EPÍLOGO



Despacho del Papa Benedicto XVI

Palazzo del Governatoratto

Miércoles, 20 de abril de 2005. 11:23 AM


El hombre vestido de blanco la recibió en sexto lugar. Una semana atrás y un piso más abajo, Paola había esperado en un pasillo similar hecha un manojo de nervios, sin saber que en ese momento un amigo suyo moría. Una semana después su miedo a no saber comportarse estaba olvidado, y su amigo vengado. Habían transcurrido multitud de acontecimientos en aquellos siete días, y alguno de los más importantes había tenido lugar en el alma de Paola.

La criminalista se fijó en que de la puerta aún colgaban las cintas rojas con los sellos de lacre que habían protegido el despacho entre la muerte de Juan Pablo II y la elección de su sucesor. El Sumo Pontífice siguió la dirección de su mirada.

—He pedido que los dejen ahí durante un tiempo. Servirán para recordarme que éste puesto es temporal —dijo con voz cansada, mientras Paola le besaba el anillo.

—Santidad.

— Ispettora Dicanti, bienvenida. La he llamado para darle las gracias personalmente por su valiente actuación.

—Gracias, Santidad. Sólo cumplí con mi deber.

—No, ispettora, usted fue más allá de su deber. Siéntese, por favor —dijo señalando unos sillones en una esquina del despacho, bajo un hermoso Tintoretto.

—En realidad esperaba encontrar aquí al padre Fowler, Santidad —dijo Paola, sin poder ocultar el anhelo en su voz—. No le veo desde hace diez días.

El Papa le cogió de la mano y le sonrió, tranquilizador.

—El padre Fowler descansa a salvo en un lugar seguro. He tenido oportunidad de visitarle ésta noche. Me pidió que le despidiera de usted, y me dio un mensaje: Es el momento de que ambos, usted y yo, nos despojemos dolor por los que quedaron atrás.

Al oír aquella frase, Paola sintió un estremecimiento interior, y las lágrimas brotaron. Pasó media hora más en aquel despacho, aunque lo que habló con el Santo Padre quedará entre ellos dos.

Más tarde, Paola salió a la luz de la plaza de San Pedro. El sol brillaba, pasado el mediodía. Sacó el paquete de tabaco de Pontiero y encendió el último cigarro. Alzó la cara hacia el cielo, echando el humo.

—Le cogimos, Maurizio. Tenías razón. Y ahora vete hacia la puñetera luz y déjame en paz. Ah, y dale recuerdos a papá.


Madrid, enero de 2003 — Santiago de Compostela, agosto de 2005.


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