Capítulo3

El lunes por la mañana, cuando Maddy fue a trabajar, se encontró con Greg, lo siguió a su despacho y se sirvió una taza de café.

– ¿Qué tal fue el fin de semana de la más elegante y famosa presentadora de televisión de Washington? -Le gustaba bromear sobre la vida que llevaba Maddy y sobre el hecho de que ella y Jack acudían con frecuencia a la Casa Blanca-. ¿Pasaste el fin de semana con nuestro presidente? ¿O te limitaste a ir de compras con la primera dama?

– Muy gracioso, tontaina -respondió ella y bebió un sorbo del humeante café. Todavía estaba alterada por la confesión de Janet McCutchins-. Lo cierto es que Jack comió con él el sábado en Camp Davis.

– Gracias a Dios que nunca me decepcionas. Me mataría enterarme de que tuviste que hacer cola en el lavadero de coches, como el resto de los mortales. Vivo mi vida a través de ti. Espero que lo tengas en cuenta. Todos lo hacemos.

– Créeme, no es tan emocionante como crees. -De hecho, ella no sentía que aquella fuese su vida. Tenía la sensación de que disfrutaba de parte de la celebridad que le correspondía a su marido-. Los McCutchins pasaron el fin de semana con nosotros en Virginia. Dios, él es un hombre despreciable.

– Un senador apuesto. Y muy distinguido. -Greg sonrió de oreja a oreja.

Maddy guardó silencio unos instantes, hasta que decidió confiar en Greg. Desde que habían empezado a trabajar juntos, se habían hecho íntimos; eran casi como hermanos. Ella no tenía muchos amigos en Washington: le faltaba tiempo para hacerlos, y cuando los hacía, a Jack no le caían bien y la obligaba a dejar de verlos. Ella nunca se quejaba, porque Jack la mantenía tan ocupada que prácticamente siempre estaba trabajando. Cada vez que conocía a una mujer con la que congeniaba, Jack salía con alguna objeción: la amiga en cuestión era gorda, fea, inapropiada para ella, indiscreta o, en opinión de él, tenía envidia de Maddy. Mantenía a su esposa cuidadosamente alejada del resto del mundo e inconscientemente aislada. Las únicas personas con las que podía intimar eran sus compañeros de trabajo. Sabía que Jack tenía buenas intenciones y que solo deseaba protegerla, de manera que no le importaba, pero eso significaba que el ser más cercano a ella era Jack, y en los últimos años, también Greg Morris.

– Este fin de semana pasó algo muy desagradable. -Comenzó con cautela, un poco incómoda por divulgar el secreto de Janet. Maddy sabía que ella no querría que la gente hablase del tema.

– ¿Te rompiste una uña? -bromeó Greg,

Ella siempre reía sus bromas, pero esta vez permaneció seria.

– Tiene que ver con Janet.

– Parece una mujer sosa y anodina. Solo la he visto un par de veces, en las fiestas del senado.

Maddy suspiró y decidió dar el salto. Confiaba plenamente en Greg.

– Él le pega.

– ¿Qué? ¿El senador? ¿Estás segura? Es una acusación muy grave.

– Sí, pero yo le creo. Me enseñó los moretones.

– ¿Esa mujer no está mal de la cabeza? -preguntó Greg con escepticismo. Era la misma reacción que había tenido Jack, y a Maddy le molestó.

– ¿Por qué los hombres siempre dicen cosas parecidas sobre las mujeres maltratadas? ¿Si te hubiera dicho que ella lo golpeó con un palo de golf me habrías creído? ¿O habrías dicho que ese gordo cabrón estaba mintiendo?

– Lamento decir que probablemente le creería. Porque los hombres no mienten cuando dicen esas cosas. Es muy raro que un hombre sea maltratado por una mujer.

– Las mujeres tampoco mienten. Pero la gente como tú, y como mi marido, les hacen creer que tienen la culpa de que las maltraten y que deben mantenerlo en secreto. Sí, es cierto que ella estuvo ingresada en un psiquiátrico, pero a mí no me parece que esté loca, y sus cardenales no fueron producto de mi imaginación. La tiene aterrorizada. Había oído que era un hijo de puta con sus colaboradores, pero no sabía que maltrataba a su esposa. -Nunca había hablado abiertamente de su pasado con Greg. Como muchas mujeres en su situación, se sentía responsable de lo que le había ocurrido y lo ocultaba como si se tratase de un secreto vergonzoso-. Le prometí ayudarla a encontrar un lugar seguro. ¿Tienes idea de por dónde debo empezar?

– ¿Qué te parece la Coalición por las Mujeres? La dirige una amiga mía. Y lamento lo que acabo de decir. Debería ser más listo.

– Sí, desde luego. Pero gracias, llamaré a tu amiga.

Él escribió un nombre en un papel y Maddy lo miró. Fernanda Lopez. Recordaba vagamente haberle hecho un reportaje poco después de entrar a trabajar en la cadena. Hacía cinco o seis años de aquello, pero esa mujer había causado una fuerte impresión a Maddy. Cuando la llamó desde su despacho, le dijeron que se había tomado un año sabático y que la mujer que la reemplazaba estaba de baja por maternidad. Volvería dentro de dos semanas. Cuando explicó lo que quería, le dieron unos cuantos nombres y números de teléfono. Pero en todas partes respondía un contestador automático, y cuando llamó a la línea de emergencia para mujeres maltratadas, esta comunicaba. Tendría que volver a intentarlo más tarde. Luego se entretuvo trabajando con Greg y no volvió a pensar en el tema hasta las cinco de la tarde, la hora de salir en antena, así que se prometió que llamaría por la mañana. Si Janet había sobrevivido todos esos años, sin duda seguiría viva a la mañana siguiente. Sin embargo, Maddy quería hacer algo al respecto. Era obvio que Janet estaba demasiado paralizada por el miedo para ayudarse a sí misma, una situación que no tenía nada de novedoso.

Cuando Greg y Maddy salieron al aire a las cinco, cubrieron la habitual variedad de noticias locales, nacionales e internacionales, y un accidente aéreo en el aeropuerto JFK ocupó la mayor parte del informativo de las siete y media.

Esa noche Jack tenía otra cita con el presidente, de manera que Maddy volvió a casa sola, especulando sobre el asunto que los mantenía tan ocupados. Al llegar a casa volvió a pensar en Janet y se preguntó si debía llamarla. Pero decidió no hacerlo, pues temía que Paul escuchara las conversaciones de su mujer.

Maddy leyó una serie de artículos que tenía apartados desde hacía tiempo y echó un vistazo a un libro sobre los últimos tratamientos contra el cáncer de mama para ver si merecía la pena entrevistar al autor. Luego se hizo la manicura y se metió en la cama temprano. Oyó llegar a Jack cerca de medianoche, pero estaba demasiado cansada para charlar y volvió a quedarse dormida antes de que él se acostara a su lado. Por la mañana, lo oyó entrar en el cuarto de baño y abrir el grifo de la ducha.

Cuando bajó, él estaba en la cocina leyendo el Wall Street Journal. Alzó la vista y le sonrió. Maddy llevaba tejanos, un jersey rojo y mocasines rojos de Gucci. Tenía un aspecto fresco, joven y atractivo.

– Haces que me arrepienta de no haberte despertado anoche -dijo él con una sonrisa, y Maddy rió mientras se servía una taza de café y cogía el periódico.

– Con tantas reuniones, es obvio que el presidente y tú estáis tramando algo gordo. Debo tratar de ser más interesante que un cambio de gabinete.

– Puede que lo seas -respondió él sin dar explicaciones y ambos se concentraron en la lectura. De repente, Jack oyó un gemido y miró a Maddy-. ¿Qué pasa?

No pudo hablar por unos instantes. Trató de seguir leyendo el artículo, pero las lágrimas la cegaron y alzó la vista para mirar a su marido.

– Janet McCutchins se suicidó anoche. Se cortó las venas en su casa de Georgetown. Uno de los niños la encontró y llamó a urgencias, pero ya estaba muerta cuando llegaron. Dicen que tenía hematomas en los brazos y las piernas y que al principio sospecharon que se trataba de un asesinato, pero el marido explicó que la noche anterior ella había tropezado con el monopatín de uno de sus hijos y había caído por la escalera. El muy hijo de puta… él la mató. -Estaba agitada, casi sin aliento, y sintió cómo su cuerpo entero se tensaba al pensar en ello.

– Él no la mató, Maddy -dijo Jack en voz baja-. Se suicidó. Acabas de decirlo.

– Sin duda pensó que no tenía otra salida -repuso Maddy con un hilo de voz, y recordó esa sensación con total claridad mientras miraba a su marido-. Si tú no me hubieras sacado de Knoxville, yo habría hecho lo mismo.

– Eso es una tontería, y lo sabes. Primero lo habrías matado a él. Esa mujer estaba enferma; había sufrido trastornos mentales. Seguramente tendría otras razones para hacer lo que hizo.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Por qué te niegas a creer que ese gordo cabrón la maltrataba? ¿Tan increíble te parece? ¿Tan buena es tu opinión de él? ¿Por qué no es posible que ella dijera la verdad? ¿Porque es una mujer? -La enfureció escucharlo, y recordó que incluso Greg había puesto en duda la versión de Janet-. ¿Por qué la mujer siempre ha de ser la que miente?

– Puede que no lo hiciera, pero el hecho de que se haya suicidado respalda la teoría de que estaba desequilibrada.

– Respalda la teoría de que pensaba que no tenía otra forma de escapar y de que estaba desesperada. Lo bastante desesperada para dejar huérfanos a sus hijos, e incluso para arriesgarse a que uno de ellos descubriera su cadáver.

Mientras él hablaba, Maddy lloraba y respiraba con gemidos entrecortados. Sabía lo que era sentirse tan angustiada, tan aterrorizada y arrinconada que no parecía haber escapatoria. Si no hubiera sido joven y bonita, y si Jack no la hubiese querido para su cadena de televisión, habría acabado como Janet McCutchins. Y no creía que Jack tuviera razón cuando decía que antes habría matado a Bobby Joe. Había pensado en el suicidio más de una vez en las terribles noches en que él estaba borracho y ella tenía los labios y los ojos hinchados como consecuencia del último acto de violencia. Era fácil comprender lo que había sentido Janet. Entonces recordó las llamadas que había hecho por ella el día anterior desde su despacho.

– Ayer llamé a la Coalición los Las Mujeres y a una línea de ayuda. Mierda, ojalá la hubiera telefoneado anoche. Tuve miedo de que Paul interceptara la llamada y le crease problemas.

– No podías ayudarla, Mad. No te castigues. Esto lo demuestra.

– Maldita sea, esto no prueba nada, Jack. No estaba loca, sino aterrorizada. ¿Y cómo sabes dónde estaba él, o lo que le había hecho antes de que ella se suicidara?

– Es un idiota, pero no un asesino. Apostaría mi vida a que es así -respondió con calma, y Maddy se enfureció aún más.

– ¿Desde cuándo sois tan buenos amigos? ¿Cómo demonios sabes lo que le hizo? No tienes ni idea de lo que es vivir así.

Sentada a la mesa de la cocina, lloró por una mujer que apenas conocía pero que había recorrido el mismo camino que ella. Maddy sabía que era una de las afortunadas sobrevivientes. Janet no había tenido tanta suerte.

– Sé lo que es vivir así -respondió él con suavidad-. Cuando me casé contigo, tenías pesadillas espantosas y dormías en posición fetal, protegiéndote la cabeza con los brazos. Lo sé, pequeña, lo sé… Yo te salvé…

– Sé que lo hiciste -respondió ella, sonándose la nariz y mirándolo con tristeza-. Nunca lo olvidaré… Pero siento compasión por Janet… Piensa en lo que habrá sentido antes de suicidarse. Su vida debió de ser un horrible martirio.

– Supongo que sí -dijo él con frialdad-, y lo lamento por Paul y los niños. Será un duro trance para todos. Espero que la prensa no se ensañe con el caso.

– Yo espero que algún reportero joven lo investigue y saque a la luz lo que él le estaba haciendo. No solo por ella, sino por todas las mujeres que siguen vivas y se encuentran en la misma situación.

– Es difícil entender por qué no se marchó si las cosas iban tan mal como decía. Podría haberlo dejado. No necesitaba suicidarse.

– Puede que ella creyera que sí -sugirió Maddy, comprensiva. Pero Jack permaneció impasible.

– Tú escapaste, Maddy. ¡Ella podría haber hecho lo mismo! -dijo con firmeza.

– Tardé ocho años en decidirlo, y tú me ayudaste. No todo el mundo tiene tanta suerte. Y yo escapé por los pelos y con la ayuda de Dios. Si hubiera seguido un año más con él, tal vez me habría matado.

– Tú no lo hubieses permitido. -Jack parecía convencido, pero Maddy no lo estaba tanto.

– Dejé las cosas como estaban durante mucho tiempo, hasta que apareciste tú. Mi madre se resignó a la situación hasta que mi padre murió. Y te juro que luego lo echó de menos hasta el final de sus días. Esas relaciones son más patológicas de lo que la gente cree, tanto para el agresor como para la víctima.

– Interesante interpretación -repuso él, otra vez con escepticismo-. Creo que algunas personas buscan los malos tratos, o los esperan, o los permiten, sencillamente porque son demasiado débiles para hacer algo al respecto.

– Tú no sabes nada del tema, Jack -dijo Maddy con voz tensa mientras salía de la cocina y se dirigía a la planta alta a buscar el bolso y la chaqueta.

Bajó con una americana azul marino de impecable corte y se puso pequeños pendientes de diamantes. Siempre estaba perfectamente arreglada y vestida, tanto en casa como en el trabajo. Nunca sabía con quién podía cruzarse, y la gente la reconocía en todas partes.

Esa mañana fueron en silencio hasta la cadena de televisión. Maddy estaba molesta por algunas cosas que había dicho Jack, y no quería discutir con él. Pero Greg la estaba esperando en el despacho: había leído la noticia y parecía angustiado.

– Lo siento, Maddy, debes de sentirte fatal. Sé que querías ayudarla. Pero es posible que no lo hubieras conseguido.

Era obvio que intentaba consolarla, pero ella se volvió y saltó en cuanto terminó de hablar.

– ¿Por qué? ¿Porque era una psicótica, como todas las mujeres maltratadas, y deseaba cortarse las venas? ¿Eso es lo que crees?

– Lo único que digo es que tal vez estuviese demasiado asustada para escapar, como alguien que se queda paralizado de miedo en el campo de batalla. -No pudo evitar añadir-: ¿Por qué crees que lo hizo? ¿Porque él la maltrataba, o porque estaba desequilibrada?

La pregunta enfureció a Maddy.

– Es lo que piensa Jack, lo que piensa la mayoría de la gente: que casi todas las mujeres que se encuentran en esa situación están locas de antemano, con independencia de lo que les hagan sus maridos. Nadie entiende por qué esas mujeres no se marchan. Bueno, algunas no pueden… simplemente no pueden… -Rompió a llorar, y Greg la rodeó con sus brazos.

– Lo sé, cariño, lo sé… Lo siento… Pero puede que no hubieras podido salvarla. -Hablaba con tono tranquilizador y su abrazo reconfortó a Maddy.

– Yo quería… quería… ayudarla… -Los sollozos se hicieron incontrolables cuando pensó en lo mucho que debía de haber sufrido Janet para llegar a esa decisión y en la angustia que estarían sintiendo sus hijos por la pérdida de su madre.

– ¿Cómo vas a presentar la noticia? -preguntó Greg cuando ella recuperó la compostura.

– Me gustaría hacer un comentario sobre las mujeres maltratadas -respondió con aire pensativo mientras Greg le tendía una taza de café.

– Han eliminado esa sección del programa, ¿recuerdas?

– De todas maneras, le diré a Jack que quiero hacerlo -dijo con firmeza, y Greg meneó la cabeza-. Me gustaría destruir a McCutchins.

– Yo en tu lugar no haría nada parecido. Y Jack no te permitiría hacer un comentario al respecto. Da igual que te acuestes con él todas las noches, hemos recibido órdenes de arriba. Nada de comentarios políticos o sociales; solo noticias objetivas. Lo contaremos como sucedió, sin añadidos.

– ¿Qué va a hacer? ¿Despedirme? Además, esta es una noticia objetiva. La mujer de un senador comete un suicidio después de ser maltratada por su marido.

– Si conozco a Jack, te aseguro que no permitirá que digas eso, ni que comentes el tema a menos que tomes la cadena a punta de pistola. Y francamente, creo que eso no le gustaría, Maddy.

– Lo sé, pero pienso hacerlo de todas maneras. Por el amor de Dios, salimos en directo, no pueden cortarme sin causar una rebelión o un escándalo. Así que haremos un último comentario y luego pediremos disculpas. Si Jack se enfada, aguantaré el chaparrón.

– Eres una mujer valiente -dijo Greg con la gran sonrisa blanca que encandilaba a las mujeres con las que salía. Era uno de los solteros más cotizados de Washington, y con razón. Era inteligente, apuesto, honrado y con éxito, una combinación altamente deseable. Y de una manera totalmente inocente, Maddy estaba loca por él; le encantaba trabajar a su lado-. Yo no me atrevería a desafiar a Jack Hunter ni a quebrantar una de sus normas.

– Yo tengo influencias -repuso ella esbozando su primera sonrisa desde que había leído la noticia del suicidio de Janet McCutchins.

– Sí, y las mejores piernas de la cadena. Eso tampoco viene mal -bromeó.

Pero a las cinco de la tarde, cuando ella y Greg salieron en antena por primera vez, Maddy estaba nerviosa. Se la veía tan serena y compuesta como de costumbre, con su jersey rojo, su impecable peinado y sus sencillos pendientes de diamantes. Pero Greg la conocía lo bastante bien para detectar su ansiedad durante la cuenta atrás.

– ¿Lo harás? -preguntó pocos segundos antes de salir al aire.

Ella asintió con la cabeza y luego, citando la cámara tomó un primer plano suyo, sonrió, se presentó y presentó a su colaborador. Transmitieron las noticias como siempre, trabajando en perfecta armonía y por turnos. Por fin Greg, sabiendo lo que seguía, giró su silla, y la cara de Maddy se volvió instantáneamente seria mientras miraba a la cámara.

– En el informativo de hoy ha habido una noticia que nos afecta a todos; aunque a algunos más que a otros. Es la noticia sobre Janet Scarborough McCutchins, que se suicidó en su casa de Georgetown dejando tres hijos. Sin duda es una tragedia, y nadie puede decir con seguridad que sufrimientos empujaron a la señora McCutchins a quitarse la vida, pero hay preguntas que no pueden pasarse por alto y que quizá nunca tengan respuesta. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué terrible angustia sufrió en ese momento y antes? ¿Y por qué nadie escuchó o vio su desesperación? En una conversación reciente, Janet McCutchins me confesó que había estado hospitalizada durante una breve temporada a causa de una depresión. Pero una fuente cercana a la señora McCutchins ha informado que lo que la indujo a suicidarse podría haber sido un caso de violencia doméstica. Si es así, Janet McCutchins no sería la primera mujer que se quita la vida en lugar de huir de una situación de malos tratos. Tragedias como esta suceden demasiado a menudo. Es posible que Janet McCutchins tuviese otras razones para suicidarse. Quizá su familia, o su marido, sus amigos íntimos o sus hijos sepan por qué lo hizo. Pero su muerte nos recuerda que algunas mujeres se enfrentan al dolor, el miedo y la desesperación. Yo no puedo decirles por qué ha muerto Janet McCutchins. No estoy en posición de hacer conjeturas. Nos han dicho que dejó una carta para sus hijos, y estoy segura de que jamás nos enteraremos de su contenido.

»Pero no podemos menos de preguntarnos por qué cuando una mujer llora el mundo hace oídos sordos y muchos de nosotros decimos: “Debe de pasarle algo… Puede que esté loca”. ¿Y si no lo está? Todos los días mueren mujeres por voluntad propia o en manos de aquellos que las maltratan. Y con excesiva frecuencia no les creemos cuando nos cuentas sus sufrimiento, o les restamos importancia. Quizá sea demasiado doloroso escucharlas.

»Las mujeres que hacen estas cosas no están locas ni desequilibradas, no fueron demasiado holgazanas o tontas para marcharse. Tenían miedo de hacerlo. Eran incapaces. A veces, estas mujeres prefieren quitarse la vida. O consienten la situación durante demasiado tiempo y dejan que sean sus maridos quienes las maten. Eso ocurre. Es un hecho. No podemos volverles la espalda a esas mujeres. Debemos ayudarlas a encontrar una salida.

»Ahora les pido que recuerden a Janet McCutchins. Y la próxima vez que se enteren de una muerte como esta, pregúntese ¿por qué? Y al hacerlo, guarden silencio y escuchen la respuesta, por aterradora que sea.

»Les ha hablado Maddy Hunter. Buenas tardes.

Pasaron directamente a la publicidad y todo el mundo en el estudio se volvió loco. Nadie se había atrevido a interrumpirla, e hipnotizados por sus palabras no habían hecho una pausa para los anuncios. Greg sonrió y chocó los cinco con ella, que respondió con otra gran sonrisa.

– ¿Qué tal he estado? -preguntó con un murmullo ahogado.

– Como dinamita. Calculo que recibiremos una visita de tu marido en aproximadamente cuatro segundos.

Y así fue: Jack irrumpió en el estudio como un tornado, temblando con violencia mientras se aproximaba a Maddy. Se detuvo a escasos centímetros de ella y le gritó en la cara:

– ¿Te has vuelto completamente loca? ¡Paul McCutchins va a buscarme la ruina!

Maddy palideció, pero no retrocedió. Se mantuvo firme, aunque también ella estaba temblando. Solía asustarse cuando él -o cualquier otra persona- se enfurecía con ella, pero esta vez pensó que había merecido la pena.

– He dicho que una fuente cercana dijo que podría haber un caso de violencia doméstica. Por Dios, Jack, yo vi sus cardenales. Ella me dijo que él le pegaba. ¿Qué conclusión sacas cuando comete un suicidio al día siguiente? Lo único que he hecho es pedir a la gente que reflexione sobre las mujeres que se quitan la vida. Legalmente, no podrá hacernos nada. Si fuese necesario, yo podría testificar sobre lo que Janet me contó.

– Y es muy probable que tengas que hacerlo, ¿Estas sorda? ¿No sabes leer? ¡Dije que nada de comentarios, y hablaba en serio!

– Lo lamento, Jack. Tenía que hacerlo. Se lo debía a Janet y a otras mujeres en su situación.

– Oh, por el amor de Dios…

Se mesó el pelo, incapaz de creer lo que le había hecho Maddy y que los encargados del estudio no se lo hubiesen impedido. Habrían podido cortar la transmisión, pero se abstuvieron. Les había gustado lo que Maddy había dicho sobre las mujeres maltratadas. Además, Paul McCutchins tenía fama de agresivo, tanto en el trato personal como con sus empleados, y en su juventud se había visto involucrado en innumerables peleas de bar. Era uno de los senadores más odiados de Washington, y su carácter violento se manifestaba a menudo. Nadie había deseado defenderlo y a todos les había parecido perfectamente probable -aunque Maddy no lo hubiera dicho con todas las letras- que maltratara a su mujer. Jack seguía paseándose por el estudio, gritando a todos los presentes, cuando Rafe Thompson, el productor, acudió a avisarle que el senador McCutchins estaba al teléfono.

– ¡Mierda! -gritó a su esposa-. ¿Qué te apuestas a que va a demandarme?

– Lo siento, Jack – respondió ella en voz baja, aunque sin remordimientos.

En ese momento apareció el asistente de producción y le dijo que tenía una llamada de la primera dama. Los dos se dirigieron hacia distintos teléfonos y mantuvieron conversaciones muy diferentes. Maddy reconoció la voz de Phyllis Armstrong de inmediato y la escuchó con temor.

– Estoy muy orgullosa de usted, Madeleine -dijo con claridad la voz de la mujer madura-. Lo que ha hecho fue un acto muy valiente y necesario. Ha sido un comentario brillante, Maddy.

– Gracias, señora Armstrong -respondió con mayor serenidad de la que sentía. No le contó que Jack estaba furioso.

– Hacía tiempo que quería llamarla para invitarla a formar parte de la Comisión sobre la Violencia contra las Mujeres. De hecho, le pedí a Jack que se lo comentara.

– Lo hizo. Me interesa mucho.

– Desde luego, él me dijo que estaría encantada de participar, pero yo quería oírlo de sus propios labios. Nuestros maridos tienen tendencia a proponernos para actividades que no queremos realizar. El mío no es una excepción.

Maddy sonrió, y se sintió mejor ante la costumbre de Jack de ofrecer sus servicios y su tiempo. Le parecía una falta de respeto que expresara opiniones o tomara decisiones en nombre de ella.

– En este caso, Jack no se equivocó. Me encantaría participar.

– Me alegra oírlo. Celebraremos la primera reunión este viernes, en mi despacho privado de la Casa Blanca. Más adelante buscaremos un centro de reuniones más apropiado. Aún somos un grupo pequeño, de una docena de integrantes. Buscamos la manera de sensibilizar a la opinión pública sobre la violencia contra las mujeres, y usted acaba de dar el primer paso. ¡Enhorabuena!

– Gracias otra vez, señora Armstrong -dijo Maddy sin aliento. Colgó y sonrió a Greg.

– Parece que has sido la número uno en el índice de audiencia de los Armstrong -dijo él con orgullo.

Le había gustado lo que había hecho Maddy. Requería mucho valor, incluso para la esposa del director de la cadena. Ahora tendría que regresar a casa y aguantar el chaparrón. Como todo el mundo sabía, Jack Hunter no era precisamente encantador cuando alguien lo contrariaba. Y Maddy no estaba libre de su ira.

Cuando iba a contarle a Greg lo que le había dicho la señora Armstrong, Jack se aproximó a ellos con cara de furia. Estaba fuera de sí.

– ¿Estaba al tanto de esto? -le gritó a Greg, ansioso por culpar a alguien, a cualquiera. Parecía sentir deseos de estrangular a Maddy.

– No exactamente, pero tenía una ligera idea. Sabía que iba a hacer un comentario -respondió Greg con franqueza.

Jack no lo asustaba, y aunque guardaba bien su secreto -jamás se lo habría confesado a Maddy-, tampoco le caía bien. Le parecía arrogante y prepotente, y no le gustaba la forma en que manipulaba a su mujer. Sin embargo, no quería comentar este hecho con ella, que ya tenía demasiados problemas para ocuparse también de defender a su marido.

– Debería haberla detenido -acusó Jack-. Podría haberla interrumpido y terminado el programa.

– La respeto demasiado para hacer algo así, señor Hunter. Además, estoy de acuerdo con lo que dijo. No le creí cuando me contó lo de Janet McCutchins el lunes. Esto ha sido una llamada de atención para los que preferimos no pensar en la desesperación de algunas mujeres maltratadas. Estas cosas pasan todos los días a nuestro alrededor, pero no queremos verlas ni oír hablar de ellas. Sin embargo, debido a la persona con la que estaba casada, Janet McCutchins nos obligó a prestarle atención. Si un número considerable de gente ha escuchado a Maddy hoy, es posible que la muerte de Janet McCutchins sirva para algo y ayude a alguien. Con todo respeto, creo que Maddy ha hecho lo correcto. -Su voz tembló con las últimas palabras, y Jack Hunter lo fulminó con la mirada.

– Estoy seguro de que a nuestros patrocinadores les hará mucha gracia que nos demanden.

– ¿Es eso lo que dijo McCutchins por teléfono? -preguntó Maddy con cara de preocupación.

No lamentaba lo que había hecho, pero detestaba causar tantos problemas a Jack. Sin embargo, su conciencia estaba tranquila. Había visto con sus propios ojos lo que McCutchins le hacía a su mujer, y si era necesario estaba dispuesta a contarlo en un juicio. Durante la emisión había tomado su propia decisión, sin pensar en los posibles perjuicios para la cadena. Pero estaba convencida de que había valido la pena.

– Hizo amenazas veladas, pero el velo era muy fino. Dijo que llamaría a sus abogados en cuanto colgara -respondió Jack con crispación.

– No creo que llegue muy lejos -observó Greg con aire pensativo-. Por lo visto, los indicios eran bastante concluyentes. Janet McCutchins habló con Maddy. Eso nos servirá para cubrirnos las espaldas.

– «Cubrirnos», qué noble de su parte -espetó Jack-. Que yo sepa, la única espalda que está amenazada aquí es la mía. Ha sido un acto estúpido e irresponsable.

Tras esas palabras, volvió a cruzar el estudio con grandes zancadas y subió hacia su despacho.

– ¿Te encuentras bien? -Greg miró a Maddy con preocupación, y ella asintió.

– Sabía que se enfadaría, pero no me gustaría que nos demandaran. -Parecía inquieta. Esperaba que McCutchins no se atreviera a presentar una demanda, pues con ello se expondría a quedar en evidencia.

– ¿Le has contado lo de la llamada de Phyllis Armstrong?

– No tuve tiempo -respondió-. Se lo diré cuando lleguemos a casa.

Pero esa noche Maddy volvió a casa sola. Jack había llamado a sus abogados para ver la cinta del informativo y discutirla con ellos, y no regresó a Georgetown hasta la una de la madrugada. Maddy seguía despierta, pero él no le dijo ni una sola palabra mientras cruzaba el dormitorio hacia el cuarto de baño.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó ella con cautela.

Él se volvió y la miró con furia.

– No puedo creer que me hayas hecho eso. Fue una terrible estupidez.

Deseaba abofetearla. Pero Jack solo la golpeaba con sus miradas y palabras furiosas. Era evidente que se sentía traicionado.

– La primera dama me llamó poco después de que terminara el informativo. Estaba entusiasmada y le pareció un acto de valentía. Esta semana me incorporaré a su comisión -dijo como para disculparse.

No sabía cómo iba a hacer las paces con Jack, pero tenía que intentarlo. No quería que él la odiara por cuestiones de trabajo.

– Yo ya había tomado esa decisión por ti -replicó él, lanzándole dagas con la mirada.

– La he tomado yo sola -dijo ella en voz baja-. Tengo derecho a hacerlo, Jack.

– ¿Respaldarás también los derechos de la mujer en general, además de los de las maltratadas? ¿Tendré que esperar un comentario al respecto en directo? ¿Por qué no dejas las noticias y creamos un programa de debate especialmente para ti? Así podrás hablar de lo que te apetezca durante horas.

– Si a la primera dama le gustó, ¿qué daño puede hacernos lo que dije?

– Si los ahogados de McCutchins quieren, nos hará mucho daño.

– Puede que las aguas vuelvan a su cauce dentro de pocos días -dijo ella, esperanzada, mientras él se acercaba a la cama y se detenía, por fin, para mirarla con ostensible furia. Su enfado no había disminuido en lo más mínimo.

– Si vuelves a hacer algo semejante, te despediré en el acto, aunque seas mi mujer. ¿Entendido?

Maddy asintió en silencio y de repente se sintió como si en lugar de haber hecho algo bueno, hubiera traicionado a su marido. En los nueve años que llevaban juntos él jamás se había enfadado tanto con ella, y Maddy se preguntó si alguna vez la perdonaría, sobre todo si demandaban a la cadena.

– Pensé que era importante hacer lo que hice.

– Me importa una mierda lo que tú pienses. No te pago para pensar. Te pago para que estés guapa y leas las noticias en el tele-prompter. Es lo único que quiero de ti.

Tras decir esas palabras, entró en el cuarto de baño y cerró de un portazo. Maddy rompió a llorar. Había sido un día agotador para ambos. Pero en el fondo de su corazón, ella seguía convencida de que había hecho lo correcto, cualquiera que fuera el precio. Por el momento, parecía que ese precio sería muy alto.

Cuando Jack salió del cuarto de baño, se metió en la cama sin decir una palabra, apagó la luz, y se volvió de espaldas a Maddy. Hubo un silencio absoluto hasta que ella lo oyó roncar. Por primera vez en muchos años, Maddy sintió una oleada de terror. La furia de Jack, por muy controlada que pareciese, le despertaba antiguos y aterradores recuerdos. Y esa noche volvió a tener pesadillas.

A la mañana siguiente, Jack desayunó en silencio. Luego se marchó al trabajo solo, con su chófer.

– ¿Cómo se supone que iré a la cadena? -preguntó ella, atónita, cuando él la dejó en el camino particular.

Jack la miró a los ojos, cerró con violencia la portezuela del coche y le habló como si fuese una desconocida:

– Toma un taxi.

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