LIBRO III

El retorno

El guarda holgazaneaba en la penumbra de una garita, situada junto a la puerta de la Ciudad Vieja. Oía al otro lado, en el exterior, las voces de los centinelas, que, tensos por la excitación y el miedo, presumían de su coraje. Debía de haber una veintena de soldados, pensó el anciano en su refugio. Habían doblado la vigilancia nocturna y, además, aquellos que concluían su servicio preferían quedarse en lugar de aprovechar el relevo para retirarse. Sobre la cabeza del solitario personaje retumbaban las marciales, rítmicas pisadas de los Caballeros de Solamnia y mucho más arriba, en el aire, percibía el crujiente batir de alas de los dragones e incluso las conversaciones que sostenían los reptiles en su secreto lenguaje. Se trataba de los animales broncíneos que Gunthar había traído desde la Torre del Sumo Sacerdote y que, al igual que hacían los humanos en tierra, custodiaban el cielo ante la eventualidad de un ataque.

En los tímpanos del vigilante se entremezclaban los sonidos, que eran como los heraldos de un destino inminente. Sí, tal era la idea que rondaba por su cabeza, aunque, en honor a la verdad, no la formulaba en estos términos, ya que las palabras «destino» ni, menos aún, «inminente» formaban parte de su vocabulario. Sea como fuere, el conocimiento de lo que se avecinaba estaba en esencia en su mente, y eso era lo importante. El viejo era un antiguo mercenario, había vivido infinidad de episodios semejantes en su juventud y, hay cosas que no cambian, también él se había vanagloriado de las proezas que realizaría al día siguiente, del mismo modo que ahora se jactaban los soldados detrás del acceso. Sin embargo, en su primera batalla, el pánico le había dominado hasta tal extremo que no recordaba de él ni el más nimio detalle.

Luego vinieron muchos otros combates, que amoldaron las aprensiones a su cuerpo como una segunda piel. El pavor no se vencía sino que pasaba a formar parte de uno, se blandía junto a la espada hasta que se convertía en algo inseparable. La representación de la batalla que ahora se anunciaba no era distinta. Llegaría la mañana y, para los afortunados, una nueva noche.

Un repentino bullicio de lanzas y voces, un alboroto general, sacó al anciano guarda de sus filosóficas reflexiones. A regañadientes, pero con un amago de emoción comparable a la de otros tiempos, asomó la cabeza por la entrada de la garita.

—¡He detectado algo! —alertó a sus superiores un soldado que, jadeante, se personó en las proximidades de la puerta—. ¡Era un tintineo de armaduras, como si se acercase una tropa completa!

Los otros guardianes espiaron las tinieblas, mientras los caballeros, interrumpiendo la ronda, escrutaban la ancha avenida de la Ciudad Nueva, que desembocaba en el portalón principal de la antigua. Se sumaron nuevas antorchas a las que ardían ya en los pedestales de tal modo que, entre todas, proyectaron un círculo de luz en el terreno adyacente. Pero la zona iluminada se terminaba a escasos metros y confería una nota todavía más oscura, más lóbrega, a la negrura del entorno. El mercenario oyó los ruidos que describiera el acalorado muchacho. Pero, lejos de espantarse, atendió al consejo de su propia veteranía y se dijo que cuando reinaba la incertidumbre, con el aditamento del terror y la nocturnidad, un solo hombre podía tomarse por un regimiento.

Salió de la garita y, ondeando ambas manos, ordenó a los desconcertados centinelas:

—Volved a vuestros puestos, los de dentro y los de fuera.

Los inexpertos soldados obedecieron. Una vez en las posiciones que les fueran asignadas, prepararon las armas. El viejo luchador, cerrando los dedos sobre la empuñadura de su espada, atravesó una trampilla lateral y en solitario, sin aceptar la ayuda de los más serenos oficiales, se plantó en medio de la calle y aguardó.

Como había vaticinado, a los pocos segundos se expuso al radio delimitado por las teas no una división de draconianos, sino un humano que, hubo de admitirlo, equivalía a dos en cuanto a la corpulencia. Detrás de él apareció un kender.

Ambos se detuvieron, parpadeando bajo el brillo de las llamas embreadas, y el viejo aventurero les examinó. El grandullón no se cubría con la capa habitual, los ígneos perfiles se reflejaban en una armadura que quizás había sido lustrosa en un tiempo, pero que, ahora, se hallaba semioculta por una auténtica costra de fango y en los puntos descubiertos se veía ennegrecida, como si hubiera sufrido el flagelo de un incendio. El cuerpo del kender también estaba cubierto de barro aunque era ostensible el esfuerzo que había hecho para limpiarlo en los llamativos calzones azules. El hombre renqueaba al andar, y en los dos viajeros se adivinaban vestigios de una reciente lucha.

«Resulta extraño —recapacitó el mercenario—. Todavía no ha estallado ningún conflicto, o al menos a nosotros no se nos ha comunicado».

—He aquí un par de truhanes, quizá salteadores —masculló el guarda, observando que el hombretón apoyaba la mano en su arma, mientras reconocía el terreno, con la desenvoltura de quien sabe utilizarla.

En cuanto al kender, el veterano advirtió que lo miraba todo con la curiosidad natural de su raza. Sin embargo, no dejó de sorprenderle el hecho de que sujetara en sus manos un enorme libro encuadernado en piel.

—¿Qué hacéis aquí? —interrogó el mercenario a los recién llegados, y dio un paso al frente—. ¿Cuál es el propósito de vuestra visita a una hora tan intempestiva?

—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó el hombrecillo, logrando, tras un breve forcejeo con el libro, liberar la mano y tendérsela al centinela—. Y éste es mi amigo Caramon. Procedemos de Sol…

—El motivo de nuestra «visita», como tú la denominas, depende de dónde nos encontremos —atajó a su acompañante el individuo hercúleo, cordial en su tono pero con una grave expresión que hizo titubear al anciano.

—¿Significa eso que ignoráis vuestro paradero? —indagó éste, más desconfiado a cada segundo.

—No somos de esta parte del país —contestó aquel que el kender identificara como Caramon—. Perdimos nuestro mapa, y al divisar las luces nos encaminamos hacia aquí.

—Estáis en Palanthas —reveló el vigilante que, en su fuero interno, se repetía: «Si vuestra fábula es cierta, yo soy Amothus».

El hombretón echó un vistazo a su espalda luego, clavando de nuevo los ojos en el mercenario, al que sobrepasaba toda la cabeza, declaró:

—Así que acabamos de llegar a la Ciudad Nueva. Lo que nos ha despistado —explicó— es que se halla vacía. La hemos recorrido de un extremo a otro y no hemos visto señales de vida. ¿Dónde se ha metido la población?

—En el interior. Se ha instaurado el estado de sitio y los palanthianos se han congregado al amparo de las murallas. Supongo que, por el momento, es cuanto necesito contarte —repuso el viejo—. Y bien, ¿puedes ya decirme cuál es el objeto de esta incursión? ¿Y cómo es posible que no estéis enterados de lo que sucede? La noticia se ha propagado por todo Krynn —agregó, suspicaz.

El gigantesco guerrero se acarició la cara, que no se había rasurado durante varias semanas, y esbozó una sonrisa de complicidad cuando susurró:

—Una redoma de aguardiente enanil le nubla a uno el entendimiento ¿no estás de acuerdo, capitán?

El aludido asintió, aunque no se dejó llevar por el halago que el otro pretendía hacerle al atribuirle un rango ficticio. Lúcido e incorruptible, se dijo que las pupilas de aquel individuo destilaban una determinación que nunca tendría un borrachín. No iba a engañarle. Había contemplado antes miradas agudas, limpias como aquélla en combatientes que, abedores de que les esperaba la muerte, se habían reconciliado con los dioses y consigo mismos.

—¿Nos permitirás entrar? —inquirió el hombretón—. Dadas las circunstancias, creo que no os vendrán nada mal un par de bravíos y veteranos luchadores.

—Nos será útil un tipo de tu fornida estructura —confirmó el guarda—. Pero quizá sea mejor abandonar a éste —hizo un gesto despectivo hacia el kender—, dudo que sirva ni siquiera como carroña para los buitres.

—¡Soy un maestro en pelear! —protestó indignado el tal Tasslehoff—. En una ocasión incluso salvé a Caramon, al que tanto admiras. ¿Quieres que te relate la historia? —propuso, desechado el enfado en favor del entusiasmo—. ¡Te aseguro que es fantástica! Verás, estábamos en una fortaleza mágica donde Raistlin, el nigromante, me había escondido después de matar a mi amigo… Pasaré por alto esa parte, me entristece recordarla. En cualquier caso, unos enanos oscuros que conspiraban contra Caramon se abalanzaron sobre él y, al resbalar…

—¡Abrid la puerta! —pidió, horrorizado, el centinela.

—Vamos, Tas —apremió el humano al kender.

—¡Pero si aún falta lo más emocionante! —se lamentó éste.

—Por cierto, ¿serías tan amable de especificarme la fecha? —rogó al mercenario el individuo musculoso a la vez que, con gran agilidad, amordazaba a su compañero para imponerle silencio.

—Día tercero, quinto mes, año 356 —se avino el veterano, tan preciso como socarrón—. Te recomiendo que consultes a algún clérigo en la urbe, él sanará tu rodilla.

—Clérigos —musitó el interpelado—, casi había olvidado que en esta época vuelve a haberlos. Gracias —apostilló con voz sonora, para ser oído.

Traspasaron el umbral de la Ciudad Vieja y el guardián, que no cesó de observarlos, comprobó que el hombrecillo se liberaba de la manaza con la que el otro le aprisionaba a fin de acallar su parloteo y, acto seguido, escuchó su regañina:

—¡Qué asco! Deberías lavarte, Caramon casi me asfixias con tus efluvios. ¡Caramba, tengo la boca llena de barro! ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Estoy enojado porque no me has dejado acabar la narración. Me has interrumpido en el momento en que iba a hablar de tu desliz en la sangre…

Meneando la cabeza, el vigilante se ocupó de que se cerraran de nuevo los accesos. «Esta pareja debe de haber vivido una experiencia abrumadora —intuyó—, tanto que incluso un kender se quedaría corto al referirla».

1 Triste despedida

—¿Qué contiene ese párrafo, Caramon? —preguntó Tas mientras, de puntillas, intentaba ver el texto por encima del brazo de su amigo.

—¡Chitón! —le ordenó el guerrero, irritado—. Estoy leyendo. Suéltame y no molestes.

El hombretón, después de pasar precipitadamente las páginas de las Crónicas que incitara a confiarle a Astinus, se detuvo en una y procedió a estudiarla con sumo celo.

Exhalando un suspiro que venía a significar: «¡Esto es injusto, soy yo quien ha cargado con el libro!», Tasslehoff se reclinó en el muro y observó el paraje, dolido aún por el exabrupto. Se encontraban debajo de uno de los fanales que usaban los palanthianos para el alumbrado nocturno de sus avenidas. Debía de haber despuntado el nuevo día, se dijo el kender, porque aunque los nubarrones tormentosos oscurecían la luz, la deformaban, envolvía la ciudad una aureola grisácea. Una gélida bruma se elevaba en volutas sobre la bahía y, en torbellinos, fluía a través de las calles, confiriéndoles una opacidad fantasmal.

Los candiles brillaban junto a la mayoría de las ventanas. Pero había escasos paseantes, porque se había recomendado a los ciudadanos permanecer en sus casas a menos que fueran miembros de la milicia. Tas vislumbraba los rostros de las mujeres aplastados contra los cristales, al acecho del regreso del esposo o el hijo. Alguna que otra figura solitaria pasaba a toda prisa junto a los dos viajeros, aferrada su arma, hacia la puerta principal de la muralla. Dado el carácter inquieto del hombrecillo, no dejó de satisfacerle presenciar una de las numerosas escenas familiares que se habían sucedido a lo largo de la noche: una rendija luminosa frente a ellos anunció que se había entreabierto la puerta de una vivienda, y al punto cruzó el umbral un humano varón, con una herrumbrosa espada al cinto, seguido por una mujer, inmersa en llanto. Él se inclinó y le dio un tierno beso, antes de besar también al pequeño que la dama acunaba en sus brazos. Luego, girando de manera brusca, el individuo se alejó raudo y, cuando atravesaba la calzada, el kender reparó en que unos gruesos lagrimones surcaban sus pómulos.

—¡Oh, no! —exclamó Caramon.

—¿Qué ocurre? —indagó Tas, y se alzó en un brinco para examinar por sí mismo los sucesos que tanto disgustaban al luchador.

—Escucha —le invitó éste.

Y ambos averiguaron lo que no tardaría en sobrevenir, según el fiel registro del historiador de la gran biblioteca. El pasaje rezaba así:

En la mañana del tercer día apareció la ciudadela flotante sobre Palanthas, escoltada por escuadras de Dragones Azules y Negros. Y, al unísono con el aéreo castillo, surgió delante de las puertas de la Ciudad Vieja otro espectáculo, el de un personaje que forzó a los veteranos de incontables campañas a palidecer de miedo.

El fantasma que ocasionó tal revuelo, un ente que se diría creado a partir de los jirones de la noche misma, era Soth, el Caballero de la Rosa Negra. El espectro se materializó a lomos de una pesadilla poblada de ojos, de cascos ígneos. Cabalgó en medio de unas nebulosas huestes, sin que nadie osara desafiarle, hasta el acceso a la ciudad, y los centinelas se dieron a una despavorida fuga.

Una vez allí, se detuvo.

—Señor de Palanthas —invocó el Caballero de la Muerte al máximo dignatario, con una voz incorpórea que provenía del reino de ultratumba—, rinde a la Señora del Dragón, Kitiara, la urbe que gobiernas. Entrégale las llaves de la Torre de la Alta Hechicería, nómbrala adalid absoluto de tus dominios y ella, a cambio, os concederá la gracia de la paz y perdonará vuestros gráciles edificios de la destrucción.

Amothus ocupó el lugar que le correspondía en las almenas, y se enfrentó a tan poderoso oponente. Fueron muchos los miembros de su séquito que no resistieron la mirada del adversario, azuzados como estaban por el terror, pero el mandatario se mantuvo enhiesto e, impasible a su propia lividez,, pronunció unas palabras que devolvieron la valentía a aquellos que la habían perdido.

—Transmite este mensaje a tu cabecilla —encomendó al espíritu—: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.

—Salvaguardas una prerrogativa para empeñar otra más sagrada: la vida —se enfureció Soth.

Sin que mediara más diálogo entre ellos, las legiones del caballero cesaron de insinuarse para tomar forma. Le acompañaban trece guerreros cadavéricos que, a la grupa de equinos llameantes, se pusieron en formación a su espalda mientras a su vez, detrás de los luchadores, erguidas en cuadrigas confeccionadas con huesos humanos y tiradas por salamandras aladas, se dibujaban las mujeres elfas que los dioses condenaran a servir al infame caudillo solámnico. Blandían en la mano espadas de hielo, y el mero eco de sus alaridos presagiaba muerte.

Levantando una mano que sólo era visible merced al guante de acerada malla que la cubría, Soth señaló la puerta de la urbe, que, cerrada, le impedía el paso. Susurró un vocablo mágico y, de manera instantánea, un frío estremecedor invadió a los presentes hasta congelar sus almas, que no ya su carne. Los remaches metálicos que adornaban las hojas de la puerta se tornaron blancos bajo la escarcha y, al asumir también la madera la textura del hielo, el errabundo ser la sumió en un sortilegio y la hizo estallar en pedazos.

El engendro del más allá posó los dedos en el pomo de la silla y cargó a través de la destrozada puerta, encabezando a sus imbatibles legiones.

Al otro lado, montando a Ígneo Resplandor —un Dragón Broncíneo cuyo nombre reptiliano era Khirsah—, se hallaba Tanis el Semielfo, héroe de la Lanza. En cuanto avistó a su rival, el Caballero de la Rosa Negra quiso fulminarle de inmediato mencionando el término «muerte», uno de los más eficaces de su repertorio arcano. Al agredido, que estaba protegido por un brazalete de plata inmune a la magia, no le afectó el encantamiento. Pero la pulsera ya le había salvado en una ocasión y no le protegería en un segundo ataque.

Incapaz de guardar silencio por más tiempo, Tas interrumpió a su amigo.

—¿Qué significa eso de que sólo valía para una confrontación, Caramon? —le interrogó.

El interpelado, que ansiaba proseguir, le indicó con un siseo que se callara y se enfrascó de nuevo en la lectura.

… en un segundo ataque. El Dragón Broncíneo del semielfo, que carecía del influjo de un talismán, expiro al proferir Soth tan letal sustantivo, y su jinete hubo de luchar en tierra. Soth desmontó a fin de ofrecer al contrincante la oportunidad de defenderse según las leyes de combate de la Orden solámnica, unos preceptos a los que todavía estaba vinculado pese a que había transgredido las fronteras de su jurisdicción varios año atrás. Tanis se debatió con sorpréndeme arrojo, pero ni sus fuerzas ni sus recursos eran equiparables a los de un espectro. Al fin cayó mortalmente herido, traspasado su pecho por la espada del caballero.

—¡No! —se revolvió el kender—. ¡No podemos permitir que perezca! Corramos —urgió al guerrero, zarandeando su brazo—, quizás aún podamos prevenirle del peligro.

—Yo debo ir a la Torre sin demora, Tas —se opuso Caramon sin alterarse—. No tengo tiempo de buscar al semielfo. Siento la proximidad de Raistlin y he de acudir a su encuentro.

—Bromeas, ¿verdad? —susurró Tasslehoff y, boquiabierto, miró ansioso al fortachón—. ¡No pienso cruzarme de brazos y abandonarle a su suerte! —insistió.

—Por supuesto que no. Yo asistiré a mi cita, pero tú te encargarás de rescatar a Tanis de tan terrible destino —dictaminó el fornido luchador.

El hombrecillo quedó literalmente sin aliento al oír aquella sentencia. Cuando, pasado el primer estupor, recobró el habla, su protesta fue poco más que un incoherente y chillón graznido.

—¿Yo? Pero Caramon, sabes tan bien como yo que soy un inepto en las artes marciales. De acuerdo en que presumí frente al guarda…

—Tasslehoff Burrfoot —le imprecó su compañero—, cabe dentro de lo posible que los dioses organizaran toda esta hecatombe para tu particular diversión, pero, si he de ser franco, añadiré que lo dudo. Somos criaturas integrantes del mundo en que vivimos, Tas, y debemos aceptar la responsabilidad que nos compete. Es algo que, después de interminables y dolorosos azares, he llegado a comprender.

Suspiró, y empañó su rostro una solemnidad tan atribulada que el kender notó que se le hacía un nudo en la garganta.

—Soy consciente de mis obligaciones, del deber que he contraído con la tierra donde nací —afirmó, compungido—, y estoy dispuesto a participar en todo aquello que esté a mi alcance. Pero no olvides mi insignificancia. No se puede pedir a un ser «pequeño» como yo que desafíe a Soth, ese coloso de «altura». Espero que entiendas lo que simbolizan esos adjetivos, ya…

Hendieron el ambiente las notas de un clarín, luego de otro. Caramon y Tas enmudecieron, quedaron inmóviles hasta que se hubieron disipado los sones.

—Es la hora, ¿no? —consultó el kender al guerrero.

—Sí —ratificó éste—. Será mejor que te apresures.

Cerrando el libro, el hombretón lo introdujo en una vieja mochila que Tas había requisado —él prefería emplear este término— mientras inspeccionaban la desierta Ciudad Nueva. También había tomado prestadas —otra de sus definiciones favoritas— algunas bolsas para su uso personal, así como objetos de interés que, por no cansarle, había omitido mostrar al humano. Puso la palma de la mano sobre la cabeza de su entrañable amigo y le dijo, a la vez que le acariciaba el ridículo y desgreñado copete:

—Adiós y gracias, mi querido Tas.

—Pero Caramon, ¿qué haré sin ti? —El kender miró al grandullón en la actitud de quien no ha de sobreponerse al desvalimiento, a la soledad—. ¿Dónde te hallaré si preciso tu ayuda?

El aludido alzó los ojos al cielo, allí donde la Torre de la Alta Hechicería surcaba, cual una negra fisura, el manto de la borrasca. Las llamas de unos candiles ardían tras las ventanas de la planta superior de la mole, actual emplazamiento del laboratorio… y del Portal.

El hombrecillo imitó al luchador, y se detuvo a contemplar el lóbrego edificio. El frente de nubes descendía en su derredor y los relámpagos jugueteaban, no menos ominosos, con su pétreo contorno. Recordó el día en que, en el lapso que dura una exhalación, columbró un primer plano del Robledal de Shoikan, y un escalofrío convulsionó su cuerpo.

—¡No te internes en ese paraje, Caramon! —suplicó, aferrando la manaza del guerrero.

—Adiós, Tas —reiteró éste su despedida, y se deshizo de la garra del hombrecillo—. Tengo que hacer lo que he planeado para modificar el desenlace de nuestra historia, y también tú has de imbuirte de la misión que te he asignado. Vamos, no te entretengas, la ciudadela debe de estar suspendida encima de las puertas mientras cotorreamos.

—Pero… —gimió el kender, con la voz entrecortada.

—¡No hay peros que valgan! —le amonestó el corpulento humano—. ¡Déjate de titubeos y cumple tu cometido! —bramó, y los ecos de su cólera se difundieron por la calle vacía—. ¿Acaso no te importa que Tanis muera sin mover un dedo en su favor?

Tasslehoff se amedrentó. Nunca antes había visto a su amigo tan airado, al menos no contra él. En sus múltiples aventuras no se produjo ninguna situación que le impulsara a gritarle.

—Claro que me importa —le aseguró dócil, encogido—. Es que no sé cómo puedo socorrerle.

—Improvisa —le aconsejó el otro, deseoso de infundirle ánimos—. Siempre lo hiciste, y con espléndidos resultados.

Dando media vuelta, Caramon se alejó. El kender le observó, desconsolado, mientras partía.

—Adiós, amigo —murmuró a la figura en retirada—. No te decepcionaré.

El guerrero debió de oírle, pues hizo un alto y giró la cabeza para dirigirse a él con un acento singular, como si se hubiera atragantado, o así se lo pareció al hombrecillo.

—Tengo plena confianza en ti y siempre la conservaré, independientemente del desarrollo de los acontecimientos —le prometió. Y, ondeando la mano, echó de nuevo a andar.

Tas atisbo en la distancia las sombras del Robledal, unas brumas que ni el sol lograba disolver en las que, siempre agazapados, anidaban los guardianes de la Torre.

Estuvo quieto unos momentos, atento a las evoluciones de Caramon hasta que le engulló la penumbra. Abrigaba la secreta esperanza, se sintió capaz de admitirlo en un inusitado alarde de sinceridad, de que el guerrero cambiara de idea y, antes de esfumarse, le ofreciera: «¡Aguarda, iré contigo al rescate de Tanis!».

No fue así. «Lo que pone el asunto enteramente en mis manos —pensó el kender—. ¡Y me ha reprendido de modo brusco!», se autocompadeció mientras, lloroso, tomaba el rumbo opuesto al de su compañero, es decir, el de la puerta. Tan deprimido estaba, que el corazón, de un vuelco, fue a refugiarse en las enfangadas botas, aumentando su peso. No conocía un método practicable para liberar a Tanis de la embestida de un Caballero de la Muerte. Cuanto más reflexionaba, más incongruente se le antojaba que Caramon le hubiera encargado tal empresa.

—De todos modos, salvé la vida del hombretón —farfulló—. Quizá por eso ha decidido…

Se detuvo de repente y se plantó, cual una estatua, en medio de la calzada.

—¡Se ha deshecho de mí! —vociferó—. Tasslehoff Burrfoot, tienes menos seso que un mosquito o, como solía calificarte Flint, eres un perfecto botarate. Se ha desembarazado de mi presencia porque no quiere que sea testigo de su muerte, se encamina hacia su propio fin. ¡Lo del rescate del semielfo era un subterfugio!

Desdichado, confundido, exploró la avenida en ambos sentidos. «¿Qué puedo hacer?», se preguntó. Dio un paso hacia Caramon, pero frenó su impulso un nuevo clamor musical, esta vez estridente y discorde como si el instrumento, por su propia iniciativa, expresara alarma. E, imponiéndose a éste, creyó reconocer la voz de una criatura que impartía órdenes: la de Tanis.

—Si me uno al guerrero, será el semielfo quien no tardará en exhalar su último suspiro —vaticinó, y avanzó un paso hacia donde éste se hallaba.

Su elección, no obstante, fue pasajera. Hizo otro alto, ensortijando un mechón del copete en su mano como para significar hasta qué extremo también su mente se encontraba sumida en un remolino. Nunca, en su dilatada existencia, había sido víctima de tan hondas frustraciones.

—Los dos me necesitan —razonó—, y yo no puedo escoger.

«¡Ya lo tengo!». Estaba pictórico de felicidad, la solución se había dibujado en su cerebro cuando más proclive se sentía al pesimismo. Ahora resuelto, el hombrecillo emprendió una rápida carrera hacia la entrada de la ciudad.

—Rescataré a Tanis —musitó jadeante, en el mismo momento en que se adentraba en una calleja que acortaría el trayecto—, y más tarde regresaré para prestar mi ayuda a Caramon. Imagino que el semielfo me será útil en el segundo empeño.

Mientras corría por el atajo, haciendo huir a los asustados gatos, frunció el entrecejo y caviló: «He perdido la cuenta de la cantidad de héroes que he tenido que salvar. ¡Empiezo a hastiarme de todos ellos!».


La ciudadela flotante hizo su aparición en el cielo de Palanthas coincidiendo con el cambio de guardia, motivo por el que sonaron los clarines. Los majestuosos, si bien algo derruidos, torreones, las almenas, los imponentes muros de roca, las ventanas iluminadas y repletas de tropas draconianas, todos estos pormenores se hicieron ostensibles a medida que el artefacto descendía, siempre sustentado por sus cimientos de nubes mágicas, hirvientes.

La muralla de la Ciudad Vieja estaba atestada de hombres, ya fueran ciudadanos, caballeros o mercenarios. Ninguno despegó los labios, se contentaron con apretar sus armas y, silenciosos, presenciar la escena.

De todas maneras, en la quietud general, retumbaron algunas palabras al aproximarse el castillo volador o, en honor a la verdad, fueron muchas las que brotaron de una sola garganta. Tas, en efecto, palmeó sobrecogido frente a la espectacular visión y comentó:

—¿No es avasalladora? ¡Había olvidado cuan magníficas y gloriosas pueden resultar estas fortalezas aéreas en su vuelo! Daría cualquier cosa por viajar en una de ellas. —El kender meneó la cabeza y, como nadie más podía hacerlo, se reprendió a sí mismo, aunque adoptando el tono de Flint—: Ahora no, Burrfoot, tienes un trabajo que hacer. Aquí está la puerta, allí la ciudadela —reconoció el terreno—, y Amothus se acerca entre sus guarniciones. Presenta un aspecto horrible, he visto cadáveres más risueños. Pero ¿dónde se ha metido…? ¡Creo que ya viene!

Una procesión asomó por detrás de un recodo y marchó, calle adelante, hacia donde estaba Tasslehoff. La componían un grupo de Caballeros de Solamnia que conducían sus caballos de la mano y, en su lento desfilar, exhibían unos rostros solemnes y tensos, sin intercambiar las chanzas habituales poco antes de la batalla. No hablaban, no se molestaban en disimular su triste conocimiento de que, en la mayoría de los casos, la muerte acechaba al final del recorrido. Les acaudillaba un individuo cuya poblada barba destacaba en brusco contraste respecto a los semblantes rasurados, provistos de mostachos, de los soldados. Además, pese a que lucía la armadura que le acreditaba como Caballero de la Rosa, no mostraba la soltura de otros portadores de idéntico emblema.

—Tanis siempre detestó las cotas de malla y otros atuendos guerreros —rememoró el kender a media voz, mientras examinaba a su amigo—, y sin embargo no ha podido negarse a vestir el uniforme de la hermandad solámnica. ¿Qué diría Sturm si estuviese aquí? ¡Ojalá se hallara en mi flanco, él o alguien de su inteligencia y agallas! —deseó, y una lágrima surcó su nariz antes de que acertara a enjugarla.

Cuando los caballeros se hubieron aproximado al portalón, Tanis se detuvo y volvió la cara para dar las oportunas instrucciones a las filas. El crujir de las alas reptilianas restallaba en las alturas y, al alzar el rostro en un gesto mecánico, Tasslehoff descubrió a Khirsah que, en estrecho círculo, capitaneaba una formación de Dragones Broncíneos. La ciudadela también se desplazaba hacia el muro a un ritmo tan regular, tan pausado, como si se descolgase sujeta de una cuerda.

«Sturm no está junto a mí, ni Caramon, ni nadie —se desengañó el kender, que con sólo evocar a aquellos personajes ya los había visualizado—. Una vez más, Burrfoot, eres tú quien ha de organizar la ofensiva. Tienes que discurrir», se arengó, y secó las lágrimas que bañaban sus mejillas.

Por su mente cruzaron todo tipo de proyectos, cada uno más disparatado que el precedente. El primero consistía en inmovilizar al semielfo a punta de espada («Te clavaré una estocada si no levantas las manos, Tanis, hablo muy en serio»), luego estudió un ardid para golpearle en el cráneo con una roca («Despójate de tu yelmo, amigo, será sólo un instante») e incluso, insatisfecho con tales soluciones, llegó a considerar la alternativa de decir la verdad («Verás, retrocedimos en el tiempo y, cuando regresamos, cometimos un error de cálculo y nos desplazamos al futuro de tal modo que Caramon, en un arrebato, quitó este libro a Astinus poco antes del fin del mundo y así, gracias a lo que había escrito en sus páginas, en el último capítulo, averiguó que habías de morir y…»).

De repente, el objeto de sus bien intencionadas maquinaciones alzó el brazo derecho. Un resplandor argénteo capturó la atención de Tas, quien, suspirando a modo de desahogo, musitó:

—Ahora sí sé cómo solventar el conflicto. Es muy simple, haré aquello para lo que estoy más dotado.


—Sea cual fuere el desarrollo de los acontecimientos, dejadme a Soth —pidió Tanis, mirando con sombría actitud a los caballeros que se habían cuadrado a su alrededor.

—Pero, mi apreciado colega… —empezó a sermonearle Markham, deseoso de hacerle entrar en razón.

—No voy a discutir contigo —le atajó el semielfo—. Sin un talismán ninguno de vosotros tiene la más mínima posibilidad de vencer al espectro y, además, sois necesarios para combatir contra sus legiones. Jura por el Código y la Medida que no te inmiscuirás en mi terreno, o me obligarás a expulsarte del campo de batalla. ¡Jurad todos que acataréis mi voluntad! —exigió de los hombres.

Al otro lado de la puerta cerrada, una voz profunda, hueca como si brotase de una caverna, invitó a Palanthas a rendirse. Los soldados solámnicos se consultaron unos a otros con los ojos, trémulos sus cuerpos debido al miedo que les infundía aquel sonido inhumano. Se produjeron unos segundos de silencio, una letal expectación que sólo rompía el batir de las alas reptilianas mientras las desmesuradas criaturas de escamas de bronce, de plata, azules y negras describían elipses en las alturas, espiándose y al acecho de la señal de ataque. Khirsah, el Dragón de Tanis, planeaba no muy lejos de su jinete, presto a recogerle en cuanto éste se lo ordenase.

Resonó en el ambiente otra voz articulada, la de Amothus, que respondió al Caballero de la Muerte firme, inconmovible, aunque con un delator quiebro en las inflexiones del discurso.

—Transmite este mensaje a tu cabecilla: Palanthas ha gozado del bienestar y la belleza durante numerosas centurias, pero no compraremos ninguna de estas bendiciones si el precio es nuestra libertad.

—Juro por el Código y la Medida someterme a tus decisiones —cedió Markham al imperativo semielfo.

—También nosotros —le corearon los hombres que tenía a su cargo.

—Gracias —se congratuló Tanis, posando la vista en aquellos guerreros leales y meditando que no tardaría en malograrse su juventud, que también él… No, no debía comportarse como una plañidera. Meneó la cabeza y llamó a su cabalgadura—: Khirsah, ya puedes…

No concluyó la frase, pues, cuando ésta afloraba a sus labios, oyó una espantosa conmoción en las filas de la retaguardia.

—¡Quita las pezuñas de mis pies, animal desmañado! —gritó el supuesto alborotador.

Piafó un caballo y en los tímpanos del barbudo semielfo vibró el reniego de un soldado, seguido por las porfías de alguien que, en tono chillón, protestaba su inocencia.

—El afrentado soy yo —afirmó—, tu caballo me ha pisado. Flint no se equivocaba al evitar a esas bestias estúpidas.

Los otros cuadrúpedos, que presentían la inminente contienda y afectados por el nerviosismo de sus amos, por la contagiosa tensión que presidía la espera, irguieron las orejas y relincharon ruidosamente. Uno incluso se salió de la hilera, sin que un inmediato tirón de las bridas le restituyera a su lugar.

—¿Acaso no sois capaces ni de dominar a vuestros caballos? —rugió Tanis—. ¿Qué ocurre ahí atrás?

—¡Dejadme pasar! Apartaos de mi camino y no me importunéis. ¿Es tuya esta daga? Sin duda ha resbalado hasta el suelo. Tienes suerte de que yo, por pura casualidad —prosiguió el personaje de pretendida candidez—, haya reparado en ella.

Fuera, en la Ciudad Nueva, volvió a elevarse la voz del caballero espectral augurando la muerte de todos sus rivales. Casi al unísono, a unos pasos del semielfo, el intruso se dio a conocer:

—Soy yo, Tanis, Tasslehoff.

El héroe de la Lanza se sintió al borde del desmayo. No habría podido discernir, en aquel preciso instante, cuál de las dos voces le aterrorizaba más. Sin embargo, no había tiempo para reflexionar ni desentrañar sus emociones: por encima del hombro, el adalid advirtió que la puerta se tornaba de hielo y comenzaba a resquebrajarse.

—¡Tanis! —le invocó alguien, colgado de su brazo—. ¡Oh, Tanis, cuánto me alegro de encontrarte! —persistió aquel ser en aturdirle, en vapulearle—. ¡Tienes que acompañarme y salvar a Caramon! Se dirige en solitario al Robledal de Shoikan ¡hemos de socorrerle sin tardanza!

«¡Caramon ha muerto! —fue el primer pensamiento del semielfo, pero se abstuvo de expresarlo en voz alta, porque según sus noticias, también el kender había expirado—. ¿Tanto me enajena el pánico que veo visiones?».

Alguien gritó y, al mirar con aire ausente a sus seguidores, Tanis observó que sus rostros se demudaban bajo los yelmos y asumían una lividez cadavérica. Comprendió que Soth y sus huestes habían atravesado el umbral de la Ciudad, y regresó a la realidad.

—¡Montad! —mandó a los suyos a la vez que, en un frenesí, forcejeaba para desembarazarse de las garras del tenaz hombrecillo—. Escucha, amigo, no es ésta ocasión propicia para distraerme. ¡Vete, maldita sea! —le imprecó al fin.

—¿Distraerte? —se soliviantó Tasslehoff—. Te comunico que Caramon va a morir y eso es lo único que se te ocurre decir, ¡una bonita manera de reaccionar!

—Nuestro compañero ya ha muerto —repuso el aludido con evidente impaciencia.

Khirsah aterrizó a su lado, lanzando un belicoso bramido. Bondadosos y perversos, en ese punto todos coincidían, los otros dragones le imitaron antes de, en una auténtica exhibición de fiereza, abalanzarse contra los rivales más cercanos con las zarpas extendidas. La refriega había estallado, la atmósfera se impregnó de llamaradas y de ácidos malolientes. En la ciudadela flotante los clarines proclamaron el zafarrancho y, entre vítores de entusiasmo, los draconianos iniciaron sus descensos sobre la ciudad, desplegadas sus correosas alas para amortiguar la caída.

El Caballero de la Rosa Negra, envuelto en los efluvios de muerte que despedía su ser descarnado, avanzaba implacable hacia el interior de la bella Palanthas.

A pesar de sus denodados afanes, el semielfo no conseguía desprenderse de su eventual aprehensor. Al rato, renegando entre dientes, pasó a la contraofensiva: asió al kender por la cintura y, tan rabioso que casi se asfixió él mismo, lo arrojó cual un proyectil a una calleja vecina.

—¡Y haz el favor de quedarte ahí! —vociferó.

—¡No vayas! —suplicó el otro—. ¡Sé de buena tinta que no sobrevivirás!

Tras examinar por última vez al impertinente Tas, sin plantearse la posibilidad de prestar oídos a todos aquellos despropósitos, el héroe giró sobre sus talones y echó a correr, mientras repetía el nombre de Ígneo Resplandor. El reptil, que durante la reyerta particular de los viejos compañeros había volado para conducir a su escuadra, acudió raudo. En un santiamén, se posó en la calle.

—¡Tanis, no puedes encararte con Soth sin el brazalete! —le avisó el astuto hombrecillo.

2 Caramon, su misión y el Robledal

¡El brazalete! Tanis miró su muñeca y constató que, en efecto, la alhaja había desaparecido. Ágil de reflejos, el semielfo se volvió y arremetió contra el kender, pero éste, no menos veloz, había emprendido la fuga. El hombrecillo corría calle abajo como si en ello le fuera la vida y, en realidad, cualquier espectador que pudiera atisbar la faz del héroe concluiría que tal manera de expresarse nada tenía de metafórica.

Cuando se disponía a perseguir al huido, una llamada de Markham detuvo al semielfo. Centró unos minutos su atención en el paraje donde aguardaban las tropas y contempló al caballero Soth a lomos de su pesadilla, enmarcado por los ajustados bloques de piedra que, antes de desintegrarse las puertas, las circundaban. Al entrar en la fabulosa ciudad de Palanthas, el espectro fijó sus llameantes pupilas en Tanis y le forzó a sostener aquella mirada indefinible. Incluso a tanta distancia como aún les separaba, el héroe sintió que su alma se retorcía en el halo de pavor que siempre destilan los muertos errantes.

¿Qué podía hacer? Le habían arrebatado su amuleto, sin él estaba indefenso. No tenía ninguna probabilidad de éxito. «Gracias a los dioses —pensó en la fracción de segundo de que disponía—, no soy un Caballero de Solamnia y, por consiguiente, no he jurado morir con honor».

—¡Escapad! —ordenó a través de unos labios tan resecos, de unos músculos tan rígidos, que apenas podía articular los sonidos—. Batíos en retirada, nunca venceríais a semejante ejército. ¡Recordad vuestra solemne promesa de obedecerme! —insistió frente a la reticencia de sus hombres—. Sacrificad vuestras vidas, si así lo queréis, luchando contra criaturas de carne y hueso.

Mientras aleccionaba a las tropas, un draconiano tomó tierra delante de él, desfigurada su ya horrenda faz por la sed de sangre. Conminándose a no ensartar la espada en aquel engendro inmundo cuyo cuerpo, al convertirse en piedra, atenazaría el filo sin darle opción a desincrustarlo, acometió su rostro con la empuñadura, le propinó una lluvia de puntapiés en el estómago y saltó sobre él en cuanto se derrumbó.

Oyó a su espalda, después de rematar a su agresor, un gran estrépito de cascos y relinchos de pánico. Confiaba en que los caballeros cumplirían la palabra que habían empeñado, sobre todo en su propio beneficio pero no podía quedarse para comprobarlo. Quizá todavía no era demasiado tarde. Si atrapaba a Tasslehoff y recuperaba el brazalete mágico se enfrentaría a su portentoso contrincante hasta derrotarlo o sucumbir.

—¡El kender! —urgió al dragón, a la vez que señalaba con el dedo a una figura en movimiento que parecía tener alas en los pies.

Khirsah comprendió la indicación y partió sin demora, tan rasante su vuelo que las puntas de sus alas rozaron los edificios y provocaron un verdadero alud de piedras y ladrillos en la avenida. El semielfo le siguió a la carrera, esquivando los escombros y sin volver la vista atrás. Por otra parte, no era necesario presenciar la escena, ya que los alaridos agónicos, los gemidos de angustia, le revelaban lo que estaba sucediendo.

Aquella mañana, la muerte cabalgó a placer por las calles de Palanthas. Bajo el caudillaje de Soth, las huestes de ultratumba traspasaron el umbral cual una glacial ventolera y marchitaron todo cuanto interceptaba su avance.

Cuando el semielfo les alcanzó, Ígneo Resplandor sujetaba a Tasslehoff entre sus dientes. Después de morder la parte trasera de sus calzones azules, el reptil le alzó en posición invertida y comenzó a zarandearlo a la manera de los más eficientes celadores, quienes, antes de encerrar a los prisioneros, solían registrarles de arriba abajo. Se abrieron los recién «requisados» saquillos de la víctima y brotó de su interior un curioso amasijo de anillos, cucharas y otras bagatelas, así como un servilletero de elegante talla y, junto a él, medio queso.

Sin embargo, al hacer inventario mental de los tesoros, el héroe de la Lanza no halló su joya.

—¿Dónde está, Tas? —interrogó al cautivo, exasperado, ansioso de agarrarle por los hombros y agitarle personalmente.

—Nunca darás con esa pulsera —replicó el otro con las mandíbulas apretadas.

—Khirsah, puedes bajarle —dictaminó Tanis—. Vigila mientras conferenciamos.

La ciudadela se siluetaba, egregia, encima de la muralla. Desde su ahora inmóvil plataforma sus oscuros magos y clérigos trataban de tener a raya a los fieros Dragones Broncíneos, rodeados por los cegadores destellos de los relámpagos, sus propios rayos arcanos y la bruma que formaba el humo. En esta creciente neblina, el semielfo creyó columbrar, aunque en una imagen fugaz y confusa, a un reptil azul en el acto de abandonar el castillo. «A su grupa debe de ir Kitiara», intuyó, pero sus numerosas cuitas de otro orden no admitían digresiones íntimas.

Khirsah, sumiso, soltó a su presa —que casi se desplomó de bruces— y, extendiendo sus apéndices voladores, se situó de frente a la zona sur de la ciudad, donde se agrupaba el enemigo y los defensores palanthianos se debatían valientemente para refrenar su ímpetu.

El semielfo escrutó al pequeño rehén, quien, lejos de amedrentarse, se incorporó y adoptó una postura desafiante.

—Tasslehoff —le reconvino el adalid, con voz quebrada debido al supremo alarde de voluntad que entrañaba refrenar la ira—, esta vez has ido demasiado lejos. Tu travesura, si se la puede denominar así, quizá cueste la vida a centenares de ciudadanos. Entrégame el brazalete y, a partir de este instante, olvida nuestra amistad.

Persuadido de que el kender le ofrecería alguna excusa descabellada o se ampararía en el llanto a fin de hacerse perdonar, Tanis no estaba preparado para encararse con él, que con serena dignidad, pálido y ligeramente tembloroso, sentenció:

—Es muy difícil de explicar, y no tengo tiempo de hacerlo en las presentes circunstancias, pero tu combate singular contra Soth no habría alterado el desenlace de este asedio más que en un aspecto. Has de escucharme, Tanis —reclamó de su interlocutor—, porque estoy diciendo la verdad. Los palanthianos que estaban condenados habrían muerto igual, y la diferencia a la que aludía es que también tú habrías perecido. Todavía hay algo más que debes conocer: tu destrucción habría preludiado la del mundo, así que el hecho de que vivas quizá sea beneficioso para quienes superen el percance. Ahora —terminó autoritario, imbuido de la trascendencia de su empeño, mientras recomponía su atuendo y enderezaba los saquillos en su cintura—, vamos a rescatar a Caramon.

Tanis lo miró con las pupilas dilatadas antes de que, mostrando palpables síntomas de fatiga, se llevara las manos a la cabeza y prescindiera del acerado yelmo. Incapaz de despejar las incógnitas del acertijo, tuvo que claudicar.

—De acuerdo, Tasslehoff, tú ganas —susurró—. Dejemos al margen esa historia. Háblame sólo de nuestro objetivo. ¿Está vivo el guerrero? ¿Dónde se encuentra?

—Eso es lo que me inquieta —contestó el hombrecillo, satisfecho de haber arrastrado al semielfo a su terreno pero con las facciones contraídas por la preocupación—. Ignoro su estado actual. Lo único que puedo asegurar es que no durará mucho, aun en el caso de que ahora respire. Se ha obstinado en internarse en el Robledal de Shoikan.

—¿En esa satánica arboleda? —se asombró el héroe—. ¡Es imposible atravesarla, sortear ileso sus peligros!

—¡Exacto! —exclamó el kender. Tirando nervioso de su copete, añadió—: ¿Por qué si no iba a acudir a ti en un momento tan crucial? Se ha formado el propósito de introducirse en la Torre de la Alta Hechicería para frustrar el regreso de Raistlin.

—Empiezo a figurarme lo que pasa —declaró Tanis, que había atado los primeros cabos—. ¡En marcha! Guíame tú. ¿Adónde nos dirigimos?

—¿Me acompañarás? ¿Has decidido darme ese voto de confianza? —A Tasslehoff se le iluminó el semblante al saberse secundado—. ¡Me alegro tanto! No tienes idea de la responsabilidad que entraña ocuparse de Caramon. Por aquí —indicó, jubiloso.

—¿Hay algo más que pueda hacer por ti, semielfo? —preguntó Khirsah a su jinete, antes de que partieran, aleteando y prendiendo una anhelante mirada en la batalla que se libraba en el aire.

—No, nada, a menos que poseas inmunidad contra los entes del Robledal de Shoikan —contestó éste.

—Temo que no, señor —dijo el reptil, compungido—. Ni siquiera los dragones pueden cruzar ese paraje maldito. Te deseo la mejor de las fortunas, pero no abrigues esperanzas respecto a tu amigo. Lo más probable es que haya muerto.

Pronunciadas tales frases de despedida, el espléndido animal dio un brinco y surcó las aéreas corrientes en busca de acción. Meneando la cabeza, el semielfo echó a andar calle abajo a buen ritmo seguido por el kender, que hubo de emprender un ágil trotecillo para no quedar rezagado.

—Quizá Caramon haya retrocedido después de alcanzar los aledaños del bosque —aventuró Tas, animoso—. La última vez que Flint y yo lo visitamos, me paralizó el terror confieso que acabé huyendo despavorido. ¡Y eso que a los de mi raza no nos asusta nada!

—La misión que se ha trazado es detener a Raistlin, ¿no es así?

El hombrecillo asintió con un ademán.

—Entonces —vaticinó el semielfo—, nada se interpondrá en su camino.


Caramon había tenido que hacer acopio de todos sus arrestos para aproximarse siquiera a la mágica arboleda. Merced a sus inherentes cualidades guerreras, a su disciplina, consiguió acceder a un lugar más cercano que ningún otro mortal que, al igual que él, careciese de un amuleto, único salvoconducto seguro en el universo arcano. Se hallaba ahora frente a los troncos fantasmales, silenciosos, sudando a borbotones mientras trataba de exhortarse a avanzar un nuevo paso.

—Me aguarda la muerte en ese recinto —murmuró, y se lamió los cuarteados labios—. Pero esa perspectiva no ha de acobardar a alguien como yo, que he topado con el destino en innumerables ocasiones.

Tensa la mano en torno a la empuñadura de su espada, avanzó un paso.

—Además —prosiguió con sus cábalas verbales—, no es tan fácil aniquilarme. Son muchos los seres que dependen de mí. No pienso permitir que unos simples vegetales se interfieran en la ejecución de mi cometido. ¡Viviré!

Su pierna recorrió otro tramo.

—He deambulado por paisajes más siniestros que éste. —Y, junto a esta reiterada infusión de optimismo, sus piernas volvieron a moverse hacia los robles—. He estado en el Bosque de Wayreth, en un Krynn moribundo y, en tal odisea, he presenciado el fin del mundo. No —persistió—, no se ocultan aquí horrores a los que no pueda sobreponerme.

Y, bajo el efecto estimulante de su propia arenga, reanudó el accidentado caminar y penetró en el Robledal de Shoikan.

Se zambulló de inmediato en una negrura eterna, infinita, y voló con la memoria al día aciago en que viajó de Istar a la Torre cegado por el encantamiento de Crysania. Sin embargo, entonces no estaba solo. El pánico se apoderó de él al hacerse esta consideración y al percibir, también, el vibrante palpito de las tinieblas. Era el latir de una existencia profana, de una vida que no era tal sino una febril perseverancia después del ocaso. Sus vísceras perdieron tersura, cayó de rodillas entre sollozos y convulsiones.

—Eres nuestro —le siseaban unas voces suaves, embrujadoras—. Tu carne, tu calor, tu vida nos pertenecen. Ven hacia nosotras, deleita el errar de estas criaturas con la dulce savia de tus venas, con la tibieza de tu piel. Tenemos más frío del que nadie soportaría, caldea el ambiente y perdura en este plano superior.

Entre hipnotizado y presa del espanto, el hombretón vaciló. Cuando parecía vencer el miedo y el abrumado luchador se decía que, con sólo dar media vuelta, podría huir de aquellas engañosas hechiceras, surgió una insospechada energía de sus entrañas y le espoleó mediante el simple recordatorio de su empresa: «Debes desbaratar los planes de Raistlin, continúa».

Por primera vez en varios años, y tras desoír los cánticos femeninos, el guerrero rebuscó en su alma y sacó de un prolongado letargo aquella misma voluntad indómita que llevara a su gemelo a menospreciar su fragilidad, el dolor e incluso la muerte para realizar sus aspiraciones. Rechinantes los dientes, incapaz de mantenerse erguido pero resuelto a no desfallecer, Caramon gateó a través del sotobosque.

Fue un gallardo esfuerzo que, desgraciadamente, no le condujo a ninguna parte. Al examinar la espesura, vio, en una especie de paralizada fascinación, una mano incorpórea que había brotado de la tierra y, con dedos glaciales y suaves como el mármol, se cerraba alrededor de su muñeca y le atraía hacia simas ignotas. Se debatió a la desesperada para liberarse, pero otras manos de análoga textura se abrieron paso en la hojarasca y le aprisionaron, le clavaron afiladas uñas en sus extremidades. Sintió que le succionaban. Los insinuantes coros de antes comenzaron de nuevo a envolverle y, al mismo tiempo, labios duros, córneos, le besaron en un rito maléfico. Su corazón se congeló.

—He fracasado —gimió.


—¿Caramon? —invocó alguien, con una nota de angustia.

El guerrero pestañeó.

—¡Tanis, ya vuelve en sí! —anunció el mismo personaje, ahora reconfortado.

El yaciente abrió los ojos y se tropezó con el rostro del semielfo, quien le estudiaba aliviado si bien a este sentimiento se mezclaban el asombro, cierta dosis de incredulidad y la más patente admiración.

—¡Tanis!

Sentándose tambaleante, entumecido aún por el pavor, el guerrero estrechó en sus brazos a aquel amigo de aventuras y le estrujó con fuerza, entre lágrimas.

—¡Mi viejo compañero! —le saludó el semielfo, y no pudo expresar su emoción porque el llanto sofocó, también en su caso, toda intentona.

—¿Cómo te encuentras? —intervino Tas, que no se había separado del guerrero mientras éste permaneció desmayado.

—Bien —informó el interpelado con un quebrado suspiro—. Eso creo.

—Tu hazaña ha sido la mayor prueba de valor que vi jamás en un hombre —ensalzó Tanis a su forzudo amigo y, solemne su porte, reculó para observarle acuclillado—. De valor… y de estulticia.

—Tienes razón —admitió Caramon, ruboroso, avergonzado—. Ya me conoces, en ocasiones me comporto de un modo irracional.

—¿Te conozco? —repitió el semielfo y, a fin de subrayar su duda, se rascó la barba. Escrutó la espléndida constitución del humano, su tez bronceada, la madurez y la entereza que se leían en sus pupilas—. ¡No puedo asimilarlo! —le imprecó—. Hace un mes te desplomaste a mis pies como un fardo, ebrio hasta la inconsciencia. ¡Casi te pisabas los rollos mantecosos del estómago! Y ahora…

—En la experiencia que me ha tocado sufrir —relató el luchador—, las semanas debían contarse como décadas. Es todo cuanto puedo revelarte. Pero ¿qué hacéis aquí? ¿Cómo me habéis sacado de esa escalofriante arboleda? —inquirió también él y, al lanzar una furtiva mirada atrás, distinguió los contornos de los robles al fondo de la calle y no pudo dejar de estremecerse.

—Fui yo quien di con tu paradero —le esclareció el semielfo, incorporándose y ayudando al conmocionado hombretón a hacer lo mismo—. Aquellas manos tiraban de ti, mi buen amigo. Presiento que no habrías hallado bajo esa tierra el reposo que mereces.

—Pero ¿cómo os internasteis vosotros? —volvió a interrogarle Caramon.

—Utilizando esta hermosa obra de orfebrería —bromeó Tanis, y le enseñó el argénteo brazalete.

—¿Y os escudó a ambos de esos engendros del Mal? Quizá…

—No te hagas ilusiones —se anticipó el semielfo a lo que el guerrero iba a proponer y embutió la joya en su cinturón mientras, receloso, espiaba a Tas, quien se había convertido en la viva estampa del candor—. Su aura mágica a duras penas me ha franqueado el acceso a esa malhadada espesura. En más de un momento he notado que su poder disminuía.

Se disolvió la jovialidad en los rasgos de Caramon.

—También yo recurrí al ingenio arcano que compartimos —comentó, más al kender que al semielfo, ya que este último ignoraba la existencia de tal artilugio—. Fue en vano, aunque no me decepcionó constatarlo porque lo intuí desde el principio. No nos salvaguardaría ni de los fantasmas de Wayreth, a todas luces más benignos. ¡Ni siquiera se transformó! Estuvo a punto de desmembrarse, así que renuncié. —Guardó unos segundos de silencio y, deformada la voz por la ansiedad, estalló—: ¡Tanis, debo llegar hasta la Torre! No voy ahora a desvelarte el secreto, pero un cúmulo de circunstancias me han hecho testigo del futuro, de las calamidades que arrasarán Krynn si no penetro en el Portal y freno a mi hermano cuando inicie el retorno. ¡Soy el único que puede interceptarle!

Sobresaltado por tanta vehemencia, el aludido posó una mano en el hombro del grandullón con intención de invitarle a la calma.

—Algo así me ha esbozado Tas —rememoró—. Pero creo que Dalamar, apostado ya junto al umbral, es más indicado… ¡En nombre de los dioses! —se interrumpió él mismo—. ¿Cómo vas a cruzar ese puente a la eternidad?

—No comprendes la situación, Tanis, porque es demasiado compleja y no soy libre de ilustrarte por diversos motivos, el primordial la escasez de tiempo —se disculpó el guerrero, con tal severidad que el semielfo parpadeó atónito—. A pesar de ello, he de pedirte que tengas fe en mi y que juntos discurramos un medio para colarme en el edificio.

—Acertaste, no entiendo nada —corroboró el héroe sin disimular su pasmo—. No obstante, prometo colaborar en todo cuanto sea preciso.

—Gracias, compañero —mascullo Caramon con plena sinceridad, hundiendo los hombros y ladeando la cabeza para significar no desencanto, sino lo mucho que le relajaba saberse respaldado—. He estado muy solo en todas mis peripecias, de no haber sido por Tas…

Desvió el semblante hacia el kender, pero éste había cesado de escucharles. Tenía las pupilas prendidas, en una especie de rapto, de la ciudadela flotante, que todavía se hallaba suspendida sobre la muralla. La lucha entre los dragones se había recrudecido y, en tierra, no se había zanjado precisamente a juzgar por las cenicientas columnas de humo que se alzaban en la zona sur de la ciudad, la barahúnda de aullidos y órdenes, el estruendo de las armas, los estampidos de cascos y, en síntesis, los fragores de toda índole.

—Estoy seguro de que una persona capacitada para gobernarla podría maniobrar esa nave aérea hasta la Torre —barruntó en voz alta, ojeándola con sumo interés—. Una mínima pericia y se deslizaría sobre el Robledal. Al fin y al cabo, la magia que la propulsa es de naturaleza perversa y la que cerca el bosque también. Se complementan más que neutralizarse. ¡Es tan grande! Me refiero a la plataforma voladora, no al paraje. Aun cuando existiera una incompatibilidad, impedir su avance requeriría un poder arcano muy grande.

—¡Tas!

El hombrecillo se volvió, y se vio enfrentado a dos pares de ojos que, centelleantes, le taladraban. Interpretando aquella común actitud como el prólogo de una reprimenda, se apresuró a defenderse.

—¡Yo no lo hice! ¡No ha sido culpa mía!

—Si pudiéramos catapultarnos al castillo, no habría que buscar más soluciones —sugirió Tanis, sin sacar de su error al kender.

—¡El ingenio! —bramó Caramon, sobreexcitado, a la vez que extraía el colgante de la camisola que vestía debajo de la armadura—. ¡Nos desplazaremos en un santiamén!

—¿Adónde? —le interrogó Tasslehoff, quien, pese a adivinar que algo se fraguaba, no se había percatado de que era él el inductor—. ¿A la mole flotante? —atinó de pronto, y sus iris irradiaron fulgores que los hacían equiparables a estrellas—. ¿Es ése vuestro proyecto? ¿De verdad, no me engañáis? ¡Será una aventura fabulosa! Estoy listo, podéis empezar con los preliminares. Pero Caramon —la sombra de un escollo nubló su exultación—, las facultades de ese artefacto sólo abarcan a dos personas. ¿Cómo subirá Tanis?

El hombretón se aclaró la carraspera y se balanceó, incómodo, turbado. No hizo falta que se manifestara. La elocuencia de sus gestos no pasó inadvertida al kender.

—¡Oh, no! —se sublevó éste—. ¡Es una injusticia excluirme!

—Deploro tener que hacerlo —razonó el humano, mientras, con pulso inestable, metamorfoseaba la vulgar quincalla en un cerro cuajado de joyas—, pero deberemos sostener una cruenta batalla para abrir una brecha entre nuestros adversarios de ahí arriba.

—¡Quiero formar parte de esa expedición! Ha sido idea mía y, además, sabré pelear como el primero. —Para demostrar la validez de este aserto. Tasslehoff hurgó en su cinto y blandió el cuchillo que siempre portaba—. ¡He salvado tu vida, Caramon, y también la de Tanis! —reprochó a aquellos ingratos.

Al advertir, por la expresión que había adoptado el musculoso luchador, que no desarmaría su terquedad, el kender juzgó más prudente dialogar con el semielfo. Se echó implorante, teatral, a sus brazos, y argumentó:

—Quizá el ingenio funcione con tres. ¿Por qué no probamos suerte? Seríamos en realidad dos y medio, yo soy pequeño y peso poco. ¡A lo mejor la onda magnética no repara en mi presencia!

—No, Tas —rechazó asimismo el recién hallado compañero. Más abrupto que el hombretón, el barbudo personaje se desembarazó de su abrazo y se colocó frente a él para, estirando un incisivo índice y con una mirada que el kender conocía bien, prevenirle—: No me obligues a tomar medidas drásticas.

El amenazado se inmovilizó, con tal desolación reflejada en sus rasgos que Caramon, apiadándose, se arrodilló a su lado y le aleccionó cariñoso:

—Apelo a tu buen sentido, Tasslehoff, ya que tú mismo viste lo que acontecerá si fallamos. Necesito a Tanis, su vigor y las dotes innatas que posee como espadachín. Hazte cargo, te lo ruego.

El hombrecillo esbozó una sonrisa, que se quedó en un rictus.

—Sí, Caramon, es lógico que prefieras la ayuda del semielfo —se sometió—. Perdona mi arranque.

—Y, como acabas de decir, el plan se te ocurrió a ti —continuó consolándole el guerrero—. No podría concebirse una ayuda mejor.

Aunque este argumento pareció conformar a la criatura a quien iba dirigida, fue harto distinta la influencia que ejerció sobre la confianza de Tanis.

—Por alguna razón que no consigo determinar, eso es lo que me preocupa —refunfuñó y, mientras el gigantesco humano caminaba hacia él para partir, asumió un aire de extrema severidad y demandó del kender—: Tas, prométeme que te pondrás a salvo, nos aguardarás en el escondrijo que elijas y no te interferirás en este asunto. ¡Júrame que no crearás complicaciones!

Ante la imposibilidad de escabullirse con una evasiva, distorsionado el semblante a consecuencia de un remolino interior, el aludido se mordió los labios, juntó las cejas en una arrugada línea y anudó los mechones sueltos de su copete hasta enmarañarlos en auténticas greñas.

—Lo prometo —tuvo que acceder. Sin embargo, unos segundos después sus ojos se dilataron en una repentina inspiración y, tras soltar las hebras de su cabello, que se derramaron en desorden sobre la espalda, repitió—: Te lo prometo —con una ingenuidad tan aparente que el semielfo volvió a gruñir.

No había nada que pudiera hacer Tanis para inducirle a confesar la causa de tan súbito cambio, pues Caramon había comenzado a recitar el cántico y a activar los resortes del artilugio. Lo último que el héroe vislumbró, antes de sumergirse en las multicolores brumas de la magia, fue la imagen de Tasslehoff erguido sobre un pie y frotándose la pernera del calzón a la vez que, jovial, dedicaba a los viajeros una ancha sonrisa de despedida.

3 Un vuelo con incidentes

—¡Ígneo Resplandor! —se dijo Tasslehoff a sí mismo en cuanto Caramon y Tanis desaparecieron de su vista.

Girando sobre sus talones, el kender emprendió una carrera hacia el confín meridional de la urbe donde, a juzgar por la humareda y el griterío, la lucha era más encarnizada. «Lo más probable —razonó— es que los dragones también batallen en esa zona».

De repente, en plena marcha, el hombrecillo descubrió una laguna en su proyecto, una imprevisión hija de la prisa. Se detuvo y, atisbando el cielo abarrotado de reptiles que, con inusitada fiereza, hincaban las zarpas en las escamas de los adversarios, mordían las partes más blandas o les arrojaban sus abrasadoras llamaradas, farfulló:

—¡Qué fastidio! ¿Cómo voy a reconocerle en ese revoltillo?

Tragó aire en una honda, exasperada inhalación, y le sobrevino un espasmo de tos. Estudió entonces los contornos, y comprobó que el ambiente estaba en extremo viciado a la vez que las alturas, antes pintadas de gris bajo el tamiz impuesto al alba por los nubarrones, se había investido ahora de fulgores encarnados. Palanthas ardía.

—No es éste un lugar seguro donde refugiarse —musitó—. Tanis me ha recomendado que busque un escondrijo que ofrezca garantías, y yo sólo me sentina a salvo junto a ellos, mis amigos. Dado queahora se encuentran en la ciudadela y que, por añadidura, se habrán metido en un sinfín de enredos, lo que he de hacer es volar a su lado. ¡No soporto la idea de quedar acorralado en una ciudad incendiada, hervidero de pillajes y otros desafueros!

Meditó con ahínco, y al rato halló una respuesta.

—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Rezaré a Fizban. Escuchó mis preces en un par de ocasiones y, aunque su sistema no es del todo ortodoxo, nada pierdo intentándolo.

Al distinguir a una patrulla de draconianos al fondo de la avenida, Tas se internó en una calleja lateral y se agazapó detrás de un montículo de escombros no por temor sino, según él mismo susurró, porque no deseaba ser interrumpido. Así resguardado, alzó los ojos a la bóveda celeste y recitó esta plegaria:

—Fizban, préstame mucha atención. «Si no salimos del apuro, ya podemos tirar la plata al pozo y unirnos a las gallinas». Mi madre solía utilizar este viejo axioma y, pese a que no acabo de comprender a qué se refería, no me negarás que lo de la joya y la volatería suena a ruina absoluta. Necesito desplazarme junto a Tanis y Caramon, quienes, como sabes, no podrán arreglárselas sin mí. Y para ir hasta ellos, he de rogarte que pongas a mi disposición uno de esos reptiles alados. No te quejes, no es mucho pedirle a alguien con tus recursos. Estarías en tu derecho a disgustarte si solicitara que me propulses mediante un colosal salto, pero he preferido mostrarme comedido. Mándame un dragón, uno de los múltiples que debes de gobernar. Nada más.

Aguardó unos instantes. Al ver que nada ocurría, espió el cielo en actitud inquisitiva y esperó un poco más. Siguió sin obrarse el milagro.

—De acuerdo, pactaremos —propuso y, en un acto de humildad, confesó—: Admito que me apetece mucho visitar la ciudadela, incluso renunciaría para hacerlo al contenido de un saquillo… o de dos. Ya te he revelado toda la verdad y, por otra parte, te recuerdo que siempre era yo quien te restituía el sombrero cuando lo extraviabas.

A despecho de su magnánimo gesto, y de haber refrescado la memoria del extravagante mago, no se personó ningún dragón. El hombrecillo resolvió desistir. De modo que, tras cerciorarse de que la patrulla enemiga había pasado de largo, salió de su parapeto de inmundicia y del callejón para situarse de nuevo en la ancha avenida.

—Supongo, Fizban —hizo una última tentativa—, que estás muy atareado y…

En aquel preciso momento, el suelo se convulsionó bajo sus pies e invadió el aire un aluvión de rocas y adoquines fragmentados, a la par que un fragor semejante a un trueno removía los cimientos mismos de las casas. Pero tan pronto como empezó el ensordecedor estruendo se acalló, sumiendo la avenida en un silencio sepulcral.

Después de recomponerse, de desempolvar sus calzones, Tasslehoff trató de penetrar el velo de humo y partículas para averiguar lo sucedido. Aventuró que quizá se había desmoronado un edificio sobre él, como en Tarsis pero no tardó en averiguar que no era tal el caso.

El causante de la conmoción era un Dragón Broncíneo, que yacía boca arriba sobre la calzada. Estaba bañado en sangre: sus alas, extendidas sobre dos manzanas de viviendas, habían derruido las paredes maestras y la larga cola, también desplegada, sepultó en la caída otros varios habitáculos. El animal tenía los párpados entornados, surcaban sus flancos llagas socarradas y ningún bombeo en el pecho anunciaba que respirase.

—No era esto, te has equivocado —imprecó el kender al excéntrico Fizban—. ¿De qué me sirven unos despojos?

Pero cejó en sus reconvenciones, porque el reptil dio señales de vida. En efecto, abrió un ojo y, a pesar de su aturdimiento, dirigió al kender una de esas miradas que sólo se dedican a los antiguos conocidos.

—¡Ígneo Resplandor! —le identificó Tas, y se encaramó por una de sus patas para asomarse a la gigantesca pupila—. ¡Es maravilloso! ¡Hace unos minutos recorría la ciudad con el propósito de localizarte! ¿Estás malherido?

El joven dragón hizo ademán de contestar, pero enmudeció al cubrirles a ambos una oscura sombra. Khirsah la contempló excitado, emitió un amortiguado rugido y estiró el cuello, en un ímprobo esfuerzo que se reveló excesivo. Hubo de recostarse de nuevo mientras Tas, alerta al fenómeno, comprobaba que lo originaba otro dragón, éste de escamas negras, que tras abatir a su víctima planeaba en su derredor para rematarla.

—¡No lo hagas! —imploró—. Esta criatura me pertenece. Me la ha enviado Fizban. ¿Cómo se combate contra uno de su especie? —agregó en voz baja.

Revisó en su mente las leyendas acerca de Huma, protagonista de innumerables lides de aquella naturaleza. Pero no le sugirieron ninguna iniciativa, porque, a diferencia del caballero, él carecía de la valiosa Dragonlance y hasta de una espada corriente. Al evocar tales armas, desenvainó su cuchillo pero le bastó con una breve ojeada. Convencido de su inutilidad, volvió a ajustarlo a su cinto y se decidió por otra acción. Lo primero que debía hacer era dar instrucciones a su lisiado compañero.

—Ígneo Resplandor —le invocó, erguido ahora sobre su córneo estómago—. Procura quedarte donde estás sin hacer el menor movimiento. ¿Crees que serás capaz? Y no me vengas con sermones acerca de la muerte honorable, en valiente pugna contra el rival, pues los he oído incontables veces en boca de un heroico amigo, ya fallecido, que era miembro de la hermandad solámnica. Al igual que le opondría a él, he de informarte que en las presentes circunstancias tan nobles sentimientos son del todo superfluos. ¿Te preguntas el motivo? Muy sencillo, porque otros dos seres a los que estimo profundamente, y que ahora gozan del don de la vida, podrían morir de forma atroz si tú y yo no vamos en su auxilio. Si a eso sumamos el hecho de que esta misma mañana te he salvado la vida, aunque no te resulte obvio, convendrás conmigo en que me debes fidelidad.

Nunca habría de saber el locuaz orador si Khirsah había comprendido y obedecía órdenes o si, simplemente, se desmayó. Sea como fuere, no tenía tiempo para preocuparse de tales banalidades. Erguido sobre el vientre del gigantesco reptil, el hombrecillo registró a fondo una de sus bolsas a la búsqueda del objeto que posibilitaría la ejecución de sus designios. Entre todos, eligió el argénteo brazalete de Tanis.

—¡Cuán descuidado es este semielfo! —comentó, y acomodó la alhaja a su brazo—. Debe de haberse deslizado de su talle cuando atendía al pobre Caramon. Ha sido una suerte que yo lo recogiera.

Tranquilizada su conciencia, o persuadido de que su historia se ceñía a la verdad, olvidó el incidente para encararse con el Dragón Negro. Señalando en postura retadora a aquel monstruo que les acechaba con las mandíbulas separadas, a punto de vomitar el letal ácido sobre el postrado, exigió:

—¡Refrena tu ímpetu! Este cadáver es mío. Yo he dado con él y reclamo su propiedad. O sería más adecuado decir —se corrigió— que él me ha encontrado a mí, ya que casi ha cavado mi tumba. Poco importa, lo que has de hacer es esfumarte y no destrozarle con esas corrosivas llamas de los de tu especie.

El dragón, perplejo, bajó la mirada. Era en realidad una soberbia hembra que, en esporádicos alardes de generosidad, había cedido algún trofeo a los draconianos o los goblins, pero nunca a un kender. También ella había sufrido heridas en la lucha, y a consecuencia de la pérdida de sangre y un brutal golpe en el hocico sentía un ligero vahído, lo que no fue óbice para que algo en su interior le avisara de que su oponente quería engañarla. No podía ser de los suyos, jamás se había tropezado con un miembro de esta tribu entre las hordas perversas. No obstante, siempre existían excepciones y era indudable que aquella criatura portaba una pulsera donada por un practicante de la nigromancia. Notaba cómo las virtudes del objeto neutralizaban sus hechizos.

—¿Tienes la más mínima noción de lo que, en los tiempos que corren, me pagarán en Sanction por unos dientes de dragón? —argumentó Tasslehoff—. ¡Y me abstengo de mencionar las zarpas! Un mago de esa ciudad recompensaría con treinta monedas de cobre a quienquiera que le facilitara uno solo de estos apéndices.

La hembra reptiliana rezongó algo ininteligible. Estaba sosteniendo una conversación ridícula con aquel mequetrefe en lugar de reintegrarse a la reyerta u ocuparse del dolor que contorsionaba su cuerpo, de manera que, furiosa, determinó destruir al irritante hombrecillo, que además era su enemigo. Abrió la bocaza… y otro Dragón Broncíneo la embistió por la espalda. Tras exhalar un alarido, el negro animal abandonó a su presa en aras de su propia supervivencia y acometió la huida, volando en un desesperado aleteo aunque sin agrandar apenas la distancia respecto a su perseguidor.

Con un satisfecho suspiro, Tas se sentó en el abultado cuerpo de Khirsah.

—Por un momento temí no poder contarlo —masculló, quitándose el brazalete y embutiéndolo en la bolsa.

El reptil se agitó. Al percibirlo, el kender descendió suavemente por su costado. Tras posarse en tierra, le consultó:

—¿Cómo estás, Ígneo Resplandor? Ignoro el tratamiento que hay que aplicar a los dragones, pero puedo traerte un clérigo para sanarte. El único problema es que en este caos, quizá me cueste un poco hallar a uno disponible.

—No te molestes, no preciso ninguna ayuda —repuso Khirsah con ronco acento, y torció su interminable cuello para examinar al hombrecillo—. Estoy vivo gracias a ti —declaró, prendidas de aquel diminuto ser unas pupilas dilatadas por el asombro.

—Sí —ratificó éste—, y por dos veces en el día de hoy. La primera fue esta mañana —le indicó, jubiloso—, cuando Soth atravesó las puertas. Verás, mi amigo Caramon se ha apoderado de un libro en el que se relata lo que va a acontecer en el futuro o, más concretamente, lo que no va a acontecer, puesto que lo estamos alterando. De no haberlo impedido yo al requisar esta alhaja, Tanis y tú os habrías enfrentado al caballero espectral. La muerte era el destino que os deparaba tal desafío. Ambos habríais fenecido. He entrado en escena —insistió—, y no has sido aniquilado.

—Cierto.

Reclinándose sobre un costado, el inmenso dragón desdobló una de sus membranosas alas en el túrbido aire y la escudriñó de una punta a otra. El miembro exhibía cortes y coágulos sanguinolentos, pero no había desgarros. Repitió la operación con la segunda extremidad, mientras Tas le contemplaba absorto, ensimismado.

—Me encantaría ser como tú —dijo.

—Naturalmente —apuntó Khirsah y, dándose impulso, irguió su portentosa estructura sobre las garras, no sin antes liberar su cola de los restos de la casa que había echado abajo—. Somos los escogidos de los dioses —continuó sin jactancia, con perfecta naturalidad—. Nuestros índices de vida son tan prolongados que los elfos, tan longevos para vosotros, se nos antojan efímeros pabilos de candela y, en cuanto a humanos y kenders, os consideramos estrellas fugaces. Nuestro aliento transmite muerte, nuestra magia posee tan inconmensurable poder que sólo los más insignes hechiceros nos superan.

—Tenía noticia de vuestras prerrogativas —le atajó Tasslehoff, que comenzaba a impacientarse—. ¿Estás seguro de que no hay nada seriamente dañado en tu organismo?

—Lo estoy, amigo mío —aseveró Khirsah, disimulando una sonrisa con escasa fortuna—. Todo funciona, como tú dirías salvo que la cabeza todavía me da vueltas. Pero cambiemos de tema. Justo es que, si tú me has salvado de perecer…

—Por partida doble —puntualizó el otro.

—Por partida doble —subrayó el dragón—. Justo es —concluyó— que te rinda un servicio. ¿Qué deseas que haga?

—Transportarme a la ciudadela flotante —se sinceró Tas sin remilgos.

Inició el ascenso a la grupa del animal, pero Ígneo Resplandor le agarró por el cuello de la camisola, que quedó colgado de la ganchuda uña, y le izó—. Aunque agradezco tu colaboración, podría haber subido solo —gruñó.

Sin embargo, no fue depositado en el lomo del reptil sino en la cavidad que formaba el nacimiento del hocico. Así, los ojillos del kender toparon casi con unos iris que más se asemejaban a las aguas negruzcas de un gran lago.

—Una expedición a ese castillo sería muy arriesgada, acaso desastrosa, para ti —vaticinó Khirsah con firmeza—. No puedo tolerar que te pase nada, y menos aún a sabiendas de los peligros que corres. Te conduciré junto a los Caballeros de Solamnia, que se han congregado en la Torre del Sumo Sacerdote.

—¡Ya he estado allí! —se rebeló el hombrecillo—. Tengo que ir a la ciudadela y socorrer a Tanis el Semielfo o, hablando con propiedad —rectificó al distinguir un amago de desconfianza en aquellas pupilas tan próximas—, comunicarle ciertas nuevas. Antes de partir hacia la plataforma, el héroe me encomendó la misión de permanecer en Palanthas para recabar ciertos datos de la mayor importancia. Si no los pongo en su conocimiento, de nada…

—Dime a mí de qué se trata —le urgió su interlocutor—, y me encargaré personalmente de informarle.

—N… no puede ser —balbuceó el otro, devanándose los sesos para elaborar un pretexto—. El mensaje que he de transmitir a Tanis me ha sido dado en dialecto kender, y bajo ningún concepto debe traducirse a lengua común. Tú no hablas mi idioma natal ¿verdad, Ígneo Resplandor? —inquirió con resquemor.

—¡Desde luego! —iba a regañarle el dragón, pero, conmovido por la esperanza que se leía en la mirada del kender, que animaba sus rasgos, determinó no decepcionarle—. ¡Desde luego que no! —se enmendó, y lo hizo con fingido desdén. Despacio, amoroso, colocó al hombrecillo entre sus alas—. Te llevaré junto al semielfo, si tal es tu anhelo… tu deber. Como no estaba previsto que me montase más jinete que él en esta conflagración, no luzco silla ni arreos. Acomódate y aferra mi crin.

—Así lo haré —se avino Tas y, gozoso, distribuyó sus saquillos y asió la broncínea crin de Khirsah con ambas manos. Una súbita aprensión, no obstante, le obligó a indagar—: Espero que no entrará en tus planes realizar piruetas azarosas, como trazar círculos en vertical o lanzarte en picado hasta rozar el suelo. No es que me disgusten, al contrario, me parecen de lo más emocionantes, pero temo que me resulten incómodas al no poder atarme ninguna cincha.

—No padezcas, mi intención es que nos traslademos sin demora para reanudar cuanto antes la batalla —le calmó el reptil.

—¡Estoy listo! —vociferó el hombrecillo, y azuzó a su cabalgadura en los flancos para que emprendiese el vuelo.

Ígneo Resplandor se elevó en el aire y, beneficiándose de las fuertes ráfagas de viento, pronto navegó muy por encima de Palanthas.

No fue una excursión placentera. Al otear el panorama el kender tuvo que contener el resuello, ya que, para empezar, la Ciudad Nueva se había convertido en una gran hoguera. Como había sido evacuada, los draconianos la devastaban a capricho, prendiendo fuego y saqueando a su pleno albedrío. Por otra parte, la zona antigua, aunque en mejor estado, no auguraba un final más feliz. Era cierto que los Dragones del Bien había obstaculizado los afanes destructivos de sus adversarios Negros y Azules, de tal modo que éstos no la habían arrasado al igual que hicieran en Tarsis, y que las guarniciones pedestres resistían valientemente las embestidas de aquellos engendros mitad hombres y mitad reptiles pero las huestes de Soth habían hecho estragos. Tasslehoff avistó, desde su atalaya, a decena de cadáveres de caballeros diseminados junto a sus corceles a lo largo de las calles, cual si se tratara de soldaditos de plomo que hubiera despedazado un niño de instintos vengativos. Y, recreándose frente al dantesco espectáculo, el espectro se silueteaba incólume en una aura de vapores mientras sus sanguinarios guerreros asesinaban a todo ente vivo que se cruzase en su camino y las elfas, en su eterno luto, entonaban lúgubres cánticos a fin de acallar los estertores de los moribundos.

—¿Y si fuera yo el responsable? —se torturó el hombrecillo, deprimido—. Después de todo, Caramon se detuvo en la lectura de las Crónicas y sólo me basé en presentimientos, en conjeturas, para actuar como lo hice. ¡No seas necio, Burrfoot! —se amonestó él mismo—. De no haber salvaguardado la integridad de Tanis, tu otro amigo habría expirado en el Robledal. Dado que todo esto es un gran embrollo, y que al menos tienes constancia de haber obrado acertadamente al rescatar a tus dos compañeros, debes descartar cualquier elucubración pesimista.

Resuelto a acatar su propio mandato, a desembarazarse de sus problemas mentales y de los sentimientos que le inspiraba la masacre de la ciudad, Tas espió las regiones donde ahora se hallaba. A pesar del denso humo, que se rizaba en volutas a su alrededor, su agudo sentido de la percepción le permitió columbrar una figura en movimiento a su espalda. Era el cuerpo de un Dragón Azul, un magnífico ejemplar que tomaba altura desde una avenida lindante con la espesura mágica de Shoikan. «¡El animal de Kitiara!», se alarmó ante la inconfundible, mortífera figura de Skie. Aguzó la vista en busca de la amazona, pero no había tal.

—¡Ígneo Resplandor! —previno a su reptil, pendiente de vigilar al adversario que, tras reparar a su vez en ellos, había girado para acometerles.

—Soy consciente de sus maniobras —murmuró Khirsah, impertérrito—. No te asustes, kender, estamos ya muy cerca de tu destino. Después de que descabalgues, dispensaré a mi enemigo el trato que merece.

En efecto, al enderezar el cuello, Tasslehoff verificó que la ciudadela flotante estaba casi a su alcance. La invocada imagen de Kitiara y la más real de su dragón se borraron del cerebro del hombrecillo por arte de encantamiento. El castillo poseía un embrujo mucho más estremecedor en primer plano que desde el suelo, con los nítidos perfiles de las rocas que, en un tiempo, configuraran el lecho sobre el que se asentaba la mole arrancados en forma de auténticas sierras colgantes.

Unas nubes arcanas bullían en su entorno, manteniéndola a flote, relámpagos de idéntico origen siseaban deslumbradores entre las torres. Al pequeño viajero no le pasaron inadvertidas las grietas que reptaban cual culebras en la maciza estructura, derivadas del tremendo impacto que debió de entrañar separar el edificio de la osamenta del mundo. Brillaban luces tras las ventanas de las tres tórrelas, y también surgía un poderoso haz del rastrillo levantado, pero no había otras señales externas de vida. De todos modos, al espectador no le cabía la menor duda de que dentro medraban las criaturas más variopintas.

—¿Dónde aterrizo? —preguntó Khirsah, cortés, aunque con una nota de apremio.

—Lo dejo a tu elección —concedió el kender, quien comprendía el ansia del animal por enzarzarse en una escaramuza contra Skie.

—Yo creo que no es aconsejable la entrada principal —ponderó el reptil, modificando abruptamente la trayectoria a fin de rodear la plataforma—. En la parte trasera no habrá centinelas.

Tasslehoff despegó los labios con el propósito de darle las gracias pero, por algún motivo que no atinaba a definir, tuvo la sensación de que el estómago le caía a peso hasta los pies, como si fuera atravesarlos y descolgarse en el vacío, a la par que el corazón le brincaba hasta la garganta. El hombrecillo rechazó de forma enérgica que le hubiera trastornado el repentino giro de Khirsah que, si bien les había ladeado a ambos a una vertiginosa velocidad, no duró más que unos segundos. El dragón se estabilizó sobre un patio desierto y, sin apenas batir las alas, se posó en el empedrado en una sutil maniobra, digna de su maestría.

Ocupado en reorganizar su revuelto sistema, el kender se deslizó como un autómata por el metálico flanco y cayó en el sombrío paraje sin intercambiar las fórmulas que le exigían sus modales. Una vez en terreno sólido, sin embargo, si así podía denominarse a un castillo suspendido en el aire, recobró el dominio de sí mismo.

—Adiós, Ígneo Resplandor —se despidió de su montura, ondeando la mano en apoyo a sus palabras—. Te estoy muy agradecido. ¡Buena suerte!

Si el aludido le oyó, no expresó reciprocidad. Había empezado a ascender en el espacio sin desperdiciar un solo instante, seguido por su rival, que, tan raudo que propagaba zumbidos al desplazar el aire, le acechaba con ojos enrojecidos, rebosantes de odio. Tas, resignado, se encogió de hombros y les dejó a sus auspicios. Dando media vuelta, exploró el paisaje circundante.

Se hallaba en la zona posterior de la antigua fortaleza, dentro de lo que podría describirse como un patio cercenado, ya que le faltaba, al menos, la mitad. Este hecho se hacía ostensible en la ausencia de una tapia y en los cortes irregulares de los adoquines, que indujeron al kender a concluir que la otra porción se desgajó al ser arrastrada la mole. Incómodo frente a aquellos cantos quebrados que le invitaban a despeñarse, Tasslehoff se apresuró a visitar el interior del alcázar, sin incurrir, por ello, en negligencia. Avanzó despacio, arrimado a las sombras de los muros y con ese sigilo innato en los de su raza que les protege de inoportunos guardianes.

Hizo una pausa antes de internarse, incierto sobre la ruta idónea. Una puerta comunicaba el recinto con las dependencias, pero las hojas de madera estaban reforzadas mediante gruesas barras de hierro y, aunque exhibía el cerrojo de aspecto más sugerente en que el hombrecillo jamás hubiera insertado sus dedos, supuso que al otro lado debía de custodiarla un soldado no menos prometedor. Era preferible encaramarse a una ventana. Quiso la casualidad que se dibujara una, bien iluminada por añadidura, encima de él.

En el término «encima» estribaba, precisamente, la dificultad. El alféizar se hallaba a casi a un metro y medio del suelo lo que, para alguien de la estatura del kender, convertía la escalada en una ardua empresa. Sabedor de que era su única alternativa, Tasslehoff inspeccionó el patio y no tardó en divisar un bloque de roca suelto, roto. Tras una dura sesión de empellones y altos para allanar el camino, consiguió colocar el pedrusco debajo de su objetivo. Subió entonces hasta su cúspide y, cauteloso, se asomó al interior.

Dos draconianos yacían en una sala, convertidos en estatuas de piedra y con los cráneos aplastados como si los hubieran entrechocado. Un tercero, éste sin cabeza, se perfilaba en la retaguardia. Aparte de tales despojos, no había nadie en la cámara. Poniéndose de puntillas, el hombrecillo aplicó el oído y detectó un sonoro tintineo de acero coreado por gemidos y lamentos y también, durante un breve lapso, por rugidos ensordecedores.

—¡Es Caramon! —exclamó.

Gateó presto hasta la repisa, se afianzó y, de un salto, se introdujo en la habitación, no sin recapacitar que en la fortaleza reinaba una estupenda inmovilidad y bendecir su buena estrella. De haber viajado el edificio, se habría complicado su tránsito. Volvió a escuchar y, en sus finos tímpanos, los reniegos de Tanis vinieron a mezclarse a los familiares bramidos del guerrero.

—¡Cuán amables han sido! —se congratuló Tas, mientras recorría la estancia—. Han tenido la deferencia de aguardarme.

Salió a un pasillo de desnudas paredes y el kender echó una ojeada para orientarse. La pendencia se desarrollaba en una planta superior, así que, viendo una escalera en un rincón alumbrado por antorchas, corrió hacia ella. Desenvainó su cuchillo en anticipación de algún conflicto, pero mal había de suscitarse en aquella ala deshabitada del castillo.

«Aquí estaré mucho más a salvo —meditó al coronar un tramo de peldaños particularmente estrechos y empinados— que en la ciudad. Debo acordarme de mencionárselo a Tanis. Y, hablando del semielfo, ¿dónde se han metido Caramon y él? ¿Cómo llegaré junto a mis compañeros?».

Después de una odisea de más de diez minutos, convencido de hallarse en el umbral del cielo a tenor del esfuerzo que le exigían los altísimos escalones, Tas se concedió un descanso en uno de los angostos rellanos. Dedujo, dada la configuración redonda de los muros, que estaba en una de las torres de la ciudadela, adosada a la construcción misma. Los fragores de la reyerta, algo difuminados pero todavía audibles, indicaban que los héroes de la Lanza estaban en el lado opuesto, es decir, en el cuerpo compacto del alcázar. De haber podido cruzar la pared, seguramente habría ido a parar frente a ellos. Frustrado, doloridos los músculos de las piernas, se sumió en hondas deliberaciones.

«Se me ofrecen dos opciones —razonó—: hacer marcha atrás y, ya en la base, ensayar otro itinerario, o continuar. Bajar, aunque menos fatigoso para los pies, significa arriesgarme a tener que sortear multitudes. Lo contrario quizá me conduzca a la puerta de algún aposento secreto. ¿De qué serviría si no la escalera?».

Hallando esta vertiente de su lógica más atractiva, decidió escalar aquellos recovecos a pesar de que los clamores de los contendientes perdían definición a medida que se alejaba hacia la cumbre. De súbito, cuando empezaba a pensar que el artífice de tan descabellada obra de mampostería debió de ser un enano borrachín y con un retorcido sentido del humor, arribó a la cima y encontró su puerta.

—¡Aja! Un cerrojo —se regocijó, frotándose las manos.

No había tenido oportunidad de forzar uno en mucho tiempo, y le inquietaba la perspectiva de oxidarse —él, no la pieza que debía trabajar—. Examinó con ojo experto el candado. Pero, antes de iniciar la tarea, apoyó delicadamente la palma de la mano encima del picaporte. ¡Cuál no sería su desencanto cuando la puerta cedió a la más mínima presión!

—De todos modos, carezco de herramientas —se consoló.

Empujó la puerta unos centímetros y, a través de la rendija, sus pupilas toparon con algo tan anodino como una barandilla. Osó abrir un poco más y, dando un paso adelante, se encontró en un balcón circular que jalonaba el perímetro interior de la torre.

Ahora los ecos del combate se tornaron diáfanos, rebotando contra la roca y despidiendo retumbos sordos, estentóreos. Tas se acercó a toda prisa a la baranda y sacó medio cuerpo en un intento de discernir la fuente de la batahola, que era una mescolanza de crujidos, estrépitos de acero, gritos y baques.

—¡Hola, Tanis! ¿Qué tal, Caramon? —llamó a sus amigos—. ¿Habéis encontrado un método para gobernar esta mole ambulante?

4 Runce, el enano gully

Atrapados en otro balcón varios pisos por debajo de aquel al que Tas se había asomado, Tanis y Caramon se debatían para salvar sus vidas. Estaban en el lado opuesto al que ocupaba el kender, y lo que parecía un pequeño ejército de draconianos y goblins les hostigaba arracimado en la escalera, en un plano inferior respecto a ellos.

Los dos héroes se habían parapetado detrás de un enorme banco de madera, que habían arrastrado por la estancia hasta colocarlo atravesado en el último peldaño. A su espalda, se recortaba una puerta, y a Tasslehoff se le antojó que habían ascendido la escalera hacia la hoja en una tentativa de huir, pero les habían interceptado antes de conseguir su propósito.

Caramon, cubiertos los brazos de sangre verdosa hasta la altura de los codos, golpeaba cabezas con una estaca de madera que había arrancado de la barandilla, un arma más efectiva que la espada a la hora de combatir contra aquellas criaturas cuyos cuerpos, al morir, asumían la consistencia de la roca. Tanis había mellado la espada en varios puntos, porque la había utilizado a la manera de una maza. Y sangraba a consecuencia de diversos tajos practicados a través de la desgarrada cota de malla mientras que en el peto, de sólida textura, se apreciaba una considerable abolladura. Después de someter a los contendientes a un febril examen, el kender decidió que la pugna estaba en tablas. Los draconianos no podían acercarse lo bastante al banco para apartarlo o sortearlo de un salto, pero en el momento en que los compañeros abandonasen su posición, el enemigo volcaría el escollo y arremetería.

—¡Tanis, Caramon! —les invocó el hombrecillo—. ¡Estoy aquí arriba!

Ambos levantaron una mirada de pasmo al oír aquel acento familiar. Fue el guerrero el primero en localizarle y, señalando su paradero al otro luchador, le urgió:

—¡Tasslehoff, escucha! La puerta está atrancada y no podemos salir. ¡Ayúdanos!

Su voz, estridente por naturaleza, resonó imperiosa en el pozo que jalonaban las galerías.

—¡Estaré con vosotros en un abrir y cerrar de ojos! —respondió el kender y, optando por la vía más rápida, se encaramó al pretil y se dispuso a saltar en medio mismo del alboroto.

—¡No! —le frenó Tanis—. ¡Debes abrirla desde fuera! —Y, para respaldar sus instrucciones, hizo un gesto circular con el índice.

—De acuerdo —accedió Tas a regañadientes, decepcionado—. No habrá problema.

Bajó de su proyectado trampolín. Pero, en el momento en el que comenzaba a retroceder hacia el balcón superior, advirtió que los draconianos que se apiñaban detrás de la barrera impuesta por sus amigos cesaban en su ataque. Algo o alguien debía de haber acaparado su interés, una sospecha que se confirmó al sonar una voz de mando que indujo a aquellos reptiles a apartarse entre empellones y, Tasslehoff lo observó desde su puesto de vigilancia, esbozar distorsionadas sonrisas en las que exhibieron sus colmillos. Los héroes, sin saber a qué atenerse, se arriesgaron a otear el panorama a través del banco, mientras el kender descolgaba medio cuerpo en su empeño por averiguar la causa del fenómeno.

Una criatura, otro draconiano ataviado con negros ropajes decorados con runas arcanas, subía parsimoniosa por la escalera. Sostenía un cayado en su mano ganchuda, tallado en forma de un áspid presto a inocular su veneno.

¡Era un mago bozak! Asaltó al hombrecillo una extraña sensación de vacío en la boca del estómago, casi tan perturbadora como la que experimentara poco antes de aterrizar el dragón. Los soldados de piel escamosa envainaron sus aceros, a todas luces convencidos de que había terminado su servicio. El hechicero zanjaría la disputa sencilla y limpiamente.

El kender vio cómo el semielfo hundía la mano en su cinto, sacaba la palma desnuda y, nervioso, lívido el rostro debajo de la hirsuta barba, la embutía en el otro costado. Tampoco ahora extrajo nada así que, al borde del colapso, inspeccionó el suelo.

«Intuyo —se dijo el menudo espectador— que el brazalete de resistencia a la magia le resultaría de cierta utilidad. Quizá sea lo que busca con tanto ahínco es vidente que ignora haberlo extraviado».

Al hilo de sus pensamientos, introdujo los dedos en uno de sus saquillos y, al tantear la pulsera, la blandió en el aire mientras informaba:

—¡La tengo yo, Tanis, no te preocupes! La perdiste, pero por fortuna yo me di cuenta y la recuperé.

El aludido alzó la faz, fruncido el entrecejo en una expresión de fiereza tan alarmante que Tasslehoff le arrojó la alhaja sin un titubeo. Tras aguardar unos instantes que le agradeciera su meticulosidad, algo que el semielfo no se dignó hacer, exhaló un suspiro y anunció:

—¡No tardo ni un minuto!

Y, raudo como solía serlo cuando se lo proponía, el hombrecillo emprendió una desenfrenada carrera hacia los acorralados personajes.

«Desde luego, su actual conducta deja mucho que desear —censuró al semielfo en el trayecto—. No se parece en nada al viejo Tanis, aquel colega dicharachero capaz de valorar un buen rato de diversión. Su flamante título de héroe se le ha indigestado».

Desvirtuados por el muro medianero, llegaron hasta él los ecos de unos ásperos cánticos acompañados de explosiones. Acto seguido, se elevaron unas voces draconianas que denotaban cólera y desilusión.

«El brazalete hace su labor —dedujo el kender—. Les tendrá distraídos un tiempo, pero no muy largo, así que he de esmerarme en descubrir cuanto antes un puente de unión entre esta torre y el edificio principal. Supongo que el procedimiento más sensato será desandar lo andado hasta el nivel inferior».

Salvando los escalones de dos en dos, Tas alcanzó la base en cuestión de segundos y, después de enfilar el corredor que desembocaba en la escalera, retrocedió hasta la estancia por la que se había internado en la ciudadela y continuó pasillo adelante, sin molestarse en entrar. Arribó a un punto en el que una ramificación partía en ángulo recto del túnel central y, juzgando como un buen augurio aquella alternativa de desviarse hacia donde, probablemente, los adversarios habían arrinconado a sus amigos, no vaciló en doblar el recodo.

Vibraron sus tímpanos con otro estallido que, esta vez, conmocionó la mole entera, al menos el ala donde estaba el emprendedor hombrecillo. Éste imprimió a sus piernas un ritmo veloz, pero, al rodear una esquina llevado por el impulso de la marcha, sufrió una parada forzosa.

En efecto, el infortunado Tasslehoff tropezó contra un fardo viviente y achaparrado que, de resultas del encontronazo, dio un traspié y se desmoronó. También él salió despedido, cayendo despatarrado y permaneciendo en tal postura debido al impacto.

Sumido en el natural atontamiento, el kender no se incorporó de inmediato. El hedor reinante suscitó en su ánimo la impresión de haber sido atropellado por un saco de inmundicia, lo que no contribuyó a despejar su cabeza. Pero hizo acopio de voluntad y logró erguirse. Empuñando el cuchillo de caza, bamboleante, se puso en guardia para defenderse de la enigmática criatura que le había desequilibrado y que, también, había acertado a ponerse en pie.

Para asombro de Tas, el que había de ser su oponente se aplicó la mano a las sienes y se limitó a proferir un gemido inarticulado por el que manifestaba un intenso dolor. Examinó luego su entorno en un estado de embotamiento muy superior al del hombrecillo y, al distinguir su perfil enhiesto, determinado a la acción y con los fulgores de una antorcha reverberando en la hoja de su espada, el susto se sumó al mareo y se desmayó. Preludió su derrumbamiento un alarido de pánico, de tal suerte que la baharada de su aliento magnificó aún más su halo de pestilencia.

—¡Un enano gully! —le identificó el otro, arrugando la nariz con repugnancia. Enfundó de nuevo el cuchillo e hizo ademán de alejarse, pero le refrenó una súbita idea. «Quizá pueda servirme de él», recapacitó y, tras inclinarse sobre el yaciente, lo asió de los harapos y lo zarandeó—: ¡Vamos, despierta!

Exhalando una bocanada de aire que brotó trémula, entrecortada, el gully alzó los párpados. Sin embargo, la visión de aquel kender que le espiaba desafiante le incitó a entornar de nuevo los ojos y fingirse inconsciente, blanca su tez como la nieve.

Tasslehoff volvió a zarandearle. Arropado por la penumbra, el enano le miró con disimulo a través de las pupilas entreabiertas y, al comprobar que su rival seguía allí, concluyó que no le restaba más opción que hacerse el muerto. Los de su raza consiguen este efecto conteniendo la respiración y adoptando una engañosa rigidez, un método infalible que puso en práctica sin dilación.

—¡Déjate de farsas! —le reconvino el kender, exasperado—. Necesito tu ayuda.

—Vete —le instó el otro en tono ronco, sepulcral—. Soy un cadáver inerte.

—Todavía no —declaró Tas, con una insólita hosquedad destinada a amedrentarle—, pero yo me encargaré de convertirte en tal si no obedeces.

Esgrimió de nuevo su arma, portentosa para aquel ser cobarde y desvalido, y éste, tragando saliva, se sentó y empezó a pellizcarse la carne como si no creyera haber regresado al mundo de los vivos. Abrazó entonces al kender y exclamó:

—¡Me has curado, me has hecho volver de ultratumba! Eres un clérigo poderoso.

—De eso nada —le espetó el hombrecillo, sobresaltado ante semejante reacción—. Suéltame enseguida. No, así no, te has enredado en mis bolsas y me las romperías. Prueba de esta otra manera.

Transcurrió un lapso nada desdeñable antes de que Tasslehoff se desembarazara del «resucitado». Tirando de él hasta ponerlo en posición erguida, le dedicó una mirada fulgurante y le interrogó:

—Intento pasar al otro lado de la torre, a la mole central. ¿Es ésta la ruta correcta?

El gully estudió meditabundo el pasillo y, al fin, se encaró con su salvador y le notificó que así era, mientras apuntaba con un dedo en la dirección que había tomado de antemano el visitante.

—¡Espléndido! —se alegró el kender, y reanudó su viaje.

—¿Qué torre? ¿Qué mole? —indagó de pronto el enano, rascándose el cuero cabelludo.

Tas se congeló sobre sus pies y, apretados los dedos en torno a la empuñadura de su arma, sometió a aquel prototipo de la torpeza a un escrutinio avasallador.

—Yo iba al encuentro del gran sacerdote. Si quieres, puedo guiarte —propuso el enano.

El kender caviló que no era aquél un mal ofrecimiento y, sin que mediara más diálogo entre ellos, le agarró de la mano y le azuzó a caminar. Poco después llegaron al pie de una escalera. Los clamores de la batalla habían aumentado, invadían la zona, y este hecho consternó al guía, quien, comprimido el semblante, rehusó acercarse al lugar del altercado.

—Ya he fenecido una vez —protestó, mientras hacía esfuerzos denodados para liberar su mano—. Cuando mueres otra vez más, te tienden en un ataúd y te tiran a un enorme agujero. A mí eso no me gusta.

Aunque tal concepto se le antojó intrigante. Tas no tenía ahora tiempo de ahondar en él. Haciendo más fuerte su presa sobre la muñeca del gully, le obligó a subir los peldaños, estimulado, además, por la creciente barahúnda que se percibía detrás de la pared. Como ocurriera en el anterior itinerario, al coronar el ascenso se halló frente a una puerta. La proximidad de los estacazos de Caramon, de sus improperios, era patente. El kender estaba seguro de haber dado con el flanco de la torre que le permitiría llegar hasta sus amigos.

Apoyó la mano en el picaporte y, a diferencia de la puerta del piso más alto, comprobó que habían sellado la hoja a cal y canto. Ejercitó sus hábiles dedos, únicas herramientas de las que nunca podría prescindir, y ensalzó en su fuero interno la sólida estructura que debía forzar.

—¡Ya estoy aquí! —comunicó a los dos héroes, tratando de enfocarlos a través del ojo de la cerradura.

—¡Abre la puerta! —exigió Caramon, con un zumbido apabullante que presagiaba el desastre de quien recibiera su descarga.

—¡Hago todo lo que puedo! —gritó el hombrecillo, irritado—. Tengo que improvisar sin mis ganzúas. No es tan fácil —apostilló, más para darse importancia que porque desconfiara de su éxito—. ¡Quédate donde estás!

Este desabrido mandato estaba dirigido al enano, quien aprovechando el desconcierto, pretendía escapar. Se lo impidió el mero destellar del cuchillo, una estratagema que su aprehensor había aprendido a explotar. El infeliz se situó en un rincón, cual una masa andrajosa, y se resignó.

—Prometo no moverme.

Fijos los cinco sentidos en su objetivo, Tasslehoff insertó el filo de su polifacético cuchillo en el cerrojo y lo hizo girar con cuidado. Palpó el dispositivo, pero, en el instante en que cedía, alguien o algo se estrelló contra la puerta y el instrumento fue proyectado al aire.

—¡No puede decirse que colaboréis! —regañó a los del otro lado y, con un resoplido, inició de nuevo la operación.

El prisionero abandonó el sitio que él mismo había escogido y se situó gateando debajo del kender para contemplar sus evoluciones desde el suelo.

—No eres sabio —le acusó— ni un gran clérigo, como yo pensaba.

—¿A qué vienen esas críticas? —inquirió el otro, absorto en su quehacer.

—No son los cuchillos los que abren las puertas, sino las llaves —aleccionó el enano a aquella criatura que, en su opinión, se complicaba tanto la existencia.

—No me cuentas nada nuevo —replicó el atareado Tas, indiferente al comentario—, pero a falta de… ¡Dame eso!

En un arrebato airado, arrancó del mugriento puño del gully el objeto que sostenía, una reluciente llave, y la introdujo en la cerradura. No tuvo que presionar mucho. La puerta se abrió y balanceó sobre los goznes a la primera intentona. Tanis cruzó el umbral a trompicones, aplastando casi al kender, y Caramon lo hizo a toda prisa, aunque más firme. El guerrero se apresuró a cerrar otra vez la hoja, con tal ímpetu que incluso quebró el extremo de una espada draconiana que hacía palanca a fin de evitar que les cortasen el paso. Apoyando los hombros en la madera, el hombretón respiró hondo mientras oponía su peso a las arremetidas del enemigo.

—¡Echad esa maldita llave! —renegó, todavía jadeante.

Tas acudió presto en su ayuda. En el otro lado, los reptiles se dedicaban, entre grotescos bramidos, a astillar el nuevo obstáculo.

—Espero que aguante —susurró Tanis, tomándose un corto descanso.

—No lo hará eternamente —hubo de contrariarle Caramon—. Además, ese mago bozac debe de tener métodos eficaces para aligerar el proceso de derribarla —recordó al semielfo, puestos los ojos en la puerta—. Vayámonos de aquí.

—¿Adónde? —le cuestionó el otro héroe, al mismo tiempo que se enjugaba el sudor de la frente. La sangre le manaba abundante de un arañazo en el dorso de la mano y tenía otras muchas heridas de pronóstico leve en el brazo pero por lo demás parecía incólume—. ¡Aún no hemos localizado al ingenio que mueve este castillo! —se lamentó.

—Quizá él esté al corriente de su paradero —sugirió Tas, haciendo un significativo gesto hacia el enano gully—. Por eso le he traído —agregó, orgulloso de su astucia.

Oyeron un estampido fenomenal, y tembló el escollo que les separaba de sus perseguidores.

—Tenías razón, Caramon —aseveró Tanis—. Esfumémonos sin tardanza. ¿Cómo te llamas? —preguntó al callado enano, ya en la escalera.

—Runce —se presentó éste, ojeando al semielfo con extrema suspicacia.

—Hay algo que debo pedirte, Runce —le planteó el héroe en tono cordial, persuasivo, a la vez que hacía un alto en un oscuro rellano—. ¿Podrías mostrarnos la cámara donde está el mecanismo que gobierna la ciudadela?

—El Timón del Capitán de los Vientos —apostilló el guerrero y, para contrarrestar la dulzura de su compañero, clavó en el gully unas pupilas fulminantes—. Al menos, uno de los goblins lo ha denominado así.

—¡Es un secreto! —se soliviantó el enano—. No estoy autorizado a revelároslo presté juramento solemne.

Caramon gruñó con tal furia que el color abandonó los pómulos de Runce bajo la capa de suciedad y Tasslehoff intervino, temeroso de que sufriera un nuevo vahído.

—¡Bah! ¿No ves que lo ignora? —abordó al hombretón y le hizo un guiño de complicidad, procurando que el gully no lo advirtiera.

—¡Eso no es verdad! ¡Conozco bien el emplazamiento del Timón! —se indignó el otro—. De todos modos, no soy tan estúpido como para no darme cuenta de que quieres tenderme una trampa. No me sonsacarás nada.

El kender se desplomó contra la pared, casi derrotado frente a tan singular atisbo de lucidez, mientras Caramon volvía a rezongar. Azotó al cautivo un ligero temblor, pero no renunció a su valeroso reto.

—No consentiré que unos mercenarios me embauquen —persistió—, y menos cuanto está en juego un enigma tan sagrado.

Runce cruzó los brazos grasientos, pegajosos, sobre la pechera de la camisa, que, a su vez, estaba llena de lamparones. Una algarabía de voces draconianas, que sonaban nítidas al filtrarse por las primeras fisuras en la hoja de la puerta, estimuló a Tanis a pensar deprisa.

—Aclárame una cosa, amigo —suplicó al enano y, para tener más intimidad, se acuclilló a su altura—. ¿Qué es exactamente lo que no debes contarnos?

—Que el Timón del Capitán de los Vientos está en el pináculo de la torre central —espetó el gully a su interrogador, con una candidez conmovedora. Y añadió, enseñándole un puño cerrado que expresaba su agresiva determinación—: Por mucho que te esfuerces, seré una tumba a ese respecto.


Los compañeros arribaron al corredor que había de conducirles a la estancia donde no se encontraba el Timón del Capitán de los Vientos —según Runce quien, mientras les guiaba, no se cansaba de repetir: «Ésa no es la puerta, o aquél no es el conducto, que da acceso a la escalera de la cámara secreta»—. Lo acometieron cautelosos, barruntando que había reinado en el trayecto una calma excesiva, y sus resquemores se confirmaron. En efecto, cuando habían recorrido la mitad del pasillo, surgieron, de una de las habitaciones que lo flanqueaban, una veintena de draconianos, seguidos por el mago bozac, el cual, al avistarles, empezó a impartir órdenes confusas.

—Poneos detrás de mí —ordenó Tanis a sus amigos antes de que los otros se abalanzaran—. Conservo el brazalete —señaló pero, al observar a Tas, tuvo que apostillar—: Eso creo.

Tanteó su brazo, no obstante, y comprobó que aún ceñía la alhaja.

Desenvainando la espada como el semielfo, que había posado la mano en la empuñadura de la suya, aprovechando el momentáneo balbuceo de los adversarios para recular prudentemente, Caramon vertió en el oído del cabecilla un mensaje de la mayor premura.

—Tanis, mi tiempo se agota —murmuró, inmóviles todavía los reptiles al no recibir instrucciones—. ¡Lo presiento! Es imprescindible que vaya a la Torre de la Alta Hechicería. Quizá durante la batalla que se avecina alguien podría escabullirse y poner en marcha la ciudadela.

—Tanto tú como yo somos indispensables para contener la embestida de esas feroces criaturas —repuso el otro héroe—. Así pues, no queda nadie capaz de operar el Timón… —La frase murió inconclusa en sus labios, a la vez que, atónito, escrutaba al guerrero—. ¡Dime que bromeas! —imploró.

—No tenemos otra elección —se limitó a sentenciar su interlocutor. Calló, y los cánticos del bozac impregnaron el ambiente de negras premoniciones.

—No puede ser —se empecinó Tanis, puesta la mirada en Tasslehoff.

—No existe otra salida —razonó de nuevo el hombretón, con la pertinacia que otorga la certidumbre.

El semielfo suspiró y meneó la cabeza. Por su parte el kender, que era consciente de protagonizar su conciliábulo, pestañeó perplejo hasta que, de pronto, comprendió.

—¡Oh, Caramon! —masculló entre dientes, una discreción que se contradecía con el hecho de que se pusiera a palmear y brincar hasta casi hender el cuchillo en su propia carne—. Y tú también, semielfo, ¡sois maravillosos! Os trasladaré a la Torre sanos y salvos. No lamentaréis esta prueba de confianza. ¡Seré vuestro orgullo! Ven, Runce, te necesitaré.

Aferrando el brazo del enano, recorrió presuroso el pasadizo hacia una escalera de caracol que, de acuerdo con el «avispado» guía, no desembocaba en la sala del mecanismo.

Diseñado por Ariakas, fallecido mandatario de las fuerzas de la Reina de la Oscuridad durante la Guerra de la Lanza, el Timón del Capitán de los Vientos que gobierna las ciudadelas flotantes ha sido registrado en los anales de la Historia como una de las más brillantes creaciones de la preclara, aunque enrevesada y maligna, mente de tal Señor.

Se halla enclavado el ingenio en una cámara construida expresamente a tal fin en la cúspide de cada castillo. Tras encaramarse a un tramo de angostos peldaños el capitán de los Vientos, rango reservado a quien ostenta el honor de manipularlo, asciende una segunda escala, ésta de hierro y sujeta al muro, hasta la trampilla que la bloquea. No le resta sino abrir la portezuela y penetrar en una estancia circular, de reducido tamaño y desprovista de ventanas u otras formas de ventilación. En el centro del aposento, se yergue una plataforma elevada sobre la que, a una distancia aproximada de ochenta centímetros, hay dos imponentes pedestales.

Al ver estos pedestales, Tas, que arrastraba al reacio Runce, quedó estupefacto, sin habla. Trabajados en plata, de una altura de algo más de un metro, eran las más bellas obras de orfebrería que nunca tuvo ocasión de contemplar. Una serie de intrincados motivos y símbolos arcanos surcaban su superficie y, en las líneas que trazaban los relieves, reverberaban hebras de oro bajo la luz de las antorchas que iluminaban la escalera. Encima de cada uno de estos inefables soportes descansaba un inmenso globo, confeccionado en refulgente cristal negro.

—No se te ocurra subir a la plataforma —avisó el gully, tajante, a aquel entrometido que abusaba de su bondad.

—¿Tienes idea de cómo funcionan estos artilugios? —indagó el kender, izándose hasta el lugar prohibido.

—No —contestó el otro hombrecillo, imperturbable frente a semejante descaro—. No he estado aquí infinidad de veces, el gran mago nunca me encomienda tareas ni me utiliza como mozo. No he entrado con frecuencia en esta habitación porque el hechicero me llamara para que le trajera esto o aquello. ¿Estar yo presente mientras el mandamás variaba el itinerario? ¡Jamás!

—¿Quién es ese mandamás, ese mago que has mencionado? —preguntó Tasslehoff, y reconoció la pequeña sala por si detectaba alguna figura entre sus sombras—. ¿Dónde está ahora?

—No ha ido a la planta inferior —negó Runce, porfiado— para desintegrar a tus amigos.

—¡Ah, bueno! —se tranquilizó el kender—. Pero si él se ha ausentado, ¿quién se ocupa de la navegación?

«Comienzo a vislumbrarlo», se alentó, al mismo tiempo que se adentraba en el área delimitada por unas circunferencias de cristal incrustadas en el suelo, entre ambos pedestales. Estaban hechas del mismo material que los globos, e idéntico color, y poseían similar textura. Oyó en el corredor un estruendo y, de nuevo, los rugidos de los draconianos. Interpretando la nota de frustración que estos últimos destilaban, decidió que el brazalete de Tanis se interponía en los encantamientos del bozac y los desbarataba.

—No debes mirar el círculo del techo —anunció el contumaz gully.

Tas sofocó una exclamación. Sobre su cabeza, un redondel de igual tamaño y diámetro que la plataforma donde se alzaba irradiaba unos destellos fantasmales, entre el azul y el blanco, que adquirían vivacidad a ojos vistas.

—¿Qué no he de hacer ahora, Runce? —sondeó el kender a su contertulio, chillona su voz a causa de la excitación—. ¿Cuál es el paso que no tengo que dar?

—No deposites tus manos sobre las esferas negras, no les detalles el curso que te interesa —sugirió el otro, subrayando las negaciones con especial énfasis—. ¡Nunca hallarás el procedimiento adecuado para accionar tan poderosa magia! —se mofó.

—¡Tanis! —vociferó Tasslehoff a través de la abertura que le proporcionaba la trampilla abierta—. ¿Cuáles son las coordenadas de la Torre de la Alta Hechicería?

Durante unos minutos no llegaron hasta él más que estruendos de armas y algunos aullidos. Pero, al fin, flotó en el aire la familiar voz del semielfo, que aumentaba de volumen a medida que los dos héroes se aproximaban por el pasillo.

—¡Pon rumbo noroeste! —le indicó—. Casi no habrás de virar, el camino es recto.

—¡Maravilloso! Eso está hecho.

Tras afirmar los pies a horcajadas sobre las circunferencias, en unas cavidades obviamente concebidas para este propósito, Tas cobró aliento y estiró las extremidades superiores hacia las oscuras bolas.

—¡Maldita sea! Soy demasiado corto de talla —se lamentó—. Presumo —se dirigió a Runce— que las manos no han de tocar los globos y los pies apoyarse en las cavidades simultáneamente.

Le asaltó, cual un aguijonazo, la impresión de conocer la respuesta, aunque el aludido no atinara a pronunciarla. La consulta que le habían formulado hundió al gully en un trance tal que no pudo sino estudiar el kender boquiabierto, paralizado.

Clavando en el enano unas pupilas centelleantes, no porque le aborreciese, sino porque en alguien debía desahogar su sentimiento de impotencia, el kender permaneció unos segundos inmóvil, entregado a sus disquisiciones. Tras concluir que la única solución era dar brincos hasta rozar las esferas, ensayó el ejercicio, lo que evidenció la imposibilidad de alcanzar su objetivo. Alcanzaba los globos, cierto, pero a costa de perder contacto con las cavidades y, a consecuencia de ello, la luz del techo se tornaba mortecina.

—¿Cómo solventar esta complicación? —discurrió—. Caramon y Tanis podrían adoptar la postura correcta, pero no están en la cámara y, dado el barullo que sube desde el pasadizo, tardarán un buen rato en deshacerse de esos draconianos. ¡Ya lo tengo! —gritó de pronto—. ¡Runce, acércate!

El enano entrecerró los párpados en estrechas rendijas.

—No me está permitido —adujo, anticipándose al vituperio y apartándose de la plataforma.

—¡Aguarda, no te vayas! Sólo quiero ofrecerte la oportunidad de activar este artilugio conmigo —intentó Tasslehoff engatusarlo.

—¿Igual que hace el gran mago? —puntualizó el otro, incrédulo, abiertos los ojos como platos.

—¡Sí, Runce! Adelante —le exhortó—, no tienes más que colocarte sobre mis hombros y…

Enmudeció, al apercibirse de que era prematuro exponerle el plan. Hipnotizado, en una especie de éxtasis, el gully recitó hasta la saciedad la misma letanía:

—Dirigir yo el vuelo como hace el mandamás, ¡usurpar su puesto!

—Sí, Runce —corroboró el kender en análoga cadencia—. Pero debes apresurarte, de lo contrario tu gran mago mandamás podría sorprendernos.

—De acuerdo, voy en el acto —despertó el enano y, mientras se daba impulso para subir primero el entarimado y luego a la espalda de Tas, dio rienda suelta a su emoción—: Controlar esta ciudadela, hacerla viajar a través del aire fue siempre una de mis mayores aspiraciones —confesó, henchido de felicidad.

—Ya tengo sujetos tus tobillos —le atajó d kender, concentrado en las cuestiones prácticas—. ¡Ay! Suéltame el pelo. No resisto tus tirones. Sosiégate, no te dejaré caer. Ahora debes incorporarte, pero para lograrlo has de extender las piernas en lugar de doblarlas. No te soltaré los pies —prometió a aquel manojo de nervios, cargándose de paciencia—. ¡Cuidado, trata de mantener el equilibrio!

Los dos hombrecillos se desplomaron cual un castillo de naipes, y rodaron por la plataforma.

—Tas, ¿qué sucede? —brotó la voz de Caramon desde la escalera.

—¡Ya casi está! —mintió el interpelado, aunque perseveró en su afán. Tras sacudir a su inepto colaborador hasta que se hubo enderezado, renovó sus recomendaciones—: Equilibrio, ésa es la clave. Recuérdalo, has de estabilizarte.

—Equilibrio, estabilidad —se aprendió el enano la lección.

El kender volvió a adoptar la pose erguida en los círculos de cristal, y el gully gateó hasta sus omóplatos para hacer una segunda tentativa. Obtuvieron la merecida victoria, pese a unos pocos halagüeños bamboleos Runce posó al fin sus inmundas manos en las lisas superficies de las bolas, después de hacer algunos experimentos previos, que fueron del todo infructuosos.

Al instante, les envolvió una cortina de haces luminosos, que, procedentes del redondel del techo, se derramaron en su derredor hasta cercarles por completo. Unas runas fúlgidas se esbozaron encima de las dos criaturas, esculpidas en suaves tonalidades rojizas y violáceas.

Con una sacudida capaz de interrumpir los latidos de más de un corazón, la ciudadela flotante inició su singladura.

Abajo, en el pasadizo, la fuerza del despegue arrojó a algunos draconianos y su hechicero a las frías baldosas de roca, tras dar unos cuantos bandazos al son del traqueteo. Tanis se desmoronó de espaldas contra una pared y Caramon fue a dar con sus huesos en el pecho del compañero.

Soltando maldiciones y alaridos de la más diversa índole, el bozac luchó por ponerse en pie y, una vez en esta posición, pisoteó a sus hombres, que alfombraban el estrecho túnel, e ignoró a Tanis y Caramon con el único anhelo de irrumpir en la cámara donde se hallaba el Timón del Capitán de los Vientos.

—¡Córtale el paso! —rugió Caramon al semielfo, portador de la alhaja, al mismo tiempo que la ciudadela escoraba cual un navío en la tormenta y toda la humanidad de Caramon era despedida hacia la pared opuesta—. Si asciende estos peldaños, todo habrá terminado.

—Haré cuanto esté en mí mano —tartamudeó el héroe, debido a que su amigo, al aplastarle, le había dejado sin aire—. Pero temo que el poder del brazalete esté próximo a extinguirse.

Echó a correr hacia el arcano reptil, pero el castillo describió un brusco giro en dirección contraria. Tanis, sin un agarradero, se vino abajo, mientras que el perseguido, más pertinaz y obsesionado por capturar a los ladrones que trataban de robarle su fortaleza, tan sólo aminoró el avance. Blandiendo su daga auxiliar, Caramon se lanzó sobre aquel individuo. De nada le valió el asalto. Su arma topó contra una transparente barrera antes de ensartar los negros ropajes y, a causa del impulso de la arremetida, trazó unas piruetas en el aire y rebotó en las losas hasta yacer inofensiva, estéril.

El bozac estaba ya en la escalera de caracol, la que conducía al segundo tramo de barras férreas los otros draconianos iban recobrando la compostura y, en definitiva, todo se normalizaba, cuando la ciudadela dio un nuevo bandazo. El mago cayó sobre Tanis, que había emprendido un nuevo intento y estaba a escasos centímetros. Los soldados volaron hacia los cuatro puntos cardinales y el guerrero, en pleno proceso de recuperación, salió catapultado por encima del amasijo que formaban el semielfo y el bozac.

El abrupto virar y contravirar de la fortaleza rompió la concentración del hechicero y se desvaneció su aura protectora. Se debatió a la desesperada el infame monstruo, con zarpas y colmillos, pero Caramon, que no se había derrumbado al dictarle la experiencia cómo apoyar y flexionar las piernas, le arrancó del cuerpo del otro héroe y hundió en su carne la espada, en el instante en que invocaba un nuevo sortilegio.

La figura del draconiano se disolvió en una gelatinosa charca de líquido amarillento. Manaron de esta laguna unas nubes de humo maloliente, emponzoñado, que se esparcieron por el recinto.

—¡Salvémonos!

Era Tanis quien así gritaba. Uniendo la acción a la palabra, el semielfo fue hasta una ventana y, entre toses, medio intoxicado, llenó sus pulmones de fresca brisa.

—¡Tas! —llamó él mismo al hombrecillo—. ¡Has cometido un error! ¡Creo haberte dicho que debíamos ir hacia el noroeste!

—¡Piensa en el noroeste, Runce! —oyó que el kender apremiaba al enano.

—¿Runce? —susurró Caramon, mirando a su amigo con repentina alarma.

—¿Cómo puedo dar dos indicaciones contrapuestas? —protestó la aguda voz del gully—. ¿Quieres ir al norte o al oeste? ¡Decídete!

—El noroeste es un único sentido, y muy concreto —empezó a explicarle Tasslehoff.

—No importa —rectificó—, visualiza tú el norte y yo transmitiré la orden del oeste. Quizá así surta efecto.

Cerrando los ojos, el hombretón exhaló el suspiro del derrotado y se reclinó contra el muro.

—¿Qué te parece, Tanis, les auxiliamos?

—No hay tiempo —contestó el aludido, también desazonado pero con la espada en alto—. Ahí vienen.

Se refería a los soldados de piel escamosa, que se habían reagrupado. Pero la muerte de su adalid y su absoluta incapacidad para entender lo que estaba aconteciendo en su ciudadela hizo que éstos, desconcertados, se contentaran con mirarse de hito en hito entre sí y al enemigo. Durante este lapso de inactividad el castillo alteró, por enésima vez, su trayectoria, ahora hacia el noroeste y cayendo durante varios metros, como si lo zarandeara una huracanada ráfaga.

Los miembros de la infame patrulla dieron media vuelta y a empellones, tropezando y resbalando, acometieron el corredor y atravesaron en tropel el umbral de la misteriosa estancia por la que habían hecho su entrada.

—Por fin seguimos el rumbo correcto —confirmó Tanis, contemplando el panorama desde el ventanal.

Al reunirse con él, Caramon divisó la Torre de la Alta Hechicería.

—Veamos cómo se las arreglan ahí arriba —propuso el guerrero al columbrar su destino, y empezó a subir.

—No, no lo hagas —le rogó el semielfo—. Al parecer, Tas conduce la fortaleza a ciegas. Lo más probable es que tengamos que guiarle. Además, no me fío de esos draconianos. No me extrañaría nada que volvieran a presentarse con nutridos refuerzos.

—Una suposición muy lógica —le alabó el fornido humano.

Sin embargo, escudriñó el hueco de la trampilla: no estaba tranquilo al saberse en manos de quienes él juzgaba como un par de nulidades.

—Llegaremos dentro de unos minutos —calculó el mestizo, apoyándose displicente en el alféizar—. Pero serán suficientes para que me hagas una síntesis de los últimos sucesos que has vivido.


—Cuesta creerlo —dijo Tanis cuando el guerrero hubo terminado su escueto relato—, incluso de Raistlin.

—Cierto —masculló Caramon— al principio también yo me negué a prestar oídos a tan descabellada historia. Pero al verlo erguido frente al Portal, al escuchar todas las enormidades que se proponía hacer a Crysania, tuve que rendirme a la triste verdad. El Mal con mayúsculas había corroído su alma y devoraría a todo aquel que le secundase.

—Tienes razón al asignarte la empresa de desarticular sus planes —admitió el semielfo, estirando el brazo a fin de estrujar aquella entrañable manaza—. Tus motivos para intervenir en semejante hazaña están más que justificados, pero opino que no debes entrar en el Abismo tras el nigromante. Dalamar está en la Torre, apostado en el acceso, y entre los dos detendréis a Raistlin en cuanto se persone, sin necesidad de que te aventures en el plano de ultratumba.

—No, Tanis —le desengañó el hombretón—. Dalamar fracasó en su anterior enfrentamiento con mi gemelo. Estoy persuadido de que el archimago le domina, que un terrible accidente impedirá al elfo oscuro impedir su cometido. —Al percibir que su amigo le observaba suspicaz, el guerrero resolvió sincerarse—. El término «persuadido» era un eufemismo está escrito que el aprendiz no sobrevivirá.

Y, tras hurgar en su mochila, sacó a la luz las primorosamente encuadernadas Crónicas.

—¿Ni siquiera el conocimiento del futuro puede darnos una ventaja? —apuntó el otro héroe—. Si llegamos antes de que se produzca el evento, acaso lo modifiquemos.

Sin responder a tan absurda teoría, Caramon buscó la página que había señalado en el tomo. Tragó saliva, emitió un silbido apenas audible y, aclarada la garganta, aguardó.

—Me tienes sobre ascuas —le recriminó Tanis, quien, impulsivo, tensó el cuello a fin de leer él mismo el párrafo.

—Yo te lo contaré —determinó el gigantesco humano. Cerró el ejemplar y, eludiendo los ansiosos ojos de su compañero, le aclaró—: A Dalamar lo destruirá Kitiara.

5 La avenida de la muerte

Dalamar estaba solo en el laboratorio de la Torre de la Alta Hechicería. Los guardianes, tanto los vivos como los de ultratumba, ocupaban sus puestos en la entrada y esperaban, vigilantes.

Desde la ventana de la sala, el elfo oscuro vio cómo ardía la ciudad de Palanthas y también, debido a la ventajosa situación de su atalaya, siguió el proceso de la contienda. Había detectado al caballero Soth cuando cruzaba las puertas, fue testigo de la dispersión y caída de los soldados solámnicos y del lanzamiento de los draconianos hacinados en la ciudadela. Durante todas estas fases de la lucha los dragones batallaron en las alturas y, en consecuencia, su sangre inundó cual una teñida lluvia las calles de la ciudad.

El último espectáculo que se le ofreció, antes de que las volutas de negro humo procedentes de los múltiples incendios nublasen su visión, fue el del castillo volador en dispar avance hacia él. No cabía tildar de otro modo el vuelo del artilugio, que de pronto parecía errar a la deriva, luego tomaba una marcha más regular y en una tercera instancia, sin que ningún factor externo lo justificase, alteraba el rumbo y se dirigía directamente a las montañas tras las que había surgido. Asombrado, el acólito espió sus evoluciones durante unos minutos y se preguntó qué significaban. ¿Era así como Kitiara pretendía introducirse en la Torre?

El hechicero tuvo un espasmo de miedo. ¿Podía volar la ciudadela sobre el Robledal de Shoikan sin peligro? ¡Por supuesto que sí! Apretó el puño, recriminándose su negligencia al no plantearse tal probabilidad, y escrutó el panorama que, con la humareda, no tardaría en difuminarse. A través de un claro fugaz entre las brumas, divisó la fortaleza: una vez más, torcía ésta su trayectoria, haciendo eses en el cielo como un borrachín que buscara su olvidado hogar.

Se movía, de nuevo, hacia la mole, pero a una velocidad que no excedía la de un caracol. ¿Qué ocurría? ¿Habían herido quizás al piloto, a la privilegiada criatura que la gobernaba? Dalamar aguzó los sentidos, ansioso de pistas, un intento que no dio fruto a causa de la creciente densidad de la neblina que, además, la brisa transportó hasta formar una cortina delante mismo de las cristaleras. La ciudadela se desdibujó, a la par que impregnaba el ambiente un intenso olor a cáñamo y brea quemados, que el mago atribuyó al incendio de los almacenes.

En el instante en que se alejaba, blasfemando, del ventanal, atrajo su atención un ígneo fulgor en un edificio que se alzaba frente al suyo, aunque a prudencial distancia: el Templo de Paladine. Vislumbró, incluso entre las tinieblas, cómo aumentaba el brillo, y se representó en la mente a los clérigos de blanco atavío en el acto de aplastar a sus enemigos pertrechados con bastones y rotundos mazos, pero, eso sí, rogando a su dios.

Esbozó una sarcástica sonrisa y atravesó a toda prisa la estancia, sin detenerse en la gran mesa de piedra donde antes yacieran sus frascos, tarros y alambiques, que él mismo había apartado a fin de instalar libros de encantamientos, pergaminos y artilugios arcanos. Dedicó, en su presuroso andar, una enésima ojeada a tales objetos, con el propósito de asegurarse de que todo estaba dispuesto y continuó recorriendo los anaqueles donde se alineaban los volúmenes encuadernados en azul marino de Fistandantilus y, al lado, los no menos esotéricos tomos negros de Raistlin. Ya en la puerta del laboratorio, la abrió y pronunció una palabra, una orden, que se deshizo en mil ecos en la penumbra de los pasillos.

No cayó su invocación en el vacío. Un par de ojos destellantes se materializaron de inmediato frente a él y un cuerpo espectral, que mudaba sus contornos al compás de las ráfagas del viento.

—Quiero que apostéis centinelas en la cúspide de la Torre —impartió el elfo sus instrucciones.

—¿Dónde exactamente, aprendiz? —consultó el fantasmal esbirro.

—En el acceso de la azotea y la Avenida de la Muerte —concretó Dalamar.

Oscilaron las llamas de las etéreas pupilas en señal de asentimiento, y se evaporó el ente del más allá. El acólito volvió a la cámara e hizo ademán de cerrar la puerta tras él, pero se interrumpió en un titubeo nacido de sus reflexiones. Podía formular un sortilegio que evitase la irrupción de visitantes poco gratos en el laboratorio, una medida que Raistlin adoptaba siempre que deseaba poner en práctica algún experimento particularmente complicado, en el que cualquier intruso podía desencadenar fenómenos desastrosos. En algunos de sus hechizos, inhalar aire a destiempo equivalía a liberar fuerzas capaces de derrumbar los muros desde los mismos cimientos. Extendidos sus delicados dedos sobre la superficie de madera, el espía comenzó a ordenar los versículos.

Lo pensó mejor, y renunció. «Si necesito ayuda —se dijo—, los custodios han de traspasar el umbral del aposento sin trabas de ninguna clase. Según la naturaleza del atolladero en que me encuentre, no, atinaré a anular el escudo». Retrocedió entonces al punto donde había iniciado su deambular y se sentó en la confortable butaca que era su favorita, la que había transportado desde su alcoba para paliar la fatiga de su vigilia.

«No atinaré a anular el escudo», repitió y, arrellanándose en los mullidos cojines de terciopelo que engalanaban su asiento, caviló sobre la muerte. Era ineludible, en tales circunstancias, mirar el Portal. Su apariencia era la de costumbre: las cinco cabezas de dragón, cada una de un color diferente, se inclinaban hacia el interior, abiertas sus bocas en silenciosos bramidos por los que rendían tributo a su Reina. Sí, aquellos cráneos reptilianos se mostraban apagados, carentes de actividad, y la vacuidad del otro lado sugería un desierto eterno e inmutable, idéntico al de otras ocasiones. ¿O no? Dalamar pestañeó, porque, aunque podía tratarse de una jugarreta de su turbada imaginación, creyó percibir que los ojos de los animales irradiaban unos tenues resplandores.

Se le tensaron los músculos del cuello, le afloró el sudor a los poros de las palmas de las manos y hubo de frotar éstas en la túnica. ¿Se acercaba la hora de la verdad, aquella en la que exhalaría su último suspiro? Tanteó las argénteas runas que, bordadas, festoneaban el pectoral de su atuendo, runas que obstruirían o repelerían ciertos ataques. Examinó sus manos, el relumbrar de una bella esmeralda que, montada sobre platino, configuraba una sortija de poderes curativos. Era una herramienta poderosa, el único inconveniente estribaba en que sus facultades sólo podían utilizarse una vez.

Con precipitación, el acólito revisó las enseñanzas que le había impartido Raistlin sobre los métodos que permitían juzgar si una herida era letal y debía sanarse en seguida o si, por el contrario, resultaba preferible no malgastar las virtudes de la joya.

Un escalofrío fustigó al elfo. Casi podía oír la voz del shalafi enumerando y describiendo los distintos grados de dolor, sentía las yemas del nigromante, dotadas de aquel extraño calor interior, en un ágil recorrido por su anatomía para señalar las zonas vitales. De manera mecánica, Dalamar se llevó la mano al torso y palpó las cinco llagas que imprimiera en él su maestro, siempre sangrantes y purulentas. Al mismo tiempo, los ojos del archimago se siluetearon en su memoria, dorados, mortíferos, similares a espejos que invitaban a contemplar no la vida, sino la podredumbre que anidaba en cada mortal.

Deseoso de conjurar su estremecimiento, el aprendiz se exhortó al optimismo. «Me rodean campos de energía de probada eficacia que, activados en conjunción con mis portentos personales, me mantendrán inmune a las peores agresiones arcanas. Tengo experiencia en el arte y, aunque mis conocimientos no sean equiparables a los del shalafi, él retornará débil, maltrecho, al borde del colapso. No ha de serme difícil destruirle. ¿Por qué, dada mi superioridad, me asfixia literalmente el pánico?».

Tañó, una sola vez, una campana de plata. Dalamar se levantó, reemplazadas sus vagas aprensiones por el miedo a algo tangible. Al asaltarle este sentimiento más punzante, las vísceras de su cuerpo se endurecieron en estado de alerta, la sangre se le heló en las venas y se disiparon las sombras de sus ensoñaciones. En definitiva, recobró el control.

El musical repicar anunciaba la presencia de alguien que, tras abrirse paso en el Robledal de Shoikan, había llegado a la puerta principal de la Torre. La reacción ordinaria del hechicero frente a la visita inopinada de un huésped habría sido abandonar el laboratorio y, mediante la magia, encarnarse de nuevo bajo el dintel para interrogarle. Pero ahora no osaba dejar el Portal. Era imprescindible permanecer siempre al acecho y más aún habida cuenta de que, como antes atisbara, las pupilas de los dragones se habían iluminado. Estudió el prodigio y, tras cerciorarse, posó la vista en la nada que se desplegaba en la retaguardia. También desde allí recibió aviso de que algo iba a acontecer, en forma de una ondulación en el aire que, cual un rizo en un sereno lago, presagiaba eventos inminentes.

No, no podía acudir, debía confiar en los guardianes. Arrimó el oído a la hoja de la puerta, a la expectativa, hasta que sus tímpanos captaron los sonidos amortiguados de lo que tomó por unos gritos y el estruendo del acero. Sobrevino luego el silencio y, confundido, contuvo el resuello, de tal manera que sólo los latidos de su corazón rompían la calma.

Decidiendo que los espectros habían solventado el asunto, y en su afán de descubrir la ciudadela, hizo una nueva intentona en la ventana. No distinguió nada en absoluto, se diría que el humo se había solidificado en una lóbrega pared. Retumbó un trueno en lontananza, ¿o se trataba de una explosión? ¿Quién era el inconsciente que se había internado en el Robledal?, especuló sin proponérselo. ¿Un draconiano codicioso de botín, sediento de matar? Un sujeto de esta raza podría haber superado las pruebas de la arboleda, aunque no el embate de los formidables inquilinos que él, el aprendiz de nigromancia, comandaba.

En el fondo, no importaba. Cuando todo hubiese pasado, bajaría a la planta inferior y reconocería el cadáver.

—¡Dalamar!

El corazón le dio un vuelco, el pavor se mezcló a la esperanza en sus entrañas al escuchar aquella voz familiar.

—Sé precavido, amigo —se aconsejó a sí mismo en un susurro—. Ha traicionado a su hermano, y también a ti. No descuides las defensas.

Sin embargo, a pesar de su determinación, le temblaban la manos mientras, despacio, caminaba hacia la puerta.

—¡Dalamar! —La dama apelaba a él en una segunda invocación en la que la inflexión de su acento, un leve quiebro, denunciaba sufrimiento y terror. Un ruido sordo en el exterior, sucedido por el roce de un cuerpo contra la puerta, ribeteó otra llamada más, ésta debilitada—: Dalamar.

La mano del aludido aferraba ya el pomo de la puerta. A su espalda, de los ojos de los dragones, dimanaban haces rojizos, blancos, azules, verdes y negros.

—Dalamar —persistió Kitiara en un balbuceo—, he… venido a… darte mi respaldo.

Cauteloso, el mago abrió la puerta. Kit yacía en el suelo, a sus pies, en tan lamentable condición que el acólito quedó sin habla cuando se expuso a su escrutinio. Si antes se cubría con una armadura, manos inhumanas habían arrancado las piezas para someterla a un bárbaro asedio que se plasmó en una serie de surcos en su piel, hollados por cortantes uñas. La prenda que, negra y ajustada, lucía la fémina debajo del metal había sido desgarrada hasta reducirla a harapos, revelando su curtida epidermis, los níveos senos. Rezumaba la sangre a través de un tajo en una pierna y las botas de cuero no habían corrido mejor fortuna: los asaltantes las hicieron trizas. No obstante, la mujer miró al hechicero sin que sus facciones, sus transparentes iris reflejaran el más mínimo menoscabo en su serenidad. Sostenía en la palma de una mano la alhaja que, a guisa de talismán, le obsequiara Raistlin a fin de que coronara ilesa la travesía del Robledal, y el influjo de ésta impidió que se amilanara en el altercado.

—He conservado mi fuerza, aunque a duras penas —declaró. Se entreabrieron sus labios en aquella ambigua, tentadora sonrisa que encendía la pasión de Dalamar, y le tendió los brazos a la vez que solicitaba—: Puesto que he resuelto ayudarte, haz tú algo por mí e incorpórame.

Encorvándose, el aprendiz asió a la dama por el talle y la alzó. Tanto impulso tomó, que sus cuerpos se entrechocaron y el elfo sintió, al entrar en contacto, que el cuerpo de Kitiara se agitaba en trémulas convulsiones. Meneó la cabeza, sabedor de que un singular veneno circulaba junto a sus fluidos vitales, y la arrastró hacia el interior en un firme abrazo.

Después de que su cayado viviente atrancara la puerta, la joven murmuró:

—¡Oh, Dalamar!

Tenía los ojos fuera de las órbitas, y el acólito comprendió que iba a desmayarse. Terminó de estrecharla entre sus viriles brazos y ella apoyó la cabeza contra su pecho, respirando aliviada.

Inundó las ventanas nasales del mago la embrujadora fragancia adherida a los cabellos de la dignataria, aquella mixtura en la que al perfume natural se sumaban efluvios de batallas, remembranzas hechas olor. Vibró la sinuosa figura y, al apretar él el abrazo, Kit despegó los párpados y dijo, contemplándole:

—Ya estoy mejor.

Sus manos descendieron a la altura del vientre de Dalamar, quien, demasiado tarde, tomó conciencia de un siniestro centelleo en los mares color pardo de sus pupilas y de la mueca en la que, ahora, se había torcido su boca. Demasiado tarde vio el gesto brusco de su brazo derecho, demasiado tarde notó la fría textura del arma que le apuñalaba.


—Lo hemos conseguido —vociferó Caramon, erguido en el ruinoso patio de la ciudadela flotante para otear mejor los tortuosos robles que, por un efecto óptico nada infrecuente, reculaban en la lejana tierra.

—Así es, al menos de momento —masculló Tanis.

A pesar de la distancia que se interponía entre ellos y las copas de los árboles, una marea de odio y apetito de carne fresca, tersa, se elevaba hasta su altura como si los guardianes pudieran hincarles la zarpa y succionarles. Tiritando, el semielfo se obligó a centrar sus esfuerzos en hallar un sistema para descolgarse en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería, que se perfilaba con nitidez.

—Si podemos colocarnos estratégicamente —planteó a Caramon, con el mayor volumen de voz que admitían sus cuerdas vocales a fin de imponerse al ulular del viento—, nos dejaremos caer en ese pasadizo que hay en lo alto.

—La Avenida de la Muerte —especificó el guerrero.

—¿Cómo?

—Ese «pasadizo» al que aludes se denomina la Avenida de la Muerte —repitió el hombretón, al mismo tiempo que acortaba la distancia que lo separaba de su amigo tanteando el terreno que pisaba, ya que si se despeñaba, se precipitaría en aquel océano de ominoso ramaje—. Fue allí donde se encaramó el hechicero perverso antes de maldecir la Torre y lanzarse sobre la verja, según la versión de los hechos que me relató Raistlin.

—Tanto el apelativo como las connotaciones son de lo más estimulantes —rezongó el semielfo.

Las columnas de humo se arremolinaban en su derredor, dificultando la observación que, en perspectiva, habrían disfrutado de los árboles. El compañero semielfo trató de descartar de su pensamiento los sucesos que se desarrollaban en la ciudad. Le bastaba con haber avistado el Templo de Paladine en un círculo flamígero.

—Tendrás tan presente como yo —apuntó, y se agarró al hombro de Caramon en el mismo límite del patio— que Tasslehoff podría provocar una colisión contra la mole.

—Si hemos llegado hasta los aledaños del edificio es porque nos guían los dioses —le sermoneó el luchador—. No hay razón para que dejen de hacerlo.

—Esa sentencia —repuso Tanis, parpadeando como si temiera no haber oído bien— no armoniza con el jovial mercenario con el que compartí tantas correrías.

—Aquel muchacho inmaduro murió —aseguró el otro, más pendiente de su ya cercano destino.

—Lo lamento —fue todo lo que el semielfo acertó a susurrar, dulcificado en un suspiro el rictus de amargura que había deformado sus mandíbulas.

El hombretón se encaró con él y, límpidos sus ojos aún jóvenes, le corrigió:

—No es la lástima el sentimiento adecuado, querido amigo. Al enviarme al pasado, Par-Salian me explicó que yo salvaría un alma y que, por lo tanto, mi misión revestía una gran trascendencia. Me figuré que se refería a la de mi gemelo, pero ahora sé que me equivoqué en mis presunciones y que era mi espíritu el náufrago que tenía que rescatar. Vamos —cambió de tema, tenso—, no se presentará una oportunidad mejor para saltar.

Apareció bajo sus pies un balcón que circundaba la plataforma superior de la sede del Mal, apenas visible en la brumosa atmósfera. El vértigo se apoderó de Tanis, manifestándose en una súbita náusea y la sensación, aunque su raciocinio le decía que era imposible, de que la Torre giraba y él era el inamovible eje central. A medida que se aproximaban, le había sorprendido su colosal tamaño y ahora, sin embargo, se le antojó que debía arrojarse desde un vallenwood al tejado de una casa de juguete.

Para empeorar las cosas todavía más, la fortaleza siguió navegando inexorable, ajena a la desazón del héroe, hacia aquel portaestandarte de todo lo vil, y los torreones, con sus techumbres de sanguinolentas tejas, danzaron frente a sus pupilas en un mareante vaivén. Pero no era su mente la única culpable: también los timoneles, el kender y su ayudante gully contribuían al espejismo con las continuadas sacudidas y descompensaciones de altura que provocaba su torpe manejo.

—¡Adelante! —ordenó Caramon y, dando el ejemplo, se aventuró en el espacio.

Una sortija de humo envolvió a Tanis y, tras cegarle de forma momentánea, paso de largo, prueba indefectible de que la ciudadela no había cesado de moverse. De pronto al despejarse de nuevo su visión, se moldeo ante el un pilar de roca negra. O se decidía a saltar o quedaría aplastado. Optando por el primer azar, más prometedor, imitó al guerrero en el instante en el que un estrépito discordante, chirriante, rasgaba el aire sobre su cabeza. Presa de una plomiza gravidez, el semielfo se precipitó, en una nada informe que solo poblaban las tinieblas. No dispuso mas que de una fracción de segundo para flexionar sus entumecidas piernas, al materializarse a escasos centímetros las losas que delimitaban la azotea de la Torre.

Aterrizó con un batacazo que transmitió punzadas de dolor a todos los huesos de su esqueleto y le dejó tundido, sin aliento. Tan sólo un instinto innato, el sentido de la supervivencia inherente a cualquier criatura, le permitió rodar sobre su vientre y cobijar la cabeza entre los brazos al llover a su alrededor fragmentos de piedra, que se habían desprendido.

El guerrero, plantado sobre sus robustas piernas, rugió:

—¡Rectifica el itinerario! ¡Debes ir hacia el norte!

Una voz chillona, apenas audible para el conmocionado Tanis, aulló desde el alcázar:

—¡Al norte, Runce! ¡Y en línea recta, no te desvíes!

Se diluyó el áspero matraqueo que atronaba la atmósfera y, al alzar receloso la mirada, el barbudo semielfo comprobó a través de una fisura en la humareda que la fortaleza enfilaba su nueva trayectoria en una singladura que, entre aéreos meandros, había de conducirla al palacio de Amothus.

—¿Te has hecho daño? —se interesó Caramon por su amigo mientras le izaba.

—No —contestó el otro héroe y, secándose un hilillo de sangre que asomaba por las comisuras de sus labios, apostilló—: No mucho, pero me he mordido la lengua y resulta doloroso.

—La única vía para entrar es ésta —informó el gigantesco humano, y encabezó la marcha por la azotea hasta una puerta que, cerrada y atrancada, se oponía a su avance.

Temeroso de que los custodios del recinto montaran guardia en la Avenida de la Muerte, como así era, el astuto guerrero la había sorteado con sigilo. Ahora no tenía más remedio que arriesgarse, por no existir otros accesos cercanos.

—Habrá centinelas en el interior —pronosticó—, y no encontraremos ningún modo de escabullirse.

El hombretón retrocedió, indiferente a sus propios augurios, para tomar carrerilla y descargar el peso de su poderosa estructura contra la puerta. Se abalanzó con el ímpetu de un ariete empujado por un ejército, dejando que le detuviera el impacto mismo. Las planchas de madera crujieron, se quebraron, despidieron astillas, pero resistieron el embate. Caramon, tenaz, se frotó el hombro y volvió a retroceder para repetir la operación. Examinó el marco, acumuló energías y arremetió. Esta vez el obstáculo cedió, se derrumbó y arrastró al esforzado atacante.

Penetrando en la Torre, Tanis espió la penumbra reinante hasta distinguir a Caramon tumbado en el suelo, sobre una alfombra de virutas. El semielfo estiró el brazo con objeto de auxiliar a su compañero, pero se paralizó.

—¡En nombre del Abismo! —renegó, atascado el aire en su garganta.

El luchador se puso de pie y se limitó a confirmar, con aparente hastío:

—Sí, ya me había tropezado con esos entes.

La causa de tan breve diálogo eran dos globos oculares que, carentes de cuencas, flotaban delante de ellos, translúcidos en sus destellos indefinibles y casi irreales.

—No consientas que te toquen —avisó el guerrero en voz baja—. Absorberían tus esencias vitales.

Las pupilas estrecharon filas, y el humano escudó presto al semielfo.

—Soy Caramon Majere —se identificó frente al espectro—, hermano de Fistandantilus. Ya me conoces nos vimos en tiempos remotos.

Cejaron los ojos en su pulular y Tanis, precavido pero sin amedrentarse, les mostró el brazo de la pulsera. Los fríos focos de luz se reflejaron en la exquisita talla de orfebrería mientras su portador se presentaba, al igual que hiciera el otro visitante.

—Soy un aliado de Dalamar, tu amo fue él quien me regaló la pulsera.

No pudo extenderse en su plática porque, de repente, una garra atenazó su brazo. Un espasmo lacerante recorrió sus entrañas, interrumpió su palpito y, bamboleándose, estuvo a punto de caer. Por fortuna, Caramon se hallaba a su lado y le sostuvo.

—¡La alhaja se ha esfumado! —exclamó el semielfo.

—¡Dalamar! —colaboró el guerrero a la causa común de su salvación, con una voz cavernosa que arrancó ecos de las paredes de la cámara—. ¡Soy yo, Caramon, el gemelo de Raistlin! Tengo que atravesar el Portal. Estoy seguro de poder desbaratar los planes del archimago. ¡Manda a tus guardianes que se retiren, Dalamar! —le conminó.

—Quizá sea demasiado tarde —masculló el otro héroe de la Lanza, mirando aquel par de candiles fantasmales que permanecían al acecho—. Si Kit se nos ha adelantado, lo más probable es que el aprendiz haya muerto.

—En ese caso, nosotros no tardaremos en sucumbir —afirmó Caramon.

6 Una incursión en las tinieblas

—¡Maldita seas, Kitiara!

El sufrimiento acalló a Dalamar como una mordaza. Tambaleándose, el acólito se puso una mano en un costado y notó la cálida afluencia de sangre.

Ninguna sonrisa de triunfo iluminó la faz de la agresora. Si algo se grabó en ella fueron más bien las arrugas del miedo, de la incertidumbre, al advertir que un golpe letal había errado en su diana. «¿Por qué?», se preguntó en un arranque de furia. Había matado con idéntico proceder a centenares de hombres, ¿cómo era posible que fallase ahora? Tras soltar el cuchillo, desenvainó la espada y atacó en una misma secuencia.

El acero silbó en el aire debido a la fuerza de la embestida, pero se estrelló contra un muro sólido. Brotaron las chispas al tomar contacto el metal con el escudo mágico que el hechicero había invocado como protección personal, y un impacto paralizador iniciado en el filo recorrió el arma, la empuñadura y el brazo que la blandía. La espada se deslizó de la mano entumecida a la vez que, sujetándose el brazo, la perpleja Kit hincaba la rodilla en el suelo.

Dalamar se recobró del efecto abrumador del aguijonazo. Los encantamientos defensivos tras los que se parapetaba eran fruto de un acto reflejo, el resultado de numerosos años de práctica. Ni siquiera necesitaba formularlos de manera consciente: un simple atisbo de peligro activaba estos resortes de su sapiencia, que en nada se asemejaban a los que había reservado para el enfrentamiento contra el shalafi. Sea como fuere, no debía desestimar las cualidades guerreras de la mujer que se hallaba postrada en el laboratorio y, mientras ejercitaba la mano derecha, que quedó insensibilizada, estiraba la izquierda en busca de su arma.

La lucha había comenzado.

Con felina agilidad, la dama se enderezó. Ardía en sus ojos la fiereza de la batalla, la lujuria casi sexual que la consumía siempre que peleaba y que Dalamar había detectado en otras pupilas, las de Raistlin cuando vagaba en el éxtasis de su magia. El elfo oscuro sofocó una sensación agobiante nacida en los recovecos de su ser y trató de conjurar, asimismo, el pánico y el dolor a fin de concentrarse exclusivamente en los sortilegios apropiados.

—No me obligues a matarte, Kitiara —la amenazó, deseoso de ganar tiempo y recuperar su fuerza.

Sus energías crecían por segundos, pero, una vez recuperadas, tenía que conservarlas intactas. De nada le serviría abatir a Kitiara para perecer, poco después, a manos de su hermanastro. Vencido su primitivo impulso de llamar a los guardianes, ya que si la mujer los había burlado en el altercado del vestíbulo merced, sin duda, a la joya nocturna que le otorgase Raistlin, volvería a ahuyentarlos sin dificultad, el taimado aprendiz recurrió a otra iniciativa.

Reculando unos pasos frente a la Señora del Dragón, el hechicero se acercó a la pétrea mesa donde descansaban sus artilugios arcanos. Localizó discreto, por el rabillo del ojo, una varita de oro que relumbraba en la exigua luz del aposento, y perfiló su plan. Era imprescindible conjugar con precisa exactitud las distintas fases, ya que el uso de la áurea pieza exigía disolver antes el escudo invisible. Leyó en la mirada de la Dama Oscura que había adivinado sus confabulaciones, que aguardaba ansiosa cualquier desliz para acometerle.

—Has sido engañada, Kitiara —dijo con su acento más sugerente, abrigando la esperanza de distraerla.

—¡Por ti! —le espetó ella, enojada.

Asió entonces un candelabro de plata, consistente en un macizo pedestal y varios brazos de elegante diseño, y se lo arrojó a su adversario. El proyectil rebotó contra el muro mágico y, sin infligir daño a la supuesta víctima, cayó a sus pies. Una nube de humo procedente de las velas se elevó en volutas sobre la alfombra, pero el conato de incendio fue extinguido por la propia cera al derretirse.

—Por el caballero Soth —afirmó Dalamar.

—¡Ja! —se mofó la dignataria.

Una redoma sucedió al candelabro en su aérea trayectoria, con un desenlace menos venturoso, puesto que, al topar contra la barrera, se desintegró en una rociada de cristales. Al ver cómo volaban los añicos en todas direcciones, Kitiara agarró otro candelabro de plata, pareja del anterior, y le dio idéntico trato. Su obstinación no era consecuencia de la ignorancia. Conocía de sobra los sistemas para derrotar a los magos de mayores o menores virtudes. Si lanzaba a su oponente todos aquellos proyectiles era precisamente porque quería debilitarle, forzarle a emplear sus facultades en mantener íntegro el escudo en detrimento de otras argucias.

—Has encontrado Palanthas fortificada —argumentó el elfo con su objetivo, la varita, casi al alcance—. ¿No intuyes el motivo? Es muy sencillo, se declaró en la ciudad el estado de sitio después de que tu desleal esbirro me comunicara tus designios. Me aseguró que asediarías la ciudad a fin de ayudar al shalafi de tal suerte que, cuando cruce el Portal e incite a hacer lo mismo a la Reina de la Oscuridad, tú puedas brindarle la acogida de una amante hermana y contribuir a exterminar a la soberana.

Tan convincente fue el discurso, que la fémina hizo una pausa. Incluso la espada descendió unos milímetros, un tramo inapreciable pero significativo.

—¿Soth te contó todo eso? —indagó.

—Así es —se ratificó el acólito, aliviado ante los titubeos de aquella férrea contrincante.

Las molestias de su herida habían remitido, aunque perduraba una secuela a modo, acaso, de recordatorio sobre la pericia de la mujer. Sin perder a ésta de vista, el aprendiz se aventuró a reconocer el lugar donde el acero había hendido su carne y halló su ropa adherida, tosco remedo de un vendaje. La hemorragia se había contenido.

—¿Por qué? —insistió Kit, enarcando las cejas en una parodia de asombro—. ¿Qué gana Soth vendiéndome a ti, elfo oscuro?

—Tu posesión —susurró el aludido, malicioso, insinuante—. Pretende hacerte suya por el único medio que se le ofrece.

Cual una afilada aguja, el terror penetró los órganos de la mandataria hasta clavarse en su corazón. Evocó el macabro acento que festoneaba la voz hueca del Caballero de la Rosa Negra al sugerirle, porque la idea partió de él, que redujera a los palanthianos. Trocada su rabia en pánico, entre convulsiones, se dijo asimismo, que los centinelas le habían emponzoñado, que los arañazos de sus brazos recogieron la funesta dádiva de los fantasmas que los flagelaron y, de nuevo, creyó sentir el tacto glacial de sus zarpas. La ración del veneno y la nebulosa efigie de Soth nublaron su raciocinio y apenas columbró la sonrisa victoriosa de Dalamar.

Mientras su rival combatía con denuedo el pavor, el vahído, el acólito aprovechó un momento en el que ella había ladeado el rostro en un vano afán por disimular sus emociones para comprobar la situación de la varita, tanteando el borde de la mesa.

Kitiara hundió los hombros, la cabeza. Sostenía la espada con la muñeca laxa y utilizaba la otra mano para manosear la hoja, en el gesto de quien ha sido vencido. Sin embargo, este alarde de flaqueza física era puro fingimiento. El brazo que sostenía la espada se había fortalecido, la sangre volvía a circular e infundirle vitalidad, y también su pensamiento se había centrado. Era su propósito dar a entender al elfo que había quedado desvalida. «Dejemos que se recree en sus laureles —proyectó—, y en cuanto pronuncie una sílaba arcana le abriré en canal».

Aguzó el oído, ya que era demasiado arriesgado espiar al otro contendiente con los ojos pero nada percibió salvo el suave crujir de las negras vestiduras y una entrecortada cadencia respiratoria. ¿Era cierto lo de Soth? Y, en caso afirmativo, ¿qué importaba? En el fondo resultaba divertido. Otros pretendientes habían incurrido en peores avatares para obtener su favor y, pese a sus artimañas, seguía libre. Resolvió que tendría tiempo más tarde de escarmentar al espectro. Ahora debía ocuparse de otro comentario de Dalamar, concerniente a Raistlin, que la intrigaba sobremanera. ¿Podía el nigromante destruir a la soberana de las tinieblas, o sería ella quien le pulverizase?

La perspectiva de que el archimago consiguiera atraer a Takhisis a su plano de existencia espantaba a la Señora del Dragón. Más que eso, la horrorizaba.

«Te fui útil una vez, ¿no es verdad, Oscura Majestad? —pensó—. Entonces no eras sino una sombra en este lado del espejo, pero, si adquieres la supremacía, ¿qué puesto me asignarás en el mundo? Ninguno, porque me aborreces tanto como yo a ti».

«En lo relativo a esa viscosa larva que tengo por hermano, hay alguien que le aguarda impaciente: Dalamar. Pertenece a su shalafi en cuerpo y alma, su aspiración es respaldarle y no interceptarle el paso cuando asome tras el Portal. No, querido amante, tus embustes no han de embaucarme. Confiar en ti es un lujo demasiado caro».

El aprendiz reparó en que Kitiara se estremecía, que sus magulladuras asumían una tonalidad cárdena. Era obvio que se estaba debilitando, ya que no le concedía tanta voluntad como para inocular una dosis de euforia, ni siquiera pasajera, en sus venas, y tenía constancia de los efectos retardados que un sencillo roce de sus secuaces causaba en quien osaba desafiarles si no perecía en el acto. Además, no le había pasado inadvertida la palidez del rostro femenino al mencionar él a Soth. A estas alturas, la dama ya no podía zafarse a su estulticia al obedecer los consejos del maligno caballero de ultratumba aunque, dada la inminencia del fin, era superfluo obcecarse. «De todos modos —recapacitó el inteligente mago—, su representación de antes ha sido exagerada. Algo trama será mejor que no descuide la vigilancia. Mi sensual amante —parafraseó sin haberlo premeditado—, la confianza es un error que no he de permitirme».

Tanteó la superficie de roca y, agarrando la varita, la esgrimió, al mismo tiempo que entonaba el versículo que neutralizaría el escudo. En aquel instante la dignataria dio media vuelta y trazó un sesgo en el aire, manejando la espada con ambas manos para asestar un golpe más fuerte. La estocada habría decapitado al elfo de no haber encorvado éste la espalda al alargar el brazo hacia el ingenio.

Tal como sucedieron las cosas, el filo cortó el omóplato derecho y, ensartándolo a considerable profundidad, desgarró músculos y casi cercenó el brazo. El acólito soltó la varita con un alarido, pero no antes de desencadenar sus poderes. Un relámpago ahorquillado fulminó el pecho de Kit a través de tres puntas siseantes, lanzó su contusionado cuerpo hacia atrás y lo aplastó contra el suelo.

Dalamar se volcó sobre la mesa, jadeante y malherido. La sangre manaba a rítmicos borbotones de su brazo, un misterio que no desentrañó hasta unos segundos después, cuando acudieron a su memoria las lecciones de anatomía de Raistlin. Lo que se vertía era la savia purificada en el corazón, así que la muerte sobrevendría en un breve lapso. El anillo curativo se ceñía al anular derecho, en el flanco dañado, de manera que apretujó la esmeralda con los dedos sanos y farfulló el vocablo que activaba la magia.

Se desmayó, y cayó desplomado en un charco formado por su propia sangre.


—¡Dalamar! —llamó una voz.

Aturdido, el elfo oscuro rebulló. Un dolor inenarrable sacudió todo su cuerpo y, entre gemidos, intentó abandonarse a la dulce penumbra del olvido. Se lo impidió un nuevo grito, urgente y sonoro, que no le daba más opción que retornar a la vigilia. Con la lucidez vino el miedo.

Hizo ademán de sentarse, estimulado por este sentimiento, pero el impacto sufrido volvió a azotarle y hubo de desistir. Semiconsciente, notó que los alvéolos óseos bailaban una siniestra danza y que el brazo diestro colgaba, tumefacto y sin vida, de su costado. La sortija había evitado que se desangrase, viviría… para dejar al shalafi el privilegio de aniquilarle.

—¡Dalamar, soy Caramon! —se identificó el dueño de aquella voz estentórea.

El aprendiz sollozó esperanzado. Torciendo el cuello, un movimiento que le exigió un esfuerzo supremo, miró el Portal. Los ojos reptilianos brillaban con intensidad y, al hacerlo, creaban un aura que se había difundido por todo su contorno. El vacío bullía en vibraciones, de él brotaba un viento caliente que acarició sus pómulos. ¿O su temperatura no era tal, sino que respondía a la fiebre que le consumía?

Oyó un ruido apagado en un umbrío rincón del laboratorio, y le asaltó una aprensión de otra naturaleza. ¡No, era imposible que Kitiara hubiera sobrevivido! Rechinante su dentadura, dirigió sus pupilas hacia la dignataria y distinguió las piezas de la armadura que respetaran los espectros donde, diáfanas, reverberaban las dimanaciones luminosa de los dragones. La dama estaba quieta, y se olía a carne quemada. Pero los ecos que suscitaron en el acólito la necesidad de examinarla habían sido reales.

Extenuado, entornó los párpados. Las tinieblas se arremolinaron en su interior, deseosas de cobrarse un nuevo habitante para el universo eterno, y Dalamar se entregó a sus auspicios. De pronto, no obstante, una orden de su cerebro interrumpió su descanso. Si Caramon no se había personado en la sala, si se empecinaba en invocarle, era porque los guardianes obstaculizaban su marcha. Sólo él, amo de aquellos entes infernales, podía despejarle el camino.

—Escuchad, centinelas, mi mandato, y acatadlo.

Después de alertar a los destinatarios de su mensaje, recitó en un tartamudeo, hijo de su postración, las frases que inmunizarían al guerrero contra los formidables defensores de la Torre.

Detrás del elfo, se incrementaban los fúlgidos halos de las estatuas delante, en la esquina que escrutara, una mano hurgó en un cinto ensangrentado y, con su postrer hálito, palpó la empuñadura de una daga.

—Caramon —murmuró Tanis, observando los globos oculares que les contemplaban—, salgamos de aquí. Subamos a la azotea e inspeccionemos el lugar para descubrir otra senda.

—No existe tal y, por mucho que insistas, no me iré —se opuso el guerrero con terquedad.

—¡En nombre de los dioses! —le imprecó el semielfo—. No puedes luchar contra esas criaturas.

—¡Dalamar! —probó de nuevo suerte el hombretón, a la desesperada—. Dalamar, no…

Con la misma prontitud con que se extingue el pabilo de una vela, un soplo apagó los resplandores de las pupilas fantasmales.

—¡Se han difuminado! —cambió de tema el luchador, y echó a andar a un ritmo impetuoso.

—Podría ser una trampa, una encerrona —le retuvo el otro héroe. Y, para que Caramon no le ignorase, posó una mano en su brazo.

—No —discrepó éste y reanudó el avance, arrastrando al compañero—. Aunque no se les vea, su presencia se siente. Yo he cesado de detectar ese algo indefinible que les denuncia ¿tú no?

—No, yo recibo una sensación singular —aseveró Tanis.

—En efecto —admitió el fortachón—, pero no la irradian ellos, ni tampoco guarda relación con nosotros.

Tras emitir su dictamen, el gigantesco personaje descendió a toda prisa la escalera de caracol que conducía a los aposentos. Había en su pie, al igual que en la azotea, una puerta, pero ésta la halló abierta. Sabedor de que el acceso comunicaba el ala superior con el bloque principal del edificio, hizo una pausa y se asomó sigiloso.

La oscuridad era tan insondable como si la luz aún no hubiese sido concebida. No ardía antorcha alguna en los pedestales, no se divisaban ventanas por las que pudiera filtrarse el reflejo difuso, humeante, de la calle. El semielfo, en esta peculiar atmósfera, tuvo una alucinación en la que su imagen se adentraba en la negrura y se desvanecía para siempre, fundida en el devorador maleficio que permeaba cada roca, cada losa. A su lado, se aceleraron los latidos del guerrero y se tensó su cuerpo.

—¿Qué es lo que hay ahí dentro? —le preguntó al percatarse.

—Nada —le explicó el humano—, tan sólo un pozo hasta la base. El centro de la Torre es hueco, y unos tramos de pronunciados peldaños se proyectan en una larga elipse sobre el muro sin más barandilla que el precipicio. En los rellanos hay entradas a los distintos niveles si no me equivoco, estamos en uno de ellos. El laboratorio se oculta dos plantas más abajo. Tenemos que seguir adelante —exhortó a su amigo—. Mientras perdemos estos minutos preciosos él se acerca. No te dejes impresionar lo único que has de hacer es arrimarte a la pared.

Pero, desmintiendo sus propias palabras de aliento, cerró los dedos en torno al brazo del semielfo y aminoró la longitud de sus zancadas.

—Un paso en falso en esta lobreguez y ya no tendremos que preocuparnos por las felonías de tu gemelo —protestó Tanis.

Sus reconvenciones no disuadirían al hombretón y, a decir verdad, si las expresaba era para desahogar su nerviosismo, no con otra finalidad. Ciego en aquella noche infinita, avasalladora, visualizó las facciones de Caramon comprimidas en la actitud de quien, tras debatirse en una disyuntiva, ha escogido una de las posibilidades y va a llevarla hasta sus últimas consecuencias. Su gigantesco compañero, pesado y a la vez flexible, andaba sin vacilaciones, explorando el entorno antes de apoyar un pie. Más tranquilo, imbuido de la seguridad que le transmitía, el semielfo le siguió.

De manera súbita, al principio de su excursión, los ojos sin cuencas se les aparecieron de nuevo, flotando cual luciérnagas y clavados en ellos como si quisieran sorber sus esencias. El héroe semielfo agarró la espada instigado por un impulso fútil, absurdo en aquellas circunstancias. Imperturbables, las ígneas pupilas perseveraron en su escrutinio mientras una voz les indicaba:

—Venid por aquí.

Una mano ondeó en el aire, etérea pero perentoria.

—¡Es imposible orientarse en esta penumbra, maldita sea! —se rebeló Tanis.

En la incorpórea palma prendió una llama sin candil, no menos fantasmal. El barbudo semielfo meditó, con un escalofrío, que era preferible la penumbra pero se abstuvo de exteriorizarlo, porque Caramon había emprendido un veloz trotecillo en la que ahora se presentaba como una escalera circular. Ojos, mano y vela se detuvieron en un descansillo y así lo hicieron también ellos, ante una puerta franca y, sin pasillo intermedio, una habitación. Dentro de la alcoba tenían su origen unos haces luminosos que, aunque tenues, bañaban todo su perímetro. El guerrero se internó y el héroe, menos robusto, lo hizo tras él, apresurándose a cerrar la puerta de tal suerte que los globos oculares no pudieran acompañarles.

Se impuso una pausa para echar una ojeada a la estancia, y al instante la identificó como el laboratorio de Raistlin. Rígido, envarado, manteniendo la espalda apoyada sobre la madera por si algún inoportuno engendro intentaba colarse, escudriñó las evoluciones del luchador que, después de cruzar una parte del aposento, se arrodilló junto a una figura que había en el suelo, enroscada sobre sí misma en un charco de sangre. «Dalamar», reconoció el semielfo al avistar la mancillada túnica, pero fue incapaz de reaccionar, de aproximarse.

La perversidad que rezumaban las brumas del pozo era añeja, llena de polvo, contaba centurias. La que rebosaba el laboratorio, en cambio, estaba viva, respiraba y palpitaba. Su faceta gélida se generaba en los libros de hechicería encuadernados en azul mar que atiborraban los anaqueles, la tibia se elevaba a partir de una nueva colección de tomos también arcanos que, éstos negros y con estampaciones configuradas por runas y relojes de arena, se alineaban a su lado. El horrorizado espectador paseó la mirada entre redomas, alambiques, y discernió unos pares de ojos que, atormentados, le acechaban a él. Le asfixiaban los olores de especies, de moho, de rosas y, en una fúnebre mixtura, le invadió una vaharada que transportaba la dulce acritud de la carne socarrada.

Fue entonces cuando capturó su atención un destello que, impreciso, irradiaba de un extremo apartado. Sus dimanaciones eran hermosas y, sin embargo, le llenaron de sobrecogimiento al recordarle su encuentro con la Reina de la Oscuridad, la única audiencia que le había concedido. Hipnotizado, Tanis fijó la vista en aquel espectro albo que se descomponía y sintetizaba al mismo tiempo en distintos colores, que los encerraba todos y era de uno solo. Mientras contemplaba el fenómeno agarrotado, preso de una fascinación que le impedía apartar las pupilas, el remolino se tornó compacto, se definió en las formas inequívocas de cinco cabezas de dragón.

«¡Es una puerta, un acceso!», concluyó el semielfo. Las cabezas reptilianas, que se alzaban sobre un estrado, delimitaban el marco ovalado con sus erectos cuellos vueltos todos hacia el interior y las bocas congeladas en alaridos, acaso gritos en alabanza a su soberana. El héroe forzó sus sentidos y atisbo la vacua sima que se anunciaba detrás. Si alguna vez hubo una puerta que obstaculizara el paso, parecía haberse disipado en la nada. Nadie habitaba la niebla, pero ese «nadie» se agitaba. El desierto latía. No hubo de barruntar mucho para adivinar qué anidaba en el reino de negrura que se insinuaba, y quedó paralizado.

—El Portal —ratificó Caramon sus impresiones, indiferente a su lividez y al susto que delataban sus ojos desorbitados—. Te ruego que vengas a ayudarme.

—¿Vas a traspasar el umbral, a pisar la antesala del Abismo? —indagó Tanis en un bramido salvaje, más aún en contraste con la calma del colosal humano, y se situó a su lado—. ¡Es una locura!

—No tengo otra alternativa —repuso el interpelado con aquella expresión de placidez, de serenidad, que había sorprendido a su amigo unas horas antes.

El semielfo se dispuso a discutir, pero Caramon se desentendió para observar al herido aprendiz.

—He leído lo que acontecerá no puedo sustraerme a este hecho —declaró, anticipándose a las argumentaciones de su compañero.

El que había de ser locuaz objetor se tragó las palabras y, entre toses, como si aquéllas pudieran atragantarse, hincó la rodilla junto a Dalamar. El elfo oscuro había conseguido girar su maltrecha figura a fin de colocarse frente al Portal y, pese a haber sucumbido a un segundo desmayo, despertó de tales vapores al oír las voces de sus aliados.

—¡Caramon! —increpó al guerrero, en un débil balbuceo y tratando sin éxito de zarandearlo—. Tienes que reprimir…

—Lo sé, Dalamar —contestó éste con amabilidad—, y cumpliré mi misión. Pero hay ciertos detalles que me gustaría concretar.

Los párpados del acólito se sellaron temblorosos, confiriendo un mayor patetismo a su tez cenicienta y, en general, a su aspecto depauperado. Tanis alargó el brazo en diagonal para buscar el pulso en el cuello del mago. Pero en el momento en que tocaba la piel, resonó un tintineo en la cámara. Algo se estrelló contra la placa metálica que le cubría el brazo y salió despedido en aparatosas piruetas, hasta desplomarse con estrépito. El semielfo bajó la cabeza, y vislumbró una daga manchada de sangre. Atónito, dio media vuelta y se puso de pie, desenvainando su acero.

—Kitiara —gimió el yaciente, endeble su voz como sus músculos y con un ligero asentimiento.

En efecto, un reconocimiento más minucioso le reveló al semielfo las redondeadas líneas de un cuerpo echado entre las sombras, en un rincón.

—Así era como debía matarle —rememoró Caramon la historia de las Crónicas, a la vez que se apoderaba del arma—. Por un abstruso avatar, Tanis, tu interferencia ha frustrado el atentado.

El semielfo no le escuchaba. Había guardado la espada en su lugar e iniciado la travesía del laboratorio, un trayecto que no carecía de escollos. Hubo de patear fragmentos de cristales que se incrustaban en sus suelas y deshacerse de un puntapié de un candelabro, que a punto estuvo de provocar su caída. Cuando llegó a su destino, a Kitiara, se detuvo.

La dama estaba tendida boca arriba, reclinando el pómulo en la ahora purpúrea roca y con los cabellos desparramados sobre los ojos. Arrojar la daga debía de haberle arrebatado sus postreras energías o así se le antojó al semielfo, quien, frente a su quietud, presumió que había muerto.

No era así. La indómita voluntad que había impulsado a un hermano a tomar la senda de las tinieblas y al otro a desecharla, a caminar hacia la luz, ardía inextinguible en el ánimo de la mujer con la que tan estrechos vínculos les emparentaban.

Kit percibió las pisadas, las asoció con su enemigo y rebuscó en su cinto la vaina donde permanecía embutida su espada. ¿O no? Sin responderse, alzó el mentón y trató de verificar sus sospechas.

—¡Tanis! —exclamó, sorprendida, víctima de una abrumadora confusión.

¿Dónde estaba? ¿En Flotsam? ¿O acaso había renacido su idilio y volvían a estar juntos? ¡Claro, él había regresado a fin de entablar una relación amorosa más apasionada que la anterior! Sonriente, le tendió la mano.

El semielfo, azotado por una revulsión interior, cesó incluso de respirar. Al rebullir la masa a la que su antigua amante se había reducido, se expuso a su vista un renegrido agujero en el pecho. La carne chamuscada se había derretido, los blancos huesos relucían a la escasa iluminación y protagonizaban una escena espeluznante, que enfermó al héroe de la Lanza. La náusea, la punzada de la memoria le obligaron a ladear el rostro.

—¡Tanis! —insistió la mandataria en un plañido fervoroso, suplicante—. ¡Ven junto a mí!

Apiadado ante una demanda tan poco acorde con el temperamento femenino, el noble semielfo se arrodilló para arrullarla en los brazos. Ella miró su rostro y, grabada al fuego, halló su propia muerte. Hostigada por el miedo, forcejeó para incorporarse. Pero no lo logró el gesto quedó en un amago.

—Me han lastimado —masculló, entre la fatiga y la ira—. Pero no puedo diagnosticar la gravedad. —Y comenzó a palparse la tremenda herida.

Desprendiéndose de su capa, Tanis arrebujó en ella a la malherida luchadora.

—No te excites. Te repondrás —mintió, afectuoso el tono.

—Eres un embustero —le regañó la mujer, una acusación análoga a la que profiriera Elistan, también moribundo, días atrás. La diferencia estribaba en que el anciano clérigo estaba pleno de beatitud y la mandataria, por el contrario, apretó exasperada los puños—. ¡Ese condenado elfo ha acabado conmigo! ¡Él es el artífice de mi desgracia! De todos modos, le he dado su merecido —se congratuló en una mueca pavorosa—. No podrá respaldar a Raistlin. La Reina de la Oscuridad lo eliminará a él y a los demás.

Exhaló un murmullo quejumbroso, que precedió a un estertor agónico. Al sentir tan cerca el final, la que fuera valerosa Señora del Dragón atenazó al semielfo y éste estrechó su abrazo consolador. Una vez hubo pasado el aguijonazo, Kitiara dictaminó con un acento que rebosaba amargo desdén, acerba añoranza:

—Si no hubieras sido un títere, tan débil y mudable, tú y yo habríamos gobernado el mundo.

—Lo que yo ansiaba gobernar, o poseer, ya lo tengo —sentenció él, destrozado por la pena y con una cierta dosis, hubo de confesárselo, de repulsión.

Molesta por aquella pretensión de superioridad en un ser que ella juzgaba manejable, Kit acometió la réplica. No habían aflorado a sus labios las primeras frases, sin embargo, cuando se dilataron sus pupilas al vislumbrar algo, o a alguien, en el extremo opuesto de la sala.

—¡No! —vociferó, en un arrebato de pánico que ningún suplicio terrenal le habría inspirado—. ¡No! —repitió, encogiéndose y refugiándose en su viril protector—. ¡No dejes que me lleve, Tanis, mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo —musitó como en una conjura, una letanía—. Siempre… te… amé…

Su griterío se convirtió en un siseo, en un quebranto apenas inteligible.

El héroe, alarmado, alzó la mirada. Tanto el Portal como el acceso a la alcoba estaban vacíos ningún conocido ni extraño se había introducido. ¿Se refería a Dalamar?

—¿A quién he de detener, Kitiara? —preguntó—. No lo comprendo.

Pero los tímpanos de la mujer estaban ya sordos a las disquisiciones de los mortales. Los únicos ecos que oía ahora eran los de una voz que, reiterativa, la obsesionaría durante toda la eternidad.

Tanis notó que los músculos de aquel amasijo que tenía abrazado se relajaban y, mientras acariciaba la crespa melena, sondeó los rasgos por si también en ellos el tránsito al más allá había proporcionado paz a su alma. Desgraciadamente, la expresión de la mujer no reflejaba un espíritu sosegado, sino un horror sin matices: sus pardos ojos se extraviaban, prestos a salirse de sus órbitas, en un paraje de imperecedera pesadilla, y la hechicera sonrisa, hecha ya mueca, se había tergiversado aún más hasta transformarse en rictus.

Tras consultar con la mirada a Caramon, quien, grave y afligido, meneó la cabeza en una negación, el semielfo depositó el cadáver de la mandataria en la fría losa e, inclinándose, fue a besar su frente. No pudo. Aquella estructura calcinada en nada se asemejaba a un ser de carne y hueso.

Benévolo, desplegó la capa sobre el cráneo de la exánime mujer y se demoró unos segundos arrodillado junto a sus despojos, circundado por las tinieblas. Fueron las pisadas del hombretón, el contacto de su cálida manaza en el brazo, los elementos de la realidad inmediata que le sacaron de su ensimismamiento.

—¿Tanis?

—Estoy bien —aseveró, con voz ronca por el conflicto de emociones.

En su mente sonaba todavía lo último que Kitiara dijera antes de expirar, el favor que había implorado de él: «¡Mantenlo alejado»!

7 En Busca del Destino

—Me reconforta que estés aquí conmigo, Tanis —agradeció Caramon.

Se hallaba frente al Portal, examinándolo exhaustivamente y al acecho de cualquier indicio de movimiento, de las ondulaciones del vacío que bullía al otro lado. A su lado estaba sentado Dalamar, erecta la espalda merced a los almohadones que habían colocado en su butaca aunque contradecían la firmeza de su postura el rostro demacrado y el tosco cabestrillo que llevaba en un brazo. Tanis caminaba desasosegado de un extremo a otro del laboratorio y, en cuanto a los otros ocupantes, las cabezas reptilianas, sus relampagueos eran tan intensos que deslumbraban a aquel que osase mirarlas sin protegerse los ojos.

—Caramon, te ruego… —empezó a exponer el semielfo.

El aludido le observó, inalterable su expresión grave y pausada, y el improvisado orador hubo de desistir. ¿Quién era capaz de razonar con el granito?

—¿Cómo vas a arreglártelas para entrar en esa sima? —rectificó de forma abrupta.

El hombretón sonrió, consciente de lo que había estado a punto de decir su compañero y alegrándose de que se hubiera contenido.

Tras dirigir a la puerta un escrutinio atribulado, el semielfo hizo un gesto hacia la abertura y recapituló:

—Según tú mismo me has relatado, Raistlin tuvo que estudiar e investigar durante años, suplantar a Fistandantilus y embrujar a la sacerdotisa Crysania para que le siguiera, y apenas lo consiguió. ¿Podrías tú traspasar el umbral, Dalamar? —interrogó al elfo oscuro.

—No —fue la clara respuesta del aprendiz—. Tu información es correcta. Se requiere a una criatura de ingentes facultades para hacerlo. Yo no atesoro tales virtudes, y quizá no las adquiera nunca. De todos modos, amigo mío, no te precipites en tus apreciaciones ni cedas a la cólera. Estoy seguro de que Caramon no habría emprendido esta misión de no haber concebido un medio practicable de internarse en el Abismo. Tiene que ser así, porque si fracasa en su empeño estamos todos condenados —apostilló, y sus pupilas se clavaron en el guerrero.

—Cuando mi gemelo luche contra la Reina de la Oscuridad y sus esbirros —intervino quien, en definitiva, debía hablar, sin perder la peculiar serenidad de la que se había investido— tendrá que concentrarse por completo en la lucha, excluyendo cualquier otro objetivo. ¿Me equivoco, Dalamar?

—Ni un ápice —contestó el acólito al mismo tiempo que, aterido, se arrebujaba en los negros ropajes con la mano sana.—. Una inhalación de aire, un guiño, una crispación inoportuna y le despedazarán un miembro tras otro, hasta devorarlo.

El luchador dio su beneplácito a tales aseveraciones, y guardó unos instantes de silencio. «¿Cómo puede estar tan tranquilo?», se preguntó Tanis. Una voz interior se encargó de disipar sus dudas, al susurrarle que su talante apacible se debía al hecho de que conocía y aceptaba su destino.

—En el libro de Astinus —continuó el descomunal humano, sin mencionar la transposición temporal— consta que Raistlin, sabedor de que tendrá que consagrar todas sus aptitudes mágicas a combatir a la soberana, abrirá el Portal antes de enzarzarse en la pugna a fin de dejar una vía de escape. Así, al regresar a este mundo encontrará tendido el puente a nuestro plano de existencia.

—También ha previsto —completó el discípulo— que durante el conflicto se debilitará y, llegado el momento, le costará un gran esfuerzo formular los encantamientos que han de franquearle el paso. Recitar tales hechizos exige estar en plena forma, en la cumbre de las energías. La puerta ya ha desaparecido, la brecha no tardará en ensancharse y, cuando eso suceda, cualquier mortal dotado de arrojo podrá cruzar la frontera.

Entornó los párpados, mordiéndose el labio para no gritar. Había rechazado una pócima de efectos sedantes con el pretexto de que embotaba las ideas. «Si fallas —le había indicado a Caramon—, yo soy vuestra última esperanza».

«Nuestra última esperanza —evocó asimismo el semielfo— es un nigromante que ha sido repudiado hasta por su pueblo. ¡Qué aberración! Todo esto no puede estar pasando». Apoyó ambos codos en la mesa de piedra y hundió el rostro entre las manos, extenuado, dolorido el cuerpo y sensible a la punzante comezón de sus heridas. Se había quitado el pectoral de la armadura, que, suspendido de su cuello, pesaba más que una lápida mortuoria, pero, pese a aliviarle de molestias físicas, la ausencia de la pieza no libró a su alma de retorcerse en un sufrimiento mucho peor.

Los recuerdos revoloteaban en su derredor como los centinelas de la Torre y, al igual que ellos, estiraban sus tentáculos para tocarle con los carámbanos que tenían por dedos. Rememoró el episodio en el que Caramon robó la comida del plato de Flint aprovechando que el enano se hallaba de espaldas, y aquel otro en que Raistlin invocó ilusiones maravillosas a fin de deleitar a los niños de Flotsam. También se representó a Kitiara en el acto de abrazarle risueña, y susurrar bellas palabras en su oído. El azote de estas vivencias radicaba en su carácter entrañable, y el semielfo quedó tan alicaído que las lágrimas afloraron a sus ojos. ¡Alguien había cometido un error monstruoso, porque era impensable que tal cúmulo de venturas tuviera un trágico desenlace!

Un libro se dibujó en su oscurecida visión, el de Astinus, que, propiedad ahora de su forzudo compañero, reposaba sobre la pétrea mesa. Contenía los pasajes decisivos de la historia, las postrimerías de su universo. De pronto, sin embargo, una idea surcó su mente. ¿Acaso no era aquél el final de una serie de eventos determinados y, si se alterase el más mínimo detalle, cambiaría también el resultado?

Juzgando este hilo de reflexión interesante, quiso enfrascarse en sus derivaciones. Se lo impidió el guerrero que, al mirarlo preocupado, lo interrumpió. Enojado consigo mismo por la flaqueza de sus emociones, Tanis se enjugó el llanto y se levantó.

Los espectros persistían en acosarle, a él y a aquel cadáver carbonizado que yacía en un rincón, arropado piadosamente por su capa.


Un humano, un semielfo y un elfo oscuro, tres eslabones de una cadena vital, contemplaban el Portal en absoluto mutismo. Un reloj de agua situado en la repisa de la chimenea registraba el fluir del tiempo, cayendo sus lánguidas gotas con la regularidad de unas pulsaciones. La tensión que se palpaba en la estancia dio tanto de sí que parecía próxima a explotar y, en un violento restallido, flagelar sus confines. Dalamar empezó a musitar unas frases en lengua elfa y Tanis le miró inquieto, temeroso de que hubiera caído en una suerte de delirio. El semblante del mago era cadavérico, unos cercos amoratados ceñían sus globos oculares y les conferían una tétrica profundidad que subrayaba la fijación de sus iris en la nada turbulenta, oscura, del umbral del Abismo.

La habitual flema de Caramon se había desmoronado, lo cual se advertía en su manera de abrir y cerrar los puños o en el sudor de su epidermis, que brillaba bajo la luz de las cabezas de dragón. Un involuntario escalofrío precedió a otros, mientras los músculos de los brazos le vibraban espasmódicamente.

El semielfo fue invadido por una sensación extraña. El fragor de la batalla, el estrépito de la encarnizada contienda que se desarrollaba en la ciudad y que había percibido sin percatarse cesó, se apagó de forma repentina.

También dentro de la Torre los sonidos se amortiguaron, murieron los murmullos del acólito antes de que los articulase.

Un manto de quietud cayó sobre el trío, tan denso y asfixiante como la penumbra del corredor o como el maléfico aire de la sala. Se magnificó el goteo medidor de los minutos, sus monótonas resonancias amenazaron con fracturar los ya dañados hilos de la cordura del héroe. El aprendiz alzó abruptamente los entrecerrados párpados y su mano, trémula, aferró la túnica entre unos dedos agarrotados donde destacaba la blancura de los nudillos.

Tanis se acercó a su amigo, guiado por el impulso que había empujado asimismo a éste a buscar la proximidad de aquél. Ambos se interpelaron al unísono:

—Caramon…

—Tanis…

Desesperado, el gigantesco luchador zarandeó el brazo del otro, mientras le hacía un ruego.

—Por favor, encárgate del bienestar de Tika si yo sucumbo. ¿Lo prometes?

—No voy a consentir que te adentres solo en esos parajes —declaró el semielfo y, a su vez, apretó el brazo de su compañero—. He decidido incorporarme a la expedición.

—Eso es imposible —le atajó el guerrero, gentil pero contundente—. Si yo fracaso, Dalamar necesitará tu ayuda. Despídete de Tika en mi nombre e intenta explicarle mis motivos, rehabilitarme frente a ella. Dile que la amo inmensamente.

Se le quebró la voz y no pudo concluir.

—Descuida, soy capaz de entender tus sentimientos y elocuencia no me falta —le garantizó el semielfo, reproduciéndose en su memoria su última misiva a Laurana.

—Son los ingredientes esenciales —asintió el humano, mientras sorbía las lágrimas y exhalaba un prolongado suspiro—. Habla también con Tas. Él ignora la magnitud del riesgo al que me expongo y la noticia de mi muerte le entristecerá. Claro que —bromeó— antes tendrás que sacarle de ese castillo volador.

—El kender no es tan atolondrado como supones, Caramon —discrepó su interlocutor—. Estoy persuadido de que algo ha intuido.

Las esculpidas cabezas comenzaron a emitir unos ruidos discordantes, unos alaridos que parecían originarse en la lejanía. El guerrero adoptó la posición de alerta al advertir que aumentaba su volumen y que, por otra parte, el abanico multicolor que surgía del Portal se incrementaba hasta hacer refulgir figuras en halos casi incandescentes.

—Prepárate —ordenó Dalamar, balbuceante.

—Adiós, Tanis.

—Adiós, Caramon.

Sobraban los discursos afectuosos. El apretón de manos que intercambiaron los viejos compañeros expresó del modo más fehaciente su pesar.

Transcurrido un breve lapso, el semielfo soltó aquella mano familiar, cálida, y retrocedió. El vacío se dividió, surgió la fisura en el Portal.

Tanis prendió las pupilas en aquella escena porque no podía desviarlas. Pero, si algo vio, nunca habría de describirlo. Lo que se desveló a sus sentidos nunca se imprimió en su retina. Los sueños que más tarde le atormentarían serían abstracciones de una pesadilla irreal. No se moldearían contornos en las pertinaces secuencias oníricas, que habían de durar años. La única clave sería, al despertar en medio de la noche bañado en sudor, la disolución de unas imágenes imprecisas, que no le estaba permitido capturar. Siempre que le asediara este recuerdo, permanecería horas tendido en el lecho, en una vigilia agobiante.

Pero todo eso acontecería después. Ahora lo único de lo que tenía conciencia era de que debía detener a Caramon.

No acertó a moverse, a llamarle mediante un grito. Transfigurado, con la parálisis del terror, observó cómo el humano trepaba sin inmutarse a la dorada plataforma. Los dragones entonaron cánticos que destilaban odio, triunfo, quizá resquemor, el semielfo no pudo discernirlo. Su propio rugido, que una fuerza ignota arrancó de su garganta, se disolvió en medio de una barahúnda.

Una marea de luz cegadora, un torbellino infinito en matices, arrasó el laboratorio, y se hizo la negrura. Caramon se había ido.

—Que Paladine oriente tus pasos —deseó Tanis al mismo tiempo que, desencantado, oía la oración de Dalamar:

—Takhisis, mi Reina, estará a tu lado.


—Le vislumbro —anunció Dalamar al poco rato.

Nublada todavía su visión, el acólito se incorporó en su silla y se inclinó hacia adelante para asomarse a los vapores del Abismo. Olvidada la compostura en tan emocionante trance, se le escapó una exclamación de dolor y, entre reniegos, volvió a sentarse con el rostro desencajado.

Tanis, que recorría la cámara en largas y discordantes zancadas, fue junto al aprendiz.

—Allí —señaló el oscuro hechicero, sin vocalizar por tener las mandíbulas apretadas.

El semielfo se mostró reticente. Se hallaba bajo los efectos del impacto recibido al enfrentarse por vez primera a la brecha del acceso arcano, unos efectos que se dilatarían a lo largo de toda su existencia. Sin embargo, se aventuró de nuevo. Al principio, sólo atisbo un paisaje yermo y desolado, que confluía en el horizonte con un cielo abrasador, inyectado en llamas. Pero al acostumbrarse sus ojos a aquel desierto, distinguió las reverberaciones de la rojiza luminosidad en una bruñida armadura y, embutida en esta última, a una criatura que, blandiendo su acero y de espaldas a ellos, aguardaba.

—¿Cómo cerrara el Portal? —preguntó a Dalamar, con un aplomo aparente que contradecían su ahogo, su inflexión incierta.

—No podrá hacerlo —le ilustró el mago.

—En ese caso, ¿qué o quién ha de interceptar el retorno de la Reina de la Oscuridad a nuestra órbita? —se espantó el semielfo.

—Su Majestad no puede atravesar el umbral a menos que alguien lo haga antes y le marque el camino —respondió Dalamar, algo irritado—. De otra manera haría ya tiempo que se habría introducido en el mundo. Raistlin mantiene un resquicio abierto. Si él viene, la soberana le seguirá y si, por uno u otro azar, el shalafi muere, se sellará la grieta.

—¿Significa eso que Caramon tiene que destruir a su hermano?

—Sí.

—Y también él debe perecer —acabó de deducir Tanis.

—Reza para que así sea —le recomendó el aprendiz, y se humedeció los resecos labios. Las punzadas de sus llagas le mareaban, le producían náuseas—. Sea quien fuere el vencedor de la liza, el guerrero no podrá desandar lo andado y, aunque fenecer en manos de la soberana sea un proceso lento, ingrato, resulta preferible a vivir en según qué condiciones.

—¿El lo sabía de antemano? —insistió el héroe.

—Por supuesto que sí, semielfo. Pero con su sacrificio salvará a Krynn —apuntó Dalamar, entre la admiración y el cinismo.

Acomodándose de nuevo en su butaca, el acólito inspeccionó, obstinado, el Portal, mientras con las manos arrugaba y alisaba, en una curiosa alternancia, los pliegues de su atavío cubierto de runas.

—No es Krynn lo que debe rescatar —le corrigió Tanis—, sino un alma.

No se extendió en su disertación, amarga y recriminatoria, porque la puerta del laboratorio crujió tras él y este hecho le sobresaltó. Destellantes sus pupilas, también sorprendido, el elfo oscuro tanteó un pergamino que había deslizado en su cinto y donde figuraban los sortilegios con los que podía prevenir cualquier intrusión.

—Todo está en orden —afirmó—. Cualquier visitante se topará con un muro inaccesible. Los guardianes…

—No pueden interponerse en el avance de ese ente —concluyó Tanis por él, espiando la puerta con un atisbo de pánico que, durante unos segundos, reflejó cual un fiel espejo el rictus de la difunta Kitiara.

Dalamar esbozó una sombría sonrisa y, una vez más, se arrellanó en su asiento. Los glaciales efluvios de la muerte flotaron en la alcoba, diluidos en una hedionda neblina.

—Adelante, Soth —invitó el mago—. Te esperaba.

8 Dilema entre la vida y la muerte

A Caramon lo deslumbró una luz fulgurante, que atravesó incluso sus párpados cerrados, antes de que la penumbra volviera a cernerse sobre él. Al abrir los ojos, nada distinguió y le dominó el pánico, porque, sin poder evitarlo, recordó la ocasión en la que había quedado ciego en la Torre de la Alta Hechicería.

Pero ahora no sufrió tal accidente. De forma gradual, la negrura remitió y sus pupilas, avezadas a los cambios bruscos, se aclimataron a la luminosidad indefinible, sobrenatural, de los contornos. Como le refiriera Tasslehoff, incendiaban la atmósfera los fulgores sanguinolentos de un perenne ocaso. El paisaje también se ajustaba a las descripciones del kender. Era un terreno vasto y desnudo bajo un cielo de idénticas características. Suelo y bóveda presentaban las mismas tonalidades dondequiera que mirase, en cualquier dirección.

En todas excepto una. Al girar la cabeza, el guerrero vislumbró el Portal que había dejado atrás. Constituía el acceso una pincelada de vivos colores en aquella monotonía, enmarcado en el arco ovalado de las cinco cabezas de dragón y en una falsa perspectiva, pues parecía lejano cuando en realidad estaba muy cerca. El humano lo visualizó como un cuadro colgado de un muro anaranjado, donde si destacaban dos figuras, las de Tanis y Dalamar, diminutas pero nítidas. Sí, hasta sus siluetas inmóviles podían deberse a un minucioso pincel, pertenecer a sendas criaturas capturadas en un momento de estatismo y forzadas a pasar su ilusoria eternidad en la contemplación de la nada.

Volviéndoles la espalda con ademán resuelto, preguntándose si podían verle como él a ellos, Caramon desenvainó la espada y aguardó a su gemelo, plantando firmemente los pies en el inestable suelo.

No abrigaba la menor duda de que una batalla entre Raistlin y él terminaría con su propia muerte. Aun disminuidas, las dotes del mago conservarían una parte de su vigor y, el hombretón bien lo sabía, su hermano nunca permitiría que le redujera a un estado de total vulnerabilidad. Escondería bajo la manga el último sortilegio disponible o, al menos, la material y práctica daga de plata.

«No importa que yo sea abatido —razonó, tranquilo, clarividente—. Habré cumplido mi propósito y eso es lo que cuenta. Soy un hombre fuerte, sano, experto en la liza, y lo único que he de conseguir es ensartar su enteco cuerpo en mi acero».

Estaba seguro de poder infligir la estocada letal antes de que las artes de su oponente le marchitaran, como había sucedido, años atrás, en la Torre donde Raistlin se sometió a la Prueba.

Las lágrimas brotaron como saetas que, punzantes, desgarraran las córneas, para formar riachuelos en su rostro. Las enjugó, mientras se forzaba a pensar en algo diferente, para superar el miedo y la consternación que tanto le desequilibraban.

El primer recuerdo que acudió a su cita mental fue el de la sacerdotisa Crysania. La compadeció, deseó, por su bien, que hubiera muerto deprisa, sin sospechar que quien ella erigiera en su adalid la había utilizado.

Perplejo, parpadeó y aguzó la vista. ¿Qué estaba ocurriendo? En un lugar en el que segundos antes no había sino una desértica planicie, difuminada en el cobrizo horizonte, se adivinaba ahora una presencia. Era un objeto negro que se perfilaba contra el cielo y carecía de la tercera dimensión, la profundidad, como los bocetos que se dibujan sobre papel y luego se recortan con unas tijeras. De nuevo resonaron en su interior las palabras de Tas, cuando le relató sus aventuras, sus espejismos, en el tenebroso reino de Takhisis.

Tras una breve inspección, reconoció aquel perímetro alargado como una estaca de madera, análoga a aquellas en las que, en su juventud, se quemaba a las brujas.

Su memoria se convirtió en un volcán al aparecérsele Raistlin atado a tal suerte de patíbulo, amontonados los haces de leña a su alrededor. El condenado luchaba por liberarse, lanzaba gritos desafiantes a quienes había intentado salvar de su simpleza poniendo en evidencia a un clérigo charlatán, un acto altruista que le había valido la acusación de brujería.

—Sturm y yo llegamos justo a tiempo —musitó el humano a la vez que se representaba la espada del caballero bajo el sol, tan llameantes sus reverberaciones que provocaron la dispersión del supersticioso populacho.

Mirando más atentamente a la estaca que, por su propia iniciativa, había comenzado a desplazarse hacia él, reparó en que alguien yacía junto a la base. ¿Acaso era Raistlin? Continuó el avance de la estaca… ¿o era él mismo el que se aproximaba? Frente a un fenómeno tan singular, hizo un alto y ojeó el Portal como posible referencia. Había retrocedido, o el guerrero se alejaba, el caso era que había menguado su tamaño sin que este hecho facilitara sus conclusiones.

Temeroso de que el magnetismo del Abismo le succionase, Caramon se forzó a sí mismo a detenerse, lo que hizo de manera inmediata. También en este trance, la voz de Tasslehoff revivió para explicarle que si uno quería viajar no tenía más que concentrarse en su destino, del mismo modo que cualquier objeto se materializaba sólo con invocarlo, aunque había que ser precavido porque el universo de ultratumba distorsionaba todo cuanto se concebía.

El luchador clavó los ojos en la estaca y formuló el deseo de alcanzarla. Sin darse cuenta, en una fracción de segundo, se catapultó hasta ella y, al espiar de nuevo el Portal, descubrió que se había transformado en un lienzo en miniatura suspendido entre el firmamento y la tierra. Satisfecho ante la idea de que podía regresar a su antojo, el guerrero investigó sus aledaños y la figura que yacía al pie de la estaca.

Creyó adivinar que vestía una túnica de terciopelo negro, y su corazón cesó casi de latir. Pero un examen más concienzudo le reveló que se trataba de un efecto óptico: era el cuerpo el que parecía más oscuro en contraste con el fondo rojizo. La indumentaria que cubría la ajada carne era de color blanco. «Claro —comprendió—, antes he pensado en ella».

—Crysania —la llamó.

La dama ladeó la cabeza al escuchar su hombre. Pero las pupilas, errabundas, no enfocaron a Caramon y éste, al comprobar que vagaban, concluyó que sus atroces peripecias las habían nublado.

—¿Raistlin? —inquirió la sacerdotisa, en un tono tan rebosante de esperanza y ansiedad que Caramon habría dado cualquier cosa, incluida la vida, para confirmar su anhelo.

—Soy yo, Caramon —hubo de desencantarla, al mismo tiempo que se arrodillaba y tomaba la mano femenina entre las suyas.

La sacerdotisa, aunque invidente, siguió con el rostro el eco de su voz y posó la mano libre sobre el dorso de la que la arropaba.

—¿Caramon? —repitió, ostensiblemente confundida—. ¿Dónde estamos?

—He franqueado el Portal —informó él.

—Así que has entrado en el Abismo —corroboró Crysania, y emitió un suspiro de indescifrable significado.

—Así es.

—Me comporté como una necia —murmuró la mujer—, pero he pagado caro mi error. ¡Cuánto me gustaría averiguar si, además de yo misma, alguien ha salido perjudicado! Dime, Caramon, ¿has tenido noticias de tu hermano? —preguntó, apenas audible la última frase.

—Crysania… —balbuceó el interpelado, incapaz de improvisar una respuesta verdadera ni falsa.

La sacerdotisa le interrumpió al percibir la nota de tristeza que destilaba su ronco acento. Inmersa en un llanto sosegado, sin aspavientos, se llevó la mano del guerrero a los labios y la besó.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó, en poco más que un susurro—. Es por Raistlin por quien están aquí. Lo lamento, Caramon me duele tanto como a ti.

Rompió a llorar y el guerrero, estrechándola contra su torso, la arrulló como si fuera una niña asustada. Fue al abrazarla cuando comprobó que se hallaba en el umbral de la muerte, que la vida escapaba a borbotones a través de todos los orificios. Sin embargo, no adivinaba las causas de su agonía, porque no había heridas de ninguna clase en su piel, ni siquiera arañazos.

—No debes disculparte —la consoló y, protector, apartó la melena azabache, que se derramaba en mechones apelmazados sobre su lívida tez—. Le amabas. Si ésa fue tu equivocación también yo he de reprochármela y, al igual que tú, soportar mi castigo.

—¡Ojalá pudiera darte la razón! —se desesperó la mujer—. El amor es un sentimiento hermoso, que justifica las acciones más disparatadas, pero lo cierto es que me embarqué en esta empresa guiada por el orgullo, por la ambición.

—¿Estás persuadida de que es así? —preguntó el hercúleo luchador—. Entonces, ¿por qué supones que Paladine atendió a tus plegarias y te abrió el Portal, después de rechazar incluso las demandas del Príncipe de los Sacerdotes? ¿Qué le movió a mostrar su indulgencia, a otorgarte tan importante dádiva, unas aspiraciones mezquinas como las que has enumerado y que él, en su sabiduría, no dejó de leer en tu corazón? No, Crysania, no has aprendido a evaluar tus cualidades.

—No olvides —porfió la sacerdotisa— que mi dios me ha abandonado. —Asió el Medallón para tirar de la cadena y arrancarlo, pero su endeblez frenó tal impulso. Resignada, cerró los dedos sobre la alhaja y se obró en su semblante una metamorfosis—. No —rectificó llena de paz—, continúa aquí, me sostiene y me apoya.

Caramon se incorporó y alzó en volandas a aquella frágil figura que, reclinada en su ancho hombro, se relajó.

—Vamos a regresar al Portal —anunció el colosal humano.

Crysania sonrió en silencio. ¿Le había oído, o era otra voz la que suscitaba su beatitud? Sin meditar sobre el asunto, el guerrero se colocó frente al acceso, aquella abigarrada joya que refulgía en la distancia, borró de su cerebro toda noción que no fuera la de hallarse en su proximidad y empezó a trasladarse sin demora.

De pronto, el aire se rasgó, se partió en una ominosa resquebrajadura. Surcó el cielo un relámpago, un puñal ígneo al que sucedieron otros muchos. Millares de ramificaciones purpúreas, siseantes, cruzaron el paisaje, aprisionando a la pareja durante un espectacular segundo en un calabozo cuyos barrotes eran la muerte, simbolizada en aquellas sierras de fuego. Paralizado por semejante sacudida, Caramon permaneció a mitad de camino, incluso tras desvanecerse la descarga, a la expectativa del explosivo fragor de un trueno que, a tenor de sus heraldos, le dejaría sordo sin remedio.

Pero no coronó la conflagración sino la quietud y, en una nebulosa debido a la lejanía en que se produjo, un alarido agónico, desgarrador.

—Raistlin —apuntó la sacerdotisa, agarrando todavía el Medallón de Paladine.

—Sí —ratificó su compañero.

La mujer que, pese a su ceguera, había abierto los ojos al producirse el estallido, se secó los húmedos lagrimales y volvió a entornar los párpados, mientras Caramon reanudaba la marcha despacio, analizando un perturbador presentimiento que le había asaltado de manera tan repentina como los rayos. Era innegable que la sacerdotisa estaba desahuciada, su pulso era más intermitente que el palpito de un ave recién nacida. Así, él había decidido conducirla al otro lado del Portal por si, al restituirla a su plano, podía aún salvarse. No obstante, lo que le preocupaba era la posibilidad de que, en el momento de enviarla al mundo, fuera arrastrado él mismo. ¿Tenía la facultad de mandarla junto a Tanis sin escoltarla?

Abstraído en estas cábalas, vio cómo se acortaba la distancia que le separaba del acceso. Más que ir hacia éste, tuvo la palpable impresión de que era el adornado marco el que acudía a su encuentro, creciendo sus dimensiones y observándole los dragones con los iris encendidos y las bocas abiertas para devorarle.

Vislumbraba en el laboratorio al semielfo y a Dalamar, de pie el uno, sentado el otro y ambos rígidos, congelados en el tiempo. ¿Podrían ayudarle, atraer a Crysania?

—¡Tanis, Dalamar! —vociferó.

Si la onda sonora llegó hasta ellos, no reaccionaron.

Con suma delicadeza, el guerrero depositó su carga en la ondulante llanura que se combaba delante del Portal y supo, en una súbita inspiración, que sería inútil. O quizá sería más apropiado decir que se rindió a una evidencia que se había empeñado en disfrazar. Podía reintegrar a la dama en su órbita para que se recuperase, pero eso redundaría en beneficio de Raistlin, quien, exento de toda amenaza, engatusaría a la Reina a entrar en la otra esfera y sentenciaría a los habitantes de Krynn a una hecatombe sin precedentes.

Se dejó caer en la fantasmal explanada y, situándose cerca de Crysania, acarició su mano. Se alegraba de que ella estuviera en el Abismo, porque la soledad en tales simas debía de ser aterradora y la mera tibieza de su piel le alentaba a perseverar. Sin embargo, se sentía culpable por no salvarla de la zarpa de la muerte.

—¿Qué planes te has trazado respecto al nigromante, Caramon? —indagó la sacerdotisa tras una pausa.

—Impedirle que salga de estos confines —confesó el aludido, con acento desapasionado y una máscara de forzada impasibilidad en el semblante.

La mujer asintió y, lúcida pese a haberse extinguido la luz de su visión, presionando los dedos masculinos, comentó:

—Te matará es un poderoso adversario.

—Sí, pero no antes de hender yo mi filo. También él expirará —declaró Caramon.

Un espasmo de sufrimiento desfiguró las facciones de la Hija Venerable, que, en una cadencia entrecortada, le propuso:

—Te esperaré y, cuando se haya zanjado la pugna, serás mi guía en el camino de tinieblas que he de recorrer. Tú conjurarás la maldad y me pondrás en la senda de Paladine.

Echó hacia atrás la cabeza en busca de un lugar donde reclinarla, con tanta suavidad que parecía haberla hundido en una alta y mullida almohada. El pecho se movía al ritmo de la respiración y, al ponerle los dedos en el cuello, Caramon notó sus latidos, el fluir de la savia vital.

Estaba preparado para afrontar su propia muerte, para ser el justiciero artífice de la de su gemelo. ¡Era simple, puesto que ambos lo merecían! Pero ¿quién era él para segar la existencia de aquella mujer o, lo que es lo mismo, hacerse responsable de su tránsito?

Quizá le quedaba aún tiempo suficiente para posar su cuerpo en el laboratorio, confiarlo a los cuidados de Tanis y retornar al universo de la eternidad. Esperanzado, el guerrero se incorporó y empezó a levantar de nuevo a la liviana Crysania.

Se disponía a hacer la travesía, cuando columbró por el rabillo del ojo una sombra que se movía. Dio media vuelta y se topó con Raistlin.

9 El espectro enamorado

—Entra, Caballero de la Rosa Negra —repitió Dalamar.

Unos ojos llameantes escrutaron a Tanis, quien se llevó una mano a la empuñadura de la espada en el mismo instante en que unos dedos delgados, nervudos, le tocaban en un brazo y le provocaban un gran sobresalto.

—No te interfieras, amigo mío —le aconsejó el elfo—. Nosotros poco le importamos es otro el propósito de su visita.

La mirada oscilante e hipnotizadora de aquellas ígneas pupilas pasó de largo, apenas se detuvo en el barbudo héroe. Las candelas de la estancia arrancaron destellos de la anticuada armadura. Entre los ricos adornos y debajo de las ennegrecidas manchas de un añejo fuego, entremezcladas con la sangre convertida en polvo tiempo atrás, la armadura todavía exhibía el contorno de la Rosa, símbolo de los Caballeros de Solamnia. Cruzaron la estancia unas botas, que no hacían ruido de ninguna clase, ya que el espectro había hallado a la criatura que perseguía en un oscuro rincón: el cadáver de Kitiara, oculto por la capa de Tanis.

«¡Mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo», resonaron en la mente de éste las postreras palabras de la mandataria.

Soth llegó hasta el inerte cuerpo y se arrodilló. Fue incapaz de rozarlo siquiera, como si una fuerza invisible le coaccionara en su intento, y se puso en pie de nuevo. Ya erguido, dio media vuelta, y sus anaranjadas cuencas oculares centellearon en unas insondables tinieblas que, bajo su yelmo, sustituían a los rasgos de un rostro vivo.

—Entrégamela, Tanis el Semielfo —ordenó con su voz hueca—. Los sentimientos amorosos que compartió contigo la vinculan a este mundo. Debes romper el yugo.

El aludido, impulsivo por naturaleza, avanzó unos pasos con el acero aferrado.

—¡Te matará, Tanis! —le previno Dalamar—. Te aniquilará sin más. Deja que vaya con él. Al fin y al cabo, es el único de nosotros que supo comprenderla.

—Más que eso —replicó el caballero espectral, fulgurante el brillo de su portentosa visión—, yo la admiraba. Ambos nacimos para gobernar, la conquista era nuestro común destino. Aunque debo confesar, y quizá por eso la reverenciaba aún más, que su temple inflexible le confería una cierta superioridad sobre mí. Sí, Kitiara menospreciaba el amor cuando éste amenazaba con encadenarla. De no haber sufrido los acontecimientos un repentino sesgo, se habría proclamado reina de todo Ansalon.

El cavernoso acento del fantasma esparció por el laboratorio notas de pasión, de odio, que asombraron al semielfo.

—¡Cuánto se degradó! —continuó el etéreo orador—. Tras la vergonzosa derrota de Neraka, quedó atrapada en Sanction como una fiera enjaulada, planeando una nueva guerra que ni siquiera ella abrigaba esperanzas de ganar. Su coraje, su resolución, comenzaron a flaquear, e incluso permitió que la esclavizara un amante hechicero y espía, aquí presente —apostilló, y señaló al acólito con un índice translúcido—. Si la incité al combate fue porque decidí que más le valía perecer en un conflicto armado que consumirse cual la cera de una insignificante vela.

—¡Todo eso son embustes, patrañas! —se indignó Tanis, a la vez que, enajenado, se aprestaba a desenvainar su espada—. No…

Dalamar contuvo su ímpetu, sujetándole la muñeca y aleccionándole con tacto, con suavidad.

—Nunca te quiso de verdad, mi apreciado compañero es fundamental que lo entiendas. Te manipuló como hizo con todos, incluido él. —Miró de soslayo a Soth pero, al advertir que su contertulio se disponía a discutir, reanudó la explicación—. Se burló de ti hasta el final, ¿no te das cuenta? Incluso ahora te tiende sus tentáculos desde el más allá. Ha hecho de tu persona una tabla salvadora a la que agarrarse aun a costa de arruinar tu existencia.

Tanis vaciló ante la rotundidad de tales argumentos. Ardía en su memoria la imagen de la faz femenina arrasada por el terror y, en medio de aquel incendio, surgió otro que se impuso lentamente al anterior, difuminando la efigie. Tras una cortina de fuego, visualizó un castillo que, noble y majestuoso en un tiempo, se desmoronaba hasta reducirse a escombros. Atisbo a una adorable, delicada doncella elfa que sucumbía con un recién nacido en brazos y a guerreros que huían, que morían carbonizados. En el apocalíptico espectáculo, rugió la voz de Soth.

—Preserva el don de la vida, semielfo. Te sobran los motivos para seguir en el mundo, muchos son los mortales que dependen de ti. Tus posibilidades son envidiables. Nadie puede juzgarlo mejor que yo mismo pues, en una era remota, gocé de las venturas que a ti se te ofrecen. Desdeñé mi oportunidad al elegir la senda nocturna en lugar de la luz del sol. ¿Vas a imitarme? ¿Desecharás el privilegio del que ahora disfrutas? ¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad? ¡No te malogres! —le exhortó.

«Lo que yo ansiaba poseer, ya lo tengo», se coreó el propio semielfo al recordar su última conversación con la postrada mujer. Y la sonrisa de Laurana invadió sus pensamientos.

Entornó los párpados a fin de contemplar la bella faz de su esposa, la expresión tierna y apacible de la que solía revestirse. Un halo de prístina claridad envolvía su áurea melena, realzaba sus almendrados ojos de elfa. Se intensificó el cerco, radiante cual una estrella, y su pureza inundó los sentidos, la mente de Tanis hasta eclipsar la máscara de muerte en la que se había transformado el otrora sensual rostro de Kit.

Bajo el influjo de esta visión, el héroe de la Lanza envainó la espada y retiró la mano. Soth, mientras tanto, se agachó y alzó los despojos amortajados por la capa, ahora ensangrentada, en sus intangibles brazos.

El caballero formuló un hechizo, consistente en un solo vocablo, y se abrió una sima a sus pies, o así se la describió Tanis a sí mismo. Una oleada de frío capaz de desgajar el alma fluyó a través de la sala, en una feroz arremetida que forzó al semielfo a, estremecido, desviar la cabeza como si hubiera de protegerla de un vendaval.

Cuando pudo examinar lo ocurrido, Tanis constató que en la umbría esquina no había nadie, salvo Dalamar.

—Han partido —informó el aprendiz—. Y Caramon también.

—¿Cómo?

Volviéndose con un ligero bamboleo, tembloroso y empapado el cuerpo en un sudor gélido, Tanis prendió la vista del paisaje desértico que se adivinaba pasado el Portal. Se le encogió el ánimo, tan desolado como aquella planicie infinita, al descubrir que su amigo se había evaporado.

«¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad?», le imprecó, una vez más, el desaparecido Caballero de la Muerte.

Cántico de Soth

Aparta la luz sepultada

del candil, la antorcha sin raigambre,

y escucha el eco de la noche enlutada

capturado en tu inflamada sangre.

Cuan serena es la medianoche, amor,

cuan tibios los vientos donde el cuervo vuela,

donde el cambiante claro de luna, amor,

palidece en tu ciega retina, se congela.

Tu corazón a gritos me llama, amor,

la oscuridad en tu seno ha abierto una brecha,

por la que corren los ríos de la sangre, amor,

en la que, sugerente, penetra esta endecha.

Amor, el calor que encierra tu piel en agonía,

puro como la sal, como la muerte devastador,

cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía,

desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.

10 Los caminos se separan

Frente a él, el Portal detrás, la Reina. A su espalda, dolor, sufrimiento delante, la victoria.

Apoyado en el Bastón de Mago, tan débil que a duras penas se sostenía, Raistlin invocó en su mente la imagen del acceso y la fijó de manera que no se borrase. Le asaltó la idea falaz de haber caminado, tropezado y hasta gateado a lo largo de un trecho interminable para alcanzarlo. Pero ahora se hallaba cerca y este hecho le recompensaba por las vicisitudes pasadas. Distinguía su llamativo espectro cromático, los colores de la vida: el verde de la hierba, el azul del cielo, el blanco de los cirros nubosos, el negro de la noche y el rojo de la sangre…

Sangre. Se miró las manos, manchadas de su propia savia, y asoció tal visión a sus heridas, demasiado numerosas para contarlas. Golpeado por un mazo, apuñalado por dagas y espadas, socarrado por relámpagos, llagado por el fuego, en su contra se habían aunado las fuerzas de clérigos oscuros, nigromantes, legiones de espíritus carnívoros y demonios, todos ellos al servicio de Su Majestad. La túnica emblemática de su rango caía en torno a los hombros andrajosa, mancillada no exhalaba una vez su aliento sin convulsionarse en una agonía y, en su interminable periplo, había vomitado las últimas gotas de sangre que atesoraba en sus venas. Aunque tosía, tanto que debía interrumpir la marcha durante los ataques e hincar ambas rodillas, al arrojar el esputo nada brotaba, porque nada había en su interior.

Pero, a pesar de tan pavorosos avatares, había conseguido resistir.

Secas de sangre, por sus venas circulaba un febril alborozo. Había aguantado, soportado las arremetidas de sus adversarios. Decir que estaba vivo era casi un eufemismo, pero faltaba el casi. La ira de la soberana atronaba sus oídos cual un timbal inclemente, la tierra y la bóveda celeste latían a su compás. El hechicero había derrotado a sus más poderosos secuaces. Nadie quedaba para desafiarle en un combate decisivo, excepto ella misma.

El Portal resplandecía, con lujuriantes matices, en los relojes de arena que configuraban sus pupilas. Se aproximó sin tregua, atento a la furia de la soberana, que, desatada, la incitaba al descuido, a la demencia, y recapacitó que aquélla era su mejor garantía de éxito en la fuga del Abismo. No era la diosa quien había de interceptarle de modo que se creyó a salvo.

De pronto, una sombra procedente de las alturas le petrificó. Alzó la vista y detectó los dedos de una mano gigantesca que oscurecían el firmamento y cuyas uñas estaban teñidas, como si las hubiesen pintado, de un rojo sanguinolento.

Sonrió y resolvió proseguir. Era lo que en principio pronosticó, una sombra y nada más. La mano que la proyectaba trataba de atraparle en vano. Él estaba en la vecindad del puente que conducía a su mundo y ella, la gran dama, había quedado postergada al confiar en sus esbirros y no intervenir en la contienda. Sus garras prensiles asirían el repulgo de las aterciopeladas, y ahora harapientas, vestiduras en el momento en que traspasara el umbral, una ocasión que el mago aprovecharía para hacer acopio de energías y arrastrarla a la órbita que le interesaba.

Ya al otro lado, ¿quién sería el más fuerte? Raistlin tosió, a despecho de los espasmos, la asfixia y los aguijonazos, ensayó una sonrisa —una mueca— con los finos labios retorcidos y espumeantes. No abrigaba dudas respecto al desenlace.

Cerrada una mano sobre el pecho, la otra sobre la vara arcana, reemprendió la caminata midiendo los jirones de vida que dejaba en cada zancada, las exhalaciones de sus abrasados pulmones, con idéntico afán con el que un mendigo sopesaría una moneda de cobre. La batalla que se avecinaba le proporcionaría la gloria. Sería su turno de convocar las huestes para que se batieran en su nombre. Los dioses responderían a su llamada, porque la aparición de la Reina en el mundo investida de todos sus atributos desencadenaría la cólera de los otros hacedores. Se desprenderían las lunas del manto nocturno, los planetas alterarían sus revoluciones y las estrellas también, mientras los elementos acataban su mandato, los cuatro sumisos frente a tan ineludible autoridad.

Delante del nigromante, en derredor del Portal, las cabezas reptilianas lanzaban bramidos impotentes, sabedor el simbólico animal de que carecía de las facultades precisas para oponerse a sus designios. Un palpito más, una sola inhalación de aire y, con el subsiguiente resoplido, el anhelado objetivo.

Alzó la encapuchada cabeza… e hizo una pausa forzosa. Una figura en la que antes no había reparado, ensombrecida por la bruma del dolor, la sangre y la quintaesencia de la muerte, se silueteaba frente a él, esgrimiendo una reluciente espada. Confundido, perplejo, estudió al intruso sin reconocerle, hasta trocarse su alejamiento en regocijo.

—¡Caramon, eres tú! —exclamó.

Estiró la mano hacia el guerrero. Ignoraba cómo se había obrado el milagro, pero su gemelo estaba allí, a la expectativa, aguardando como hizo siempre, para respaldarlo en su más trascendental aventura.

—¡Caramon! —insistió, jadeante—. Ayúdame, hermano.

El agotamiento, las secuelas del severo castigo al que había sido sometido, dificultaban la actividad de su cerebro y su habitualmente espléndida concentración. La magia ya no borboteaba en sus entrañas como el azogue, sino que, perezosa, se demoraba en los escollos que encontraba en su curso y le negaba el riego que sus órganos precisaban.

—Caramon, ven junto a mí. No puedo andar solo.

El recio luchador no se movió. Permaneció inmóvil cual una pétrea estatua, equilibrado el acero en su mano y examinándole con una mezcla de amor y pesadumbre, una tristeza a la vez hosca y acusadora, que, tras rasgar el velo de su dolorido cuerpo, expuso a la luz su alma vacua, estéril. Aprehendió entonces el hechicero el porqué de su presencia.

—Obstruyes mi avance, hermano —le dijo con frialdad.

—No me cuentas nada nuevo —repuso el otro.

—Si no quieres ayudarme, lo que me parece obvio, apártate al menos.

La voz del archimago brotaba de su garganta en quiebros airados.

—No.

—Morirás si no lo haces —siseó Raistlin, cínico.

—Sí —aceptó Caramon sin arredrarse—, pero no creas que tú vas a sobrevivir.

La atmósfera, monótona y al mismo tiempo flamígera, se sumió en un tenebroso ocaso. En el paraje se acumuló una niebla densa que absorbió los ya opacos fulgores y, a medida que éstos se extinguían, un frío invernal se propagó por los contornos. Sólo quedó un punto de calor, la vasta llama que alimentaba la inquina de la Reina.

El miedo revolvió los intestinos del nigromante, la rabia enardeció su mente. Los términos del arte arcano hostigaron sus músculos, se agolparon en sus labios con un sabor dulzón, similar al de la sangre. Comenzó a arrojar tales proyectiles contra el guerrero, pero le sobrevino la tos y se atragantó. Encorvado, acuclillado, se exhortó a la calma, repitiéndose que la magia que siempre le amparara no se había esfumado, que no tenía más que invocarla y ella, dócil, consumiría a su oponente en un incendio semejante a aquel otro que carbonizó a su réplica, años atrás, en la Torre de la Alta Hechicería. Una bocanada y recobraría el temple.

Pasó el virulento acceso. Se aposentaron los salmos en su intelecto y, alzando la vista con un grotesco remedo de sonrisa, desplegó los brazos para cantarlos y arrancarles sus virtudes.

Su gemelo no mudó la postura. Erguido, bien pertrechado, le contemplaba con un asomo de conmiseración en sus ojos pardos.

«¡Me tiene lástima!». Esta constatación vapuleó a Raistlin con el vigor de cien mazos, más punzante que el filo de una espada. No consentiría que aquella insolente criatura sucumbiese sin antes eliminar los sentimientos que inspiraban esta actitud.

Con el soporte del bastón, el hechicero se afirmó en el suelo y se desembarazó de la negra capucha para que Caramon leyera, en sus doradas pupilas, la condena que sobre él pesaba.

—Así que te compadeces de mí, ¡botarate con cabeza de mosquito! —le insultó—. Tú que estás totalmente incapacitado para atisbar siquiera la magnitud de mi poder, los suplicios a los que he debido sobreponerme, los combates que he librado en la senda del triunfo, osas humillarme mediante la vil piedad. Si no te he matado todavía, y te aseguro que ansío hacerlo, es porque he decidido que no fenezcas sin adquirir primero plena conciencia de que voy a irrumpir en el mundo a fin de instituirme en divinidad.

—Estoy al corriente, Raistlin —contestó Caramon y, lejos de atenuarse, aquella hiriente misericordia se acentuó—. Por eso me das tanta pena, ya que he visto el futuro y he asistido al desenlace.

El nigromante le examinó, sospechando que la Señora del Abismo le tendía una trampa. Los resplandores rojizos del cielo no cesaban de diluirse en la creciente neblina, pero la palma extendida se había inmovilizado y el personaje arcano sintió que la soberana titubeaba, alerta frente a la intromisión del guerrero y llena de aprehensiones que no acertaba a disimular. El recelo de que su hermano fuera un espejismo destinado a entorpecer su empresa, una de las apariciones de las que usaba y abusaba Takhisis, se disipó.

—¿Has visto el futuro? —parafraseó el comentario del luchador—. ¿Cómo? ¿En qué dimensión?

—Cuando, en nuestro último encuentro, atravesaste el Portal, el campo magnético que generaste afectó al ingenio. Tasslehoff y yo fuimos catapultados a una época ulterior al presente al que pretendíamos retornar.

—¿Qué sucederá? —inquirió el mago, sus ojos tan exageradamente abiertos que de haber sido fauces habrían devorado al interpelado.

—Que vencerás —resumió éste en lenguaje llano, sin enigmas—. Y no sólo a la Reina de la Oscuridad, sino a todos los otros dioses mayores o menores. Tu constelación será la única que brillará en las alturas, durante un tiempo.

—¿Durante un tiempo? —repitió Raistlin, a quien no había pasado inadvertido el énfasis con que el narrador recalcó estas palabras—. ¿Quién me amenaza? ¿Quién me destrona? ¡Vamos, no te interrumpas!

—Tú mismo —murmuró el guerrero, afligido por la crueldad de este aserto—. Gobernarás un mundo periclitado, muerto, un universo de cenizas, de ruinas informes y cadáveres mutilados. Nadie te acompañará en tu palacio celeste y, aunque tratarás de crear, no quedará ni un soplo en tu interior que puedas insuflar en los nuevos moldes o purificar en tu propio beneficio. Te nutrirás de las estrellas hasta que, exprimidas, estallen, y una vez agotada la fuente nada quedará a tu alrededor, nada en tu alma…

—¡Mientes! —se rebeló el oyente—. ¡Maldito seas, todo eso es una sarta de embustes!

Desechando el bastón en un arrebato, el nigromante se abalanzó sobre su gemelo y le zarandeó con sus ganchudas manos. Sobresaltado, Caramon enarboló la espada en un acto reflejo. Pero, antes de que el arma iniciara el descenso, salió despedida por orden del hechicero y cayó en el intrincado terreno. El forzudo humano, al saberse inerme, aferró a su adversario entre sus brazos. «Podría partirme en dos —reflexionó éste—, pero no lo hará. Es débil, noto las convulsiones de sus brazos, su incertidumbre, su inquietud. Está perdido, y yo conoceré la verdad a su costa».

Ejerció presión con sus ensangrentados dedos en las sienes del guerrero, de tal manera que las experiencias que acababa de referirle se desplazasen allí donde él pudiera analizarlas, a su propia inteligencia.

El preclaro archimago presenció todos los episodios del devenir. Vislumbró la osamenta de Krynn, el fango viscoso y ceniciento, las rocas segmentadas, el humo elevándose en volutas, los putrefactos despojos de los muertos.

Se observó a sí mismo, suspendido en la nada y cercado por un vacío que, no sólo exterior, había anidado también en su espíritu y le apretujaba, le aplastaba y le roía, presto a engullirle. Culebreó en un círculo vicioso, eterno, sobre su persona, en una búsqueda desesperada de un indicio vital, una gota de sangre o una pizca de dolor. No lo había, nunca hallaría este consuelo. Al contrario, seguiría enroscándose cual un áspid sin clavar los colmillos ni siquiera en su carne. Sus introspecciones le conducirían, invariablemente, a los vestigios inanimados de una antigua entidad.

Ladeóse su cabeza como si fuera de plomo, la mano que había aplicado a la frente de Caramon cayó, erizada, hasta su costado. Había intuido que así ocurriría. Se lo gritaba cada fibra de su magullado cuerpo pues, a qué engañarse, el vértigo de la negación ya asomaba entre sus poros, lo había acunado durante años. Todavía no había socavado los recovecos, pero se lo representaba arrinconando su alma hasta dejarla, doblegada e infecunda, en un pozo sin nombre.

Exhalando un amargo aullido, se deshizo de su hermano y estudió los alrededores. Las sombras habían aumentado, la Reina ultimaba los preparativos sin que las previas vacilaciones hubieran mermado su poderío.

Raistlin se esforzó en meditar. Era imprescindible que resurgiera su furia, que se alumbrara el candil de su magia para avasallar a la soberana. Al comprobar que incluso los últimos resquicios de sus facultades le abandonaban, le dominó el pánico y se dio a la fuga aunque, endeble como estaba, se desmoronó al primer paso. Postrado sobre manos y pies, le azotó el miedo e inició un frenético tanteo hasta topar con algo sólido, capaz de socorrerle.

Sus dedos se cerraron en derredor de un tejido blanco, tocó carne viva, cálida, mientras oía en la proximidad un gemido ahogado.

—Bupu —identificó la voz, la textura.

Sollozante, el hechicero se volcó sobre la enana gully, que, desorbitados los ojos por el terror, con las huellas del hambre y la agonía en sus desencajados rasgos, retrocedió al verle.

—¡Bupu! —insistió él, tan falto de cordura que la zarandeó salvajemente—. Bupu, ¿no te acuerdas de mí? En una ocasión me regalaste un libro, un libro y una esmeralda. —Hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo la gema verde, de bellísimas irisaciones—. Te devuelvo la «piedra bonita», como tú la llamabas, para que te salvaguarde de todo mal.

La mujer hizo ademán de asirla, pero las yemas de sus dedos se endurecieron con el rigor de la muerte.

—¡No! —bramó el mago, y notó en su hombro la contundente palma de Caramon.

—¡Déjala en paz! —le conminó el guerrero con tono áspero, y tiró de él para apartarlo de la infortunada gully—. ¿No le has hecho aún bastante daño?

Sostenía en la mano la espada que Raistlin le arrebatase, y los destellos de su inmaculada superficie deslumbraron a éste. Bajo tales resplandores, de misterioso origen, se esbozó ante el nigromante la efigie no de Bupu, sino de Crysania, renegrida y marchita, patética en su ceguera.

El vacío se agrandaba, casi insondable. ¿No había nada dentro de él? Sí, algo remoto y nimio, pero algo a fin de cuentas. El tentáculo de su alma y su mano se precipitaron al unísono a la caza del hallazgo. La mano acarició la tez cuarteada de la mujer.

—No ha perecido todavía —dijo.

—No —confirmó el hombretón, alzando la espada—. ¡No te atrevas a molestarla! Permite al menos que expire tranquila, libre de tu perniciosa influencia.

—Si la llevas al otro lado del Portal, vivirá —profetizó el archimago.

—Sí, claro, y además te facilitará a ti las cosas —replicó Caramon, no menos sarcástico que se mostrase antes su hermano—. Yo encabezo la marcha al plano salvador, y tú irás pegado a mis talones.

—Hazlo, rescátala —le azuzó Raistlin.

—¡No! —rugió el inveterado luchador.

Aunque brillaban sendas lágrimas en sus ojos, y oprimían sus rasgos las contracciones de la tortura que experimentaba, avanzó hacia el hechicero con la espada presta.

Una vez más, la criatura arcana hizo un gesto con la mano y el rival se paralizó, de manera tan repentina que el acero quedó cautivo en el tórrido y voluble aire.

—Condúcela a su salvación, provisto de este talismán infalible —le ofreció el nigromante.

Sus frágiles dedos sujetaron el bastón, que yacía en su flanco, y la luz del globo de cristal prendió en la penumbra, proyectando sus fabulosos haces sobre el trío. Después de iluminarlo, el mago se lo alargó a su gemelo. Éste, desconfiado, se resistió con el entrecejo fruncido.

—¡Tómalo! —le espetó Raistlin, imperativo, y el objeto se agitó debido a un carraspeo que presagiaba nuevas toses—. ¡Vamos, hazte con él! —apremió consciente de que disminuían sus energías—. Trasladaos ambos a la Torre, y utiliza luego el cayado para cerrar el acceso.

Caramon le miró, sus ojos convertidos en rendijas y remiso a acatar las instrucciones de un ser tan poco fiable. Su hermano era demasiado egoísta para renunciar a sus ambiciones en el momento culminante. Alguna barbaridad tramaba.

—No conspiro contra vosotros ni pretendo engañarte —expresó el mago sus cábalas, sólo para rebatirlas—. Te he traicionado en determinadas circunstancias. Pero ésta no es una de ellas. Pon a prueba mi honradez —le exhortó—, cerciórate tú mismo. Desharé el encantamiento y, como ya no me resta la posibilidad de formular otro, ensártame en el filo de tu espada si descubres que es una patraña. Estoy indefenso no he de frustrar tu agresión.

El brazo petrificado de Caramon recobró la flexibilidad. Sin soltar el arma, clavada la mirada en su gemelo, estiró el otro brazo, precavido, crispado. Las yemas de sus dedos, aunque huidizas, entraron al fin en contacto con la bola del puño y supuso que, frente a la proximidad de un profano, desaparecerían los destellos y volverían a sumirse en las lóbregas tinieblas.

No fue así. Perseveraron las ondas que les alumbraban. La manaza del guerrero se aposentó sobre el huesudo dorso de la de Raistlin, se acopló a él, mientras la aureola del globo se incrementaba y ponía de relieve las sanguinolentas vestiduras negras, la deslucida armadura donde se incrustasen algunos terrones de limo. Poco duró esta comunión. El archimago se apresuró a desasir el bastón.

Perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse pero, tras un bamboleo, consiguió recuperarse y recobró la postura erguida, orgulloso de haber realizado tal hazaña sin precisar auxilio. El Bastón de Mago, ahora propiedad exclusiva de Caramon, seguía encendido.

—Distraeré a la Reina para que no os intercepte —comunicó el nigromante al otro humano— pero no podré cubrir la retirada mucho rato. Mis fuerzas se quiebran.

Caramon observó de hito en hito el rostro demudado del hechicero, el cayado que sujetaba y, emitiendo un resoplido que más se asemejaba a un sollozo, envainó la espada.

—¿Qué te pasará a ti? —indagó, a la vez que recogía la inerte forma de Crysania.

«Te atormentaré en materia y en espíritu, y seré tan despiadada que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas».

Las premonitorias frases de la soberana se enroscaron cual una serpiente en el cerebro de Raistlin, coreadas por una risa burlona, voluptuosa.

—Parte sin dilación, Caramon —urgió a su gemelo—. Ella se acerca.

La cabeza de la sacerdotisa reposaba en el ancho torso de su paladín. La cascada de su cabello le caía sobre el rostro y aferraba todavía el Medallón de Paladine, que tanta fortaleza le confería. Bajo el escrutinio del hechicero, los estragos del fuego perdieron su carácter indeleble hasta restituir la tersura a la piel, sin cicatrices y embellecida además por la dulzura que la confería el descanso reparador. El mago desvió entonces la vista hacia su hermano y halló la misma estulticia que siempre lucía, el exasperante embotamiento del animal herido que ignora la causa de su padecer.

—¿Qué te importa a ti mi sino, gusano baboso? —volvió a increparle, desabrido como en sus mejores tiempos—. ¡Vete!

La expresión del guerrero se alteró… ¿o acaso no? Quizás había ostentado cualidades que nunca fue capaz de atribuirle, empecinado en despreciarlo. Sea como fuere, y en una nebulosa, debido a que al abandonarle sus mejores esencias hasta su percepción se resentía, creyó leer en las pupilas de Caramon un mensaje de sapiencia. Se diría que, clarividente, se hacía cargo de que iba a ser destruido.

—Adiós, Raistlin —musitó el fornido humano.

Con la dama abrazada y el cayado mágico en una mano, el luchador dio media vuelta y se alejó. La luz del bastón creaba en su derredor un círculo de plata, que refulgía en la oscuridad como los rayos de Solinari al plasmarse, en etéreas pinceladas, sobre las remansadas aguas del lago Crystalmir. Sus argénteas hebras se posaron en las cabezas reptilianas y las metamorfosearon en inmensas tallas de orfebrería, silenciando sus cacofónicos alaridos.

Caramon traspasó el umbral y Raistlin, vigilante, vislumbró con los ojos del alma un abanico de colores, símbolo de vitalidad, a la par que una vaharada de fragante tibieza vigorizaba sus hundidos pómulos.

Tras él, las carcajadas, la mofa sensual, gorgotearon hasta deformarse en un aliento sibilante. Oyó los sinuosos sonidos de una cola descomunal, el crujir de los tendones de unas alas. Cinco cabezas le hablaban en los términos del terror desnudo, sin paliativos.

Permaneció frente al Portal, al laboratorio que fuese suyo y donde ahora se desarrollaba una escena a la que debía mantenerse ajeno. Presenció cómo Tanis corría hacia Caramon y, a fin de socorrerle, le aliviaba del peso de la dama. En aquel instante, Raistlin lloró. Quería unirse a ellos, estrechar la mano del semielfo y amar a la mujer. Echó a andar.

El guerrero se volvió en ese momento y, blandiendo el bastón, se encaró con él. No mediaron diálogos. Era evidente por el espanto que se dibujó en el semblante del luchador al espiar a su gemelo, a lo que había en la retaguardia, que Takhisis estaba agazapada, alerta a su oportunidad. El mago no necesitó girarse, ni preguntarse el porqué de aquellas pupilas desorbitadas, ya que además de éstas otras pruebas fehacientes delataban la vecindad de su enemiga. La gélida aureola de su repulsivo cuerpo de dragón penetró los poros de la proyectada víctima, balanceando sus ropajes en una ventolera.

De pronto, el sexto sentido que siempre poseyera el nigromante le puso en guardia. La Reina había cesado de acecharle para concentrarse en algo más interesante, más embrujador: la brecha que, todavía abierta, había de permitirle ingresar en el mundo de los mortales.

—¡Cierra el Portal! —vociferó Raistlin.

Una llamarada chamuscó su carne, una garra más cortante que un puñal laceró su enteca espalda. Dio un traspié y cayó cuan largo era. Pero no apartó la vista del Portal y, así, distinguió a Caramon cuando, trastornado, avanzaba en su dirección.

—¡No cometas una locura! —se horrorizó—. Retrocede y sella el acceso, ¡rápido! Déjame a mis auspicios. No preciso de ti ni volveré a hacerlo nunca más —le agravió con objeto de detenerle.

Se cerró la grieta en un perfecto ajuste, y en las inmediaciones del postrado vibró la oscuridad con una fiereza sobrenatural, apabullante. Varios pares de uñas reptilianas destrozaron su ser, le despellejaron dentelladas asesinas desgarraron los músculos y, al llegar al hueso, lo astillaron. El manantial casi exhausto de su sangre regó sus entrañas, aunque no era vida lo que aportaba.

Se convulsionó, chilló, en el convencimiento de que sus lamentos se repetirían en una continuidad infinita.

Cual una alucinación, se mezclaron a sus desvaríos los sueños de la infancia. Rememoró cuando, en lo más crudo de una pesadilla, una mano le despertaba y apaciguaba. «No osarán lastimarte mientras yo esté a tu lado. Fíjate, haré algo divertido».

Unos segmentos de escamas le estrujaron, le privaron del resuello, mientras unos colmillos negros, esplendorosos, le devoraban las vísceras, incluido el corazón, que tragaron de un bocado, en busca del alma, el manjar más apetecible.

De nuevo se agolparon los recuerdos, el de aquel brazo inconmensurable que le rodeaba y ceñía, o la mano que, recortada sobre un fondo plateado, reproducía animales a la manera de las sombras chinescas, mientras, apenas audible, una voz murmuraba: «Mira, Raistlin, conejos». Y él sonreía, vencido el susto. Caramon estaba allí.

Se calmaron los dolores, las visiones fueron relegadas donde no pudieran perturbarle. En la distancia, retumbó un aullido de furia y desencanto pero ya no le inquietaba. Sólo era sensible a la fatiga. Estaba extenuado y debía dormir.

Recostando la cabeza en el robusto brazo de su gemelo, Raistlin entornó los párpados y se hundió en una noche perpetua, en un letargo despoblado de formas, de figuras, que jamás terminaría.

11 Otra visión de los hechos

En el reloj de agua las gotas caían acompasadas, implacables, difundiendo su eco por el laboratorio. Al contemplar el Portal, con los ojos irritados a causa de la tensión, Tanis imaginó que caían una tras otra sobre sus nervios tirantes, próximos a estallar.

Frotóse los párpados y volvió la espalda al acceso con un seco gruñido luego se asomó a la ventana. Quedó perplejo al comprobar que sólo era media tarde. Después de las experiencias sufridas, no le habría extrañado descubrir que la primavera se había acabado, el verano se había consumido hasta la decadencia y, ahora, comenzaba el otoño.

La densa capa de humo no se elevaba ya frente a la cristalera. Los incendios, nutridos hasta saciarse de su habitual alimento, se extinguían, y habían desaparecido del cielo los dragones de ambos bandos. El semielfo aguzó el oído, aunque no logró captar ningún ruido, ni siquiera un murmullo, procedente de la ciudad. Se extendía sobre ella una capa de bruma, una negra humareda que las emanaciones del Robledal de Shoikan no hacían sino ensombrecer.

«La batalla ha terminado —se dijo, aturdido, descontento—. Hemos ganado pero nuestra victoria es funesta, carente de sentido».

Una mancha azul se impresionó repentinamente en su retina y, al buscar con la mirada el origen, las alturas, el héroe de la Lanza quedó boquiabierto.

La ciudadela flotante había entrado en escena de manera imprevista. Tras efectuar un descenso vertical desde las nubes, carenaba en un alegre vaivén mientras ondeaba al viento una banderola de tonos similares al zafiro, que sus ocupantes habían adquirido en un lugar ignoto.

Al intensificar su observación, el semielfo creyó reconocer no sólo el emblema de la bandera, sino incluso el grácil mástil sobre el que ésta ondeaba y que, inclinado como el borrachín que regresa a su hogar, una vez concluida la ronda de tabernas, coronaba una de las torres del alcázar.

Tanis no pudo reprimir una sonrisa: bandera y torre formaron parte, en su día, del palacio de Amothus, Señor de Palanthas. Apoyando la frente en uno de los batientes, siguió espiando la ciudadela, custodiada, como guardia de honor, por un espléndido Dragón Broncíneo, y se apercibió de que su cuerpo se relajaba, que el desasosiego, el pesar y el miedo cedían a un estado más placentero. Motivaba su alivio aquella prueba indefectible de que, cualesquiera que fuesen los sucesos presentes o venideros en el mundo, en los planos astrales, ciertas cosas siempre perdurarían, entre ellas la naturaleza de los kenders.

Observó que el castillo volador surcaba en desiguales oscilaciones el llano circundado de colinas donde se asentaba la ciudad y, aunque cabía esperar cualquier pirueta, no dejó de sobresaltarse al ver que daba de forma súbita, como si hubiera perdido el norte, una vuelta de campana y se inmovilizaba, boca abajo, en el espacio.

—Ese Tas es un alocado. ¿Qué estará haciendo? —farfulló.

No tardó en comprenderlo. La ciudadela empezó a agitarse en rápidas sacudidas, como un salero cuando se sazona un manjar. Aunque, en este caso, en lugar de sal, lo que llovió de puertas y ventanas fueron unas repugnantes criaturas provistas de alas correosas. Aumentó el ajetreo y arreció la tormenta de siniestros contornos. «Curioso modo de hacer limpieza general de centinelas», bromeó el semielfo para sus adentros. Al fin, después de descargarse de cuantos draconianos albergaba, la mole se enderezó y reanudó su ruta.

La fortaleza navegó sobre la ciudad de Palanthas, ondeando en su pináculo el estandarte azulado, hasta que la atrapó una bolsa de aire y fue arrastrada en su declive hacia el cercano océano. Al héroe se le entrecortó el resuello. Pero casi de inmediato emergió otra vez el gigantesco artilugio y, en un brinco que se asemejaba al delfín que surge de las olas —una semblanza aún mayor debido a que chorreaba agua por los cuatro costados—, se izó en los cielos y desapareció entre los tempestuosos cúmulos.

Meneando la cabeza, divertido, Tanis giró sobre sus talones, en el instante mismo en el que Dalamar señalaba el Portal.

—Ahí está —informó éste—. Caramon ha vuelto a su posición de antes.

El semielfo atravesó raudo la estancia, y se plantó delante del puente con el más allá. Distinguió al otro lado una diminuta figura, la del guerrero, a juzgar por la lustrosa armadura. Pero ahora transportaba a alguien en brazos.

—¿Raistlin? —indagó, refiriéndose a la carga que portaba Caramon.

—La sacerdotisa Crysania —corrigió el acólito.

—¡Quizá todavía viva!

—Más le vale estar muerta —comentó el elfo, frío, con una amargura que endurecía su voz y su expresión—. ¡A ella y a todos nosotros! Si en su cuerpo palpita un solo hálito de vida, Caramon se enfrenta a un grave dilema.

—¿Por qué?

Su interlocutor, aunque de mente ágil, se perdía en todo aquel galimatías.

—Porque es inevitable que a tu amigo se le ocurra la idea de traerla a nuestra órbita y rescatarla. Si lo hace, nos dejará a merced de su hermano, la Reina o ambos, ya que ha de transportarla él en persona.

El barbudo personaje guardó silencio mientras contemplaba el avance de su compañero hacia el Portal, sosteniendo a la mujer de alba túnica que, ahora en las inmediaciones, presentaba una silueta fácilmente identificable.

—Tú que le conoces —le interpeló Dalamar de manera abrupta—, acaso puedas ilustrarme sobre sus reacciones. La última ocasión en la que coincidimos, era un monigote, un barril de aguardiente pero sus peripecias parecen haberle transformado. ¿Qué presumes que decidirá?

—Lo ignoro —confesó Tanis, desorientado, incómodo, hablando más para sí mismo que al aprendiz—. El Caramon con el que trabé amistad era sólo medio hombre el otro medio pertenecía a su gemelo. ¡Ha cambiado tanto! —Se mesó la barba, frunciendo el entrecejo—. ¡Pobre! Su situación no puede ser más desgarradora.

—Temo que han elegido por él —anunció Dalamar, mezclando en su voz la aprensión y la felicidad.

El semielfo fijó los ojos en el Portal y presenció el último intercambio entre aquellas antagónicas criaturas. Fue un testigo mudo, y mudo se mostró también frente a quienes pretendieron sonsacarle el relato de tal confrontación.

La prudencia, el respeto y su propia introversión le obligaron a callar. Aunque las acciones y las palabras se grabaron indelebles en su memoria, no pudo nunca describirlas ni repetirlas. Darles voz equivalía a degradarlas, a vaciarlas de su espantoso horror, de su terrible belleza. A menudo, en los momentos más melancólicos, evocaría la postrera dádiva de un alma condenada y, cerrando los párpados, oraría a los dioses para agradecerles sus bendiciones.


Caramon viajó con la sacerdotisa a través del Portal. Corriendo a ayudarle, Tanis tomó en sus brazos a la dama y quedó anonadado frente a la visión que ofrecía el corpulento humano y el arma que portaba, el bastón mágico, cuyo puño emitía brillantes destellos.

—Cuídala, te lo ruego —le encomendó el guerrero—, mientras yo clausuro el acceso.

—Hazlo enseguida —le instó Dalamar, y el semielfo oyó el quebranto de su respiración al estudiar, presa del pánico, los acontecimientos del universo tenebroso.

Al observar a Crysania, el barbudo héroe constató que estaba moribunda. Su respiración era irregular, revestía su tez un matiz ceniciento y sus labios se habían amoratado. No obstante, él no podía hacer nada, excepto llevarla a un rincón seguro.

«¡Seguro!». Miró de reojo, en un gesto instintivo, la esquina donde yaciera otra mujer a punto de expirar y que era, además, la más apartada del Portal. Allí estaría a salvo…, tan a salvo como en cualquier otro paraje, se figuró, compungido. Depositó a la sacerdotisa en el suelo, acomodándola lo mejor posible, y regresó de inmediato a la abertura del vacío.

Se detuvo, hipnotizado por los portentos que se desplegaban en la frontera de lo irreal, en los albores del reino de Takhisis.

Una sombra maléfica colmaba el umbral, y las cabezas metálicas que constituían el marco de la puerta emitían aullidos de triunfo, a la vez que sus hermanas, las cabezas vivas que se insinuaban detrás, se enlazaban y serpenteaban sobre su víctima, el archimago, quien había sucumbido a sus letales arañazos.

—¡No, Raistlin! —se desesperó Caramon, desfigurado por la angustia, al caer éste, y dio un paso hacia el Portal.

—¡Alto! —le ordenó Dalamar, enfurecido—. ¡Refrénale tú, semielfo, mátale si es necesario! Hay que sellar la entrada.

Una mano femenina reptó hacia la rendija que la separaba del laboratorio y, bajo el aterrorizado examen de sus actuales moradores, se metamorfoseó en una garra de dragón, con las uñas punteadas de rojo y la carne manchada inequívocamente de sangre. Era la mano de la soberana del Abismo, que se acercaba veloz para mantener franca la vía y, así, irrumpir en el plano de los vivos como hiciera en la Guerra de la Lanza.

—¡Caramon! —bramó Tanis, y comenzó a abalanzarse.

Pero lo detuvieron sus reflexiones. ¿Qué recursos iba a emplear? En el aspecto físico, no era lo bastante fuerte para imponerse al hombretón, no evitaría que fuera en auxilio de su gemelo. «No consentirá que muera», recapacitó en un paroxismo hijo del desvalimiento.

«No —discrepó una voz interior—, la salvación de Krynn depende de él y sabrá anteponerla a sus impulsos».

Sea cual fuere el motivo, el guerrero hizo una pausa. ¿Había meditado? ¿Sostenía quizás un diálogo telepático con el nigromante, quien le conminaba a abandonarle con frases agraviantes que nunca podrían ofenderle, al quedar patente su intencionalidad? ¿Le paralizaba el poder de la transformada mano? Esta última, hecha zarpa reptiliana, estaba a una ínfima distancia, y tras ella centelleaban ojos malévolos, triunfantes, animados por una pérfida risa. Despacio, en pugna declarada contra la quintaesencia del Mal, Caramon esgrimió el Bastón de Mago.

¡No se produjo el resultado que ansiaban!

Las cabezas del óvalo rasgaron el aire con sus clarines, con los vítores destinados a aclamar a su monarca en el desfile de retorno.

Entonces, en una tergiversación de secuencias respecto de las que viviera el hechicero en el otro universo, donde tiempo y espacio se deformaban en una infinita espiral, su sombría figura se materializó junto al conmocionado gemelo. Ataviado de negro, con el cabello ahora cano esparcido sobre sus hombros, Raistlin alzó una mano dorada y, asiendo el bastón, puso sus dedos en la proximidad de los del luchador.

Manó del arcano cayado un torrente de luz plateada, purísima. El espectro multicolor del acceso se enzarzó en una lucha denodada por sobrevivir. Pero aquellos fulgores argénteos encerraban, contenían, la radiante cualidad de la estrella del ocaso cuando parpadea en el claroscuro del cielo.

El Portal se cerró.

Los enardecidos gritos de las cabezas de metal cesaron de manera tan súbita, tan brutal incluso, que el silencio retumbó en los tímpanos de las criaturas presentes en la cámara. En el lado opuesto no había nada, ni movimiento ni quietud, ni oscuridad ni luz. Era, simplemente, el vacío.

El guerrero se detuvo unos minutos frente a aquella negación de la existencia, sujetando el instrumento de su victoria. Los flamígeros resplandores del globo ardieron unos momentos, antes de empezar a oscilar y, casi sin intervalo, extinguirse.

El laboratorio se sumió en una penumbra que a todos se les antojó acogedora, un auténtico descanso para los ojos después de la cegadora batalla. En aquella confortable beatitud, una voz cavernosa susurró:

—Adiós, mi querido hermano.

12 Después de las batallas

Astinus de Palanthas, sentado en su estudio de la Gran Biblioteca, escribía la historia de Krynn con el trazo negro, ágil y al mismo tiempo delicado con que registrara todos los eventos acaecidos en el mundo desde el primer día en el que los dioses posaran su mirada en el territorio, y seguiría haciéndolo hasta aquel otro, el postrero, cuando se cerrara para siempre el enorme volumen. El cronista se afanaba en su tarea, ajeno al caos que le circundaba o, mejor dicho, obligando —mediante su peculiar presencia— a este caos a prescindir de él.

Habían transcurrido sólo dos días desde que tuvieran lugar los hechos que Astinus reflejó en sus Crónicas y que la vox populi denominaba «La Batalla de Palanthas». La ciudad estaba en ruinas los dos únicos edificios que permanecían en pie eran la Torre de la Alta Hechicería y la Gran Biblioteca, y ésta, aunque no del todo derruida, no había escapado indemne al conflicto.

Si no fue completamente demolida se debió, en gran medida, al heroísmo de los Estetas. Encabezados por Bertrem, cuyo coraje inflamó, según el rumor, un draconiano que osó tocar con su ganchuda mano los libros sagrados, los habitantes del recinto atacaron al enemigo tan celosos de su cometido, tan despreciativos de sus vidas, que pocas criaturas reptilianas pudieron eludir su embate.

No obstante, y al igual que los otros palanthianos, los Estetas pagaron a un alto precio su victoria. Muchos miembros de su Orden perecieron en la liza y recibieron las exequias fúnebres de los demás cofrades, sepultándose sus homenajeadas cenizas entre los volúmenes por cuya protección habían sacrificado sus vidas. El valeroso Bertrem no murió. Tras sufrir leves heridas, vio su nombre anotado en uno de los grandes tomos, junto a los de los principales héroes de Palanthas, y tal distinción constituyó la mejor recompensa a la que jamás aspirara un ser sencillo como él. Nunca pasaba por delante del anaquel donde reposaba este ejemplar concreto sin asirlo sigiloso, revisar la página y recrearse en su gloria.

La que fuera hermosa ciudad, símbolo además de la paz, no era ya sino un recuerdo y el objeto de algunos párrafos descriptivos en los anales de Astinus. Montículos de piedra ennegrecida, castigada por el fuego, delimitaban las tumbas de las mansiones palaciegas, mientras que los ricos almacenes, con sus toneles de añejos vinos y cerveza, sus balas de algodón y de trigo, los baúles repletos de maravillas de los cuatro confines del país, yacían en pilas de ascuas todavía no apagadas. Los cascos de las naves, que también carcomió el fuego, perdieron sus amarras en el próximo fondeadero y flotaban a la deriva en las costas adyacentes. Los comerciantes hurgaban atareados entre los escombros de sus establecimientos, a fin de rescatar el mayor número posible de mercancías las familias contemplaban sus arrasados hogares, fortalecidos en la desgracia y agradeciendo a los dioses la gracia, al menos, de la supervivencia.

En efecto, fueron incontables los que no gozaron de esta merced. De los Caballeros de Solamnia que guardaban la ciudad apenas había resistido ninguno, pereciendo en su mayoría en el desigual combate contra Soth y sus legiones espectrales. Uno de los primeros en caer fue el ostentoso comandante Markham, quien, fiel al juramento prestado a Tanis, no se enfrentó al fantasmal caudillo, sino que, una vez agrupadas las tropas, inició la carga que había de abatir a los guerreros cadavéricos. Aunque hendieron su cuerpo un sinfín de filos, perseveró aguerrido en conducir a sus ensangrentados y fatigados hombres hasta que, al fin, se desplomó muerto en su caballo.

El bravío proceder de los caballeros permitió que se salvaran centenares de ciudadanos que, de otro modo, habrían sucumbido a los aceros de los muertos errantes. Éstos, así había de propagarlo la leyenda, se desvanecieron por arte de magia en el momento en el que su cabecilla, con un amortajado cadáver en los brazos, se materializó entre sus filas.

Agasajados como héroes, los despojos de los luchadores solámnicos fueron transportados por sus compañeros a la Torre del Sumo Sacerdote. En tan antigua mole, se les enterró en un sepulcro donde se conservaba el cuerpo de Sturm Brightblade, héroe antes que ellos, en la Guerra de la Lanza.

Cuando se abrió el mausoleo, cerrado desde que se inhumara al referido Sturm, fue grande la sorpresa de los soldados al descubrir que el término «conservado» se había cumplido al pie de la letra y que el cuerpo del caballero Brightblade estaba intacto, inmune a los estragos del tiempo. La única explicación con visos de verosimilitud que pudo darse al milagro fue una joya elfa de singular apariencia que refulgía en su pecho. Todos cuantos entraron aquel día en la cripta, como participantes en el duelo y llorando a sus seres queridos, examinaron la esplendorosa alhaja y sintieron que un bálsamo de paz mitigaba el punzante dolor.

No sólo se guardó luto por los combatientes, porque fueron asimismo innumerables los civiles que habían fallecido en la defensa de Palanthas. Los hombres trataron de salvaguardar la urbe y a sus familiares, las mujeres se alzaron en paladines de sus casas y sus hijos. Los moradores del lugar incineraron a sus muertos, como exigía la secular costumbre, para esparcir luego las cenizas sobre el mar, donde, en un luctuoso concierto, habían de mezclarse con las de la ciudad a la que tanto amor profesaran.


Siguiendo un hábito ancestral, Astinus relató tales eventos a medida que ocurrían. Continuó absorto en su quehacer, o así lo comentaron los Estetas, sobrecogidos, incluso mientras Bertrem, sin más defensa que las manos desnudas, propinaba una paliza a un draconiano que se había atrevido a invadir la cámara donde trabajaba su superior. Y, si el cronista cesó en su labor, fue porque el improvisado guardián le bloqueó la luz y no a causa de los zumbidos, resoplidos y boqueadas que se sucedían en la sala.

Alzando la cabeza, el historiador frunció el entrecejo y Bertrem, que no había vacilado frente a su rival, se puso muy pálido y retrocedió de inmediato para dejar que los rayos del sol bañasen la página.

También hoy estaba el escriba concentrado en su narración, cuando penetró en el estudio su leal servidor. Astinus tardó unos momentos en preguntar, sin desatender, por supuesto, su labor:

—¿Qué deseas?

—Caramon Majere y un k… kender solicitan audiencia, Maestro.

De no haber informado que era un demonio del Abismo el que quería ver a Astinus, el Esteta no habría infundido más terror a su voz que al mencionar la palabra «kender».

—Hazles pasar —ordenó el cronista.

—¿A ambos? —quiso cerciorarse el otro, entre escandalizado e incrédulo.

—Confío en que aquel draconiano no dañara tu oído, Bertrem —declaró el historiador, y se abultaron las arrugas de su entrecejo—. ¿No te daría, por ejemplo, un golpe en el cráneo?

—No, Maestro —le aseguró el aludido y, con un ostensible rubor en los pómulos, salió de la estancia no sin antes, en su azoramiento, pisarse el borde de la túnica.

Unos minutos después, regresó el turbado Esteta y, con voz temblorosa, introdujo a los visitantes.

—Caramon Majere y Tassle-f-foot Burr-hoof —susurró en un trabalenguas.

—Tasslehoof Burrfoot —le enmendó el hombrecillo y tendió una mano al escriba, quien la estrechó sin prejuicios—. Y tú eres el renombrado Astinus de Palanthas —prosiguió el recién llegado, saltarín el copete a consecuencia de la excitación—. Lo cierto es que nuestros caminos se han cruzado con anterioridad —aseveró, enigmático— pero no puedes acordarte porque eso es algo que aún está por venir. O, bien pensado, nuestra entrevista pertenece a un futuro que nunca será. ¿Me equivoco, Caramon?

—No, lo que dices es exacto —corroboró éste.

Astinus desvió la vista hacia el guerrero y le sometió a un exhaustivo examen, para dictaminar al rato:

—No te pareces a tu gemelo. Aunque debe tenerse presente que Raistlin tuvo que soportar pruebas que le afectaron tanto en el aspecto físico como en el mental. Si a eso agregamos la indefinible expresión de tus ojos, que te emparenta con él, quizás hallemos más similitudes de las que en principio se adivinan.

El cronista interrumpió su análisis, confundido al asaltarle la idea de que, como había apuntado, no comprendía lo que destilaban las pupilas de su interlocutor. Nada sobre la faz de Krynn eludía su sagaz percepción y, por lo tanto, le enojaba sobremanera esta contrariedad.

Raras eran las ocasiones en las que Astinus se encolerizaba, una circunstancia afortunada, porque su mera irritación provocaba una marea de pánico entre los pusilánimes Estetas. Ahora, contraviniendo todas las normas, estaba furioso. Crispó las hirsutas cejas, comprimió los labios y su rasgo más elocuente, los ojos, irradiaron unas chispas que impulsaron al kender a preguntarse si no había dejado nada en el vestíbulo que pudiera necesitar ahora mismo, lo que hubiera sido un excelente pretexto para escabullirse.

—¿De qué se trata? —preguntó el historiador de forma brusca, descargando un puñetazo sobre el escritorio que hizo que la pluma saltara por el aire, la tinta se derramara y Bertrem, que aguardaba en el pasillo, emprendiera la fuga a la limitada velocidad que imponían sus piernas y el miedo a dar un traspié con sus inconsistentes sandalias.

Mientras retumbaban aún en los corredores los ecos de las zancadas del asustado Esteta, Astinus reanudó su interrumpida parrafada sin conceder importancia a su reacción.

—Te envuelve un misterio impenetrable, Caramon Majere —increpó al musculoso humano—, y no tolero que se me oculte nada de lo que acontece en el mundo. Conozco los pensamientos más íntimos de todo ente vivo, presencio sus acciones, interpreto los anhelos de sus corazones. Pero, por alguna razón, ignoro cómo he de traspasar el muro que tú interpones entre nosotros y eso me desquicia.

—Tas acaba de revelarte el secreto —replicó el guerrero, impertérrito.

Rebuscó en la mochila que llevaba suspendida del hombro, y que hallara en una casa deshabitada de la Ciudad Nueva, y sacó un enorme volumen encuadernado en piel, que, cuidadoso, dejó en la escribanía, delante del cronista.

—¡Es una de mis obras! —exclamó éste, desfigurado su rostro en una mueca enloquecida—. ¿De dónde ha salido? —interrogó, tan impaciente que gritó, más que pronunciar, la frase—. Ninguno de mis libros se presta a personas del exterior sin que yo esté al corriente y dé de antemano mi consentimiento. Bertrem…

—Fíjate en la fecha —le recomendó Caramon, tajante pero con el aplomo del que se había investido en los últimos tiempos.

Astinus le lanzó un furibundo escrutinio, que acto seguido dedicó también al libro. Consultó la fecha, como le habían indicado, presto a llamar al Esteta. Pero la invocación murió en su garganta con un audible siseo, cuando comprobó la época a la que correspondían aquellas cifras. Dilatadas las pupilas, se hundió en su butaca y volvió a observar, de hito en hito, a Caramon y al tomo.

—Entonces —recapituló— es el futuro al que aludía tu amigo lo que he logrado leer en tus facciones.

—El futuro que encierra este libro —puntualizó Caramon, dirigiendo al volumen una ojeada solemne.

—¡Estuvimos allí! —intervino el kender, alerta a su oportunidad—. Puedo contarte todas nuestras peripecias. Te garantizo que son fascinantes —propuso, desinteresadamente, al cronista—. Verás, regresamos a Solace. Pero va no era el burgo que un día nos albergó sino un lodazal, un paraje desolado. Incluso creí que nos habíamos catapultado a una de las lunas, pues había visualizado un satélite al activar mi compañero el ingenio arcano…

—Calla, Tas —le refrenó el luchador con amable autoridad, a la vez que apoyaba una mano en su brazo y le incitaba a partir.

En el trayecto hacia la puerta, el hombrecillo logró, pese a que Caramon guiaba sus pasos para prevenir imprevistos, volverse y proceder a una cortés despedida.

—Adiós, Astinus. Ha sido un placer departir contigo después de… antes…, bien, será mejor dejar a un lado las cuestiones temporales.

El historiador no lo escuchó, ni siquiera era consciente de que aún se hallaba en el estudio. El día en el que Caramon Majere le entregara el escrito fue el único en todo el devenir de Palanthas en el que no hubo nuevas aportaciones a su escrupulosa plasmación de cuanto allí concedía, salvo una breve nota:

En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 14, Caramon Majere me ha traído las Crónicas de Krynn, volumen 2.000, un tomo de mi puño y letra que nunca escribiré.

Para los palanthianos, el funeral de Elistan representó una póstuma ceremonia en alabanza a su admirada ciudad. El sepelio se celebró poco después del alba, como el clérigo pidiera, y asistieron todos los pobladores de la ciudad: viejos, jóvenes, ricos y pobres. Los heridos que no podían valerse fueron llevados en angarillas, las cuales se ordenaron sobre los agostados céspedes que una semana antes tapizaron los aledaños del Templo.

Uno de los heridos a los que hubo que ayudar fue Dalamar. Nadie manifestó su desaprobación, mientras, renqueante, caminaba sobre la hierba, seguido por Tanis y Caramon, a fin de ocupar su puesto debajo del álamo que se erguía, moribundo, junto a los setos. El motivo de la unánime aquiescencia era que, según las habladurías, el joven aprendiz de nigromancia había desafiado y vencido a la Dama Oscura, sobrenombre de Kitiara, acarreando así la derrota definitiva de sus huestes.

Elistan había expresado su voluntad de que sus restos descansaran en el santuario, lo que resultaba imposible dado que del edificio no quedaba más que la cúpula, una especie de concha marmórea totalmente hueca, y los tabiques que la sostenían. Amothus ofreció su panteón familiar. Pero Crysania declinó el ofrecimiento por considerarlo inapropiado. Sabedora de que Elistan se había iniciado en la fe cuando trabajaba como esclavo en las minas de Pax Tharkas, la Hija Venerable —matriarca ahora de la Iglesia— decretó que a su predecesor le fuera creado un ambiente evocador de aquella experiencia en una de las cavernas subterráneas del edificio y que, en el pasado, sirvieron de despensa.

Aunque esta decisión suscitó opiniones contrarias, nadie cuestionó las órdenes de la sacerdotisa. Se limpiaron y santificaron las grutas, eso sí, y se construyó un féretro digno con los fragmentos de mármol desprendidos del Templo. A partir de entonces, incluso en la época dorada que había de vivir la sagrada institución, cualquier clérigo de rango sería enterrado en tan humildes vericuetos, que acogerían a millares de peregrinos provenientes de todos los confines de Krynn.

Los congregados se instalaron en la explanada sin romper el silencio. Entretanto las aves, que nada entendían de muertos, guerras y dolor, pero que, por el contrario, eran sensibles al calor del sol, y al despuntar éste, se sentían más vivas, impregnaron el aire de trinos y gorjeos. Los rayos del astro diurno tiñeron de áureas tonalidades las cumbres montañosas, desterrando la negrura de la noche y brindando cierto consuelo a los ciudadanos, abrumados por el pesar.

Sólo una persona se levantó para hablar, para hacer el panegírico del sacerdote, y todos los fieles juzgaron oportuno que se encargara ella de recitarlo. Por un lado, porque iba ser su sucesora en el cargo y, por otro, porque los palanthianos coincidían en afirmar que en la insigne dama, en su desdicha, se sintetizaba el sufrimiento de la comunidad.

Circuló la noticia, recabada a través de medios de dudosa oficialidad, que aquella mañana era la primera que abandonaba el lecho desde que Tanis el Semielfo la trasladara de la Torre de la Alta Hechicería a la escalinata de la Gran Biblioteca, donde los eclesiásticos velaban por los heridos y los agonizantes. La mujer estuvo en el umbral de la muerte, pero la fuerza de sus arraigadas creencias y las plegarias de sus cuidadores le restituyeron la salud. Real o inventado, lo cierto era que su ceguera persistía y, al parecer, era incurable.

Sana o no, más o menos recuperada de su espantosa odisea, Crysania presidió la asamblea y, debido a su invidencia, pudo alzar los ojos hacia un cielo soleado que le estaba negado vislumbrar. Los rayos aureolaron su negra melena, que, a su vez, enmarcaba una faz sublimada por el nuevo brillo de la compasión, de la humanidad.

—Desde mis tinieblas —preludió su arenga, el epitafio de Elistan—, noto una grata tibieza en mi piel e intuyo que tengo el rostro vuelto hacia el rey de los astros. Ahora soy capaz de penetrar su ígnea esfera, porque obstruye mi visión una perenne oscuridad si vosotros me imitarais seríais pronto deslumbrados, ya que quienes poseen el sentido que a mí me falta se extravían en el exceso de luminosidad del mismo modo que, también aquellos que moran largo tiempo en la penumbra terminan por perder la noción de su propio universo.

»Me enseñó mi maestro, al que ahora honramos todos reunidos, que los mortales no han nacido para vivir de manera exclusiva en el sol ni en la sombra, sino que han de compaginar ambos. Adaptarse a estos mundos complementarios entraña riesgos si no se utilizan bien sus resortes, pero proporciona recompensas. Hemos soportado las pruebas de la sangre, de la negrura, del fuego. —En este punto se quebró su voz, y los asistentes más próximos vieron que las lágrimas se deslizaban por sus pómulos, lo que no le impidió reemprender su discurso en seguida y hacerlo, además, con renovada entereza—. Hemos experimentado vicisitudes equiparables a las que venció Huma y, al igual que en su caso, grandes han sido nuestros sacrificios. A cambio, albergamos el fortalecedor conocimiento de que nuestros espíritus se han redimido de sus flaquezas y que nuestra estrella es, quizás, una de las más refulgentes que pueblan los cielos.

»Algunos han elegido las sendas nocturnas con Nuitari, la luna negra, como brújula otros prefieren adentrarse en los caminos diurnos. Pero como me comunicó Elistan, uno de los mayores sabios que haya servido a la Iglesia, todos se han beneficiado del contacto de una mano o el aliento de un auténtico amigo aunque los caminos sean antagónicos y estén surcados de pedregales y espinas. La capacidad de amar, de preocuparnos de nuestro prójimo, nos es otorgada a la totalidad de las criaturas, es el mayor don que puedan hacer los dioses a las razas hermanas. Tal es el legado del inefable sacerdote que me ha precedido en el lugar que ahora ostento, y de él me propongo ser fiel continuadora.

»Nuestra portentosa urbe se ha consumido entre llamas —acometió el epílogo, y su acento adoptó aún mayor calidez—. Hemos sido separados de muchos de nuestros seres más allegados, y algunos considerarán la vida una carga demasiado pesada. Quienes así se sientan que extiendan la mano pues, al rozar la de otros que hayan alargado la suya hacia ellos, hallarán juntos la energía y la esperanza que precisan para no desfallecer.


Concluido el ritual, cuando los clérigos hubieron escoltado a Elistan al subterráneo donde había de inaugurarse una nueva tradición, Caramon y Tas fueron al encuentro de Crysania. Estaba la dama entre sus cofrades, cerrada su mano en torno al antebrazo de la muchacha que había de hacerle de lazarillo.

—Hija Venerable, alguien reclama tu atención —le avisó la joven acólita.

La sacerdotisa se giró y rogó al demandante:

—Deja que te toque.

—Soy Caramon —se identificó el guerrero, que era el que estaba más cerca— y me acompaña…

—Tas —se le adelantó el interesado, con voz dócil e incluso apagada para alguien de su alborotado carácter.

—¿Habéis venido a despediros? —indagó la sacerdotisa.

—Sí, partimos hoy —confirmó el luchador, amparando la mano femenina entre las suyas.

—¿Regresáis a Solace, o habéis planeado deteneros en algún otro sitio?

—De momento iremos a Solanthus, con nuestro amigo Tanis —especificó el hombretón dubitativo, casi titubeante—. En cuanto me haya repuesto del todo de la última epopeya, usaré el artilugio mágico para trasladarme a mi ciudad natal.

Crysania tomó una mano del guerrero, a fin de atraer a su dueño hacia ella, y musitó:

—Raistlin está en paz, Caramon. Y tú, ¿todavía pugnas contra ti mismo?

—No, nada de eso —negó el guerrero, ahora resuelto—. Me ha costado muchos sinsabores, pero he hallado el sosiego del que carecía. Lo que ocurre es que hay un sinfín de asuntos que debo tratar con el semielfo, y pretendo también poner mi vida en orden, organizarme. Lo primero que he de hacer —confesó, sonrojado— es aprender a edificar. Durante los meses en los que trabajé en mi nueva casa estaba casi siempre ebrio. Supongo que cometí mil desatinos.

Miró a la dama y ella, al presentirlo, sonrió, con un tinte rosáceo en las mejillas. Al reparar en el ensanchamiento de sus labios, así como en las secuelas de llanto que los flanqueaban, el viril humano se compadeció y, rodeando su cintura, confidencial, se lamentó:

—Estoy consternado. ¡Ojalá hubiera podido ahorrarte esta desgracia!

—No, Caramon, mi ceguera es en el fondo una bendición —le amonestó la sacerdotisa—. Como predijo Loralon, es ahora cuando veo de verdad. Adiós, amigo, sólo me resta desear que Paladine te libre de todo mal. —Dio por terminado su coloquio, y besó la mano con que él la ceñía.

—Que el dios del Bien inspire siempre los dictados de tu albedrío —se interfirió Tasslehoff con un hilillo de voz, teniendo la impresión repentina de ser un gusano insignificante—. Disculpa, Hija Venerable, los barullos que he armado.

Crysania, apartándose de Caramon, acarició el copete del kender y replicó:

—La mayoría de nosotros nos topamos en nuestra andadura con las encrucijadas que plantean la bondad, el día, y la oscuridad de lo maligno. Pero existe una minoría de elegidos que recorren su camino, el mundo, alumbrados por su propia luz y prescindiendo de los elementos externos.

—¿Lo dices en serio? —se horrorizó el hombrecillo con deliciosa ingenuidad—. Debe de ser muy tedioso viajar de un sitio a otro así cargado. Supongo que usarán una antorcha o un fanal una vela resultaría mucho más molesta, ya que la cera, al derretirse, mancharía su calzado y les conferiría un aspecto impresentable. Hablando de presentar —asoció—, ¿podrías citar el nombre de alguien de estas características? Me gustaría averiguar cómo se las arreglan.

—Tú eres uno de ellos —le aclaró Crysania—, y no creo que deba inquietarte la idea de ensuciarte las botas. Adiós, Tasslehoff Burrfoot. En tu caso, no necesito invocar la protección de Paladine, puesto que eres uno de sus amigos más íntimos.


—Y bien —abordó Caramon a Tas mientras ambos se abrían paso entre la muchedumbre—, ¿has determinado ya qué vas a hacer? Eres el propietario de la ciudadela flotante.

Amothus te la asignó en exclusiva, de manera que puedes visitar los parajes más recónditos de Krynn y quizás incluso una luna, si es eso lo que te apetece.

—Ya no tengo la nave voladora —informó el kender después de un lapso de mutismo. Era evidente que la conversación con Crysania le había afectado, hasta tal extremo que le costaba asimilar los razonamientos del guerrero—. Era demasiado grande y aburrida, una vez explorada un ala, las otras se le asemejaban como gotas de agua. Además, nunca habría llegado a los satélites —se quejó, ya más centrado—. ¿Sabías que cuando se eleva uno más de la cuenta le sangra la nariz? El ambiente se enfría, el edificio carece de comodidad y, por si fuera poco, las lunas están mucho más lejos de lo que en principio calculé. Si aún se hallara en mi poder el ingenio arcano… —insinuó, y espió de soslayo al grandullón.

—No, bajo ningún concepto —fue la radical negativa de éste—. Debo devolvérselo a Par-Salian.

—Podría ocuparme yo mismo de dárselo —sugirió, solícito, Tasslehoff—. Así tendría ocasión de exponerle los pormenores de las reparaciones que aplicó Gnimsh, mi irrupción en el hechizo… ¿No? —coreó el gesto del humano—. En tales circunstancias, lo más aconsejable es que me arrime a Tanis y a ti y os siga en vuestros desplazamientos. Si no os importuno, claro está.

Caramon, poco dado a remilgos y fingimientos, optó por el método de expresión más inconfundible. Abrazó a su compañero, con tal entusiasmo que hizo añicos algunos de los objetos de interés y valor imprecisos que éste había comenzado a coleccionar en sus saquillos.

—Por cierto —redondeó sus efusiones con palabras—, ¿qué has hecho con la ciudadela?

—Se la obsequié a Runce —le comunicó el kender, desenfadado, ondeando la mano en actitud displicente—, en premio a su ayuda.

—¡Al enano gully!

El guerrero estaba perplejo frente a tamaña insensatez.

—No puede gobernarla en solitario —le apaciguó el otro—. Aunque, si recurriera a otros de su raza, quizá activaría las dos partes del Timón —reconoció—. No había pensado en esta posibilidad.

—¿Dónde está ahora? —gimió Caramon.

—Hice aterrizar la fortaleza en un enclave precioso, en las afueras de una ciudad que estábamos sobrevolando —fue la incompleta descripción de Tasslehoff—. Runce se encaprichó de ella, de la ciudadela, naturalmente, no de la ciudad así que le pregunté si la quería y, al repetir él que le hacía mucha ilusión, la posé en un terreno desocupado.

»Nuestra llegada causó un enorme revuelo —continuó, jubiloso—. Un individuo salió a todo correr de su castillo, una mole que se izaba en una colina próxima a la llanura donde habíamos tomado tierra, e intentó expulsarnos arguyendo que aquélla era su hacienda y no teníamos derecho a plantar nuestra propia mansión. Montó un terrible alboroto, pero no me dejé amilanar y señalé que su alcázar no cubría más que una zona reducida del territorio, amén de impartirle ciertos consejos sobre el placer de compartir que, de haberme escuchado, le habrían resultado harto beneficiosos. Runce, que nada entiende de reyertas ni de tácticas, le dijo que instalaría en la ciudadela al clan Burp para vivir allí todos juntos, y el hombre de las protestas sufrió un ataque de nervios que obligó a sus servidores a recogerlo y acostarlo en sus aposentos. Los habitantes del burgo no tardaron en hacer un corro en nuestro derredor. Pero, pasada la primera emoción, me hastié de tantas demostraciones. Suerte que Ígneo Resplandor accedió a transportarme de regreso a Palanthas.

—¿Por qué no me he enterado yo antes de tan sorprendente historia? —indagó Caramon, realizando un esfuerzo para aparentar indignación.

—Ha sido un fallo involuntario —se excusó el kender—. Las cuitas que me han abrumado últimamente han eclipsado los hechos anecdóticos.

—Sí, Tas, me hago cargo —le calmó su amigo—. En lo concerniente a tu futuro —aventuró, convencido de que el vocablo «cuitas» englobaba una serie de cábalas sobre cómo debía orientar su existencia—, ayer te vi en secreto conciliábulo con otro kender y me planteé si no serías más feliz regresando a tu patria. Recuerdo que en un momento de sinceridad admitiste que sentías añoranza de Kendermore.

Una inusitada tristeza empañó las pupilas de Tasslehoff mientras, arropando su mano entre las palmas del gigantesco humano, le hacía partícipe de un reciente descubrimiento.

—Ni siquiera puedo parlotear ya con los de mi raza, Caramon. Si me he acercado a ellos, ha sido con el fin de constatar qué vínculos me ataban a ellos, y mis pesquisas me han acabado de desengañar —susurró, meneando impetuoso la cabeza e indiferente a los balanceos del copete—. Quise relatarles las hazañas de Fizban y su sombrero, las villanías de Raistlin y la muerte del genial Gnimsh. No han comprendido una palabra, ni tampoco les importa. Es duro solidarizarse, amigo, ya que la clave del compañerismo estriba en no rehuir el dolor —sentenció, y procedió a enjugarse los húmedos lagrimales.

—En efecto, Tas —ratificó el guerrero—. Pero, aunque se pasan amargos tragos, siempre es preferible a estar vacío por dentro.

Se internaron en una arboleda. Tanis les aguardaba debajo de un álamo. Al divisarlos, el semielfo echó a andar hacia ellos y, situándose en medio, pasó un brazo por sus respectivos hombros.

—¿Preparado? —preguntó al poderoso luchador.

—A tu entera disposición.

—Estupendo. He mandado embridar los caballos y los tengo aquí mismo. Se me ocurrió que nos convenía cabalgar para despejarnos —justificó el barbudo semielfo la ausencia de un carruaje—, así que despaché al cochero. No, no es cierto —rectificó sin que nadie le acusara—. Si me he liberado del vehículo, ha sido porque detesto estar encerrado en sus asfixiantes paredes. Laurana también lo aborrece, aunque antes se dejaría matar que confesarlo. El campo luce sus mejores galas en esta estación del año. Disfrutémoslas.

Montaron a la grupa de los caballos e iniciaron su itinerario, a través de una avenida de negruzcas ruinas que conducía a los arrabales de Palanthas. Los grupos que, tras abandonar el escenario del funeral, se dirigían a sus casas para recomponer los fragmentos desgarrados de sus vidas, oyeron los ecos de la voz del kender bastante rato después de su marcha.

—Si mis datos no son erróneos, Tanis —arremetió éste—, ahora resides en Solanthus. Hay allí un calabozo digno de ganar un concurso —continuó, ya que era superflua cualquier puntualización que el semielfo pudiera hacer— nunca olvidaré mí confinamiento en sus celdas. Me enviaron por un malentendido, huelga decirlo, debido a una tetera que fue a parar accidentalmente a mis bolsas…


Dalamar trepó por la empinada y retorcida escalera que desembocaba en el laboratorio sito en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería. Si practicaba este ejercicio, en lugar de catapultarse mediante la magia, era por una sola razón: aquella noche le esperaba un largo viaje. Aunque los clérigos de Elistan habían sanado sus heridas, estaba todavía débil y había de reservar sus energías.

Más tarde, cuando la luna negra se hallara en su cenit, surcaría los vapores celestes hasta la mole gemela de Wayreth, donde se había convocado uno de los cónclaves más importantes de la presente era. Par-Salian sería formalmente derrocado como máximo mandatario de la Orden y habría que elegir a su sucesor, un título que recaería con toda probabilidad en la persona de Justarius, de los Túnicas Rojas. Dalamar, que aún no había conquistado la respetabilidad que confiere el poderío, encontraba justa la sustitución, si bien no sólo le animaba a asistir el cumplimiento del deber, que le exigía aportar su voto, sino otras ambiciones más secretas. Esta noche debía nombrarse, también, a un nuevo caudillo de los nigromantes, y no le cabía ninguna duda acerca de quién sería el afortunado.

Había ultimado todos los preparativos antes de partir. Los guardianes tenían sus instrucciones: ninguna criatura, viva ni muerta, debía entrar en la Torre durante su ausencia. No contaba en realidad con que eso sucediera, ya que el Robledal de Shoikan, incombustible a los incendios que destruyeron el resto de Palanthas, permanecía en una perpetua y tétrica vigilia. Pero la regla de aislamiento que había regido en la Torre a través de las generaciones pronto sería abolida y cualquier precaución era poca.

Por mandato del elfo, se habían remozado y amueblado diversas estancias del edificio. El nuevo amo proyectaba convivir con sus futuros aprendices, sobre todo Túnicas Negras, aunque también algún acólito de la Neutralidad, si, tras un examen previo, discernía en él facultades prometedoras. No estaba dispuesto a morir sin transmitir a los más jóvenes la habilidad, la erudición que obtuviera de su maestro, ni tampoco —recapacitó en un alarde de franqueza— le desagradaba la compañía de seres que amenizasen su vida.

Antes de fundar la escuela, y poniendo punto final a los preliminares, había una sagrada misión a la que no podía sustraerse. Esa misión fue la que le forzó a ascender hasta el laboratorio.

Se detuvo en el umbral. No había pisado la cámara desde el día fatídico en el que Caramon traspasara el Portal y pusiera su maltrecho cuerpo en manos de los sacerdotes. Ahora era de noche y reinaba una densa penumbra en el recinto. Siseó un único vocablo y prendieron los pabilos en sus ornamentados soportes, los candelabros de plata, caldeando la atmósfera al derramar los parpadeantes destellos de las llamas. Pero las sombras no se disiparon. Pulularon en los rincones cual entes vibrantes, fantasmagóricos.

Tras agarrar uno de los candelabros, Dalamar recorrió e inspeccionó la sala. Seleccionó varios artículos, como pergaminos, una varita y media docena de sortijas, que envió a su propio estudio valiéndose de su arte.

Pasó junto a la esquina donde pereciera Kitiara. Su sangre, lúgubre recordatorio, formaba todavía en el suelo un charco de irregular contorno, y prevalecía en aquella zona un frío antinatural que incitó al elfo a no demorarse. Alcanzó la mesa de piedra con sus tarros y alambiques y, aprisionados en las cristalinas superficies, columbró un par de ojos suplicantes. De nuevo un encantamiento los cerró para toda la eternidad.

Llegó al fin frente al Portal. Las cinco cabezas de dragón, encaradas con un imperecedero vacío, perseveraban en su loa silenciosa, congelada, a la Reina. La única luz que brotaba de sus mortecinas máscaras de metal eran las reverberaciones de las velas. El mago se asomó a la nada, la escrutó unos minutos y tiró de un cordón de seda que pendía del techo. Una cortina de aterciopelados pliegues carmesí veló la abertura que, en aquella inactividad, parecía inofensiva.

Dio entonces media vuelta, y se aproximó a las estanterías de libros que se apiñaban en el muro trasero del laboratorio. Bajo los oscilantes resplandores brillaron unas hileras de ejemplares encuadernados en azul marino y decorados con runas argénteas, de los que manaba un aire glacial. Contenían los encantamientos de Fistandantilus, ahora suyos.

Y, allí donde terminaba esta sucesión de volúmenes, se alineaban otros de lomo negro y símbolos similares. La particularidad del segundo compendio radicaba, Dalamar así lo notó al tocar uno, en que destilaban un calor interior que les infundía un hálito vital. En sus páginas se acumulaban los sortilegios de Raistlin, que, asimismo, le pertenecían tras condenarse el archimago.

Dalamar revisó minuciosamente las cubiertas, como si su intelecto hubiera de traspasarlas e imbuirse de los prodigios, los misterios y el poder que atesoraba cada pergamino, cada apartado. Ya en el límite de los anaqueles, al lado casi de la puerta, empleó la telequinesia para posar el candelabro en la mesa y, sujetando el picaporte, atisbo un último objeto antes de salir.

En un sombrío ángulo, estaba, erguido, el Bastón de Mago. El observador contuvo el resuello al detectar un fulgor en el globo de la empuñadura, una pieza extinta desde la trágica jornada, y grande fue su alivio al verificar que se trataba tan sólo del reflejo de las llamas. Apagó las velas, no de un soplo sino mediante un versículo, y la cámara volvió a fundirse en las tinieblas.

Con un suspiro, no sin dirigir una ojeada al lugar donde se alzaba la vara para asegurarse de que se había difuminado, el elfo oscuro abandonó el laboratorio y atrancó el acceso. Alcanzó acto seguido un cofre de madera situado en una hornacina del descansillo, retiró de la cavidad una llave de plata y la insertó en una cerradura de idéntico metal, cuyo primoroso diseño no habían tallado los cerrajeros, ni aun los orfebres, de Krynn. Hizo girar el argénteo instrumento mientras recitaba unas frases arcanas y oyó un chasquido, señal de que el mecanismo, la trampa de nefandos efectos, había sido accionada.

Llamó a uno de los guardianes. Las descarnadas cuencas oculares de éste avanzaron por el piso hasta inmovilizarse delante de él.

—Toma esta llave y custódiala hasta el final de los tiempos —le encargó—. No se la des a nadie, ni siquiera a mí. Tu puesto estará, a partir de hoy, en la puerta, que no dejarás atravesar a ningún ente, sea cual fuere su plano de existencia. Infligirás una rápida muerte al intruso que pretenda burlarte.

El espectro cerró los ojos, si así podían denominarse, para significar su asentimiento. Tras iniciar el descenso de la escalera, Dalamar se volvió una vez y vio aquel par de incorpóreas pupilas enmarcadas en la entrada, acechantes en la oscuridad.

El nigromante esbozó una sonrisa y, satisfecho, se alejó.

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