4

Perrie estaba en el porche delantero de la cabaña de las novias. Llevaba cuatro días en Alaska y ya estaba que se subía por las paredes.

Así que la única elección era seguir las órdenes de Milt y escribir aquella maldita historia sobre las novias por correo. Le llevaría una hora hacer las entrevistas y otra escribirla. Aunque, teniendo en cuenta lo que ella pensaba del matrimonio, por lo menos podría ofrecer un punto de vista imparcial.

Jamás había tenido en su vida tiempo para los hombres, más allá de breves y apasionados romances. No era que no quisiera formar parte de la vida de ningún hombre. Le gustaban los hombres: hombres cultos con profesiones interesantes; hombres encantadores con sonrisas inteligentes y ojos de cielo.

Una imagen de Joe Brennan le llenó el pensamiento y cerró los ojos tratando de disiparla. Sí, Joe Brennan era atractivo. Y si no estuviera tan empeñado en hacerle la vida imposible, tal vez lo considerara como algo más que una vía de escape conveniente para dar rienda suelta a su frustración. Pero en los momentos críticos, suponía que probablemente sería como el resto de los hombres que había conocido. Él jamás podría soportar su vida: el trabajo a deshoras, los compromisos incumplidos y su devoción al trabajo.

Para ser sinceros, tras unos meses con un hombre normalmente acababa sintiéndose aburrida. Y por su profesión, en cuanto averiguaba todo lo que había que averiguar, había poco más que hablar.

La única razón por la que tenía un ligero interés por Joe Brennan era porque no había conseguido resquebrajar esa fachada pícara y manejarlo a su antojo.

Y tener un marido dedicado y una familia cariñosa estaba bien para otras mujeres, pero no para ella. Hacía tiempo que había tomado otro camino, que había elegido perseguir sus sueños ella sola. No podía echarse atrás y cambiar de opinión. Había llegado demasiado lejos. Aquello era todo lo que tenía, su trabajo, y estaba feliz con esa elección.

Llamó a la puerta, que se abrió momentos después. Perrie se encontró con la sonrisa vacilante y cálida de una rubia esbelta; una de las tres jóvenes que había visto en el bar.

– Eres esa mujer de Seattle que está de visita, ¿verdad?

Perrie no debía sorprenderse; después de todo, en una población tan pequeña como aquélla las noticias volarían.

– Sí. Hola, soy Perrie Kincaid del Seattle Star. Me han enviado aquí a entrevistarte a ti y a las otras novias por correo. ¿Puedo pasar?

Entró despacio en la cabaña e hizo un rápido inventario visual del interior. Unas cuantas frases descriptivas para situar la historia le añadían color a los relatos de interés personal. La cabaña era mucho mayor que la suya, tenía dormitorios separados y contaba con más modernidades. Estuvo a punto de gemir en voz alta cuando abrió una puerta y vio que era un cuarto de baño, con ducha e inodoro.

– Me llamo Linda Sorenson -dio la mujer-. Debo decir que me ha extrañado ver a una mujer a la puerta. Todas nuestras visitas han sido hombres.

– Me lo imagino -murmuró Perrie, recordando la escena en el bar de Doyle-. Estoy aquí para escribir una continuación del artículo ya publicado en nuestro periódico -se paró delante de la chimenea-. Es una casa muy bonita. Estáis tres personas viviendo aquí, ¿verdad?

Linda sonrió mientras colocaba unas revistas sobre la gastada mesa de madera.

– Las otras están fuera. ¿Te apetece una taza de café?

Perrie no pudo evitar dejar a un lado su actitud profesional. Linda parecía tan simpática; y en ese momento le hacían falta todos los aliados posibles, ya que Brennan tenía a la mayor parte de Muleshoe observando cada uno de sus movimientos. Tal vez las tres novias pudieran ofrecerle ayuda de algún tipo para sus planes de huida.

– Claro -respondió con una sonrisa mientras sacaba el cuaderno del bolsillo antes de quitarse la cazadora-. Me está costando aclimatarme al frío, de modo que cualquier cosa caliente me conviene -hizo unas cuantas anotaciones y esperó hasta que Linda volviera de la cocina con el café para sentarse en el sofá.

Linda se pasó las palmas de las manos por los pantalones.

– ¿Qué te gustaría saber?

– ¿Por qué no me cuentas por qué decidiste venir a Alaska? -le preguntó Perrie tras dar un sorbo.

Linda aspiró hondo antes de soltar el aire despacio.

– Es difícil de explicar sin parecer algo tonta. ¿Crees en el destino, Perrie?

Perrie la miró por encima del borde de su taza.

– ¿En el destino?

– Un día, estaba ojeando un periódico. Raramente tengo tiempo para leer el periódico. Soy enfermera y tengo un horario un poco agitado. Pero ese día tenía tiempo, y vi el anuncio de las novias. Supe entonces que tenía que venir a Alaska. Sólo sentí como si algo, o alguien, estuvieran aquí esperándome.

Perrie suspiró para sus adentros. Sí que sonaba un tanto bobo.

– En realidad, yo no creo demasiado en el destino. Creo que una persona determina su propio futuro, y que el destino no tiene nada que ver con ello.

– ¿Has estado alguna vez enamorada, Perrie?

Perrie hizo una pausa, sin saber cómo, o si debía contestar esa pregunta. ¿Qué tenía que ver su vida amorosa con la historia que estaba escribiendo? Era ella quien estaba haciendo las preguntas. Además, no estaba segura de que quisiera que un extraño supiera que ella, una mujer inteligente de treinta y tres años, no estuviera segura de lo que era el amor.

– ¿Por qué no nos ceñimos a tu historia? -le preguntó en tono ligero-. ¿Por qué estás tan segura de que te quieres casar?

– Porque sé que me iría muy bien. Quiero alguien con quien compartir mi vida, quiero enamorarme, tener hijos y envejecer junto a un buen hombre.

– ¿Y esperas encontrar a ese hombre aquí, en Alaska?

– ¿Por qué no? Podría estar aquí. Hay muchas posibilidades.

Perrie sonrió.

– Pero son algo extrañas, ¿no crees? Además, ¿cómo sabes que tu destino no te está esperando en Terranova, por ejemplo?

Linda sonrió.

– Bueno, si no lo encuentro aquí, seguiré buscando.

– Hay otras cosas en la vida aparte del matrimonio, ¿no?

– Por supuesto que sí. Y no estoy necesariamente empeñada en casarme. Pero jamás voy a dejar de buscar el amor.

Perrie se pensó sus palabras un buen rato. ¿Se estaría perdiendo algo? Jamás había pensado que el amor fuera importante en absoluto. En realidad, tenía la idea de que los hombres eran más que nada un incordio. ¿Sería eso porque no lo había sentido nunca?

– ¿Así que espera encontrar el amor aquí en Muleshoe? ¿Y qué hará si ocurre? ¿Va a dejar su trabajo en Seattle y mudarse aquí?

– No lo sé. Eso es lo que me resulta tan emocionante de todo esto. No estoy segura de lo que va a pasar hasta que pase. Estoy disfrutando tanto del viaje como del destino.

Perrie miró su cuaderno. Todas aquellas cosas tan tontas no iban a poder configurar una historia entretenida, a no ser que tuviera que escribirla para una de esas revistas de relatos rosas. Miró a su alrededor y después a Linda. El largo silencio que se prolongó entre ellas quedó roto por el ruido de la puerta de entrada al abrirse.

Las otras dos novias entraron atropelladamente, muertas de risa y con las cazadoras cubiertas de nieve. Perrie las observó mientras se quitaban los gorros y los mitones. Ambas se dieron la vuelta y la miraron con curiosidad hasta que Linda se puso de pie e hizo las presentaciones.

La morena menuda, Allison Keifer, fue la primera en hablar.

– No sabía que nos fueran a entrevistar otra vez. Habríamos estado aquí antes, pero hemos estado practicando.

– ¿Tenéis que practicar para encontrar marido? -le preguntó Perrie con interés.

Tal vez hubiera algo más en aquella historia.

– No -contestó Mary Ellen Davenport; era una mujer bastante regordeta, con el cabello castaño claro y una sonrisa deslumbrante-. Estamos practicando para los juegos de Muleshoe. Va a celebrarse un concurso de novias el fin de semana que viene, que es San Valentín. Vamos a competir en todas las modalidades: carreras con raquetas de nieve, carreras de trineos, y en el concurso de cortar leña.

– Supongo que lo hacen para que los hombres puedan ver si podemos ser buenas esposas -Dijo Allison-. Pero vamos a divertirnos. Y hay un bonito premio para la ganadora. Un fin de semana en un balneario de aguas termales de Cooper. Todo está incluido: el vuelo, la estancia, la…

– ¿El vuelo? -preguntó Perrie-. ¿Alguien va a llevar en avión a la ganadora?

Linda asintió.

– Y después de los juegos hay un baile en Doyle's. ¿Te interesa? En el concurso de las novias puede participar toda mujer soltera que lo desee.

En la mente de Perrie empezó a urdirse otro plan. Ella podría entrenar con las novias y ganar el evento y al mismo tiempo conseguir un bonito ángulo para la historia. Y en cuanto se escapara de Muleshoe, podría volver a Seattle de alguna manera y terminar una historia verdaderamente importante.

– Claro -dijo Perrie-. Me encantaría participar en los juegos. Explícame más.

– Necesitarás practicar si quieres ganar -dijo Mary Ellen-. Hay unas cuantas mujeres solteras en la ciudad que van a concursar. Sospecho que van a muerte, y por ello serán difíciles de ganar. Pero puedes practicar con nosotras.

– O puedes convencer a uno de esos guapos solteros de Bachelor Creek para que te ayuden -se burló Allison-. Te hospedas allí, ¿no?

Perrie asintió.

– Qué afortunada.

Perrie arqueó una ceja.

– ¿Afortunada?

– Ésa es la sede de los solteros. Tres de los hombres más guapos de Alaska viven allí.

– Si estás contando a Burdy como soltero de ensueño, sin duda llevas mucho tiempo en el campo.

– Oh, no. Burdy, no. Estoy hablando de Joe Brennan y Kyle Hawkins. Y hay otro, pero se acaba de casar. Se llama Tanner, creo. Linda salió con Joe Brennan la noche que llegamos aquí.

Perrie trató de aparentar indiferencia, pero pudo más la curiosidad.

– No perdió mucho el tiempo, ¿verdad? -dijo mientras se inclinaba hacia delante.

– La noche después invitó a Allison a salir -respondió Linda.

– A mí también me pidió que saliera -reconoció Mary Ellen-, pero yo ya tenía una cita.

– Fue encantador, pero no para casarse -comentó Linda.

– Encantador -repitió Perrie.

– Es tan dulce y atento -siguió Linda-. Y gracioso. Y también muy guapo. Tiene algo, no sé, es difícil de explicar, pero te entran ganas de quitarle la ropa y arrastrarlo a la cama.

– Y tiene los ojos como Mel Gibson -observó Mary Ellen.

– Es como un niño con cuerpo de hombre – añadió Allison-. Pero sin duda tiene miedo al compromiso. Para una cita está bien, pero no para más.

– Entonces ambas os fuisteis a la… -Perrie no pudo continuar, interrumpida por una sorprendente oleada de celos.

– ¡Pues claro que no! -gritó Linda.

– Aunque yo sentí la tentación -añadió Allison-. Esos ojos suyos podrían derretirle a cualquier chica.

Perrie se reprendió para sus adentros ¿Por qué demonios tenía que tener celos? ¿O envidia? Había tachado a Joe Brennan como seductor desde el momento en que lo había conocido. Era un soltero empedernido que utilizaba su encanto y su belleza física para que las mujeres se derritieran y se quedaran mudas de adoración. Ni siquiera ella había sido inmune.

Al menos era lo suficientemente lista como para ver a Brennan por lo que era; y lo suficientemente espabilada para mantener las distancias con él. Aunque no había sido demasiado difícil, teniendo en cuenta que últimamente no lo había visto demasiado.

Linda se echó a reír.

– A Allison le costó tres días evaluar a cada soltero a veinticinco kilómetros a la redonda. Ella domina el tema.

– Creo en la perseverancia -dijo Allison-. Sólo quiero lo mejor.

– El único a quien no ha logrado calar es a Hawk -se burló Linda.

Perrie levantó la vista de sus notas.

– ¿Kyle Hawkins? ¿El socio de Brennan?

– Le llaman Hawk. Y él es el único hombre que no le ha dicho ni una sola palabra a ella -dijo Mary Ellen-. Me recuerda a Gregory Peck en esa vieja película… No me acuerdo cómo se llama.

– Mary Ellen nunca recuerda los nombres de las películas… La verdad es que a mí Hawk me parece demasiado callado -dijo Linda -. Tal vez sea un alma torturada.

– Aún no lo he visto -reconoció Perrie-. Y no estoy segura de querer conocerlo. Brennan es suficiente.

– Eres periodista -dijo Allison-. Averigua todo lo que puedas de él y cuéntanoslo.

Perrie cerró el cuaderno despacio.

– Haremos un trato -dijo con una sonrisa de conspiración-. Vosotras me enseñáis a cortar leña, a caminar con las raquetas de nieve y a montar en trineo, y yo os informaré del misterioso señor Hawk.

Mary Ellen se echó a reír.

– ¡Esto va a ser tan divertido! Como una vieja película en la que tres chicas van a Roma a encontrar el amor. ¿Aquella de la fuente? Sólo que estamos en Alaska, somos cuatro y aquí no hay fuente.

– No estoy en esto para encontrar marido -explicó Perrie-. Lo único que me interesa es el viaje de salida de Muleshoe.


Joe cerró la puerta del refugio, se puso las gafas de sol para proteger los ojos del destello del sol en la nieve. Los días se alargaban y el intenso frío que había marcado el mes de enero empezaba a ceder. Pasarían meses hasta que el río se deshelara y llegara la primavera, pero ya habían pasado la parte más cruda del invierno.

Una imprecación rompió el silencio, y Joe se volvió para mirar hacia la cabaña de Perrie. Llevaba cinco días llevando suministros a los habitantes de la zona y no había tenido tiempo de comprobar qué tal estaba. Burdy y ella se habían hecho amigos, y el viejo la llevaba a comer a la ciudad; pero aparte de eso, Perrie Kincaid se había mantenido ocupada con sus cosas.

A decir verdad, no le estaba causando tantos problemas como había pensado en un principio. Estaba claro que había llegado a la conclusión de que no había manera de salir de Muleshoe y había decidido que lo mejor era aprovechar su tiempo libre. Paseó por el camino hacia su cabaña con una sonrisa de satisfacción en los labios. Había ganado aquella pequeña batalla entre los dos y no podía resistirse a deleitarse con ello.

Cuando la cabaña apareció ante sus ojos, lo primero que vio fue a Perrie tirada en el suelo con los pies en el aire. De momento se preocupó, pensando que a lo mejor esa vez se habría hecho daño, pero entonces vio que llevaba raquetas de nieve.

– ¡Oye! -la llamo-. ¿Estás bien?

Perrie se dio la vuelta y lo miró con una hostilidad apenas velada. Tenía el pelo cubierto de nieve y la cara mojada.

– ¡Márchate! -gritó-. ¡Déjame en paz!

Joe, de pie junto a ella, no pudo aguantarse la risa. Estaba tan bonita, allí cubierta de nieve y a punto de explotar de rabia.

– ¿Qué estabas haciendo? -le preguntó mientras tiraba de ella para ayudarla a ponerse de pie. Le dio la vuelta y le retiró un poco de nieve del trasero; y hasta que no apartó la mano no se dio cuenta de lo íntimo del gesto.

– Estoy practicando -dijo Perrie mientras se apartaba de él y terminaba de limpiarse el resto de la nieve.

– ¿Tirándote en la nieve?

– No, señor listillo, estoy aprendiendo a avanzar con las raquetas de nieve. Sólo es que son tan grandes, y se supone que debo intentar moverme lo más rápidamente posible, pero se me enredan los pies todo el tiempo. Es como tratar de correr con aletas de natación.

– ¿Por qué tienes que moverte tan deprisa? -le preguntó él, que al momento alzó una mano para adivinar una respuesta-. Déjame pensar. Supongo que no estarás pensando en echar una carrera con una estampida de alces. Así que imagino que has decidido ir a Fairbanks andando.

Ella trató de apartarse de él, pero una de las raquetas de nieve se le enganchó en el borde de la otra y empezó a perder el equilibrio de nuevo. Él la agarró por el codo para que no se cayera; pero en cuanto ella se puso derecha, lo apartó.

– Voy a participar en los juegos de Muleshoe del fin de semana que viene. Y voy a ganar ese viaje a al balneario de aguas termales de Cooper. Y en cuanto lo haga, saldré de Muleshoe para siempre.

Joe se echó a reír, y el eco de su risa resonó en el bosque silencioso.

– ¿Vas a ganar el concurso de las novias? Si ni siquiera eres una futura novia.

Perrie se sintió muy molesta.

– Soy una mujer soltera. Y soy una persona que está bastante en forma. Yo… Bueno, voy al gimnasio a veces. ¿No crees que pueda ganar?

– Ni lo sueñes, Kincaid.

Perrie se agachó y se desabrochó las tiras de cuero de las raquetas de nieve. Pero perdió de nuevo el equilibrio y cayó sobre la nieve; esa vez, él no la ayudó a levantarse. Ella consiguió ponerse las raquetas de nieve tras un poco de forcejeo, y seguidamente se puso de pie otra vez.

– Tú mírame y verás -dijo ella con el mentón alzado con gesto desafiante-. He estado cortando leña y estoy mejorando mucho. En realidad le he dado dos veces al tronco con el hacha, y eso que sólo llevo una hora haciéndolo.

Dio la vuelta a la cabaña y volvió con un hacha y un tronco para demostrarlo.

– Ten cuidado con eso -le advirtió él-. Deberías colocarlo sobre una superficie más dura antes de…

Joe observó cómo levantaba el hacha por encima de la cabeza, y enseguida se dio cuenta de que iba mal encaminada. En lugar de pegarle al tronco, Perrie clavó el hacha en un montón de nieve, con tan mala fortuna que el metal golpeó contra la roca que había debajo de la nieve.

– ¡Ay! -gritó de dolor mientras soltaba el hacha.

Perrie se sentó en la nieve.

– Te dije que…

– ¡Ay, calla!

Joe sonrió, se sentó junto a ella y le quitó los mitones antes de quitarse los guantes. Entonces empezó a frotarle las manos despacio entre las suyas, subiendo por la palma hasta la muñeca.

– Hay un borde de roca alrededor de este porche.

– Gracias por advertírmelo -dijo ella.

– Con el frío hace más daño.

Tenía los dedos calientes en comparación con los suyos menudos y delicados. Llevaba las uñas cortas, bien limadas y sin pintar. No habría esperado una manicura perfecta en una mujer tan práctica como ella, sobre todo porque no solía maquillarse demasiado.

Perrie poseía una belleza natural. Tenía las mejillas sonrosadas del frío, pero su tez era marfileña, lisa y suave. Sus pestañas largas y tupidas enmarcaban sus ojos verde claro. Y tenía una boca maravillosa: una boca grande de labios sensuales. Cada vez que la veía y se fijaba en su boca, recordaba el beso que se habían dado.

Se quedó mirándole los labios un momento.

– ¿Mejor? -dijo él.

Ella no contestó; entonces Joe la miró a los ojos y la pilló mirándolo. No sabría decir qué le pasó, pero al momento siguiente se inclinó hacia delante y la besó. Ella se cayó sobre la nieve, y Joe se estiró encima de ella y se deleitó con la sensación de su cuerpo suave debajo del suyo.

Rodó sobre la nieve y la colocó encima de él, agarrándole la cara con las dos manos, temeroso de que ella pudiera interrumpir el beso. Pero ella no parecía tener intención de hacer eso.

Despacio, Joe exploró su boca con la lengua, saboreándola y provocándola. Por un instante, se preguntó qué hacía allí revolcándose en la nieve con una mujer que no quería más que ponerle en ridículo.

Pero lo cierto era que a Joe le gustaba cómo besaba. No se quedó débil entre sus brazos, sino que más bien respondió a su beso con afán, como si disfrutara de verdad de la experiencia. Jamás había conocido a una mujer que lo tentara tanto y que al mismo tiempo le volviera loco. Ella era un desafío para él, y nunca huía de un desafío.

Mientras la besaba no dejaba de imaginársela, y por eso al momento tuvo que apartarse de ella y mirarla. Ella tenía los ojos cerrados y los labios húmedos, ligeramente entreabiertos. El frío le había encendido las mejillas y algunos copos de nieve manchaban su cabello caoba. Sus pestañas temblaron ligeramente, pero antes de que pudiera mirarlo, él volvió a besarla. Un suave suspiro se escapó de sus labios, y ella se estremeció entre sus brazos mientras arqueaba su cuerpo contra el suyo.

Era la primera vez en su vida que conocía a una mujer a quien no pudiera embrujar. Pero eso era lo que le había pasado con Perrie Kincaid. Los bonitos elogios y las sonrisas de chiquillo no le hacían ningún efecto. Ella prefería la metodología directa, como un beso espontáneo en la nieve; un beso que se tornaba cada vez más apasionado…

Seguramente el desafío se basaba simplemente en tratar de quedar encima de Perrie en su continua batalla.

Perrie debió de leerle el pensamiento, porque en ese momento se apartó de él y lo miró a los ojos con el ceño fruncido y gesto confuso. Lentamente, regresó a la realidad y su mirada pareció enfocar de nuevo.

– ¿Pero qué estás haciendo? -le preguntó ella en tono exigente.

Joe se agarró las manos a la espalda.

– Lo mismo que tú.

– ¡Pues para de una vez!

Perrie se limpió la nieve de los vaqueros y la cazadora y se puso de pie.

– ¿Estás segura de que quieres que pare? -le preguntó Joe.

– ¡Desde luego no quiero que me beses más!

Joe, que seguía en el suelo, se apoyó sobre los codos y le sonrió. No resultaba difícil ver que el beso la había afectado a ella igual que a él.

– ¿Por qué? ¿Te ha dado miedo porque te ha gustado?

Con un gemido de frustración, ella agarró un montón de nieve y se la tiró a la cara; entonces se dio la vuelta y se dirigió hacia la cabaña.

– No me ha gustado. ¿Cómo iba a gustarme? Prefiero… chupar un picaporte helado que volver a besarte.

Joe se puso de pie y se limpió la ropa de nieve.

– Bueno, Kincaid, estoy seguro de que el picaporte y tú tendríais mucho en común.

Ella entrecerró los ojos y lo miró con una expresión tan fría como la nieve que le caía por debajo de la cazadora.

– Aléjate de mí.

– Nunca ganarás el concurso. Eres una chica de ciudad, Kincaid. No puedes soportar vivir en la naturaleza. No estás hecha para ello.

– ¿Cómo? ¿Crees que no soy lo bastante fuerte? Eh, me dispararon en el brazo por intentar conseguir una historia. Soy mucho más dura de lo que piensas.

– De acuerdo -concedió Joe-. Aunque a mí me parece que arriesgarse a recibir un balazo por una historia es más por estupidez que por ser dura.

– Ganaré, aunque sólo sea para demostrarte que puedo hacerlo.

– Si por casualidad ganaras, te dejaré ir a Cooper.

Ella se plantó las manos en la cintura.

– ¿Que me dejarás ir a Cooper?

– Oye, soy responsable de tu seguridad, Kincaid. Y yo me tomo mis responsabilidades muy en serio. Pero si ganas, podrás ir a Cooper. No me interpondré en tu camino.

– Desde luego que no lo harás. Porque pasaré por encima de ti si es necesario.

Joe se echó a reír.

– ¿Me estás amenazando, Kincaid?

– Tú aléjate de mí -le advirtió.

Joe se quedó un buen rato sentado en la nieve, riéndose y sacudiendo la cabeza. Si había algo que le gustaba de Perrie Kincaid era que siempre conseguía sorprenderlo. Jamás había conocido a una mujer que lo besara con tal lascivia, y al momento siguiente lo amenazara con atacarlo.


Perrie estaba tumbada en al cama, mirando al techo. Temerosa de moverse, casi de respirar, se dijo que debía levantarse. Todo aquello era culpa de Joe. De no haber sido por sus burlas del día antes, no se habría pasado tres horas partiendo troncos por la mitad para practicar.

En ese momento, tras dormir bien toda la noche, esperaba sentirse más fresca. Pero tenía tantas agujetas que le parecía como si la hubiera atropellado un camión.

Apretó los dientes y se dio la vuelta, consiguiendo al menos sentarse en la cama mientras el dolor le paralizaba las extremidades. Un baño caliente le iría bien, pero no estaba segura de tener fuerzas para arrastrar la bañera dentro y llenarla. Plantó los pies en el suelo frío en el mismo momento en que alguien llamó a la puerta. Perrie se puso de pie con una mueca de dolor. Tal vez podría convencer a Burdy para que le llevara la bañera dentro. El anciano parecía dispuesto a hacer que su estancia fuera lo más cómoda posible.

– Espera un momento, Burdy, ya voy.

Pero Burdy McCormack no era el único que estaba a la puerta. A su lado había un extraño de pelo largo y negro despeinado por el viento.

Ella sospechaba que el hombre que la observaba con expresión indiferente era el famoso Hawk.

– Joe nos ha dicho que va a participar en los juegos de Muleshoe -dijo Burdy, bailando con los pies con emoción-. Y que después va a escribir sobre ello en su periódico.

Ella hizo una mueca mientras se frotaba los antebrazos.

– Pensé en intentarlo con el concurso -dijo ella, sorprendida por el interés de Burdy-. Total estoy aquí sin posibilidad de salir. Además, sería un buen punto de vista para escribir mi historia.

Burdy le tendió una sudadera doblada y una gorra, ambas con el emblema del refugio de Bachelor Creek.

– Bueno, pues ya tiene patrocinador, señorita Kincaid. El señor Hawk y yo la vamos a entrenar, a prepararla para los juegos.

Perrie sonrió y negó con la cabeza.

– No creo que Joe dé el visto bueno.

– Bueno, entonces no se lo contaremos -dijo Burdy-. Además, creo que será buena publicidad para el refugio. No todos los días se publican nuestras fiestas en un periódico de la gran ciudad. Nuestros nombres saldrán en el periódico, ¿verdad?

Perrie contempló la oferta de Burdy un buen rato. Aunque partir troncos y caminar con las raquetas de nieve podría practicarlo sola, dudaba que pudiera montarse en un trineo el día de los juegos y ganar la carrera.

– Si Hawk y tú me ayudáis a entrenar, entonces supongo que podría mencionar el refugio y a mis entrenadores todas las veces que pueda en el artículo.

Burdy se echó a reír muy contento.

– Entonces trato hecho. Tú vístete y nos encontramos en un rato en las perreras. Hawk te va a enseñar a montar en trineo.

Perrie quería que le dieran el día libre, para poder descansar. Pero sólo tenía una semana más para entrenar, y no podía dejar pasar la oportunidad de montarse en un trineo y aprender a hacerlo bien.

– Ahora mismo salgo -dijo Perrie.

Hawk le pasó un par de botas de piel que llevaba a la espalda.

– Gracias -le respondió ella con una sonrisa de agradecimiento-. Me hacen mucha falta.

Fabricadas en cuero y piel, resultaban increíblemente cómodas y calientes, y además le valían. Imaginó que caminar sobre raquetas de nieve ya no le resultaría tan difícil.

Quince minutos después encontró a Burdy y a Hawk en las perreras. Estaban junto al trineo, un simple invento fabricado con madera y tiras de cuero.

– Ahora hazle caso a Hawk. Él te enseñará todo lo quo necesitas saber -le dijo Burdy.

– ¿Tú no te quedas? -le preguntó Perrie.

– Tengo que ir a comprobar las trampas -contestó.

– Pero, yo…

– No tengas miedo de él -dijo Burdy en voz baja-. No muerde -y con eso el viejo se marchó alegremente, rompiendo con su silbido el silencio del bosque.

Perrie se volvió hacia Hawk con una sonrisa forzada.

– ¿Entonces, por dónde empezamos?

Hawk ladeó la cabeza, y ella lo siguió hasta las perreras. Él abrió la puerta, y caminó entre los perros que no dejaban de ladrar y saltar.

– Vamos -le ordenó.

Ella entró en el cercado con cuidado. Nunca le habían gustado demasiado los animales, y menos tantos juntos.

Hawk señaló un enorme husky blanco. -Loki -dijo- es el perro guía.

– Es muy… bonito -comentó Perrie antes de echarle una mirada de soslayo-. ¿Y hace cuánto que conoces a Joe Brennan?

Hawk ignoró su pregunta.

– Agárralo del collar y llévalo al trineo.

Perrie abrió mucho los ojos. Se imaginó agarrando al enorme perro, y a éste comiéndole el brazo después para almorzar. Los otros perros saltaban a su alrededor para que les prestara atención, pero Loki se mantenía apartado y la miraba con suspicacia.

– ¡Ven, Loki!

La orden de Hawk fue tan repentina, que Perrie se retiró asustada cuando el perro avanzó. Pero en lugar de atacarla, el animal fue hasta la puerta del cercado y se colocó al lado de Hawk.

Avergonzada, Perrie siguió al perro, le agarró del collar y le sacó del cercado. Observó a Hawk mientras éste le enseñaba a colocar el arnés al perro y luego a engancharlo a las correas del trineo.

– Ven -le dijo ella con firmeza.

El perro avanzó hacia ella y con paciencia le permitió que le colocara el arnés. Lo enganchó a las correas de una fila y repitió el procedimiento varias veces. Hawk la observaba en silencio, permitiéndole que cometiera sus propios errores. Cuando había colocado al último perro, Perrie se sentía confiada con sus habilidades.

Ella se retiró la nieve de los vaqueros y se puso derecha, esperando a que Hawk la elogiara; pero él se quedó allí en silencio. Perrie se aclaró la voz.

– ¿Por qué me estás ayudando con esto?

De nuevo le dio la sensación de estar hablando con un muro; un muro muy guapo, eso sí, con penetrantes ojos grises y un perfil que parecía haber sido esculpido por un maestro.

Hawk se agachó entonces y le enseñó a operar el gancho de remolque, y después la condujo hacia los esquís del trineo. Se colocó de pie detrás de ella y la rodeó para enseñarla cómo conducir el trineo. Estaban tan cerca, que Perrie esperaba por lo menos sentir alguna leve reacción a su proximidad. Después de todo, Hawk era un hombre tremendamente guapo.

Pero no sintió nada; ni siquiera una mínima parte de lo que experimentaba cuando Joe Brennan la tocaba. Ahogó una imprecación. ¿Qué diablos tendría Brennan? De todos los hombres que había conocido, él tenía la capacidad de acerarle el pulso y dejara sin aliento. Y también de avivar su genio como nadie lo había hecho jamás.

– Adelante, Loki. Adelante, perros. Arre, arre.

Los trece huskies se pusieron en movimiento hasta que las tiras de cada fila estaban tensas. El trineo empezó a moverse, y de pronto estaban deslizándose por la nieve. Perrie dejó de pensar en Joe y se echó a reír con alegría, agarrándose con fuerza al trineo por miedo a salir volando.

– ¡Izquierda, Loki! ¡Arre!

El perro guía giró a la izquierda, y Perrie sintió que Hawk se movía detrás de ella para equilibrar el trineo en el giro. Ella añadió también su peso al giro y sonrió cuando el trineo se enderezó con suavidad y continuó por el camino.

– ¡Derecha, Loki! ¡Derecha!

Esa vez, el trineo giró a la derecha. Perrie pensó en las órdenes, en el modo de decirlas mientras estudiaba con cuidado el modo en que Hawk maniobraba el trineo. Continuaron hasta el Yukon por un camino estrecho y después dieron la vuelta en dirección al refugio.

Cuando llegaron, Hawk se bajó del trineo, y Perrie fue hacer lo mismo, pero él negó con la cabeza.

– Pruébalo tú sola.

Ella pestañeó.

– ¿De verdad?

Él asintió.

Perrie aspiró hondo y tiró del gancho de remolque.

– Adelante, Loki -gritó-. Adelante, perros.

– ¡Arre!

Y esa vez los perros salieron con paso ligero.

Al principio, Perrie se mostró algo miedosa de arrear a los perros para que fueran más deprisa.

Pero después de dar unas cuantas vueltas y varias curvas con éxito, les gritó con entusiasmo, a lo que los perros respondieron con un arranque de velocidad. Sin el peso de Hawk sobre el trineo, éste pareció volar sobre el suelo nevado, y Perrie tuvo que tomar las curvas con mucho cuidado para no perder el control.

A su alrededor sólo estaban los tranquilos bosques, y tan sólo el leve chirrido de los esquís del trineo y el ruido de las patas de los perros arrastrándose por la nieve rompían el cristalino silencio. Perrie completó el circuito desde el río hasta el refugio tres veces, hasta que Hawk le hizo una seña para que se detuviera. Entonces saltó del trineo sin aliento.

– Ha sido maravilloso -gritó-. No puedo creer que fuera tan fácil.

– No siempre es fácil. A veces hay hendiduras abiertas y árboles caídos, o alces que quieren compartir el camino -Hawk se colocó delante del trineo y empezó a desenganchar a los perros.

Sin pensárselo dos veces, Perrie se apresuró para hacer lo mismo.

– No estoy segura de que Brennan aprobara esto -aventuró.

Hawk arqueó una ceja pero no la miró.

– ¿Y por qué no?

– Desde que llegué a Muleshoe, Brennan ha decidido que de algún modo soy demasiado débil como para saber lo que me conviene. Cree que me protege dándome órdenes. Pero me está volviendo loca.

– Tú lo confundes -dijo Hawk.

Perrie abrió la boca para cuestionar su comentario, pero él se dio la vuelta antes de que pudiera hablar.

– Ahora vamos a darles de comer a los perros -dijo él.

Ella lo siguió.

– Un momento. ¿Qué quieres decir con que lo confundo?

– Precisamente lo que he dicho -le pasó un par de cubos de casi cinco kilos de capacidad cada uno-. Ve a tu cabaña y llénalos de agua.

– Es él quien me confunde a mí -dijo Perrie. De pronto me está gritando, y de pronto me tira a la nieve y… -se quedó callada, consciente del rubor que tiñó sus mejillas heladas-. Yo… No sé lo que quiere de mí. Yo soy capaz de tomar mis propias decisiones. Si quiero volver a Seattle, debería poder hacerlo, sin pedirle permiso, ¿no?

Hawk la miró largamente, y ella pensó que iba a estar de acuerdo con ella, o incluso que le explicaría el porqué del comportamiento de Brennan.

– El agua -dijo finalmente, echando una mirada a los cubos.

Con un suspiro de resignación, Perrie subió a su cabaña para llenar los cubos. ¿Si Kyle Hawkins y Joe Brennan eran tan buenos amigos, por qué la estaba ayudando Hawk?

Tal vez él no estuviera de acuerdo con lo que Joe estaba haciendo con ella. Parecía un hombre razonable… aunque en realidad, costaba decirlo. Hawk decía lo suficiente para hacerse entender, pero era un profesor bueno y paciente. Lo único que no podía discernir era de qué lado estaba.

Uno por uno, transportó seis cubos de agua a las perreras. Cuando terminó, Hawk le enseñó cómo se mezclaba la comida para los perros. Además de la comida para perros habitual, añadió en los enormes cuencos pedazos de hígado de alce cocinado y de pescado seco. Entonces salió del cercado y observó cómo Loki y sus compañeros devoraban el festín con entusiasmo.

– Entrenaremos mañana otra vez -dijo Hawk sin dejar de mirar a los perros.

– ¿Por qué lo estás haciendo? -le preguntó ella.

Hawk se encogió de hombros.

– No tengo nada mejor que hacer -dijo él, que se dio la vuelta para volver al refugio.

Perrie corrió detrás de él, tratando de no quedarse rezagada.

– Si de verdad quieres darle en las narices a Brennan, me ayudarías a regresar a Seattle. Debes de conocer a otro piloto que pueda llevarme de vuelta. Estaría dispuesta a pagarte.

– Ten a los perros enganchados para mediodía -dijo Hawk, que avanzó más deprisa y le sacó ventaja.

Perrie se detuvo y observó su retirada, maldiciendo entre dientes. Estaba claro que Hawk estaba firmemente del lado de Joe Brennan. Y no iba a ser de ninguna ayuda en su plan de regresar a Seattle.

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