Mientras bajaba las escaleras con mucho cuidado, Caitlyn escuchó voces y música. Siguió aquellos sonidos y el aroma del café, del beicon y del jarabe de arce para dirigirse a tientas a la cocina, tal y como Jess le había indicado la noche anterior. Tenía que hacer un cambio de sentido a los pies de la escalera y recorrer un largo pasillo, al que daban varias puertas, hasta el final.
La puerta de la cocina estaba abierta. Inmediatamente, notó el aire cálido y fragante. Mientras estaba allí, aspirando aquellos fantásticos aromas y vanagloriándose por su triunfo, oyó una voz. Era la de Jess.
– ¿Ves, mamá? ¿Qué te dije? Entra, cielo. Sigue todo recto unos seis pasos y llegarás hasta la mesa. Mamá quería que fuera a buscarte cuando oímos que estabas levantada, pero yo le dije que tú sabrías cómo llegar hasta aquí.
– Bueno -dijo Betty-, yo pensé que dado que éste es tu primer día aquí… -añadió. Inmediatamente, se puso de pie-. ¿Qué te apetece, tesoro? ¿Quieres tortitas y beicon o prefieres huevos? Jessie, baja la radio.
– No importa -comentó Caitlyn, aunque el volumen ya había bajado-. Una taza de café estaría genial -añadió. Dio los pasos que Jess le había indicado e inmediatamente, notó el respaldo de una silla-. Solo, por favor.
Cuando estuvo sentada, lanzó un suspiro de alivio.
– Lo estás haciendo muy bien, tesoro. ¿Cómo te encuentras esta mañana?
– Tengo mucha hambre -comentó Caitlyn, entre risas.
Se volvió a escuchar la voz de Betty.
– Aquí tienes el café. Te lo he puesto en una taza alta y sólo la he llenado hasta la mitad, para que no tengas que preocuparte de si lo derramas o no. ¿De verdad que no quieres un poco de leche?
– No, gracias. Así está bien.
– Mamá, deja de tratar de engordarla -dijo Jess-. A las doce en punto -añadió, en voz más baja-. Así…
Caitlyn había tocado la taza con los dedos. La agarró con fuerza y se la llevó a los labios. Calor y placer la inundaron al dar el primer sorbo de café y con ellos, la misma extraña alegría que había experimentado al notar la brisa de la mañana en el rostro.
– Qué bueno está -susurró.
– Bueno, ¿qué te apetece desayunar? -insistió Betty-. ¿Qué te parece…?
– Lo que tengas está bien. Por favor, no quiero molestar.
– Mamá siempre prepara beicon y tortitas cuando C.J. está aquí -observó Jess, riendo-. Normalmente, sólo tomamos tostadas y huevos o cereales o algo así.
Caitlyn levantó la taza, esperando que el sofoco que sentía fuera por el calor.
– ¿Dónde… dónde está? Creía… Me había dado la impresión de que él tenía su propia casa.
– Así es. Está a poca distancia de aquí. Mamá lo llamó cuando oímos que te habías levantado. Dijo que iba a meterse en la ducha y que estaría aquí enseguida. Debe de estar a punto de llegar. De hecho, está llegando ahora mismo -añadió, al escuchar que se abría la mosquitera.
Con mucho cuidado, Caitlyn dejó la taza de café sobre la mesa, pero no la soltó, para que así las manos no pudieran traicionarla tocándose la cara o el cabello. Volvía a sentirse vulnerable, expuesta. La preocupaba el aspecto que pudiera tener. «Debe de ser porque estoy ciega», pensó. Jamás la habían preocupado antes aquellos detalles.
Los latidos del corazón se le aceleraron inexplicablemente al escuchar pasos sobre el suelo de madera.
– ¡Calvin James! -exclamó su madre-. Estamos en el mes de octubre. ¿Dónde está tu camisa?
– La tengo aquí, mamá.
C.J. no estaba dispuesto a confesar que se la había quitado para no mancharla de sudor. No quería que Jessie ni ella pensaran que se estaba esforzando más de lo habitual por el hecho de que Caitlyn estuviera allí. Si fuera así, jamás dejaría de escuchar comentarios al respecto.
– Lávate, hijo. Las tortitas estarán listas dentro de un minuto.
C.J. agarró el paño de cocina que su madre le lanzó y se limpió la cara y el pecho con él. Después, observó a la mujer que estaba sentada frente a él, a la vieja mesa de roble de su madre. Nunca había visto a nadie con un aspecto tan tranquilo… ni tan increíblemente hermoso. Verla en la cocina de su madre le pareció casi irreal, como si fuera a desaparecer si parpadeaba.
– Buenos días -dijo, tras aclararse la garganta.
Se dispuso a sentarse en la silla que había al lado de Caitlyn y frente a su hermana.
– Buenos días -respondió ella. Sus ojos quedaban ocultos bajo una cortina de pestañas.
C.J. apoyó los codos sobre la mesa y trató desesperadamente de encontrar algo que decir, lo que no le resultaba fácil con Jess sentada frente a él, observándolo con la barbilla apoyada en una mano y un gesto muy interesado en el rostro. Él sintió la necesidad de lanzarle una patada por debajo de la mesa, como solía hacer cuando era un niño.
– ¿Cómo estás? -consiguió preguntar, tras concentrarse mucho.
Caitlyn tomó un sorbo de café y le contestó que estaba bien. La respuesta fue tan breve que casi no le dio tiempo a pensar en una continuación, pero por suerte, ya tenía su siguiente pregunta preparada.
– ¿Has dormido bien?
– Sí, muy bien. Gracias.
Afortunadamente, parecía que aquella vez Caitlyn iba a elaborar un poco más la respuesta, pero antes de que pudiera hacerlo, Betty se dio la vuelta con un plato de tortitas en la mano y dijo:
– Llegó a la cocina ella sola.
– No fue tan difícil -murmuró Caitlyn-. Jess me dio muy buenas indicaciones.
Sin darse cuenta de que tenía un plato de tortitas delante, Caitlyn trató de dejar la taza de café sobre la mesa.
– ¡Tienes un plato! -rugió Jess.
C.J. se apresuró a retirarlo, pero ninguno de los dos fue lo suficientemente rápido. El plato y la taza chocaron estrepitosamente. Caitlyn se sobresaltó y el café se derramó por encima de las tortitas y de las manos.
– ¡Oh, Dios, lo siento! -exclamó. En aquel momento, C.J. ya le había tomado las manos entre las suyas.
Le parecieron tan frágiles, tan delicadas… Además, estaban temblando… ¿o acaso era él el que temblaba?
– No te has quemado, ¿verdad? -le preguntó, mientras rescataba la taza. Ella se apresuró a negar con la cabeza-. En ese caso, no ha pasado nada -añadió. Sentía tantos deseos de tocarle el rostro, de borrar aquel gesto asustado con los dedos…
Betty tomó un paño y empezó a secar lo que quedaba del café encima de la mesa.
– Cielo, te puse el plato delante sin pensar. No sé en qué estaba pensando. No te sientas mal. No fue culpa tuya, sino mía. Te prepararé más tortitas enseguida.
– No, no por favor… -dijo Caitlyn. Apartó las manos de las de C.J. y agarró con fuerza el plato-. Éstas no tienen nada de malo. De verdad. Yo…
Levantó los ojos del plato y empezó a mirar hacia todas partes, de un modo que a C.J. lo hizo pensar en un pájaro asustado. Él observó cómo se ruborizaba y de repente, comprendió lo que le ocurría y por qué tenía un aspecto tan asustado e inseguro. Pensó que ya era lo suficientemente malo tratar de comer cuando la gente no dejaba de mirarlo a uno. ¿Cómo se debía de sentir una persona cuando tenía que hacerlo estando ciega?
– ¿Quieres que te ayude? -le preguntó. La mirada de desafío que ella le dedicó le hizo abandonar la idea de cortarle la comida. Decidido a no herir su orgullo, se limitó a echarle un poco de jarabe de arce sobre las tortitas-. El beicon está a las doce en punto. El cuchillo y el tenedor a tu derecha. Si colocas el tenedor en el borde del plato, creo que te resultará más fácil saber lo que has pinchado.
A continuación, empezó a comer. Cuando volvió a mirar a Caitlyn, vio que ella ya no tenía los labios fruncidos. De hecho, parecía que estaban a punto de sonreír. Una agradable calidez se le extendió por todo el cuerpo. Volvió a concentrarse en su comida con denodado interés, por si acaso su hermana lo estaba mirando. No obstante, de soslayo, siguió los progresos de Caitlyn. Vio cómo tomaba el cuchillo y el tenedor y los utilizaba para calcular dónde estaban las tortitas y el tamaño que éstas tenían. Cortó el primer trozo y empezó a comer. Cuando C.J. vio cómo se relamía un poco de sirope de arce de los labios, sintió que la boca se le hacía agua de una manera que no tenía nada que ver con la comida.
Con mucho cuidado, miró a su hermana y tal y como había previsto, comprobó que ella lo estaba observando como un halcón a su presa.
– Bueno -dijo, tras tragarse el último trozo de comida con un sorbo de café-, ¿entonces te las arreglas bien? ¿Te sientes bien? -añadió. Ella asintió-. ¿Cómo tienes la cabeza?
– Está bien. Me duele un poco, pero supongo que es normal mientras exista hinchazón. Los médicos me dijeron que me lo tenía que tomar con calma, dejar que sanara.
Caitlyn se tocó suavemente las vendas que le cubrían la cabeza. C.J. la observaba y decidió que le daban una apariencia muy infantil. Fascinado, no dejó de mirar cuando ella levantó los dedos y empezó a tocarse el cabello, que sobresalía por las vendas como la dorada cola de un gallo.
Estaba tan absorto mirándola que se olvidó de preocuparse de si Jess lo estaba vigilando o no hasta que su hermana participó en la conversación.
– Eso es, cielo. Sólo tienes que darle tiempo.
En aquel momento, C.J. decidió que no le importaba quién lo estuviera observando porque vio cómo Caitlyn fruncía el ceño. Él ya no pudo apartar los ojos.
– Me estaba preguntando… -dijo Caitlyn-. Me encantaría salir al exterior. ¿No creéis que sería…?
– No veo por qué no -afirmó Jess mientras se levantaba rápidamente de la mesa-. Mientras te apetezca. Yo tengo que irme a trabajar, pero C.J. o mi madre pueden sacarte un rato.
– Yo la acompañaré -anunció C.J., antes de lanzarle a su hermana una mirada con la que quería dejar claro que consideraba a Caitlyn su responsabilidad-. Estaba pensando en acompañarla a recorrer todo esto cuando a ella le apeteciera. Caitlyn, ¿quieres salir ahora?
– Claro -respondió ella. Se levantó al mismo tiempo que C.J. Entonces, recogió los cubiertos, la taza y el plato que había utilizado y se dispuso a llevarlos al fregadero.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó C.J., después de interceptarla y quitárselo todo de las manos.
– Recoger lo que he utilizado. ¿Qué te parece a ti?
– Tú no… -replicó C.J., pero su madre le impidió que siguiera hablando.
– Ya habrá tiempo más tarde, cielo -dijo Betty-. Te lo agradezco mucho de todas formas. Ahora, vete con Calvin y deja que él te muestre todo esto. Es el momento perfecto para salir a dar un paseo. Hace muy buen tiempo. Calvin ya sabe que esta es la estación del año que más me gusta.
C.J. casi no escuchó lo que su madre le estaba diciendo. Estaba demasiado ocupado tratando de adivinar el significado del gesto que Caitlyn tenía en el rostro. Inmediatamente, comprendió que se trataba de perplejidad. Caitlyn acababa de darse cuenta de que sin saber cómo, había terminado apoyando las manos sobre los brazos de C.J. Él bajó los ojos y los vio allí, frotándose suavemente sobre el vello que le cubría el brazo, sobre la bronceada piel. Se quedó completamente helado en el sitio, aunque la palabra «helado» no fuera la más adecuada para describir cómo se sentía. Notaba un fuerte calor que le emanaba del vientre. No podía creer que le estuviera ocurriendo todo aquello mientras su madre y su hermana estaban a su lado.
– Idos ahora los dos -añadió Betty-. Calvin James, ponte la camiseta.
Caitlyn había apartado ya las manos de él y se las estaba frotando como si hubiera tocado algo que le disgustaba.
– Hace calor fuera, ¿verdad? -dijo, con un hilo de voz-. En ese caso, no necesitaré una chaqueta.
– No -respondió él, mientras se ponía una camiseta que había dejado colgada sobre el respaldo de una de las sillas. Se sentía furioso consigo mismo y se le notó en la voz cuando siguió hablando-. ¿Estás lista? Bueno, pues vayámonos.
Se sintió muy avergonzado por su brusquedad cuando vio el gesto que a ella se le dibujaba en el rostro, el modo en el que a tientas, extendió la mano hacia él. C.J. la agarró y se la colocó en el brazo.
– Bien -dijo, con más suavidad-, éste es el porche trasero. Ahora, ten cuidado…
La mosquitera se cerró con un golpe seco a sus espaldas. Caitlyn contuvo el aliento para retener una exclamación de delicia, de anticipación, de alegría en estado puro.
– Huele muy bien -dijo, tras bajar los escalones-. A otoño.
– Sí -respondió él. Inmediatamente se vieron rodeados por los perros-. Supongo que es mejor que te los presente -añadió. Caitlyn lanzó un grito de alegría al sentir los hocicos de los animales y cayó de rodillas en medio de una algarabía del saltos y lametones caninos-. El más grande y tranquilo es Bubba. Es un labrador de color chocolate y tiene ojos amarillos. Parece un león sin melena. Es el perro de mi hermano Troy el marido de Charly a la que ya conoces. Los dos viven en Atlanta y él es mucho más feliz aquí. No puedo decir que no lo entienda. Debe de tener unos diez años y normalmente, se porta muy bien. Es el más inteligente de todos. El otro es Blondie. Es una golden retriever muy joven y más tonta que una bolsa de piedras. Ese detalle lo compensa siendo bonita y muy dulce, pero no puedes contar con que ella vaya a traerte de vuelta a casa si te pierdes. Lo más probable es que te hiciera saltar a un estanque.
Aquellas palabras la sorprendieron, aunque dudaba de que él las hubiera dicho con la intención con la que ella las había interpretado. Tampoco era probable que supiera la esperanza de independencia que le habían proporcionado. «¿Podría yo hacerlo? ¿Podría ir a pasear con los perros? ¿Me atrevería?».
De repente, una enorme lengua le recorrió completamente la cara. Caitlyn se vio atrapada entre el instinto de pedir ayuda y las carcajadas.
– ¡Eh, Blondie! -gritó C.J.-. ¡Toma! ¡Tráeme esto!
C.J. emitió un pequeño gruñido de esfuerzo, que se vio respondido por un ladrido de alegría y un revuelo de garras sobre la grava.
Caitlyn se quedó sola tan bruscamente que estuvo a punto de perder el equilibrio. Se habría caído al suelo de no ser por un fuerte cuerpo peludo que se acercó a ella para sostenerla en el último momento. Bubba le lamió la barbilla afectuosamente, como para darle ánimos.
– Buen perro -murmuró ella-. ¡Qué perro más bonito eres! -añadió, abrazándose al enorme cuello del labrador para acariciarlo con mucho cariño.
Entonces, unas fuertes manos la agarraron por los codos y la obligaron a levantarse. El olor del perro se vio reemplazado por el de él. Durante un instante, Caitlyn sintió el breve contacto de la mejilla de él sobre la suya. Algo se le despertó en el vientre y le arrebató el aliento.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó él, con voz ronca.
– Sí, estoy bien -respondió Caitlyn. Se frotó las ropas y dio unos pasos atrás para apartarse de él. Trató de ocultar lo aturdida que se sentía con una carcajada.
– El suelo está algo desigual -le advirtió C.J., tras tomarle de nuevo la mano y volver a ponérsela sobre el hueco del brazo.
Caitlyn no respondió. Sus sentimientos estaban muy alborotados y confusos. Mientras caminaban, giró la cabeza para que C.J. no pudiera verlos escritos sobre su rostro.
«Caty decídete. ¿Qué es lo que quieres? Unas veces sueñas con poder salir sola y otras te aterroriza no sentir el contacto de él. Te asustaste mucho cuando te soltaste de él. Admítelo. Te sentiste muy segura cuando él volvió a tomarte la mano. ¡Segura!».
Sabía que la seguridad que dependía de otros era una ilusión. La experiencia le había enseñado que nadie podía garantizar la seguridad de otra persona, que la única protección real contra los monstruos y los miedos que sentía sólo podía proporcionársela ella misma. Sin eso, estaría completamente desprotegida.
«No debo perder ni mi fuerza ni mi independencia, por muy agradable que resulte sentir el contacto de sus brazos o caminar así a su lado. No debo permitir que me guste demasiado».
– Estamos bastante alejados de la carretera -dijo él, mientras caminaban-. La casa está rodeada de árboles, principalmente robles, por lo que las hojas aún no han empezado a acumularse sobre el suelo. Hay un viejo neumático colgado de uno de ellos. Yo solía jugar con él cuando era un niño.
– ¿Han cambiado ya las hojas de color? -preguntó ella, con una cierta tristeza.
– Muchas sí, pero no han alcanzado el color del otoño. Entre las verjas, hay jazmín de San José y buganvillas de día de color rosado y morado, además de muchas otras flores, principalmente girasoles… Al otro lado del camino, hay campos que se alquilan para plantar cosechas. Algunas veces es algodón, otras soja. Este verano el hombre que los tiene alquilados plantó cereales, pero ya los ha cosechado y ahora ya sólo quedan los rastrojos. A los pájaros les gusta. No hacen más que volar por todas partes, buscando las semillas que han quedado esparcidas en la tierra. A los pavos les encanta. Algunas veces, también se detienen a comer los gansos salvajes.
– ¿Gansos canadienses? -preguntó ella. La añoranza se le apoderó del pensamiento de tal manera, haciendo que se le humedecieran los ojos y la nariz.
– Sí, ahora no se ve ninguno. Lo siento -añadió, con voz ronca-. Tal vez en otra ocasión.
Los dedos de C.J. empezaron a acariciarle el reverso de la mano. De repente, ella empezó a preguntarse el aspecto que tendría en aquel momento en particular. Por supuesto, recordaba sus ojos color chocolate, la dulzura de su sonrisa… En aquel instante, no notaba alegría en su voz. No sabía interpretar lo que él estaba sintiendo. Tal vez era calidez, compasión… otras sensaciones que ella no podía identificar. La frustración se apoderó de ella.
De repente, notó que el cuerpo de C.J. se volvía hacia el suyo. Con un gesto, la obligó a ella a girarse también.
– A este lado, hay principalmente bosque, aunque también algunos pastos para las vacas y campos de heno. Más abajo, hay un estanque y un arroyo. Más allá, más bosques.
– ¿No hay casas?
– Ya te dije que estamos en medio de ninguna parte -comentó él, con una carcajada-. Miento. En realidad, mi hermano Jimmy Joe…
– ¿El que tiene la empresa de camiones para la que tú trabajas?
– Sí. Su casa está a medio kilómetro más o menos de aquí. Solía dirigir su empresa desde allí, hasta que se hizo demasiado grande. Ahora, tiene un local en las afueras de Augusta. A medio kilómetro en la dirección opuesta está mi casa. Está más cerca a través de los bosques, pero a mí me gusta venir por la carretera.
– ¿De verdad fuiste corriendo esta mañana a casa de tu madre?
– Ya te dije que me mantengo en forma.
– Sí, pero corriendo…
– Empecé a correr cuando estaba en el instituto. Ocurrió porque yo jugaba al fútbol. Era muy esbelto y tenía buena velocidad. Al final de la temporada, mi entrenador quiso que empezara a correr para mantenerme en forma. Supongo que creía que yo tenía potencial. Fuera como fuera, si lo tenía o no nunca lo descubrí, pero empezó a gustarme lo de ir corriendo a todas partes.
– ¿Y por qué no trataste de descubrir el potencial que tenías? -preguntó Caitlyn mientras caminaba a su lado. Le había parecido notar una cierta tristeza en su voz. Cuando C.J. no respondió, ella lo hizo por él-. Nunca llegaste a la universidad de Georgia, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué no?
C.J. se detuvo, por lo que ella también lo hizo. Por el sonido seco que escuchó, dedujo que él se había apoyado contra el tronco de un árbol. Entonces, se apartó de ella, por lo que Caitlyn se sintió completamente a la deriva.
Como necesitaba mantener el contacto con él, pero no quería admitir esa necesidad, extendió la mano y la apoyó contra el tronco del árbol.
C.J., por su parte, levantó los ojos para mirar las doradas hojas del árbol. Entonces, contuvo el aliento durante un instante y siguió hablando.
– Durante los entrenamientos de la pretemporada de mi último año en el instituto, me apartaron del equipo porque me desgarré el cartílago de la rodilla. Me dijeron que estaría lesionado durante toda la temporada, por lo que aquello terminó con mis esperanzas de conseguir una beca. Entonces, lo dejé todo.
– ¿Quieres decir que dejaste tus estudios? -preguntó ella, horrorizada. Después de todo, era hija de un profesor. En su familia aquello habría sido impensable-. ¿Por qué?
– ¿Que por qué, dices? -replicó él, pasándose una mano por el rostro-. ¿Y qué te puedo decir? Era un niño mimado, el más pequeño de la familia. Todo me había resultado siempre muy fácil y supongo que esperaba que sería siempre así. Cuando me lesioné, me pareció que mi vida se había terminado. Mis sueños de gloria y fama y lo de entrar sin problemas en la universidad se habían ido al garete. Me sentía enfadado, desilusionado… Me resultó más fácil mandarlo todo a paseo que construirme unos sueños nuevos.