PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Por fin, de camino. Era una gozada conducir mi Mustang a toda mecha por la autopista, casi vacía. ¿Por qué parece que los coches andan mejor cuando están recién lavados? Me incliné hacia delante y puse un CD en la radio, y después busqué la pista seis y comencé a cantar, a pleno pulmón, junto a Eponine, sobre la futilidad del amor. Cuando comenzó la siguiente canción, adelanté a un Chevy que se movía muy lentamente y grité:

– ¡Dios, cómo me gusta ser profesora!

Era uno de junio, y tenía todo el verano por delante, prístino y virginal.

– ¡Todos los días podré dormir hasta tarde!

Sólo decirlo me hacía feliz. Durante mis diez años en la enseñanza me había dado cuenta de que los profesores tienen el hábito de hablar solos. Supongo que es porque nos ganamos la vida hablando, y nos sentimos seguros hablando en voz alta de nuestros sentimientos. O podría ser porque la mayoría de nosotros, sobre todo los profesores de instituto, somos raros.

Sólo alguien que estuviera ligeramente loco podría elegir una carrera profesional que consistiera en enseñar a adolescentes. Veo la cara de mi mejor amiga, Suzanna, cuando le cuento las últimas tribulaciones de la clase de literatura y lengua inglesa del instituto.

– Dios, Sha, están tan… llenos de hormonas, ¡ay!

Suzanna es la típica profesora esnob de universidad, pero de todos modos la quiero. Lo único que pasa es que no aprecia las muchas y variadas oportunidades para los interludios humorísticos que proporcionan los adolescentes diariamente.

La voz de tenor de Jean Valjean interrumpió mis cavilaciones y me devolvió a la I-44 Este, y al día uno de junio.

– Sí, eso es, la vida de una profesora de instituto con sentido del humor. Condenada a no tener dinero, pero una gran aptitud para la comedia. ¡Oh, demonios, ahí está mi salida!

Por suerte, mi pequeño Mustang pudo tomar la salida a la derecha, que nos llevó hacia la US-412. El cartel decía que Locust Grove estaba a treinta y cinco kilómetros. Conduje a medias con la rodilla y a medias con la mano mientras intentaba desplegar el folleto de la subasta, en el que había escrito las indicaciones. En algún lugar entre Locust Grove y Siloam Springs debería haber una señal que indicara la salida a una carretera secundaria, hasta otra señal, otra carretera secundaria, y así sucesivamente, hasta que llegara a la «Subasta de una finca única. Artículos fuera de lo común. Se tendrán en cuenta todas las ofertas. Todos deben acudir».

– Bueno, a mí me gustan mucho las cosas raras y viejas. Y sobre todo, las cosas raras y viejas baratas.

Mis alumnos dicen que mi clase es como viajar atrás en el tiempo. Mis paredes y armarios están llenos de todo, desde grabados de Waterhouse a carteles de Superratón, y de maquetas de la nave Enterprise, de Star Trek, además de un número inquietante de carillones (dan buen Chi).

Y eso es sólo mi clase. Deberían ver mi apartamento. Supongo que no se sorprenderían mucho, excepto por el hecho de que en casa soy una maniática del orden. Mi clase está siempre en un completo caos.

La señal indicaba que habíamos llegado a los límites del pueblo de Locust Grove, así que disminuí la velocidad. Parpadeé, y de repente, el pueblo había desaparecido. Bueno, tal vez no fuera más grande que un parpadeo. Seguí disminuyendo la velocidad. Era hora de parar y oler la vegetación del Green Country. Oklahoma, a principios de verano, es una asombrosa exhibición de colores y texturas. Yo fui a la Universidad de Illinois, y siempre me molestaba que la otra gente hablara de Oklahoma como si fuera una zona llena de polvo rojo. O una escena de miseria, en blanco y negro, extraída de Las uvas de la ira. Cuando intentaba decirles a mí pandilla de la universidad que Oklahoma, en realidad, era el País Verde, se reían de mí como si me hubiese tragado demasiadas plantas rodadoras.

Dejé atrás el pueblecito de Leach y me detuve en lo alto de una loma. Oklahoma se extendía ante mí, de repente, indómita en su belleza. Me gusta imaginarme un tiempo en el que aquellas carreteras eran sólo caminos y la civilización no se sentía tan segura de sí misma. Debía de ser excitante vivir entonces, cuando la gente no se bañaba, tenía que matar su propia comida e ir en busca de agua. Por otra parte, aunque es delicioso soñar con los vaqueros, los caballeros y los dragones, tengo que admitir que estoy obsesionada con los poetas de la era romántica. Sin embargo, la realidad me recuerda que tenían que arreglárselas sin penicilina ni analgésicos. Como dirían mis alumnos, ¿qué pasa con eso?

– ¡Ahí está! Salida número uno.

SUBASTA DE UNA FINCA ÚNICA y una flecha, que señalaba una carretera a mi izquierda.

Aquella carretera estaba mucho menos trillada. Tenía dos carriles y estaba llena de baches, pero serpenteaba de un modo muy bonito. Después de unos kilómetros, encontré otro cartel y otra flecha, que me indicaban otra carretera. Bien, quizá lo apartado de la finca disuadiera a los anticuarios, a quienes yo consideraba la maldición de todos aquéllos sin dinero que acudíamos a subastas.

Durante el camino no había visto demasiadas casas. Mmm… Quizá la finca fuera sólo un viejo rancho, situado justo en medio de un rancho de verdad, propiedad de una familia rica tipo Bonanza. Seguí avanzando, y después de una curva de la carretera, ascendí por una colina que se alzaba sobre lo que yo había pensado que sería la vieja casa de un rancho.

– ¡Dios santo! ¡Parece sacada de La caída de la casa Usher!

Aminoré la velocidad. Sí, había otra señal que rezaba SUBASTA DE UNA FINCA ÚNICA, situada junto a un sendero de gravilla que llevaba a la edificación. Había unos cuantos coches, pero sobre todo camionetas, (esto es Oklahoma), aparcadas en lo que una vez debió de ser un jardín delantero precioso. Era muy grande, y estaba tapizado de hierba. El camino de entrada estaba flanqueado de árboles grandes, como en las casas de Lo que el viento se llevó, menos el musgo.

Me di cuenta de que me había quedado con la boca abierta porque un tipo mayor, con unos pantalones negros y una camisa de algodón blanco de cuello alto me estaba haciendo señales con una linterna de color naranja, y en su cara había una expresión irritada de «deje de mirar y avance, señora». Al pasar junto a él, me indicó que bajara la ventanilla.

– Buenas tardes, señorita -dijo.

Se inclinó ligeramente y me miró a través de la ventanilla. Una ráfaga de aire fétido me trajo sus palabras al interior del coche, refrescado anteriormente por el aire acondicionado, y apagó mi alegría inicial ante el hecho de que me hubieran llamado «señorita», que sonaba mucho más joven que «señora». Era más alto de lo que me había parecido en un principio, y tenía muchas arrugas, como si hubiera trabajado a la intemperie la mayor parte de su vida, pero su tez era enfermiza, tenía un color macilento.

¡Dios santo! Era el padre de Los chicos del maíz. Ciertamente, estaba siendo una experiencia muy cinematográfica.

– Buenas tardes. Hace mucho calor hoy -dije, para ser agradable.

– Sí, señorita -arg. Aquel olor de nuevo-. Por favor, siga hacia el aparcamiento. La subasta comenzará puntualmente, a las dos.

– Eh, gracias.

Intenté sonreír mientras subía la ventanilla y seguía sus indicaciones. ¿Qué era aquel olor? Como el de algo muerto. Bueno, él estaba tremendamente pálido. Quizá no estuviera bien. Eso explicaría el olor, y el hecho de que llevara manga larga en junio. Decididamente, era una mala persona por haber pensado que era el padre de Los chicos del maíz.

Antes de apagar el motor del coche, me pinté los labios y me tomé un minuto para observar la casa. Más bien, la mansión.

Mi primera impresión se vio confirmada. Aquel lugar conjuraba imágenes de Poe y Hawthorne. Era de estilo Victoriano y muy grande. Normalmente, me atraen las casas antiguas, pero aquélla no. Me parecía extraña. Tardé un momento en darme cuenta del motivo, pero por fin lo entendí: era como si estuviera construida por partes. El edificio fundamental era un enorme cubo, y tenía dos porches, uno de ellos rectangular, con escaleras que conducían hacia la entrada de una manera grandiosa. A unos seis metros del primer porche estaba el segundo, que tenía forma de quiosco, adosado a la fachada principal del edificio, con un enrejado y una enredadera de rosas. En uno de los laterales había una torreta, y al lado contrario del cubo había un ala con el tejado inclinado. Toda la construcción estaba pintada de un gris muy feo, y el enfoscado estaba agrietado y arrugado, como la piel de un viejo fumador.

– Tiene que haber objetos únicos aquí -murmuré, y estaba a punto de apartar la vista de la morada de los Usher cuando sentí un escalofrío. Una nube pasó por delante del sol, y tuve un mal presentimiento. «¿Es tarde? Me parece que la luz se oscurece». Mi mente de profesora de literatura y lengua inglesa extrajo la cita de Medea, una tragedia griega, repleta de venganza, traición y muerte. Y parecía, de un modo muy inoportuno, apropiada.

Capítulo 2

– Bueno, contrólate, Parker.

Era ridículo. Tenía que quitarme de la cabeza aquellos pensamientos truculentos y adoptar la actitud de compradora.

El calor de Oklahoma estaba esperando para abrazarme con sus brazos húmedos cuando salí del coche. A un lado de la casa había una mesa muy larga, y ante ella, una fila de asistentes a la subasta. Supuse que era la mesa para apuntarse, y me dirigí hacia allí.

– ¡Vaya! ¡Debería haberme hecho una coleta con toda esta melena! -dije, para entablar una charla amable con la señora que me precedía en la fila.

– Sí -dijo ella.

Después, se abanicó con uno de los folletos de la subasta, y miró desde mi pelo, que ya estaba húmedo de sudor, hacia mi camisa de seda blanca, que me llegaba a la cadera, hacia mis pantalones cortos de color marrón y mis largas y desnudas piernas.

– Ufff -murmuró, y pensé que aquél era el final de mi intento por entablar una conversación amable.

– Da la impresión de que en este sitio va a haber cosas interesantes a la venta -dije, haciendo un segundo intento con el hombre de calva incipiente que iba detrás de mí.

– Sí, estoy totalmente de acuerdo. Cuando me enteré de que iban a subastar varias piezas de cristal de la Era de la Depresión, supe que tenía que darme un paseo hasta aquí. La cristalería norteamericana me parece fascinante, ¿a usted no?

Para entonces, sus pequeños ojos, con ligera tendencia al estrabismo, habían encontrado mi escote, y era evidente que la cristalería no era lo único que encontraba fascinante.

– Mmm… eh… sí, la cristalería es muy interesante -dije.

Di un paso hacia delante. Había llegado el momento de que la señora se inscribiera en la mesa, pero también estaba muy ocupada observando cómo el señor de entradas pronunciadas observaba mi escote, así que no podía darle al recepcionista su información.

– En realidad -dijo él, adentrándose en mi espacio personal-, estoy en mitad del proceso de edición de un estupendo libro de fotografías sobre los orígenes del arte de la Era de la Depresión, y sobre cómo distinguir adecuadamente las piezas auténticas de los facsímiles.

– Oh, eso es… eh… estupendo.

Él todavía estaba dentro de mi espacio personal, y yo intenté dar un paso hacia delante, obviamente, acosando a la señora, que todavía estaba en la cola, prendiéndose el número de la subasta a su pecho de la Era de la Depresión.

– Estaré encantado de ayudarla con mis conocimientos si encuentra alguna pieza por la que quiera pujar. No quisiera que nadie se aprovechara de una señorita tan encantadora…

La voz se le quebró, y nerviosamente, se enjugó el sudor del labio superior con un pañuelo doblado. Me di cuenta de que tenía manchas amarillas en las axilas; supuse que su camisa, abotonada hasta el cuello, era demasiado abrigada para su paseo.

– Si necesito su ayuda, no dudaré en avisarlo -le dije.

Por fin llegó mi turno, gracias a Dios.

– Nombre, por favor.

Noté cómo los oídos del hombre crecían para captar la respuesta.

– Shannon Parker.

– Señorita Parker, su número es el cero-siete-cuatro. Por favor, ponga su dirección junto al número, y tenga su número visible todo el tiempo, porque el subastador lo anotará si usted compra alguna pieza. Cuando haya hecho todas sus compras, sólo tendrá que darle su número al cajero, y él le presentará la factura.

Típicas indicaciones de subasta. Tomé el número y salí huyendo, antes de que el hombre de las entradas pronunciadas se convirtiera en mi sombra. Nunca entenderé por qué los hombres bajitos se sienten atraídos por mí. No es que yo sea una amazona, pero mido un metro setenta centímetros, y además me encanta llevar tacones. Aparte de mi estatura, no soy una mujer pequeña. Me encanta hacer ejercicio, pero siempre peso cinco kilos más de lo que me gustaría. No soy delgada y desgarbada, sino voluptuosa, pechugona, de caderas marcadas y piernas largas. Y me siento ridícula con los hombres bajitos. Dame un hombre de la estatura de John Wayne, y me derrito como un caramelo en una boca cálida. Por desgracia, mi vida amorosa está tan muerta como él.

La subasta iba a llevarse a cabo en la parte trasera de la casa, en lo que una vez debieron de ser unos jardines de paisajismo glorioso. En el centro había una fuente ruinosa con una ninfa desnuda. Los lotes de la subasta estaban colocados en círculo alrededor de aquella fuente, y al otro extremo había maquinaria y equipo agrícola. Los Billy Joe Bobs y Bubba Bo Bobs se arremolinaban en grupos para observar el equipamiento, en evidente frenesí. Con el viento me llegaban las expresiones típicas de la gente de campo de Oklahoma, y uno de ellos tenía una pajita insertada entre los dos incisivos centrales. De veras, no me lo estoy inventando.

Entre los lotes había dormitorios, juegos de comedor, sillas, etcétera. Había mesas llenas de lámparas, elementos de la instalación de los baños y la cocina, apliques, y cristalería. Vi al señor de las entradas pronunciadas encaminarse directamente hacia aquella mesa en particular. También había adornos metidos en cajas, marcados con los números de los lotes, y espaciados, de modo que los posibles compradores pudieran verlos y tocarlos sin estropear los demás. También había obras de arte, dispuestas con gusto, en mesitas plegables y caballetes.

Me dirigí hacia aquella zona. No pude evitar mirar codiciosamente hacia los muebles, pero estaba segura de que el sueldo de una profesora de instituto no me permitiría hacer adquisiciones en aquella zona.

Los gustos del propietario de la casa eran coherentes. Todas las pinturas expuestas en los caballetes eran de tema mitológico. Había acuarelas y óleos. Todo, desde el nacimiento de Venus hasta una gran litografía del adiós entre Wotan y Brunilda.

– ¡Oh, madre mía, esto es muy gracioso!

Sin poder evitarlo, le di un suave codazo a la reina de las subastas de garaje, que estaba a mi lado, y señalé un fiero y enorme dragón que lanzaba llamas hacia una guerrera rubia montada en un corcel blanco. Ella se defendía del fuego con un escudo y blandía una espada. No pude distinguir el nombre del artista, pero el título, que estaba escrito en la parte de abajo, era Apagar el incendio del bosque.

– Tengo que hacerme con éste -dije, riéndome.

– Bueno, es un poco extraño -respondió la señora, con una voz nasal, e interrumpió mi sonrisa.

– Sí. Pero a mí me gusta pensar que es algo no normal, en vez de extraño.

Me dedicó una de aquellas miradas insípidas y comenzó a inspeccionar la sección de artículos domésticos. Yo suspiré, abrí mi pequeño cuaderno y escribí:

Lote 12, grabado del dragón.

Algunas de las otras pinturas eran interesantes, pero decidí concentrar mi energía financiera en aquel único grabado, y quizá en alguna ánfora o escultura. Detrás de los cuadros había lotes de objetos artísticos. En cada mesa había una pieza, junto a cajas con cosas variadas. Y otra vez, parecía que había un hilo conductor: las esculturas eran reproducciones en miniatura de obras griegas y romanas, y todas estaban muy desnudas.

En una de las mesas había tres estatuillas masculinas, de unos sesenta centímetros de altura. Me detuve y observé las tres. Eran Zeus, con su rayo preparado; un monarca heleno, posiblemente Demetrio I de Siria, según decía su etiqueta, y el tercero era un guerrero etrusco.

– Lo siento, chicos. Es muy duro dejaros aquí -dije, con una risita, y seguí hacia la mesa siguiente, que estaba llena de jarrones. Miré unas urnas de formas elegantes y…

El mundo se detuvo. De repente, y totalmente, el día se paralizó. La brisa cesó. Los sonidos se apagaron. No sentía el calor. Se me cortó la respiración. Mi visión se concentró en un solo punto: uno de los jarrones.

Mis pies comenzaron a moverse hacia él antes de que yo pudiera ordenárselo. Tomé la etiqueta de identificación con la mano temblorosa. Era el lote veinticinco, reproducción de un ánfora celta, cuyo original está situado sobre las tumbas de un cementerio escocés. Escena en color que representa súplicas a la sacerdotisa de Epona, la diosa celta de los caballos, de la fertilidad y de la naturaleza, asociada con el agua, la curación y la muerte indistintamente.

Se me nubló la vista y sentí un calor extraño en los ojos mientras observaba aquel cántaro. Parpadeé y lo estudié, intentando no hacer caso omiso de las cosas tan extrañas que estaba sintiendo.

El ánfora tenía unos sesenta centímetros de altura, y era como la base de una lámpara. Tenía un asa curva a cada lado. La parte superior tenía una abertura en forma de circunferencia. Sin embargo, no fue la forma ni el tamaño lo que me llamó la atención. Fue la escena que había pintada sobre la cerámica. El color de fondo era el negro, lo cual hacía que la escena destacara con todos los demás colores realzados con dorados y cremas. Era una mujer reclinada en un diván. Estaba de espaldas al observador, así que lo único que se veía de ella era la curva de su cintura, un brazo estirado hacia los suplicantes arrodillados ante ella y su cascada de cabello.

– Es como mi pelo.

No me había dado cuenta de que había hablado en voz alta hasta que oí las palabras. Su pelo era como el mío, en efecto, pero más largo. El mismo pelirrojo dorado, las mismas ondulaciones. Mi dedo se adelantó como si tuviera voluntad propia y me vi tocando el ánfora.

– ¡Oh!

¡Estaba ardiendo! Aparté rápidamente el dedo.

– No sabía que estaba interesada en la cerámica -me dijo el hombre de las entradas pronunciadas, bizqueando hacia mí-. Yo conozco bastante bien las categorías de cerámica americana antigua -dijo, y se humedeció los labios.

– Bueno, en realidad no estoy muy interesada en la cerámica americana -respondí. Su nueva invasión de mi espacio personal había sido como un jarro de agua fría sobre las cosas extrañas que yo había sentido-. Está demasiado al suroeste para mí. Me gustan las cosas griegas y romanas.

– Oh, entiendo. Qué pieza más fascinante la que estaba admirando -dijo él. Extendió las manos sudorosas y levantó el cántaro, volviéndolo del revés sobre su cabeza para observar el fondo.

– Eh… no nota nada raro en el ánfora, ¿verdad?

– No. Es una reproducción muy bien hecha, pero no detecto nada extraño sobre Epona ni sobre la urna. ¿A qué se refiere?

Dejó el ánfora en su sitio y se secó el labio superior con un pañuelo húmedo.

– Bueno, me ha parecido que quemaba cuando lo he tocado.

– Quizá… -se inclinó todavía más hacia mi espacio personal, prácticamente, metiendo su nariz respingona en mi escote- el calor haya sido generado por su generoso calor corporal.

Estaba casi salivando. Argg.

– Puede que tenga razón -ronroneé. Él dejó de respirar y se humedeció de nuevo los labios. Yo susurré-: Creo que he tenido fiebre. No consigo librarme de una desagradable candidiasis. Y desde luego, es peliaguda con este calor.

– Dios santo. Vaya. Dios santo -el hombre retrocedió rápidamente y salió de mi espacio personal. Yo sonreí y lo seguí. Él continuó retrocediendo-. Creo que será mejor que siga con mis lotes de cristalería de la Era de la Depresión, porque quiero estar allí cuando se abra la puja. Buena suerte -dijo. Después, se alejó rápidamente.

Los tipos como aquél eran una pesadez, pero también resultaba fácil librarse de ellos. Volví hacia la mesa de la urna y la miré de nuevo.

– Pero bueno, ¿qué pasa con este cántaro endemoniado?

Vista borrosa, dificultad para respirar… la cerámica estaba caliente, y el pelo de la diosa era igual que el mío. Decidí enfrentarme al ánfora.

Estaba justamente donde la había dejado el hombrecillo, y yo respiré profundamente al acercarme. Verdaderamente, tenía un aspecto misterioso. Entorné los ojos y me incliné hacia ella, con cuidado de no tocarla. La sacerdotisa tenía el pelo igual que el mío, y su brazo derecho estaba cubierto con una tela clara y vaporosa, y su forma de estirarlo era elegante, bella, con la palma de la mano hacia arriba y ligeramente inclinada. Parecía que aceptaba graciosamente las ofrendas de los suplicantes. Tenía un brazalete de oro alrededor del bíceps, y varias pulseras de oro en la muñeca. No llevaba anillos, pero el dorso de la mano estaba adornado con…

– ¡Oh, Dios mío!

Me llevé la mano a la boca para ahogar mi grito. Noté un nudo en el estómago, y de repente, no conseguía respirar. Porque en el dorso de su mano no había una joya, ni un tatuaje, sino una cicatriz. La cicatriz de una quemadura de tercer grado. Yo lo sabía porque mi mano derecha estaba decorada con la misma marca, exactamente.

Capítulo 3

– Señoras y señores, da comienzo la subasta. Por favor, acérquense al lote número uno, situado a la derecha de la fuente. Empezaremos por el mobiliario del dormitorio y el salón…

Oía la voz monótona del subastador, de fondo, mientras se abría la puja para el lote número uno, una reproducción de un dormitorio Victoriano de seis piezas, pero la cerámica tenía atrapada toda mi atención. Permanecí junto al objeto de mi elección, esperando a que la subasta llegara hasta mí. Volví a mirar la mano de la sacerdotisa, y miré también la mía.

La cicatriz estaba allí. Llevaba allí desde que yo tenía cuatro años y había pensado, precozmente, que podía ayudar a mi abuela a hervir el agua para los macarrones más rápido si agitaba el cazo por el mango. Por supuesto, me había caído agua hirviendo en la mano, y me había dejado una cicatriz en forma de estrella. Treinta y un años después, el tejido en relieve todavía causaba comentarios de amigos y extraños. ¿Y la señora de la cerámica tenía exactamente la misma cicatriz?

Imposible. Sobre todo, en una reproducción de una antigua ánfora celta.

Y sin embargo, allí estaba, como si quisiera provocarme un ataque de nervios.

– Necesito un trago.

El eufemismo del año. Miré al subastador, y me di cuenta de que ya iban por el lote número siete, una reproducción de un armario Luis XIV. La puja iba rápido. Tuve tiempo para acercarme al mostrador de las bebidas y recuperar la compostura antes de que ellos se acercaran a las obras de arte. Yo ya no iba a pujar por el grabado del dragón, por supuesto. Tenía que concentrar mi dinero y mis energías en el cántaro.

Por extraño que fuera, en cuanto me alejé un poco de la mesa de cerámicas comencé a sentirme mejor. No sentía ráfagas de calor, ni tenía problemas para respirar, ni me veía en momentos en los que se detuviera el tiempo. La mesa improvisada de refrescos estaba junto al equipamiento agrícola. Había bebidas frías, café y perritos calientes. Pedí un refresco light y lo bebí a sorbitos, mientras volvía lentamente hacia la cerámica.

Al instante, se me formó un nudo en el estómago. Era muy raro. Debería comprar el grabado del dragón, meterme en el coche, ir a casa y tomarme una botella medicinal de merlot. Todo aquello era lo que se me pasaba por la mente mientras volvía hacia el ánfora.

– Todavía sigue pareciéndose a mí.

– Es bastante extraño, ¿no le parece, señorita?

El tipo esquelético de la entrada estaba detrás de la mesa de la cerámica. Acarició despacio el ánfora, se detuvo brevemente en el pelo de la sacerdotisa, y después recorrió la línea del brazo con un dedo.

– Entonces, usted también lo ha notado -dije. Entorné los ojos, y él apartó la mano de mi ánfora.

– Sí, señorita. Me fijé en su pelo cuando llegó. Es un color muy bonito, y lo lleva largo, no como la mayoría de las jóvenes de hoy día, que se lo cortan. El suyo destaca.

Su tono era inofensivo, pero sus ojos tenían una intensidad que de repente me produjo incomodidad. E, incluso desde el otro lado de la mesa, yo percibía el olor desagradable de su aliento.

– Bueno, para mí ha sido una impresión muy fuerte -respondí.

– Probablemente, el destino le está diciendo que lo compre -dijo él, y fijó su mirada antinatural en mí-. Esta urna no debe irse a casa con ninguna otra persona.

Aquello me hizo reír.

– Espero que el destino sepa mantener la puja al alcance del sueldo de una profesora.

– Lo hará.

Con aquel comentario tan críptico, acarició el cántaro una vez más y se alejó.

Demonios, aquel, tipo sí que era extraño. Aunque más hablador que el padre de Los chicos del maíz.

La subasta se desarrollaba con rapidez, y había comenzado la puja por las estatuillas. Había varias personas interesadas en ellas. Me uní al grupo de alrededor de la plataforma móvil del subastador, que habían situado detrás de la mesa. La subasta comenzó en cincuenta dólares por Zeus, pero cinco personas elevaron rápidamente aquella cantidad a los ciento cincuenta. Al final, lo compró una mujer por ciento setenta y cinco dólares. No estaba mal. El sirio suscitó más interés; debía de ser por sus músculos. La puja ascendió rápidamente desde cincuenta a trescientos cincuenta. Empecé a preocuparme por los precios.

El sirio fue vendido por cuatrocientos cincuenta dólares. Una mala señal. Yo tenía un presupuesto de doscientos dólares para aquella subasta. Podía aportar cincuenta dólares más, pero no podía exceder aquella cantidad.

El guerrero etrusco se vendió por cuatrocientos dólares.

Se me encogió el estómago de nuevo cuando me acerqué, junto a la multitud, a la mesa donde estaba la cerámica, y escuché al subastador hablando de que los siguientes lotes estaban compuestos por excelentes reproducciones, dignas de un museo, de la cerámica griega, romana y celta. ¿No podía callarse un poco? Me abrí camino entre la gente, intentando no prestarle atención al extraño sentimiento que me producía estar tan cerca del ánfora. La puja por el lote número veinte se abrió con setenta dólares.

Sólo había tres personas pujando por la cerámica. Los tres tenían aspecto de anticuarios. Llevaban pequeños cuadernos, y tenían una mirada intensa de profesional. Era algo muy diferente al hecho de enamorarse de un objeto de una mansión y querer llevárselo a casa. El anticuario tenía una actitud más mercantil hacia su compra: «Oh, estoy impaciente por poner esto en mi tienda y subirlo un ciento cincuenta por ciento». Yo estaba sentenciada.

El lote número veinte fue a parar a manos de uno de los comerciantes, una mujer de pelo rubio teñido, por trescientos dólares.

El lote veintiuno fue a parar a manos de un anticuario que parecía inglés, y que pagó quinientos dólares por una vasija romana del siglo II, del estilo Mosel Keramik, que significaba, según nos explicó al resto de las gentes ignorantes, que era de la mejor y más exquisita calidad. El inglés se quedó muy orgulloso con su adquisición.

Poco después, la puja llegó al lote número veinticinco, y el subastador procedió a describir el artículo:

– Se trata de la reproducción de un ánfora celta, cuyo original estaba situado sobre las tumbas en un antiguo cementerio escocés, con una escena en color, que representa el momento de las súplicas hechas a la sacerdotisa de Epona, la diosa de los caballos. Epona fue la única deidad celta que adoptaron los invasores romanos, y ella se convirtió en su diosa personal, protectora de sus legiones míticas.

Hablaba con orgullo, como si él mismo hubiera modelado el ánfora y fuera amigo personal de Epona. Lo odié.

– Admiren el uso excepcional del color y los contrastes sobre la cerámica. ¿Abrimos la puja con setenta y cinco dólares?

– Setenta y cinco -dije yo, y levanté la mano para llamar su atención.

– Tengo setenta y cinco, ¿he oído cien?

– Cien -dijo la señora que había estado delante de mí en la fila para inscribirse, y levantó su mano regordeta.

– Ciento diez -dije yo.

– Ciento diez -dijo el subastador-. Tengo una oferta de ciento diez dólares. ¿Alguien da ciento veinticinco?

– Ciento cincuenta, por favor -dijo el inglés. Era de esperar.

– El caballero ofrece ciento cincuenta dólares -dijo el subastador-. Ciento cincuenta, ¿alguien ofrece doscientos?

– Doscientos -dije yo, con los dientes apretados.

– Ah, la dama ofrece doscientos dólares, ¿alguien da doscientos veinticinco?

Silencio. Yo contuve la respiración.

– La última puja es de doscientos dólares -dijo él, y hubo una pausa expectante. Tuve ganas de zarandearlo y obligarlo a adjudicarme la pieza, pero el subastador continuó-: ¿Alguien ofrece doscientos veinticinco?

– Doscientos cincuenta -dijo la señora de nuevo. Antes de que yo pudiera levantar la mano para gastarme más de lo que me permitía el presupuesto, el inglés, con un aleteo de sus dedos largos y blancos, elevó el precio a doscientos setenta y cinco.

Por encima del bombardeo sordo que me golpeaba los oídos, pude oír que la guerra por el ánfora continuaba entre el inglés y la señora. Terminó en trescientos cincuenta dólares, muy por encima de mis posibilidades. Me retiré lentamente mientras la gente se acercaba hacia el lote siguiente, y me senté al borde de la fuente. El inglés y la rubia teñida estaban charlando. Era evidente que habían terminado de pujar. Seguramente, eran propietarios de tiendas de antigüedades y obras de arte. Estaban riéndose, hablando, con la camaradería propia de dos colegas de profesión.

No iba a llevarme el ánfora a casa. Se parecía a mí. Hacía que me pusiera neurótica, pero se la llevaba el inglés. Suspiré con toda mi alma. No sabía lo que me ocurría pero me sentía fatal.

Quizá debiera pedirle al inglés su tarjeta y ahorrar lo suficiente como para… Tal vez pudiera dar clases en verano y…

Me di cuenta de que el inglés levantaba su ánfora y la examinaba con una sonrisa de propietario mientras esperaba que el ayudante la empaquetara. De repente, le cambió la cara. Su sonrisa se convirtió en una expresión de enfado. Mmm… Me levanté y me acerqué.

– ¡Dios santo! ¿Qué es esto? -tenía el cántaro por encima de la cabeza, y miraba insistentemente hacia el interior.

– Señor, ¿hay algún problema? -le preguntó el ayudante, que estaba tan desconcertado como yo.

– ¡Eso parece! ¡El ánfora está agrietada! Para mí no tiene ningún valor -declaró, y la dejó descuidadamente sobre la mesa.

El ayudante agarró la cerámica y la miró a la luz. Entonces se quedó pálido.

– Señor, tiene razón. Por favor, acepte mis disculpas. Este objeto está dañado. Se corregirá inmediatamente su factura.

Mientras hablaba, otro ayudante salió corriendo hacia el tenderete de las cuentas.

– Disculpe -pregunté, en un tono de despreocupación totalmente fingido-: ¿Qué va a pasar ahora con el ánfora?

Los tres se volvieron a mirarme.

– Será subastada de nuevo, teniendo en cuenta su estado, por supuesto -me dijo el ayudante.

Le entregó el ánfora a otro ayudante diferente, que se apresuró a llevársela al subastador. Yo lo seguí con las piernas temblorosas.

– Oh, vaya. Parece que ha habido un error que debemos corregir -dijo el subastador, molesto-. Antes de que continuemos con el lote número treinta y uno, tenemos que volver a subastar el lote veinticinco. La reproducción de la cerámica tiene una pequeña grieta en la base. Es una lástima.

Yo me abrí paso entre la gente hasta él, y oí que decía:

– ¿Alguien ofrece veinticinco dólares?

Silencio.

No podía creerlo. Quería gritar, pero contuve mi euforia mientras él miraba a todo el mundo.

– ¿Quince dólares? ¿Alguien ha dicho quince?

Silencio.

Sólo diez minutos antes había una guerra de pujas por aquella cerámica, y había alcanzado la cantidad de trescientos cincuenta dólares. Y ahora que ya no era perfecta, el tipo no conseguía ni quince pavos. El destino me susurró al oído.

– Tres dólares y cincuenta centavos -dije, sin poder contenerme.

– ¡Vendido! Por tres dólares y cincuenta centavos. Señora, por favor, facilítele su número a mi ayudante. Puede recoger su ánfora inmediatamente.

Capítulo 4

– Mi número es el cero-siete-cuatro. He venido a pagar mi cuenta -dije.

Parecía que la cajera era una empleada por horas… se movía con mucha lentitud. Yo intenté no moverme con nerviosismo. «Quiero mi cántaro, quiero mi cántaro, quiero mi cántaro». Me estaba volviendo una psicópata.

– El total es de tres dólares con setenta y ocho centavos… impuestos incluidos.

– Aquí tiene. Quédese el cambio -dije, mientras le entregaba un billete de cinco dólares. Ella sonrió como si yo fuera Santa Claus.

– Gracias, señora. Pediré que le traigan sus cosas rápidamente -respondió, y después dijo hacia atrás, por encima de su hombro-: Zack, trae las cosas del número cero-siete-cuatro.

Zack salió desde detrás del edificio con una caja. La tapa estaba abierta, para que yo pudiera comprobar que se trataba de lo que había comprado, de mi ánfora. Sin embargo, no tuve que mirarla, porque enseguida tuve aquella sensación horrible en el estómago.

– Gracias -dije, y antes de salir corriendo, tomé la caja, cerré la tapa y me dirigí hacia mi coche-. Voy a marcharme de Dodge.

Hablar sola me calmaba los nervios. Bueno, casi.

Abrí la puerta y deposité la caja sobre el asiento delantero. Después le puse el cinturón de seguridad. No quería que se cayera hacia delante mientras yo iba conduciendo.

El aire acondicionado comenzó su magia en cuanto el motor se encendió. Intenté no mirar a mi compañero de asiento, arranqué el Mustang y di marcha atrás.

– ¡Y ahora qué!

El padre de Los chicos del maíz había vuelto a su puesto, agitando una señal naranja en mi dirección. Me detuve y bajé la ventanilla, hasta la mitad.

– Veo que el destino ha sido leal -dijo, y miró la caja cerrada, y después, hacia mí. Dios, su aliento era espantoso.

– Sí, el ánfora tenía una grieta en el fondo, así que la he comprado por muy poco dinero.

Solté el freno de mano y avancé un poco, con la esperanza de que se diera por aludido.

– Sí, señorita, no tiene idea de lo mucho que ha comprado por tan poco -dijo, y me atravesó con la mirada. Después miró hacia el cielo-. El tiempo está cambiado. Conduzca con cuidado -dijo, en un tono inquietante-. No me gustaría pensar que va a tener… un accidente.

– No se preocupe. Soy muy buena conductora.

Subí la ventanilla y me marché. Miré por el espejo retrovisor y vi al padre del maíz dar unos cuantos pasos detrás de mí.

– Bicho raro -murmuré.

Cuando entré en el camino de gravilla me sentí bien, y aceleré, disfrutando de la ráfaga de placer juvenil que me proporcionó derrapar. Volví a mirar hacia atrás, y vi que el padre del maíz estaba en mitad de la carretera, mirando obsesivamente en mi dirección. La advertencia del bicho raro sobre el tiempo se me pasó por la cabeza, y miré hacia el cielo.

– Oh, estupendo, es precisamente lo que necesitaba.

Había unas nubes grises e hinchadas en el horizonte. Yo me dirigía hacia el suroeste, hacia Tulsa, y parecía que me dirigía hacia un encantador ejemplo de la tormenta de verano de Oklahoma.

– Bueno, amigos y deportistas, vamos a ver cuál es el pronóstico del tiempo de las emisoras de radio locales.

Buscando por el dial de la radio, sintonicé una emisora de música country, otra en la que tenían un debate sobre lo malas que son las garrapatas en junio, y otra en la que un predicador gospel se desgañitaba en contra del adulterio. Nada sobre el tiempo, ni jazz, ni pop rock.

– ¿Y si fingimos que somos Meatloaf y nos vamos a casa como alma que lleva el diablo?

Estaba hablando con la radio. Magnífico. Estaba en medio de ninguna parte, conduciendo directamente hacia un muro de nubes, y hablaba con la radio.

– Cuando llegue a la próxima gasolinera, voy a parar a comprar chocolate y a averiguar qué pasa con el tiempo -dije-. Y a tomar un poco el aire.

La tormenta, que tenía posibilidades de convertirse en un tornado, me estaba poniendo un poco nerviosa. Observé el cielo mientras seguía avanzando a toda velocidad por la carretera. Las tormentas de Oklahoma tienen personalidad, gran personalidad. Siempre me ha asombrado el hecho de que el cielo de verano pueda cambiar tan rápida y completamente. Las nubes grises e hinchadas se transformaban en nubes negras y verdes. El viento podía doblar y derribar árboles. Y, de repente, el cielo se abría y comenzaban a caer cortinas de agua.

Bien, quizá estuviera algo más que nerviosa. Y el maldito cántaro no era de ayuda.

Vi una señal en la carretera que anunciaba Leach a quince kilómetros. Aquélla fue la última señal que pude distinguir, porque en aquel momento, el cielo comenzó a derramar agua a cántaros sobre mi Mustang.

Me encanta mi coche, pero no sirve para ser conducido cuando llueve. Le encanta resbalar y deslizarse por la carretera mojada. Así que reduje la velocidad, puse en funcionamiento los limpiaparabrisas e intenté mantenerme en el centro del carril.

La radio no funcionaba. Los árboles que conseguía distinguir a ambos lados de la carretera estaban doblados en ángulos de locura. Encendí las luces, intentando, sin éxito, mejorar la visibilidad. Era como si el viento estuviera zarandeando mi coche de un lado a otro. Tenía que agarrar el volante con las dos manos, que estaban muy sudorosas, para conseguir mantener el rumbo.

¿Sudorosas?

– ¿Qué demonios…?

Hacía mucho calor en el coche. ¿Por qué? Del ventilador salía aire frío, pero de todos modos tenía mucho calor.

Entonces me di cuenta del motivo. El calor provenía de la maldita caja. Miré desde la carretera, casi invisible, hacia la caja. Juro que brillaba, como si tuviera una lámpara de calor dentro, y alguien hubiera apretado el interruptor.

Aparté la vista de la caja y la volví hacia…

– ¡Oh, Dios!

¡No había carretera! Sentí cómo los neumáticos hacían crujir la gravilla de la cuneta, y giré el volante hacia la izquierda con demasiada brusquedad. Mi intento de compensación fue exagerado, y el coche comenzó a girar. Desesperadamente, intenté corregir el movimiento hacia la derecha. No sirvió de nada. El viento y la lluvia me desorientaron por completo. Luché por mantener enderezado el volante; el corazón me calló al estómago mientras el giro me llevaba por la carretera con un chirrido de ruedas. Y entonces, el mundo se volvió del revés.

Al mismo tiempo, sentí un fuerte dolor en un lado de la cabeza, y me di cuenta de que percibía el olor a humo. Debía de tener los ojos cerrados, porque los abrí de golpe y me vi en mitad del sol. El cántaro había explotado en su caja. Era una bola de calor y de luz que giraba, lentamente, hacia mí. El tiempo se detuvo, y me pareció que me quedaba suspendida en los límites del infierno. Mientras miraba aquel globo luminoso, tuve una extraña visión de mí misma, como si estuviera mirando hacia un charco de agua que se hubiera prendido fuego, pero que todavía podía mostrar un reflejo. Mi imagen del espejo estaba corriendo, desnuda, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás, como una gloriosa bailarina pagana que se sumergía en aquella bola fiera. Entonces, el fuego y el humo me envolvieron, y supe que iba a morir. Mi último pensamiento no fue una escena retrospectiva de mi vida, ni un lamento por dejar a mis amigos y a mi familia. Fue sólo: «Demonios, debería haber dejado de decir palabrotas. ¿Y si Dios es de verdad baptista?».

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