8

Como nuestra Luna es un satélite desprovisto de aire, las espacionaves pueden aterrizar directamente en su superficie. Pero el Tom Payne, aunque era una espacionave, estaba diseñada para permanecer siempre en el espacio y aprovisionada en estaciones espaciales mantenidas en órbitas cerradas; por lo tanto, no disponía de trenes de aterrizaje de amortiguación y debía descender exactamente encima de una “cuna” metálica que le servía de soporte. Hubiera deseado estar despierto para verlo, porque dicen que en comparación es mucho más fácil recoger un huevo en un plato sin romperlo. Dak era uno de la media docena de pilotos que podían realizar semejante operación.

Pero ni siquiera pude ver al Tom Payne descansando en su “cuna”; todo lo que vi fue el interior del tubo de comunicación para pasajeros colocado en la compuerta hermética de la nave y luego el tubo neumático rápido para New Batavia… estos medios de comunicación, parecidos a nuestros antiguos metros, son tan rápidos que en mitad del camino uno se vuelve a encontrar en caída libre.

Nos dirigimos primero a la serie de habitaciones destinadas al Jefe de la Oposición; aquélla sería la residencia oficial de Bonforte hasta (si lo conseguía) que volviese al poder después de las próximas elecciones. La magnificencia de aquellas habitaciones me hizo pensar en cómo serían las destinadas al Ministro Supremo. Creo que New Batavia es, sin duda, la capital que posee mejores palacios de toda la historia; es una lástima que casi no se pueda ver desde el exterior… pero éste es un pequeño defecto que queda más que compensado por el hecho de que es la única ciudad en todo el Sistema Solar completamente a prueba de bombas termonucleares. O quizá debiera decir “en su mayor parte”, ya que cuenta con algunas estructuras en la superficie que podrían ser fácilmente destruidas. El departamento de Bonforte incluía un salón superior en el lado de una colina, que contaba con balcón protegido por una burbuja de plástico desde el que se podían contemplar las estrellas y la madre Tierra… pero su dormitorio y su despacho estaban abajo, a más de mil pies de sólida roca, comunicados por un ascensor privado.

No tuve tiempo de examinar mis habitaciones; me vistieron en el acto para la audiencia; Bonforte no tenía valet, ni siquiera cuando vivía en su residencia de la Tierra, pero Roger insistió en ayudarme (en realidad, sólo sirvió de estorbo), mientras revisamos los detalles de última hora. El traje era un anticuado traje de etiqueta, pantalones tubulares, sin forma definida, una absurda chaqueta con larga cola partida (creo que la llaman frac), ambas prendas de color negro, una camisa con pechera almidonada, un cuello duro, y una corbata de pajarita blanca. La camisa de Bonforte era de una pieza, porque (lo supongo) no estaba acostumbrado a servirse de un tocador, en realidad, aquella prenda debía vestirse pieza por pieza y anudarse la corbata ligeramente inclinada para demostrar que había sido hecho el lazo a mano… pero es demasiado esperar que un hombre comprenda a la vez la política y los trajes de época.

Era un traje muy feo, pero formaba un fondo excelente para la condecoración de la Orden Wilhelmina, que se extendía en diagonal en mi pecho con brillante colorido. Contemplé mi figura en un espejo, y me sentí satisfecho del efecto; el toque de color contra el severo negro y blanco del traje formaba un excelente contraste. Aquel traje tradicional podía ser feo, pero tenía dignidad, algo parecido a la fría corrección de un maître d'hotel. Decidí que aquel traje era el más adecuado para atender a los deseos de un soberano.

Roger Clifton me entregó el pergamino enrollado, en el que se suponía estaban escritos los nombres designados para ser Ministros del nuevo Gobierno y colocó en un bolsillo interior de mi traje una copia de la lista a máquina… el original había sido despachado a mano por el propio Jimmy Washington, al Secretario de Estado del Emperador, tan pronto como tocamos tierra. Teóricamente el objeto de la audiencia real era para que el Emperador me informase de sus deseos de que yo formase nuevo Gobierno y para que yo sometiese humildemente mis propuestas; los nombramientos se suponían secretos hasta que el Soberano concedía su graciosa aprobación.

En realidad, todos los cargos estaban ya designados. Roger y Bill habían pasado la mayor parte del viaje preparando la lista del nuevo Gabinete asegurándose que los nombrados aceptarían los nombramientos, usando para ello radiocifra espacial. Yo había estudiado las fichas Farley de cada uno de los propuestos y sus posibles sustitutos. Pero la lista, en realidad, era secreta, en el sentido de que las agencias de prensa no las recibirían para su publicación hasta después de la audiencia real.

Cogí el pergamino y mi varilla marciana; Roger pareció horrorizado.

—¡Cielo santo, hombre, no querrá llevar eso en presencia del Emperador!

—¿Por qué no?

—Bueno… es un arma.

—Es un arma de ceremonias. Roger, todos los duques y barones de tres al cuarto llevarán sus espadas. De modo que yo llevaré esto.

Movió la cabeza lentamente.

—Ellos tienen que hacerlo. ¿Es que no conoce la antigua teoría legal sobre el particular? Sus espadas de ceremonia simbolizan el deber que tienen para su señor de apoyarle y defenderle por las armas y con sus propias personas. Pero usted es una persona civil; por tradición debe presentarse ante el Emperador desarmado.

—No, Roger. ¡Oh, desde luego, haré lo que quiera, pero nos perdemos una magnífica oportunidad de elevarnos con la marca! Eso sería buen teatro, un excelente golpe de efecto.

—Temo que no le comprendo.

—Bien, mire, ¿cree que la noticia llegará a Marte si hoy llevo la varilla? Quiero decir, ¿hasta los nidos?

—¿Eh? Supongo que sí.

—Desde luego. Creo que todos los nidos tienen receptores de estereovisión; por lo menos, observé muchos en el nido de Kkkah. Siguen las noticias del Imperio con la misma atención que los terrestres. ¿No es cierto?

—Sí. Por lo menos los mayores.

—Si llevo la varilla, ellos lo sabrán; si dejo de llevarla, también lo sabrán. Es algo importante para ellos; está estrechamente unido a su sentido de la etiqueta. Ningún marciano adulto se presentaría fuera de su nido sin llevar su varilla, y dentro de él en ocasiones importantes. Los marcianos se han presentado delante del Emperador en el pasado y llevaban sus varillas, ¿no es verdad? Me apostaría la vida a que es así.

—Sí, pero usted…

—Se olvida de que soy un marciano.

El rostro de Roger perdió toda expresión; yo continué:

—No sólo soy John Joseph Bonforte; también soy Kkkahjjjerrr, del nido de Kkkah. Si dejo de llevar mi varilla, cometeré una grave falta de etiqueta, y, francamente, no sé cuáles serán los resultados cuando se enteren de ello; no conozco lo bastante las costumbres marcianas. Ahora dé la vuelta al problema y mírelo desde otro punto de vista. Cuando atraviese aquel salón llevando esta varilla, seré un ciudadano marciano a punto de ser nombrado Primer Ministro de su Majestad Imperial. ¿Qué efecto causará esto en los nidos?

—Creo que no había pensado en eso —respondió lentamente.

—Yo tampoco lo habría hecho si no hubiera tenido que decidir si llevaba o no la varilla marciana. Pero ¿no cree que Bonforte ya había pensado en esto… aun antes de que aceptara la invitación a ser adoptado en uno de los nidos? Roger, tenemos agarrado a un tigre por la cola; lo único que podemos hacer es subirnos y seguir encima de él. No podemos soltarlo.

Dak llegó en ese momento, confirmó mi opinión y pareció sorprendido que Clifton esperara algo diferente.

—Desde luego, establecemos un nuevo precedente, Roger… y tendremos que establecer muchos más antes de que terminemos con todo esto.

Pero cuando vio la forma en que yo llevaba la varilla, dejó escapar un aullido:

—¡Caramba, hombre! ¿Es que quiere matar a alguien? ¿O quiere hacer un agujero en la pared?

—No apretaba el botón.

—¡Demos gracias al Cielo por sus pequeños favores! Ni siquiera tiene puesto el seguro —me sacó la varilla de la mano con exquisito cuidado y dijo—: Hay que darle la vuelta a este anillo… y empujar esta pieza dentro de su ranura… entonces no es más que un bastón. ¡Uf!

—¡Oh! Lo siento.

Me dejaron en el vestíbulo del palacio, entregándome en las manos del ayudante de campo del rey Willem, hindú de rostro impasible, llamado Pateel, con modales perfectos y el deslumbrante uniforme blanco de las Fuerzas Imperiales del Espacio. La inclinación que me dispensó debió de calcularla con una regla de cálculo; sugería que yo era una persona que estaba en camino de ser Ministro Supremo, pero aún no lo era; que era su superior, pero, sin embargo, un paisano… luego resta cinco grados por el hecho de que llevaba la charretera del Emperador en su hombro derecho.

Miró a la varilla marciana y dijo tranquilamente:

—Esto es una varilla marciana, ¿no es cierto? Muy interesante, señor. Supongo que querrá dejarla aquí. Estará segura.

—La llevaré conmigo —contesté.

—¿Señor?

Sus cejas se levantaron y esperó a que yo rectificase mi evidente error.

Busqué entre las frases favoritas de Bonforte y escogí una que usaba con frecuencia para amonestar a los entrometidos.

—Hijo, supongamos que usted se dedica a tejer su calceta y yo tejeré la mía.

Su rostro perdió toda expresión.

—Perfectamente, señor. ¿Si tiene la bondad de seguirme?

Hicimos una pausa ante la entrada a la Sala del Trono. En el otro extremo, sobre la plataforma, el trono aparecía vacío. A ambos lados, y a todo lo largo de la gran caverna, los nobles y dignatarios de la Corte estaban de pie, esperando. Supongo que Pateel hizo algún signo invisible para mí, porque el himno imperial empezó a hacer oír sus primeras notas y todos nos quedamos inmóviles; Pateel, en posición de firmes, como un robot, yo en un gesto ligeramente encorvado, adecuado a un caballero de mediana edad y muy fatigado, que debe soportar estas cosas porque es su deber, y toda la Corte como maniquíes de escaparate. Espero que nunca llegaremos a eliminar por completo la fastuosidad de la Corte; todos esos extras con vestidos de gala y llevando sus lanzas con gesto rígido, forman un espectáculo admirable.

Con las últimas notas del himno, el Emperador apareció detrás del trono y tomó asiento… Willem, Príncipe de Orange, Duque de Nassan, Gran Duque de Luxemburgo, Caballero Comendador del Sagrado Imperio Romano, Almirante General de las Fuerzas Imperiales, Consejero de los Nidos Marcianos, Protector de los Pobres y, por la Gracia de Dios, Rey de los Países Bajos y Emperador de los Planetas y de los Espacios Intermedios.

No pude ver su rostro claramente, pero el simbolismo me produjo una ferviente sensación de simpatía. Ya no me sentía enemigo de la idea de la realeza.

Mientras el rey Willem se sentaba, el himno terminó; hizo un gesto con la cabeza, aceptando el saludo de los presentes y una onda de ligera animación se extendió entre los cortesanos. Pateel se retiró de mi lado, y con la varilla bajo el brazo, empecé mi camino, cojeando un poco, a pesar de la falta de gravedad acostumbrada. Aquello me pareció semejante a mi marcha hacia el nido interior de Kkkah, excepto que no me sentía asustado; sólo excitado y lleno de animación. Los grupos de cortesanos fueron cerrando el camino detrás de mí; la música iba cambiando del Kong Christian a la Marsellesa y a Barras y estrellas y todos los demás.

En la primera línea señalada me detuve e hice una reverencia, luego en la segunda parada y después, por fin, una profunda inclinación en la tercera, ya delante de los escalones del trono. No me arrodillé; los nobles deben arrodillarse, pero los paisanos comparten la soberanía con el Soberano. A veces se ve este detalle incorrectamente, presentado en el escenario y en estereovisión, pero Roger me informó del procedimiento correcto.

Ave, Imperator.

Si yo fuese un holandés, habría añadido Rex, pero yo era un americano. Cambiamos varias frases en un latín escolar; él preguntando qué quería, yo recordándole que me había enviado a buscar, etcétera. Luego cambió al angloamericano, que hablaba con un ligero acento oriental.

—Has servido bien a nuestro padre. Es ahora nuestro pensamiento que puedas servirnos a nosotros. ¿Qué tienes que decir?

—Los deseos de mi Soberano son órdenes para mí, Majestad.

—Acércate.

Quizá me excedí un poco en mi papel, pero los escalones hasta el trono son muy altos y la pierna me dolía en realidad… y un dolor psicosomático es tan malo como cualquier otro. Casi tropecé y Willem se levantó de su trono como un rayo y me cogió del brazo. Oí cómo toda la Corte contenía el aliento. Él me sonrió y me dijo en voz baja:

—Tranquilícese, amigo. Terminamos en seguida.

Me ayudó a llegar hasta el taburete situado delante del trono y me hizo sentar durante un incómodo momento antes de que él reasumiera su asiento en el trono. Luego tendió la mano y yo le entregué el pergamino. Lo desenrolló y pretendió estudiar la página en blanco.

Ahora se oía música de cámara y la Corte reanudó el espectáculo en el que parecían disfrutar, las damas riendo, los nobles caballeros pronunciando cortesías, los abanicos haciendo suaves movimientos. Nadie se apartaba mucho del lugar; nadie estaba completamente quieto. Pequeños pajes, parecidos a los querubines de Miguel Angel, se movían entre la multitud, ofreciendo bandejas de dulces. Uno se arrodilló ante Willem, y él cogió uno sin apartar la vista de la lista inexistente. El niño me ofreció luego la bandeja y cogí uno de aquellos bombones, sin saber si debía hacerlo o no. Era uno de aquellos incomparables y deliciosos chocolates que sólo se fabrican en Holanda.

Observé que había cierto número de rostros que me eran conocidos. La mayor parte de la nobleza sin trabajo en la Tierra se encontraba allí, escondidos bajo sus títulos secundarios de duques o condes. Algunos decían que Willem los mantenía como pensionistas para dar brillo a su Corte; otros decían que quería mantenerlos a su vista y apartarlos de la política y otras diabluras. Quizá había algo de las dos razones. También estaba allí la nobleza de media docena de naciones; algunos de ellos trabajaban para ganarse la vida.

Empecé a tratar de distinguir los labios de los Habsburgos y la nariz de los Windsor.

Por fin Willem dejó a un lado el pergamino. La música y la conversación cesaron en el acto. En medio de un silencio absoluto dijo:

—Es una noble compañía la que me propones. Tenemos la intención de confirmar su nombramiento.

—Su Majestad es muy bondadosa.

—Reflexionaremos y ya te haré saber nuestra decisión —se inclinó hacia adelante y me dijo en voz baja—: No trate de bajar de espaldas esos malditos escalones. Quédese de pie. Voy a marcharme en seguida.

Susurré mi contestación:

—¡Oh! Gracias, Sire.

Se puso en pie y yo me apresuré a imitarle, y en el acto desapareció en un revuelo de su traje imperial. Di media vuelta y pude observar algunas miradas sorprendidas. Pero la música volvió a sonar en el mismo instante y me dejaron salir de allí mientras los nobles y reales extras reanudaban su elegante conversación.

Pateel se puso a mi lado tan pronto como emergí por el gran pórtico de la Sala del Trono.

—Por aquí, señor.

El espectáculo había terminado; ahora venía la verdadera audiencia.

Me llevó a través de una pequeña puerta; luego, a lo largo de un corredor vacío, por otra pequeña puerta, y me introdujo en una oficina de aspecto corriente. La única cosa real que se veía era una placa grabada en la pared, con el escudo de armas de la Casa de Orange y su motto inmortal “¡Yo mantengo!”. Pude ver un gran escritorio lleno de papeles. En su centro, sujeto por un par de zapatos de niño, modelados en metal, estaba el original de la lista escrita a máquina que yo llevaba en el bolsillo. En un marco de cobre reluciente había una fotografía con un grupo de la difunta Emperatriz y de los niños. Un diván bastante usado estaba contra una de las paredes y más allá había un pequeño bar. En el despacho había un par de sillones, además de la silla giratoria detrás del escritorio. Los otros muebles podían haber sido los del despacho de un médico con mucha clientela, aunque no muy elegante.

Pateel me dejó solo, cerrando la puerta detrás de él. No tuve tiempo de pensar si debía sentarme o quedarme en pie, porque el Emperador entró rápidamente por la puerta opuesta.

—Hola, Joseph —me saludó—. Estaré con usted dentro de un momento.

Atravesó la habitación, seguido de cerca por dos sirvientes, que le estaban desvistiendo mientras iba caminando, y salió por una tercera puerta. Regresó casi en el acto, tirando de la cremallera de un overol blanco, mientras se acercaba.

—Usted ha llegado por el camino corto; yo tuve que venir por uno mucho más largo. Tengo que insistir con el arquitecto de Palacio que me construya un túnel desde la parte posterior del trono hasta aquí; ya veremos si no lo hago. He tenido que venir doblando tres esquinas de una plaza, o de lo contrario tendría que desfilar por los corredores públicos vestido como un caballo de circo —y añadió pensativo—: Nunca llevo nada debajo de estas ropas, excepto la ropa interior.

—Dudo que sean tan incómodas como esta chaqueta de mono que uso, Sire —contesté.

Se encogió de hombros.

—¡Oh, bien! Los dos tenemos que aceptar los inconvenientes de nuestros respectivos empleos. ¿No quiere beber algo? —recogió la lista de los nombramientos de encima de la mesa y añadió—: Hágalo, y sírvame otro para mí.

—¿Qué quiere tomar, Sire?

—¿Eh? —levantó los ojos y me miró fijamente—. Como de costumbre. Whisky con hielo, desde luego.

No contesté y me dediqué a preparar las bebidas, añadiendo agua para la mía. De repente sentí miedo; si Bonforte sabía que el Emperador siempre bebía whisky solo con hielo, aquel dato debía estar en su ficha Farley. Pero allí no decía nada.

Willem aceptó la bebida sin comentario y murmuró:

—¡Buen despegue! —y siguió mirando la lista. Al cabo de unos momentos levantó la vista y preguntó—: ¿Qué me dice de estos muchachos, Joseph?

—¡Sire! Se trata de un Gabinete provisional, desde luego.

Habíamos doblado las carteras en los casos en que era posible y Bonforte se encargaría de la Defensa y Hacienda, además de ser Primer Ministro. En tres casos dimos el cargo temporaimente a los subsecretarios de carrera… Investigación Científica, Administración Civil y Exterior. Los hombres que tendrían estos puestos en el Gobierno permanente eran necesarios ahora para la campaña electoral.

—Sí, sí. Se trata del equipo de reserva. Mmmm… ¿Qué hay de ese Braun?

Me sentí sorprendido en extremo. Tenía entendido que Willem pondría el visto bueno a las listas sin comentarios, pero no creía posible que quisiera hablar de otras cosas. No tenía miedo de hablar con él; un hombre puede adquirir una brillante reputación como conversador dejando, simplemente, que su interlocutor lleve el peso de la conversación.

Lothar Braun era lo que vulgarmente se llama “un joven y prometedor estadista”. Lo que yo sabía de él procedía de su ficha Farley y de lo que me habían dicho Roger y Bill. Había iniciado su carrera política después que Bonforte dejó el poder y, por lo tanto, nunca había tenido ningún cargo de Gobierno; pero trabajó con brillantez en las reuniones del Partido y en la Asamblea Interplanetaria. Bill insistió en que Bonforte planeaba hacerle subir rápidamente y que debía probar sus alas en el Gobierno regente; lo había propuesto para Ministro de Comunicaciones Exteriores.

Roger Clifton había estado indeciso; antes de eso había anotado el nombre de Ángel Jesús de la Torre y Pérez, el subsecretario de carrera. Pero Bill había dicho que, si Braun resultaba un fracaso, ahora era la ocasión de ponerle a prueba sin que el daño fuese grande. Por fin, Clifton había accedido a la designación.

—¿Braun? —contesté—. Es un joven de brillante carrera. Muy brillante.

Willem no hizo ningún comentario, pero volvió a mirar la lista. Traté de recordar exactamente lo que Bonforte había dicho de Braun en su ficha. Brillante… muy trabajador… una inteligencia analítica. ¿Había algo contra él? No… bien… quizá… un poco demasiado afable. Eso no es suficiente para condenar a un hombre. Pero Bonforte no había dicho nada de las virtudes positivas, tales como la lealtad y la honradez. Lo cual tampoco quería decir nada, ya que el archivo Farley no era una serie de estudios psicológicos; no era más que una colección de informaciones accidentales.

El Emperador puso la lista a un lado.

—Joseph, ¿piensa hacer entrar a los nidos marcianos en el Imperio cuanto antes?

—¿Eh? Desde luego, no antes de la elección, Sire.

—Vamos, ya sabe que estoy hablando de después de las elecciones. ¿Y se ha olvidado de llamarme Willem? Es absurdo que un hombre que tiene seis años más que yo me llame Sire.

—Gracias, Willem.

—Los dos sabemos que se supone que no me fijo en la política. Pero también sabemos que esa idea es una tontería. Joseph, ha pasado muchos años de su vida creando una situación en la cual los nidos deseen entrar libremente en el Imperio —señaló mi varilla—. Creo que lo ha conseguido. Si gana esta elección, le será posible hacer que la Asamblea Interplanetaria me conceda el permiso para proclamar la incorporación de los marcianos. ¿Bien?

Reflexionó un momento.

—Willem, usted sabe que esto es exactamente lo que pensamos hacer. Debe de tener alguna razón para tocar este tema.

Agitó lentamente su vaso y me miró, consiguiendo parecerse a un tendero de Nueva Inglaterra a punto de despedir a un turista que acaba de hacer una compra.

—¿Es que pide mi consejo? La Constitución exige que usted me aconseje a mí, y no al contrario.

—Sus consejos serán siempre bien recibidos, Willem. No puedo prometerle el seguirlos.

Se echó a reír.

—Usted nunca promete nada. Bien, supongamos que gana la elección y vuelve al poder… pero con una mayoría tan pequeña que pueda tener dificultades al tratar de conceder a los nidos la ciudadanía imperial. En tal caso, no le aconsejo que lo haga; es una cuestión de confianza. Si pierde, acepte la derrota temporalmente, y siga en el Gobierno hasta el fin de los cinco años.

—¿Por qué, Willem?

—Porque usted y yo tenemos paciencia. Fíjese en esto —señaló el escudo de su casa—. “¡Yo mantengo!” No es un lema deslumbrador, pero el propósito de un Rey no es ser brillante; su objetivo debe ser conservar, aceptar la lucha, encajar los golpes. Ahora, hablando según la Ley, no debería importarme si usted sigue en el Gobierno o no. Pero sí me importa que el Imperio se mantenga unido. Creo que, si no consigue lo que quiere en la cuestión de los marcianos inmediatamente después de las elecciones, puede permitirse el lujo de esperar… porque su política va a ser popular. Ganará muchos votos en las elecciones secundarias y más tarde podrá venir a verme y decirme que ya puedo añadir el de Emperador de Marte a mis otros títulos. De modo que no tenga prisa.

—Lo pensaré —dije cuidadosamente.

—Hágalo. ¿Qué piensa hacer con el sistema de colonias penitenciarias?

—Las aboliremos inmediatamente después de las elecciones y las suspenderé en el acto.

Podía contestar a aquella pregunta con firmeza. Bonforte odiaba el sistema de enviar a nuestros criminales a los presidios de Marte.

—Le atacarán duramente en ese punto.

—Que lo hagan. Déjeles. Eso nos hará ganar votos.

—Me siento satisfecho de saber que tiene la fuerza suficiente para mantener sus convicciones, Joseph. Nunca me ha gustado ver la bandera de Orange en una nave de penados. ¿Libertad de comercio?

—Después de la elección, sí.

—¿Qué va a usar para mantener el presupuesto?

—Nosotros creemos que el comercio y la producción se elevarán tan rápidamente, que los otros impuestos nos compensarán de la pérdida de las aduanas.

—¿Supongamos que no fuera así?

No tenía una contestación preparada para aquella pregunta… y la economía estatal era un misterio para mí. Sonreí.

—Willem, necesito tiempo para contestarle a eso. Pero todo el programa del Partido Expansionista se basa en la teoría de que la libertad de comercio, la libertad de comunicaciones, la ciudadanía universal, una divisa única y un mínimo de leyes imperiales y restricciones gubernamentales, son buenas, no sólo para los ciudadanos del Imperio, sino también para el mismo Imperio. Si necesitamos el dinero, lo encontraremos… pero no será dividiendo el Imperio en pequeñas satrapías.

Todo menos la primera frase era Bonforte puro, sólo que ligeramente adaptado.

—Ahorre los discursos para la campaña electoral —gruñó—. No era más que una pregunta —volvió a coger la lista—. ¿Está seguro que este Gabinete es exactamente lo que desea?

Estiró el brazo y me entregó la lista. Resultaba evidente que el Emperador me estaba diciendo tan claro como la Constitución se lo permitía, que, en su opinión, Braun no era una designación acertada. Pero, por los mejores carbones del infierno, yo no debía atreverme a alterar la lista que Roger y Bill habían preparado.

Por otro lado, aquélla no era la lista de Bonforte; no era más que lo que ellos creían que Bonforte haría si estuviera en sus plenas facultades.

Deseé poder pedir unos minutos de permiso y preguntarle a Penny lo que ella pensaba de Braun.

Luego cogí una pluma del despacho de Willem, crucé el nombre de Braun y escribí el de La Torre en letra de imprenta; todavía no podía arriesgarme a imitar la escritura de Bonforte. El Emperador se limitó a decir:

—Me parece que formará un buen equipo. Buena suerte, Joseph. La necesita.

La audiencia oficial terminó en ese punto. Me sentía impaciente por salir de allí, pero no puede uno marcharse de la presencia de un Rey; ésta es una de las pocas prerrogativas que han retenido. Willem quería mostrarme su taller y sus nuevos trenes eléctricos de juguete. Supongo que él ha hecho más que ninguna otra persona para revivir esta antigua afición; personalmente no comprendo que sea una cosa adecuada para un hombre ya mayor. Pero procuré mostrarme cortés e interesado por su nueva locomotora, que arrastraría al Royal Scotsman.

—Si hubiese tenido suerte —me dijo, arrodillándose para mirar al interior de la máquina de juguete— habría sido un buen encargado de taller, creo… mecánico especialista. Pero la casualidad de mi nacimiento fijó mi destino por otros caminos.

—¿Está seguro de que lo habría preferido, Willem?

—No lo sé. Este trabajo que tengo no es malo. La jornada es fácil y el sueldo bastante bueno… casi la plena seguridad de que no puedo perder el empleo… descontando la remota posibilidad de una revolución, y mi dinastía siempre ha tenido suerte en ese punto. Pero la mayor parte del trabajo es aburrido y cualquier actor de segunda fila podría hacerlo tan bien como yo —lanzó una rápida mirada—. Yo descargo a mis ministros de muchos de esos aburridos trabajos de colocar primeras piedras y asistir a los desfiles, ya sabe.

—Lo sé y se lo agradezco.

—Muy rara vez se me presenta la oportunidad de dar un pequeño empujón en la dirección acertada… lo que yo creo que es la dirección acertada. El reinar es una profesión muy rara, Joseph. Le recomiendo que no piense en ser Rey.

—Me temo que ya es un poco tarde, aunque quisiera.

Apretó algunos tornillos del juguete con un pequeño destornillador.

—Mi verdadera función es la de impedir que usted se vuelva loco.

—¿Eh?

—Desde luego. La psicosis profesional es la enfermedad de los Jefes de Estado. Mis predecesores en el oficio de Rey, los que realmente gobernaban, eran casi todos un poco insanos. Y eche una mirada a sus Presidentes americanos; el empleo a menudo los mataba cuando estaban en lo mejor de sus vidas. Pero yo no tengo que preocuparme de los asuntos del Estado; tengo a un profesional como usted para que lo haga por mí. Y usted tampoco se ve sometido a esa tremenda presión; usted o el que tenga su empleo, siempre puede abandonar si las cosas se ponen demasiado difíciles… mientras que el viejo Emperador… casi siempre se le llama el “viejo Emperador”; ascendemos al trono a la edad en que los demás hombres se disponen a retirarse… el Emperador está siempre aquí, manteniendo la continuidad, protegiendo el símbolo del Estado, mientras que ustedes, los profesionales, se dedican a buscar una nueva fórmula —me hizo un guiño y añadió—: Mi empleo no será muy brillante, pero es útil.

Al cabo de unos minutos me permitió que dejase de admirar aquellos trenes infantiles y volvimos al despacho. Pensé que iba a despedirme. En efecto, me dijo:

—No debería retenerle por más tiempo. ¿Ha tenido un viaje pesado?

—No mucho. Lo pasé trabajando.

—Es natural. Y a propósito, ¿quién es usted?

Hay el golpecito del policía sobre el hombro del criminal, la sorpresa del último escalón que no existe, tenemos la sensación de caer de la cama, y también cuando el esposo regresa al hogar sin avisar… prefiero cualquier combinación de esas antes que esta simple pregunta. Envejecí en mi interior lo suficiente para justificar mi apariencia y mucho más.

—¿Sire?

—Vamos, vamos —dijo con impaciencia—; creo que mi oficio debe tener algún privilegio. Simplemente, dígame la verdad. Durante la última hora he sabido que usted no era John Joseph Bonforte… aunque podría engañar a su propia madre; tiene hasta sus mismos gestos. Pero ¿quién es usted?

—Me llamo Lorenzo Smythe, Majestad —dije débilmente.

—¡Anímese, hombre! Podría haber llamado a los guardias hace ya mucho rato, si hubiese querido. ¿Le enviaron para que me asesine?

—No, Sire. Soy… leal a su Majestad.

—Tiene una manera rara de demostrarlo. Bien; sírvase otro vaso, siéntese y cuéntemelo todo.

Se lo conté todo, hasta el último detalle. Necesité más de un vaso, y poco a poco me sentí mejor. Pareció furioso cuando le conté lo del secuestro, pero cuando le dije lo que habían hecho con el cerebro del pobre Bonforte, su rostro se ennegreció con una ira gigantesca.

Por fin dijo, con voz tranquila:

—Entonces, ¿sólo se trata de una cuestión de días hasta que se recupere totalmente?

—Eso es lo que el doctor Capek asegura.

—No dejen que vuelva al trabajo hasta que esté bien del todo. Es un hombre de gran valor para nosotros. Lo sabía, ¿no es cierto? Vale por seis hombres como usted o yo. De modo que siga con su papel y déle la oportunidad de recuperarse. El Imperio le necesita.

—Sí, Sire.

—Puede apear el Sire. Ya que representa a Bonforte, llámeme Willem, como él lo hace. ¿Sabía que fue por eso por lo que le descubrí?

—No, Sir… No, Willem.

—Él me ha llamado Willem durante veinte años. Pensé que era algo extraño que me llamase Sire en privado, sencillamente porque la visita era sobre asuntos de Estado. Sin embargo, no sospeché nada, de momento. Pero, aunque su caracterización es asombrosa, aquello me hizo pensar. Luego me convencí cuando fuimos a ver los trenes.

—¿Qué quiere decir? ¿Cómo lo advirtió?

—Usted se mostró cortésmente interesado, hombre. Le he enseñado mis trenes muchas veces en el pasado… y siempre se vengaba diciéndome claramente lo que pensaba de un hombre que jugase con tales cosas. Era una pequeña comedia que siempre hacíamos. Los dos disfrutábamos con eso.

—¡Oh, no lo sabía!

—¿Cómo podía saberlo?

Estaba pensando que debí saberlo; aquel maldito archivo Farley debió advertirme con tiempo… No fue hasta después de la entrevista cuando me di cuenta de que el archivo no había fallado, en vista de la teoría en la que se basaba, es decir, que su objeto era permitir a un hombre famoso recordar detalles sobre los menos famosos. Pero eso era precisamente lo que el Emperador no era… quiero decir menos famoso. Naturalmente que Bonforte no necesitaba notas para recordar los detalles personales de Willem. Tampoco creería correcto anotar detalles íntimos del Soberano en una ficha que podía ser vista por sus empleados.

No había visto lo obvio… aunque tampoco veía la forma de haberlo podido evitar, aun cuando me diese cuenta de que la ficha debía estar incompleta.

Pero el Emperador seguía hablando.

—Ha hecho un buen trabajo… y después de arriesgar su vida en un nido marciano, no me sorprende que estuviera dispuesto a enfrentarse conmigo. Dígame, ¿le he visto alguna vez en estereovisión o en alguna otra parte?

Le había dicho mi nombre legal, desde luego, cuando el Emperador me lo preguntó; ahora le di mi nombre profesional con cierta timidez. Me miró levantando las manos y se echó a reír. Me sentí algo molesto.

—¡Ejem!, ¿ha oído hablar de mí?

—¿Oír hablar de usted? Soy uno de sus admiradores —me miró más de cerca—. Pero todavía se parece a Joe Bonforte. No puedo creer que sea “el Gran Lorenzo”.

—Sin embargo lo soy.

—¡Oh, lo creo, lo creo! ¿Se acuerda de aquella cinta en la que representa a un vagabundo? Primero trata de ordeñar a una vaca… sin éxito. Por fin termina comiéndose el plato del gato… pero hasta el gato lo echa de allí.

Admití que había hecho aquel papel.

—Casi he gastado a trozos el microfilm. Río y lloro casi al mismo tiempo.

—Ésa es la idea —vacilé, y luego le confesé que el tipo de bohemio Willie era copiado de un gran artista de otro siglo—. Pero prefiero los papeles dramáticos.

—¿Como éste?

—Bien… no exactamente. En este papel, una sola representación es suficiente. No quisiera que durase una larga temporada en las carteleras.

—Lo creo. Bien, dígale a Roger Clifton… No, no le diga eso a Clifton. No creo que ganemos nada por contarle a nadie nuestra conversación de última hora. Si se lo dice a Clifton, aunque le explique que no quiero que se preocupe, sólo servirá para ponerle nervioso. Y tiene mucho trabajo que hacer. De modo que será mejor que mantengamos el secreto, ¿eh?

—Como su Majestad prefiera.

—No siga con el tratamiento, por favor. Nos callaremos, porque es lo mejor para todos. Siento no poder hacer una visita al pobre Joe. No creo que pudiera ayudarle en nada… aunque antes creían que la mano de un Rey podía obrar milagros. De modo que no diremos nada de todo esto y haremos ver que nunca le he descubierto.

—Sí… Willem.

—Creo que ya debe marcharse. Le he retenido mucho tiempo.

—Como quiera.

—Haré que Pateel le acompañe… ¿o conoce el camino? ¡Ah, un momento! —buscó entre los papeles de su escritorio, murmurando—: Esa chica ya debe de haber arreglado los papeles otra vez. No… aquí está —sacó un pequeño libro—. Es posible que no volvamos a vernos… de modo que ¿no le importaría concederme su autógrafo antes de despedirnos?

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