MIS RECUERDOS DE LONDRES quedaban lejos; los de Lisboa, aunque más recientes, no estaban mucho más claros. Conservaba, eso sí, una sensación de magnitud que tenía a Villavieja del Oro como única referencia, tan pequeñita y recogida, donde todos nos conocíamos. Eso fue lo único, la magnitud, que reconocí en Madrid nada más llegar. Mi padre me había dado instrucciones. De las maletas no tenía que preocuparme, porque me las llevarían al hotel. Con el maletín y el impermeable, cogí un coche de un solo caballo y di al cochero, un señor importante que me miró con ironía desde lo alto del pescante, la dirección. Lucía el sol y aún hacía calor. Por la ventanilla del coche desfilaban las casas y las calles de una ciudad inesperada. La gente que se veía también era distinta, hablaba de otra manera. Me di cuenta, en la misma estación, de que mi acento cerrado sería lo que chocase de mí, lo que iba a distinguirme. Me preguntaba si algún día sería capaz de hablar con aquella entonación, de que mis vocales fueran como las que estaba oyendo. La gente hablaba como aquella niña, ya olvidada, pero recordada entonces, Rosalía, a la que había dedicado un soneto de amor. Aquella niña, Rosalía, se burlaba de nuestra manera de hablar.
De pronto, el coche se detuvo. «Ahí está su hotel, señor.» ¿Señor? Pagué lo que me pidió y recordé que mi padre me había recomendado dar propinas, aunque sin excederme. Añadí una peseta a lo pedido, y el cochero llevó la mano al sombrero de copa, con galones, tan llamativo. «Muchas gracias, señor.» Unas gracias muy expresivas, quizá con algo de zumba. «Este sujeto no sabe lo que vale una peseta», querría decir la sonrisa. Me quedé en el borde de la acera, mirando la maniobra del coche para dar la vuelta en la calle, que era bastante estrecha. La puerta del hotel estaba frente a mí y era de buena apariencia. En el rótulo, encima, constaba el nombre. Y desde la puerta me miraba un sujeto alto y gordo, vestido de levita oscura con galones. Me preguntó qué buscaba. «Nada, señor, ya lo he encontrado. Vengo a este hotel.» Entonces se me acercó, me quitó de las manos el maletín. «Venga conmigo.» Se acercó a un mostrador y dijo a un hombre que allí estaba. «Éste debe de ser el hijo de don Práxedes.» Yo me adelanté. «Sí, soy Filomeno Freijomil.» ¡Filomeno! ¡Qué raro me sonó! La sonrisa que me dirigió el hombre del mostrador, ¿sería de amabilidad o a causa de mi nombre?
Me llevaron a una habitación espaciosa, con dos ventanas a la calle, dos ventanas de arriba abajo, que daban a un balcón corrido. Las abrí porque hacía calor. Lo miré todo. La habitación era agradable, y los muebles, bonitos; quizá un poco grande la cama, y demasiados espejos. Eché de menos, a un primer vistazo, un estante para los libros, aunque la mesa escritorio me ofreciese espacio para colocarlos. Mis maletas estaban ya en la habitación, juntas, diríase alineadas, al lado del armario, que era ancho y de dos lunas, con panel en el medio, taraceado de maderas finas. En las lámparas abundaban los pendoleques de cristales de colores, organizados según dibujos caprichosos. Todo me recordaba interiores anunciados en revistas antiguas como de última moda, de las que las señoras de Villavieja intentaban copiar o, al menos, lo deseaban. La lámpara del escritorio era mucho más sencilla, y tenía la pantalla verde. Llamaron a la puerta, suavemente. Abrí. Era un señor un poco calvo, bastante alto, vestido de chaqué, con una sonrisa que se me antojó sincera. «¿Tengo el honor de hablar con el hijo de mi ilustre amigo el señor Freijomil?» Era el director del hotel. Me pidió permiso para pasar, y sus primeras palabras fueron para desearme la bienvenida y ponerse a mis órdenes. «¿No le habló de mí su padre? Bueno, no importa que se le haya olvidado.
¿Ha desayunado ya? ¿Le incomoda que lo hagamos juntos, aquí, en su habitación? No se preocupe por sus maletas; después vendrá una chica que le pondrá todo en orden.» Aproveché este momento para decirle que, en una de ellas, traía libros. «Libros, sí, claro. Lo natural en un estudiante. Si lo considera necesario, mandaré que le pongan una estantería, ya veremos el tamaño. De momento puede dejarlos encima de la mesa.» Había tocado el timbre, enérgicamente, tres timbrazos seguidos. Acudió en seguida una doncella, muy peripuesta, por cierto, y bastante bonita. «Olga, voy a desayunar con el señor aquí, en su habitación. ¿Quiere algo especial, señor Freijomil, o prefiere lo corriente, café con bollería? Los del norte prefieren huevos fritos.» Le respondí que lo corriente. El desayuno lo trajeron en una bandeja grande, que podía ser de plata. La dejaron encima de una mesilla. Nos sentamos. «La verdad es que tengo algunas cosas que decirle, las instrucciones que recibí de su señor padre. Ante todo, lo del dinero. Usted tendrá sus gastos. Un chico joven, recién llegado, los tiene siempre. Cada mañana, cuando salga del hotel, le entregarán en la caja un duro, tres los domingos.» No sé qué cara habré puesto yo, que me miró interrogante. «¿Lo encuentra escaso? ¿Piensa que necesitará más?» «No tengo idea, señor. Ignoro lo que en una ciudad como Madrid dan de sí cinco pesetas.» Se echó a reír. «Mire, cinco pesetas diarias, y quince cada domingo, suman doscientas diez. Hay muchas familias en Madrid que ya quisieran disponer de ese dinero.» «Luego, ¿es mucho?» «Creo que más que suficiente. Con un duro diario para sus gastos personales, puede pasar por rico. -Y como yo hiciera un gesto de sorpresa añadió-: Aunque no le conviene nada parecerlo. Lo que voy a decirle no forma parte de las instrucciones recibidas de su padre, pero lo creo oportuno. Cuando se es rico en Madrid, lo mejor es disimularlo, salvo si es usted de esas personas que necesitan que la gente lo sepa. En ese caso, amigo mío, está usted perdido. Se verá rodeado de supuestos amigos que intentarán sacarle lo que puedan y divertirse a su costa. Está luego el capítulo de las mujeres. ¿Qué mejor, para una de esas suripantas, que un estudiante provinciano que cursa preparatorio? Entienda bien que no intento apartarle de los amigos ni de las mujeres, sino tan sólo prevenirlo. Hay ciertas cosas que un padre no se atreve a aconsejar, en las que un buen amigo puede suplirle. Yo soy un buen amigo de su padre y le estoy agradecido. Me hizo algunos favores cuando podía hacerlo y yo no soy de los que olvidan. Considero una suerte que pueda emplear en usted mi agradecimiento y prepararle para hombre de mundo. Un hombre de mundo tiene ante todo que ser prudente.» No habíamos empezado el desayuno. Él me sirvió el café y la leche y cogió un bollo, lo partió con el cuchillo y lo comió a pedacitos, mientras que yo empezaba a sopear con el mío. Se rió. «Mire, por ejemplo, eso que está usted haciendo. Ya no se lleva. Lo correcto, ahora, es comerse el bollo como yo lo estoy haciendo. Que usted sopee en privado, carece de importancia: hágalo si le gusta. Pero jamás en público. Las personas de su clase no lo hacen, y será usted mal visto.» Siguió comiendo. Yo le observé, y me pareció que lo hacía de modo muy remilgado, sin naturalidad. A lo mejor, la buena educación imponía aquella manera artificiosa de comer. «Y de lo que le decía… Pongamos un ejemplo: las criadas del hotel. Si usted deja un duro encima de la mesilla de noche, o algo de valor, lo más probable es que lo encuentre cuando vuelva, pero si se acuesta con una de ellas, vaya pensando en visitar a un médico.» Debí de ponerme muy colorado, porque se echó a reír. «¡No se me apure, hombre! ¡Es de las cosas que le conviene ir oyendo!» La conversación continuó durante un rato largo: daba vueltas a las mujeres y a los gorrones. «Va usted a tratar con muchachos que disponen de una o dos pesetas diarias para sus gastos, el que más. Con eso fuman, van al café y compran un diario. Procure no parecer más que ellos. Estar por encima de alguien siempre ofende, y tan malo es que le tengan a uno por tonto como por orgulloso o prepotente.» Acabó diciéndome que lo considerase su amigo, y que si alguna vez me hallaba en un apuro, fuese de la naturaleza que fuese, y esto lo repitió como si lo hubiese subrayado, que contase con su amistad y su confianza. Se iba a marchar ya, cuando me dijo: «¿Me permite echar un vistazo a su ropa?» Abrí la maleta, dejé encima de la cama todos mis trajes. «Están bien, están muy bien, quizá demasiado bien. Pero encuentro prematuro aconsejarle cierta dejadez elegante que va bien a los jóvenes. Eso no se aprende en un día, ni por palabras. Lo que sí le adelanto es que, cuando llegue a la universidad, sólo por el modo de vestir se encontrará usted distinto de sus compañeros. Lleve todos los días el mismo traje. Mucho cuidado.» Me recordaron aquellas palabras, mi primer día de instituto, pero entonces la diferencia no había sido advertida, o, al menos, nadie la había tomado en cuenta de una manera ostensible, salvo Sotero, quizá, que se lo había callado. El director del hotel se marchó, después de informarme de que se llamaba don Justo y de preguntarme si necesitaba, de momento, dinero. Le dije que no. Y me puse a colgar los trajes en el armario, y a acomodar en los cajones las camisas, la ropa interior, los zapatos. En esto estaba, cuando vino la doncella a recoger la bandeja del desayuno. «¡Oh, señorito!, ¿por qué hace usted eso? Ya se lo haría yo. -Y añadió, muy sonriente-: Me llamo Olga. No tiene más que tocar el timbre si necesita de mí.»
LOS PASILLOS DE LA UNIVERSIDAD, grandes, sombríos, eran un verdadero barullo de gentes y de voces. Nadie sabía nada, no se entendía nadie, y los bedeles nos pedían que los dejásemos en paz. Al final de la mañana, por fin, nos metieron en una aula, a los de preparatorio, y un profesor joven («Es un auxiliar», decían por allí) nos dirigió la palabra para felicitarnos por nuestra llegada a la universidad (él la llamaba el alma mater), una institución secular de la que habían salido los hombres más ilustres por su saber o por su posición en la sociedad. En general, se le hizo poco caso, y le costó trabajo acallar las conversaciones a media voz. Advirtió, eso sí, que en las clases no se podía fumar, y que había que acudir a ellas decentemente vestidos, con corbata. Dijo también que los libros de texto se podían adquirir en tales librerías, y nos dictó unos títulos y unos autores. Recuerdo el nombre de Abel Rey y el de los señores Hurtado y Palencia, que serían nuestros textos de lógica y de literatura, pero no recuerdo el de historia. Había bastantes chicas entre los alumnos recién llegados, unas muchachas que, en los pasillos, se sentían atraídas por los alumnos mejor vestidos. Como yo estaba entre ellos, alguna se me acercó, pero se conoce que las ahuyentó mi acento fuerte de gallego y se apartaron pronto. De allí salieron grupos que se encontraron en el bar de enfrente, a tomar unas cervezas y a fumar unos pitillos. De pronto me quedé solo. Y se repitió lo que me había acontecido en el instituto cuando igualmente el barullo y la camaradería espontánea me habían relegado a mi suerte. Se me acercó uno de aquellos que no habían ido al bar de enfrente y que también parecía aislado, aunque a primera vista no existiese razón de su aislamiento. Ni siquiera me saludó. Sólo me dijo: «¿No te parece que son una partida de imbéciles?» La semejanza con aquella escena de antaño me dejó sorprendido, pero este muchacho de ahora no se parecía a Sotero, no me miraba de arriba abajo, sino de frente, de una manera cordial. «Te estuve examinando en el aula. Tienes que ser uno de los nuestros. -Y añadió en seguida-: Yo soy poeta. ¿Te dice eso algo?» Le respondí alegremente: «¡Pues claro!», y sentí que era una suerte habernos encontrado, pero no se lo dije. «Debes de ser como yo, uno de esos que sus padres mandan a estudiar derecho porque no creen que la literatura ofrezca un porvenir seguro. Y menos la poesía.» Le iba a contestar, pero me pisó las palabras: «En parte tienen razón. En este país, dedicarse a la poesía es apuntarse a pobre, pero a lo mejor los tiempos cambian. Te invito a tomar un café y hablamos.» «¿Ahí en el bar de enfrente, donde están todos?» «No. Te llevaré a un sitio mejor, más tranquilo.» Me cogió del brazo y empezamos a caminar hacia el centro. Me fue diciendo que se llamaba Benito Armendáriz, pero que, a pesar de su apellido vasco, era de Santander. Había tenido un buen profesor de literatura, un hombre joven y enterado, que lo había orientado bien. «De clásicos puedes preguntarme lo que quieras, y de modernos también. En lo que fallo es en el siglo diecinueve, pero ese siglo carece de interés, salvo Bécquer, que lo tengo bien leído.» Su padre era ingeniero de una compañía de electricidad, lo que le permitía a Benito tener siempre un duro en el bolsillo y comprar libros. Pasamos delante de un café grande y ruidoso, dimos vuelta a la esquina y nos metimos por una puertecilla de dibujo nada corriente, como la ilustración de un cuento: estaba forrada de cuero, claveteada de cobre. El lugar era pequeño, no había nadie, y en alguna parte no muy lejana alguien tocaba el piano. No había sillas, sino sillones, y las mesas eran anchas y bajas. «Hay otros lugares, ya te llevaré alguna vez. Pero aquí también vienen escritores. Más tarde, claro. A la hora del café y de noche. Los escritores de ahora ya no van a los sitios cochambrosos de antes. Ya no se dejan melena ni usan chalina, como en el tiempo del modernismo. ¿Has oído hablar de la vanguardia?» No le respondí, porque nos sentábamos. «No se te ocurra dar palmadas. Ya vendrá el camarero.» Había tomado mi silencio a su pregunta sobre la vanguardia por respuesta negativa. «Entonces, ¿tú qué poetas lees? ¿Rubén Darío?» Le cité a Quental y a Teixeira de Pascoaes, también a Shelley. Se me quedó mirando. «¿De dónde son?» «Portugueses. Shelley es inglés.» «¿Y los lees en su lengua?» «Sí.» Se quedó un rato callado. «Aquí no leemos eso. Leemos principalmente a los franceses, Paul Valéry, ¿sabes? Sobre todo a Paul Valéry.» Y empezó a recitar unos versos que yo no entendía. «Se llama El cementerio marino, Le cimetiére marine. Lo mejor de la vanguardia es lo francés.» Había llegado un camarero, pedimos dos cafés. «¿Sabes algo de memoria de ese Quental?» Le recité un soneto. «Suena bien, pero no entiendo nada. Parece mentira que el portugués sea tan distinto del español. Pero suena bien, suena muy bien. ¿Cómo es el nombre completo? La gente del siglo pasado era muy trágica. Ahora la poesía es puro juego. Ya verás: hay que tener un sentido deportivo de la literatura y de la vida.» Traían los cafés. Sorbió un poco del suyo y cambió de conversación. «Lo que vamos a aprender este curso no nos servirá de gran cosa. Pero hay que ir a clase de literatura, de donde al menos sacarás un catálogo ordenado de escritores y de obras. Nos pondrán verde a Góngora, pero de eso ya hablaremos. El profesor de lógica es socialista, pero es hombre muy elegante y educado, lo que antes llamaban un caballero. Se dice que en su clase nos enseñan a pensar. En cuanto a la de historia…» Terminó de beber el café. «Y tú ¿de dónde eres? Gallego, por supuesto, pero ¿de dónde?» Cité a Villavieja del Oro, y añadí que allí había muchos poetas, y algunos escritores famosos. Dije los nombres. «Nunca los oí nombrar. Tienen que ser escritores locales, o, todo lo más, regionales. El que se queda en la provincia se condena al silencio. En Santander también hay poetas que llevan años dándole vueltas a lo mismo. Afortunadamente, a mi familia se le ocurrió venir aquí, y ya me libré del provincianismo, pero no creas tú que basta ser madrileño. Aquí los hay tan provincianos como en Villavieja del Oro. Gente apegada a lo pintoresco y lo castizo, o residuos del modernismo. Nosotros peleamos contra ellos, una verdadera batalla en que ellos van ganando, porque tienen los periódicos. Pero el porvenir es nuestro. Hay que ser europeo.» «¿Y cómo?», le pregunté, ingenuamente. «Estando al corriente de cómo se piensa en el mundo, y pensando igual. Tienes que leer mucho.» Sotero, años atrás, me había aconsejado lo mismo, y yo había leído, pero ahora resultaba que mis lecturas quedaban anticuadas, y que a mis poetas favoritos no los conocían en Madrid. Estaba un poco perplejo, pero no desconfiado, porque Benito Armendáriz se portaba con espontaneidad y franqueza, aunque quizá, como Sotero, repitiese palabras oídas. En cualquier caso, aquel encuentro parecía un principio de amistad. Después de tomar café nos dimos un paseo, y me fue hablando de los escritores que quedaban por Madrid, y que podían verse por la calle, nombres para mí desconocidos. Le pregunté por los pocos de los que había oído hablar, allá, en Villavieja, como gente lejana que casi vivía en las estrellas. «Ésos son buenos también, pero ya están pasados. Los escritores, cuando pasan, tienen la obligación de morirse, o al menos, de callarse. Si no, les sucede lo que a ésos, que se emperran en seguir con lo suyo y lo suyo ya está muerto. Pero acaparan la fama, la gente los cree, y se les niega todo a los verdaderamente vivos, que son los jóvenes.» Insistí en ciertas preguntas. Para mí, la literatura era un enorme conjunto fuera del tiempo. Había estilos, sí, como había vida y muerte; pero eso de que los jóvenes desplazasen a los viejos sólo por serlo… «Careces de sentido histórico», me respondió. Y empezó a decirme que el mundo antiguo había fenecido, lo había matado la última guerra, y que el mundo que nacía era muy diferente, era otra cosa, hasta ahora desconocida, pero espléndida. «Ya lo verás cuando vayas al Museo del Prado y conozcas la pintura antigua. Es muy buena, ¿quién lo duda? Pero ya no se puede pintar así. Tienes también que visitar alguna exposición de pintores modernos o ver cuadros en revistas: te darás cuenta de la diferencia. ¿Has oído hablar del cubismo?» Le confesé que no. «Tienes que aprender mucho si quieres ser un hombre de tu tiempo. Y lo malo es que eso que tienes que aprender no te lo enseñan en la universidad.» Se detuvo de pronto, me encaró, me puso las manos en los hombros. «No te creas, por eso, que voy a ser tu guía. Yo también soy un aprendiz. Pero buscaremos juntos.»
YO CREO QUE NO HABÍAN PASADO todavía dos semanas desde mi llegada a Madrid, cuando recibí carta de Sotero. Cuatro pliegos a máquina (cosa nueva), y un rinconcito al final para firmar. Me contaba con exceso de detalles sus primeros pasos por la universidad: juicios sobre los profesores y los compañeros, y una enumeración de lo que ya había aprendido, desde luego bastante más que yo. No lo daba a entender, sino que lo decía claramente, que aquel escaso tiempo le había bastado para distinguirse entre los demás alumnos y declararme que los profesores lo trataban con bastante deferencia y como si ya estuviera predestinado a ser uno de ellos. La asignatura de lógica no le daba trabajo porque la traía dominada del bachillerato: «Incluso puedo decirte que sé más que el profesor, uno de esos viejos auxiliares que se eternizan en sus puestos repitiendo todos los años la misma cantinela.» De la literatura sólo le interesaba la parte de filología, nueva realmente para nosotros; «pero mi gran descubrimiento ha sido la historia. Creo que ése es mi verdadero camino, un camino, por lo demás, en el que todo confluye y en el que ningún otro saber estorba. Seguiré, pues, estudiando de todo, principalmente filosofía. Tendré que hacerlo por mi cuenta, porque aquí no le interesa a nadie la especulación a fondo, y no hay quien sepa gran cosa, salvo algún profesor del seminario, según me dicen. Pero eso no me preocupa. Me fío de mi intuición». La gran novedad de la carta, mi gran sorpresa, fue su confesión de que había visitado un prostíbulo. «Empezaba a fastidiarme el que todos los compañeros hablasen de eso y yo tuviera que callarme. Sólo por tal razón lo hice. Y te confieso que todavía no me encuentro en situación de poder opinar. Es una cosa rara y, por lo pronto, insatisfactoria. Salí de la experiencia alicaído, porque no podía pensar: me faltaba término de referencia. Anduve varios días dándole vueltas, y buscando algunas opiniones eminentes, y, si bien las encontré, no me aclararon nada, al menos nada que me satisficiese. Es muy posible que una sola experiencia no sea suficiente, pero te confieso que es una cuestión sobre la que necesito ver claro. Una cosa sí he descubierto, pero sólo la roza, o sólo roza su naturaleza: la importancia que le dan los demás, la preeminencia de los más ejercitados o de los que presumen de haberse ejercitado más, que eso no está nada claro. Y la serie de precauciones y de consejos que da todo el mundo, esa noción de pecado introducida por los curas. Todo eso me hace sospechar que la cosa no es tan sencilla como a primera vista parece, dar un duro a una mujer para que te proporcione placer mediante un simple proceso de frotación. Por cierto que también me dejó perplejo el cuerpo de una mujer desnuda. La verdad es que no sé qué decirte, aunque creo mi deber concluir algo de sustancia. Por lo pronto te aconsejo que retrases la experiencia todo el tiempo que te sea posible, hasta que yo haya reflexionado lo suficiente y te lo pueda aclarar. Todo lo cual se resume en una paradoja: la sorpresa es que no es tan sorprendente como esperas.» Anduve unos días con la carta en el bolsillo. Una tarde me decidí a enseñársela a Armendáriz. La leyó con atención y, al devolvérmela, me dijo: «Este amigo tuyo es un bicho raro; es lo que puedo decirte.» Me dejó un poco desilusionado, pero, a lo mejor, tampoco Benito tenía el conocimiento necesario para ser más explícito. No me pareció correcto preguntárselo.
De todos modos, la lectura de aquella carta influyó en su conducta posterior. Una tarde me dijo, de sopetón: «¿Has ido alguna vez a un café cantante?» «No. ¿Y tú?» «Yo tampoco. ¿Por qué no vamos? Bueno, si tenemos dinero bastante.» Sumábamos entre los dos veinte pesetas. «Yo creo que es suficiente», dijo Benito. «¿Y dónde está eso?» «Yo sé que hay varios en la calle de la Aduana.» Allá nos fuimos. Con cierta timidez disimulada, haciéndonos los desentendidos, como si transitásemos por la calle de Alcalá. Pasamos por delante de varios tugurios, y la gente con que nos tropezábamos era algo rara, sobre todo las mujeres. Al paso de una, muy teñida de rubio y muy pintada, Benito me dio al codo: «Es una puta.» No me atreví a mirarla. Nos detuvimos ante uno de aquellos locales de cuyo interior salían músicas y cantos. Nos miramos. «¿Aquí, ¿te parece?» Era un espacio grande y desangelado, con muchos espejos sucios y algunos cuadros pornográficos. Habría la mitad de gente. En el fondo, muy alumbrado, un teatrillo donde una mujer bailaba y se desgañitaba. Iba vestida de negro, con botas altas, una faldita corta, un corpiño y un sombrero de copa. Llevaba en una mano un bastoncillo. Lo que cantaba cuando entramos decía así:
El negro John del charlestón es un castizo que baila el charles
sobre un chorizo. El negro John del charlestón me vuelve loca.
¡Ay, negro, toca!
¡Tócame, John!
La gente la miraba y no parecía muy divertida. Nos sentamos bastante cerca: la chica era bonita, no su voz. Hacía movimientos desvergonzados, insinuantes. Cuando terminó la canción, se quitó la chistera, hizo una reverencia y, después, se la hizo a la decoración del escenario, dejando al descubierto el trasero: llevaba unas bragas escuetas, también negras. Cayó el telón. Se había acercado un camarero y Benito le pidió dos cafés: «¿Saben ustedes que aquí el café vale dos pesetas?» Benito lo miró con superioridad. «¿Nada más?» Cuando el camarero nos dejó el café servido, Benito se puso a hablar. Lo que él conocía de semejantes lugares era a través de la pintura y de ciertas ilustraciones. «O aquí hay algo que nosotros no sabemos ver, o los pintores como Toulouse-Lautrec idealizaron la realidad. Todo esto no es más que cochambre y pornografía. Sin embargo recuerdo haber visto un cartel con estos mismos elementos: la chica del charlestón, y unas luces, y unas sombras. Era un cartel cubista y estaba bien.» «Lo que sucede, a lo mejor, es que los pintores ven la realidad con ojos distintos de los nuestros.» Me miró con sorpresa: «¿Dónde has leído eso?» «No lo leí en ninguna parte. Se me acaba de ocurrir.» «Pues no está mal, y eso explica muchas cosas.» Bebió un sorbo de café y lo escupió. «Además, el café es una porquería.» «Si quieres, nos vamos.» «No. Hay que aguantar aquí y verlo todo bien. Forma parte de la realidad, y la realidad es la base de la poesía, aunque luego la poesía no se parezca en nada a la realidad. Si encontraras media docena de imágenes sugeridas por esto, pero que no fueran esto…» «¿Imágenes?» «Sí. La sustancia de la poesía moderna, su fundamento, es la imagen. Quiero decir, por supuesto, la imagen verbal.» Me citó unos cuantos versos de no sé quién, de los que no entendí nada. Se lo confesé. «Lo más probable es que también los poetas tengan su modo de ver la realidad. La cuestión está en…, ¿cómo te diría? ¿Alcanzarla, descubrirla, apropiárnosla? ¿O todo junto a la vez?»
La bailarina había vuelto al escenario, ahora salía vestida de caribeña y empezaba una canción que decía: «En Cuba hay un sereno / atento y muy servicial / que cuando le baten palmas / acude muy puntual.» Todo esto con mucho meneo de tetas y de caderas. «Eso es una rumba», me aclaró Benito. «¿Cómo lo sabes?» «En Santander hay mucha gente que regresó de Cuba.» En la mesa de al lado, dos mujeres que parecían jóvenes envejecidas, una opulenta, otra delgada, nos miraban. Le dijo la flaca a la gorda, yo lo oí perfectamente: «¿Nos acercamos a esos pipiolos?»
La otra le respondió: «No te metas en líos de menores. Además, no tendrán dinero», y dejaron de mirarnos. Benito había sacado un lápiz e intentaba dibujar en la mesa de mármol a la bailarina. «¿También sabes de eso?» «Algo se me da. Y ya ves: creo que ciertos movimientos de esa tía tienen gracia, pero no soy capaz de captarlos.» La bailarina siguió con su repertorio, de grititos y meneos. Los cafés quedaron encima de la mesa. Salimos a la calle, cuando terminó el espectáculo. Nos confesamos nuestra desilusión. «Sin embargo -dijo Benito-, a un verdadero artista o a un verdadero poeta, esta experiencia le hubiera servido de algo. Hemos descubierto un mundo que no es el nuestro, pero tan real como el nuestro, ante el que no sabemos qué decir.» Yo no supe responderle. Lo único que había sacado en limpio era que aquello no me gustaba, y que no volvería más.
BENITO FUE LA CAUSA INVOLUNTARIA de que don Romualdo Estévez entrara en nuestra vida. Benito me había convencido de la necesidad de ampliar el poco francés que me quedaba del bachillerato, y de hacerme socio del Ateneo. A don Justo, el director del hotel, le pareció de perlas, y me orientó acerca de lo que podía pagar por una clase particular, tanto si era en el domicilio del profesor, tanto si en el mío. En cuanto al Ateneo, quedaba cerca del hotel, nada más que dar la vuelta a la esquina. Al Ateneo íbamos por las tardes, y nos quedábamos de mirones (o de malditos), junto a cualquiera de los personajes, más o menos brillantes, que ponían cátedra en cualquier rincón donde pudieran apoltronarse: bien de política, bien de literatura, bien de temas generales, que eran los que abundaban. Benito me informaba de sus nombres y filiaciones, y de que entre el público que, como nosotros, escuchaba, había siempre policías y papanatas. «Te lo digo para que cuides lo que dices en voz alta.» A veces se armaban discusiones gordas, o se iniciaban movimientos de protesta política que se prolongaban en la calle, siempre en seguimiento de alguno de aquellos líderes que servía de bandera porque chillaba más, y que terminaban en carrera delante de los guardias. Pero tales conatos de revuelta me interesaban poco. Visto uno, se habían visto todos. Asistía con preferencia a las tertulias en que se hablaba de literatura: consumían sus turnos, por lo general, escritores maduros, conocidos pero no afamados, que despotricaban contra la gente joven, cuyos versos, cuyas pinturas no se entendían y eran la destrucción de la verdadera poesía, de la verdadera pintura. No tardé en darme cuenta de que hablaban por resentimiento, de que algo que ellos no habían promovido ni favorecido, algo que sobrevenía como una catástrofe, los iba desplazando del camino, antes de llegar a la cumbre. No solían ponerse a sí mismos por ejemplo, sino a los viejos maestros. Y uno de ellos, excelente orador, de pelo blanco y barbilla, insistía en repetir: «Si estuviera Unamuno en España, ya habría barrido a toda esa taifa de incapaces.» En general, la ausencia de Unamuno se deploraba en varios corrillos como la de alguien insustituible que llevaba la verdad en su palabra. Benito me advirtió una vez: «Si estuviera aquí Unamuno, también lo pondrían verde.» Aprendí muchas cosas negativas, poco de lo que me interesaba. Pero el tiempo que pasaba en la biblioteca me permitía ir leyendo libros cuya existencia no había sospechado, autores cuyo nombre me había sonado alguna vez o no había oído nunca.
Una tarde, por casualidad, leí un papel prendido con chinchetas en el tablón de anuncios: «Se ofrecen clases de francés de persona culta a persona culta. Honorarios asequibles.» Y remitía a un bedel, para informes. Pregunté. Me enviaron a un señor que estaba en tal sala de lectura, de tales señas. «Ahora mismo, si usted quiere, puede encontrarlo.» Me dieron también su nombre, el profesor Estévez. Fui en su busca. El que servía los libros me lo señaló. «Ahí lo tiene.» Me acerqué y, en voz baja y con bastantes precauciones para no ser oído de los demás lectores, le dije que quería tratar con él de las clases anunciadas. Me miró de arriba abajo por encima de las gafas. «Espéreme en el bar dentro de diez minutos. Tengo que terminar esto que estoy leyendo.» Fue puntual. Lo vi llegar y acercarse a la mesa donde lo esperaba: era un sujeto alto, de cierta prestancia, y una cabeza blanca inteligente, espabilada, con algo caduco en el aire. Se sentó a mi lado y pidió un café. «¿Cómo se llama?» Le respondí que Filomeno Freijomil. «No es que yo pueda presumir de nombre hermoso. Romualdo no es demasiado presentable, pero eso de Filomeno es bastante peor. ¿No podría evitarlo?» «También me llamo Ademar, pero ése es mi segundo nombre.» Sonrió: «Ademar suena mejor, suena a exótico. Un nombre exótico conviene en ciertos ambientes, pero no en el que usted frecuenta, por lo que supongo. Habrá que apencar con Filomeno. Usted es gallego, por supuesto. Se le nota a cien leguas. Y medianamente rico, por cómo va vestido. Un buen pasar de provincias, que en Madrid pasa inadvertido y, fuera de España, como si no existiese. ¿Se propuso usted alguna vez ser un hombre elegante?» No supe qué decirle. En realidad, estaba un poco sorprendido por aquella clase de preguntas. Yo esperaba que me hiciese un examen de gramática. «Se lo digo porque se advierte en su atuendo cierta voluntad de estilo, aunque no demasiado clara, y, sobre todo, pésimamente orientada. A primera vista parece que pretende que se note quién es. Pero le convendrá saber que aquí, en Madrid, existen varios miles de muchachos de su edad que salen a la calle todos los días con el propósito firme de que se fijen en ellos, y únicamente lo consiguen en esos medios restringidos, un poco cursis, en que viven. Son, por supuesto, idiotas, pero usted no tiene cara de eso, aunque sí de inexperto. Hábleme un poco de su familia.» Le conté quién era mi padre. Resulta que su nombre le sonaba, aunque no con demasiada precisión. «¡Fíjese usted en que, senadores, había lo menos doscientos! ¿Y de su madre? ¿No cuenta nada de su madre?» Claro que le conté: a grandes rasgos, toda la historia de mi niñez, y mis estancias en Portugal, y quiénes habían sido mis abuelos portugueses. Le describí el pazo miñoto y su biblioteca, y los libros que había leído, pero de todo aquel cuento sólo retuvo lo de mi conocimiento del inglés: como que se dirigió a mí en aquella lengua, que hablaba muy bien, como comprobé en seguida, y entonces sí que me examinó de gramática. «¿Y qué ha leído usted en inglés? ¿Y qué es lo que le gusta? ¿Desconoce los escritores de este siglo? Veo que la biblioteca de sus abuelos se detuvo en la era victoriana, pero no está mal lo que ha leído. Me parece, Ademar, que vamos a entendernos.» ¡Ademar! Me emocionó que me llamara así, y, de repente, toda mi desconfianza se trocó en simpatía. «No sabe cómo lo deseo, señor. Quiero aprender francés, lo necesito.» «¿Para algunos estudios especiales?» «Para leer a los escritores modernos. No conozco a ninguno, y sin ellos…» «Yo los conozco bien, pues de eso vivo, pero le aconsejo en principio que no se deje deslumbrar.» Era profesor de grado bastante modesto y enseñaba francés en una escuela normal. Ganaba poco, tenía mucha familia, necesitaba ayudarse con algunas clases. «Le cobraré a cinco pesetas la hora si viene usted a mi casa, y siete si voy a la de usted. Y le pondré un mes a prueba. Si no da resultado, lo dejaremos, sin que le parezca mal, porque está usted avisado. Pero no creo que fracase, a juzgar por lo bien que aprendió el inglés.» Cuando le dije dónde vivía, pareció alegrarse. «¡Pero eso está aquí al lado! Me coge de camino para venir al Ateneo. Le daré las clases en el hotel y le cobraré como si viniera a mi casa, a condición de que me invite a café cada día de lección.» Se quedó un momento callado. «¡Filomeno! Ese es el inconveniente. ¿Se da cuenta de lo que podría ser en Madrid si se llamase Ademar de Alemcastre? Entraría usted en la literatura con el pie derecho. ¡No sabe lo que hace el nombre! La mitad de la fama de Valle-Inclán se debe al nombre: Ramón María del Valle-Inclán. ¡Hay que ver cómo suena! Pero es un nombre amañado, no lo olvidemos. También usted podría amañar el suyo, llegado el caso.»
Se levantó de repente. «Perdone, tengo que irme. ¿Empezamos mañana, después de comer? ¿Le parece bien a las cuatro? Le ruego que pague mi café.» Y se marchó muy digno. Subió las escaleras con sosiego: desde la última se volvió hacia mí y me envió un saludo.
Al día siguiente llegó puntual. El director estaba prevenido. Se lo presenté. El director le dijo que él era quien corría con mis gastos en Madrid y, por tanto, quien le pagaría. «¿Quiere usted cobrar por quincenas o por meses?» Don Romualdo dudó: «Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Lo pensaré y se lo diré mañana.» «¿Le parece bien que les lleven el café a la habitación del señor Freijomil? Estarán más tranquilos.» Al ver la habitación, don Romualdo dijo: «Vive usted como un pachá, un pachá regido por un golfo.» «¿Por qué lo dice?» «Porque este director del hotel…» No pasó de ahí. Tomamos el café. Después, mientras abría la gramática, me advirtió: «Ya se habrá dado cuenta de que soy charlatán, pero, durante la clase, no suelo decir una sola palabra que no tenga relación con lo que estamos estudiando. Si se aficiona a mi charla, puede buscarme en el Ateneo hacia las ocho. A esa hora suelo dar un paseo, y cuando lo hago solo, me cuesta bastante trabajo caminar con la boca cerrada. Claro está que voy imaginando diálogos con todo bicho viviente, lo cual tiene sus ventajas, porque no me gusta escuchar majaderías. Solitario, por las veredas del Prado… ¿Ha estado usted por allí? Váyase un atardecer, si es que es sensible al color del otoño y a los árboles dorados. Es una isla de sosiego, en este Madrid ya demasiado ruidoso. Pues yo me invento a mis interlocutores y mis diálogos con ellos. ¿Se reirá de mí si cito nombres? Shakespeare, Montaigne…, y cuando estoy especialmente abatido, a Cervantes, que me divierte, que me irrita, que a veces me consuela. Insisto en que no se ría, pero siento hacia él sentimientos encontrados, porque siendo un semejante, no llego a amarlo. Cervantes fue un fracasado, yo lo soy, por eso nos entendemos, salvo su endemoniado sentido del humor, que no comparto. Yo soy un castellano que estima la gravedad. Entre nosotros existe, además, la diferencia de una obra conseguida a trancas y barrancas frente a la que jamás pudo expresarse. Pero, en todo lo demás…» Se detuvo y me miró. El cigarrillo se le quemaba entre los dedos. Sacudió la ceniza… «Pero es muy pronto para empezar las confidencias, ¿no cree? Páseme esa gramática. Vamos a ver cómo anda usted de verbos.»
Una tarde, llegaba yo al Ateneo, don Romualdo me esperaba en la puerta. «No entre, venga conmigo. Lo invito al teatro.» No me atreví a decirle que, aunque fuese buen cliente de los cines, al teatro no había ido nunca, una experiencia que a mi padre no se le había ocurrido programarme. Le acompañé, pues, con temblor disimulado, con la esperanza vaga, pero entusiasta, de quien se aproxima a un descubrimiento. Lo fue, en efecto, desde la luz que alumbraba el telón hasta la corporeidad de los personajes y la realidad inmediata de la voz. Como por entonces aún no había aparecido el cine hablado, aunque empezaba a hablarse de él, fui de sorpresa en sorpresa. Lo que allí se representaba no era excesivamente importante en sí, y así me lo advirtió don Romualdo, cuya atención, sin embargo, se transmutó en emoción visible al aparecer en escena una muchachita delgada que apenas tendría quince años, aunque el papel que hacía fuese de mayor. Era espigada, apenas limoneaba, y miraba a la sala con unos grandes ojos oscuros, brillantes del maquillaje. Hablaba con voz bonita, no sé si hábil o torpemente, porque mi falta de hábito no me permitía juzgar. En principio, todo me parecía bueno y natural. Y sucedió que, en un momento, la chica resbaló y cayó. Don Romualdo medio se levantó en su asiento, asustado. A la chica la ayudaron a ponerse en pie, el público la aplaudió, y ella respondió con una reverencia que se me antojó graciosa. La función continuó como si no hubiera pasado nada, pero don Romualdo salió de su asiento después de decirme en voz baja: «Voy a ver si le ha pasado algo, después le explicaré.» Tardó en volver cosa de un cuarto de hora, y, cuando lo hizo, la chica no estaba ya en escena. Se esforzó en no molestar a los espectadores que, sin embargo, refunfuñaron. A mi lado, se estuvo quieto y tranquilo hasta que cayó el telón. «Vamos a fumarnos un pitillo.» La gente se había reunido en el vestíbulo. Fumaban y charlaban. Don Romualdo fumó también, pero no dijo nada y yo no me atreví a preguntarle. Lo mismo sucedió en el segundo entreacto. Y siguió silencioso cuando salimos. Me acompañó hasta el hotel. Al despedirse «Hasta mañana», añadió: «La chica que se cayó en escena es mi hija, y la que hacía de vieja marquesa, mi mujer.» Y nada más.
A la entrada del hotel me encontré al director. «¿Y cómo viene usted tan tarde a cenar, usted, tan madrugador?» Le conté adónde había ido, pero no sabía el nombre de la sala ni el título de la comedia. «¿Con música o sin ella?» «Sin música, claro.» «Una de estas noches, o quizá una tarde, le llevaré a que vea una revista. Le divertirá más que esos aburrimientos de comedias. Lo llevaré a ver cosa fina.» Y se despidió. Tampoco don Romualdo al día siguiente, ni antes, ni después de la clase, se refirió a su mujer ni a su hija: esperaba que me dijese al menos su nombre. La había recordado mucho rato, antes de dormir, y había soñado con ella, un sueño, por otra parte, trivial: que la encontraba en la calle, que me decía adiós, y que, al volver yo la cabeza para mirarla, me había encontrado con que ella también miraba.
Aquella tarde estábamos juntos Benito y yo, cuando pasó don Romualdo. Al vernos, se acercó. Yo le presenté a Benito como poeta. «¿De verdad o de los otros?» Benito no supo sino sonreír, mientras le daba la mano. Don Romualdo nos dijo francamente que le gustaría quedarse con nosotros y charlar. «No se encuentra todos los días a un poeta en ciernes. Vengan, los invito a café.» Nos llevó al bar, y, de buenas a primeras, le espetó a Benito: «¿Qué es la poesía para usted? No me responda que "poesía eres tú", porque yo no soy poesía de ningún modo.» Benito lo pensó unos instantes, y le respondió: «La palabra en el tiempo.» «Bueno, eso es lo que dijo don Antonio, pero, si se fija bien, no quiere decir nada. ¿Piensa usted que la de Góngora es la palabra en el tiempo? Pongamos un ejemplo: "Bien previno la hija de la espuma / a batallas de amor, campos de pluma." ¿Lo encuentra usted poético?» «Sí, claro.» «Pues dígame cómo se explica por esa definición de la palabra en el tiempo.» «En esos versos hay imágenes…» «Sí, en efecto, lo que ustedes llaman imágenes, que antes tenía varios nombres. Unas imágenes puestas en palabras musicales. De acuerdo con que la música implica tiempo, pero lo poético de esos versos no consiste sólo en su música, sino que ésta forma parte de un conglomerado, o fusión, de varias realidades independientes de la realidad resultante, que es la poesía.» Benito, entonces, le retrucó: «¿Es usted también poeta?» Y don Romualdo sonrió con cierta tristeza. «No, hijo mío. Yo no soy nada, pero a veces se me ocurre pensar. Ya sabe lo de Pascal, una caña pensante.» Habían traído los cafés, y nos entretuvimos en tomarlos. Después vinieron los pitillos. Y la conversación, tomando como punto de partida la figura especialmente esbelta de una muchacha que había pasado, cambió de tema. Don Romualdo se apoderó entonces de la palabra y nos largó un discurso duradero, que alguna vez llegamos a interrumpirle Benito y yo. «Ustedes, los jóvenes, andan bastante despistados acerca de una cuestión tan importante como son las relaciones entre hombres y mujeres. Tienden a considerarlas como puro sexo, todo lo más como sexo sublimado. Habrán ustedes visto que acabo de usar una expresión freudiana, pero no es porque yo lo sea. Freud es uno de los grandes charlatanes de este siglo, y conste que no lo digo gratuitamente. Todo eso del sexo sublimado es pura palabrería. Freud tenía de las relaciones entre hombres y mujeres una idea sacada de la clínica; es decir, de personas enfermas, de neuróticos, y de algún que otro farsante, probablemente. Pero careció de experiencia personal del amor, pese a sus relaciones con Lou Andreas Salomé. ¿No saben quién fue esa importante señora? ¡Ay, amigos míos, de cuántas cosas tienen todavía que enterarse! Lou Andreas Salomé fue una mujer especializada en genios verdaderos, como Nietzsche, o aparentes, como Freud. Yo no la hubiera querido a mi lado, a pesar de sus encantos y de su inteligencia. Fue una mujer que experimentó el amor como quien experimenta en un laboratorio; pero del mismo modo que la vida en los laboratorios es una vida condicionada y, por tanto, irreal, el amor experimental es el mejor modo de no saber nunca lo que es el amor.» Fue aquí donde le interrumpió Benito, tímidamente: «Y usted, ¿lo sabe?» Don Romualdo nos miró, primero a uno, después al otro. «Ya me gustaría, ya, haberlo vivido en toda su plenitud, pero no me ha tocado esa suerte, sino sólo padecer sus consecuencias.» Hacía ya unos minutos que el recuerdo se me había poblado de Belinha y de nuestra común historia; de aquel amor en que tantas caricias, tantos besuqueos, tanta presencia viva de unas y de otros habían tenido tanta parte. «Pero no ha dicho usted el papel del cuerpo en el amor. ¿Cree en el amor de las almas, como he leído en alguna parte, eso que algunos llaman el amor puro?» Don Romualdo meneó la cabeza. «Ninguna actividad fundamental del hombre, amigos míos, puede prescindir del cuerpo. Sin el cuerpo no podríamos hacer nada, ni siquiera poesía. Esa frase corriente, que tantas veces se lee o se oye, "Te quiero con toda el alma", es una simple bobada. El alma, que no sabemos lo que es, ni dónde está, jamás actúa separada del cuerpo; el alma, por sí sola, no puede querer. Cuando los místicos hablan de relaciones del alma con Dios, emplean una metáfora bastante peligrosa, que sus propias experiencias desmienten, pues resulta indudable que santa Teresa, en sus deliquios, experimentó orgasmos, lo cual no debe escandalizarnos, porque el orgasmo es la expresión de una realidad personal, de una situación, de un acontecimiento determinado. Lo raro hubiera sido que el cuerpo de santa Teresa permaneciese indiferente, aunque ella, naturalmente, no sabía de qué se trataba. Pero la interpretación sexual de los estados místicos es tan estúpida y tan incompleta como la explicación meramente espiritual. El alma sólo existe separada del cuerpo más allá de la muerte. Me inclinaría a creer que es entonces cuando de veras empieza a existir como tal alma. Antes ha sido un componente de un hombre que necesita del cuerpo para ser, igual que el cuerpo necesita del alma. Pero no nos metamos en esos berenjenales metafísicos, de los que nunca sabremos nada. Si volvemos al sexo, creo que es al amor lo que la música verbal a la poesía, un componente que puede analizarse y, tristemente, que puede actuar con independencia del amor. ¡En eso reside el drama, amigos míos, uno de los dramas más hondos de la naturaleza humana! El amor no nos viene de la naturaleza. Lo hemos inventado nosotros a fuerza de vida y de intención de trascenderla. Es una creación cultural, como la poesía, pero, del mismo modo que la palabra desprovista de poesía, se da el sexo desprovisto de amor. Y hay quien no quiere que sea más que eso, y propone que se le llame también amor. Pero yo sé que hay un más allá del sexo, aunque con el sexo.»
Encendió otro cigarrillo, lo chupó, y, después de dudarlo (al parecer) se levantó. «Les ruego que me perdonen. Con la charla había olvidado algo muy importante que he de hacer sin excusa. Ya voy retrasado. Pero me gustaría que volviésemos a hablar de esos temas. ¡La poesía, el amor, tan próximos a veces que parecen ser lo mismo! Aunque repugne a mi condición de intelectual, un misterio, juntos o separados, da lo mismo.» Se fue, nos dejó perplejos, no volvió la cabeza. Benito me preguntó qué opinaba. Yo no supe decírselo. «¡Hay tíos de éstos…», empezó, pero no continuó.
Fue por aquellos días cuando el director del hotel me dejó recado, a la hora del almuerzo, de que no me comprometiese para la tarde, que íbamos a ir al teatro. La hora del encuentro, un poco antes de las siete. Cambié de traje y de camisa, escogí una corbata nueva, que había comprado recientemente, y me senté a esperarle. Apareció puntual, muy peripuesto también, con sombrero hongo, bastón y un abrigo ligero. «Andando.» Me llevó a un teatro muy alejado del hotel, en cuya puerta nos detuvimos, pues había más invitados. De uno de los coches que iban llegando se apeó una pareja de señoritas, una mayor que otra, la mayor algo más gruesa, bien vestidas (a mi juicio) con alhajas y algo de pintura en los rostros, sobre todo la mayor. Me las presentó como las señoritas de Arellano, Manuela y Flora. Entramos y nos llevaron a un palco. Yo me senté delante, con Flora, y el director detrás, con Manuela. Flora sacó del bolso unos prismáticos pequeños con mucho oro y mucho nácar, que me dejó curiosear. Le sirvieron para fisgar quién conocido había entre el público, o iba entrando, y cuchichear con su hermana volviendo la cabeza. «Ahí está Fulano con Fulana», o «Ahí está la bruja de Menganita. Qué raro que venga sola, ¿verdad?» En una de estas veces, el director las reprochó por lo criticonas que eran, y ellas se echaron a reír. Cuando atacó la orquesta, dejé de prestarles atención, y cuando las luces iluminaron el telón, me abstraje por completo.
La diferencia con lo que había visto unos días antes era notable: aquí las mujeres iban casi desnudas, pero con muchas plumas; cambiaban constantemente de ropa, y a veces cantaban, solas o a coro. En las partes habladas, intervenía, junto a varios caballeros muy bien trajeados, aunque de manera rara, una especie de mamarracho que debía de decir cosas de mucha gracia, por lo que la gente se reía, y que con la mayor desvergüenza tiraba viajes a las nalgas de las mujeres con la mano muy abierta, casi siempre en compañía de un ronquido formidable, que también hacía reír. Flora, a mi lado, se desternillaba, entendía todos los chistes, y con la risa y los movimientos, dejaba caer la mano en mi brazo o en mi muslo, y allí quedaba hasta otra carcajada. Tenía la pantorrilla arrimada a la mía, y no la apartó durante toda la función. Yo pensé que aquello sería la costumbre y dejé quieta la mía. Al terminar la función, el director nos llevó a cenar a un restaurante muy vistoso, con mucha gente, donde debía de ser muy conocido, por la familiaridad con que trataba a los camareros e incluso a la señora que nos recogió los gabanes. Él mismo escogió el menú, compuesto de manjares que yo nunca había oído nombrar, aunque, una vez probados, lograra reconocer algunos. También bebimos mucho. Durante la comida, las señoritas de Arellano, turnándose más o menos, me informaron de que pertenecían a una familia distinguida, de que su padre había sido no sé qué de la monarquía, anterior a «estos de ahora», y de que a su muerte habían quedado en situación difícil, pues un hermano perdis que tenían casi las había arruinado. «Pues aquí el caballerete, nadie puede decir de él que esté por puertas», rió una vez el director, todo picarón, y entonces ellas mostraron curiosidad por conocer mis riquezas. No sé por qué, recordé el consejo del propio director, y fui parco en enumeraciones, y acabé declarando que todo lo que tenía eran propiedades rurales sin valor. «Bueno, ¿y ese castillo en Portugal?» Les expliqué que no era un castillo, sino un pazo, y lo que es un pazo, y en qué se diferencia de un castillo, y todo lo demás. No sé por qué tuve cuidado en añadirles que, aunque todo fuese mío, no podría gobernarlo libremente hasta cumplir veintiún años. «Eso es lógico -dijo Manuela-. Un chico de tu edad, dueño de tanto dinero, sería un peligro por ahí suelto.» «Un poco peligroso ya lo es», corrigió la pequeña, y me arrimó de nuevo la pantorrilla. A la hora del café, nos propuso Manuela que fuésemos a su casa, que ellas nos invitaban al café y a la copa. El director mandó pedir un coche, en el que se sentó al lado de Manuela y me dejó a mí el puesto junto a Flora. No sé en qué calle vivían, o, más bien, no lo recuerdo, ya que después aprendí el camino, pero sí que estaba situada en el Madrid antiguo. En un barrio: estrecha, con farolas de gas, una calle con aire de clase media. Lo tenía la casa, no muy grande, según me pareció, pero bien amueblada, y con retratos y fotografías en las paredes, y encima de las consolas y de las mesillas. Tenía un aspecto, la casa, que no me era desconocido: un poco más de lujo y un poco más de vejez y hubiera podido ser una de las de mi madre; pero después comprobé que la apariencia mentía, y que los muebles eran pura pacotilla. El suelo era de ladrillos colorados, sin alfombras. Manuela me explicó, sin que yo se lo hubiera preguntado, que, al llegar el verano, las retiraban, y que este año se habían retrasado en reponerlas. «Pero habrá que hacerlo antes de que se eche encima el frío.» Esto no quiere decir que, allí dentro, hiciera calor.
Nos metieron en una salita un poco más moderna que el resto de la casa, de una modernidad falsa, ahora lo comprendo, pero entonces yo no discernía de algunos matices; en todo caso, se me antojó del peor gusto. Había almohadones en los asientos y, no recuerdo en qué lugar, una especie de muñeco vestido de arlequín y que debía de estar relleno de lana, o algo así de inconsistente, por cómo estaba caído. Muñecos como aquél los viera en alguna película, y nunca me habían gustado: no sé por qué, me parecían tristes e innecesarios. Además, tampoco me hizo gracia el tapete á crochet de la mesa, porque le habían ensartado, a través de los dibujos, unas cintas azules que se cruzaban con otras, color de rosa, haciendo cuadraditos. Sobre aquel tapetillo pusieron el mantel. Fue Flora la que lo hizo, así como la disposición de las tazas y de las copas. Su hermana, en la cocina, preparaba el café. Y todo siguió normal durante un rato. El director hablaba con Manuela, y Flora parecía muy interesada en que le describiera los jardines de mi pazo y que le contase historias, insistía en parecer culta, y, sin venir a cuento, dijo que le gustaba el teatro de Benavente, que era como la vida misma. «¿Tú no lo has visto nunca, a Benavente? Tenemos que ir una tarde, ya verás.» A veces comentaba suspirando la delicia que sería vivir en un palacio en el campo, y que ellas, las dos hermanas, también solían veranear en una finca, en Zarauz, cuando su padre vivía y los reyes hacían su jornada por el norte. Flora había visto una vez a la reina muy de cerca, casi le había tocado el traje. Yo creo que fue en este momento de la conversación cuando me di cuenta de que el director del hotel y Manuela habían salido. El palique entre Flora y yo duró todavía un rato, hasta que ella se levantó de repente, se acercó a mí, me cogió la cabeza con las manos y me besó en la boca. «Anda, vamos», y me agarró de la mano. Fuimos a una habitación bien puesta, donde había una cama grande, con colcha roja; quedó de espaldas a mí. «Anda, desnúdame.» Aquella noche, mis manos torpes aumentaron su escasa sabiduría. «Así, no. Cuidado, que me pellizcas. No, no me quites las medias. ¡Lo que tengo que enseñarte!» Me quedé estupefacto ante su cuerpo desnudo. Pasó por mí el recuerdo de Belinha, pero rápidamente. Fue como si un viento leve soplase un fantasma de niebla.
«QUERIDO SOTERO: Yo también tengo cosas que contarte, semejantes a las tuyas, o al menos así me lo parece, pero no iguales. Por lo pronto, todavía no he hablado con ningún profesor, ni creo que llegue a hacerlo. Somos mucha gente en el curso, y aunque hay algunos compañeros que se les acercan, como están mal mirados por los demás, yo no quiero ser uno de ellos, ni tampoco me importa. ¿De qué les voy a hablar? Asisto a las clases regularmente. El profesor de lógica me parece el mejor: es un señor muy agradable y muy inteligente, que nos obliga a estrujarnos el cerebro, aunque cortésmente, y, como dice un compañero, nos enseña a pensar. El de historia, ni fu ni fa. En cuanto al de literatura, nos repite lo que viene en el libro, casi de pe a pa, sin comentarnos nada. Y aunque a mí es lo que más me interesa, me falta una explicación a fondo, que sería lo importante, y no esta serie de datos y de fechas con que nos abruma. En fin, que voy sabiendo un poco de aquí y de allá, pero no lo suficiente. No sé si me servirá de mucho. Suelo ir al Ateneo, del que me hice socio: esto me permite leer libros que no se encuentran en las librerías o que resultan caros, y también escuchar por todas partes conversaciones de política, donde se dice lo mismo con pequeñas variantes. Se susurra que lo va a cerrar la policía. Vivir en esta ciudad, por supuesto, no se parece en nada a lo que hacíamos en Villavieja, pero tampoco creas que es de entusiasmarse: vas por las calles solo, no conoces a nadie y si te distraes un poco en un escaparate te dan un empujón. A los gallegos nos tienen, en general, de menos, y por una nadería pronto te dicen: "Calla, gallego." Pero, a pesar de todo, no estoy descontento de haber venido.
»En cuanto a lo que me cuentas de tu visita a un prostíbulo, no sé qué decirte. Yo, desde luego, no he pasado de un café cantante, que me aburrió. Pero aquí la gente habla mucho de esas cosas, aunque en tono científico. Se cita a un tal Freud, un señor de Viena de mucha fama al que he empezado ya a leer. Todo lo que se refiere a esas cuestiones, se dice siempre con citas de sus libros, o según sus teorías, que nadie discute, sino que alaban, y de las que yo no tengo más que una idea muy ligera. Supongo que por ahí sucederá más o menos lo mismo. Ahora bien: sin haber ido a un prostíbulo, también pasé por tus mismos aprietos y tus mismas incomprensiones, aunque me hayan durado poco. Por lo pronto, no tuve que pagar el duro. Dormí una noche con una mujer: al principio, sorprendido y bastante confuso; a la mañana siguiente, un poco más dueño de mí. Yo creo también que eso del cuerpo de las mujeres sorprende, y hasta espanta; tampoco sabría decirte por qué, hasta que se conoce a fondo. No es que yo haya llegado a tanto, pero un poco del camino lo tengo recorrido. Lo cierto es que poco más puedo decirte, salvo que no me preocupa tanto como a ti llegar a conclusiones definitivas, las cuales, por otra parte, no sé si son o no importantes. Tengo un amigo, hombre mayor y un tanto disparatado, pero de mucha experiencia, con el que espero charlar un día de éstos sobre el particular. No es que crea a pies juntillas lo que me dice, pero, en cualquier caso, me interesa y me explica las cosas: en este caso, espero que algo me aclare. Tengo la impresión de que, sin darnos cuenta, nos hemos metido, cada uno a su modo, en un problema de los que llaman importantes y que habremos de resolver, también cada cual a su modo. Debo decirte, sin embargo, que hay una diferencia: yo estuve enamorado, a lo mejor lo estoy aún, y eso cambia las cosas, porque amar a una mujer implica desearla, y yo deseo a la mía. Desde luego, la mujer a la que quiero no es esa con la que me acosté. Tengo la impresión de haber catado, por un lado, la comida, y por otro, la sal. Lo que me dijo una vez ese señor que te miento es que la sal debe tomarse con la comida. Entiéndelo si puedes.»Un abrazo.
Filomeno»
A BENITO NO LE CONTÉ NADA, y a don Justo, el director del hotel, no le di explicaciones ni se las pedí. Había unas cuantas dudas que resolver, pero no me acuciaban. Flora me había dicho que ya me llamaría por teléfono, y lo hizo, a la semana justa. Me citó en un lugar a una hora. Acudimos puntuales. Me preguntó si la llevaba a cenar. Le dije que no sabía si llegaría el dinero. «¿Cuánto tienes?» Lo conté: sumaba doce pesetas. «Con eso podemos cenar muy bien en una tabernita que conozco.» Me llevó a ella, y, en efecto, cenamos bien y aun me sobró dinero. Después dimos un paseo, hablando de nimiedades, pero cogidos del brazo. Un par de veces, interrumpiendo la conversación, me cogió de la barbilla y me llamó guapo, de una manera bastante impulsiva. «¡Hum, guapo!» Y el beso. Después, por fin, fuimos a su casa. No sé si estaba o no Manuela, no sé si estaba o no sola. Yo no la vi. Todo lo demás se pareció bastante a lo de la vez anterior, salvo que la desnudé con más destreza. A la mañana siguiente no fui a clase. Pedí un baño, me fui al Ateneo, hice que leía, pero estaba preocupado. Cuando regresé al hotel, don Justo me vio y me guiñó un ojo. «¿De manera que el señorito esta noche se fue de picos pardos?» Le pregunté si había hecho mal. «No. Pero no vaya a pensar que es ésa su única ocupación en el mundo.» Me atreví a preguntarle: «¿Quién paga a esa mujer?» Se echó a reír. «Yo, por supuesto, con el dinero de usted. Por eso le recomiendo que no menudee las visitas: unos cientos de pesetas son fáciles de justificar, pero mucho más, no.» «Justificar, ¿a quién?» «A su padre.» Aquella tarde me decidí a confesarme con don Romualdo. Le dije, al terminar la clase de francés, que tenía que hablarle y que me esperase en el Ateneo a la hora que él quisiera. Me citó a las siete. Escogimos un rincón, y le conté lo sucedido, sin ocultar nada. Se quedó pensativo. «Ya le dije a usted una vez que ese director del hotel es un golfo, pero no sabía que fuese también corruptor de menores.» «¿Qué quiere decir?» «Algo que usted no entiende todavía.» «Yo quería que usted me aconsejase y que me aclarase la situación.» «La única cuestión real es que usted se ha metido en un camino en pendiente, del cual aún le es fácil regresar, si es capaz; en caso contrario, nadie puede predecir adónde puede llevarle.» «Pero tengo entendido que, más pronto o más tarde, esas cosas suceden. Un amigo de Santiago, un muchacho verdaderamente listo, no un mediocre como yo, estuvo ya en un prostíbulo.» «Es otra manera de empezar, peligrosa igualmente, o más, aunque de un modo distinto. Usted es una bicoca, y esa señorita Flora no querrá que se le escape de las manos.» «¿Qué quiere decir?» «Que usted tiene dinero y es joven. La señorita Flora le puede arruinar física y económicamente. Eso lo sabe el director del hotel, por eso le aconsejó que no menudee las visitas más de lo indispensable; pero seguramente la señorita Flora tendrá otro punto de vista, y, créame, el cuerpo de una mujer tiene mucho más poder que la experiencia y que la misma conveniencia.» «Yo esperaba que usted relacionase esto que le conté con el amor. Recuerdo lo que nos dijo el otro día a Benito y a mí.» «¿Estuvo alguna vez enamorado?» «Creo que sí.» Le conté la historia entera de mis relaciones con Belinha. Se echó a reír y me palmoteó la espalda. «Eso, ya ve, es mucho más humano, y mucho más hermoso. Bien contado podría ser conmovedor. ¡Lo que daría un freudiano por esa historia!… Claro que es también una situación sin salida, porque unas relaciones amorosas entre esa Belinha y usted estarían necesariamente abocadas a la catástrofe. Le ha sucedido lo mejor que podía sucederle, créame, aunque haya sufrido. Pero esto de la señorita Flora es otro cantar. Mucho más peligroso y bastante más vulgar. No le hace a usted más hombre, aunque le proporcione una experiencia de la que todos necesitamos.» Disimuló un silencio con la operación de liar un pitillo y de encenderlo. No me ofreció de su picadura apestosa. Yo saqué uno de los míos. «No sé, no sé -dijo luego-. El consejo ya lo tiene. Cómo llevarlo a la práctica es cosa suya.» Y como yo no le respondiese, se me quedó mirando: «¿Piensa algo?» «Sí, don Romualdo. Pienso que esperaba de usted otras palabras.» «Ni puedo decirle más ni nadie se lo diría, salvo un cura, que apelaría al pecado y a la condenación eterna. Pero ésta es precisamente la ocasión en que muchos jóvenes creyentes renuncian a sus creencias para que el miedo al pecado no les estorbe en lo que ellos creen que consiste la hombría. No lo es, sino sólo una parte, pero la humanidad viene negándose a creerlo desde que el sexo entró en conflicto con la moral. Yo no voy a repetirle la cantinela. Lo único que debo añadirle es que puede usted destruir para siempre una de las realidades más delicadas y hermosas del hombre. Me refiero a la capacidad de amar.»
Cambió de repente de conversación. Se refirió a un libro que estaba leyendo y que también a mí me convenía. Los cuadernos de Malte, le llamó. Habló de él largamente, de lo que había en él de experiencia de la muerte sin morir, y consiguió interesarme. Era un libro en francés, no traducido todavía, que dentro de algún tiempo yo estaría en condiciones de leer sin gran esfuerzo. «Nunca le dije mi satisfacción por sus progresos, y pienso que si continúa así durante todo el curso, al final podrá echarse cualquier libro francés al coleto, aunque todavía le falte mucho para sostener una conversación corriente. Pero eso, para usted, debe ser secundario. Tendrá que pasar una temporada en Francia, y debe hacerlo en cuanto le sea posible, pero cuando ya la lengua escrita no le cause problemas. Le convendrá ir a París, que es la ciudad donde ese autor tiene tales experiencias, y ésa es otra cuestión de la que algún día hablaremos, aunque de momento sea prematura.» Salimos juntos del Ateneo, me acompañó hasta el hotel, como hacía muchas veces. Al despedirse, retuvo mi mano unos instantes. «Quizá llegue a creerse enamorado de Flora. Es lo peor que podría sucederle. El amor se parece muchas veces a la obsesión sexual por un cuerpo de mujer, y lo mismo le acontece a los jóvenes que a los ya declinantes. Si eso le llega a acontecer, lo mejor será que escape.» Al entrar en el hotel, me dieron el recado de que Flora me había llamado y de que me esperaba en el mismo lugar y a la misma hora. Dudé, di mil vueltas en la cabeza. Por fin, pedí en la caja cinco duros y me marché corriendo.
Visitar a Flora una vez a la semana se convirtió en costumbre, y ni don Justo protestó ni don Romualdo volvió a sacar la conversación. Habíamos dejado de vernos en el Ateneo, por la incomodidad de la policía, y nos reuníamos todas las tardes en el café de enfrente. Benito acudía con frecuencia, y la conversación, generalmente sobre poesía, la consumían entre ellos, yo de mero espectador. Me importaba mucho lo que decían y lo que discutían, pero no sabía lo suficiente para intervenir. Una de aquellas tardes apareció el tema del superrealismo, que así dieron en traducir lo del surrealisme francés. Don Romualdo había leído los diversos escritos de los fundadores, manifiesto va y manifiesto viene, y una vez nos los trajo. Yo los leí tranquilamente, procurando entenderlos; Benito cayó sobre ellos con verdadera voracidad: fue para él más sorpresa que para mí, pero, así como yo quedé en mero curioso, él se apasionó inmediatamente, y cierta tarde, con muchas cautelas, nos enseñó un poema surrealista que había escrito y nos lo leyó. Don Romualdo juzgó que era irreprochablemente superrealista, pero, de poesía, nada. Benito quedó anonadado. Otro día trajo un poema de uno de los poetas cuya fama empezaba con la mejor estrella. Se lo dio a leer y le preguntó que si aquello era también superrealismo. «En cierto modo, y, desde luego, no a la manera francesa. Es un superrealismo bastante original, y el poema es muy bueno, a mi juicio.» Con el superrealismo anduvimos a vueltas cosa de una semana, y ya en los periódicos se hablaba del tema, aunque burlonamente, como solían hablar del cubismo y de todas las vanguardias. Don Romualdo nos dijo en una ocasión: «Ustedes no deben compartir mis puntos de vista. Ustedes son jóvenes, yo no lo soy, pero lo fui, y entonces era más o menos como ustedes, y me hubiera irritado que nadie defendiese la poesía de Campoamor frente a la que a mí me gustaba. Pero del mismo modo que yo he superado aquella etapa y he alcanzado puntos de vista personales, a ustedes les sucederá lo mismo, salvo si la inteligencia y el gusto se les encasquillan y se quedan estancados. Todo llega, todo brilla y todo pasa. Esto que a ustedes los entusiasma pasará también, pero ustedes deben, ahora, apasionarse. Tienen que ser leales a su tiempo, pero, entiéndanme bien, lealtad no significa esclavitud. Estos poetas de ahora son entre diez y veinte años mayores que ustedes. Es mucha diferencia. Cuando ustedes maduren, lo que entonces escriban no se parecerá, ni a lo que ahora escriben ellos, ni a lo que ustedes escribirán entonces. ¡Y malo para ustedes si no es así! La vida jamás se empantana: la vida sigue adelante. El arte es un acto vital, y tampoco debe empantanarse. Los que vengan detrás de ustedes lo harán también distinto, bien o mal hecho. No se les ocurra pensar que lo que venga entonces sea disparatado, como piensan de lo de ahora esos burros de los periódicos. Para uno cualquiera de los de hace treinta años, lo que escriben los de ahora es también disparate. ¿No han llegado hasta ustedes ciertos juicios peyorativos que ya se han hecho públicos? Es natural que así sea, pero eso no implica que tengan razón. No la tienen. Pero, créanme, me sería muy difícil convencerlos. La mayor parte de ellos ya se han encastillado porque no dan más de sí, y se repiten, se repiten. Esto hay que tenerlo en cuenta y juzgarlo comprensiblemente.» Benito le preguntó entonces qué era lo que más lo distanciaba de los de ahora, de los jóvenes. «No sólo de los jóvenes, sino de algunos que no lo son. Lo que me aparta de ellos es ese concepto de juego y de deporte que se empeñan en imponer a la vida y al arte. Yo soy un hombre serio, y el juego, para los niños. La vida no es un juego (no lo sabía entonces) y el arte tampoco. La vida y el arte son tanto más valiosos cuanto más se aproximan a la tragedia.» «¿Y la ironía? -le preguntó Benito-. Ya ha leído usted a Ortega.» «Yo le diría a Ortega que la ironía de Sócrates destruyó la tragedia de Sófocles. Nunca les dije que no soy cristiano; se lo digo ahora, y la razón por la que no lo soy: el cristianismo es incompatible con la tragedia, porque la tragedia es tener razón contra los dioses, y el Dios de los cristianos tiene razón siempre. En otro aspecto de las cosas, les confesaré también que estoy con don Quijote y no con Cervantes. Cervantes tenía que haber puesto fuego al mundo, y se contentó con sonreír en vez de condenar. Ésta es la razón principal de nuestro desacuerdo.» «¿Hay algún escritor con el que esté conforme?» «Por lo pronto, con Dante. En su obra no hay sonrisa. Después, con Quevedo. Quevedo, por muchas razones, es mi favorito, y no digo que mi maestro porque carezco de talento para seguirlo. Pero fíjense ustedes en que Quevedo separa acertadamente lo serio de lo risible. No sonríe jamás, porque en la sonrisa, que es la ambigüedad, está el pecado. Las cosas son como son, negras o blancas, sin medias tintas. Hay que ser maniqueo e implacable.» «Pero usted acaba de decir que a los viejos anquilosados en su arte hay que comprenderlos.» «Es cierto que lo he dicho, y lo es también que me cogerá usted en parecidos renuncios en muchas ocasiones, porque todavía mi corazón no está de acuerdo con mi pensamiento. Tengo razones para ser malo, y no lo soy, pero también tengo razones para no serlo, aunque me traicione a mí mismo.»
Yo no sé si aquella tarde don Romualdo había bebido, o si le había sucedido algo que necesitaba echar de sí, o simplemente si en aquellos momentos la vida le pesaba más que en otros; pero es el caso que nunca se mostró más comunicativo. Se justificó diciendo: «Esta manera de ser no se explica con raciocinios, sino con historias. La historia de un hombre lo explica más que cualquier teoría. Uno de esos imbéciles que barafustan ahí enfrente, diría de mí, si me conociera, que padezco un complejo de inferioridad. También está de moda hablar del resentimiento del fracasado. Bueno, pues todo eso son definiciones para salir del paso. Que soy un fracasado no lo niego, porque no hay más que verlo. Siendo, como soy, uno de los españoles que mejor hablan el francés y que mejor conocen la literatura francesa, no he pasado de auxiliar en una institución docente de segunda clase. Pero no he fracasado en el arte, ni en el pensamiento, sino en la vida. Es la vida lo que me duele, lo que tira de mí hacia abajo, lo que no me permite liberarme. Y mi fracaso se debe al error de un matrimonio prematuro con una mujer que se me antojó adorable, una joven actriz que entonces prometía. Usted la ha visto el otro día, Freijomil, recuérdela: la que hacía de marquesa: una mediocridad. Nuestro matrimonio fracasó por falta de madurez. No sabíamos qué hacer con nosotros mismos. Ni ella ni yo supimos plantarle cara a la realidad, ante todo a la nuestra propia, a nuestras relaciones personales. Tuvimos hijos y tampoco supimos educarlos. Un varón, el primero, es un perfecto botarate, que vive del sablazo y que chulea a las mujeres. La primera de las hijas anda de vicetiple de revista. La otra, usted también la vio, Freijomil: todavía es pequeña, todavía es ingenua y espera de la vida maravillas. Es lo mejor que queda de mi amor, y no me atrevo a desengañarla, aunque ya sé que un día cualquiera se dará el primer tropezón contra esa pared inmisericorde que es la vida. ¿Que cómo? ¡Yo qué sé! Un amor que no resulta, la comprensión súbita de que alguien en quien todavía cree, por ejemplo su madre, no merece su respeto ni su aprecio. ¡Qué sé yo! Cualquier día de la vida de una adolescente es bueno para que pierda la fe y la esperanza, para que todo se le derrumbe. Por lo pronto, un día oí decir a su hermana: "¡A ver cuándo le crecen las tetas a esa niña y sirve para algo!" La pobreza, no saben ustedes cómo destruye. En mi casa entra todos los meses bastante dinero, pero como entra sale. Nunca tenemos un duro. No sólo trabaja mi mujer, sino que hubo que meter en el teatro a la pequeña, que debería estar estudiando, a ver si con cualquier profesión se libraba de su destino. Pues, no. Ya está encadenada y condenada, y dudo mucho de que un príncipe azul acuda a rescatarla (no sé por qué, me miró al decirlo). Y aquí me tienen ustedes, incapaz de poner remedio, espectador de un drama sórdido, que no llega a tragedia porque el remedio existe, aunque no esté a mi alcance, por mera cobardía.»
Cayó en un silencio un poco triste que nosotros respetamos porque no sabíamos hacer otra cosa sino mirarnos furtivamente. No era, la de don Romualdo, una situación incomprensible, aunque no fuese habitual, aunque para nosotros fuese nueva y un poco escandalosa. «Necesitaba enterarlos de esto -dijo después de un rato-, no sé si por desahogarme o por mi propia exigencia de que nadie me tome por lo que no soy. ¿Y no será por ambas cosas? Si tuviese talento de novelista, podría contarlo de otra manera, redimir por el arte la sordidez que me rodea, que me aturde y que también me engulle. Yo sé que el arte purifica lo más sucio, pero acabo de reconocer mi incapacidad. Hace años esperaba de mí otra cosa, ya saben, la juventud carece de sentido de la realidad y, sobre todo, de la propia medida; pero si un átomo de talento tuve, y acaso lo tuviera, no quiero despreciarme tanto, lo destruyó la vida. Lo corroe primero, lo desintegra, lo aniquila. En algunas ocasiones, para algunos afortunados, sólo se esconde, se sumerge en algún rincón del olvido, ¡vayan ustedes a saber! No me gusta usar ese terminacho de subconsciencia, que está tan de moda. El alma no se divide en compartimentos estancos. Todo está ahí, y no se sabe cómo, pero supongo que en forma de acertijo: que sólo la disciplina ordena. El talento debe de ser una disposición especial de las células cerebrales que requiere de ciertas condiciones para funcionar. Es muy posible que, en mi caso, hayan faltado, no sé, lo digo para consolarme. Y que conste que hablo de talento, no de genio. Un genio transmutaría mi experiencia en poesía, haría de mi historia un símbolo universal. Pero yo, aunque recobrase lo perdido, no podría llegar a tanto. Veo lo que me rodea y hasta sé cómo contarlo, pero soy incapaz de ponerme a hacerlo. Lo difícil, ¿saben?, es la decisión, el salto. Acaso alguno de ustedes, cuando hayan madurado, al recordar mi historia le haga a mi recuerdo el honor de escribirla. Con lo contado basta. Lo demás lo suple la imaginación, propiedad de que carezco.» Echó mano al bolsillo, removió en él, sacó unas monedas y las contó. «No me alcanza lo que tengo para convidarles. ¿Pueden ustedes pagar también lo mío? Así podré comprar tabaco.»
Se fue un poco bruscamente. Ni Benito ni yo dijimos nada, como si algo nos afectase, algo que no era nuestro, pero que de algún modo nos pertenecía. Pagó Benito, aunque yo quisiera hacerlo. Me quedé solo y triste, fui lentamente hacia el hotel. De repente, la historia de don Romualdo se desvaneció en el olvido, se me fue la tristeza, todo lo sustituyó la esperanza de que Flora me hubiese dejado algún recado. Pero en el mostrador del hotel se limitaron a preguntarme si quería la llave ahora o si pensaba cenar primero. «Cenaré», dije por decir algo. Me sentí, sin embargo, desganado y un poco decepcionado. Sin razón, porque no la había para que Flora me hubiese llamado.
Al día siguiente, don Romualdo no apareció a la hora de clase ni más tarde, en el café. Benito venía cargado de noticias poéticas: lo que había escrito Tal y lo que Cual estaba, al parecer, escribiendo. Benito tenía la facultad de hablar con elocuencia de lo que desconocía: aseguraba con verdadero aplomo que lo de Tal tenía que ser así, en tanto que lo de Cual sería de esta otra manera, y que siempre lo de Tal sería un grado superior a lo de Cual. Se quejó, sin embargo, de que tanto aquellos poetas, Tal y Cual, como muchos otros de los que también se hablaba en los círculos de enterados, resultaban inaccesibles para muchachos como nosotros: eran como dioses remotos. Para mí, sólo nombres de dioses. Benito me llevaba la ventaja de haberlos visto de lejos, y oído en cualquier recital. Como había pasado bastante tiempo, y don Romualdo no compareciera, decidimos salir y darnos una vuelta por el café en que Tal y Cual se reunían con su círculo de admiradores, un círculo muy exclusivo. Era un lugar muy agradable, que me sorprendió por su elegancia, de gusto popular: como que durante unos minutos me interesó más la arquitectura del café que las figuras de Tal y de Cual que por allí andarían, o, mejor dicho, estarían. Para mí podían serlo cualesquiera de los que iba viendo, pues todos tenían cara de genios, aunque de distintas especies. Imaginé el contraste de mi cara inexpresiva con aquellas, tan reveladoras, y me sentí insignificante. Benito tiró de mí y quedamos a la entrada de un patio deslumbrante en que el café terminaba; lleno de gente (pocas mujeres) alrededor de las mesas, en grupos próximos los unos a los otros, casi confundidos, pero perfectamente delimitados por una línea invisible e insalvable. En cada uno se hablaba como si fuera el cogollo del mundo, a juzgar por los gestos y por las actitudes: sobre todo, por la contundencia de los manoteos, pero, por mucho que atendí, no logré entender lo que decían; vagamente oí alguna frase suelta: «¿Leyó usted el libro de Fulano?» «¡Lamentable!» En unos se hablaba de políticos y en otros de literatos. Benito me fue informando: «Ése es Zutano, aquél es Perengano…», nombres nuevos para mí. Pero ni Tal ni Cual habían venido aún aquella tarde. «Mira, se sientan en aquel rincón, donde están esos cuatro. ¿No ves dos sillas vacías? Son las que ellos ocupan.» Me sacudió una especie de escalofrío inexplicable al contemplar a aquellos cuatro tipos metidos en el silencio como esperando a un dios que no comparecía; a pesar de lo cual eran los más importantes del cotarro, porque sólo ellos esperaban a los dioses. No había sitio vacío en todo el café, pero, aunque lo hubiera habido, no nos habríamos atrevido a sentarnos, allí donde nadie nos había llamado: allí, donde sólo se entraba por derecho, donde nuestra indecisión bastaba para que nos identificasen como intrusos. Salí, sin embargo, deslumbrado, como quien mira al cielo por un agujero sin poder abrir la puerta. Benito inició un discurso para justificar, al menos ante mí, la ausencia de aquellos de los que se hallaba tan lejos como yo, pero de los que se sentía más próximo, quizá sólo por haber hecho algunos versos. «Comprenderás que no pueden atender a toda la gente que quisiera hablarles o, por lo menos, escucharlos. ¡La de muchachos como nosotros que aspiran a leerles sus poemas! Pero es difícil. Son círculos cerrados, los suyos. Hay que ser presentados por alguien, y aun así… Yo creo que hasta tener algo hecho…» «Algo hecho» debería querer decir «Algo publicado», y no era de esperar que nadie tomase en serio los poemas de novatos de dieciocho años. «Aunque ya sabrás la historia de Rimbaud.» Yo no sabía la historia de Rimbaud ni oyera jamás su nombre, ni siquiera a don Romualdo, que me había hablado de tanta gente. Al menos no lo recordaba. Benito me contó a grandes rasgos que era un poeta adolescente, amigo de Verlaine: que había escrito poemas geniales entre los dieciséis y los veinte años, y que después dejara de escribir y se dedicara a la vida aventurera. «El que más y el que menos, de todos nosotros, se cree un Rimbaud, pero sólo en los momentos de exaltación. Por lo menos, es lo que a mí me sucede; pero me deprimo, al leer lo que escribo, o cuando alguien me dice que no es bueno, como el otro día don Romualdo, recordarás. A veces le dan a uno ganas de mandarlo todo a paseo y tomar en serio una de esas carreras que los poetas despreciamos. Menos mal que el enfado te pasa cuando duermes, y al día siguiente vuelves a creer en ti.» «Y ahora, ¿cómo te encuentras?», le pregunté; y no me contestó.
Curiosamente, aquella noche, al llegar al hotel, me dieron recado de Flora. Acudí a la cita, un poco sorprendido porque, en realidad, no hacía una semana que habíamos estado juntos, y el trato tácito era de que la visitase una vez por semana. «Pero, me dijo, hoy estoy libre, mi hermana se ha ido de viaje, y he pensado en ti.» Le respondí que, a lo mejor, a don Justo, que también se había acostumbrado a que mis visitas a Flora fuesen semanales, le parecería mucho. «Tampoco él tiene por qué enterarse.» «Es que yo no tengo dinero.» «Es que yo no voy a cobrarte nada por esta noche. Como no está Manuela, no tendré que darle cuentas. Todo consistirá en que, en vez de quedarte hasta mañana, te vayas de madrugada, por si acaso.» Todo esto lo había dicho en un tono cariñoso, y la verdad es que durante aquellas horas se mostró mucho más tierna que sensual, y hasta llegó a lamentarse de que las circunstancias no nos permitieran, al menos de momento, vivir juntos. «Lo pasaríamos como en un sueño, ¿verdad? Yo sería como tu mujer, te haría la comida, me cuidaría de tu ropa, y te obligaría a estudiar, ya lo creo, para que llegues a ser lo que quieres.» Nunca le había dicho a Flora lo que quería ser, aunque alguna vez me lo hubiera preguntado. Era una de esas preguntas que me dejaban perplejo porque ni a mí mismo sabría responderla. Ella imaginaba que, una vez titulado, aspiraría a cualquiera de las «salidas», como ella las llamaba, de la carrera de abogado, por las que sentía veneración manifiesta. «¡Ah, si llegaras a abogado del Estado!», y ponía los ojos en blanco. Por lo que me iba contando, comprendí que aquellas admiraciones las había recibido en herencia de su familia, tan ilustre. Me habló de un joven de provincias. Muy educado y respetuoso, número uno en notarías, que había estudiado seriamente, sin permitirse otros solaces que visitarla a ella cada quince días, y para eso sin quedarse: todo muy comedidamente (no sé por qué, se me ocurrió que sin quitarse el cuello duro). Había quedado el pobre tan escuchimizado del esfuerzo, que tuviera que irse a reponer a un pueblo de la sierra, donde permanecía, aunque ya casi recobrado. «A veces, ya ves si es bien educado, me manda una postal.» Para Florita, aquel triunfador de oposiciones podía ser mi modelo: ¡rara coincidencia con mi padre!
Las dos semanas siguientes halló también un hueco extraordinario y clandestino. Fue al tercero de ellos cuando me citó para la tarde, y no para la noche. Primero merendamos juntos, después me llevó a su casa, del bracete, como siempre, y muy acaramelada: me pidió, lo recuerdo bien, que cuando estuviésemos en la cama le hablase en portugués, que le gustaba mucho. Pero, al entrar en casa, nos encontramos con la sorpresa de un hombre dentro, un tipo exageradamente vestido, con muchas sortijas; moreno, de pelo ensortijado y actitud arrogante. Sonrió al vernos, complacido. Flora se quedó aterrada, y apenas pudo decir: «¡Eduardo! ¿Qué haces aquí?» Y Eduardo le respondió tranquilamente: «No hay nada de particular en que venga alguna vez a la casa de mis padres.» Flora casi gimió: «¡Nunca vienes a nada bueno!» Y el otro le respondió: «Pon en mi mano veinte duros, y asunto concluido.» «¡No los tengo!», dijo Flora, muy compungida. «¡Bien sabes que el dinero lo guarda Manuela, y nunca en casa!» Entonces, el Eduardo se me acercó parsimoniosamente, me cogió por la barbilla y me miró a los ojos. «Espero que el caballerete pueda proporcionártelos. Al menos, ése es tu precio.» «¡A ese que tú llamas caballerete no lo metas en esto, ni tiene veinte duros que darte!» Eduardo, desvergonzadamente, me palpó los bolsillos y sacó todo el dinero que me quedaba. «¡Treinta y cinco pesetas! ¿Es lo que cobras ahora por acostarte con un muchacho? ¿A tan bajo has llegado?»; pero no me soltaba. Yo sabía que tenía que hacer algo, al menos que decir algo. Me atreví, esforzándome. «¿Por qué no deja en paz a su hermana?», apenas balbucí. «¡Tú, cállate, imbécil!», y al decir esto me dio un bofetón que me lanzó contra la pared. «¡No te metas con el muchacho!», gritó ella, y acudió a mi lado, y me ayudó a levantarme. «¡Pobrecito mío! ¿Te ha hecho daño, ese animal?» «Es tu capricho, ¿eh? -respondió él, y se volvió a mí-: No sé quién eres ni lo que tienes, ni tampoco me importa; pero está claro, por la pinta, que te es más fácil a ti que a mí encontrar veinte duros. Te doy una hora para que vayas y me los traigas. Si dentro de una hora no estás aquí, le daré una paliza a mi hermana que tendrás que llevarla al hospital.» Intenté coger mi abrigo, pero él lo retuvo. «El abrigo queda en prenda. No vale veinte duros, pero ocho o diez me darán por él, y algo es algo.» Flora, desde un rincón, me suplicaba, pero no sabía qué: que no volviera, o que volviera pronto. Salí corriendo. Sentí el frío de la calle, y miedo, miedo por Flora y por mí. Eduardo no me había devuelto las pesetas, de modo que ni un taxi podía coger. Llegué al hotel echando el bofe, y al pedir al cajero veinte duros, me respondió que tenía que consultarlo. «¡No, no! ¡Entonces, no!» «Espere, siéntese. Ya me doy cuenta de que está en un apuro, pero aun así…» Fue al teléfono y habló. Al poco rato se presentó don Justo. «¿Qué le sucede, vamos a ver? ¿Para qué quiere veinte duros con esa urgencia?» Comprendió que no me atrevía a contar nada delante del cajero, y me llevó a un rincón del comedor, todavía oscuro. «Vamos a ver, cuente.» Pensé que lo mejor sería decirle la verdad, y lo hice. Quedó callado, sin expresión. «Espéreme.» Salió, y volvió al cabo de un momento, vestido de calle. «¡Vamos!» No me atreví a preguntarle a qué venía él. Llamó un taxi, y en un periquete nos hallamos frente a la casa de Flora. Don Justo subió el primero, y llamó a la puerta como lo hubiera hecho yo. Al abrir, Eduardo se le quedó mirando, entre furioso y sorprendido; se miraron los dos un rato largo, durante el que temblé, pero Eduardo fue el primero en bajar la vista. Se recobró, sin embargo, inmediatamente, y preguntó a Flora, que había venido detrás y que, como yo, temblaba: «¿Quién es el caballero?» Don Justo le respondió: «El que viene a devolverle la bofetada que le prestó usted a este muchacho.» Y sin darle tiempo a Eduardo a que subiera la guardia, le arreó un enorme puñetazo en la barbilla y lo derribó. Al caer tropezó con algo que tintineó: cosa de cristal parecía. Flora chilló. «¡Ay, Jesús, no se maten!», pero no acudió a socorrer a su hermano, que se levantaba pesadamente, pero con una navaja abierta y cuyo brillo me recorrió la espalda. «¡Ahora verá este tío…!», pero le detuvo la pistola que don Justo había sacado. «Quietecito, y guárdese el cortaplumas. Y le advierto que si le perforo la barriga no sería el primer hombre que envío al otro barrio, y que lo haré sin que me pase nada, ¿comprende? Sin que me pase nada -silabeó-. Guarde el charrasco, y eche por delante a la salita, que tenemos que hablar.» Eduardo obedeció, pero yo vi cómo se guardaba la navaja en la manga. Entramos todos. Don Justo mandó a Eduardo que se sentase, y, de paso, que dejase la navaja encima de la mesa. «¡Parece que le tiene cariño!» Don Justo quedó de pie, sin soltar la pistola. Flora, un poco apartada, lloraba sin hipar. «Le voy a dar esos veinte duros que necesita por el trabajo que se ha tomado en buscarlos, y a cuenta de lo que vale esa navaja con la que voy a quedarme. -Y sacó del bolsillo un billete y lo echó encima de la mesa-. Pero tenga bien entendido que sé quién es usted, quiénes son sus amigos, y dónde vive cuando no está en la cárcel. Y entérese bien de lo que voy a decirle: le conviene no olvidarlo. Como a este muchacho o a su hermana les suceda algo, le liquidaré sin contemplaciones, y a lo mejor ni siquiera me rebajo a hacerlo por mi mano, porque tengo quien lo haga en mi lugar. De modo que ya lo sabe: Flora y este muchacho, como sagrados. Coja el billete y devuelva al muchacho el dinero que le quitó.» Eduardo iba a coger el billete, pero don Justo puso la mano encima. «Primero, la vuelta.» Eduardo sacó mi dinero, lo contó, lo dejó encima de la mesa: siete duros de plata dentro de un monedero de malla. «El monedero no es mío», me atreví a decir. Eduardo lo vació y lo guardó en el bolsillo. Levantó la mirada hacia don Justo. Éste dijo: «Coja los veinte duros y lárguese. Yo le acompañaré a la puerta.» Salieron, y en ese momento Flora corrió hacia mí y me abrazó. No dijo nada, y me soltó en seguida porque se oían los pasos de don Justo por el pasillo, después del ruido de la puerta al cerrarse. «Asunto concluido… Es decir, no. Florita, comprenderás que lo tuyo con este muchacho ha concluido para siempre.» «¡Es que lo quiero!», gimió ella. «Mal hecho, Florita. Una mujer como tú no debe tener corazón, y si no puede evitarlo, debe emplearlo más razonablemente. Tienes que comprender que por este camino no vas a ninguna parte.» Florita lloraba. Entre hipidos, suplicó: «¡No le diga nada a Manuela!» «No le diré nada si tú te portas bien. Ya me entiendes.» Flora no respondió. Don Justo me empujó suavemente. «Vamos. Póngase el abrigo y díganse adiós. Yo espero en el pasillo.» Salió. Flora me ayudó a poner el abrigo y después me abrazó en silencio. «¡Adiós!», murmuró. La besé. Don Justo gritó desde el pasillo: «¡Ya está bien!» Salí y le seguí. Nos metimos en un taxi, permaneció silencioso. Al llegar al hotel, se dirigió al portero: «Recoja el abrigo del señor Freijomil, que él va a cenar.» Me dejó solo delante de un menú de sopa, lubina al horno, rosbif a la inglesa y helado de chocolate o de vainilla, a elegir.
Cambió mi actitud hacia don Justo, pero, al cambiar, se complicó. Por una parte, le agradecía su intervención, sin la cual no sé cómo hubiera acabado el lío con Eduardo, pero no el que nos hubiera prohibido, a Flora y a mí, volver a vernos. Por otra, admiraba su valentía, al hacer frente, y vencer, a un hombre mucho más joven que él y de apariencia más fuerte, pero esto mismo me hacía sospechar que no era el hombre que parecía, tan cortés y tan almibarado, un director de hotel quizá perfecto. ¡Hasta había sido diferente su voz al increpar a Eduardo, al dirigirse a Florita! Una voz cínica y dura, como la de otro hombre. Hoy pienso que quizá llevase algún tipo de doble vida, pero entonces no entendía de esas cosas y me quedé con la perplejidad y un oscuro terror. Pero también más resentido que contento, porque me había aficionado a Florita y ya la echaba de menos. Me hubiera gustado comentar el acontecimiento con don Romualdo, pero al profesor de francés no habíamos vuelto a verle. Un día me enteré de que estuviera en el hotel, a cobrar el dinero de las últimas clases. Es muy posible (lo pensé entonces) que, en otras condiciones, hubiera renunciado a aquel puñado de duros, quince o veinte, pero, como se acercaban las Navidades, andaría más escaso que nunca, quizá urgentemente necesitado. ¡El esfuerzo que le habría costado a don Romualdo acercarse a la caja del hotel, con una sonrisa en el rostro, él, que odiaba la sonrisa! Benito y yo le recordábamos con frecuencia y deplorábamos su desaparición, aunque no nos la explicásemos muy bien. Comprendíamos, sí, que todo obedecía a cierta inexplicable vergüenza por el cuento de su vida que nos había hecho: pero, si era ésta la causa, ¿por qué nos la había contado? ¿Había razones que se nos escapaban? Creíamos ignorar aún ciertas delicadezas del espíritu sólo explicables por una experiencia moral de la que no teníamos idea, porque de esas cosas, lo pienso ahora, no se tiene idea cuando se carece de la experiencia pertinente. Benito, sin embargo, más dado que yo a las explicaciones estéticas, insistía en juzgar a don Romualdo como a un personaje literario, y aquella confesión lo completaba, lo perfeccionaba. Pero yo me sentía incapaz de ascender a aquellas alturas del juicio. Me quedaba en la moral, y aun por lo que está por debajo de lo moral. ¿Qué sabíamos de lo moral, entonces? Un conjunto de normas elementales, más precauciones que principios, que nos habían enseñado para poder andar por el mundo sin tropiezos. No robes a nadie, no desprecies ostensiblemente a tu prójimo, sé cortés con todo el mundo, desconfía de los desconocidos. Una de aquellas mañanas, cercanas ya las vacaciones, me esperaba en el hotel una carta de Portugal. Me la escribía desde el pazo mi antiguo maestro, y traía una posdata de la miss. Mi maestro me decía que todo marchaba bien, que el vino y la madera se habían vendido a buen precio, que si tuvieran que retejar una parte de la cubierta, y cosas así. Terminaba comunicándome que Belinha se había casado con un portugués de Angola y que se había marchado con él a África, llevándose, naturalmente, a mi hermana. En la posdata en inglés, la miss escribía más o menos: «Comprenderás, Ademar, que lo de Belinha no tenía otra salida, y que ésta ha sido la mejor. Es un hombre bueno que la respeta. ¿Qué hubiera sucedido de estar aquí cuando tú vengas por las Navidades? Piénsalo bien y acepta lo sucedido, por mucho que te duela.» Era curioso: mi maestro, en esta carta, me trataba de usted. Acepté, sin compartirlas, las razones de aquella huida: las acepté pero con rencor. Me sentía no sé si engañado o burlado; en todo caso, despojado de lo que era más mío y más querido. No volvería a ver a Belinha, era como si hubiese muerto. Y al dolor que me causó la noticia se unió el disgusto de mi separación de Florita, hasta ser el mismo dolor y la misma incomprensión. Las cosas sucedían sin que yo las entendiese: creo que era demasiado para un mozalbete, probablemente prematuras (éstas son reflexiones que hago ahora, a muchos años de distancia). El mismo Benito me preguntó que qué pasaba, al verme tan amorriñado, y no supe explicárselo. «Cosas», me limité a decirle. Y él interpretó mi silencio como falta de confianza. No lo era, sino el deseo de conservar para mí el secreto de lo que había sido tan mío, de lo que lo era aún, aunque de otra manera, y que me habían arrebatado. Pero sucedió que una mañana, cuando me había alejado ya de la calle del hotel y me encaminaba a la universidad, sentí detrás de mí el aliento fatigado de Florita. Venía vestida de oscuro y con un velo muy echado sobre la cara, como si hubiera estado en una iglesia, o fuese a ella. Me había esperado, me había seguido, se cogió a mí y, sin otra palabra, me pidió que nos metiéramos en un café. Lo hicimos. Venía llorosa, siguió llorando, y con bastante incoherencia aseguró que era muy desgraciada, que no podía vivir sin mí, y otras cosas de este jaez. Yo, como siempre, no sabía qué pensar, ni se me ocurría hacerlo, dominado como estaba por los sentimientos hacia Florita, renacidos y ahora en punta. «¡Ven conmigo una vez, sólo una vez! -me suplicó-. ¡Te juro que desapareceré para siempre!» Me dejé llevar a una casa desconocida, donde una señora gorda, muy sonriente, nos dijo como saludo: «¡Caramba, qué madrugadores!» Nos llevó a una habitación espaciosa, pero sin ventana a la calle, donde vi por primera vez, a los pies de la cama, un objeto blanco, de forma como de guitarra: parecía de porcelana y tenía pies de lo mismo. «Esperen, que les traeré agua.»
No sé cuánto duró aquello. Nos separamos. Al salir, Florita, más que marchar, huyó. Yo quedé sin rumbo, en una calle desconocida. Eché a andar, anduve mucho tiempo. Cuando llegué al hotel, ya había pasado la hora del almuerzo. Me refugié en mi cuarto, me tumbé, y de repente se me ocurrió escribir un poema. Empecé a hacerlo, y me salió largo, en versos blancos y desiguales, como algunos que había leído, de los modernos. Empezaba con nostalgia de Florita y terminaba con el recuerdo de Belinha. Fue la segunda vez que necesité de la poesía para librarme de mí mismo. Lo guardé y lo conservo. Es un poema muy vulgar, hecho de lugares comunes y otras trivialidades sentimentales, pero, si alguna vez lo leo, todavía me conmueve. En todo caso, está ahí, como la puerta que cerró una etapa de mi vida.
LE ESCRIBÍ UNA CARTA A MI MAESTRO anunciándole que no me esperase para las Navidades, que las pasaría en Villavieja con mi padre. No me referí, para nada, a Belinha ni a mi hermana. Antes de marchar de vacaciones, invité a Benito a cenar al hotel, tuvimos una conversación larga sobre literatura y un recuerdo para don Romualdo. Benito me contó que le habían prometido, no sé quién, presentarle a uno de los poetas que admiraba, no sé si Tal o Cual; los de aquella tarde frustrada, y que ya me contaría a mi regreso. Al día siguiente tomé el tren. Cuando llegué a la estación de Villavieja, no me esperaba nadie, y al llegar a mi casa, me hallé con que mi padre se había marchado el día anterior. Me dejaba, eso sí, una carta, en la que me explicaba las causas de su ausencia y me decía dónde podía hallar las llaves de la mesa del despacho, por si necesitaba dinero, que lo encontraría en tal sitio, y varias cosas así. Aunque no lo sintiera, no dejé de quedar perplejo. La criada de casa, una mujer madura, daba vueltas a mi alrededor, muy sonriente, como quien tiene algo que decir y no se atreve. Sospeché que le pesaba el secreto de algún nuevo lío de mi padre, y que necesitaba descargarse del peso. Se atrevió, pasados varios días, precisamente el de Navidad, después de haberme servido a mí solo. «Lo que le pasa a su señor padre es que no quiere que lo vea. Quedó completamente calvo, sin un pelo en todo el cuerpo, y se puso una peluca postiza. Las cejas se las pinta, ¿sabe? Por ahí dicen que cogió una enfermedad de mujeres.» Éste era el secreto. En otras condiciones me hubiera sorprendido, pero si mi padre había sido capaz de obligar a Belinha a servirle de manceba, no tenía nada de extraño que, sin ella, acudiese a otros remedios. La enfermedad, caso de ser como lo decía la criada, era un gaje del oficio. Había oído hablar de aquellos riesgos lo suficiente como para que la noticia no me cogiera demasiado de sorpresa. Y en cuanto a la vergüenza de mi padre, lo estimaba como un acto de respeto, y llegué a agradecérselo. Y eso fue lo único importante de mi viaje a Villavieja. Lo demás se limitó al encuentro con algunos amigos, a algunas cenas fuera de casa y a ciertas charlas superficiales sobre literatura. Había entre aquellos amigos algunos que venían de Santiago, donde oyeran hablar de los mismos nombres y de los mismos libros que yo, con la misma superficialidad, y se referían a ellos según lo oído y lo leído. Me hacían recordar a Sotero, que habría penetrado hasta el fondo de lo mismo que nosotros conocíamos frívolamente, pero le llevaba a Sotero la ventaja de ser más simpáticos y más comunicativos, aunque seguramente a causa de su propia ligereza. Me cansaron pronto, pero seguí en su compañía hasta que las vacaciones terminaron y cada cual tomó su tren o su autobús. Por fortuna, sólo solían ser compañías vespertinas. Una noche se me ocurrió salir y pasear por los alrededores de mi casa. Hacía frío y lloviznaba. Fui aquella noche redescubriendo la ciudad vieja, en torno a la catedral y a la plaza: sus sombras, sus agujeros de niebla. Me perdí placenteramente, y repetí los paseos las noches que siguieron hasta mi marcha. Fue una experiencia feliz, con la que, sin embargo, no sabía qué hacer, más que vivirla. «Esto que siento podría ponerlo en verso»; pero no me acudían las palabras, ni en portugués ni en castellano. Sentí cierta melancolía al regresar a Madrid: Villavieja era algo mío, llegué a comprenderlo; marchaba a una ciudad que nunca lo sería, ni sus calles, ni sus luces, ni sus sombras. ¿Por qué volvía? ¿A quién obedecía al hacerlo? Todo esto entretuvo mi mente durante las horas largas del viaje. Volví al hotel. Don Justo me preguntó, muy interesado, por mi padre y por su salud, y hube de mentirle. Al reanudar al día siguiente las clases, asistí a ellas tan distraído, tan aburrido, que acabé confesándome mi falta de interés, e incluso el deseo secreto de marcharme, pero no sabía adónde, ni se me ocurría. Aquella mañana no vi a Benito, sí al día siguiente. Me recibió con alborozo que consideré sincero. Me invitó a comer a una taberna (le duraba aún el dinero de los últimos regalos) y me habló de los libros que había comprado, de las comedias que había visto. Cuando le pregunté si, por fin, le habían presentado al poeta admirado y lejano, no recordaba si Tal o Cual, bajó los ojos. «El tío aquel me engañó. No volví a verlo.» Pero no pareció sentirlo mucho. Había escrito un par de poemas, y me los leyó en un café a donde fuimos después del almuerzo. No me fue difícil entenderlos, pero no pude decirle si los hallaba o no poéticos. «Mira, Benito: la verdad es que la poesía sigue siendo un misterio para mí. Hay cosas que me gustan y cosas que no, pero ignoro el porqué. Durante las vacaciones, volví a mi Antero de Quental, pero no creo que fuese por razones literarias.» «¿Por qué razón, entonces?» «Pues porque tiene algo que ver conmigo.» «¿Son versos de amor?» «De amor y muerte, ya te lo dije otra vez.» «¿Es que quieres morirte, o tienes miedo?» «No, no. No es eso. No sé bien lo que es. Ando un poco perdido, ¿sabes? Pero eso no es nuevo.
Siempre anduve perdido.» No me respondió y quedamos en silencio, él mirando a otra parte para no seguir preguntando. Y entonces, impulsivamente, sin meditarlo, le dije: «Una vez me preguntaste qué me pasaba. Te dije que nada, o no te dije nada. Pues bien, ahora voy a contártelo, si estás dispuesto a oírme.» «¡Pues claro que lo estoy!» Me escuchó como quien oye leer una novela, sin pestañear, sin interrumpirme. La verdad es que lo hice con pasión, con detalle, con todos los detalles que recordaba, desde los más antiguos, desde aquellos tiempos ya remotos para mí en que jugaba con las tetas de Belinha. Y cuando terminé el relato, le pregunté: «¿Qué te parece?» Lo vi un poco perdido. Primero movió la cabeza; después dijo en voz baja. «Eres un tío raro. Nadie lo sospecharía al verte. Siempre te tuve por buen muchacho, pero de vida bastante vulgar, más o menos como la mía. Nada de lo que me has contado le pasa a todo el mundo…», y otras reflexiones de este tipo, tras las que escondía su sorpresa y su incomprensión. «¿De modo que has tenido una querida? ¡A los dieciocho años! ¡Pues sí que te das prisa!» Le dije: «No fue una querida, sino una amante.» Y él me replicó: «A las amantes no se les paga. Ésa es la diferencia.» Benito también era un buen muchacho, pero en seguida me di cuenta de que mi historia le venía ancha. Don Justo se hubiera reído y me habría palmoteado en el hombro: «¡Vaya, hombre, vaya! ¿Quiere tomarse unas copas conmigo? Si le parece, esta noche podemos ir al teatro. Hay una revista nueva. Debe saber que, en Madrid, es costumbre cambiar los carteles por Navidad. Lo que han estrenado, según he oído, es más frívolo que lo de antes.» Etcétera.
No. Lo más probable, pensé, es que estas cosas no se deben contar a nadie: están mejor dentro de uno. Si uno no las entiende, ¿cómo vas a esperar que las entiendan los demás? Los sentimientos son míos y las palabras no comunican los sentimientos… Quiero decir las palabras corrientes, las que yo podría usar. Las de Quental sí los comunican, pero yo no soy Antero, sino Ademar, ni siquiera Ademar, sino Filomeno, aquel nombre por el que nadie me llama, o, todo lo más, el señor Freijomil. A la misma Florita le había chocado: «¿Cómo voy a llamarte? ¿Filo?
¡Filo es un nombre de mujer!» Mi nombre ni siquiera daba para un diminutivo cariñoso.
Pasé una temporada yéndome al cine, solo, por las tardes. Por las mañanas, al salir de clase, me juntaba a Benito, y nos íbamos a tomar unas cervezas a cualquier lugar. Un día pagaba él; al otro, yo. No había vuelto a referirse a mis historias, y observé que no quería ni rozarlas. Hablaba monótonamente de poesía, noticias y noticias, si éste decía de aquél tal cosa, o si se habían peleado, o si Cual iba a sacar un libro que rivalizase con el último de Tal. Nada lograba interesarme. Andaba además preocupado por mi abandono involuntario del francés. Se lo dije un día a don Justo, y él me prometió tomarlo por su cuenta. Cumplió la promesa: una tarde vino al hotel una señorita francesa, de no mal aspecto, pero superior y distante: quiero decir que, desde el primer momento, se colocó por encima de mí, en el sentido vertical, y muy lejos, en el horizontal. Puso como condición, antes de aceptar el encargo, charlar conmigo un rato, a ver adónde llegaban mis conocimientos. Me examinó a conciencia, y, al final, me dijo: «Está usted en condiciones de asistir a una representación de Racine, pero no de entrar en un restaurante y pedir una comida. El francés que usted conoce es pura arqueología, la lengua viva es otra cosa. ¿Cómo va usted a dirigirse a una muchacha y sostener con ella una conversación? La lengua viva es lo que puedo enseñarle.» Me disculpé de mi ignorancia diciéndole que a mi anterior profesor le había pedido que me enseñara el francés de los libros, y que por eso… «Ni siquiera el de los libros modernos puede usted entender. Si quiere, hacemos una prueba.» Sacó del bolso un librito y me lo entregó. Lo abrí, intenté leerlo. Le traduje bastante, pero no todo. «Está bien. Acepto el encargo, pero con la condición de que usted trabaje.» Se lo prometí, volvió al día siguiente, y empecé a aprender, el francés vivo, de una estatua lejana. En el tiempo de nuestra convivencia, quiero decir hasta el final del curso, no se cruzó entre nosotros una sola palabra que no fuese estrictamente necesaria para la buena marcha de la clase. Sólo una vez, en que en el texto en que leíamos venía una cita en inglés. La leí correctamente. Me miró: «¿Sabe usted inglés?» «Algo, un poco», le respondí tímidamente. Entonces me habló en inglés, cruzamos unas cuantas frases. «Tiene usted un buen acento», y concluyó el inciso. Le pagaba por las clases más que a don Romualdo, y las cobraba por día. Insisto en que su aspecto era grato. Vestía, a mi juicio, muy bien, aunque sencillamente, y tenía una bonita voz; pero pronto me convencí de que mi primera impresión no había sido errónea: era inexpugnable hasta para la amistad más superficial. Una vez que la invité a almorzar, lo rechazó cortésmente. Pero aprendí con ella a hablar francés, no sólo a leer libros. Era una excelente maestra. Se llamaba Anne. Fue lo único que supe de ella.
Una noche, al entrar en el comedor, advertí la presencia de un huésped nuevo. Se había sentado a una mesa próxima a la mía, y, aun sentado, parecía corpulento, más de lo normal, y muy bien presentado. Pasé la cena observando la manera que tenía de comer, tan simple como atractiva, enormemente natural, y lo eran todos sus movimientos. Cuando se puso en pie, calculé que mediría un metro y noventa centímetros, por lo menos. Atravesó el comedor con naturalidad segura, los otros huéspedes le contemplaron hasta que desapareció. Lo juzgué como uno de esos tipos que andan por el mundo como si fuera suyo, con la diferencia de que, a otros que he visto, se les notaba, y a éste no. ¿Sería por humildad o por indiferencia? ¿Ó por una superioridad real a la que estaba acostumbrado? Admití que me gustaría conocerle y acaso también escucharle. Le pregunté a don Justo quién era. «Hasta hace pocos días, diplomático en Lisboa. Lo han traído aquí castigado.» «¿Castigado? ¿Por qué?» «¡Váyalo usted a saber! Las cosas de la diplomacia no están a nuestro alcance, ni tampoco los secretos de Estado.» De la sonrisa de don Justo colegí que sabía más de lo dicho. Imagino que le contó algo de mí al diplomático, por lo menos mi interés por su persona, porque una noche, cuando yo entraba a cenar, y él se hallaba ya en su mesa, al verme se levantó, se acercó a mí y me dijo: «¿Quiere usted hacerme el honor de acompañarme a cenar? Me llamo (aquí un nombre que callo: diremos don Federico). Me han dicho que usted tiene algo que ver con Portugal. Yo he vivido allí varios años, y podemos hablar, o, al menos, yo podré contarle lo que sé, por si le es útil algún día.» Acepté la invitación, y consideré necesario explicarle algo de quién era y de lo que hacía. «Y sus relaciones con Portugal, ¿cuáles son?» «Una de mis abuelas, la materna, era portuguesa. Se llamaba Margarida de Tavora y Alemcastre.» Se echó a reír: «¡Casi nada, amigo. En Portugal, sería usted un aristócrata!» Le respondí tímidamente que ya lo sabía, pero que Portugal no era España, etc. Y no sé cómo salió a relucir el nombre de mi bisabuelo. Don Federico rió más todavía. «¡Don Ademar de Alemcastre! Aún quedan en Lisboa viejas señoras que lo recuerdan como un héroe de su juventud. Lo bastante famoso, aun en la vejez, como para perturbar la fantasía de las muchachitas.» Vi que sabía más que yo de mi bisabuelo, y lo incité a contarme. «Por lo que he oído, fue lo que se llama un hombre de lujo. No hizo nada en su vida más que ser quien era y pasear por Lisboa. Bueno, se casó también; con una Tavora cuyo dinero le apuntaló la fortuna. Fue un hombre de los inconcebibles en nuestro tiempo. Nuestro tiempo nos exige ser útiles, aunque también acepta la mera apariencia. A su bisabuelo hoy no le hubieran permitido vivir como vivió: se le consideraría como un ejemplo de inmoralidad, un tipo execrable. Sin embargo, si alguien le hubiera preguntado lo que había hecho por los hombres, habría podido responder tanto que les habría mostrado lo que no debían ser como lo que, finalmente, debería ser la aspiración de la Humanidad. Y tendría razón en ambos casos.» La paradoja no me quedó muy clara, al menos en aquel momento, pero preferí no confesarlo. Don Federico me invitó a cenar en su mesa todas las noches, quizá por haber descubierto que yo le escuchaba con gusto. Muchas veces recayó la conversación en el tema de mi bisabuelo y en el de la sociedad lisboeta de aquel tiempo, que don Federico había conocido por referencia y por lecturas. Pero también me hablaba de política y de literatura. Cuando yo le revelé que alguna vez había escrito versos, y que tenía a Quental por mi poeta preferido, lo que me dijo mostraba un conocimiento muy superior al de Benito. No se limitaba a los poetas españoles, que no ignoraba, sino que me habló de nombres que después me fueron familiares, como Claudel y Saint-John Perse, a los que él conocía personalmente, a los que había tratado. Fue la segunda persona que se refirió a Les cahiers de Malte. «¿Ha leído usted ese libro?», me preguntó. «Me habló de él hace tiempo un amigo, un hombre ya mayor.» «No sé hasta qué punto será un libro adecuado a su edad y a sus conocimientos. Es un libro que puede hundir o levantar a un hombre para siempre. Hay muchas cosas que le conviene conocer antes. Yo le diría más: que le conviene estudiar. La poesía puede ser un arrebato, pero también es una ciencia. Yo desconfío, por principio, de los arrebatados, salvo de aquellos que saben someter el juego a disciplina. Disciplinarse es, ante todo, distanciarse. Sólo se puede transmitir aquella emoción que ya no se siente, que se ha transformado en vivencia, en vivencia incorporada. Como quien dice, carne de uno mismo. Sin el arte de expresarse, esa vivencia, por pura y elevada que sea, sólo balbucea. El arte es indispensable, y tiene la ventaja de que puede aprenderse, y usted debe acometerlo en serio. Pero, sin embargo, no olvide que sin la poesía el saber no produce más que frialdades más o menos solemnes. Y la poesía, que no sabemos lo que es, se parece a un inquilino veleidoso, que va y viene, y que a veces huye para siempre. Hay poetas que lo han sido durante un tiempo, y que siguen viviendo de las rentas, es decir, del arte adquirido y dominado. Los hubo que supieron morir a tiempo, pero los más perdieron esa oportunidad, y le aseguro que no hay nada más penoso que la cáscara ambulante de un poeta. ¡Cuántos se habrían salvado con una carga suficiente de ironía! Y no le digo esto a tontas y a locas, porque lo haya leído, sino porque he conocido a algunos grandes poetas y a otros no tan grandes, y he conversado con ellos acerca de su poesía y de la poesía en general. Creo haber llegado a buen catador, aunque esta condición me haya hecho exigente y acaso un poco duro de juicio. Podré, a veces, exagerar, pero no creo equivocarme. Me gustan los poetas cuya mirada penetra hasta el meollo de la realidad, me dejan indiferente los que son sólo buenos, aunque los crea necesarios para formar el mantillo del que surgen los grandes. Pero ahora pienso que no le conviene a usted hacerme demasiado caso. Mis palabras podrían desanimarle. Sin embargo, si le parece bien, alguna vez podemos leer algo juntos y comparar nuestras impresiones.» Aquel tema de la poesía reaparecería siempre en nuestros coloquios, a veces largos, en el salón del hotel. Leímos, en efecto, poemas juntos, y lo que a mí se me ocurría resultaba pueril al lado de lo que me descubría él. También me preguntó si había ido a los museos, y me recomendó que lo hiciese. Un domingo, por la mañana, iba solo por el Prado; decidí entrar: de repente, me sentí perdido, mareado. Pasé varias horas yendo de un cuarto a otro. Todos me parecían bien y no advertía diferencias ni discernía calidades. Pero de todo cuanto vi, me sentí especialmente atraído por los retratos, por aquellos cuadros en que el rostro humano estaba tratado como retrato, quiero decir, no buscando la belleza de un rostro, sino su realidad. Cuando le hablé a Benito de esta visita, no llegó a reírse de mí, pero casi. «Estás listo -me dijo-, para contemplar la pintura moderna. No encontrarás en ella nada de eso que has descubierto por tu cuenta. Esa clase de arte ha muerto para siempre.» Don Federico, sin embargo, no fue tan tajante, aunque haya dicho que mi manera de ver la pintura era muy limitada, y que, en realidad, yo no buscaba el arte, sino sólo el reflejo de una clase muy restringida de realidades. «Tenga en cuenta que, para un pintor, la cara de una persona tiene la misma importancia que un frutero lleno de manzanas.» Lo acepté, pero sin explicármelo. De las caras vistas en el museo, algunas me habían impresionado. Volví a verlas varias veces, hasta el punto de llegar a trazarme un itinerario de este cuadro a aquel otro, sin importarme los demás. Me gustaba imaginar las vidas de aquellos personajes que me atraían, como cierta princesa enlutada con trenzas rubias y algo amargo en la boca. «No sale usted de la literatura, no sabe salir de ella.»
Otro de los temas preferidos de don Federico era la política, más la universal que la nacional. «Lo de aquí tiene los días contados. Ya verá usted como no dura ni dos años. Si yo perdí el puesto en Lisboa, fue por haber hecho llegar al rey un informe en este sentido: un informe que pasó por varias manos previstas, una de las cuales me traicionó. La verdad es que estoy aquí castigado, y todavía no sé en qué parará mi castigo: si perderé la carrera o se limitarán a enviarme lejos, a uno de esos destierros en que se coge la malaria. Hace muchos años que sé que no puede decirse la verdad, pero hay ocasiones en que, si no se dice, se pierde el respeto hacia uno mismo. Lo que yo sé, lo que dije, lo saben muchos otros, pero lo callan. No se lo reprocho, porque cada uno tiene su moral.» Otra vez me dijo que la situación del mundo era grave y que años más, años menos, sobrevendría una catástrofe que lo transformaría, nadie podía prever en qué sentido. «Todo puede suceder, pero, suceda lo que suceda, lo que venga después será transitorio, porque ninguno de los países capaces de arrastrar a un conflicto a los demás pueblos nada tiene positivo que ofrecer a la Humanidad. El comunismo llegó a ser una esperanza, y todos los hombres sensatos de este mundo hemos seguido con pasión, con angustia, la evolución histórica de Rusia. Pero después del fracaso de Trotski y del triunfo de Stalin, ¿qué sucederá en ese inmenso pueblo? Yo lo conozco, aunque no demasiado bien. Estuve de agregado en la corte de los zares, antes de la guerra del catorce. Más que interesarme, me fascinó, y creo que se puede esperar todo de Rusia, lo mejor lo mismo que lo peor. Pero la existencia del comunismo ofrece al mundo la novedad de una ideología que es como si mezcláramos una teoría política a una religión. El comunismo tiene respuestas para todo, y los hombres están necesitados de respuestas. Pero, frente a la solución comunista, de la que lo menos importante es su teoría económica, tan válida como cualquier otra, pueden surgir otras ideologías que también tengan respuestas para todo. El fascismo está ahí, pero es un sistema de fe inventado por un hombre que no cree en nada de lo que dice, y dirigido a un pueblo inteligente y escéptico. ¿A qué llegará el fascismo en manos de un grupo de fanáticos?» Otra vez me habló de sus hijos, no recuerdo si dos o tres, bien situados en diversos lugares del mundo donde podían aprender. Le pregunté ingenuamente qué era lo que aprendían: «A vivir, ante todo; después, a precaverse. Estos años venideros van a ser como un toro cuando sale a la plaza, y conviene aprender el arte de la lidia, que es un arte, ante todo, de esquivar el golpe, de escurrirse. Mal lo van a pasar, en el futuro, los hombres de fe, los apasionados, los sinceros, que es lo mismo que decir los insensatos. A éstos los cogerá el toro. Yo no puedo evitarlo, pero al menos que mis hijos sepan a qué atenerse. Son jóvenes como usted, aunque no tanto como usted. Como jóvenes, tienden a creer y a comprometerse. Yo no los he desengañado, tampoco los he aconsejado, porque jamás los jóvenes toman en serio los discursos y los consejos de los experimentados. Me limité, y lo hice porque pude, a situarlos de modo que aprendan por su cuenta, a costa de sus choques personales contra la realidad y elijan lo que les parezca mejor. A los jóvenes los atraen las ideas redentoras y las mujeres, y creen en las mujeres con la misma pasión que en las ideas. Si no aprenden, allá ellos. Yo habré cumplido con mi obligación.»
Nunca me atreví a proponerle conversar sobre mujeres, ni él sacó el tema jamás. Me dijo, eso sí, en cierta ocasión, que por qué no hacía vida social. «Le conviene tener un esmoquin. Yo podría presentarle a gentes cuyo trato le servirá de algo, pero debo advertirle que lo mismo se aprende a conocer a los hombres en las altas esferas que en las populares, con la diferencia de que en las altas tendrá usted que hacer frente a la hipocresía, y, en las bajas, a la sinceridad. Una y otra son peligrosas, pero, como experiencia, necesarias. Un hombre como su bisabuelo podía andar por el mundo sin pensar más que en sí mismo, e incluso sin pensar podía hacer frente a la vida con sus trajes, sus modales y su valor personal. Ya le dije otra vez que esos tiempos han pasado ya. Lo que le permitió a su bisabuelo mantenerse durante más de medio siglo sigue teniendo valor, pero relativo. Vestir bien y moverse con naturalidad es, desde luego, indispensable; pero la ingenuidad, más diría, el candor, con que su bisabuelo anduvo por Lisboa, hoy resulta peligroso.»
Me hice, por supuesto, un esmoquin, a cuyo coste don Justo no opuso resistencia. «Pues ya lo creo que le conviene, sobre todo si es para acompañar a don Federico.» Asistí a algunas fiestas, aprendí a no manifestar mi deslumbramiento, a no beber demasiado y a decir idioteces en compañía de gente joven como yo, chicos y chicas completamente superficiales, sin el menor interés por nada de este mundo que no fueran caballos y automóviles.
Cuando no había muchachas, ellos hablaban de mujeres, por lo general groseramente. ¡Dios mío, cuántos don Juanes de pantalones anchos y sombreros blandos andaban sueltos por Madrid! De hacerles caso, hubiera llegado a creer que nada hay más fácil que una mujer cuando el que la aborda va bien vestido y tiene un coche deportivo. También escuché chismes de alta sociedad. Mi último descubrimiento fue el de un grupo de jóvenes ricos que se decían comunistas y que hablaban de revolución y la aplazaban para cuando cayese la dictadura del general, que ya estaba a punto. Y, en efecto, cayó, pero no sin llevarse por delante a don Federico. Una noche no apareció a la hora de la cena. Le pregunté por él a don Justo, y me reveló, muy en secreto, que se lo había llevado la policía. Pero lo más sorprendente fue que, al otro día, la policía vino por mí. Me metieron en un coche, muy discretamente, y me sometieron a un largo interrogatorio acerca de don Federico y de no sé qué conspiración en que el diplomático, según ellos, se había metido. Creo que comprendieron la sinceridad de todas mis respuestas, y me dejaron libre. Algún tiempo después supe que a don Federico lo habían desterrado, pero no a un lugar remoto de esos donde hay peligro de malaria, como él esperaba, sino a un pueblo de Castilla, próximo a Santander y a las Vascongadas: un pueblo frío y probablemente incómodo. Pero esto sucedió bastante tiempo después de aquel curso en que le conocí y en que aprendí el francés vivo de boca de mademoiselle Anne.
Escribí una carta a mi padre diciéndole que pensaba invitar a unos amigos a pasar el verano conmigo al pazo miñoto, y que, si él no iba a estar en Villavieja, que me dejase el coche con el chófer para hacer el viaje a Portugal. También escribí a Sotero proponiéndole que me acompañase todo el tiempo que le fuera posible y, finalmente, invité a Benito. Éste me hizo algunas preguntas, quizá desconfiadas, pero cuando le hablé de la biblioteca y de lo que podría encontrar en ella, pareció más animado. Por fin las cosas se arreglaron, y a mediados de junio, después de unos exámenes de resultado mediocre, tomamos el tren Benito y yo, y, en Villavieja, esperamos a Sotero. Fue cosa de tres o cuatro días, los suficientes para ir revelando a Benito, poco a poco, lo que había sido mi mundo, lo que lo era todavía. A Benito le gustó mi casa, le gustó la ciudad vieja. Las recorrió, la una y la otra, de día y de noche, conmigo y sin mí. No puedo saber si su sensibilidad era superior a la mía, pero sí que expresaba sus emociones mejor que yo, y, así, lo que yo resolvía en admiración muda, en contemplación silenciosa, lo acompañaba él de comentarios atinados, ideas que jamás se me habían ocurrido, pero que respondían a la realidad, e incluso modos de ver igualmente originales, o que al menos a mí me lo parecían. Mis amigos los estudiantes, aquellos con los que durante las vacaciones había pasado horas de charla, le decepcionaron, y, a ellos, Benito no les fue simpático. La estancia en Villavieja duró poco: un mediodía apareció Sotero, cargado de dos grandes maletas («En una traigo los libros, como puedes suponer»), y a la mañana siguiente el coche de mi padre nos llevó a Portugal. Sotero se apeó indiferente; y fue en seguida a saludar a mi maestro y a la miss; a ella en inglés, por supuesto, en un inglés del que estaba muy seguro. Benito quedó más que sorprendido, deslumbrado. «Pero ¿todo esto es tuyo? ¡Si parece un castillo!» Tuve que explicarle que las almenas no pasaban de elementos decorativos, que las había por todas partes, hasta en la iglesia, y que no creía que las torres hubieran servido nunca para defenderse de nadie, ni siquiera de las gavillas de ladrones, sino sólo como ostentación y orgullo. En cuanto a la arquitectura, Sotero se encargó de mostrarle lo que realmente quedaba de la Edad Media, un par de paredes; lo que se había aumentado en el siglo XVII y lo añadido después. Yo me quedé bastante asombrado de esta erudición arqueológica de Sotero, pero no fue más que el principio de una serie casi interminable de admiraciones. ¡Lo que había aprendido aquel muchacho desde nuestra última entrevista! ¡Y con qué ahínco se dedicaba al trabajo! Todavía en Villavieja, me había rogado que le destinase a una habitación donde pudiese estar solo, porque solía trabajar de noche y porque la compañía de un desconocido como Benito podía perturbarle. Le dieron toda una torre con sus tres plantas, la más próxima a la biblioteca, y la mesa más grande que se pudo encontrar para que le cupiesen todos los trebejos, entre ellos una máquina de escribir portátil que también traía consigo. Sólo nos reuníamos a las horas de comer, y éstas le bastaban para apabullarnos. Fue una sorpresa para mí, lo reconozco, su declaración de que pertenecía al partido comunista clandestino, y que estaba en período de asimilación del pensamiento marxista, que pensaba aplicar a sus estudios históricos. Esto del marxismo le sirvió para quitar todo valor a nuestras aspiraciones literarias. «Todo eso de que habláis no es más que un producto de ideologías burguesas. La literatura tiene que ponerse al servicio de la revolución proletaria. Es un deber moral, y, en lo sucesivo, será el único criterio de valor. Tenéis que aprender a ver la realidad de otra manera de cómo la veis, y sólo así vuestra literatura será positiva.» ¡Menos mal que no ponía en duda nuestra capacidad, sino sólo nuestra orientación! Pero a Benito no dejó de chocarle el conocimiento de la poesía contemporánea mostrado por Sotero. La conocía o, al menos, parecía conocerla mejor que cualquiera de nosotros, y ni siquiera cuando yo cité los nombres aprendidos de don Federico mostró ignorarlos. ¡Dios mío, ya lo sabía todo! Y, lo que era peor, se le notaba, nos lo hacía notar. Benito llegó a sentirse incómodo delante de él, incómodo y, no obstante, fascinado. A Sotero se le habían agrandado los ojos, su palabra parecía más segura, y hablaba con el aplomo del que está en posesión de la verdad. Ahora comprendo que necesitaba deslumbrarnos, más aún, aplastarnos con su presencia; lo necesitaba porque era más bajo que nosotros y quién sabe si por otras inferioridades no tan manifiestas; pero entonces esas sutilezas se me escapaban.
Benito y yo paseábamos por el jardín y explorábamos la biblioteca. Por cierto que su asombro al verla fue enteramente mudo: tardó unos minutos en decir algo, lo más elemental, ¡qué bonito!, o ¡qué magnífico! Fue la misma tarde de nuestra llegada; el sol ya débil, entraba por las ventanas entornadas, y el tono general de la atmósfera era dorado, como un polvillo difuso, más oscuro o más claro. Los libros alineados mostraban el oro de sus lomos, y, algunos muebles, su oro viejo, caído en algunos lugares donde quedaban al aire pequeñas manchas rojizas. De todos modos, lo más llamativo fue la esfera armilar, instalada siempre en medio de la sala. Benito no se cansó de darle vueltas, de acariciarla. Lo mismo hizo con otros objetos hermosos que por allí había: colecciones de mariposas exóticas en sus vitrinas y series de grabados marítimos o de escenas coloniales. Le llamó la atención una en la que aparecían todos los reyes de Portugal, a partir de Alonso Enríquez, en la que se incluían los tres Felipes españoles. Sin embargo, la mayor emoción de Benito fue la contemplación del estuario del Miño, que le mostré desde una ventana. Caía la tarde, y la mar parecía de oro y sangre. «Lo que no me explico -me dijo- es cómo, pudiendo vivir aquí todo el año, entre tanta belleza, te metes en un hotel de Madrid. Aquí se puede hacer poesía mejor que en cualquier parte.» Sí, efectivamente: se podía hacer poesía del paisaje y, si acaso, de las piedras, pero no de la vida. «Es muy posible que, cuando conozca mejor el mundo, me encierre aquí para siempre. Es muy posible, pero en conocer el mundo se tardan muchos años, y yo apenas si he comenzado.» Pero la clase de poesía que Benito intentaba crear no necesitaba del conocimiento de la vida. Se inspiraba, sobre todo, en los libros.
Paseábamos por el jardín. En las umbrías frescas, hablábamos de nuestras aspiraciones, tan semejantes, aunque parecieran diferentes. Íbamos a la ribera, y alguna vez lo llevé en bote: no sabía nadar y aquellas navegaciones tan modestas le daban miedo. También recorrimos los pueblos vecinos y alguna vez nos quedamos a comer en alguna tabernita donde daban buen pescado: en tales ocasiones, Sotero, que jamás nos acompañaba, se hacía servir el almuerzo en su cuarto de trabajo. La miss me dijo confidencialmente que Sotero bebía bastante coñac, pero que jamás lo había visto ni siquiera mareado. Benito, en cambio, a las tres copas de vinho verde ya no aguantaba más. Hicimos alguna amistad femenina, fuimos a fiestas y bailes, nos invitaron a algún pazo de los contornos: gentes que habían conocido a mi familia. En esos casos nos enviaban un coche de caballos, muy suntuoso, jamás un automóvil. Benito se fue acostumbrando al portugués, y en los últimos tiempos ya lo entendía, aunque no se atreviera a decir más que «Obrigado». Pero no le cabía en la cabeza la supervivencia de formas de vida arcaicas, casi medievales, con aquellas diferencias, tan visibles, entre los ricos y los pobres. No dejó de hablar de injusticias, y yo estuve de acuerdo con él, pero no fui capaz de explicarle las razones por las que aquel rincón del mundo vivía al margen de la Historia. Otro de sus descubrimientos, quizá el más sorprendente, fue que a mí todo el mundo me llamase Ademar de Alemcastre, y no Filomeno Freijomil, y que, cobijado por aquel nombre, yo me portase con más soltura. Como ya empezaba a hablarse de la personalidad múltiple, y ese tema aparecía en novelas y comedias, llegó a preguntarme si yo tenía una doble personalidad. Le expliqué mi situación como pude: en todo caso yo vivía en parte como hombre moderno, en parte como superviviente retrasado. Las señoritas que nos presentaron no eran anticuadas, sino remilgadas: pasaban el invierno en Lisboa, todas hablaban francés y muchas habían viajado por Europa; en cierto modo les pasaba lo que a mí, aunque con un nombre único. Me creí obligado a dar una comida en mi casa, los invité a todos; el maestro y la miss echaron la casa por la ventana, y me descubrieron que era propietario de vajillas inglesas y de cubiertos de plata antigua. La mesa, para veinte personas, relucía esplendorosamente. Sotero se negó a asistir, aunque apareció a la hora del café y se sentó con todos. Acabó siendo el centro de atención, pero esto no fue lo que sorprendió a Benito, que ya estaba acostumbrado, sino el hecho de que aquellos señores rurales fuesen personas de cultura moderna, al tanto de lo que pasaba por el mundo. Hubo momentos en que Sotero no estuvo a la altura de las circunstancias: uno de aquellos invitados manifestaba saber más de política internacional y de cuestiones sociales que él, cuya información, aunque amplia, se limitaba a lo que decían los periódicos. Su contrincante vivía habitualmente en Londres y estaba al cabo de la calle. Recordando a don Federico, yo aproveché un silencio para preguntar si esperaba que los años inmediatos fuesen de verdad conflictivos. «Lo son ya los que estamos viviendo, aunque todos los países hagan cuanto está de su mano para retrasar el conflicto. ¿Qué se hace, si no, en todas esas reuniones internacionales de las que se habla cada día? Poner parches a la situación. Pero en cualquier momento reventarán los parches.» Fue la ocasión que aprovechó Sotero para hablar de Rusia y del triunfo inminente de la revolución proletaria. «No tan inminente, caballero -le dijo el portugués- Hay fuerzas muy poderosas en el mundo que se oponen al comunismo y que procurarán destruirlo, o, al menos, limitar sus efectos.» «Pero esas fuerzas -dijo Sotero- no tienen otra salida que la guerra, y, aunque la ganen, no podrán evitar la revolución en sus propios países. Es una ley de la Historia.» El portugués sonrió: «Yo no sé si la Historia se mueve o no conforme a sus propias leyes, que deben de ser muchas, por cuanto cada filósofo sólo enumera unas cuantas. Pero pienso que, aunque debe ser difícil evitarlas cuando se desconocen, no lo es cuando están ahí, enunciadas y analizadas. Les pasa como a las enfermedades, que, en cuanto aparecen, se les busca la vacuna. Los principios básicos del marxismo los conoce todo el mundo, y los que se les oponen saben perfectamente contra lo que tienen que luchar. Por lo pronto, en Estados Unidos no hay miseria proletaria, y donde la hay, o se remedia o se oprime a los pobres.» Estuve a punto de preguntarle: «¿Como en nuestra península?», y supongo que a Benito se le habrá ocurrido algo semejante o más concreto aún; pero yo callé por timidez y Benito por discreción. Siguieron discutiendo, sin ponerse de acuerdo Sotero y el portugués, y terminaron cuando, a un recurso de Sotero a la moral, el portugués le respondió que había tantas morales como intereses, unas de ataque, otras de justificación. «Pasa como con la guerra. Todo el mundo ha leído Sin novedad en el frente, y a todo el mundo le ha espeluznado lo que allí se cuenta. ¿Cree usted que esa conciencia que tenemos todos bastará para evitar un conflicto futuro? Los que gobiernan el mundo no se paran en pequeñeces morales que sólo son graves para nosotros.» Ya a solas, Sotero se refirió despectivamente al portugués llamándole fascista.
Pero ni Benito ni yo sabíamos aún lo que era el fascismo. Sotero, sí.
YA DECLINABA SEPTIEMBRE, y pensábamos en el regreso, cuando se recibió con retraso un telegrama de Villavieja en el que me avisaban que mi padre se encontraba muy enfermo. Ni Sotero ni Benito quisieron quedarse solos en el pazo miñoto, quizá por no encontrarse frente a frente: me acompañaron en el viaje, y, desde Vigo, uno se fue a Compostela y el otro a Madrid. Cuando llegué a Villavieja, mi padre había muerto, y su entierro se había retrasado, esperándome. Lo encontré metido en una caja lujosa, vestido de tiros largos, y con la peluca puesta: quizá por la mano caritativa de la criada. Me hallé, por primera vez en mi vida, dueño de una situación que no había provocado y sin saber cómo resolverla. Lo de menos fue el entierro, muy suntuoso y solemne: carroza de caballos empenachados de luto y mucha gente en la compañía. Yo solo recibí las condolencias, con abundancia de abrazos y recuerdos de las virtudes de mi padre. Le echaron encima varias coronas de gran tamaño, dedicadas por el casino «A su ex presidente» y por la caja de ahorros «A su ex director», y otras de entidades locales y de personas desconocidas, no sé si amigos o favorecidos. Vino también gente de las aldeas, de aquellos lugares en que yo era propietario de fincas desconocidas, los viejos pazos heredados de mi madre y reunidos por mi abuelo Taboada no sé por qué razones, o leyes, o quién sabe si trampas. Y cuando me quedé solo en la enorme casa silenciosa, más que dolor, experimenté muy vivamente la sensación de pequeñez, de insignificancia. Tuve la conciencia oscura de que, hasta entonces, había estado protegido, y que ahora me encontraba desvalido, sin saber por dónde desenredar una madeja complicada. Fue al día siguiente cuando investigué en el despacho de mi padre: encontré un montón de papeles perfectamente ordenados, dispuestos para que yo los conociera. En el testamento mi padre me declaraba mayor de edad y su heredero universal. En otros papeles se enumeraban y describían mis propiedades, con anotaciones al margen, escritas de su mano, de este jaez: «Esta finca debes vendérsela a Fulano por tanto dinero, ni un duro menos.» «Esta finca ofrécesela a Zutano y a Perengano. Los dos la quieren. Tienen que pagarla, quien sea, por encima de tanto.» Y, así, a cada una acompañaba su consejo. Para mis intereses en Portugal me remitía a un señor de Lisboa, o, más bien, a una firma, a la que mi abuela había confiado la administración de ciertos dineros depositados en Londres, la parte más sustanciosa (decía mi padre) de todo mi patrimonio. De sus propiedades personales recibiría un depósito de dinero, puesto ya a mi nombre en un banco de Villavieja. Y así todo, minuciosamente, sin olvidar cómo debería organizar la casa de mi madre en Villavieja, aquella en que vivíamos, para que no quedase abandonada ni fuese despojada. ¿Cuántas noches de trabajo habría consumido mi padre en redactar todos aquellos informes e instrucciones? «Dirígete en seguida a don Fulano, entrégale estos papeles, y confíale las ventas. Es persona honrada y fue mi amigo.» Me conmovió el contenido de un sobre cerrado, que descubrí al final: guardaba una breve nota manuscrita: «No he sabido cómo hacerme querer de ti, ni tampoco he sabido cómo quererte. Pienso en el daño que te habré hecho, y olvido el que me hiciste. Perdóname.» ¡Lo que habría sufrido en sus últimos días, aquellos en que yo me divertía en Portugal y ensayaba mi entrada en el gran mundo! Esperaba la muerte, la daba por segura e inmediata, mi imaginación no pasaba de ahí, se detenía en tal certeza. Sentí, por primera vez, remordimiento, aunque no supiera con precisión de qué, porque, en realidad, jamás nos habíamos enfrentado con violencia, acaso porque él, más consciente, lo hubiera evitado. Pensé entonces con agradecimiento: ¿qué hubiera sucedido, cuando lo de Belinha, de no ausentarse él, o de haber provocado mis recriminaciones? Por cierto que toda la historia de Belinha atravesó por mi recuerdo, como cosa pasada que era, como cosa muerta. No me costó gran esfuerzo perdonar a mi padre, e incluso llegué a temer que aquel perdón fuese una insolencia. ¿Tenía yo en realidad derecho a perdonar como él me pedía? ¿No sería ese ruego póstumo un ardid para tranquilizarme? No pude responder a semejantes preguntas; de lo que sí me di cuenta fue de que en mi conciencia algo nuevo había aparecido, quizá un agujero en el que no me atrevía a penetrar, o en el que realmente no podía hacerlo. No me pude marchar inmediatamente de Villavieja, tuve que retrasar mi vuelta a la universidad. Escribí a Benito, le envié dinero para que me matriculase, y le expliqué las razones que tenía para quedarme en Villavieja. Pasé en ella casi todo el mes de octubre, bien aconsejado y ayudado por aquel señor a quien mi padre me había encomendado: que ya me esperaba y que sabía más de mis problemas que yo. Supuse que mi padre le había informado previamente. Todo lo tenía pensado y casi resuelto. Conocí a parientes lejanos, los Fulanos y Zutanos de las instrucciones, que querían comprarme por cuatro cuartos aquellas fincas que, en justicia, les pertenecían (según ellos; todos usaban el mismo argumento). Se quedaron con ellas, pero pagándolas en su valor. Cuando lo de Villavieja quedó liquidado, y mi casa en manos de gente de confianza, me fui a Lisboa. Podría decir que oscurecí a Filomeno e iluminé a Ademar, porque otra vez volví a ser ese nombre, aunque, jurídicamente, en Portugal fuese también Filomeno Freijomil. Para el administrador de mis bienes londinenses era, sin embargo, Ademar de Alemcastre, y nada más. Se llamaba Pedro Pereira (don Pedro, le decía yo, y él protestaba halagado, diciéndome que el «don» sólo se aplicaba a los reyes); era un viejecito pulcro, de mirada viva e inteligente, un poco irónico, aunque, desde el primer momento, cariñoso. La primera media hora de nuestra entrevista la dedicó al recuerdo de mi abuela Margarida, por la que aún sentía entusiasmo y respeto. Después me habló de mi situación. Escuchó con la mayor atención mis dudas acerca de mis estudios y la imposibilidad en que me hallaba de hacer un proyecto serio al que acomodar mi vida. «No le vendría mal, querido Ademar, pasar un tiempo en el extranjero e ir entrenándose en el mundo de los negocios. Tenga en cuenta que, siendo como es mayor de edad (por cierto que legalizar esa situación en Portugal nos llevará mucho tiempo), tendrá usted que aprender a administrar sus bienes. No me sería difícil conseguirle un trabajo en Londres, en un banco, por ejemplo: en el banco que custodia esos intereses que yo le administro, pero que más tarde o más temprano tendrá usted que gobernar. No quiero decirle que mañana mismo pueda enviarle a Londres, pero sí, pasado algún tiempo, no demasiado, a mi juicio. Mientras tanto, siga usted en Madrid y estudie o haga que estudia. Pero no deje de aprender idiomas. Si ya se arregla con el inglés que sabe, perfeccione el francés. Hablar bien dos idiomas, además del castellano y el portugués, le servirá mucho más que ese escaso derecho que se aprende en las universidades. Claro que tendría usted un título, pero los títulos no son indispensables. Yo carezco de ellos, y ya ve. Vivir en Londres una temporada larga y enterarse de cómo van las finanzas del mundo le será útil, sobre todo si pensamos que, a juzgar por ciertos síntomas, este período de estabilidad en que vivimos amenaza con acabar, no sé cómo ni con qué consecuencias, pero todo es posible.» Me invitó a comer, el señor Pereira, y me llevó a su casa, un edificio en A Baixa, muy bien amueblado. Su mujer y sus hijas, unas solteronas maduras, me agasajaron y volvieron a recordar a mi abuela Margarida.
Fui a Madrid desde Lisboa. Don Justo, que me había puesto un telegrama de condolencia a Villavieja, se alegró de verme y me agradeció el que, siendo como era ya un hombre libre, volviera al hotel que mi padre había elegido para mí. No creo en aquellos cuatro meses haber cambiado mucho, pero él me trataba con otra clase de respeto. No dejó de decirme: «Ahora que es usted dueño de su fortuna, no necesitará pedir anticipos en la caja, pero ya sabe que en un momento de apuro, una tarde de sábado con los bancos cerrados o cosa semejante, me tiene a su disposición.» Yo había dejado en el hotel, al marcharme en junio, parte de mis pertenencias y casi todos mis libros; mandó que los llevasen a mi antigua habitación, de modo que todo parecía como si se reanudase la misma vida, con un pequeño paréntesis sin importancia.
Lo que sí hallé cambiada fue mi situación en la universidad, entre mis compañeros. Sobre todo, entre las chicas. Descubrí en seguida que Benito había contado su veraneo y que había dado una versión exagerada de la vida en el pazo, del pazo mismo, al que llamaba castillo, y de mi «verdadera» personalidad. Se corrió la voz de que yo era muy rico, y me vi rodeado de muchachos y muchachas que antes no me habían hecho caso. Los informes de Benito habían sido tan completos, que alguna de aquellas compañeras llegó a preguntarme cómo me llamaban en Portugal, y si era cierto que yo descendía de reyes. Todo lo cual me granjeó la antipatía, más bien la hostilidad, de los grupos extremistas, los que se llamaban comunistas y los que se llamaban republicanos. Como que cierto día en que se armó una algarada y salimos a la calle pegando gritos, alguien se me acercó y me rogó que me alejase de aquella manifestación, porque aquel no era mi sitio. De modo que si el curso anterior me había sentido incómodo por unas razones, ahora seguía estándolo por otras. Llegué a sentir que el propio Benito se mantenía distante, o, al menos, no tan amistoso, como si entre nosotros existiera alguna diferencia secreta e insalvable. No volvió más a salir conmigo por las tardes, y en eso sobre todo consistió la diferencia. Remediaba mi soledad en el cine, por el que me sentía atraído y sobre el que leía todo cuanto encontraba: creo que llegué a entender de cine más que de literatura, o al menos eso creí. El azar de un encuentro me relacionó de nuevo con uno de aquellos muchachos superficiales que había conocido el curso anterior, de la mano de don Federico, y con él asistí a un baile en un hotel de lujo. Esas fiestas se celebraban los jueves, y acudían a ellas madres de la alta burguesía con sus hijas casaderas, y muchachos como yo. Las madres se fijaron en mí, pero las hijas no me hicieron caso. De todas maneras, hice amistad con una de ellas, con la que salí unas cuantas tardes. Era una muchacha bonita y vestida a la moda, pero no tenía de qué hablar con ella: nuestros mundos no coincidían. Como la llevase a su casa en taxi, una de estas veces me preguntó por qué no tenía automóvil. Recordé el de mi padre, dejado en Villavieja, y por el que no había sentido ningún interés. Aquella chica, que se hacía llamar Marilú, me dijo que si quería seguir saliendo con ella tenía que aprender a conducir y traer el automóvil. No le dije que no, pero no volví a buscarla, ni a ningún lugar donde pudiéramos encontrarnos. De Marilú sólo recuerdo el nombre y los trajes ceñidos por debajo de las tetas.
Otro azar pudo ser más importante, pero tampoco lo fue: una tarde me tropecé, hasta casi lastimarla, con una muchacha que iba muy de prisa. Me disculpé como pude, y, al mirarla, reconocí en ella a la hija de don Romualdo, a la actriz. No sabía su nombre, pero encontré palabras para decirle, o, más bien, preguntarle, si era ella la chica que se había caído en el teatro, algunos meses antes, casi un año. Se rió y me dijo que sí. «Entonces, es usted la hija de don Romualdo.» Me respondió que no, con bastante sorpresa. «No, no. Nada de don Romualdo.» Yo insistí, y como ella tuviera prisa, le pedí permiso para acompañarla hasta donde fuera y explicarle la razón de mi pregunta. Escuchó mi relato, incluso con atención interesada, y al final me dijo: «Todo lo que usted ha contado es cierto. Mi madre es aquella actriz, tengo una hermana corista en el teatro Pavón, y un hermano que no hace nada. Pero no sé quién es ese don Romualdo.» Fui yo el que quedó asombrado, y tan torpe, que la despedí sin haberle preguntado su nombre. Creo que me lo hubiera dicho, porque su trato había sido simpático, y me miraba con unos grandes ojos llenos de franqueza. Al día siguiente la esperé a la puerta del teatro, y lo mismo al otro día, y dos o tres más, hasta que me cansé. Lo que hice fue buscar a Benito y referirle el suceso. Benito me escuchó y definió la situación: «Hay gente que no está contenta de sí misma, que necesita ser otra. Entonces se inventan un personaje y lo viven o lo representan. El de don Romualdo no daba más de sí, por eso desapareció al terminar su representación.» Adujo, en favor de su teoría, varios personajes de teatro y de novela cuyos nombres no recuerdo. Quizá tuviera razón.
Por aquel tiempo se hablaba del crack de la Bolsa de Nueva York: yo no me había enterado a tiempo porque ese día de octubre me encontraba en Villavieja atareado con el orden de mis asuntos, pero al llegar a Madrid y leer los periódicos, iba conociendo las consecuencias, cada vez más amplias e incalculables, de aquella sorpresa. Temí que afectase a mis intereses en Londres, y escribí a don Pedro Pereira, de Lisboa. Me respondió con una carta larga y minuciosa en que me daba cuenta de mi situación actual: las acciones de que era propietario no habían sufrido menoscabo ni parecía que fueran a sufrirlo inmediatamente. De todas maneras, no descartaba la posibilidad de venderlas en un momento favorable y traer el dinero a Portugal, donde todavía quedaba lugar seguro para el dinero. Esto aparte, sus gestiones para enviarme a Londres adelantaban, y, efectivamente, poco tiempo después me escribió diciéndome que se me esperaba en el banco londinense, y que debería incorporarme pasadas las vacaciones de Navidad: tendría a mi cargo la correspondencia con Portugal y otras tareas menos importantes, por unas pocas libras, suficientes, sin embargo, para vivir; pero podía disponer en Londres del mismo dinero que me enviaba ahora, es decir, lo bastante para llevar una vida holgada y permitirme algunos lujos. Que no me preocupase del alojamiento, que llevase cierta clase de ropa, y otras recomendaciones oportunas. Preparé, pues, mi marcha de Madrid, un almuerzo con Benito y una cena en un restaurante de lujo con don Justo. Marché a Villavieja; allí pasé la Navidad, solitario como el año anterior, pero mucho más melancólico, en el comedor enorme, puesto de lujo para un solo comensal silencioso. Había escrito a Sotero una carta invitándole unos días, y me respondió disculpándose con su mucho trabajo, que ya empezaba a abrumarle, pero al que tenía que hacer frente necesariamente. Pues con este ánimo me fui a Lisboa, donde debería embarcarme en un paquebote de la Mala Real. Don Pedro Pereira me acompañó hasta el barco, me dio toda clase de consejos e instrucciones, se enteró con detalle de la ropa que llevaba, del dinero de bolsillo… Me proveyó de las cartas pertinentes. En fin, que nadie salió del puerto de Lisboa más y mejor pertrechado que yo. Sin embargo, cuando el barco se alejaba, me sentí alicaído, no sé si por lo que dejaba atrás, que nada me retenía, o por lo que me esperaba, que no podía adivinar y que me daba cierto miedo.
Llegué a Londres por tren, desde Southampton. Mi primera impresión fue de aturdimiento. Quedé en la acera de la estación Victoria, las maletas a un lado y una lluvia fina en el aire. Me sentía más perdido que otras veces, y más me perdí cuando, al llamar a un cochero de los que esperaban en la fila, no logré hacerme entender de él, ni tampoco entenderlo. Como si hablásemos dos idiomas distintos de los que coincidía el pronombre I. Acabé por escribir en un papel la dirección de mi alojamiento, y así logré salir del primer atolladero. La casa tenía buen aspecto, aunque no lujosa, y la señora que me recibió parecía amable y, en cierto modo, protectora: me entendí con ella mejor que con el auriga, aunque no perfectamente. La habitación que me había destinado fue de mi agrado (tuve que pagarla en aquel mismo momento). Como fuera llovía, como no tenía nada que hacer, ni ganas de hacer nada, me tumbé en la cama y me entretuve viendo las llamas azuladas del carbón que se quemaba en la chimenea. Quedé dormido, y dormí hasta que la patrona vino a golpear la puerta de mi cuarto y a advertirme de que, si no me apresuraba, quedaría sin cenar, porque los restaurantes cerraban a tal hora. Me eché el impermeable y busqué en una calle próxima el lugar que ella me había recomendado. Había mucha gente, nadie hablaba con nadie. Cené, igual que los demás, solo y en silencio. No podía adivinar, en aquel momento, que el silencio y la soledad me acompañarían inexorablemente durante casi todo el tiempo de mi permanencia en Londres. Ni siquiera la patrona, a pesar de su amabilidad y de la ayuda que indudablemente me prestó en ciertas cuestiones prácticas, pasó de ahí. Al entrar en casa veía de refilón un cuarto de estar de apariencia confortable, con una chimenea de leña, no de carbón como la mía. En alguna ocasión había gente sentada, nunca más de dos. Mistress Radcliffe, que así se llamaba ella, jamás me invitó a hacer vida de familia; respetaba mi libertad, pero momentos hubo en que yo hubiera agradecido que no la respetase tanto.
Don Pedro Pereira, entre sus muchas recomendaciones, había incluido un informe completo acerca de las costumbres inglesas, entre ellas los modos de vestir, y sus consejos los había resumido en una frase: «Vista bien, pero sin llamar la atención.» Escogí, por tanto, un traje discreto, y gasté bastante tiempo en la elección de corbata, que fue severa y en armonía con el traje. De lo exterior no tenía que preocuparme, porque llovía y resolví cualquier duda posible con un impermeable y un paraguas. Había tenido la precaución de abrigarme por dentro, e hice bien, porque en la calle hacía frío. Tomé un taxi, a pesar de que mistress Radcliffe me había aconsejado un itinerario que incluía metro y dos autobuses, pero no me consideré capaz de seguirlo. Llevaba conmigo una carta para mister Ramsay, que debía de ser alguien importante en el banco. Cuando me hallé a las puertas, de una solemnidad que ahora puedo calificar de victoriana, dudé unos instantes, los que tardé en darme cuenta de que cualquier duda era una estupidez, y de que mi destino me esperaba más allá de la puerta. Así que entré. Me pasaron a una antesala. Mister Ramsay me recibió, por fin: nada más que saludarle, me di cuenta de que también hablaba otra lengua, ni la del auriga, ni la de mistress Radcliffe, ni la del restaurante donde había cenado. Era un caballero alto y delgado, de cara caballuna, vestido de un príncipe de gales gris: me pareció elegante y displicente. Me retuvo a su lado poco más de tres minutos, porque alguien vino y me llevó a la presencia de mister Moore, que sería mi jefe. Mister Moore, que tampoco hablaba como mister Ramsay, tuvo a bien sonreírme, y decirme después algo que interpreté como un «Venga conmigo», o «Sígame», puesto que se había levantado y se dirigía a la puerta. Bajamos hasta unos despachos instalados en el sótano, y me empujó suavemente hacia el interior de uno de ellos; un cuarto pequeño, con tres pupitres y tres asientos altos. Había también una percha de la que colgaban dos hongos, dos paraguas y dos impermeables, y una estufa encendida. Dos sujetos trabajaban allí, cada uno delante de su pupitre, dándose las espaldas, y no se movieron hasta que mister Moore los llamó: «Caballeros…» Me los presentó como mister Pitt, encargado de la correspondencia de los países escandinavos, y mister Smithson, que llevaba la de Francia e Italia. Me enteró mister Moore de que a mí me correspondían las cartas en español y portugués, me deseó la bienvenida y se fue. Mis compañeros habían vuelto a su trabajo, silenciosos, casi mecánicos. No se parecían en casi nada, salvo en el tamaño de las cabezas, una rubia, la otra casi morena, y en la figura espigada. Los dos vestían de azul marino, chaquetas cruzadas, y corbatas de tonos rojizos. Aquella mañana no pude descubrir qué inglés hablaban, si inteligible o no. A las once trajeron unas tazas de té con una gota de leche, que tomamos en silencio. Encima de mi pupitre no había ningún trabajo, sino un ejemplar del Times, que intenté leer, que leí con cierto éxito. ¡Menos mal! Por lo menos el inglés escrito no parecía tan misterioso como el hablado. Como los otros fumaban, fumé también. En alguna parte remota sonó un timbre insistente, y mister Smithson se dignó advertirme de que era la hora del lunch, y de que disponía de cuarenta y cinco minutos. Mister Pitt, algo más amable, me aconsejó un restaurante a la vuelta de la esquina, pero no me dijo: «Venga conmigo» o «con nosotros». Salieron juntos, aunque sin hablar, y después los vi comiendo silenciosos en el restaurante que me habían recomendado. Cuando regresé al despacho, hallé sobre mi mesa un montón de cartas, cada una con una indicación al margen, que tenía que despachar. Lo hice con bastante rapidez. Alguien vino a recogerlas. Poco después entró mister Moore, se acercó a mí, y me felicitó secamente por mi eficacia. Esto me tranquilizó bastante, de modo que regresé a casa más que animado, animoso. Se me debía de notar, porque mistress Radcliffe me preguntó si venía contento. Le respondí que sí. Fui a cenar al mismo sitio que el día anterior, y mientras cenaba, pensé en la cuestión del taxi. Probablemente no sería bien visto que un empleado de banco llegase en taxi todos los días a la City. Si yo lo hacía, además de gastar mucho dinero, tarde o temprano recibiría una advertencia o una discreta reprimenda, algo así como «No haga usted patente su superioridad sobre sus compañeros». Decidí ensayar aquella tarde el itinerario aconsejado por mi patrona, y de acuerdo con sus instrucciones (me había diseñado un plano), llegué a la boca del metro, descendí infinitas escaleras, embarqué en un tren, salí a la superficie lluviosa de Londres, tomé dos autobuses y me hallé ante la portada gris (marmórea) de mi banco. Me sentí tan contento, que para regresar tomé un cab (sabía lo que era un cab por las novelas policiacas) que me dejó frente a mi casa. Durante el trayecto fui observando imágenes fugaces de una ciudad que, de momento, parecía impenetrable. Era temprano. Me entretuve en ordenar mis menesteres, en colocar los libros en un anaquel que mistress Radcliffe había previsto, y me acosté temprano. Y así empezó una rutina de la que no salí hasta un par de semanas después, cuando a fuerza de leer diarios pude enterarme de que todos los días se representaban comedias, de que había museos y conciertos, y hasta de ciertos lugares de diversión. Empecé por los teatros, y descubrí con placer que aquel inglés de la escena lo entendía, como después el del cine, que ya era hablado, pero en el cine no se veían más que comedias musicales americanas, bastante sosas, en tanto que el teatro me ofrecía espectáculos fascinantes. Sólo al fin de la tercera semana aproveché la mañana del sábado para visitar el Museo Británico, al que volví al día siguiente. En el museo me hallé ante multitud de mundos muertos de los que ignoraba todo. Compré libros, leí. Y en eso, en el teatro, en los museos, en la lectura, y en algún concierto se consumía el tiempo de un ciudadano solitario que se esforzaba en escuchar la lengua que se hablaba a su alrededor para no sentirse absolutamente solo. Pero la soledad, que en un principio aguanté con bastante paciencia, empezó a dolerme. Salía a la calle con verdaderos deseos de hablar con alguien, sobre todo con alguna muchacha, aunque sólo fuera del tiempo y de las noticias de prensa. Las costumbres inglesas hacían inútil cualquier esperanza: todo el mundo, no sólo mistress Radcliffe, respetaba mi aislamiento. Y por mucho que la lectura me ayudase a llenar las horas, llegaban momentos de desesperación. Pensé en las prostitutas: éstas, al menos, por unos dineros, me responderían, pero carecía de información acerca de ese mundo, hasta que descubrí el barrio donde se agrupaban los latinos, restaurantes italianos donde la gente hablaba en voz alta y no se requería presentación para relacionarse con la gente. Pero yo ignoraba el italiano. Una noche, después de cenar, me encontré sin pensarlo en Picadilly Circus, rodeado de pornografía impresa a todo color y de mujeres más o menos accesibles. Mi primera intención fue la de abordar a alguna de ellas, a la que me gustase más, pero pensé que, en mi situación, bastaría con que cualquiera de ellas me tratase con amabilidad para sentirme devoto, acaso enamorado. Además me detenían otra clase de temores. De todas maneras hallé una italiana agradable, con la que traté varias veces durante el tiempo de mi estancia en Londres. Era una mujer de buena presencia, charlatana, vacía de cascos, muy interesada. Estas cualidades estorbaron cualquier clase de relación sentimental. Afortunadamente. Se llamaba Bettina, cobraba su trabajo antes de hacerlo, y la segunda o tercera vez que estuvimos juntos, me preguntó si iba a misa, y por qué no iba. Era muy religiosa. De Bettina aprendí un nutrido repertorio de procacidades en lengua napolitana. Me matriculé en unos cursos de inglés en la Universidad de Londres, a los que asistía toda clase de alumnos, varones y hembras, pero ninguno de ellos, ni de ellas, me atrajo lo suficiente como para intentar una comunicación que fuese más allá de lo indispensable entre condiscípulos. Sin embargo, algún tiempo después de haber empezado aquel curso, tuve ocasión de charlar con un estudiante rumano, algo mayor que yo, de nombre Cirilo. Nos entendíamos en francés mejor que en inglés. Aquel sujeto estaba al tanto de la literatura contemporánea, aunque sus estudios fuesen de antropología. No llegamos a intimar, pero sí cenamos juntos algunas veces. En su compañía conocí lugares nuevos, entre ellos las librerías de viejo, de las que me hice cliente. Navegaba desorientado entre tanto libro, compré algunos clásicos de los que tenía noticia, y bastantes novelas y poemas de autores que Cirilo me había elogiado. Cirilo fue el responsable de mi descubrimiento del humor inglés, por el que me entusiasmé, hasta el punto de escribir imitando a unos y a otros. Los resultados fueron deplorables, en Madrid hubiera dicho lamentables, pero no me desanimé.
Una mañana me llamó mister Moore a su despacho, y me dijo que, a partir de aquella semana, tendría que redactar para don Pedro Pereira, de Lisboa, informes sobre ciertas cuestiones de finanzas, para lo cual ponía a mi disposición un sector de los papeles del banco, y me recomendaba la lectura de tales diarios y revistas. En un principio, aquello fue como penetrar en un mundo todavía más ininteligible que el habitual, que intenté explorar y en el que me perdí; como que acabé confesando a mister Moore que no me sentía capaz de acometer aquel nuevo trabajo; pero él me remitió a otro empleado, un economista joven, procedente de Cambridge (según me dijo a los pocos minutos de conocerlo), que en unas cuantas mañanas inició mi orientación. «Ahora podrá usted gobernarse solo, pero, en cualquier caso, estoy aquí.» Tengo que reconocer que toda aquella gente, por muy fría y distante que fuera, sabía trabajar y lo hacía a conciencia, aunque sin darle importancia; al menos en apariencia. Fue ésta una lección de la que tomé buena nota. Me dijo el economista, después de considerar suficiente mi información, que leyera tales y tales libros. Lo hice, y el salto de la literatura a la economía teórica fue íntimamente espectacular; ¡y eso que no eran más que libros de divulgación! Pronto empecé a navegar en un mar de nombres o siglas, de cifras, de informes escuetos, de previsiones. No sólo era una nueva lengua, sino una nueva sintaxis, donde se usaban las palabras con significados muy precisos, sin ambigüedades, de las que el sentido del humor parecía ausente. No tardé mucho tiempo en concluir que nada había más aburridamente serio que la economía, nada más racional y riguroso. Unas veces se me presentaba como cadena interminable de cifras, y otra con la forma casi geométrica de una red que abarcase el mundo entero, quizá que lo oprimiese, aunque no en todos los lugares con la misma fuerza. En aquel mundo, la única realidad era el dinero, que se movía, crecía o menguaba según sus propias leyes, sin que nada humano interviniera en este ir y venir, crecer y descrecer. Una vez que le dije a mi economista que el paro era un factor humano, él me respondió que, en aquel mundo, el paro no existía sino bajo forma de subsidio, es decir, no hambre y dolor, sino más cifras en el cálculo general. La realidad, según aquel hombre me la describía, era como si el mundo, por debajo de su multiplicidad infinita de acontecimientos, se moviese de acuerdo con un solo y único argumento. También me dio a entender que, por debajo de los gobiernos, o por encima, pero siempre con independencia, el mundo estaba conducido por unas pocas personas, en la City o en Wall Street. «¿Y el crack?», le pregunté. Me respondió que a los norteamericanos les faltaba experiencia, que el mundo les venía grande, y que esta vez se les había escapado el timón. Me aconsejó leer los diarios norteamericanos, si quería conocer con detalle las causas y las consecuencias de aquel acontecimiento que, en su día, me había pasado inadvertido, y que ahora empezaba a considerar como acontecimiento capital en la historia del mundo, un suceso que lo cambia todo. «¿También la poesía?», me preguntó una vez, y hube de reconocer que también la época en que la poesía era puro juego había terminado. Lo que ahora iba leyendo, en inglés como en francés, era hosco y dramático. Y advertía el contraste entre la frialdad lógica, inexorable, de los hechos económicos, con la carga cada vez más emocional de la poesía. Lo que no me impedía hacer todas las noches ejercicios poéticos, hasta dormirme. No digo que todas estas ideas apareciesen claras, y que me permitiesen mucho más que la redacción de unos informes provisionales; pero aunque fuese oscuramente, empecé a entender el mundo más allá de mis narices. Lo curioso, sin embargo, fue que todos estos conocimientos no influían demasiado en mi vida. Más bien nada. Pocas veces pensaba en ello fuera del banco, y no se me ocurría aplicarlo a todo lo que veía en torno a mí, salvo cuando en la calle me encontraba con una manifestación de huelguistas o de parados; me hacían pensar, pero no me despertaban sentimientos de comprensión o de solidaridad. Me daba cuenta de esta insensibilidad (¿contagiada, quizá?), y llegué a tenerme por un bicho raro, con un repertorio sentimental limitado, y, por aquellos días, sin nada a mano en que ejercitarlo, quiero decir, sin una amiga o una amante. Una vez recibí una carta de don Pedro Pereira agradeciéndome la claridad y pulcritud de mis informes. Lo de la claridad y pulcritud me quedó muy grabado: eran definiciones que me hubiera gustado ver aplicadas a otra clase de escritos.
UNA MAÑANA HALLÉ UN NÚMERO DEL Times desplegado encima de mi pupitre. Leí claramente, antes de sentarme, los titulares subrayados con la noticia de que en España se había proclamado la República. Mister Pitt y mister Smithson se habían vuelto hacia mí, y me miraban como en espera de un comentario, quizá de una exclamación de dolor o de alegría. Como yo no dijera nada, y me limitase a plegar el periódico y dejarlo a un lado, mister Pitt me preguntó qué pensaba. Le respondí que no podía juzgar, que no estaba al tanto de la política y que, además, mi alejamiento de España me impedía entender cabalmente la noticia. Se quedó mister Pitt con ganas de continuar el interrogatorio, pero fue seguramente fiel a cualquiera de los principios de la educación inglesa que aconsejan no meterse en la vida de los demás y que vetan como verdaderos tabúes ciertos temas de conversación; de modo que me puse a mi trabajo y no sucedió nada más. De todas maneras, cuando salimos a tomar el lunch me llevé conmigo el periódico y leí con cuidado la información completa. Se narraba con bastante detalle la marcha del rey y de la familia real; la toma del poder, pacífica, por los republicanos, y el júbilo popular. En un artículo de fondo, el editorialista se mostraba cauto, y, por debajo de aquellos párrafos perfectos, se podía adivinar el desdén de un pueblo estable por otro donde ser republicano iba más allá de un mero modo de pensar político y consistía ante todo en la destrucción de un sistema. En el programa de los republicanos ingleses no figuraba el derrocamiento de la monarquía, sino todo lo más su derrocamiento imaginario. Inglaterra y España eran dos países realistas, pero cada uno a su modo. Por mi parte, yo debería haber experimentado algún tipo de sentimiento, a favor o en contra, pero ni había sido educado en la devoción por el rey, ni en la esperanza redentora de la república. Me fue imposible adoptar una actitud interior de aceptación o de repulsa, y, más aún, sentirme afectado en mi vida personal por lo que acontecía en España. Quizá en algún rincón de mi conciencia algo me dijese que semejante actitud era impropia, y quién sabe si inmoral; pero necesito confesar que mi conciencia de ciudadanía era entonces muy vaga, y que el ejercicio de mi derecho a pensar por mi cuenta en política nunca me había preocupado, quizá porque nunca hubiera entrado en conflicto con la actitud de nadie y porque no me hubiera sentido molesto o satisfecho por los deberes que el Estado me exigía. Supuse que alguien pagaría por mí los impuestos de mis propiedades, ya que nadie me los había reclamado nunca, y ahí se acababa la cuestión. De todos modos, en los días que siguieron, hasta la quema de conventos, fui leyendo las noticias y las opiniones que llegaban a mí, y como todo el mundo parecía estar de acuerdo con que España no tenía otra salida, yo lo acepté como bueno, y acabé desentendiéndome de aquellas preocupaciones. La quema de conventos no la entendí, porque ni sabía la Historia de mi país ni conocía a mi pueblo. A los ingleses, por tratarse de frailes, no les pareció del todo mal. Vagamente llegué a saber que habían cambiado al embajador, pero nuestra embajada era un lugar no sé si inaccesible por remoto, o remoto por inaccesible, en el que no teníamos entrada los ciudadanos de a pie.
Más importancia personal llegó a tener el anuncio de las carreras de caballos, y no porque yo fuese un apasionado, que jamás me habían preocupado y lo ignoraba todo al respecto, sino porque mister Pitt, una de aquellas mañanas, cuando salíamos a tomar el lunch, se emparejó conmigo, me rogó que esperásemos la llegada de mister Smithson y que, si no tenía inconveniente, almorzásemos juntos. Me sorprendió, pero no puse inconveniente. Se trataba de informarme de la importancia de las carreras en la vida social inglesa y de la conveniencia de que yo asistiese a ellas, al menos una vez, para lo que se ponían a mi disposición. No sé por qué pensé que aquella cortesía no partía de ellos, sino que alguien más alto les había sugerido que lo hicieran… No puse inconveniente. Quedaron en que me proporcionarían la entrada, que valía tantas libras (se las entregué), y me advirtieron de la obligación moral de concurrir al hipódromo lo más elegante posible, pero sin más precisiones. El día de la carrera me puse mi mejor traje, uno gris no demasiado claro, y, como lloviznaba, el impermeable. El momento de ascender al coche en que ellos me esperaban fue importante y, sobre todo, significativo: venían vestidos de chaqué y sombrero de copa grises, los paraguas plegados, encima del regazo. Con dos miradas entre curiosas y despectivas me mostraron, tanto mister Pitt como mister Smithson, la parte que les tocaba en el ejercicio de la superioridad personal, generalmente admitida, de los ciudadanos británicos sobre el resto del mundo, simbolizada por aquel atuendo. ¿En qué categoría humana me situaría, irreparablemente, el mío? Por fortuna, me di cuenta a tiempo, y creo haber llevado mi situación con naturalidad e indiferencia. Mantuve además la presencia de ánimo suficiente para advertir, primero, que tanto el chaqué de mister Pitt como el de mister Smithson debían de ser alquilados, por lo mal que le ajustaban, a uno, los hombros y, al otro, las caderas; segundo, que mister Pitt guardaba para mister Smithson un tipo de consideraciones apenas perceptibles por lo sutiles: matices y pequeños detalles, de los que mister Smithson no parecía percatarse, o, peor aún, hacía como si le molestasen, también con mohines y gestos apenas esbozados. Recordé no sé por qué (inesperadamente, como un relámpago inútil) la ocasión en la que, en el pazo miñoto, había presenciado la seducción, por un pavo real, de la pava. Esta permanecía de espaldas, con la cabeza apenas vuelta y la cola cerrada, y el pavo, con la rueda en abanico, un poco curvada hacia delante, enviaba sobre la pava una especie de efluvios casi audibles, como descargas eléctricas que fuesen, al mismo tiempo, música; a lo que la pava parecía mostrarse insensible. Me retiré antes de que la pava diese el sí al emperifollado macho, deslumbrante con sus plumas desplegadas. Era niño cuando esto vi. Tiempo después comprendí que toda la magnificencia del pavo no era más que un ardid de la naturaleza para perpetuar la especie, pero semejante conclusión no era aplicable al caso de mister Smithson y mister Pitt, allí presentes. No dejó de lloviznar durante la carrera, pero mis compañeros mantuvieron los paraguas cerrados. Había gente vestida como yo, tipos más bien insignificantes, y otra más numerosa, uniformada como ellos, mis compañeros, si bien de mejor sastre, o, al menos, de mejor almacén. Mister Pitt y mister Smithson procuraban, evidentemente, confundirse con los más elegantes, ser tomados por congéneres, altos cargos, suponía, o gente de esa, ¡yo qué sé!, que sale en las noticias de sociedad, y cuando lograban aproximarse a un corrillo distinguido lo necesario para parecer mezclados a él, se sentían enormemente satisfechos, a juzgar por sus sonrisas. No hablaban lo mismo que los otros, aunque sonriesen igual. De todas maneras, cierta clase de público nos quedaba lejos, separados por vallas reales, no había manera de llegar hasta allí, de ser allí uno más. Por lo general, cada caballero acompañaba a su dama, y ésta vestía con trajes y sombreros despampanantes, trajes largos, sombreros anchos, el bolso y los zapatos a juego con el traje y el sombrero, sinfonías en rosa, en salmón, en azulina. Cuando alguna de estas parejas pasó por mi lado, o yo por el de ellos, oí hablar un inglés enteramente nuevo, que parecía al mismo tiempo susurrado y masticado. Probablemente era ese inglés que hablaban lo que los separaba de nosotros, no sólo la elegancia de las sinfonías; también una especie de aire de superioridad como frenada, como pidiendo perdón por ella. Aquella gente, comparada a mis amigos, estaba visiblemente por encima, y lo que se les notaba era que lo querían disimular, pero que aceptaban irónicamente la evidencia de la superioridad. En fin, algo muy complicado que mi inexperiencia percibía torpemente, que no podía aún formular en palabras, aunque con mucha más claridad me diese cuenta de que mis compañeros, al intentar imitar a los de arriba, quedaban a la mitad del camino, en la mera y enternecedora caricatura. Me aconsejaron que apostase. Lo hice. Perdí unas cuantas libras. Ellos, también. ¡Ah, si hubieran ganado!… Comimos en una taberna muy agradable, en los alrededores del hipódromo. Mister Pitt bebía cerveza; mister Smithson, agua mineral, y, después del almuerzo, un licor. Me invitaron. ¡Caray! Quedé comprometido para hacerlo a mi vez, en la primera ocasión. No pudo ser, sin embargo, y no por mi culpa.
Una mañana, poco después de la carrera, ni mister Pitt, ni mister Smithson comparecieron en la oficina. Me causó una impresión extraña, ver sus perchas vacías, y yo solo ante mi pupitre, sin oír sus respiraciones, ni el rasgueo de sus plumas, ni aquellos grititos misteriosos que daba uno y al que el otro respondía, grititos como aullidos moderados, ignoro si palabras abreviadas o mera nostalgia de la jungla, quién sabe, de algún safari que hubieran hecho: mensajes, ahora en clave, de recuerdos comunes. Hacia las diez de la mañana oí cierto revuelo, y pude advertir el paso y repaso de policías de uniforme por los pasillos del banco. Había interrogatorios, y a mí me llegó la hora de declarar. Me preguntaron si había advertido algo extraño en las relaciones entre mister Pitt y mister Smithson, y respondí que no, que su conducta había sido siempre invariable. Me rogaron que recordase, y mi recuerdo no aportó novedades útiles, al parecer, porque lo único que pude referir fue mi viaje al hipódromo, única vez que había estado con ellos fuera de la oficina. Sí, era cierto que almorzábamos en el mismo restaurante, pero en distintas mesas. Se me ocurrió describir aquellas atenciones, aquellas delicadezas de mister Pitt para mister Smithson, y el que me interrogaba sonrió. Bueno. Poco después supe que mister Pitt había asesinado a mister Smithson y se había suicidado quizá inmediatamente. Se suponía que el drama había acontecido la medianoche del día anterior: los cuerpos muertos, desnudos en la misma cama, los había descubierto la señora que venía a hacer la limpieza. ¡Ah! ¿Es que vivían en la misma casa? El compañero a quien hice la pregunta también sonrió. «¿No sabía usted que eran marido y mujer? En el banco lo sabíamos todos.» Me avergoncé de mi escasa perspicacia.
A la mañana siguiente, mis difuntos compañeros de oficina venían fotografiados en varios periódicos. En algunos, únicamente sus retratos. En otros, los cuerpos muertos tal y como los habían encontrado. Las informaciones no añadían gran cosa. Un crimen pasional, a juzgar por los detalles. Ninguno de los narradores mostraba la menor simpatía hacia la pareja: más bien desprecio, como si en lugar de un crimen hubieran cometido una incorrección.
Yo anduve perplejo y casi obsesionado durante un tiempo, y no por el crimen en sí, que no llegó a alterarme más allá de lo normal, sino por lo que había en él de inesperado y súbito, al menos para mí. Se me vino a las mientes el recuerdo de mi sorpresa cuando, poco tiempo atrás, me había enterado una mañana de que a España ya no la representaba Alfonso XIII, sino Alcalá-Zamora. Los hechos no se parecían en nada, más coincidían en lo sorprendente, y en que los conocía como hechos aislados, sin unas causas, sin unas previsiones, como algo que cae del cielo. Y, sin embargo, el uno era la consecuencia de una historia privada; el otro, de una historia pública. Yo ignoraba ambas historias, y eso me impedía comprender el fondo de los hechos. A la mayor parte de lo que sabía del mundo le sucedía lo mismo: hechos aislados, súbitos, incomprensibles e indiferentes. Ni siquiera lo que iba sabiendo de las finanzas me permitía interpretar en su verdadera realidad tal suceso de Shangai, de Buenos Aires o de Hamburgo. La verdad es que todo lo que nos rodea es incomprensible; son infinitas cimas de iceberg, quién sabe si de un iceberg único e infinito. Andamos entre esas cimas, que a veces hieren, sin cuidarnos lo que hay debajo porque no nos interesa. Pero un día mister Pitt asesina a mister Smithson, un verdadero episodio en la vida de Londres del que a uno le gustaría saber más.
El alboroto promovido en el banco, y si digo alboroto es por no hallar palabra mejor para designar lo que en realidad no pasó de suave oleaje, se olvidó pronto. Mi vida continuó regular y correcta, quiero decir, monótona: teatro, libros, alguna visita a la puta napolitana, siempre preocupada por mi vida religiosa. «Te vas a condenar, se te va a meter el demonio en el cuerpo», sin otra novedad que el encargo que se me hizo de la correspondencia en francés, mientras no aparecían sustitutos idóneos de los amantes muertos. Llegó primero mister Carr, un caballero gris que tomó a su cargo las cartas de Escandinavia, y, poco después, monsieur Paquin, un muchacho francés que estaba más o menos en mi misma situación y que, aunque permaneciese en silencio durante el trabajo, charlaba a la hora del lunch y a cualquier otra hora; desde el primer día, se invitó a acompañarme en la mesa, donde se despachaba a su gusto. Venía de Marsella, hablaba un francés meridional, muy fácil de entender y muy correcto, que me sirvió para desentumecer el mío, oxidado ya. Parecía perito en asuntos de comercio y de finanzas, y totalmente indiferente a la literatura. En cambio, se mostraba interesado por las cuestiones sociales, y estaba perfectamente informado de todas las revoluciones del mundo, las en marcha, las previstas, las fracasadas. Incluida la española en la segunda categoría; según él, en mi país no tardaría mucho en implantarse un régimen socialista radical, próximo al comunismo. Pero él no comulgaba con ninguna clase de radicalismo: era uno de esos tipos sin problemas, conservador por temperamento y por convicción, aunque curioso. Fue él quien me llevó al antro (y si le llamo así es porque se trataba de un sótano bastante oscuro, pero en modo alguno siniestro) en el que se reunían gentes de muy distinto pelaje a escuchar las lecciones de un maestro eslavo, propagandista del anarquismo más extremo: un hombre de muy buena facha, noble de cabeza y de ademanes, sosegado en el hablar, todo lo contrario de lo que generalmente se espera de una persona que predica la destrucción de la sociedad por sus cimientos, operación indispensable para la creación de un mundo nuevo, sacado probablemente de la nada. Tenía una voz viril y acariciante, una verdadera voz de barítono, lo más fascinante de sus muchos atractivos; pero no lo era mucho menos la claridad con que exponía sus ideas y su contundente trabazón lógica. Monsieur Paquin, acorazado en sus convicciones, tomaba notas. Yo, sin convicciones en que atrincherarme, me dejaba seducir, no tanto por las ideas, como por el arte con que las exponía. Admitía en mi corazón aquel mundo de justicia, de paz y de belleza que el maestro describía con palabras tan precisas como si lo hubiera conocido: yo no sabía entonces que inventar es un modo de conocer. Lo admitía todo a condición de que mi pazo miñoto lo dejasen para mí; a lo demás no me importaba renunciar. Lo escuchaba con el mismo éxtasis que a los actores que representaban a Shakespeare, y llegó a parecerme un gran actor que tuviera a su cargo un gran papel. Jamás dudé, sin embargo, de su sinceridad. Por lo que supe, su conducta concordaba con sus ideas. Vivía pobremente de los donativos que dejaban sus oyentes, nunca más de un chelín, y aunque en su auditorio abundasen mujeres bonitas de las que sin duda hubiera podido aprovecharse, tenía reputación de casto. Monsieur Paquin no asistió mucho tiempo a aquellas conferencias; yo fui más fiel al maestro; las alterné con el teatro.
Y así llegó el verano. Me correspondía una quincena de vacaciones. La aproveché para viajar a España, un viaje rápido con estaciones en Madrid, Lisboa, Villavieja del Oro y el pazo miñoto, en el que sólo pude permanecer dos días. En Lisboa, el señor Pereira se mostró muy contento de mis avances en el conocimiento de las finanzas universales. En el pazo no pude evitar el recuerdo de Belinha y unas horas de melancolía. De Belinha se tenían noticias; vivía contenta, le había nacido un hijo y, de vez en cuando, le acometían soidades. La sorpresa mayor fue en Madrid. Busqué a Benito y no me fue difícil encontrarlo. Lo encontré muy bien trajeado, y algo más grueso. Ya no fumaba. Tenía novia formal, estudiaba derecho con ahínco con vistas a unas oposiciones, y parecía olvidado de la poesía. Fuimos a comer los tres, un almuerzo seguido de una larga sobremesa. Al principio, era yo quien hablaba, pero pronto me hizo preguntas, cada vez más concretas, como si una curiosidad enterrada hallase ahora ocasión de aflorar. ¿Cómo era el teatro en Inglaterra? ¿Cómo era Shakespeare? Y de poesía ¿cómo andaba? Mis respuestas desasosegaban a Beatriz, la novia; la desasosegaban como si encerrasen un peligro. «Y de poesía, ¿qué?» «Escribo versos todas las noches, versos perfectos. Puedo decir en verso lo que quiera, pero no tengo nada que decir.» Aunque esta confesión bastara para rebajarme, Benito se empequeñecía; le hablaba de gente que no había oído nombrar, o cuya reputación le había llegado, aunque sin los textos. «¡Mucho adelantaste en un solo año!», dijo una vez, con un remoto resentimiento, con un resentimiento del que probablemente no se diese cuenta, algo así como lo que debe de sentir el que abandonó un campeonato ante el que lo ha ganado, y que Beatriz, más espabilada que él, procuraba diluir con caricias furtivas, con miradas de amor, con discretas advertencias dichas con voz prometedora. Saqué la conclusión de que Benito había hallado la felicidad correcta y permitida a costa de su libertad, y quién sabe si a la renuncia de su destino; una felicidad y una libertad relativas, por supuesto, que yo no llegué a envidiarle, porque Beatriz, aunque bonita y llena probablemente de excelentes cualidades, no acababa de gustarme. ¿Se daría cuenta Benito de que ella le gobernaba, le dominaba, le trazaba el camino que a ella le apetecía, una carrera honorable, un puesto en la sociedad seguramente más con esperanzas que con realidades? Me sentía entristecido. Me hubiera gustado encontrar a Benito hecho todo un poeta, con versos publicados y una reputación incipiente, aunque sólidamente establecida, amigo de éste y de aquél, en fin, lo que él había esperado y deseado de sí mismo nada más que dos años antes. No se me ocurrió pensar que había hallado unos cimientos para construir su vida sobre ellos, unos cimientos, por supuesto, que no eran de mi agrado y que yo habría rechazado, de ofrecérseme. Pero yo, aunque no lo pareciera, andaba a la deriva, sin nada firme en que echar anclas, yo creo que sin deseos de echarlas. Pero estas ideas se me iban pronto de la cabeza, sin llegarme al corazón. Pensar sobre mí mismo me daba cierta pereza.
Regresé a la rutina londinense. Quedaban unos restos de verano que me permitieron pasear por los parques públicos y compartir con toda clase de gente aquel sol casi sin fuerza que, sin embargo, sacaba al césped hermosos brillos y embellecía los árboles al atardecer, cuando perdían el color y la forma, cuando los diluían las sombras. Creo que en aquellos días que tardó en aparecer el otoño reviví mi vieja relación con los árboles y gocé del limitado espejo de los estanques, tan limpios y tan cuidados, en los que echaba de menos los grandes nenúfares del pazo miñoto. Es curioso cómo se descubre a veces, en el recuerdo, la belleza de las cosas que no están, y por las que uno pasó con supuesta indiferencia. Yo había contemplado muchas veces las albercas del pazo, sus flores y sus peces, y nunca me había parado a pensar que eran bellos, pero seguramente los vivía como tales, pues como tales los recordaba.
En uno de aquellos parques, una de las tardes últimas, trabé relación con un sujeto curioso: era un hombre más que maduro, muy erguido, muy bien vestido, con aire de militar retirado o cosa así. Tenía una faz abierta, colorada y mostachuda, muy expresiva, y no vacilaba en sonreír al mirarme. Solíamos coincidir en bancos próximos. Yo leía algún libro; él, o un periódico, o una revista que se me antojaba el Punch. Se le notaba el deseo de charlar conmigo, acaso de saber quién era yo, o de que yo me interesase por él, y aunque toda la tradición británica lo estorbase, halló el modo de entrar en conversación conmigo mediante un ardid ingenuo. Una de aquellas tardes trajo consigo una pelota de las que sirven a los ingleses para sus juegos, no sé si de tenis: una pelota blanca y dura, que sin darme cuenta hallé a mis pies, detenida por uno de mis zapatos. El caballero se había detenido frente a mí, sonriente, y me pidió permiso para recogerla. Me apresuré a dársela. Sin más pretexto, me dijo más o menos: «Yo no comparto, caballero, ese prejuicio tan inglés que impide hablar a dos personas sin haber sido presentadas. Yo soy el mayor Thompson, V. C, ex miembro del Parlamento. Usted es extranjero, ¿verdad? Latino, evidentemente.» «Soy español y me llamo Filomeno Freijomil.» «¿Cómo dice?» «Freijomil.» Intentó pronunciar mi apellido, pero no acertaba; lo repitió dos o tres veces, cada una peor que la otra. Se lo mostré escrito en la guarda del libro que yo llevaba, y aún lo pronunció peor. Eso le hizo reír. «Los ingleses somos bastante torpes para los idiomas extranjeros, aunque haya de todo. Pero ese nombre suyo es endemoniado.» «Puede usted llamarme Filomeno.» «¡Oh, no, no, todavía no! Llamarle por su nombre de pila es algo a que no me atrevería de ningún modo. Hay normas que un caballero puede transgredir, y yo acabo de hacerlo con una de ellas, pero eso de llamarle por su nombre de pila es imposible, al menos de momento. ¿Me permite que me siente a su lado?» Se sintió autorizado por mi sonrisa, y consiguió sentarse tras una operación muy complicada a que le obligaban su corpulencia y la incipiente torpeza de sus movimientos. Hablaba un inglés refinado, según yo ya podía comprender, y lo hizo sobre sí mismo, sin orden, saltando de la India a las trincheras belgas de la guerra del catorce, de las cargas de caballería a los carros de combate, de las mujeres indias a las chicas de un París en guerra. Hasta aquí todo de acuerdo con lo previsto. El libro que reposaba encima de mi regazo le sirvió para saltar a otro tema de conversación: el socialismo de Bernard Shaw y, sobre todo, su figura. «Los ingleses tenemos necesidad de alguien de quien reírnos, o, al menos, de quien nos haga reír. Es nuestra debilidad, y mister Shaw, por el momento, ocupa el puesto envidiable de nuestro mejor payaso, uno de los mejores, sin duda, que hubo jamás en las Islas. Lo hace con verdadero ingenio, y, además, tiene a su favor el haber escrito alguna comedia bonita. ¿Ha visto usted Pigmalion? ¿La ha leído al menos? ¡No deje usted de hacerlo! Es el ataque más elegante que se ha hecho nunca a ese conjunto de treinta y tantos idiomas irreductibles a que llamamos inglés. Por cierto, ¿me entiende usted?» «Creo que sí, señor. Bastante bien.» «Le felicito, porque mi modo de hablar no es lo que se dice un ejemplo para los extranjeros, aunque en Inglaterra está bastante bien visto, quizá por lo que tiene de anticuado. En mi club me respetan sobre todo por mi modo de hablar. La Cruz Victoria sólo la estiman en segundo término, pero yo no estoy de acuerdo con ellos. Entre mi modo de hablar y la Cruz Victoria se interpone mi colección de insectos disecados. ¡Una colección verdaderamente singular, hecha de ejemplares únicos! En momentos de optimismo, la considero el más importante de mis escasos méritos, un mérito, por lo demás, que carece de reconocimiento público. Sin embargo, no hace demasiados años, se refirieron a él en el tercer editorial del Times. Un gran honor para mí.» Le dije que no lo dudaba, y añadí que carecía de valores personales que oponer a los suyos, pues todavía me hallaba en una edad en que es difícil tenerlos de alguna clase, si bien no perdía la esperanza de encontrar algún día algo raro y sutil que coleccionar. «Es una respuesta muy acertada, caballero. Me gustaría que todos los alumnos de Oxford compartieran ese punto de vista, aunque aplicado a ellos mismos. Realmente los méritos son muy difíciles de sobrellevar si no se nace con ellos, y aun así. Con frecuencia echan a perder a las personas. Lo importante no es lo que se hace, sino quién lo hace. El Señor Jesucristo no era Dios por hacer milagros, sino que hacía milagros porque era Dios. El capitán Ford, del Quinto de Caballería, fue realmente valeroso, aunque no a caballo, pero tan inaguantable como valiente precisamente por serlo. Una lástima de muchacho. No hizo carrera en las armas, sino en la política. Hoy es diputado laborista, título que yo no podría soportar sin morirme un par de veces al día.» Y al decir esto, me miró de cierta manera indescriptible. «Por cierto, y sin que esto suponga meterme en su intimidad, ¡Dios me libre de semejante ofensa!, pero ¿se ha muerto usted alguna vez?» Le dije que no lo recordaba, pero que no estaba seguro. «He ahí otra respuesta atinada. Nunca se está seguro de nada, ni siquiera de la propia inseguridad; pero permítame que cambie de conversación. Todavía no le conozco lo bastante como para tratar de temas que la sociedad rechaza por indecentes. No obstante no lo olvide del todo, y no se sorprenda si alguna vez volvemos a hablar de ello. Porque volveremos a hablar, ¿verdad? ¿No tendrá usted inconveniente? Me da la impresión de que está solo, y la situación de soledad en Londres no es nada llevadera. ¿Y qué me dice de andar solo por la vida? La soledad de un club es otra cosa, y, bien administrada, puede ser hermosa. Además, siempre se tiene a mano al camarero. Hay camareros de conversación ilustrativa, verdaderos historiadores al margen de la Historia oficial, aunque peligrosamente próximos al periodismo amarillo. Yo les debo buena parte de lo que sé de Londres. Ahora, dígame algo de usted, algo que se le pueda preguntar a un caballero sin tener que suicidarse inmediatamente. Por ejemplo, ¿conoce usted al rey de España?» Le respondí que no, que no había tenido ocasión, pero que mi padre sí lo había conocido. «¿Por alguna razón especial?» «No, señor. Por razones diríamos profesionales. Mi padre fue senador del reino.» El mayor hizo un aspaviento. «¿Senador? ¡Eso es como ser lord en Inglaterra.» «No es el caso de mi padre, señor. Mi padre lo fue por elección.» Pareció desilusionado, aunque no del todo. «Aquí, por fortuna, los lores sólo son hereditarios, como ciertas clases de locura o la propensión a las verrugas. Sería muy triste para cualquier ciudadano inglés el riesgo de ser elegido lord por sufragio universal. No creo que nadie pudiera sobrellevarlo, sobre todo los demócratas. Ya nos basta con el peligro en que yo caí una vez, si bien a causa de mi inexperiencia juvenil, de ser todos elegibles por la Cámara Baja. ¡Hasta las mujeres pueden entrar en ella! Los lores son como mi colección de coleópteros: apariencias seductoras o, al menos, raras, pero rellenas de paja. Se lo digo con conocimiento de causa: mi hermano mayor se sienta por derecho propio en la Cámara Alta, como se sentó mi padre y se sentaron todos mis abuelos desde la Restauración. Aquellos Thompson del siglo diecisiete eran partidarios de los Estuardos, y su fidelidad les fue recompensada. Eso le permitirá comprender que no somos puritanos, sino conservadores de la High Church. Aunque quizá le esté hablando de acontecimientos y situaciones que ignora. Si los ingleses suelen desconocer su historia, ¿cómo van a conocerla los continentales? Aunque, claro que puede haber excepciones.» «Yo soy una de ellas -le respondí lo más modestamente posible-. Podría hablarle de los Estuardos media hora seguida y algo más si se me interrogase sobre sus vidas privadas.» «Pues no deja de ser raro. Pero dejemos esto aparte, y permítame que volvamos al tema de la soledad. Yo le aconsejaría que se hiciese socio de un club, aunque, de momento, no se me ocurre de cuál. Los clubes suelen ser extravagantes en su legislación: sirven, entre otras cosas, para que algunos grupos de ingleses se pongan de acuerdo para fastidiar a los demás en nombre de unos puntos de vista propios generalmente inadmisibles. Hay clubes en que no se admite la gente con bigote, y otros en que sólo pueden entrar los bigotudos. Yo lo encuentro razonable, aunque no lo comparta. Me prestaría a presentarle en mi club como candidato a la primera vacante (es un club de plazas limitadas), pero ignoro si cumple usted las condiciones previstas. Son muy estrictos acerca de la prosapia.» Afecté la seriedad que el caso requería, aunque no pensase afiliarme a ningún club, ni siquiera al del mayor Thompson; pero empezaba a sospechar que aquel señor tan distinguido V. C, ex M. P., se estaba divirtiendo conmigo. Me levanté y me planté delante de él. «Caballero, voy a decirle algo que acostumbro a callar, sobre todo en Inglaterra. Aunque soy español, mi madre pertenecía a una familia portuguesa, y se llamaba, por la suya, Alemcastre, que es el nombre que llevan en Portugal los descendientes de una rama de Lancaster que se estableció allí durante la Edad Media.» El mayor Thompson pareció, más que sorprendido, estupefacto. Se levantó y me hizo una reverencia quitándose el sombrero. «Permítame que le salude como enemigo, aunque no creo necesario que vayamos a matarnos aquí mismo. Mi familia fue siempre partidaria de la Rosa Blanca.» Se echó a reír y me tendió la mano. «En estas condiciones -añadió-, me parece lo más natural invitarle a cenar, y precisamente en mi club. No es un lugar para gente joven, pero a los jóvenes no les viene mal una experiencia prematura del infierno, y perdone mi nueva transgresión. En cualquier caso mi club es bastante más agradable que la Cámara de los Comunes, aunque menos pintoresco, y se come mucho mejor. ¿Acepta?» Y sin esperar mi respuesta, me cogió del brazo y me llevó hasta un lugar, fuera del parque, donde esperaba un automóvil. Un chófer uniformado se quitó la gorra y nos abrió la puerta. «Al club -dijo el mayor-. Hay un pequeño detalle del que no le he informado. En el club está prohibido fumar. Si siente necesidad de hacerlo, fume ahora. Así podré beneficiarme del humo. ¿Usa pipa? ¿O es que fuma cigarrillos? En ese caso no se preocupe; yo no distingo más humo que el de la pólvora.» Sin embargo no fumé. Y él siguió hablando, mientras el coche corría. Empezó a lloviznar, y mister Thompson comentó que se había acabado el verano, pero que quizá volviesen algunos días buenos. «El otoño es hermoso, o suele serlo. Claro que usted es muy joven para disfrutar de los colores del otoño. Lo digo en todos los sentidos.» De repente se dio una palmada en la frente. «Había olvidado decirle, querido amigo, que en mi club hay que vestirse para cenar. ¿Tiene usted algún inconveniente?» «No creo, señor.» «En ese caso, el coche me dejará en el club y le llevará a usted a su domicilio. Vístase sin prisa, pero también sin pausa. El coche le esperará.» Y así fue. Mister Thompson quedó a la puerta de un enorme edificio gris, de la conocida solemnidad victoriana, en una calle tranquila, de edificios similares, como la gran decoración de una gran comedia antigua, y su coche me llevó hasta mi casa, y esperó hasta que me hube puesto el esmoquin. Mister Thompson aguardaba en el vestíbulo del club, ya vestido, hablando con otro caballero, al que me presentó con cierto engolamiento divertido. «¡Un verdadero Lancaster, amigo mío, lo que ya no hay en Inglaterra! ¡Pensar que nuestra verdadera historia, la que entusiasmó a Shakespeare, haya que ir a buscarla al continente! ¿Cuántos York, cuántos Estuardos andarán por ahí perdidos? Además, fíjese qué inglés más tolerable habla este muchacho. Para ser extranjero, excelente.» El otro caballero respondía con sonrisas ambiguas, y daba la impresión de estar cansado de la charla del mayor.
El comedor del club era tan imponente como el resto del edificio: serio y silencioso como un panteón, razonablemente anticuado y absolutamente formalista. Me explico que los ingleses necesitasen del sentido del humor para librarse de aquella pesadumbre. Los criados, aun los jóvenes, parecían pertenecer a la época en que se había construido el edificio, aunque su automatismo nos remitiera a fantasías más recientes, y en cuanto al silencio, jamás estuve en ningún lugar cerrado, en que, como en aquél, se oyera volar una mosca, al menos una de las moscas gordas; pero no creo que las hubiera, que las hubiera habido ni que fuera a haberlas. Lo digo con elogio y con cierto sentimiento, porque en el pazo miñoto hay moscas. El propio mister Thompson, desde el momento en que cruzó su umbral, rebajó el volumen de su voz, y hasta que, al finalizar la velada, me dejó instalado en su coche, mantuvo aquel modo de hablar que semejaba a un susurro que siempre teme ser demasiado alto, aunque alguna vez pareciese que le costaba un buen esfuerzo no lanzar al estupor de sus colegas, a su implacable juicio, alguna interjección estridente de las que se profieren en el campo de batalla, porque, sin estridencia, las interjecciones, aun las inglesas, pierden dignidad, y, en el conjunto de la frase, resultan fuera de contexto. Concretamente, las de mister Thompson se parecían a lo que queda de un globo cuando se le desinfla. Lo más notable fue el menú que para sí encargó mister Thompson: empezaba con ostras con champán y terminó con profiteroles al chocolate. En el medio, salmón y buey en cantidades inusuales. Comía con verdadero placer, pero con movimientos de liturgia acreditada por los siglos y usados por un maestro de ceremonias: sin prisa, degustando a conciencia todo lo que el tenedor dejaba entre sus dientes, después de haber recorrido elegantemente el trayecto desde el plato a la boca. Pero no por eso dejó de hablar, y lo que dijo no tuvo desperdicio. Se refirió principalmente a la calidad y cantidad de sus manjares. «Usted pensará que lo que estoy comiendo es excesivo para un hombre de mi edad y que, además, no tiene el corazón muy seguro. A primera vista, tiene razón, y la tendría cualquiera que pensase lo mismo. Sin embargo, ni el camarero ni el cocinero se habrán sorprendido de mi encargo, porque esta clase de menús los disfruto al menos un par de veces por semana. Siempre de noche, y lo hago en la seguridad de que no va a dañarme. Pero, naturalmente, usted no puede creerme. Usted está asustado de mi voracidad. Usted, con ser tan joven, ha sido mucho más comedido, y ha hecho bien. Todo el que no está en el secreto debe cenar frugalmente, sobre todo si es tarde, como hoy. Y llevo algún tiempo pensando si puedo o no revelarle el secreto. Hay razones en pro y razones en contra. ¿Qué pasará con la razón, que siempre se divide en el sí contra el no, un sí que puede ser no, y un no que puede ser sí? A mí me agrada que así sea, quizá por mi natural belicoso, que ama la contienda, aunque sea la de razones contrapuestas, pero admito que alguna gente desee hallar la paz al menos en la razón. ¿Es usted de ésos? Por un lado me parece que no, pero por otro… En fin, quizá sea imprudente cualquier revelación, ¿por qué no escandalosa? Pero ¿cómo voy a permitir que pierda usted el sueño intentando explicarse cómo un hombre de mi edad, con el corazón bastante estropeado, se atreve a cenar así en la seguridad de estar mañana vivo? Para elegir uno de esos dos caminos, el de la revelación o el del silencio, necesito convencerme de antemano no sólo de que no se va a sorprender, sino de que me guardará el secreto. Puede hacer uso de mi revelación; eso sí, sobre todo si le apetece: no soy egoísta. Pero no se lo diga a nadie, al menos si quiere que lo respeten. La razón de que mantenga en secreto mi secreto es la de que, si todos esos caballeros que nos rodean lo conocieran, en la primera junta general de la directiva del club habrían presentado un bill firmado por la mitad más uno de sus socios, pidiendo mi expulsión. Y eso, amigo mío, es más de lo que mi dignidad está dispuesta a soportar. ¿Qué haría yo sin mi club? Al menos en los meses inmediatos. Tengo la costumbre de pasar en Londres el otoño. Después, una temporada en Italia, o en el sur de Francia, según el tiempo que haga. No regreso hasta la primavera, y entonces es cuando me voy al campo, y, así, hasta septiembre, en que vuelvo al club. Falta casi un año, y, en ese tiempo, ¿qué sabe uno lo que puede suceder? El naufragio de un barco, un choque de trenes… ¡La vida moderna es muy insegura!»
Se hallaba atareado con una hermosa tajada de buey, casi sangrante, ornamentada de hortalizas y de un puré. La trabajó en silencio. Iba por la mitad cuando se interrumpió. Sacó del bolsillo un reloj de buen tamaño, una hermosa pieza de oro, muy labrada, con esmaltes, que me mostró con las tapas abiertas. «¿Ve usted la hora que es?» «Sí, naturalmente. En fin, eso creo…» «Hace usted bien en dudar, sobre todo de lo evidente. ¿Es razonable fiarse de mecanismos como éste, aunque sean exquisitamente historiados? Mírelo bien. Fue regalo de Disraeli a una de sus amantes, la cual, casado el conde, lo fue de uno de mis antepasados. Prenda de amor en un caso, prenda de amor en el otro. Por esta razón pertenece a mi familia, y en ella seguirá aunque esto nunca sea seguro.» Me pasó el reloj con las tapas abiertas, y yo lo cogí con las mismas precauciones que si me entregara un ser vivo y diminuto. Lo examiné con curiosidad y cierta emoción. En el interior de una de las tapas había el retrato en miniatura de una mujer bellísima, aunque fría. Interrogué a mister Thompson con una mirada. «Sí -dijo él-. Fue una mujer terrible, por quien se suicidó más de uno, aunque se trataba de gente que también se hubiera suicidado por otra causa cualquiera. Hay personas que sólo tienen esa salida y lo que buscan es un pretexto…» Recogió el reloj y lo mantuvo en la mano. «Pues bien: si hago funcionar este resorte y usted ve que lo estoy haciendo las agujas retroceden mientras yo no las detenga. Pero yo espero a que hayan dado veinticuatro vueltas hacia atrás y nos hagan retroceder en el tiempo. Ahora, hace veinticuatro horas era ayer, pero, al atrasar el reloj, hoy vuelve a ser ayer y desde ayer a estas horas, hasta hoy, yo no he muerto. Instalado, pues, en este pasado obtenido con imaginación y medios mecánicos, estoy seguro de no morirme por desmesurada que sea mi cena. Ahora bien: yo adoro las cenas desmesuradas. No los almuerzos, como ustedes dicen, los continentales, si no precisamente las cenas, y precisamente por sus riesgos. Yo soy un militar sin guerra, acostumbrado al peligro, necesitado de él. Ya no hay trincheras que asaltar, pero sí cenas pantagruélicas que ingerir. Usted dirá que si estoy seguro de no morirme en las próximas veinticuatro horas, el riesgo ya no existe, al menos matemáticamente, pero nunca se puede estar seguro del Destino, sobre todo cuando depende de un mecanismo tan anticuado como mi reloj y tan cargado de emoción sentimental. En este leve margen de inseguridad reside la emoción.» Mantenía el reloj en sus manos, lo contemplaba. «Disraeli se lo regaló a su amante; pero ¿quién se lo habría regalado a Disraeli? Existe la leyenda de que este reloj perteneció a una casa ducal, que se niega a reconocerlo porque, en el caso contrario, implicaría admitir como históricas las relaciones de un hebreo, conservador, si bien inteligente y hermoso, con una dama de pura sangre normanda: como que el apellido de la Casa todavía es francés. Y eso, amigo mío, es más de lo que puede tolerarse en Londres, o por lo menos más de lo que puede aceptarse que suceda, aunque haya sido verdad. Por eso la historia se cuenta como leyenda. Pero aquí está el testimonio mudo del reloj.»
Había bebido, además del champán de las ostras, un blanco con el salmón, un tinto con el buey, y no sé qué vino dulce con los profiteroles. Según mi cuenta, había catado los mismos vinos que yo, aunque tres veces más. Al levantarnos se mantenía erguido y sin que su locuacidad se viese estorbada por cualquier previsible tartamudeo. Empecé a sentir por él una moderada admiración. «¿Quiere que nos encontremos mañana en el parque? Tenemos mucho de que hablar. Le he descubierto un secreto, pero eso no es más que una pequeña parte de lo que puedo revelarle. Mañana nos encontraremos. Si llueve, venga a buscarme aquí. Y no se sienta obligado a invitarme a cenar. La gente de su edad está eximida de ciertas correspondencias.» Me dejó en su coche. Mientras me conducía a casa, fumé dos o tres cigarrillos. Conforme adelantaba, hendiendo la niebla, se me imponía la convicción de que mister Thompson estaba un poco chiflado: no era un razonamiento estrictamente personal, salido de mi corazón o de mi mente, sino algo que me venía de fuera, como si me lo hubieran dicho al oído: un loco a medias, un loco parcial, que andaba por el mundo provisto de una cordura divertida y que practicaba su locura a solas o en compañía idónea. ¿Le habría revelado a alguien más que a mí su secreto, o no pasaría de ocurrencia momentánea, elemento de un conjunto artístico, algo así como un modo poético de conducirse ante la vida y, sobre todo, ante la gente? Hoy puedo decir que hay una clase de personas lamentablemente reducida que camina por el filo de la navaja, con la cual nunca se sabe a qué atenerse, si son locos o meros guasones: desde la altura de mi edad y la experiencia de los años, me atrevo a considerarlos como la realización perfecta de un ideal de vida, precisamente de quienes han perdido toda fe en los ideales y no consideran indispensable suicidarse. Pero aquella noche londinense, en el fondo del automóvil, con un cigarrillo en la mano y la mente enteramente colgada del recuerdo inmediato, casi aún de la presencia de mister Thompson, también de la esperanza en la entrevista de la tarde siguiente, tales reflexiones no se me podían ocurrir. Lo de chiflado, sí, pero con dudas y sin matizaciones. Me dormí pensando en mister Thompson y soñé con él. Me distrajeron los quehaceres del banco, sobre todo la presencia de una muchacha alemana que andaba haciendo ciertos estudios y de cuya compañía me encargaron. Se llamaba Ursula, y hablaré de ella, ¡ya lo creo que hablaré! Cuando regresé a casa, me encontré con que el chófer de mister Thompson me estaba esperando. Muy serio, casi solemne, sin decirme palabra, me tendió un sobre y esperó. Leí la carta. Decía textualmente (la conservo): «Querido amigo: ha debido de haber un error en mis cálculos, quizá no haya contado bien las veinticuatro horas del reloj, sino sólo veintiuna. ¿Quién lo recuerda? El caso es que por ese vacío se me coló la muerte, que está conmigo, a mi lado, y que no tardará en llevarme. Esta carta se la dicto a mi chófer, porque ya no puedo escribir. Le pido perdón, pero esta tarde no asistiré a nuestra cita. Si bien le recomiendo que, en caso de necesidad, retrase usted su reloj veinticuatro horas, le encarezco que lo haga con cuidado, no vaya a sucederle lo que a mí. Reciba mi saludo póstumo, y ese pequeño recuerdo que le entregará Simón. En el umbral del misterio, aunque por mero descuido. Archibald Thompson, V. C.» Le pregunté a Simón: «¿Ha muerto, pues?» «Sin la menor duda, señor. Completamente muerto.» «Aquí dice que tiene usted que entregarme algo.» Simón se hallaba de pie ante mí, con la gorra en la mano. Nunca me había fijado en él, y no por desprecio, bien lo sabe Dios, sino por falta de ocasión. Sin embargo me había parecido, el día anterior, de refilón, un criado inglés como todos, incluidos los de comedia, que son su quintaesencia; sin otra diferencia con los camareros del club que el uniforme. Pero ahora había perdido la seriedad. No es que se riese, pero sí que miraba con ojos bailones, y aquella manera de mirar me recordaba a la de un pícaro. «De eso tenemos que hablar», me respondió. «¿Es secreto lo que tiene que decirme? ¿Le parece oportuno que salgamos a la calle y entremos en un pub? Cabalmente hay uno aquí muy cerca.» Él sonrió. «No, señor, no es necesario. Lo que tengo que decirle no requiere de un lugar especial. Es muy sencillo, y usted lo entenderá fácilmente. Yo fui, hasta hoy, el chófer de mister Thompson. Mister Thompson era un gentleman irreprochable, y yo no podía desmerecer a su lado. Fui también irreprochable durante más de veinte años, pero eso acabó esta madrugada, al expirar en mis brazos el mejor caballero del mundo. Si para él la muerte fue la libertad (he oído decir, o he leído en algún periódico, que lo es para todo el mundo, aunque tenga mis dudas), su muerte, precisamente la suya, me deja libre. Ya no tengo por qué ser irreprochable, y ésta es la razón…» Me miró de soslayo, y dio vueltas a la gorra en las manos. «Perdone si me expreso con embarazo: carezco de educación, y, lo que sé, lo aprendí al lado del difunto. Comprenderá mis dificultades para ser franco, pero si no lo soy, habremos perdido el tiempo, tanto usted como yo.» Metió la mano en el bolsillo y sacó un envoltorio. «Esto es lo que me dio mi señor para que le entregase con la carta. Vale mucho dinero, ¿comprende? Mucho dinero.» Lo desenvolvió lentamente: era el reloj de mister Thompson, el reloj de oro con esmaltes… Lo cogió con los dedos y lo alzó, hasta dejarlo entre su mirada y la mía. «Mucho dinero, pero si se me ocurriese venderlo, despertaría sospechas, y no podría justificar su posesión. Es un reloj muy conocido. Me meterían en la cárcel.» «Y qué quiere, ¿que me metan a mí?» «No, caballero. Usted puede en cualquier momento acreditar su derecho. En primer lugar, esta carta, cuyo contenido conozco, porque yo la escribí. En segundo lugar, mi testimonio. Yo pude quedarme con el reloj y destruir la carta: le confieso que estuve tentado de hacerlo, pero pesó más el razonamiento que la tentación. La prueba la tiene en que estoy aquí y en que le hago entrega del reloj, bien a mi pesar. Espero, sin embargo, de usted un donativo de veinte libras. Poco dinero. ¿Quién no daría veinte libras por una joya que vale mil? Reconozca que soy modesto en mis aspiraciones, y que, aunque usted no me considere enteramente honrado, no le quepa duda de que lo soy, al menos parcialmente.» Adelantó la mano en oferta del reloj. «Veinte libras, señor. Y un compromiso de caballeros.» Le rogué que esperase. «Sería mejor que me las diese ahora mismo, sin ausentarse. Yo no puedo evitar, en este trance, la desconfianza. Lo comprende, ¿verdad?» Yo tenía en el bolsillo siete libras y unos pocos peniques. Se los ofrecí como garantía. «Le doy mi palabra de honor de que volveré en seguida con el resto.» «En ese caso, caballero… ¿Puedo sentarme mientras usted regresa?»
Éstos fueron los trámites por los que, unos minutos después, tuve en mis manos el reloj que al señor Disraeli, conde de Beaconsfield y primer ministro de la emperatriz Victoria, le había regalado una de sus amantes, una mujer hermosa y fría, de la mejor sangre normanda, cuyo nombre, sin embargo, ignoro.
Al día siguiente, en las reseñas necrológicas, busqué y hallé el nombre de mister Thompson. Le dedicaban elogios personales y profesionales. Resulta que en su juventud había cometido varias heroicidades. ¿Estaría arrepentido de ellas? ¿Las habría olvidado?
En la necrología del mayor Thompson, leída en varios periódicos, destacada en todos, constaba la dirección de su hermano, el lord a quien se había referido de pasada en nuestra conversación del parque. Después de darle muchas vueltas al propósito, me decidí a escribirle, y lo hice: una carta breve, más o menos así: «He recibido del difunto mayor Thompson, en circunstancias extraordinarias, o al menos no frecuentes, un legado de cuya legitimidad dudo, o, por lo menos, no creo en ella en la medida necesaria para sentirme tranquilo. Me gustaría saber a qué atenerme y nadie mejor que usted para aclarármelo. Le agradecería alguna noticia al respecto.» Firmaba con mi nombre muy claro, y envié el mensaje a un club del que pude saber que era de los más exclusivos y empingorotados del país. La respuesta me llegó unos días más tarde: tantos ya, que había llegado a creer que mi carta no merecía respuesta. Había dado la dirección del banco, y en el banco la recibí. El hermano del mayor Thompson me pedía perdón por el retraso y me daba en su club una cita que incluía almuerzo. Pedí permiso para dejar el trabajo antes de la hora, y cuando respondí a mister Moore a dónde y con quién iba a almorzar, no pareció sorprenderse. Me dio permiso y allá fui. El portero del club se hallaba sin duda advertido: ni siquiera se molestó en examinarme, de lo cual deduje que mi aspecto, cuidado para aquel caso, no llamaba la atención. Me llevaron junto a un caballero anciano, visiblemente más viejo que el mayor, aunque bastante parecido a él: sin su expresión bonachona y en ciertos rasgos, rabelesiana, sino seca y melancólica, con mucho de altivez y de distancia: como la de un hombre que ya estuviera en el otro mundo y le molestasen con bagatelas de este. Sin embargo, no puedo quejarme de su acogida: intentó sonreírme y ser amable, y lo fue, a lo que creo, en la medida de sus posibilidades. Me mandó sentar. «Pronto almorzaremos, pero convendría que hablásemos antes», y lo hicimos; mejor dicho, lo hice yo: me limité a relatarle mi encuentro con su hermano, la cena y la llegada a mi casa, al día siguiente, del chófer, con la carta y el reloj. «¿Lleva consigo el papel?» Le respondí entregándoselo. «Evidentemente, la letra no es de mi hermano, menos aún la ortografía, pero sí el estilo. La doy por válida.» Entonces saqué del bolsillo el reloj y lo dejé encima de la mesa que nos separaba. Él no lo recogió, ni apenas lo miró. «Sí, el reloj de Disraeli, lo recuerdo perfectamente.» Esperaba de él que añadiese un «Quédeselo usted» o «Gracias por haberlo devuelto». No lo hizo. Empezó a hablar del mayor, aunque sin referirse a su carrera militar, sino a un matrimonio desgraciado por muerte prematura de la esposa, y por muerte accidental, a los veinte años de edad, del único descendiente. «Estos acontecimientos le afectaron mucho. Tenga usted en cuenta que a los ingleses no se nos permite desahogar el dolor con gritos o con llantos, ni siquiera con voces, como a ustedes los latinos, con grandes voces trágicas. Sí, es cierto que en el teatro de Shakespeare se grita y se vocifera, pero aquel mundo hace siglos que no existe más que en el teatro. Mi hermano no pudo llorar a su mujer ni, años después, a su hijo. Como consecuencia, empezó a portarse de una manera rara. No demasiado, entiéndame, no tanto que llamase la atención, siempre sin salirse de los límites permitidos a un gentleman, lo cual le hemos agradecido sus parientes y amigos, aunque, en nuestra intimidad, llegásemos a lamentarlo.» Me permití interrumpirle para preguntarle si había entendido en su integridad el contenido de la carta escrita y traída por el chófer. «En conjunto, sí, aunque haya un par de frases…» Entonces le referí la operación de atrasar el reloj, y las consecuencias que el mayor sacaba de ella. El lord casi sonrió: «¡Pobre Archibald! Las matemáticas no eran su fuerte. Seguramente se equivocó al contar las vueltas…» Y dio la cuestión por zanjada. Creí que habíamos terminado y que pasaríamos al comedor, pero aquel caballero me hizo algunas preguntas indirectas acerca de mí mismo, a las que respondí con franqueza, pero de una manera limitada, lo discreto a mi juicio.
«Es usted muy modesto, señor. Estoy perfectamente informado de su posición no sólo en el banco en que trabaja, sino en la sociedad, así como de otros muchos detalles. No se me oculta, por ejemplo, que es usted un Lancaster.» Yo creo que enrojecí. «Viejas leyendas, señor, ni más ni menos. ¿Quién puede hacerles ahora caso? ¡Quedan tan lejos los reyes de la Rosa Roja!» «Mucho más lejos me queda cualquier clase de reyes, y aquí estoy. Si usted no fuera un Lancaster, no le había citado en este club, sino en un restaurante más o menos distinguido. Si usted no fuera un Lancaster, recogería este reloj que ha venido a devolverme y que le restituyo porque lo considero su propietario legal. Y no le sorprenda lo que digo. En el tiempo que lleva en Inglaterra, se habrá dado cuenta de algo que a los continentales les cuesta trabajo admitir: que en Inglaterra las clases sociales son una realidad viva e injusta, que este es un país de injusticias, y que en eso radica la fuerza que nos queda. Gracias a Dios, nuestros políticos, incluidos los radicales, han conseguido que el pueblo inglés acepte como naturales, incluso como lógicas, estas diferencias que van de la opulencia a la miseria. Sólo algunos intelectuales las rechazan, pero es por razones estéticas. Es cierto que de vez en cuando hacemos lord a un minero, pero eso forma parte del engaño.» Se puso en pie y requirió un bastón. «Recoja el reloj y vayamos a almorzar. Supongo que le gustará el vino francés, ¿verdad?»
Por ciertas palabras que se le escaparon, por ciertos datos que recogí en el banco y por ciertas conjeturas, acabé convencido de que aquel caballero, antes de recibirme, había investigado a fondo mi situación personal; más a fondo de lo que parecía a primera vista no sólo con preguntas al banco, sino quién sabe si con telegramas a Portugal. De lo contrario, ¿de dónde había sacado la información del Alemcastre, ausente de mis papeles? No sé si me pareció entonces natural y satisfactorio, porque mis relaciones con aquel caballero, cuyo nombre o título he olvidado, empezaron y terminaron el mismo día con un buen almuerzo por medio y una conversación sobre Shakespeare en que todo lo que él dijo ya lo sabía yo, y en la que él sabía, por supuesto, todo lo que yo dije. Una conversación inútil, aunque acompañada de vinos excelentes, y en un lugar que no dejé de observar: menos ostentoso que el club del mayor Thompson, seguramente más antiguo; elegante, sólido en su elegancia, el club del primogénito frente al club del segundón.
Aquella noche tuve entre mis manos largo rato el reloj de Disraeli, no sé si para habituarme a su posesión o para sentirme su propietario. Era una pieza indudablemente hermosa, además de curiosa, y su valor histórico le añadiría atractivos para quien se sintiese de algún modo o en alguna medida, interesado por el famoso político. Su posesión hubiera hecho feliz a más de un conocido mío, de aquellos a quienes la lectura de la vida de Disraeli por Maurois había servido para descubrir y encaminar una vocación o para imaginarla. Algunos de ellos, que después fueron políticos o pretendieron serlo, partieron de aquel deslumbramiento casi adolescente: es un libro que también yo había leído y, aunque me hubiera gustado, que creo recordar que sí, ni me abrió caminos ni me los iluminó. Falto de esta aureola, o insensible yo a semejantes recuerdos, el reloj estaba allí como un objeto hermoso, aunque sin particular significación. Ni aun como si lo hubiera comprado, porque quien compra lo hace en virtud de alguna clase de interés o de deseo. Tampoco mis relaciones con el mayor habían sido tan prolongadas, o tan íntimas y cordiales, que pudiera considerar el reloj como testimonio de amistad. Me pregunto si, en el caso de que me hubiera importado, habría escrito al lord, con el riesgo (o la decisión) de perderlo. Quizá haya sido una pregunta sin respuesta, como otras tantas. Recuerdo que guardé el reloj y me puse a leer un libro.
Y ahora tengo que hablar de Ursula. No digo que recordarla, porque su nombre y su persona han estado desde entonces presentes en mi memoria, como los de Belinha, ¡y cuidado que han transcurrido años! Fue una de aquellas mañanas, entre la muerte del mayor y mi almuerzo con su hermano. Me llamaron del despacho de mister Moore; estaba él con otro alto empleado del banco no muy visto por mí, y una señorita rubia. El alto empleado me fue presentado como mister Brenan, y la señorita, como Ursula Braun. Aparentemente, los dos ingleses, por su porte y actitud, parecían iguales en categoría, pero, fijándose bien, y yo me fijé, determinados matices de la conducta de mister Moore revelaban una posición inferior, aunque quizá no demasiado. Por ejemplo, cuando mister Moore hablaba, su mirada buscaba en la de mister Brenan aprobación o conformidad. Me informaron de que Ursula Braun pertenecía a una importante firma hamburguesa, muy bien relacionada con mi banco, y estaba allí, en Londres, para hacer un estudio, algo así como una tesis doctoral, sobre la organización bancaria inglesa, y de cómo había evolucionado desde sus lejanos orígenes, allá por los años en que la reina Isabel todavía no era reina. O quizá un poco antes. Ya había investigado en otros bancos: ahora le tocaba al nuestro. Mi misión consistía en acompañar a la señorita Braun cuando lo requiriese, para facilitarle las entrevistas necesarias, los accesos al archivo, y todo lo que considerase indispensable y estuviese en mi mano. Era obvio que mientras la presencia de la señorita Braun lo exigiese, quedaba exento de mi trabajo diario, etc. Hasta aquí, todo bien. Se despidieron de ella y nos dejaron solos. La primera pregunta de Ursula Braun fue si podíamos empezar a trabajar. Le respondí que estaba a sus órdenes. «A mis órdenes, no. Yo no ordeno. Ni puedo ni me gusta hacerlo. Confío en que nuestras relaciones, más que de colaboración, sean de amistad.» Le di las gracias. El trabajo empezó allí mismo, ella provista de un cuaderno y una estilográfica que sacó del bolso, yo sentado frente a ella. Me explicó que si yo era el objeto de su primer interrogatorio, se debía a que de mí podía recibir la «impresión» (la palabra que usó sólo puede traducirse así) de cómo estaba organizado el banco desde el punto de vista de un empleado de no elevado rango. Me eché a temblar, porque jamás me había preocupado de cómo se ordenaban allí las cosas, las daba por bien hechas; pero ella fue tan hábil, que mis conocimientos y mi experiencia resultaron mayores de lo que yo esperaba y no tan despreciables como temía. Mi situación frente a ella (un poco más bajo yo, sentado en una butaca; ella en una silla) me permitió observarla sin impertinencia, aprovechando los movimientos y cambios de postura facilitados por mi obligación de responder. Su estatura debía de ser como la mía, centímetro más o menos. Era rubia, de un rubio casi blanco: llevaba un peinado muy simple y muy pegado a la cabeza, con moño, de modo que le quedaban al descubierto las orejas. Tenía los pómulos anchos, más que la frente; el esquema de su rostro se aproximaba a un pentágono, cuyas líneas fuesen ligeramente curvas. Los ojos, muy azules, y tan ingenuos (en apariencia al menos) que desbarataban el aire felino que su rostro causaba a la primera mirada. Si gata, lo sería de las de uñas pulidas. Lo demás de su cuerpo era satisfactorio, al menos para mí, no demasiado ducho ni demasiado exigente. Como a todos los hombres de mi generación, mi ideal femenino me había llegado a través de actrices de cine: Greta Garbo principalmente, también Marlene Dietrich y algunas posteriores, que habían ido conformando en nosotros una figura a la que yo, sin embargo, no había sido del todo fiel, sino más bien lo contrario. No coincidía con Belinha, por supuesto, ¡se hallaba en el otro extremo!, ni tampoco con Florita, tan castiza en sus hechuras, pero el ideal permanecía, aunque sólo fuera en el ensueño. No puedo decir que Ursula se pareciese a ninguno de los dos arquetipos; le faltaba eso que ya entonces definía a la «mujer fatal», pero estaba más cerca de ellos que otras mujeres que me habían deslumbrado o simplemente gustado. Tenía, eso sí, atractivo, aunque pareciera no darse cuenta: no era de las que mueven las caderas o hacen ondular el cuerpo como una sierpe o una sílfide. Pero no carecían de gracia sus movimientos, una gracia menos insinuante. No obstante lo cual me sedujo progresivamente, conforme la iba descubriendo, conforme calibraba sus evidentes encantos. Entre los cuales sobresalía su voz, muy suave, armoniosa, una voz de contralto hábilmente modulada. Hablaba un inglés mejor que el mío, gramaticalmente, pero esto era lo de menos, pues, la verdad, no me dediqué a comprobar especialmente, o al menos únicamente, el buen uso que hacía de las preposiciones.
Nos cogió a la mitad del trabajo el aviso de la hora del lunch. Le expliqué la razón de aquellos timbrazos, miró la hora, y yo aproveché el momento para invitarla, con el pretexto de la proximidad del restaurante y si no tenía otro proyecto. Lo dudó apenas. «Bueno», me respondió; se puso un impermeable por encima del traje y esperó a que yo fuera en busca del mío, colgado en la percha de mi oficina entre un hongo y un sombrero flexible. Salimos, pues, juntos, y, de entrada, se agarró de mi brazo con toda naturalidad. Me dijo: «Tenemos tres cuartos de hora para hablar de otras cosas, ¿no le parece? No hay por qué prolongar el trabajo fuera de horas.» Me pareció de perlas, aunque no vislumbrase qué tema de conversación podría tener con aquella desconocida que ya me tenía subyugado. Le ofrecí un buen vino, y lo aceptó. La verdad es que en el restaurante, entre empleados de bancos y de otros negocios de la City, se distinguía, no por nada especial, sino por el solo hecho de ser distinta. Yo le buscaba explicación, y no me fue fácil hallarla, porque Ursula, ni por su apellido ni por su aire, parecía una aristócrata, al menos según lo que yo entendía por tal; quizá fuera su modo de vestir, tan sencillo y, sin embargo, tan elegante y tan moderno. Llevaba la falda corta (que había renacido después de la falda larga que siguió, como una consecuencia más, al crack de 1929), y dejaba al descubierto unas lindas piernas que, sin embargo los clientes del restaurante no podían ver, porque se las tapaba el mantel. Habíamos elegido una mesa de dos plazas, cosa extraña en aquel lugar tan frecuentado, y no teníamos testigos próximos. Me hizo algunas preguntas triviales: «¡Ah! ¿Es usted español? Me dijeron que era portugués.» Tuve que aclarar la razón del equívoco. «Pero usted conoce Portugal, ¿verdad? Hábleme de él.» Lo hice con ese entusiasmo que la nostalgia favorece. Me escuchó con atención, no me preguntó por España.
Este primer día marcó la pauta de los que lo siguieron, al menos de los inmediatos: la ayudaba en lo que había menester, almorzábamos juntos, regresábamos al banco y, al terminar, cada cual marchaba por su camino, a su vida. La mía empezó a llenarla Ursula, de momento sólo como persona en quien pensar, más bien imaginar. O bien, tenerla presente en el recuerdo de las menudencias de cada día, o un mero estar en mi conciencia como figura inmóvil, una especie de icono allí instalado, que yo veía con sólo cerrar los ojos. Fuimos, poco a poco, aproximándonos. El segundo día de trabajo en común propuso que volviésemos al mismo restaurante, pero que cada cual pagaría el gasto alternativamente. Al cuarto o quinto me propuso que nos llamásemos por el nombre de pila y fue entonces cuando se enteró del mío, después de haber gastado unos minutos en enseñarle a pronunciar mi apellido. «Filomelo. ¡Qué bonito! En griego quiere decir amigo de la música.» Le advertí que no era Filomelo, sino Filomeno. «¿Qué más da? Es igualmente bonito.» ¡Dios mío! Era la primera vez que alguien decía semejante cosa de mi nombre, aquella losa que tanto me pesaba; como que desde entonces me reconcilié con él y decidí enterrar el de Ademar con el pasado. Bueno, no lo olvidaría del todo, porque, en mis recuerdos de Belinha, seguía siendo Ademar. «¡Meu meninho, meu pequeno Ademar!» Aquella frase que me pertenecía como mis huesos, que estaría allí para siempre, como las piedras en los cimientos… Pero, igual que los cimientos, podía permanecer oculta. Ursula pronunciaba muy bien lo de Filomeno, lo pronunció desde el primer momento. No le buscó diminutivo ni nada de eso. Filomeno, nada más. Y eso me permitió sentirme más seguro, como el que regresa de un apoyo vacilante a tierra firme. ¡Filomeno, por fin, para alguien que lo decía sin guasa, como un nombre cualquiera! Porque, en el banco, aunque no lo hiciesen notar, yo era el heredero de Margarida Tavora de Alemcastre, una dama portuguesa de reconocida alcurnia, y estaba allí por ser su nieto y por tener en el banco los intereses que había heredado de ella. Con Ursula me sentía desligado de aquel cúmulo de menudencias que tanto me habían hecho sufrir: burlas de Sotero, admiraciones de Benito. No me había referido a este pasado, o lo traté someramente, cuando conté a Ursula mi vida, y lo hice no porque ella me lo preguntase, sino porque me había contado la suya, al menos lo que se puede contar a un amigo reciente: «Soy hija de un comerciante de Hamburgo, estudié arte antes que economía, tengo veintiocho años, estoy soltera.» No sé por qué, quizá porque viniese rodado, o porque nuestro desconocimiento recíproco careciese de otro terreno común, nuestras primeras conversaciones largas trataron de finanzas. Pronto advertí que ella sabía más que yo, sobre todo cuando me dijo: «Todo lo que conoces está al alcance de cualquiera, de un profesional o de un curioso. Pero la economía del mundo es mucho más compleja. Existe esa zona inferior, la de las huelgas y de los obreros parados, a la que cualquier profesional da una explicación generalmente falsa; porque no es cierto, como se dice, que de la situación actual tenga la culpa sólo la torpeza yanqui. Eso es un factor, pero la causa está en el sistema mismo. Eso lo saben perfectamente los de arriba, los que están en esa zona oscura, impenetrable, salvo para ellos, los que la habitan, los que la poseen, los que la gobiernan, y sólo desde ella puede verse la verdadera realidad, que debe ser fascinante y terrible, porque es más que el juego de las riquezas y abarca el porvenir del mundo. Lo que ahí se trama no podemos adivinarlo. No es sólo que manden, como tú piensas, sino el modo como mandan, y lo que proyectan, o lo que se les viene encima, porque, a veces, la realidad se les escapa de las manos. Si continúas en esto, verás cómo renacen las industrias de guerra, única solución del paro, y las industrias de guerra conducen a la guerra.» «¿Entre quiénes?», le pregunté ingenuamente. «¿Quién lo sabe? Pero es casi seguro que mi país sea uno de los contendientes. En mi país, con el pretexto de ciertos errores, crece y se impone un movimiento que me da miedo; más que miedo, espanto. ¿Qué será de nosotros si triunfa? Lo peor que puede suceder es que el demonio tenga parte de razón, y ellos tienen esa pequeña parte.» Yo no había concedido nunca importancia a los movimientos políticos a que Ursula se refería, no pasaban para mí de un folklore más o menos militar, y la terribilidad que ella les atribuía no me cabía en la cabeza. «Pero ¿por qué los temes?» Por primera vez en nuestras relaciones me cogió la mano, mi izquierda con su derecha, y advertí que temblaba. «¿Te dice algo el apellido Stein?» «No. Bueno, creo recordar que alguien de ese nombre tuvo que ver con Goethe, o cosa así.» «Stein es un apellido judío, y mi abuela materna se llama Stein, ¿entiendes ahora?» Comprendió, por mi mirada, que no lo entendía. «En el mundo que ésos proyectan fundar, el que llaman el Gran Reich, no tienen cabida los judíos.» «Pero tú sólo lo eres en parte. ¿Qué sería de nosotros, los españoles? Lejos o cerca, todos tenemos una abuela judía. El apellido Acevedo, que lo es, figura entre los míos, no recuerdo ahora en qué lugar.» Ursula me soltó la mano. «Nadie sabe, nadie puede sospechar, porque nadie lo cree, lo que pasa en mi país. Mi abuela ha emigrado a Dinamarca, mi madre quizá lo haga también. No son judías de religión, sino sólo de raza, pero eso basta. Y en la empresa para la que trabajo hay dinero judío… ¿Entiendes ahora?»
Aquella conversación, a mi pesar, introdujo en nuestras relaciones un no sé qué de patético que ambos procurábamos disimular, pero que estaba entre nosotros, vivo. Las previsiones de guerra de Ursula no carecían de fundamento, aunque no pudiera preverse una conflagración inmediata: estaba mejor informada que yo, lo que yo sabía de las finanzas universales (así me lo dijo ella) podía leerse en las revistas del ramo; y cuando le conté que todas las semanas redactaba un informe para unos financieros de Lisboa, se echó a reír. «¿Por qué no me enseñas uno de esos informes?» Lo hice, lo leyó de cabo a rabo, me lo devolvió. «Esto, querido Filomeno, es un ejercicio escolar. No tiene más finalidad que la de familiarizarte con el mundo del dinero. Si esos señores de Lisboa sólo supieran lo que tú les comunicas, estaban listos. Puedes considerar esas páginas como tu examen semanal, por el que muestras lo que vas conociendo, que no es demasiado. Si sigues en esta profesión, verás cómo, conforme pasa el tiempo, se te van abriendo otros horizontes. Aquí se asciende por grados, como en la masonería, y a cada grado corresponde un crecimiento en el saber.» «Y tú ¿estás muy arriba?» Se echó a reír. «No tanto como tú piensas, aunque un poco más que tú.» Una de aquellas tardes, la del viernes, ella había quedado en el archivo, y yo despachaba en mi oficina unas cartas urgentes. Apareció a la hora de salir, un poco apresurada. «Temí que te hubieras marchado. ¿Quieres que salgamos?» Era la primera vez que entraba en mi cubil, y tanto monsieur Paquin como el traductor de las cartas escandinavas la miraron largamente: podían hacerlo sin impertinencia, porque se habían levantado y se ponían los impermeables. Ya en la calle, me dijo: «Quería proponerte que pasásemos juntos el fin de semana. Tenía proyectado recorrer unos cuantos lugares de los alrededores de Londres, donde hay cosas que ver, y pensé que quizá te interesase.» Le respondí que sí. Le dije que sí sin una mínima pausa, sin un mínimo silencio entre la proposición y la respuesta. «Pues te iré a buscar mañana a tal hora. Ve preparado para pernoctar fuera de casa.» Fue puntual. Venía en un cochecito biplaza, de los que entonces se usaban, con un maletero grande, saliente, detrás. No sabía si el coche era suyo, ni se lo pregunté; pero, a juzgar por cómo lo conocía, deduje que al menos llevaba usándolo bastante tiempo. Manejaba con destreza y con cordura por carreteras secundarias, bajo árboles antiguos, dejando a un lado, o entrando en ellas, aldeítas como ilustraciones de un cuento de hadas. Aquí había una iglesia normanda, más allá las ruinas de una abadía gótica, en tal pueblo la calle principal valía la pena verla. Lo llevaba todo estudiado, y, alguna vez, consultó un cuadernito. Pero no hizo" en mi presencia ostentación de saber, ni dijo nada que resultase pedante. Más bien se encerraba en su silencio, dejándome a mí con el mío. La observé especialmente callada, aunque no metida en sí, sino alerta, dentro de las iglesias normandas; más o menos desde el centro, miraba hacia los lados, como si de cada uno de ellos le llegara una voz que sólo ella escuchase, porque yo no iba más allá de un placer elemental: eran bonitas y me gustaban.
Pero en las ruinas góticas estuvo más charlatana, casi elocuente. Se mantenían en pie el ábside y las paredes de la iglesia abacial, y algún arco desnudo. El suelo y los alrededores eran de césped cuidado. Caía una lluvia fina, y nos movíamos metidos en los impermeables, con las capuchas echadas. El humo de mi cigarrillo se mezclaba con la lluvia, se fundía con ella. «¿Serías capaz -me preguntó- de imaginar esta iglesia cuando estaba viva?» Le respondí que no. Entonces empezó a reconstruirla con la palabra, completando muros, restaurando bóvedas, cubriendo de vidrieras los ventanales rotos, hasta que tuvo el interior completo, aunque vacío de ritos y de músicas. Era tan plástico lo que decía, salían de su boca tan claras y precisas las imágenes, que llegó un momento en que me creí en el centro de la iglesia, encerrado mágicamente en ella, y que la luz gris que nos envolvía se teñía de colores al atravesar los ventanales. Y Ursula se movía entonces como si aquel espacio imaginario fuese real, como si sus palabras lo hubieran creado y estuviéramos en él, más que metidos, sumergidos. Un espacio que le causó entusiasmo, que le arrancó ayes de gozo, o así al menos me lo pareció; que me arrastró también a mí, partícipe de sus mismas sensaciones. Y duró hasta que dijo: «Vámonos», y toda la magia levantada con sus palabras se desvaneció en la lluvia. Yo estaba anonadado. Me preguntaba cómo era posible que aquella mujer, perita en finanzas, encerrase detrás de su frente (o quién sabe si dentro de su corazón) aquella capacidad poética. En el coche, mientras nos dirigíamos a un figón para almorzar, habló de lo mismo, pero ya en otro tono. Se refirió a alguno de sus maestros de la universidad, que le había enseñado que lo esencial de la arquitectura era la creación de espacios interiores, que en ellos residía su poder de comunicación: hacer hablar a Dios desde el aire encerrado entre unas piedras. Entonces me expliqué su silencio y su entusiasmo. Pero no me sentía capaz de compartirlos. Si allí estaba la voz de Dios, yo no la oía.
Me llevó aquella tarde a Windsor. Pasamos antes por Eton, estaba abierto el colegio, echamos un vistazo a su entrada y a los patios. Lo que me dijo entonces ya no tenía que ver con el arte, aunque partiera de la sensación opresiva de aquellos claustros, que, en un principio, y sin rectificación posterior, me parecieron siniestros. Me estremeció el recuerdo de que, bastantes años antes, mi abuela Margarida había proyectado llevarme allí. Se lo dije a Ursula, y se echó a reír. «Perdiste la ocasión de entrar por el camino de los que mandan en el mundo; ya ves, no estarías en el banco en la posición en que estás, sino a la puerta misma de los grandes secretos, que se te abrirían en el momento oportuno. Los hombres fuertes de este país se forjaron aquí, como los del mío en las escuelas militares.» Hizo un silencio que yo no interrumpí. «No deja de ser curioso que no se parezcan en nada, éstos y los prusianos, más que en la dureza y en que tanto de aquí como de allí salen bastantes maricones.» Siguió hablando de unos y de otros, pero yo le presté menos atención, porque por primera vez se había pronunciado entre nosotros una palabra que no se refería a la vida correcta, o, si se quiere, convencional. Ella, además, no había usado ningún subterfugio culto, homosexuales o cosa así, sino la voz inglesa que sólo se puede traducir por maricón. Y también fue curioso que no se detuviera en el tema, sino que la continuación de su charla tratara sólo de las semejanzas y de las diferencias entre los gentlemen ingleses y los junkers alemanes. Habíamos pasado ya el río y llegado a Windsor. Dejamos el coche frente a la entrada, junto a un pub muy visible, y entramos en el castillo con un grupo de visitantes, con paraguas y con impermeables como nosotros, pero pronto nos apartamos de ellos. Conforme avanzábamos, las imágenes que veía suscitaban de mi olvido otras semejantes, si no las mismas. Probablemente Windsor había sido uno de los lugares visitados con mi abuela, hacía trece o catorce años, en busca de reyes de la casa de Lancaster. Yo no puedo recordar si alguno de ellos está enterrado en la capilla de San Jorge, aunque creo que no. Me cuidé muy bien de no contar nada de esto a Ursula. El interior de la iglesia, tan luminosa, tan cuidada, no le despertó el entusiasmo de la que ella había imaginado. La recorrimos con gusto visible, pero una frase de ella, sólo una frase, me reveló no sólo lo que pensaba, sino algo de lo que sentía. «Aquí no puede alcanzarse la emoción religiosa. Esto no es más que la apoteosis de una monarquía.» Al salir nos metimos en el pub, a tomar café. No sé de qué empezamos a hablar, ni si continuamos la conversación iniciada en la capilla de San Jorge, pero la charla (más bien el monólogo de Ursula, que yo escuchaba como un concierto de cámara) volvió al tema de los ingleses y de los alemanes; primero de una manera estética, lo característico de lo prusiano era la rigidez; de lo británico, la flexibilidad. «En Alemania -dijo- no sabemos resistir el toque de una trompeta, en seguida nos ordenamos de ocho en fondo y desfilamos. Hasta los comunistas aprendieron la disciplina prusiana.» Y después de uno de aquellos silencios en que parecía que su mirada se perdía: «¿Te hablé alguna vez de mi hermana Ethel? Somos gemelas, hemos recibido la misma educación, pero ella es comunista, no más o menos platónica, sino de acción. Le mataron a su amigo, y ella tiene una bala incrustada en la cadera. Morirá en la calle.» Y después: «A mí, el comunismo me fue simpático: me sentí atraída por él cuando tenía veinte años, y hubiera seguido el camino de mi hermana; pero nos separó el estalinismo, o al menos a mí me sirvió de pretexto. Ella encuentra razones para justificarlo, yo no.» Además, el comunismo en Alemania sería aplastado, y en eso estaban de acuerdo, con los nazis, muchos otros alemanes. «Incluso en la rama judía de mi familia los hay fieramente anticomunistas.» El tema quedó olvidado cuando dejamos el pub y subimos al coche. Llovía cada vez más, y era difícil recorrer el camino previsto, de pueblo en pueblo y de iglesia en iglesia. Íbamos en silencio, yo contemplando cómo la lluvia se estrellaba en el parabrisas, cuando me preguntó, de repente: «¿Tú eres religioso? Quiero decir si tienes una creencia católica, por ejemplo. En tu país todos son católicos.» Le respondí que mi educación religiosa había sido muy descuidada y que no podía decir que tuviera unas creencias concretas, sino unas vagas ideas que también podían ser recuerdos vagos. «¿No rezas?» Me eché a reír, me preguntó por qué, y le repetí aquella oración que nos hacía recitar mi abuela, todas las noches, antes de acostarnos: «Que Dios Todopoderoso mantenga en los infiernos al marqués del Pombal por los siglos de los siglos, amén». No se rió, sino que me miró seriamente. «¿Quién fue ese marqués?» Le conté la vieja historia de la conspiración de Aveiro y las terribles represalias del marqués, la gente torturada, despellejada en vida. «La esposa de Aveiro era una Tavora, y no sólo la mató a ella, sino a todos los Tavora que pudo encontrar, sin dejar vivos ni a los criados. Mi abuela descendía de unos Tavoras que se habían salvado por milagro, creo que porque estaban en España.» Tampoco entonces se rió, pero sí sonrió ligeramente. «Es una curiosa manera de entender la oración», dijo, y no hablamos más.
Se detuvo en un pueblo del camino, ante un hotel o posada que se llamaba «Las armas del condado», según pude leer en la muestra colgada encima de la puerta, en aquel momento batida por el viento. Había caído la tarde, y no nos quedaba nada que hacer por las carreteras. Metió el coche en un cobertizo, donde había un carruaje viejo, de caballos, aunque sin tiro; yo saqué el exiguo equipaje, un maletín de cada uno. Ursula, al entrar, fue derecha al mostrador, donde había una mujer de mediana edad. Se saludaron como conocidas con bastante alborozo por ambas partes. «Hace tiempo que no viene por aquí, señorita», y cosas de esas, y no sé si besuqueos. Yo esperaba detrás cargado con los maletines. Oí cómo Ursula pedía dos habitaciones: me dio la llave que me correspondía, y yo a ella su maletín. La señora de mediana edad nos precedió y nos llevó a la primera planta. «Usted aquí, usted aquí.» Quedamos citados para cenar veinte minutos más tarde, y cenamos en un comedor chiquito, seis u ocho mesas nada más, con aire antiguo: mucha madera, vidrios emplomados en ventanitas tudor, una gran chimenea encendida, lo tópico, pero grato de ver y de estar allí. La camarera también saludó a Ursula con alegría y nos recomendó un menú. No dijimos, durante la cena, nada importante. En un momento me sorprendí distraído, pensando en Ursula sin mirarla; yo creo que ni siquiera pensando, sino sintiéndola. Por debajo de todo lo que habíamos hablado y hecho, fluía de ella una especie de hechizo cauteloso, como una aura envolvente que me había penetrado y a la que yo había respondido sólo con cortesías menudas, las pocas que al viaje diera lugar, como ahora, durante la cena, cuidarme de su vino y preguntarle si le gustaba aquel rosbif. Llevábamos bastantes horas juntos, habíamos compartido el mismo asiento en el coche, o, al menos, dos asientos cercanos, pero nuestros cuerpos apenas si se habían rozado, aunque el mío tendiera hacia el de ella movido por un ciego impulso. Lo pensé, temí cometer en algún momento alguna inconveniencia, pero me tranquilizó la conciencia de mi timidez. Cuando terminó la cena, me llevó al vestíbulo, donde, me dijo, solía reunirse alguna gente de la aldea, a la que conocía de otras veces. Y así fue. Nos sentamos en un lugar no demasiado visible, pedimos un vino dulce. Conforme llegaban los clientes a tomarse sus cervezas, la mayor parte de ellos, sobre todo parejas, se acercaron a saludar a Ursula, y, de rechazo, a mí, pero ninguno se quedó con nosotros, como si respetasen nuestro aislamiento. Hasta pasado ya un buen rato de conversaciones bajas y alguna risa, después de unas idas y venidas de algunos de ellos al mostrador, se nos acercó la gobernanta, o encargada, que eso debía ser aquella señora de mediana edad, y, dirigiéndose a mí, me dijo que la señorita, otras veces que había estado allí, solía tocar el acordeón, y que aquellos amigos la habían encargado de pedirme que se lo permitiese esta vez. Me quedé un poco confuso. Ursula se rió y respondió por mí, que sí, que tocaría. Fue a buscar el acordeón, que estaba en el maletero del coche, lo trajo, y empezó a tocar. Los clientes hicieron corro, alguna vez corearon, y cuando Ursula tocó un vals, dos parejas se pusieron a bailar. La novedad de la velada, según Ursula me dijo después, fue que uno de aquellos caballeros pidió a Ursula que le dejase el acordeón para que nosotros pudiéramos también bailar. Así se hizo. Tuve el cuerpo de Ursula más próximo que nunca, tuve su cintura cogida con mi mano, sus pechos junto al mío, y el roce alternado de sus muslos. Hubo un momento en que me sentí embriagado, y ella seguramente se dio cuenta, porque cuidó de que no nos aproximásemos demasiado. Nos hicieron bailar tres valses distintos, y, al final, nos aplaudieron. Después, la reunión se hizo general; yo tuve que explicar quién era, muy por encima, claro, y decir algo de lo que pudiesen colegir que no era el amante de Ursula, ni siquiera su novio. Es muy probable que los decepcionase.
HABÍA BASTANTE DIFERENCIA entre mi situación sentimental cuando vivía con Belinha, y lo de ahora. No sé si sería porque Belinha estaba allí, segura, y no tenía por qué cuestionarla, ni tampoco me hallaba en edad de hacerlo; estaba mientras estuvo, yo podía vivir sin pensar constantemente en ella, como quien tiene una madre y no necesita repetirse todo el día que la tiene. Lo de Ursula tampoco podía compararse con lo de Flora, porque en Flora no solía pensar hasta que un pinchazo en un recoveco oscuro me la hacía necesaria: después de estar con ella, recobraba la independencia y mi mente quedaba libre para pensar en otras cosas, o para no pensar en nada. A Ursula la sentía a la vez dentro y fuera; como el aire y como una de esas sensaciones sin nombre que salen de las entrañas. Ni uno solo de mis actos, ni un solo pensamiento, dejaban de referirse a ella, la tuviera delante o no. Cuando no me dominaba el sentimiento, a veces la sensación, más que de su presencia, de su existencia, me preguntaba por las razones de aquel anhelo incesante: me lo preguntaba, quizá por hábito, quizá por necesidad, pero no como pregunta angustiosa, o al menos preocupada, sino al modo como el que es feliz se pregunta el porqué. La respuesta más fácil, la que me satisfacía, era la de que, aunque nunca me había enamorado, enamorarse tenía que ser algo así. Hubo sin embargo momentos de sequedad transitoria al final de un insomnio consagrado a ella, en que logré sobreponerme y llevar más allá mis interrogaciones, por otra parte inútiles. ¿Por qué? Inevitablemente recordaba, a modo de parangón, mis sufrimientos en el pazo miñoto. Cuando esperaba todas las noches la llegada de Belinha, era una espera física, la necesidad de abrazarla, de sentir juntos los cuerpos, como tantas veces atrás, aunque ahora de otro modo. No sé si lo de Ursula era más o menos agudo, pero el apetito de su cuerpo se mezclaba, como un ingrediente más, al de su persona entera; ¿qué había en ella que así había creado aquella necesidad? Toda congoja, todo temor a la soledad, recuerdos de aquel tiempo en que ella no estaba, también el miedo a perderla, desaparecían cuando nos encontrábamos y paseábamos en compañía. Estar con ella colmaba mis apetencias; a veces, yendo juntos, en cualquier circunstancia, por la calle, en el restaurante, o en cualquiera de los lugares a donde íbamos. La necesidad de su cuerpo pasaba como una ráfaga escasamente duradera, más que ráfaga, la manifestación súbita de algo que estaba dentro, escondido, y que sólo me urgía durante unos segundos. Había llegado a ciertas conclusiones respecto a Ursula: todas ellas incluían la sospecha de mi inferioridad y el temor de que ella la descubriese. Si le buscaba explicación, me bastaba con aceptar el hecho de que hubiese recibido una educación superior a la mía, de que su experiencia fuese mayor, en una palabra, de que ella era ya una mujer y yo todavía no era un hombre. Había creído serlo después de la aventura de Flora, y lo creí hasta el encuentro con Ursula; Flora estuvo siempre por debajo de mí, aunque tuviese más años. Mi mundo era más ancho que el suyo, mucho más rico, y, en nuestras relaciones, yo había mantenido una especie de superioridad que ella me daba hecha. Lo que me había enseñado se reducía a cosas de alcoba, que habían hecho reír a la puta napolitana: lo había aprendido pronto y, además, al enamorarse de mí, se había situado voluntariamente en una posición semejante a la de una servidora con acceso a la cama del señor. Ahora me doy cuenta; entonces lo vivía sin darle importancia. ¡Aquellos proyectos suyos de vivir juntos! Ni siquiera había mentado la posibilidad de casarnos, ni a mí se me había ocurrido. Bueno. El resumen es que mi pasado no me bastaba para entender lo de Ursula, pero en el fondo tampoco me apremiaba. Me sentía contento, ligero, un modo de sentirme completamente nuevo.
Su investigación en el banco terminó. No por eso dejamos de vernos y la iniciativa fue suya. ¡Yo no me hubiera atrevido! No almorzábamos juntos porque su lugar de trabajo quedaba lejos del mío, pero nos encontrábamos al caer de la tarde, generalmente me esperaba en su coche en un lugar cercano a la City, íbamos a cenar, y, después, me llevaba a sitios para mí desconocidos: salas de conciertos o lugares de clientela con poco aire inglés, al menos al modo acostumbrado, gente bohemia, artistas, personas indefinidas o singulares, con las que era fácil hablar y divertirse. Conocí estudios de pintores y pisos de muchachas independientes, fiestas a escote y amaneceres fatigados. También me llevó a un local donde tocaban música de jazz, que para mí fue un descubrimiento grato, una revelación, y a otro donde se reunían hispanoamericanos a escuchar tangos. Ahora pienso que aquellas visitas, al parecer casuales, formaban parte de una prevista pedagogía amable, donde yo iba perdiendo el pelo de la dehesa que aún me quedaba en el alma. Ursula tenía una idea muy clara de lo que yo debía conocer, me lo ponía delante y hablábamos después; pero sin que yo me diese cuenta de que sus palabras formaban parte de una lección. Con lo cual, mi sumisión interior hacia ella crecía: llegué a emular la soltura con que se movía en aquel mundo; yo llevaba años viviendo en el mío sin enterarme cómo era. La realidad era más, mucho más, que las finanzas universales. Había la vida, de la que yo sabía poco.
También hablábamos de libros. Alguna de aquellas tardes le descubrí mi dudosa vocación de poeta, mis ejercicios nocturnos de versificación. Ella me escuchó y dijo: «Tenía que ser así. ¿Cómo no me había dado cuenta?» Y, por primera vez, me acarició, sentí en mi cara la suavidad, un poco temblorosa, de su mano. Me dio pie a que le relatase mis dificultades. Sabía escribir versos, creía escribirlos de manera impecable, pero no tenía de qué escribir, qué confiar a las palabras. Entonces me preguntó si nunca había estado enamorado. Le conté con bastante detalle la historia de Belinha; la escuchó y me hizo algunas preguntas. Al final me dijo: «¿Sabes que tu amor por esa muchacha fue como una metáfora de incesto?» Debí de poner cara de estupor. Continuó hablando. Conforme la escuchaba, recordé aquellas palabras de don Romualdo dichas después del mismo relato: «Esa historia haría feliz a uno de estos freudianos.» Pues Ursula me estaba dando la explicación freudiana de mi amor por Belinha. «No has tenido madre, y la buscas en cada mujer», resumió. Me atreví a decirle: «¿También la busco en ti?» Respondió sordamente, con un cambio súbito de expresión, como si de repente hubiera emergido de su interior una contenida tristeza. «Yo no puedo ser madre.» Intenté reír y resolver la situación con un par de frases fáciles, pero creo que ni siquiera las escuchó. Una persona que oculta una llaga en algún lugar recóndito, y se la tocan, no se porta de otra manera, pero esto lo digo ahora; entonces no podía adivinarlo, y lo único que se me ocurrió fue que la había ofendido, al darle a entender con mi pregunta algo de mis sentimientos hacia ella. Pero no fue así. No se levantó de donde estábamos, un cafetín del Soho en el que habíamos comido, ni se fue sin decir «Hasta mañana», como siempre. Permaneció silenciosa, sin mirarme y creo que sin mirar. Y cuando pasó algún tiempo, apretó mi mano, que reposaba en el mantel, la apretó largamente, y dijo: «Perdóname. A veces me vienen estos silencios.» Pidió un café, lo tomó sin volver a hablarme, y, cosa inusitada en ella, me pidió un cigarrillo. No era diestra fumando: empezó a toser y lo dejó en el cenicero. Entonces se me quedó mirando, me cogió del brazo suavemente y me preguntó: «¿Quieres venir conmigo? Quiero decir a mi casa.»
Nunca me había llevado a ella. Ni siquiera sabía su dirección. Me cogió desprevenido aquella manera inesperada de invitarme, no entraba en los supuestos inmediatos; pero me puse en pie y le dije: «Vamos.» Vivía en un barrio lejano, tardamos bastante tiempo en llegar, y, durante el trayecto, no hablamos, o, más bien, yo respeté su silencio. Era una casa de pisos, el barrio parecía agradable, aunque moderno, de edificios uniformes, cinco o seis pisos, ladrillo rojo oscurecido. Ella vivía en una planta baja, un departamento cerca del portal, con dos ventanas a la calle. Lo que yo vi, de entrada, fue un pasillito casi desnudo y un pequeño salón bien amueblado, donde había libros y grabados ingleses por las paredes. Ursula encendió un par de lámparas situadas en rincones opuestos, encima de unas mesillas con algunos cachivaches y retratos. Me invitó a sentarme. «Traeré unas copas.» Durante su ausencia, curioseé lo que pude: los retratos me quedaban cerca, parecían de familia, hombres, mujeres, algunos niños; de buena apariencia. A lo que podía colegir, alta burguesía, o, por lo menos, burguesía bien instalada, de esa que ya domina las formas. Los grabados me eran familiares, escenas de caza y diligencias. Algunos, los más lejanos, me parecían de barcos: estaban en las sombras y no los veía bien. Uno, muy grande y bien enmarcado, encima del sofá, representaba una escena pagana en un escenario barroco. Los libros me quedaban lejos también. El conjunto era muy agradable. Pero no creo que expresase la personalidad de Ursula. El sillón donde me había sentado pertenecía al modelo de los pensados para la más perfecta poltronería; al sentarme, el cuerpo quedó como una Z, y las rodillas, a la altura de la barbilla. Cuando ella dejó encima de la mesa una bandeja con vasos y una botella de whisky, y se sentó, sus espléndidas piernas me quedaron enfrente, y las rodillas casi me ocultaron su cara.
Había dejado los vasos servidos. Yo me sentía bastante embarazado, y, por hacer algo, alargué la mano para coger el mío. Ella hizo lo mismo, pero, antes de llevárselo a los labios, brindó: «Por nosotros.»
Mi habitual confusión había llegado a su colmo, y mi inexperiencia no podía sacarme del apuro. ¿Qué tenía que hacer? Lo más probable sería que no coincidieran nuestros pensamientos, menos aún nuestros proyectos (los míos eran vagas esperanzas reprimidas). Opté por quedarme quieto, con el vaso en la mano, mirándola. Y ella me miró también, no sé qué quería decir aquella mirada. Por fin dejó el vaso en la mesa, se levantó, pasó por detrás de mí y, del conjunto de fotografías que yo había visto, cogió una y me la mostró. «Es mi madre.» Y después me enseñó otra, de un muchacho: «Éste es mi hermano Klaus.» Bien, ¿y qué? Volvió a sentarse, las piernas siempre juntas, pero enteras a mi vista, desde las rodillas, unas piernas largas, acaso el pie un poco grande. «Mi hermano Klaus está encerrado en un manicomio. Tengo otro hermano, ese que ves vestido de marino, Richard. Hasta el momento parece un hombre normal, aunque su empeño en ser marino mercante y no seguir con los negocios de la familia se haya interpretado, al menos, como una rareza. Ni mi hermana Ethel ni yo somos locas. Tampoco lo es mi madre, ni ninguna mujer de las conocidas o recordadas. La locura la contraen los hombres y la transmitimos las mujeres. De eso, al menos, nos han convencido o intentado convencernos, sobre todo algunos médicos. Yo no lo he creído nunca. Las razones no podría explicártelas.» Fue entonces cuando se levantó y se acercó a la ventana. De espaldas a mí, continuó hablando: «Mi madre quedó fuera de sí cuando se comprobó la insania de Klaus, que era el más pequeño, el que ella más quería. Pareció volverse loca, pero no era más que el dolor lo que la hacía desvariar. Yo era una niña, ocho o nueve años, y ni Ethel ni yo entendíamos lo que pasaba a nuestro alrededor, el porqué de aquella extraña conducta de mi madre, la tristeza invencible de mi padre, la casa siempre sombría. Vivíamos Ethel y yo como aplastadas. Nos prohibían ser alegres, nos obligaban al silencio y a la pena. Algún tiempo después ya fue necesario internar a Klaus sin esperanza: sería un loco más de los de la familia, la marca negra de la voluntad de Dios. Mi madre dejó de llorar, pero se endureció. No volvimos a verla sonreír, no volvió a besarnos, parecía tenernos odio. Richard se había evadido ya de aquel hogar sin palabras amables, sin dulzura; hacia sus estudios, navegaba. Nos enviaba tarjetas, a mi hermana y a mí, desde todos los puertos y en todos nos deseaba la felicidad. Pero cada vez que llegaba una de ellas, la mirada de mi madre se endurecía más, se llenaba de más odio, un odio que lo mismo la llevaba a romper furiosamente un vaso, que a desahogarse en una de nosotras, a quien daba sin motivo un bofetón, o echaba de su presencia. Ethel y yo anhelábamos el momento de salir para el gimnasio; allí, a pesar de la disciplina, nos sentíamos libres, y temíamos el momento de regresar. Mi padre se escondía, nos evitaba, evitaba a mi madre, hacía largos viajes con el pretexto de los negocios. En uno de ellos, permaneció algún tiempo en América del Sur, casi dos meses. Fue un tiempo en que mi madre mantuvo largas conversaciones con el médico de la familia, un hombre joven, extraño, que tampoco sonreía; a nosotras no nos llamaba la atención, porque aquel médico era como de la casa, era como propiedad de mi madre, con la que estaba de acuerdo, a la que casi obedecía. Era uno de esos médicos con escasa clientela, por demasiado moderno, tenía fama de peligrosamente avanzado. Puede decirse que vivía de nosotros, y que mi madre era una de las pocas personas, sino la única, que compartía sus teorías: yo creo que las compartía con fe apasionada, furiosa; es posible que viera en él a un redentor de la Humanidad; por redentor, incomprendido. Una mañana, en vez de ir al gimnasio, nos llevaron, a Ethel y a mí, a una clínica privada. Las explicaciones que nos dieron no las recuerdo, ni creo que fuesen explicaciones, sino órdenes. Tampoco lo que nos hicieron allí: como que ni nos dimos cuenta de que nos habían anestesiado. Despertamos en nuestras camas una junto a la otra; había una enfermera que nos cuidaba día y noche, y el médico, que venía a vernos. Teníamos que estar quietas, pero podíamos hablar y leer. En alguna parte había unos vendajes: pensábamos que nos habían sacado el apéndice. Nuestra vida, después de aquel incidente, siguió lo mismo. Y el hecho de que nuestras compañeras empezasen a menstruar, y nosotras no, no tardó tiempo en sorprendernos; pero ese momento tenía que llegar. Acordamos preguntarle a mi madre el porqué de aquel retraso: no éramos tan ignorantes que no supiésemos que podía obedecer a alguna deformidad, a algún defecto, común a ambas por ser gemelas. Mi madre no nos dio una respuesta, sino largas, y explicaciones vagas. "Ya os llegará, como a todas las mujeres, ya os llegará." Pero no nos llegó, y no había llegado cuando entramos en la universidad. Por lo demás éramos dos muchachas sanas y vitales. Alguna vez hablábamos de aquella singularidad, que ya nos lo parecía, porque teníamos la información necesaria, y nos causaba inquietud. ¡Diecisiete años! Los chicos ya nos rondaban. Éramos bonitas… Ethel se preocupaba más que yo. Un día me dijo que iba a que la examinara un ginecólogo. "¿Sin saberlo mamá?" Tampoco había por qué contar con ella: estaba en Hamburgo, y nosotras en Heidelberg. No aconsejé a Ethel, pero tampoco la disuadí. Lo hizo. El médico le reveló que estaba vacía, que le habían extirpado los ovarios, la matriz… Cuando me lo dijo, me llevé las manos al vientre. "Pero, ¡Dios mío!, ¿cuándo? ¿Y por qué?" ¡No puedes imaginar qué espantosa fue aquella tarde, las dos encerradas en nuestra habitación, pensando en suicidarnos! Y no teníamos a nadie en quien confiar, a quien acudir en busca de una explicación que, por otra parte, nadie podía darnos, más que mi madre. Decidimos ir a Hamburgo, hacerle frente, exigirle una respuesta. Lo hicimos. Le sacamos una sola frase: "He evitado que, como yo, seáis madres de locos." Nos había esterilizado para eso. Hablamos con nuestro padre. No sabía nada, se sorprendió como nosotras, sintió nuestro dolor a su manera, pero tampoco podía darnos el remedio, porque no lo había. Fue Ethel la que le dijo que no volveríamos a casa. Él lo comprendió y nos aseguró la vida. Venía a vernos a veces.» Ursula había hablado sin interrupción, con voz monótona, sin inflexiones, sin dramatismo, como quien recita una historia sabida. Y después de sus últimas palabras cogió el vaso de whisky, echó un trago largo y me pidió, segunda vez en el día, un cigarrillo. Me levanté para dárselo, y, al cogerlo, cogió también mi mano, sólo cogerla y apretarla, sin retenerla. Fue entonces cuando se puso en pie y me empujó suavemente hacia mi butaca. «Siéntate. Los espectadores de un drama suelen estar sentados.» Ella lo hizo también, no ya en el sillón, sino en el brazo, con la pierna montada, el cigarrillo en la mano y la cabeza baja. Un cabello caído hubiera completado la imagen del dolor, pero lo llevaba, como siempre, tirante y apretado en un moño. «Tal vez un hombre castrado pudiera comprenderme, pero no me gustaría encontrar esa clase de comprensión. Hay cosas, sin embargo, difíciles de explicar. Ya no se trata sólo de la imposibilidad de tener hijos; esto es lo más fácil, lo más evidente. Lo mismo Ethel que yo hubiéramos podido quedar ahí, en la maternidad frustrada, o darle la vuelta y alegrarnos por la imposibilidad de una maternidad involuntaria. Hasta creo recordar que alguien nos dio esa salida. No la aceptamos por alguna razón que no creo recordar, quizá porque no haya existido. Aquella amiga nos dijo: "¿Qué más queréis?" Hubiéramos podido responderle y tal vez le respondimos que queríamos más, aunque no supiéramos qué, pero llegamos a saberlo, hablando Ethel y yo, rasgándonos el alma. Esas entrañas de las que me despojaron hubieran, desde su oscuridad, encaminado nuestras vidas de otra manera. Nos fuimos dando cuenta al vernos distintas de las demás, distintas de una manera profunda. No es ya que nuestros proyectos fueran diferentes, sino que lo era nuestra manera de estar en el mundo, tampoco como un hombre. Ocupábamos un lugar intermedio entre ellos y ellas, y mis sentimientos sólo se parecían a los de mi hermana. Compartíamos una rabia sorda contra todo que a veces se manifestaba en deseos de ser malas, de hacer daño, y, otras, en una exigencia de justicia más allá de lo posible, en la necesidad de cambiar el mundo, sin darnos cuenta de que en un mundo distinto habríamos sido igualmente incompatibles con él. Mi hermana encontró entonces un muchacho del que se enamoró, y que le dio una solución, la de luchar por ese mundo justo. Ésta fue la causa de que entrase en el partido comunista y de que se entregase a él en cuerpo y alma. Yo no fui más allá de la tentación, quizá porque en la universidad nuestros estudios diferentes hubieran roto, o al menos quebrantado, aquella semejanza de siempre, aquella coincidencia que nos hacía muchas veces sentirnos una sola como si tuviéramos el mismo corazón. El caso fue que Ethel estudió matemáticas y yo arte. Las matemáticas hicieron a Ethel dogmática; a mí, el arte me hizo escéptica. No ya su estudio sino su realidad, fue en un principio una especie de consuelo, o una especie de engaño. Lo fue hasta que llegué a comprender que el arte también tiene sexo, y que una mujer castrada no podía sentirlo ni vivirlo hasta el tuétano, como yo deseaba. Si dejé el arte y estudié economía fue porque el dinero carece de humanidad, no tiene sexo, ni alma, se rige por unas leyes sin sangre: al menos en esa zona intermedia en que nosotros nos movemos. Más abajo está la miseria; lo que hay más arriba lo ignoro, aunque lo sospeche, pero sé que nunca llegaré a ser iniciada en sus misterios.»
Otra vez quedó en silencio. El cigarrillo se le había quemado entre los dedos, y la ceniza le caía en la falda. La sacudió y volvió a levantarse. Quedó un momento como si vacilase. Y entonces yo hice algo que no había pensado, que no tenía nada que ver con las palabras dichas, que no sé cómo lo hice ni por qué. Me levanté, me acerqué a ella y le dije: «¿Quieres soltarte el cabello?» Y ella, quizá asombrada, con esa mirada del que se halla ante lo incomprensible y lo absurdo, se llevó las manos al moño y lo soltó. Le cayó sobre los hombros una cabellera larga y fina. Y yo se la acaricié. No sé si, entonces, ella lo mismo que yo, comprendimos que había alguna razón para lo que yo había hecho, aunque no estuviese muy clara (todavía no lo está hoy para mí). Pero mis manos acariciándola parecían la justificación, o quizá una respuesta de quien no comprende claramente, pero necesita mostrar una adhesión. Un beso hubiera significado lo mismo, pero era más ambiguo. Sí. Hice bien en no besarla. Terminé la caricia dejando que mis manos quedasen sobre sus hombros. «Lo que siento es tan nuevo que no sé cómo decirlo.» Ella me sonrió con dulzura. Volví a sentarme.
«Mi hermana me sirvió de espejo para entenderme a mí misma en la medida en que eso era posible. Dejamos de vivir juntas, pero durante mucho tiempo nos veíamos, hablábamos de nosotras, siempre de nosotras. Yo era lo único que conservaba Ethel de su pasado, lo único que amaba, porque mi padre había roto con ella cuando se juntó con un hombre sin casarse. Venía a verme, me contaba sus cosas, jamás las de que fuese o no feliz con su amigo, sino sus aventuras, riesgos, hazañas. No era evidentemente la única muchacha revolucionaria que conocía: en aquel tiempo abundaban en la universidad y fuera de ella, y eso fue lo que me permitió compararlas con mi hermana. A ellas, el afán de lucha, el ansia de justicia o, simplemente, el deseo de vengar al camarada muerto, les salían de las entrañas; a mi hermana, en cambio, le salían de la cabeza. Y cuando mataron a su amigo, su dolor y su furor eran mentales. Entonces, no antes, comprendí que había un modo femenino de vivir, un modo que lo abarcaba todo, no sólo el amor y las otras pasiones, y de eso era de lo que nos habían privado. Después, mi propia experiencia me permitió completar aquellas convicciones. Tuve amores, pero nunca supe entregarme con esa totalidad con que se entregan otras, ese modo que compromete a toda la persona; y los hombres con quienes fui sincera se apartaron de mí. Uno de ellos me dijo algo que no olvidaré jamás: "Para ser una mujer completa te falta el instinto maternal. Hay un momento en todo amor en que la mujer tiene que ser un poco madre." Yo ya lo había leído en Freud, pero no es lo mismo lo que lees que lo que te dice un hombre que ya no volverá a tu lado.»
Alguna vez, no sé si muchas o pocas, las grandes decisiones, aquellas en que uno se juega a sí mismo a un solo albur, no son meditadas, sino que emergen, como un chorro de fuego que no se espera, de algún lugar (¿lugar?) de los oscuros, de los que escapan a nuestra voluntad deliberada. Aparecen súbitos, y sólo nos damos cuenta de su alcance. Entonces uno se asusta, o se alegra de no haberlo pensado antes, de no haberlo razonado. Algo así debió de ocurrirme a mí en aquel momento, cuando me levanté, me acerqué a Ursula y le dije sencillamente: «¿Por qué no te casas conmigo?» Me miró, no me respondió, pero cogió mi mano. Pude seguir hablando, aunque la mirada de ella continuase fija en la mía, una mirada en que a la sorpresa había sucedido la simpatía, o acaso la ternura: lo que me llegaba por la presión de su mano. «Soy un hombre libre y estoy solo en el mundo. Soy, pues, dueño de mí. Lo que te ofrezco es más que una respuesta sentimental o la manifestación de un deseo que tú ignoras. Te ofrezco un matrimonio serio, lo que se entiende por serio en este mundo en el que todavía vivimos, lo mismo tú que yo. Soy medianamente rico, tengo una casa en España y otra en Portugal, ambas hermosas, aunque muy diferentes. Estoy seguro de que te gustarían y de que te hallarías bien en ellas. ¡Lo que podrías hacer allí!… Podremos vivir en España o en Portugal, como tú quieras, en Villavieja, en las orillas del Miño, en Madrid o en Lisboa. Ya te dije antes que carezco de palabras para responderte, pero esto es un ofrecimiento que vale más que las palabras. Espero que serías feliz.» «¿Y tú?», dijo ella. «Yo, ¿quién lo duda? ¿Qué más puedo desear?»
No me soltó, y no dijo más palabras, pero acercó su mejilla y la tuvo pegada a mi mano no sé cuánto tiempo. ¿Quién sería capaz, en esas condiciones, de medirlo? ¿Es que acaso un tiempo así tiene medida? Pasó el que pasó, el que fuera. Entonces me pidió que me sentase. Lo hice. Ella dejó su sillón, se acercó al mío, no por el frente, por un costado, y allí quedó, no sé si arrodillada o sentada sobre las piernas. Le veía la cara y los hombros. Sus manos se movían, conforme me hablaba, casi a la altura de mis ojos, un poco alejadas de ellos.
«Yo sé que nunca me reprocharías mi esterilidad, por mucho que deseases un hijo, y sé también que estos pocos años que nos separan tardarían en ser un inconveniente: de eso me encargaría yo. Si las dificultades sólo fueran ésas, te diría que sí, te lo diría con entusiasmo, con esperanza. Pero ¿qué es lo que puede salir de mí? Alguna vez te hablé de mis terrores. De alguno de ellos me libraría en tu compañía. ¡Muchas cosas tendrían que pasar en el mundo para que fueran a perseguirme por judía en España o en Portugal! No. Es a mí misma a quien temo, porque no sé lo que puedo llegar a ser, lo que puedo querer, lo que puedo hacer. De ese mi cuerpo vacío puede salir lo más terrible porque, donde estaban mis entrañas, hay un demonio que escapa a mi voluntad y que a veces se manifiesta. Por mucho que te quiera hay cosas que no puedo prometerte sin engañarnos a los dos. ¿No sería peor construir una vida en común, confiar en ella, y ver cómo un día, inesperadamente, sin una razón válida, yo misma la destruía? No sé cómo explicarte… Piensa que estoy rota, que entre los pedazos que me constituyen hay abismos cuyo fondo desconozco, pero que me dan miedo. Si un día emerge su maldad y me domina, ¿de qué seré capaz? El día en que eso suceda, no quiero que nadie de mi amor esté a mi lado y lo padezca. Y tú eres mi pequeño amor.» Tal vez se escondió entonces para que no le viera una lágrima o para ocultar un sollozo. Dejé de ver su cara y sus manos, pero sentía su cabello en una de las mías, que colgaba fuera de la butaca. «Hace dos años -continuó- tuve una de esas crisis, aunque no terrible. Sencillamente hallé que el mundo carecía de sentido, y yo con él. Entiéndeme bien: no fue una de esas experiencias que suceden a una lectura que te dice eso mismo, y tú después lo sientes, sino algo espontáneo, sin razón aparente; algo que supongo que le habrá sucedido a mucha gente: una tarde cualquiera, un anochecer, bajo unos árboles, por un paseo, o en medio de una fiesta, salta esa pregunta desde el fondo de uno mismo. "¿Por qué y para qué?" Por lo general son momentos transitorios: se olvidan, son sensaciones que se van lo mismo que vinieron, y uno sigue viviendo. Pero por esa causa que me mueve sin que yo lo quiera, por ese vacío, insistí en las preguntas, porque insistía en no sentirme necesaria, ni siquiera justificada, y no te sorprenda esta palabra que para nosotros los protestantes es más grave que para los católicos, es una clave de vida, aunque ya no creamos en Dios. ¡Hay que justificarse! ¿Cómo? ¿Por qué? Un ser sin sentido carece de justificación, y es estúpido buscarla. Sólo con mi hermana podía hablar, y hablamos. Mi hermana tiene la misma solución para todo: "Únete a nosotros, lucha con nosotros." Entre la gente con la que se mueve mi hermana hay algunos, quizá muchos, que saben por qué y para qué luchan, tienen muy claros unos propósitos y unos fines, pero no creo que mi hermana sea como ellos. Ethel lucha por la lucha misma, en la lucha se resume el porqué y el para qué. Y eso no basta pensarlo, ni siquiera hay que pensarlo, basta sentirlo. Yo no lo sentía y por eso no me uní a ella. Oí una vez hablar de ciertas excelencias de un monasterio católico, un monasterio de monjas y fui a él. Tampoco sé por qué, acaso una esperanza. Yo soy presbiteriana calvinista. No se lo oculté a las monjas, pero aun así me admitieron en su compañía como una más, aunque sin compromiso. Desaparecí enteramente del mundo, entré en aquel de mujeres solas, hice lo que hacían: al parecer una rutina muy bien reglamentada que incluía ciertas satisfacciones estéticas, pero no lo era, y ése fue mi primer descubrimiento, no lo era porque, para ellas, los ritos, los rezos, el trabajo, el descanso, tenían un sentido que lo abarcaba todo y lo excedía, que iba más allá de lo presente y lo visible, no sabía, en un principio, hacia dónde. Bueno, llegué a saberlo: hacia Dios. Casi todas las semanas venía un monje a hablar con nosotras, y digo a hablar, porque no eran sermones, sino conversaciones. No me cuesta trabajo reconocer que era un hombre extraordinario, era él quien las había sacado de la vulgaridad, de la trivialidad, y creado el alma de aquella comunidad. Entiende lo que te digo: no actuaba como varón entre hembras, sino como poseedor de una palabra que comunicaba y engendraba santidad. Lo que hacía con su palabra era construir y sostener una especie de escala entre el corazón de cada una de aquellas mujeres, o del corazón unánime de todas, y Dios. Pero, en mi caso, en esa escala faltaban algunos peldaños, y mi corazón quedaba fuera. Para mí, la santidad no quería decir nada, o era, al menos, un estado inaccesible. Entiéndeme bien: nada me llamaba desde fuera, ni siquiera las urgencias del sexo. Hubiera sido capaz de mantenerme casta por un tiempo indefinido, de renunciar al mundo, a condición de sentir lo que ellas sentían, el amor, una clase de amor cuya naturaleza vivían, entendiéndolo o no, pero que a mí me faltaba. Cuando decidí marcharme, pedí a aquel monje una entrevista privada. Hablamos mucho tiempo, lo supo todo de mí, creo que me entendió y me compadeció. El único remedio que se le alcanzaba era lo que yo había visto y vivido, y que desgraciadamente, infundirme el amor que me faltaba no estaba en sus manos. Terminó prometiéndome rezar por mí. Y lo curioso fue que cuando se lo referí a mi hermana, me respondió: "Todo eso es pura imaginación, pura irrealidad. Si tuvieras que mantener un hogar y carecieras de lo necesario, te darías cuenta de lo que es importante y de lo que es frívolo." Mi hermana no se da cuenta de que su entrega a la redención del proletariado, por lo que quizá dé la vida, tiene la misma raíz que mis congojas. Ella es también una burguesita descontenta, más o menos intelectual, que no puede parir.»
Aproveché una pausa que hizo para preguntarle si era religiosa. «No lo sé. Probablemente no; pero ¿quién sabe lo que hay en el fondo de cada cual? Yo fui educada en el calvinismo, ya te lo dije, y me enseñaron que Dios es terrible, y que su dedo inexorable nos señala desde el nacimiento para el bien o para el mal. Supe que había otros dioses: el de los luteranos, no menos terrible que el mío, o el de los católicos, un poco más benévolo. Cuando llegué a la edad en que se puede elegir, no lo hice porque, en mi corazón, hacía a Dios responsable de mi desgracia. Y preferí olvidarlo, aunque…»
Se levantó de donde estaba sentada o arrodillada y pareció vacilar una vez más. Yo hice intención de levantarme también, pero me detuvo con un ademán. Miró alrededor. ¿Buscaba un asiento, o una postura? ¿O simplemente resolvía en movimientos sin sentido su vacilación interior? No sé si me lo preguntaba o si me limitaba a mirarla, sin cuidarme de que se moviera con un propósito o un fin; preludio de nuevas confesiones, o punto final. En el hecho de mirarla encontraba algo así como la conclusión de que no había preguntas ni respuestas, sino sólo una mujer que, de pie ante mí, parecía dudar, pero que, entretanto, contemplarla me daba todas las soluciones, y un apaciguamiento íntimo, como una oscuridad. De repente se detuvo: «O sabrás esto sólo de mí, o algunas otras cosas. Depende de que quieras que te lleve a tu casa o de que prefieras quedarte. Te prevengo que no soy una amante cómoda.» Yo tardé en responderle: «Soy un amante inexperto.» «Y eso ¿qué importa?» Yo permanecía en el sillón. Se dejó caer en mi regazo, me abrazó, escondió la cara en mi hombro y estuvo así, quieta, bastante tiempo. Al final, me besó. Yo me había limitado a acariciarla.
LO QUE EMPEZÓ AQUELLA NOCHE lo recuerdo, en parte, como los trámites ordenados, efectos en cadena, de la misma causa: dos que se aman en un mundo al que no importa que se amen, también como tumulto o revoltijo en que unos hechos reaparecen claros o en penumbra; así fue, quizá haya sido así, sin un antes y un ahora. Salvo el comienzo, que ya he contado, y el incierto final, diluido en distanciadas intermitencias.
Hoy me atrevo a decir que se acabó, como yo mismo un día de éstos, ¿quién lo sabe? La fecha incierta no se presiente. Estos recuerdos, así, en maraña, no surgen quietos; vienen y van, parecen girar, mezclarse, perseguirse, furiosos o frenéticos, ni uno solo tranquilo ni duradero. Los que aparecen iluminados, aunque nunca enteramente, son momentos cualesquiera en que culminó el amor: aquella tarde en que ella resbaló y estuvo a punto de caerse del bote al río, o aquella otra de lluvia, en que cuando iba a pedirle que detuviese el coche, porque necesitaba besarla, ella paró de repente y me besó. Pero después pierden la luz y se pierden ellos mismos en el general olvido, y son otros los que ocupan su lugar y se iluminan, para en seguida también desvanecerse: los miedos, las esperanzas irracionales, algún gemido. Contarlos es difícil al no existir en la memoria ese orden que el relato requiere. Tampoco es fácil describirlos, por la imprecisión de sus contornos al recordarlos, por su fugacidad. ¿Se distanciaron, o coincidieron, esta caricia con la otra, o es que duplica la memoria lo que fue uno? Acontecieron, sin duda, un día después de otro, y con su ritmo. El orden se perdió en el olvido: del ritmo, me queda la sensación, antes la llamé frenética, real como los acontecimientos mismos. Ursula la imponía, no en el ejercicio del amor, precisamente, aunque a veces también, sino en la vida en común que llevamos durante cierto tiempo, el poco que nos duró; un instante en mi recuerdo, quizá dos o tres meses en la realidad de Londres de aquel año. Pero ¿quiere decir algo el tiempo? Todo el que alguna vez amó sabe que su sentido se pierde, que el amor tiene duraciones propias nunca uniformes, a veces agitado, otras tranquilo. Rapideces y demoras las hubo también en el nuestro, lentitudes como eternidades, vértigos furiosos que no son nada en el recuerdo, porque también tiene su tiempo la memoria y alguna ley que se esconde debajo de su capricho, nos trae la imagen como quiere, no como fue. ¡Las veces en que me he recreado, a lo largo de todos estos años, en dilatar los instantes. Pero ¿siempre los mismos? También en éstos debe de haber su ley o su capricho, en la reaparición inesperada, involuntaria, de secuencias enteras que huyen como vinieron, que no se dejan retener y que difieren en cada una de sus apariciones, porque lo que sucedió fue siempre más complejo y más rico que lo que reaparece y no cabe de una vez en el recuerdo: ahora lo ves así, después de otra manera, las mil caras de la realidad, centelleantes, e inasequibles. Y, luego, a la memoria la condicionan las circunstancias del momento real, y las de este en que recuerdo. Por ejemplo, lo que busco en ese maremágnum, del cuerpo de Ursula: no es visual, sino táctil. Se dejaba acariciar en la oscuridad, pero algo más fuerte que ella le impedía mostrar su cuerpo a la luz. Se disculpaba con su educación puritana, quizá fuese cierto. Sin embargo, la impresión que deja la caricia es más intensa que la de la mirada. Ver precede a tocar, lo que los ojos perciben lo reconocen las manos, lo recorren, lo hurgan, lo aprehenden. Y para eso no hace falta luz. Cuando intento recordar el cuerpo de Ursula tengo que poner la memoria en los dedos, en las palmas de las manos, y preguntar por los inacabables caminos que crearon. Fueron tantos que se confunden y a la postre quedan en uno solo, el cuerpo entero quieto en la oscuridad, si no es su mano, que me busca. Pero esto me impide saber si amaba con los ojos abiertos o cerrados, y si al amar sus ojos resplandecían. Probablemente, sí, porque es lo acostumbrado; pero me disgusta imaginar como propios de Ursula los ojos de otras mujeres que vi, efectivamente, embellecidos. Prefiero dejar en mera incertidumbre lo que fue luz invisible. Recuerdo, en cambio (muchas imágenes fundidas) que después del amor quedaba silenciosa, acostada sobre el vientre y la cabeza entre los brazos, como si durmiese, algo apartada de mí, digamos sola. Eso pensé alguna vez, acaso la primera, y creí prudente retirarme; pero ella sintió que me apartaba, me sujetó con su mano y dijo: «Espera.» Aquella especie de ausencia le duraba más o menos, nunca tanto que me desesperase; después volvía parsimoniosamente a la proximidad y a la ternura, como quien pasa de un tiempo a otro, de un tiempo casi inmóvil a la palpitación del juego renovado. Alguna vez me pareció que durante aquellas quietudes asistía a una especie de rito personal que permitiese a Ursula revivir los sentimientos y las sensaciones inmediatas, que los prolongaba: una suerte de técnica al alcance de experimentados y de sabios, a la que yo no tenía acceso, y por eso me causaba una amorosa envidia, si así puedo llamar al deseo incumplido de participación, o quizá como quien queda a mitad de camino, mientras el compañero progresa. Lo que podía adivinar en la penumbra, aquello a que asistía, no me daba para imaginaciones sublimes: sólo un cuerpo en silencio, impenetrable. Hoy he llegado a comprender, o al menos a imaginar, que la mutilación de Ursula le hubiera obligado a construir su vida alrededor del sexo, entendido, no como cualquier muchacha de su edad y educación, sino de manera personal y sin parangón posible, un modo que la condujese precisamente a cierto umbral de misticismo erótico que me resultaba, más que inalcanzable, ajeno. ¿No buscaría inútilmente, no esperaría que le llegase esa comunicación profunda con la realidad que algunas mujeres alcanzan a través del sexo? Ahora lo veo así, pero nunca se está seguro de haber llegado al fondo del corazón del otro.
Hablé de frenesí. No partía de mí, sino de Ursula. Daba la sensación de que era escaso nuestro tiempo, de que ella sabía a qué hora le llegaría el fin, y de que había que colmarlo sin dejar un entresijo vacío. Hicimos aquel tiempo (¿dos o tres meses?) lo que pudiera hacerse en un año. No sólo las confidencias que dejaban en claro, a cada uno de nosotros, la intimidad del otro (¡y qué fácil es engañar con la verdad, y sin quererlo, de qué modo es posible que un conjunto de revelaciones verdaderas construyan fuera de uno una imagen ficticia!), como si nuestra necesidad de posesión recíproca pretendiese alcanzar a la totalidad de las personas, sino que intentamos acumular hechos que llegasen a constituir el sucedáneo engañoso del «toda una vida» a que aspiran, por la naturaleza del amor, los que se aman. Salvo aquellas horas en que nuestros trabajos nos mantenían separados, todo lo demás se hacía en común, así lo cotidiano como lo extraordinario. Pero necesito destacar un matiz que quizá nos confiriese singularidad: parecía como si Ursula quisiera enseñarme todo lo que yo ignoraba, o bien ponerme en la situación de aprenderlo, aun cuando ella no estuviese; lo que se dice dejarme encaminado, y esto era tan evidente, que un día se lo pregunté. No escabulló la respuesta (no solía hacerlo), y ahora puedo resumir con palabras mías lo que entonces me respondió: obedecía a su necesidad ineludible de justificación. ¿Ante quién? No ante mí, por supuesto, pero quizá ante algo que, sin quererlo, yaciese en el fondo de ella misma. Aunque estuviese convencida de que nuestro amor se bastaba y se agotaba también en nosotros, sin relación con nada ni con nadie, no podía eludir aquella especie de mandato que surgía de su conciencia, la convicción de que el amor era pecado si se reducía a nuestros límites, por inmensos que fueran. «¡No podemos tener un hijo, hay tantas cosas en que puedo ayudarte!» Así reaparecía en ella, transmutada en pedagogía, la maternidad imposible. Y otra vez me dijo que había llegado a sus brazos casi adolescente, y que quería que saliese de ellos pisando el mundo con seguridad. Y fue en aquella ocasión, eso sí que lo recuerdo ahora, cuando, a una pregunta mía («¿Temes que esto no dure?»), me respondió que sí, que lo temía, que no podía evitar un presentimiento de que algo nos iba a separar. Y era este miedo, quizá seguridad, lo que la empujaba a consumir los instantes, a vivir en poco tiempo lo posible y buena parte de lo imaginable. Nada de esto quiere decir que no fuese capaz de ternura. Solía llamarme en inglés «mi pequeño poeta», pero una vez me pidió que le enseñase a decir en portugués «mi pequeño Filomeno». Tuve que disimular la sonrisa que aquel deseo me causó, y no pude evitar el recuerdo de Belinha, cuando le dije: «Meu pequeno Filomeno», que corregí en seguida: «Meu meninho Filomeno», y mejor aún, «Meu meninho». Lo ensayó varias veces, la corregí hasta que lo pronunció como una garota de la ribera del Miño, y mientras jugábamos a enseñar y aprender, yo me daba cuenta de que siempre le había ocultado el nombre de Ademar, y toda la faramalla del Alemcastre, de que me avergonzaba ante ella sólo de pensarlo. Llegué a creerme libre de aquel pasado. En el mundo creado por Ursula y por mí, Ademar quedaba flotando como una noción remota, ni siquiera una imagen. Ursula me había reconciliado con mi nombre, y no sentía necesidad de renunciar a él. Cierta tarde, ya pasado bastante tiempo de nuestras relaciones, la llamé «Minha meninha Ursula», y entonces se le llenó la cara de resplandor, como si hubiera triunfado, y me dijo: «Estoy muy contenta de que me llames así y, sobre todo, de que lo sientas.» Y de verdad lo había sentido; de verdad me había considerado, en aquellos instantes, no sé en qué sentido, por encima de ella, si más fuerte, o más viejo, o simplemente, más seguro. Se debió a que la tenía en mis brazos como a una niña.
De todas maneras no puedo asegurar que aquel amor haya transcurrido con naturalidad, porque estuvo, desde el principio, subrayado por esa inquietud que dije, que era como su asiento secreto. Muchas veces, despierto en medio de la noche y escuchando, a mi lado, la respiración de Ursula, sintiendo en mi costado la caricia del suyo, o en mi mano sus cabellos, sentí temores súbitos de que nuestra relación se rompiese, de que ella se fuese un día cualquiera después de explicarme, con sus mejores palabras, que todo es efímero y el amor más que nada. Varias veces, durante aquel tiempo, volví a proponerle que nos casáramos y aunque no se negase, lo relegaba con una sonrisa o un beso, a una fecha incierta, después de ciertos acontecimientos a los que aludía, pero que nunca dijo con claridad cuáles eran: «Deja, no hablemos de eso.» Nunca pensé que un pasado secreto lo impidiese; se trataba, por lo que pude colegir, de secretos futuros. Tenía sueños ingratos. Solía escucharla dormir y con frecuencia su placidez se interrumpía por un grito débil o por un sollozo.
De aquellos meses conservo fotografías. Tenía Ursula una cámara alemana que llevaba en el bolso, y lo mismo que le gustaba recoger imágenes de edificios, de paisajes, de rincones, lo hacía de momentos de nuestra vida en común, de objetos triviales que en algún momento hubieran tenido sentido personal para nosotros, o bien una actitud, una postura. No constituyen esas fotografías los testimonios ordenados de una historia de amor, sino sólo momentos inconexos, bastantes de los cuales, al contemplarlos, desplazan mis recuerdos: la imagen de una catedral en medio de praderas o junto a un río, de un castillo, cuando no de un rebaño de carneros en medio de un camino. Difícilmente se asocian con las imágenes de una noche en una posada, o de una cena feliz en un figón. Pero todo ha envejecido, ha perdido calor. Amarillea como las fotografías mismas.
La placidez aparente de nuestras relaciones se alteró una tarde en que me leyó, en un diario, noticias de Alemania: la lucha en la calle se había recrudecido, las organizaciones nazis habían llegado a acorralar prácticamente a los grupos comunistas, y cantaban victoria. «Uno de los acorralados es mi hermana.» Desde aquel momento, el dolor y el temor por la suerte de Ethel estuvieron presentes, prestaron al amor una sutil e indudable amargura. No alteró la apariencia, lo que ya era costumbre: sí su sabor. Fue entonces cuando empecé a pensar de verdad que aquello se acababa. Nos entristecimos y no disimulábamos la tristeza. Yo intentaba compartirla, pero, aunque aparentemente iguales, no era la misma. Yo no conocía a Ethel, no la amaba, no podía temer por ella. Mi temor pudiera resumirse en una afirmación grotesca: Filomeno iba a morir.
Fue la suya una agonía intensa y breve; empezó al telefonearme Ursula para pedirme que al salir del trabajo fuese directamente a su casa. No quiso decirme más, pero advertí la congoja de su voz. Al abrirme la puerta, vi en su rostro el dolor: la mirada, fija; ella, desalentada. Adiviné la muerte de Ethel y me limité a abrazarla sin una palabra. Había cierto desorden en la casa, y en el salón, tres maletas a medio llenar. Fue allí donde me dijo: «Tengo que acudir al lado de mi padre: se siente culpable.» «¿Te vas a quedar con él?» «Voy a acompañarle el tiempo necesario para que comprenda, sin que yo se lo diga, que estoy del lado de mi hermana.» «¿Y después?» Me miró con una mirada larga y triste. «¿Quién sabe? Mi hermana ha dejado un lugar vacío que de algún modo me corresponde llenar.» «Pero tú no eres comunista.» «No, y por eso a donde vaya no será un puesto de lucha. ¿Qué sé yo? Todavía estoy confusa. Lo que sé es que ha llegado lo que temía. Ya no soy dueña de mí. Mañana cogeré en Folkstone un barco para Francia. No quiero ir directamente a Hamburgo; tengo miedo de que me confundan y me maten también. Soy igual a Ethel. Prefiero ir por tierra, con tiempo para meditar y precaverme. ¿Querrás venir conmigo? A Folkstone, quiero decir.» «Sí, por supuesto.» «Ve a tu casa, coge lo necesario. Pienso salir en el coche dentro de hora y media. Llegaremos a tiempo de cenar allí.» Fui a mi casa, preparé un maletín. Iba a marcharme cuando se me ocurrió que ningún destino mejor para el reloj del mayor Thompson que entregárselo a Ursula. Lo metí en el bolsillo. Cuando llegué a su casa había cerrado las maletas y todo estaba en orden. «Toma, lleva esto también», le dije, ofreciéndole el reloj. Lo cogió, lo miró, me besó. «Gracias.» Hablamos poco durante el camino. Hacía una tarde de lluvia fina y apenas había coches en la carretera. En Folkstone buscamos un hotel. Durante la cena le dije que, puesto que ella se iba, poco me quedaba por hacer en Londres, y que me iría también. Quedamos en que me enviaría noticias a Villavieja. Fue aquella una noche intensa de amor y de pena, una noche casi sin palabras. ¡Cómo habíamos llegado a entendernos en el silencio! Por la mañana nos distrajo el embarque del coche y el de la propia Ursula. Nos dijimos adiós como tantos amantes: ella en la borda, yo en la orilla del muelle, mirándonos, sólo mirándonos. Cuando el barco zarpó, cogí un tren para Londres. Aquella misma mañana, aunque ya tarde, pedí una entrevista con mister Ramsey y le presenté mi dimisión. No me pidió explicaciones, pero rogó que esperase unos días. Mistress Radcliffe mostró cierto sentimiento al saber que marchaba. Lo hice desde Southampton hasta Lisboa. El señor Pereira me recibió con alborozo: «Meu querido Ademar.»