6

La historia le salió de dentro, palabra por palabra, frase por frase; como si todo el texto llevara allí mucho tiempo. Los lobos y los Gebhardt: dos familias que vivían en medio de aquellas tierras salvajes, empeñadas en sobrevivir. Perrie se había quedado toda la noche en vela, poniendo en papel sus pensamientos, reescribiendo cada frase hasta que le quedó lo más perfecta posible.

No sabía qué le había llevado a tomar papel y lápiz. Nada más entrar en su cabaña se había sentado y había empezado a escribir. Y hasta que no había empezado, no se había dado cuenta de lo mucho que la había afectado aquel día con Joe.

Joe la había llamado cuando ella había echado a correr hacia su cabaña, deseosa de poner cierta distancia entre ellos. Cada vez que estaban juntos, parecía verse privada de su voluntad. O bien peleaban como dos perros rabiosos, o bien se tiraban el uno encima del otro como dos adolescentes con las hormonas revolucionadas. Y hasta que no averiguara lo que sentía por Joe Brennan, iba a mantener las distancias con él. Así que se puso a escribir.

El día había tocado a su fin, pero en lugar de encender la luz, se llevó una vieja lámpara de queroseno a la mesa. El suave destello de la lámpara parecía envolverla en un mundo inventado por ella, un mundo sin inconveniencias, fechas de entrega o fuentes, reuniones o correctores. Por primera vez en muchos años, escribió con sus sentimientos, no sólo con su cabeza. Y así volvió a descubrir el verdadero placer de escribir una frase bella, o de llevar al lector en potencia a un lugar donde jamás hubiera estado.

Había trabajado toda la noche, durmiendo a ratos antes de que otra idea invadiera sus sueños, y ella necesitara levantarse para apuntarla. Entonces se volvía a dormir, y a ratos, mezcladas con las imágenes de los lobos, veía a Joe y lo incorporaba a su historia, personificando al lobo que había vagado libremente durante varios inviernos.

Había tratado de no pensar en su encuentro en aquel paraje de la espesura, pero cada vez las imágenes regresaban. Al principio, entregarse a su trabajo había sido como un antídoto, la manera ideal de olvidar sus besos. Pero más tarde había disfrutado de los recuerdos, se había deleitado con ellos mientras escribía, y había sentido sus manos acariciándola, sus labios besando los suyos.

El día había amanecido claro y brillante, y al despertar Perrie había visto los papeles desperdigados sobre la cama. Despacio, releyó lo que había escrito y lo copió a limpio. Aunque se había llevado su ordenador portátil, esa historia no podría ser escrita en ordenador. Aquella historia era más como una carta; una carta desde las tierras salvajes de Alaska.

Aunque ella no solía escribir ese tipo de historias, estaba orgullosa de cómo le había salido. Y ansiosa por descubrir si Milt pensaba que escribirla tenía algún mérito. Y no porque fuera a publicar la historia; tal vez su jefe sólo disfrutaría de sus reflexiones sobre Alaska.

– Un fax -murmuró mientras se ponía un suéter grueso-. Tienen que tener un fax en el refugio.

Perrie sacó sus botas de piel y se las puso, descolgó su cazadora del perchero y tomó las hojas escritas.

Desde su llegada el edificio bajo había suscitado su interés en más de una ocasión, pero había tratado de evitarlo, sabiendo que Joe vivía allí. Prefería la privacidad de su cabaña.

Mientras accedía al amplio porche, se fijó en un viejo grabado sobre la puerta: Prohibido el Paso a las Mujeres. Perrie sonrió. Sin duda los solteros que vivían dentro sentían la necesidad de protegerse de las féminas. Por debajo de ese mensaje, había otro:

– Excepto Julia -murmuró Perrie.

Perrie retrocedió mientras se preguntaba quién sería Julia y por qué ella podía entrar al refugio.

– Bueno, si Julia puede entrar, yo también – dijo Perrie.

Decidida, Perrie llamó a la puerta con los nudillos y esperó una respuesta. Cuando nadie abrió, volvió a llamar. Después de llamar por tercera vez, decidió aventurarse adentro.

El interior del refugio fue una sorpresa total.

Había esperado algo tan rústico como el exterior. Pero al entrar accedió a una enorme habitación de ambiente rústico muy acogedora, con unas paredes hechas de troncos y una chimenea de piedra. Multitud de coloridas alfombras y colchas de artesanía de Alaska cubrían el suelo y los sofás, y por toda la habitación se podían ver interesantes piezas de artesanía local. Comparado con su cabaña, el refugio resultaba lujoso.

– ¿Hola? -dijo-. ¿Hay alguien aquí?

Su llamada fue contestada por una voz y unos pasos. Entonces apareció un niño pequeño en el otro extremo del salón.

– ¡Estoy aquí! -gritó.

Cuando el niño la vio, se detuvo y se ajustó las gafas sobre su nariz respingona.

– ¿Quién eres tú? -le preguntó el niño.

– Soy Perrie. ¿Y tú quién eres?

– Me llamo Sam. Vivo aquí. ¿Estás buscando a mi padre?

Perrie frunció el ceño.

– Eso depende de quién sea tu padre.

Joe no había dicho ni palabra de que tuviera un hijo, y a Hawk no le pegaba. Una de las novias había mencionado que el tercer socio del refugio se había casado recientemente, pero no llevaba tanto casado como para tener un niño tan mayor.

– Yo estoy buscando a Joe.

Sam se acercó a ella y la estudió sin timidez.

– Joe no es mi padre, es mi tío. Bueno, en realidad no es mi tío, sino más bien como un hermano mayor. Mi padre es Tanner. Es mi padrastro, en realidad. Volvimos esta mañana de Fairbanks dijo con los ojos brillantes.

– ¿Qué pasa aquí? -una mujer rubia y esbelta se plantó junto a Sam, con un paño de cocina en la man-. ¡Se te oye desde la cocina! -dejó de hablar cuando vio a Perrie, a quien miró con curiosidad.

– Lo siento -se disculpó Perrie-. Llamé a la puerta, pero nadie me oyó. Estoy buscando a Joe.

La mujer sonrió.

– ¿Eres la Perrie de Joe?

Perrie esbozó una sonrisa vacilante.

– No. Quiero decir, sí. Soy Perrie… pero no soy… -su voz se fue apagando.

El tratar de explicar lo que era exactamente para Joe Brennan se estaba complicando día a día.

– ¡Precisamente iba a bajar a tu cabaña a conocerte! -exclamó la mujer-. Me llamo Julia Lo… Julia O'Neill. Sólo llevo un mes casada; y me cuesta acostumbrarme al nombre -hizo una pausa-. ¿Y cómo ha sido tu estancia? ¿Has estado cómoda? Espero que Joe te esté cuidando bien. Normalmente no se encarga de los huéspedes, pero Tanner y yo hemos estado muy ocupados este mes, con la boda y la mudanza y… -Julia dejó de hablar un momento-. ¿Te apetece desayunar? ¿Un café y unos bollos de pasas, tal vez?

– ¿Está Joe aquí? -preguntó Perrie.

– Está en la pista de aterrizaje con mi marido. Están sacando todas nuestras cosas del avión. Sam y yo acabamos de cerrar nuestro apartamento en Chicago. Vamos a vivir aquí ahora. ¿Puedo ayudarte en algo?

– Me preguntaba si habría un fax en el refugio -dijo Perrie.

– Desde luego que lo hay. Tanner lo instaló el mes pasado. La verdad es que es de gran ayuda con las reservas y los detalles de los viajes. Está en la cocina.

Julia le hizo un movimiento a Perrie para que la siguiera, y cruzaron un enorme comedor lleno de mesas antiguas y un batiburrillo de antigüedades y sillas hechas a mano. Detrás de unas puertas de vaivén, estaba la enorme cocina, tan acogedora y rústica como el resto del refugio.

– El fax está allí al lado del teléfono -dijo Julia-. ¿Por qué no envías tus papeles y luego nos sentamos un rato y charlamos?

Como Ann, Julia parecía encantada de tener compañía femenina. Perrie sospechaba que acostumbrarse a la vida en Muleshoe resultaba difícil, sobre todo viniendo de una ciudad como Chicago. Sin embargo Julia parecía increíblemente feliz y emocionada, al igual que Ann. Tenían a sus maridos, a su familia y una vida llena de emociones.

Perrie tenía su trabajo. Eso siempre le había bastado, siempre había sido emocionante, a veces más de lo que hubiera deseado. Pero si lo comparaba con vivir en Alaska, su trabajo de reportera de investigación parecía perder un poco de su lustre.

Cierto era que la gente de Seattle la conocía y quería leer sus historias. Y ella esperaba impacientemente a que alguien cometiera un error. Ése era el resumen de toda su carrera profesional. Si no hubiera delincuentes ni personas corruptas, no tendría trabajo.

Cuando lo miraba sí, de pronto veía su carrera profesional desplegándose delante de ella. ¿Qué haría en cinco, en diez años? ¿Seguiría observando y esperando, esperando a que alguna persona prominente diera un paso en falso y trasgrediera la ley? ¿O encontraría un nuevo camino, tal y como habían hecho Ann y Julia?

– ¿Perrie? ¿Sabes manejar el fax?

Perrie volvió de su ensimismamiento y asintió a Julia.

– Sí… Sólo trataba de recordar el número.

Página a página, su historia fue enviada a través de las líneas telefónicas, desde Muleshoe hasta Seattle. En pocas horas, Milt lo leería. Casi podía oír ya su perorata mientras se preguntaba dónde estaba su historia de las novias. En unos días, tomaría parte en los juegos de Muleshoe y entonces terminaría la historia que le había sido asignada. Después, volvería a su cómodo apartamento y a su emocionante profesión.

– ¿Te apetece sentarte y tomar un café?

Perrie se quedó mirando ensimismada mientras las últimas páginas eran suavemente devoradas por la máquina.

– Yo… no puedo. Tengo un montón de cosas que hacer.

La verdad era que, toda vez que había evitado la compañía de Joe, quería salir del refugio antes dé que él volviera. No estaba del todo segura de que tuviera la determinación suficiente como para no desearlo como lo había deseado la última vez que se habían visto.

– No puedo creer que estés cómoda en esa cabaña -dijo Julia-. Aquí en el refugio tenemos un dormitorio de sobra. Si te apetece, puedes venirte para acá.

– Mi cabaña está bien -contestó Perrie.

– Pero salir de noche al retrete y tener que arrastrar esa bañera para darte un baño…

– Todo ello forma parte de la experiencia de estar aquí.

– Bueno, yo desde luego no lo soportaría – dijo Julia.

Perrie frunció el ceño.

– Pero tú vives aquí -dijo Perrie.

– Y tenemos un baño -dijo Julia.

Perrie emitió un gemido entrecortado.

– ¿Un baño? ¿Un baño dentro de casa? ¿No tenéis que salir fuera a medianoche?

– Por supuesto que no -dijo Julia-. Por eso no entendía por qué elegiste quedarte en una de las cabañas en lugar de venir aquí.

– ¿Podría haberme quedado aquí en el refugio?

– Eso hice yo cuando vine por primera vez – dijo Julia-. Aunque no me extraña que Joe no quisiera invitarte a quedarte aquí, teniendo en cuenta la leyenda.

– ¿Qué leyenda?

– Hay un grabado en el dintel de la puerta. Los buscadores de oro que vivieron aquí durante la época de la fiebre del oro decían que cualquier mujer que cruzara el umbral se casaría con uno de los que vivían en el refugio.

– ¿Y yo he tenido que salir a esa caseta con temperaturas bajo cero y bañarme en esa bañera sólo porque Joe Brennan piense que tal vez decida casarme con él?

Julia consideró un momento las palabras de Perrie, y después asintió como si la lógica fuera muy aceptable.

– Sí, supongo que sí.

– Julia, ¿dónde te dejo estas cajas?

La voz de Joe resonó en la casa, y a Perrie se le aceleró el pulso. Las puertas de la cocina se abrieron y apareció Joe con las manos llenas de cajas, de modo que ni se le veía la cara.

– Puedes dejarlas ahí -dijo Julia, mirando con nerviosismo de Perrie a Joe.

Joe dejó el montón en el suelo. Entonces se puso derecho y se encontró cara a cara con Perrie. Él pestañeó con sorpresa y entonces esbozó una sonrisa incómoda.

– Buenos días -murmuró Joe.

Ella esperaba sentirse incómoda con él, sobre todo después de lo que había pasado el día anterior. Pero también había pensado que se habían hecho amigos y se había equivocado.

– ¿Tú has metido a Perrie en la cabaña? -le preguntó Julia-. ¿Sin calefacción ni aseo? ¿Has consentido que se prepare sus propias comidas y se haga su cama? ¿Ése es el modo de tratar a un huésped?

Joe miró a Julia con el ceño fruncido.

– Ella no es realmente un huésped.

– ¿Acaso no nos paga su periódico? ¿No es cierto que nuestro precio incluye todas las comidas?

– Bueno, sí, pero éste es un caso diferente.

Julia se acercó despacio a Joe hasta que estuvieron frente a frente.

– La situación es la siguiente. Quiero que vayas a la cabaña de la señorita Kincaid, que recojas sus pertenencias y que las traigas aquí al refugio. Y después quiero que hagas lo posible para que nuestra invitada esté cómoda.

Perrie se puso tensa y se obligó a sonreír.

– En realidad no es necesario. Estoy perfectamente bien en la cabaña.

Con eso le echó a Joe una mirada asesina; una mirada que le decía que no habría más besos entre ellos. Y que lo que menos deseaba hacer era dormir bajo el mismo techo que él.

Salió de la cocina con fastidio y maldiciendo entre dientes con cada paso que daba. Sus pensamientos, una mezcla de rabia y frustración, concibieron sorpresivamente una imagen de Joe Brennan desnudo, dormido entre sábanas revueltas… con aquel pecho musculoso y aquellos brazos largos y fuertes…

– Basta -se dijo en voz alta-. Tendría que estar pensando en cómo volver a Seattle, y no preguntándome cómo es Joe Brennan en la cama.


Joe observó a Perrie salir de la cocina muy enfadada. Negó con la cabeza y miró a Julia.

– Te encanta hacerme sufrir, ¿verdad?

Julia sonrió y entonces se acercó a él y le dio un beso en la mejilla.

– Voy a transformarte en un hombre sensible, aunque me cueste toda la vida.

Joe gimió.

– Debería haber imaginado que vosotras las mujeres os apoyaríais.

– Aquí en el refugio somos muy pocas -dijo Julia mientras le limpiaba a Joe la mejilla de carmín-. Haré todo lo posible por contrarrestarlo un poco.

Joe recogió la caja y la colocó sobre el mostrador.

– Ni siquiera lo pienses. El hecho de que Perrie Kincaid haya cruzado la puerta de la casa no quiere decir que vaya a casarme con ella. Ni siquiera nos gustamos.

Joe tuvo que reconocer para sus adentros que eso no era del todo cierto. Perrie le gustaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Aunque estaba seguro de que en ese momento no tendría muy buena opinión de él.

– Parece una mujer encantadora -dijo Julia-. A mí ya me gusta.

Hawk y Tanner entraron en la cocina en ese mismo momento, con Sam pisándoles los talones.

– Eh, acabo de ver a Perrie Kincaid en el porche -dijo Tanner-. ¿Ha entrado?

Joe soltó una imprecación y le echó a Tanner una mirada venenosa.

– No empieces conmigo. Tu esposa ya ha hablado suficiente del tema. No, no me voy a casar con Perrie Kincaid. Maldita sea, si se va a casar con alguien, será con Hawk. No para de hablar de él.

Sólo de pensarlo sintió unos celos persistentes; pero había llegado el momento de que averiguara qué estaba pasando entre ellos dos.

Tanner y Julia se volvieron ambos a mirar a Hawk con curiosidad.

– Y bien -dijo Julia-, ¿tú qué tienes que decir?

– Le di unas botas de piel -dijo Hawk-. Y la estoy preparando para los juegos de Muleshoe.

Joe se quedó boquiabierto.

– ¿Tú la estás ayudando?

Hawk asintió.

– ¿Sabes por qué quiere participar en el concurso de las novias? Para poder llegar a Cooper y buscar a un piloto que la lleve a Seatle, donde seguramente alguien le pegará un tiro en cuanto se enteren de que está allí. Está aquí en Muleshoe por su propia seguridad.

– Pareces muy preocupado por la señorita -comentó Tanner.

– Por una señorita que ni siquiera le gusta -añadió Julia mientras se acercaba al fax-. Perrie se ha dejado aquí sus papeles. ¿Por qué no se los llevas a la cabaña, Joe? Y mientras estás allí, podrás disculparte por tu actitud tan poco hospitalaria. Invítala a cenar con nosotros y dile que puede quedarse en el dormitorio de invitados.

– No tendría que disculparme si tú no hubieras dicho nada para que se enfadara de ese modo -dijo Joe mientras le arrebataba a Julia los papeles de la mano.

– Pues dale un beso -dijo Sam-. Eso es lo que hace Tanner cuando mi mamá se enfada.

Joe le revolvió al niño el pelo al pasar.

– Tendré eso en cuenta. Me atrevo a decir que me fío más de tu consejo que del de tu madre.

Joe caminó despacio hasta la cabaña de Perrie, y no porque le sentara mal disculparse con ella, sino porque mientras caminaba iba leyendo la historia que ella se había dejado en el refugio. A medida que iba leyendo, la historia lo iba envolviendo, sorprendiéndolo con las sorprendentes imágenes visuales que era capaz de crear con una simple frase. Siempre había sabido que era escritora, pero jamás esperado que poseyera tal talento. Había pensado que escribía sobre policías y criminales, políticos y hombres de negocios ambiciosos. No sobre unos lobos de las tierras salvajes o sobre los vínculos familiares.

Terminó de leer su historia cuando llegaba al porche de entrada de la cabaña, y cuando leyó la última palabra, se sentó en el escalón de arriba y la leyó otra vez. Permaneció allí sentado mucho rato, pensando en Perrie y en los lobos, en el amor y en la soledad. Y se dio cuenta de que él había estado malgastando su tiempo.

Tarde o temprano, Perrie Kincaid volvería a Seattle y saldría para siempre de su vida. En un principio eso era lo que había deseado; pero en ese momento quería que Perrie se quedara. Algo los había unido el día anterior en las llanuras y necesitaba saber qué era; porque no era sólo deseo.

Deseaba a Perrie Kincaid más de lo que había deseado a cualquier mujer en su vida. Y aunque deseaba hacer el amor con ella, no la quería sólo para eso. La quería a su lado cuando regresara a ver los lobos, y la quería ver cuando desayunara a la mañana siguiente; quería mostrarle la aurora boreal y la belleza del verano en Alaska; y deseaba que ella estuviera allí cuando el hielo se resquebrajara en el Yukon y cuando volviera a helarse al invierno siguiente.

Sobre todo, quería tiempo; tiempo para averiguar por qué quería más tiempo. Tiempo para adivinar si esa fascinación que sentía hacia ella era transitoria, o si sería una maldición que lo acompañaría el resto de sus días. Tiempo para llegar a la conclusión de que Perrie Kincaid y él estaban hechos el uno para el otro; para enamorarse y casarse.

La puerta se abrió a sus espaldas y Joe se dio la vuelta y vio a Perrie mirándolo. Tenía los brazos cruzados y aún parecía enfadada.

– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte sentado aquí fuera? -le preguntó ella.

Él levantó los papeles.

– Te has dejado esto en el refugio.

Ella se los quitó y los enrolló.

– No voy a mudarme allí.

– No esperaba que lo hicieras -hizo una pausa-. Es una historia maravillosa, Kincaid. Mientras la leía, no dejaba de verte. Tienes un talento increíble. ¿Por qué lo malgastas hablando de criminales?

Ella avanzó hasta la barandilla del porche y se fijó en un arbusto de pícea.

– Lo que hago yo es importante -dijo con tranquilidad-. Me gusta. Ésta es una historia tonta de unos lobos, que no le importa a nadie.

– A mí sí, Perrie. Me hace sentir algo especial. Cuando la he leído, me ha conmovido.

Perrie se dio la vuelta y lo miró sin entender.

– No es nada -dijo con decisión mientras doblaba las hojas y se las guardaba en el bolsillo de los vaqueros; aspiró hondo y se apartó de la barandilla del porche-. ¿Dónde está Burdy?

– Seguramente estará en su cabaña.

– Necesito desayunar. Quiero ir a Muleshoe.

Joe se puso de pie y se acercó a ella.

– Yo podría llevarte -se ofreció.

Cuando ella se retiró, él se detuvo y alzó la mano.

– Prefiero ir con Burdy -dijo Perrie.

– Escucha, sé que estás enfadada. Y lo siento. Debería haberte pedido que te quedaras en el refugio. Es mucho más cómodo y…

– No importa -contestó Perrie en tono seco-. De todas las maneras, no me habría quedado allí. La cabaña está bien.

– No, no lo está. Es…

– ¿Qué quieres de mí? -le soltó ella enfadada-. ¿Necesitas la absolución por ser un cretino? ¿Crees que elogiando mi escrito vas a aliviar la situación?

– Pensé que…

– Mi sitio no está aquí -dijo con recelo-. Mi sitio está en Seatle. Y tú eres quien me retiene aquí.

– Sé lo importante que es el trabajo para ti, pero le hice una promesa a Milt y voy a mantenerla.

– ¿Una promesa que me hace desgraciada?

– Una promesa para que estés a salvo.

– ¿Pero por qué tú?

Joe jamás le había dicho a nadie lo que Milt Freeman había hecho por él. Pero ese momento era el preciso para contárselo a Perrie. Tal vez entonces entendiera por qué era tan importante que ella permaneciera en Muleshoe.

– Justo después de acabar la carrera de Derecho, trabajé para la oficina del fiscal en Seattle. Estaba tan pagado de mí mismo, pensando que sería quien defendería los derechos del ciudadano de a pie y que haría del mundo un lugar mejor… Pero así no fue como salieron las cosas. Sobre todo, representaba a criminales. De todos modos, hacía bien mi trabajo. Un día, tuve el placer de representar a un joven gamberro llamado Tony Riordan. Él era el típico delincuente de poca monta que había estado dirigiendo un pequeño negocio de chantaje con el que no dejaba de fastidiarles la vida a algunos tenderos inmigrantes de Seattle.

Perrie se quedó boquiabierta.

– ¿Conocías a Tony Riordan?

– Íntimamente. Después del juicio, el señor Riordan se encargó de enviarme a algunos de sus compinches a mi casa a expresarme su disgusto por el veredicto. Pero antes de que llegara a casa ese día, un reportero llamado Milt Freeman me llamó y me advirtió. Se había enterado por una de sus fuentes de que Riordan quería vengarse.

– ¿Entonces Milt te salvó la vida?

– O al menos la cara -dijo Joe con una risotada-. El caso es que Tony Riordan ya era peligroso entonces y eso que no tenía nada que perder. Ahora tiene más que perder, Perrie, y eres tú quien amenazas con arrebatárselo.

– Sé cuidarme sola -dijo Perrie con obstinación mientras se cruzaba de brazos.

Joe maldijo entre dientes.

– ¿Acaso te cuesta tanto aceptar que alguien se preocupe por ti?

Ella apretó los labios, y Joe entendió que finalmente empezaba a aceptar lo que le decía.

– Milt se preocupa por ti. Y yo también.

Una sonrisa cínica asomó a sus labios y alzó el mentón con desafío.

– Supongo que harías cualquier cosa para retenerme aquí, ¿verdad? -miró las escaleras de la entrada-. Tengo que encontrar a Burdy.

– Vamos, Perrie -la reprendió mientras la seguía-. No puedes seguir enfadada conmigo para siempre.

Ella se dio la vuelta y volvió la cabeza sonriéndole.

– Tú observa, Brennan.

– ¿Por qué no puedes ver esto como una experiencia aleccionadora? -dijo él en voz alta-. Te apuesto a que no volverás a entrar en el baño de nuevo sin apreciar la comodidad y belleza de tener un baño dentro de casa. O que no subirás la calefacción sin acordarte de la leña que tuviste que recoger para alimentar la estufa de la cabaña.

– Sigue hablando, Brennan. Tarde o temprano acabarás convenciéndote de que estás haciendo algo bueno reteniéndome aquí.

Perrie echó a andar hacia la cabaña de Burdy, y Joe se paró a admirar el rápido bamboleo de sus caderas, la energía de sus pasos. Se echó a reír entre dientes y se encaminó al refugio.

Cada vez le resultaba más difícil seguir enfadado con Perrie Kincaid. A decir verdad, cuanto más sabía de ella, más le gustaba. Era testaruda y sabía lo que quería. No dejaba que nadie la manejara. Y por eso mismo la admiraba.

Aparte de todo eso, le parecía la mujer más bonita que había visto en su vida. Hasta ese momento no había pensado en ella más que como una molestia. Pero poco a poco había terminado por darse cuenta de lo increíblemente atractiva que era. Negó con la cabeza. Ésa era una opinión que tendría que guardarse. No quería que ninguno de los del refugio ni los habitantes de Muleshoe se enteraran de que Perrie Kincaid le atraía tanto.


Perrie se sentó en uno de los taburetes de la barra y abrió un menú. Paddy Doyle se acercó y se limpió las manos en el mandil.

– Señorita Kincaid. ¿Cómo está en esta mañana tan soleada?

– Estoy bien, señor Doyle. Creo que tomaré el desayuno de leñador, con un poco más de beicon, queso en las patatas… y un vaso de leche grande.

Paddy arqueó las cejas.

– ¿Está segura de que quiere todo eso para desayunar? Normalmente toma un donuts y un café.

– Estoy entrenando -dijo Perrie.

Paddy apuntó lo que le había pedido en un pedazo de papel y volvió a la cocina. Pasados unos momentos regresó con un enorme vaso de leche.

– He oído que va a formar parte del concurso de las novias -dijo él-. Todos los solteros de la ciudad están deseosos de ver cómo se las arregla; para ver si es buena para el matrimonio.

Perrie sonrió.

– Las reglas dicen que cualquier mujer soltera puede participar. Pero esta soltera no está interesada en el matrimonio; sólo en ganar el premio.

– También he oído que esta mañana ha estado en Bachelor Creek.

Perrie pestañeó con sorpresa. Había estado en el refugio hacía menos de una hora y ya se sabía.

– Mi primera y última visita.

– Yo no estaría tan seguro de eso. Una dama que pone el pie en ese refugio acaba casándose -Paddy se echó a reír-. Ni uno de esos chicos puso un centavo para el plan de buscar novias y ahora están cayendo como moscas. El primero Tanner. Y ahora Joe. Hawk irá después.

– Yo no voy a casarme con Joe Brennan -insistió Perrie.

– Estoy seguro de que Joe se enfadó cuando la vio dentro del refugio. Lleva evitando el matrimonio desde que lo conozco hace cinco años. Ya sabe que ha salido casi con todas las mujeres solteras del este de Alaska.

– Lo sé, señor Doyle. Todo el mundo lo sabe. Parece que la vida social de Joe es noticia de primera página en Muleshoe.

– Lo sería si tuviéramos un periódico -Paddy se frotó el mentón; entonces apoyó el pie en un barril vacío y se apoyó en la barra-. Usted está el negocio de la prensa, ¿no es cierto?

– Cuando no estoy perdida en Alaska, sí -dijo después de dar un sorbo de leche.

– Necesito consejo -Paddy se llevó las manos a la espalda y se desató el mandil-. Venga conmigo. Quiero enseñarle algo.

Muerta de curiosidad, Perrie lo siguió por el bar hasta una puerta trasera, y después por unas escaleras estrechas y polvorientas hasta el segundo piso del edificio. Paddy llegó a otra puerta y la abrió.

– Todo esto lleva años aquí -dijo él-. Estaba pensando en transformar esto en un bonito salón de baile, para fiestas y bodas y cosas así.

– ¿Qué es esto? -preguntó Perrie.

– Esto es lo que queda del Muleshoe Monitor -le explicó Paddy-. El periódico se abrió en la época de los buscadores de oro. Duró hasta los años treinta y entonces el hombre que lo dirigía se mudó a Fairbanks.

– Es increíble -dijo Perrie mientras se acercaba a la fila de armarios de madera que forraban una pared.

Las galeradas de la última edición del periódico seguían sobre la mesa, cubiertas de años y años de polvo. Pasó la mano por encima de los titulares para ver mejor lo que decían.

– Cuando yo todavía estaba en el instituto, trabajaba para el periódico de mi ciudad. Conservaban los tipos antiguos que utilizaban para los letreros y los pósters. Yo solía sentarme e inventar titulares. Ahora todo se hace por ordenador.

– Quiero vender esto -dijo Paddy-. ¿Cuánto cree que vale?

Perrie tomó en la mano un tipo de redacción.

– Esto no debe de valer mucho. En realidad no estoy segura. Para alguien como yo, es algo fascinante. Cuando era pequeña, soñaba con tener mi propio periódico.

– Cuando Muleshoe estaba en pleno desarrollo, a finales del siglo XIX, teníamos gente suficiente aquí como para poder financiar un periódico. Casi dos mil habitantes. Y con todo el dinero que se sacaba, había un montón de noticias. El tipo que dirigía el periódico falleció en 1951 y nadie vino jamás a reclamar su propiedad. Esa prensa ha estado ahí desde entonces, recogiendo polvo. Seguramente harían falta la totalidad de los hombres de esta población para mover eso. O supongo que podríamos separarla en varias partes.

– ¡Oh, no! -gritó Perrie-. Eso no se puede hacer.

Paddy se encogió de hombros.

– No se puede hacer mucho más. Vamos, señorita Kincaid. Vayamos a ver si su desayuno está listo. Si se entera de cualquier sitio donde pueda venderse este trasto viejo, me lo comunica, ¿de acuerdo?

Ella asintió, y Paddy se dirigió a la cocina, pero Perrie permaneció allí un rato más. El olor de la tinta aún estaba en la habitación, incluso después de casi cincuenta años. Ella cerró los ojos y sus pensamientos volvieron a la pequeña imprenta donde tanto había disfrutado de niña. Era por haber vivido aquello por lo que se había hecho periodista.

Por un instante deseo que Joe estuviera allí con ella. Quería compartir eso con él, igualmente que él había compartido a los lobos con ella; quería hablarle de la primera vez que se había dado cuenta de que quería ser reportera. Pero entonces se acordó de cómo estaban las cosas entre ellos.

Eran como un par de imanes, que a veces se atraían y otras se repelían. Entendía lo último. ¿Pero de dónde surgía la atracción? Sin duda él era guapo, pero a ella nunca le habían importado los atributos físicos. Asumía que era inteligente, aunque jamás había mantenido una conversación intelectual con él. Desde luego era encantador, el tipo de hombre a quien la mayoría de las mujeres encontraban irresistible.

Tal vez fuera otra cosa, algo menos obvio. Aunque él era lo suficientemente simpático, siempre parecía parar cuando se trataba de hablar de sí mismo. La mayoría de los hombres que había conocido eran capaces de hablar de sí mismos durante horas, sin embargo no había sido capaz de sacar ni un gramo de información personal acerca de Brennan, aparte de su deuda con Milt Freeman. Cuando le había preguntado, él se limitaba a ignorar su curiosidad con una respuesta hábil o un comentario provocador.

Perrie estaba segura de que no había mujer en todo el planeta que hubiera podido penetrar en el pensamiento o en el corazón de Joe Brennan. Ella no iba a ser la primera… Y tampoco quería serlo.

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