A MI REGRESO ME ENTERÉ de que don Amedio había tenido tiempo para confiar a mi maestro sus intereses; de momento, de palabra y con entrega de las llaves de la casa, y ciertas instrucciones al banco local para el pago de los gastos; para más adelante, un poder que lo representase; de lo que colegí que su intención no era la de regresar en seguida, y que, al menos en apariencia, sus temores a ser víctimas de la justicia espontánea se habían aplazado. O ¿quién sabe? A mi maestro se le notaba la satisfacción, aunque lo disimulase quejándose del trabajo suplementario que iba a caer sobre él sin el menor beneficio, pues de la finca de don Amedio lo más que podían sacarse eran flores, no demasiado cotizadas en los mercados próximos. Su nueva situación le distrajo un tanto del negocio de las vacas, al que, por supuesto, no renunció, pero que concebía ya en dimensiones razonables. Tratamos del asunto algunos días, hasta dejar las cosas no sólo claras, sino encaminadas, y cuando estuvimos en todo de acuerdo, le anuncié mi propósito de irme a Lisboa por una temporada, aunque les ocultase a él y a la miss la verdadera razón: que no era otra sino la caducidad de mi pasaporte, extendido por las autoridades republicanas, y la necesidad en que me hallaba de conseguir otro. En el hotel de Lisboa, donde me conocían, me lo habían advertido: «Le conviene al señor sacar otro pasaporte. Éste ya no le vale.» Era cierto, y yo no me había dado cuenta. Al volver al mismo hotel, dije que venía justamente a negociarlo: me admitieron sin dificultad, aunque aconsejándome que, en cuanto tuviera el nuevo, no dejase de mostrárselo para reseñarlo: la policía se había vuelto exigente, porque con la guerra de España y lo revuelto que andaba el mundo, Lisboa empezaba a ser cruce de caminos y destinos, refugio de gente indeseable y otros inconvenientes. Se hablaba mucho de espías, y cualquiera no habitual de los cafés de A Baixa podía resultar sospechoso. Cómo resolvía el gobierno portugués el posible conflicto entre su tradicional amistad con Inglaterra, su parcialidad franquista y la presencia acuciante de la diplomacia nazi, lo ignoro. Los portugueses fueron siempre hábiles, y de uno de sus funcionarios conozco la siguiente frase, dicha a un representante extranjero: «Su excelencia tiene razón, pero no la tiene toda, y la poca que tiene no le sirve de nada.»
Acudí a mi recurso habitual, don Pedro Pereira, quien me remitió a su hijo, a cuyo despacho en el banco fui por primera vez. Era el cubil suntuoso de un financiero importante, en un piso alto y con ventanas a la luz: el de un banquero moderno según los modelos importados por el cine. ¡Qué contraste el de aquellos muebles modernos, con el ambiente tradicional un poco rancio, pero siempre elegante, de los despachos bancarios de Londres! Simón Pereira, a reserva de que almorzásemos juntos en la primera ocasión, me retuvo una hora, escuchó la exposición de mis dificultades y, finalmente, me dijo que no sólo necesitaba un nuevo pasaporte, sino arreglar de alguna manera conveniente mi situación militar. «Al no aceptar usted la solución que le ofrecí hace algún tiempo, la de hacerse ciudadano portugués, en España es usted un prófugo.» «Lo soy en la España de Franco.» «Que pronto será en toda España, no espere usted otra cosa.» «Entonces ¿qué solución se le ocurre?» «De momento, ninguna. Por lo pronto, si acude al consulado, le negarán el pasaporte. Déjelo usted en mis manos, deme unos cuantos días, y a ver si salimos bien del atolladero.» En otro momento de la conversación me sugirió que fuese al periódico para el que había trabajado, me presentase al director con el nombre de Ademar de Alemcastre, que era con el que se me conocía en el mundo del periodismo, a ver si me ofrecía una colocación, algo que justificase mi presencia en Portugal. «Debe usted pensar en quedarse aquí, si las cosas salen bien. El mundo no está tan atractivo como para pensar en Roma o en Berlín. Quédese, porque, pase lo que pase, siempre le podremos ayudar.» Le hice caso.
El director del periódico me recibió sin dificultad y con aparente alegría. «¡Ya me extrañaba que no apareciese usted por aquí, y llegué a pensar que si se habría perdido por el camino o, lo que es peor, si se habría metido en esa locura de la guerra de España! Le doy la bienvenida y me pongo a su disposición.» Hablamos, lo primero, de Magalhaes, de quien pensaba que era un periodista eficaz y limitado. «No crea usted que no nos dimos cuenta del cambio de la corresponsalía a partir de la llegada de usted a París. Lo dijo todo el mundo, y eso nos hizo pensar a muchos que usted entiende de más cosas que de literatura.» Le di las gracias y minimicé mi influencia sobre Magalhaes. Después me preguntó si pensaba quedarme en Lisboa. Le respondí que sí. «No puedo ofrecerle de momento un puesto en la plantilla del periódico, pero sí la presencia de su firma una o dos veces semanales. Usted viene de Europa, sabe lo que pasa, y su prosa es clara y convincente. Le invito a escribir lo que quiera, de política, de cultura o de finanzas, y toda la información de que el periódico dispone; es decir, que puede usted entrar y salir como uno cualquiera de la casa. En cuanto a sus emolumentos, no puedo ahora mismo proponerle una cifra, pero le aseguro que sacaré para usted la máxima posible.» ¡Caray! No cabe duda de que soy un hombre de suerte, o que lo fui. ¡Adónde hubieran llegado otros con mis oportunidades! Nunca encontré en mi camino a un enemigo, ni eso que se llama una mala persona. Jamás nadie intentó engañarme. ¿No es eso tener suerte? Pero la suerte, entendida como la persistencia favorable de los azares, para ser de verdad efectiva, requiere una disposición de ánimo que yo no tuve. Me lo dijo el señor Pereira, don Simón, cuando fui a darle cuenta de mi entrevista con el director del periódico. Y añadió: «Eso no me lo debe a mí, puede estar seguro. El otro día no le dije, por olvido, que sus crónicas desde París se leían y elogiaban en Lisboa. Pero le dije que no olvidara su nombre portugués. Con él es conocido. Gracias a él se le leerá de nuevo, y podrá usted caminar por Lisboa con la cabeza alta y no como uno cualquiera.» ¡Mira tú! Telegrafié a mi maestro para que me enviase rápidamente la máquina de escribir, una Remington portátil que había comprado en París. Me fui al periódico, pasé una tarde leyendo diarios ingleses y franceses. Creo que pude recobrar la imagen, ya perdida, o, al menos, desvaída, de cómo iban los barullos políticos. Francia atenazada y miope por sus problemas interiores, Hitler cada vez más seguro y más desvergonzado, Mussolini enmascarando en discursos altisonantes su imposibilidad de ir más allá de donde había ido. Escribí un artículo que se me antojó inteligente y ambiguo. Lo hice así porque todavía no me había percatado de la ideología del periódico; quiero decir, de su verdadero matiz ideológico dentro del más estricto conservadurismo. El artículo se publicó al día siguiente, y don Simón me telefoneó para felicitarme. «No sabe usted lo oportuno que ha sido. Me sirve como una pieza más en las gestiones que llevo adelante con la embajada española acerca del problema de usted.» ¡Pues mira qué bien! A lo mejor me conseguía el pasaporte antes de lo pensado.
Escribí dos o tres artículos más, no todos de política. «Le conviene tratar también de la marcha de las finanzas en el mundo. Pase por mi oficina y le daré algunos datos», me telefoneó don Simón. Fui a verle. Me tenía preparado un verdadero dossier. Al leerlo, me di cuenta de su parcialidad y orientación. No era mentira lo que me ofrecía, pero sí insuficiente. Quedaba la otra cara de la moneda, pero yo tuve que escribir un artículo de una sola cara, que le gustó mucho al director del periódico. Quien, además, al felicitarme, me anunció que con lo que me pagaría por aquellos trabajos tendría suficiente para hacer frente a mis gastos en Lisboa, incluido un buen hotel. Me dijo que yo era un periodista de lujo, que podía hacer una gran carrera, y me dejó estupefacto. «¡Y no sabe usted lo que importa que se llame Ademar de Alemcastre! Todavía quedan viejas damas que recuerdan, de cuando eran niñas, a su bisabuelo, como un hombre guapo con fama de conquistador. Eso siempre favorece a los nietos.» Estas palabras me trajeron a la memoria otras muy semejantes, aunque no tan completas, oídas en varias ocasiones.
No tardó en telefonearme don Simón Pereira. La cuestión de mi pasaporte estaba resuelta. El cómo, no lo sé. Me dijo que fuese a Oporto, provisto del documento caducado y de dos fotografías, y que me presentase a un funcionario cuyo nombre me dio. Hice el viaje, y un mediodía soleado me hallé de nuevo con mis papeles en regla, y, lo que es más raro, sin ganas de instalarme en Lisboa. No sé si sería la vista del paisaje del norte lo que me hacía sentir morriña súbita del escondite miñoto, aunque la morriña y el deseo se enmascarasen en un interés repentino por el negocio de las vacas. Volví, pues, a Lisboa, recogí mis bártulos, hice las visitas oportunas y regresé al pazo. Había tenido una larga conversación con el director del periódico, a quien prometí seguir escribiendo, quien me prometió enviarme regularmente diarios y revistas extranjeros, de los que precisaba para mi indispensable información. Mis artículos cambiaron pronto de tono: eran las reflexiones de un hombre que vive en paz, lejos del mundo, como un monje, ante las locuras de los hombres. Quizá influyesen también ciertas lecturas de textos moralizantes que fui haciendo por el portugués en que estaban escritas, de las que saqué la conclusión de que las locuras del mundo habían sido siempre el pan nuestro de cada día. Ensayé un estilo más irónico, muchas veces sarcástico, que el acostumbrado. Fui recibiendo también, regularmente, los textos necesarios para seguir al tanto de la literatura, al menos de la francesa y de la inglesa, y lo que de las otras, española incluida, podía averiguarse por los dominicales especializados: que poca cosa había, preocupado como estaba todo dios por la política. También me llegaba la prensa española del bando franquista: me causó mala impresión. Al patetismo dramático de la republicana, lo suplantaba una retórica pueril del peor gusto y del más inesperado arcaísmo. Comprendí, o pude conocer, quizá tarde ya, el fenómeno lingüístico engendrado por la guerra. ¡Hubiera hecho feliz, su estudio, a alguno de mis maestros de la Sorbona! En cuanto a las noticias, eran menos fidedignas que las de la prensa extranjera. De la batalla del Ebro me enteré por los diarios ingleses. Los nacionales hurtaban el desarrollo de las batallas y sólo daban cuenta de las victorias.
Las obras de la vaquería avanzaban con ritmo regular. Pronto tuvimos listo el primer pabellón, provisto de adelantos cuya complejidad y eficacia yo no hubiera nunca sospechado. Para mí, la operación de ordeñar las vacas había sido siempre una tarea individual y manual, a la que había asistido, de niño, muchas veces, y en la que había colaborado. Ahora se hacía mecánicamente. Lo divertido era que teníamos los aparatos, pero no las vacas. Fue necesario pensar en comprar la cantidad que pudiera albergar el pabellón concluido, por razones de las que mi maestro no necesitó mucho tiempo para convencerme: como que eran obvias. La adquisición de las primeras vacas nos obligó a un viaje rápido a Holanda; a un montón de operaciones bancarias, y a las no menos complejas y embarazosas del desembarco, la carga en vagones y el traslado por tren hasta Valença, desde donde el transporte se hizo por métodos elementales: en tropel y por malos caminos, ante el asombro de los aldeanos. Mi maestro se mareó tanto en el viaje de ida como en el de vuelta. Los pocos días que estuvimos en Holanda nos bastaron para ver de cerca, o, al menos, de enterarnos, de cómo un miedo incierto penetraba día a día en todos los corazones, hasta llenarlos, hasta hacerlos a veces estallar en injusticias. Como habíamos acordado que la mitad de las vacas compradas fueran holandesas y la otra mitad fueran suizas, nos dimos prisa en concluir el segundo pabellón, no fuera a interponerse la guerra en el negocio. Esta vez el viaje se hizo por tren, y los encargados fueron mi maestro y la miss, ya que yo, a pesar de mi pasaporte, no me atrevía a atravesar España, con dos fronteras por medio y las inaguantables inspecciones camineras. Como la miss, además de su idioma, hablaba el alemán, o al menos lo había hablado, la operación se llevó a cabo sin grandes dilaciones. Lo más difícil no fue que la pareja atravesase España, sino las vacas, amenazadas desde Irún hasta Fuentes de Oñoro por cualquier orden de requisa firmada por alguna autoridad local o regional. Hubo suerte. Llegaron a Portugal, y quedaron instaladas en aquella especie de hotel Ritz para cornúpetas lecheras que les habíamos construido. Como con ellas venían dos toros, todas llegaron preñadas. Fue un trabajo que nos ahorró la lírica soledad del semental.
Repartí la vida entre la vaquería y la biblioteca, y el espíritu entre el negocio y las elucubraciones sobre lo que podía pasar. ¡La cantidad de hipótesis que se le pueden ocurrir a uno al leer una noticia! Lógicas, necesarias y, sin embargo, irreales! Era de los convencidos de que las cosas iban de mal en peor, en todos los órdenes, y de que yo mismo no escapaba a la inquietud general: solía sucederme que, cansado del trabajo, cogía un libro, y a las pocas páginas, cuando no a las pocas líneas, lo abandonaba, como si el interés se hubiera desvanecido sin causa aparente. Esto me acontecía lo mismo con las novedades que con los libros más amados. Se me había ocurrido que lo importante era entender el mundo, pero yo no lo entendía, y así lo hacía saber a mis lectores, que no debían de ser pocos, a juzgar por la insistencia con que el director del periódico me telefoneaba cuando, por alguna razón, me había retrasado. Recibía cartas con alabanzas y también con insultos, y no faltó alguna de España, de alguien que debía de conocer mi identidad, llamándome emboscado. Supuse, y no me equivoqué, que más allá del Miño, para ciertas personas, esto era el peor insulto.
Sobrevinieron dos momentos difíciles, dos ramalazos sentimentales de esos con los que lo mejor que puede hacerse es sentarse a la puerta y dejarlos pasar hasta que se consuman en sí mismos, lo cual sería razonable si no transcurriesen en el corazón, si no fuesen precisamente ramalazos interiores. El uno lo provocó la llegada de una carta de María de Fátima; pronto, pocos días después de haberme instalado definitivamente en el pazo. Nos las trajeron juntas, esa que digo y la primera de las muchas que recibió mi maestro de don Amedio. Las de éste menudearon, a razón de una por mes. María de Fátima sólo me escribió aquélla, precisamente a bordo del barco que la llevaba a Brasil con el cadáver de su madre estibado como una mercancía. Era una carta larga, enmarañada de prosa, indudablemente sincera y muy poco pensada; es decir, espontánea. Más de la mitad se consumía en quejarse del aburrimiento del viaje, en recordar lo bien que lo habíamos pasado en nuestras excursiones y nuestras discusiones, en el miedo que le daba llegar a Río y hallarse única mujer en su casa, con un padre que no lo era, ante el que no sabía a qué carta quedarse. Resultaba asimismo que el recuerdo de la casa en que había vivido tan cerca de mí le causaba saudades: como si aquellos meses en Portugal hubieran sido los de su estancia en el paraíso. Pero algo menos del tercio de la carta me venía personalmente dedicado. Podrían resumirse aquellos párrafos de enrevesada sintaxis en la confesión de un doble error; el primero, la creencia de que lo que ella pensaba de sí misma y del mundo era la verdad y que tenía que imponérsela a los demás, casi como una misión redentora de la miseria moral que había conocido; lo segundo, que su conducta conmigo no había sido ni acertada ni decente. «No sabes -me decía- lo que me ha ayudado a comprenderte mi charla inacabable con Paulinha. Lo que me dice de ti puede meterse en una frase: eres un buen hombre. ¿Quieres creer que jamás se me había ocurrido que los hombres tenían que ser buenos? ¿Se debe a que en mi vida sólo he tratado con malas personas? ¿O que lo que yo entendía por bondad era una equivocación? No lo sé.» Estas líneas me indujeron a imaginar a María de Fátima y a Paulinha tumbadas en la cubierta del barco que las alejaba, hablando del pasado, y de mí, que formaba parte de él. Hablaban de lo sucedido, pero también de lo que no llegó a suceder. La lectura de esta carta, reiterada en las tardes grises de la biblioteca, recordada en sus términos continuamente, me hizo también pensar si no me había equivocado con María de Fátima y como ella, si no había sido un error recíproco, del cual me cabía la mayor responsabilidad por ser el más experimentado, aunque quizá también el más engañado; porque, si bien era capaz de predecir, como predije, ciertos excesos internacionales de las potencias totalitarias (no había que ser muy lince), erraba acerca de mí mismo y de los demás. No había aprendido aún que las mujeres son todas distintas, y que si bien es cierto que las tácticas (y las técnicas) para obtener de sus cuerpos las más altas vibraciones son de una monótona semejanza, cuando lo que se ventila es un amor y un destino, cada una de ellas requiere un modo distinto de tratarlas. Yo apetecía que María de Fátima fuese otra Ursula, o quién sabe si otra Clelia, sin darme cuenta de que tenía derecho a ser conmigo ella misma, y de que lo era. Todo esto se lo hubiera escrito, pero en su carta no me enviaba dirección, y yo lo interpreté como deseo de que no le escribiese. No sé si hice bien o mal. Mi maestro me hubiera dado sus señas en Rio, que serían, supongo, las de don Amedio.
La otra sacudida fuerte nació en mi propio interior, suscitada por el recuerdo inesperado de una fecha. Se me ocurrió súbitamente que se cumplían los nueve meses de aquella tarde, en Vincennes, con Clelia. Si era cierta la posdata de su única carta; si no era, como aseguraba María de Fátima, la fantasía de una loca, ¿le habría nacido el niño, o estaría para nacer? Y si eso fuera cierto, ¿tendría yo noticias? Es curioso cómo la conciencia difusa de mi posible paternidad apenas si me habría rondado durante el tiempo desde entonces pasado; cómo no me había turbado ni una sola vez en las tardes interminables de la biblioteca, con un libro cerrado en el regazo y la máquina de los recuerdos funcionando como una máquina loca. Y ahora de repente aparecía, y no como conciencia de paternidad, ni de culpa, menos aún como alegría, sino sólo como curiosidad. ¿Tendría o no un hijo? ¿Llegaría a saberlo? Fueron aquellos unos días, casi un mes, de inquietud íntima, de distracción para las cosas de la realidad. Mi cabeza funcionaba sola, según el capricho de sus leyes, ausentes mi voluntad y mi sentimiento. Mi maestro lo achacó a otras inquietudes. «¿Por qué no se va unos días a Lisboa? Un hombre de su edad necesita, de vez en cuando, correrse una juerguecita.» Me fui a Lisboa, corrí más de una pequeña juerga, y al menos, una muy grande, de las que empiezan en casa de una amiga, antes de cenar, y no se sabe ni dónde, ni cuándo, ni cómo acaban; de las que dejan resaca y hastío. Vi a gente, charlé de las cosas del mundo, incluso fui objeto de un pequeño homenaje por parte de algunos colegas a quienes mis trabajos no parecían mal. Pero todos los días telefoneaba al pazo para preguntar si había llegado una carta de Estados Unidos o, al menos, de París. Pasé en Lisboa quince días. La carta no llegó y yo empecé a aburrirme. De regreso al pazo, mis artículos fueron más pesimistas.
Me apetece llamar «largo interregno» a ese tiempo que va entre la marcha de María de Fátima y el final de la segunda guerra. Buena parte de él, todo lo que duró aquel peligroso espectáculo, lo pasé fuera de la península. Aunque altere aquí el orden natural del relato, lo que intento contar en este capítulo aconteció con posterioridad a lo que seguramente contaré en el que viene. Y no lo hago obediente a ningún precepto o prejuicio literarios, sino a una veleidad o tal vez capricho surgido en este momento de la escritura. Y lo primero que tengo que decir es que, si voy a resumir en pocas páginas los acontecimientos de un buen puñado de años, no es por cansancio, ni por olvido, sino porque lo más sustantivo de este tiempo está ya escrito y publicado en mi único libro Crónicas de guerra, por Ademar de Alemcastre, Lisboa, Borges y Souto, 1947. Es un libro que se vendió muy bien, del que se han hecho hasta ahora cuatro ediciones, traducidas al inglés y al francés, y al que debo cierta reputación que si, en vez de llevar el nombre de Ademar de Alemcastre, llevase el de Filomeno Freijomil, me hubiera causado bastante más daño del que he recibido de ciertas gentes que ignoran la coincidencia de ambos nombres en la misma persona. No tengo, pues, que explicar que fui corresponsal de guerra, aunque no esté de más recordar cómo lo fui. La noticia de la invasión de Polonia me cogió en el pazo y allí estaba cuando Inglaterra y Francia declararon la guerra a Alemania. No me sorprendió, pero sí me asustó. Nos habíamos comprado un receptor de radio más perfecto que el que teníamos, y confieso que aquellos días los pasé pegado al altavoz, oyendo, ora París, ora Londres, y, en las madrugadas, Nueva York. Fui uno de los muchos millones de hombres que consideraron la catástrofe iniciada, aunque inimaginable lo que podría acontecer. Me proveí de mapas, los coloqué adecuadamente en un espacio amplio y visible, tracé líneas, escribí cifras, compulsé datos, descubrí falsedades, y, con cierto horror, acabé concluyendo que Hitler iba a ganar la guerra. En lo cual coincidí con él por primera y última vez en mi vida, con la diferencia de que yo lo había deducido por razonamiento y él lo sabía por intuición; pero también porque yo conservaba la irracional esperanza de equivocarme, y él estaba seguro de sí mismo. Me sentí profundamente deprimido, e imaginé la llegada de los investigadores de prosapias, a descubrir que el señorito de Alemcastre se llamaba también Acevedo, y que era judío en un dieciseisavo de su sangre. ¿Daba la talla para ir al suplicio, o era una proporción tolerable de sangre pecadora? Necesitaría poseer los conocimientos de los inquisidores especialistas en el ramo para llegar a una conclusión válida, y, sobre todo, tranquilizadora, ya que estaba convencido de que, aunque defendiesen ortodoxias distintas, Hitler y los inquisidores estaban en el fondo del acuerdo. ¿En los métodos también? Entonces, en octubre de 1939, de los campos de concentración y de los procedimientos de exterminio en ellos utilizados se sabía poco, más una leyenda que una certeza, pero bastaba la leyenda para poner los pelos de punta. Llegaban noticias de la ocupación de Polonia, no sé si ciertas o exageradas; en cualquier caso, suficientes para imaginar el despliegue de tanques innumerables por las llanuras de Europa, hacia el oeste después que hacia el este, y la España victoriosa tendría que dejarles paso hasta alcanzar las llanuras y los montes de Portugal, si no quería ser, al paso, destruida. Todo esto era lógico, y si los datos compulsados no mentían más que en un cincuenta por ciento, podían ser reales. ¿Quedarán todavía barcos que salgan para el Brasil? Me telefoneó el director del periódico, me instó a que fuera urgentemente a Lisboa. Allá fui. Me recibió en seguida, fue directamente al grano: «¿Quiere usted irse de corresponsal de guerra a Londres?» Me cogió tan de sorpresa que tuve que sentarme y pedirle algo de beber antes de responderle. Mientras me servía un oporto seco, siguió hablando: no sería por mucho tiempo, la guerra iba a durar unos meses, me pagarían lo que fuese, no disponía de una pluma mejor que la mía para aquel menester; además yo conocía Londres. Habría que resolver ciertos problemas diplomáticos, eso sí, porque yo no era portugués… Antes de que le diese la respuesta, me sirvió un segundo oporto. «¿Qué? ¿Le apetece? Una temporadita en Londres nunca viene mal. ¡Y bien que lo va usted a pasar, viendo los toros desde la barrera, porque la guerra no llegará nunca a las islas!» «¿Usted cree?» El director se amilagró. «Pero, ¡hombre!, a Londres nunca han llegado más guerras que las de los propios ingleses entre sí.» «Eso, amigo mío, no es una ley de la naturaleza, sino un éxito de los propios ingleses. Pero las buenas rachas pueden acabar.» «¿A qué llama usted buenas rachas?» «Sería muy largo de explicar, mi querido director. Lo que le digo es que, en este caso en que estamos, hay dos posibilidades: que esta guerra se parezca a la pasada, o que traiga algunas novedades que la hagan distinta. Y no me refiero precisamente a esas armas de que, según dicen, disponen los alemanes.» «Lo lógico, según usted, ¿qué sería?» «Que, como la vez anterior, Estados Unidos acuda en socorro de Inglaterra y ganen la guerra las escuadras.» «Pero los alemanes no la tienen.» «Tiene cientos de submarinos.» «¿Y Rusia?» «Ésa es la incógnita.» «Ya he leído en sus artículos que usted desconfía del Pacto de Molotov-Von Ribbentrop.» «No es una desconfianza racional, ni siquiera una intuición. Es…, ¿cómo le diría?, algo que huele mal.» El director, que también se había servido su oporto, pero que lo tenía olvidado, recurrió a él para salvar una pregunta poco inteligente. Después dijo: «¿Debo entender, por tanto, que no acepta mi oferta?» Me puse en pie. «Sí, la acepto, siempre y cuando usted admita la posibilidad de que, en vez de cuatro meses, sean cuatro años, o más.» «Pero ¡eso sería como admitir la destrucción de Europa!» «Hay que contar con ella, y con muchas otras destrucciones.» «¿No es usted demasiado pesimista?» «Creo que sólo soy realista, y serlo, en este caso, es admitir lo imaginable y lo inimaginable. Por lo pronto, tenga usted en cuenta estos datos: la preparación bélica de Alemania es incalculable, pero ni Francia ni Inglaterra contaban con esta guerra. Esto nos obliga a admitir, de momento por lo menos, el riesgo de que los alemanes lleguen hasta nuestro cabo de San Vicente.» El director no me respondió. Dio unos paseos en silencio. «Bueno. Todo esto son especulaciones. Lo importante es que usted pueda irse a Londres.» «¿Y por qué sólo a Londres? Si las tropas inglesas desembarcan en Francia, yo tendré que seguirlas.» «Sí, sí, claro… Hay que tenerlo todo previsto.» Quedamos en que empezaría las gestiones para conseguir del Foreign Office mi credencial de corresponsal de guerra. Y mientras lo conseguía, regresé a mi escondite, a cuidar de mis vacas, nada seguro de que el asunto llegase a buen fin. Pasó al menos una quincena. El planteamiento de la guerra, según mis noticias, quedaba en la invasión de Polonia y en el establecimiento de un frente inmóvil entre las líneas Sigfrido y Maginot, como quien dice, entre dos bambalinas: la una ocultaba el mayor potencial bélico que se recuerda; la otra, la desgana de un país cansado y razonable. Escribí dos o tres artículos explicando y justificando la desgana francesa, pero con la esperanza de que, ante la realidad de un enemigo poderoso, reaccionase. Y cuando pasaron aquellos quince días, me telefoneó el director y me dijo que todo estaba arreglado y que podía volar a Londres cuando quisiera. Preparé el viaje, y una de mis precauciones fue la de hacer testamento. Su redacción me llevó varias tardes. Estaba claro que mis bienes españoles debería heredarlos la hija de Belinha; en cuanto a los portugueses, tuve que buscar una fórmula que admitiese la eventualidad de que un día se presentase el hipotético hijo de Clelia, o la misma Clelia con él. En tal caso, y reconocido como mío, le declaraba heredero del pazo, si bien confiando a mi maestro y a su mujer, conjuntamente, no sólo la administración de los bienes hasta que el niño fuese mayor de edad, sino el cargo de albaceas. La redacción de estas últimas fórmulas nos costó al notario y a mí un buen par de mañanas hasta que encontramos las palabras justas y sus fundamentos jurídicos según las leyes portuguesas. Se me quitó un peso de encima cuando salí de la casa del notario con la copia de mi testamento en el bolsillo. Como había añadido una buena manda para mi maestro y la miss, conjuntamente, y para sus herederos, en caso de que ellos faltasen, no tuve escrúpulos en hacer a mi maestro depositario de la copia. Confiaba, como siempre, en su honradez.
Me fui, volé a Londres, pasé trámites interminables, recobré en casa de mistress Radcliffe mi antigua habitación, visité a mis amigos del banco y a otros amigos y amigas. Era inevitable que fuese a dar con algún español de los emigrados republicanos, y mi sorpresa fue la de hallarme un día frente al comandante Alzaga. Me alegré de verle; él no se alegró de verme; tal vez recordase que, en mi presencia, había asegurado que, si no moría en la guerra, le fusilaría Franco. No le pedí explicaciones, ni me las dio, pero no estuvo cordial, sino desconfiado. «Y usted ¿qué hace aquí?» «Trabajo en el mismo banco que antes de ir a París.» A pesar de la falta de cordialidad, tomamos juntos unas cervezas y hablamos de la guerra presente. El comandante Alzaga estaba seguro del triunfo de Hitler: lo estaba en virtud de sus conocimientos militares, y se rió de mis esperanzas de que al fin triunfasen las potencias marítimas. «Las guerras, amigo mío, se ganan o se pierden en el campo de batalla, no en la mar ni en el aire. ¡Si lo sabré yo!» El comandante Alzaga esperaba poder emigrar a algún país americano, aunque no supiera a cuál ni cómo. América sería el único refugio de los hombres libres, porque entre Hitler y Stalin se repartiría el Viejo Continente, África incluida, y como ese reparto era insostenible, acabarían peleando el uno contra el otro. «Y ahí, querido amigo, sí que no me atrevo a profetizar, salvo que, gane quien gane, será una catástrofe para la humanidad.» Hablamos de España: «Ahora verán -dijo- las potencias liberales el disparate que ha sido permitir que Franco triunfase. No tendrán más remedio que asistir el paso a los tanques de Hitler, que también ocuparán Portugal para evitar un desembarco inglés. España será un capítulo importante de esta guerra. No quedará piedra sobre piedra.» Nos despedimos menos fríamente, pero sin quedar en vernos. Efectivamente, no supe más de él.
A mi llegada a Londres, ya Alemania y Rusia, después del nuevo reparto de Polonia, habían ofrecido la paz a Occidente, y Occidente la había rechazado. Estaban las espadas en alto, y en lo alto permanecían, con un frente estabilizado y prácticamente inactivo en la frontera de Francia, y un drama colectivo en la desmantelada Polonia. Inglaterra envió soldados al continente, y los corresponsales de guerra seguimos a los soldados, pero del frente no había nada que contar: todavía los grandes acontecimientos eran de orden político, salvo quizá el ataque submarino a Scapa Flow, que los ingleses encajaron a regañadientes. Los periodistas destacados en el frente nos fuimos a París, y desde París contamos a nuestros lectores cómo estaba el ánimo de los franceses. Yo reanudé viejas relaciones. Mi antigua portera, como todo el mundo, hablaba de la drôle de guerre, pero Magalhaes estaba aterrado. «¿Ha visto usted lo que han hecho esos bárbaros en Polonia?» «Lo que harán en Portugal cuando lleguen allá.» «¿Usted cree que llegarán?» «Va a ser muy difícil impedírselo.» Yo no sé si habían sido las noticias, o la influencia de alguna persona, pero el hecho era que el antiguo defensor de los nazis los llamaba ahora bárbaros. «Por si acaso, yo, en su lugar, marcharía a Lisboa.» «¿Y usted?» «Yo estoy acreditado corresponsal de guerra en Londres. Antes o después, allí volveré.» Fue antes de lo que pensaba. Sin proponérmelo, me vi envuelto en la retirada del ejército inglés y por primera vez supe lo que era la guerra. Mi buena suerte me acompañó: trabajé en Dunkerque denodadamente y fui de los últimos en embarcarme; también de los pocos que lograron enviar relatos de aquel espanto. Creo que Magalhaes había regresado a Portugal, vía España, algo así como un mes antes.
Mi trabajo consistió en contar desde Londres lo que pasaba en París, lo que se pensaba en Inglaterra de lo que acontecía en Francia. Vivíamos tranquilos, pero era una tranquilidad ficticia. Todo el mundo esperaba que sucediese algo, sobre todo después de rechazar la última oferta de paz que había hecho Hitler. Llegó el verano y fue caliente. Desde el 8 de agosto, Londres fue bombardeado cada noche, y los que vivíamos en Londres conocimos el terror, la incertidumbre de la muerte, pero aprendimos a enmascarar nuestros sentimientos y mostrarnos tranquilos. Íbamos serenamente a los refugios nada más que empezar las alarmas, permanecíamos en silencio mientras se oían las explosiones, obedecíamos a las sirenas aullantes que nos ordenaban regresar a los hogares: muchos lo hallaban dañado, o destruido. Gente que habíamos visto a nuestro lado, no la volvíamos a ver; vivíamos pendientes de la radio, o la radio era nuestro alimento moral, nuestro soporte. Yo no sé si los estrategas de Hitler habían tenido en cuenta, al calcular los efectos psicológicos de los bombardeos, esta presencia de la radio en todas las conciencias, esta esperanza y absoluta fe en lo que nos decía. Sabíamos sobre todo que no nos engañaba, porque la veracidad de sus afirmaciones la podíamos comprobar en la calle. El texto de mis crónicas llegó a hacerse monótono: esta noche bombardearon tal barrio, o tal ciudad; hubo tales destrozos y tantos muertos. Y así hasta el día siguiente. Las relaciones humanas se alteraban, pero sólo en apariencia. Había que comer, aunque estuviese racionado. Y había que salir en busca de una chica que, a su vez, hubiera salido en busca de un muchacho, no por necesidad de placer, sino por otras razones, o causas, que sólo podrían describirse en una novela, que no tenían cabida en las crónicas. Desconocidos que se topaban en la calle, que se reconocían por la mirada, buscaban refugio en los hogares subsistentes o en los hogares rotos, a horas inusuales. Aquella clase de amor era una afirmación desesperada de la vida, y todo el mundo lo entendía así. Yo no sé si alguna vez, y de manera general, las relaciones entre hombre y mujer habían tenido ese sentido, pero imagino que sí, que así se han juntado, a lo largo de la historia, en todos los momentos de terror.
Algunos que no lo pudieron resistir se suicidaron amando: los que no iban al refugio, los que se quedaron en su casa o en casa de ella, los que fueron sorprendidos en el lecho por la muerte vomitada por grandes bombarderos. A veces se decía: en estas ruinas aparecieron dos en la cama. Los ingleses hacían chistes que les servían como descargo del terror que a todos nos unía. Los latinos no éramos tan atinados haciendo chistes, o acaso fuera porque los cadáveres abrazados y mutilados de un hombre y una mujer nos enmudecían. De todas maneras fue admirable la resistencia de aquel pueblo, que aguantó sin alharacas, sin gritos ni ademanes trágicos, un bombardeo cada noche, hasta que Goering comprendió que la industria alemana no podía producir aviones de combate con el mismo ritmo con que eran destruidos. Hubo un respiro: volvieron, se fueron para no volver. La revancha fue tremenda. Cuando Hamburgo ardía, yo pensaba en Ursula, probablemente muerta mucho tiempo antes; pero ella había pasado su infancia allí, y el nombre de Hamburgo me traía su recuerdo. ¿Por qué Hamburgo, con aquella insistencia, y no las calles, los restoranes, su propia casa de Londres? Nada de aquello había sido destruido; todo lo más dañado. Pero de los lugares de Hamburgo por los que había transcurrido su figura de niña asustada de sí misma no quedaban más que cenizas. Las respuestas sentimentales a la realidad son así de caprichosas, de inesperadas.
Ninguno de tales recuerdos obró sobre mí con más fuerza que el terror. No intento ponerme por ejemplo, y no puedo asegurar que a la gente le haya sucedido lo que a mí. Fue, en primer lugar, como si el alma se despojase de todo lo superfluo, de lo que no fuese estrictamente necesario para seguir adelante con aquella vida reducida a puro esquema y en aquellas circunstancias. Yo lo sentía como un empobrecimiento íntimo que se traducía en indiferencia ante el recuerdo o la presencia de lo que más me había atraído o de lo que me había fundamentado: mi niñez, los libros preferidos, los momentos felices que involuntariamente se reviven ante una tristeza, una desgracia o una catástrofe: pasaban por mi mente con lentitud o con prisa, intentaba alejarlos del recuerdo como a imágenes molestas. Era como si el alma hubiera descubierto y aplicado los principios de su propia economía de guerra. Ahora lo contemplo como una verdadera deshumanización, de la que afortunadamente me fui recuperando conforme las noches recobraron el silencio y la oscuridad. Creo que al final de aquel período irrepetible había llegado a perder la sensibilidad. Veía sin conmoverme cómo retiraban de la calle restos humanos esparcidos por una explosión o cómo llevaban al hospital a una mujer mutilada. El único razonamiento que subsistía era el del egoísmo. «Pudiste haber sido tú, no lo has sido, pero ¿quién sabe lo que pasará esta noche?» Recuerdo que una vez, en el refugio, nos apretábamos silenciosos mientras fuera el estruendo de las bombas y de la defensa antiaérea superaba lo hasta entonces conocido. La conclusión lógica a que nos llevaba el miedo, la que se veía en todas las miradas, era la de que, aquella noche, Londres podía desaparecer como había desaparecido Coventry. Un hombre que se tenía de pie cerca de mi rincón, un clergy-man no sé de qué confesión o de qué secta, dijo, de pronto, en voz alta: «Que ese Dios que no entendemos tenga misericordia de nosotros.» En otras circunstancias, a mí al menos, esa expresión, «el Dios que no entendemos», me hubiera sacudido, hubiera desencadenado en mí una sucesión frenética, difícilmente frenable, de pensamientos, de sentimientos, de razones y sinrazones, y, por debajo de todo ello, me habría apretado el corazón. Pero la sensibilidad tiene un límite, pasado el cual todo da lo mismo. Ni mis nervios ni mi mente respondieron a aquella plegaria desesperada.
Durante el tiempo de los bombardeos recibí dos cartas de María de Fátima remitidas por mi maestro desde Portugal, llegadas Dios sabe cómo, la segunda antes que la primera. ¿Censuradas? Más adelante me llegaron otras, hasta seis en total, pero de su texto deduje que me había escrito más veces, que algunas cartas se habían perdido. El diario en que yo escribía llegaba a Río de Janeiro, o quién sabe si mis crónicas eran enviadas allá por mi periódico: ni lo supe ni intenté averiguarlo. El hecho era que María de Fátima leía mis relatos, y en sus cartas me transmitía su angustia, que podría resumirse en estas interrogaciones: «¿Vas a morir?» «¿Qué va a ser de mí?» Yo las coloco juntas, y así parece que la una es consecuencia de la otra, pero la verdad es que eran interrogaciones distanciadas, sin otra cosa de común que la misma angustia. También me contaba cosas de su vida, que no era muy feliz. Jamás me insinuó que le contestase, pero lo que me decía bastaba para que yo me diese cuenta de que no sólo no me había olvidado, sino de que de sus sentimientos hacia mí habían cambiado, de que yo era una pieza de su vida, una pieza para e1 futuro. ¿Un clavo ardiendo? Las cartas recibidas durante los bombardeos no me sacaron de mí. Y cada una de ellas me ligaba más hondamente a María de Fátima; una especie de gratitud por ser la única mujer que se acordaba de mí, que sufría por mí. Las que vinieron después llegaron a conmoverme. También una especie de interés creciente por el cambio de su personalidad, que se acusaba en cada carta. Lo más probable sería que, durante aquel tiempo de guerra, dicen que años, no lo sé, nunca se puede cronometrar una pesadilla, yo haya perdido la noción real de mí mismo, que me sintiese como algo insoportablemente irreal: aquellas cartas me ayudaron a no perder del todo la noción de mi figura, a recordar con ellas que yo era más que una máquina que sufre y cuenta lo que pasa. También me hicieron desear una solución desconocida, imprevisible. El hecho de que Hitler no se atreviese a atravesar España sin el consentimiento de Franco fue estimado en todo su valor. Alguien que vestía uniforme dijo una vez ante mí: «Hitler ha perdido la guerra por segunda vez.» La primera, por supuesto, había sido el fracaso de la invasión de Inglaterra. Pero, a partir del cerco de Stalingrado, de su dramático desarrollo, ya sabíamos a qué atenernos, aunque nadie pudiese profetizar el día en que echásemos las gorras al aire. Entre los periodistas acreditados de corresponsales de guerra corrían bulos e interpretaciones caprichosas de datos ciertos. Los desembarcos que precedieron al de Normandía, las campañas de África y de Italia, a las que no se nos permitió asistir, fueron presagios que nos llegaban en forma de noticias aisladas, a veces contradictorias, que hilvanábamos para hacer de ellos la gran noticia. Intenté trasladarme de Londres a Alejandría y asistir a la campaña de Monty, pero me fue negado el permiso. No así cuando las tropas de desembarco llegaron a París. Entonces fue ya relativamente fácil navegar por el canal, coger un tren. Asistí, con pocos días de retraso, a la fiesta de París liberado. No pude ver, y lo siento, los tanques tripulados por republicanos españoles que formaban la vanguardia de Lefèbvre y que llevaban su bandera al lado de la francesa, pero sentí cierto orgullo cuando me lo contaron. Fui a ver a mi portera: la hallé en su cubil acostumbrado, feo y caliente, un poco más delgada, pero llena de satisfacción porque habían echado a los alemanes. Me contó que una tarde, poco después de la invasión de París, llegó a su puerta Clelia, aterrorizada. Le pidió cobijo, aunque sólo fuera por una noche. Se lo dio. Al día siguiente, Clelia desapareció, no volvió a saber más de ella. «Se la llevaron, señor, se la llevaron como a muchos más. No espere verla nunca.» Me entristecí, me pregunté si habría nacido o no aquel hijo anunciado. ¿Por qué había vuelto a París desde Estados Unidos, donde estaba segura? Una vez, recorriendo los libreros de viejo de las orillas del Sena, hallé un libro publicado por una editorial desconocida, al menos para mí. Se titulaba Memorias de un desendemoniamiento, y lo firmaba «Clelia». Era un ejemplar sin abrir, un desecho de venta. Lo compré, lo leí con avidez, de un tirón, con emoción creciente; lo leí como si lo estuviera oyendo, como si alguien me lo contara. Sin duda era Clelia su autora, sin duda era su propia historia la que había escrito, desde el momento de su entrada en el sanatorio hasta el instante mismo de la salida, no más. Era el proceso de una curación psicoanalítica, pero también el de un embarazo mantenido contra la opinión del médico. «Debe usted abortar. El curso del embarazo puede estorbar, o, al menos, alargar, el tratamiento.» Clelia se había negado, había tenido el niño, su familia se lo había llevado, estaba vivo y en buenas manos. Se refería a él como a una esperanza, pero jamás a su padre. El final del libro se me antojó especialmente patético: «Al salir del sanatorio vi cerca de mí a mis viejos demonios, que me estaban esperando, en fila, como los criados de un castillo inglés cuando el invitado parte. Me rodearon, me acuciaron, los recibí no sé si con espanto o júbilo. Lo que sí sé es que entraron otra vez dentro de mí, que se aposentaron donde solían. Nada más entrar en el taxi que me alejaba de aquel lugar, me hallé otra vez yo misma, la que había entrado un año antes, endemoniada para siempre.» No dejé de pensar en Clelia, pensé intensamente cuando, a la zaga de las tropas, entré en Alemania: pasábamos entre ruinas, la gente tenía una especial manera de mirar, indescriptible, la de los vencidos sin esperanza. E íbamos sabiendo ya, a ciencia cierta, lo que había sucedido en los campos de concentración. ¡Pobre Clelia! ¿Y por qué sólo pobre Clelia? ¿No habría corrido Ursula una suerte semejante, para mí inimaginable, salvo en lo que tenía de terrible? El estado de ánimo que aquellas ciudades rotas, que aquellas gentes humilladas, que buscaban en las ruinas no sé si un cuerpo o un recuerdo, me causaban era el adecuado para imaginar lo peor de dos mujeres que me habían amado, cada una a su modo; que yo creí haber olvidado, pero que ahora resurgían como fantasmas en aquellos espectros de ciudades. La guerra me las había arrebatado. Ya no eran nada. Me acometió un desánimo que era como sentirse en un vacío en el que se cae sin que la caída tenga un fin ni lo presienta. Empezó en Berlín, acaso después de que una mujer bonita y derrotada me pidiera dinero y me ofreciese su cuerpo para cobrarme. No pude hacerlo, ni lo deseé. Pero fue como si un enorme cuchillo cortase el tiempo: hasta aquí y desde aquí. De repente todo lo que me rodeaba perdió interés. La guerra había terminado, todo quedaba en miseria y política. Regresé como pude a Portugal. Fui recibido casi gloriosamente, una gloria que no me llegaba al corazón, que se quedaba en la mera superficie, gracias y sonrisas. «¡Tenemos que publicar esas crónicas en un libro!», gritaba el director. No me opuse, tampoco lo tomé a mi cargo; que hicieran lo que quisieran. Me había entrado un deseo inesperado de volver a Villavieja. ¿Por qué a Villavieja y no al pazo miñoto? Tampoco me cuidé de averiguarlo. El regreso a Villavieja era un modo simbólico de regresar al pasado, a la madre que no conocí, a la felicidad y a la inocencia, pero también a un modo engañoso, pues yo sabía de sobra que en Villavieja no encontraría ninguna de esas cosas. Ahora comprendo que se trató de una de mis huidas de la realidad, de aquella en que me hallaba metido hasta las corvas, un disgusto de mí mismo, la acostumbrada carencia de proyectos y de esperanzas. Podía, sí, quedarme en Lisboa, donde se me consideraba un buen periodista; pero ¿y qué? El periodismo era una etapa consumida; hubiera podido agarrarme a él si necesitase de sus ingresos para subsistir, o si no pudiese pasarme sin aquella reputación que me había granjeado. Pero afortunadamente lo mismo podía prescindir del dinero que de la reputación, al menos de sus manifestaciones inmediatas. «Éste es Ademar de Alemcastre, el famoso Alemcastre.» «¡Ah, sí, claro, el famoso Alemcastre!» Muchas veces me pedían que describiese de viva voz las angustias de los refugios. ¿En eso consistía la buena reputación? En Villavieja, la gente ignoraba las relaciones entre Alemcastre y yo, y, si alguien las barruntaba, con negarlo, listo. «En Portugal hay muchos Alemcastres.» Nunca se me ocurrió, sin embargo, pensar que en Villavieja sería yo mismo, porque en realidad nunca había sabido a ciencia cierta quién era yo. Y lo probaba el hecho de que me propusiera dejar de ser uno para otro. Lo probaba, no lo prueba. Hoy creo haber superado tales preocupaciones, que considero como mera literatura. Un hombre puede tener dos nombres, pero es el mismo hombre; una personalidad puede demostrarse o ejercitarse en distintos aspectos, pero es la misma personalidad. Cuando vivía en Londres, con Ursula, no me planteaba semejantes cuestiones: yo era el que soy, Filomeno, aunque no me guste el nombre. ¡Dios, qué inútil es todo esto, y hasta qué punto fue prueba de inmadurez el que me haya preocupado, el que me haya quitado el sueño! También esto de la madurez tiene su miga. A cada cual le sucede como a la cabeza de los niños, que cuando nacen traen los huesos mal pegados, y hace falta que pase el tiempo hasta que la soldadura del cráneo se haya consumado. Estamos hechos de piezas que encajan, y el encaje es la madurez: con la diferencia de que no basta el tiempo. Así como las manzanas maduran con el sol, los hombres maduramos en presencia de otra persona, en colaboración con ella. Mi proceso de maduración iba bien con Ursula. Se interrumpió, no hubo ocasión a que lo continuase con Clelia, y aunque los tratos con María de Fátima me hiciesen avanzar un tanto, el fracaso de aquellas relaciones era, ante mi conciencia, la prueba de mi relativa incapacidad. Y la guerra, al cesar, me devolvía a mí mismo en el mismo estado en que me había cogido. En mi cráneo quedaba un agujerito, y algo que entraba o salía por él me hacía esperar no sé qué maravillas de mi vuelta a Villavieja. Volví a hacer mi equipaje, pasé por el pazo, dejé las cosas encaminadas y bajo la dirección inteligente de mi maestro, quien me preguntó por lo que pensaba hacer, y a quien le respondí, como siempre, que no lo sabía.
El historiador trabaja con todas las cartas en la mano. Su tarea consiste en ordenarlas, habida cuenta de que ese orden no tiene por qué ser siempre el mismo. En la obra del buen historiador se advierte siempre, o se adivina, un componente artístico, algo que acaba remitiendo a las musas, y que quizá sólo sea el resultado de una clase especial de perspicacia, la que permite descubrir relaciones ignoradas, o al menos invisibles, entre los hechos, o inventarlas. La buena historia es como una buena novela escrita con el rigor de un drama. Los hechos sobre los que yo escribía desde mi soledad en el pazo no eran aún historia, sino sólo actualidad. Las conexiones las veía conforme iban pasando, y si es cierto que el final se presentía, o al menos se temía, no estaban claros los trámites que podían llevar a él, ni su orden. Hay novelistas que terminan su novela en matrimonio (más bien ahora autores de películas), y se acabó. Lo que suceda después ya no interesa. Pero todos los que desde un lugar u otro escribíamos acerca de la política del mundo en esos años de la Guerra Civil española, sabíamos, o estábamos persuadidos, de que todo acabaría en una contienda general. Pero ¿y después? ¿Quiénes iban a ser los contendientes? ¿Y quién iba a ganar? ¿Se repartiría el Viejo Continente entre Rusia y Alemania? Era una solución, no solo incierta, sino inestable, porque la vocación de unos y otros era de totalidad. Y esta duda coloreaba nuestros escritos de pesimismo intelectual. Se veía claramente que Hitler había entrado en la Historia como un caballo en una cacharrería, y que, a pesar de su modo de actuar, cada una de sus roturas parecía coger de sorpresa a los gobiernos y a los intérpretes de la realidad. ¿Cuál será, dónde será el próximo golpe? Los gobiernos europeos habían perdido la iniciativa, parecían dispuestos a seguir dormitando, entretenido cada uno con sus problemas nacionales, actuando a regañadientes cuando algo exterior los incitaba. En ese caso optaban por el camino más fácil. Esto, al menos, era lo que se me ocurría pensar a la vista de las noticias que me iban llegando; a la vista, por ejemplo, del pacto de Munich y de las tantas reuniones internacionales que lo habían precedido y de las pocas que lo siguieron. ¡Cuidado con el caballo, que no rompa más pucheros! Pero éstas son historias que conoce todo el mundo, que ya están suficientemente explicadas y contadas, no digamos comentadas. Lo que yo intento ahora recordar, y relatar, era mi situación personal, escondido entre bosques y entre vacas, mientras fuera de Portugal la guerra de España terminaba y se preparaba, a corto plazo, la otra. Y lo único curioso de mi caso fue la facilidad del tránsito de mi conciencia de observador, y, a veces, de juez, de lo que acontecía por Europa adelante, y la requerida por los negocios concretos de un propietario agrícola, metido en una empresa de la que no entiende nada, pero por la que se va apasionando día a día. Es cierto que, tácitamente, había delegado la dirección en mi maestro, el cual, cortés como era, no abusaba de su disimulada preeminencia, sino que guardaba las formas y, cuando había tomado una decisión, me consultaba sobre su conveniencia. Creí correcto responder con el mío a su interés. Dedicaba las mañanas a la vaquería, y las tardes al estudio de la situación internacional, y actuaba como dos hombres que fueran uno solo, que viviese alternativamente en dos mundos sin relación aparente. Si en el uno lo acuciante era el desarrollo de una situación al parecer sin salida, en el otro lo que apuraba era llegar al fin de aquella etapa de vacas preñadas, de lo que iba a suceder cuando nos hallásemos con cien crías en los establos, a las que había que dar salida. La inminencia de la guerra me obsesionaba; la de cien partos obsesionaba a mi maestro. Los partos llegaron antes que la guerra, bastante antes: no todos de una vez, sino escalonados; primero los de las vacas holandesas, y, unas semanas después, los de las suizas. Fueron días de emoción y de jaleo. Había algo de humano, de conmovedor, en aquellas maternidades en serie que presenciamos con curiosidad y estupor.
Mi maestro recibía regularmente cartas de don Amedio. Le respondía dándole cuenta del estado de sus intereses, o, más bien, de su casa y de sus fincas. No traían quebraderos de cabeza, porque eran puro lujo, sino los inevitables cuidados de la conservación y del fisco. Pero aconteció que la miss recibió una carta de María de Fátima, a la que siguieron muchas, casi regularmente. Solía dármelas a leer, con el pretexto de la oscuridad de su sintaxis, pero en realidad para que yo las conociese. Ella pensaba, y no me lo dijo, y yo pensaba, aunque lo haya callado, que María de Fátima se valía de la miss para comunicar conmigo, para que yo supiese de su vida y de sus desventuras. Nunca lo dijo expresamente, pero la evidencia de su intención no era ni siquiera discutible. Poco a poco fue estableciendo un sistema de claves: decir que recordaba Portugal significaba que no me había olvidado. Y así muchas otras. Nunca leí las respuestas de la miss, ni me dio cuenta de ellas, pero supongo que, también de manera indirecta, tendría a María de Fátima informada de mi vida. De esta correspondencia deduje fácilmente que María de Fátima no era feliz, que su relación con su supuesto padre no era fácil, menos aún cordial, que la vida de Río de Janeiro no le satisfacía. Hablaba como de una redención del momento en que su padre decidiera volver a Portugal, hecho que, por su parte, don Amedio remitía a una fecha incierta, aunque lejana. El estado de sus negocios en Brasil, afectados como en todas partes por la situación general, reclamaba su presencia. Llegó a decir en una carta que era una suerte que la muerte de su mujer le hubiera obligado a regresar; de lo contrario, sus negocios se hubieran ido al tacho.
Una mañana de mucha lluvia llegó a mi casa un automóvil de matrícula española, del que descendieron dos señores que querían hablar conmigo. Los recibí. Se me presentaron como comisionados de una empresa ganadera que abarcaba toda Galicia. Se habían enterado de que yo tenía ganado que vender, y venían a tratar de una posible compra. Mandé llamar a mi maestro, ante quien repitieron sus pretensiones, pero con quien hablaron ya de cifras y de formas de pago. Asistí a una conversación que no me atrevo a calificar de disputa, en la que nadie se oponía directamente a nadie, ni se exhibían razones contra razones, sino más bien una intricada charla hecha de sinuosidades, alusiones, reticencias, rectificaciones, al final de la cual resultó que se habían puesto de acuerdo y que se consideraban comprometidos a una opción preferencial sobre la producción. O sea, dicho de otra manera, que aquellos caballeros nos comprarían todas las terneras y los becerros que pariesen las vacas, pagándolos no sólo según los precios del mercado, sino también de acuerdo con la raza de las madres y la esclarecida prosapia de los sementales. Si calculábamos en ciento el número actual de crías, y en veinte las de uno y otro sexo que debíamos conservar, ellos se comprometían a la adquisición de ochenta, que no estaba mal como principio del negocio. El cual ofrecía, por parte de ellos, ciertas particularidades referidas ante todo al modo de transporte, que había de hacerse no en tren, como parecía más lógico y cómodo, habida cuenta de la proximidad de una estación en Valença, sino en camiones por los caminos de la montaña. Esto me sorprendió, aunque no hice observación alguna, pero después me explicó mi maestro que aquellos caballeros representaban a un sindicato poderoso con grandes agarraderas en Burgos, y gente de poder comprometida, y que la mayor parte de sus negocios tenían algo de ilegales. Por lo pronto, nuestro ganado estaba destinado a pasar clandestinamente a España. «Lo cual no debe preocuparnos, porque los riesgos no corren de nuestra parte.» Como habían pagado a tocateja, el asunto quedó allí; pero como cuando vinieron a hacerse cargo del hato, permanecieron un par de días en la aldea, y almorzaron con nosotros, salió, sin yo quererlo, la cuestión de mi ausencia de España y de sus razones. Uno de aquellos sujetos, un tal don Bernardino, personaje jocundo y buen bebedor, me escuchó con atención, y al final me dijo: «¿A usted le gustaría entrar en España, al menos a echar un vistazo a esos bienes que tiene allá?» «¡Hombre, por supuesto!» «Pues déjelo de mi cuenta.» Me pidió ciertos datos, sobre todo los referentes al servicio militar. Al despedirse, me dijo: «Váyase preparando para su próximo viaje a España.» No me hice grandes ilusiones, pero algún tiempo después, poco más de dos semanas, aquel sujeto apareció en el pazo en un coche que conducía él mismo; al mediodía, de modo que se le invitó a comer. Y guardó la sorpresa hasta los postres: sacó del bolsillo un sobre y me lo entregó. «Ahí tiene usted un pase de fronteras válido para un año. Durante ese tiempo puede usted entrar y salir todas las veces que quiera, siempre que lo haga por un puesto de Galicia. La jurisdicción de la autoridad que lo firma no se extiende más allá. Cuando vaya a Villavieja no deje de buscarme, o, al menos, de tenerme prevenido. Hay una persona a la que le gustaría hablar con usted.» No dejé de pensar que aquello podía ser una trampa, y se lo comuniqué a mi maestro. «Yo no lo creo. Harán demasiado buenos negocios con nosotros para estropearlos por una jugarreta política que a nadie le interesa. No olvides que, en Villavieja, poca gente, o ninguna, te recordará, y que tu supuesto delito no habrá trascendido de las oficinas militares. Yo, en tu caso, me arriesgaría.» Entré por la frontera de Tuy sin dificultades. Tampoco las tuve en Vigo, ni en el tren que me llevó a mi pueblo, aunque varias veces me hubieran pedido la documentación. No hay que olvidar que mi pasaporte había sido expedido por el cónsul franquista de Oporto. Llegué a Villavieja de noche, sin prevenir a nadie. Hallé mi casa cerrada, aunque una luz encendida en el segundo piso, donde solían dormir las criadas, mostrase que alguien había en ella. Me metí en un hotel aconsejado por el taxista. Nadie dio muestra de conocerme, ni de recordarme. Y ya en mi casa, por la mañana, la vieja Puriña tardó en reconocerme. «¡Ay, el señorito Filomeno!», dijo por fin. ¡Ya era otra vez Filomeno, con aquel aditamento de «señorito» que no acababa de hacerme feliz y que me perseguiría por mucho tiempo! La conmoción sentimental no fue tan grande que temblasen las paredes. Puriña tuvo un gran interés, un interés inmediato, en mostrarme la casa, para que viese lo bien tenida que estaba, igual que si esperase mi llegada. La hallé pulcra, fría y solitaria, como un museo olvidado en que hasta los sentimientos se hubiesen guardado en vitrinas. Mandé traer mis cosas del hotel, y avisé a mi abogado que viniese a verme. Lo hizo y escuchó con sorpresa y cierta sonrisa finalmente comprensiva la explicación de mi presencia. Cuando le dije el nombre de aquel sujeto que me había facilitado el salvoconducto, primero torció el morro, después se echó a reír. «¡Buen pájaro es el tal Bernardino! Pero, a veces, se está más seguro con los sinvergüenzas que con las personas decentes.» Por él supe las andanzas de aquel don Bernardino, hombre de paja de incógnitos, aunque sospechados poderes, y factótum del sindicato ganadero que me había comprado el hato. «Traen a maltraer a los pobres campesinos. Les compran el ganado a precios irrisorios, que ellos imponen bajo amenazas. Luego reúnen el ganado en un lugar donde lo atiborran de sal. Las pobres vacas beben, aumentan de peso, y así lo venden al ejército y a los proveedores de muchas ciudades.» Me mostré pesaroso de haberle vendido mis terneras, ya que iban a padecer, las pobres, de sed artificial. «No. Al ganado como el tuyo no lo venden, lo destinan a mejores empresas. Ten en cuenta que, cuando termine la guerra, habrá que abastecer a la mitad de España, que está hambrienta, y reponer ganaderías… No pases cuidado por tus becerros.» De lo que me contó mi abogado, lo más importante fueron las dificultades en que se halló metido para evitar que requisaran mi casa con el pretexto de que estaba vacía, para no sé qué organización patriótica.
A pesar de los informes, y por consejo del mismo abogado («Con esta gente hay que andarse con ojo, porque lo mismo que te dan facilidades, te las quitan; lo mismo que te ayudan, te hunden»), mandé recado a don Bernardino, quien me dio una cita en un café. «Vamos a ver a ese comandante que tiene interés en conocerle.» Me llevó a un edificio militar, en el que entró como Perico por su casa. Se anunció y fuimos recibidos. El despacho era vulgar, polvoriento. Un sorche pelado escribía a máquina; el comandante lo mandó retirar. Era, el comandante, un tipo alto y magro, de buena raza, pero con algo decadente o degenerado en la mirada; un brillo vacilante, a veces turbio, que divagaba por el espacio. Movía con dificultad el brazo derecho, de modo que me tendió la mano izquierda y explicó que eran las consecuencias de la guerra. La conversación fue de lo más corriente; me hizo preguntas acerca de mi situación, y yo le respondí con la verdad a todas ellas. Se interesó sobre todo por mi permanencia en París y por mi oficio actual de analista de las dificultades internacionales. «De eso me gustaría hablar con usted, mire.» Don Bernardino, que no había intervenido, propuso un almuerzo en no sé qué restorán, y desde allí mismo hizo, por teléfono, la reserva. El comandante, en cuanto nos sentamos a comer, fue directamente al grano. «Explíqueme la situación. Aquí, las noticias vienen tergiversadas y nadie sabe a qué atenerse, salvo los de muy arriba, que, sin embargo, tampoco están seguros.» Hablé durante un buen rato, di mi visión particular, o más bien personal, de cómo andaban los negocios de la política en Europa y fuera de ella, y de lo que yo juzgaba la causa de sus sobresaltos. «Luego, ¿usted cree en una próxima guerra?» «Será difícil evitarla.» «¿Ganarán los alemanes?» «Mi oficio no es de profeta.» «Pero usted conoce mejor que yo la magnitud de su armamento.» «Sí, es superior al de Francia, Italia e Inglaterra juntos.» «¿Cree que Mussolini se pondrá de parte de Francia?» «Todo depende de quien pueda más en su ánimo, si su ideología o los intereses de Italia. Pero no olvide tampoco el temor de una invasión, inevitable, desde Austria.» «¿No lo tiene por inteligente?» «Sí, pero los hombres inteligentes son los que cometen los más grandes errores.» «¿Qué opina usted de nuestra guerra?» «Apenas he vivido en España. Me faltan datos para opinar.» «Pero usted lee la prensa del mundo.» «Sí, pero no me fío de ella.» «¿Es usted de los que todavía esperan que ganen los republicanos?» «Después de la batalla del Ebro, no.» No pareció complacerle demasiado mi respuesta, aunque tampoco dijo nada que revelase algún disgusto. De repente, la conversación cambió de tono. Don Bernardino insinuó algo, el comandante le respondió, y empezaron los chistes verdes y los políticos. Don Bernardino hablaba mal de Franco, cuya victoria, sin embargo, deseaba no por razones ideológicas, según inmediatamente comprendí, sino porque era la condición de que sus planes económicos alcanzasen las dimensiones apetecidas, o, por lo menos, soñadas: nada menos que una especie de imperio agropecuario que abarcase toda España. «Y no es ningún disparate, creánme. Por ahora aquí vamos comiendo, pero en cuanto termine la guerra empezarán las dificultades. Habrá que dar de comer a la otra media España. Para entonces es para cuando hay que estar preparados.» Las miradas que se cruzaban entre el comandante y don Bernardino revelaban sin grandes dudas su connivencia; pero como también a veces me miraban a mí, llegué a comprender que, en aquel proyecto de invasión vacuna de la España derrotada, mis vacas eran un dato.
Estuvimos charlando hasta tarde. El comandante había bebido bastante, y tenía la mirada más revuelta y más triste. A don Bernardino, cada copa le aumentaba la locuacidad, sus chistes eran cada vez más irrespetuosos y agresivos. Hubo un momento en que calló y pareció adormecerse. El comandante lo aprovechó para inquirir de mí el grado de amistad política de los portugueses hacia el estado del general. Cuando don Bernardino regresó de su viajecito al sueño, aseguró con palabras contundentes que aquello había que rematarlo en juerga. Pero el comandante tenía que hacer algo. Quedamos en los soportales de la plaza a eso de las ocho.
El comandante venía de gabardina y boina; don Bernardino, muy puesto, con abrigo y sombrero. Desde el principio tomó la iniciativa, que consistió en comunicarnos sus planes. «Se me ocurrió telefonear a casa de la Flora. Nos esperan en el salón reservado.» El nombre de la Flora no me traía recuerdos, pero en seguida imaginé que se trataba de un burdel. Y si bien era cierto que mi ánimo no estaba para putañerías, los seguí, a aquellos dos, por calles que había olvidado, hasta una estrecha, que caía tras un ábside románico. No había más luz que la de un farol antiguo con una bombilla macilenta. Más que alumbrar, agrandaba las sombras. Dejaba ver, sin embargo, un ventanal del ábside, ornamento de monstruos y geometrías.
Don Bernardino nos precedía, como cliente favorecido. No llamó a la puerta, sino que la empujó. Nos condujo, por una escalera rechinante, hasta otra puertecilla, ésta barnizada y reluciente, tras la cual nos esperaba el salón de la Flora, quiero decir el salón privado, aquel al que sólo tenían acceso los golfos distinguidos. Había otro, en la planta baja, para la soldadesca y los horteras; de este segundo salón llegaban, como desde una lejanía, los rumores de una juerga con guitarra. Don Bernardino dejó encima de un sillón las prendas exteriores de su atuendo, y nos invitó a que hiciéramos lo mismo. De pronto, desapareció. El comandante y yo llenamos el silencio con unos cigarrillos que yo ofrecí, que él encendió con un mechero anticuado, de los de campaña. Don Bernardino regresó con la Flora; una cincuentona delgada, de bastante buen ver, aunque un poco desmayada. Llevaba al cuello un medallón de oro de la Virgen del Carmen. Al comandante ya lo conocía. Yo le fui presentado como Filomeno Freijomil. Se me quedó mirando. «¿El hijo del difunto senador, que en gloria esté?» Le respondí que sí. «Tenemos que hablar, muchacho.» Le encargaron bebida, la trajeron unas chicas medio desnudas, algo así como un remedo ridículo y algo cursi del París de la leyenda. Bebieron con nosotros, se nos sentaron en las rodillas, siempre riendo a carcajadas y diciendo groserías. La que a mí me tocó, una rubia gordita, que decía ser berciana, a una señal de la Flora me abandonó y se perdió de vista. La Flora me indicó con la mano que me estuviera quieto, y lo estuve, fumando cigarrillos, mientras asistía al espectáculo de la cachondez estrepitosa y ordinaria de don Bernardino, al entristecimiento progresivo y cruel del comandante. Fue el primero en marcharse con su chica; don Bernardino lo siguió casi inmediatamente. Entonces, la Flora se sentó a mi lado, me ofreció otra copa (por cuenta de la casa) y se quedó callada. Comprendí que quería decirme algo y que no sabía cómo empezar. Ó acaso no estuviese aún decidida. Un cigarrillo nos aproximó, pero no le soltó la lengua. Decidí ser yo quien rompiese la barrera. «¿Por qué le indicaste a aquella chica que se fuese?» «Porque se ocupan con soldados de los que vienen del frente, y a saber qué mierdas les dejan. Siempre tengo a alguna en el hospital.» «¿Y los otros?» «¡Ah, los otros, que los coma una centella!» «¿Por qué?» A esto no supo o no quiso responderme más que con un mohín bastante despectivo. Sólo después de un instante añadió: «Son unos hijos de puta, y no me gusta verte con ellos.» No sé qué cara puse: tuvo que ser muy rara para que ella se apresurase, no a rectificar, sino a explicarse, y lo hizo de manera larga y minuciosa, no acusándolos de ningún pecado, sino exponiendo las razones por las que, sin aparente justificación, se había metido en mi vida. Había sido amiga de mi padre, y eso era todo. Se había acostado con él muchas veces, y eso le hacía sentirse un poco mi madre, «con el perdón de la difunta, que Dios haya; pero Él sabe bien que nunca le quité el marido, pues cuando anduvo conmigo, ella ya estaba muerta». Pasados los primeros minutos de sorpresa, las primeras palabras que me costó trabajo encajar, me sentí, de repente, atraído, no tanto por lo que me iba diciendo, como por lo que podía decirme. Le pregunté por mi padre. «¿Y qué quieres que te diga? Lo que yo pueda saber siempre será lo que vemos las putas. Y un hombre con una puta no se porta como con las demás personas. Con nosotras son distintos. Les salen cosas que ellos mismos no saben que llevan dentro. A unos, la pena; a otros, la maldad.» «¿Y a mi padre?» «Tu padre no era feliz, y eso era lo que le salía. Tenía de qué arrepentirse. Una vez me confesó que le había hecho un hijo a una criada y que luego la había despedido.» «Eso ya lo sabía yo.» Y tuve que espantar, para seguir escuchando a la Flora, un montón de recuerdos repentinos, impertinentes. «También dijo una vez que tú no lo querías.» «¿Y era eso lo que le hacía desgraciado?» Pareció recordar, o meditar. «Eso nunca se puede saber, filliño. La desgracia la lleva uno consigo, como el caracol su casa, y a veces nadie quiere enterarse de quién es el culpable, si lo hay. Ya ves: aquí me llegan muchachas desgraciadas. A una la abandonó el novio con un hijo; a la otra la violó su padre, y su madre la echó de casa. Eso es lo que cuentan, pero ¿cuál es la verdad que callan? Yo no se lo pregunto. Cada uno es cada uno, y allá Dios con todos. Tu padre no era feliz, eso no había más que verlo, a pesar de tenerlo todo. Nunca sonrió en la cama, nunca le vi alegre, al llegar o al marcharse. Era de esos que vienen a las putas lo mismo que un hambriento va a la taberna a comerse un bisté. Lo hacía, además, como si le diera vergüenza, y salía de aquí más avergonzado de lo que había entrado. Pero no empezó a venir de joven, cuando se quedó viudo, o, al menos, yo no se lo oí contar a nadie. Tampoco venía cuando iba a Madrid todos los meses, porque allá se corría sus juergas, digo yo, con otra clase de mujeres, más refinadas. Empezó a visitarme después de lo de la criada. Yo aún no era el ama, y tenía buenos Chentes. Tampoco padecía del corazón, como ahora, que cualquier día espicho, sobre todo si sigo fumando. A tu padre, como te dije, le mordía la conciencia de lo de la criada. No se cuentan esas cosas más que cuando lo hacen a uno desgraciado.» Me atreví a preguntar a la Flora por la sífilis de mi padre. «¿Lo sabes?» «Alguien me lo contó.» «Pues esa mierda que lo llevó al otro mundo no se la regalé yo, bien lo sabe Dios, sino que fue con una nueva, una de esas de los cafés cantantes, que se veía a las leguas que estaba podrida. Bien se lo dije cuando la trajo aquí. "Ándate con cuidado, que ésa no es trigo limpio." No me hizo caso. Parecía como si lo buscase. Y no es que tuviera celos, pero una tiene que tomar sus precauciones. "A mi cama no vuelvas si vas con ella." No volvió.» Dio un suspiro, la Flora, como si aquellas palabras le hubieran traído pena con los recuerdos. Me atreví a preguntarle si había estado enamorada de mi padre. «En este oficio, ¿quién puede decir que esté enamorada? Las cosas son distintas. Pero la verdad es que le tomé cariño, por la lástima que me daba, un hombre como él, que se reconcomía sin consuelo. Si hubiera estado enamorada, no me habría importado que me contagiase. Nosotras somos así. Pero me dio miedo. Gracias a Dios y a la Virgen del Carmen -y se llevó la mano al medallón de oro- algunas mierdas pequeñas tuve, pero nunca ésa. Cuando tu padre murió, que no había nadie aquí de la familia, tú no sé dónde andabas, mandé decir unas misas por su alma, ya ves. Y ahora te cuento todo esto no sé por qué. A lo mejor tienes otra idea de tu padre, y saber que no era malo te viene bien.»
De pronto, se echó a llorar. No estrepitosamente, ni con hipidos o congoja, sino con lágrimas tranquilas. «Bueno, no hablemos más de eso. Los muertos ya están muertos, y Dios habrá sido justo con ellos. Ahora vamos a lo presente. Si vas a quedarte aquí, y necesitas una mujer, me llamas por teléfono y me lo dices. Yo sé de algunas que lo hacen por necesidad, y no por vicio, muchachas educadas, venidas a menos, o hijas de fusilados. ¡Hay tanta gente en malos pasos! Como esta casa está detrás de la iglesia, ellas entran por la puerta principal, como si fueran al rosario, y salen por la trasera, que cae justo al otro lado de la calle, donde hace sombra. No se dio el caso de que las hayan descubierto, ni que se sospeche. Hay hombres casados que les gusta echar una cana al aire, y que callan la boca por la cuenta que les tiene. Les pagan bien, a las pobres. Hay una que te vendría de perlas, jovencita y de buen ver. Dicen que es muy alegre en la cama. Si quieres, mañana, a esta hora… Puedes fiarte de ella, y, desde luego, de mí.» Acepté el ofrecimiento por cortesía, y un poco también porque aquella mujer me había caído simpática. Quedamos para el día siguiente al caer la tarde. «Ahora vete. Ya te disculparé con ésos. No me gustaría volverte a ver con ellos.» Antes de marchar, le pedí que me hablara de don Bernardino y del comandante. «Don Bernardino es un sinvergüenza, todo el mundo lo sabe. Viene aquí, toma unas copas, se ocupa y se marcha sin pagar, como si el negocio fuera suyo, todo a cuenta de no sé qué favores o protecciones de que presume siempre, como si estuviéramos vivas gracias a él. Y yo aguanto porque, en este trato, una nunca está segura, y cualquier inspección te puede cerrar la casa sin pretexto. El otro, el comandante, es un cenizo. Paga, eso sí, pero se porta mal con las chicas. Sólo quieren ir con él las que no lo conocen, como esta de hoy. Dicen que las hace sufrir, y que les pide cosas de las que no están bien. Y, ¡qué coño!, también las putas tenemos nuestra dignidad.» Me llevó hasta la calle por la escalerilla trasera. Estábamos a la puerta, cuando salió de las sombras una mujer con el rostro cubierto con un velo, dijo «Buenas noches» y echó escaleras arriba. La Flora me miró, me dio un empujoncito y cerró la puerta. Quedé solo bajo la lluvia, y caminé por callejas en sombra. Recordaba a mi padre y me daba cuenta de que no lo entendía ni lo había entendido jamás. Aquella pena póstuma me duró poco.
Estuve unos cuantos días en Villavieja del Oro. No volví a ver al comandante; aunque sí a don Bernardino. Por las preguntas que me hizo, deduje que se sentía repentinamente interesado por la política exterior. «¿Y usted cree que, si hay guerra, los alemanes llegarán hasta Irún?» No me fue difícil deducir que su caletre maquinaba suministros de carne en cantidades millonarias al ejército invasor. ¿Quién sabe si mis vacas alimentaron a los ocupantes de Francia? Por lo que fui sabiendo, compró mis crías varios años seguidos, hasta que se acabó la guerra. Pagó siempre bien, puntualmente. Según me informó mi maestro, desaparecía de repente, o, más bien, no vino cuando se le esperaba, y no volvió más. Hubo que pensar en otros compradores para nuestro ganado, pero entonces ya había cambiado el rumbo de mi vida.