favorecían. Dado que la ciudad entera de Sanction se preparaba para entrar en liza, no era demasiado difícil inventar un pretexto verosímil.
—Si no me necesitas, señora —se despidió, con una reverencia en señal de respeto—, debo controlar los trabajos de aprovisionamiento en la armería. Hay mucho que hacer, y el tiempo apremia.
—Cumple con tu deber —le autorizó Kitiara, ausente, puesta la vista en el enorme mapa que, grabado en las losetas, se extendía en el suelo bajo sus pies.
Dando media vuelta, el militar comenzó a alejarse entre el repiqueteo de su espadón contra las piezas metálicas de su atuendo guerrero. No obstante, antes de que cruzara el umbral, le detuvo la voz de su jefe.
—¿General?
—¿Sí, señora? —indagó, solícito, y se volvió hacia ella.
La dama vaciló, como si buscase las palabras adecuadas luego formuló su invitación:
—Quizá te apeteciera cenar hoy conmigo. Soy consciente de que es un poco tarde. Ya habrás concertado alguna otra cita.
El aludido, confundido, titubeó y notó que sus palmas se humedecían con un sudor frío.
—Si he de serte sincero, confesaré que, en efecto, he adquirido un compromiso previo —mintió—. Pero podría aplazarlo.
—De ningún modo —rehusó Kit, y un suspiro de alivio mal disimulado ensanchó su faz—. No hay razón para ello. Quedas disculpado. Otra vez será.
El hombre, aún desconcertado, giró de nuevo sobre sus talones y se dispuso a abandonar la sala, pero, antes de desaparecer, vislumbró los ojos ígneos del caballero espectral, que se habían fijado en un punto insondable.
Recapacitó que, si era a él a quien escrutaban, debía organizar una auténtica velada íntima a fin de no levantar suspicacias. Mientras caminaba por el largo corredor, decidió ordenar que condujeran a su alcoba a una de las muchachas esclavas, a su favorita.
—Creo que te conviene relajarte. ¿Por qué no te concedes una noche de placer? —sugirió Soth a Kitiara en cuanto las pisadas del oficial se hubieron alejado en el pasillo del cuartel general de la dignataria.
—Como bien ha apuntado nuestro amigo —aludió la mujer al esbirro que acababa de irse—, la tarea es dura y el plazo breve.
Se concentró por completo en el estudio del documento cartográfico. Se hallaba erguida sobre el lugar designado como Sanction, y revisó la senda hasta el extremo noroccidental de la estancia donde, señalada en el seno del nido protector que le proporcionaban sus colinas, figuraba Palanthas.
Siguiendo su mirada, el descarnado fantasma recorrió la distancia entre ambas urbes. Hizo un único alto, en la representación de un paso montañoso señalizado con el nombre de Torre del Sumo Sacerdote.
—Los Caballeros de Solamnia intentarán obstaculizar tu marcha en este lugar —anunció—, el mismo donde te opusieron resistencia en la Guerra de la Lanza.
La mandataria ensayó una torcida sonrisa, sacudió su rizada melena y echó a andar hacia Soth, sinuoso su contoneo como no lo había sido semanas atrás.
—Ya me imagino el espectáculo —se mofó— de todos los aguerridos soldaditos formados en filas perfectas. —De pronto, recobrada de las tribulaciones que la acosaron hasta unos minutos antes, estalló en carcajadas—. Su expresión cuando vean la sorpresa que les deparamos merecerá todos los sinsabores que hayamos podido sufrir en la campaña.
De pie sobre la Torre, la aplastó con el talón y, avanzando unos pasos más, se plantó en los aledaños de Palanthas, su objetivo.
—Al fin —siseó, serena y cruel—, la bella y majestuosa dama saboreará la amarga humillación de ser traspasada en lo más tierno de su carne por el acero. —Complacida, se encaró de nuevo con el Caballero de la Muerte—. Lo he pensado mejor, quiero que el general comparta mi cena. Envíale aviso de que le espero.
Soth expresó su aquiescencia con una inclinación de la translúcida cabeza y su divertida complicidad con unos destellos en las órbitas oculares.
—Tenemos que discutir ciertas estrategias militares —concluyó la mujer, y empezó a desabrocharse las hebillas de su armadura—. Hemos de hablar sobre flancos desprotegidos, grietas en los muros…
—Procura calmarte, Tanis —rogó el caballero Gunthar con la mejor de las intenciones—. Estás sobreexcitado.
Tanis el Semielfo, pues no era otro al que el antiguo comandante, hoy coronel, exhortaba a la tranquilidad, farfulló algo.
—¿Qué gruñido ha sido ése? —interrogó el caballero, a la vez que daba media vuelta y tendía a su nervioso interlocutor una jarra de rica cerveza, la más sabrosa de la región (extraída del barril que se hallaba junto a la escalera de la bodega).
—Decía que tienes razón, que no hay manera de apaciguar mis alterados ánimos —repuso el semielfo.
No habían sido aquéllas sus palabras, pero era innegable que resultaban más adecuadas en una entrevista con el adalid de la Orden solámnica que las que en realidad susurró.
El coronel Gunthar uth Wistan se atusó los largos mostachos, símbolo ancestral de su hermandad y últimamente muy en boga entre sus miembros, a fin de ocultar su sonrisa. Había oído los velados reniegos de Tanis, cosa inevitable dada su proximidad, y meneó la cabeza. ¿Por qué no se había expuesto semejante asunto a la milicia? Ahora, además de prepararse para sofocar el que había de ser un frustrado levantamiento de una parte de las facciones enemigas, se vería obligado a tratar con un aprendiz de nigromante, un clérigo de albo hábito, un héroe desquiciado y un bibliotecario. Suspiró, meditabundo, sin dejar de atusarse los extremos del bigote.
—Siéntate, ponte cómodo —ofreció en voz alta a su visitante—. Caliéntate junto al fuego. Has hecho un prolongado viaje y el aire es glacial para la estación. Los navegantes comentan la fuerza desusada de los vientos de poniente u otro tecnicismo similar. Confío en que tu periplo haya sido placentero a pesar de esas huracanadas ráfagas. No me importa admitir que prefiero los grifos a los dragones.
—No he volado, eminente Gunthar —intervino Tanis, tenso, sin moverse—, hasta Sanscrit para conversar acerca de los elementos o las ventajas de unos animales de monta sobre otros. Estamos en grave peligro, no sólo en Palanthas sino en el resto de nuestro mundo. Si Raistlin sale victorioso de su empeño… —Apretó el puño, falto de expresiones verbales con las que exteriorizar sus sentimientos.
Tras llenar su propia jarra del pequeño tonel que Wills, su viejo criado, subiera de las cavas subterráneas, Gunthar se acercó al huésped y, apoyándole una mano en un hombro, le obligó a girarse hacia él.
—Sturm Brightblade solía referirse a ti en términos laudatorios —rememoró—. Junto con tu esposa Laurana, os consideraba sus más íntimos amigos.
El semielfo, cabizbajo, desvió la mirada. Hacía ya más de dos años de la muerte de Sturm, pero no podía pensar en la pérdida de tan querido compañero sin apenarse.
—Te habría brindado mi afecto tan sólo a tenor de esa recomendación, ya que siempre profesé al valiente caballero una estima equiparable a la que me inspiran mis propios hijos —continuó el mandatario—, de no haber llegado a admirarte por mi propia iniciativa, joven Tanis. Tu bravía conducta en la batalla es un hecho incuestionable, tu honor y nobleza te hacen digno de pertenecer a nuestra estirpe. —El aludido frunció el entrecejo frente a aquel discurso sobre las virtudes sagradas que se le atribuían, pero Gunthar no se percató—. Los homenajes que te fueron rendidos al concluir la contienda los merecías de sobra, mientras que el trabajo que has realizado en el período de paz debe tildarse de sobresaliente. Laurana y tú habéis forjado la alianza de naciones que llevaban varios siglos divididas, Porthios ha firmado el tratado y, en cuanto los enanos de Thorbardin elijan a su nuevo rey, también ellos estamparán su rúbrica.
—Me abruman tantos elogios, mi generoso anfitrión —le agradeció el semielfo, con la jarra de cerveza intacta en la mano y la vista fija en el hogar—. Ojalá me los hubiera ganado. De todos modos, te quedaré muy reconocido si me revelas en qué río ha de desembocar este afluente de miel y de mirlos, como reza el proverbio.
—Compruebo que la naturaleza humana de tu ser prevalece sobre la otra —apuntó el caballero con una sonrisa, ahora franca—. De acuerdo, pasaré por alto las amenidades elfas e iré directamente al meollo de la cuestión. Creo que las experiencias que habéis vivido han exacerbado vuestras aprensiones, las tuyas y las de Elistan. Seamos honestos amigo mío: no eres un auténtico guerrero, nunca fuiste adiestrado en las artes marciales y, si participaste en la guerra, fue un accidente el que te involucró. Deseo mostrarte algo. Ven conmigo.
Frente a tan imperiosa demanda, Tanis apoyó su colmada jarra en la repisa de la chimenea y dejó que le guiase la firme mano del coronel. Atravesaron la sala, amueblada según los requisitos de la Orden, a saber, mediante piezas austeras pero confortables. Era ésta la estancia donde se celebraban los consejos bélicos, y tal era el motivo de que adornasen las paredes escudos y armas, así como banderas que exhibían los emblemas de los tres grupos de la hermandad, la Rosa, la Espada y la Corona. Numerosos trofeos ganados en las esporádicas justas que se convocaban en las ocasiones muy especiales refulgían en las vitrinas, que los preservaban de los estragos del tiempo. En un lugar destacado, ocupando toda la longitud del muro, había una Dragonlance, la primera que fraguara Theros Ironfeld. A su alrededor se podía observar una variopinta colección de dagas de goblins, la aserrada hoja de un acero draconiano, un enorme espadón de doble filo conquistado a un ogro y los restos del arma que, en su día, blandiera el malogrado caballero Derek Crownguard.
Constituía aquél un impresionante despliegue, que atestiguaba los servicios prestados a Krynn por múltiples generaciones de paladines solámnicos. No obstante, Gunthar cruzó sin dedicarle una ojeada y se encaminó hacia un rincón, donde se recortaba una mesa de notorias dimensiones. Debajo de la vetusta tabla, en unas casillas dispuestas a tal electo y con su correspondiente etiqueta, se hacinaban distintos mapas primorosamente enrollados y, a pesar del atiborramiento, en aceptables condiciones. Tras estudiar unos instantes los compartimientos, Gunthar se agachó, extrajo un documento y lo extendió encima de la superficie del mueble. Hizo a Tanis un gesto para que se aproximara y éste, rascándose la barba e intentando parecer interesado, obedeció.
El dignatario de los caballeros se frotó, satisfecho, las manos. Era evidente que se encontraba a gusto en su propio terreno.
—Utilicemos la lógica, mi querido huésped —propuso—, la lógica desnuda, pura y sencilla. Los ejércitos de la Señora del Dragón están en Sanction —señaló el punto—, arracimados y concentrados, sin refuerzos en otros enclaves. Admito que su cabecilla es una mujer poderosa y que la respaldan hordas de draconianos, goblins y mercenarios que estarían encantados de desencadenar una segunda catástrofe. Acepto también, puesto que así me lo han comunicado nuestros espías, que en las últimas semanas ha aumentado la actividad en esos confines y, por consiguiente, que la Dama Oscura trama algo. ¡Pero de ahí a atacar Palanthas! En nombre del Abismo, Tanis, observa la magnitud del territorio que tendría que cubrir, bajo la jurisdicción en su mayor parte de mis hombres. Aunque poseyera tropas suficientes para abrirse paso entre nuestros expertos luchadores, sus caravanas de abastecimiento habrían de seguir una ruta en exceso larga, necesitaría un contingente tan nutrido como sus propias fuerzas de combate a fin de guardarla. Cortaríamos el suministro en una docena de sitios, y sin la menor dificultad.
Una vez más, se retorció las puntas de los mostachos e hizo un alto antes de proseguir, en estos términos:
—Si algún conductor de nuestros adversarios se granjeó mi respeto durante la conflagración anterior fue Kitiara, mi buen Tanis. Es despiadada y ambiciosa, pero también inteligente y, en consecuencia, poco proclive a correr riesgos fortuitos. Ha esperado dos años, en los que ha congregado a sus dispersos partidarios y fortificado sus defensas donde no osamos agredirla, algo de lo que es consciente. Es mucho lo que ha conseguido para tirarlo todo por la borda en un plan tan desatinado como el que sugieres.
—Quizá no es ésa la línea de actuación que se ha trazado —aventuró el semielfo.
—¿Acaso existe otra? —preguntó Gunthar, con la paciencia del anciano frente al niño testarudo.
—¡Lo ignoro! —se violentó el interrogado—. Afirmas respetarla, aunque quizá no es bastante. ¿La temes? ¿Intuyes siquiera de lo que es capaz? Yo la conozco, y tengo la sensación de que una idea maquiavélica ha cruzado por su retorcida mente.
Se quebró su acento al mencionar tan repetidamente a su antigua amante, y tuvo que refugiarse en la contemplación del mapa. El caballero guardó silencio, ya que había oído extraños rumores sobre aquel joven y la llamada Kitiara y, aunque nunca les dio crédito, juzgó oportuno no profundizar en el grado de intimidad que alcanzó su huésped con la mujer.
—No crees una palabra, ¿verdad? —le abordó Tanis de forma abrupta.
Turbado, pillado por sorpresa, Gunthar se alisó los hirsutos bigotes e, inclinándose, empezó a enrollar el mapa con un celo antinatural.
—Tanis, hijo, sabes que te has hecho acreedor a mi más sincero elogio…
—Sí, ya hemos discutido antes mis merecimientos.
—Y que —continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción— no hay nadie en Krynn a quien reverencie tanto como a Elistan. Pero me colocas en una situación espinosa al presentarte aquí y relatarme la historia que, a su vez, te ha narrado a ti un Túnica Negra, y de la raza elfa por añadidura, acerca de Raistlin, de su proyecto de penetrar en el Abismo y desafiar a la Reina de la Oscuridad. No, peor todavía —rectificó—, pretendes convencerme de que ese inefable hechicero ha puesto en práctica con éxito tan desmesurada empresa. Ya no soy joven, en ningún aspecto, y te aseguro que he asistido a singulares fenómenos a lo largo de mi existencia. No obstante, las nuevas que me has transmitido se asemejan sospechosamente a esos cuentos que tanto gustan a los niños cuando el sueño se muestra esquivo.
—Eso mismo dijeron de los dragones —persistió su interlocutor, sonrojado su rostro bajo la barba. Mantuvo unos momentos la cabeza baja antes de explicar, mesándose la pelirroja maraña que cubría su mentón y con la mirada clavada en el mandatario—: Mi venerado señor, he viajado junto a Raistlin, me he debatido con él y en su contra, he presenciado cómo crecían sus dotes y su malignidad. ¡No hay límites que no esté dispuesto a transgredir para incrementar su ya vasta soberanía en el universo arcano! Si mi consejo no te basta, acata al menos el de Elistan —le invocó, y zarandeó su brazo—. ¡Te necesitamos, Gunthar, a ti y a tus caballeros! Debes ampliar la guarnición en la Torre del Sumo Sacerdote. El plazo se agota, pues, según Dalamar, en las esferas de la Reina Oscura no existen los conceptos temporales. De modo que, aunque Raistlin se enfrente a la soberana durante meses o años, en nuestro plano sólo transcurrirán días. El elfo oscuro se halla persuadido de que el retorno de su maestro es inminente. Yo no pongo en duda ninguna de sus revelaciones, ni tampoco el anciano eclesiástico. ¿Por qué? Porque el aprendiz está asustado. Siente miedo, y nos lo ha contagiado a nosotros.
»Tus espías te han referido el inusitado ajetreo que conmueve la ciudad de Sanction. ¿Qué más evidencias precisas? Confía en mí, señor. Kitiara ayudará a su hermano, ansiosa de obtener la recompensa que él debe haberle prometido. Si triunfan, Raistlin, convertido en dios, entronizará a la dama y dejará que gobierne el mundo. A ella siempre le atrajo el juego, apostaría su propia vida a cambio de tan apetecible premio. Te lo suplico, Gunthar —exclamó, ferviente, perentorio—, si no quieres escucharme, acompáñame a Palanthas y entrevístate con Elistan.
El caballero examinó a la porfiada criatura, mezcla de elfo y humano, que tanta vehemencia imprimía a sus alocuciones. Si Gunthar había ascendido a su rango como adalid de la Orden era debido, básicamente, a su honradez y ecuanimidad. Era asimismo un buen observador del carácter ajeno. Desde que le presentaran a Tanis, después de finalizar la Guerra de la Lanza, el semielfo había despertado sus simpatías. Aunque en seguida captó que algo les separaba. Aquel que ahora recibía en calidad de huésped se recluía en una aureola de reserva, de aislamiento, tras una barrera invisible que nadie podía franquear.
Al escrutarle ahora, sin embargo, se sintió más cerca del misterioso joven de lo que nunca soñó. Evaluó la sapiencia que reflejaban sus almendrados ojos, una prudente erudición que había adquirido a través del dolor, de suplicios interiores. Leyó temor en aquel libro abierto, el temor propio de quien, poseedor de un arrojo intrínseco, no oculta su desasosiego. Adivinó en su porte al cabecilla nato, no al que esgrime una espada y organiza la carga de la batalla, sino al que se impone de manera pausada, serena, arrancando lo mejor de los demás y alentándoles hasta suscitar en ellos virtudes en embrión, que nunca imaginaron atesorar.
Comprendió Gunthar, en definitiva, algo que siempre se le antojó oscuro y desentrañable, las motivaciones que impulsaron a Sturm Brightblade, cuyo linaje se remontaba impoluto a antepasados caídos en el olvido por su antigüedad, a seguir a aquel semielfo bastardo, fruto de una brutal violación al decir del siempre entrometido populacho. Entendió la causa de que la Laurana, Princesa elfa y una de las mujeres más fuertes y hermosas que jamás conoció, se declarase dispuesta a sacrificarlo todo en aras del amor de aquel hombre.
—Me avengo, Tanis —murmuró el coronel y se relajaron sus facciones, una nota de tibieza enriqueció el acento fríamente correcto que antes presidiera su diálogo—. Iré a Palanthas contigo, movilizaré a los Caballeros de Solamnia y reforzaremos la Torre del Sumo Sacerdote para prevenirnos contra posibles incursiones. Como antes he indicado, nuestros espías anuncian que algo desacostumbrado bulle en Sanction. En cualquier caso, aunque se trate de una falsa alarma, a mis seguidores no les vendrá mal ejercitarse después de tan larga tregua. Todos se beneficiarán de un período de prácticas al aire libre.
Tomada su decisión, Gunthar procedió a organizar un pequeño caos doméstico. Llamó a gritos a Wills, su sirviente personal, y ordenó en una batahola arrolladora que le bruñesen la armadura y afilaran su espada, mientras, en el patio, los caballerizos preparaban el grifo. Pronto corrieron de un lado a otro los afanosos criados y el ama que siempre había residido en la mansión entró, resignada, en la sala, para insistir en que se arropase en su capa forrada de piel, pese a la vecindad de las Fiestas de Primavera, dada la inestabilidad climatológica.
Aturdido en medio de la confusión, Tanis volvió junto a la chimenea, recogió su jarra de cerveza y tomó asiento para saborearla mejor. Pero, después de todo, no la degustó, apenas se mojó los labios. Al contemplar las llamas, vislumbró, una vez más, una sonrisa embrujadora, ambigua, enmarcada en unos tirabuzones de oscuro cabello, no menos irresistibles.
Crysania no tenía idea de cuánto tiempo llevaban Raistlin y ella recorriendo las tierras distorsionadas, bañadas en matizaciones rojizas que configuraban el Abismo. El transcurso de las horas se había convertido en un concepto trivial, intranscendente, ya que en ocasiones le asaltaba la impresión de haber permanecido en aquellos parajes unos breves segundos y poco después quedaba convencida de que su odisea a través del monótono y, a la vez, mudable territorio se había prolongado años enteros, sin que esta circunstancia alterase nada. Se había curado de los efectos del veneno, pero se sentía débil, exhausta, y los arañazos que tenía en los brazos no le cicatrizaban. Cada mañana, si así podía llamarse a la ligera intensificación de la claridad, renovaba las vendas, para hallarlas al anochecer saturadas de sangre.
Estaba hambrienta. Pero su apetito no era tanto la necesidad de alimentos sólidos para conservar la vida como un ansia de saborear una fresa, o un bocado de pan recién horneado o, también, una rama de menta. No la acuciaba la sed, pero soñaba a menudo en un manantial de agua nítida, en una copa de vino espumeante y en el aroma, tan difícil de percibir en el mundo onírico, del té aderezado con canela. En este país el líquido presentaba colores pardos y olía a putrefacción.
Avanzaban, o eso afirmaba Raistlin. El nigromante recobraba las fuerzas a medida que la sacerdotisa las perdía. Ahora, pues, era él quien ayudaba a su compañera a caminar en los tramos difíciles, quien encabezaba la marcha sin descanso, atravesando una ciudad tras otra y acercándose, según aseguraba a la languideciente mujer, a la Morada de los Dioses. Los pueblos, imágenes distorsionadas de la realidad, que surcaban la región se mezclaban confusos en la mente de Crysania, que no acertaba a distinguir los refugios que-shu de Xak Tsaroth. Cruzaron el Mar Nuevo del Abismo, una singladura espeluznante en la que la dama, al asomarse a la superficie de las aguas, se enfrentó a los semblantes despavoridos de todos cuantos habían muerto en el Cataclismo.
Desembarcaron en un punto que Raistlin identificó como Sanction. La sacerdotisa notó que flaqueaban sus energías más que en ningún otro episodio de su itinerario y así se lo comunicó al mago, quien le explicó que era del todo normal puesto que se trataba del centro de culto por antonomasia de la Reina de la Oscuridad. Los seguidores de la diosa peregrinaban hasta la urbe desde recónditos confines para adorarla en los templos, construidos en los subterráneos de las montañas llamadas Señores de la Muerte. Durante la guerra, según el relato del hechicero, se realizaron en tales vericuetos los ritos que metamorfosearon a los incubados hijos de los Dragones del Bien en viles y aviesos draconianos.
Nada digno de mención ocurrió durante largo rato, o acaso habría que decir en unos instantes. Nadie se volvió a fin de examinar a Raistlin por segunda vez, nadie reparó en Crysania ni siquiera una, como si fuera invisible. Jalonaron la ciudad de Sanction sin novedad, el archimago más firme y confiado a cada paso. Ya en las afueras, anunció a su acompañante que su objetivo estaba próximo, que la Morada de los Dioses se encontraba en una hondonada de las Montañas Khalkist, hacia el norte.
Cómo podía orientarse en aquellos desfigurados paisajes escapaba al entendimiento de la sacerdotisa, incapaz de discernir la dirección en que avanzaban sin la guía del sol, las lunas ni las estrellas. Nunca era del todo de noche ni tampoco de día, reinaba una luminosidad intermedia semejante, en su flamígera aureola, por igual al alba y al crepúsculo, con la única salvedad de los fugaces tránsitos a los que antes se ha aludido. Pensaba la mujer en tan fantasmales portentos, arrastrando los pies junto al mago y olvidada toda atención al trayecto dada la ausencia de hitos, cuando aquél se detuvo de forma repentina. Al oírle inhalar aire en un ronco suspiro, al tantear su brazo más cercano y hallarlo rígido, Crysania alzó la vista, alarmada.
Un hombre de mediana edad, ataviado con las albas vestiduras de un maestro, caminaba por la vereda hacia la pareja.
—Recitad las palabras después de mí, recordando que es importante darles la inflexión adecuada.
Despacio, pronunció las frases. También despacio, en fiel imitación de su ritmo, la clase las repitió. Todos excepto uno.
—¡Raistlin!
Se hizo el silencio entre los alumnos.
—¿Maestro?
Fueron tres sílabas, pero el aludido no se molestó en disfrazar el tono de mofa que las ribeteaba.
—No he observado el movimiento de tus labios.
—Quizá se deba a que no los he despegado —replicó el discípulo.
Si algún otro hubiera proferido tan desvergonzado comentario, los jóvenes estudiantes de hechicería habrían intercambiado risas de complicidad, pero todos sabían que Raistlin les profesaba idéntico desdén que al profesor y, en consecuencia, le espiaron iracundos y se agitaron incómodos en sus pupitres.
—Conoces ya la fórmula del encantamiento, ¿verdad, aprendiz?
—Por supuesto que sí —le espetó el muchacho—, desde que tenía seis años. ¿Acaso a ti te la enseñaron anoche?
El maestro bramó, echando chispas por los ojos y con la faz purpúrea a causa de la rabia:
—¡Esta vez has ido demasiado lejos! No puedo consentir que adquieras el hábito de insultarme. El aula se desvaneció del campo de visión del joven, se disolvió en el vacío. Sólo el maestro se mantuvo inmutable, mientras, bajo su escrutinio, los blancos ropajes que le cubrían se transformaban en una túnica de nigromante. Aquellos rasgos fláccidos, anodinos, de persona insípida se transformaron hasta investirse de la sutil malevolencia de la perversidad, al mismo tiempo que aparecía en derredor del cuello un talismán, un enorme rubí a guisa de colgante.
—Fistandantilus —lo reconoció Raistlin, demasiado asombrado para gritar.
—Volvemos a encontrarnos, aprendiz, aunque en una situación muy diferente. ¿Qué ha sido de tu magia?
El arcano personaje prorrumpió en carcajadas y acarició, con dedos marchitos, la alhaja que pendía sobre el terciopelo.
Un espasmo de pánico estremeció al alumno, restituido a su condición de humano adulto. ¿Preguntaba el archimago por su magia? Se había evaporado. Consciente del peligro, trémulas sus manos, hizo un esfuerzo para invocar un sortilegio defensivo, pero los versículos giraban en un torbellino en su cerebro y se deslizaban hacia simas inexpugnables antes de que los atrapara en su zarpa. Una bola de fuego brotó de las llamas de su adversario, y ensayó un angustiado alarido.
«¡El Bastón de Mago!», se dijo de pronto. Sin duda los poderes del cayado no resultaron afectados al internarse en el abismo, así que lo alzó en el aire y, sosteniéndolo en alto, le exhortó a protegerle. De nada sirvió. El bastón empezó a ondularse y enroscarse sobre sí mismo.
—¡Obedece mi mandato! —le imprecó, con la premura que le dictaban a la par la furia y el terror.
Mientras formaba resbaladizos tirabuzones, el que fuera un objeto inanimado descendió por su brazo. No era ya un bastón sino una descomunal serpiente, que clavaba los colmillos en su carne.
Entre aullidos lastimeros, Raistlin cayó de rodillas y se debatió a la desesperada para eludir la emponzoñada mordedura del ofidio. Pero, en su lucha contra un enemigo, había olvidado al otro. Resonaron en sus tímpanos los intrincados cánticos de un hechizo y, al levantar la vista, constató que Fistandantilus se había esfumado y ocupaba su lugar un espectro, un elfo oscuro. Era aquélla la criatura que hubo de derrotar en la fase definitiva de la Prueba.
No había reaccionado a la presencia del muerto viviente cuando éste, a su vez, fue reemplazado por Dalamar. Sin concederle una tregua, el acólito le lanzó un relámpago ígneo. El proyectil dio paso a una espada, que se incrustó en su vientre hecha daga, esgrimida por un enano barbilampiño.
Un incendio abrasador socarró su piel, el acero ensartó sus órganos, los colmillos perforaron sus sudorosos poros. Tuvo la sensación de zambullirse en la negrura, condenado sin remedio, pero en el último instante le deslumbró un haz de luz blanca, le envolvieron unos pliegues de igual color y le arropó un pecho blando, cálido.
El mago sonrió, pues las convulsiones que castigaban aquel cuerpo que escudaba al suyo y los plañidos de dolor le revelaban que las armas lastimaban a su dueña, a la sacerdotisa, no a él.
—¡El caballero Gunthar, qué inesperado placer! —saludó Amothus, Señor de Palanthas, poniéndose en pie—. También me alegra mucho verte a ti, Tanis. Presumo que ambos habéis venido para dirigir los preparativos de las celebraciones que se avecinan, la Fiesta de la Paz. Me complace sobremanera que este año podamos iniciarlos con la suficiente antelación. Yo o, mejor dicho, el comité y yo pensamos…
—Te equivocas —le sacó Gunthar de su error, a la vez que recorría la sala de audiencias de la máxima autoridad de la urbe y la examinaba con ojo crítico, calculando ya mentalmente qué medidas se tomarían si se hacía imprescindible fortificarla—. El propósito de nuestra visita es discutir la defensa de tu ciudad.
Amothus observó con un pestañeo de perplejidad al adalid de la Orden solámnica, que se había acercado a la ventana.
—Demasiadas cristaleras —protestó el coronel al cabo de unos segundos, una aseveración que incrementó hasta tal extremo el asombro del mandatario que éste, como si fuera culpable, balbuceó una disculpa y se inmovilizó desconcertado en el centro de la estancia.
—¿Hemos sido atacados? —se aventuró a indagar, transcurridos unos minutos de inspección por parte del recién llegado.
Gunthar dirigió a Tanis una penetrante mirada. Con un suspiro, el semielfo recordó a Amothus en actitud de delicada cortesía la advertencia del elfo oscuro, Dalamar, acerca de los planes que había concebido Kitiara, la Señora del Dragón, de entrar en Palanthas a fin de ayudar a su hermano Raistlin, amo de la Torre de la Alta Hechicería, en su lucha contra la Reina de la Oscuridad.
Concluido tan complicado parlamento, que habría sumido en la confusión a cualquiera que no conociera de antemano sus maquinaciones, el digno oyente declaró:
—¡Ah, sí! Pero no creo que debáis preocuparos por Palanthas. —Y ondeó una mano displicente, cual si ahuyentara una mosca—. La Torre del Sumo Sacerdote, Gunthar…
—He dado orden de reforzar la guarnición —repuso el interpelado, en una brusca interrupción que denotaba su impaciencia—. He doblado el contingente de tropas en ese punto estratégico, ya que es allí donde más cruento será el asalto. No existe otro medio de alcanzar Palanthas salvo el mar, y ostentamos una absoluta supremacía en el elemento acuático. No, el adversario avanzará por tierra si bien, celoso de mi deber, he de tomar precauciones. Quiero estar seguro de que, en el caso improbable de que sufriéramos un revés o nos tendieran una trampa, Palanthas será capaz de salvaguardarse a sí misma.
Ahora que había tomado las riendas de la acción, Gunthar se lanzó a la carga. Saltando imaginariamente sobre el obstáculo que le oponía Amothus cuando insinuó, disgustado, la conveniencia de elaborar las tácticas con sus generales, arreció el galope y no tardó en dejar al mandatario civil asfixiado en la polvareda verbal de sus disquisiciones acerca de la dispersión de los cuerpos de ejército, las requisas de abastos, las reservas secretas de material y otros tecnicismos similares. El Señor de la ciudad se dio por vencido, pero, temeroso de herir susceptibilidades, se sentó y aparentó interés en la arenga mientras, parapetado tras la máscara de los buenos modales, se abandonaba a otras reflexiones. Todo aquello era una insensatez Palanthas nunca había sufrido los efectos de una contienda. Quien pretendiera acceder a ella debería franquear antes el obstáculo de la Torre del Sumo Sacerdote y nadie había logrado romper tal barrera, ni siquiera las fuerzas del Mal en la última guerra.
Tanis, discreto espectador de la escena, adivinó el distanciamiento mental de Amothus y sonrió. Empezaba a preguntarse cómo escaparía, también él, de la matanza por donde ahora discurría la inagotable verborrea del caballero, cuando se oyó el repicar de unos nudillos en una de las egregias, áureas y profusamente talladas puertas. El dignatario se incorporó con la expresión de quien escucha los clarines del rescate, pero antes de que atinara a pronunciar una palabra se abrió la puerta y penetró en la sala un anciano criado.
Charles, procedente de las remotas tribus de Sajonia, estaba al servicio de la casa real de Palanthas desde hacía más de medio siglo. No podían arreglárselas sin él, y era consciente de este hecho. Se hallaba al corriente de todo, del número exacto de barriles de vino que dormitaban en las bodegas, de dónde debía acomodarse a determinado elfo en un ágape protocolario, si al lado de una dama de su raza o mejor de una humana, como era el caso en los festines de confraternización, incluso de la fecha exacta en que se había ventilado la lencería por última vez. Aunque su conducta fue siempre deferente y respetuosa, algo en su manera de torcer el labio implicaba una exigencia de que el día de su muerte, lo mínimo que podía hacer el palacio entero era desmoronarse alrededor de su amo.
—Lamento molestaros, señor —se excusó.
—No te inquietes —le tranquilizó el otro, que no cabía en sí de gozo—. Estás dispensado, te lo garantizo en nombre de mis huéspedes y de…
—Pero traen un mensaje urgente para Tanis el Semielfo —terminó Charles, inflexible, con una mueca de reproche a su superior por perderse en vaguedades.
—¡Oh! —exclamó Amothus, incapaz de ocultar su desencanto—. ¿Para Tanis el Semielfo? —se cercioró.
—Así es, señor —confirmó el servidor.
—¿No es para mí? —persistió el adalid palanthiano, viendo que la salvación desaparecía en el horizonte de sus anhelos.
—No, señor.
—De acuerdo. Gracias, Charles. —Amothus suspiró, y se dirigió al afortunado—. Tanis, será mejor que acompañes…
Pero el semielfo ya había cruzado la sala.
—¿De qué se trata? —interrogó al criado—. ¿No serán noticias de Laurana?
—Os ruego que me sigáis, señoría —eludió el criado con su habitual prosopopeya, mientras que, extendida la mano, le invitaba a cruzar el umbral.
Una mirada del enigmático anciano recordó al héroe de la Lanza, cuando se aprestaba a salir, que debía volverse y saludar mediante una inclinación de cabeza a las dos autoridades presentes. El coronel Gunthar le sonrió y agitó la mano en señal de despedida, mientras que Amothus, la máxima dignidad civil de la ciudad, no pudo refrenar la envidia que delataban sus pupilas y tuvo que evitar todo gesto expresivo. Sin más que un leve ademán, el mandatario se hundió en su butaca y se preparó para escuchar una enumeración del equipo que precisaba el aceite hirviendo si había de producir las bajas deseadas.
Con sumo cuidado, Charles cerró la puerta una vez hubo pasado el huésped.
—¿Qué sucede? —le apremió éste, solos ya en el corredor—. ¿Te ha comunicado algo el emisario?
—Sí, señoría —se sinceró al fin Charles, mudándose su expresión hasta asumir la dulzura nostálgica del pesar—. No debía revelároslo a menos que fuera absolutamente indispensable para liberaros de vuestro compromiso. Elistan, el Hijo Venerable, está en trance de muerte. Quienes le asisten no le auguran más que unas horas. Sus ojos han visto ya el último amanecer.
El césped del Templo se mecía pacífico, sereno, en la brisa que preludiaba el ocaso. El sol se ponía no con fúlgido esplendor, sino con una luminosidad perlífera que invadía el cielo en un arco iris de suaves colores, un tornasol comparable a una concha marina. Tanis, que esperaba hallar en los aledaños a una muchedumbre ansiosa de nuevas mientras los clérigos de albo hábito corrían de un lado a otro, se sorprendió frente al orden y la calma reinantes. Algunos grupos descansaban sobre la hierba como de costumbre, los sacerdotes paseaban junto a los macizos de flores departiendo en tonos quedos o, si estaban solos, perdidos en silenciosas elucubraciones.
Quizá el emisario se había equivocado o había recibido una información inexacta, decidió el semielfo. Hubo de rectificar, no obstante, cuando pasó por su lado, mientras cruzaba el aterciopelado tramo de verdor, una joven novicia. La muchacha alzó el rostro y Tanis descubrió que tenía los ojos enrojecidos e hinchados a causa del llanto, lo que no le impidió sonreír, secar las huellas de su tribulación y seguir su camino.
De repente el visitante cayó en la cuenta de que ni Amothus, gobernante de Palanthas, ni Gunthar, paladín de los Caballeros de Solamnia, habían sido puestos en antecedentes. Entristecido, comprendió el motivo: Elistan moriría como había vivido, revestido de una callada sobriedad.
Un acólito, poco más que un adolescente, salió a su encuentro a la puerta del Templo.
—Bienvenido, Tanis el Semielfo —le susurró—. Aguardan tu llegada. Acompáñame, te lo suplico.
Unas sombras perturbadoras se cerraron sobre el huésped al percatarse de que, dentro del edificio, el duelo era patente. Un elfo tañía el arpa, arrancándole armoniosas melodías, y los clérigos formaban corrillos en los que, enlazados sus brazos, compartían cierto solaz en aquella hora de prueba. Sin que pudiera evitarlo, las lágrimas nublaron momentáneamente la visión de Tanis.
—Te agradecemos que hayas regresado a tiempo —continuó el neófito, que, diligente, guiaba al invitado hacia las entrañas del Templo—. Temimos que te fuera imposible. Difundimos la inminencia del suceso tan sólo entre quienes habían de guardar el secreto de nuestra consternación, en obediencia a la voluntad de Elistan de partir de este mundo con placidez.
El semielfo asintió de forma brusca, congratulándose de que la barba camuflara sus lágrimas de decaimiento. No se avergonzaba de sus sollozos: circulaba por sus venas sangre elfa y las criaturas de esta raza consideran la vida como el más sagrado don de los dioses, así que lamentar su pérdida o, de hecho, exteriorizar los sentimientos, es algo natural en ellos, al contrario de lo que les ocurre a los humanos. El motivo de que Tanis prefiriese encubrir su pesadumbre era el miedo a que tal despliegue abatiera a Elistan. Sabía la gran aflicción que causaba al bondadoso anciano el conocimiento de la amargura en que su fallecimiento había de sumir a quienes dejaba.
Entraron ambos personajes en una cámara interior donde estaban reunidos Garad y otros Hijos Venerables de ambos sexos, cabizbajos y ocupados en dedicarse recíprocas frases de consuelo. Tras ellos se erguía una puerta cerrada, en la que confluían furtivos escrutinios. Tanis no abrigaba la menor duda acerca de quién era el ocupante de la alcoba que se hallaba al otro lado.
Al oír sus pisadas, Garad atravesó la cámara para saludarle.
—Es un alivio que hayas podido desatender tus obligaciones —dijo con acento cordial. Era un elfo Silvanesti, probablemente uno de los primeros conversos de su pueblo a la religión olvidada decenios atrás—. Nos inquietaba que contestaras a nuestro requerimiento demasiado tarde.
—La evolución de su enfermedad debe haberse precipitado —murmuró el visitante, incómodo al apercibirse de que, con las prisas, no se había desprendido de su espada y ahora ésta repiqueteaba en áspera barahúnda en medio del callado entorno.
—Sí, se puso muy grave la noche de tu partida —informó Garad—. Ignoro el contenido de vuestro postrer conciliábulo, pero Elistan recibió un gran impacto y no ha cesado de sufrir desde entonces. Nada de lo que hacíamos parecía ayudarle, hasta que se personó en el Templo Dalamar, el aprendiz del nigromante. —Al mencionar este nombre, el narrador frunció el entrecejo—. Traía consigo una poción susceptible, según aseveró, de mitigar el dolor. Cómo se enteró de los luctuosos eventos es para mí un misterio, aunque nada me sorprende proviniendo de un habitante de esa extraña mole.
Al proferir esta frase oteó, a través de la ventana, el perfil de la Torre. Su contorno se elevaba desafiante, cual una sombra fantasmal que negase a los congregados la brillante luz del sol.
—¿Le dejaste entrar? —preguntó Tanis, anonadado.
—Yo habría rehusado —afirmó el aludido—, pero Elistan dio órdenes concretas de que se le admitiera. Y he de reconocer que su pócima surtió efecto. En cuanto se la administró al agonizante, los ataques cedieron. Ahora el maestro gozará de su pleno derecho a morir con serenidad.
—¿Y Dalamar?
—En la alcoba. No se ha movido ni hablado desde que se instaló, se limita a ocupar un rincón y guardar silencio. No obstante —puntualizó el clérigo—, su presencia reconforta a Elistan y permitimos que se quede.
«Me gustaría verte en el trance de sugerirle que se vaya», pensó el semielfo.
Se abrió la puerta de la estancia vecina. Los eclesiásticos alzaron la vista asaltados por un mal presagio, pero era sólo el acólito. El joven novicio había llamado mediante un suave golpeteo y, tras entreabrirse la puerta, sostuvo una conferencia particular con quien había acudido desde el otro lado. A los pocos segundos, se volvió e indicó a Tanis que se acercase.
El semielfo se introdujo en el pequeño, apenas amueblado aposento con el propósito de no armar revuelo, de avanzar sigiloso como aquellos clérigos de hábitos susurrantes y acolchadas pantuflas. Fue inútil: su espada matraqueaba, las botas crujían y las hebillas tintineaban al entrechocar. Para sus propios oídos, el estruendo que provocaba en nada difería del de un ejército de enanos. Ardientes sus pómulos, trató de poner remedio caminando de puntillas. En aquel instante, Elistan giró la cabeza en la almohada y, pese a su ostensible debilidad, se carcajeó.
—Mi querido amigo, cualquiera que te viera deduciría que te has colado aquí para robarme —comentó el yaciente, al mismo tiempo que levantaba su mano y se la tendía en actitud afectuosa.
Tanis ensayó una sonrisa, una frustrada tentativa. Oyó cómo cerraban quedamente la puerta a su espalda y, de manera instintiva, fijó su atención en la tenebrosa figura que oscurecía una esquina. No la inspeccionó mucho rato. Prefirió centrar su interés en aquella criatura que se hallaba postrada en su último lecho. Arrodillándose junto al anciano, junto al hombre al que había rescatado de las minas de Pax Tharkas y que, merced a su benéfica influencia, había desempeñado un papel tan importante en su vida y la de Laurana, el semielfo asió la mano que le ofrecía y la estrechó con fuerza.
—¡Cuánto desearía poder enfrentarme a este enemigo en tu lugar, Elistan! —exclamó, puesta su mirada en la mano fláccida, blanquecina que encerraba la suya, firme y curtida.
—No es ningún adversario quien viene en mi busca, Tanis, sino un viejo colega. —El enfermo retiró, sin violencia, la mano para dar al semielfo unas palmadas en el hombro—. Ahora no eres capaz de entenderlo, pero te garantizo que algún día lo harás. De todos modos, mi objetivo al mandarte recado de mi situación no era abrumarte con una lastimera despedida, sino encomendarte una tarea.
Hizo un significativo gesto y el acólito, que estaba también en la habitación, dio unos pasos hacia ellos con un cofre de madera y se lo entregó a su superior. El ente de la esquina no pestañeó, se diría que se había convertido en estatua.
Tras izar la tapa del objeto, el moribundo extrajo de su interior un rollo de blanco pergamino. Alcanzó la palma de Tanis, posó el documento y cerró los dedos sobre él.
—Dale esto a Crysania —encargó a su atento oyente—. Si sobrevive, la sacerdotisa ha de ser mi sucesora como cabeza de la Iglesia. —Iba a enmudecer pero al ver la expresión dubitativa, reprobatoria que adoptó el semielfo, le aleccionó—: Amigo mío, tú mismo has recorrido las sendas de la noche. Nadie sabe de tus luchas y padecimientos más que yo, pues estuvimos a punto de perderte y esta perspectiva me apenaba inmensamente. Al fin te resististe a las tinieblas y volviste a disfrutar de la luminosidad diurna, enriquecido por el conocimiento de lo que habías ganado. En un desenlace análogo estriban mis esperanzas respecto a Crysania. Su fe es inquebrantable, su único defecto es, tú bien lo enjuiciaste, su carencia de calidez, de conmiseración y de humanidad. Tendría que aprender, presenciando la escena, las lecciones que nos ha enseñado la caída del Príncipe de los Sacerdotes. Era imprescindible infligirle heridas, Tanis, abrir en sus entrañas profundas llagas, antes de que reaccionase a los daños ajenos. Y, sobre todo, tenía que amar.
Entornó los párpados, lleno de angustia su rostro demacrado, estragado por el sufrimiento.
—De haber podido, amigo, habría elegido para ella un destino diferente —prosiguió—, la habría llevado por otros derroteros menos peligrosos. Sin embargo, ¿quién osa cuestionar los designios de los dioses? Yo no, desde luego. Aunque —admitió—, en ocasiones, me entran ganas de discrepar.
Abrió los ojos mientras así se expresaba y, al clavarlos en Tanis, éste detectó en ellos un amago de ira. El neófito se aproximó entonces con paso amortiguado. Las resonancias de su desplazamiento no pasaron inadvertidas al semielfo, pese a su sigilo y al hecho de que él estaba de espaldas.
—En cuanto creen que me excito —explicó Elistan— vienen prestos a interrumpir mi conversación. Les preocupa que los visitantes me cansen o alteren y lo cierto es que lo hacen, pero yo apuro mis energías porque pronto me repondré en un reposo eterno. —Cerró las pupilas, y sonrió—. Sí, eterno. Mi viejo colega me recogerá y andará a mi lado, guiará mi incierto deambular.
Poniéndose en pie, el semielfo consultó al acólito con un ademán. El joven meneó la cabeza y musitó:
—Ignoramos la identidad de ese «viejo colega» al que alude constantemente. Incluso se nos ocurrió que podrías ser tú…
Le interceptó la voz del patriarca, cristalina a despecho de los quiebros que le imponía la edad.
—Adiós, Tanis el Semielfo. Transmite mi cariño a Laurana. Garad y los otros —apuntó a la puerta con la barbilla— están al corriente de mi dictamen en el asunto de la sucesión, y del cometido que te he confiado. Te prestarán su apoyo en todo cuanto les sea posible. Y, ahora, adiós de nuevo y para siempre. Que Paladine te colme de bendiciones.
El héroe de la Lanza no despegó los labios. Las palabras habrían sido una pálida representación de sus emociones. Se agachó, apretujó la mano del clérigo, asintió y, volviéndose abruptamente, atravesó la estancia sin examinar a la negra figura de la esquina y salió envuelto en un mar de lágrimas.
Garad acompañó al visitante hasta el pórtico principal del Templo.
—Conozco la misión de la que tú eres responsable —anunció el clérigo—, y puedes creerme cuando te digo que anhelo fervientemente que las aspiraciones de Elistan se hagan realidad. Según se me ha comunicado, la Hija Venerable Crysania participa en un peregrinaje que acaso resulte azaroso.
—Más que eso —se atrevió a contestar el semielfo, sin extenderse en aclaraciones.
—Ojalá Paladine la acompañe —deseó Garad con un suspiro—. Todos rezamos por ella. Es una mujer fuerte y nuestra institución precisa de juventud y vitalidad si pretende crecer, propagarse. Cualquier tipo de ayuda que necesites, Tanis, no dudes en planteárnosla.
El interpelado, en su desolación, sólo atinó a interponer un cortés, escueto aserto de gratitud. Con una reverencia, Garad corrió junto al agonizante maestro mientras el semielfo hacía una pausa cerca del portalón, en un esfuerzo por recuperar el control antes de lanzarse a la calle. Se encontraba apoyado en el muro, reconsiderando las frases de Elistan, cuando llegó a sus oídos una reyerta que, habida cuenta de la intensidad sonora, tenía lugar en el mismo acceso.
—Lo siento, señor, no puedo consentir que penetren extraños en el Templo —declaró un acólito con determinación, aunque amable.
—¡Un extraño! —se encolerizó la criatura a quien iba dirigido tal rechazo—. Pero no perdamos tiempo en argumentos banales. Tengo que ver a Elistan sin demora —exigió en un tono quejumbroso y desafinado que denunciaba un carácter excéntrico.
Tanis hubo de sujetarse a la pared para no desplomarse. Aquella voz le era familiar. Los recuerdos se agolparon en su cerebro en un embate tan poderoso que, durante unos segundos, no consiguió moverse ni articular una sílaba.
—Quizá si os presentarais debidamente, por vuestro nombre —propuso el neófito—, podría enviarle noticia…
—¿Mi nombre? —repitió el otro—. ¡Haber empezado por ahí! Me llamo… me llamo… —balbuceó un poco trastornado—. Te aseguro que ayer lo sabía.
Resonó en el ambiente el irritado tamborileo de un bastón sobre los peldaños de la escalinata, y el visitante persistió con timbre agudo, chirriante casi:
—Soy una persona muy importante, jovencito, y no estoy acostumbrado a que se me trate con semejante impertinencia. Apártate de mi camino antes de obligarme a hacer algo que haya de lamentar. Perdón, me he confundido —se corrigió—, serás tú quien lo lamente. ¿O acaso los dos? Sea como fuere, yo pasaré a la acción y alguien saldrá perjudicado.
—Os suplico que me disculpéis, señor —se impacientó el clérigo, a pesar de sus exquisitos modales—, pero sin una referencia clara no permitiré que os internéis en este recinto.
Un breve forcejeo inundó los tímpanos de Tanis, sucedido por el silencio y un murmullo auténticamente siniestro, el de las páginas de un libro hojeado a toda velocidad. Sonriendo entre sollozos, el semielfo se asomó al lugar del altercado, y al espiar la figura del recién llegado, distinguió a un anciano mago en los sobrios escalones del Templo. Ataviado con ropajes de tonalidades grisáceas, a punto su deformado y picudo sombrero de liberarse de la atadura de su cabeza, el vetusto viajero constituía un espectáculo que en nada favorecía su reputación. Había apoyado el sencillo bastón de madera que portaba contra un tabique e, indiferente al enrojecido e indignado acólito, revisaba su libro de encantamientos en absoluto desconcierto y farfullando:
—Bola de fuego… ¿Dónde se ha escondido ese dichoso sortilegio?
Tanis resolvió interceder. Posó la mano en el hombro del neófito, y corroboró:
—Es, en efecto, una persona importante. Puedes dejarle entrar, yo respondo por él.
—¿De verdad? —indagó el joven, todavía circunspecto, reacio.
Al oír una tercera voz, el mago alzó la vista.
—¿Una persona importante? —recitó por inercia, pues sólo había reparado en esta parte de la alocución del semielfo—. ¿Quién es? ¿Vos, señor? —abordó a su fiador—. ¿Cómo estáis?
Comenzó a alargar la mano a la vez que, entusiasmado, daba un paso al frente. Pero se enredó en los pliegues de su sayo y el arcano volumen se estrelló contra su pie. Al inclinarse para asirlo, tropezó con el bastón, que salió rodando escaleras abajo en medio de un gran estrépito, y, por si tales desgracias fueran pocas, el sombrero echó a volar en una de las inconexas secuencias. Tanis y el clérigo tuvieron que aunar sus esfuerzos a fin de devolver al anciano la compostura.
—¡Me ha dado en el dedo más encallecido! —protestó el accidentado mientras le auxiliaban—. He perdido la noción de mi paradero. ¡Estúpido cayado! ¿Dónde ha ido a parar mi sombrero?
Pese a tamañas peripecias, quedó más o menos incólume. Embutió el tomo en una bolsa, que le servía de funda, y se caló el redondel de fieltro en el cráneo, no sin antes invertir el orden lógico de las operaciones y tener que empezar de nuevo. Por desgracia, su rebelde tocado rehusó acoplarse y el ala se deslizó hasta cubrirle los ojos.
—¡Los dioses me han castigado con la ceguera! —aventuró el hechicero, tanteando el aire con frenesí. Este percance pronto se solventó. El acólito, estudiando a Tanis con una creciente incertidumbre, agarró el sombrero y, gentil, lo retiró de manera que se encajara en el canoso cabello. Esta amabilidad enojó al veterano personaje, quien, tras censurar al joven a través de sus dilatadas pupilas, observó al semielfo y demandó:
—¿Persona importante? Sí, creo que lo eres. ¿No hemos coincidido ya en alguna ocasión?
—Naturalmente —repuso el otro—. Pero eres tú la criatura importante a la que me refería, Fizban.
—¿Yo? —El mago quedó unos momentos petrificado hasta que, dueño de nuevo de sí mismo, emitió un gruñido y se ensañó con el pobre novicio—. Claro, tú tienes la culpa de todo este embrollo. Deja ya de interponerte en mi camino. No permanezcas tieso como un pasmarote —le apremió.
Después de atravesar el umbral del Templo, el viejo examinó a Tanis desde debajo del ala del andrajoso sombrero. Descansó la mano en el brazo del semielfo y, desvanecida la nota de atolondramiento de sus rasgos y su voz, le contempló sin un pestañeo y sentenció:
—Nunca antes afrontaste una hora tan negra como la que te aguarda, héroe de la Lanza. Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor.
Dicho esto se alejó, a un ágil trotecillo que desentonaba con su añejo aspecto. Pero casi de inmediato, se equivocó en el rumbo y acabó en el interior de un estrecho gabinete. Dos sacerdotes corrieron a rescatarle y le hicieron de guías.
—¿Quién es? —preguntó el neófito, perplejo, al mismo tiempo que echaba a andar detrás del trío.
—Un amigo de Elistan —especificó Tanis—. Lo que podría denominarse un viejo colega.
Cuando partía del santuario, una nueva imprecación retumbó en las vías auditivas del semielfo:
—¡Qué alguien me traiga el sombrero!
—¿Crysania?
No hubo más contestación que un tenue gemido.
—Serénate, tus heridas revisten cierta gravedad pero el enemigo ya se ha ido. Bebe este preparado para calmar el dolor.
Extrayendo varias hierbas de unos saquillos, Raistlin elaboró una mixtura en un cuenco de agua caliente y, tras incorporar a la sacerdotisa en el lecho de hojas ensangrentadas donde yacía, llevó el recipiente a sus labios. Cuando hubo sorbido el brebaje, la mujer abrió los ojos y sus contraídas facciones se ensancharon.
—Tenías razón —admitió, reclinada en su protector—. Me encuentro algo restablecida.
—Y ahora debes orar a Paladine para que te cure, Hija Venerable. Tenemos que seguir adelante.
—No sé, Raistlin —titubeó ella—. Flaquean mis energías, y la divinidad parece hallarse muy lejos de nosotros.
—¿Rezar a Paladine? —se interfirió una tercera voz, firme y cavernosa—. ¡Eres un blasfemo, Túnica Negra!
Molesto, pero más aún inquieto, el aludido levantó los ojos. Casi se le salieron de las órbitas.
—¡Sturm! —exclamó sin resuello.
El caballero no le oyó, estaba demasiado absorto en la contemplación de Crysania y las llagas de su cuerpo que, aunque no sanaron del todo, se secaron en unos segundos.
—¡Brujería! —la acusó el atónito observador, y desenvainó la espada.
—Nada de eso, buen caballero —le enmendó la sacerdotisa—. No soy una bruja, sino una sacerdotisa de Paladine, como podéis comprobarlo por mi Medallón.
—¡Mientes! —replicó, furioso, Sturm—. Los clérigos desaparecieron antes del Cataclismo. Y, además, si lo fueras repudiarías la compañía de este engendro del Mal.
—Sturm, ¿no me reconoces? Soy yo, Raistlin. —Excitado, el archimago se puso en pie—. Mírame con atención. No puedes haberme olvidado.
El que fuera bravo guerrero se volvió hacia el que así lo interpelaba y le puso el filo de su acero en la garganta.
—Ignoro por qué medios esotéricos has averiguado mi nombre —le espetó—, pero si lo pronuncias una vez más habrás de atenerte a las consecuencias. En Solace empleamos sistemas expeditivos para desembarazarnos de los de tu calaña.
—Siendo un virtuoso caballero, ligado por votos de equidad y obediencia, invoco a tu sentido de la justicia —dijo Crysania, al mismo tiempo que se enderezaba, con ayuda de Raistlin.
Se suavizó el semblante del aparecido quien, reverente, inclinó la cabeza y envainó la espada, no sin dirigir a Raistlin una mirada de soslayo.
—Es cierto lo que afirmas, señora —concedió—. Estoy vinculado a inviolables promesas. Te garantizo un comportamiento ecuánime.
Mientras hacía tan nobles comentarios, la alfombra de hojarasca se transformó en un suelo de madera, el cielo en techo, la senda en un pasillo entre dos hileras de bancos. «Estamos en una especie de tribunal», pensó Raistlin, aturdido por el cambio. Doblado aún su brazo para que se apoyara la mujer, avanzaron a través de la nave y la ayudó a sentarse frente a una mesa colocada en el centro de la sala. Se erguía delante de ellos una plataforma y, al volver la vista atrás, el mago descubrió que la estancia estaba abarrotada de personas, todas rebosantes de gozo.
Examinó mejor a la concurrencia. ¡Conocía aquellas criaturas! Allí estaba Otik, propietario de la posada «El Último Hogar», devorando una fuente entera de patatas especiadas. Tika, a su lado, ondeaba los pelirrojos tirabuzones de su melena, a la vez que señalaba a Crysania y chismorreaba entre sonoras risotadas. ¡Y también Kitiara se hallaba presente! Recostada en actitud displicente en el marco de la puerta, ajena al acoso de una turba de admiradores, detuvo su mirada en Raistlin y le dedicó un guiño.
Pero el hechicero no hizo caso de tan insidiosa complicidad y, febril, siguió con su inspección. Su padre, un paupérrimo leñador, estaba sentado en un discreto rincón, hundidos los hombros y cruzado su rostro por los surcos perpetuos de la angustia y la infelicidad. Laurana se había acomodado en un lugar apartado, donde su belleza de elfa destacaba cual una estrella en la negra noche.
Junto a Raistlin, la sacerdotisa, que también se había girado, gritó:
—¡Elistan, préstame tu respaldo!
Uniendo la acción a la palabra, la mujer abandonó su asiento y retrocedió unos pasos con la mano extendida. Pero el clérigo se limitó a mirarla entristecido y significarle su negativa mediante un gesto.
—Levantaos y honrad a su señoría.
Con más ajetreo y bullicio del deseable, el pleno de la sala se puso de pie. Un respetuoso silencio, no obstante, sucedió al crujir del entarimado cuando el juez se personó en el atestado tribunal. Vestía la indumentaria encarnada que correspondía a los servidores de Gilean, dios de la Neutralidad, y su porte le delataba como un ser joven, aunque en la penumbra el nigromante no logró verlo bien. Hasta que se acomodó en su butaca, detrás del estrado, no expuso sus rasgos de semielfo a la luz del sol que entraba por una ventana.
—¡Tanis! —vociferó Raistlin, y dio una zancada en su dirección.
Pero el barbudo semielfo frunció el entrecejo, frente a tan insólita conducta, al mismo tiempo que un enano viejo y gruñón, el ujier, azuzaba al mago en el costado con el extremo romo de su hacha.
—Siéntate, brujo, y no hables hasta que se te autorice.
—¿Flint? —inquirió el hechicero, y le zarandeó por el brazo—. ¿No ves que soy Raistlin, tu antiguo compañero de infortunio?
—¡No oses tocar a un funcionario de la justicia! —rugió el hombrecillo en la cumbre del enfado, apartando el brazo de un brusco tirón y, sin cesar de refunfuñar, ocupando su puesto en la plataforma—. No muestran la menor deferencia a una persona de mi veteranía y condición. Te tratan como un saco de harina que cualquiera tuviera derecho a manosear.
—No te exaltes, Flint, es suficiente —le atajó Tanis. Espiando receloso a la pareja de la mesa, inauguró la sesión—. ¿Quién presentará los cargos contra los inculpados?
—Yo lo haré —anunció un caballero enfundado en una reluciente armadura, y se incorporó en el banquillo.
—De acuerdo, Sturm Brightblade —asintió el juez—, en su momento podrás relatar al tribunal los crímenes que les atribuyes. ¿Quién será el defensor?
Raistlin quiso intervenir, pero le interrumpieron.
—¡Yo! —propuso alguien, exultante de alegría—. Estoy aquí, Tanis… Perdón, señoría. Aguarda, al parecer me he hecho un lío.
Un estallido de risas conmovió el tribunal. La multitudinaria audiencia volcó su jocosidad en un kender que, cargado de libros, forcejeaba por traspasar el acceso. Kitiara, que estaba cerca, esbozó una mueca socarrona, aferró al personaje por el copete y le arrancó de su prisión, aunque con tal fuerza que éste cayó despatarrado, una postura poco adecuada al ceremonial de rigor, en el pasillo. Los libros se esparcieron en una contundente lluvia, y arreciaron las carcajadas. Impertérrito, el kender puso el cuerpo enhiesto, se sacudió el polvo y, sorteando la desparramada literatura, consiguió arribar a su destino.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —saludó formalmente, y alargó la mano a Raistlin para que se la estrechara. El nigromante no hizo tal, no por descortesía sino porque se lo impedía la sorpresa. Así que el aspirante a letrado se encogió de hombros, miró su solitaria mano, suspiró y, situándose de perfil, se encaró con el juez—. Hola, mi nombre es Tasslehoff Burrfoot.
—¡Siéntate! —bramó el ujier—. No se emplea ese tono de familiaridad con personas de tan alto rango, botarate.
—¡Sandeces! —se rebeló el reprendido, inflamado de indignación—. ¿Por qué no hacerlo si a uno le apetece? Después de todo, no es un delito ser educado, aunque, como es natural, vosotros, los enanos, nada sabéis de modales. Brutos, eso…
—¡Cállate! —se exasperó Flint. Ronco después de tan imperativo grito, para reforzar su autoridad el hombrecillo tuvo que golpear el suelo con el astil de su hacha.
Danzante el despeinado copete, Tas dio media vuelta y, dócil, se encaminó al banquillo donde se encontraba Raistlin. Pero, antes de tomar asiento, se plantó frente al público e imitó los aspavientos del enano, con tan buen acierto que el gentío se entregó a una verdadera algazara, cuya consecuencia directa fue, inevitablemente, que la víctima de la mofa se encolerizó todavía más. Esta vez intervino el juez.
—¡Basta de alboroto! —se impuso con tono perentorio, y se hizo el silencio en la sala.
El kender se arrellanó en la silla reservada al defensor, junto al reo. Al notar un ligero contacto en su cinto, el archimago clavó en el ficticio letrado una fulgurante mirada y le ordenó, abierta la palma de su mano:
—¡Devuélveme eso!
—¿Cómo? ¡Ah, te refieres a este saquillo! Debe de haberse soltado sin que te percatases —apuntó y, con un aire de candor capaz de desarmar al más severo de los mortales, le entregó una bolsa que contenía ingredientes de hechizos—. Estaba en el suelo. Me he limitado a recogerlo.
Tras arrebatárselo a Tasslehoff, el nigromante volvió a atar el valioso saquillo al cordón de seda que lucía en su talle.
—Al menos podrías haberme dado las gracias —le reprochó el kender en un suspiro, que reprimió al advertir que el juez le estudiaba con aire severo.
—¿Cuáles son los cargos contra los acusados? —interrogó Tanis a Sturm Brightblade.
El aludido fue hasta el estrado y, ya a su pie, dejó libre curso a los aplausos de la audiencia. Debido a su estirpe, su código de honor y un cierto atisbo de melancolía que se adivinaba en su expresión, había adquirido una notoria popularidad entre la plebe.
—Hallé a esta pareja en la espesura, señoría —inició su alegato—. El Túnica Negra mencionó a Paladine —se oyeron murmullos recriminatorios en los bancos— y, estando yo a corta distancia, hirvió una infusión de ignotas virtudes y se la dio a la mujer. Cuando les vi, ella era presa de convulsiones. Exhibía heridas en todo su cuerpo, tenía el vestido manchado de sangre y su rostro aparecía quemado y plagado de cicatrices, como si hubiera ardido en un incendio. Sin embargo, al ingerir la pócima del brujo se curó al instante.
—¡No! —se soliviantó Crysania, incorporándose en un estado de total inseguridad—. La interpretación del acusador es errónea el elixir que me administró Raistlin tan sólo mitigó el dolor si sanaron mis llagas fue gracias a mis oraciones. Soy una sacerdotisa de Paladine…
—Excusa a la dama, Ta… señoría —irrumpió Tas en el parlamento—, mi cliente no pretendía insinuar que es una genuina representante del dios del Bien. Concibieron una pantomima, eso fue todo, y ella encarnaba a una de esas extinguidas hijas de la Iglesia. Está nerviosa y no ha acertado a explicarlo —se reafirmó, con una astuta risita entre dientes que revelaba su satisfacción—. Se entretenían un rato a fin de amenizar el largo viaje. Es un juego que ambos practican a menudo.
Terminada su parrafada, el kender se tomó un breve respiro y amonestó a Crysania, pretendidamente en voz baja pero con tal vehemencia que su regañina fue escuchada por todos:
—¿Qué clase de imprudencias cometes? ¿Cómo puedo sacaros de este atolladero si te empeñas en decir la verdad? ¡No lo toleraré!
—Chitón —le ordenó el enano.
—¡Y también me estoy hartando de ti, Flint! —se revolvió Tasslehoff—. O dejas ahora mismo de armar escándalo con esa hacha o te la enrosco alrededor del cuello —le amenazó, ya que el ujier había adquirido el vicio de utilizarla para patear el suelo.
La sala se deshizo en vítores, e incluso el juez se hizo cómplice de la algarabía mediante una leve sonrisa. Crysania se desmoronó al lado de Raistlin, lívida su tez.
—¿Qué significa esta farsa? —le preguntó.
—No lo sé, pero voy a acabar con ella —la alentó el nigromante, y se puso de pie, para imponerse—. Callaos todos —exigió, y su sibilino timbre tuvo el don de sumir a la audiencia en absoluta quietud—. Esta mujer es una sagrada sacerdotisa de Paladine y yo un hechicero Túnica Negra, experto en el arte de la magia.
—¡Obra un prodigio! —le suplicó el kender, saltando de emoción—. Catapúltame a un estanque de patos o algo similar.
—¡Siéntate y permanece quieto! —vociferó Flint.
—¡Prende fuego a la barba del enano! —bromeó Tasslehoff.
Esta divertida sugerencia desencadenó una ronda de aplausos.
—Sí, haznos una demostración de tus facultades —coreó Tanis por encima de la ruidosa hilaridad del tribunal.
Tras un lapso de expectación, el populacho inició un cántico que, dadas las circunstancias, se asemejaba más a una condena:
—Despliega tus virtudes ante nosotros, mago, invoca un portento que nos convenza.
Hasta Kitiara, que se había mantenido al margen, clamó sobre los otros con timbre cristalino, ineludible:
—Vamos, ruina frágil y enfermiza, deléitanos si puedes mediante un sortilegio.
La lengua de Raistlin se adhirió a su paladar, mientras Crysania, con una mezcla de pavor y esperanza, le animaba a intentarlo. El hechicero asió el bastón arcano, que estaba a su alcance pero recordó su anterior metamorfosis y no se atrevió a usarlo.
Atenazado por la impotencia, se recubrió de una capa de superioridad. Dirigió una desdeñosa, altiva mirada a las personas congregadas en la estancia y manifestó:
—No me rebajaré a ponerme a prueba frente a criaturas como vosotros.
—Yo opino que es una buena idea complacerles —masculló Tas, tirando de sus ropajes para incitarle a la reflexión.
—Ya lo habéis visto —se ratificó Sturm—. ¡El brujo no puede satisfacernos, es un impostor! Solicito para ambos la pena capital.
—¡A muerte, a muerte! —le secundó la multitud—. ¡Qué ardan los cuerpos de los brujos! ¡Así se salvarán sus almas!
—Y bien, mago —insistió Tanis, deseoso de concederle una última oportunidad—, ¿puedes corroborar que eres quien afirmas?
Los versículos de un encantamiento afloraron a los labios del nigromante, pero se desintegraron antes de coordinarse en palabras. Crysania se aferraba a sus vestiduras, la batahola era ensordecedora y no podía pensar. Ansiaba estar solo, lejos de las humillantes risas y de aquellas pupilas llenas de terror.
—Yo…
La voz se le quebró y hundió la cabeza en el pecho.
—Quemadles en la hoguera.
Unas toscas manazas atraparon a Raistlin, al mismo tiempo que se desvanecía la sala del juicio. Forcejeó, pero fue inútil. El hombre que le inmovilizaba poseía unos músculos de acero, un tamaño descomunal y en su rostro se dibujaban las huellas de un talante que, originariamente jovial, se había tornado grave y huraño.
—¡Caramon, hermano! —gritó el mago, retorciéndose en las enormes zarpas para encararse con su gemelo.
El aludido le ignoró. Sin aflojar un ápice su presa, arrastró al enjuto mago colina arriba. Durante el ascenso, el prisionero examinó el panorama y vislumbró, en la cumbre de la cuesta, dos altas estacas clavadas en la tierra. Al pie de cada una de ellas, los ciudadanos, sus amigos y vecinos se afanaban en acumular grandes brazadas de leña seca. Era su pira funeraria.
—¿Dónde está Crysania? —preguntó Raistlin al guerrero, persuadido de que la sacerdotisa había escapado y volvería para rescatarle.
Pero pronto se desengañó, al distinguir el blanco hábito de la mujer junto a una de las pértigas. Elistan se encargaba de anudar unas cuerdas en sus brazos y, aunque ella se debatía en una última intentona de fuga, los innumerables suplicios previos la habían debilitado y tuvo que desistir. Sollozando de miedo y desesperación, la sacerdotisa se abandonó. Habría caído desplomada de no sujetarla las ligaduras de las manos y los pies, estos últimos atados a la base del madero.
En la agitación del llanto, su negra melena se derramó sobre los hombros tersos, desnudos. Sus heridas se habían abierto y la sangre teñía de rojo su alba indumentaria. El hechicero creyó percibir que invocaba a Paladine, pero si en realidad lo hizo, la enfervorizada barahúnda que formaba la plebe le impidió entender el contenido de sus plegarias. Además, la fe de la mujer sufría un menoscabo proporcional al de su cuerpo.
Tanis avanzó hacia la convicta con una llameante antorcha en la mano. Antes de cumplir su cometido, se giró hacia Raistlin y le conminó:
—Presencia su destino y verás el tuyo.
—¡No! —El mago forcejeó con su aprehensor, pero Caramon no se inmutó.
Encorvando la espalda, el juez y verdugo arrojó la tea sobre la leña rociada con aceite. La combustión fue instantánea. El fuego se extendió rápidamente y prendió en el inflamable tejido del vestido femenino. Un alarido de la prisionera, más estentóreo que el crepitar de la fogata, hirió los tímpanos del mago. Al mismo tiempo, la ajusticiada estiró el cuello para dedicarle una postrera mirada. Al leer el dolor y el pánico en sus pupilas, al descubrir también el amor que le profesaba, el corazón de Raistlin se consumió en una hoguera más abrasadora que la que ningún mortal era capaz de encender.
—Si quieren magia se la brindaré, y a raudales —decidió el trastornado espectador.
Sin proyectar de antemano sus acciones, el hechicero apartó al perplejo hombretón y, ya libre, elevó los brazos al cielo. Fue un impulso instintivo pero, en el mismo momento de darle rienda suelta, las frases arcanas penetraron en sus entrañas para no huir nunca más.
Un relámpago se formó en las yemas de sus dedos y, veloz, acometió contra las nubes que flotaban en el ahora rojizo cielo. Aquéllas respondieron con una descarga idéntica, fulminando el terreno a pocos pasos del hechicero.
En su afán por comprobar el efecto que, de rebote, podían haber producido otros proyectiles sobre la plebe, Raistlin se volvió. No había nadie. Sus conciudadanos habían desaparecido como si jamás hubieran existido.
—¡Ah, mi Reina! —exclamó. Y las carcajadas salieron como burbujas de su boca.
El regocijo invadió su alma a medida que el éxtasis de su magia ensanchaba sus venas. Al fin comprendía su gran necedad y también, en una indisociable ilación, la maravillosa perspectiva que se le ofrecía.
Había vivido en una falacia, concebida por él mismo. Tas le dio en Zhaman la clave del enigma, pero él no se dignó recapacitar. Durante las fatigosas pláticas sostenidas en los calabozos de la fortaleza, el kender le había comentado que no tenía más que visualizar un paraje, auténtico o inventado, y sería transportado en un santiamén. O, mejor dicho, no podía garantizar si era su persona quien viajaba o a la inversa, su ensoñación la que volaba hacia el lugar invocado. En su vagabundeo, había recorrido, así, todas las ciudades que visitara en sus correrías las reconocía y al mismo tiempo, le parecían distintas, nuevas.
»Comprendí, a raíz de estas declaraciones, que el Abismo era un reflejo del mundo, y emprendí mi deambular. Me equivoqué —admitió en su fuero interno—. No se contempla esta sima en el espejo del universo material, sino en el de mi cerebro, de tal manera que soy yo quien la forjo e, inevitablemente, la desvirtúo a través de mi visión peculiar. ¡Lo que he estado haciendo todo este tiempo ha sido internarme en las regiones más ocultas de mi pensamiento!
»La Reina está en la Morada de los Dioses —se dijo— sólo porque mi voluntad la emplazó allí ese lugar se aproximará o alejará a mi antojo. Mi magia no funcionaba debido a mi flaqueza, a las dudas que abrigaba sobre su eficacia, y no a consecuencia de una prohibición de la soberana. ¡He estado a punto de derrotarme a mí mismo, engañado por una absurda patraña! Pero ahora se ha iluminado mi entendimiento, Majestad, sé que puedo triunfar. La Morada de los Dioses constituye una etapa marginal y también una avance directo hacia el Portal, según yo lo determine».
—Raistlin.
La voz que le llamaba era queda, la de una agonizante exhausta y vencida. El archimago giró la cabeza y, reanudando sus deliberaciones desde el punto de partida, constató que la turba se había evaporado en efecto, porque nunca existió. El pueblo, la comarca, el continente, todo cuanto había imaginado se desvaneció en etéreos vapores. Se erguía en una nada monótona, ondulante, en la que la bóveda celeste se hermanaba con la esfera terrenal al estar ambas envueltas en un halo fantasmagórico. La imprecisa línea del horizonte era equiparable al fino tajo de un cuchillo entre dos masas incandescentes.
Sin embargo, un objeto perduraba en aquel desierto vacío de ideas: la estaca de madera. Circundada de ascuas, se silueteaba contra el purpúreo firmamento cual una siniestra torre exenta, sin trabas que la vinculasen a ningún entorno ni episodio. Una figura yacía en su base, una mujer que en su día debió de ataviarse de blanco, pero que ahora no vestía sino andrajos ennegrecidos. El olor a carne chamuscada que despedía era intenso.
El hechicero fue hacia ella y, arrodillándose junto a las todavía ígneas cenizas, examinó a la yaciente.
—¿Crysania?
—¿Eres tú, Raistlin? —indagó la mujer en un plañido lastimero.
La sacerdotisa tenía la tez espantosamente llagada. Sus ojos giraban fuera de las órbitas, ciegos, de un lado a otro y también su mano, poco más que una pezuña informe, palpaba el aire en busca de un objeto por el que orientarse. Al notar los dedos de su compañero sobre la maltrecha a mano, lloró desconsolada:
—¡Mi vista se ha empañado! No hay en mi derredor más que tinieblas. ¿Seguro que eres tú?
—Sí —confirmó él.
—Raistlin, he fracasado —siguió lamentándose la mujer.
—No, Crysania —discrepó el mago con un tono frío, regular, que nada delataba—. Estoy intacto y mis poderes, entretanto, se han fortalecido. Lo cierto es que me siento más imbatible ahora que en ninguna de las experiencias que he afrontado en todas las eras de la historia: lucharé contra la Reina Oscura y la aniquilaré.
Los labios cuarteados, en carne viva, de la sacerdotisa se separaron en una sonrisa, mientras que la mano que sostenía Raistlin incrementaba su escasa presión.
—Mis ruegos han sido atendidos —balbuceó antes de atragantarse, convulsionado su cuerpo por un dolor espasmódico. Cuando al fin recuperó el aliento murmuró algo ininteligible que Raistlin no entendió hasta que se inclinó sobre ella—: Me estoy muriendo. Los tormentos a los que me han sometido sin tregua durante nuestro viaje han reducido mi capacidad de resistencia, la han extinguido. Paladine no tardará en llevarme a su seno. Quédate conmigo, Raistlin, asísteme en este trance.
El interpelado examinó los restos de la criatura que yacía bajo la pira. A causa, quizá, de las emociones que le transmitían sus delicados dedos, se dibujó en su memoria la figura femenina tal como se le presentara en el bosque de Caergoth, en aquella única ocasión en la que estuvo a punto de perder el control y hacerla suya, poseer su piel blanca, su sedoso cabello y sus refulgentes ojos. Rememoró el amor que destilaba, sus propias sensaciones al estrecharla en sus brazos y llenarla de besos.
Una tras otra, Raistlin consumió tales evocaciones. Las incendió con su arte y observó cómo se reducían a rescoldos y humo que el viento dispersaba.
Alargando una mano, se desembarazó de aquella otra mano que le estrujaba como si él fuera su tabla de salvación.
—¡Raistlin! —suplicó la sacerdotisa, arañando el vacuo aire en un ímpetu fruto del terror.
—Has servido mis propósitos, Hija Venerable —la desencantó el nigromante, tan glacial su acento, tan carente de matices, como la hoja de la argéntea daga que guardaba en su muñeca—. El tiempo apremia. Mientras yo me entretengo a tu lado, aquellos que se han aliado para detenerme se encaminan hacia el Portal de Palanthas. He de desafiar a la Reina, librar la última batalla contra sus esbirros y, una vez me alce con la victoria, traspasar el Portal antes de que alguien pueda interceptarme.
—¡Raistlin, no me dejes! —mendigó la mujer, sorda a sus explicaciones—. ¡No permitas que perezca sola en la negrura!
Reclinándose en el Bastón de Mago, cuyo pomo reverberaba ahora con una luz radiante, deslumbradora, el hechicero se puso de pie.
—Adiós, Hija Venerable —se despidió con un susurro quedo, siseante—. Ya no te necesito.
Llegaron a los oídos de Crysania unos crujidos de tela, inconfundible síntoma de que Raistlin había partido. Al revoloteo del borde de su túnica se sumaron los acompasados baques del bastón, a la vez que en peculiar armonía con el asfixiante hedor, con los acres efluvios de carne socarrada, una fragancia de pétalos de rosa impregnaba las vías olfativas de la mujer.
Luego el silencio descendió como una losa, una quietud que atestiguaba la marcha de su ídolo. Estaba sola, la vida oscilaba en sus venas del mismo modo que sus más íntimas ilusiones parpadeaban en su mente para, despacio, apagarse.
Solostaran, el clérigo elfo, había pronunciado su augurio poco antes de la hecatombe de Istar, había profetizado que recuperaría la visión cuando la cegasen «unas tinieblas infinitas». La sacerdotisa habría roto en llanto al asaltarle tales recuerdos, pero el fuego había destruido sus lágrimas y la fuente de la que manaban.
—Tenía razón aquel eclesiástico, mis ojos se han abierto al cerrarse —dialogó con las brumas—. ¡Cuán clara es ahora mi percepción! Me he confeccionado mi propia fábula, y he sucumbido a ella. Nunca signifiqué nada para Raistlin, tan sólo fui un peón que movía a su capricho en un inmenso tablero de juego. Y lo peor de todo es que también yo utilicé al nigromante —gimió—. Nuestros intercambios, sus promesas, exacerbaban mi orgullo, mis ambiciones. Mi oscuridad ensombrecía la suya y, en esta hora en la que me abandona, está perdido. Le he empujado a su perdición, porque, si elimina a la Reina, la reemplazará y se investirá de su infame poderío.
Vuelto el rostro hacia un cielo que le estaba negado contemplar, exhaló un aullido agónico:
—¡He sido impía, Paladine! Me he pervertido a mí misma y he perjudicado al mundo. Pero ¡oh, mi dios!, ¿sobre quién caerán mis errores más que sobre él?
Postrada en la oscuridad eterna, su corazón lloró en sustitución de sus resecos lagrimales.
—Te amo, Raistlin —confesó—. Nunca pude revelártelo, pues ni yo misma aceptaba la evidencia. —Sacudió la cabeza, agarrotado su ser por un sufrimiento más desolador que el que le infligieran las llamas—. ¿Habría cambiado algo si hubiera tenido el valor suficiente para sincerarme?
Se amortiguó el acceso de dolor, al unísono con su conciencia. Se diría que Crysania se deslizaba hacia una órbita donde nada contaba, ni sus avatares ni su actual decadencia.
«Por suerte, voy a morir —se alegró mentalmente—. Acuda raudo el ocaso, termine mi amarga tortura».
Concluida su oración, le llegó el momento de arrepentirse.
—Perdóname, Paladine. —No le quedaba aliento para recitar una letanía, así que respiró hondo y apostilló—: Perdóname, Raistlin.
Agua que del polvo surge,
polvo que hacia el agua va,
que forma continentes, abstractos como el color
para los ojos ciegos, para el tacto de una mujer altiva,
Hija de Paladine, que sólo sabe de textura, de olor.
De las aguas un país nace,
una tierra imposible
cuando al principio en los rezos se imagina,
donde el sol es, como los mares y estrellas, invisible,
y la divinidad en el código del aire se difumina.
Polvo que del agua viene,
agua que el polvo invocará.
Y la túnica que en el blanco toda la gama resume,
en la memoria, en regiones ocultas, se imprimirá,
por si vuelve la luz, el arco iris, así se presume.
Un pozo abundante en lágrimas se esboza
en lontananza,
para alimentar el duro trabajo de nuestras manos,
en una esfera siempre fértil de anhelos,
de remembranza,
una esfera donde, redimidos, vivirán un día
los humanos.
Tanis se hallaba en el exterior del Templo, meditando sobre los vaticinios del extravagante mago: «Hay esperanzas, pero debe triunfar el amor».
Se enjugó las lágrimas y meneó la cabeza mientras se repetía, afligido, que en esta ocasión no se cumplirían los estimulantes presagios de Fizban. El amor nunca desempeñó un papel en aquel juego. Raistlin manipuló los nobles sentimientos de Caramon, succionó toda su esencia hasta aplastarle y reducirle a una masas de mantecosos rollos y aguardiente enanil. El mármol tenía más capacidad de albergar sentimientos que Crysania, la doncella estatua y, en cuanto a Kitiara, ¿acaso alguna vez buscó relaciones que no presidiera la lujuria?
Se reconvino a sí mismo por pensar en su antigua amante. No era su intención revivir su pasado juntos, su idilio, pero bastaba que se propusiese recluir los recuerdos en un inaccesible departamento de su alma para que una luz los enfocase y brillara esplendorosa sobre ellos. Sorprendió a su mente en el acto de remontarse a su primer encuentro en la espesura próxima a Solace, donde, al descubrir el semielfo a una mujer que defendía su vida contra unos goblins, corrió a rescatarla y la dama, airada, se revolvió frente a su salvador y le acusó de estropear su pasatiempo.
Tanis quedó cautivado. Hasta entonces sus únicos galanteos fueron los que había dedicado a Laurana, una delicada muchacha elfa, pero fue un romance que sólo podía calificarse de infantil. La joven y él habían crecido juntos, después de que el padre de la Princesa —tal era el título que ostentaba la deliciosa criatura— adoptara al bastardo semielfo, por razones caritativas, al morir su madre en el alumbramiento. Se debió, en parte, a la pueril infatuación de Laurana respecto a su pretendiente, un enlace que su progenitor nunca habría aprobado, la determinación de éste de abandonar su patria y lanzarse a viajar a través del mundo en compañía del viejo Flint, el enano herrero.
Evidentemente, en su plácida adolescencia, Tanis no había conocido a nadie como Kitiara, descarada, pendenciera, embrujadora y sensual. No se esforzó la muchacha en disimular que el joven le atraía, pese a su inoportuna irrupción en lo que ella denominaba sus «pasatiempos». Una batalla lúdica entre ambos culminó en una noche de pasiones desatadas bajo las mantas de Kit y, tras este escarceo, gozaron de muchas horas en la intimidad, tanto en sus excursiones en solitario como cuando se desplazaban con sus amigos, Sturm Brightblade y los hermanastros de ella, Caramon y su frágil gemelo Raistlin.
Al oír, como si fuera ajeno, que un suspiro escapaba de su garganta, procuró contener sus ensoñaciones. Precipitó las imágenes en la celda de donde no deberían haber salido, cerrando y atrancando la puerta. Kitiara nunca le amó, no representó para aquella devoradora de hombres más que un simple entretenimiento. En cuanto se presentó la oportunidad de conseguir lo que de verdad la motivaba, el poder, le dejó sin la más leve vacilación. No obstante, y pese a nacerse todas estas reflexiones, Tanis no había terminado de girar en su cerradura la llave de su espíritu cuando, una vez más, la voz de la dignataria retumbó en sus entrañas. De nuevo profirió las frases que le dirigiera la noche en la que la Reina de la Oscuridad fue expulsada del mundo, la noche en la que la Señora del Dragón, infiel a su soberana, les había ayudado a evadirse a él y a Laurana: «Adiós… recuerda que sólo me guía el amor».
Una lóbrega figura, que más se asemejaba a la encarnación de su propia sombra, apareció al lado del semielfo. Éste dio un respingo, causado por el repentino e irracional temor de que se tratase de una ilusión de su subconsciente Pero se equivocaba. El supuesto fantasma que se había materializado de la nada le saludó lacónicamente y Tanis comprendió que era una persona, un ser de carne y hueso. Más todavía, le identificó como Dalamar. Expelió una bocanada de aire para relajarse. Le inquietaba la probabilidad de que el elfo oscuro se hubiera percatado de cuán abstraído se hallaba en sus cábalas, que hubiera adivinado incluso el objeto de su agitación. Aclarándose una inoportuna ronquera, observó al nigromante y le consultó:
—¿Acaso Elistan…?
—¿Ha muerto? —concluyó el otro al advertir su angustia—. No, aún no. Pero he presentido la intromisión de alguien cuya presencia no iba a resultarme grata y, como mis servicios no eran requeridos, he optado por retirarme.
Deteniéndose sobre el césped, por el que había echada a andar, el semielfo sometió a su oponente a un prolongado escrutinio. Dalamar no se cubría con la capucha. Sus rasgos eran plenamente visibles en el sereno anochecer.
—¿Por qué lo has hecho? —le interrogó a bocajarro.
El hechicero se detuvo también sobre sus pasos y, mirando a su acompañante con una sonrisa indefinible, le invitó a concretar:
—¿Por qué he hecho qué?
—Acudir a la cabecera de Elistan, aliviar su dolor —le explicó Tanis, y señaló la hierba circundante—. Por lo que he podido comprobar, pisar este recinto equivale, en tu caso, a subir al patíbulo de los condenados. Además —agregó, y se endureció su expresión—, me cuesta creer que a un pupilo de Raistlin le preocupe el devenir de un congénere, ni siquiera su agonía.
—Cierto —parafraseó el mago—, a un alumno del shalafi le tiene sin cuidado lo que pueda sucederle al clérigo. Desde un punto de vista personal, me es indiferente, pero eso no implica que no posea mi propio código del honor. Me enseñaron a pagar mis deudas, porque la gratitud es una forma de dependencia que siempre rechacé. ¿Concuerda, a tu juicio, esta postura con la conducta habitual del maestro?
—Sí, pero… —quiso objetar el semielfo.
—Te repito que he saldado una cuenta, eso es todo —le atajó el aprendiz.
Mientras reanudaban su paseo por aquel tramo de verdor, el héroe atisbo una contracción en el semblante de su compañero. Era ostensible que el oscuro personaje ansiaba abandonar aquellos hostiles parajes, porque aceleró tanto la marcha que el antiguo aventurero hubo de forzar su paso para no quedarse rezagado.
—Verás —le desveló Dalamar el misterio—, Elistan visitó una vez la Torre de la Alta Hechicería para ayudar al shalafi.
—¿A Raistlin? —se aseguró Tanis, tan anonadado que hizo un alto.
Pero el acólito no le imitó, por lo que hubo de apresurarse para no perderse ningún detalle.
—Sí —estaba diciendo el narrador, concentrado en su historia y sin que al parecer le importase la audiencia—, es un secreto que nadie conoce, ni aun el mismo afectado. El maestro enfermó hace poco más de un año. Cayó en estado de coma, y me asusté. Como estaba solo y soy una perfecta nulidad en dolencias, mandé aviso a Elistan.
—¿El Hijo Venerable curó a esa criatura? —se asombró su interlocutor.
—No. —Acompañó la sucinta negativa con un gesto, y su larga melena negra se esparció alrededor de los hombros—. El mal que aqueja a Raistlin no tiene remedio. Es la secuela de un sacrificio que hizo a cambio de enriquecer su erudición arcana. Pero Elistan logró calmar la violencia de sus ataques y proporcionarle descanso. Y, ahora, yo me he librado de un deber.
—¿Tanta ley le tienes al archimago? —indagó, dubitativo, su oyente.
—No me vengas con monsergas —le reprochó Dalamar, en un exabrupto fruto de la impaciencia. Estaban en el límite del cuidado césped y las sombras del anochecer se alargaban cual dedos que, benéficos, hubieran de entornar los párpados de los infelices—. Al igual que Raistlin, únicamente guardo fidelidad a nuestro arte y la soberanía que otorga. Por adueñarme de sus misterios, renuncié a mi pueblo, a mi hogar y a mi herencia, me zambullí de manera voluntaria en el universo de las tinieblas. Él es mi shalafi, mi instructor, mi maestro, su sapiencia y habilidad no hallarían parangón aunque retrocediéramos a eras remotas —ensalzó al amo de la Torre—. Cuando me ofrecí como espía frente al cónclave, era consciente de que mi vida pendía de un hilo, pero se me antojó un precio irrisorio si en contrapartida podía instalarme en su morada y estudiar con tan dotado tutor. Su pérdida será algo irreparable. Siempre que pienso en lo que he de hacerle, en que la información que ha recabado y la experiencia que ha adquirido se perderán en el momento de su muerte, estoy tentado de…
—¿De qué? —le instó Tanis, hostigado por un súbito resquemor—. ¿De dejar que realice sus designios? Sé franco, Dalamar, y contesta a estas preguntas: ¿Estás en situación de impedir su regreso? ¿Quieres evitar que cruce el Portal?
Habían llegado al extremo de los jardines del Templo. Una agradable penumbra alfombraba el terreno, se anunciaba una velada cálida, fragante, perfumada por los brotes que precedían a las nuevas manifestaciones de vida. Entre los macizos del seto, en las ramas del álamo, algunos pájaros trinaban somnolientos, mientras que en la ciudad los farolillos ardían enmarcados en las ventanas para guiar el retorno a casa de los seres queridos. Solinari refulgía en el horizonte, cual si los dioses hubieran encendido su propio candil en su afán de eclipsar la oscuridad. Un retazo de gélida negrura en la benigna, aromática atmósfera atrajo a Tanis. Y supuso que allí estaba enclavada la Torre de la Alta hechicería, tétrica e imponente, sin acogedoras velas que oscilasen tras los cristales. Se preguntó quién o qué aguardaba al acólito en aquella lobreguez.
—Permíteme que te hable de Portales —repuso Dalamar al rato, respetuoso hasta entonces del silencio, pero ajeno a la belleza que tanto solían valorar los de su raza—. Te ilustraré, tal como el shalafi hizo conmigo —propuso al semielfo a la vez que, por mimetismo, su vista se fijaba en la mole donde residía. Siguiendo ahora su propia iniciativa, desvió los ojos hacia la estancia de la cúspide e inició su exposición—. En el laboratorio del piso superior de ese edificio hay una puerta sin cerrojo ni pestillo. Cinco cabezas de dragones, todas ellas metálicas, adornan la arcada. Si te asomas al otro lado, no vislumbrarás más que un vacío insondable, mientras que las figuras reptilianas son frías al tacto, simples máscaras esculpidas, si das crédito a las apariencias. Acabo de describirte el Portal —recapituló, no sin cierta teatralidad—. Existe otro de características análogas en la Torre hermana de Wayreth y, en cuanto al tercero, el de Istar, todo indica que fue destruido en el Cataclismo. El de Palanthas fue trasladado a la fortaleza mágica de Zhaman a fin de protegerlo del populacho y del Príncipe de los Sacerdotes, que intentó instalarse en la mole hace ya algunas centurias. Al derrumbar Fistandantilus el alcázar de Zhaman, el arcano acceso fue restituido a su emplazamiento de origen, es decir, esta ciudad. Creado tiempo atrás bajo los auspicios de hechiceros que anhelaban disponer de vías rápidas de comunicación entre ellos, a la larga sobrepasó tan elementales proyectos. En sus exploraciones, un alocado miembro de la Orden viajó a otro plano.
—Al Abismo —intervino Tanis.
—En efecto —confirmó el aprendiz—. Era ya demasiado tarde cuando los hechiceros se dieron cuenta de los peligros que entrañaba el hallazgo, de su magnitud. Tras interminables asambleas, dedujeron que si alguien de nuestra órbita vital se infiltraba en el Abismo y volvía a través del Portal propiciaría la introducción en el mundo de la Reina de la Oscuridad, le abriría la brecha que ella acecha durante siglos. Así, con el concurso de los clérigos de Paladine los exponentes de las Tres Túnicas tomaron medidas, que juzgaron infalibles, para que nadie se catapultara a los dominios de la soberana. No estaba en su mano clausurar el paso. De modo que exigieron como condición insoslayable que sólo un ente de arraigadas virtudes maléficas, que hubiera hipotecado su alma a tan temible señora, entrara en el secreto de los esotéricos encantamientos destinados a franquearle la entrada en el más allá. Y aún fueron más lejos en sus requerimientos. Decidieron que quien mantendría despejado el puente entre ambas esferas sería alguien puro en el Bien, capaz de confiar en su contrapunto perverso, pese a ser éste el único mortal que no merecía tal honor.
—Raistlin y Crysania —apuntó el otro.
—En su infinita sabiduría —prosiguió Dalamar esbozando una cínica sonrisa—, los magos y los clérigos pasaron por alto la posibilidad de que el amor, un sentimiento vulgar, diera al traste con sus magnos designios. Te he contado toda esta historia para convencerte, semielfo, de que estoy obligado a detener a Raistlin cuando intente volver al mundo, ya que la Reina de la Oscuridad estará en la retaguardia.
Ninguna de las plausibles aclaraciones del acólito, sin embargo, disipó las dudas de Tanis. Era evidente que el elfo oscuro estaba alerta y se hacía cargo del riesgo, que actuaba con plena serenidad, pero…
—¿Podrás imponerte a él? —insistió.
Prendió su mirada, sin premeditación, en el pecho de su interlocutor, donde había visto cinco estigmas grabados al fuego en la carne. Al reparar en el instintivo gesto del semielfo, el hechicero se llevó, también en un impulso reflejo, la mano al torso. Sus iris se ensombrecieron, como embrujados por una presencia que sólo él percibía.
—Semielfo —dijo, una invocación que prologaba una nueva parrafada—, voy a ser sincero contigo. Si mi shalafi conservara intactas, íntegras sus facultades en el instante de acometer el Portal, he de admitir que no, nada podría hacer para obstaculizar su avance. Ni yo ni nadie. Pero, no será ésa la circunstancia, dado que Raistlin habrá invertido una parte de sus energías en destruir a los esbirros de la Reina y en forzarla a ella a un combate singular. Estará débil, quizá malherido. Su única esperanza residirá en embaucar a su adversaria de tal modo que ella descienda a su plano. El nigromante hará entonces acopio de poder y la soberana, por el contrario, se encontrará en inferioridad. El maestro prevalecerá en la contienda. Pero a consecuencia del detrimento que habrá sufrido durante su odisea, yo tendré la oportunidad de vencerlo. Podré y querré hacerlo —subrayó.
Al detectar, todavía, un amago de incertidumbre en la expresión de Tanis, el aprendiz mudó su sonrisa en una mueca y planteó el argumento definitivo.
—Escúchame, semielfo —apostilló—, me han ofrecido lo suficiente para que ponga en tal misión todo mi empeño.
Y, concluida esta frase, murmuró la fórmula de un hechizo y desapareció. Pero, después incluso de esfumarse, su insinuante voz de elfo resonó en el apacible ambiente nocturno.
—Has contemplado el sol por vez postrera —sentenció—. Raistlin y Su Oscura Majestad se preparan. Ella reúne sus ejércitos espectrales, él la incita a la liza. Estalla el conflicto. No habrá un nuevo amanecer.
—Volvemos a encontrarnos, Raistlin.
—Así es, mi Reina.
—¿Te inclinas ante mí, mago?
—Te rindo un último homenaje.
—También yo te saludo con respeto.
—Es un honor excesivo el que me concedes. Majestad.
—Al contrario. He observado tu juego con el más vivo placer y he constatado que respondías a cada uno de mis movimientos mediante otro igualmente certero. En más de una ocasión, has arriesgado todo cuanto poseías a cambio de cobrar una sola pieza. Has demostrado ser un contrincante habilidoso, y la partida me ha aportado un inesperado entretenimiento. Pero ahora, digno rival, ha llegado la hora del jaque. Te queda en el tablero el rey, remedo de tu persona, y en el lado opuesto se alinean mis peones, mis tropas, investidas de su máximo poder. Aunque mis legiones te superan, me satisface tu actuación y he resuelto concederte una gracia.
»Regresa junto a la sacerdotisa. Yace moribunda, sola, azotados su mente y su cuerpo por una tortura como las que nadie, sino yo, puede infligir. Vuelve a su lado, arrodíllate, tómala en tus brazos y estréchala entre ellos. El manto del olvido se desplegará sobre ambos, os cubrirá con tanta dulzura que, arropado en él, te abandonarás al vacío y hallarás descanso eterno.
—Mi Señora…
—Niegas con la cabeza. ¿Rehúsas acaso?
—Takhisis, Gran Soberana, agradezco tan generoso ofrecimiento. Pero participo en este juego, como tú lo llamas, para ganar. Llegaré hasta el final, sea cual fuere.
—¡Uno muy cruel para ti, no lo dudes! Te he dado la oportunidad a la que te hacían acreedor tu sapiencia y tu osadía. ¿Te obstinas en despreciarla?
—Su Majestad es demasiado desprendida. No merezco tan delicada atención.
—¿Te burlas de mí, insensato? Adopta esa mueca, grotesca réplica de una sonrisa, mientras puedas, porque cuando cometas un desliz o incurras en un fallo, por leve que éste sea, me abalanzaré sobre ti. Hincaré las uñas en tu carne y, al sentir su contacto, mendigarás el alivio de la muerte. No lo obtendrás. Los días duran eones en mis dominios, Raistlin Majere, y no pasará uno solo en el que no venga a visitarte en tu mazmorra, la de tu propio pensamiento, para que sigas divirtiéndome como has hecho hasta ahora. Te atormentaré en materia y en espíritu. Y seré tan despiadada, que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita, porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas.
»Advierto que palideces, mago. Tu frágil cuerpo se estremece, tus manos tiemblan y tus ojos se dilatan de miedo. ¡Póstrate ante mí y suplica el perdón!
—Mi Reina…
—¿Cómo? ¿Aún no te has arrodillado?
—Mi Reina, te toca a ti jugar.
—¡Cuán encapotado está el cielo! —refunfuñó Gunthar—. Si hemos de tener tormenta, ojalá se desate cuanto antes y acabemos de una vez.
«Vientos de pésimo augurio», barruntó Tanis. Pero prefirió no exteriorizar sus pensamientos, como tampoco había comunicado a nadie su entrevista con Dalamar, sabedor de que el coronel no creería una palabra de lo explicado por el aprendiz.
El semielfo tenía los nervios de punta. Hallaba cierta dificultad en tratar con paciencia al caballero, quien, aunque protestaba por el tiempo, parecía en plena forma. Parte de su desazón se debía al extraño aspecto del cielo. Aquella mañana, según preconizara el hechicero, no despuntó mediante lo que cabe designar como un amanecer. En lugar del alba, tiñó la bóveda celeste un cúmulo de nubes entre el escarlata y el azul, que, salpicado de matices verdosos y el intermitente relumbrar de los relámpagos, bullía sobre sus cabezas en un multicolor vaivén. El viento que trajo tan densa borrasca se disipó en cuanto la hubo depositado y, al no caer una gota de lluvia, la atmósfera se enrareció hasta hacerse tórrida y agobiante. Mientras efectuaban su ronda a través de las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote, los centinelas, enfundados en sus pesadas cotas de malla, se secaban el sudor de las sienes e intercambiaban reniegos contra las tempestades primaverales.
Sólo dos horas antes, Tanis estaba en Palanthas, dando incesantes vueltas entre las sedosas sábanas del lecho que presidía el aposento de huéspedes de la mansión de Amothus, mientras ponderaba los augurios de Dalamar. Había pasado despierto casi toda la noche, abstraído en tales meditaciones y con la mente puesta, también, en Elistan.
En efecto, poco después de la medianoche había llegado a palacio la noticia de que el clérigo de Paladine había dejado este mundo para volar a otro plano de existencia, incorpóreo e inundado de luz. Había expirado en paz, acunado por un afable pero estrafalario anciano, que, tras personarse en circunstancias misteriosas, se había evaporado de un modo no menos singular. Preocupado a causa de las advertencias del pupilo de Raistlin, diciéndose también que había visto perecer a demasiadas personas poseedoras de su estima, el semielfo fue víctima del insomnio.
Acababa de zambullirse en un exhausto sopor, ya de madrugada, cuando arribó un emisario a sus dependencias. El mensaje que portaba era conciso y apremiante. Rezaba así:
«Tu presencia es requerida de inmediato. Torre del Sumo Sacerdote.
Tanis se refrescó mediante un somero aseo. Luego despidió a uno de los obsequiosos criados del Señor de la ciudad, que pretendía ajustar las hebillas de su pectoral, y se vistió él mismo. Dando tumbos, recorrió después los corredores del edificio, rehusando con la mayor cortesía posible el ofrecimiento de Charles de improvisarle un desayuno. En el exterior, le aguardaba un joven Dragón Broncíneo, que se presentó como ígneo Resplandor, aunque, entre los reptiles, su nombre secreto era Khirsah.
—Conozco a dos de tus amigos, Tanis el Semielfo —dijo el animal mientras sobrevolaban la dormida urbe, impulsados por sus membrudas alas—. Tuve el privilegio de participar en la batalla de las Montañas de Vingaard portando sobre mi grupa a Flint Fireforge, el enano, y al kender Tasslehoff Burrfoot.
—Flint murió —respondió el jinete con tono de tribulación, empañadas sus pupilas. Al evocar a su compañero, no pudo por menos que repetirse que había asistido a excesivas muertes, todas deplorables.
—Fui informado de tan triste suceso —corroboró el Dragón, respetuoso—, y me apené al enterarme. No obstante, el enano gozó de una vida rica en afectos y peripecias. Imagino que el ocaso debe de ser el último honor para una criatura como él.
«He aquí la filosofía del conformista —caviló Tanis—. Quizá sería aplicable al caso que se refiere, pero ¿y a Tasslehoff? El kender fue un ser jovial, ingenuo y bondadoso, que lo único que pedía a la existencia era alguna que otra aventura y un saquillo repleto de tesoros. Si es verdad, como Dalamar me dio a entender, que Raistlin le eliminó, ¿qué tuvo su muerte de honorable? Y Caramon —prosiguió en una alusión inevitable—, infeliz borrachín, ¿vio en su horrible final a manos de su gemelo una gracia o la puñalada que coronaba sus miserias?».
Sumido en tales elucubraciones, en antiguas nostalgias, le venció el cansancio. Cayó, fláccido, sobre el lomo de Khirsah y no salió de su letargo hasta que el reptil descendió sobre el patio de la Torre. Oteó entonces el recinto, y su ánimo no renació precisamente al recapacitar que había cabalgado con la muerte para descubrir, ya en su destino, que ésta aún le escoltaba. En el paraje estaba sepultado Sturm, otro «honroso» cadáver.
En tal estado de cosas, es superfluo mencionar que el semielfo no exhibía su mejor humor cuando le introdujeron en las cámaras privadas de Gunthar, situadas en uno de los elevados torreones que flanqueaban la mole. Desde aquella atalaya, se divisaba un espléndido panorama, tanto del cielo como de las tierras colindantes. Al asomarse a la ventana y contemplar las nubes, con la creciente sensación de que vaticinaban ominosos eventos, quedó tan impresionado que tardó unos segundos en percibir que el dignatario había entrado en la antecámara donde aguardaba y se dirigía a él.
—Disculpa, estaba distraído —se excusó, dando media vuelta hacia su anfitrión.
—¿Te apetece un té con canela? —le ofreció éste, al mismo tiempo que le tendía un cuenco donde borboteaba el sabroso brebaje.
—Te lo agradezco —aceptó Tanis sin remilgos y lo ingirió de una sentada. Estaba tan necesitado de un tónico que calentara su estómago, que ni siquiera se percató de que se había quemado la lengua.
Aproximándose a su huésped, fija la mirada en la conflagración meteorológica que se perfilaba en las alturas, Gunthar sorbió su té, con una calma que exasperó al semielfo hasta infundirle el deseo de arrancarle los mostachos.
—¿Por qué me has mandado llamar? —inquirió el visitante en tono perentorio, aunque sabía de sobra que el caballero no renunciaría a cumplir con la ancestral prosopopeya propia de su Orden antes de abordar la cuestión—. Elistan ha cesado de existir —rectificó, rendido a la evidencia.
—Sí, anoche enviaron una nota desde Palanthas —asintió el mandatario—. Mi hermandad celebrará unas exequias en su memoria, si nos es posible hacerlo.
Tanis tragó saliva, de forma tan precipitada que se atragantó. Sólo un acontecimiento podía impedir a los Caballeros de Solamnia consagrar una ceremonia fúnebre a un sacerdote de Paladine, su dios: la guerra.
—¿Permiten? —recalcó—. Si empleas semejante término, es porque algo muy grave está ocurriendo en Sanction. ¿Acaso los espías…?
—Nuestros espías han sido asesinados —le interrumpió Gunthar, desapasionado su acento, como si, por una paradoja nada infrecuente, ocultara una tremenda emoción.
—¡No puede ser! —se horrorizó el héroe.
—Sus cuerpos mutilados fueron transportados por Dragones Negros a la fortaleza de Solanthus y arrojados sobre su patio —resumió el adalid humano—. Fue ayer por la tarde, antes de que cubriera el cielo este banco nuboso que constituye un perfecto escudo protector para los reptiles y…
Enmudeció, arrugando el entrecejo y ojeando la extensión de mullida textura que les oprimía.
—¿Y quién? —le instó su interlocutor, con el alma en vilo.
En su mente comenzaba a tomar cuerpo un presentimiento. Se sirvió un poco más de té, que derramó a causa de su vacilante pulso. Inseguro, depositó el tazón en la repisa interior de la ventana.
Gunthar se atusó los bigotes, a la vez que se hundían más todavía los surcos de su frente.
—Se han difundido por el territorio unos misteriosos rumores, procedentes primero de Solanthus y luego de Vingaard —manifestó.
—¿De qué clase? ¿Qué han visto en esos parajes?
—No se trata de lo que hayan visto, sino de lo que han oído —puntualizó Gunthar—. Al parecer, han cargado el ambiente unos curiosos sonidos originados en las nubes, quizás encima de ellas.
—¿Dragones? —indagó Tanis, rememorando la descripción que hiciera Riverwind del sitio de Kalaman.
Su contertulio meneó la cabeza negativamente, y trató de precisar:
—Más bien era una mezcla de voces, risas, puertas que se abrían y cerraban, ajetreo de pisadas, crujidos…
—¡Estaba seguro! —rugió el semielfo, y descargó el puño sobre la repisa del ventanal—. ¡Sabía que Kitiara tenía un plan, no podía ser de otro modo! Ha puesto en movimiento una ciudadela flotante —dictaminó mientras, pesaroso, estudiaba la turbulencia climática.
A su lado, el coronel exhaló un prolongado suspiro y declaró:
—Te dije que respetaba a esa Señora del Dragón, Tanis, aunque como tú bien señalaste no la temía lo suficiente. Ha resuelto de un solo golpe sus problemas de maniobrabilidad y abastos, ya que transporta a las tropas sin interferencias y lleva todos los suministros que necesita, sin necesidad de recurrir a vulnerables caravanas. Además, esta Torre fue concebida como un bastión defensivo contra los ataques terrestres, pero ignoro su capacidad de resistencia al acoso de una de las ciudadelas. En Kalaman los draconianos se arrojaron desde la plataforma voladora y, gracias a sus flexibles alas, descendieron hasta las calles y sembraron la muerte. Grupos de nigromantes les reforzaron expeliendo bolas de fuego, a la vez que los reptiles del Mal prestaban su concurso a las huestes desplegadas.
»No intento insinuar —agregó con firmeza— que los miembros de mi Orden están desvalidos frente a un asedio desde el aire. Incluso les auguro la victoria, pero, a qué engañarnos, la lucha será mucho más ardua y trabajosa de lo que había previsto. He reajustado mi estrategia —explicó a su interesado oyente— apoyándome en el caso de Kalaman. Si aquella urbe sobrevivió a la arremetida de la ciudadela fue porque no se dejó dominar por el pánico y aguardó hasta que se hubieron lanzado la mayor parte de las tropas enemigas para, de manera organizada, enviar a sus hombres armados a lomos de los Dragones y asumir el control de la plataforma casi vacía. Nosotros distribuiremos el grueso de los caballeros en el recinto, con el fin de contener la embestida de los draconianos que caigan sobre la guarnición. Pero siguiendo la pauta de aquel otro enfrentamiento, he destacado a un centenar que, a la grupa de Dragones Broncíneos, emprenderán el vuelo en el momento oportuno y asaltarán la ciudadela.
Tanis admitió la prudencia de la estratagema. Riverwind le había relatado la batalla a la que aludía ahora su interlocutor, y era cierto que se había desarrollado tal como él la evocaba. Sin embargo, hubo en el desenlace una diferencia de matiz, pequeña pero de suma importancia. Los habitantes de Kalaman no retuvieron en su poder la ciudadela flotante se limitaron a imponerle una rápida retirada. Al comprobar que sus adversarios tomaban la mole suspendida sobre sus cabezas, los draconianos abandonaron la liza en tierra y, recuperando sin dificultad su mejor herramienta bélica, la condujeron de nuevo a Sanction y, bajo los auspicios de Kitiara, recompusieron sus desperfectos. Se disponía el semielfo a subrayar este hecho en voz alta cuando Gunthar, ajeno a sus cábalas, se le adelantó.
—Esperamos que la ciudadela haga su aparición en cualquier instante —aseveró, sereno, sin miedo—. No tardará en…
—¡Allí! —le atajó el otro, extendiendo el índice hacia un punto no muy lejano.
El mandatario fijó la vista donde le indicaban y, tras asentir, empezó a tomar medidas.
—¡Qué suene la alarma! ¡Prevenid a todos los oficiales! —ordenó a la guardia.
Los clarines rasgaron el aire, secundados por el sordo retumbar de los tambores, y los caballeros ocuparon sus puestos en las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote con ordenada eficiencia.
—Hemos permanecido alerta toda la noche —aclaró Gunthar innecesariamente.
Tan disciplinados eran los integrantes de la ancestral hermandad que nadie, con o sin rango, profirió un grito al atravesar la fortaleza voladora el esponjoso muro tras el que se parapetaba y exhibirse a los ojos de sus rivales. Los capitanes hicieron la ronda convenida, impartiendo instrucciones en tonos quedos y, en medio de los prístinos ecos musicales, Tanis oyó el metálico repiqueteo de algunas armaduras, las que vestían los más jóvenes y, por consiguiente, también los más nerviosos. Como prolongación del desafío que se respiraba en la Torre, resonó el batir de varios pares de alas al izarse en el cielo las escuadras de Dragones Broncíneos, que, bajo el caudillaje de Khirsah, formaron un ancho círculo en torno al edificio.
—Menos mal que seguí tu consejo de fortificar la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis —agradeció el adalid a su visitante, hablando aún con una parsimonia tan elaborada que despertó el resquemor de éste—. Dada la premura, tan sólo pude congregar a los que estaban en condiciones de acudir sin previo aviso, pero, aun así, he conseguido reunir a unos dos mil. Estamos, por añadidura, bien pertrechados, y no abrigo la menor duda de que protegeremos la mole de la ciudadela —abundó en sus palabras de antes—. Kitiara no tiene espacio para más de un millar de hombres en ese artefacto.
El semielfo deseó fervientemente que su interlocutor no hubiera hecho tanto hincapié en sus posibilidades de éxito. Su insistencia delataba la necesidad de convencerse a sí mismo. Concentrado en el ingenio que se acercaba cual un ave siniestra, el héroe era sensible a una voz interior que, abstracta y reiterativa, le advertía en una cadencia agobiante que algo no encajaba.
Pese a lo urgente de tal mensaje, Tanis no podía moverse ni reflexionar. La ciudadela flotante se mostraba ya en toda su envergadura, distanciada del cúmulo que enmascarase su viaje hasta allí, y absorbía por entero su atención. Recordó el episodio de Kalaman cuando se ofreció a su examen el primer alcázar errabundo, el impacto de aquel espectáculo que, no sólo escalofriante, le llenó asimismo de un insondable sobrecogimiento. Entonces, al igual que ahora, no atinó sino a contemplarlo petrificado.
En las profundidades de los templos subterráneos de la ciudad de Sanction, y bajo la supervisión de Ariakas, conductor incontestable de los ejércitos de los Dragones, cuyo retorcido ingenio casi obró la victoria de la Reina de la Oscuridad, las legiones mancomunadas de magos de Túnica Negra y clérigos portadores del mismo y emblemático color arrancaron, mediante el arte arcano, un castillo de sus cimientos y lo catapultaron a las alturas. Una tras otra, las ciudadelas así engendradas se deslizaron a través del espacio y atacaron diversos burgos durante la Guerra de la Lanza, siendo el último Kalaman, en la etapa decisiva de la contienda. Casi desarbolaron las guarniciones de una ciudad amurallada que, además, se había preparado de antemano para recibirlas.
Aureolado por una neblina sobrenatural, que era también su impulsora, con el carácter fantasmagórico que le confería su iluminación a base de relámpagos cegadores, el inefable objeto avanzaba sin pausa. En su imparable singladura, Tanis atisbo el resplandor de unas luces en las ventanas de sus tres torres, percibió ruidos que eran comunes en tierra firme pero, al provenir de la bóveda celeste, se volvían ominosos y desquiciantes: voces roncas que dirigían improperios a los desobedientes u holgazanes, el estruendo de las armas y, sobre todo, unos ecos que siempre infundían desasosiego, los cánticos de los hechiceros mientras ensayaban sus sortilegios. De todos modos, no tenía la absoluta certeza de distinguir unos de otros. «Algo no encaja».
Cuando se acortó más aún el trecho que les separaba, y dentro del corro que configuraban los reptiles maléficos en su perezoso aletear, el semielfo reparó en el ruinoso patio de la fortaleza. Era evidente que los muros se habían derribado al desarraigarse el edificio de su sólido emplazamiento.
Tanis observaba todos estos prodigios, en una suerte de fascinación, mientras entablaba una lucha dialéctica en su propia mente.
«Dos mil caballeros —argumentaba una intangible objetora—, convocados a última hora y por lo tanto sin adiestramiento conjunto. Y sólo unas pocas escuadras de Dragones. Aunque la Torre aguante, será a un alto precio».
«La resistencia no habrá de ser larga —corregía la parte más optimista de sí mismo—. Durará unos días, hasta que Raistlin resulte derrotado. Entonces Kitiara desistirá de su proyecto, porque nada ha de ganar personalmente atacando Palanthas si su hermanastro ha dejado de existir y, además, en ese lapso de tiempo habrán llegado refuerzos, tanto de humanos como de monturas, al lugar. En el caso de que ella se muestre pertinaz, podrán abatirla de una vez para siempre».
La dama había roto la inestable tregua que mediaba entre sus seguidores y el pueblo libre de Ansalon. Había abandonado su reducto en Sanction para exponerse a sus rivales, de manera que sería imperdonable —continuó cavilando su ser consciente— desaprovechar la oportunidad. La vencerían, quizá la capturarían. Sintió una opresión en el pecho, al comprender que Kitiara nunca permitiría que la apresaran viva. Sobre la empuñadura de la espada, cerróse la mano del que fuera amante de la mujer al mismo tiempo que se decía que él se hallaría presente en la intentona de los caballeros de rendirla y la exhortaría a claudicar. Más tarde se ocuparía de que la tratasen con justicia, como correspondía a un enemigo honorable.
¡La veía con tal nitidez en el momento supremo! La dignataria se plantaría desafiante, circundada de adversarios, y por su postura les daría a entender que no estaba dispuesta a someterse sin derramar la sangre de un nutrido número de aprehensores. Al escrutar al apretado grupo le distinguiría a él acaso entonces se suavizaría la mirada de sus centelleantes ojos y, en un rapto, soltaría el arma y le tendería las manos…
«¿Qué monstruosidades estoy concibiendo?», se recriminó el semielfo, y descartó aquellas ensoñaciones de adolescente lunático. Aun así, decidió que se uniría al batallón solámnico que había de acometer la ciudadela.
Una conmoción en las almenas le indujo a estirar el cuello, aunque conocía el motivo antes de verificarlo: el pánico. Más destructivo que una andanada de proyectiles, el pavor que siempre generasen los reptiles demoníacos se hacía sentir entre los caballeros, se intensificaba a medida que sus contornos negros, azulados, se recortaban más precisos contra el manto de nubes. Los veteranos de la Guerra de la Lanza mantuvieron sus posiciones, aferraron sus armas para combatir el terror que inundaba sus corazones cual una marea pero los jóvenes, aquellos que no se habían enfrentado en el pasado a semejante influencia, se acobardaron, incurriendo en el vergonzoso acto de gritar o velando a sus ojos la espeluznante escena.
Al ver que aquellos inexpertos luchadores se debatían contra una emoción tan irracional, el semielfo se esforzó en no seguir su ejemplo. Apretó los dientes, tensó los músculos… y tuvo que aceptar que era irremediable. También a él le bañó la oleada, en forma de una náusea en el estómago que le provocó espasmos y el afluir de la bilis a la boca. Espió a Gunthar, quien también experimentaba los efectos devastadores del embate, a juzgar por sus comprimidos, desencajados rasgos.
El héroe atisbo a los Dragones Broncíneos que servían a los Caballeros de Solamnia y que surcaban el aire en perfecta formación, a la expectativa, encima de la Torre. No atacarían hasta ser atacados, tal era el plan y, lo que era más importante, así lo establecía el pacto que suscribieron los animales de ambos bandos al concluir la guerra. Pero el espectador se percató de que Khirsah, el cabecilla de la facción amiga, sacudía la cabeza, orgulloso, y que sus zarpas, punzantes y duras, destellaban en las auras de los relámpagos. Era indudable que no vacilaría en intervenir en cuanto le instigaran.
La voz interior, la que le susurraba que «algo no encajaba», se hacía audible, apremiante por segundos. Todo parecía demasiado sencillo. Kitiara enseñaba sus cartas como nunca lo hiciera un estratega de su categoría.
La ciudadela se agrandaba en su lento navegar comparable no ya a un pájaro, sino a una colmena poblada por una colonia de venenosas abejas, o al menos así se la representó Tanis. Los draconianos cubrían la plataforma en un auténtico enjambre y, apiñados en cada cuadrícula de espacio disponible, desplegaban sus alas cortas y membranosas, o bien se suspendían de las paredes o de los cimientos, se encaramaban a las almenas o hacían piruetas para sostenerse en la cúspide de alguna de las tórrelas. Sus rostros reptilianos, sus viscosos cuerpos, se enmarcaban en las ventanas o bajo los dinteles. El silencio ribeteado de angustia que reinaba en la Torre del Sumo Sacerdote era una quietud perfecta si no hubiera sido rota por el llanto de algún que otro caballero incapaz de refrenar sus aprensiones. Se percibían los zumbidos crepitantes que emitían los miembros aéreos de las hordas hostiles y, aún más sonoros, los estribillos de unas melodías en las que, ahora sí, Tanis reconoció el cantar concertado de los magos y los clérigos cuyos infernales poderes preservaban íntegro y a flote el espantoso ingenio. No ensayaban, pues, sus encantamientos guerreros. «Algo no encaja».
Frente a la vecindad del alcázar volador, cundió la tensión entre los moradores de la Torre. Circularon órdenes en un cuchicheo y las espadas dejaron sus vainas, se equilibraron las lanzas, los arqueros aplicaron las flechas a las tirantes cuerdas, los soldados asignados a esta tarea colocaron cubos llenos de agua allí donde podía declararse fuego y, en definitiva, se ordenaron las divisiones en el patio para poner a raya a los draconianos que pronto lloverían del cielo.
Arriba, en el etéreo elemento, Khirsah alineó a sus Dragones en grupúsculos de dos y tres que, bien entrenados, al recibir la señal, se lanzarían en picado sobre el adversario cual rayos de bronce.
—Me necesitan mis hombres —constató Gunthar y, ajustándose el yelmo, cruzó la puerta de sus habitaciones privadas para encaminarse a la atalaya de vigilancia, seguido por un séquito de oficiales y ayudantes.
Tanis no partió tras la comitiva, ni siquiera respondió a la discreta invitación del caballero. La razón era que la voz de sus entrañas, la que trataba de prevenirle de un peligro, crecía en volumen. Deseoso de captar su mensaje, el semielfo cerró los ojos y se apartó de la ventana para aislarse del debilitante temor reptiliano y de la imagen de aquella fortaleza de muerte, que le impedían concentrarse.
Cuando hubo conseguido su propósito preguntó a la presencia invisible «qué era lo que no encajaba», y ésta contestó diáfana, inconfundible.
—¡En nombre de los dioses, no! —se lamentó—. ¡Cuán estúpidos hemos sido al prestarnos a su juego!
De pronto, comprendía el plan de Kitiara sin posible margen de error. Era casi como si ella estuviera en la estancia y se lo expusiera con todo lujo de detalles. Convulsionado su pecho, alzó los párpados y, situándose de un brinco frente a la ventana, la abrió y estampó su puño en el alféizar. En su arrebato se cortó la carne y el brazo volcó el cuenco de té, que se hizo añicos en el suelo pero no notó ni la sangre que brotaba de su mano herida ni el brebaje derramado a sus pies. Clavadas las pupilas en el encapotado, irreal firmamento, estudió la marcha de la ciudadela.
Estaba al alcance de sus flechas, de sus lanzas. Alzando la vista, medio deslumbrado por los incesantes relámpagos, vislumbró, aunque no con detalle, las armaduras de los draconianos, las aviesas sonrisas de los humanos mercenarios que peleaban a su lado y las escamas de los Dragones peregrinos.
Como intuía el semielfo, la fortaleza pasó de largo sin detenerse.
No se había disparado un proyectil, ninguna bola mágica había socarrado a las tropas de la Torre. Khirsah y sus animales se incomodaron, ojearon enfurecidos a sus hermanos de raza y enconados rivales, pero su solemne juramento de no iniciar una trifulca sin ser hostigados creaba una ligadura más fuerte que el odio. Los caballeros casi se descoyuntaron en su afán de examinar aquel mecanismo inmenso, abrumador, que se desplazaba hacia lo desconocido, no infligiéndoles más daños que el desprendimiento de algunas piedras del torreón más alto al rozarlo su base desigual.
Profiriendo blasfemias entre dientes, Tanis echó a correr hacia la puerta y se tropezó con Gunthar en el instante en que el mandatario, con el rostro desfigurado, entraba en la cámara.
—Estoy estupefacto —venía diciendo el coronel a sus asistentes antes de que se produjera el choque—. ¿Por qué no nos ha atacado? ¿Qué se propone esa mujer?
—¡Sitiar la ciudad directamente! —le espetó el semielfo, rehecho del inesperado encontronazo y en un paroxismo tal que, sin darse cuenta, empezó a zarandear al coronel—. Eso era lo que Dalamar pronosticó. La misión de Kitiara consiste en reducir a los palanthianos, no va a perder tiempo y hombres con nosotros cuando no hay motivo para ello. Ha sobrevolado la Torre, y continúa hacia su objetivo.
Los ojos del dignatario, apenas visibles tras las rendijas del yelmo, se empequeñecieron al fruncir éste el entrecejo.
—Ella no cometería tamaña insensatez —discrepó, acariciándose pensativo el mostacho. Al fin, exasperado, se desembarazó de su huésped y también del casco—. En nombre de los dioses, Tanis, ¿qué clase de táctica militar es ésa? Ha dejado desprotegida la retaguardia de su ejército de tal modo que, aunque tome Palanthas, no podrá conservarla más que unas jornadas bajo su yugo. Ella misma se habrá atrapado entre nosotros y las murallas de la urbe. No, ha de desarticular nuestra guarnición y luego emprenderla contra la ciudad. De lo contrario —insistió— la destruiremos. ¡No le quedará ni una vía de escape!
»Quizá —conjeturó, vuelta la mirada hacia su escolta personal—, no sea más que un ardid destinado a sorprendernos con la guardia baja. Reagrupémonos y vigilemos el horizonte. Temo que nos tienda una emboscada desde el otro lado…
—¡Haz el favor de escucharme! —le conminó el semielfo, airado ante la ceguera del caballero—. No es ningún ardid. Kit va hacia Palanthas resuelta a someterla. Cuando tus tropas y tú lleguéis a la ciudad, su hermanastro habrá regresado a nuestro mundo a través del Portal, y ella le aguardará con la ciudad a sus pies.
—¡Incongruencias! —le reprendió Gunthar—. Por muy poderosa que sea la dama, Palanthas no capitulará a tan corto plazo. Los Dragones del Bien presentarán batalla y, aunque los ciudadanos no sean luchadores avezados, sabrán cómo refrenar al enemigo gracias a su ventaja numérica. Mis oficiales marcharán enseguida. Estarán allí dentro de cuatro días.
—Olvidas algo —declaró Tanis, a la vez que, firme pero cortés, se abría paso entre los presentes—. Ni tú ni yo hemos pensado en el elemento que iguala las fuerzas en esta pugna: el espectro Soth.
Impulsado por sus magníficos cuartos traseros, Khirsah dio un salto y surcó el aire, con grácil desenvoltura, sobre las tapias de la Torre del Sumo Sacerdote. El contundente batir de sus alas les permitió sobrepasar, a él y a su jinete, la lenta trayectoria de la ciudadela flotante mucho antes de que ésta cubriera la mitad del recorrido. «De todos modos —calculó Tanis, pues no era otra la cabalgadura—, la fortaleza se mueve lo bastante deprisa para plantarse en Palanthas, con toda probabilidad, mañana al amanecer».
—No te acerques demasiado —ordenó, cauto, al reptil.
Un Dragón Negro hizo sobre ellos un indolente vuelo de reconocimiento, trazando círculos que derivaron en espirales. Se divisaba en la distancia a algunos de sus secuaces y, ahora que se hallaba a la altura del alcázar, el semielfo distinguió también a los animales de escamas azules, que, persistentes, dibujaban elipses regulares en torno a las tórrelas del edificio. Posó sus ojos especialmente en uno al que identificó como Skie, la montura predilecta de Kitiara.
«¿Dónde estará Kit?», se preguntó, tratando sin éxito de espiar el interior del castillo a través de las ventanas rebosantes de draconianos, que, jocosos, le señalaban entre mofas. El repentino resquemor de que la dama le identificase, en el caso de que estuviera ojo avizor, le llevó a esconder el rostro bajo la capucha. Una vez tomada tal precaución, no obstante, fue él quien se burló de sí mismo y se mesó la barba, mientras se repetía que, aunque Kitiara le viese, no distinguiría sino a un solitario viajero a lomos de un dragón alado y deduciría que era un emisario de los caballeros.
Imaginó, como si lo estuviera viviendo, lo que ocurría dentro de la fortificación.
—Podríamos derribarle en el cielo, señora —sugeriría uno de los oficiales a la mandataria.
—No dejemos que comunique la noticia a los palanthianos y que éstos averigüen qué les espera —respondería ella, emitiendo una risa taimada que casi resonó en los tímpanos del que la evocaba—. Así tendrán tiempo para sudar.
«Tiempo para sudar». Tanis se enjugó la frente. A pesar de la brisa glacial que soplaba sobre las cumbres montañosas, la camisola que se ajustaba a su carne, oculta por el peto de cuero y la cota de malla, estaba húmeda y pegajosa. En un desagradable contraste, tiritaba sin pausa en el frío ambiental y hubo de arroparse con la capa. Le dolían los músculos porque, acostumbrado a los carruajes y no a la grupa desnuda de un dragón, el esfuerzo físico le suponía una dificultad adicional. Iba a abandonarse al nostálgico recuerdo de su confortable vehículo cuando, enojado con su flaqueza, sacudió la cabeza para despejarse —tampoco iba a consentir que una noche en vela le afectara tanto— y desechó los problemas nimios para pensar en otros, mucho más espinosos, que tenía que solventar.
Khirsah hacía todo lo posible por ignorar a su congénere de piel oscura que, en aquel momento, se encontraba suspendido en la vecindad. El broncíneo animal imprimió mayor velocidad a sus miembros hasta que el rival, que tan sólo les acechaba porque le habían mandado observarles, dio media vuelta hacia la ciudadela. La mole había quedado rezagada. Se deslizaba sin dificultad sobre unos cerros escarpados que habrían obstaculizado el avance de un ejército de tierra.
El semielfo empezó a planificar su acción. Pero todo cuanto decidía hacer exigía unos preliminares tan largos e ineludibles que, al rato, se sintió como uno de aquellos ratones de feria que corrían sin cesar sobre una rueda y no llegaban a ninguna parte, a pesar del empeño que ponían. Gunthar, al menos, había intimidado, merced a sus arengas, a los generales de Amothus. Éste era un título honorífico que se concedía en Palanthas a quienes habían destacado en la comunidad, pero que en modo alguno significaba que tales «generales» hubieran participado jamás en una batalla. Gunthar les había dirigido sus arengas con tal acierto, que los generales habían movilizado la milicia local. Lamentablemente, la mayoría de los habitantes de la ciudad sólo vieron en el cambio de rutina una excelente excusa para gozar de un período de asueto.
El caudillo solámnico y sus hombres habían presenciado, sin poder evitar la chanza, las torpes evoluciones de los soldados civiles. Concluidos los adiestramientos, Amothus pronunció un discurso de dos horas. Los voluntarios elegidos celebraron su hazaña bebiendo alcohol hasta la extenuación y, en conjunto, todos se divirtieron de lo lindo.
Al representarse en su mente las figuras rechonchas de los taberneros, los no menos orondos comerciantes, los aseados sastres y los forjadores, fuertes pero torpes, tropezando con sus armas y entre sí, obedeciendo instrucciones que no se habían dado mientras pasaban por alto otras manifestadas en tono perentorio, Tanis tuvo que reprimir el llanto. Era aquella caterva de incompetentes, reflexionó compungido, el adversario que había de interceptar al Caballero de la Muerte y sus legiones de guerreros espectrales en las puertas de Palanthas. Y no habían de perfeccionarse sus artes marciales, pues la confrontación era inminente.
—¿Dónde está Amothus? —preguntó Tanis, y cruzó las colosales puertas del palacio antes de que se abrieran oficialmente, con tanta energía que a punto estuvo de atropellar a un atónito lacayo.
—Duerme, señor —contestó éste—, es aún muy temprano.
—Despiértale. ¿Quién se halla a cargo de los caballeros?
El interpelado, desorbitadas las pupilas, solicitó una aclaración.
—¡Maldita sea! —se impacientó el semielfo—. Lo que quiero saber, cerebro de mosquito, es el nombre del caballero de mayor rango.
—El comandante Markham, señoría, apodado «el de la Rosa» —colaboró Charles, que, con su digna flema, acababa de salir de una antecámara—. ¿Envío a alguien en su busca?
—¡Sí! —bramó el visitante.
Al comprobar que todos cuantos se habían reunido en el vestíbulo de la mansión le miraban como si hubiera perdido el juicio, y razonar también que el pánico sólo había de favorecer en la liza al enemigo, Tanis se cubrió los ojos con una mano, inhaló una bocanada de aire y se exhortó a la serenidad.
—Sí —reiteró con voz pausada—, traed a Markham y a Dalamar, el mago.
Este último requerimiento pareció confundir incluso al imperturbable Charles. El criado meditó unos momentos y, con una expresión que denotaba tristeza, se aventuró a poner trabas.
—Lo siento muchísimo, señoría —se disculpó—, pero no dispongo de medios para mandar un mensaje a la Torre de la Alta Hechicería. Ningún ser viviente accedería a internarse en ese malhadado Robledal, ni siquiera un kender.
—¡No puede ser! —se revolvió el héroe frente al impedimento—. ¡Tengo que hablar con él! —Su mente, siempre activa, se convirtió en un hervidero de ideas, no todas practicables. Al fin se decidió a exponer una—: Recurriremos a uno de los prisioneros goblins de vuestros calabozos. Los de su raza pueden cruzar el Bosque sanos y salvos, o al menos eso creo, así que convencedle. Os autorizo a prometerle la libertad, dinero, medio reino o al mismísimo Amothus. No reparéis en ofrendas hasta motivarlo.
—Todo eso no será necesario, amigo mío —dijo alguien en un enigmático siseo, a la vez que una figura de negra indumentaria se materializaba en el zaguán y, al hacerlo, sobresaltaba a Tanis, aterrorizaba a los lacayos y, lo que era más insólito, causaba el momentáneo enarcamiento de las cejas de Charles.
—Me rindo ante tus poderes —le alabó el semielfo, aproximándose al aparecido, que era, como cabe adivinar, el elfo oscuro en persona—. Debemos conferenciar en privado. Te ruego que vengas conmigo —le instó, tras asegurarse de que el anciano servidor encargaba a uno de sus subordinados que alertase al Señor de la ciudad y a otro que localizara al caballero Markham.
Mientras caminaban hacia una dependencia vacía, Dalamar comentó a su guía:
—Me gustaría merecer tu cumplido. Pero ha sido mi sentido visual, no una mágica lectura de tu mente, lo que me ha permitido discernir tu llegada. Divisé desde la ventana del laboratorio el aterrizaje del Dragón Broncíneo en el patio del palacio y, también, cómo desmontabas y atravesabas el umbral. Dado que era para mí de extrema urgencia que sostuviéramos una entrevista, acudí al instante. Imagino que ambos queremos tratar el mismo asunto.
—Rápido, antes de que se nos unan los otros —le apremió Tanis, cerrando la puerta de la estancia en la que le había introducido—. ¿Estás al corriente de la amenaza que se cierne sobre nosotros?
—Me enteré anoche —repuso el aprendiz—. Quise ponerme en contacto contigo, pero ya habías partido. —Su sonrisa se torció sinuosa, maligna, al añadir—: Mis espías vuelan sobre las alas del viento.
—Dudo que lo hagan sobre alas de ninguna clase, por inmateriales que éstas sean —gruñó su contertulio.
Suspiró, se atusó la barba en un gesto atávico y, levantando la cabeza, miró fijamente a Dalamar. El hechicero elfo estaba erguido frente a él, enlazadas las manos bajo las bocamangas de la negra túnica y en una actitud de sosiego, de paz. Su aspecto era el de alguien en quien podía confiarse para realizar un acto de frío valor en una situación de crisis. Lo único que quedaba por definir era qué bando elegiría en las presentes circunstancias.
Tanis se frotó las sienes, inmerso en un laberinto que le producía migraña. ¡Cuánto más fácil era todo en épocas pasadas! —pensaba como un anciano, pero no dejaría de ser franco consigo mismo—, cuando el Bien y el Mal estaban claramente delimitados y cada uno se enrolaba en unas y otras filas según el dictado de su conciencia. Ahora se había aliado con un hijo de la maldad para combatir al máximo exponente de lo demoníaco, a su criterio una pura contradicción. «El Mal se vuelve contra sí mismo», había leído Elistan en los Discos de Mishakal quizás en esta frase se hallaba la clave. Sea como fuere, no podía malgastar su escaso tiempo en vacilaciones. Depositaría su fe en Dalamar, una criatura ambiciosa que tenía interés en ayudarles si deseaba ver cumplidas sus aspiraciones.
—¿Existe algún método para detener a Soth? —interrogó al acólito en tono confidencial.
—Eres ágil discurriendo, semielfo —admitió el aludido, y asintió—. ¿También tú opinas que el Caballero de la Muerte atacará Palanthas?
—Resulta evidente, ¿no? —le espetó Tanis—. Ese fantasma ha de formar parte de las maquinaciones de Kit. Él equilibra ambas facciones.
—No hay nada que pueda hacerse —negó el mago—. En cualquier caso, ahora todavía no.
—Y tú, ¿no serías tú capaz de interferirte en sus designios y desbaratarlos? —insistió el otro, remiso a ceder.
—No me atrevo a dejar mi puesto junto al Portal. He venido porque tengo la total constancia de que Raistlin está aún lejos —le reveló—, pero se acerca con cada exhalación. Ésta es mi última oportunidad de ausentarme de la Torre, y la he aprovechado para advertirte. El desenlace sobrevendrá muy pronto.
—Así que el nigromante va a vencer a la Reina de la Oscuridad —apuntó Tanis, incrédulo.
—Siempre lo infravaloraste —le reprochó Dalamar con una mueca sarcástica—. Su fuerza, como ya he recalcado, es grande, sus facultades han crecido hasta hacer de él el mago más poderoso que nunca alumbró Krynn. ¡Claro que se proclamará ganador! Sin embargo, será a un alto precio.
Una sombra de inquietud nubló las facciones del semielfo, al que desagradaba profundamente la nota de orgullo que destilaba la voz de Dalamar cuando mencionaba a Raistlin. No era aquel sentimiento el que debía rezumar un aprendiz resuelto a matar a su shalafi si surgía tal necesidad.
—Volviendo a Soth —prosiguió el oscuro personaje, quien había adivinado en el rostro del héroe la zozobra que le agitaba, pese al afán que éste ponía en disimularla—, te contaré los pasos que he dado. Me percaté de que el espectro sacaría el mayor partido posible de la opción que le brindaba el plan de Kit de perpetrar su venganza contra una ciudad y unas gentes que habían suscitado su inquina siglos antes, si hemos de prestar oídos a las leyendas que circulan acerca de su caída. Apelé entonces a los moradores de la Torre de la Alta Hechicería sita en el Bosque de Wayreth.
—¡Por supuesto! —se regocijó su oyente—. Par-Salian y su cónclave podrían des…
—No obtuve respuesta a mi petición —le interrumpió Dalamar, indiferente a sus emociones—. Algo extraño sucede en ese lugar, aunque ignoro qué acontecimientos les han forzado a inhibirse. Mi emisario encontró el camino obstruido, lo que, en un ser de naturaleza ligera, etérea, constituye un fenómeno inusitado.
—Pero…
—Descuida —siguió el elfo, anticipándose a las recomendaciones de Tanis y encogiéndose de hombros—, no cejaré. Haré nuevas tentativas, aunque te prevengo que no podemos contar con ellos y que, por otro lado, son los únicos magos capaces de poner freno a los impulsos asesinos de un alma errante.
—¿Y los clérigos de Paladine? —propuso el semielfo.
—Su Orden, aunque antigua, ha sido rehabilitada hace poco tiempo. Sus dotes están en una fase inicial, balbuceante. En la era de Huma, los sacerdotes auténticos, así lo afirma el rumor, invocaban el concurso de su dios y, con unos versos santos, neutralizaban a tales apariciones. Si existió esta intimidad entre el hacedor y sus hijos preferidos, se ha perdido. Hoy en día no hay en todo el continente de Ansalon un eclesiástico que pueda jactarse de poseer semejantes virtudes.
Tras recapacitar unos minutos, Tanis inquirió:
—El destino de Kit será la Torre de la Alta Hechicería, ¿verdad? Allí coincidirá con su hermano y le respaldará en sus proyectos.
—Además de hacer cuanto esté en su mano para eliminarme —apostilló Dalamar, rígido su cuerpo.
—¿Salvará la Señora del Dragón la prueba del Robledal de Shoikan?
Aunque el aprendiz se encogió de hombros, a su acompañante no le pasó inadvertido que su semblante se demudaba, que su frialdad era fingida.
—La arboleda se halla bajo mi control y ha de permanecer inaccesible a cualquier intruso, vivo o muerto —sentenció, con una sonrisa tan forzada como su indiferencia—. Por cierto, tu goblin no habría durado ni cinco segundos. Sin embargo, Kitiara tenía el talismán que le obsequió Raistlin, de modo que, si todavía lo guarda y no le traiciona el coraje a la hora de utilizarlo, podría superar el escollo, más aún si Soth la escolta. Ahora bien, después de jalonar el Robledal, deberá hacer frente a los centinelas de la Torre, que, te lo garantizo, no son menos formidables que los del exterior. Pero yo soy el responsable de lo que suceda en mis dominios, no tú.
—¡Eso es lo que me asusta, que te otorgues tantas atribuciones! —le recriminó el semielfo—. ¡Dame también a mí algún amuleto! Me introduciré en la Torre y me ocuparé de ella.
—Sí, de la misma manera que lo hiciste en vuestros anteriores intercambios —le humilló el mago—. Escucha, amigo mío, estarás demasiado atareado procurando que la ciudad no caiga en poder de las tropas hostiles como para pensar en imponerte a Kitiara. Y, obsesionado con el Portal, has desestimado un factor muy importante: los propósitos, de Soth. Quiere a la dama muerta, anhela poseerla sin competidores. Naturalmente, ha de jugar su doble baza. Si consigue que ella perezca y desquitarse de la afrenta que, según su versión, le hizo Palanthas, habrá satisfecho dos grandes objetivos. Nada le importa menos que Raistlin y sus conjuras.
Impresionado en lo más recóndito de su ser, Tanis no contestó. Como había denunciado su interlocutor, se había borrado de su cerebro la meta que perseguía el espectro. Paralizado, tan sólo le animaban unos escalofríos mientras cavilaba que la lista de acciones infames de la Dama Oscura era interminable. Pero desde las múltiples criaturas que habían sucumbido a una orden suya, las que habían sufrido y aún sufrían por su causa, hasta el trágico final de Sturm en la punta de su lanza, no merecían un sino tan cruel. No se había hecho acreedora a llevar una vida eterna de tormentos y vacuidad, vinculada mediante el nexo de un matrimonio profano a un morador del Abismo.
Una cortina de negrura oscureció la visión del semielfo. Mareado, débil, se adentró en un espejismo en el que caminaba haciendo equilibrios por el borde de un precipicio y, de pronto, se despeñaba. Se zambulló en un universo acogedor, hecho de acariciantes urdimbres, y unas garras férreas le sostuvieron en su amortiguado descenso.
Después, lo engulló la nada.
El fresco reborde de un recipiente de cristal tocó los labios del desmayado Tanis. Un trago de coñac quemó su lengua y le entibió el gaznate. Alelado, alzó la mirada y descubrió a Charles inclinado sobre él, observándolo detenidamente.
—Has recorrido un largo trayecto sin comer ni beber, si he de atenerme a la información del hechicero.
Detrás del criado, se erguía la figura que había hablado, Amothus. Lívida su tez, abrigado en su túnica de irreal blancura, su apariencia apenas difería de la de un fantasma torturado que pululase por los contornos.
—Así es —ratificó el semielfo en un susurro, apartando la copa de licor y haciendo ademán de levantarse. No obstante, sintió que la sala se movía bajo sus pies y decidió que estaba mejor sentado—. Tienes razón, no he probado bocado desde ayer y me lo pide el organismo. ¿Dónde está Dalamar? —inquirió al explorar la estancia.
—¿Quién sabe, señoría? —intervino Charles, severo el talante—. Supongo que ha regresado a su enigmática morada. Nos aseguró que habíais terminado de debatir vuestro asunto y que ya nada le retenía. Con vuestro permiso —cambió de tema—, daré instrucciones al cocinero para que os prepare un buen desayuno.
Hizo una reverencia y se retiró, no sin antes anunciar la llegada del joven caballero Markham.
—¿Has almorzado ya, Markham? —le preguntó Amothus, dubitativo, inseguro sobre lo que sucedía a su alrededor y del todo anonadado por el hecho de que un mago, un elfo oscuro para más señas, se considerase libre de materializarse en su casa y desaparecer a su antojo—. ¿No? Entonces compartiremos la mesa con mi otro huésped. ¿Cómo prefieres los huevos?
—Quizá no es ésta una ocasión propicia para departir sobre gastronomía —insinuó el comandante, a la vez que dedicaba a Tanis una sonrisa.
El caballero observó al semielfo y, al comprobar que fruncía el entrecejo y que su desaliño y agotamiento presagiaban noticias adversas, aguardó en silencio que las expusiera. Amothus, por su parte, suspiró, resignado a no posponer más lo inevitable con conversaciones triviales. Consciente de que ambos habían centrado su atención en él, Tanis inició su relato.
—He regresado esta misma mañana de la Torre del Sumo Sacerdote.
—Ayer recibí una nota de Gunthar, mi superior —interrumpió Markham, al mismo tiempo que se acomodaba negligentemente en una butaca y se servía una moderada cantidad de coñac—. Decía que hoy se enzarzaría en una cruenta batalla con el enemigo. ¿Cómo se desarrolla el altercado?
El orador era un noble apuesto, gentil, despreocupado y rico que se había destacado en la Guerra de la Lanza, luchando bajo el liderazgo de Laurana. Como premio a su gallardía, se le había concedido un ascenso en su graduación y el honor de nombrarle Caballero de la Rosa, un privilegio que exhibía con tal donaire, que el emblema había pasado a formar parte de su apelativo. De todos modos, el semielfo recordó que su esposa, al enjuiciar al entonces capitán, le describió con los adjetivos «desenfadado, casual, incluso en sus aciertos, y poco fiable». («Siempre tuve la impresión —fueron sus palabras textuales— de que participaba en la contienda porque no se le había presentado una actividad más interesante».).
Al evocar tales apreciaciones y percibir el tono del joven, jovial y revelador de un singular distanciamiento respecto a la grave situación, Tanis se hundió en el desánimo.
—No ha habido «altercado» —negó de forma abrupta, poniendo un énfasis especial al repetir el inadecuado término que había empleado su interlocutor.
Una expresión de esperanza y de alivio, rayana en lo cómico, iluminó el rostro de Amothus, y el semielfo estuvo tentado de reírse. Se contuvo a tiempo, temeroso de caer en la histeria, y atendió al caballero, que le consultaba sin salir de su pasmo:
—¿No hay confrontación? ¿Acaso el adversario no ha hecho acto de presencia?
—Desde luego que sí —le corrigió el narrador—. Ha acudido a su cita, aunque de un modo harto peculiar. Vino, pasó entre nosotros y se fue sin rozarnos siquiera.
—No comprendo —confesó el Señor de la ciudad.
—No viajaba por tierra, sino a bordo de una ciudadela flotante —le ilustró Tanis.
—¡En nombre del Abismo! —renegó Markham, el de la Rosa, y ribeteó su exclamación con un silbido. Estuvo pensativo unos instantes, durante los cuales se alisó el elegante atuendo de montar—. No han atacado la Torre —recapituló al fin—, y vuelan por encima de las montañas, lo que significa que…
—Planean arrojar todo su contingente de tropas sobre Palanthas —concluyó Tanis.
—Continúo en la oscuridad —insistió Amothus, tan elocuentes sus desencajadas facciones que no precisaba explicarse—. ¿Por qué no les detuvieron los nuestros?
—En nuestras actuales condiciones, habría sido vana toda intentona —se anticipó el comandante, pese a su ostensible desgana, al testigo de la escena—. No existe otro medio para asaltar con éxito esos castillos aéreos que enviar una escuadra de Dragones.
—Según se especifica en el tratado de rendición firmado después de la guerra —completó Tanis el discurso del caballero—, los reptiles benévolos no atacarán a menos que se les provoque. Además, en la Torre del Sumo Sacerdote sólo hay un destacamento de animales broncíneos, un número irrisorio contra una ciudadela sin el refuerzo de batallones áureos y plateados.
Arrellanándose desidioso en su silla, Markham barruntó.
—Hay algunos grupos en la zona —aseguró—, que alzarán el vuelo en cuanto se divise a los perversos pero no basta. Quizá deberíamos mandar emisarios en busca de…
—La ciudadela no es el peor peligro que nos acecha —le atajó el semielfo, mientras, entornando los párpados, trataba de zafarse de las vertiginosas evoluciones de la sala.
«¿Qué me pasa? Me hago viejo —se contestó él mismo—, demasiado para tantos avatares».
—¿Cómo?
Amothus le instó a seguir, al borde del colapso ante este nuevo golpe, pero, fiel a su estirpe aristocrática, obstinado en no ceder a un vejatorio vahído.
—Todos los indicios señalan que Soth acompaña a Kitiara en esta expedición —fue la escueta, terrible respuesta.
—¡Un Caballero de la Muerte! —murmuró Markham en lugar del máximo mandatario de la ciudad, que había quedado sin habla.
El inconsciente joven sonrió al reparar en Amothus. Tan pálido estaba el augusto noble, que Charles, que acababa de entrar cargado de platos humeantes, los dejó a toda prisa en el suelo y corrió junto a su amo.
—Gracias por socorrerme —titubeó éste con una voz sobrenatural, que se diría surgida de ultratumba—. Quizá un sorbo de coñac.
—Un litro sería más apropiado —bromeó el representante de la Orden de la Rosa, apurando el contenido de su copa—. En el fondo, ante el acoso de un espectro de esa índole, estar sobrio resulta perjudicial. La embriaguez incita a la chanza, a las alucinaciones, nos transporta a un mundo donde hasta una legión de fantasmas se nos antoja un grato espectáculo.
—Señores, haced una pausa y alimentaos —ordenó Charles a las tres autoridades, con esa superioridad doméstica de la que se revisten los criados de toda la vida.
Ofreció el elixir a Amothus, y una sombra de color tiñó sus blanquecinos pómulos. Tanis, por su parte, se dio cuenta de que estaba hambriento. Así que no protestó cuando el servidor, en medio del ajetreo que caracteriza a la persona diligente, trasladó una mesa y distribuyó vajilla y fuentes.
—¿Alguien podría ponerme al corriente, darme detalles sobre ese ente de las tinieblas? —solicitó el anfitrión, ya algo repuesto, a la vez que desplegaba la servilleta en su regazo—. He oído historias, pues un ancestro mío por línea directa asistió al juicio al que Soth fue sometido en Palanthas. Ya muerto, si no me equivoco, fue él quien raptó a Laurana.
Calló para consultar con la mirada al esposo de la Princesa, pero éste se mostró taciturno y no despegó los labios.
—Sea como fuere —desistió el inquisitivo dignatario—, aunque sea capaz de horrendas fechorías ¿qué daño puede infligirle a una urbe?
Perduró el silencio, aunque fue lo bastante expresivo como para obviar los discursos. El noble espió de hito en hito al exhausto semielfo y al joven caballero, que sonreía con actitud, mientras, metódico, insertaba el cuchillo en los calados de los motivos florales que manos primorosas bordaran en el mantel. Se hizo la luz en su mente.
Sin probar el desayuno, tirando al suelo el paño que tenía sobre sus rodillas, Amothus se incorporó y cruzó la suntuosa sala de visitantes para dirigirse a una ventana de cristal tallada a mano, en un complicado diseño. En el centro de un gran óvalo se enmarcaba una vista de la bella ciudad. Aunque el cielo estaba cubierto por aquel encrespado océano de nubes en ebullición, la atmósfera tormentosa no hacía sino realzar la hermosura de las tranquilas calles.
El personaje se detuvo durante varios minutos junto a la ventana, apoyando la mano en la cortina de satén y absorto en la contemplación del panorama. Era día de mercado y los habitantes pasaban por delante del palacio camino de la plaza entre el bullicio que armaban el traquetear de las carretas, las madres al reprender a sus hijos o las chácharas que, hoy, versaban sobre la ominosa bóveda celeste.
—Sé qué clase de sentimientos te inspiran los palanthianos, Tanis —denunció Amothus al rato, quebrado el timbre de su voz—. Primero revives lo acaecido en Tarsis, Solace, Silvanesti y Kalaman, el fallecimiento de tu amigo en la Torre del Sumo Sacerdote y, junto a tales recuerdos, lamentas la suerte de los que intervinieron en la última guerra. Luego te viene a la memoria que, a pesar del caos, nuestros edificios se sostuvieron intactos, a salvo de las vicisitudes.
El interpelado no confirmó ni rechazó tales presunciones se limitó a ingerir su ágape en un insondable mutismo.
—Tampoco desconozco tu actitud, Markham —reanudó su parrafada el dignatario—. La otra tarde te oí reír con tus hombres, y vuestra hilaridad se debía a la ocurrencia de uno, poco importa su nombre, quien imaginó a mis conciudadanos llevando sus sacos repletos de monedas a la batalla y pretendiendo derrotar al enemigo con una simple dádiva y al grito paternalista de «¡Idos, no molestéis!».
—Contra Soth, no es peor ese método que esgrimir las espadas.
Después de tan sarcástica réplica, el comandante levantó su copa para que Charles le echara más coñac.
Amothus reclinó la cabeza en el batiente de la ventana y se lamentó con amargura, ajeno a la ironía de su huésped:
—¡Nunca creímos que el azote de la guerra nos fustigaría a nosotros! A través de incontables generaciones, Palanthas se ha erigido como un lugar donde reinaban la concordancia, la luz y la armonía. Los dioses nos respetaron siempre, incluso cuando decretaron el Cataclismo nos dejaron al margen. Y ahora, cuando hay paz en el mundo, sobreviene esta catástrofe. —Se volvió hacia sus oyentes, demacrado por la angustia—. ¿Por qué ensañarse con un pueblo tranquilo, amistoso?
Apartando su plato a un lado, Tanis se desperezó para mitigar los calambres de sus músculos. «Me hago viejo —reflexionó—, y también blando. Resisto mal una noche en vela, desfallezco si me falta una sola comida, añoro el pasado y los compañeros que se fueron. ¡Y me pone enfermo ver morir a las personas en un enfrentamiento absurdo!». Frotóse los pesados párpados y, con los codos apoyados en la mesa, enterró el rostro entre las manos.
—Hace un momento has pronunciado la palabra «paz» —invocó al Señor de la Ciudad—. ¿A qué paz te referías? ¿Al simulacro de bienestar en el que nos movemos? Nos hemos comportado como un puñado de niños en una casa donde los padres han mantenido acaloradas discusiones durante varias semanas y, por una extraña tregua, se muestran civilizados. Sonreímos, exhibimos un fingido optimismo, engullimos la verdura como está mandado y andamos de puntillas, cuidando de no hacer ruido. ¿Cuál es el motivo de tal discreción? Sencillamente, la total seguridad de que, al más pequeño descuido, la trifulca estallará de nuevo. ¡A eso es a lo que llamamos «paz»! —repitió, con acento amargo—. Incurre en un insignificante desliz, amigo mío, y Porthios te echará encima a los elfos de Krynn. Acaríciate la barba de un modo distinto al que establece el protocolo, y los enanos atrancarán los francos accesos de la montaña.
Observó a Amothus y se ofreció a su examen un hombre alicaído, cabizbajo, que se enjugaba el mal controlado llanto y encorvaba los omóplatos. La ira del semielfo se encendió, aunque tuvo que preguntarse en quién debía proyectarla. ¿En el azar? ¿En el destino? ¿En los dioses quizá?
Enderezándose con ademán displicente, se situó junto al mandatario y escudriñó la pacífica, animada ciudad, que exultaba de vida sin presentir el naufragio.
—No puedo despejar tus incógnitas —reconoció—. Si tuviera tal clarividencia, a estas alturas ya me habrían construido un templo y una cohorte de clérigos acataría mi mandato sin chistar. Lo único que estoy en posición de decir es que no debemos rendirnos.
—Otro poco más de coñac, Charles, haz el favor —pidió Markham al mismo tiempo que, una vez más, alargaba el brazo con el que sostenía el recipiente—. Propongo un brindis: por persistir, que rima con morir.
Alguien golpeó, quedamente, en la puerta con los nudillos. Absorto en su trabajo, Tanis dio un respingo.
—¿Quién es? —inquirió.
—Soy Charles, señoría —se anunció el criado y, asomándose al interior de la estancia, informó de su cometido—: Me ordenasteis que os llamara durante el cambio de guardia.
Ladeada la cabeza, Tanis aguzó la vista para atisbar el panorama al otro lado del ventanal. Lo había entreabierto en busca de aire, pero la brisa no soplaba en la cálida, incluso bochornosa, noche de primavera. El firmamento estaba oscuro salvo por unas zigzagueantes hebras de tonos rosados, los fantasmales relámpagos, que festoneaban las nubes y, al fijar su atención, el semielfo oyó las campanadas de la Hora de la Vigilia, las voces de los centinelas que relevaban al turno anterior y, al fin, el acompasado caminar de los soldados que se retiraban a descansar.
Exiguo sería el lapso de vida que sucedería a su reposo.
—Gracias, Charles —susurró el digno invitado con tono cortés—. ¿Puedes entrar unos minutos? Prometo no retenerte.
—Será un placer serviros, señoría.
El anciano avanzó unos pasos y, moderado en todas sus acciones, cerró la puerta tras de sí. Tanis leyó el texto que estaba redactando, y que se hallaba desplegado sobre el escritorio, antes de comprimir los labios y, resuelto, añadir un par de líneas con el delicado trazo elfo. Esparció arena encima de la tinta para secarla y procedió, de nuevo, a revisar la misiva. Pero, a pesar del empeño que puso, le falló la vista. Los caracteres se enturbiaron en una danzarina amalgama y, frente a tan insalvable contrariedad, se resignó a estampar su firma y enrollar el pergamino. Concluidas estas operaciones, aferró el documento y permaneció sentado, inmóvil cual una estatua, lo que incitó al servidor a indagar:
—Señoría, ¿seguro que os encontráis bien?
—Charles —empezó a hablar el interrogado, manoseando una sortija de acero y oro que se ceñía a su dedo—. Charles… —repitió, y su voz languideció.
—Decid, señoría —le urgió el otro, más alarmado a cada segundo.
—Ésta es una carta para mi esposa —continuó el semielfo en un murmullo apenas audible, desviando el rostro—. Encárgate de que se la entreguen en Silvanesti, donde la han reclamado sus obligaciones. La misiva debe salir de inmediato, antes de que sea tarde.
—Comprendido, así se hará —le garantizó el criado y, avanzando un paso, tomó posesión del mensaje que le confiaban.
—Soy consciente de que hay diligencias mucho más importantes —se disculpó Tanis, ruborizándose en actitud culpable— en un momento tan crítico, como despachos para los caballeros, solicitudes de refuerzos y avisos en general, pero…
—Tengo al emisario idóneo, señoría —desoyó el anciano su comentario para tranquilizarlo—. Es elfo, concretamente de Silvanesti, leal y, si he de ser honesto, confesaré que va a causarle un gran placer abandonar la ciudad en una misión honorable.
—Gracias de nuevo, Charles. —Tanis suspiró y se obstinó en justificarse—: Si sucediera lo irreparable, quiero que Laurana se entere de las causas por mi puño y letra. Además, hay ciertas cosas que deseaba comunicarle.
—Lo que es muy lógico y natural, señoría —le ayudó Charles—. No lo penséis más. Quizá os gustaría lacrar la nota con vuestro sello —sugirió.
—¡Por supuesto! —asintió Tanis.
Quitándose el anillo, el semielfo lo aplicó sobre la cera caliente que vertía el servicial Charles en el pergamino e imprimió la sobria imagen de una hoja de álamo.
—Ha llegado el coronel Gunthar, señoría. Ahora mismo está entrevistándose con su delegado en Palanthas, el comandante Markham.
El criado le transmitió tal noticia de un modo repentino, casi abrupto para alguien de sus esmerados modales, pero este hecho no menguó el entusiasmo de Tanis. Desaparecidos los hondos surcos de su frente, exclamó:
—¡Eso es excelente! ¿Debo…?
—Os suplican que os reunáis con ellos, señoría, si no hay inconveniente —se le adelantó el otro, tan ceremonioso como de costumbre.
—Al contrario, me encantará verles —declaró el semielfo, y se puso de pie—. Supongo que no se ha divisado la ciuda…
—Todavía no —contestó Charles—. Los caballeros os aguardan en el comedor de verano, señoría, ahora cámara del consejo guerrero.
—De acuerdo, iré en su busca sin tardanza —decidió el huésped, perplejo por haber podido al fin completar una frase.
—¿Hay algo más en lo que pueda ayudaros?
—Eso es todo, mi gentil Charles. Conozco el cami…
—Siempre a vuestra disposición, señoría.
Tras esta nueva interrupción, inclinó respetuoso la cabeza y, misiva en mano, abrió la puerta para franquear el paso al insigne invitado y la cerró cuando éste hubo cruzado el umbral. Esperó aún unos instantes, por si a Tanis le asaltaba un antojo de última hora antes de alejarse, reverencioso.
Con el pensamiento puesto aún en la carta, arropado en la umbría quietud del mal iluminado pasillo, el semielfo se recreó durante un breve lapso en su soledad. Luego inició su firme andadura hacia el comedor de verano, donde pocos días antes se celebraban los ágapes de gala pero que, en efecto, se había transformado en cuartel general de la milicia.
Tanis tenía los dedos cerrados en torno al picaporte, y se disponía a internarse en la sala, cuando vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento. Deteniéndose a inspeccionar, observó cómo se materializaba una tenebrosa figura al fondo del corredor.
—¿Dalamar? —intentó cerciorarse, y se apartó del acceso a la cámara para acercarse al acólito, en el caso de que fuera éste el aparecido.
—Sí, soy yo —se identificó el hechicero—. Me alegro de haber dado contigo tan fácilmente.
—¿Traes nuevas interesantes?
—Las que hay no te complacerían —fue la evasiva respuesta del aprendiz—. No puedo quedarme mucho rato nuestro destino se balancea en el filo de una daga. Así que iré derecho al asunto. He venido para obsequiarte con algo.
Hurgó en el interior de una bolsa de terciopelo negro que colgaba de su costado, extrajo un brazalete y se lo alargó al semielfo. Éste lo asió y lo examinó, sin tratar de disimular su curiosidad. La joya medía unos diez centímetros de anchura y, confeccionada en plata maciza, su diámetro y peso correspondía a una muñeca masculina. Algo deslustrada, salpicaban su superficie unos ónices cuyas caras, talladas en numerosas facetas, refulgían bajo las oscilantes antorchas del pasillo. Procedía de la Torre de la Alta Hechicería, Tanis no abrigaba la menor duda al respecto.
—¿Es acaso…?
Por una parte ansiaba conocer los pormenores, pero por otra, prefería permanecer en la ignorancia.
—¿Una pulsera mágica? —adivinó Dalamar—. Sí.
—¿Pertenece a Raistlin?
El héroe había vencido su vacilación. Y una vez más, frunció el entrecejo al citar a su antiguo compañero.
—No —contestó el acólito pero comprendiendo que el semielfo no había de conformarse con un monosílabo, se decidió a explicarle lo esencial—. El shalafi nunca recurriría a defensas tan rudimentarias en comparación con lo que sus facultades pueden obrar. Este brazalete forma parte de las colecciones atesoradas en la Torre y es una pieza muy antigua. Yo diría que data de la época de Huma.
—¿Qué virtudes encierra?
Mientras preguntaba, Tanis daba vueltas en la palma de la mano a aquel peculiar objeto que, no podía evitarlo, le inspiraba todo género de aprensiones.
—Aquel que lo luzca será inmune a los ataques arcanos —esclareció, lacónico, el oscuro personaje.
—¿Incluidos los del espectro Soth?
—En efecto. La alhaja protegerá a su portador de los hechizos que invoque el caballero a través de los términos «muerte», «pasmo», «ceguera». También impedirá que le afecten los temores que infunde el halo del fantasma —siguió enumerando Dalamar—, así como los sortilegios formulados para generar fuego y hielo.
—¡Es, en verdad, un regalo valioso! —se congratuló el semielfo, fascinado por tal cúmulo de propiedades—. Nos proporciona una opción de victoria, ni más ni menos.
—Agradece mi presente cuando regreses, si es que lo haces —atajó el aprendiz a su excitado contertulio, y enlazó las manos bajo las bocamangas de la túnica—. Incluso privado de su magia, Soth es un contrincante formidable, más todavía si recapacitas que sus seguidores se han consagrado a su servicio mediante votos que ni siquiera la muerte pudo romper. Sí, amigo mío, guarda ese regocijo para tu regreso.
—¿Mi regreso? —puntualizó, atónito, el otro—. ¡Pero si yo no he blandido una espada desde hace más de dos años! —protestó. Miró al hechicero con detenimiento y, nacida la suspicacia, indagó—: ¿Por qué he de ser yo?
La sonrisa de Dalamar se ensanchó, sus almendrados ojos despidieron ominosos destellos cuando apuntó:
—Descubrirás el motivo haciendo una simple prueba, consistente en dar la pulsera a un Caballero de Solamnia, el que tú designes, y rogarle que la sostenga. Recuerda que el talismán proviene del reino de la oscuridad. Sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella.
—¡No te precipites! —bramó Tanis, agarrando el enlutado brazo del nigromante al percatarse de que se disponía a partir—. No te entretendré, pero antes has aludido a ciertas nuevas…
—No te conciernen.
Aunque tan hosca postura habría arredrado a cualquier otro, Tanis determinó que le obligaría a compartir el secreto.
—Cuéntame de qué se trata —exigió.
El mago hizo una pausa, y se juntaron sus pobladas cejas frente a aquel retraso en sus planes. Pero bajo su impaciencia se ocultaba otro sentimiento. El semielfo notó que la mano que lo aprisionaba se ponía tensa y dedujo que se debía a un espasmo de miedo. Pero no tuvo tiempo de reflexionar, porque, antes de que esta intuición tomara cuerpo en su mente, el aprendiz recobró el control. Sus bellos rasgos, cincelados cual una escultura, se relajaron hasta asumir una perfecta calma.
—La sacerdotisa Crysania ha sido herida mortalmente —recitó frío, con desapego—. Sin embargo, consiguió salvaguardar a Raistlin quien, ileso, ha emprendido la búsqueda de la Reina para la confrontación definitiva. Así me lo ha relatado Su Oscura Majestad.
—¿Qué ha sido de la sacerdotisa? —A Tanis se le hizo un nudo en la garganta al formular esta pregunta—. ¿La ha abandonado tu maestro para que sucumba sin amparo?
—Claro —repuso el otro, sorprendido de que se planteara siquiera la cuestión—. Ha dejado de serle útil.
Sopesando el brazalete, el semielfo estuvo tentado de incrustarlo en la blanca dentadura de aquel ser sin entrañas. Por fortuna, caviló a tiempo que la cólera era un lujo fuera de su alcance y que, en una sinrazón como la que ahora vivían, debía abstenerse de juzgar verbalmente el proceder de otros. «¡Qué retahíla de contradicciones, de ingratitudes! —se escandalizó—. Elistan se desplaza a la Torre para socorrer al archimago, y éste se comporta cruelmente con la sucesora del clérigo».
Girando sobre sus talones, Tanis echó a andar por el corredor en largas zancadas, que, resonando sobre la roca, exteriorizaban la furia que debía reprimir. Pero, aunque se sentía irritado, no soltó el brazalete que le había dado aquella criatura de las tinieblas.
—La magia se activará en cuanto te lo pongas en la muñeca.
La precisión de Dalamar, enunciada en un tono sinuoso, flotó hasta el semielfo y traspasó el halo que formaba su rabia. Habría jurado que el acólito se reía de su mal humor.
—¿Qué ocurre, Tanis? —inquirió Gunthar cuando éste se hubo introducido en la cámara del consejo guerrero—. Mi querido colega, estás tan pálido como la misma muerte.
—Nada grave. Acaban de comunicarme unas noticias perturbadoras, pero no tardaré en reponerme. —El semielfo respiró hondo y, para atajar un posible interrogatorio, aventuró—: Tampoco vosotros tenéis buen aspecto.
—¿Brindamos por nuestras penurias? —ofreció Markham, levantando su panzuda copa de coñac.
El otro caballero le miró con expresión reprobatoria, severa. Pero el indisciplinado comandante le ignoró y engulló el licor de un solo trago.
—Se ha avistado la ciudadela cruzando las montañas —anunció el digno mandatario solámnico—. Arribará mañana, poco después del alba.
—Tal como me figuraba —asintió Tanis.
Se rascó la barba y, somnoliento, se frotó los párpados. Consideró la posibilidad de ingerir unos sorbos del elixir que tan pródigamente consumía el noble Markham. Pero lo contuvo el pensamiento de que podía ejercer una influencia contraria y embotarle todavía más.
—¿Qué llevas en la mano? —indagó Gunthar, quien, tras señalar la pulsera, alargó un brazo para tantearla—. ¿Una especie de amuleto elfo?
—Yo no tocaría esta joya —le recomendó su nuevo propietario, en el instante en que el otro apoyaba las yemas de los dedos en la empañada plata.
—¡Maldición! —rugió Gunthar, a quien la advertencia le llegaba unos segundos tarde.
Retiró tan deprisa el brazo que el brazalete, en el impulso, cayó al suelo, yendo a parar sobre una alfombra tejida por hábiles artesanos. Gunthar se retorció por el dolor que sentía en la muñeca, mientras el semielfo se agachaba y recogía la alhaja bajo su atento, incrédulo escrutinio, todo ello con el telón de fondo que prestaba a la escena la risa sofocada de Markham.
—Nos la ha traído el mago Dalamar desde la Torre —refirió Tanis a la reducida concurrencia, ajeno al rictus de dolor de Gunthar—. Protege a su portador de las agresiones arcanas, lo que, sea quien fuere el escogido, le franqueará el acceso hasta el espectro Soth.
—¡Sea quien fuere! —gruñó el coronel a la vez que, enojado, observaba el enrojecimiento de su carne en los puntos de fricción con la joya—. Fijaos, dentro de unos minutos me saldrán las ampollas de las quemaduras y, por si eso fuera poco, he recibido una descarga que casi me ha provocado un fallo cardíaco. ¿Quién, en nombre del Abismo, puede lucir tan dañino ingenio?
—Yo mismo —terminó de desconcertarle el semielfo. «Proviene del reino de la oscuridad, sólo se acoplará a alguien que haya navegado por ella». Incapaz de someterse a la vergüenza de citar las palabras del aprendiz, sonrojándose, mintió—: Si vosotros no resistís su contacto es porque, como Caballeros de Solamnia, hicisteis votos a Paladine en el acto de investidura.
—¡Entiérralo! —le ordenó Gunthar, por completo impasible frente a sus argumentos—. No necesitamos la ayuda que pueda proporcionarnos uno de esos Túnicas Negras.
—Yo opino que debemos aceptar el concurso de cualquiera, aunque nos disgusten sus métodos —discrepó Tanis—. Permíteme que te haga memoria sobre el hecho, no por peculiar menos auténtico, de que Dalamar y nosotros luchamos en el mismo bando. Y ahora, Markham, ten la bondad de revelarnos tus planes para la defensa de la ciudad.
Deslizando el brazalete en un saquillo y fingiendo no percatarse de la mirada fulgurante del dignatario, se dirigió hacia el otro caballero, el cual, pese a su sobresalto por tan repentina invocación, aportó su informe en auxilio del semielfo.
Las tropas solámnicas habían emprendido la marcha desde la Torre del Sumo Sacerdote, y pasarían varias jornadas antes de que alcanzasen Palanthas. El comandante, a su vez, había enviado un emisario para alertar a los Dragones del Bien. Pero no era probable que estos últimos se presentasen en la urbe con la antelación necesaria.
En vista de tales contratiempos, la ciudad misma se había puesto en guardia. Amothus había convocado a sus habitantes y, en un discurso de sencilla oratoria, les había advertido de lo que se avecinaba. Markham aseveró que no había cundido el pánico. Pero Gunthar halló aquello inverosímil y obligó al narrador a admitir que había habido algunas deshonrosas excepciones entre los más ricos, quienes habían intentado persuadir a los capitanes de navío, mediante sustanciosas sumas, de que les transportasen a puertos más seguros. Sea como fuere, éstos no se habían dejado sobornar y, además, ninguno se habría hecho a la mar bajo la amenaza que representaban los tormentosos frentes de nubes. Naturalmente, se habían abierto las puertas de la antigua muralla para que el que deseara correr tal riesgo se refugiara en la espesura. Pero fueron pocos los que tomaron esa opción. Eran conscientes de que en Palanthas les protegerían, al menos, las recias fortificaciones y los adiestrados caballeros.
En su fuero interno, Tanis conjeturó que de haber conocido los ciudadanos el verdadero horror al que se enfrentaban, habrían huido, en el convencimiento de que cualquier avatar era más liviano que el ataque de la ciudadela. No obstante, tal como se desarrollaron los acontecimientos, todos colaboraron en la común tarea de protegerse. Las mujeres se despojaron de sus vestidos de brocado y llenaron innumerables recipientes con agua destinada a apagar los fuegos del combate. Los moradores de la Ciudad Nueva, que carecían de un recinto amurallado, fueron evacuados a la Vieja, cuyos muros y torreones se fortificaron lo mejor posible en el mínimo plazo del que disponían. Se alojó a los niños en las bodegas y los cobertizos para protegerlos de la lluvia; los mercaderes abrieron sus establecimientos para suministrar los enseres imprescindibles, mientras los armeros, por su parte, distribuían pertrechos y las fraguas se mantenían perennemente encendidas, incluso de madrugada, para templar espadas, armaduras y escudos.
Al pasear la vista por el lugar, el semielfo distinguió luces en la mayoría de los hogares, los candiles que alumbraban a otras tantas familias ocupadas en ultimar los preparativos para una conflagración que, así lo dictaba su propia experiencia, sobrepasaría todos los cálculos y previsiones.
Pensando en su carta a Laurana, inhalando aire como si así fuera a disiparse su amargura, resolvió lo que haría. Pero era consciente de que su determinación sería ampliamente debatida, de tal suerte que debía trabajar antes el terreno.
—¿Te has planteado qué estrategia empleará Kitiara? —preguntó a Gunthar, lo que entrañaba interrumpir al locuaz Markham.
—Dudo que se devane los sesos urdiendo estratagemas —apuntó el interrogado, y se atusó el mostacho—. Harán lo mismo que en Kalaman. Acercar su artefacto cuanto puedan. Aunque conviene hacer hincapié en que allí no lograron situarse a su albedrío porque los dragones enemigos les pusieron a raya y en Palanthas, en cambio —se encogió de hombros—, no contamos más que con un limitado contingente reptiliano. Una vez se halle suspendida la ciudadela encima de nosotros, los draconianos saltarán de la plataforma y nos reducirán desde dentro, mientras los dragones hostiles, en un vuelo rasante, se enseñorearán del aire…
—Y Soth traspasará las puertas, quedando así cubiertos todos los flancos —concluyó Tanis.
—Confío en que los refuerzos de nuestras huestes lleguen a tiempo, por lo menos —intervino Markham, y vació de nuevo la copa— para impedir el pillaje y la profanación de los cadáveres.
—Kitiara —continuó especulando el semielfo— tiene que acceder a toda costa a la Torre de la Alta Hechicería. Según Dalamar, nadie sale vivo del Robledal de Shoikan, pero también me contó que Raistlin había entregado un talismán a la dama. Quizás aguarde a Soth para que la secunde. El respaldo de un espectro en tan sórdidos menesteres ha de ser inapreciable.
—Si la Torre es en realidad su objetivo —declaró Gunthar, con especial énfasis en el «si». Quedaba patente que la historia del nigromante y el Portal no le parecía creíble—. Partiendo del supuesto de que estés en lo cierto, imagino que utilizará la pugna como pantalla para sobrevolar los muros a lomos de su animal y posarse en un paraje próximo al edificio. Podríamos apostar en las inmediaciones de la arboleda a algunos caballeros y, así, impedirle el avance.
—Nunca estrecharían convenientemente el cerco —opuso Markham, y apostilló un tardío «amigo mío»—. El Robledal tiene la virtud de desestabilizar los nervios de todos cuantos se mueven en un radio de varias millas.
—Además —coreó Tanis— no podemos prescindir de un solo soldado. Hemos de reservarlos todos para la ofensiva contra Soth y sus legiones fantasmales. —Hizo un alto y, tras reunir una buena provisión de valor, manifestó—: He concebido un plan. Si me autorizáis, os lo propondré.
—Estamos ansiosos por oírlo, semielfo —le invitaron ambos.
—Tú presumes que la ciudadela nos acometerá desde arriba y el Caballero de la Muerte entrará por la puerta principal, creando una diversión que dará a Kit la oportunidad de escabullirse hacia la Torre. ¿Voy bien?
—Lo has comprendido con exactitud —corroboró Gunthar.
—Entonces, sugiero que unos cuantos hombres monten sobre la grupa de los Dragones Broncíneos y se lancen a la batalla. Yo cabalgaré a Ígneo Resplandor —prosiguió el aguerrido semielfo—. Dado que soy el único a quien la pulsera defiende de Soth, me comprometo a ocuparme de él mientras mi escuadra se concentra en los esbirros de ese engendro. Existe, de todos modos, cierta deuda entre nosotros que deseo zanjar —adujo al ver que el coronel hacía una mueca.
—Te lo prohíbo de manera rotunda —rechazó éste—. En la Guerra de la Lanza demostraste tu valía, pero nunca aprendiste artes marciales y no puedes derrotar a un Caballero de Solamnia…
—Aunque ese caballero esté ya muerto —intervino Markham, con una risita entre picara y divertida que delataba su incipiente ebriedad.
Los bigotes de Gunthar vibraron, rebosante como estaba de ira, pero acabó de hilvanar su razonamiento.
—Un individuo experto como Soth te aniquilará, con o sin amuletos.
—Debo señalar, sin embargo —volvió a la carga el responsable de la milicia palanthiana, y se obsequió con otra dosis de alcohol—, que la pericia en el manejo de la espada de nada sirve en este caso sin el brazalete. Un adversario dotado para fulminarte mediante un simple vocablo posee una clara ventaja.
—Por favor, Gunthar, escúchame —insistió Tanis, fortalecido por aquellos comentarios que tanto le beneficiaban—. Admito que mi preparación formal ha sido escasa, casi nula, pero mis años de espadachín sobrepasan a los tuyos en una proporción de dos o tres a uno. Mi sangre elfa…
—El Abismo confunda tu sangre elfa —farfulló el caballero.
Examinó el coronel al incansable bebedor, que en aquel instante olisqueaba los vapores etílicos de la licorera, y le clavó unas pupilas destellantes que habrían paralizado a un regimiento. Markham, flemático o rebelde, hizo caso omiso de su superior y se escanció otra ración.
—Si no me dejas otra alternativa, apelaré a mi rango —desafió Tanis al mandatario, también sin inmutarse.
—¡El tuyo fue un nombramiento honorífico! —objetó Gunthar, purpúreo su rostro.
—El Código no establece distinciones —le recordó el semielfo mostrando una gran sonrisa de triunfo—. Sea cual fuere la causa, la intención al rendirme homenaje, ahora soy un Caballero de la Rosa. Y mi edad, que supera la centuria, me confiere veteranía.
—¡Por los dioses, Gunthar, permítele que muera! —le imprecó el comandante Markham, en medio de unas carcajadas a destiempo que denunciaban su embriaguez—. En el fondo, da igual sucumbir unas horas antes o después.
—Está borracho —le censuró el cabecilla de la Orden, tan exasperado que se desfiguraron sus rasgos.
—Es joven —le disculpó el semielfo—, y nuestro destino, poco halagüeño. Y bien, ¿tienes ya un veredicto? —apremió.
El aludido echaba chispas por los ojos, tal era su cólera. Se plantó a unos centímetros de su interlocutor y afloró a sus labios una dura reprimenda, que nunca se articuló en sonidos. El mandatario sabía que aquel que se atreviera a retar a la criatura espectral no coronaría su hazaña sino expirando en el acto, aunque le protegiese un talismán poderoso. Y había comprendido que el semielfo era tan cándido, o tan atolondrado, que no reconocía esta verdad. Pero ahora escrutó su sombrío semblante y vio que, una vez más, había errado al juzgarlo.
—Encárgate de que recupere la sobriedad —accedió, tragándose el originario impulso verbal con una tos ronca y extendiendo el índice hacia Markham—. En cuanto lo consigas, toma posiciones y adelante. Los caballeros esperarán tu señal.
—Gracias por transigir, amigo mío —murmuró el héroe, conmovido.
—No me resta sino rezar para que los dioses te guarden —añadió el coronel con una voz estrangulada por la angustia. Y, tras estrujar la mano de su interlocutor, dio media vuelta y abandonó la cámara.
El semielfo caminó unos pasos hacia el caudillo militar de la ciudad que, tras agotar el contenido de la botella de coñac, la contemplaba con alelada obstinación. No obstante, vio una mueca burlona en su boca, que despertó sus resquemores. «No está tan ido como aparenta —se dijo—, o acaso como querría».
Alejándose del caballero, Tanis se asomó a la ventana y, contemplando la hermosa ciudad de Palanthas, aguardó los primeros albores del amanecer.
A Laurana
«Mi esposa querida:
»Cuando nos despedimos, hace ahora una semana, mal podíamos suponer que nuestra separación habría de prolongarse tanto tiempo. ¡Hemos pasado lejos el uno del otro durante períodos tan largos de nuestra vida! Sin embargo, admito que en las presentes circunstancias no lamento que así sea y que, incluso, me reconforta saber que estás a salvo aunque si Raistlin logra realizar sus designios, temo que no quedarán reductos seguros en toda la extensión de Krynn.
»Debo ser honesto, amada mía. No abrigo ninguna esperanza de que sobrevivamos. Creo poder afirmarlo sin romper mi voto de sinceridad, que no me inspira miedo la perspectiva de morir. Pero me enfrento a mi destino con acerba furia. En la última guerra podía permitirme el lujo del valor, ya que nada poseía y nada tenía que perder. Ahora, al contrario, mi deseo de vivir es grande, porque me siento como un desheredado después de haberme arrullado en la dicha que ambos compartimos y no soporto la idea de que me arrebaten el futuro, nuestro futuro. Pienso en nuestros planes, en los hijos que anhelamos concebir y sobre todo en ti, mi adorada Laurana, en el dolor que ha de infligirte la noticia de mi muerte.
»Las lágrimas de la ira, del pesar, oscurecen mi visión. Sólo me queda rogarte que hagas tuyo el único consuelo que a mí me anima: esta despedida será la última. El mundo no volverá a distanciarnos. Te esperaré, mi Laurana, en ese reino donde hasta el tiempo expira.
»Un atardecer, en las regiones de la eterna primavera, del perpetuo claroscuro, posaré mi mirada en la senda y distinguiré tu entrañable silueta caminando hacia mí. ¡Es tanta la nitidez con la que te imagino, dama de mis sueños! Los postreros rayos del sol poniente bañan tu áureo cabello, mientras ilumina tus ojos un amor que es reflejo del que yo mismo irradio.
»Vendrás a mí, te estrecharé entre mis brazos y, enlazados, nos abandonaremos a ensoñaciones de las que nunca habremos de despertar».