Instituto Saint Matthew (Centro para rehabilitación de sacerdotes
católicos con historial de abusos sexuales)
Silver Spring, Maryland
Julio de 1999
El padre Selznick despertó en mitad de la noche con un cuchillo de pescado en la garganta. Cómo consiguió Karoski un instrumento cortante es, aún hoy, un misterio. Lo había afilado con el borde algo suelto de una baldosa de su celda de aislamiento durante noches interminables.
Aquella fue la penúltima vez que consiguió salir del estrecho habitáculo de tres por dos, deshaciéndose de la cadena que le unía a la pared con una mina de bolígrafo.
Selznick le había insultado. Tenía que pagar.
— No trates de hablar, Peter.
La mano firme y suave de Karoski le cubría la boca con firmeza, mientras el cuchillo acariciaba la barba incipiente de su hermano de sacerdocio. Arriba y abajo, en una parodia macabra de afeitado. Selznick le miraba paralizado de terror, los ojos muy abiertos, los dedos crispados en el borde de las sábanas, notando el peso del otro sobre él.
— Sabes a qué he venido, ¿verdad Peter? Parpadea una vez para decir sí y dos para decir no.
Selznick apenas reaccionó, hasta que notó cómo el cuchillo de pescado interrumpía su baile. Parpadeó dos veces.
— Tu ignorancia es lo único que consigue enfurecerme aún más que tu descortesía, Peter. He venido para oírte en confesión.
Un breve destello de alivio cruzó la mirada de Selznick.
— ¿Te arrepientes de haber abusado de niños inocentes?
Parpadeo.
— ¿Te arrepientes de haber mancillado tu ministerio sacerdotal?
Parpadeo.
— ¿Te arrepientes de haber escandalizado tantas almas, defraudando a Nuestra Santa Madre Iglesia?
Parpadeo.
— Y por último, y no menos importante, ¿te arrepientes de haberme interrumpido hace tres semanas, en la terapia de grupo, retrasando con ello considerablemente mi reinserción social y mi vuelta al servicio de Dios?
Fuerte, intenso parpadeo.
— Me alegra ver tu arrepentimiento. Sobre los tres primeros pecados, te impongo una penitencia de seis padrenuestros y seis avemarías. Sobre el último...
A Karoski no le cambió la expresión en sus fríos ojos grises, pero alzó el cuchillo y lo puso entre los labios de su aterrorizada víctima.
— Oh, Peter, no te imaginas lo que voy a disfrutar con esto...
Selznick tardó casi 45 minutos en morir, y lo hizo en forzado silencio, sin alertar a los celadores que vigilaban a treinta metros de allí. Karoski volvió sólo a su celda y cerró la puerta. A la mañana siguiente, el asustado director del Instituto le encontró allí sentado, cubierto de sangre reseca. Pero esa imagen no fue lo que más perturbó al viejo sacerdote.
Lo que le trastornó por completo fue la fría, absoluta lógica despreocupada con la que Karoski le pidió una toalla y una palangana, porque “se había manchado”.