El tercer planeta a partir del Sol se hallaba en sus condiciones habituales.
Contaba aquel día con 230.000 almas humanas más que el anterior, pero, entre cinco mil millones de terrestres, un aumento tan diminuto pasaba desapercibido. El reino de Sudáfrica, miembro asociado de la Federación, había sido citado de nuevo ante el Tribunal Supremo para responder de persecución contra su minoría blanca. Los grandes señores de la moda, reunidos en solemne cónclave en Río, habían decretado que los dobladillos bajaran y los ombligos fueran cubiertos de nuevo. Las tres estaciones de defensa de la Federación giraban silenciosas en el espacio, prometiendo la muerte instantánea a cualquiera que alterase la paz del planeta. Las emisoras comerciales del espacio giraban no tan silenciosamente, alterando la paz del planeta con el inacabable clamor de las virtudes de una infinidad de artículos con marca registrada. En las playas de la bahía del Hudson se habían establecido medio millón más de hogares móviles que el año anterior; el cinturón chino del arroz había sido declarado zona de emergencia subalimentada por la Asamblea de la Federación; y Cynthia Duches, conocida como la Muchacha Más Rica del Mundo, se desembarazó —tras pagarle convenientemente— de su sexto marido.
El reverendo doctor Daniel Digby, obispo supremo de la Iglesia de la Nueva Revelación (fosterita), anunció que habían nombrado al ángel Azrael para que guiase al senador de la Federación Thomas Boone, y que esperaba la celestial confirmación de su decisión en cualquier momento de aquel mismo día; todos los servicios informativos transmitían el anuncio, como si fuera una noticia, de que en el pasado los fosteritas habían destruido demasiadas oficinas de periódicos. El señor Harrison Campbell VI y señora habían tenido un hijo y heredero, por madre delegada, en el Hospital Infantil de Cincinnati, mientras los felices padres pasaban unas vacaciones en Perú. El doctor Horace Quackenbush, profesor de artes del ocio en la Escuela de la Divinidad en Yale, propugnaba el retorno a la fe y al cultivo de los valores espirituales; el escándalo de las apuestas afectaba a la mitad de los jugadores profesionales permanentes del equipo de rugby de West Point; tres químicos especializados en la guerra bacteriológica habían sido despedidos en Toronto por presunción de inestabilidad emocional…, los tres cesados habían anunciado que llevarían su caso, si era necesario, ante el Tribunal Supremo de la Federación. El Tribunal Supremo de la Federación había revocado una resolución del Tribunal Supremo de Estados Unidos respecto a la reeligibilidad para votar en las primarias con respecto a los miembros de la Asamblea de la Federación en el caso «Reinsberg contra el estado de Missouri».
Su excelencia el muy honorable Joseph E. Douglas, secretario general de la Federación Mundial de Estados Libres, picoteó la tortilla de su desayuno y se preguntó malhumorado por qué un hombre no podía disfrutar en estos días de una decente taza de café. Frente a él, su periódico matinal, preparado por el turno de noche de su cuadro de informadores, pasaba ante sus ojos las noticias a su ritmo óptimo de lectura por la pantalla del escáner ejecutivo hecho a su medida por Sperry. Las palabras fluían mientras el secretario general mirara en aquella dirección; si volvía la cabeza, la máquina lo captaría y se detendría al instante.
En esos momentos estaba mirando hacia la proyección de la letra impresa que se movía a lo largo de la pantalla, pero en realidad no estaba leyendo, sino que simplemente evitaba los ojos de su jefe al otro lado de la mesa. La señora Douglas no leía la prensa; tenía otras formas de enterarse de lo que necesitaba saber.
—Joseph.
El secretario general alzó la cabeza, y la máquina se detuvo.
—¿Sí, querida?
—Algo te está rondando por la cabeza.
—¿Eh? ¿Qué te hace decir eso, querida?
—¡Joseph! No llevo treinta y cinco años observándote, mimándote y zurciéndote los calcetines y sacándote de apuros por nada. Sé cuándo algo te ronda por la cabeza.
Al diablo con ello, admitió reluctante para sus adentros, claro que lo sabe. La miró y se preguntó por qué había permitido que aquella mujer le indujera a firmar un contrato indefinido. Originalmente sólo había sido su secretaria, allá en los viejos tiempos —pensaba en ellos como en «Los Viejos y Buenos Tiempos»—, cuando era legislador del estado y batía los arbustos en busca de votos individuales. Su primer contrato había sido un simple acuerdo de cohabitación de noventa días, supuestamente a fin de economizar los gastos de una campaña ajustada de fondos mediante un ahorro en las facturas de los hoteles; ambos estuvieron de acuerdo en que se trataba de una simple conveniencia, con el término «cohabitación» indicando tan sólo que vivirían bajo el mismo techo… ¡y ni siquiera entonces le remendó ella los calcetines!
Trató de recordar cómo y cuándo se había producido el cambio en la situación. La biografía oficial de la señora Douglas —Sombra de grandeza: historia de una mujer—, afirmaba que él se le declaró durante el escrutinio de las votaciones, contando con ganar su primera elección…, y que su romántica necesidad era tal que nada podía calmarla excepto un matrimonio a la antigua usanza, de los de «hasta que la muerte nos separe».
Bueno, él no lo recordaba así…, pero ya era inútil combatir la versión oficial.
—Joseph, ¡respóndeme!
—¿Eh? Nada en absoluto, querida. He pasado una mala noche.
—Ya lo sé. Cuando te despertaron a primera hora de la madrugada, ¿crees que no me enteré?
Su primer pensamiento fue que las habitaciones de su esposa se hallaban a unos buenos cincuenta metros de su dormitorio.
—¿Cómo lo supiste, querida?
—¿Oh? Intuición femenina, por supuesto. ¿Qué decía el mensaje que te trajo Bradley?
—Por favor, cariño… Tengo que acabar con las noticias de la mañana antes de la reunión del Consejo.
—Joseph Edgerton Douglas, no intentes salirte por la tangente.
Él suspiró.
—El hecho es que hemos perdido de vista a ese pordiosero de Smith.
—¿Smith? ¿Te refieres al Hombre de Marte? ¿Qué quieres decir con «perdido de vista»? Eso es ridículo.
—Tal vez lo sea, querida, pero se ha ido. Desapareció de su habitación del hospital en algún momento de ayer.
—¡Absurdo! ¿Cómo lo consiguió?
—Al parecer, disfrazado de enfermera. No estamos seguros.
—Pero… Bien, no importa. Ha desaparecido, y eso es lo principal. ¿Qué turbio plan has maquinado para recuperarlo?
—Bueno, tenemos unas cuantas personas buscándole. Gente de confianza. Berquist…
—¡Berquist! ¿Ese cabeza de chorlito? Cuando deberías tener a todos los funcionarios policiales, desde los mejores agentes del FDS hasta los más asquerosos detectives de las comisarías buscándole, ¡todo lo que se te ocurre es enviar a Berquist!
—Pero cariño, no te haces cargo de la situación. No podemos. Oficialmente no se ha extraviado. Comprende que está…, bueno, el otro tipo. El…, ejem…, Hombre de Marte «oficial».
—¡Oh!… —tamborileó sobre la mesa—. Ya te advertí que ese plan de la sustitución nos traería disgustos.
—Pero querida, lo sugeriste tú misma.
—No lo hice. Y no me contradigas. Hum…, haz llamar a Berquist.
—Oh, Berquist está fuera, siguiendo la pista de Smith. Todavía no ha informado.
—¿Eh? A estas alturas Berquist tiene que haber recorrido ya probablemente la mitad de la distancia desde aquí a Zanzíbar. Nos habrá vendido. Nunca confié en ese hombre. Te dije cuando le contrataste que…
—¿Cuando yo le contraté?
—No me interrumpas…, te dije que un hombre que acepta dinero de dos partes aceptará con la misma rapidez el de una tercera —frunció el ceño—. Joseph, la Coalición Oriental está detrás de esto. Prepárate para esperar una maniobra de un voto de censura en la Asamblea.
—¿Eh? No veo por qué. Nadie sabe nada de esto.
—¡Oh, por el amor de Dios! Todo el mundo se enterará; la Coalición Oriental se ocupará de ello. Ahora cállate y déjame pensar.
Douglas guardó silencio y volvió a su periódico. Leyó que el Consejo de la Ciudad-Condado de Los Ángeles había pedido ayuda a la Federación para resolver el problema de la contaminación atmosférica, sobre la base de que el ministro de Sanidad no les había proporcionado una cosa, no importaba el qué…, pero había que echarles una mano, puesto que las cosas se le presentaban bastante mal a Charlie en lo que a la reelección se refería, ya que los fosteritas tenían su propio candidato…, y él necesitaba a Charlie. La Lunar Enterprises había subido dos enteros al cierre, probablemente, decidió, debido a…
—Joseph.
—¿Sí, querida?
—Nuestro «Hombre de Marte» es el único y auténtico; el que se saque de la manga la Coalición Oriental será un fraude. Así es como tiene que ser.
—Pero cariño, no podemos mantener eso.
—¿Qué quieres decir con que no podemos? Tenemos que mantenerlo.
—Pero no podemos. Los científicos se darán cuenta de inmediato de la sustitución. Las he pasado difíciles para mantenerlos apartados de esto hasta ahora.
—¡Científicos!
—Pero pueden hacerlo, tú lo sabes.
—No sé nada de eso. ¡Los científicos, precisamente! La mitad de su trabajo se basa en suposiciones y la otra mitad en pura superstición. Deberían estar encerrados bajo llave; la ley debería prohibir su existencia. Joseph, te lo he dicho infinidad de veces; la única ciencia verdadera es la astrología.
—Bueno, no sé, querida. Entiéndelo, no estoy en contra de la astrología…
—¡Mejor que no lo estés! Después de todo lo que ha hecho por ti.
—… pero lo que estoy diciendo es que esos científicos son muy agudos. Uno de ellos me estuvo contando el otro día que hay una estrella cuyo peso es seis mil veces el del plomo. ¿O era sesenta mil? Déjame ver…
—¡Tonterías! ¿Cómo pueden saber una cosa así? Sigue callado, Joseph, mientras termino de decir esto: no admitimos nada. Su hombre es un fraude. Pero, mientras tanto, utilizamos a discreción nuestros equipos del Servicio Especial y lo recuperamos, a ser posible, antes de que la Coalición Oriental haga sus declaraciones. Si es necesario usar medidas enérgicas, y ese tal Smith se resiste al arresto o algo así…, bueno, es una lástima, pero yo no voy a llorarle mucho tiempo. No ha sido más que un engorro desde el principio.
—¡Agnes! ¿Te das cuenta de lo que me estás sugiriendo?
—No estoy sugiriendo nada. Muchas personas resultan heridas a diario. Este asunto debe aclararse, Joseph, en bien de todos. El mayor bien para la mayoría, como a ti te gusta tanto decir.
—No quisiera que ese chico resultara herido.
—¿Quién ha dicho nada de hacerle daño? Pero debes tomar medidas firmes, Joseph; es tu deber. La historia te justificará. ¿Qué es más importante, hacer que las cosas sigan funcionando para cinco mil millones de personas, o mostrarse blando y sentimental con un hombre que ni siquiera es propiamente un ciudadano?
Douglas no respondió. La señora Douglas se puso en pie.
—Bueno, no puedo perder mi tiempo tratando temas intangibles contigo, Joseph; tengo que ir a ver a Madame Vesant para que me haga mi nuevo horóscopo para esta emergencia. Pero puedo decirte esto: no me he pasado los mejores años de mi vida empujándote hasta donde estás ahora para ver cómo te echan a un lado por culpa de tu falta de valor. Limpíate el huevo que tienes en la barbilla —se dio la vuelta y se marchó.
El jefe ejecutivo del planeta permaneció sentado a la mesa durante otras dos tazas de café antes de sentirse con ánimos de levantarse y dirigirse a la Sala del Consejo. ¡Pobre vieja Agnes! Tan ambiciosa… Suponía que la había decepcionado, y sin duda el cambio de vida no hacía las cosas más fáciles para ella. Bueno, al menos era leal, fiel a sus principios…, y todos pasamos por baches en algunas épocas; probablemente estaba tan harta de él como él de… Oh, no valía la pena pensar en ello.
Enderezó los hombros. Una maldita cosa sí era segura: no iba a dejarse zarandear por el asunto de ese tipo, Smith. Era un fastidio, lo admitía, pero el chico resultaba agradable e incluso conmovedor en su indefensión y con su aparente retraso mental. Agnes debía de haberse dado cuenta de lo fácilmente que se asustaba, o de otro modo no habría hablado de aquella forma. Pero Smith debería despertar sus instintos maternales.
Aunque, ciñéndose estrictamente a los hechos, ¿tenía Agnes algo «maternal» en ella? Cuando fruncía los labios de aquella forma, su boca no era un espectáculo agradable. Oh, mierda, todas las mujeres tenían instintos maternales; la ciencia lo había demostrado. Bueno, ¿o no?
De cualquier modo —condenadas fueran sus entrañas—, no iba a permitir que le abrumara. Siempre estaba recordándole que fue ella quien le empujó hasta la cumbre, pero Douglas sabía que no era así…, y la responsabilidad era suya y sólo suya. Se irguió más, cuadró los hombros y se dirigió a la Sala del Consejo.
Pasó toda la larga sesión esperando que alguien dejara caer el otro zapato. Pero nadie lo hizo, y no acudió ningún ayudante con un mensaje para él. Se vio obligado a llegar a la conclusión de que el hecho de la desaparición de Smith sólo era conocido por los más íntimos colaboradores de su Estado Mayor, al contrario de lo que le había parecido.
El secretario general deseó muy intensamente cerrar los ojos y esperar a que todo aquel horroroso alboroto se alejase de él, pero los acontecimientos no se lo permitían. Ni su esposa tampoco.
La santa personal de Agnes Douglas, por elección propia, era Evita Perón, a la que tenía la ilusión de parecerse. Su propia persona —la máscara que exhibía al mundo— era la de una colaboradora y satélite del gran hombre al que tenía el privilegio de llamar esposo. Incluso mantenía esta máscara para ella misma, porque tenía la útil habilidad de la Reina Roja de creer todo lo que ella deseara creer. Sin embargo, su política filosófica podría definirse claramente —cosa que nunca se había hecho— como la creencia de que los hombres debían gobernar el mundo y las mujeres debían gobernar a los hombres.
El que todas sus creencias y acciones derivaran de una furia ciega hacia un destino que la había hecho mujer nunca pasó por su cabeza…, y menos aún hubiera creído que había alguna conexión entre su comportamiento y el deseo de su padre de un hijo varón…, o de sus propios celos hacia su madre. Esos inicuos pensamientos jamás habían entrado en su mente. Amaba a sus padres y hacía que se pusieran flores frescas sobre sus tumbas en las ocasiones apropiadas; amaba a su esposo y a menudo lo decía en público; se sentía orgullosa de su femineidad y lo decía en público casi tan a menudo…, y frecuentemente unía las dos afirmaciones.
Agnes Douglas no esperó a que su esposo actuase en el caso del desaparecido Hombre de Marte. Todos los colaboradores personales de su esposo acataban con la misma facilidad las órdenes de él que las de ella; en algunos casos, incluso mejor las de ella. Mandó llamar al ayudante ejecutivo encargado de la información civil —como se denominaba al agente de prensa del señor Douglas—; luego dedicó su atención a la más urgente medida de emergencia: conseguir que le fuera elaborado un nuevo horóscopo. Tenía instalado un enlace particular, desmodulado, desde sus habitaciones en el Palacio hasta el estudio de Madame Vesant; el blando y regordete rostro de la astróloga apareció en la pantalla casi de inmediato.
—¿Agnes? ¿Qué ocurre, querida? Estoy con un cliente.
—¿Tiene conectada la desmodulación del circuito?
—Desde luego.
—Desembarácese de ese cliente ahora mismo. Se trata de una emergencia.
Madame Alexandra Vesant se mordió el labio, pero su expresión no cambió y su voz no mostró ningún fastidio.
—Un momento.
Sus facciones desaparecieron de la pantalla y fueron reemplazadas por la señal de «espere». Un hombre entró en la habitación y se detuvo a un lado del escritorio de la señora Douglas; ésta se volvió y vio que se trataba de James Sanforth, el agente de prensa al que había mandado llamar.
—¿Sabe algo de Berquist? —le preguntó sin ningún preámbulo.
—¿Eh? Yo no me ocupo de eso; es cosa de McCrary.
Ella eliminó la irrelevancia con un agitar de su mano.
—Tiene que desacreditarle antes de que hable.
—¿Eh? ¿Piensa que Berquist nos traicionará?
—No sea ingenuo. Hubiera debido consultarme a mí antes de emplearle.
—Pero no era cosa mía. Ése era el trabajo de McCrary.
—Se supone que usted está enterado de todo lo que ocurre. Yo… —el rostro de Madame Vesant volvió a aparecer en la pantalla—. Siéntese, aguarde un momento —indicó a Sanforth. Se volvió hacia la pantalla—. Allie querida, necesito horóscopos nuevos para Joseph y para mí, tan pronto como pueda tenerlos listos.
—Muy bien… —la astróloga titubeó—. Podría ser de gran ayuda, querida, si me aclarase la naturaleza de la emergencia.
La señora Douglas tamborileó sobre el escritorio.
—¿Le resulta imprescindible conocerla?
—Por supuesto que no. Cualquiera que posea el riguroso entrenamiento necesario, la capacidad matemática y el conocimiento de las estrellas puede calcular un horóscopo con sólo saber la hora y el lugar de nacimiento exactos del sujeto. Usted podría aprender…, si no estuviese tan terriblemente atareada. Pero recuerde: las estrellas inclinan pero no obligan. Usted goza de su libre albedrío. Si tengo que preparar un análisis extremadamente detallado para aconsejarla en una crisis, necesito saber en qué sector debo mirar. ¿Estamos muy preocupadas por la influencia de Venus? ¿O es posiblemente la de Marte? ¿O…?
La señora Douglas decidió.
—La de Marte —interrumpió—. Allie, quiero que haga un tercer horóscopo.
—Muy bien. ¿De quién?
—Hum… Allie, ¿puedo confiar en usted?
Madame Vesant pareció dolida.
—Agnes, si no confía usted en mí, más vale que se abstenga de consultarme. Hay otros que pueden proporcionarle lecturas científicas. Yo no soy la única estudiante del antiguo conocimiento. Tengo entendido que el profesor Von Krausemeyer está bien preparado, aunque a veces se muestra inclinado a… —dejó que su voz muriera.
—¡Por favor, por favor! ¡Por supuesto que confío en usted! Ni por un momento se me ha ocurrido la idea de que alguna otra persona realice un cálculo para mí. Ahora, escuche atentamente: ¿nadie puede oír de su lado lo que yo le diga?
—Por supuesto que no, querida.
—Quiero que haga un horóscopo de Valentine Michael Smith.
—«Valentine Mich…» ¿El Hombre de Marte?
—Sí. Allie, ha sido secuestrado. Tenemos que encontrarle.
Unas dos horas más tarde, Madame Alexandra Vesant se echó hacia atrás en su mesa de trabajo y suspiró. Había hecho que su secretaria cancelase todas las citas, y estaba realmente cansada; varias hojas de papel cubiertas con diagramas y cifras, y un almanaque náutico gastado y con las páginas dobladas, eran testigos ante ellas de sus esfuerzos. Alexandra Vesant difería de algunos otros astrólogos practicantes en que realmente intentaba calcular las «influencias» de los cuerpos celestes utilizando un maltratado libro en rústica titulado La Ciencia Arcana de la Astrología Judicial y Clave para la Piedra Salomónica, que había pertenecido a su difunto esposo, el Profesor Simón Magus, un reputado mentalista, hipnotizador e ilusionista teatral y estudioso de las artes ocultas.
Confiaba en el libro del mismo modo que había confiado en él; no había nadie capaz de trazar un horóscopo como Simón, cuando estaba sobrio. La mitad de las veces ni siquiera tenía necesidad de recurrir al libro; se lo sabía de memoria. Ella sabía que nunca alcanzaría aquel grado de habilidad, así que siempre recurría al almanaque y al manual. Sus cálculos eran a veces un tanto confusos; Becky Vesey (como era conocida cuando niña) nunca llegó a aprender de memoria la tabla de multiplicar, y confundía a menudo los sietes y los nueves.
Pese a todo, sus horóscopos resultaban eminentemente satisfactorios; la señora Douglas no era su único cliente distinguido.
Pero esta vez había sentido el roce del pánico cuando la esposa del secretario general le pidió que elaborara un horóscopo del Hombre de Marte. Experimentó la misma sensación que la acosaba cada vez que un idiota del público insistía en hacer un nudo de más a la venda que le cubría los ojos poco antes de que el Profesor empezara a formular sus preguntas. Pero había descubierto, ya de niña, que poseía un talento innato cuando estaba en un escenario para dar la respuesta adecuada; era sólo cuestión de reprimir el pánico y seguir adelante con el espectáculo.
Así que le había pedido a Agnes la hora exacta, la fecha y el lugar de nacimiento del Hombre de Marte, completamente segura, o casi, de que tales datos no le podrían ser proporcionados.
Pero la información le fue suministrada, y con detalles muy precisos, tras una breve demora…, todo ello procedente del diario de a bordo de la Envoy. Por aquel entonces el pánico había desaparecido, y simplemente aceptó la información y prometió llamar tan pronto como tuviese los horóscopos a punto.
Pero ahora, tras dos horas de penosa aritmética, aunque había completado nuevos descubrimientos relativos al señor y a la señora Douglas, no había ido más lejos con Smith de lo que tenía cuando empezó. El problema era muy simple… e insuperable: Smith no había nacido en la Tierra.
Su biblia astrológica no incluía la idea de seres humanos nacidos en otra parte que en la Tierra; su anónimo autor vivió y murió mucho antes de que se lanzara el primer cohete a la Luna. Había intentado muy intensamente hallar una salida lógica para aquel dilema, basándose en el supuesto de que todos los principios estaban incluidos en el manual y que lo único que tenía que hacer era hallar una forma de efectuar las correcciones impuestas por el desplazamiento lateral. Pero se había extraviado en un laberinto de afinidades con las que no estaba familiarizada; cuando pensó a fondo en el asunto descubrió que ni siquiera estaba segura de que los signos del Zodíaco fueran los mismos vistos desde Marte…, ¿y qué podía hacer una sin los signos del Zodíaco?
Con la misma facilidad hubiera podido intentar extraer una raíz cúbica, que había sido el escollo insalvable que la obligó a abandonar la escuela.
Sacó del fondo de un cajón un tónico que guardaba a mano para tales situaciones difíciles. Se tomó rápidamente una dosis, midió una segunda y meditó acerca de lo que habría hecho Simón en tales circunstancias. Al cabo de un rato casi le fue posible oír su tranquilo y firme tono de voz: «¡Confianza, muchacha, confianza! Ten confianza en ti misma, y los patanes tendrán confianza en ti. Te debes a ellos».
Se sintió mucho mejor entonces, y empezó a redactar los resultados de los dos horóscopos para los Douglas. Una vez hecho esto, se dio cuenta de que también le resultaba sencillo escribir uno para Smith, y descubrió, como hacía siempre, que las palabras sobre el papel tenían una fuerza de convicción propia…, ¡eran tan hermosamente ciertas! Estaba acabando ya cuando Agnes Douglas llamó de nuevo.
—Allie, ¿aún no ha terminado?
—Justo en este momento —repuso Madame Vesant con enérgica confianza—. Supongo que se dará cuenta de que el horóscopo de ese joven Smith presentaba un problema inusual y muy difícil para la Ciencia. El hecho de haber nacido en otro planeta me ha obligado a recalcular todos los aspectos y actitudes. La influencia del Sol resulta disminuida; la influencia de Diana desaparece casi por completo. Júpiter irrumpe en un aspecto nuevo, quizá me atrevería a decir único, como estoy segura que comprenderá perfectamente. Esto ha requerido una serie de cálculos que…
—¡Allie! No importa eso. ¿Conoce las respuestas?
—Naturalmente.
—¡Oh, gracias a Dios! Temí que quizá estaba intentando decirme que la tarea era demasiado para usted.
Madame Vesant se mostró sinceramente ofendida en su dignidad.
—Querida mía, la Ciencia es inalterable; sólo se alteran las configuraciones. Los medios que predijeron el instante y el lugar exactos del nacimiento de Cristo, que le dijeron a Julio César el momento y la forma de su muerte…, ¿cómo podrían fallar ahora? La verdad es la verdad, inmutable.
—Sí, por supuesto.
—¿Está usted preparada para la lectura?
—Déjeme poner en marcha la grabadora… Adelante.
—Muy bien. Agnes, se halla usted en el período más crítico de su vida; sólo dos veces antes habían presentado los cielos una configuración tan fuerte. Por encima de todo tiene que conservar la calma, no precipitarse, meditar a fondo las cosas. En su conjunto los portentos se le muestran favorables, siempre y cuando no luche usted contra ellos y evite todo acto ejecutado sin previa consideración. No permita que su mente se inquiete ante las apariencias superficiales…
Siguió hablando, desgranando sus buenos consejos. Becky Vesey tenía siempre buenos consejos que dar, y lo hacía con gran convicción porque era la primera en creer en ellos. Había aprendido de Simón que, incluso cuando las estrellas parecían más siniestras, siempre existía algún modo de suavizar el golpe, algún aspecto que el cliente podía utilizar en su camino hacia una mayor felicidad…, si ella podía hallarlo y señalárselo.
El tenso rostro allá en la pantalla se calmó y empezó a asentir con la cabeza mientras ella enumeraba sus conceptos.
—Así que puede ver —concluyó— que la mera ausencia temporal del joven Smith no constituye algo malo sino una necesidad, resultado de las influencias conjuntas de sus tres horóscopos. No se preocupe y no tema nada; él volverá, o tendrá usted noticias suyas, en un plazo muy breve. Lo importante es no adoptar medidas drásticas o irrevocables. Tener calma.
—Sí, entiendo.
—Un detalle más. El aspecto de Venus es más favorable, y potencialmente dominante sobre el de Marte. Venus la simboliza a usted, por supuesto, pero Marte es a la vez su esposo y el joven Smith…, como resultado de las circunstancias únicas de su nacimiento. Esto arroja una doble carga sobre sus hombros y debe enfrentarse al desafío; tiene que demostrar esas cualidades de serena sabiduría y dominio de sí misma que son peculiares de la mujer. Debe apoyar a su esposo, guiarle a través de esta crisis, apaciguarle. Tiene que proporcionar los tranquilos pozos de sabiduría de la madre Tierra. Éste es su genio especial…, y ahora es el momento de utilizarlo.
La señora Douglas suspiró.
—¡Allie, es usted sencillamente maravillosa! No sé cómo darle las gracias.
—No me lo agradezca. Esa gratitud corresponde a los Antiguos Maestros, de los que sólo soy una humilde discípula.
—No puedo darles las gracias a ellos, así que se las doy a usted. Esto no entra en nuestro acuerdo, Allie. Habrá un regalo.
—Oh, no es necesario, Agnes. Servirla es un privilegio.
—Y mi privilegio es apreciar el servicio. ¡Ni una palabra más, Allie!
Madame Vesant se dejó convencer y luego apagó el televisor, cálidamente satisfecha de haber dado una lectura que sabía exacta. ¡Pobre Agnes! Una mujer tan buena por dentro…, y tan retorcida por conflictivos deseos. Era un privilegio allanarle un poco el camino, hacer que el peso de la carga que llevaba sobre sus hombros fuera algo más fácil de soportar. Ayudar a Agnes le hacía sentirse mejor.
A Madame Vesant le hacía sentirse bien también verse tratada casi de igual a igual por la esposa del secretario general, aunque —puesto que no era presuntuosa— no lo pensaba así. Pero la joven Becky Vesey había sido tan insignificante, que el diputado de su distrito nunca logró recordar su nombre, pese a haber observado de inmediato las medidas de su busto. Pero Becky Vesey nunca se había resentido por ello; a ella le gustaba la gente. Ahora le gustaba Agnes Douglas.
A Becky Vesey le gustaba todo el mundo.
Permaneció sentada un momento más, disfrutando del calor de aquella sensación y del respiro de la presión y de un traguito más de tónico, mientras su ágil y perspicaz cerebro ordenaba los fragmentos y datos que había captado. Luego, sin haber tomado conscientemente la decisión, llamó a su agente de bolsa y le dio instrucciones para que vendiese de inmediato sus acciones de la Lunar Enterprises.
El hombre soltó un bufido.
—Allie, está usted loca. Esa dieta de adelgazamiento le está debilitando el cerebro.
—Escúcheme, Ed. Cuando hayan bajado diez enteros, cúbrame, aunque sigan bajando. Espere hasta que den la vuelta. Entonces, cuando hayan recuperado tres enteros, compre otra vez…, luego venda de nuevo cuando alcancen de nuevo el cierre de hoy.
Hubo un largo silencio mientras el hombre la miraba con fijeza.
—Allie, usted sabe algo. Dígaselo al tío Ed.
—Las estrellas me lo dicen, Ed.
Ed hizo una sugerencia astronómicamente imposible y añadió:
—Muy bien, si no quiere, no lo haga. Hum… Jamás tuve suficiente sentido común para mantenerme apartado de cualquier juego sucio. ¿Le importa si comparto el riesgo con usted, Allie?
—En absoluto, Ed, siempre y cuando no cargue demasiado la mano y muestre la oreja. Ésta es una situación especialmente delicada, con Saturno en equilibrio entre Virgo y Leo.
—Como usted diga, Allie.
La señora Douglas puso manos a la obra inmediatamente, feliz de que Allie hubiese confirmado todos sus juicios. Dio órdenes relativas a la campaña para destruir la reputación del extraviado Berquist, tras solicitar su expediente y echarle un vistazo. Tuvo una entrevista a puerta cerrada de veinte minutos con el comandante Twitchell, jefe de los grupos del Servicio Especial…, el cual abandonó el despacho con una expresión agria y pensativa, y de inmediato empezó a hacerle la vida imposible a su oficial ejecutivo. Transmitió instrucciones a Sanforth para que preparase otra estereoemisión del «Hombre de Marte», e incluyera en ella un rumor «de fuentes próximas a la Administración» acerca de que Smith iba a ser transferido, o posiblemente había sido transferido ya, a un sanatorio ubicado en las cumbres de los Andes, a fin de proporcionarle para su convalecencia un clima tan parecido al de Marte como fuera posible. Después se sentó y reflexionó acerca del mejor sistema para conservar los votos de Pakistán para Joseph.
Finalmente llamó a su esposo y le instó a que apoyase el reclamo de Pakistán sobre la parte del león del territorio de Cachemira. Puesto que esto era lo que él había deseado hacer desde un principio y no había hecho, no fue difícil persuadirle, aunque a ella le irritó la suposición de que él se había estado oponiendo a la idea. Una vez arreglado ese asunto, fue a dirigirles la palabra a las Hijas de la Segunda Revolución, sobre el tema La maternidad en el nuevo mundo.
Mientras la señora Douglas hablaba muy liberalmente sobre un tema que conocía muy poco, Jubal E. Harshaw, licenciado en Derecho, doctor en Medicina, doctor en Ciencias, bon vivant, gourmet, sibarita, extraordinario autor popular y filósofo neopesimista, estaba sentado al lado de la piscina de su residencia en el Poconos, frotándose la densa pelambrera gris del pecho y observando a sus tres secretarias chapotear en la piscina. Eran sorprendentemente hermosas; también eran sorprendentemente buenas secretarias. En opinión de Harshaw, el principio del mínimo esfuerzo requería que la utilidad y la belleza se combinasen.
Anne era rubia, Miriam pelirroja y Dorcas morena; en cada caso la coloración era auténtica. Se alineaban, respectivamente, de la figura agradablemente rolliza a la esbeltez más deliciosa. Sus edades formaban un abanico ligeramente superior a los quince años, pero resultaba difícil determinar cuál era la mayor. Indudablemente tenían apellidos, pero la casa de Harshaw no se preocupaba mucho por los apellidos. Se rumoreaba que una de ellas era la propia nieta de Harshaw, pero las opiniones respecto a cuál de ellas variaban.
En estos momentos Harshaw estaba trabajando más duro de lo que nunca había trabajado. La mayor parte de su mente estaba ocupada en la contemplación de las hermosas muchachas haciendo cosas hermosas con el sol y el agua, pero un diminuto compartimiento de su cerebro, cerrado herméticamente y a prueba de ruidos, estaba componiendo un texto. Afirmaba que su método de composición literaria servía para situar sus gónadas en paralelo con su tálamo y desconectar enteramente su cerebro; sus hábitos proporcionaban cierta verosimilitud a la teoría.
Sobre la mesa había un micrófono conectado a una fonoescritora en su estudio, pero Harshaw sólo utilizaba la fonoescritora para tomar notas. Cuando estaba preparado para escribir algo, llamaba a una taquígrafa humana y observaba sus reacciones. En este momento estaba a punto.
—¡Primera! —gritó.
—Anne es «primera» —respondió Dorcas—. Pero yo lo tomaré. Ese chapoteo fue Anne.
—Zambúllete y ve a buscarla. Puedo esperar.
La morenita surcó el agua; al cabo de un momento Anne salía de la piscina, se echaba un albornoz por encima, sé secaba las manos en él y tomaba asiento al otro lado de la mesa. No dijo nada, no hizo ningún preparativo; Anne poseía una memoria total, nunca se molestaba con dispositivos de grabación.
Harshaw cogió una copa llena de cubitos de hielo sobre la que había vertido coñac y bebió un relajado sorbo.
—Anne, tengo uno auténticamente nauseabundo. Es acerca de un gatito que se mete en una iglesia en Nochebuena buscando calor. Además de estar muerto de hambre y congelado y perdido, el gatito tiene, Dios sabe por qué, una pata herida. Bien, empecemos: «Había estado nevando desde…»
—¿Con qué seudónimo?
—Hum…, será mejor usar de nuevo el de «Molly Wadsworth»; parece bastante repulsivo. Y el título es El otro pesebre. Empecemos de nuevo…
Siguió dictando, al tiempo que observaba atentamente a la muchacha. Cuando las lágrimas empezaron a brotar de sus cerrados ojos, sonrió ligeramente y cerró también los suyos. Cuando terminó, las lágrimas rodaban por las mejillas tanto de él como de ella, ambas bañadas en una catarsis de sentimentalismo.
—Y fin —anunció—. Puedes sonarte la nariz. Pásalo en limpio y, por el amor de Dios, no me lo enseñes o lo haré pedazos.
—Jubal, ¿nunca se siente avergonzado?
—No.
—Algún día le voy a patear ese gordo estómago suyo en nombre de alguno de sus desgraciados personajes.
—Ya lo sé. Pero no puedo ejercer ninguna otra profesión decente; no puedo hacer de alcahuete de mis hermanas; son demasiado viejas y, además, nunca he tenido ninguna. Lleva tu trasero adentro y pasa en limpio esto antes de que cambie de idea.
—Sí, jefe.
Ella le dio un beso en la calva mientras pasaba por detrás de su silla. Harshaw gritó de nuevo:
—¡Primera! —y Miriam echó a andar hacia él. Pero un altavoz montado sobre la casa a su espalda cobró vida:
— ¡Jefe!
Harshaw dejó escapar una palabrota, y Miriam rió desaprobadoramente.
—¿Sí, Larry?
—Hay una dama aquí en la verja de entrada que quiere verle —informó el altavoz—. Trae un cadáver consigo.
Harshaw consideró aquello durante unos segundos.
—¿Es guapa? —preguntó al altavoz.
—Eh…, sí.
—Entonces, ¿por qué estás chupándote el pulgar? Haz que ingrese… —Harshaw se arrellanó en el asiento—. Empecemos —dijo—. Montaje de escenas urbanas fundiéndose en un plano medio, interior. Un policía está sentado en una silla de respaldo recto, sin gorra, con el cuello de la camisa abierto y el rostro perlado de sudor. Vemos sólo la espalda de otra figura, que se interpone entre nosotros y el poli. La figura alza una mano, la lleva hacia atrás y hasta casi fuera del tanque. Abofetea al policía con un sonido fuerte y carnosamente metálico, con eco —Harshaw alzó la vista y dijo—. Continuaremos luego desde aquí.
Un coche de superficie avanzaba colina arriba en dirección a la casa. Jill iba al volante del coche; un hombre joven ocupaba el asiento de al lado. Cuando el vehículo se detuvo cerca de Harshaw, el hombre bajó de un salto, como si se considerase feliz de poder divorciarse del coche y su contenido.
—Aquí está ella, Jubal.
—Eso veo. Buenos días, jovencita. Larry, ¿dónde está el cadáver?
—En el asiento de atrás, jefe. Debajo de una manta.
—Pero no es un cadáver —protestó Jill—. Es…, Ben dijo que usted…, quiero decir que… —hundió la cabeza y estalló en sollozos.
—Vamos, vamos, querida —murmuró Harshaw con voz gentil—. Pocos cadáveres merecen que se derramen lágrimas por ellos. Dorcas, Miriam, cuidad de ella. Dadle algo de beber y lavadle la cara.
Dedicó su atención al asiento posterior del coche; se acercó y empezó a levantar la manta. Jill se desasió del brazo de Miriam y chilló agudamente:
—¡Tiene usted que escucharme! ¡Él no está muerto! Al menos, espero que no lo esté. Es…, ¡oh, Dios mío! —volvió a echarse a llorar—. ¡Estoy tan sucia… y tan asustada!
—Parece un cadáver —musitó meditativo Harshaw—. La temperatura del cuerpo es inferior a la del aire, calculo. Pero no presenta el típico rigor mortis. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?
—¡Pero si no está muerto! ¿No podemos sacarle de ahí? Me costó horrores subirle al coche.
—Seguro. Larry, échame una mano. Y deja de mostrar este aspecto tan verde. Si vomitas, tendrás que limpiarlo tú.
Entre los dos sacaron a Valentine Michael Smith del asiento de atrás y lo tendieron sobre la hierba, al lado de la piscina; su cuerpo seguía rígido, apretado aún en una bola. Sin que nadie se lo dijera, Dorcas había ido a buscar el estetoscopio del doctor Harshaw; lo dejó en el suelo junto a Smith, lo conectó y subió el volumen.
Harshaw se aplicó el casco a los oídos y empezó a buscar los latidos del corazón.
—Temo que está usted equivocada —dijo a Jill con voz suave—. Se encuentra más allá de toda ayuda que yo pueda prestarle. ¿Quién era?
Jill suspiró. De su rostro había desaparecido toda expresión. Respondió con voz llana:
—Era el Hombre de Marte. Lo intenté con todas mis fuerzas.
—Estoy seguro de que lo hizo… ¿El Hombre de Marte?
—Sí. Ben Caxton me dijo que usted era la persona a la que había que acudir.
—Ben Caxton, ¿eh? Agradezco la confian… ¡Silencio! —Harshaw enfatizó su petición alzando la mano mientras fruncía el entrecejo y escuchaba. Pareció confuso, luego la sorpresa estalló en su rostro—. ¡Hay actividad cardíaca! Si seré balbuceante mandril… Dorcas, arriba, en la clínica: tercer cajón en la parte cerrada del frigorífico. El código es «dulces sueños». Trae todo el cajón y toma una aguja hipodérmica de un centímetro cúbico del esterilizador.
—Enseguida.
—¡Doctor, nada de estimulantes!
Harshaw se volvió hacia Jill.
—¿Eh?
—Lo siento, señor. Sólo soy enfermera…, pero este caso es diferente. ¡Lo sé!
—Hum… Ahora es mi paciente, enfermera. Pero hace unos cuarenta años descubrí que no era Dios, y unos diez años después me di cuenta de que ni siquiera era Esculapio. ¿Qué quiere que intentemos?
—Yo sólo quisiera lograr despertarle. Si se le hace algo, se hunde aún más en ese trance.
—Hum. Adelante, inténtelo. Siempre que no utilice un hacha. Luego probaremos mis métodos.
—Sí, señor —Jill se arrodilló al lado del cuerpo y empezó a probar de enderezar suavemente las piernas de Smith. Las cejas de Harshaw se alzaron cuando vio que tenía éxito. Jill apoyó la cabeza de Smith en su regazo y la acunó gentilmente entre sus manos—. Por favor, despierte —dijo en voz muy baja—. Soy Jill…, su hermano de agua.
El cuerpo se agitó. Muy lentamente, el pecho se alzó. Luego Smith dejó escapar un largo y burbujeante suspiro y sus ojos se abrieron. Alzó la vista hacia Jill y sonrió con su sonrisa de niño. Jill se la devolvió. Luego miró a su alrededor, y la sonrisa se borró.
—Todo va bien —se apresuró a decir Jill—. Todos son amigos.
—¿Todos amigos?
—Exacto. Todos son amigos suyos. No se preocupe…, y no se vaya de nuevo. Todo está bien.
Smith no respondió, sino que se mantuvo inmóvil, con los ojos abiertos, contemplándolo todo y a todos a su alrededor. Parecía tan contento como un gato en un regazo.
Veinticinco minutos más tarde, Harshaw tenía a sus dos pacientes en la cama. Antes de que la pastilla surtiera efecto, Jill consiguió contarle lo suficiente de la situación como para que Harshaw se diera cuenta de que tenía cogido a un oso por el rabo. Ben Caxton había desaparecido —tenía que pensar en algo que hacer al respecto—, y el joven Smith era como una patata caliente en sus manos…, aunque ya lo había sospechado apenas oír quién era por primera vez. Oh, bueno, la vida podía volverse divertida por un tiempo; borraría ese aburrimiento gris que acechaba siempre al otro lado de la esquina.
Contempló el pequeño coche utilitario en el que había llegado la muchacha. En sus costados llevaba pintado: ALQUILERES READING — Equipos para transporte terrestre — ¡Trate con el Holandés!
—Larry, ¿está electrificada la cerca?
—No.
—Conéctala. Luego, antes de que oscurezca, limpia todas las huellas dactilares de este trasto. Tan pronto como haya oscurecido lo llevas hasta el otro lado de Reading… mejor vete hasta casi Lancaster, y lo dejas en alguna cuneta. Después vas a Filadelfia, coges la lanzadera para Scranton y vuelves a casa desde allí.
—Por supuesto, Jubal. Eh… Dígame, ¿es realmente el Hombre de Marte?
—Por tu bien sería mejor que no lo fuera, porque si lo es y te pescan antes de que puedas librarte de este trasto y te relacionan con él, probablemente te interrogarán con una antorcha encendida. Pero creo que sí lo es.
—Entiendo. ¿Robo unos cuantos bancos en el camino de regreso?
—Probablemente es lo mejor que podrías hacer.
—De acuerdo, jefe —Larry titubeó—. ¿Le importa si me quedo esta noche en Fily?
—En nombre de Dios, ¿qué puede hacer un hombre de noche en Filadelfia?
—Muchas cosas, si uno sabe dónde mirar.
—Tú mismo —Harshaw se dio la vuelta—. ¡Primera!
Jill durmió hasta poco antes de la cena, que en aquella casa era a las confortables ocho de la noche. Despertó fresca y alerta, hasta el punto que olfateó el aire que brotaba de la rejilla sobre su cabeza y supuso correctamente que el médico había eliminado los efectos del hipnótico con un estimulante. Mientras dormía, alguien se había llevado las sucias y arrugadas prendas que llevaba y le había dejado un sencillo vestido de tarde completamente blanco y unas sandalias. El vestido le iba a la perfección; Jill supuso que debía pertenecer a la chica que el doctor había llamado Miriam. Tomó un baño, se maquilló un poco y se peinó, y bajó al salón sintiéndose una mujer nueva.
Dorcas estaba acurrucada en un gran sillón, haciendo punto; alzó la vista, saludó amistosamente como si Jill hubiera formado siempre parte de la casa y dedicó de nuevo toda su atención a su trabajo. Harshaw estaba de pie y agitaba suavemente una mezcla de bebidas en una jarra alta de aspecto helado.
—¿Una copa? —invitó.
—Oh, sí, gracias.
El hombre sirvió hasta el borde dos vasos largos de cóctel y le tendió uno.
—¿Qué es? —preguntó ella.
—Una receta propia, un cóctel cometa. Un tercio de vodka, un tercio de ácido clorhídrico y un tercio de líquido de batería…, dos pulgaradas de sal y un escarabajo en adobo.
—Será mejor que tome un highball[4] —aconsejó Dorcas.
—Tú ocúpate de tus cosas —aconsejó Harshaw sin rencor—. El ácido hidroclorhídrico es bueno para la digestión; los escarabajos aportan vitaminas y proteínas —alzó su vaso hacia Jill y dijo con aire solemne—. ¡Por nuestra propia nobleza! Quedamos condenadamente pocos… —vació casi por completo su vaso, y lo volvió a llenar antes de dejarlo.
Jill tomó un cauteloso sorbo y luego un trago mucho más largo. Cualesquiera que fuesen los auténticos ingredientes, la bebida parecía ser lo que necesitaba: una cálida sensación de bienestar se extendió suavemente desde su centro de gravedad hacia sus extremidades. Bebió más de la mitad del contenido del vaso, y dejó que Harshaw le sirviera una generosa dosis adicional.
—¿Ha visto a nuestro paciente? —preguntó el hombre.
—No, señor. No sabía dónde estaba.
—Le examiné hace unos minutos. Duerme como un bebé… Me parece que lo rebautizaré Lazarus. Por lo de Lázaro, ya sabe. ¿Cree que le gustará bajar a cenar con nosotros?
Jill pareció pensativa.
—De veras no lo sé, doctor.
—Bueno, si se despierta lo sabré. Puede acompañarnos o hacer que le suban una bandeja, lo que prefiera. Éste es el Palacio de la Libertad, querida. Todo el mundo hace absolutamente lo que quiere… Luego, si eso es algo que no me gusta, me limito a echarlo a patadas y en paz. Lo cual me recuerda: no me gusta que me llamen doctor.
—¿Cómo?
—Oh, no me siento ofendido. Pero cuando empezaron a conceder doctorados a personas comparativamente más bien vulgares, yo empecé a considerarme a mi vez demasiado apestosamente orgulloso para usar el título. No tomo el whisky con agua y tampoco me enorgullecen los títulos aguados. Llámeme Jubal.
—Oh. Pero la graduación en medicina no ha sido… aguada, como dice usted.
—No. Pero ya es hora de que la llamen de alguna otra manera, para no mezclarla con los supervisores de jardín de infancia. No importa. Jovencita, ¿cuál es con exactitud su interés hacia este paciente?
—¿Eh? Ya se lo dije, doct…, Jubal.
—Me dijo lo que había sucedido; no me dijo por qué. Jill, me di cuenta de la forma como le miraba y le hablaba. ¿Cree que está enamorada de él?
Jill se sobresaltó. Miró a Dorcas; la otra muchacha parecía no estar escuchando la conversación.
—Pero… ¡eso es ridículo!
—No veo nada ridículo en ello. Usted es una chica; él es un muchacho…, normalmente eso es una espléndida combinación.
—Pero… No, Jubal, no es eso en absoluto… Yo…, bueno, creí que lo mantenían prisionero y pensé…, mejor dicho, Ben pensó…, que podía estar en peligro. Quise asegurarme de hacer prevalecer sus derechos.
—Hum… Querida, siempre recelo de todo acto desinteresado. Parece como si poseyera usted un equilibrio glandular normal, así que sospecho que se trata de Ben, o de este pobre chico de Marte, o de los dos. Será mejor que analice sus motivos en privado y les eche una buena mirada. Entonces podrá juzgar mejor qué camino seguir. Mientras tanto, ¿qué es lo que desea que haga yo?
El alcance no cualificado de la pregunta hizo que a Jill le resultara difícil contestarla. ¿Qué era lo que deseaba? ¿Qué esperaba? Desde el momento en que cruzó su Rubicón no había pensado en otra cosa más que en escapar…, y llegar a casa de Harshaw. Carecía de planes.
—No lo sé.
—Eso supuse. Me dijo usted lo suficiente como para permitirme suponer que se había ausentado sin permiso de su hospital, así que, bajo la hipótesis de que desearía conservar su licencia, me he tomado la libertad, mientras usted dormía, de enviar un mensaje desde Montreal a su enfermera jefe. En este mensaje solicita usted dos semanas de permiso sin previo aviso a causa de una repentina enfermedad grave en su familia. ¿De acuerdo? Más tarde podrá elaborar todos los detalles.
Jill experimentó un repentino y tembloroso alivio. Por temperamento había enterrado toda preocupación relativa a su propio bienestar una vez tomada su decisión; no obstante, en lo más profundo de ella había sentido un enorme peso, debido a lo que le había hecho a su hasta entonces excelente carrera profesional.
—¡Oh, Jubal, muchas gracias! —dijo, y añadió—. En realidad todavía no he cometido ninguna falta: hoy era mi día libre.
—Estupendo. Entonces queda cubierta como por una tienda. ¿Qué desea hacer ahora?
—Todavía no he tenido tiempo para reflexionar. Oh, supongo que deberé ponerme en contacto con mi banco y conseguir algo de dinero… —hizo una pausa mientras intentaba recordar cuál era el saldo de su cuenta. Nunca había sido abundante, y a veces olvidaba…
Jubal cortó en seco sus pensamientos.
—Si se pone en contacto con su banco, pronto va a tener polis saliéndole por las orejas. ¿No sería mejor que se quedara aquí hasta que las cosas se calmaran?
—Oh, Jubal, no quisiera abusar de su amabilidad.
—En realidad ya lo ha hecho. No se preocupe por ello, chiquilla. Siempre hay invitados por aquí, yendo y viniendo…, hubo una familia que se quedó diecisiete meses. Pero nadie abusa de mí en contra de mi volun tad, así que relájese. Si resulta que es usted útil además de ornamental, puede quedarse para siempre. Ahora hablemos de nuestro paciente: dijo usted que deseaba que se respetasen sus «derechos». Supongo que esperaba mi ayuda en eso, ¿no?
—Bueno, yo… Ben dijo que… Ben parecía estar convencido de que usted ayudaría.
—Me gusta Ben, pero él no habla por mí. No tengo ni el más remoto interés en que este muchacho obtenga o no sus llamados derechos. No estoy del lado de esa estupidez del «auténtico príncipe». Sus derechos sobre Marte son carnaza para abogados; puesto que yo también soy abogado, no necesito respetarlos. En cuanto a la riqueza que se supone que le corresponde, la situación es el resultado de las inflamadas pasiones de otras personas y de nuestras extrañas costumbres tribales; no se ha ganado nada de ella por sí mismo. En mi opinión, tendrá suerte si le timan inteligentemente y le sacan a patadas del asunto…, pero no pienso molestarme en escudriñar los periódicos para enterarme de cómo se realizó la estafa y por quién. Si Ben esperaba que yo luchase en pro de los derechos de Smith, ha llamado usted a la puerta equivocada.
—¡Oh! —Jill se sintió de pronto desamparada—. Creo que será mejor que prepare su traslado.
—¡Oh, no! Es decir, a menos que lo desee.
—Pero creí que acababa usted de decir…
—Dije que no estaba interesado en meterme en una maraña de ficciones legales. Pero un paciente y huésped bajo mi techo es otro asunto. El muchacho puede quedarse, si lo desea. Lo único que quería dejar claro es que no tengo la menor intención de mezclarme en política para respaldar cualquier idea romántica que usted o Ben Caxton puedan tener.
»Querida, hubo un tiempo en el que acostumbraba a pensar que estaba sirviendo a la humanidad…, y me complacía en ese pensamiento. Luego descubrí que la humanidad no desea que la sirvan; al contrario, le molesta cualquier intento de que se la sirva. Así que ahora hago lo que le place a Jubal Harshaw —se volvió hacia Dorcas como si el tema estuviese zanjado—. Ya es hora de cenar, ¿no es así, Dorcas? ¿Hay alguien haciendo algo al respecto?
—Miriam —Dorcas dejó su labor de punto y se levantó.
—Nunca he sido capaz de imaginar cómo se distribuyen el trabajo estas chicas.
—Jefe, ¿cómo puede llegar a imaginarlo…, si usted nunca colabora? —Dorcas le dio unas palmaditas en el estómago—. Pero no se pierde ni una sola comida…
Sonó un gong y pasaron al comedor. Si la pelirroja Miriam había preparado la cena, al parecer había utilizado todos los atajos modernos: estaba sentada ya al extremo de la mesa, y su aspecto no podía ser más fresco y hermoso. Además de las tres secretarias, había allí un joven ligeramente mayor que Larry al que todos llamaban Duque, y que incluyó a Jill en la conversación como si ésta hubiese vivido toda la vida allí. También había una pareja de mediana edad que no fueron presentados, que comieron como si estuvieran en un restaurante y que abandonaron la mesa tan pronto como acabaron, sin haber cruzado palabra con los otros comensales.
Pero la charla entre los demás fue viva e intrascendente. El servicio corría a cargo de máquinas sirvientes no androides, dirigidas desde los controles que tenía Miriam en su extremo de la mesa. La comida era excelente, y por todo lo que Jill pudo decir, nada de ella era sintético.
Pero no pareció satisfacer a Harshaw. Se quejó de que su cuchillo no cortaba, o la carne era dura, o ambas cosas; acusó a Miriam de servir sobras. Nadie pareció prestarle atención, pero Jill empezaba ya a sentirse violenta en nombre de Miriam cuando Anne dejó su tenedor y su cuchillo sobre la mesa.
—Ha mencionado la forma en que cocinaba su madre —indicó a las otras dos con un tono cortante.
—Vuelve a creerse que es el jefe —admitió Dorcas.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace unos diez días.
—Hum. Demasiado tiempo —Anne pareció hacer una seña a Dorcas y Miriam con los ojos; las tres se pusieron en pie. Duque siguió comiendo.
—Hey, vamos, muchachas, durante las comidas no… —dijo Harshaw precipitadamente.
No prestaron atención a su protesta, sino que avanzaron hacia él; una máquina se escurrió fuera del camino. Anne lo agarró por los pies, cada una de las otras dos por un brazo; las puertas vidrieras se deslizaron hacia los lados, franqueando el paso, y lo sacaron fuera, chillando.
Unos segundos más tarde los chillidos se cortaron en seco con un chapoteo. Las tres mujeres regresaron juntas, sin ninguna alteración visible en ellas. Miriam se sentó y se volvió hacia Jill.
—¿Más ensalada, Jill?
Harshaw regresó unos minutos más tarde, vestido con pijama y bata en vez del traje que llevaba antes. Una de las máquinas había tapado su plato tan pronto como fue arrastrado fuera de la mesa; ahora volvió a destaparlo, y él siguió comiendo.
—Como iba diciendo —observó—, una mujer que no sabe cocinar es un derroche de piel. Si no consigo obtener algún servicio de vosotras voy a tener que cambiaros a las tres por un perro, y luego le pegaré un tiro al perro. ¿Qué hay de postre, Miriam?
—Tarta de fresa.
—Eso ya me gusta más. Se suspende vuestra ejecución hasta el miércoles.
Gillian descubrió que no era necesario comprender cómo funcionaba la casa de Jubal Harshaw; podía hacer todo lo que quisiera, y a nadie le importaba. Después de la cena fue a la sala de estar con la intención de ver las noticias de la noche en el estereotanque, puesto que se sentía ansiosa por comprobar si formaba parte de las mismas. Pero no pudo descubrir ningún receptor estéreo, ni había nada susceptible de albergar un tanque. Ahora que pensaba en ello, no podía recordar haber visto alguno en ninguna parte de la casa. Ni tampoco periódicos, aunque sí había buena cantidad de libros y revistas.
Nadie se reunió con ella. Al cabo de un tiempo empezó a preguntarse qué hora sería. Había dejado su reloj arriba con su bolso, así que miró a su alrededor en busca de uno. No lo encontró; luego revisó su excelente memoria y no pudo recordar haber visto reloj ni calendario en ninguna de las habitaciones donde había estado.
Así que decidió que podía irse a la cama sin importar la hora que fuese. Toda una pared estaba cubierta de libros y cintas; tomó una bobina de Kipling: Precisamente así, y se la llevó alegremente consigo escaleras arriba.
Allá se encontró con otra pequeña sorpresa. La cama de la habitación que le había sido adjudicada era tan moderna como la semana próxima: completa con automasaje, dispensador de café, regulador de temperatura, máquina lectora, etc., pero carecía de circuito despertador: no había más que una lisa placa de metal allí donde hubiera debido estar. Jill se encogió de hombros y decidió que probablemente no se le pegarían las sábanas; se metió en la cama, colocó la bobina de Kipling en la máquina lectora, se tendió boca arriba y escudriñó las palabras que empezaron a aparecer en el techo. Al cabo de un momento el control de velocidad resbaló de entre sus relajados dedos, se apagaron las luces y se quedó dormida.
Jubal Harshaw no se durmió con tanta facilidad; estaba irritado consigo mismo. Su interés inicial se había enfriado, y en su lugar se había asentado una reacción. Hacía más de medio siglo se había hecho el firme juramento —lleno de fuegos artificiales— de que jamás recogería un gato extraviado…, y ahora, maldito fuera, por las múltiples tetas de Venus Genitrix, había recogido dos de golpe…, no: tres, si contaba a Caxton.
El hecho de haber roto su juramento más veces que años habían transcurrido desde que lo formulara no le preocupaba; la suya no era una mente mezquina, atada a la lógica y la consistencia. Ni tampoco le preocupaba la mera presencia de dos pensionistas más durmiendo bajo su techo y comiendo a su mesa. Ahorrar unos cuantos centavos no era propio de él. En el transcurso de casi un siglo de borrascosa existencia se había arruinado varias veces, y varias veces también había sido más rico de lo que era en estos momentos; consideraba ambas condiciones como meros cambios meteorológicos, y nunca había dejado que influyesen en él.
Pero la perspectiva del alboroto que sabía que iba a organizarse cuando los husmeadores oficiales dieran con esos chiquillos le ponía de mal humor. Estaba completamente seguro de que descubrirían su pista; una chiquilla ingenua como aquella Gillian debía de haber dejado tras ella un rastro más visible que el de una vaca con pezuñas como estacas. No podía esperar ninguna otra cosa.
A resultas de ello, la gente acudiría en tromba a su refugio, haría preguntas estúpidas y formularía exigencias aún más estúpidas…, y él, Jubal Harshaw, tendría que tomar decisiones y pasar a la acción. Puesto que estaba filosóficamente convencido de que toda acción era algo inútil, la perspectiva le irritaba.
No confiaba en una conducta razonable por parte de los seres humanos; consideraba que la mayor parte de los individuos eran firmes candidatos a la represión protectora y al tratamiento con toallas mojadas. Simplemente deseaba de todo corazón que le dejasen en paz…, todo el mundo menos los pocos que elegía como compañeros de juego. Estaba firmemente convencido de que, si le hubieran dejado tranquilo, habría alcanzado el nirvana haría ya mucho tiempo…, se habría metido en su propio ombligo y habría desaparecido de la vista, como aquellos burlones hindúes. ¿Por qué no podían dejar a un hombre en paz?
Alrededor de la medianoche aplastó en el cenicero su vigesimoséptimo cigarrillo y se incorporó; las luces se encendieron.
—¡Primera! —gritó al micrófono al lado de su cama.
A los pocos momentos se presentó Dorcas, con bata y zapatillas. Bostezó enormemente y dijo:
—¿Sí, jefe?
—Dorcas, durante los últimos veinte o treinta años he sido un inútil despreciable, un parásito que no ha hecho nada bueno.
Ella asintió y bostezó de nuevo.
—Todo el mundo sabe eso.
—Ahórrate los halagos. Llega un momento en la vida de todo hombre en el que ha de dejar de ser razonable…, el momento de erguirse y exigir que se cuente con él…, de intentar dar un golpe en pro de la libertad…, de castigar a los malvados.
—Hum…
—Así que deja de bostezar; ha llegado el momento.
Dorcas se miró a sí misma.
—Quizá será mejor que me vista.
—Sí. Despierta a las otras chicas también; vamos a tener trabajo. Échale un cubo de agua fría a Duque y dile que quite el polvo de la máquina de los balbuceos y que la lleve a mi estudio. Quiero enterarme de las noticias. De todas.
Dorcas pareció sorprendida y los últimos rastros de sueño desaparecieron de ella.
—¿Quiere que Duque conecte la estereovisión?
—Ya me has oído. Dile que, si está averiada, elija un rumbo y empiece a caminar. Y ahora en marcha; nos espera una noche muy ajetreada.
—De acuerdo —asintió Dorcas, dubitativa—, pero creo que antes debería tomarle la temperatura.
—¡Paz, mujer!
Duque tuvo listo el receptor estéreo a tiempo para que pudieran presenciar una repetición en las noticias de última hora de la segunda entrevista con el falso «Hombre de Marte». El comentario incluía el rumor acerca de un posible traslado de Smith a los Andes. Jubal sumó dos más dos y obtuvo veintidós, tras lo cual se dedicó a llamar a alguna gente hasta que se hizo de día. Al amanecer, Dorcas le llevó el desayuno: seis huevos crudos batidos en coñac. Los engulló mientras reflexionaba que una de las ventajas de una vida larga y activa consistía en que, finalmente, un hombre llegaba a conocer a casi todo el mundo que realmente importaba…, y se podía recurrir a cualquiera de ellos en caso de necesidad.
Harshaw había preparado una bomba de tiempo, pero no tenía intención de pulsar el disparador hasta que las autoridades establecidas le obligasen a hacerlo. Se había dado cuenta de inmediato de que el Gobierno podía echar mano a Smith y mantenerlo en cautividad sobre la base de que era incompetente para desenvolverse por sí mismo; una opinión con la que Harshaw estaba de acuerdo. Su opinión particular era que Smith podía considerarse a la vez demente —desde un punto de vista legal— y psicópata —desde un punto de vista médico— según todos los estándares normales, víctima de una psicosis situacional de doble efecto y de un alcance único y monumental; primero por haber sido educado por no humanos, y segundo por haber sido trasladado bruscamente a una sociedad que era completamente alienígena para él.
De todos modos, consideraba que tanto la noción legal de cordura como la noción médica de psicosis eran irrelevantes en este caso. Ahí tenían a un animal humano que se había adaptado profunda y aparentemente bien a una sociedad alienígena…, pero cuando era un niño maleable. ¿Podía el mismo sujeto, convertido ya en un adulto con hábitos formados y una forma de pensar canalizada, llevar a cabo otra adaptación, tan radical como la primera y mucho más difícil para un hombre formado que para un niño? El doctor Harshaw tenía intención de averiguarlo; era la primera vez tras varias décadas que se interesaba realmente por la práctica de la medicina.
Además de eso, le seducía la idea de poner trabas al poder constituido. Tenía más de lo que le correspondía de ese rasgo anárquico que constituye el derecho de nacimiento de todo norteamericano; lanzarse contra el gobierno planetario lo llenaba con un deleite de vivir más agudo del que había experimentado en el transcurso de toda una generación.
Alrededor de una estrella menor de tipo G, bastante alejada hacia el borde de una galaxia de tamaño medio, los planetas giraban como de costumbre, tal como llevaban haciéndolo desde hacía miles de millones de años, bajo la influencia de una ley ligeramente modificada de la inversa del cuadrado que configuraba el espacio a su alrededor. Tres de ellos eran planetas lo bastante grandes como para ser perceptibles; el resto no pasaban de ser meros guijarros, ocultos entre los llameantes flecos de la primaria o perdidos en la negrura del espacio exterior. Todos ellos, como es siempre el caso, estaban infectados por esa singularidad de la entropía distorsionada que se llama vida; en los casos del tercero y cuarto, su temperatura superficial seguía un ciclo en torno del punto de congelación del monóxido de hidrógeno; en consecuencia, habían desarrollado formas de vida lo bastante similares como para permitirse cierto grado de contacto social.
En el cuarto guijarro, los antiguos marcianos no se sintieron turbados en ningún aspecto importante por el contacto con la Tierra. Las ninfas de la raza aún brincaban alegremente por la superficie de Marte, aprendiendo a vivir, y ocho de cada nueve morían en el proceso. Los marcianos adultos, enormemente distintos en cuerpo y mente que las ninfas, se concentraban aún en graciosas ciudades de fábula, y eran tan tranquilos en su comportamiento como alborotadoras se manifestaban las ninfas…, pero pese a todo llevaban una vida más activa que las ninfas, una compleja e intensa vida mental. Las vidas de los adultos no estaban exentas por completo de trabajo en un sentido humano; todavía tenían un planeta que cuidar y supervisar, había que decirles a las plantas cuándo y dónde debían crecer, las ninfas que habían superado su período de aprendizaje de supervivencia debían ser reunidas, alimentadas y fertilizadas, había que incubar y cuidar los huevos resultantes para que madurasen de una forma adecuada, era preciso persuadir a las ninfas ya realizadas de que abandonasen sus costumbres infantiles y se metamorfosearan en adultos. Todo eso tenía que hacerse…, pero la «vida» de Marte no representaba más que lo que el sacar a pasear al perro dos veces al día es a la «vida» de un hombre que controla una compañía de índole planetaria entre esos dos agradables paseos…, aunque, para un ser de Arturo III, tales paseos pudieran parecer la actividad más significativa de un magnate…, sin duda como esclavo del perro.
Tanto marcianos como humanos eran formas de vida autoconscientes, pero habían tomado dos direcciones diametralmente opuestas. Toda la conducta humana, todas las motivaciones humanas, todos los temores y esperanzas del hombre, estaban intensamente teñidos y muy controlados por su trágica y extrañamente hermosa forma de reproducción. Lo mismo era cierto para Marte, pero con un corolario que era como la imagen en un espejo. Marte disponía del eficiente esquema bipolar tan común en esa galaxia, pero el de los marcianos era tan distinto del de la Tierra que la cuestión «sexo» podía ser denominada así sólo por un biólogo, y no hubiera sido en absoluto «sexo» para un psiquiatra humano. Las ninfas de Marte eran femeninas, todos los adultos eran masculinos.
Pero en cada caso sólo en su función, no en su psicología. La polaridad hombre-mujer que controlaba todas las vidas humanas no podría existir en Marte. No había ninguna posibilidad de «matrimonio». Los adultos eran enormes, con un aspecto que a los primeros humanos que los vieron les recordó el de veleros rompehielos; eran físicamente pasivos, mentalmente activos. Las ninfas eran rollizas, como esferas peludas, siempre en movimiento, rebotando sin cesar pero carentes de ningún tipo de energía mental. No había ningún paralelo posible entre los cimientos psicológicos humanos y marcianos. La bipolaridad humana era a la vez la fuerza cohesionadora y la energía impulsora de todo el comportamiento humano, desde la composición de sonetos hasta la resolución de ecuaciones nucleares. Si algún ser piensa que los psicólogos humanos exageran en este punto, no tiene más que ir a investigar en las oficinas de patentes de la Tierra, en sus bibliotecas y en sus galerías de arte, y buscar allí las creaciones de los eunucos.
Marte, que funcionaba de una manera distinta que la Tierra, prestó escaso interés a la Envoy y a la Champion. Los dos acontecimientos habían ocurrido demasiado recientemente para ser significativos…, si los marcianos hubiesen usado periódicos, una edición cada siglo terrestre hubiera sido algo normal. El contacto con otras razas no era nada nuevo para los marcianos; había ocurrido antes, y volvería a ocurrir de nuevo. Cuando la raza nueva era totalmente asimilada (en un milenio terrestre, más o menos), llegaba entonces el momento de la acción, si era necesario.
En Marte, los acontecimientos de importancia eran de un tipo distinto. Los descorporizados Ancianos habían decidido —casi sin pensarlo— enviar al humano incubado a asimilar lo que pudiera del tercer planeta, y luego dirigieron su atención a otros asuntos más serios. Poco antes, más o menos en torno de la época del César Augusto terrestre, un artista marciano se había dedicado a la composición de una obra de arte. Hubiera podido ser calificada con la misma propiedad como un poema, una composición musical o un tratado filosófico; era una serie de emociones, ordenadas a lo largo de una trágica y lógica necesidad. Puesto que un ser humano la hubiera experimentado sólo en el sentido en que puede explicársele una puesta de sol a un ciego de nacimiento, no importa a qué categoría de la creatividad humana hubiera podido ser asignada. Lo verdaderamente importante fue que el artista se descorporizó accidentalmente antes de haber terminado su obra maestra.
La descorporización inesperada era siempre algo raro en Marte; el gusto marciano en tales asuntos requería que la vida fuera un todo redondeado, en el que la muerte física ocurría en el instante apropiado y elegido de antemano. Este artista, sin embargo, se había obsesionado de tal manera con su trabajo que se olvidó de regresar del frío; cuando fue notada su ausencia, su cuerpo apenas servía para comer. Ni él mismo se había dado cuenta de su descorporización, y había seguido componiendo su secuencia.
El arte marciano se dividía claramente en dos categorías: el creado por los adultos vivos, que era vigoroso, a menudo completamente radical y primitivo, y el de los Ancianos, que era normalmente conservador, extremadamente complejo, y del que se esperaba que mostrase unos estándares de técnica mucho más altos; los dos tipos eran juzgados por separado.
Pero, ¿bajo qué estándares debía juzgarse esa obra? Era un puente que enlazaba lo corpóreo con lo descorporizado; su forma final fue establecida meticulosamente por un Anciano…, pero por otra parte el artista con el desprendimiento propio de todos los artistas en todas partes, ni siquiera se había dado cuenta de su cambio de estado y había seguido trabajando como si aún siguiera corpóreo. ¿Era posible que aquélla fuese una nueva forma de arte? ¿Podían producirse más obras semejantes a través de la descorporización por sorpresa de los artistas mientras estaban entregados a su trabajo? Los Ancianos llevaban desde hacía siglos discutiendo las excitantes posibilidades en reflexivas reuniones, y todos los marcianos corpóreos aguardaban ansiosamente su veredicto.
El asunto era del mayor interés, puesto que no se trataba de arte abstracto, sino religioso (en el sentido terrestre) y fuertemente emocional: describía el contacto entre la raza marciana y la gente del quinto planeta, un acontecimiento que había ocurrido hacía mucho tiempo pero que seguía siendo algo vivo e importante para los marcianos en el mismo sentido que una muerte por crucifixión continuaba siendo viva e importante para los humanos después de dos milenios terrestres. La raza marciana había encontrado a la gente del quinto planeta, la había asimilado por completo, y a su debido tiempo había pasado a la acción; las ruinas de los asteroides era todo cuanto quedaba, excepto que los marcianos seguían apreciando y alabando a la gente a la que habían destruido. Esta nueva obra de arte era uno de los muchos intentos de asimilar todas las partes de la hermosa experiencia, en su absoluta complejidad, en una sola composición. Pero, antes de poder juzgarla, era imprescindible comprender cómo juzgarla. Era todo un problema.
En el tercer planeta, Valentine Michael Smith no estaba preocupado por esta candente cuestión en Marte; nunca había oído hablar de ella. El marciano encargado de su tutoría, así como los hermanos de agua de éste, no le molestaban con cosas que no podía entender. Smith sabía de la destrucción del quinto planeta y de su importancia emocional del mismo modo que un niño humano aprende en la escuela lo referente a Troya y a Plymouth Rock, pero no había sido puesto delante de un arte que no podía asimilar. Su educación había sido única, enormemente más amplia que la de sus compañeros de nidada, pero inmensamente inferior a la de un adulto; su tutor y los consejeros de su tutor entre los Ancianos se tomaron cierto pasajero interés en ver cuánto y qué tipo de enseñanzas era capaz de aprender aquel extraño polluelo. Como resultado de ello, habían aprendido más cosas acerca de la raza humana de las que la propia raza humana había aprendido sobre sí misma, ya que Smith asimiló muy rápidamente materias que ningún otro ser humano había aprendido jamás.
Pero, justo en estos momentos, Smith estaba simplemente disfrutando, con una alegría en su corazón que no había experimentado desde hacía muchos años. Había encontrado un nuevo hermano de agua en Jubal, había adquirido muchos nuevos amigos, gozaba de deliciosas nuevas experiencias en una cantidad tan caleidoscópica que no tenía tiempo de asimilarlas; lo único que podía hacer era archivarlas para revivirlas luego con más tranquilidad.
Su hermano Jubal le había dicho que asimilaría aquel extraño y maravilloso lugar con más rapidez si aprendía a leer, así que dedicó todo un día a aprender a leer bien y rápido, con Jill indicándole las palabras y pronunciándolas para él. Eso significó mantenerse alejado de la piscina durante todo el día, cosa que constituía un gran sacrificio, puesto que nadar (una vez comprendió que era algo permitido) no sólo era una exuberante y sensual delicia, sino también un éxtasis religioso casi insoportable. Si Jill y Jubal no se lo hubiesen ordenado, no habría salido nunca de la piscina.
Puesto que no se le permitía nadar de noche, se pasaba todas las noches leyendo. Hojeaba artículos de la Enciclopedia Británica, y luego revisaba libros de medicina y de derecho de la biblioteca de Jubal como postre. Su hermano Jubal le vio hojear rápidamente uno de esos libros, se detuvo ante él y le preguntó cosas acerca de lo que había leído. Smith respondió cuidadosamente, recordando las pruebas a las que ocasionalmente le sometían los Ancianos. Su hermano pareció turbarse ligeramente al escuchar sus contestaciones, y Smith creyó necesario dedicar una hora a la meditación de aquel incidente, porque estaba seguro de haber respondido con las mismas palabras del libro, pese a que no las había asimilado del todo.
Pero prefería la piscina a los libros, sobre todo cuando Jill y Miriam y Larry y Anne y los demás estaban allí chapoteando y lanzándose agua los unos a los otros. No aprendió a nadar enseguida como ellos, pero la primera vez descubrió que podía hacer algo que ellos no. Simplemente se hundió hasta el fondo y permaneció allí, inmerso en aquella tranquila bendición…, hasta que le arrastraron de vuelta a la superficie con tanta excitación que casi le obligaron a retraerse dentro de sí; no logró acabar de comprender que tan sólo se preocupaban por su bienestar.
Más tarde hizo una demostración de ello a Jubal, quedándose en el fondo durante un rato delicioso, e intentó enseñárselo a su hermano Jill…, pero ella se mostró trastornada, de modo que desistió. Fue la primera vez que se dio cuenta de que había cosas que él podía hacer y esos nuevos amigos no. Pensó en ello durante largo tiempo, esforzándose en asimilarlo en toda su plenitud.
Smith era feliz; Harshaw no. Continuó con su rutina habitual de relajado ocio, variada tan sólo por alguna que otra observación casual y no planeada respecto de su animal de laboratorio, el Hombre de Marte. No preparó ningún plan para Smith, ningún programa de estudio, ningún examen físico regular, sino que simplemente permitió a Smith que hiciera lo que más le gustase, fuera por donde quisiese, como un cachorrillo criado en un rancho. La única supervisión que Smith recibía era la de Gillian…, más que suficiente, según la gruñente opinión de Jubal, al que no le gustaba la visión de los hombres constantemente mimados por las mujeres.
Sin embargo, Gillian Boardman hizo algo más que inculcar a Smith los rudimentos de la conducta social humana…, y éste necesitaba poca inculcación. Ahora comía a la mesa con los demás, se vestía solo (al menos Jubal así lo pensaba; tomó nota mental de preguntarle a Jill si aún tenía que ayudarle), se conformaba aceptablemente a las nada formales costumbres de la casa, y parecía estar a la altura de la mayoría de las nuevas experiencias sobre la base de «el-mono-ve-el-mono-hace». Smith empezó su primera comida a la mesa utilizando tan sólo una cuchara, y Jill tuvo que cortarle la carne. Al final de la comida ya estaba intentando comer del mismo modo que lo hacían los demás. A la siguiente comida sus modales en la mesa eran una exacta imitación de los de Jill, incluidos sus manierismos superfluos.
Ni siquiera el doble descubrimiento de que Smith había aprendido por sí mismo a leer con la velocidad de un escáner electrónico y parecía tener una memoria total de todo lo que leía hizo caer a Jubal Harshaw en la tentación de convertir a Smith en un «proyecto», con controles, mediciones y curvas de progresos. Harshaw poseía la arrogante humildad del hombre que ha aprendido tanto que se da perfecta cuenta de su propia ignorancia, y no veía ningún objetivo en las «mediciones» cuando no sabía lo que estaba midiendo. En vez de ello se limitó a tomar privadamente notas, sin la menor intención de publicar sus observaciones.
Pero, aunque Harshaw gozaba observando a aquel animal único desarrollarse hacia una copia mímica de un ser humano, este placer no le proporcionaba ningún tipo de satisfacción.
Del mismo modo que el secretario general Douglas, Harshaw aguardaba a que cayese el otro zapato.
Mientras aguardaba con creciente tensión, tras haberse visto obligado a entrar en acción sólo por las expectativas de que se emprendiera algo contra él por parte del Gobierno, le irritaba y le exasperaba comprobar que no ocurría nada. Maldita sea, ¿acaso los polis de la Federación eran tan estúpidos que ni siquiera sabían rastrear a una muchacha no sofisticada arrastrando a un hombre inconsciente a través de toda la región? ¿O (como parecía más probable) habían estado tras sus talones desde un principio, e incluso ahora se limitaban a mantener el cerco sobre aquel lugar? Esta última hipótesis resultaba insultante; para Harshaw, la idea de que el Gobierno pudiese estar espiando su hogar, su castillo, aunque sólo fuera con unos prismáticos o el radar, le era tan repulsiva como la idea de que le abriesen la correspondencia.
¡Y podían estar haciéndole eso también!, se recordó ociosamente. ¡El Gobierno! Tres cuartas partes de parásitos y el resto estúpidos chapuceros… Oh, admitía que el hombre, un animal social, no podía evitar el tener un Gobierno, del mismo modo que ningún individuo podía escapar a una servidumbre de por vida a sus intestinos. Pero a Harshaw no tenía por qué gustarle. El simple hecho de que un mal fuese inevitable no era razón suficiente para calificarlo de bueno. ¡Deseaba que el Gobierno se alejase y se perdiera definitivamente de vista!
Pero era posible, o incluso probable, que la Administración supiese con exactitud dónde se ocultaba el Hombre de Marte, y por razones propias dejara las cosas tal como estaban, mientras preparaba…, ¿qué?
Si era así, ¿cuánto duraría la situación? ¿Y cuánto tiempo podría mantener él su «bomba de tiempo» armada y lista?
Y, ¿dónde demonios estaba aquel joven inquieto e idiota, Ben Caxton?
Jill Boardman le obligó a salir de su espiritual círculo vicioso.
—¿Jubal?
—¿Eh? ¡Oh!, es usted, ojos brillantes. Lo siento, estaba ensimismado. Siéntese. ¿Quiere una copa?
—Oh, no, gracias. Jubal, estoy preocupada.
—Normal. ¿Quién no lo estaría? Lo que acaba de hacer ha sido una preciosa zambullida de cisne. Déjenos ver otra igual.
Jill se mordió el labio y pareció como doce años más vieja.
—¡Jubal, por favor, escuche! Estoy terriblemente preocupada.
Harshaw suspiró.
—En ese caso, mejor séquese. La brisa está empezando a refrescar.
—Noto el calor suficiente. Jubal… ¿estaría bien si yo dejase a Mike aquí? ¿Cuidaría usted de él?
Harshaw parpadeó.
—Desde luego que puede quedarse aquí. Usted lo sabe bien. Las chicas se ocuparán de él…, y yo le echaré un vistazo de tanto en tanto. El muchacho no es ningún problema. ¿Debo suponer que piensa usted marcharse?
Jill no cruzó su mirada con la de él.
—Sí.
—Hum. Ya sabe que es bienvenida aquí. Pero también puede marcharse en cualquier momento que lo desee.
—¿Eh? Pero, Jubal…, ¡yo no quiero irme!
—Entonces no lo haga.
—¡Pero es que debo hacerlo!
—Será mejor que vuelva a empezar. No lo capto.
—¿No lo comprende, Jubal? Me gusta este lugar…, ¡todos ustedes se han portado maravillosamente con nosotros! Pero no puedo quedarme más tiempo. No con Ben desaparecido. Tengo que buscarle.
Harshaw pronunció una palabra, emotiva, materialista y vulgar, luego añadió:
—¿Cómo piensa buscarle?
Ella frunció el ceño.
—No lo sé. Pero no puedo seguir simplemente aquí, holgazaneando y nadando…, con Ben desaparecido.
—Gillian, como le he dicho ya otras veces, Ben es un chico crecido. Usted no es su madre, y tampoco su esposa. Y yo no soy su tutor. Ninguno de los dos somos responsables por él…, y usted no tiene ningún derecho ni obligación de ir en su busca. ¿O sí lo tiene?
Jill bajó la vista y retorció un dedo de su pie en la hierba.
—No —admitió—. No tengo ningún derecho sobre Ben. Lo único que sé es que…, si yo estuviera desaparecida, Ben me buscaría hasta encontrarme. ¡Así que he de buscarle!
Jubal dejó escapar una maldición interior, dirigida a todos los dioses antiguos implicados de alguna forma en las locuras de la raza humana, y luego dijo en voz alta:
—De acuerdo, de acuerdo, si es necesario… Pero intentemos poner un poco de lógica en el asunto. ¿Planea usted contratar profesionales? Digamos, una firma de detectives especializada en personas desaparecidas…
La muchacha mostró una expresión afligida.
—Supongo que ésa es la forma de enfocarlo. Oh, nunca he contratado a ningún detective. ¿Son muy caros?
—Mucho.
Jill tragó saliva.
—¿Supone que me permitirán pagarles, eh… en plazos mensuales? ¿O algo así?
—Su política usual suele ser el cobro por anticipado. Deje de poner esa expresión tan triste, chiquilla; ya tomé las medidas necesarias para dejar arreglado ese asunto. Contraté al mejor de la profesión para que intentase dar con Ben, así que no necesita hipotecar su futuro encargando el trabajo al segundo mejor.
—¡No me dijo usted nada!
—No necesitaba decírselo.
—Pero… ¿qué ha averiguado?
—Nada —dijo él secamente—. Por eso no creí necesario preocuparla aún más contándoselo —frunció el entrecejo—. Cuando apareció usted aquí, pensé que se preocupaba innecesariamente por Ben; supuse lo mismo que su ayudante, ese tal Kilgallen: que Ben andaba tras alguna nueva pista y que, cuando tuviera la historia bien atada, regresaría con ella. Ben hace ese tipo de cosas…, es su profesión —suspiró—. Pero ahora ya no opino lo mismo. Ese cabeza de chorlito de Kilgallen… tiene realmente archivado un mensaje que dice que Ben estará ausente unos cuantos días; mi hombre no sólo lo vio, sino que tomó a hurtadillas una fotografía e hizo las comprobaciones necesarias. No era falso…, el mensaje fue remitido.
Jill pareció desconcertada.
—Me pregunto por qué Ben no me envió otro a mí al mismo tiempo. No es propio de él…, Ben piensa en todo.
Jubal contuvo un gruñido.
—Utilice la cabeza, Gillian. El mero hecho de que un paquete diga «cigarrillos» en la parte delantera no es prueba de que contenga realmente cigarrillos. Usted llegó aquí el viernes; el grupo de códigos de identificación impreso en el mensaje indica que fue remitido desde Filadelfia, desde el Campo de Aterrizaje de Paoli Fiat, para ser exactos, a las diez y media de la mañana anterior, exactamente a las 10:34 del jueves. Fue transmitido un par de minutos después de ser admitido y recibido casi al mismo tiempo, porque la oficina de Ben dispone de su propia teleimpresora. Muy bien, ahora usted explíqueme a mí por qué Ben enviaría un mensaje impreso a su oficina, durante las horas de trabajo, en vez de telefonear.
—Bueno, no creo que lo hiciera, normalmente. Al menos, yo no lo haría. El teléfono es el medio habitual…
—Pero usted no es Ben. Puedo pensar en una docena de razones, teniendo en cuenta la profesión de Ben. Para evitar interferencias. Para asegurarse un registro grabado de la IT#amp#T con fines legales. Para dejar un mensaje a transmitir más tarde. Un montón de razones. Kilgallen no vio nada extraño…, y el simple hecho de que Ben, o la empresa de sindicación periodística a la que vende sus artículos, corra con los gastos de mantener una teleimpresora en su oficina demuestra que la utiliza con cierta frecuencia.
»Sin embargo —prosiguió Harshaw—, los detectives a los que contraté son muy suspicaces; ese mensaje situaba a Ben en el Campo de Paoli Fiat a las 10:34 del jueves…, así que uno de ellos fue allí. Jill, el mensaje no fue enviado desde ese lugar.
—Pero…
—Un momento. El mensaje fue aceptado allí, pero no se originó allí. Los mensajes o bien son entregados a mano o se reciben por teléfono. Si se entregan personalmente en una ventanilla, el cliente puede obtener un facsímil de la transmisión de su original y la firma…, pero, si se comunica por teléfono, ha de ser mecanografiado antes del envío al destinatario.
—Sí, por supuesto.
—¿Eso no le sugiere nada, Jill?
—Oh… Jubal, estoy tan preocupada que no consigo pensar a derechas. ¿Qué es lo que sugiere usted?
—Deje de contener el aliento; tampoco me hubiera sugerido nada a mí. Pero el profesional que trabajaba para mí en el asunto es un personaje muy ladino; llegó a Paoli con una convincente copia del mensaje, hecha a partir de la fotografía que había tomado ante las mismas narices de Kilgallen…, y con tarjetas de visita y credenciales que le permitían presentarse como «Osbert Kilgallen», el destinatario. Luego, con su actitud paternal y su expresión sincera, convenció a una joven dama empleada de la IT#amp#T de que le contara cosas que, bajo la enmienda de la Constitución sobre la intimidad, solamente podría haber divulgado bajo mandamiento judicial…, algo muy triste. De todos modos, recordaba haber recibido aquel mensaje para aceptación y transmisión. Normalmente no hubiese recordado un mensaje determinado entre miles…, entran por sus orejas y salen por las puntas de sus dedos y desaparecen…, salvo el archivo de microfichas, claro. Pero, afortunadamente, esa joven dama es una de las fieles simpatizantes de Ben; lee su columna de «El Nido del Cuervo» todas las noches…, un horrible vicio —alzó los ojos al horizonte y parpadeó—. ¡Primera!
Apareció Anne, chorreante.
—Recuérdame —le dijo Jubal— que escriba un artículo a nivel popular sobre la compulsión de la gente a leer noticias. El tema será que la mayor parte de las neurosis y algunas psicosis pueden ser rastreadas hasta la innecesaria y perniciosa costumbre de revolcarse diariamente en las dificultades y pecados de cinco mil millones de desconocidos. El título es «Chismografía Ilimitada»…, no, cámbialo: «La murmuración desenfrenada».
—Jefe, se está volviendo usted morboso.
—Yo no. Todos los demás se están volviendo morbosos. Ocúpate de que lo escriba en algún momento de la semana próxima. Y ahora desaparece; tengo trabajo —se volvió hacia Gillian—. La dama en cuestión reparó en el nombre de Ben, así que recordaba el mensaje. Se sintió muy estremecida, puesto que eso le permitía hablar con uno de sus héroes…, y decepcionada al mismo tiempo, supongo, ya que Ben no había pagado visión además de voz. Oh, sí, lo recordaba…, y recordaba también que el servicio fue pagado en metálico desde una cabina pública… de Washington.
—¿De Washington? —repitió Jill—. Pero, ¿por qué iba a llamar Ben desde…?
—¡Por supuesto, por supuesto! —convino Jubal, malhumorado—. Si estaba en una cabina telefónica de Washington, pudo haber puesto voz e imagen directas a su oficina, cara a cara con su ayudante, de una forma mucho más barata, fácil y rápida que telefoneando un mensaje a Filadelfia para que fuera reexpedido a Washington desde una distancia de trescientos kilómetros. No tiene sentido. O más bien sólo tiene uno. Furtividad. Ben está tan acostumbrado a la furtividad como una novia a los besos. No ha llegado a ser uno de los mejores chismosos de la profesión jugando con las cartas boca arriba.
—¡Ben no es ningún chismoso! ¡Es un periodista!
—Lo siento, a esta distancia soy daltónico. Puede que creyera que su teléfono estaba intervenido pero la teleimpresora de su oficina no. O acaso sospechara que ambos aparatos estaban intervenidos…, y recurrió a todo ese rodeo de la retransmisión para convencer a quienquiera que le espiase de que estaba lejos y tardaría varios días en regresar —Jubal frunció el entrecejo—. En cuyo caso no le haríamos ningún favor descubriendo su paradero. Tal vez pusiéramos su vida en peligro.
—¡Jubal! ¡No!
—Jubal, sí —su voz sonó cansina—. Ese muchacho patina muy cerca del borde. No tiene miedo a nada, y así es como se ha ganado su reputación. Pero el conejo nunca está a más de dos saltos por delante del coyote…, y en esta ocasión quizá a un solo salto. O ninguno. Jill, Ben nunca se ha metido en un asunto más peligroso que éste. Si ha desaparecido voluntariamente, y puede que lo haya hecho…, ¿quiere usted arriesgarse a remover las cosas yendo de un lado para otro a su manera aficionada, llamando la atención sobre el hecho de que él ha desaparecido de la circulación? Kilgallen le tiene cubierto, puesto que la columna de Ben sigue apareciendo cada día. Normalmente no la leo…, pero esta vez me he molestado en comprobarlo.
—¡Artículos que tenía en reserva! El señor Kilgallen me habló de ello.
—Naturalmente. Algunas de las sempiternas series de Ben sobre corrupciones en los fondos para las campañas. Éste es un tema tan seguro como estar a favor de la Navidad. Probablemente los tiene archivados para estas emergencias…, o quizá los escriba el propio Kilgallen. En cualquier caso, Ben Caxton, el siempre dispuesto Abogado del Pueblo, sigue encaramado oficialmente sobre su habitual caja de jabón. Tal vez lo ha planeado todo así, querida…, porque se hallaba en un peligro tan grande que ni siquiera se atrevía a ponerse en contacto con usted. ¿Y bien?
Gillian miró temerosa a su alrededor, a una escena casi insoportablemente pacífica, bucólica y hermosa…, luego se cubrió el rostro con las manos.
—Jubal… ¡No sé qué hacer!
—Inhíbase —recomendó él, ceñudo—. No se eche a llorar por Ben. Al menos, no en mi presencia. Lo peor que puede haberle sucedido es que haya muerto…, y todos estamos destinados a ello, si no esta mañana en cuestión de días, de semanas, de años como máximo. Hable con Mike, su protegido, al respecto. Él considera la «descorporización» como algo que debe temerse menos que a una reprimenda…, y puede que tenga razón. Bueno, si le dijese a Mike que íbamos a asarle a él para la cena, me daría las gracias por el honor, con la voz sofocada por el agradecimiento.
—Sé que lo haría —admitió Jill en voz muy baja—, pero yo no tengo su misma actitud filosófica acerca de tales cosas.
—Ni yo —reconoció Harshaw alegremente—; aunque empiezo a hacerme una idea, y debo decir que no deja de ser consolador para un hombre de mi edad. Una predisposición a gozar de lo inevitable… Bien, he estado cultivando eso durante toda mi vida; pero ese chiquillo de Marte, que apenas tiene edad suficiente para votar y es demasiado poco sofisticado como para mantenerse alejado de los coches de caballos, me ha convencido de que acabo de alcanzar el nivel de parvulario en este importante tema en particular. Jill, me ha preguntado usted si Mike podía seguir quedándose aquí. Chiquilla, es el más bienvenido de los invitados que haya tenido nunca. ¡Deseo tener a ese muchacho por aquí hasta averiguar qué es lo que él sabe y yo no! Averigüe todo lo que sabe y lo que no sabe. Esa cosa de la «descorporización» en particular…, no es el cliché del «deseo de morir» freudiano, estoy seguro de ello. No tiene nada que ver con la idea de que la vida es insoportable. Nada de eso acerca de «incluso el más tedioso de los ríos…». Se parece más a la idea de Stevenson: «Alegre viví y alegre muero, y yaceré tendido inmóvil con mi última voluntad». Sólo que siempre he sospechado que Stevenson silbaba en la oscuridad o, más probablemente, disfrutaba con la euforia compensadora de la consunción. Pero Mike me ha convencido a medias de que sabe realmente de lo que habla.
—No lo sé —repuso Jill, taciturna—. Estoy tan preocupada por Ben…
—Yo también —admitió Jubal—. Así que hablemos de Mike en otra ocasión. Jill, no creo más que usted que Ben esté simplemente escondido.
—Pero usted dijo…
—Lo siento. No terminé de explicárselo. Mis detectives no se limitaron al despacho de Ben y a Paoli Fiat. El jueves por la mañana Ben se presentó en el Centro Médico de Bethesda en compañía de un abogado al que utiliza normalmente y de un testigo honesto…, el famoso James Oliver Cavendish, en caso de que esté al corriente de tales cosas.
—Me temo que no.
—No importa. El hecho de que Ben contratase a Cavendish demuestra lo muy en serio que se había tomado el asunto: uno no caza conejos con una escopeta para matar elefantes. Los tres fueron llevados a ver al «Hombre de Marte»…
Gillian abrió mucho la boca, luego dijo explosivamente:
—¡Eso es imposible! ¡No pudieron acudir a mi planta sin que yo me enterara!
—Tómeselo con calma, Jill. Está contradiciendo la declaración de un testigo honesto, el propio Cavendish. Si él lo dice, es el Evangelio.
—¡No me importa, aunque fueran los Doce Apóstoles! ¡No estuvieron en mi planta el pasado jueves por la mañana!
—No me ha escuchado con atención. No he dicho que les llevaran a ver a Mike…, he dicho que les llevaron a ver al «Hombre de Marte». El falso, evidentemente…, ese actor que salió por la estereovisión.
—Oh. Por supuesto. ¡Y Ben les descubrió!
Jubal pareció apenado.
—Jovencita, cuente hasta diez mil dos veces mientras termino. Ben no les descubrió. De hecho, ni siquiera el honorable Cavendish les descubrió…, al menos él no lo ha declarado así. Ya sabe cómo se comportan los testigos honestos.
—Bueno…, no, no lo sé. Jamás he tenido ningún trato con un testigo honesto.
—¿De veras? Quizá no se ha dado cuenta de ello. ¡Anne!
Anne estaba sentada en el trampolín; volvió la cabeza. Jubal alzó la voz:
—Esa casa nueva que hay en lo alto de la otra colina…, ¿distingues de qué color está pintada?
Anne miró en la dirección que señalaba Jubal y respondió:
—De este lado es blanca —no preguntó por qué se lo preguntaba Jubal, ni hizo ningún otro comentario.
Jubal se volvió a Jill y su voz recobró el tono normal.
—¿Se da cuenta? Anne está tan concienzudamente adoctrinada que ni siquiera se le ha ocurrido inferir que el otro lado probablemente también sea blanco. Ni todos los caballeros del rey podrían obligarla a comprometerse respecto al otro lado de la casa, a menos que fuese ella misma allí y mirase…, e incluso entonces jamás afirmaría de qué color podía estar pintado el otro lado de la casa después de haberse ido…, porque podrían repintarla tan pronto como se volviera de espaldas.
—¿Anne es testigo honesto?
—Graduada, con licencia ilimitada y admitida para testificar ante el Tribunal Supremo. Pregúntele alguna vez por qué decidió dejar de ejercer públicamente. Pero no planee hacer nada ese día…, le recitará la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y eso toma tiempo. Volviendo al señor Cavendish…, Ben le contrató para un testimonio abierto, público, sin reserva alguna. Así que, cuando fue interrogado, Cavendish respondió con todo (y aburrido) detalle. Tengo una cinta de eso arriba. Pero la parte más interesante de su declaración es lo que no dice. No señala nunca que el individuo ante el que fueron llevados no fuese el Hombre de Marte…, pero ni una sola de sus palabras puede ser interpretada como indicación de que Cavendish aceptara que lo que le mostraron era realmente el Hombre de Marte. Si uno conoce a Cavendish, y yo le conozco, eso es concluyente. Si Cavendish hubiera visto a Mike, aunque sólo fuera por unos pocos minutos, habría informado de lo que había visto con tal exactitud que usted y yo, que conocemos a Mike, sabríamos sin lugar a dudas que lo había visto. Por ejemplo, Cavendish describe con una precisa jerga profesional la forma de las orejas del hombre al que vio…, y su descripción no encaja en absoluto con la forma de las orejas de Mike. Quod erat demostrandum: no vio a Mike. Y tampoco lo vio Ben. Les fue mostrado un fraude. Es más, Cavendish lo sabe, pero se ve profesionalmente impedido de emitir opiniones personales o conclusiones.
—Pero ya se lo dije: nunca se acercaron a mi planta.
—Sí. Pero esto nos dice algo más. Todo eso ocurrió horas antes de que usted liberara a Mike de su encierro…, unas ocho horas antes, puesto que Cavendish establece su llegada ante el falso «Hombre de Marte» a las 9:14 de la mañana. Lo cual es lo mismo que decir que el Gobierno tenía aún a Mike bajo sus pulgares en aquel momento. En el mismo edificio. Hubieran podido mostrarlo. Sin embargo, corrieron el grave riesgo de presentar un fraude para que fuera inspeccionado por el testigo honesto más famoso de Washington…, de todo el país. ¿Por qué?
Aguardó. Jill respondió lentamente:
—¿Me lo está preguntando a mí? No lo sé. Ben me dijo que tenía intención de preguntarle a Mike si deseaba abandonar el hospital…, y de ayudarle si su respuesta era «sí».
—Cosa que intentó con el falso Mike.
—¿Usted cree? Pero… Jubal, ellos no podían saber lo que Ben intentaba hacer…, y, de todas formas, Mike no se hubiera marchado con Ben.
—¿Por qué no? Más tarde, aquel mismo día, se marchó con usted.
—Sí…, pero yo era ya su «hermano de agua», igual que lo es usted ahora. Tiene en la cabeza esta loca idea marciana de que puede confiar por completo en cualquier persona que haya compartido con él un trago de agua. Con un «hermano de agua» se muestra completamente dócil…, y con cualquier otro se muestra más testarudo que una mula. Ben no hubiese podido moverle ni un centímetro… —añadió—. Al menos, así era la semana pasada…, está cambiando terriblemente aprisa.
—Eso es cierto. Demasiado aprisa, quizá. Nunca había visto un tejido muscular desarrollarse con tanta rapidez. Lamento no haberlo pesado el día que llegaron. No importa, volvamos a Ben. Cavendish informa de que Ben se despidió de él y del abogado, un tipo llamado Frisby, a las 9:31 horas, y Ben continuó en el taxi. No sabemos adónde fue entonces. Pero una hora más tarde él, o alguien que dijo ser él, telefoneó ese mensaje a Paoli Fiat para que fuese retransmitido a su oficina.
—¿No cree que fuera Ben?
—No. Cavendish mencionó el número de licencia del taxi, y mis investigadores trataron de echar una mirada a la cinta de registro de viajes correspondiente a aquel día. Si Ben utilizó su tarjeta de crédito, en vez de meter monedas en el contador de la cabina, el número de cargo debería figurar en la cinta…, pero, aunque Ben hubiera pagado con monedas, la cinta señalaría adonde fue el taxi y cuándo.
—¿Y bien?
Harshaw se encogió de hombros.
—Los registros indican que el taxi se hallaba en reparación y que nunca estuvo en servicio el jueves por la mañana. Eso nos da dos alternativas: o el testigo honesto leyó o recordó mal el número del taxi, o alguien anduvo manipulando la cinta de registro… —añadió hoscamente—. Tal vez un jurado decidiese que hasta un testigo honesto puede tomar equivocado el número de licencia de un taxi, sobre todo si no se le ha pedido que lo recuerde…, pero yo no lo creo. No cuando el testigo en cuestión es James Oliver Cavendish. Cavendish estaba seguro de ese número…, o jamás lo hubiese mencionado en su informe —Harshaw frunció el entrecejo y prosiguió—. Jill, me está obligando usted a meter las narices en el asunto…, y no me gusta. ¡No me gusta en absoluto!
»Aun dando por supuesto que Ben remitiera realmente el mensaje, sigue siendo muy improbable que pudiera manipular el registro diario del taxi…, y es más inconcebible aún que tuviera alguna razón para hacerlo. No; enfrentémonos a ello: Ben fue a alguna parte en ese taxi…, y alguien que puede manipular los registros de un vehículo de transporte público se tomó un montón de trabajo para ocultar adónde fue…, y remitió un falso mensaje para impedir que alguien se dé cuenta de que ha desaparecido.
—¡Desaparecido! ¡Secuestrado, querrá decir!
—Tranquila, Jill. «Secuestrado» es una palabra muy fea.
—¡Es la única palabra! Jubal, ¿cómo puede seguir usted ahí y no hacer nada, cuando debería estar gritando a los cuatro vientos que…?
—¡Alto, Jill! Hay otra palabra. En vez de secuestrado, puede estar muerto.
Gillian se desmoronó.
—Sí —admitió, con un hilo de voz—. Eso es lo que temo realmente.
—Yo también. Pero supondremos que no es así hasta que veamos sus huesos. Pero es una cosa u otra…, así que supondremos que ha sido secuestrado. Jill, ¿cuál es el mayor peligro que encierra un secuestro? No caliente su linda cabecita; yo se lo diré. El mayor peligro para la víctima es dar la alarma, empezar a gritar; porque un secuestrador asustado suele matar a su víctima. ¿Había pensado usted en eso? —Gillian pareció aterrorizada; Harshaw prosiguió, más suave—. Me veo obligado a decir que creo que es muy probable que Ben esté muerto. Lleva ausente demasiado tiempo. Pero hemos aceptado suponer que estaba vivo…, hasta que sepamos otra cosa.
»Ahora tiene usted intención de buscarle. Gillian, ¿puede decirme cómo piensa hacerlo, sin incrementar el riesgo de que Ben caiga asesinado por los individuos desconocidos que le secuestraron?
—Oh… ¡Pero sabemos quiénes son!
—¿Lo sabemos?
—¡Por supuesto que sí! Los mismos que mantenían a Mike prisionero…, ¡el Gobierno!
Harshaw negó con la cabeza.
—No lo sabemos. Eso no es más que una suposición basada en lo que hacía Ben cuando fue visto por última vez. Pero no es una certeza. Ben se ha ganado montones de enemigos con su columna, y no todo ellos están en el Gobierno. Puedo pensar en varios que lo matarían de buen grado si pudieran salirse con bien de ello. Sin embargo… —Harshaw frunció el entrecejo—, su suposición es todo lo que tenemos para empezar. Pero no «el Gobierno»; ése es un término demasiado amplio. «El Gobierno» son varios millones de personas, casi un millón sólo en Washington. Debemos preguntarnos: ¿qué pies han pisado aquí? ¿Qué persona o personas? No «el Gobierno», sino ¿qué individuos?
—Pero eso está bastante claro, Jubal, ya le he dicho lo que Ben me contó. Se trata del propio secretario general.
—No —negó Harshaw—. Aunque puede que sea cierto, no nos sirve. No importa quien lo hiciera, si es algo turbio o ilegal no fue el secretario general quien lo hizo, aunque se beneficiara de ello. Ni nadie podrá demostrar siquiera que estuviera enterado. Es probable que no supiera nada de ello…, no de su parte sucia. No, Jill, necesitamos averiguar qué lugarteniente, dentro del amplio grupo de sicarios del secretario general, se encargó de esta operación. Pero eso no es una empresa tan desesperada como parece, creo. Cuando Ben fue llevado a ver a ese falso «Hombre de Marte», uno de los ayudantes ejecutivos del señor Douglas estaba con él. Primero intentó quitarle la idea de la cabeza, luego fue con él. Ahora parece que este mismo esbirro de alto nivel desapareció también de la circulación el último jueves…, y no creo que sea una coincidencia, no cuando parece que estaba a cargo del falso «Hombre de Marte». Si le encontramos, puede que encontremos a Caxton. Se llama Gilbert Berquist, y tengo razones…
—¿Berquist?
—Ése es su nombre. Y tengo razones para sospechar que… Jill, ¿qué ocurre? ¡No se me desmaye, o me obligará a tirarla a la piscina!
—Jubal… Ese «Berquist». ¿Hay más de un Berquist?
—¿Eh? Supongo que sí…, aunque por todo lo que he podido descubrir, parece ser un tanto bastardo; puede que sólo haya uno. Quiero decir dentro del cuadro ejecutivo. ¿Le conoce?
—No lo sé. Pero si es el mismo…, no creo que sirva de nada buscarle.
—Hum. Hable, muchacha.
—Jubal…, lo siento, lo siento terriblemente…, pero no se lo conté todo.
—La gente rara vez lo hace. Adelante, suéltelo.
Interrumpiéndose a menudo, tartamudeando, Gillian consiguió contarle lo de aquellos dos hombres en el apartamento de Ben que de repente dejaron de estar allí. Jubal se limitó a escuchar.
—Y eso es todo —concluyó ella tristemente—. Yo chillé y asusté a Mike…, y él cayó en ese trance en el que lo vio usted…, y luego lo pasé terrible para conseguir traerle aquí. Pero ya le hablé de eso.
—Hum… Sí, lo hizo. Me hubiera gustado que me hablara de eso otro también.
Jill enrojeció.
—Pensé que nadie me creería. Y estaba asustada. Jubal, ¿pueden hacernos algo a nosotros?
—¿Eh? —Harshaw pareció sorprendido—. ¿Hacer qué?
—Enviarnos a la cárcel o algo así.
—Oh. Querida, el presenciar un milagro todavía no ha sido declarado crimen. Ni el realizarlo. Pero este asunto tiene más facetas que pelos un gato. Cállese y déjeme pensar.
Jill guardó silencio. Jubal permaneció diez minutos meditando. Al final, abrió los ojos y dijo:
—No veo a su chico problema. Probablemente estará de nuevo en el fondo de la piscina…
—Lo está.
—…así que zambúllase y sáquelo. Séquelo y llévelo a mi estudio. Quiero averiguar si puede repetir su hazaña a voluntad…, y no creo que necesitemos una audiencia. No, sí que necesitaremos una audiencia. Dígale a Anne que se ponga su toga de testigo y venga…, dígale que la quiero en su capacidad oficial. Y quiero a Duque también.
—Sí, jefe.
—Usted no goza del privilegio de llamarme «jefe»; no figura en mi relación de deducibles de impuestos.
—Sí, Jubal.
—Eso está mejor. Hum…, me gustaría que tuviéramos por aquí a alguien cuya desaparición no echásemos de menos. Lamentablemente, todos somos amigos. ¿Supone que Mike podría hacer su acto con objetos inanimados?
—No lo sé.
—Lo averiguaremos. Bueno, ¿a qué está esperando? Arrastre a ese chico fuera del agua y despiértelo —Jubal parpadeó, pensativo—. Qué sistema para desembarazarse de… No, no debo caer en la tentación. La veré arriba, muchacha.
Unos minutos más tarde Jill se presentó en el estudio de Jubal. Anne estaba ya allí, envuelta en la larga toga blanca de su especialidad; miró a Jill, pero no dijo nada. Jill halló una silla y se sentó en silencio mientras Jubal permanecía en su escritorio y dictaba a Dorcas; no pareció notar la llegada de Jill y no interrumpió su dictado.
—…por debajo del cuerpo tendido, la sangre empapaba una esquina de la alfombra y se deslizaba más allá, extendiéndose en un charco oscuro sobre las losas del suelo frente a la chimenea, donde atraía la atención de dos moscas desocupadas. La señorita Simpson se llevó una mano a la boca. «¡Dios mío!», exclamó, en voz muy baja y angustiada. «¡La alfombra favorita de papá!… Y papá también, creo». Fin del capítulo, Dorcas, y fin de la primera entrega. Envíalo por correo. Adelante.
Dorcas se levantó y se fue, llevándose consigo su máquina taquigráfica y dedicándole una sonrisa a Jill al pasar. Jubal dijo:
—¿Dónde está Mike?
—En su habitación —respondió Gillian—, vistiéndose. No tardará en llegar.
—¿«Vistiéndose»? —repitió Jubal, malhumorado—. No dije que esto fuera una ceremonia.
—Pero tenía que vestirse.
—¿Por qué? A mí me da lo mismo que los chicos se presenten en cueros o con gabán de terciopelo en un día caluroso. Vaya a buscarle.
—Por favor, Jubal. Tiene que aprender a comportarse. Estoy intentando con tanto esfuerzo enseñarle…
—¡Hum! Lo que está intentando es inculcarle su propia moralidad de clase media, estrecha de miras y directamente salida de la Biblia.
—¡No es cierto! En ningún momento me ha preocupado su moralidad; simplemente le he enseñado las costumbres necesarias.
—Costumbres, moralidad…, ¿hay alguna diferencia? Mujer, ¿no se da cuenta de lo que está haciendo? Aquí, por la gracia de Dios y unas circunstancias favorables, tenemos una personalidad no contaminada por los tabúes psicopáticos de nuestra tribu… ¡y usted quiere convertirlo en una copia al carbón de cualquier conformista de cuarta categoría entre la multitud que puebla esta asustada Tierra! ¿Por qué no ir hasta el fondo? Déle un maletín y haga que lo lleve consigo a cualquier parte donde vaya…, hágale sentir vergüenza si no lo lleva en la mano.
—¡No estoy haciendo nada parecido! Sólo trato de evitarle problemas. Es por su propio bien.
Jubal soltó un bufido.
—Ésa es la excusa que dan al gato macho antes de castrarlo.
—¡Oh! —Jill se detuvo y pareció contar hasta diez. Luego dijo, formal y cortante—: Ésta es su casa, doctor Harshaw, y estamos en deuda con usted. Traeré a Michael enseguida —se puso en pie para irse.
—Espere, Jill.
—¿Señor?
—Siéntese…, y por el amor de Dios, deje de intentar ser tan desagradable como yo; le faltan mis años de práctica. Ahora déjeme poner una cosa en claro: no están en deuda conmigo. Es imposible tal cosa, porque yo nunca hago nada que no quiera hacer. En realidad no lo hace nadie, pero en mi caso es distinto porque yo siempre me doy perfecta cuenta de ello. Así que por favor no invente una deuda que no existe, o antes de que se dé cuenta estará intentando sentir gratitud…, y ése es un traidor primer paso que desciende hasta la completa degradación moral. ¿Lo asimila? ¿O no?
Jill se mordió el labio, luego sonrió.
—No estoy segura del sentido que quiere darle al vocablo «asimilar».
—Yo tampoco. Aunque tengo intención de recibir lecciones de Mike hasta que lo consiga. Pero hablaba muy en serio. «Gratitud» es un eufemismo de la palabra resentimiento. El resentimiento de la mayoría de las personas me tiene sin cuidado, pero si procede de las chicas guapas me resulta muy desagradable.
—Pero Jubal, yo no estoy resentida… Eso es una tontería.
—Espero que no lo esté, pero ciertamente acabará estándolo si no arranca de su mente esa idea errónea de que me debe algo. Los japoneses tienen cinco formas distintas de decir «gracias»…, y cada una de ellas se traduce literalmente como resentimiento, en diversos grados. ¡Ojalá en nuestro idioma tuviéramos este mismo tipo de honestidad sincera! En cambio, el inglés es capaz de definir sentimientos que el sistema nervioso humano es completamente incapaz de experimentar. «Gratitud», por ejemplo.
—Jubal, es usted un viejo cínico. Me siento agradecida hacia usted, y seguiré experimentando gratitud.
—Porque es una jovencita sentimental. Eso nos convierte en una pareja complementaria. Hum… Vayamos a Atlantic City para un fin de semana de ilícito libertinaje, sólo los dos.
—¿Para qué, Jubal?
—¿Se da cuenta de hasta qué profundidad llega su agradecimiento cuando intento sacar partido de él?
—Oh, estoy dispuesta. ¿Cuándo nos vamos?
—¡Hum! Hubiéramos debido irnos hace cuarenta años. Cállese. La segunda cuestión que quiero resaltar es que está usted en lo cierto; el muchacho tiene que aprender efectivamente las costumbres humanas. Hay que enseñarle a quitarse los zapatos en una mezquita y a llevar el sombrero puesto dentro de una sinagoga y a cubrir sus desnudeces cuando los tabúes lo exijan…, o nuestros chamanes lo quemarán vivo por desviacionismo. Pero, chiquilla, por la miríada de aspectos engañosos de Ahrimán, no le haga un lavado de cerebro en el proceso. Asegúrese de que conserva a cada paso cierto cinismo.
—Oh, no estoy segura de conseguirlo. Mike no parece albergar ninguna clase de cinismo.
—¿De veras? Sí. Bueno, echaré una mano en eso. ¿No debería estar ya vestido? ¿Qué es lo que lo retiene?
—Iré a ver.
—Dentro de un momento. Jill, ya le he explicado por qué no me siento ansioso de acusar a nadie de haber secuestrado a Ben…, y los informes que he recibido hasta ahora sirven para apoyar la probabilidad de que ésa fue una decisión tácticamente correcta. Si Ben está siendo detenido ilegalmente (por decirlo de un modo suave), lo que no debemos hacer es empujar a la oposición a eliminar las pruebas eliminando a Ben. Si está vivo, todavía tiene una probabilidad de seguir con vida. Pero di algunos otros pasos la primera noche que estuvo usted aquí. ¿Conoce la Biblia?
—Eh, no muy bien.
—Merece ser estudiada. Contiene consejos muy prácticos para la mayoría de las situaciones de emergencia. «Todo aquel que alberga maldad, odia la luz»; San Juan, no sé qué número. Jesús, hablando a Nicodemo. He estado esperando en cualquier momento que intentaran arrebatarnos a Mike, porque no parece probable que consiguiera usted cubrir perfectamente sus huellas. ¿Qué ocurrirá si lo intentan? Bueno, éste es un lugar solitario y no disponemos de artillería pesada. Pero hay un arma que puede detenerles: la luz. El cegador foco de la publicidad.
»Así que hice unas cuantas llamadas telefónicas y preparé las cosas de modo que cualquier intento contra nosotros diera como resultado un buen jaleo publicitario. No sólo una pequeña publicidad que la Administración pudiera acallar sin gran esfuerzo, sino grandes cantidades de publicidad, inmediata y de resonancia mundial. Los detalles no importan (dónde y cómo están montadas las cámaras y qué enlaces han sido previstos, quiero decir), pero si se desencadena algo aquí, será recogido por tres cadenas de estereovisión y, al mismo tiempo, un cierto número de mensajes de alerta serán enviados a una amplia variedad de personas importantes…, a cada una de las cuales le encantaría atrapar a nuestro honorable secretario general con los pantalones bajos.
Harshaw frunció el entrecejo.
—Pero la debilidad de esta defensa es que no puedo mantenerla indefinidamente. A decir verdad, cuando la adopté, mi principal preocupación era hacerlo lo más rápido posible…, esperaba que se produjera algo dentro del período de las siguientes veinticuatro horas. Ahora mi preocupación es a la inversa, y creo que vamos a tener que forzar rápido alguna acción, mientras aún puedo aprovechar que la luz de los focos está sobre nosotros.
—¿Qué clase de acción, Jubal?
—No lo sé. Durante los últimos tres días he estado dándole vueltas a la cosa, hasta el punto de que ni siquiera puedo disfrutar de la comida. Pero usted me ha sugerido un nuevo enfoque al hablarme de lo que ocurrió en el apartamento de Ben cuando intentaron agarrarles a los dos.
—Lamento no habérselo contado antes, Jubal. Pero no creí que nadie me creyera…, y debo decir que me hace sentir bien el que usted sí me crea.
—Yo no he dicho que le creyese.
—¿Qué? Pero usted…
—Me parece que dice usted la verdad, Jill, aunque un sueño es una experiencia auténtica de algún tipo, lo mismo que una ilusión hipnótica. Pero lo que ocurra en esta habitación durante la próxima media hora será presenciado por un testigo honesto y por las cámaras que —pulsó un botón— empiezan a funcionar en este mismo instante. No creo que Anne pueda ser hipnotizada mientras está de servicio, y desde luego eso no reza para las cámaras televisivas. Con esto deberíamos descubrir con qué tipo de verdad estamos tratando…, después de lo cual deberíamos poder decidir cómo forzar al poder constituido a dejar caer el otro zapato, y acaso pensar también en algún modo de ayudar a Ben al mismo tiempo. Vaya a buscar a Mike.
La tardanza de Smith no tenía nada de misterioso, era puro problema técnico. Había conseguido atarse el cordón del zapato izquierdo al del zapato derecho…, luego se enderezó, tropezó consigo mismo, cayó de bruces al suelo y, al hacerlo, los nudos se apretaron aún más fuerte, casi hasta más allá de su capacidad de soltarlos. Dedicó el resto del tiempo a analizar el problema en el que estaba metido, llegó a la conclusión correcta de por qué había fallado y, despacio, muy despacio, consiguió desatar los cordones y volver a atarlos como correspondía, un lazo en cada zapato, sin mezclarlos. No se había dado cuenta de que le hubiera tomado tanto tiempo el vestirse; simplemente se sintió trastornado por el hecho de no haber logrado repetir correctamente algo que Jill le había enseñado. Cuando la muchacha acudió en su busca le confesó abyectamente su fracaso, pese a que por aquel entonces ya había resuelto la situación.
Jill lo calmó y lo tranquilizó, lo peinó y lo condujo a ver a Jubal. Harshaw alzó la cabeza cuando entraron.
—Hola, hijo. Siéntese.
—Hola, Jubal —respondió gravemente Valentine Michael Smith. Se sentó… y esperó. Jill no pudo librarse de la impresión de que Smith había hecho una profunda reverencia, pese al hecho de que ni siquiera había inclinado la cabeza.
Harshaw puso a su lado un micrófono de alta sensibilidad y dijo:
—Bien, muchacho, ¿qué es lo que ha aprendido hoy?
Smith sonrió feliz, luego respondió…, como siempre, al cabo de una ligera pausa:
—Hoy he aprendido a ejecutar un uno y medio de campeón. Es decir, salto y zambullida, para entrar en el agua con…
—Lo sé, le vi hacerlo. Pero chapoteó demasiado. Tiene que mantener los dedos de los pies ligeramente inclinados, las rodillas rectas y los pies juntos.
Smith pareció decepcionado.
—¿Es que no lo hice bien?
—Lo hizo estupendamente, para ser la primera vez. Pero fíjese en cómo lo hace Dorcas. Casi ni una ondulación en el agua.
Smith consideró aquello durante unos instantes.
—El agua asimila a Dorcas. Lo mima.
—«La» mima. Dorcas es «ella», no «él».
—«La» —se corrigió Smith—. Entonces, ¿mi forma de hablar es incorrecta? He leído en el Nuevo Diccionario Internacional de la Lengua Inglesa Webster, tercera edición, publicado en Springfield, Massachusetts, que en la forma hablada el género masculino incluye al femenino. En la Ley de Contratos Hagworth, quinta edición, Chicago, Illinois, 1978, página 1.012, se dice que…
—Alto —interrumpió apresuradamente Harshaw—. El problema está en el idioma, no en usted. Las formas masculinas incluyen a las femeninas cuando se habla en términos generales…, pero no cuando uno se refiere a determinada persona en particular. Dorcas es siempre «ella», o «la»…, nunca «él» o «lo». Recuérdelo.
—Lo recordaré.
—Será mejor que lo haga…, o puede provocar a Dorcas hasta impulsarla a demostrarle lo femenina que es —Harshaw parpadeó pensativamente—. Jill, ¿duerme este muchacho con usted? ¿O con alguna de las demás?
Gillian titubeó apenas un instante, luego respondió con voz llana:
—Por todo lo que sé, Mike no duerme.
—Ha eludido mi pregunta.
—Entonces quizá será mejor que suponga usted que intentaba eludirla. De todos modos, no duerme conmigo.
—Hum… Maldita sea, mi interés es puramente científico. De todos modos, seguiremos otra línea de investigación. ¿Qué más cosas ha aprendido hoy, Mike?
—He aprendido dos formas de atarme los zapatos. Una de ellas sólo sirve para caerse. La otra sirve para caminar. Y he aprendido conjugaciones. Yo soy, tú eres, él es, nosotros somos, vosotros sois, ellos son. Yo era, tú eras…
—Está bien, ya basta. ¿Qué más?
Mike sonrió encantado.
—Ayer aprendí a conducir el tractor, de una forma brillante, brillante y hermosa.
—¿Eh? —Jubal se volvió hacia Jill—. ¿Cuándo fue eso?
—Ayer por la tarde, mientras usted descabezaba un sueño, Jubal. Todo está bien…, Duque tuvo buen cuidado de evitar que se lastimara.
—Hum. Bueno, es evidente que no se lastimó. Mike, ¿ha estado usted leyendo?
—Sí, Jubal.
—¿Qué?
—He leído —recitó cuidadosamente Mike— tres volúmenes más de la Enciclopedia: de Maryb a Mushe, de Mushr a Ozon y de P a Planti. Usted me dijo que no leyese demasiado de la Enciclopedia de una sola vez, así que lo dejé. Luego leí la Tragedia de Romeo y Julieta, de maese William Shakespeare de Londres. Después las Memorias de Casanova de Seingalt, traducidas al inglés por Arthur Machen. Y acto seguido leí El arte del contrainterrogatorio, de Francis Wellman. Luego intenté asimilar lo que había leído hasta que Jill me dijo que debía bajar a desayunar.
—¿Y lo asimiló?
Smith pareció turbado.
—Jubal, no lo sé.
—¿Hay algo que le preocupe, Mike?
—No consigo asimilar por completo todo lo que leo. En la historia escrita por el maese William Shakespeare me descubrí lleno de felicidad ante la muerte de Romeo. Luego seguí leyendo y descubrí que se había descorporizado demasiado pronto…, o eso me pareció asimilar. ¿Por qué?
—Era un joven idiota charlatán.
—¿Perdón?
—No lo sé, Mike.
Smith consideró aquello. Luego murmuró algo en marciano y añadió:
—No soy más que un huevo.
—¿Eh? Siempre dice eso cuando desea pedir un favor, Mike. ¿De qué se trata esta vez? Adelante, hable.
Smith vaciló. Luego estalló:
—Jubal, hermano mío, ¿sería tan amable de preguntarle a Romeo por qué se descorporizó? Yo no puedo preguntárselo; sólo soy un huevo. Pero usted sí puede hacerlo…, y luego podrá enseñarme a asimilarlo.
Durante los minutos siguientes la conversación se hizo confusa. Jubal comprendió de inmediato que Mike estaba convencido de que Romeo de los Montesco había sido una persona viva, y consiguió, no sin una considerable impresión hacia sus propios conceptos, darse cuenta de que Mike esperaba que él pudiera, de alguna forma, conjurar el fantasma de Romeo y pedirle explicaciones por su conducta cuando era de carne y hueso.
Pero explicarle a Mike la idea de que los Capuleto y los Montesco nunca habían tenido ningún tipo de existencia corpórea era otro asunto. El concepto de ficción no estaba en ninguna parte de la experiencia de Mike; no disponía de nada en qué basarse, y los intentos de Jubal por explicar la idea eran tan trastornantes emocionalmente para Mike que Jill temió que estuviera a punto de retraerse en sí mismo y convertirse en una bola.
Pero el propio Mike se dio cuenta de lo peligrosamente cerca que estaba de esa necesidad, y había aprendido ya que no debía recurrir a ese refugio en presencia de sus amigos, porque (con la excepción de su hermano el doctor Nelson) siempre les causaba disturbios emocionales. Así que hizo un poderoso esfuerzo, disminuyó su ritmo cardíaco, calmó sus emociones y sonrió.
—Esperaré hasta que la asimilación se produzca por sí misma.
—Eso está mejor —convino Jubal—. Pero a partir de ahora, antes de leer nada, pregúnteme a mí, o a Jill, o a alguien, si se trata o no de una obra de ficción. No quiero que se haga un lío.
—Preguntaré, Jubal.
Mike decidió que, cuando asimilase aquella extraña idea en toda su amplitud, debería informar de ella a los Ancianos…, y de pronto se descubrió a sí mismo preguntándose si los Ancianos no lo sabrían ya todo respecto a la «ficción». La completamente increíble idea de que podía haber algo desconocido para los Ancianos era en sí misma mucho más revolucionaria (de hecho, incluso herética) que el sobrenatural concepto de ficción, así que apartó el asunto a un lado para que se enfriara, reservándolo para una futura y profunda contemplación.
—… pero la verdad —estaba diciendo su hermano Jubal— es que no le he llamado para hablar de formas literarias. Mike, ¿recuerda el día en que Jill lo sacó del hospital?
—¿«Hospital»? —repitió Smith.
—No estoy segura, Jubal —interrumpió Jill—, de que Mike llegara a saber que se trataba de un hospital. Déjeme probar a mí.
—Adelante.
—Mike, ¿recuerda dónde estaba, dónde vivía, solo en aquella habitación, antes de que yo lo vistiera y me lo llevara conmigo?
—Sí, Jill.
—Luego fuimos a otro lugar, y yo le desnudé y le di un baño.
Smith sonrió ante el agradable recuerdo.
—Sí. Fue una gran felicidad.
—Luego le sequé…, y entonces se presentaron dos hombres.
La sonrisa se borró de los labios de Smith. Revivió aquel punto crítico culminante de decisión, y el horror de su descubrimiento del hecho de que, de alguna forma, había elegido la acción equivocada y dañado a su hermano de agua. Empezó a temblar y a retraerse en sí mismo.
—¡Mike! ¡Alto, Mike! —gritó Jill con voz fuerte—. ¡No se atreva a aislarse!
Mike recobró el control de su ser e hizo lo que su hermano de agua le pedía.
—No, Jill —aceptó.
—Escuche, Mike. Quiero que recapacite en lo que sucedió en aquella ocasión…, pero no debe trastornarse por ello ni intentar retirarse. Simplemente recuérdelo. Había dos hombres allí. Uno de ellos lo llevó a empujones hasta la sala de estar.
—El cuarto con la hierba jubilosa en el suelo —reconoció Smith.
—Correcto. Le obligó a ir a la habitación con el suelo de césped, y yo traté de impedírselo. El hombre me golpeó. Y entonces, desapareció. ¿Lo recuerda?
—¿No está enfadada?
—¿Qué? Oh, no, no, en absoluto. Pero me asusté. Un hombre desapareció, entonces el otro me encañonó con una pistola…, y desapareció también. Me asusté mucho…, pero no estaba enfadada.
—¿Entonces, no está enfadada conmigo ahora?
—Mi querido Mike…, nunca he estado enfadada con usted. Pero a veces he estado asustada. Estuve asustada esa vez…, pero ahora ya no lo estoy. Jubal y yo queremos saber qué sucedió. Aquellos dos hombres estaban allí, en aquella habitación, con nosotros. Y entonces usted hizo algo…, y desaparecieron. Lo hizo dos veces. ¿Qué fue lo que hizo? ¿Puede explicárnoslo?
—Sí, se lo diré. El hombre…, el hombre corpulento…, la golpeó…, y yo también me asusté. Así que… —gruñó una frase en marciano, luego pareció aturdido—. No sé las palabras.
—Mike —intervino Jubal—, ¿no puede utilizar un montón de palabras y explicárnoslo poco a poco?
—Lo intentaré, Jubal. Algo está ahí, delante de mí. Es una cosa mala y no debe estar ahí. Así que alargo el brazo… —se detuvo de nuevo y pareció perplejo—. Es algo tan sencillo, tan, tan sencillo. Cualquiera puede hacerlo. Atar los cordones de los zapatos es mucho más difícil. Pero las palabras no salen. Lo lamento mucho. Aprenderé más palabras —meditó sobre aquello—. Tal vez las palabras estén en los tomos de Plants a Raym, o de Rayn a Sarr, o de Sars a Sorc. Los leeré esta noche y se lo diré en el desayuno.
—Quizá —admitió Jubal—. Un momento, Mike… —se levantó de su escritorio, fue a un rincón y regresó con una caja grande de cartón recio que hasta hacía unos momentos había contenido doce botellas de coñac—. ¿Puede hacer desaparecer esto?
—¿Es una cosa mala y no debería estar aquí?
—Bueno, supongamos que lo es.
—Pero…, Jubal, debo saber que es una cosa mala. Esto es una caja. No puedo asimilar que exista como una cosa mala.
—Hum… Entiendo. Creo que entiendo. Supongamos que tomo esta caja y se la lanzo a la cabeza a Jill. Se la lanzo fuerte, de modo que le haga daño.
—Jubal —exclamó Mike con suave tristeza—, usted no sería capaz de hacerle semejante cosa a Jill.
—Oh…, maldita sea, sospecho que no. Jill, ¿quiere arrojarme usted la caja a mí? Bien y fuerte…, como mínimo una herida en el cuero cabelludo, si Mike no puede protegerme.
—Jubal, la idea me gusta menos que a usted.
—¡Oh, vamos! Es en interés de la ciencia… y de Ben Caxton.
—Pero… —Jill se puso en pie de un salto, agarró la caja y la lanzó directa a la cabeza de Jubal. Harshaw tenía intención de mantenerse firme…, pero el instinto lo venció: se agachó.
—Falló el tiro —dijo—. Pero, ¿qué ocurre? —miró a su alrededor—. Maldita sea, no estaba alerta. Tenía intención de mantener la vista clavada en la caja… —miró a Smith—. Mike, ¿es ésa la forma…? ¿Qué le ocurre, muchacho?
El hombre de Marte estaba temblando y su aspecto no podía ser más desdichado. Jill se apresuró hacia él y le rodeó los hombros con ambos brazos.
—¡Vamos, vamos, todo está bien, querido! Lo ha hecho usted maravillosamente…, sea lo que sea. La caja no llegó a tocar a Jubal. Se desvaneció, sencilla y limpiamente.
—Supongo que sí —admitió Jubal, mientras miraba la habitación a su alrededor y se mordisqueaba el pulgar—. Anne, ¿estabas mirando?
—Sí.
—¿Qué viste?
—La caja no se desvaneció limpia y sencillamente. El proceso no fue instantáneo, sino que duró una mensurable fracción de segundo. Desde donde estoy sentada pareció hacerse pequeña, muy, muy rápidamente, como si estuviera desapareciendo en la distancia. Pero no salió de la habitación, porque pude ver que todavía estaba ahí en el instante en que desapareció.
—Pero, ¿Adónde fue?
—Eso es todo cuanto puedo informar.
—Hum…, después pasaremos las películas, aunque estoy convencido. Mike…
—¿Sí, Jubal?
—¿Dónde está la caja ahora?
—La caja está… —Smith hizo una pausa—. De nuevo no encuentro las palabras adecuadas. Lo siento.
—Yo no lo siento, pero ciertamente estoy confuso. Mire, hijo, ¿puede alargar la mano y tirar de nuevo de la caja? ¿Traerla de vuelta?
—¿Perdón?
—Logró alejarla; ahora hágala volver.
—¿Cómo podría hacerlo? La caja no existe.
Jubal se quedó muy pensativo.
—Si este método llega a popularizarse alguna vez, habría que revisar todas las normas relativas al corpus delicti —murmuró—. «Tengo una pequeña lista…, nadie los echará nunca en falta». Jill, encontremos algo que no sea un arma completamente letal; esta vez voy a mantener los ojos bien abiertos. Mike, ¿a qué distancia tiene que estar para hacer este truco?
—¿Perdón?
—¿Cuál es su alcance? Si usted hubiese estado en el pasillo y yo cerca de la ventana…, oh, digamos a unos diez metros…, ¿habría podido impedir que la caja me golpease?
Smith pareció ligeramente sorprendido.
—Sí.
—Hum…, acerqúese a la ventana. Ahora mire ahí abajo, a la piscina. Suponga que Jill y yo hubiésemos estado en la otra parte de la piscina y usted de pie justo donde está ahora. ¿Podía haber detenido la caja desde aquí?
—Sí, Jubal.
—Bueno…, supongamos que Jill y yo estuviéramos al final del sendero, junto a la puerta de entrada, a unos cuatrocientos metros de distancia. Supongamos que estuviéramos de pie justo a este lado de los arbustos que protegen la puerta, donde usted pudiera vernos claramente. ¿Es eso demasiado lejos?
Smith titubeó largo rato, luego dijo lentamente:
—Jubal, no es la distancia. No es el ver. Es el saber.
—Hum…, veamos si lo asimilo. O asimilo parte de ello. No importa lo lejos o lo cerca que esté. Ni siquiera necesita ver que ocurre. Si sabe que está pasando algo malo, puede impedirlo. ¿Es eso exacto?
Smith pareció ligeramente turbado.
—Casi exacto. Pero todavía no llevo mucho tiempo fuera del nido. Para saber, necesito ver. Pero un Anciano no necesita ojos para saber. Él sabe. Asimila. Actúa. Lo siento.
—No sé por qué ha de sentirlo, hijo —dijo Harshaw con voz hosca—. El ministro para la Paz lo hubiera declarado Alto Secreto hace diez minutos.
—¿Perdón?
—No importa. Lo que usted hace es estupendo incluso en estos alrededores —Jubal volvió al escritorio, miró pensativo a su alrededor y cogió un pesado cenicero de metal—. No me apunte al rostro esta vez —dijo a Jill—; esta cosa tiene esquinas puntiagudas. De acuerdo, Mike, sitúese en el pasillo.
—Jubal…, hermano mío…, ¡no, por favor!
—¿Qué ocurre, hijo? Lo hizo estupendamente hace apenas unos minutos. Quiero una demostración más…, y esta vez no voy a apartar los ojos.
—Jubal…
— ¿Sí, Jill?
—Creo asimilar que esto preocupa a Mike.
—Bien, entonces cuéntemelo, porque yo no lo asimilo.
—Hicimos un experimento en el que estuve a punto de golpearle a usted con aquella caja. Pero los dos somos sus hermanos de agua…, así que trastorna a Mike el que yo simplemente intente hacerle daño a usted. Creo que hay algo muy poco marciano en una situación así. Pone a Mike en un dilema. Lealtad dividida.
Harshaw frunció el entrecejo.
—Tal vez debería ser investigado por la Comisión de Actividades No Marcianas.
—No estoy bromeando, Jubal.
—Ni yo…, porque es posible que muy pronto necesitemos un comité así. Me pregunto cómo se sintió la vaca de la señora O'Leary cuando pateó la linterna. De acuerdo, Jill, siéntese y replantearemos el experimento —Harshaw tendió el cenicero a Mike—. Compruebe lo que pesa, hijo, y vea esas esquinas puntiagudas.
Smith examinó el objeto de una manera más bien torpe. Jubal continuó:
—Voy a lanzarlo al aire, directo al techo…, y dejaré que me golpee en la cabeza cuando caiga.
Mike le miró fijamente.
—Hermano mío… ¿quiere descorporizarse ahora?
—¿Eh? ¡No, no! No me matará, y no quiero morir. Pero me hará un corte y bastante daño…, a menos que usted lo impida. ¡Ahí vamos!
Harshaw lanzó el cenicero al aire, en vertical, hasta unos centímetros del techo, y lo siguió con la mirada como si fuera un jugador de fútbol a la espera de pasar la pelota de un cabezazo. Se concentró en observarlo, mientras una parte de su mente consideraba la idea de echar la cabeza a un lado en el último instante antes de permitir que su cuero cabelludo recibiera la pesada y fea cosa que estaba seguro que iba a alcanzarle…, y otra pequeña parte de su mente se decía cínicamente que si desaparecía nunca iba a echarlo en falta; nunca le había gustado aquel cenicero…, pero era un regalo.
El cenicero llegó a lo más alto de su trayectoria y se quedó parado allí.
Harshaw lo miró con la sensación de haber quedado encallado en un cuadro de una película. Finalmente recordó respirar, y descubrió que lo necesitaba urgentemente. Sin apartar los ojos graznó:
—Anne. ¿Qué ves?
Ella respondió con voz llana:
—Que ese cenicero se halla a trece centímetros del techo. No veo nada que lo sostenga —luego agregó, en un tono menos seguro—: Jubal, creo que es eso lo que estoy viendo…, pero si las cámaras no muestran lo mismo, devolveré mi toga y haré pedazos mi licencia.
—Hum. ¿Jill?
—Flota. Simplemente flota.
Jubal suspiró, fue a su silla y se dejó caer pesadamente, todo ello sin apartar los ojos del díscolo cenicero.
—Mike —dijo—, ¿qué ha ido mal? ¿Por qué no desaparece como la caja?
—Pero, Jubal —respondió Smith, como disculpándose—, usted dijo que lo detuviese; no indicó que lo hiciese desaparecer. Cuando hice que desapareciera la caja, luego deseó que volviese. ¿He hecho algo mal?
—Oh. No, lo ha hecho todo de un modo perfecto. Siempre olvido que usted se toma las cosas al pie de la letra…
Harshaw recordó algunos insultos coloquiales corrientes en sus primeros años…, y se recordó que nunca, nunca, debía emplear ninguno ante Michael Valentine Smith; porque, si le decía al muchacho que se cayera muerto o se perdiera, Harshaw tenía ahora la certeza de que Smith cumpliría de un modo literal lo que oyera.
—Me alegro —dijo Smith serenamente—. Lamento no poder hacer que la caja regrese. También lamento el haber derrochado dos veces tanta comida. Pero entonces no sabía cómo actuar de otro modo. Entonces era una necesidad. O así lo asimilé.
—¿Eh? ¿Qué comida?
—Se refiere a aquellos hombres, Jubal —dijo apresuradamente Jill—. Berquist y el poli que le acompañaba…, si era un poli. Johnson.
—Oh, sí —Harshaw reflexionó que sus propias nociones sobre la comida seguían siendo no marcianas, subconscientemente al menos—. Mike, yo no me preocuparía por haber malgastado aquella «comida». Dudo de que ningún inspector de carnes la hubiera dado por buena. De hecho… —añadió, recordando los acuerdos de la Federación sobre la carne de cerdo—, supongo que la hubiesen declarado no apta para el consumo humano. Así que no se preocupe por ello. Además, como usted mismo dice, acabar con ellos fue una necesidad. Asimiló usted la plenitud de la situación y actuó de forma correcta.
—Esto me reconforta mucho —respondió Mike con un gran alivio en la voz—. Sólo un Anciano puede estar seguro siempre de que ha ejecutado la acción correcta en un punto crítico culminante…, y yo tengo mucho que aprender para aprender, y mucho que crecer para crecer antes de que me sea posible unirme a los Ancianos. Jubal, ¿puedo moverlo? Empiezo a cansarme.
—¿Quiere hacerlo desaparecer ahora? Adelante.
—Pero ahora ya no puedo.
—¿Eh? ¿Por qué no?
—Su cabeza ya no está debajo de él. No asimilo maldad en su esencia, allá donde está.
—Oh. Perfectamente. Entonces trasládelo.
Harshaw siguió observando el cenicero, con la esperanza de que, cuando flotara hasta el punto que ahora se hallaba perpendicular sobre su cabeza, el objeto recobrara su maldad. El cenicero, sin embargo, descendió en un plano inclinado hasta situarse sobre la superficie de la mesa, donde permaneció suspendido unos segundos, para luego deslizarse a un lugar vacío y posarse en él en un aterrizaje casi insonoro.
—Gracias, Jubal —dijo Smith.
—¿Eh? ¡Gracias a usted, hijo! —Jubal recogió el cenicero y lo examinó con curiosidad. No estaba ni caliente ni frío, ni hizo que le hormiguearan los dedos…, era feo, excesivamente decorado, y tan vulgar como lo había sido cinco minutos antes—. Sí, gracias a usted. Por la más asombrosa experiencia que he tenido desde el día que la muchacha campesina que servía en casa me subió al desván —alzó la vista—. Anne, tú te adiestraste en el Rhine.
—Sí.
—¿Habías visto antes ejercicios de levitación?
La muchacha vaciló un instante.
—He presenciado lo que llaman telequinesia con dados…, pero no soy matemática y no puedo testificar que aquello que vi fuera auténtica telequinesia.
—Por las campanas del infierno, tú no testificarías que había salido el sol si el día estuviera nublado.
—¿Cómo podría? Tal vez alguien estuviera suministrando luz artificial desde encima de la capa de nubes. Uno de mis compañeros de clase podía, al parecer, levitar objetos de aproximadamente la masa de recortes de periódico…, pero primero tenía que haberse bebido tres copas para entonarse, y a veces no lo conseguía en absoluto. Nunca pude examinar el fenómeno lo bastante de cerca como para poder testificar con competencia al respecto…, en parte porque yo también llevaba encima tres copas de más.
—Entonces, ¿nunca viste nada como esto?
—No.
—Hum. Ya he terminado profesionalmente contigo, estoy convencido de ello. Pero si deseas quedarte y ver si ocurre algo más, cuelga tu toga y trae una silla.
—Gracias, eso es lo que haré…, ambas cosas. Pero, en vista de la conferencia que le dio a Jill acerca de mezquitas y sinagogas, primero iré a mi habitación a cambiarme. No querría causar un hiato en la adoctrinación.
—Como quieras. Mientras estás fuera, despierta a Duque y dile que quiero que las cámaras entren de nuevo en servicio.
—Sí, jefe. No deje que ocurra nada sorprendente hasta que yo esté de vuelta —se encaminó hacia la puerta.
—No puedo hacer promesas. Mike, siéntese aquí ante mi escritorio. Usted también, Jill; hagamos mesa redonda. Ahora, Mike, ¿puede levantar este cenicero? Demuéstremelo.
—Sí, Jubal —Smith alargó el brazo y tomó el cenicero en su mano.
—¡No, no!
—¿Lo he hecho mal?
—No, la culpa ha sido mía. Mike, vuelva a dejarlo. Quiero saber si puede levantar el cenicero sin tocarlo.
—Sí, Jubal.
—¿Bien? ¿Está demasiado cansado?
—No, Jubal. No estoy demasiado cansado.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Es necesario que haya un elemento de «maldad» en ello?
—No, Jubal.
—Jubal —interrumpió Jill—, no le ha dicho usted que lo haga…, sólo le ha preguntado si podía hacerlo.
—Oh —Harshaw pareció tan avergonzado como era capaz, lo cual no era mucho—. Ya debí haber aprendido eso. Mike, ¿tendría la bondad de levantar ese cenicero como un palmo por encima de la superficie de la mesa, sin tocarlo con sus manos?
—Sí, Jubal —el cenicero se elevó, flotó firme sobre el escritorio—. ¿Quiere medir la distancia, Jubal? —dijo Mike, ansioso—. Si me he equivocado, lo corregiré arriba o abajo.
—¡Estupendo! ¿Puede mantenerlo ahí? Si se cansa, dígamelo.
—Puedo mantenerlo. Si me canso, se lo diré.
—¿Puede levantar alguna otra cosa al mismo tiempo? ¿Digamos este lápiz? Si puede, hágalo.
—Sí, Jubal —el lápiz flotó en el aire y se alineó limpiamente junto al cenicero.
A petición de Harshaw, Mike añadió otros pequeños artículos del escritorio al grupo de objetos flotantes. Anne regresó, tomó una silla y observó el espectáculo sin hablar. Duque entró cargado con una escalera de mano, miró al grupo, luego miró una segunda vez, pero no dijo nada y colocó la escalera en un rincón. Al fin, Mike dijo con voz insegura:
—No estoy seguro, Jubal. Yo… —se detuvo y pareció buscar la palabra adecuada—. Soy idiota para estas cosas.
—No se agote.
—Puedo pensar en una más. Espero —un pisapapeles al otro lado del escritorio se agitó, se elevó…, y la docena de objetos flotantes se vino abajo al unísono. Mike pareció a punto de echarse a llorar—. Jubal, lo siento. Lo siento enormemente.
Harshaw le dio unas palmadas en el hombro.
—Debería sentirse orgulloso, no lamentarlo. Hijo, puede que no se dé cuenta, pero lo que acaba de hacer es… —Jubal trató de hallar una comparación, y descartó rápidamente las muchas que acudían a su mente porque se daba cuenta de que no se referían a nada que entrase en la experiencia de Smith—. Lo que acaba de hacer es mucho más difícil que atarse los cordones de los zapatos, muchísimo más maravilloso para nosotros que hacer a la perfección ese uno y medio que mencionó antes. Lo ha hecho usted de una forma «brillante, brillante y con hermosura». ¿Lo asimila?
Mike pareció sorprendido.
—No estoy seguro, Jubal. ¿No debo sentirme avergonzado?
—No debe sentirse avergonzado. Ha de sentirse orgulloso.
—Sí, Jubal —repuso Smith, contento—. Me siento orgulloso.
—Estupendo. Mike, yo soy incapaz de alzar ni siquiera un cenicero sin tocarlo.
Smith se mostró sorprendido.
—¿No puede?
—No. ¿Podría usted enseñarme?
—Sí, Jubal. Usted… —Smith dejó de hablar, pareció azarado—. De nuevo no hallo las palabras. Lo siento. Pero leeré, leeré y leeré, hasta que dé con ellas. Después enseñaré a mi hermano.
—No ponga el corazón en ello.
—¿Perdón?
—Mike, no se sienta decepcionado si no encuentra las palabras. Es posible que no existan en nuestro idioma.
Smith reflexionó un largo momento sobre aquello.
—Entonces enseñaré a mi hermano el lenguaje de mi nido.
—Quizá. Me gustaría intentarlo…, pero puede que haya llegado usted cincuenta años demasiado tarde.
—¿Actué equivocadamente?
—En absoluto. Me siento orgulloso por usted. Puede empezar intentando enseñarle su lenguaje a Jill.
—Hace que me duela la garganta —objetó rápidamente ella.
—Pruebe de hacer gárgaras con aspirina —Jubal la miró—. Ésa es una excusa tonta, enfermera…, pero se me ocurre que esto me da una excusa para ponerla en la nómina…, porque dudo de que la dejen volver alguna vez al Bethesda. Bien, queda contratada como investigadora ayudante en lingüística marciana…, lo cual incluye tantos deberes extraordinarios como sean imprescindibles. Aprenda de las chicas. Anne, ponla en la nómina…, y asegúrate de que su nombre figure en el registro de impuestos.
—Ha estado compartiendo las tareas de la cocina desde el día después de su llegada. ¿La doy de alta en la empresa con carácter retroactivo?
Jubal se encogió de hombros.
—No me molestes con detalles.
—Pero, Jubal —protestó Jill—. ¡No creo que pueda aprender marciano!
—Pero puede intentarlo, ¿no?
—Pero…
—¿Qué hay sobre esa tonta charla que me estuvo dando sobre la «gratitud»? ¿Acepta el empleo o no?
Jill se mordió el labio.
—Lo aceptaré. Sí…, jefe.
Tímidamente, Smith alargó el brazo y tocó su mano.
—Jill, la enseñaré.
Jill palmeó la mano que cubría la suya.
—Gracias, Mike —miró a Harshaw—. ¡Y voy a aprenderlo, sólo para poder escupírselo a usted a la cara!
Jubal le dirigió una sonrisa.
—Asimilo perfectamente el motivo…, lo aprenderá, sí. Ahora volvamos a lo que más interesa. Mike, ¿qué otras cosas puede hacer que nosotros no? Además de hacer desaparecer las cosas cuando representan algo «malo», y alzar objetos sin tocarlos…
Smith se mostró confuso.
—Lo ignoro.
—¿Cómo puede saberlo —protestó Jill—, cuando en realidad no sabe lo que nosotros podemos y no podemos hacer?
—Hum, sí. Anne, cambia el título del trabajo de Jill por el de «investigadora ayudante en lingüística, cultura y técnicas marcianas». Jill, mientras aprende su idioma, es seguro que se tropezará con cosas marcianas que son distintas, realmente distintas de las nuestras… Cuando lo haga, dígamelo. Todo y cualquier cosa acerca de una cultura puede inferirse a través de la estructura de su lenguaje, y probablemente…, probablemente es usted aún lo bastante joven como para aprender a pensar como un marciano…, lo cual indudablemente no ocurrirá conmigo. En cuanto a usted, Mike, si observa que hay algo que usted puede hacer y nosotros no, dígamelo también.
—Lo haré, Jubal. ¿Qué cosas podrán ser?
—No tengo la menor idea. Cosas como eso que acaba de hacer…, y el ser capaz de permanecer en el fondo de la piscina mucho más tiempo que nosotros. Hum. ¡Duque!
—Jefe, tengo las manos llenas de película. No me moleste.
—Pero puedes hablar, ¿no? He observado que el agua de la piscina está más bien turbia.
—Sí. Esta noche le añadiré precipitante y mañana por la mañana le aplicaré el vacío.
—¿Cómo van los índices?
—Los índices están bien, el agua incluso podría servirse en la mesa. Lo único que le ocurre es que está un poco turbia.
—Deja que siga turbia por ahora. Sigue comprobándola. Ya te diré cuándo quiero que la limpies.
—Demonios, jefe, a nadie le gusta nadar en una piscina que parece un fregadero. La hubiera limpiado mucho antes si no hubiera habido tanto follón aquí esta última semana.
—Al que no le guste, que no se moje. Deja de darle a la lengua, Duque; te lo explicaré más tarde. ¿Están listas las películas?
—Dentro de cinco minutos.
—Bien. Mike, ¿sabe lo que es un arma de fuego?
—Un arma de fuego —respondió Smith concienzudamente— es una pieza de ordenanza que dispara proyectiles por medio de la fuerza de algún explosivo, como la pólvora, y consiste en un tubo o cañón cerrado en un extremo donde la…
—Está bien, está bien. ¿Lo asimila?
—No estoy seguro.
—¿Ha visto alguna vez un arma de fuego?
—No lo sé.
—Oh, seguro que la ha visto —interrumpió Jill—. Mike, piense en esa ocasión de la que hemos estado hablando, cuando nos hallábamos en la habitación con el piso de hierba…, ¡pero no se altere! Un hombre me golpeó, ¿recuerda?
—Sí.
—El otro hombre me apuntaba con algo.
—Dirigió una cosa mala hacia usted.
—Eso era una pistola.
—Había imaginado ya que la palabra para esa cosa mala podía ser «pistola». El Nuevo Diccionario Internacional de la Lengua Inglesa Webster, tercera edición, publicado en…
—Perfecto, hijo —se apresuró a decir Harshaw—. Eso era una pistola, sí. Ahora escuche atentamente. Si alguien apuntase a Jill con una pistola, ¿qué haría usted?
La pausa de Smith fue más larga de lo normal.
—¿No se enfadaría usted conmigo si estropease comida?
—No. No me enfadaría. En tales circunstancias, nadie se enfadaría con usted por eso. Pero estoy intentando descubrir algo más. ¿No podría conseguir tan sólo la desaparición del arma, sin hacer que el hombre que la empuñaba desapareciese también?
Smith consideró el asunto.
—¿Salvar la comida?
—Hum. Bueno, no es eso exactamente lo que había querido decir. ¿Podría hacer que desapareciera el arma sin causar ningún daño al hombre?
—Jubal, el hombre no sufriría ningún daño en absoluto. Yo haría desaparecer el arma, pero al hombre simplemente lo detendría. No sufriría el menor dolor. Tan sólo se descorporizaría. La comida que dejase atrás no se estropearía en absoluto.
Harshaw suspiró.
—Sí, estoy seguro de que así sería. Pero, ¿no puede conseguir que sólo desaparezca el arma? ¿Sin hacer nada más? ¿Sin «detener» al hombre, sin matarle, simplemente dejándole vivir?
Smith volvió a considerar el asunto.
—Eso resultaría mucho más fácil que hacer las dos cosas a la vez. Pero, Jubal, si le dejo corporeizado, todavía podría lastimar a Jill. O así lo asimilo.
Harshaw dejó de recordarse a sí mismo que aquel niño inocente no tenía nada de niño ni de inocente…, de hecho tenía toda la sofisticación de una cultura que, empezaba a darse cuenta, aunque confusamente, estaba mucho más avanzada que la cultura humana en algunas formas muy misteriosas…, y que estos ingenuos comentarios procedían de un superhombre, o de la idea que por el momento tenían ellos de un «superhombre». Entonces contestó a Smith, eligiendo con cuidado las palabras, puesto que tenía en mente un peligroso experimento y no deseaba que se convirtiera en un desastre a causa de algún error semántico.
—Mike, si llegara usted a un… «punto crítico culminante»… en el que tuviera que hacer algo para proteger a Jill, ¿lo haría?
—Sí, Jubal. Lo haría.
—Sin preocuparse de derrochar o no comida. Sin preocuparse de ninguna otra cosa. Sólo de proteger a Jill.
—Siempre protegeré a Jill.
—Bien. Pero supongamos que un hombre encañona a alguien con una pistola…, o simplemente tiene un arma en la mano. Supongamos que no desea o no necesita matar a ese hombre…, pero sí necesita hacer que el arma desaparezca. ¿Podría hacerlo?
Mike hizo una breve pausa.
—Creo que lo asimilo. Una pistola es una cosa mala. Pero puede ser necesario que el hombre permanezca corporeizado —meditó sobre aquello—. Puedo hacerlo.
—Bien. Mike, voy a mostrarle una pistola. Una pistola es una cosa mala.
—Una pistola es una cosa muy mala. Tengo que eliminarla.
—No la haga desaparecer apenas la vea.
—¿No?
—No. Yo levantaré el arma y empezaré a apuntarle con ella. Antes de que consiga apuntarle, hágala desaparecer. Pero no me detenga a mí, no me haga ningún daño, no me mate, no me haga nada. No derroche comida tampoco.
—Oh, nunca lo haría —dijo Mike, ansioso—. Cuando se descorporice, hermano Jubal, espero que se me permita comerle personalmente, bendecirle y apreciarle con cada bocado…, hasta asimilarlo en toda su plenitud.
Harshaw controló un movimiento reflejo de revulsión que no había sentido desde hacía décadas y repuso con gravedad:
—Gracias, Mike.
—Soy yo quien debe dar las gracias, hermano mío…, y, si soy elegido yo antes que usted, confío en que me encuentre digno de ser asimilado. Compártame con Jill. ¿Querrá compartirme con Jill? ¿Por favor?
Harshaw lanzó una ojeada a Jill, vio que mantenía su rostro sereno…, y reflexionó que era una enfermera endurecida por el trabajo.
—Lo compartiré con Jill —dijo con tono solemne—. Pero, Mike, ninguno de nosotros será alimento hoy, ni pronto, espero. En este momento voy a enseñarle esa pistola…, y usted aguardará hasta que yo lo diga… y entonces procederá con mucho cuidado, por que aún tengo muchas cosas que hacer antes de estar listo para descorporizarme.
—Tendré cuidado, hermano.
—Muy bien —Harshaw se inclinó hacia adelante y abrió un cajón de la mesa—. Mire aquí dentro, Mike. ¿Ve el arma? Voy a cogerla. Pero no haga nada hasta que yo se lo diga. Muchachas…, levántense y sitúense a la izquierda; no quiero apuntarlas. Así esta bien. Todavía no, Mike —Harshaw alargó la mano hasta la pistola, un arma de reglamento especial de la policía; la extrajo del cajón—. Preparado, Mike. ¡Ahora! —y Harshaw se esforzó de la mejor manera que pudo en conseguir encañonar con el arma al Hombre de Marte.
Su mano estuvo de pronto vacía. Ninguna impresión, ninguna sacudida, ningún retorcimiento…, el arma desapareció, y eso fue todo.
Jubal se dio cuenta de que estaba temblando y procuró recobrarse.
—Perfecto —dijo a Mike—. La hizo desaparecer antes de que pudiese apuntarle con ella. Ha sido absolutamente perfecto.
—Me siento muy feliz.
—Yo también. Duque, ¿tomaste eso con la cámara?
—Aja. Puse cartuchos nuevos de película, aunque usted no me lo había dicho.
—Bien —Harshaw dejó escapar un suspiro y descubrió que estaba muy cansado—. Eso es todo por hoy, muchachos. Fuera todos. A nadar. Tú también, Anne.
—Jefe —pidió Anne—, ¿me dirá lo que muestren las películas?
—¿Por qué no te quedas y las ves?
—¡Oh, no! No puedo; no las partes de las que fui testigo. Pero me gustaría saber, luego, si las imágenes muestran que mis garras aún siguen afiladas o no.
—De acuerdo.
Cuando hubieron salido, Harshaw comenzó a dar instrucciones a Duque; luego, en vez de ello, dijo en tono áspero:
—¿A qué viene esa expresión hosca?
—Jefe, ¿cuándo va a desembarazarse de ese comecadáveres?
—¿«Comecadáveres»? ¡Oh, eres un patán provinciano!
—Muy bien, así que vengo de Kansas, ¿eh? Pero no encontrará ningún caso de canibalismo en Kansas…, todos están más al oeste. Y me he hecho mi propia opinión acerca de lo que es un patán y lo que no…, así que comeré en la cocina hasta que nos libremos de él.
—¿De veras? —dijo Harshaw con voz helada—. No hará falta. Anne te tendrá preparado el cheque de paga dentro de cinco minutos…, y espero que no tardes más de diez en empaquetar tus libros de cómics y tu otra camisa.
Duque había estado montando el proyector. Se detuvo y se envaró.
—Oh, no he querido decir que me fuera.
—Eso es exactamente lo que yo he entendido, hijo.
—Pero…, quiero decir, ¿qué diablos? He comido en la cocina montones de veces.
—¿Eh? Claro que no.
— Oh, ya he oído esas tonterías…, pero si quiere saber mi opinión, no son más que estupideces.
—No se trata de ninguna estupidez, y a nadie le importa tu opinión; no eres competente para tener ninguna opinión al respecto —Harshaw frunció el entrecejo—. Todo esto es una lástima. Puedo ver que sólo voy a tener que dejarte marchar…, y, Duque, no deseo despedirte; haces un buen trabajo manteniendo todos los artilugios de la casa, y eso me evita el tener que meterme en esas idioteces mecánicas que no me interesan en absoluto. Pero no sólo debo ponerte a salvo fuera de este lugar, sino que además tengo que averiguar de inmediato quién más por aquí no es hermano de agua de Mike, y procurar que se convierta en uno…, o sacarlo de aquí antes de que le ocurra algo… —Jubal se mordisqueó el labio y miró al techo—. Tal vez bastara con lograr una promesa precisa y solemne por parte de Mike de no hacer daño a nadie sin mi permiso específico. Hum. No, no puedo arriesgarme a eso. Hay demasiada gente pululando por aquí…, y siempre existe la posibilidad de que Mike interprete mal algo que no era más que una broma.
»Digamos que si tú…, o Larry más bien, puesto que tú ya no estarás aquí…, coge a Jill y la tira a la piscina, Larry puede acabar allá donde fue la pistola antes de que yo pueda explicarle a Mike que todo era para divertirse y que Jill no estaba en peligro. No me gustaría que Larry muriera por mi descuido. Larry tiene perfecto derecho a hacer las estupideces que quiera sin que su vida se vea acortada por culpa de un descuido mío. Duque, opino que todo el mundo tiene derecho a condenarse de la manera que le dé la gana…, pero eso no es excusa para darle un cartucho de dinamita a un niño como si fuera un juguete.
—Jefe —dijo lentamente Duque—, creo que está exagerando. Mike no haría daño a nadie… Mierda, toda esa charla sobre canibalismo me hizo sentir deseos de vomitar, pero no me interprete mal; sé que él no es más que un salvaje, pero es porque no le han enseñado mejor. Demonios, jefe, es gentil como un corderito. Nunca le haría daño a nadie.
—¿Eso crees?
—Estoy seguro.
—Bien. Tienes dos o tres pistolas en tu habitación. Yo digo que Smith es peligroso. Se ha abierto la veda del marciano, así que coge la pistola en la que más confíes, baja a la piscina y mátalo. No te preocupes por la ley; yo seré tu abogado y te garantizo que nadie te acusará de nada. ¡Adelante, hazlo!
—Jubal…, no estará hablando en serio.
—No. No, en el fondo, no. Porque no puedes. Si lo intentaras, tu arma iría a parar al mismo sitio donde fue mi pistola…, y si le apretaras un poco es muy probable que tú la acompañaras. Duque, no sabes con quién te la estás jugando; y yo tampoco, excepto que yo sé que es peligroso y tú no. Mike no es «gentil como un corderito», y tampoco es un salvaje. Sospecho que nosotros somos los salvajes. ¿Has criado alguna vez serpientes?
—Oh… no.
—Yo sí, de pequeño. Entonces creía que iba a ser zoólogo. Un invierno, allá en Florida, atrapé lo que creí que era una serpiente escarlata. ¿Sabes qué aspecto tienen?
—No me gustan las serpientes.
—Otra vez los malditos prejuicios. La mayor parte de las serpientes son inofensivas, útiles y divertidas de criar. La serpiente escarlata es toda una belleza…, roja y negra y amarilla; es dócil, y constituye un excelente animalito de compañía. Creo que aquel bicho en particular se había encariñado conmigo. Por supuesto, yo sabía cómo tratar a las serpientes, cómo no alarmarlas y no darles la oportunidad de que me mordieran, porque el mordisco de una serpiente, aunque no sea venenosa, es más bien molesto. Pero estaba muy contento con el animalito; era el orgullo de mi colección. Acostumbraba a sacarla y mostrársela a la gente, cogiéndola por la parte de atrás de la cabeza y dejando que se enroscara en mi muñeca.
»Un día se me presentó la oportunidad de mostrar mi colección al herpetólogo del zoo de Tampa…, y primero le enseñé mi orgullo y mi pieza más querida. Casi se puso histérico. Mi animalito no era una serpiente escarlata… sino una joven serpiente de coral. La cobra americana, la serpiente más mortífera de toda América del Norte. Duque, ¿comprendes lo que te quiero decir?
—Entiendo que criar serpientes es peligroso. Eso hubiera podido decirlo yo.
—¡Oh, por el amor de Dios! Yo ya tenía serpientes de cascabel y mocasines de agua en mi colección. Una serpiente venenosa no es peligrosa, no más de lo que puede serlo una pistola cargada…, si la manejas adecuadamente, tanto en uno como en otro caso. Lo que hacía peligrosa a la víbora de coral era el hecho de que yo no sabía lo que era, lo que podía hacer. Si, en mi ignorancia, la hubiera tratado con descuido, me habría matado de una forma tan casual e inocente como puede arañar un gatito. Y eso es lo que intento decirte acerca de Mike. Parece tan gentil como un corderito…, y estoy convencido de que realmente es gentil y amistoso sin reservas con cualquiera en quien confíe. Pero si no confía en ti…, bueno, no es lo que parece ser.
»Da la impresión de un ejemplar macho normal y joven de la raza humana, más bien subdesarrollado, decididamente torpe y abismalmente ignorante, pero a la vez brillante y muy dócil y ansioso por aprender. Todo lo cual es cierto y en absoluto sorprendente, si tenemos en cuenta sus antepasados y el extraño entorno en el que creció. Pero, como mi querida serpiente, Mike es más de lo que aparenta ser. Si Mike no confía en ti, ciegamente y de la cabeza a los pies, puede volverse instantáneamente agresivo y ser mucho más mortífero que la víbora de coral. Sobre todo si cree que estás maltratando a alguno de sus hermanos de agua, como Jill…, o como yo.
Harshaw sacudió tristemente la cabeza.
—Duque, si hubieras cedido a tu impulso natural de golpearme con un atizador hace unos minutos, cuando te dije unas cuantas verdades caseras sobre ti mismo, y si Mike hubiera estado de pie en ese umbral detrás de ti…, bueno, estoy convencido de que no habrías tenido la menor oportunidad. Ninguna. Hubieras estado muerto antes de darte cuenta, demasiado rápido para que yo pudiese hacer algo para impedirlo. Luego Mike se hubiera mostrado terriblemente compungido por haber «malgastado comida»…, es decir, tu enorme carcasa de buey. Oh, se hubiera sentido culpable por eso. Sin embargo, no se sentiría en absoluto culpable de haberte matado; eso habría sido una necesidad a la que se vio obligado…, y no tendría la menor importancia, ni siquiera para ti. ¿Sabes?, Mike opina que tu alma es inmortal.
—¿Eh? Bueno, demonios, yo también lo creo. Pero…
—¿De veras lo crees? —preguntó Jubal con voz fría—. Lo dudo.
—¡No, de veras! Oh, admito que no voy mucho a la iglesia, pero sigo por el camino recto. No soy un infiel. Tengo fe.
—Bien. Aunque nunca he sido capaz de comprender la «fe», ni de entender cómo un Dios justo puede esperar que sus criaturas elijan la única religión verdadera entre una infinidad de falsas…, sólo por la fe. Se me antoja un sistema más bien chapucero de llevar una organización, ya sea el universo u otra cosa más pequeña. Sin embargo, puesto que tienes fe, y eso incluye la creencia en tu propia inmortalidad, no necesitas preocuparte más acerca de las probabilidades de que tus prejuicios sean los causantes de tu prematuro fallecimiento. ¿Quieres ser incinerado o enterrado?
—¿Eh? Oh, por la joroba de un tullido, Jubal, deje de meterse conmigo.
—No se trata de eso. No puedo garantizarte que saldrás de aquí sano y salvo mientras insistas en pensar que una víbora de coral es tan inofensiva como una serpiente escarlata; cualquier error que cometas puede ser el último. Pero te prometo que no dejaré que Mike te coma.
Duque dejó colgar la mandíbula. Al fin consiguió responder, de una forma explosiva, profana y del todo incoherente. Harshaw escuchó, luego dijo, irritado:
—Está bien, está bien, cierra el pico. Puedes hacer con Mike cualquier acuerdo que quieras. Pensé que te estaba haciendo un favor —se volvió y se inclinó sobre el proyector—. Quiero ver esas imágenes. Quédate por aquí, si quieres, hasta que acabe. Probablemente sea lo más seguro. ¡Maldita sea! —añadió—. Este trasto me ha pellizcado.
—Trataba usted de forzarlo. Mire…
Duque completó el ajuste que no había conseguido hacer Harshaw, luego fue a la parte de delante e insertó el primer cartucho de película. Ninguno de los dos hombres reabrió la cuestión de si Duque seguía o no seguía trabajando para Jubal. Las cámaras eran servos Mitchell; el proyector era un tanque Yashinon, con un adaptador para permitir la recepción de película sonora Land de cuatro milímetros. Poco después estaban viendo y escuchando los acontecimientos previos a la desaparición de la vacía caja de coñac.
Jubal observó la caja salir disparada en dirección a su cabeza, la vio desaparecer en un parpadeo en medio del aire.
—Ya es suficiente —dijo—. Arme se sentirá complacida de saber que las cámaras la respaldan. Duque, repite la proyección a cámara lenta.
—De acuerdo —Duque rebobinó, luego anunció—. Esto es velocidad diez a uno.
La escena era la misma, pero con movimiento lento el sonido era innecesario; Duque lo cortó. La caja flotó con lentitud desde las manos de Jill hacia la cabeza de Jubal; luego, de pronto, dejó de estar allí. Pero no desapareció simplemente; gracias a la cámara lenta se la pudo ver encogerse, hacerse más y más pequeña hasta dejar de existir.
Jubal asintió pensativamente.
—Duque, ¿puedes pasarla más despacio todavía?
—Un segundo. Creo que algo va mal con la estéreo.
—¿Qué es?
—Que me maldiga si lo sé. Todo parecía ir bien a velocidad normal. Pero cuando la he disminuido, el efecto de profundidad se ha invertido. Ya lo ha visto usted. La caja se alejaba de nosotros rápido, muy rápido…, pero siempre parecía estar más cerca que la pared. Cambio de paralaje, por supuesto. Pero nunca saqué el cartucho del eje.
—Oh. Está bien, Duque. Veamos la película de la otra cámara.
—Hum…, oh, ya entiendo. Eso nos proporcionará una visión en ángulo de noventa grados y la veremos como corresponde aunque yo haya estropeado de alguna forma esta película —Duque cambió los cartuchos—. Deprisa la primera parte, ¿no? Luego cambiar a diez a uno cuando lleguemos a la parte que cuenta.
—Aja. Adelante.
La escena era la misma excepto por el ángulo. Cuando la imagen de Jill agarró la caja, Duque disminuyó la velocidad, y observaron la caja desaparecer otra vez.
Duque maldijo.
—Algo fue mal también con la segunda cámara.
—¿De veras?
—Sí. Tomaba la escena lateralmente, de modo que la caja debió haberse salido del campo por un lado o el otro. Pero desapareció alejándose en profundidad. ¿No es así? Usted lo ha visto.
—Sí —admitió Jubal—. Se alejó directamente en profundidad.
—Pero no es posible…, no desde ambos ángulos.
—¿Qué quieres decir con que no es posible? Lo hizo —Harshaw añadió—. Si hubiéramos utilizado un radar Doppler en vez de esas cámaras, me pregunto qué habría mostrado.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Voy a revisar estas cámaras.
—No te molestes.
—Pero…
—No pierdas el tiempo. Duque, las cámaras están bien. ¿Qué son exactamente noventa grados con respecto a todo lo demás?
—Nunca he sido bueno con los acertijos.
—No se trata de ningún acertijo, y estoy hablando en serio. Podría remitirte al señor A. Cuadrado de Flatland, pero contestaré yo mismo. ¿Qué se halla exactamente en ángulo recto respecto a todo lo demás? Respuesta: dos cadáveres, una pistola y una caja de licor vacía.
—¿Qué demonios quiere decir, jefe?
—Nunca en mi vida he hablado con más claridad. Intenta creer en lo que vieron las cámaras en vez de insistir en que las cámaras debieron funcionar mal porque no vieron lo que tú esperabas. Veamos las otras películas.
Harshaw no hizo ningún comentario mientras las veía; no añadían nada a lo que ya sabía. El cenicero, cuando flotó cerca del techo, quedó fuera del campo de la cámara, pero su lento descenso y aterrizaje había sido registrado. La imagen de la pistola en el tanque estéreo era pequeña pero, por todo lo que Jubal pudo ver, hizo exactamente lo mismo que había parecido hacer la caja: se encogió y desapareció en la distancia, sin moverse. Puesto que Harshaw la había apretado con fuerza mientras se encogía en su mano, se sintió satisfecho…, si «satisfecho» era la palabra adecuada, añadió malhumorado para sí mismo. «Convencido», al menos.
—Duque, cuando tengas tiempo, quiero duplicados de todas estas películas.
Duque vaciló.
—¿Quiere decir que sigo trabajando aquí?
—¿Qué? ¡Oh, maldita sea! No puedes comer en la cocina, y eso es definitivo. Duque, intenta dejar tus prejuicios locales fuera del circuito y sólo escucha por un momento. Inténtalo con todas tus fuerzas.
—Escucharé.
—Cuando Mike solicitó el privilegio de comerse mi correosa y vieja carcasa, me estaba haciendo el mayor honor que conoce…, bajo las únicas reglas que conoce. Lo que «aprendió sobre las rodillas de su madre», por decirlo de alguna forma. ¿No lo captaste? Oíste el tono de su voz, viste su actitud. Me estaba haciendo su más alto cumplido…, al tiempo que me solicitaba un favor. ¿Entiendes? No importa lo que piensen de tales cosas en Kansas; Mike utiliza los valores que le enseñaron en Marte.
—Creo que me quedo con Kansas.
—Bueno —admitió Jubal—, yo también. Pero no es un asunto de libre albedrío para mí, ni para ti…, ni para Mike. Los tres somos prisioneros de nuestras tempranas adoctrinaciones, porque resulta muy difícil, casi imposible, desembarazarse de la educación impuesta durante los primeros años de vida. Duque, ¿no puedes meterte en la cabeza que, si tú hubieras nacido en Marte y hubieras sido criado y educado por los marcianos, adoptarías la misma actitud que Mike respecto a comer y ser comido?
Duque lo pensó unos instantes, luego negó con la cabeza.
—No puedo aceptarlo, Jubal. De acuerdo, en la mayor parte de las cosas admito que Mike ha tenido mala suerte al no haber sido criado y educado entre gente civilizada. Pero esto es diferente, esto es un instinto.
—¡«Instinto», una mierda!
—Pero es así. Yo no recibí ninguna «educación sobre las rodillas de mi madre» para no ser un caníbal. Demonios, no lo necesité; siempre supe que era pecado…, y un pecado horrible. Sólo de pensarlo se me revuelve el estómago. Es un instinto básico.
Jubal gruñó.
—¿Cómo es posible, Duque, que hayas aprendido tanto sobre maquinaria y sepas tan poco acerca de lo que te hace funcionar a ti? Esa náusea que sientes…, eso no es instinto; es un reflejo condicionado. Tu madre no necesitó decirte: «No debes comerte a tus compañeros de juegos, querido; eso no está bien», porque te impregnaste de ello en la cultura en la que estabas inmerso, al igual que yo. Chistes sobre caníbales y misioneros, películas de dibujos animados, cuentos de hadas, historias de terror, un sinfín de cosas. Pero eso no tiene nada que ver con el instinto. Maldita sea, hijo, eso no puede ser instinto…, porque históricamente el canibalismo es una de las más extendidas costumbres de la humanidad, que se esparce por todas las ramas del árbol genealógico de la raza humana. Tus antepasados, los míos, los de todo el mundo.
—Sus antepasados, quizá. No meta a los míos en ello.
—Hum. Duque, ¿no dijiste que tenías algo de sangre india?
—¿Eh? Sí, un octavo. En el Ejército me llamaban «el Jefe». ¿Qué pasa? No me avergüenzo de ello. Me siento orgulloso.
—No tienes razón alguna para sentirte avergonzado…, ni orgulloso tampoco, todo sea dicho de paso. Pero, aunque tú y yo tenemos a buen seguro caníbales en nuestros árboles genealógicos, es mucho más probable que los tuyos se hallen varias generaciones más cercanos a nosotros que los míos, porque…
—Hey, espere, viejo calvo…
—¡Baja los humos! Dijiste que escucharías, ¿recuerdas? El canibalismo ritual era una costumbre muy extendida entre las culturas americanas aborígenes. Pero no aceptes mi palabra sobre ello; compruébalo. Además, tanto tú como yo, como norteamericanos, tenemos muchas probabilidades de contar con algún toque congoleño sin saberlo…, y tranquilízate otra vez. Pero, aunque perteneciéramos a la más pura estirpe del norte de Europa, certificada por el Club del Pedigrí (una idea estúpida, ya que la cantidad de bastardía casual ente los humanos es mucho mayor de lo que nunca se ha querido reconocer)…, pero aunque perteneciéramos a ese grupo de elite, esa genealogía nos diría simplemente de qué caníbales descendemos…, porque cualquier rama de la raza humana, sin ninguna excepción, ha practicado el canibalismo en algún momento de su historia. Duque, es una estupidez decir que cierta práctica va «contra el instinto», cuando centenares de millones de seres humanos han seguido esa práctica.
—Pero… Está bien, está bien, ya debería saber que es inútil discutir con usted, Jubal; siempre sabe darle la vuelta a las cosas a su propia manera. Pero supongamos que todos descendemos de salvajes que no sabían hacer nada mejor…, no lo estoy admitiendo, sólo suponiendo. Supongamos que es cierto. ¿Qué tiene que ver? Ahora somos civilizados. Al menos, yo lo soy.
Jubal sonrió alegremente.
—Lo cual da a entender que yo no lo soy. Hijo, aparte mi propio reflejo condicionado contra la idea de comerme una pata asada de…, de tu persona, por ejemplo, aparte ese prejuicio emocional imbuido en mí, por razones fríamente prácticas considero que nuestro tabú contra el canibalismo es una idea excelente…, porque no somos civilizados.
—¿Eh?
—Es evidente. Si no tuviésemos un tabú tribal sobre ese asunto tan fuerte que tú mismo llegaste a creer honestamente que era un instinto, puedo pensar en una larga lista de personas a las que no me atrevería a dar la espalda con tranquilidad, no con el precio al que se cotiza actualmente en el mercado la carne de buey, ¿eh?
Duque esbozó una reacia sonrisa.
—Quizá tenga razón en eso. Yo no me expondría a correr el riesgo con mi ex suegra. Me odia hasta las entrañas.
—¿Lo ves? ¿Y qué me dices de nuestro encantador vecino de la parte sur, que se muestra tan poco cuidadoso con las cercas y con el ganado del prójimo durante la temporada de caza? No apostarías a que tú y yo no termináramos en su congelador si no tuviéramos ese tabú. Pero en Mike confío plenamente…, porque Mike es civilizado.
—¿Eh?
—Mike está altamente civilizado, al estilo marciano. Duque, no comprendo el punto de vista marciano, y probablemente nunca llegue a comprenderlo. Pero he hablado lo suficiente con Mike sobre este asunto como para saber que la práctica marciana no consiste en absoluto en el perro-come-perro… o marciano-come-marciano. Por supuesto que se comen a sus muertos en vez de enterrarlos, o incinerarlos, o dejarlos expuestos a los buitres. Pero la costumbre está altamente formalizada y tiene un cariz profundamente religioso.
»Un marciano jamás es agarrado y sacrificado en contra de su voluntad. De hecho, hasta donde he conseguido averiguar, la idea del asesinato ni siquiera parece ser un concepto marciano. En vez de ello, un marciano muere cuando decide morir, tras discutir el asunto con sus amigos y ser aconsejado por ellos, y tras recibir el consentimiento de los fantasmas de sus antepasados para ir a reunirse con ellos. Una vez ha decidido morir, lo hace, con la misma facilidad con que tú cierras los ojos…, sin violencia, sin una larga enfermedad, sin siquiera una sobredosis de pastillas para dormir. En un momento está vivo y sano, y al momento siguiente ya es un fantasma, con un cuerpo muerto desechado junto a él. Entonces, o quizá más tarde (Mike se muestra siempre vago con los factores temporales), sus más íntimos amigos se comen lo que para él ya no tiene ninguna utilidad, lo «asimilan», como diría Mike, y alaban sus virtudes mientras espolvorean la mostaza. El nuevo fantasma asiste al festín, ya que se trata de una especie de bar mitzvah o servicio de confirmación al que el fantasma acude en calidad de «Anciano»…, se convierte en un viejo estadista, si lo he entendido bien.
Duque esbozó una expresión de disgusto.
—¡Dios, qué hatajo de supersticiosos! Me revuelve el estómago.
—¿De veras? Para Mike es una solemne, pero jubilosa ceremonia mística.
Duque soltó un bufido.
—Jubal, no creerá usted todas esas idioteces sobre fantasmas, ¿verdad? Oh, sé que no. No es más que canibalismo mezclado con la más pestilente de las supersticiones.
—Bueno, yo no iría tan lejos. Admito que esos «Ancianos» de Marte resultan un poco difíciles de tragar…, pero Mike habla de ellos de una forma tan prosaica como nosotros hablamos de los acontecimientos del miércoles pasado. En cuanto a lo demás…, ¿en qué Iglesia te educaron, Duque? —Duque se lo dijo; Harshaw asintió con la cabeza y prosiguió—. Me lo imaginaba; en Kansas, la mayoría de los habitantes pertenecen a ésta o a alguna otra tan parecida que hay que mirar el cartel en la entrada para hallar la diferencia. Dime: ¿qué sientes cuando participas en ese canibalismo simbólico que constituye la parte más importante del ritual de tu Iglesia?
Duque le miró fijamente.
—¿Qué demonios quiere decir?
Jubal le devolvió un solemne parpadeo.
—¿Eras realmente practicante? ¿O cuando niño sólo asistías a la Escuela Dominical?
—¿Eh? Oh, seguro que era miembro practicante. Toda mi familia lo era. Aún sigo siéndolo…, aunque no voy muy a menudo.
—Pensé que quizá no tuvieses atribuciones para participar. Pero al parecer sí, de modo que ya sabes de qué estoy hablando, si te paras a pensar —Jubal se puso de pronto en pie—. Pero yo no pertenezco a tu Iglesia ni a la de Mike, de modo que no intentaré analizar las sutiles diferencias que existen entre una y otra forma de canibalismo ritual. Duque, tengo trabajo urgente que hacer; no puedo perder más tiempo tratando de liberarte de tus prejuicios. ¿Piensas marcharte? Si es así, vale más que te acompañe hasta que salgas del lugar, para asegurarme de que lo haces sano y salvo. ¿Quieres quedarte? Eso significa que tendrás que comportarte: comer a la mesa con el resto de los caníbales.
Duque frunció el entrecejo.
—Creo que me quedaré.
—Tú eliges. Porque a partir de este momento me lavo las manos de toda responsabilidad acerca de tu seguridad. Ya viste esas películas; si eres lo bastante listo como para andar sobre las manos, te habrás dado cuenta de que ese hombre-marciano que está con nosotros puede ser impredeciblemente peligroso.
Duque asintió con la cabeza.
—Lo he comprendido. No soy tan estúpido como usted piensa, Jubal. Pero tampoco estoy dispuesto a dejar que Mike me eche de aquí —añadió—. Dice usted que es peligroso…, y veo que puede serlo, si se le buscan las cosquillas. Pero yo no pienso buscarle las cosquillas. Demonios, Jubal, me cae bien el pequeño tipo, en la mayor parte de sus aspectos.
—Hum…, maldita sea, Duque, sigo pensando que lo subestimas. Mira, si deseas mostrarte realmente amistoso con él, ofrécele un vaso de agua. Compártelo con él. ¿Me comprendes? Conviértete en su «hermano de agua».
—Eh…, lo pensaré.
—Pero si lo haces, Duque, no finjas. Si Mike acepta tu ofrecimiento de la hermandad del agua, lo hará de una forma muy seria. Confiará absolutamente en ti, no importa sobre qué…, así que no lo hagas a menos que estés igualmente dispuesto a confiar en él y a respaldarlo en todo, por muy difíciles que se pongan las cosas. Tienes que ir hasta el fin…, o no empezar.
—Lo entiendo. Por eso dije que lo pensaré.
—De acuerdo. Pero no te tomes mucho tiempo para decidirte…, porque me temo que las cosas se van a poner difíciles muy pronto.
En el país volante de Laputa, según el diario de Lemuel Gulliver que cuenta sus Viajes a varias remotas naciones del mundo, ninguna persona de importancia escuchaba o hablaba nunca sin la ayuda de un sirviente, conocido como «climenole» en laputiano…, o «palmeador» según su traducción aproximada al inglés, puesto que la única misión de este criado consistía en palmear con una vejiga seca la boca y las orejas de su amo siempre que, en opinión del sirviente, no fuera deseable que su amo hablase o escuchase.
Sin el consentimiento de su palmeador era imposible conseguir la atención de ningún laputiano de la clase dirigente.
El diario de Gulliver es considerado normalmente por los terrestres como una sarta de mentiras compuestas por un eclesiástico agriado. Sin embargo, no puede haber ninguna duda de que, en su tiempo, el sistema de «palmeadores» fue ampliamente usado en el planeta Tierra, y se vio extendido, refinado y multiplicado hasta que un laputiano no lo hubiera reconocido más que en espíritu.
En tiempos anteriores y más sencillos, uno de los principales deberes de cualquier soberano terrestre era el de hacerse públicamente disponibles en frecuentes ocasiones, de tal modo que incluso los más bajos entre los bajos pudieran acudir ante él sin ningún intermediario de ninguna clase y solicitar juicio. Huellas de este aspecto de la primitiva soberanía persistían aún en la Tierra mucho tiempo después de que los reyes se hubieran vuelto raros e impotentes. Seguía siendo derecho de un inglés el lanzar su Cry Harold!, aunque pocos lo sabían y nadie lo hacía. Los dirigentes políticos listos de las ciudades mantuvieron sus audiencias públicas a lo largo de todo el siglo XX, dejando abiertas las puertas de sus despachos y escuchando a todo bracero o ferroviario que las cruzase.
El principio en sí nunca fue abolido, puesto que estaba reflejado en los artículos I y IX de las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos de América —y en consecuencia se había convertido en una ley nominal para muchos seres humanos—, pese a que el documento básico se había visto casi invalidado en la práctica real por los artículos de la Federación Mundial.
Pero para la época en que la nave de la Federación Champion regresó a la Tierra desde Marte, el «sistema de palmeadores» había estado extendiéndose desde hacía más de un siglo y había alcanzado un estado de gran complejidad, con muchas personas empleadas únicamente en llevar a cabo sus rituales. La importancia de un personaje público podía estimarse por el número de capas de intermediarios que lo aislaban del contacto directo con la multitud plebeya. No eran llamados «palmeadores», sino ayudantes ejecutivos, secretarios particulares, secretarios de los secretarios particulares, secretarios de prensa, recepcionistas, funcionarios, etc. De hecho, los títulos podían ser cualesquiera…, o —con algunos de los más poderosos— no tener ningún título en absoluto, pero todos podían ser identificados como «palmeadores» por su función: cada uno detentaba un veto arbitrario y concatenado sobre cualquier intento de comunicación del mundo exterior con el Gran Hombre que era el superior nominal del palmeador.
Esta red de intermediarios oficiales que rodeaban de forma natural a toda gran personalidad hacía que creciera también una clase de intermediarios no oficiales cuya función era sacudir las orejas del Gran Hombre sin permiso de los palmeadores oficiales, cosa que hacían (normalmente) en ocasiones sociales o pseudosociales o (con el mayor de los éxitos) vía acceso privilegiado por la puerta de atrás o por un número de teléfono no relacionado en los directorios. Normalmente esos no oficiales carecían de títulos formales, pero eran llamados con una gran variedad de nombres: «compañeros de golf», «camarilla», «cabilderos», «viejos estadistas», «comisionistas» y muchos otros. Existían en una simbiosis benigna con la barricada de los palmeadores oficiales, puesto que estaba reconocido casi universalmente que, cuanto más apretado era el sistema, más necesitaba una válvula de seguridad.
Los entresijos no oficiales de mayor éxito desarrollaban a menudo redes propias de palmeadores, hasta el punto de que era casi tan difícil llegar a ellos como al Gran Hombre de quien eran los contactos no oficiales…, en cuyo caso surgían no oficiales secundarios para eludir a los palmeadores de los no oficiales primarios. Con un personaje de la máxima importancia, como el secretario general de la Federación Mundial de Estados Libres, el laberinto de serpenteos a través de los no oficiales podía ser tan formidable como el cruzar las falanges de oficiales que rodeaban a una persona simplemente muy importante.
Algunos estudiosos terrestres han sugerido que los laputianos debieron de visitar realmente Marte, citando para ello no sólo su muy ultraterrena obsesión por la vida contemplativa, sino también dos materias concretas: se admitía que los laputianos sabían de las dos lunas de Marte al menos siglo y medio antes de que fueran observadas por los astrónomos terrestres, y segundo, la propia Laputa era descrita en tamaño y forma y propulsión de tal modo que el único término que encaja con ella es el de «platillo volante». Pero esa teoría no se sostiene, puesto que el sistema de palmeadores, básico en la sociedad laputiana, era desconocido en Marte. Para los Ancianos de Marte, no atados a cuerpos sometidos al espaciotiempo, los palmeadores les hubieran hecho tanto servicio como los zapatos a una serpiente. Los marcianos aún corpóreos podían utilizar concebiblemente palmeadores, pero no lo hacían; el concepto en sí era contrario a su forma de vida.
Un marciano que necesitara dedicar unos minutos o varios años a la contemplación simplemente se los tomaba; si otro marciano deseaba hablar con él, ese amigo se limitaría a esperar tanto tiempo como fuera necesario. Con toda la eternidad por delante, no había razón alguna para apresurarse. De hecho, la «prisa» no era un concepto que pudiera simbolizarse en el idioma marciano, y en consecuencia cabía presumir que se trataba de algo impensable. Rapidez, velocidad, simultaneidad, aceleración y otras abstracciones matemáticas que tenían algo que ver con el esquema de eternidad formaban parte de las matemáticas marcianas, pero no de las emociones marcianas. Por el contrario, el incesante e impetuoso torrente de la existencia humana no procedía de las necesidades matemáticas del tiempo sino de la frenética urgencia implícita en la bipolaridad sexual humana.
El doctor Jubal Harshaw, payaso profesional, agente subversivo aficionado y parásito por elección propia, había intentado desde hacía mucho tiempo eliminar la «prisa» y todas las emociones relacionadas con ella de sus esquemas. Consciente de que sólo le quedaba una corta vida por vivir, y puesto que carecía de fe —tanto la de Marte como la de Kansas— acerca de su propia inmortalidad, su firme propósito era disfrutar de cada dorado momento de su vida como si se tratara de la eternidad…, sin miedo, sin esperanza, pero con deleite sibarítico. Para conseguir este fin había comprendido que necesitaba algo un poco más grande que el barril de Diógenes, aunque bastante más pequeño que la majestuosa cúpula de placer de Kubla y sus dieciséis kilómetros cuadrados de fértiles tierras rodeadas de murallas y torres doradas. El suyo era un lugar sencillo, unas cuantas hectáreas cuya intimidad quedaba garantizada por una cerca electrificada, una casa con catorce habitaciones aproximadamente, varias secretarias en funciones y otras comodidades modernas. Para sostener su austero nido y la reducida nómina de su personal, realizaba el mínimo esfuerzo por el máximo beneficio, simplemente porque consideraba que era más sencillo ser rico que pobre… Harshaw deseaba simplemente vivir como le gustaba, haciendo todo lo que considerara que era mejor para él.
En consecuencia, se sintió honestamente agraviado de que las circunstancias le abrumaran con la necesidad de apresurarse, y reconoció que jamás admitiría el hecho de que estaba disfrutando de cada momento mucho más de lo que lo había hecho en años.
Aquella mañana consideró necesario hablar con el jefe ejecutivo del tercer planeta. Sabía muy bien que el sistema de palmeadores haría que tal contacto con el jefe del Gobierno fuera algo casi imposible para un ciudadano normal, pese a que él personalmente desdeñaba rodearse con las pantallas protectoras propias de su rango… Contestaba personalmente al teléfono si se hallaba cerca del aparato, porque eso le ofrecía buenas probabilidades de mostrarse gratificantemente grosero con cualquier desconocido que se atreviese a invadir su intimidad sin causa justificada… una «causa justificada» según la definición de Harshaw, no de quien le llamaba.
Jubal se daba cuenta de que no podía esperar hallar las mismas condiciones en el Palacio Ejecutivo; el señor secretario general no respondería personalmente el teléfono. Pero Harshaw tenía muchos años de práctica en la cuestión de soslayar las malas costumbres humanas; así que se dedicó alegremente a la tarea después del desayuno.
Mucho después, se sintió cansado y enormemente frustrado. Su nombre sólo había conseguido atravesar tres capas de las defensas de palmeadores oficiales, pese a que él era una personalidad lo suficientemente importante como para que nunca se le cortara una comunicación. Ahora, sin embargo, se vio enviado de secretario a secretario, y acabó hablando, voz y sonido, con un joven educado y cortés que parecía dispuesto a hablar interminablemente y sin irritación visible no importaba lo que Harshaw le dijese…, pero que no estaba dispuesto a ponerle en comunicación con el honorable señor Douglas.
Harshaw sabía que conseguiría algo de acción si mencionaba al Hombre de Marte, y tenía la certeza de que conseguiría una acción inmediata si afirmaba que el Hombre de Marte estaba con él, pero distaba mucho de creer que la acción resultante de todo ello fuese un cara a cara con Douglas a través del aparato. Por el contrario, calculaba que cualquier mención de Smith abortaría toda posibilidad de llegar hasta Douglas, aunque produciría una reacción bastante violenta entre sus subordinados…, cosa que no deseaba. Sabía por la experiencia de toda una vida que siempre era más fácil negociar con el hombre de arriba. Con la vida de Ben Caxton muy probablemente en juego, Harshaw no podía arriesgarse a un fracaso por culpa de la falta de autoridad o el exceso de ambición de un subordinado.
Pero aquel amable desaire estaba colmando su paciencia. Finalmente estalló:
—Joven, si no tiene usted la debida autoridad, permítame hablar con alguien que sí la tenga. Póngame con el señor Berquist.
El rostro del lacayo perdió bruscamente la sonrisa, y Jubal pensó con regocijo que por fin le había dado en la barriga. Así que aprovechó su ventaja.
—¿Y bien? ¡No se quede ahí sentado! Avise a Gil por su línea interior y dígale que ha tenido a Jubal Harshaw esperando. Dígale cuánto tiempo le ha tenido esperando.
Jubal revivió con su excelente memoria todo lo que el testigo Cavendish había informado sobre el desaparecido Berquist, más el informe del detective de servicio. Bien, pensó alegremente, este chico se halla al menos tres peldaños más abajo en la escalera que Berquist, así que sacudámosle un poco…, y trepemos un par de peldaños en el proceso.
El rostro en la pantalla dijo inexpresivamente:
—El señor Berquist no está aquí.
—No me importa dónde esté. ¡Avísele! Si no conoce personalmente a Gil Berquist, pregunte a su jefe. Me refiero al señor Gilbert Berquist, ayudante personal del señor Douglas. Si lleva usted más de dos semanas en el Palacio, al menos habrá visto al señor Berquist, aunque sea a distancia: treinta y cinco años, metro ochenta de estatura y ochenta kilos de peso, pelo color arena un poco ralo en la coronilla, sonríe constantemente y tiene una dentadura perfecta. Si no se atreve usted a molestarle, ponga el asunto sobre las rodillas de su jefe. Pero deje de morderse las uñas y haga algo. Estoy empezando a irritarme.
El rostro del joven siguió inexpresivo cuando dijo:
—Aguarde un momento, por favor. Preguntaré.
—Claro que aguardaré. Consígame a Gil.
La imagen en el teléfono fue sustituida por una forma abstracta que se movía suavemente; una agradable voz femenina pregrabada dijo:
—Por favor, aguarde mientras se completa su llamada. Este retraso no será cargado en su cuenta. Mientras, tenga la bondad de relajarse…
Una música suave ascendió y cubrió la voz; Jubal se reclinó en su asiento y miró a su alrededor. Anne aguardaba, leyendo, fuera del campo visual del teléfono. A su otro lado el Hombre de Marte estaba también fuera del foco de la cámara telefónica, mirando la estereovisión y escuchando por unos auriculares.
Jubal se dijo que tenía que devolver aquella obscena caja de parloteos al sótano donde pertenecía, una vez terminase aquella emergencia.
—¿Qué es eso, hijo? —preguntó, al tiempo que alargaba la mano y conectaba el sonido del aparato.
—No lo sé, Jubal —repuso Mike.
El sonido confirmó lo que Jubal había sospechado desde su primera ojeada a la imagen: Smith escuchaba la retransmisión de un servicio fosterita. El pastor en la imagen no estaba predicando, sino que leía un boletín de noticias de la Iglesia:
—…nuestro equipo juvenil Espíritu en Acción nos ofrecerá una demostración práctica, así que ¡acudid temprano para ver el espectáculo! Nuestro preparador, el hermano Hornsby, me ha pedido que diga a los muchachos que sólo deben llevar sus cascos, guantes y palos…, en esta ocasión no vamos a ir tras los pecadores. No obstante, el Querubín estará a mano con su maletín de primeros auxilios por si se produce algún caso de exceso de celo… —el pastor hizo una pausa y sonrió ampliamente—. ¡Y ahora una noticia maravillosa, hijos míos! Un mensaje del Ángel Ramzai para el hermano Arthur Renwick y su buena esposa Dorothy. ¡Vuestra plegaria ha sido aceptada, y subiréis al cielo el jueves por la mañana, al amanecer! ¡Ánimo, Art! ¡Ánimo, Dottie! ¡Recibid un saludo!
El ángulo de la cámara hizo un giro de ciento ochenta grados y mostró la congregación, luego se enfocó en el hermano y la hermana Renwick. Ante los frenéticos aplausos y gritos de «¡Aleluya!», el hermano Renwick respondió agitando los brazos sobre su cabeza en un saludo de boxeador, mientras su esposa, junto a él, se ruborizaba, sonreía y se secaba los ojos.
La cámara volvió a enfocar al pastor cuando éste levantó una mano pidiendo silencio. Siguió con voz enérgica:
—La fiesta de Buen Viaje para los Renwick se iniciará a medianoche y a esa hora se cerrarán las puertas…, así que llegad temprano para hacer que sea la más dichosa celebración que haya visto jamás nuestro rebaño; porque todos nos sentimos orgullosos de Art y de Dottie. Los funerales tendrán lugar media hora después de amanecer, e inmediatamente se servirá un desayuno para aquellos que tengan que ir al trabajo pronto —el semblante del pastor se puso repentinamente serio, y la cámara avanzó hacia él hasta que la imagen de su cabeza llenó todo el tanque—. Después de nuestro último Buen Viaje, el sacristán encontró en una de las salas de Felicidad una botella vacía…, de una marca destilada por pecadores. Es algo que ya está hecho y pertenece al pasado, puesto que el hermano que resbaló confesó su culpa y ha pagado su penitencia de un séptuplo, rechazando incluso el acostumbrado descuento en metálico; estoy seguro de que no volverá a resbalar. Pero deteneos a meditarlo, hijos míos…, ¿vale la pena arriesgarse a perder la felicidad eterna por ahorrar unos cuantos centavos adquiriendo un artículo de mercancía mundana? Buscad siempre esa felicidad respaldada por el sagrado sello de aprobación con el sonriente rostro del obispo Digby en él. No permitáis que un pecador os engañe diciéndoos que lo que vais a adquirir es «igual de bueno». Nuestros patrocinadores nos apoyan, y por ello merecen también nuestro apoyo. Hermano Art, lamento haber tenido que sacar a relucir este triste tema…
—¡No importa, pastor! ¡Adelante!
—…en un momento de tan gran felicidad. Pero no debemos olvidar nunca que…
Jubal alargó la mano y cortó el circuito audio.
—Mike, eso no es nada que necesite usted ver.
—¿No?
—Hum… —Jubal pensó en ello. Demonios, el muchacho tenía que aprender tarde o temprano acerca de aquellas cosas—. De acuerdo, adelante. Pero después hablaremos de ello.
—Sí, Jubal.
Harshaw iba a añadir algún consejo tendente a eliminar la inclinación que sentía Mike hacia tomarse al pie de la letra todo lo que oía, pero la relajante música de «espere» del teléfono bajó de volumen y desapareció de pronto, y la pantalla se llenó con una nueva imagen…, la de un hombre de unos cuarenta años al que Jubal etiquetó mentalmente de inmediato con el cartel de «poli».
—Usted no es Gil Berquist —dijo agresivamente.
—¿Cuál es su interés hacia Gilbert Berquist? —preguntó el hombre.
—Deseo hablar con él —respondió Jubal con dolida paciencia—. Veamos, buen hombre, ¿es usted funcionario público?
El otro apenas titubeó.
—Sí. Debe usted…
—¡No «debo» nada! Soy un ciudadano de alta posición, y los impuestos que pago contribuyen a que usted cobre su sueldo. Llevo intentando durante toda la mañana hacer una simple llamada telefónica…, y no he conseguido otra cosa que me pasaran de un individuo bovino con cerebro de mariposa a otro, todos los cuales comen cada día gracias a los fondos públicos. Estoy harto de eso, y no estoy dispuesto a que dure más. Y ahora, usted. Déme su nombre, cargo que ocupa y número de registro. Luego hablaré con el señor Berquist.
—No ha contestado usted a mi pregunta.
—¡Vamos, vamos! No tengo que responder a ninguna de sus preguntas. Soy un ciudadano particular. Cosa que usted no es…, y la pregunta que le he formulado tiene derecho a hacérsela todo ciudadano a cualquier servidor público. Caso O'Kelly contra el estado de California, 1972. Exijo que se identifique: nombre, cargo y número.
—Usted es el doctor Jubal Harshaw —repuso el hombre con voz átona—. Llama desde…
—¿Así que por eso han tardado tanto? Entreteniéndome mientras localizaban la llamada. Eso fue una estupidez. Llamo desde mi casa y mi dirección no puede conseguirse en ningún listín, oficina postal o servicio de información telefónica. En cuanto a quién soy, todo el mundo lo sabe. Es decir, todo el mundo que sepa leer. ¿Usted sabe leer?
—Doctor Harshaw —siguió el hombre—, soy policía y solicito su cooperación. ¿Cuáles son sus razones…?
—¡Al diablo, señor! Soy abogado. A un ciudadano particular sólo se le puede pedir que coopere con la policía en determinadas circunstancias. Por ejemplo, durante una persecución violenta…, en cuyo caso al agente de policía se le puede requerir de todos modos que exhiba sus credenciales. ¿Se trata en estos momentos de una «persecución violenta», señor? ¿Va a recurrir a ese condenado medio? Segundo, puede requerirse la colaboración de un ciudadano particular, dentro de unos límites razonables y legales, en el transcurso de una investigación policial…
—Esto es una investigación.
—¿Sobre qué, señor? Antes de que pueda requerir mi cooperación en una investigación tiene usted que identificarse, darme las debidas satisfacciones respecto a su buena fe, declarar su propósito y, si yo se lo exijo, citar el código y demostrar que existe realmente una «necesidad razonable». Usted no ha hecho ninguna de estas cosas. Quiero hablar con el señor Berquist.
Los músculos de la mandíbula del hombre parecían a punto de reventar bajo la piel de su mejilla, pero contestó pausadamente:
—Doctor Harshaw, soy el capitán Heinrich del Departamento de Servicios Especiales de la Federación. El hecho de que su llamada al Palacio Ejecutivo haya llegado hasta mí debería ser prueba suficiente de que soy quien digo ser. No obstante…
Sacó una cartera, la abrió con un gesto seco y la exhibió ante el objetivo de su cámara. La imagen se desenfocó, luego volvió a enfocarse rápidamente. Harshaw estudió la tarjeta de identificación; parecía auténtica, decidió…, sobre todo teniendo en cuenta que no le importaba en absoluto si era auténtica o no.
—Muy bien, capitán —gruñó—. ¿Tiene la bondad de explicarme ahora por qué me impide hablar con el señor Berquist?
—El señor Berquist no está disponible.
—Entonces, ¿por qué no lo dijo desde un principio? En ese caso, transfiera mi llamada a alguien del mismo rango que Berquist. Me refiero a alguna de la media docena de personas que trabajan directamente con el secretario general, como hace Gil. ¡No tengo intención de seguir perdiendo el tiempo con unos cuantos auxiliares jóvenes que ni siquiera poseen atribuciones para sonarse! ¡Si Gil no se encuentra ahí y no puedo comunicarme con él, entonces, por el amor de Dios, póngame en contacto con alguien de idéntico rango!
—Usted ha intentado telefonear al secretario general.
—Exacto.
—Muy bien, ¿puede explicarme qué asunto tiene que tratar con el secretario general?
—Es posible que no pueda. ¿Es usted ayudante confidencial del secretario general? ¿Tiene usted acceso a sus secretos?
—Eso es eludir la cuestión.
—Eso es ir directo al grano. Como policía debería saberlo tan bien como yo. Daré mis explicaciones a alguna persona que me garantice que sabe apreciar el valor del delicado material que tengo entre manos y que goce de la confianza del señor Douglas, sólo para asegurarme de que así podré hablar con el secretario general. ¿Está seguro de que el señor Berquist no puede ponerse?
—Completamente seguro.
—Es una lástima, él hubiera podido arreglarlo rápidamente. Entonces tendré que hablar con algún otro… de su mismo rango.
—Si es algo tan secreto, no debería llamar usted por un teléfono público.
—¡Mi buen capitán! No nací ayer…, y usted tampoco. Puesto que ha hecho localizar esta llamada, estoy seguro de que sabe ya que mi teléfono personal está equipado para recibir y efectuar llamadas con un máximo de seguridad.
El agente de los Servicios Especiales no respondió directamente. En vez de ello dijo:
—Doctor, seré franco, y así ahorraremos tiempo. Hasta que no explique el asunto que le ha hecho llamar, no va a ir a ninguna parte. Si cuelga y vuelve a llamar al Palacio, la comunicación será enviada a esta oficina. Llame cien veces si quiere…, o hágalo dentro de un mes. El resultado será el mismo. Hasta que decida usted colaborar.
Jubal sonrió alegremente.
—Ahora ya no lo considero necesario, puesto que a usted acaba de escapársele, sin desearlo…, ¿o fue intencionadamente?…, el dato que necesitábamos antes de poder actuar. Si es que debemos hacerlo. Puedo contenerlos durante el resto del día…, pero la palabra clave ya no es «Berquist».
—¿Qué diablos quiere decir?
—¡Por favor, mi querido capitán! No lo diré por un circuito que seguramente no está codificado. Pero usted sabe, o debería saberlo, que soy un viejo filosofunculista en servicio activo.
—Repita eso, por favor.
—¿No ha estudiado usted anfigoría? ¡Dios mío! ¿Qué enseñan ahora en los colegios? Vuelva a su partida de pinocle; ya no le necesito.
Jubal cortó bruscamente la conexión, accionó el conmutador de rechazo de todas las llamadas durante diez minutos, dijo «Vamos, muchachos», y regresó a su lugar de relajamiento preferido, al lado de la piscina. Allí avisó a Anne que procurase tener a mano su toga de testigo honesto, pidió a Mike que no se alejara demasiado, y dio instrucciones a Miriam respecto del teléfono. Luego se relajó.
No estaba descontento de sus esfuerzos. No había esperado ponerse al habla enseguida con el secretario general; no a través de los canales oficiales. Pero tenía la impresión de que su maniobra de sondeo de esta mañana había creado al menos un punto débil en el muro que rodeaba a Douglas, y esperaba —o confiaba—que su tormentosa conversación con el capitán Heinrich le proporcionaría una llamada de vuelta…, desde un nivel más alto. O algo parecido.
Pero, aunque no fuera así, el intercambio de cumplidos con el poli de los Servicios Especiales había sido en sí mismo gratificante, y le había dejado con un cálido halo de post-fructificación artística. Harshaw sostenía que ciertos pies estaban hechos para pisarlos, a fin de mejorar la raza, promover el bienestar general y minimizar la insolencia ancestral de los funcionarios; había visto al instante que Heinrich poseía esos pies.
Pero, si no se desarrollaba ninguna acción, Harshaw se preguntó cuánto tiempo podría permitirse esperar. Además del colapso pendiente de su «bomba de tiempo», y del hecho de que le había prometido a Jill dar los pasos necesarios en beneficio de Ben Caxton (¿por qué no podía ver aquella chiquilla que probablemente no era posible ayudar a Ben —de hecho, estaba casi completamente seguro de que se hallaba más allá de toda ayuda posible—, y que cualquier acción directa o apresurada minimizaba las posibilidades de Mike de mantener su libertad?), además de esos dos factores, algo nuevo le preocupaba: Duque había desaparecido.
Jubal ignoraba si su marcha había sido sólo para un día o para más (o para siempre). Duque había acudido a la cena la noche antes, pero no se presentó a desayunar. Ninguno de estos dos acontecimientos era de una importancia relevante en las relajadas costumbres de la casa de Jubal Harshaw, de modo que nadie parecía haberlo echado en falta. Ni siquiera el propio Jubal lo hubiera observado en circunstancias normales, a menos que hubiera tenido que chillarle a Duque por algo. Pero esta mañana, por supuesto, se había dado cuenta de la ausencia…, y se había contenido de llamarle a gritos al menos en dos ocasiones cuando normalmente lo hubiera hecho.
Jubal miró taciturno al otro lado de la piscina y observó a Mike en su intento de ejecutar un salto exactamente igual al que había hecho Dorcas, y se admitió que no había gritado preguntando dónde estaba Duque cuando lo necesitaba a conciencia. La verdad era que simplemente no deseaba preguntarle al Lobo acerca de qué le había sucedido a Caperucita. El Lobo podría responderle.
Bien, sólo había una forma de enfrentarse con aquel tipo de debilidad.
—¡Mike! Venga aquí.
—Sí, Jubal.
El Hombre de Marte salió de la piscina y trotó hacia él como un cachorrillo ansioso; aguardó. Harshaw le miró de arriba abajo y decidió que por lo menos había ganado nueve kilos desde su llegada…, y que todos ellos parecían ser de músculo.
—Mike, ¿sabe dónde está Duque?
—No, Jubal.
Bien, eso zanjaba el asunto; el muchacho no sabía mentir… ¡Alto, un momento! Harshaw se recordó la costumbre de Mike de responder de una forma exacta a la pregunta que se le formulaba…, y Mike no había sabido, o no había parecido saber, adónde había ido a parar aquella maldita caja, una vez hubo desaparecido.
—¿Cuándo le vio por última vez, Mike?
—Vi a Duque ir arriba cuando Jill y yo bajábamos esta mañana para preparar el desayuno —Mike añadió, con orgullo—. Yo le ayudé a prepararlo.
—¿Ésa es la última vez que vio a Duque?
—No le he vuelto a ver desde entonces, Jubal. Me siento orgulloso de mis tostadas.
—Apuesto a que las hizo bien. Si no va con cuidado, todavía puede convertirse en un espléndido marido para cualquier mujer.
—Oh, tosté el pan con el máximo cuidado.
—Jubal…
—¿Eh? ¿Sí, Anne?
—Duque desayunó rápido a primera hora y se marchó a la ciudad. Creí que lo sabía.
—Bueno —ganó tiempo Harshaw—, dijo algo al respecto. Supuse que tenía intención de irse después del almuerzo. No importa, esperaré.
Jubal se dio cuenta de pronto de que se le quitaba un gran peso de encima. No era que Duque significase algo para él, excepto que era un eficiente arreglalotodo… No, por supuesto que no; llevaba muchos años evitando que cualquier ser humano se convirtiera en algo importante para él. Pero, pese a todo, tenía que admitir que se había inquietado. Un poco, al menos.
¿Qué estatuto se violaba —si se violaba alguno— al girar a un hombre noventa grados con respecto a todo lo demás?
No era asesinato, puesto que el muchacho sólo utilizaba sus poderes en defensa propia o en defensa de alguna otra persona, como podía ser Jill. Posiblemente pudieran aplicarse las obsoletas leyes de Pennsilvania contra la brujería…, pero sería interesante comprobar cómo conseguiría algún fiscal redactar la acusación.
Una acción civil podía basarse en… ¿Sería válida la alegación de que el Hombre de Marte constituía el «mantenimiento de un atractivo engorro»? Era posible. Pero era más probable que fuera necesario evolucionar a nuevas y más radicales normas legales. Mike había desfondado ya de una patada la medicina y la física, incluso a pesar de que sus practicantes aún no se habían dado cuenta del caos al que se enfrentaban. Harshaw hurgó en su memoria y recordó la tragedia personal que la mecánica relativista representó para muchos distinguidos científicos. Incapaces de digerir la teoría por encima de sus arraigados hábitos mentales, se habían refugiado en su rabia ciega contra Einstein y cualquiera que se atreviese a tomarlo en serio. Pero ese refugio resultó ser un callejón sin salida; todo lo que pudo hacer aquella inflexible vieja guardia fue morir y dejar que las mentes más jóvenes —más flexibles— se hicieran cargo del asunto.
Harshaw recordó que su abuelo le había contado que más o menos lo mismo ocurrió en el campo de la medicina cuando se hizo pública la teoría de los gérmenes; muchos médicos viejos se marcharon a la tumba llamando a Pasteur embustero, imbécil y cosas peores…, todo ello sin molestarse en examinar las pruebas de lo que su «sentido común» les decía que era imposible.
Bueno, podía ver que Mike iba a originar más conmoción que Pasteur y Einstein combinados…, elevados al cuadrado y al cubo. Lo cual le recordó que…
—¡Larry! ¿Dónde está Larry?
—Aquí, jefe —anunció el altavoz montado bajo el alero a espaldas de Harshaw—. En el taller.
—¿Tienes a mano el botón del pánico?
—Por supuesto. Me dijo usted que durmiera con él. Eso es lo que hago. Lo que hice.
—Ven aquí a toda prisa y dámelo. No, dáselo a Anne. Anne, guárdalo junto a tu toga.
La muchacha asintió. La voz de Larry respondió:
—De inmediato, jefe. ¿Pongo en marcha la cuenta atrás?
—Exacto, hazlo.
Jubal alzó la vista y se sorprendió al descubrir que el Hombre de Marte seguía de pie frente a él, inmóvil como una figura esculpida. ¿Una escultura? Sí, recordaba una escultura…, Jubal rebuscó en su memoria. ¡El «David» de Miguel Ángel, eso era! Sí, incluso las manos y los pies de cachorro, el rostro serenamente sensual, el ensortijado pelo, demasiado largo…
—Eso es todo lo que deseaba, Mike.
—Sí, Jubal.
Pero Mike siguió de pie allí. Jubal dijo:
—¿Le ronda alguna cosa por la cabeza, hijo?
—Lo que vi en esa maldita caja de parloteos. Me dijo usted: «De acuerdo, adelante. Pero después hablaremos de ello».
—Oh —Harshaw recordó la retransmisión de los servicios de la Iglesia de la Nueva Revelación y se sobresaltó—. Pero no llame a ese aparato una maldita caja de parloteos. Es un receptor de estereovisión. Llámelo así.
Mike pareció confuso.
—¿No es una maldita caja de parloteos? ¿No le entendí correctamente la otra vez?
—Me entendió correctamente, y de hecho es una maldita caja de parloteos. Además de otras cosas. Pero debe llamarla receptor de estereovisión.
—La llamaré «receptor de estereovisión». Pero, ¿por qué, Jubal? No lo asimilo.
Jubal suspiró, con la cansada sensación de que había subido ya muchas veces por aquella misma escalera. Cualquier conversación con Smith terminaba conduciendo a una particularidad de la conducta humana que no podía ser justificada de ninguna manera lógica, al menos en términos que Smith pudiera entender, y todos los intentos por conseguirlo resultaban infructuosos, una interminable pérdida de tiempo.
—Tampoco yo lo asimilo, Mike —confesó—, pero Jill desea que lo llame de este modo.
—Lo haré, Jubal. Jill lo quiere.
—Ahora cuénteme lo que vio y oyó en ese receptor de estereovisión…, y qué asimiló.
La conversación que siguió fue aún más larga, confusa y digresiva que cualquier charla habitual con Smith. Mike recordaba de una forma exacta todas las palabras y acciones que había oído y visto en el tanque de parloteos, incluidos los anuncios comerciales. Puesto que casi había terminado de leer la enciclopedia, se había ceñido al artículo sobre «Religión», así como a los relativos a «Cristianismo», «Islamismo», «Judaísmo», «Confucianismo», «Budismo» y muchos otros «ismos» relacionados con la religión. Pero no había asimilado nada de aquello.
Jubal consiguió al fin establecer algunas ideas claras en su propia mente: a) Mike ignoraba que el servicio fosterita era religioso; b) Mike recordaba lo que había leído sobre religión pero, al no entenderlo, había archivado los datos en su cerebro para futuro examen; c) de hecho, Mike poseía tan sólo una idea de lo más confuso acerca de lo que significaba el concepto «religión», pese a que podía recitar de memoria todas sus nueve definiciones tal como eran presentadas en el diccionario no abreviado; d) el lenguaje marciano no contenía ninguna palabra (y ningún concepto) que Mike pudiera adecuar a ninguna de esas nueve definiciones; e) las costumbres que Jubal había descrito a Duque como «ceremonias religiosas» marcianas no eran para Mike nada parecido; para Mike, tales asuntos resultaban tan corrientes como podían serlo para Jubal los artículos de un supermercado; f) no era posible expresar separadamente en el lenguaje marciano los conceptos humanos: «religión», «filosofía» y «ciencia»…, y, puesto que Mike pensaba en marciano pese a que ahora hablaba fluidamente el inglés, no tenía ninguna forma de distinguir ninguno de tales conceptos de los otros dos. Todas esas cuestiones eran simples «enseñanzas» procedentes de los «Ancianos». Nunca había oído hablar de la duda, y la investigación era innecesaria —no existía vocablo marciano para ninguna de las dos cosas—; la respuesta a cualquier pregunta debía ser obtenida de los Ancianos, que eran omniscientes —al menos dentro del alcance de Mike— e infalibles, tanto si el tema era la meteorología del día siguiente como la teología cósmica. Mike había visto una predicción meteorológica en la caja de parloteos, y había dado por supuesto sin la menor duda que se trataba de un mensaje pasado por los «Ancianos» humanos en beneficio de aquellos que aún seguían corpóreos. Una investigación posterior reveló que mantenía una hipótesis similar respecto a los autores de la Enciclopedia Británica.
Pero lo último —y lo peor para Jubal, lo que lo sumió en la consternación— fue que Mike había asimilado el servicio fosterita como algo que incluía (entre otras cosas que no había asimilado) el anuncio de la inminente descorporización de dos seres humanos que irían a reunirse con los «Ancianos» humanos…, y eso excitó a Smith de un modo terrible. ¿Había asimilado bien? Mike sabía que su comprensión del inglés era bastante imperfecta; seguía cometiendo errores por culpa de su ignorancia, puesto que «sólo era un huevo». Pero, ¿había asimilado correctamente aquello? Había esperado conocer a los «Ancianos» humanos, porque tenía muchas preguntas que formularles. ¿Era ésa su oportunidad? ¿O necesitaba más aprendizaje de sus hermanos de agua antes de poder decir que estaba preparado?
Jubal se vio salvado por la campana. Dorcas llegó con bocadillos y café, el habitual almuerzo de picnic al aire libre de la casa. Jubal comió en silencio, lo cual convenía a Smith, puesto que su educación le había enseñado que la hora de la comida era un momento para la contemplación…, y había descubierto que la charla que normalmente se producía en la mesa entre los humanos era más bien trastornante.
Jubal prolongó su bocadillo mientras reflexionaba acerca de qué decirle a Mike…, y se maldecía por la estupidez de haber permitido que Mike viese la estereovisión. Oh, cabía suponer que en algún momento el muchacho iba a tropezar con las religiones…, era inevitable si iba a pasar el resto de su vida en aquel mareante planeta. Pero, maldita sea, hubiera sido mejor aguardar hasta que Mike se hubiese acostumbrado al conjunto del retorcido módulo de la conducta humana…, ¡y, en cualquier caso, ciertamente no con los fosteritas como primera experiencia!
Como agnóstico devoto, Jubal evaluaba conscientemente todas las religiones, desde el animismo de los bosquimanos de Kalahari hasta la más sobria e intelectualizada de las principales fes occidentales, como iguales. Pero, emocionalmente, unas le desagradaban más que otras, y la Iglesia de la Nueva Revelación le producía dentera. La llana creencia de los fosteritas —de un gnosticismo absoluto— en la existencia de un oleoducto directo al Cielo, su arrogante intolerancia instrumentada a través de una persecución abierta de todas las demás religiones siempre que fueran lo suficientemente débiles como para poder con ellas, el sudoroso aroma a partidos de fútbol y convenciones de ventas de sus servicios…, todos aquellos aspectos simplemente le deprimían. Si la gente debía acudir a la Iglesia, ¿por qué demonios no podían hacerlo de un modo digno, como los católicos, los de la ciencia cristiana o los cuáqueros?
Si Dios existía (una cuestión respecto a la cual Jubal mantenía una meticulosa neutralidad intelectual), y si deseaba que le adorasen (una proposición que Jubal consideraba inherentemente improbable pero concebiblemente posible a la débil luz de su propia ignorancia), entonces (estipulando afirmativamente las dos proposiciones anteriores) resultaba muy inverosímil para Jubal, hasta el punto de la reductio ad absurdum, que un Dios con el suficiente poder como para crear galaxias pudiera dejarse influir e inclinarse hacia las idioteces a grito pelado que los fosteritas le ofrecían en calidad de «adoración».
Pero, con desolada honestidad, Jubal tenía que admitirse que el universo (corrección: ese trozo del universo que él podía ver) podía muy bien ser in toto un claro ejemplo de la reducción al absurdo. En cuyo caso los fosteritas tal vez poseyeran la Verdad, toda la Verdad y nada más que la Verdad. El universo era un lugar maldito y estúpido en el mejor de los casos…, pero su explicación menos probable era la no explicación del azar, la hipótesis de que algunas cosas abstractas son tales «porque sí», átomos que se unen «porque sí» y, también «porque sí», forman leyes consistentes y algunas configuraciones que, en ciertos casos y «porque sí», toman conciencia de sí mismas, y que dos de esos «porque sí» resultaban ser uno el Hombre de Marte y el otro la envoltura vieja y calva que contenía a Jubal dentro.
No, Jubal no podía aceptar la teoría del «porque sí», por muy popular que fuese entre los hombres que se llamaban a sí mismos científicos. El azar no era suficiente para explicar el universo…, de hecho el azar no era suficiente para explicar el propio azar; la olla no podía contenerse a sí misma.
Entonces, ¿qué? La «hipótesis del mínimo» no tenía ningún lugar de preferencia; la navaja de Occam no podía cortar a rodajas el problema principal, la Naturaleza de la Mente de Dios (también podrías llamarte eso tú mismo, viejo truhán; es una simple y corta palabra monosílaba, tan buena como cualquier otra para colocar un rótulo sobre algo que no entiendes en absoluto).
¿Había allí alguna base para preferir una hipótesis suficiente por encima de otra? ¿Cuando simplemente no comprendes algo? ¡No! Jubal no tuvo ningún problema en admitirse que una larga vida le había dejado una incomprensión total y completa de los problemas fundamentales del universo.
Así que era posible que los fosteritas tuvieran razón. Jubal ni siquiera podía demostrar que estuvieran probablemente equivocados.
Pero —se recordó salvajemente— le quedaban dos cosas: su gusto y su orgullo. Si los fosteritas poseían realmente el monopolio de la Verdad (como afirmaban), si el Cielo sólo estaba abierto a los fosteritas, entonces él, Jubal Harshaw, caballero y ciudadano libre, prefería la eternidad llena de sufrimientos de la condenación prometida a todos los «pecadores» que rechazaban la Nueva Revelación. Tal vez no fuera capaz de contemplar el desnudo Rostro de Dios…, pero su agudeza visual era suficiente como para ver a sus iguales en el plano social… y aquellos fosteritas, ¡malditos fueran!, no daban la talla.
Pero podía ver cómo se había dejado engañar Mike; la «marcha al Cielo» de los fosteritas, en un momento y lugar previamente seleccionados, se parecía mucho a la «descorporización» voluntaria y planificada que —Jubal no lo dudaba— constituía la práctica habitual en Marte. El propio Jubal tenía la oscura sospecha de que el mejor término para calificar esa práctica de los fosteritas era el de «asesinato»…, pero eso nunca se había podido demostrar y rara vez era insinuado públicamente, y mucho menos denunciado, pese a que el culto era joven y relativamente pequeño. El propio Foster había sido el primero en «marchar al Cielo» según un programa establecido, muriendo públicamente en el instante profetizado. Desde ese primer ejemplo, se había convertido en una marca de gracia especial fosterita…, y tuvieron que transcurrir años antes de que algún médico forense mostrara la temeridad de meter mano en tales muertes.
No era que a Jubal le importase el hecho de si esas muertes eran espontáneas o inducidas. En su opinión, un fosterita bueno era un fosterita muerto. ¡Que se las apañasen como quisieran!
Pero todo eso iba a ser difícil de explicar a Mike.
No serviría de nada retrasarlo, otra taza de café no lo haría más fácil…
—Mike, ¿quién creó el mundo?
—¿Perdón?
—Mire a su alrededor. Todo esto. Marte también.
Las estrellas. Todo. Usted y yo y todos los demás. ¿Le dijeron los «Ancianos» quién hizo todo esto?
Mike pareció desconcertado.
—No, Jubal.
—Bien, ¿no se lo ha preguntado a usted mismo alguna vez? ¿De dónde apareció el Sol? ¿Quién colocó las estrellas en el cielo? ¿Quién lo empezó todo? Todo ello, todas las cosas, el mundo entero, el universo…, de tal modo que usted y yo estemos ahora aquí hablando.
Jubal hizo una pausa, sorprendido consigo mismo. Había pretendido efectuar el habitual enfoque agnóstico…, y se encontraba siguiendo compulsivamente su entrenamiento legal, manifestándose como un abogado sincero pese a sí mismo, tratando de sostener una creencia religiosa que no compartía pero que era seguida por la mayor parte de los seres humanos. Se encontró con que, lo quisiera o no, era el defensor de las ortodoxias de su propia raza contra… no estaba seguro qué. Contra un punto de vista extrahumano—. ¿Cómo responden sus Ancianos a tales preguntas?
—Jubal, no asimilo…, esas no son preguntas. Lo siento.
—¿Eh? No asimilo esa respuesta.
Mike dudó largo rato.
—Lo intentaré. Pero las palabras salen…, no salen correctas. No «poniendo». No «creando». Sino un ahorando. El mundo es. El mundo era. El mundo será. Ahora.
—«Como era en un principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos, un Mundo sin fin…»
Mike sonrió, feliz.
—¡Usted lo asimila!
—No asimilo nada —respondió Jubal, malhumorado—. Sólo recitaba algo que dijo, hum, un «Anciano».
Decidió retroceder e intentar otro enfoque; al parecer Dios el Creador no era el aspecto más sencillo de la Deidad para intentar explicárselo como inicio a Mike…, puesto que Mike no parecía captar la idea de Creación en sí. Bueno, Jubal no estaba seguro de que él la captase tampoco; mucho tiempo atrás había hecho un pacto consigo mismo para postular un universo creado para los días pares y un universo no creado, eterno y que se mordía la cola, para los días impares, puesto que cada hipótesis, aunque igualmente paradójicas ambas, eludía limpiamente las paradojas de la otra…, con un día, por supuesto, cada año bisiesto, completamente libre y destinado a la más pura licencia solipsista. Tras haber puesto así sobre la mesa una cuestión incontrovertible, dejó de pensar en ella durante más de una generación.
Jubal decidió intentar explicarle la idea general de religión en su sentido más amplio y dejar para más adelante la noción de Deidad en todos sus aspectos.
Mike aceptó con facilidad que la enseñanza llegaba en diversas medidas, desde las pequeñas enseñanzas que incluso un polluelo podía asimilar, hasta las grandes enseñanzas que sólo un Anciano podía asimilar en toda su amplitud. Pero los intentos de Jubal de trazar una línea de separación entre las enseñanzas menores y las mayores, a fin de que las «grandes enseñanzas» tuvieran el significado humano de «cuestiones religiosas», fracasaron estrepitosamente, puesto que algunas cuestiones religiosas no le parecían a Mike cuestiones que contuvieran algún significado (como la de «Creación»), y otras le parecían cuestiones «menores», con respuestas evidentes sabidas incluso por los polluelos, tales como la vida después de la muerte.
Jubal se vio obligado a dejarlo correr y pasó a la multiplicidad de las religiones humanas. Explicó (o intentó explicar) que los seres humanos disponían de centenares de sistemas distintos para aprender esas «grandes enseñanzas», cada uno con sus propias respuestas y cada uno afirmando ser la verdad.
—¿Qué es la «verdad»? —preguntó Mike.
«¿Qué es la verdad?», preguntó un juez romano, y se lavó las manos sobre una cuestión peliaguda. Jubal deseó poder obrar del mismo modo.
—Una respuesta es verdad cuando uno pronuncia las palabras correctas, Mike. ¿Cuántas manos tengo?
—Dos manos. Veo dos manos —se corrigió Mike.
Anne alzó la vista de su labor de punto.
—En seis semanas podría hacer de él un testigo.
—Tú quédate fuera de esto, Anne. Las cosas ya están bastante mal sin tu ayuda. Mike, ha hablado usted correctamente; tengo dos manos. Su respuesta es verdad. Supongamos ahora que dice que tengo siete manos.
Mike pareció turbarse.
—No asimilo cómo podría decir tal cosa.
—No, me parece que no podría. Si lo hiciera, no pronunciaría las palabras correctas; su respuesta no sería verdad. Pero, Mike…, ahora escuche con atención. Cada religión afirma ser la verdad, afirma hablar como corresponde. Sin embargo, sus respuestas a las mismas preguntas son tan distintas como dos manos y siete manos. Los fosteritas dicen una cosa, los budistas otra, los musulmanes otra aún…, muchas respuestas, todas diferentes.
Mike dio la impresión de estar haciendo un gran esfuerzo por comprender.
—¿Todos hablan correctamente? Jubal, no lo asimilo.
—Yo tampoco.
El Hombre de Marte pareció enormemente turbado; luego, de pronto, sonrió.
—Pediré a los fosteritas que pregunten a sus Ancianos, y entonces sabremos, hermano mío. ¿Cómo puedo hacer eso?
Unos minutos más tarde Jubal se dio cuenta, con gran disgusto, de que había prometido a Mike una entrevista con algún bocazas fosterita…, o Mike pareció creer que lo había hecho, lo cual venía a ser lo mismo. Ni siquiera fue capaz de hacer mella en él la suposición de Mike de que los fosteritas estaban en contacto con los «Ancianos» humanos. Al parecer, la dificultad de Mike estribaba en que no sabía qué era la mentira: las definiciones del diccionario de «mentira» y «falsedad» habían quedado archivadas en su mente para posterior estudio sin indicación alguna de asimilación. Uno podía «hablar de forma equivocada» sólo por accidente o mala interpretación. Así que había escuchado el servicio fosterita según su valor aparente.
Jubal intentó explicar que todas las religiones humanas afirmaban estar en contacto con «Ancianos», de una u otra forma; pese a que todas sus respuestas eran distintas.
Mike pareció pacientemente turbado.
—Jubal, hermano mío, lo intento…, pero no asimilo el que eso pueda ser hablar correctamente. Entre mi pueblo, los Ancianos siempre pronuncian las palabras correctas. El pueblo de usted…
—Alto, Mike.
—¿Perdón?
—Cuando dice «mi pueblo», se refiere a los marcianos. Mike, usted no es marciano; usted es un hombre.
—¿Qué es «hombre»?
Harshaw gimió para sí mismo. Estaba seguro de que Mike podía citar de memoria todas las definiciones de los diccionarios. Sin embargo, el muchacho nunca formulaba una pregunta simplemente para fastidiar; siempre preguntaba con ánimo de informarse…, y esperaba que su hermano de agua Jubal fuera capaz de responderle.
—Yo soy un hombre, usted es un hombre, Larry es un hombre.
—¿Pero Anne no es un hombre?
—Hum… Anne es un hombre, un hombre femenino. Una mujer.
—Gracias, Jubal.
—Cállate, Anne.
—¿Un bebé es un hombre? No he visto bebés, pero he visto imágenes de ellos en la maldita caja de…, en la estereovisión. Un bebé no tiene la forma de Anne… y Anne no tiene la forma de usted…, y usted no tiene mi forma. Pero, ¿un bebé es un polluelo de hombre?
—Hum…, sí, un bebé es un hombre.
—Jubal… Me parece que asimilo que mi pueblo, los «marcianos», son hombres. No en su forma. La forma no hace al hombre. El hombre asimila. ¿Hablo correctamente?
Jubal decidió firmemente renunciar a la Sociedad Filosófica y dedicarse a la confección de encajes al ganchillo. ¿Qué significado tenía el verbo «asimilar»? Él mismo llevaba una semana utilizándolo…, y aún no lo asimilaba. Pero, ¿qué era el «hombre»? ¿Un bípedo implume? ¿Una imagen de Dios? ¿O simplemente el resultado fortuito de la «supervivencia del más apto», en una definición completamente circular y tautológica? ¿El heredero de la muerte y de los impuestos? Los marcianos parecían haber vencido a la muerte, y había averiguado ya que parecían carecer de dinero, propiedades, gobierno, en ningún sentido humano…, ¿cómo podían entonces tener impuestos?
Y, sin embargo, el muchacho tenía razón; la forma era una irrelevancia al definir al «hombre», algo tan poco importante como la botella que contiene el vino. Uno incluso puede extraer al hombre de su botella, como aquel pobre tipo cuya vida los rusos habían insistido en «salvar» metiendo su cerebro en una envoltura vítrea y conectándole hilos como si fuera una centralita telefónica. ¡Vaya, qué broma más horrible! Se preguntó si el pobre diablo apreciaría el macabro humor de lo que le habían hecho.
Pero, en esencia, ¿en qué difería el hombre de los demás animales terrestres, desde el punto de vista sin prejuicios de un marciano? ¿Podía una raza capaz de levitar (y Dios sabía qué otras cosas) sentirse impresionada por la ingeniería? Y, de ser así, ¿ganaría el primer premio la represa de Assuán o un arrecife de coral de kilómetro y medio? ¿La autoconsciencia del hombre? Pura presunción local, porque no existía modo de demostrar que los cachalotes o las secoyas no eran filósofos y poetas que iban mucho más allá de todas las capacidades humanas.
Había un campo en el que el hombre era invencible, sin embargo: mostraba una ingeniosidad ilimitada para diseñar mayores y más efectivas formas de matar, esclavizar, asolar y convertirse por todos los medios en un insoportable engorro de sí mismo. El hombre era la más repulsiva broma de sí mismo. El propio fundamento del humor era…
—El hombre es el animal que ríe —contestó Jubal.
Mike consideró seriamente aquello.
—Entonces yo no soy un hombre.
—¿Eh?
—Yo no me río. He oído la risa, y me asusta. Luego asimilé que no hacía daño. He tratado de aprender… —echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una especie de cloqueo ronco, más crispante que la llamada idiota de un martín cazador.
Jubal se cubrió las orejas con las manos.
—¡Basta! ¡Basta!
—Ya lo ha oído —admitió Mike tristemente—. No sé hacerlo bien. Así que no soy un hombre.
—Espere un momento, hijo. No renuncie tan pronto. Lo que ocurre es que aún no ha aprendido a reír…, y nunca aprenderá simplemente intentándolo. Pero al final aprenderá, se lo prometo. Si convive con nosotros el tiempo suficiente, un día se dará cuenta de lo ridículos que somos…, y se echará a reír.
—¿De veras?
—Seguro. No se preocupe por ello y no intente asimilarlo, tan sólo deje que llegue. Porque, hijo, incluso un marciano se partiría de risa una vez nos hubiera asimilado.
—Esperaré —aceptó Smith plácidamente.
—Y, mientras espera, no dude de que usted es un hombre. Lo es. Un hombre nacido de mujer y nacido para causar problemas…, y algún día asimilará eso en su plenitud y se reirá…, porque el hombre es el animal que se ríe de sí mismo. En cuanto a sus amigos marcianos, no lo sé. Nunca los he conocido, no los asimilo. Pero asimilo que pueden ser «hombres».
—Sí, Jubal.
Harshaw pensó que la entrevista había concluido y se sintió aliviado. Decidió que no se había visto en una situación tan embarazosa desde el día —hacía mucho tiempo— en que su padre decidió explicarle lo de los pájaros, las abejas y las flores… con demasiado retraso.
Pero el Hombre de Marte no había terminado.
—Jubal, hermano mío, me preguntó usted: «¿Quién hizo el mundo?», y no encontré palabras para contestar porque no asimilé como correspondía que se trataba de una pregunta. He estado pensando palabras.
— ¿Sí?
—Usted me dijo: «Dios hizo el mundo».
—¡No, no! —protestó Harshaw apresuradamente—. Dije que, aunque esas muchas religiones afirman muchas cosas, la mayoría de ellas afirman: «Dios hizo el mundo». Le dije que no lo asimilaba en toda su extensión, pero que «Dios» era la palabra que se utilizaba.
—Sí, Jubal —admitió Mike—. La palabra es «Dios» —añadió—. Usted asimila.
—No. Debo admitir que no asimilo.
—Asimila —repitió Smith con firmeza—. Ahora me lo explico. No tenía la palabra. Usted asimila. Anne asimila. Yo asimilo. La hierba que hay bajo mis pies asimila en su feliz belleza. Pero necesitaba la palabra. La palabra es Dios.
Jubal sacudió la cabeza para aclararla.
—Adelante.
Mike apuntó a Harshaw con un gesto triunfal.
—¡Usted es Dios!
Jubal se llevó bruscamente una mano al rostro, casi una bofetada.
—Oh, Jesucristo… ¿Qué he hecho? Mire, Mike, tómeselo con calma. ¡Tranquilícese! No me ha comprendido. Lo siento. ¡Lo siento mucho! Olvide simplemente cuanto le he dicho y empezaremos de nuevo otro día. Pero…
—Usted es Dios —repitió Mike serenamente—. Lo que asimila. Anne es Dios. Yo soy Dios. La hierba feliz es Dios. Jill asimila en belleza, siempre. Jill es Dios. Todo se forma y hace y crea conjuntamente… —croó algo en marciano y sonrió.
—De acuerdo, Mike. Pero esperemos un poco. ¡Anne! ¿Has estado captando todo esto?
—¡Puede apostar a que sí, jefe!
—Prepárame una cinta. Tendré que trabajar en ello. No puedo dejarlo tal como está. Debo… —levantó la cabeza, dijo—. ¡Oh, Dios mío! ¡Todo el mundo en estado de alarma! ¡Anne! Sitúa el botón del pánico en «hombre muerto»…, y, por el amor de Dios, no apartes el pulgar de él; es posible que no vengan aquí —volvió a levantar la vista hacia los dos grandes aerocoches que se aproximaban desde el sur—. Pero me temo que sí vienen. ¡Mike! ¡Escóndase en la piscina! Recuerde lo que le dije…, métase en la parte más honda, permanezca allí y no se mueva…, y no salga hasta que envíe a Jill en su busca.
—Sí, Jubal.
—¡Ahora mismo! ¡Vamos!
—Sí, Jubal —Mike corrió unos pocos pasos, cortó limpiamente el agua y desapareció. Recordó mantener las rodillas sin flexionar, los dedos en punta y los pies juntos.
—¡Jill! —llamó Jubal—. Zambúllase y salga. Tú también, Larry. Si alguien está mirando, quiero que se confunda acerca de cuántas personas están utilizando la piscina. ¡Dorcas! Sal enseguida, chiquilla, y vuelve a zambullirte. Anne… No, tú tienes el botón del pánico; no puedes.
—Puedo coger mi toga y situarme en el borde de la piscina. Jefe, ¿quiere alguna demora en la situación «hombre muerto»?
—Oh, sí, treinta segundos. Si aterrizan aquí, ponte de inmediato la toga de testigo y sigue con el pulgar en el botón. Luego espera…, y si te digo que vengas hacia mí, suelta el globo. Pero no me atreveré a gritar «¡el lobo!» a menos que… —se protegió los ojos con la mano—. Uno de ellos va a tomar tierra, seguro…, y tiene todo el aspecto de ser un vehículo celular. ¡Oh, maldita sea, creí que parlamentarían primero!
El primer aerocoche flotó, luego se dejó caer en vertical para posarse en el jardín, al otro lado de la piscina; el segundo empezó a trazar lentos círculos a baja altura. Los coches eran negros, del tamaño de transportes de tropas, y llevaban sólo una pequeña y poco llamativa insignia: el estilizado globo de la Federación.
Anne dejó en el suelo el enlace por radio que liberaría «el globo», se puso rápidamente la prenda símbolo de su profesión, volvió a coger el dispositivo y apoyó de nuevo el pulgar en el botón. La portezuela del primer coche empezó a abrirse como si la hubiesen aguijoneado, y Jubal cargó hacia ella con la arrogante beligerancia de un pequinés. Cuando un hombre saltó fuera del coche, Jubal rugió:
—¡Quite ese maldito bulto de encima de mis macizos de rosas!
—¿Jubal Harshaw? —preguntó el hombre.
—¡Ya me ha oído! ¡Dígale a ese buey que tiene conduciendo para usted que levante ese trasto y lo traslade más atrás! ¡Completamente fuera del jardín y de encima del césped! ¡Anne!
—Ya voy, jefe.
—Jubal Harshaw, traigo una orden judicial para…
—¡Aunque trajera una orden para el rey de Inglaterra! ¡Primero saque ese armatoste de encima de mis flores! Luego, así Dios me ayude, le demandaré por… —Jubal miró al hombre que había aterrizado, pareció verlo por primera vez—. Oh, así que es usted —dijo con áspero desdén—. ¿Nació así de estúpido, Heinrich, o tuvo que estudiar mucho? ¿Y cuándo aprendió a volar ese asno uniformado con alas que trabaja para usted? ¿A primera hora de esta mañana? ¿Desde que hablé con usted?
—Por favor, examine esta orden judicial —dijo el capitán Heinrich con meticulosa paciencia—. Luego…
—¡Quite de inmediato su carretón de mis macizos de flores o voy a presentar una demanda por derechos civiles que le va a costar su pensión!
Heinrich vaciló.
—¡Ahora! —chilló Jubal—. ¡Y dígales a esos otros patanes que miren donde ponen las patazas! ¡Ese idiota de la dentadura de caballo está encima de una Elizabeth M. Hewitt que ganó un primer premio!
Heinrich volvió la cabeza.
—Eh, muchachos…, cuidado con esas flores. Paskin, estás pisando una. ¡Rogers! Levanta el coche y retíralo unos quince metros, fuera del jardín —volvió su atención hacia Harshaw—. ¿Satisfecho?
—Una vez se haya retirado…, pero seguirá teniendo que pagar los daños. Déjeme ver sus credenciales…, enséñeselas también al testigo honesto y pronuncie en voz alta y con claridad su nombre, grado, organización a la que pertenece y número de registro.
—Usted sabe quién soy. Tengo una orden judicial…
—¡Y yo tengo una orden de derecho consuetudinario que me permite peinarle la raya en medio con una escopeta a menos que haga usted las cosas legalmente y en su orden! Yo no sé quién es usted. Se parece bastante a un tipo engolado que vi por la pantalla del teléfono hace un rato…, pero esto no es ninguna prueba y no le identifico. Usted debe identificarse a sí mismo, de un modo específico, según el Código Mundial, párrafo 1.602, parte II, antes de poder presentar una orden judicial. Y eso reza también para todos esos otros monos y para ese pitecántropo parásito que pilota para usted.
—Todos ellos son agentes de policía, y actúan bajo mis órdenes.
—Yo no sé que sean nada de lo que usted dice. Pueden haber alquilado esos trajes de payaso que tan mal les caen en cualquier casa de alquiler de disfraces. ¡La letra de la ley, señor! Ha invadido usted mi castillo. Usted dice que es agente de la policía, y alega poseer una orden judicial para justificar esta intrusión. Pero yo digo que son ustedes invasores, mientras no se demuestre lo contrario…, basándome en lo cual invoco mi derecho soberano a utilizar toda la fuerza necesaria para expulsarlos de aquí…, cosa que empezaré a hacer dentro de tres segundos.
—No se lo aconsejo.
—¿Quién es usted para aconsejar? Si resulto herido en el intento de hacer valer mis derechos, su acto se convertirá en una agresión tácita… con armas mortíferas; si esas cosas que acarrean sus mulos son armas, como así parece. Un asunto civil y criminal a la vez… ¡Bien, jovencito, curtiré su piel para hacerme con ella una esterilla para la puerta! —Jubal levantó un pellejudo brazo y crispó un huesudo puño—. ¡Fuera de mi propiedad!
—Está bien, doctor. Lo haremos a su modo.
Heinrich se había puesto de un color rojo brillante, pero consiguió mantener controlado su tono de voz. Ofreció su tarjeta de identificación, a la que Jubal echó una ojeada antes de devolvérsela para que Heinrich se la mostrase a Anne. Luego Heinrich citó su nombre completo, dijo que era capitán de policía del Departamento de Servicios Especiales de la Federación, y recitó su número de registro. Uno por uno, los otros seis hombres que habían abandonado el coche, y finalmente el conductor, cumplieron con el mismo requisito a indicación de la gélida voz de Heinrich.
Cuando todo eso hubo terminado, Jubal preguntó amablemente:
—Y ahora, capitán Heinrich, ¿en qué puedo servirle?
—Traigo una orden de búsqueda y captura contra Gilbert Berquist, en la que se cita esta propiedad, terrenos y edificios.
—Enséñemela, luego muéstresela al testigo.
—Así lo haré. Pero traigo otra orden de búsqueda y captura, similar a la primera, contra Gillian Boardman.
—¿Quién?
—Gillian Boardman. La acusación es de secuestro.
—¡Dios mío!
—Y otra contra Héctor C. Johnson…, y otra contra Valentine Michael Smith…, y una contra usted, Jubal Harshaw.
—¿Contra mí? ¿Otra vez los impuestos?
—No. Examínela. Complicidad en esto y aquello…, y testigo material en algunas otras cosas…, y añadiría la mía por obstrucción a la justicia si la orden ya firmada no lo hiciera innecesario.
—¡Oh, vamos, capitán! He sido de lo más cooperativo desde el momento en que usted se identificó y empezó a comportarse de manera legal. Y continuaré cooperando. Por supuesto, le demandaré pese a todo…, a usted, y a su superior inmediato y al Gobierno…, por sus actos ilegales cometidos antes de su identificación…, y no renuncio a ninguno de mis derechos ni recursos respecto de cualquier cosa que algunos de ustedes puedan hacer a partir de ahora. Hum…, toda una lista de víctimas. Comprendo por qué se trajo un camión extra. Pero…, ¡válgame Dios!, aquí hay algo muy extraño. Esta, ejem, ¿señora Borkmann?… Veo que se la acusa del secuestro de ese tal Smith…, pero en esta otra orden de busca y captura parece que a él se le acusa de huir cuando estaba bajo custodia. Parece un tanto confuso.
—Son las dos cosas. Él escapó… y ella le secuestró.
—¿No es eso un tanto difícil de manejar? Las dos acusaciones, quiero decir. ¿Y bajo qué acusación se le mantenía a él arrestado? La orden de busca y captura no parece mencionarlo.
—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? El tipo escapó, eso es todo. Es un fugitivo.
—¡Me encanta! Creo que voy a tener que ofrecer mis servicios como consejero legal a cada uno de ellos. Es un caso interesante. Si se ha cometido un error, o varios errores, eso puede conducir a muchos otros asuntos.
Heinrich sonrió fríamente.
—No le va a resultar tan fácil. Usted también estará encarcelado.
—Oh, no durante mucho tiempo, confío —Jubal levantó la voz más de lo necesario y volvió la cabeza hacia la casa—. Conozco a otro abogado. Me parece que si el juez Holland estuviese escuchando esto, el habeas corpus para todos nosotros sería presentado con la máxima prontitud. Y, si diera la casualidad de que la Associated Press tenía algún coche correo por las cercanías, no se tardaría nada en saber de dónde habían salido esas órdenes.
—Siempre picapleitos, ¿eh, Harshaw?
—Eso es difamación, mi querido señor. Tomo nota.
—No le servirá de gran cosa. Estamos solos.
—¿De veras?
Valentine Michael Smith buceó a través de la turbia agua hacia la parte más profunda de la piscina, debajo de la palanca de saltos, y se acomodó en el fondo. No sabía por qué le había dicho su hermano de agua Jubal que se escondiera allí; de hecho, ni siquiera sabía que estaba escondiéndose. Jubal le había pedido que hiciera aquello y que permaneciera allí hasta que su hermana de agua Jill fuese a buscarle; eso era suficiente.
Tan pronto como estuvo seguro de que se hallaba en la parte más honda se enroscó en posición fetal, expulsó la mayor parte del aire de sus pulmones, se tragó la lengua, puso los ojos en blanco, disminuyó su ritmo cardíaco casi a la nada y se transformó en un «muerto» efectivo salvo por el hecho de que no se había descorporizado y podía volver a poner en marcha sus motores en cualquier momento a voluntad. También eligió dilatar su sentido del paso del tiempo hasta que los segundos fluyeron como si fueran horas, pues tenía mucho que meditar y no sabía lo pronto que acudiría Jill a buscarle.
Sabía que había vuelto a fracasar en su empeño por lograr una perfecta comprensión, el vínculo de fusión mutua —la asimilación recíproca— que debía existir entre hermanos de agua. Se daba cuenta de que el fracaso era suyo, causado por el empleo erróneo del extrañamente variable lenguaje humano, ya que Jubal se había puesto nervioso tan pronto como él había empezado a hablarle.
Ahora sabía que sus hermanos humanos podían sufrir intensas emociones sin experimentar daño permanente, pese a lo cual Smith lamentaba sinceramente haber sido la causa de tanta inquietud en Jubal. Por un momento le había parecido que había conseguido por fin asimilar perfectamente una de las más difíciles palabras humanas. Hubiera debido ir con más cuidado porque, en el transcurso de sus primeras lecciones recibidas de su hermano Mahmoud, había descubierto que las palabras largas del lenguaje humano (cuanto más largas mejor) eran fáciles, inconfundibles, raras veces cambiaban de significado…, mientras que las palabras cortas eran resbaladizas, impredecibles, cambiaban su significado sin ningún esquema fijo. O eso le parecía asimilar. Las palabras humanas cortas nunca eran como las palabras marcianas cortas, que eran la mayoría, y que significaban siempre exactamente lo mismo. Las palabras humanas cortas eran como tratar de cortar el agua con un cuchillo.
Y aquélla había sido una palabra muy corta.
Smith seguía convencido de que había asimilado correctamente la palabra humana «Dios»… La confusión había surgido de su fracaso en seleccionar otras palabras humanas. El concepto era en realidad tan simple, tan básico, tan necesario, que cualquier polluelo hubiera podido explicarlo perfectamente…, en marciano. El problema, pues, era dar con las palabras humanas que le permitieran expresarse como debía, asegurarse de que las esquematizaba correctamente para que encajaran por completo como si las dijera en el lenguaje de su propio pueblo.
Se demoró, confuso, ante el curioso hecho de que resultara un poco difícil expresarlo, incluso en idioma humano, puesto que era una cosa que todo el mundo sabía…, a menos que la razón fuera que no pudieran asimilarlo vivos. Posiblemente tendría que preguntar a los Ancianos humanos cómo decirlo, en vez de forcejear con los cambiantes significados de las palabras humanas. En tal caso, tendría que esperar a que Jubal lo arreglase, porque él no era más que un huevo y era incapaz de arreglarlo por sí mismo.
Experimentó un breve pesar por no tener el privilegio de hallarse presente en la próxima descorporización del hermano Art y del hermano Dottie.
Después se dedicó a releer mentalmente el Nuevo Diccionario Internacional de la Lengua Inglesa Webster, tercera edición, publicado en Springfield, Massachusetts.
Desde hacía un buen rato la concentración de Smith se veía alterada por la inquietante sensación de que sus hermanos de agua se hallaban en dificultades. Hizo una pausa entre «sherbacha» y «sherbet» para reflexionar sobre ese conocimiento. ¿Debía subir a la superficie, abandonar el agua de vida que le rodeaba y reunirse con ellos para asimilar y compartir sus dificultades? En su hogar, la cuestión no se habría suscitado; las dificultades se compartían en una jubilosa intimidad.
Pero este lugar era extraño en todos sus sentidos…, y Jubal le había dicho que esperase hasta que llegara Jill.
Revisó las palabras de Jubal, estudiándolas en una larga contemplación frente a otras palabras humanas, asegurándose de que las asimilaba. No, Jubal había hablado correctamente y él había asimilado correctamente; tenía que aguardar hasta que llegara Jill.
No obstante, estaba tan intranquilo por la certidumbre de las dificultades de sus hermanos que no podía seguir con su caza de palabras. Finalmente se le ocurrió una idea que estaba tan llena de alegre audacia que se habría puesto a temblar si su cuerpo se hubiese hallado preparado para ello.
Jubal le había dicho que situara su cuerpo bajo el agua y lo dejase allí hasta que acudiera Jill, pero…, ¿había dicho Jubal que él debía aguardar con el cuerpo?
Smith dedicó un largo y cuidadoso tiempo a considerar aquello, sabiendo que las resbaladizas palabras humanas que había utilizado Jubal podían inducirle (y a menudo lo habían hecho) a cometer errores. Llegó a la conclusión de que Jubal no le había ordenado específicamente que permaneciera con su cuerpo…, y eso le proporcionaba una vía de escape para salir de la incorrección de no compartir las dificultades de sus hermanos.
Así que Smith decidió dar un paseo.
Estaba un poco aturdido ante su propia audacia porque, si bien aquello era algo que ya había hecho dos veces antes, nunca lo había hecho solo. Cada vez había tenido a un Anciano con él, vigilándole, asegurándose de que su cuerpo estaba a salvo, impidiéndole que se desorientara ante la nueva experiencia, permaneciendo a su lado hasta que regresó a su cuerpo y se levantó de nuevo.
Aquí no había ahora ningún Anciano para ayudarle. Pero Smith siempre había sido rápido en aprender; sabía cómo hacerlo, y tenía plena confianza en que podría hacerlo solo, de una manera que llenaría de orgullo a su maestro. Así que primero comprobó todas y cada una de las partes de su cuerpo, se convenció de que éste no sufriría daño alguno mientras él estuviese fuera, y salió cautelosamente de él, dejando tras de sí sólo aquella pequeña porción de sí mismo necesaria como vigilante y cuidador.
Luego subió a la superficie y se quedó durante unos instantes en el borde de la piscina, recordando que tenía que actuar como si su cuerpo estuviera todavía con él a fin de tener una salvaguardia contra la desorientación…, contra perder la referencia de la piscina, del cuerpo, de todo, y verse obligado a vagar por lugares desconocidos desde donde no podría hallar el camino de regreso.
Smith miró a su alrededor.
Un aerocoche acababa de aterrizar en el jardín junto a la piscina, y había seres debajo de él quejándose de perjuicios e indignidades a los que se habían visto sometidos. ¿Eran ésas las dificultades que podía captar? El césped era para andar por encima de él, las flores y los arbustos no…, hacerlo era incorrecto.
Pero… había más cosas incorrectas. Un hombre acababa de salir del aerocoche, su pie estaba a punto de tocar el suelo, y Jubal corría hacia él. Smith pudo captar el estallido de la helada ira que Jubal lanzaba contra el hombre, un estallido tan furioso que, de habérselo lanzado un marciano a otro, ambos se habrían descorporizado al instante.
Smith anotó aquello como algo a ponderar y, si brotaba algún punto crítico culminante, como parecía ser el caso, decidir qué debía hacer para ayudar a su hermano. Luego miró a los demás.
Dorcas estaba saliendo de la piscina; parecía desconcertada y un tanto alterada, aunque no mucho; Smith pudo captar su confianza en Jubal. Larry estaba en el borde de la piscina, recién salido también; el agua goteaba de su cuerpo y colgaba en el aire. Larry no estaba turbado, sino excitado y complacido; su confianza en Jubal era absoluta. Miriam se hallaba cerca de él, y su humor se alineaba a medio camino entre el de Dorcas y el de Larry. Anne estaba de pie allá donde había permanecido sentada, revestida con aquel largo atavío del que no se había separado en todo el día. Smith no consiguió asimilar su estado de ánimo; captó en ella la fría e inflexible disciplina mental de un Anciano. Eso le sorprendió, ya que Anne siempre se había manifestado jovial, amable y cálidamente amistosa.
Observó que estaba mirando a Jubal con atención, preparada para ayudarle. ¡Lo mismo que Larry!… ¡Y Dorcas!… ¡Y Miriam! Con un repentino arrebato de catarsis empática, Smith comprendió que todos aquellos amigos eran hermanos de agua de Jubal… y, por lo tanto, de él. Aquella inesperada liberación de la ceguera lo sacudió hasta el punto de perder casi el anclaje en aquel lugar. Se tranquilizó tal como le habían enseñado e hizo una pausa para apreciarlos y entrar en comunión con todos, uno por uno y en conjunto.
Jill tenía un brazo pasado por encima del borde de la piscina y Smith supo que había estado buceando, comprobando que él se hallaba a salvo. Se había dado cuenta de su presencia cuando lo había hecho…, pero ahora comprendió que no sólo se había sentido inquieta por su seguridad; Jill sentía otra inquietud mucho mayor, una inquietud de la que no se vio aliviada tras comprobar que Smith se hallaba a salvo bajo el agua de vida. Eso le trastornó, y consideró la conveniencia de ir hasta ella y hacerle saber que estaba a su lado y que compartía con ella las dificultades.
Lo habría hecho si no hubiera experimentado una leve e inquietante sensación de culpabilidad: no estaba absolutamente seguro de que Jubal hubiera deseado que rondase por allí mientras su cuerpo permanecía oculto en el fondo de la piscina. Llegó a un compromiso diciéndose que compartiría sus dificultades…, y les informaría de su presencia sólo si se hacía imprescindible.
Smith contempló entonces al hombre que estaba bajando del aerocoche, captó sus emociones y retrocedió ante ellas, se obligó pese a todo a examinarlo minuciosamente, por dentro y por fuera.
En un bolsillo de extraña forma sujeto a su cinturón, el hombre llevaba una pistola.
Smith estuvo casi seguro de que era una pistola. La examinó con todo detalle, comparándola con las dos pistolas que había visto brevemente y cotejándola con lo que parecía ser la definición del Nuevo Diccionario Internacional de la Lengua Inglesa Webster, tercera edición, publicado en Springfield, Massachusetts.
Sí, se trataba de una pistola…, no sólo por la forma sino también por la malignidad que la envolvía e impregnaba. Smith bajó la vista a lo largo del cañón, comprendió cómo debía funcionar, y la maldad le devolvió la mirada.
¿Debía desviarla y enviarla a alguna otra parte, haciendo desaparecer así con ella su cualidad de no correcto? ¿Hacerlo antes de que el hombre acabara de salir del coche? Smith tuvo la sensación de que debería…, y sin embargo Jubal le había dicho, en una ocasión, que no realizase tal cosa con una pistola hasta que él le dijera que era el momento adecuado de hacerlo.
Ahora sabía que éste era verdaderamente un punto crítico culminante de necesidad…, pero decidió permanecer en equilibrio sobre este punto crítico hasta asimilarlo todo…, ya que era posible que Jubal, sabiendo que se acercaba un punto crítico, le hubiera enviado bajo el agua para impedirle actuar incorrectamente.
Esperaría…, pero mientras tanto no perdería de vista aquella arma y su cualidad incorrecta. Sin verse limitado ahora a dos ojos mirando en una sola dirección, capaz de ver todo su alrededor si era necesario, siguió vigilando la pistola y al hombre mientras entraba en el coche.
¡Más incorrecciones de las que hubiera creído posible! Había otros hombres ahí dentro, todos, salvo uno, precipitándose hacia la puerta. Sus mentes olían como una horda de khaughas que hubieran husmeado a una ninfa desprevenida…, y cada uno de ellos sostenía en su mano algo tremendamente incorrecto.
Como le había dicho Jubal, Smith sabía ahora que la forma nunca era un determinante primordial; era necesario ir más allá de la forma para asimilar. Su propio pueblo pasaba a través de cinco formas distintas e importantes: huevo, ninfa, pollo, adulto…, y Anciano, una vez se abandonaba la forma. Sin embargo, la esencia de un Anciano se configuraba ya en el huevo.
Aquellas cosas que llevaban los otros parecían pistolas. Pero Smith no estaba seguro de que lo fuesen; examinó una con mayor atención. Era mucho mayor que cualquier pistola de las que hubiera visto hasta entonces, su forma era muy distinta, y sus detalles resultaban diferentes por completo.
Pero era una pistola.
Examinó todas las demás, una por una, atentamente. Sí, eran pistolas.
El hombre que aún seguía sentado llevaba atada al cinto una más pequeña.
El propio coche tenía montadas en su interior dos pistolas enormes…, además de otras cosas que Smith no pudo asimilar pero que sintió que llevaban consigo una incorrección implícita.
Se detuvo y consideró seriamente la conveniencia de retorcer el coche, su contenido y todo lo demás…, dejándolo que desapareciese. Pero, además de su inhibición de toda la vida contra desperdiciar comida, se daba cuenta de que aún no había asimilado lo que estaba sucediendo. Mejor actuar lentamente, vigilar con cuidado y ayudar y compartir el punto crítico culminante según las directrices de Jubal…, y si la acción correcta para él consistía en permanecer pasivo, entonces regresar a su cuerpo cuando el punto crítico culminante hubiese pasado y discutir más tarde el asunto con Jubal.
Volvió a salir del coche y observó, escuchó y esperó.
El primer hombre que había salido estaba hablando con Jubal respecto a muchas cosas que Smith sólo pudo archivar sin asimilar: estaban más allá de su experiencia. Los otros individuos salieron y se desplegaron; Smith extendió su atención para vigilarlos a todos. El coche se elevó, retrocedió y se posó de nuevo, lo cual alivió a los seres sobre los que se había posado antes; Smith asimiló brevemente con ellos hasta donde se lo permitía su atención sobre todo lo demás, tratando de mitigar sus dolores.
El primer hombre tendió a Jubal unos papeles; éstos fueron pasados a Anne. Smith los leyó con ella. Reconoció los caracteres como palabras relativas a ciertos rituales humanos de curación y equilibrio, pero, puesto que sólo había tropezado con esos rituales en la biblioteca legal de Jubal, no intentó asimilarlos en este momento, en especial cuando vio que Jubal no se dejaba impresionar por ellos…, la incorrección estaba en alguna otra parte. Le encantó reconocer su propio nombre humano en dos de los papeles; siempre experimentaba un extraño estremecimiento de placer al leerlo, como si se encontrase en dos sitios distintos a la vez…, cosa imposible para cualquiera excepto para un Anciano.
Jubal y el primer hombre se dieron la vuelta y echaron a andar hacia la piscina, con Anne inmediatamente detrás. Smith relajó un poco su sentido del tiempo para verles avanzar más deprisa, manteniéndolo sólo lo suficientemente tenso como para poder observar cómodamente a todos los hombres a la vez. Dos de ellos se acercaron y flanquearon al pequeño grupo.
El primer hombre se detuvo cerca de sus amigos junto a la piscina, les echó una mirada, luego se sacó una foto del bolsillo, la examinó, miró a Jill. Smith captó que el miedo y la inquietud ascendían en ella y se puso muy alerta. Jubal le había dicho: «Proteja a Jill. No se preocupe si malgasta comida. No se preocupe de ninguna otra cosa. Sólo proteja a Jill».
Por supuesto, protegería a Jill bajo cualquier circunstancia, incluso arriesgándose a actuar erróneamente de alguna otra forma. Pero era bueno contar con el respaldo tranquilizador de Jubal; dejaba su mente íntegra y sosegada.
Cuando el primer hombre encañonó a Jill y los dos hombres que le flanqueaban se apresuraron a acercarse a ella con sus pistolas de gran incorrección en la mano, Smith se adelantó a través de su doble y aplicó a cada uno de los dos ese minúsculo retorcimiento que originaba su expulsión.
El primer hombre se quedó mirando el lugar donde habían estado los otros y llevó la mano a su pistola…, y desapareció también.
Los otros cuatro empezaron a acercarse. Smith no deseaba retorcerlos. Tenía la sensación de que Jubal se sentiría complacido si sólo los detenía. Pero detener una cosa, incluso un cenicero, significa trabajo…, y Smith no disponía de su cuerpo a mano. Un Anciano hubiera podido ocuparse de los cuatro sin problemas, pero Smith hizo lo que pudo, lo que tenía que hacer.
Cuatro ligeros roces…, desaparecieron.
Sintió una incorrección más intensa aún brotar del coche posado en el suelo más allá y se orientó hacia ella…, asimiló una rápida decisión, y coche y piloto desaparecieron.
Casi olvidó el coche que flotaba en patrulla de cobertura en el aire. Smith empezaba a relajarse después de haberse ocupado del coche en el suelo…, cuando de pronto notó que la sensación de incorrección aumentaba y alzó la vista.
El segundo coche descendía y se preparaba a aterrizar justo en el lugar donde estaba él.
Smith tensó su sentido del tiempo hasta su límite personal, fue al vehículo en el aire, lo inspeccionó cuidadosamente, asimiló que estaba repleto de una incorrección tan absoluta como el primero…, y lo lanzó a la nada. Luego regresó al grupo congregado junto a la piscina.
Todos sus amigos parecían muy excitados; Dorcas sollozaba y Jill la sujetaba y la calmaba. Sólo Anne parecía inmune a las emociones que Smith sentía agitarse a su alrededor. Pero la incorrección había desaparecido, toda, y con ella la inquietud que había turbado sus meditaciones antes. Sabía que Dorcas se repondría mucho más aprisa y mejor en manos de Jill que en las de ninguna otra persona…, Jill asimilaba siempre las inquietudes de los demás de una forma completa e inmediata. Algo alterado por las emociones a su alrededor, ligeramente aprensivo ante la posibilidad de no haber obrado correctamente en aquel punto crítico culminante —o de que Jubal pudiera asimilarlo así—, Smith decidió que ahora era libre de abandonar la superficie. Se deslizó de vuelta al interior de la piscina, encontró su cuerpo, asimiló que estaba tal y como lo había dejado, sin el menor daño…, y se introdujo de nuevo en él.
Consideró la posibilidad de contemplar los acontecimientos que habían configurado el punto crítico culminante y examinarlos en profundidad. Pero eran demasiado nuevos, demasiado recientes; no estaba preparado para englobarlos, no estaba preparado para alabar y apreciar a los hombres que se había visto obligado a trasladar. En vez de ello, reemprendió alegremente la tarea que había dejado en suspenso. «Sherbet»…, «Sherbetlee»…, «Sherbetzide»…
Había llegado a «Tinwork», y estaba a punto de examinar «Tiny», cuando captó que Jill se aproximaba. Desenrolló su lengua dentro de su boca y se preparó, ya que sabía que a su hermano Jill no le era posible permanecer mucho tiempo debajo del agua sin sufrir incomodidad.
Cuando ella le tocó, Smith tomó el rostro de Jill con ambas manos y la besó. Era algo que había aprendido a hacer muy recientemente y que aún no asimilaba del todo. Tenía todas las características del acercamiento de la ceremonia del agua. Pero había algo más también…, algo que deseaba asimilar en toda su perfecta plenitud.
Jubal Harshaw no esperó a que Gillian sacase de la piscina a su chico problema: dio instrucciones de que le administraran un sedante a Dorcas y se apresuró hacia su estudio, dejando a Anne para que le explicase (o no) los sucesos ocurridos en los últimos diez minutos.
—¡Primera! —gritó por encima del hombro.
Miriam se volvió y se situó a su altura.
—Supongo que yo debo ser «primera» —jadeó, casi sin aliento—. Pero, jefe, ¿qué demonios…?
—¡Ni una palabra, muchacha!
—Pero, jefe…
—He dicho que a callar. Miriam, dentro de una semana nos sentaremos tranquilamente y le pediremos a Anne que nos cuente lo que vimos realmente. Pero en este momento todo el mundo y sus primos empezarán a telefonear y los periodistas empezarán a bajar de los árboles…, y primero tengo que hacer unas cuantas llamadas. Necesito ayuda. ¿Eres del tipo de mujeres inútiles que se desmoronan cuando más falta hacen? Eso me recuerda… Toma nota de descontarle a Dorcas de la paga la parte de sueldo correspondiente al tiempo que ha perdido poniéndose histérica.
Miriam le miró boquiabierta.
—¡Jefe! ¡Atrévase a hacer eso, y cada uno de los que estamos aquí renunciará!
—Tonterías.
—Lo digo en serio. No la tome con Dorcas. Bueno, yo sería la histérica si ella no se me hubiera adelantado —y añadió—. Y creo que me estoy poniendo histérica ahora.
Harshaw sonrió.
—Inténtalo y te zurraré. Está bien, apunta a Dorcas para una prima por «servicios peligrosos». Poneos a todos para esa prima. Especialmente yo. Me la merezco.
—Está bien. Pero, ¿quién pagará su prima?
—Los contribuyentes, por supuesto. Hallaremos algún sistema de desgravar… ¡Maldita sea! —habían llegado a la puerta del estudio; el teléfono reclamaba ya su atención. Jubal se deslizó en el asiento y accionó el mando—. Harshaw al habla. ¿Quién diablos es usted?
—Ahórrate la rutina, doc —repuso alegremente un rostro—. Hace muchos años que no me asustas. ¿Cómo marcha todo?
Harshaw reconoció el rostro de Thomas Mackenzie, el director de producción de la New World Networks; se suavizó ligeramente.
—Bastante bien, Tom. Pero no puedo estar más agobiado, así que…
—¿Estás agobiado? Entonces prueba mi jornada de trabajo de cuarenta y ocho horas. Seré breve. ¿Sigues pensando que vas a tener algo para nosotros? No me importa lo caro del equipo que te he destinado; eso puedo mantenerlo. Pero el negocio es el negocio…, y estoy pagando a tres equipos completos sólo para que permanezcan atentos a tu señal. Quiero favorecerte en todo lo que me sea posible. Hemos utilizado montones de las cosas que nos has enviado en el pasado, y esperamos utilizar más en el futuro…, pero estoy comenzando a preguntarme qué voy a decirle a nuestro auditor.
Harshaw se lo quedó mirando fijamente.
—¿No consideras suficiente esa transmisión en directo que acabas de recibir para justificar los gastos?
—¿Qué transmisión en directo?
Unos minutos más tarde Harshaw decía adiós y cortaba la comunicación, tras convencerse de que la New World Networks no había visto nada de los últimos acontecimientos desarrollados en su casa. Eludió las preguntas de Mackenzie al respecto, porque estaba descorazonadoramente seguro de que una relación verbal de lo ocurrido convencería a Mackenzie de que el pobre viejo Harshaw se había hecho finalmente pedazos. Y Harshaw no podría reprochárselo.
En vez de eso acordaron que, si no ocurría nada de valor que pudieran captar en el plazo de las próximas veinticuatro horas, la New World cortaría la conexión y se llevaría cámaras y equipo.
Cuando la pantalla quedó libre, Harshaw ordenó a Miriam:
—Búscame a Larry. Dile que me traiga ese botón del pánico…, probablemente lo tiene Anne. —Luego hizo otra llamada, seguida por una tercera. Para cuando se presentó Larry, Harshaw se había convencido ya de que ninguna cadena de noticias estaba mirando cuando los hombres de los Servicios Especiales intentaron invadir su casa. No valía la pena comprobar si las dos docenas de mensajes «retenidos» que había grabado recientemente habían sido enviados; su entrega dependía de la misma señal que no había conseguido llegar a los canales de noticias.
Cuando se apartó del teléfono, Larry le tendió el enlace de radio portátil del «botón del pánico».
—¿Quería esto, jefe?
—Sólo para burlarme de él, puesto que él se ha burlado de nosotros. Larry, que esto nos sirva de lección: no confíes nunca en ninguna maquinaria que sea más complicada que un cuchillo y un tenedor.
—De acuerdo. ¿Algo más?
—Larry, ¿hay algún medio de repasar ese trasto y ver si funciona correctamente? Sin sacar de la cama a la gente de tres cadenas de noticias, quiero decir.
—Claro que sí. Los técnicos que instalaron el transmisor-receptor en el taller lo dotaron de un interruptor para eso. Se acciona el interruptor, se oprime el botón, y se enciende una luz. Si se desea una comprobación completa, uno llama simplemente desde el aparato y les dice que desea una comprobación en toda regla hasta las cámaras y de vuelta al monitor.
—Supongamos que la prueba demuestra que la transmisión no llega. Si el problema está aquí, ¿puedes localizar lo que está mal?
—Bueno, quizá —repuso Larry, dubitativo—, si no se tratara más que de una conexión suelta. Pero Duque es el experto en electrónica… yo soy más bien del tipo intelectual.
—Ya lo sé, hijo… A mí tampoco se me dan bien las cuestiones prácticas. En fin, haz lo que puedas. Y hazme saber lo que consigues.
—¿Algo más, Jubal?
—Sí, si ves al tipo que inventó la rueda, envíamelo; quiero darle un pedazo de mi mente. ¡Entrometido!
Jubal pasó los siguientes minutos en contemplación umbilical. Consideró la posibilidad de que Duque hubiera saboteado el «botón del pánico», pero desechó la idea como una pérdida de tiempo, si no como algo completamente inútil. Se permitió a sí mismo preguntarse por unos instantes qué había ocurrido realmente en su jardín, y cómo se las había arreglado el muchacho para hacer lo que había hecho… desde tres metros por debajo del agua. Porque no le cabía la menor duda de que el Hombre de Marte estaba detrás de aquellos imposibles juegos de prestidigitación.
De acuerdo, lo que había presenciado el día anterior en su propio estudio era tan intelectualmente pasmoso como estos últimos acontecimientos…, pero el impacto emocional era algo completamente distinto. Un ratón era un milagro de la biología tan importante como un elefante; sin embargo, había una importante diferencia…, un elefante era mucho más grande.
Ver que una caja vacía, puro desecho, desaparecía en medio del aire, implicaba lógicamente la posibilidad de que un aerotransporte lleno de hombres pudiera desvanecerse del mismo modo; pero uno de los dos acontecimientos era una patada en los dientes…, el otro no.
Bueno, no iba a desperdiciar sus lágrimas con esos cosacos. Jubal admitía que los polis, como tales polis, no tenían nada de malo; había conocido a un cierto número de polis honestos en su vida…, e incluso a un alguacil sobornable que merecía algo más que ser apagado de un soplido como una vela. La Guardia Costera era un espléndido ejemplo de lo que los polis deberían ser y frecuentemente eran.
Pero para pertenecer a los Servicios Especiales un hombre debía tener latrocinio en el corazón y sadismo en el alma. Gestapo. Tropas de asalto al servicio de cualquier político que estuviese en el poder. Jubal añoraba los buenos y viejos días en los que un abogado podía citar la Declaración de Derechos sin temor a que alguna estratagema solapada de la Federación le derrotara.
No importaba… ¿Qué sucedería lógicamente a continuación? Desde luego, el grupo de Heinrich debía estar en contacto constante con su base; ergo, su pérdida sería observada, aunque sólo fuera por su silencio. Más miembros del Servicio Especial irían a echar una mirada…, probablemente ya estarían en camino si el segundo aerocoche había sido guillotinado en pleno informe de la acción.
—Miriam…
—Sí, jefe.
—Quiero aquí enseguida a Mike, Jill y Anne. Luego encuentra a Larry, en el taller probablemente, meteos ambos en la casa y cerrad con llave todas las puertas y ventanas de la planta baja.
—¿Más complicaciones?
—Muévete, muchacha.
Si aquellos monos de los Servicios Especiales se presentaban —mejor dicho, cuando se presentasen—, probablemente no traerían duplicados de las órdenes de busca y captura. Si su jefe era tan estúpido como para irrumpir por la fuerza en una casa cerrada sin una orden, bueno, entonces podría soltar a Mike sobre ellos. Pero había que poner coto a aquella guerra ciega…, lo cual equivalía a decir que Jubal tenía que llegar hasta el secretario general.
¿Cómo? ¿Llamando de nuevo al Palacio Ejecutivo? Era muy posible que Heinrich hubiese dicho la verdad cuando afirmó que cualquier nuevo intento por su parte iría simplemente a parar a él…, o al jefe de los Servicios Especiales que estuviese calentando su silla ahora que Heinrich no la necesitaría de nuevo. ¿Y bien? Seguro que les sorprendería el tener a un hombre a cuya casa habían enviado un grupo de efectivos para arrestarlo llamándoles cara a cara por teléfono, con rostro blando…, eso quizá le permitiera llegar hasta la cumbre, hasta el comandante Comosellame, aquel sujeto con rostro de hurón bien alimentado, Twitchell. Y seguro que el oficial al mando de las hordas de los Servicios Especiales tendría acceso al jefe supremo.
No, no servía. Hay que pensar en las razones que hacen saltar a la rana. Sería malgastar aliento el decirle a un tipo que cree en las pistolas que tú posees algo mejor que las pistolas y que él no puede arrestarte y que será mejor que deje de intentarlo. Twitchell seguiría arrojando hombres y pistolas contra ellos hasta que se le agotasen las existencias de ambas cosas…, pero nunca admitiría que era incapaz de arrestar a un hombre cuya localización era conocida.
Bueno, cuando no puedes utilizar la puerta principal, te deslizas por la trasera: política elemental. Maldita sea, necesitaba a Ben Caxton…, Ben sabría quién tenía las llaves de la puerta de atrás, y seguro que Jubal conocería a alguien que le conocía.
Pero la ausencia de Ben era el motivo principal de aquella estúpida carrera de asnos. Puesto que no podía preguntarle a Ben, ¿a quién conocía que pudiera saberlo?
¡Maldito imbécil, acababa de hablar con esa persona! Jubal regresó al teléfono y trató de ponerse en contacto de nuevo con Tom Mackenzie. Tuvo que atravesar sólo tres capas de interferencias, cada una de las cuales le conocía y le franqueó rápidamente el paso. Mientras estaba haciendo esto, su personal, junto con el Hombre de Marte, entraron en el estudio; Jubal los ignoró, y se sentaron; Miriam hizo una pausa para escribir en un bloc de notas y mostrárselo: «Puertas y ventanas cerradas».
Jubal asintió con la cabeza y escribió debajo: «Larry: ¿el botón del pánico?». Luego se dirigió a la pantalla:
—Tom, lamento molestarte otra vez.
—Es un placer, Jubal.
—Tom, si quisieras hablar con el secretario general Douglas, ¿cómo te las ingeniarías?
—¿Eh? Telefonearía a su secretario de Prensa, Jim Sanforth. O posiblemente a Jock Dumont, según lo que quisiera. Pero no hablaría con el secretario general; Jim se encargaría de todo.
—Pero supongamos que desearas hablar personalmente con Douglas.
—Bueno, le diría a Jim que lo arreglase. Aunque supongo que sería mucho más rápido contarle a Jim mi problema; podrían pasar un día o dos antes de que consiguiera meterme…, e incluso entonces podría verme rebotado por algo más urgente. Mira, Jubal, la cadena es útil a la Administración…, y nosotros lo sabemos y ellos lo saben. Pero no presumimos de ello innecesariamente.
—Tom, supongamos que fuese necesario. Supongamos que tuvieras que hablar con Douglas. Ahora. No la semana próxima. En un plazo de diez minutos.
Mackenzie alzó las cejas.
—Bueno…, si tuviera que hacerlo, le explicaría a Jim por qué es tan urgente…
—No.
—Sé razonable.
—No. Simplemente no puedo. Imagínate que has sorprendido a Jim Sanforth robándole las cucharillas, de modo que no puedes explicarle a él cuál es la emergencia. En cambio, deseas contárselo a Douglas de inmediato.
Mackenzie suspiró.
—Supongo que le diría a Jim que me era imprescindible hablar con el jefe…, y que, si no se me ponía en contacto con él de inmediato, la Administración no obtendría en el futuro ni el más remoto asomo de ayuda por parte de la cadena. Educadamente, por supuesto. Pero le haría entender que estaba hablando en serio. Sanforth no es ningún estúpido; nunca serviría su cabeza en bandeja.
—De acuerdo, Tom: hazlo.
—¿Eh?
—Deja esta línea abierta. Llama al Palacio por otro aparato…, y ten a tus muchachos preparados para pasarme de inmediato la comunicación. ¡Tengo que hablar con el secretario general ahora mismo!
Mackenzie pareció apenado.
—Jubal, viejo amigo…
—Eso quiere decir que no vas a hacerlo.
—Eso quiere decir que no puedo hacerlo. Has imaginado una situación hipotética en la cual un, perdóname, jefe ejecutivo de una cadena de noticias intercontinental puede hablar directamente con el secretario general bajo condiciones de extrema necesidad. Pero no puedo facilitar esa entrada a nadie más. Mira, Jubal, te respeto. Además, tú eres probablemente cuatro de los seis escritores más populares vivos hoy en día. La cadena odiaría perderte, y somos dolorosamente conscientes de que nunca nos has permitido ni nos permitirás que te liguemos bajo un contrato. Pero no puedo hacer lo que me pides, ni siquiera para complacerte. Uno no se pone en contacto telefónico con el jefe del Gobierno del mundo a menos que sea él quien desee hablar contigo.
—Supongamos que firmo un contrato en exclusiva por siete años.
Mackenzie dio la impresión de sufrir un repentino dolor de muelas.
—Seguiría sin poder hacerlo. Yo perdería mi trabajo…, y tú tendrías que cumplir el contrato.
Jubal meditó la conveniencia de llamar a Mike ante el aparato y presentárselo. Descartó de inmediato la idea. Los propios programas de Mackenzie eran los que habían puesto en antena las entrevistas con el falso «Hombre de Marte»…, y o bien Mackenzie era deshonesto y estaba metido en el asunto…, o era honesto, como Jubal creía que era, y entonces simplemente no creería que había sido engañado.
—Está bien, Tom, no voy a retorcerte el brazo. Pero tú sabes mejor que yo cómo abrirte camino por los entresijos gubernamentales. ¿Quién llama a Douglas siempre que quiere…, y consigue hablar con él? No me refiero a Sanforth.
—Nadie.
—¡Maldita sea, ningún hombre vive en una campana de vacío! Tiene que haber al menos una docena de personas que puedan telefonearle y no ser barridas a un lado por un secretario.
—Algún miembro de su gabinete, supongo. Y no todos ellos.
—Por mi parte no conozco a ninguno; he estado fuera de contacto con esos ambientes. Tampoco me refería a políticos profesionales. ¿Quien le conoce lo suficiente como para llamarle por la línea privada e invitarle a una partida de póquer?
—Hum…, supongo que no es eso lo que deseas, ¿verdad? Jugar al póquer, quiero decir. En fin, tenemos a Jake Allenby. No el actor, el otro Jake Allenby. El del petróleo.
—Le conozco. No le caigo simpático. Y él no me cae simpático a mí tampoco. Y lo sabe.
—Douglas no tiene muchos amigos íntimos. Su esposa más bien los desanima. Veamos, Jubal…, ¿qué te parece la astrología?
—Nunca he tocado eso. Prefiero el coñac.
—Bueno, eso es cuestión de gustos. Pero…, escucha, Jubal, si se te escapa una sola palabra a alguien de lo que voy a decirte, abriré de oreja a oreja tu mentirosa garganta con uno de tus propios manuscritos.
—Anotado. Conforme. Adelante.
—Bien. Agnes Douglas sí que toca eso…, y sé dónde obtiene su mercancía. Su astróloga puede llamar a la señora Douglas en cualquier momento…, y créeme, la señora Douglas tiene acceso a la oreja del secretario general siempre que quiere. Puedes llamar a su astróloga…, y el resto es cosa tuya.
—No recuerdo ningún astrólogo en mi lista de felicitaciones de Navidad —murmuró Jubal, dubitativo—. ¿Cómo se llama el tipo?
—Es una mujer. Y puedes intentar cruzar su palma con plata, siempre que la denominación sea convincente. Se llama Madame Alexandra Vesant. Centralita de Washington. Es V-E-S-A-N-T.
—Ya lo tengo —dijo Jubal, alegre—. Tom, te debo un gran favor.
—Espero que sí. ¿Habrá algo pronto para la cadena?
—Aguarda —Jubal miró la nota que Miriam le había puesto hacía unos momentos junto a su codo. Leyó: «Larry dice que el transmisor-receptor no transmite. No sabe por qué». Continuó—. Esa transmisión en directo de antes falló por avería del transmisor de aquí…, y no tengo a nadie que pueda repararlo.
—Enviaré a alguien.
—Gracias. Doblemente agradecido.
Jubal cortó la llamada, estableció otra de persona a persona y dio instrucciones al operador para que utilizara el sistema codificado si el otro aparato estaba equipado para recibirlo. Para su sorpresa, no lo estaba. Los dignificados rasgos de Madame Vesant aparecieron en la pantalla. Jubal le sonrió y saludó:
—¡Hey, muchacha!
Ella pareció sorprendida, luego le miró con mayor atención.
—¡Vaya, pero si es doc Harshaw, el viejo bergante en persona! Que el Señor te proteja, no sabes lo que me alegra verte. ¿Dónde has estado oculto?
—Ahí precisamente, Becky…, oculto. Tengo a los payasos tras mis talones.
Becky Vesey no preguntó por qué; respondió al instante:
—¿En qué puedo ayudarte? ¿Necesitas dinero?
—Tengo todo el dinero que puedo necesitar, Becky, muchas gracias. El dinero no me ayudará; estoy en problemas mucho más serios que eso…, y no creo que nadie pueda ayudarme excepto el propio secretario general en persona, el señor Douglas. Necesito hablar con él de inmediato. Ahora mismo…, o incluso antes.
La mujer adoptó una expresión circunspecta.
—Eso es pedir mucho, doc.
—Ya lo sé, Becky…, porque llevo una semana tratando de llegar hasta él sin conseguir nada. Pero no quiero mezclarte en esto, Becky…, porque, muchacha, ardo más que un tronco al rojo. Simplemente se me ocurrió que tal vez pudieras aconsejarme…, quizá proporcionándome un número de teléfono desde el que pudiera ponerme en comunicación con él. Pero no quiero que te mezcles en ello personalmente. Podrías salir perjudicada…, y nunca sería capaz de mirar al Profesor a los ojos de nuevo…, que en paz descanse.
—¡Sé que el profesor querría que lo hiciese! —exclamó la mujer con voz firme—. Así que deja de decir tonterías, doc. El Profesor siempre juraba que eras el único aserrahuesos capaz de cortar artísticamente en pedazos a una persona; los demás eran carniceros. Jamás olvidó lo de aquella vez en Elkton.
—Vamos, Becky, no saques eso a relucir. Se me pagaron los servicios.
—Salvaste su vida.
—No hice tal cosa. Fue su recia constitución y su voluntad de vivir…, y tus cuidados.
—Hum. Doc, estamos perdiendo el tiempo. ¿Hasta qué punto ardes como un tronco al rojo?
—Han tirado todos los escrúpulos por la borda y se han lanzado tras de mí…, y todos los que se encuentren cerca de mí resultarán salpicados. Hay una orden de arresto contra mí…, una orden de la Federación, y saben dónde estoy, y no puedo huir. Se presentarán de un momento a otro…, y Douglas es la única persona que puede pararlo.
—Serás liberado. Te lo garantizo.
—Becky…, estoy seguro de que lo harías. Pero eso podría tomar algunas horas. Me temo que se trate del «cuarto trasero», Becky. Soy demasiado viejo para una sesión en el cuarto trasero.
—Pero… ¡Oh, Dios mío! ¿No puedes darme más detalles? Establecería un horóscopo, y así sabrías qué hacer. Eres Mercurio, por supuesto, ya que eres médico. Pero si supiese en qué casa mirar para descubrir cuál es tu problema, podría hacerlo mejor.
—No hay tiempo para eso, muchacha. Pero gracias —Jubal pensó rápidamente. ¿En quién confiar? ¿Y cuándo?—. Becky, saber eso podría ponerte en el mismo problema en que me encuentro yo ahora…, a menos que convenza al señor Douglas.
—Cuéntamelo, doc. Todavía no he puesto pies en polvorosa ante ninguna dificultad…, y tú lo sabes.
—De acuerdo. Así que soy «Mercurio». Pero el problema reside en Marte.
La mujer le miró agudamente.
—¿Cómo?
—Habrás visto las noticias. Sabes que se supone que el Hombre de Marte está tomándose un retiro en alguna parte en lo alto de los Andes. Bueno, pues no es así. Eso no es más que una patraña para engañar a los tontos.
Becky pareció sorprenderse, pero no tanto como Jubal había esperado.
—¿Y dónde figuras tú en todo esto, doc?
—Becky, en este triste planeta hay gente que está deseando echarle la mano encima a ese muchacho. Quieren utilizarlo, convertirlo en un pelele que haga lo que ellos quieran. Pero es mi cliente, y no estoy dispuesto a consentirlo, si puedo impedirlo de algún modo. Y mi única posibilidad es hablar con el señor Douglas en persona, cara a cara.
—¿El Hombre de Marte es tu cliente? ¿Puedes entregarlo?
—Sí. Pero sólo al señor Douglas. Ya sabes cómo son estas cosas, Becky…, el alcalde puede ser un tipo estupendo, cariñoso con los niños y con los perros, pero no ha de saber necesariamente todo lo que hacen los payasos de su ciudad en su nombre…, sobre todo si éstos arrastran a un hombre dentro y se lo llevan al cuarto trasero.
Ella asintió con la cabeza.
—Yo también he tenido problemas con los polis. ¡Los polis!
—Así que necesito desesperadamente hablar con el señor Douglas antes de que sea a mí a quien arrastren ahí dentro.
—¿Todo lo que deseas es hablar con él por teléfono?
—Sí. Si puedes conseguirlo. Mira, dale mi número…, y yo aguardaré aquí sentado, confiando en que llegue su llamada…, hasta que me cojan. Si no puedes arreglarlo…, gracias de todas formas, Becky, muchas gracias. Sabré que lo intentaste.
—¡No cortes la comunicación! —dijo ella secamente.
—¿Eh?
—Manten el circuito, doc, mientras veo qué puedo hacer. Si tengo un poco de suerte, pueden enlazar la comunicación a través de este mismo teléfono y ahorrar tiempo. Así que espera un momento.
Madame Vesant abandonó la pantalla sin decir adiós y llamó a Agnes Douglas. Habló con tranquila confianza, señalando a Agnes que ése era precisamente el desarrollo de los acontecimientos predicho por las estrellas…, y exactamente en el momento previsto. Ahora había llegado el momento crítico en el que Agnes debía guiar y sostener a su esposo, utilizando toda su sabiduría femenina y su talento para hacer que actuase con sensatez y sin demora.
—Agnes querida, esta configuración no se repetirá en un millar de años…, Marte, Venus y Mercurio en trino perfecto, justo en el momento en que Venus alcanza el meridiano, lo cual hace a Venus dominante. Así que, como puede ver…
—Allie, ¿qué me dicen las estrellas que haga? Ya sabe que no entiendo la parte científica.
Aquello no resultaba en absoluto sorprendente, puesto que la relación descrita no estaba presente por el momento; Madame Vesant no había tenido tiempo de calcular un nuevo horóscopo y estaba improvisando. Pero eso no la preocupaba; estaba diciendo una «verdad superior», daba un buen consejo y ayudaba a sus amigos. Ser capaz de ayudar a dos amigos al mismo tiempo llenaba a Becky Vesey de felicidad.
—Oh, querida, de veras la entiende, ha nacido con un talento para ello. Usted es Venus, como siempre, y Marte está reforzado, tanto por su esposo como por ese joven Smith, durante la duración de esta crisis. Mercurio es el doctor Harshaw. Para compensar el desequilibrio originado por el refuerzo de Marte, Venus debe sostener a Mercurio hasta que la crisis haya pasado. Pero tiene usted poco tiempo para ello; la influencia de Venus aumenta hasta alcanzar el meridiano a sólo siete minutos de este momento…, tras lo cual esa influencia declinará. Debe usted actuar rápidamente.
—Hubiera debido advertirme antes.
—Querida, he estado esperando aquí junto al teléfono durante todo el día, preparada para actuar al instante. Las estrellas nos dicen la naturaleza de cada crisis, pero nunca nos dan detalles. Sin embargo, todavía hay tiempo. Tengo al doctor Harshaw aguardando al teléfono aquí; todo lo que necesitamos ahora es poner a los dos hombres cara a cara…, si es posible antes de que Venus llegue al meridiano.
—Bueno… De acuerdo, Allie. Tendré que sacar a Joseph de alguna estúpida conferencia, pero lo haré. Mantenga abierta esta línea. Déme el número del teléfono en el que tiene a ese doctor Rackshaw…, ¿o puede transferir la llamada aquí?
—Puedo hacer las conexiones desde aquí. Simplemente traiga al señor Douglas. Dése prisa, querida.
—Lo haré.
Cuando el rostro de Agnes Douglas abandonó la pantalla, Becky fue a un tercer teléfono. Su profesión requería un amplio servicio telefónico; era el principal gasto del negocio. Tarareando alegremente, llamó a su agente de bolsa.
Cuando Madame Vesant abandonó la pantalla, Jubal se reclinó hacia atrás en su asiento.
—Primera —dijo.
—A la orden, jefe —respondió de inmediato Miriam.
—Esto es para el grupo de «Experiencias reales». Especifica que la narradora debe tener una voz sexy de contralto…
—Quizá debiera probar yo.
—No tan sexy. Cállate. Busca en esa lista de apellidos tontos que sacamos de la Oficina del Censo, elige uno y colócale delante un nombre de pila inocente, de mamífero, como seudónimo. Un nombre femenino que termine en «a»…, eso siempre sugiere un trofeo deportivo con copa incluida.
—¡Uf! Y ninguna de nosotras tiene nombre acabado en «a». ¡Parásito!
—Vaya, así que sois un hatajo de puritanas de pecho plano, ¿eh? «Ángela». Su nombre es «Ángela». Título: «Me casé con un marciano». Principio: «Durante toda mi vida deseé ardientemente llegar a ser astronauta. Punto y aparte. Cuando no era más que una cosita pequeña, con pecas en la nariz y estrellas en los ojos, coleccionaba las tapas de las cajas de cereal lo mismo que mis hermanos…, y lloraba cuando mamá no me dejaba irme a la cama con mi casco de cadete del espacio. Punto y aparte. En aquellos días de despreocupada infancia, jamás llegué a soñar a qué extraño y agridulce destino iba a conducirme mi ambición de chiquilla…»
— ¡Jefe!
—¿Sí, Dorcas?
—Aquí llegan dos transportes más.
Jubal saltó de la silla del teléfono.
—Continuaremos luego. Miriam, siéntate al teléfono —fue a la ventana, observó los dos aerocoches que había divisado Dorcas, decidió que podían ser transportes policiales y que era muy probable que aterrizaran en su propiedad—. Larry, atranca la puerta de esta habitación. Anne, ponte la toga. Obsérvales, pero permanece alejada de la ventana; quiero que piensen que la casa está vacía. Jill, usted permanezca cerca de Mike y no le deje hacer ningún movimiento apresurado. Mike, usted haga tan sólo lo que le diga Jill.
—Sí, Jubal. Lo haré.
—Jill, no lo suelte a menos que sea necesario. Quiero decir… para que ninguno de nosotros reciba un disparo. Si revientan las puertas, dejémosles…, espero que lo hagan. Jill, si es necesario, preferiría que el chico se encargara sólo de las pistolas y no de los hombres.
—Sí, Jubal.
—Asegúrese de que lo comprende. Esta liquidación indiscriminada de polis debe terminar.
—¡Teléfono, jefe!
—Ahora voy —Jubal se dirigió sin apresurarse de vuelta al teléfono—. Todo el mundo fuera del campo visual del aparato. Dorcas, puedes ir a echar una cabezada. Miriam, toma nota de otro título para más adelante: «Me casé con un humano» —se deslizó en la silla que Miriam había dejado libre y dijo—. ¿Sí?
Un hombre flácidamente apuesto le miró desde la pantalla.
—¿Doctor Harshaw?
—Sí.
—Por favor, espere. El secretario general hablará con usted —el tono implicaba que se preveía una genuflexión.
—Está bien.
La pantalla osciló, luego se reafirmó sobre la despeinada imagen de su excelencia el honorable Joseph Edgerton Douglas, secretario general de la Federación Mundial de Naciones Libres.
—¿Doctor Harshaw? Tengo entendido que necesita hablar usted conmigo. Adelante, suelte lo que sea.
—No, señor.
—¿Eh? Pero entendí…
—Permítame replantear la frase de una manera más correcta, señor secretario. Usted necesita hablar conmigo.
Douglas pareció sorprendido, luego sonrió.
—Parece estar demasiado seguro de sí mismo, ¿no cree? Bien, doctor, dispone usted exactamente de diez segundos para demostrar eso. Tengo otras cosas que hacer.
—Muy bien, señor. Soy el abogado del Hombre de Marte.
De pronto Douglas dejó de parecer despeinado.
—Repita eso.
—Soy el abogado de Valentine Michael Smith, conocido como el Hombre de Marte. Su abogado con plenos poderes. De hecho, puede ayudar mucho el considerarme de facto como el embajador de Marte…, es decir, de acuerdo con el espíritu de la Resolución Larkin.
Douglas le miró fijamente.
—¡Amigo, debe usted de estar loco!
—Eso es algo que he pensado bastante a menudo últimamente. Pese a todo, actúo en representación del Hombre de Marte. Y está dispuesto a negociar.
—El Hombre de Marte se encuentra en Ecuador.
—Por favor, señor secretario. Ésta es una conversación privada. Smith…, el auténtico Valentine Michael Smith, no el que apareció en las noticias televisadas, escapó de su confinamiento, un confinamiento ilegal, debo añadir, en el Centro Médico de Bethesda, el jueves pasado, en compañía de la enfermera Gillian Boardman. Conservó su libertad y ahora es libre…, y lo seguirá siendo. Si algún miembro de su amplio personal de ayudantes le ha contado alguna otra cosa, entonces alguien le ha estado mintiendo…, y éste es el motivo de que ahora yo esté hablando con usted. A fin de darle la oportunidad de enderezar las cosas.
Douglas adoptó una expresión reflexiva. Al parecer alguien le dijo algo desde un punto fuera de la pantalla, pero ninguna de esas palabras llegó hasta el teléfono. Al fin dijo:
—Aunque lo que usted dice fuera cierto, doctor, no se halla en posición de hablar en nombre del joven Smith. Se encuentra bajo la custodia del Estado.
Jubal negó con la cabeza.
—Imposible. La Resolución Larkin…
—Vamos, vamos, yo también soy abogado, y le aseguro…
—Y yo, como abogado también, debo atenerme a mi propio criterio…, y proteger a mi cliente.
—¿Es usted abogado? Creí que había dado a entender que actuaba como apoderado, antes que como consejero legal.
—Las dos cosas. Descubrirá usted que soy abogado en ejercicio, con poderes para ejercer mi práctica incluso ante el Tribunal Supremo. No suelo prodigarme mucho últimamente, pero lo soy.
Jubal oyó un golpe sordo procedente del piso bajo y miró hacia un lado. Larry susurró:
—La puerta de entrada, creo, jefe… ¿Voy a echar un vistazo?
Jubal negó con la cabeza y se dirigió a la pantalla.
—Señor secretario, mientras jugamos a las evasivas se nos está acabando el tiempo. En estos momentos sus hombres…, sus rufianes de los Servicios Especiales…, están irrumpiendo por la fuerza en mi casa. Es de lo más desagradable que uno se halle bajo asedio en su propia casa. Ahora, por primera y última vez, ¿quiere por favor terminar con ese desagradable incidente? ¿Para que podamos negociar de una forma pacífica y equitativa? ¿O prefiere que dirimamos este enojoso asunto ante el Tribunal Supremo, con toda la hediondez y el escándalo que ello comportará?
El secretario general pareció consultar de nuevo con alguien situado fuera de la pantalla. Se volvió hacia ésta, con expresión turbada.
—Doctor, si la policía de los Servicios Especiales está tratando de arrestarle, eso es nuevo para mí. No veo…
—Si escucha atentamente, podrá oírles patear mientras suben la escalera, señor. ¡Mike! ¡Anne! Venid aquí —Jubal retiró su silla hacia atrás para permitir que el ángulo de la cámara incluyera a los tres—. Señor secretario general Douglas…, ¡el Hombre de Marte! —por supuesto no presentó a Anne, pero ella y su blanca toga de probidad quedaban bien a la vista.
Douglas miró fijamente a Smith; éste le devolvió la mirada y pareció inquieto.
—Jubal…
—Un momento, Mike. ¿Y bien, señor secretario? Sus hombres han violentado mi domicilio…, les oigo golpear la puerta de mi estudio en estos momentos —Jubal volvió la cabeza—. Larry, abre la puerta. Déjales entrar —apoyó una mano en el hombro de Mike—. No se excite, muchacho, y no haga nada a menos que yo se lo diga.
—Sí, Jubal. Ese hombre. Le conozco.
—Y él le conoce a usted —hablando por encima del hombro, Jubal se dirigió hacia la puerta ahora abierta—. Entre, sargento. Por aquí.
El sargento de los Servicios Especiales que estaba en el umbral, con la pistola antidisturbios preparada en la mano, no entró. En vez de ello llamó hacia fuera:
—¡Mayor! ¡Están aquí!
—Permítame hablar con el oficial al mando de ese grupo, doctor —pidió Douglas. Habló de nuevo hacia fuera de la pantalla.
Jubal se sintió aliviado cuando vio que el mayor al que había llamado el sargento aparecía con su arma aún enfundada en su costado; el hombro de Mike no había dejado de temblar bajo su mano desde el instante mismo en que la pistola del sargento se hizo visible…, y, aunque Jubal no albergaba ningún amor fraternal hacia aquellos polis, tampoco quería que Smith desplegase sus poderes… y originara preguntas embarazosas.
El mayor miró a su alrededor.
—¿Es usted Jubal Harshaw?
—Sí. Venga aquí. Su jefe quiere verle.
—Olvídelo. Usted venga aquí. También estoy buscando a…
—¡Venga aquí! El secretario general en persona desea intercambiar unas palabras con usted…, por este teléfono.
El mayor de los Servicios Especiales pareció sorprendido, luego entró en el estudio, rodeó el escritorio de Jubal, vio la pantalla…, la miró, se puso bruscamente en posición de firmes y saludó. Douglas asintió con la cabeza.
—Nombre, graduación y servicio.
—Mayor D. C. Bloch, Escuadrón Cheerio de los Servicios Especiales, enclave Maryland.
—Ahora dígame qué está haciendo ahí, y por qué.
—Señor, es más bien complicado. Yo…
—Entonces descomplíquelo para mí. Hable, mayor.
—Sí, señor. Vine aquí cumpliendo órdenes. Verá…
—No veo nada.
—Bien, señor, hará cosa de hora y media fue enviado un pelotón volante aquí para efectuar varios arrestos. No informaron cuando hubieran debido hacerlo, y cuando no pudimos contactar con ellos por radio fui enviado con el pelotón de reserva para buscarles y ayudarles si lo necesitaban.
—¿Quién ordenó eso?
—El comandante en jefe, señor.
—¿Y encontró al otro pelotón?
—No, señor. Ni el menor rastro de ellos.
Douglas miró a Harshaw.
—Consejero, ¿sabe usted algo de ese pelotón?
—No forma parte de mis deberes seguir el rastro a sus servidores, señor secretario. Quizá les dieron una dirección equivocada. O simplemente se perdieron.
—Resulta difícil considerar esto como una contestación a mi pregunta.
—Lo expresa usted muy correctamente, señor. No estoy siendo interrogado. Ni lo seré, excepto a través del proceso adecuado. Estoy actuando en nombre de mi cliente; no me hallo bajo la custodia de estas, hum, personas uniformadas. Pero sugiero, por lo que he visto de ellas, que tal vez no sean capaces de encontrar un cerdo en una bañera.
—Hum… es posible. Mayor, reúna a sus hombres y regrese. Confirmaré la orden a través de los canales adecuados.
—¡Sí, señor! —el mayor saludó.
—¡Un momento! —dijo Harshaw secamente—. Estos hombres han entrado en mi casa utilizando la fuerza. Exijo ver su orden judicial.
—Oh. Mayor, enséñele su orden de busca y captura.
El mayor Bloch se volvió rojo ladrillo.
—Señor, las órdenes las llevaba el agente que me precedió. El capitán Heinrich. El que ha desaparecido.
Douglas le miró fijamente.
—Joven… ¿me está diciendo que irrumpió en el domicilio de un ciudadano sin una orden judicial?
—Pero… ¡señor, no ha entendido! Había una orden…, hay unas órdenes. Yo las vi. Pero, por supuesto, el capitán Heinrich se las llevó. Señor.
Douglas se limitó a seguirle mirando.
—Regrese. Póngase bajo arresto cuando llegue allí. Le veré después.
—Sí, señor.
—Alto —exigió Harshaw—. Bajo las actuales circunstancias, no puedo dejar que se marche. Ejerzo mi derecho para efectuar un arresto de ciudadano. Lo tomo bajo mi custodia y lo acuso formalmente en nombre de esta ciudad y lo alojo en nuestro calabozo local. «Irrupción en un domicilio particular sin autorización, armado y con violencia».
Douglas parpadeó pensativamente.
—¿Es necesario, señor?
—Creo que sí. Es terriblemente difícil dar con esos tipos cuando uno los necesita…, así que no deseo que éste abandone nuestra jurisdicción local. Además, aparte las cuestiones criminales, todavía no he tenido oportunidad de evaluar los daños causados a mi propiedad.
—Tiene usted mi seguridad, señor, de que se le compensará por completo.
—Gracias, señor. Pero, ¿qué puede impedir que se presente otro payaso uniformado dentro de veinte minutos, esa vez quizá con una orden? ¡Bueno, ni siquiera tendría necesidad de echar la puerta abajo! Mi castillo continúa violado, abierto a cualquier intruso. Señor secretario, sólo los pocos y preciosos momentos de retraso provocados por el hecho de que mi robusta puerta resulta difícil de derribar impidieron a este truhán sacarme a rastras de aquí antes de que pudiera ponerme en contacto con usted por teléfono…, y ya le ha oído decir que aún hay otro como él libre por ahí…, con, así lo ha dicho él, órdenes judiciales.
—Doctor, le aseguro que no sé nada de esa orden.
—Órdenes, señor. Dijo «órdenes para varios arrestos». Aunque tal vez el término más adecuado fuera «lettres de cachet».
—Eso es una imputación muy seria.
—Se trata de un asunto muy serio. Ya ve lo que me han hecho.
—Doctor, no sé nada de esas órdenes, si es que existen. Pero le garantizo de modo personal que me ocuparé de ello de inmediato, descubriré por qué fueron emitidas, y actuaré en consecuencia. ¿Puedo decir más?
—Puede decir muchísimo más, señor. Yo puedo reconstruir exactamente por qué fueron emitidas esas órdenes. Algún miembro de su servicio, en un exceso de celo, convenció a un juez complaciente para que las emitiera…, con el propósito de detener a mis invitados y a mí mismo a fin de interrogarnos con seguridad fuera de la vista de usted. ¡Fuera de la vista de todo el mundo, señor! Hablaremos de todos los temas que sean necesarios con usted…, ¡pero no seremos interrogados por elementos como éste —Jubal señaló al mayor con el pulgar— en algún cuarto trasero carente de ventanas!
»Señor, confío, y espero justicia de sus manos…, pero si esas órdenes no son canceladas de inmediato, si no se me asegura personalmente a través de su boca, sin que quepa subterfugio posible, que el Hombre de Marte, la enfermera Boardman, y yo mismo, seremos dejados tranquilos, libres de ir y venir sin temor a que alguien nos moleste, entonces… —Jubal se detuvo y se encogió impotente de hombros—, entonces deberé buscar un campeón en alguna otra parte. Usted sabe que hay personas y poderes, al margen de la Administración, que mostrarían un profundo interés en los asuntos del Hombre de Marte.
—Me está usted amenazando.
—No, señor: debato la cuestión con usted. Soy yo quien ha acudido a usted. Deseamos negociar. Pero no podemos hablar libremente si nos sentimos acosados. Se lo suplico, señor…, ¡llame de vuelta a sus sabuesos!
Douglas bajó la vista, volvió a alzarla.
—Esas órdenes, en el caso de que haya alguna, no serán utilizadas. Tan pronto como pueda localizarlas serán canceladas.
—Gracias, señor.
Douglas miró al mayor Bloch.
—¿Insiste usted en encarcelarle localmente?
Jubal le miró con desdén.
—¿A él? Oh, dejémosle marchar, no es más que un necio con uniforme. Y olvidemos también los daños. Usted y yo tenemos asuntos más serios que tratar.
—Puede irse, mayor —el oficial de los Servicios Especiales saludó y se fue, con paso excesivamente brusco. Douglas prosiguió—. Consejero, creo que necesitamos hablar personalmente. Los asuntos que usted plantea difícilmente puedan ser solucionados por teléfono.
—Estoy de acuerdo.
—Usted y su… eh, cliente, serán mis invitados en el Palacio. Enviaré mi yate a recogerles. ¿Pueden estar listos dentro de una hora?
Harshaw negó con la cabeza.
—Gracias, señor secretario. Pero no será necesario. Dormiremos aquí…, y cuando llegue el momento ya encontraremos algún trineo tirado por perros o algo parecido. No necesita enviar su yate.
El señor Douglas frunció el entrecejo.
—¡Vamos, doctor! Como usted mismo ha señalado, esas conversaciones tendrán una naturaleza casi diplomática. Al proponer el protocolo adecuado estoy concediendo eso. En consecuencia, se me debe permitir el proporcionar la hospitalidad oficial.
—Bueno, señor, podría señalar que mi cliente ya ha gozado en exceso de la hospitalidad oficial…, le costó endiabladamente desembarazarse de ella.
El rostro de Douglas se puso rígido.
—Señor, está usted dando a entender…
—No estoy dando a entender nada. Simplemente digo que Smith ha pasado lo suyo, y que no está acostumbrado a las ceremonias de alto nivel. Dormirá más profundamente aquí, donde se siente como en su casa. Y yo también. Soy viejo, señor; prefiero mi propia cama. O podría señalar que nuestras conversaciones pueden fracasar y mi cliente verse obligado a dirigir la vista hacia otra parte…, en cuyo caso me resultaría un tanto violento ser huésped bajo su techo.
El secretario general adoptó una expresión muy hosca.
—Amenaza otra vez. Pensé que confiaba en mí, señor. Le oí decir claramente que estaba «dispuesto a negociar».
—Confío en usted, señor —siempre y cuando me encuentre en igualdad de condiciones, pensó Jubal—. Y, por supuesto, estamos dispuestos a negociar. Pero uso el verbo «negociar» en su sentido original, no en este nuevo significado carente de colmillos de «apaciguamiento». Sin embargo, seremos razonables. De todas maneras, no podremos iniciar enseguida nuestras conversaciones; carecemos de un factor, y por lo tanto debemos esperar. Ignoro durante cuánto tiempo.
—¿Qué quiere decir?
—Esperamos que la Administración esté representada en esas conversaciones por los delegados que usted elija…, y nosotros gozaremos de idéntico privilegio.
—Por supuesto. Pero las delegaciones serán reducidas. Me encargaré personalmente del asunto, con sólo uno o dos ayudantes. El procurador general, pienso…, y nuestros expertos en derecho del espacio. Las transacciones requieren grupos reducidos; cuanto más pequeños, mejor.
—Muy cierto. Nuestro grupo será también pequeño. El propio Smith, yo mismo, llevaré un testigo honesto…
—¡Oh, vamos!
—Un testigo no frena las cosas. Sugiero que usted tenga uno también. Dispondremos de una o dos personas más, tal vez…, pero nos falta un hombre clave. Tengo firmes instrucciones de mi cliente acerca de que un individuo llamado Ben Caxton debe estar presente…, pero no consigo dar con él.
Jubal, tras pasar horas sumido en las más complejas maniobras para poder soltar aquella observación, esperó ahora con su mejor cara de póquer a ver qué ocurría. Douglas se le quedó mirando con fijeza.
—¿Ben Caxton? Seguro que no se referirá usted a ese periodista barato, ¿verdad?
—El Ben Caxton al que me refiero es periodista. Tiene una columna con uno de los sindicatos.
—¡Absolutamente inaceptable!
Harshaw agitó la cabeza.
—Entonces eso es todo, señor secretario. Mis instrucciones son firmes y no me dejan otra alternativa. Lamento haberle hecho perder su tiempo. Le ruego me disculpe… —adelantó la mano como para desconectar el aparato.
—¡Espere!
—¿Señor?
—¡No corte ese circuito! Todavía no he terminado de hablar con usted.
—Pido humildemente perdón al señor secretario general. Esperaremos, por supuesto, hasta que se digne excusarnos.
—Sí, sí, no importan las formalidades. Doctor, ¿lee usted las necedades que salen de ese Capitolio etiquetado como «noticias»?
—¡Cielos, no!
—Me hubiera gustado que lo hiciera. Es absurdo hablar de tener presente a un periodista en nuestras conversaciones. Les dejaremos entrar más tarde, después de que todo haya sido acordado. Pero, incluso aunque tuviéramos que admitirlos, Caxton no sería uno de ellos. Ese hombre es absolutamente venenoso…, un husmeacerraduras de la peor especie.
—Señor secretario, nosotros no tenemos nada que objetar a dar toda la publicidad que sea necesaria al asunto. De hecho, insistimos en ello.
—¡Ridículo!
—Es posible. Pero sirvo a mi cliente como creo que es mejor. Si llegamos a un acuerdo en lo que afecta al Hombre de Marte y al planeta que es su hogar, quiero que todos los habitantes de la Tierra tengan la oportunidad de saber exactamente cómo se hizo y qué se convino. Por el contrario, si no conseguimos alcanzar ese acuerdo, deseo que la gente se entere de que las conversaciones fracasaron y por qué. No habrá ninguna inquisición, señor secretario.
—¡Maldita sea, hombre, no he aludido a ninguna inquisición, y usted lo sabe! ¡Simplemente deseo una conferencia tranquila y ordenada, sin codazos de ninguna clase!
—Entonces deje entrar a la prensa, señor, con sus cámaras y sus micrófonos…, pero con sus pies y sus codos afuera. Lo cual me recuerda…, seremos entrevistados, mi cliente y yo, en una de las cadenas de televisión, a última hora del día de hoy, y anunciaré que deseamos dar una completa publicidad a esas conversaciones.
—¿Qué? No debe conceder entrevistas ahora…, eso es contrario al espíritu de este debate.
—Yo no lo veo así. No podemos hablar de esta conversación privada, por supuesto, pero…, ¿está sugiriendo que un ciudadano debe pedirle permiso a usted para hablar a la prensa?
—No, claro que no, pero…
—En cualquier caso, me temo que es demasiado tarde. Se han efectuado ya todos los arreglos necesarios, y la única forma que tiene usted de impedirlo consiste en enviar más de esos transportes cargados de esbirros suyos…, con o sin órdenes de arresto. Pero me temo que para eso también es demasiado tarde. La única razón que me ha impulsado a mencionárselo es que he pensado que tal vez deseara usted emitir un comunicado a la prensa, como avance de la inminente entrevista, informando al público de que el Hombre de Marte ha regresado de su retiro en los Andes…, y está tomando unas vacaciones en el Poconos. De esta manera evitará dar la impresión de que el Gobierno se ha visto tomado por sorpresa. ¿Me sigue?
—Le sigo… demasiado bien —el secretario general miró en silencio a Harshaw por unos momentos, luego dijo—. Espere, por favor —y abandonó por entero la pantalla.
Harshaw hizo una seña a Larry de que se le acercase mientras cubría con la otra mano la toma de sonido del teléfono.
—Mira, hijo —susurró—, con ese transmisor-receptor inutilizado, estoy fanfarroneando a ciegas. No sé si está dispuesto a emitir ese comunicado de prensa que he sugerido…, o si ha ido a lanzarnos de nuevo los perros encima mientras me tiene atado al teléfono. Y no lo sabré haga lo que haga. Lárgate a toda velocidad fuera de aquí, llama a Tom Mackenzie por otro teléfono, y dile que si no viene de inmediato aquí y pone en funcionamiento sus aparatos se va a perder la historia más grande desde la caída de Troya. Luego ten cuidado al volver a casa…, puede haber polis arrastrándose por todas las rendijas.
—De acuerdo. Pero, ¿cómo llamo a Mackenzie?
—Oh… —Douglas volvía a sentarse frente a la pantalla—. Habla con Miriam. Vuela.
—Doctor Harshaw, acepto su sugerencia. Un comunicado de prensa poco más o menos como usted ha sugerido…, más unos cuantos detalles sustanciales —Douglas sonrió cálidamente, en una buena simulación de su «persona pública» más llana—. Y no sirve de nada tomar medias medidas. Puedo ver que, si insiste usted en la publicidad, no hay forma de detenerle, por muy estúpido que sea presentar las conversaciones exploratorias en público. Así que en el comunicado añadiré que la Administración ha dispuesto discutir las relaciones interplanetarias con el Hombre de Marte, tan pronto como éste haya descansado de su viaje, y que la conferencia será pública…, completamente pública —la sonrisa se le heló en los labios, y dejó de parecer el buen viejo Joe Douglas.
Harshaw sonrió jovialmente, en honesta admiración…, porque el viejo bribón había conseguido parar el golpe y convertir una derrota en un buen golpe para la Administración.
—¡Perfecto, señor secretario! Es mucho mejor si esos asuntos son planteados oficialmente por el Gobierno. ¡Le respaldaremos en toda la línea!
—Gracias. Ahora, respecto a ese individuo, Caxton… Permitir el acceso a la prensa no se aplica en su caso. Puede presenciar la conferencia desde su casa, verla por la estereovisión y urdir sus mentiras desde ahí…, cosa que no dudo que hará. Pero no estará presente en las conversaciones. Lo siento. No.
—Entonces no habrá conversaciones, señor secretario, no importa lo que usted le haya dicho a la prensa.
—Me temo que no me entiende usted, consejero. Ese hombre me resulta ofensivo. Privilegio personal.
—Tiene usted razón, señor. Es cuestión de privilegio personal.
—Entonces no hablemos más del asunto.
—Usted no me ha entendido a mí. Se trata de hecho de privilegio personal. Pero no de usted. De Smith.
—¿Eh?
—Usted goza del privilegio de seleccionar sus consejeros que deban estar presentes en esas conversaciones…, y puede convocar al propio Diablo en persona, y nosotros no pondremos ninguna objeción. Smith goza del privilegio de seleccionar sus consejeros y hacer que se hallen presentes. Si Caxton no asiste a la conferencia, nosotros no estaremos allí tampoco. De hecho, nos hallará usted al otro lado de la calle, en una conferencia totalmente distinta. Una en la que usted no será bienvenido. Ni siquiera aunque hablase con fluencia el hindi. Ahora, ¿me comprende usted a mí?
Hubo un largo silencio, durante el cual Harshaw pensó clínicamente que un hombre de la edad de Douglas no debería dejarse arrastrar por una ira tan evidente. Douglas no abandonó la pantalla pero consultó en silencio con alguien fuera de ella.
Finalmente habló…, al Hombre de Marte. Mike había permanecido frente a la pantalla todo el rato, tan silencioso y al menos tan paciente como el testigo. Douglas le dijo:
—Smith, ¿por qué insiste usted en esa ridícula condición?
Harshaw apoyó una mano en el brazo de Mike y dijo al instante:
—¡No responda, Mike! —Luego, a Douglas—. ¡Vamos, vamos, señor secretario! No puede preguntarle usted a mi cliente por qué me ha dado determinadas instrucciones. Y déjeme añadir que los estatutos han sido violados con excepcional agravio por el hecho de que mi cliente ha aprendido nuestro idioma demasiado recientemente y no puede esperarse que sostenga una conversación al mismo nivel que la de usted. Si usted se hubiera tomado la molestia de aprender marciano, le podría permitir que formulase de nuevo la pregunta… en su idioma. O tal vez no. Pero ciertamente no en estas condiciones.
Douglas suspiró.
—Muy bien. Podría resultar pertinente que yo le preguntara con qué estatutos ha estado jugueteando usted de esta forma tan rápida y elástica…, pero no dispongo de tiempo; tengo un Gobierno que dirigir. Cedo. ¡Pero no espere que estreche la mano a Caxton!
—Como usted guste, señor. Ahora volvamos al punto de partida. Estamos encallados. No he conseguido encontrar a Caxton. Su oficina dice que está fuera de la ciudad.
Douglas soltó la carcajada.
—Lo siento, pero ése no es mi problema. Usted insistió en un privilegio…, uno que personalmente considero ofensivo. Traiga a quien le plazca. Pero encárguese usted mismo de reclutarlos.
—Razonable, señor, muy razonable. Pero, ¿no estaría dispuesto usted a hacer un favor al Hombre de Marte?
—¿Eh? ¿Qué favor?
—Las conversaciones no empezarán hasta que se localice a Caxton; esto está claro y fuera de toda discusión. Pero no he conseguido localizarle…, y mi cliente se está inquietando. Yo no soy más que un ciudadano particular, pero usted tiene recursos.
—¿Qué quiere decir?
—Hace unos minutos hablé desdeñosamente de los grupos de Servicios Especiales, llevado por la comprensible ira del hombre al que acaban de echar abajo la puerta de forma violenta. Pero la verdad es que sé que pueden ser asombrosamente eficientes… y cuentan con la colaboración de las fuerzas de policía en todas partes, a nivel local, estatal y nacional, y de todos los departamentos y oficinas de la Federación. Señor secretario, si usted llamara al general de sus Servicios Especiales y le dijera que estaba ansioso por localizar a un hombre tan rápido como fuera humanamente posible…, bueno, señor, eso produciría una actividad más significativa en la próxima hora de la que yo pudiera desarrollar en un siglo.
—¿Por qué infiernos tendría que alertar yo a las fuerzas policiales de todas partes para que encuentren a un reportero chismoso, sensacionalista y buscador de escándalos?
—No se trata del infierno, mi querido señor; se trata de Marte. Le he pedido que lo considerara como un favor al Hombre de Marte.
—Bueno…, es una petición absurda, pero le seguiré la corriente —Douglas miró directamente a Mike—. Sólo como un favor para Smith. Pero espero una colaboración similar cuando se presente el caso.
—Tiene usted mi palabra de que eso facilitará enormemente las cosas.
—Eso espero. No puedo prometer nada. Usted dice que no se le encuentra por ninguna parte. Si es así, puede haberlo atropellado un camión; tal vez esté muerto…, y, en ese caso, yo personalmente no lo lamentaría.
Harshaw adoptó una expresión muy grave.
—Confiemos en que no sea así, en bien de todos.
—¿Qué quiere decir?
—He intentado subrayar esa posibilidad a mi cliente, pero ha sido como gritarle al viento. Simplemente se niega a aceptar la idea —Harshaw suspiró—. Un lío, señor. Si no conseguimos encontrar a ese Caxton, eso es lo único que tendremos entre las manos: un verdadero lío.
—Bueno…, lo intentaré. Pero no espere milagros, doctor.
—No yo, señor. Mi cliente. Tiene un punto de vista muy marciano: espera milagros. Recemos para que se produzca uno.
—Tendrá noticias mías. Es todo lo que puedo decir.
Harshaw hizo una inclinación de cabeza, sin levantarse.
—Siempre a sus órdenes, señor.
Cuando la imagen del secretario general se borró de la pantalla, Jubal suspiró y se puso en pie, y se encontró de pronto con los brazos de Gillian rodeando su cuello.
—¡Oh, Jubal, es usted maravilloso!
—Aún no hemos salido del bosque, chiquilla.
—Lo sé. Pero si algo puede salvar a Ben, usted acaba de hacerlo —y le besó.
—¡Hey, nada de eso! Yo ya era un zorro viejo antes de que usted naciera. Así que será mejor que muestre un cierto respeto hacia mis años —le devolvió el beso, cuidadosa y concienzudamente—. Eso es sólo para quitarme el mal sabor de boca que me ha dejado Douglas; entre lanzarle patadas y besarle estaba empezando a sentir náuseas. Ahora será mejor que vaya a besuquear a Mike. Se lo merece…, por haber guardado silencio mientras escuchaba mis condenadas mentiras.
—¡Oh, lo haré! —Jill soltó a Harshaw y rodeó con sus brazos al Hombre de Marte—. ¡Qué maravillosas mentiras, Jubal! —besó a Mike.
Jubal observó con profundo interés mientras Mike iniciaba por su cuenta la segunda parte del beso, ejecutándola solemnemente, pero no como un novato…, torpemente, decidió Harshaw, pero sin entrechocar de narices ni retrocesos. Le concedió un notable menos, con un sobresaliente por el esfuerzo.
—Hijo —murmuró—, sigue usted sorprendiéndome. Esperaba que esto hiciera que se enrollara en uno de sus desmayos.
—Eso hice —respondió Mike muy serio, sin soltar a Jill—, la primera vez.
—¡Vaya! Mis felicitaciones, Jill. ¿Fue corriente alterna o corriente continua?
—Jubal, es usted un fastidio, pero le quiero de todos modos y me niego a enojarme con usted. Mike se alteró un poco en una ocasión…, pero ya no le ocurre lo mismo, como puede comprobar.
—Sí —admitió Mike—, es algo estupendo. Para los hermanos de agua significa un acercamiento. Se lo demostraré.
Soltó a Jill. Jubal se apresuró a alzar las manos, con las palmas por delante.
—No.
—¿No?
—No le sepa mal. Pero se sentiría decepcionado, hijo. Es un acercamiento para los hermanos de agua sólo si son chicas jóvenes y hermosas…, como Jill.
—Hermano Jubal, ¿habla usted correctamente?
—Hablo correctamente. Bese a las muchachas todo cuanto quiera…, siempre es mucho mejor que darle a las cartas.
—¿Perdón?
—Es una forma estupenda de acercarse…, pero sólo con las chicas. Hum… —Jubal miró a su alrededor—. Me pregunto si ese fenómeno de la primera vez podría repetirse. Dorcas, necesito tu ayuda en un experimento científico.
—¡Jefe, no soy un conejillo de Indias! Por mí puede irse usted al infierno.
—A su debido tiempo lo haré, no lo dudes. No será difícil, muchacha; Mike no sufre enfermedades contagiosas, o no le hubiera permitido utilizar la piscina…, lo cual me recuerda: Miriam, cuando regrese Larry, dile que quiero que vacíe, limpie y vuelva a llenar la piscina esta noche…, ya no necesitamos el agua turbia. ¿Y bien, Dorcas?
—¿Cómo sabe que será nuestra primera vez?
—Eso es fácil de averiguar. Mike, ¿ha besado alguna vez a Dorcas?
—No, Jubal. Hasta hoy no he sabido que Dorcas es también mi hermano de agua.
—¿Lo es?
—Sí, Dorcas y Anne y Miriam y Larry. Son sus hermanos de agua, hermano Jubal.
—Hum, sí. Correcto en esencia.
—Sí. Es la esencia, la asimilación…, no el compartir el agua. ¿Hablo correctamente?
—Muy correctamente, Mike.
—Ellos son sus hermanos de agua —Mike hizo una pausa para pensar en las palabras—. En asociación concatenada, pues, son también mis hermanos —Mike miró a Dorcas—. Para los hermanos, acercarse es bueno. Pero yo no lo sabía.
—¿Y bien, Dorcas? —insistió Jubal.
—¿Eh? ¡Oh, cielos! ¡Jefe, es usted el tipo más incordiador del mundo! Pero Mike no incordia en absoluto. Es dulce —se acercó al Hombre de Marte, se alzó de puntillas y levantó los brazos—. Béseme, Mike.
Mike obedeció. Durante varios segundos se «acercaron». Dorcas se desmayó.
Jubal se dio cuenta e impidió que cayera al suelo, puesto que Mike era demasiado inexperto en estas situaciones. Luego Jill tuvo que hablar apresurada y secamente a Mike para impedir que sus temblores se convirtieran en retraimiento cuando vio lo que le había ocurrido a Dorcas. Por suerte, Dorcas recuperó el sentido al poco rato y pudo tranquilizar a Mike asegurándole que se encontraba bien, que realmente se habían «acercado», y que estaba dispuesta de muy buen grado a acercarse de nuevo…, pero que antes necesitaba recobrar el aliento.
—¡Uau!
Miriam había estado observando todo aquello con los ojos muy abiertos.
—Me pregunto si yo tendría el valor de arriesgarme.
—Por antigüedad, por favor —intervino Anne—. Jefe, ¿ya no me necesita en calidad de testigo?
—Por el momento no, al menos.
—Entonces sosténgame la toga —se la quitó—. ¿Quién quiere apostar?
—¿A qué?
—Ofrezco siete a dos a que yo no me desmayo…, pero no me importaría perder.
—Hecho.
—Dólares, no billetes de cien. Querido Mike…, acerquémonos mucho.
A su debido tiempo, Anne se vio obligada a ceder por pura hipoxia, puesto que Mike, con su adiestramiento marciano, era capaz de resistir mucho más rato sin oxígeno. Jadeó en busca de aire y dijo:
—No estaba preparada, jefe. Creo que voy a darle otra oportunidad de recuperar su dinero.
Se dispuso a ofrecer de nuevo su rostro a Mike, pero Miriam le dio unos golpecitos en el hombro.
—Fuera.
—No seas tan ansiosa.
—He dicho «fuera». A la cola, muchacha —insistió Miriam.
—¡Oh, está bien! —Anne ofreció un rápido beso a Mike y se dio por vencida. Miriam ocupó su lugar, le sonrió y no dijo nada. No fue necesario; se acercaron, y siguieron acercándose.
—¡Primera!
Miriam miró a su alrededor.
—Jefe, ¿acaso no ve que estoy ocupada?
—¡Está bien, está bien! Pero quítate del campo…, contestaré yo mismo al teléfono.
—De veras, no lo había oído.
—Evidentemente. Pero al menos por un tiempo hemos de dar la sensación de que tenemos un mínimo de dignidad aquí…, puede ser el secretario general. Así que fuera del campo.
Pero era Mackenzie.
—Jubal, ¿qué demonios pasa?
—¿Alguna dificultad?
—Hace unos momentos recibí una llamada loca de un tipo joven que aseguró que hablaba en tu nombre y me urgió a dejarlo todo y salir a escape, porque finalmente tenías algo para mí. Puesto que ya había ordenado a una unidad móvil que se trasladase a tu casa…
—Aquí no ha llegado nadie.
—Ya lo sé. Llamaron, después de vagar por alguna parte al norte de tu residencia. Nuestro despachador les concretó mejor las señas, y llegarán de un momento a otro. Intenté dos veces ponerme en comunicación contigo, pero tu circuito estaba ocupado. ¿Qué es lo que me he perdido?
—Todavía nada.
Jubal meditó sobre aquello. Maldición, hubiera debido hacer que alguien monitorizara la caja de parloteos. ¿Había emitido ya Douglas el comunicado de prensa? ¿Se había comprometido? ¿O se presentaría una nueva manada de polis en cualquier momento? ¡Y mientras, los chicos jugaban a la estafeta de correos! Jubal, te estás volviendo senil.
— Y no estoy seguro de que vaya a ocurrir algo, todavía no —dijo—. ¿Ha habido algún comunicado o noticia especial en el transcurso de la última hora?
—Bueno, no… Oh, sí, una cosa: el Palacio ha anunciado que el Hombre de Marte ha regresado al norte y está descansando en el… ¡Jubal! ¿Estás mezclado en eso?
—Espera un momento. Mike, ven aquí. Anne, coge tu toga.
—Ya la tengo, jefe.
—Mackenzie, te presento al Hombre de Marte.
Mackenzie dejó colgar la mandíbula, luego sus reflejos profesionales acudieron en su ayuda.
—Espera un momento. Espera aquí y déjame enfocar una cámara sobre eso. Tomaremos imágenes planas, directamente a través del teléfono…, y las repetiremos en estereovisión tan pronto como esos payasos míos se presenten ahí. Jubal… ¿puedo dar eso por seguro? No me…, no me…
—¿Hacerte una mala jugada con un testigo honesto junto a mi codo? Sí, lo haría, si fuese necesario. Pero no te estoy obligando a nada. De hecho, podemos esperar y contactar con la Argus y la Trans-Planet.
—¡Jubal! No puedes hacerme esto.
—Y no lo haré. El acuerdo con todos vosotros consistió en monitorizar lo que las cámaras vieran cuando yo diese la señal. Y utilizarlo si merecía la pena. Pero no prometí conceder entrevistas adicionales…, y la New World puede conseguir esta entrevista, oh, digamos treinta minutos antes que la Argus y la Trans-P…, si tú quieres —añadió, luego—. No sólo nos cediste todo el equipo para este enlace, sino que además me ayudaste mucho personalmente, Tom. No puedo expresarte lo mucho que me ayudaste.
—¿Te refieres, eh… a ese número de teléfono?
—¡Exacto!
—¿Dio resultado?
—Lo dio. Pero no admito preguntas sobre eso, Tom. No al aire. Pregúntamelo en privado dentro de un año.
—Oh, ya no me acordaré. Mantén tu boca cerrada y yo mantendré la mía. Ahora no te vayas…
—Otra cosa. Esa cinta de mensajes que tienes, para emitirlos también a mi señal: asegúrate de que no sean lanzados. Envíamelos de vuelta.
—¿Eh? De acuerdo, de acuerdo…, los guardo en mi propio escritorio; estabas tan preocupado al respecto… Jubal, tengo la cámara enfocada a la pantalla del teléfono. ¿Podemos empezar?
—Adelante, dispara.
—¡Y voy a realizar esto personalmente! —Mackenzie volvió su rostro hacia un lado y, al parecer, miró hacia su cámara—. ¡Primicia informativa! Aquí su reportero de la NWNW transmitiendo desde el lugar donde arde la noticia. ¡Acaba de telefonearles el Hombre de Marte a través de esta emisora, y desea dirigirles la palabra a ustedes! Corten. Monitor, inserta unas cuantas ráfagas de noticias y un agradecimiento al patrocinador. Jubal, ¿debo hacer alguna pregunta especial?
—No le preguntes nada sobre América del Sur; no es un turista. La natación es el tema más seguro. También puedes preguntarme a mí acerca de sus planes futuros.
—De acuerdo. Fin del inserto. ¡Amigos, están ustedes cara a cara y voz a voz con Valentine Michael Smith, el Hombre de Marte! Como ya informó anteriormente la NWNW, siempre a la cabeza en ofrecer toda noticia importante, el señor Smith acaba de regresar de su solitario retiro en las cumbres andinas…, y aquí estamos nosotros, dándole la bienvenida. Salude a sus amigos, señor Smith…
—Saluda con la mano al teléfono, hijo. Sonríe y mueve el brazo —dijo Jubal en voz baja a Mike…
—Gracias, Valentine Michael Smith. Todos nos alegramos de verle tan saludable y bronceado. Tengo entendido que ha estado acumulando fuerzas, aprendiendo a nadar, ¿es así?
—¡Jefe! Visitantes. O algo por el estilo.
—Corten antes de la interrupción…, después de la palabra «así». ¿Qué demonios ocurre, Jubal?
—Tengo que verlo. Jill, hágase cargo de Mike…, puede tratarse de otra invasión.
Pero no lo era. Se trataba de la unidad móvil de la NWNW que tomaba tierra —y de nuevo resultaron dañados los macizos de rosas—, y de Larry que volvía de telefonear a Mackenzie, y de Duque que regresaba a casa. Mackenzie decidió terminar enseguida la entrevista telefónica, plana y en blanco y negro, puesto que ahora quedaba asegurada la profundidad de imagen y el color a través de la unidad móvil, y mientras tanto su equipo técnico revisaría el problema con el equipo prestado a Jubal. Larry y Duque se fueron con ellos.
La entrevista terminó de una manera anodina, con Jubal desviando algunas preguntas que Mike no llegó a entender; Mackenzie la remató con la promesa de que dentro de treinta minutos seguiría una entrevista especial, con color y profundidad, al Hombre de Marte:
—¡Mantengan sintonizada esta emisora!
Se quedó en el teléfono y aguardó el informe de sus técnicos, cosa que hizo el jefe del equipo casi de inmediato:
—No hay nada que vaya mal en el transmisor-receptor, señor Mackenzie, ni en ninguna parte de la instalación.
—Entonces, ¿qué fue lo que se estropeó antes?
El técnico miró a Larry y a Duque, luego sonrió.
—Nada. Pero suele funcionar mejor si se conecta a la energía eléctrica. El interruptor en el tablero estaba desconectado.
Harshaw intervino para parar una pelea entre Larry y Duque, que parecían referirse a los méritos relativos de varios tipos de idiotez crónica antes que a la cuestión de si Duque dijo, o no, a Larry que el interruptor de un circuito determinado debía conectarse si se anticipaba que el equipo prestado iba a ser utilizado. El aspecto de showman de la personalidad de Jubal lamentó que «el más espléndido espectáculo improvisado desde que Elías les ganara la mano a los sacerdotes de Baal» se hubiera perdido para las cámaras. Pero el maquinador político que había en él se sintió aliviado de que ese fallo hubiera mantenido los curiosos talentos de Mike en un discreto silencio. Jubal anticipaba que todavía podía necesitarlos como un arma secreta…, sin mencionar lo poco deseable de tener que explicar a unos escépticos desconocidos el paradero actual de unos cuantos policías, más dos vehículos de transporte aéreo.
En cuanto a lo demás, simplemente confirmaba su propia convicción de que la ciencia y la invención habían llegado a su cúspide con el modelo T de la Ford, y que desde entonces se había iniciado su creciente y firme decadencia.
Y, además, Mackenzie deseaba seguir adelante con la entrevista en color y profundidad. La realizaron con un mínimo de ensayo, y Jubal tan sólo se aseguró de que no se efectuaran preguntas que pudieran trastornar la ficción pública de que el Hombre de Marte acababa de regresar de América del Sur. Mike dedicó un saludo a sus amigos y hermanos de la Champion, incluido uno al doctor Mahmoud en gutural y raspante marciano. Jubal decidió que Mackenzie había recibido más que un justo pago por su dinero.
Finalmente la casa quedó tranquila de nuevo. Jubal dispuso el teléfono para que no admitiese llamadas en el transcurso de las dos horas siguientes, se levantó, se estiró, suspiró y sintió un enorme cansancio, y se preguntó si no se estaría volviendo viejo.
—¿Dónde está la cena? ¿A cuál de vosotras, muchachas, se supone que le tocaba hoy el turno de cocina? ¿Y por qué no ha cumplido con sus obligaciones? ¡Chicas, esta casa está cayendo en la degeneración y en la ruina!
—Esta noche me tocaba a mí hacer la cena —repuso Jill—, pero…
—¡Excusas, siempre excusas!
—Jefe —intervino secamente Anne—, ¿cómo espera que una persona cocine si la tiene usted ocupada con otras cosas sin poder salir de su estudio durante toda la tarde?
—Ése es un problema insignificante —gruñó Jubal, hosco—. Quiero que quede bien claro que, aunque se desate el Armagedón sobre esta propiedad, espero que la comida esté caliente y en su sitio en el momento en que suene la última trompeta. Por otra parte…
—Por otra parte —completó Anne—, no son más que las siete y cuarenta, de modo que queda el tiempo suficiente para tener la cena preparada a las ocho. Así que deje de lloriquear, jefe, hasta que tenga algo concreto sobre lo que hacerlo. Viejo llorica.
—¿De veras sólo son las ocho menos veinte? Parece como si hubiera transcurrido una semana desde el almuerzo. De todos modos, no me habéis dejado una civilizada cantidad de tiempo para tomar una copa antes de la cena.
—¡Oh, pobrecito!
—Que alguien me prepare una copa. Que todo el mundo beba algo. Ahora que lo pienso mejor, saltémonos la cena formal y bebámonosla; empiezo a sentirme tan tenso como la cuerda de una tienda de campaña en un día de lluvia. Anne, ¿crees que estamos bien surtidos para un smórgasboard?
—Surtidísimos.
—Entonces, ¿por qué no descongelamos dieciocho o diecinueve cosas y las esparcimos por ahí, y dejamos que cada cual coma lo que le venga en gana? ¿Para qué tanta discusión?
—Ahora mismo —asintió Jill.
Anne se empinó para darle un beso en la calva.
—Jefe, ha actuado usted noblemente. Le alimentaremos y le emborracharemos y le meteremos en la cama. Espere, Jill, la ayudaré.
—¿Puedo ayudar yo también? —se ofreció ansiosamente Smith.
—Por supuesto, Mike. Usted puede llevar las bandejas. Jefe, la cena se servirá junto a la piscina. La noche es calurosa.
—¿Dónde si no?
Cuando los demás hubieron salido, Jubal le preguntó a Duque:
—¿Dónde diablo estuviste?
—Reflexionando.
—No vale la pena. Sólo hace que uno se sienta descontento de lo que ve a su alrededor. ¿Algún resultado?
—Sí —dijo Duque—. He llegado a la conclusión de que, lo que Mike coma o no coma, no es asunto mío.
—¡Felicidades! El deseo de no meterse en los asuntos de los demás constituye el ochenta por ciento de toda la sabiduría humana…, y el otro veinte por ciento no es muy importante.
—Pero… usted se mete en los asuntos de los demás, todo el tiempo.
—¿Y quién ha dicho que yo sea sabio? Soy un mal ejemplo profesional. Puedes aprender mucho observándome. O escuchándome. O las dos cosas.
—Jubal, si me dirigiera a Mike y le ofreciera un vaso de agua, ¿supone que aceptaría él toda la rutina del asunto?
—Estoy seguro de que sí. Duque, casi la única característica humana que parece poseer Mike es un abrumador deseo de ser querido. Pero quiero estar seguro de que te das perfecta cuenta de lo serio que es todo el asunto para él. Yo acepté la hermandad del agua con Mike antes de comprender su significado…, y me he visto más y más enmarañado en sus responsabilidades a medida que asimilaba más de todo ello. Te tendrás que comprometer a no mentirle nunca, a no engañarle ni decepcionarle nunca, a mantenerte firme a su lado pase lo que pase…, porque eso es exactamente lo que él hará contigo. Vale más que pienses bien en ello antes.
—Ya he estado pensando en ello, todo el día. Jubal, hay algo en Mike que hace que uno desee cuidarle.
—Lo sé. Probablemente nunca te habías encontrado con una honestidad tan absoluta antes…, lo sé, yo tampoco. Inocencia. Mike no ha probado nunca el fruto del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal…, así que nosotros, que sí lo hemos hecho, no comprendemos qué le hace seguir funcionando. Bueno, decide tú mismo. Espero que no lo lamentes nunca —Jubal alzó la mirada—. ¡Oh, ahí estás! Pensé que te habías puesto a destilarlo.
—No podía encontrar un sacacorchos —respondió Larry.
—De nuevo las cuestiones mecánicas. ¿Por qué no arrancaste el gollete de un mordisco? Duque, encontrarás algunos vasos ahí arriba, detrás de La anatomía de la melancolía…
—Sé dónde los esconde.
—…y tomaremos un trago rápido antes de bajar a beber de verdad —Duque llevó los vasos; Jubal sirvió la bebida y alzó el suyo—. La dorada luz del sol de Italia congelada en lágrimas. He aquí la hermandad alcohólica…, mucho más adecuada para la fragilidad del alma humana que la de cualquier otra clase.
—Salud.
—Alegría.
Jubal dejó resbalar lentamente el líquido garganta abajo.
—¡Ah! —exclamó, satisfecho, y eructó—. Después ofrécele un poco a Mike, Duque, y déjale que se entere de lo estupendo que resulta ser humano. Me hace sentir creativo. ¡Primera! ¿Por qué nunca están cerca esas muchachas cuando las necesito? ¡Primera!
—Sigo siendo «primera» —respondió Miriam desde la puerta—, pero…
—Lo sé. Y yo estaba diciendo: «…a qué extraño y agridulce destino iba a conducirme mi ambición de chiquilla…»
—Pero… ya terminé yo esa historia mientras usted hablaba con el secretario general.
—Entonces ya no eres «primera». Envíala.
—¿No quiere leerla primero? De todas formas, tengo que revisarla…, besar a Mike me ha proporcionado una nueva perspectiva interna respecto a ella.
Jubal se estremeció.
—¿Leerla? ¡Buen Dios, no! Ya es bastante malo escribir una cosa así. Y no te molestes siquiera en revisarla, y menos para que los hechos encajen. Hija mía, una historia de confesiones verídicas nunca debe verse mancillada por el tinte de la verdad.
—De acuerdo, jefe. Anne dice que si quiere usted bajar a la piscina a tomar un bocado antes de cenar, puede hacerlo.
—No puede haber elegido mejor momento. ¿Trasladamos nuestra reunión a la terraza, caballeros?
En la piscina, la pequeña fiesta progresó líquidamente, con bocados de pescado y otros comestibles escandinavos altamente calóricos para añadir un poco de sabor. A instancias de Jubal, Mike probó el coñac, un poco rebajado con agua. Halló el resultado en extremo inquietante, así que analizó los trastornos, añadió oxígeno al etanol en un proceso interno de fermentación invertida, y lo convirtió en glucosa y agua, que no le producían ningún trastorno.
Jubal había estado observando con interés los efectos de la primera copa de licor sobre el Hombre de Marte…, vio que se emborrachaba casi de inmediato y comprobó que se serenaba con la misma rapidez. En un intento por comprender lo que había ocurrido, Jubal animó a Mike a que bebiera más coñac…, cosa que éste aceptó, puesto que se lo ofrecía su hermano de agua. Mike ingirió una extravagante cantidad de espléndido licor importado antes de que Jubal se diera por vencido y llegara a la conclusión de que era imposible emborracharle.
Cosa que no ocurrió con el propio Jubal, pese a sus años de alternar con él; mantenerse sociable con Mike durante el experimento embotó el filo de sus sentidos. Así, cuando intentó preguntarle a Mike qué había hecho, Smith pensó que le preguntaba acerca de la incursión de los hombres de los Servicios Especiales…, respecto a lo cual Mike se sentía latentemente culpable. Intentó explicarse y, de ser necesario, recibir el perdón de Jubal.
Jubal le interrumpió en cuanto se dio cuenta de qué estaba hablando el muchacho.
—Hijo, no quiero saber lo que hizo ni cómo lo hizo. Lo que hizo en aquel momento fue justo lo que necesitábamos…, perfecto, sólo perfecto. Pero… —parpadeó como un búho—. No me lo cuente. No se lo diga nunca a nadie.
—¿No?
—No. Es la más maldita cosa que haya presenciado nunca desde que mi tío el de las dos cabezas debatió la acuñación libre de la plata y se refutó a sí mismo de un modo triunfante. Cualquier explicación lo estropearía todo.
—No asimilo.
—Ni yo. Así que no nos preocupemos y tomemos otro trago.
Cuando la fiesta seguía aún en su camino ascendente hacia el apogeo, empezaron a llegar los reporteros y periodistas. Jubal los recibió a todos con una cortés dignidad, les invitó a comer algo, a beber y a relajarse…, pero sin permitir que les acosaran, ni a él ni al Hombre de Marte.
Los que no siguieron sus instrucciones fueron arrojados a la piscina.
Al principio Jubal mantuvo a Larry y a Duque a sus flancos para administrar los bautismos cuando eran necesarios. Pero, mientras que algunos de los desafortunados importunos se enfurecían y amenazaban con múltiples y variadas cosas que no interesaban a Jubal —excepto para prevenir que Mike diera alguno de sus pasos en falso—, otros se relajaron a lo inevitable y se añadieron voluntarios al pelotón de inmersores con el fanático entusiasmo de los prosélitos… De hecho, Jubal tuvo que impedirles que lanzasen al agua por tercera vez al decano de los articulistas del New York Times.
Ya avanzada la velada, Dorcas salió de la casa, buscó a Jubal y le susurró al oído:
—Al teléfono, jefe.
—Toma el mensaje.
—Tiene que contestar usted, jefe.
—¡Contestaré con un hacha! Duque, tráeme un hacha. He tratado de desembarazarme de esa Doncella de Hierro desde hace tiempo…, y esta noche me siento de humor.
—Jefe…, querrá hablar con éste. Es el hombre con el que estuvo hablando tanto rato esta tarde.
—¡Vaya! ¿Y por qué no lo dijiste antes? —Jubal subió con paso vacilante la escalera, se aseguró de que la puerta del estudio quedara cerrada con llave a sus espaldas y se dirigió al teléfono. Otro de los untuosos acólitos de Douglas ocupaba la pantalla, pero fue reemplazado enseguida por Douglas.
—Le ha tomado mucho tiempo contestar al teléfono.
—Es mi teléfono, señor secretario. A veces ni siquiera me molesto en contestar.
—Eso parece. ¿Por qué no me dijo que ese tipo Caxton era un alcohólico?
—¿Lo es?
—¡Desde luego que sí! No había desaparecido…, no en el sentido habitual. Estaba sumido en una de sus habituales y tremendas borracheras. Fue localizado durmiéndola en un tugurio infecto de Sonora.
—Me alegra saber que lo encontraron. Gracias, señor.
—Fue apresado bajo la acusación técnica de «vagancia». Sin embargo, no se seguirá adelante con la acusación; le será entregado a usted.
—No sabe cuánto le agradezco el favor, señor.
—¡Oh, no es enteramente un favor! Se lo voy a entregar en el mismo estado en que fue encontrado: sucio, sin afeitar y, según tengo entendido, apestando a taberna. Quiero que vea usted por sí mismo la clase de individuo que es.
—Muy bien, señor. ¿A qué hora podemos esperarle?
—Supongo que en cualquier momento a partir de ahora. Despegó un correo flecha de Nogales hace algún tiempo. A tres Mach o incluso más, pronto debería sobrevolar su residencia. El piloto tiene instrucciones de entregárselo a cambio del correspondiente recibo.
—Lo tendrá.
—Ahora, consejero…, una vez entregado, me lavo las manos sobre ello. Confío en que usted y su cliente se presenten a las conversaciones, tanto si traen consigo a ese libelista borracho como si no.
—De acuerdo. ¿Cuándo?
—¿Le parece bien mañana a las diez? Aquí.
—«Las cosas se hacen mejor cuanto antes se hagan». De acuerdo.
Jubal volvió abajo y se detuvo en la rota puerta de la casa.
—¡Jill! Venga aquí, chiquilla.
—Sí, Jubal —trotó hacia él, con un reportero a su lado en formación cerrada.
Jubal le hizo señas al hombre para que se alejara.
—Es privado —le dijo con firmeza—. Asuntos de familia. Váyase a tomar una copa.
—¿La familia de quién?
—Un difunto en la de usted, si insiste. ¡Largo! —el periodista sonrió y se fue. Jubal se inclinó sobre Gillian y dijo en voz baja—. Funcionó. Está a salvo.
—¿Ben?
—Sí. Pronto estará aquí.
—¡Oh, Jubal! —se echó a llorar.
Él la sujetó por los hombros.
—Basta —dijo firmemente—. Vaya dentro y quédese allí hasta que se haya controlado. Esto no es para la prensa.
—Sí, Jubal. Sí, jefe.
—Eso está mejor. Vaya a llorar en su almohada y después lávese la cara —Salió a la piscina—. ¡Silencio todo el mundo! ¡Silencio! Tengo algo que anunciarles. Hemos disfrutado con su compañía, pero la fiesta ha terminado.
—¡Buuu!
—Que alguien eche a ése a la piscina. Tengo trabajo que hacer mañana a primera hora, soy viejo y necesito descansar. Y lo mismo mi familia. Por favor, váyanse en silencio y tan rápido como puedan. Café cargado para quien lo necesite…, pero eso es todo. Duque, pon el tapón en esas botellas. Muchachas, retirad lo que queda de comida.
Hubo algunos refunfuños menores, pero los más responsables apaciguaron a sus colegas. En diez minutos volvían a estar solos.
Caxton llegó al cabo de veinte minutos. El agente de los Servicios Especiales al mando del vehículo aceptó en silencio la firma y la huella del pulgar de Harshaw en el recibo que ya llevaba preparado y se marchó de inmediato, mientras Jill sollozaba en el hombro de Ben.
Jubal observó al periodista a la luz procedente de la piscina.
—Ben, está hecho un asco. Me han dicho que se pasó una semana borracho…, y lo parece.
Caxton maldijo, de una forma fluente y abundante, mientras seguía palmeando la espalda de Jill.
—Estoy terriblemente borracho —dijo con voz estropajosa—, pero no he bebido ni una sola gota.
—¿Qué sucedió?
—No lo sé.
Una hora después, el estómago de Ben había sido concienzudamente lavado —alcohol y jugos gástricos, nada de comida— y Jubal le administró inyecciones compensadoras del alcohol y barbitúricos; ahora estaba bañado, afeitado, vestido con ropas limpias prestadas que no le iban demasiado bien, y había conocido al Hombre de Marte y sido puesto someramente al día de los acontecimientos, mientras ingería leche y comida blanda.
Pero era incapaz de decirles lo que le había ocurrido. Para Ben, la última semana no había transcurrido… Había perdido el sentido en un aerotaxi en Washington; lo habían despertado, borracho, hacía dos horas.
—Por supuesto, sé lo que ocurrió. Me mantuvieron drogado y en una habitación completamente a oscuras…, y luego me sacaron del país. Recuerdo vagamente algo. Pero no puedo demostrar nada. Y están el jefe del pueblo y la dueña del garito…, además de, seguramente, otros muchos testigos… que jurarán cómo pasó el tiempo aquel gringo. Y no puedo hacer nada en contra de sus declaraciones.
—Entonces no lo haga —aconsejó Harshaw—. Relájese y sea feliz.
—¡Y un cuerno! ¡Me saldré con la mía! Conseguiré que…
—Vamos, vamos. Ha ganado, Ben. Está vivo…, y yo hubiera apostado en contra de eso hace apenas unas horas. Además, Douglas va a hacer exactamente lo que yo deseo que haga, y usted sonreirá y lo disfrutará.
—Quiero hablar sobre eso. Opino que…
—Y yo opino que debe irse a la cama. Con un vaso de leche caliente, para disimular el sabor del Ingrediente Secreto del Viejo Doctor Harshaw para bebedores.
Poco después, Caxton estaba en la cama y empezaba a roncar. Jubal se dirigía también a sus aposentos cuando tropezó con Anne en el pasillo de arriba. Agitó cansado la cabeza.
—Vaya día, muchacha.
—Sí, desde todos lados. No me lo hubiera perdido por nada…, pero no quiero que se repita. Váyase a dormir, jefe.
—En un momento. Anne, dime una cosa. ¿Qué tiene de especial la forma en que besa ese muchacho?
Anne puso expresión soñadora, y la cara se le llenó de hoyuelos.
—Debería haberlo probado cuando él le invitó.
—Soy demasiado viejo para cambiar mis costumbres. Pero estoy interesado en todo lo relativo a ese muchacho. ¿Hay en realidad algo distinto en él?
Anne meditó la pregunta.
—Sí.
— ¿Qué?
—Mike pone toda su atención en el beso.
—¡Oh, mierda! También yo. O la ponía.
Anne negó con la cabeza.
—No. Algunos hombres lo intentan. Me han besado hombres que hacían un buen trabajo, debo reconocerlo. Pero realmente no ponen toda su atención en el acto de besar a una mujer. No pueden. No importa lo mucho que se esfuercen, siempre hay algunas partes de su cerebro que están en otro lugar. En perder el último autobús quizá…, o en sus posibilidades de conseguir a la chica…, o en su propia técnica del beso…, o acaso se preocupan por sus empleos, por el dinero, o porque pueda sorprenderles el marido, el padre o algún vecino. O algo. Mike no posee ninguna técnica…, pero cuando la besa a una no está haciendo nada más. Absolutamente nada. Una se convierte en todo su universo en aquel momento…, y el momento es eterno porque él no tiene ningún plan ni intención de ir a ninguna otra parte. Sólo besarla a una —se estremeció—. Una mujer se da cuenta de estas cosas. Es algo abrumador.
—Hum…
—¡Nada de «hum» conmigo, viejo libertino! Usted no lo comprende.
—No. Y lamento confesar que probablemente nunca lo haré. En fin, buenas noches…, y oh, a propósito…, he dicho a Mike que esta noche ponga el cerrojo en su puerta.
Anne le hizo una mueca.
—¡Aguafiestas!
—Está aprendiendo muy deprisa. No conviene empujarle demasiado.
La conferencia fue aplazada hasta la tarde, luego vuelta a aplazar rápidamente hasta la mañana siguiente, lo cual dio a Caxton veinticuatro horas extra que necesitaba desesperadamente para recuperarse, para informarse de todo lo ocurrido durante la semana que se había perdido, y para tener la posibilidad de «acercarse» al Hombre de Marte; ya que Mike asimiló enseguida que Jill y Ben eran «hermanos de agua», consultó con Jill, y ofreció solemnemente agua a Ben.
Ben había sido puesto ya al corriente por Jill. Aceptó el agua con la misma solemnidad y sin reservas mentales, tras un profundo análisis interior en el que decidió que su propio destino estaba de hecho ligado al del Hombre de Marte, a través de su propia iniciativa antes incluso de conocer a Mike.
Pero tuvo que enterrar a las profundidades de su alma una inquieta sensación antes de conseguir hacer eso. Finalmente decidió que eran simples celos y, por ello mismo, tenían que ser cauterizados. Había descubierto que le irritaba la intimidad que se había desarrollado entre Mike y Jill. Se dio cuenta de que su propia personalidad de soltero se había visto cambiada por una semana de olvido involuntario; descubrió que deseaba casarse, y con Jill.
Se lo propuso de nuevo, esta vez sin ningún rastro de broma, tan pronto como consiguió estar con ella a solas. Jill desvió la vista.
—Por favor, Ben.
—¿Por qué no? Soy solvente. Tengo un buen trabajo, gozo de buena salud…, o gozaré de ella tan pronto como expulse de mi organismo esas condenadas drogas de la verdad que me inocularon, y, puesto que aún no lo he hecho, me veo sometido a la compulsión de decir siempre la verdad. Te quiero. Deseo casarme contigo y frotar tus pobres piececitos cansados. Así que, ¿por qué no? No tengo ningún vicio que tú no compartas, y nos las arreglaríamos juntos mucho mejor que la mayoría de las parejas casadas ¿Soy demasiado viejo para ti? ¿O acaso piensas casarte con otro?
—¡Ninguna de las dos cosas! Querido… Ben, te quiero. Pero no me pidas que me case contigo ahora. Tengo responsabilidades.
Caxton no logró hacer tambalear su firmeza. De acuerdo, Mike estaba más cerca de Jill en edad; de hecho casi tenía exactamente su misma edad, lo cual hacía a Ben diez años más viejo que ellos. Pero creía a Jill cuando ella negaba que la edad fuera un factor; la diferencia de edad no era demasiado grande y, considerándolo todo, ayudaba, ya que un marido debe de ser un poco mayor que su esposa.
Pero finalmente se dio cuenta de que el Hombre de Marte no podía ser un rival; tan sólo era un paciente de Jill. Y en este punto, Ben aceptó que un hombre que se casa con una enfermera debe vivir con el hecho de que las enfermeras se sienten maternales con las personas a su cargo. Debe vivir con ello y debe gustarle, añadió para sí, ya que si Gillian no hubiera tenido ese carácter que había hecho de ella una enfermera, él no se habría enamorado. No era su deliciosa figura en forma de ocho —con su trasero que se meneaba con cimbreante sinuosidad cuando andaba—, ni siquiera el aún más placentero panorama que ofrecía su parte mamaria-anterior vista desde la otra dirección. Él no pertenecía, gracias a Dios, al tipo masculino permanentemente infantil, que se interesa sólo en el tamaño de las glándulas mamarias. No; amaba a Jill por sí misma.
Puesto que lo que ella era le impondría la necesidad de quedar en segundo plano de tanto en tanto respecto a los pacientes que la necesitaban —a menos que se retirara, por supuesto, y no podía estar seguro de que la cosa se detuviera ni siquiera entonces, puesto que Jill era Jill—, a Ben no le quedaría más remedio que reprimir los celos hacia el paciente que ocupara su atención en aquellos momentos. Además, Mike era un muchacho agradable, tan inocente y cándido como Jill se lo había descrito.
Y además, él no le estaba ofreciendo a Jill un lecho de rosas precisamente: la mujer de un periodista en activo tenía que enfrentarse a una serie de problemas que había que tomar en consideración. En ocasiones, él podría estar —estaría— ausente durante varias semanas consecutivas, y su horario de trabajo siempre sería irregular. A Ben no le gustaría que Jill se quejara de aquello. Pero Jill no lo haría. Ella no.
Tras llegar a esas conclusiones, Ben aceptó de todo corazón la ceremonia del agua con Mike.
Jubal necesitaba también aquel día extra para planear su táctica.
—Ben, cuando me echó esta patata caliente en mi regazo, le dije a Gillian que no alzaría un dedo para defender los supuestos «derechos» de ese muchacho. Pero he cambiado de idea. No vamos a permitir que el Gobierno se salga con la suya.
—¡Desde luego, no esta Administración!
—Ni ésta ni ninguna otra. La siguiente será peor. Ben, subestima usted a Joe Douglas.
—Es un político de distrito barato, y su moralidad hace juego con su condición.
—Sí. Y, además de eso, es ignorante hasta el sexto decimal. Pero también es un jefe mundial bastante capaz y consciente en muchas circunstancias; es mejor de lo que podríamos esperar y probablemente mejor de lo que nos merecemos. Creo que disfrutaría jugar una partida de póquer con él, porque Douglas no haría trampas y pagaría sus deudas con una sonrisa. Oh, ya sé que es un H de P…, pero esas iniciales también puede interpretarse como Hombre de Pueblo. Es medianamente decente.
—Jubal, que me maldiga si le entiendo. Ayer me dijo que estaba razonablemente seguro de que Douglas me hubiera matado, ¡y créame, no estuvo demasiado lejos de ello!, y que había tenido que hacer malabarismos para sacarme con vida del atolladero. Consiguió sacarme, ¡y Dios sabe que se lo agradezco! Pero ¿pretende que olvide ahora que Douglas estaba detrás de todo eso? Si estoy con vida, no es gracias a Douglas precisamente; él hubiera preferido verme muerto.
—Supongo que sí. Pero bueno, todo ha terminado ya. Olvídelo.
—¡Que me maldigan si voy a olvidarlo!
—Será un tonto si no lo hace. En primer lugar, no puede probar nada. En segundo lugar, no hay motivo para que se sienta agradecido hacia mí, y no permitiré que lance sobre mí esa carga. No lo hice por usted.
—¿Eh?
—Si es que hice algo, lo hice por una muchachita que estaba a punto de ser arrestada, acusada y tal vez eliminada de un modo muy parecido. Lo hice porque ella era mi invitada y yo me hallaba temporalmente en la situación de in loco parentis con respecto a ella. Lo hice porque ella era todo valor y galantería, pero era demasiado ignorante para jugar con una sierra circular; resultaría herida. Pero usted, mi cínico y pecador amigo, se las sabe todas respecto a sierras circulares. Si su descuido asnal le hizo meter las manos en una, ¿quién soy yo para mezclarme con su karma? Usted lo eligió.
—Hum. Entiendo su punto de vista. De acuerdo, Jubal, puede irse al infierno por mezclarse con mi karma. Si es que tengo uno.
—Ése es un punto discutible. Según tengo entendido, los fatalistas y los partidarios del libre albedrío se hallan aún ligados a la cuarta morada. Por otra parte, no siento el menor deseo de molestar a un hombre que duerme en un albañal. Hasta que no se demuestre lo contrario, supongo que pertenece a aquel lugar. Hacer el bien me recuerda a tratar la hemofilia: la única cura real consiste en dejar que los hemofílicos se desangren hasta morir, antes de que procreen más hemofílicos.
—También se pueden esterilizar.
—¿Pretende que me atribuya el papel de Dios? Pero nos estamos apartando del tema. Douglas no intentó asesinarle.
—Dígame quién, entonces.
—Al habla el infalible Jubal Harshaw, pontificando ex cathedra desde su ombligo. Mire, hijo, si el ayudante de un sheriff mata a golpes a un prisionero, pueden cubrirse todas las apuestas sobre que las autoridades del condado no lo ordenaron, no sabían nada de ello, y no lo hubiesen permitido de haberlo sabido. En el peor de los casos cerraron los ojos al hecho después, antes que malograr los planes de alguien. Pero el asesinato nunca ha sido una política aceptada en este país.
—Me gustaría enseñarle el trasfondo de cierto número de muertes a las que miré de cerca.
Jubal rechazó aquello con un gesto de la mano.
—Dije que no era una política aceptada. Siempre hemos tenido asesinatos políticos…, desde los más prominentes, como el de Huey Long, hasta los casos de hombres muertos a palos en los escalones del porche de su casa, que apenas merecen una gacetilla de pasada en la página ocho. Pero nunca ha sido política aquí, y la razón de que esté usted sentado al sol en estos momentos demuestra que no es la política de Joe Douglas. Piense en ello.
»Lo agarraron limpiamente, sin alboroto, sin preguntas. Lo estrujaron hasta dejarle seco, luego ya no les era de ninguna utilidad. Y hubieran podido acabar con usted con la misma discreción con que se caza un ratón, se echa a la taza del inodoro y se tira de la cadena. Pero no lo hicieron. ¿Por qué no? Porque sabían que a su jefe no le gustan esas medidas drásticas…, y si llegara a convencerse de que las ponían en práctica (con autorización judicial o no), les hubiera costado el empleo, si no el cuello —Jubal hizo una pausa para tomar un trago—. Pero piense. Esos rufianes de los Servicios Especiales no son más que un instrumento; no constituyen la guardia pretoriana elegida por el nuevo César. Siendo así, ¿a quién desea usted realmente para César? ¿Al legalista Fulano, cuya indoctrinación básica procede de los días en que este país era una nación y no sólo una satrapía en un imperio políglota de muchas tradiciones…, o a Douglas, que no tiene estómago para soportar el asesinato?
»¿O prefiere que lo echemos de su cargo (podemos hacerlo, ¿sabe?, mañana mismo, preparándole una buena encerrona con algún asunto servido en bandeja en el que caiga de cuatro patas), lo echemos fuera y pongamos en su sitio a un secretario general de una tierra donde la vida siempre ha sido barata y el asesinato una venerable tradición?
»Si hace eso, Ben, ¿qué será del próximo periodista curioso que sea lo bastante descuidado como para aventurarse por un callejón oscuro? —Caxton no respondió—. Como he dicho, los Servicios Especiales no son más que una herramienta. Siempre se encuentran hombres que contratar a quienes les gusta el trabajo sucio. ¿Cuán sucio puede llegar a volverse ese trabajo sucio si le quita a Douglas su mayoría?
—Jubal, ¿me está diciendo que no debería criticar a la Administración, si está equivocada? ¿Si sé que está equivocada?
—No. Los moscardones como usted son absolutamente necesarios. Como tampoco soy opuesto a «echar fuera a los truhanes»; normalmente es la regla más saludable de la política. Pero resulta conveniente echar un vistazo a los otros truhanes que esperan turno antes de saltar a la garganta de los truhanes actuales. La democracia es en el mejor de los casos un pobre sistema de gobierno; lo único que puede decirse honestamente en su favor es que es aproximadamente ocho veces mejor que cualquier otro método que la raza humana haya intentado nunca. El peor fallo de la democracia es que sus líderes son propensos a reflejar los defectos y las virtudes de los votantes que los eligen, y ésos tienen un nivel bastante bajo; pero, ¿qué otra cosa se puede esperar? Así que échele un nuevo vistazo a Douglas: observará que en su ignorancia, estupidez y dudas internas, se parece mucho a sus compatriotas norteamericanos, incluidos usted y yo…, y que de hecho se halla una o dos muescas por encima del término medio en la escala. Luego eche un vistazo al hombre que le sustituirá, si su Gobierno se viene abajo.
—Hay una elección en medio.
—¡Siempre hay una elección! En este caso se trata de elegir entre «malo» y «peor»…, lo cual es una diferencia mucho más acusada que entre «bueno» y «mejor».
—Bien, Jubal. ¿Qué espera que haga yo?
—Nada —respondió Harshaw—, porque tengo intención de dirigir personalmente este espectáculo. O casi nada. Espero que refrene sus impulsos de lanzarse sobre Joe Douglas respecto al inminente acuerdo en esa cosa diaria que escribe. Quizá incluso sería bueno que lo alabara un poco por su «dominio de estadista».
—¡Me va a hacer vomitar!
—No en la hierba, por favor. Use el sombrero. Le diré por anticipado lo que voy a hacer: el principio básico para cabalgar un tigre es agarrarse fuerte a sus orejas.
—Deje de ser pomposo. ¿Cuál es el trato?
—Deje usted de ser obtuso y escuche. Si este muchacho fuera un don nadie sin un centavo en el bolsillo, no habría ningún problema. Pero tiene la desgracia de ser el heredero indisputable de unas riquezas superiores a las que ni el propio Creso hubiera soñado nunca. Además, un discutible derecho a un poderío político aún mayor, fundado en un precedente político-judicial sin paralelo en los anales de la justicia desde que el secretario Fall fue condenado por recibir un soborno de Doheny, al tiempo que éste era declarado inocente por habérselo dado.
—Sí, pero…
—Yo tengo la palabra. Como le dije a Jill, no tengo el menor interés en esa tontería del «auténtico príncipe». Ni considero como «suya» esa fortuna, porque él no produjo ni un solo centavo de ella. Incluso aunque la hubiera ganado por sí mismo, cosa imposible por su edad, la «propiedad» no es el concepto natural y obvio que la mayoría de la gente cree.
—¿Volvemos a las andadas?
—La propiedad, en el mejor de los casos, es una abstracción extremadamente sofisticada, en realidad una afinidad mística. Dios sabe que nuestros teóricos legales complicaron bastante ese misterio…, pero no empecé a ver lo sutil que era hasta que percibí el punto de vista marciano sobre el asunto. Los marcianos no tienen propiedades. No poseen nada…, ni siquiera sus propios cuerpos.
—Aguarde un momento, Jubal. Hasta los animales tienen alguna propiedad. Y los marcianos no son animales; poseen una civilización altamente desarrollada, con grandes ciudades y toda clase de cosas.
—Sí, «los zorros tienen madrigueras, y los pájaros del aire disponen de nidos». Nadie entiende mejor los límites de una propiedad y el meus et tuus implicado en ellos que un perro guardián. Pero no los marcianos. A menos que uno considere la pertenencia común no distribuida de todo a unos cuantos millones o miles de millones de ciudadanos adultos… «fantasmas» para usted, amigo mío, como «propiedad».
—Dígame, Jubal, ¿qué hay acerca de esos «Ancianos» de los que habla Mike?
—¿Quiere usted la versión oficial, o mi opinión particular?
—¿Eh? Su opinión particular. Lo que usted piensa realmente de ello.
—Entonces guárdeselo para usted mismo. Creo que no es más que un montón de estupideces piadosas, muy convenientes para abonar los prados. Creo que es una superstición marcada a fuego en el cerebro del muchacho a una edad tan temprana, que ya no tiene ninguna oportunidad de deshacerse de ella.
—Jill habla como él si creyese en ello.
—En todas las demás ocasiones me oirá a mí hablar también como si yo lo creyese. La cortesía habitual. Una de mis más valiosas amigas cree en la astrología; jamás la ofendería diciéndole lo que yo opino sobre eso. La capacidad de una mente humana para creer devotamente en lo que a mí me parece altamente improbable, desde los golpes de los espíritus sobre las mesas hasta la superioridad de los hijos…, es algo que nunca ha sido sondeado. Tengo la sensación de que la fe no es más que pereza intelectual, pero no discuto sobre ello, en especial puesto que raras veces me hallo en posición de demostrar que es equivocado. La prueba negativa es normalmente imposible. Con toda seguridad, la fe de Mike en los Ancianos no es más irracional que la convicción de que la dinámica del universo puede ser echada a un lado mediante rogativas para invocar la lluvia. Además, tiene a su lado el peso de la evidencia: él ha estado allí. Yo no.
—Hum. Jubal, confieso que tengo una insidiosa sospecha de que la inmortalidad es un hecho…, pero me alegro de que el fantasma de mi abuelo no siga ejerciendo control sobre mí. Era un viejo chiflado del demonio.
—Igual que el mío. Y también lo soy yo. Pero, ¿existe alguna razón realmente buena para que los privilegios de un ciudadano se vean invalidados simplemente porque ha muerto? Ahora que lo pienso, el barrio donde me crié tenía un gran cementerio, casi marciano. Sin embargo, la ciudad era un lugar agradable donde vivir. Es muy posible que nuestro muchacho Mike no pueda poseer nada porque los Ancianos ya lo poseen todo. Así que comprenderá por qué he tenido problemas para explicarle que es propietario de más de un millón de acciones de la Lunar Enterprises, además del impulsor Lyle y otros bienes inmuebles y títulos surtidos. No sirve de nada el que sus propietarios originales estén muertos; eso aún lo hace peor: los convierte en Ancianos…, y Mike jamás soñaría en meter la nariz en los asuntos de los Ancianos.
—Hum…, maldita sea, es a todas luces incompetente desde un punto de vista legal.
—Por supuesto. No puede manejar la propiedad porque no cree en su mística, del mismo modo que yo no creo en sus fantasmas. Ben, todo lo que Mike posee en estos momentos es un cepillo de dientes…, y ni siquiera sabe que es suyo. Si alguien se lo quita, dará por supuesto que los Ancianos autorizaron el cambio… —Jubal se encogió de hombros—. Así que es incompetente…, pese a que puede recitar la ley de la propiedad de principio a fin al pie de la letra. Dado que éste es el caso, no puedo permitir que su competencia sea puesta a prueba…, ni siquiera mencionada, porque, ¿qué tutor podría nombrársele?
—¡Uf! Douglas. O, más bien, uno de sus esbirros.
—¿Está seguro, Ben? Considere la composición actual del Tribunal Supremo. ¿No puede llamarse ese tutor Sawonavong? ¿O Nadi? ¿O Kee?
—Hum…, es posible que tenga usted razón.
—En cuyo caso, el muchacho puede no vivir mucho tiempo. O puede alcanzar una edad satisfactoriamente madura como huésped de alguna agradable prisión individual rodeada de hermosos jardines, y de la que resulte más difícil escapar que del Hospital Bethesda.
—¿Qué es lo que planea hacer usted?
—El poder que posee nominalmente ese muchacho es demasiado peligroso y abrumador para que él lo maneje. Así que renunciaremos a él.
—¿Cómo demonios se puede renunciar a tanto dinero?
—Uno no lo hace. No puede. Es imposible. El propio acto de la renuncia sería un ejercicio de su poder latente, alteraría el equilibrio del poder…, y cualquier intento de hacerlo daría como resultado que el muchacho fuera examinado en un abrir y cerrar de ojos acerca de su competencia. Así que, en vez de eso, dejaremos que el tigre corra como un demonio mientras nos agarramos fuertemente a sus orejas para salvar nuestras preciosas vidas.
»Ben, permítame que esboce el fait accompli que pretendo presentar a Douglas…, y luego usted haga todo lo que pueda para llenármelo de agujeros. No su legalidad, puesto que el departamento legal de Douglas redactará sus frases con doble y triple sentido, y yo las examinaré con lupa en busca de todas las trampas…, no se preocupe por ello; la idea es presentarle a Douglas un plan que no pueda torpedear… porque le gustará. Quiero que olisquee usted sus posibilidades. Y, ahora… esto es lo que me propongo hacer.
La Delegación Diplomática Marciana y Confraternidad Interna Honesta e Ilimitada, tal como había sido organizada por Jubal Harshaw, aterrizó en la azotea del Palacio Ejecutivo poco antes de las diez de la mañana siguiente. El pretendiente sin pretensiones al trono marciano, Mike Smith, no se mostró preocupado en absoluto por la finalidad del viaje; se limitó a disfrutar de cada minuto del corto vuelo hacia el sur, con total e inocente deleite.
El viaje se hizo en un aerobús Greyhound alquilado especialmente, y Mike tomó asiento en el astrodomo encima del conductor, con Jill a un lado y Dorcas al otro, y miró y miró con maravillado asombro mientras las muchachas le señalaban las vistas y charlaban en sus oídos. El asiento —que era de dos plazas— resultaba más bien estrecho para los tres, pero a Mike no le importaba, ya que de ello se derivaba necesariamente un cálido grado de mayor acercamiento. Permanecía sentado con un brazo en torno de cada una de las jóvenes, y miraba y escuchaba e intentaba asimilar, y no habría podido sentirse más feliz si se hubiera encontrado a tres metros bajo el agua.
De hecho, aquélla era la primera vez que contemplaba la civilización terrestre. No había visto nada en absoluto al ser sacado de la Champion y metido en la suite K-12 del Centro de Bethesda; también había pasado unos minutos en un taxi diez días antes para ir del hospital al apartamento de Ben, pero no asimiló nada durante el trayecto. Desde entonces su mundo se había visto limitado a una casa y una piscina, más el jardín que lo rodeaba todo y la hierba y los árboles; no había ido más allá de la puerta de la verja de Jubal.
Pero ahora era mucho más sofisticado de lo que había sido diez días antes. Comprendía qué eran las ventanas, se daba cuenta que la burbuja que lo rodeaba ahora era una ventana y servía para poder ver lo que había al otro lado, y que lo que veía eran realmente las ciudades de aquella gente. Comprendía los mapas y, con la ayuda de las chicas, podía identificar dónde estaban y hacia dónde iban viendo el mapa que se deslizaba en el tablero de mandos delante de él. Siempre había sabido qué eran los mapas, aunque hasta hacía poco no se había enterado de que los humanos los conocían también. Experimentó un asomo de feliz nostalgia la primera vez que asimiló un mapa terrestre. De acuerdo, resultaba estático y muerto en comparación con los mapas utilizados por su gente, pero se trataba de un mapa. Mike no estaba predispuesto por naturaleza —y ciertamente no por entrenamiento— a las comparaciones odiosas; incluso los mapas terrestres eran muy marcianos en esencia: le gustaban.
Ahora contempló casi trescientos kilómetros de terreno, la mayor parte de los cuales estaban cuajados con las metrópolis del mundo, y saboreó hasta el último centímetro de todo ello, al tiempo que procuraba asimilarlo. Le asombró el enorme tamaño de las ciudades humanas y su bulliciosa actividad visible incluso desde el aire, tan diferente del lento movimiento y el ritmo de claustro monacal de las ciudades de su propia gente.
Tuvo la impresión de que una ciudad humana debía de deteriorarse casi de inmediato, asfixiarse de tal modo con las experiencias que sólo los más fuertes de los Ancianos podrían soportar la visita a sus calles desiertas, y asimilar contemplativamente los acontecimientos y emociones que se apilaban capa sobre capa interminablemente en ellas. Él mismo había visitado ciudades abandonadas de Marte sólo en muy pocas, maravillosas y temibles ocasiones, hasta que sus maestros le impidieron que siguiera haciéndolo, al asimilar que no era lo bastante fuerte como para soportar tal experiencia.
Las cautelosas preguntas a Jill y Dorcas, cuyas respuestas relacionó luego con lo que había leído, le permitieron asimilar lo suficiente como para aliviar un poco su mente: la ciudad era muy joven; había sido fundada hacía poco más de dos siglos de la Tierra. Puesto que las unidades cronológicas de la Tierra carecían de sabor para él, las convirtió en años y números marcianos: tres años llenos más tres años de espera (34 + 33 = 108 años marcianos).
¡Aterrador y hermoso! Porque aquellas personas debían de estarse preparando ya para abandonar la ciudad a sus pensamientos, antes de que se hiciera pedazos bajo la tensión y se convirtiera en no. Y, sin embargo, de acuerdo al simple tiempo, la ciudad era apenas un huevo.
Mike previó la posibilidad de regresar a Washington al cabo de uno o dos siglos, pasear por sus calles vacías, y tratar de acercarse a sus interminables dolor y belleza; asimilaría sediento hasta que él fuera Washington y la ciudad fuera él…, si por aquel entonces era ya lo bastante fuerte. Archivó firmemente la idea, puesto que debía crecer y crecer y crecer antes de estar en condiciones de apreciar y celebrar la inmensa angustia de la ciudad.
El conductor del Greyhound giró hacia el este, en respuesta a un cambio de ruta temporal impuesto por la densidad del tráfico —causada, aunque Mike lo desconocía, por su propia presencia—, y Mike vio por primera vez el mar.
Jill tuvo que señalárselo y decirle que era agua, y Dorcas añadió que se trataba del océano Atlántico y trazó la línea de la costa en el mapa. Mike no era un ignorante; desde que era polluelo había sabido que su planeta vecino más próximo al Sol estaba casi todo él cubierto por el agua de vida, y últimamente había podido enterarse de que aquella gente aceptaba su riqueza sin concederle demasiada importancia. Incluso había aceptado, sin ayuda de nadie, el mucho más difícil peso de asimilar finalmente la ortodoxia marciana de que la ceremonia del agua no requería agua; el agua era meramente el símbolo de la esencia: hermosa, pero no indispensable.
Pero, como muchos humanos aún vírgenes hacia ciertas experiencias humanas importantes, Mike descubrió que el conocimiento en abstracto de un hecho no era lo mismo que su realidad física: la visión del océano Atlántico le produjo tal terror, que Jill estrujó fuertemente su brazo y le gritó con voz aguda:
—¡Alto, Mike! ¡No se atreva!
Mike cortó en seco su emoción y la almacenó para posterior uso. Luego miró al océano, que se extendía hasta un inimaginablemente lejano horizonte, y trató de calcular su volumen hasta que su cabeza zumbó con treces y potencias de treces y superpotencias de treces.
Cuando aterrizaron en el Palacio, Jubal advirtió:
—Ahora recordad, muchachas, que tenéis que formar un cuadrado en torno de Mike, y no dudéis en clavar un tacón en medio de un pie o un codo en algún plexo solar. Anne, tú llevarás tu toga, pero eso no es motivo que te impida dar un buen pisotón si tratan de avasallarte. ¿De acuerdo?
—No se preocupe, jefe; nadie avasalla a un testigo… pero llevo tacones claveteados y peso más que usted.
—De acuerdo. Duque, ya sabes lo que tienes que hacer…, pero envía a Larry de regreso aquí con el aerobús tan pronto como sea posible.
—Asimilado, jefe. Deje de preocuparse.
—Me preocuparé tanto como me plazca. Vamos.
Harshaw, las cuatro jóvenes, Mike y Caxton bajaron; el aerobús despegó de nuevo de inmediato. Ante el alivio y la aprensión entremezclados de Harshaw, la plataforma de aterrizaje no estaba atestada de periodistas. Pero tampoco estaba vacía. Un hombre se adelantó de inmediato y dijo con voz jovial:
—¿Doctor Harshaw? Soy Tom Bradley, el ayudante ejecutivo principal del secretario general. Tiene que ir directamente al despacho privado del señor Douglas. Le verá unos minutos antes de que se inicie la conferencia.
—No.
Bradley parpadeó.
—Creo que no me ha entendido. Se trata de instrucciones del secretario general. Oh, desde luego, él dijo que no hay inconveniente en que el señor Smith le acompañe…, me refiero al Hombre de Marte.
—No. Este grupo permanecerá unido, incluso para ir al lavabo. Desde aquí iremos a esa sala de conferencias. Haga que alguien nos indique el camino. Y aparte a toda esta gente; nos molesta. Mientras tanto, tengo una misión para usted. Miriam, dame la carta.
—Pero, doctor Harshaw…
—He dicho no. ¿Acaso no entiende usted el inglés elemental? Haga el favor de entregar esta carta al señor Douglas de inmediato, a él personalmente…, y entrégueme a mí el acuse de recibo —Harshaw se detuvo un instante para firmar en el reverso del sobre que Miriam le había tendido, oprimió el pulgar sobre la rúbrica y se lo tendió a Bradley—. Dígale que ha de leerlo enseguida…, antes de la reunión.
—Pero el secretario general desea específicamente…
—El secretario desea ver esta carta. Joven, estoy dotado de la segunda visión…, y predigo que no estará usted trabajando aquí a última hora de hoy si pierde tiempo en hacerle llegar esto al señor Douglas.
Bradley clavó sus ojos en los de Jubal, luego dijo:
—Jim, hazte cargo —y se alejó con la carta.
Jubal suspiró interiormente. Había sudado lo suyo para redactar aquella carta; Anne y él se habían pasado la mayor parte de la noche preparando borrador tras borrador. Jubal tenía todas las intenciones de llegar a un acuerdo abierto, a plena vista de todas las cámaras y micrófonos de los noticiarios del mundo…, pero no tenía ninguna intención de dejar que Douglas fuera cogido por sorpresa por ninguna proposición.
Otro hombre avanzó hacia ellos en respuesta a la orden de Bradley; Jubal lo clasificó como un espécimen de primera clase de los jóvenes listos y conscientes que gravitaban en torno del poder y realizaban sus trabajos sucios. El hombre sonrió ampliamente y dijo:
—Me llamo Jim Sanforth, doctor… Soy el secretario de prensa del jefe. A partir de ahora estaré actuando para usted, arreglándole las entrevistas periodísticas y todo eso. Lamento comunicarle que la conferencia aún no está a punto; en el último momento hemos tenido que trasladarla a una sala más grande. Opino que…
—Yo opino que iremos a esa sala de conferencias ahora mismo. Si es necesario permaneceremos de pie hasta que nos traigan las sillas.
—Doctor, estoy seguro de que no entiende la situación. Todavía están tendiendo cables y todo eso, y la sala es un hervidero de reporteros y comentaristas…
—Muy bien. Charlaremos con ellos hasta que esté todo preparado.
—No, doctor. Tengo instrucciones…
—Joven, puede usted coger sus instrucciones, doblarlas hasta que no sean más que todo esquinas, y metérselas hasta lo más profundo de su mazmorra. No estamos a su disposición. Usted no arreglará ninguna entrevista periodística para nosotros. Hemos venido aquí para un solo propósito: celebrar una conferencia pública. Si la conferencia aún no está a punto, veremos a la prensa en la sala destinada a dicha conferencia.
—Pero…
—Y eso no es todo. Está reteniendo usted al Hombre de Marte a la intemperie, en una azotea ventosa —Harshaw alzó la voz—. ¿Hay alguien aquí lo bastante listo como para conducirnos a la sala de conferencias?
Sanforth tragó saliva.
—Sígame, doctor —dijo.
La sala de conferencias era efectivamente un hervidero de periodistas y técnicos, pero había allí una gran mesa ovalada, montones de sillas y varias mesitas de menor tamaño. Mike fue divisado de inmediato, y las protestas de Sanforth no impidieron que los periodistas se arremolinaran a su alrededor. Pero la cuña de amazonas aficionadas llevó a Mike hasta la mesa grande; Jubal se sentó contra ella, con Dorcas y Jill flanqueándole y la testigo honesto y Miriam sentadas detrás. Una vez hecho esto, Jubal no efectuó ningún intento de impedir las preguntas y las fotografías. Mike había sido advertido ya de que conocería a mucha gente y de que una numerosa parte de ella haría cosas extrañas, y Jubal le advirtió muy encarecidamente que se abstuviera de llevar a cabo acciones repentinas —tales como hacer desaparecer personas u objetos o inmovilizar algo— a menos que Jill se lo dijera.
Mike aceptó con actitud grave toda aquella confusión, sin trastorno aparente; Jill sujetaba su mano, y el contacto de la muchacha le tranquilizaba.
Jubal deseaba que se tomasen nuevas fotografías, mientras más mejor; en cuanto a las preguntas planteadas directamente a Mike, no las temía y no hacía ningún esfuerzo por detenerlas. Una semana de intentar hablar con Mike le había convencido de que ningún periodista arrancaría una palabra de importancia al Hombre de Marte en sólo unos cuantos minutos…, sin la ayuda de un experto. La costumbre que tenía Mike de responder a una pregunta cuando le era formulada, literalmente y deteniéndose luego para la siguiente pregunta, sería suficiente para anular cualquier intento de sondearle.
Y así fue. Mike respondió a la mayoría de las preguntas con un educado «Lo ignoro» o con un incluso menos comprometido «¿Perdón?».
Pero una pregunta le salió por la culata a un interrogador. Un corresponsal de la Reuters, que sin duda anticipaba una lucha monumental por el status de Mike como heredero, trató de introducir su propio test sobre la competencia de Smith.
—¿Señor Smith? ¿Qué sabe usted acerca de las leyes de herencia?
Mike era consciente de que le costaba asimilar de una forma completa el concepto humano de propiedad y, en particular, las ideas sobre legados y herencias. Así que evitó con todo cuidado insertar sus propias ideas y se ciñó al pie de la letra a lo que decía el libro…, un libro que Jubal reconoció de inmediato como Sobre herencias y legados, capítulo primero.
Mike recitó lo que había leído, de un modo exacto y con una absoluta falta de expresión, como un aburrido pero preciso profesor de derecho, página tras tediosa página, mientras el sorprendido silencio se abatía gradualmente sobre la sala y su interrogador se atragantaba.
Jubal le dejó hablar libremente hasta que todos los periodistas reunidos allí supieron más de lo que deseaban saber acerca de viudedad, bienes gananciales, consanguíneos y uterinos, per stirpes y per cápita. Finalmente, le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ya es suficiente, Mike.
Mike pareció confuso.
—Hay mucho más.
—Sí, pero será más tarde. ¿Tiene alguien alguna pregunta sobre otro tema?
Un reportero del London Sunday, un diario de enorme circulación, saltó con una pregunta que le iba a ir muy bien a la bolsa de su patrono.
—Señor Smith, tenemos entendido que le gustan a usted las chicas de la Tierra. ¿Ha besado a alguna?
—Sí.
—¿Le gustó?
—Sí.
—¿Como cuánto le gustó?
Mike apenas titubeó antes de dar su respuesta.
—Besar a las chicas es una bendición —explicó, muy serio—. Es una forma de acercarse. Siempre es mejor que darle a las cartas.
Los aplausos lo asustaron, pero pudo captar que Jill y Dorcas no se asustaban, sino que de hecho ambas intentaban contener esa incomprensible y ruidosa expresión de placer que él no había logrado aprender todavía. Así que calmó sus temores y esperó gravemente lo que pudiera ocurrir a continuación.
Lo que ocurrió le salvó de más preguntas, susceptibles de ser respondidas o no, y le proporcionó una gran alegría; vio un rostro y una figura familiares entrar en la sala por una puerta lateral.
—¡Mi hermano el doctor Mahmoud! —abrumado por la excitación, Mike siguió hablando… en marciano.
El experto en semántica de la Champion le saludó con la mano, sonrió y le respondió en el mismo chirriante lenguaje mientras se apresuraba a acercarse a Mike. Los dos siguieron hablando en símbolos no humanos: Mike soltando las palabras en un torrente ansioso, Mahmoud no con tanta rapidez, con efectos sonoros como los de un rinoceronte embistiendo contra una chabola de planchas de hierro.
Los periodistas permanecieron allí durante un rato, y los que llevaban grabadoras registraron la conversación como una nota más de color local. Pero al fin uno interrumpió:
—¡Doctor Mahmoud! ¿De qué están hablando? ¡Infórmenos!
Mahmoud se volvió, sonrió brevemente y respondió, en su recortado inglés de Oxford:
—Casi todo lo que yo he dicho ha sido: «Más despacio, querido muchacho…, por favor».
—¿Y qué es lo que él ha dicho?
—El resto de nuestra conversación es personal, privada, carente de todo posible interés para ustedes. Ya saben, los saludos propios de dos viejos amigos que se encuentran —se volvió de nuevo hacia Mike y siguieron hablando en marciano.
De hecho, Mike le estaba explicando a su hermano Mahmoud todo lo que había sucedido durante los quince días desde que le viera por última vez, a fin de que ambos pudieran acercarse a la asimilación; pero la abstracción de Mike de lo que debía decir era puramente marciana en su concepto. Aludía primariamente a sus nuevos hermanos de agua y al sabor único de cada uno de ellos: la dulce y suave agua que era Jill, la profundidad de Anne, el extraño hecho —aún no totalmente asimilado— de que Jubal tuviese a veces el sabor de un huevo y a veces el de un Anciano, pero no fuera ninguna de las dos cosas…, la inasimilable enormidad del océano…
Mahmoud tenía mucho menos que contarle a Mike, puesto que le habían ocurrido muchas menos cosas, según los estándares marcianos: un exceso dionisíaco completamente no marciano del que no se sentía orgulloso, y un largo día pasado boca abajo en la mezquita de Solimán en Washington, cuyos resultados aún no había asimilado y no estaba preparado para discutir con nadie…, no al menos con los nuevos hermanos de agua.
Finalmente interrumpió a Mike y ofreció su mano a Jubal.
—Usted es el doctor Harshaw, lo sé. Valentine Michael cree que me ha presentado a todos ustedes…, y lo ha hecho, según sus reglas.
Harshaw le miró de pies a cabeza y estrechó su mano. El individuo tenía el aspecto y sonaba británicamente deportivo, aficionado al tiro y a la caza, inglés desde el caro traje de tweed hasta el recortado bigote gris…, pero su piel tenía un color tostado natural antes que el bronceado del deporte al aire libre, y los genes de aquella nariz procedían de algún lugar cercano a Levante.
A Harshaw no le gustaban los disfraces, y siempre hubiera elegido para comer unas tortas rancias de maíz antes que el más perfecto de los «solomillos» sintéticos. Pero Mike lo trataba como un amigo, así que era un «amigo», hasta que no se demostrara lo contrarío.
La impresión que Harshaw causó en Mahmoud fue la de una pieza de museo de la imagen que él tenía de un «yanqui»: vulgar, vestido de un modo demasiado informal para la ocasión, vocinglero, probablemente ignorante y, casi con toda seguridad, provinciano. Un tipo profesional también, lo cual lo hacía aun peor, ya que la experiencia le había demostrado que los profesionales norteamericanos estaban mal educados, eran estrechos de miras y no pasaban de ser simples técnicos en algo. El doctor Mahmoud alimentaba un enorme pero cuidadosamente oculto desagrado hacia todas las cosas norteamericanas: su increíble babel politeísta de religiones, por supuesto —aunque resultaba difícil culparles por ello—, su cocina —¿cocina?—, sus costumbres, su arquitectura bastarda y sus paupérrimas artes…, y su ciega, patética y arrogante fe en su superioridad, mucho tiempo después de que su sol se hubiera puesto. Sus mujeres…, sobre todo sus mujeres, sus mujeres inmodestas y seguras de sí mismas, con sus cuerpos delgados, casi famélicos que, pese a todo, le recordaban turbadoramente a las huríes. Había cuatro de ellas allí, apiñadas en torno de Valentine Michael Smith…, en una reunión a la que a buen seguro sólo deberían acudir hombres…
Pero Valentine Michael le estaba presentando a todas aquellas personas —incluidas las ubicuas criaturas femeninas— como hermanos de agua, ávida y orgullosamente, y eso imponía a Mahmoud una obligación familiar más próxima y más exigente que si se hubiera tratado de hermanos de padre. Esto era así puesto que Mahmoud comprendía el término marciano para tales relaciones aumentativas gracias a la observación directa de lo que significaban para los marcianos, y no necesitaba traducirlo inadecuadamente por «asociación concatenativa», ni siquiera por «varias cosas iguales a otra son iguales entre sí». Había visto a los marcianos en su propio hogar; conocía su extrema pobreza —según los estándares de la Tierra—, había profundizado —y había supuesto aún más— en su extrema riqueza cultural; y había asimilado con bastante exactitud el valor supremo que los marcianos concedían a las relaciones interpersonales.
Bien, no había nada que se pudiera hacer. Había compartido el agua con Valentine Michael, y ahora debía justificar la fe que su amigo depositara en él; tan sólo confiaba en que aquellos yanquis no fueran demasiado vulgares.
Esbozó una cálida sonrisa y estrechó con firmeza sus manos.
—Sí. Valentine Michael me ha explicado, con mucho orgullo, que todos ustedes son para él… —y Mahmoud utilizó una palabra marciana.
—¿Eh?
—Hermanos de agua. ¿Entiende?
—Asimilo.
Mahmoud dudaba fuertemente de que Harshaw lo hiciese, pero prosiguió con voz normal:
—Puesto que yo también tengo el mismo parentesco con él, debo pedirles que me consideren un miembro más de la familia. Ya conozco su nombre, doctor, y he supuesto que el caballero aquí presente debe ser el señor Caxton; de hecho, he visto su rostro fotografiado en la cabecera de su columna. Pero permítanme que trate de adivinar la identidad de estas jóvenes damas. Ésta debe de ser Anne.
—Acertó. Pero no es difícil, puesto que lleva la toga.
—Sí, claro. Le presentaré mis respetos cuando no ejerza profesionalmente.
Harshaw le presentó a las otras…, y Jill le sorprendió al dirigirse a él con el correcto tratamiento honorífico de un hermano de agua, pronunciado tres octavas más alto de lo que lo hubiese hecho cualquier marciano adulto, pero con un acento gutural de extraordinaria pureza. Era una de la escasa docena de palabras que Jill sabía pronunciar de entre el centenar y pico que empezaba a entender…, y se atrevió a expresarla porque se había acostumbrado a ella a base de repetirla y oírla de Mike muchas veces al día.
Los ojos del doctor Mahmoud se abrieron más ligeramente que de costumbre. Tal vez aquellas gentes no fuesen meros bárbaros sin circuncidar después de todo, y su joven amigo tenía fuertes intuiciones. Ofreció al instante a Jill la respuesta honorífica correspondiente e hizo una inclinación sobre su mano.
Jill observó que Mike estaba evidentemente encantado; consiguió —de una forma confusa pero aceptable— chirriar la más breve de las nueve formas que un hermano de agua puede utilizar para devolver un saludo…, aunque no la asimilaba por entero, pero tampoco se le hubiera ocurrido sugerir —en inglés— el más próximo equivalente biológico. ¡Desde luego, no a un hombre al que acababa de conocer!
De todos modos, Mahmoud —que sí la entendió— tomó las palabras en su significado simbólico y no en el literal —humanamente imposible— y respondió como era debido. Jill ya había rebasado el límite de su habilidad lingüística; no comprendió en absoluto su respuesta y no pudo responder, ni siquiera en el inglés más vulgar.
Pero tuvo una repentina inspiración. Repartidos a intervalos por la mesa se hallaban los clásicos complementos de todas las salas de conferencias humanas: varias jarras de agua con su correspondiente grupo de vasos alrededor. Tendió la mano y cogió una de las jarras y un vaso, llenó este último.
Miró a Mahmoud directamente a los ojos y dijo con ansiedad:
—Agua. Nuestro nido es el suyo —tocó el líquido con los labios y tendió el vaso a Mahmoud.
Éste respondió en marciano, se dio cuenta que ella no le entendía y tradujo:
—Quien comparte agua lo comparte todo —dio un sorbo y se dispuso a devolver el vaso, pero se contuvo; miró a Harshaw y se lo ofreció.
—No hablo el marciano, hijo… —se disculpó Jubal—, pero gracias por el agua. Ojalá no esté usted nunca sediento —dio un sorbo, luego bebió casi un tercio del contenido del vaso—. ¡Ah! —y se lo pasó a Ben.
Caxton miró a Mahmoud y dijo muy sobriamente:
—Hace crecer el acercamiento. Con el agua de vida nos acercamos —se humedeció los labios y lo pasó a Dorcas.
Pese a los precedentes ya establecidos, Dorcas titubeó.
—Doctor Mahmoud, ¿sabe lo serio que es esto para Mike?
—Lo sé, señorita.
—Bien…, para nosotros es igual de serio. ¿Comprende? ¿Asimila?
—Lo asimilo en toda su plenitud; de otro modo me habría negado a beber.
—Está bien. Que siempre pueda beber hasta el fondo. Que nuestros huevos compartan un nido. —las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas; bebió un sorbo y pasó el vaso apresuradamente a Miriam.
Miriam susurró «Anímate, chica», y se volvió a Mike:
— Con agua damos la bienvenida a nuestro hermano… —luego, mirando a Mahmoud, añadió—. Nido, agua, vida —bebió—. Por nuestro hermano —le ofreció de vuelta el vaso.
Mahmoud apuró lo que quedaba y dijo, no en marciano ni en inglés, sino en árabe:
—«Y si mezclas tus asuntos con los suyos, entonces son tus hermanos».
—Amén —asintió Jubal.
El doctor Mahmoud le dirigió una rápida mirada, pero decidió no preguntar si Harshaw le había entendido o simplemente estaba siendo cortés; aquél no era ni el momento ni el lugar adecuados para decir algo susceptible de dejar al descubierto sus propias dudas, sus turbaciones. A pesar de todo, notó —como siempre— que el rito del agua ponía calor en su alma…, aunque oliera a herejía.
Sus pensamientos fueron interrumpidos en seco por el ayudante jefe de protocolo, que avanzó a buen paso hacia ellos.
—Usted es el doctor Mahmoud. Su sitio está en el lado del fondo de la mesa, doctor. Sígame.
Mahmoud le miró, luego miró a Mike y sonrió.
—No. Mi sitio está aquí, con mis amigos. Dorcas, ¿puedo acercar una silla y sentarme entre usted y Valentine Michael?
—Por supuesto, doctor. Nos apretaremos un poco.
El ayudante jefe de protocolo casi pateó el suelo de impaciencia.
—¡Por favor, doctor Mahmoud! La distribución de los asientos le sitúa a usted en el otro lado de la sala… El secretario general llegará en cualquier momento, y el lugar simplemente rebosa de periodistas y Dios sabe qué otras personas que no pertenecen aquí…, ¡y no sé qué voy a hacer!
—Entonces trate de hacerlo en algún otro lugar, joven —sugirió Jubal.
—¿Qué? ¿Quién es usted? ¿Figura usted en la lista? —consultó con aire preocupado el plano de distribución de los asientos que llevaba consigo.
—¿Y quién es usted? —preguntó a su vez Jubal—. ¿El jefe de camareros? Yo soy Jubal Harshaw. Si mi nombre no está en esa lista, lo mejor que puede hacer con ella es romperla y empezar de nuevo. Mire, chico: si el Hombre de Marte desea que su amigo el doctor Mahmoud se siente a su lado, eso zanja la cuestión.
—¡Pero no puede sentarse aquí! Los asientos de la mesa de la conferencia están reservados para los ministros, los jefes de las delegaciones, jueces del Tribunal Supremo y cargos similares… No sé cómo me las voy a arreglar para que quepan todos a la mesa si se presenta alguien más…, y el Hombre de Marte, naturalmente.
—«Naturalmente» —admitió con voz seca Jubal.
—Y, naturalmente, el doctor Mahmoud ha de estar cerca del secretario general…, justo detrás de él, a fin de servir de intérprete en caso necesario. Debo decir que no se muestra usted muy dispuesto a colaborar.
—Colaboraré. —Jubal arrancó el papel de manos del oficial, se sentó a la mesa y lo estudió—. Hum, veamos. El Hombre de Marte se sentará directamente frente al secretario general, cerca de donde está ahora. Luego… —Jubal sacó un grueso lápiz de punta blanda de su bolsillo y atacó con energía el plano de disposición de los asientos—, toda esta mitad de la mesa, desde aquí hasta aquí, pertenece al Hombre de Marte —trazó dos grandes cruces negras para marcar los límites y las unió con un grueso arco negro, luego empezó a tachar los nombres de las personas a las que se había asignado puestos en aquel lado de la mesa—. Esto le elimina la mitad de su tarea…, puesto que yo me encargaré de sentar a todo el mundo que ocupe nuestro lado de la mesa.
El oficial de protocolo estaba demasiado impresionado para hablar. Agitó la boca, pero de sus labios no brotaron más que sonidos ininteligibles. Jubal le miró con aire conmiserado.
—¿Ocurre algo? Oh, sí…, olvidé hacerlo oficial —garabateó debajo de sus enmiendas: «Harshaw, en nombre de V. M. Smith»—. Ahora trote de regreso a su sargento, hijo, y muéstreselo. Dígale que revise su libro de protocolo en el capítulo de visitas oficiales de dirigentes de planetas amigos.
El hombre miró el plano, abrió la boca…, luego abandonó la sala a toda velocidad sin detenerse a cerrarla. Volvió inmediatamente, a los talones de un hombre más viejo. El recién llegado dijo, con el tono de voz de alguien que no se anda con tonterías:
—Doctor Harshaw, soy LaRue, jefe de protocolo. ¿Necesita usted realmente la mitad de la mesa principal? Tenía entendido que su delegación era más bien pequeña.
—Eso no tiene nada que ver.
LaRue sonrió brevemente.
—Me temo que sí tiene mucho que ver para mí, señor. Estoy perplejo con este asunto del espacio. No hay casi ninguna personalidad oficial de primera fila de la Federación que no haya decidido estar presente aquí hoy. Si aguarda usted a alguien más, aunque desearía que se me hubiera notificado con antelación…, haré que coloquen una mesa detrás de estos dos asientos reservados para el señor Smith y para usted.
—No.
—Temo que así deberá ser. Lo siento.
—Y yo también… por usted. Porque si no se reserva a la delegación de Marte la mitad de la mesa principal, nos marcharemos ahora mismo. Tan sólo dígale al secretario general que ha estropeado usted la conferencia al no tratar como corresponde al Hombre de Marte.
—No lo dirá usted en serio…
—¿Acaso no recibió usted mi mensaje?
—Oh, bueno, lo tomé por una broma. Aunque bastante ingeniosa, lo admito.
—Hijo, no puedo permitirme el lujo de bromear a estos precios. O Smith es la máxima autoridad de otro planeta en visita oficial a la máxima autoridad en éste, en cuyo caso tiene derecho a ser acompañado por todos los mancebos y bailarinas que usted pueda imaginar…, o no es más que un simple turista, y no tiene por qué recibir cortesías de ninguna clase. No puede tenerlo usted de las dos maneras al mismo tiempo. Pero le sugiero que mire a su alrededor, cuente las «personalidades oficiales de primera fila», como usted las ha llamado, y pregúntese si se hubiesen molestado en venir aquí si, para ellos, Smith no fuera más que un simple turista.
—No hay precedente —murmuró LaRue muy despacio.
Jubal bufó.
—He visto entrar hace un momento al jefe de la delegación de la República Lunar; vaya a decirle a él que no hay precedente. Pero luego… ¡agáchese!: he oído decir que tiene un temperamento más bien enérgico —suspiró—. Hijo, soy viejo, he dormido poco esta noche, y no es de mi incumbencia enseñarle su trabajo. Limítese a decirle al señor Douglas que le veremos otro día…, cuando esté dispuesto a recibirnos como corresponde. Vámonos, Mike —empezó a levantarse trabajosamente de la silla.
—¡No, no, doctor Harshaw! —dijo LaRue apresuradamente—. Dejaremos libre este lado de la mesa. Yo… Bueno, haré algo. Es suya.
—Eso está mejor… —de todos modos, Harshaw siguió a medio levantarse—. Pero, ¿dónde está la bandera de Marte? ¿Y qué me dice de los honores?
—Temo que no le entiendo.
—Nunca había tenido tantos problemas con el inglés simple y llano. Mire, ¿ve esa bandera de la Federación detrás del lugar donde va a sentarse el secretario? ¿No tendría que haber otra igual allí, la de Marte?
LaRue parpadeó.
—Debo confesar que me ha cogido usted por sorpresa. No sabía que en Marte utilizasen banderas.
—No las utilizan. Pero usted no tiene ninguna posibilidad de saber lo que utilizan en las grandes ocasiones estatales —ni yo tampoco, muchacho, pero eso queda al margen del asunto, pensó Jubal—. Así que lo pasaremos por alto e intentaremos subsanar la omisión. Un trozo de papel, Miriam… Ahora mire esto —Harshaw trazo un rectángulo y dibujó en él el tradicional símbolo humano de Marte, un círculo con una flecha brotando de su parte superior derecha—. Haga el campo de color blanco y el emblema de Marte en rojo…, debería ser bordado sobre seda, naturalmente, pero con una sábana y un poco de pintura cualquier boy scout puede improvisarla ¿Fue usted boy scout?
—Oh, hace algún tiempo.
—Estupendo. Ya conoce el lema de los boy scouts. Ahora, en cuanto a los honores… ¿es posible que lo hayamos atrapado sin haber preparado nada de eso tampoco? ¿Van a tocar Salve a la paz soberana cuando entre el secretario?
—Oh, debemos hacerlo. Es obligatorio.
—Entonces supongo que querrá interpretar a continuación el himno de Marte.
—No sé cómo. Incluso aunque lo hubiera…, no lo tenemos. ¡Sea razonable, doctor Harshaw!
—Mire, hijo, estoy siendo razonable. Hemos venido aquí para celebrar una pequeña, tranquila e informal reunión, un asunto estrictamente de negocios. Y nos encontramos con que la han convertido en un circo. Bien, si piensan ofrecer una función circense, tendrán que sacar los elefantes, y sólo hay una forma de hacerlo. Nos damos cuenta de que no puede interpretar usted música marciana, del mismo modo que un chiquillo no puede tocar una sinfonía con un simple silbato de hojalata. Pero sí que puede interpretar una sinfonía… La sinfonía de los nueve planetas. ¿Lo asimila? Quiero decir: ¿lo capta? Tenga la cinta preparada en el inicio justo del movimiento de Marte; toque eso…, o reúna suficiente número de instrumentos de metal como para que el tema se reconozca.
LaRue pareció meditar.
—Sí, supongo que podemos hacer eso, pero… Doctor Harshaw, le he prometido la mitad de la mesa, pero no veo cómo puedo prometerle honores soberanos, la bandera y la música, ni siquiera a escala improvisada. No… no creo tener las atribuciones.
—Ni las agallas —comentó Harshaw amargamente—. En fin, nosotros no deseábamos ningún circo…, así que dígale al señor Douglas que volveremos cuando no esté tan ocupado, y no tenga tantos visitantes. Ha sido una delicia charlar con usted, hijo. Pásese por el despacho del secretario y salúdenos cuando volvamos, si es que aún sigue aquí —inició de nuevo la lenta y al parecer penosa tarea de levantar su viejo y débil cuerpo de la silla.
—¡Doctor Harshaw, por favor, no se vaya! —imploró LaRue—. Esto…, el secretario no vendrá hasta que yo le avise que todo está preparado, así que permítame ver lo que se puede hacer. ¿De acuerdo?
Harshaw se relajó con un gruñido.
—Como guste. Pero una cosa más, mientras está aún aquí. Hace un momento capté un conato de jaleo en la puerta principal. Por lo que me pareció oír, algunos miembros de la tripulación de la Champion deseaban entrar. Todos ellos son amigos de Smith, así que franquéeles el paso. Les acomodaremos. Nos ayudarán a llenar este lado de la mesa —Harshaw suspiró y se frotó un riñón.
—Muy bien, señor —asintió rígidamente LaRue, y se marchó.
Miriam susurró por un lado de la boca:
—Jefe… ¿se luxó la espalda haciendo gimnasia anteayer por la noche?
—Silencio, muchacha, si no quieres que te dé una azotaina.
Jubal repasó con hosca satisfacción la sala, que seguía llenándose con altas personalidades oficiales. Había dicho a Douglas que deseaba unas conversaciones «pequeñas e informales», aunque sabía que el mero anuncio de las mismas convocaría allí a todos los poderosos y hambrientos de poder del planeta con la misma seguridad con que la luz atrae a las polillas. Y ahora —estaba seguro de ello—, Mike estaba a punto de ser tratado como un soberano por todos y cada uno de aquellos nababs…, con todo el mundo mirando. Después de aquello, ¡que alguien intentase maltratar al muchacho!
Sanforth estaba todavía dedicado a expulsar periodistas de la sala con todas sus fuerzas, y el despechado ayudante de protocolo, abandonado por su superior, se estremecía como una niñera nerviosa en su intento de hacer malabarismos, con pocas sillas y demasiados notables a los que acomodar. Seguía entrando gente, y Jubal llegó a la conclusión de que Douglas nunca había tenido intención de presentarse antes de las once y que todo el mundo había sido informado de ello… Y que la hora más temprana comunicada a Jubal había sido únicamente para tener tiempo de celebrar la reunión privada previa a la conferencia, aquella que Douglas había solicitado y Harshaw rechazado. Bueno, la demora convenía a los planes de Jubal.
El líder de la Coalición Oriental entró en la sala. Puesto que el señor Kung no era, por elección propia, el jefe nominal de la delegación de su país, su status, conforme al estricto protocolo, era meramente el de miembro de la Asamblea…, pero a Jubal no le sorprendió en absoluto observar que el atribulado ayudante jefe de protocolo abandonaba con precipitación lo que estaba haciendo y corría a acomodar al jefe político enemigo de Douglas en la mesa principal y cerca del asiento reservado para el secretario general, lo cual no hizo más que reforzar la opinión de Jubal de que Douglas no era ningún estúpido.
El doctor Nelson, cirujano de la Champion, y el capitán Van Tromp, su comandante, entraron juntos y fueron saludados jubilosamente por Mike. Jubal se sintió complacido también, puesto que aquello proporcionaba al muchacho algo que hacer, bajo la mirada de las cámaras, en vez de seguir sentado como un figurante. Jubal aprovechó el pequeño revuelo para reacomodar los asientos, puesto que ya no había ninguna necesidad de rodear al Hombre de Marte con una guardia protectora. Situó a Mike exactamente frente a la silla del secretario general, y se asignó a sí mismo la situada a la izquierda de Mike…, no sólo para estar cerca de él como consejero, sino porque así podría estar en contacto físico con Mike sin que eso fuera demasiado evidente. Puesto que Mike sólo tenía ideas nebulosas acerca de las costumbres públicas humanas, Jubal había preparado con él una serie de señales. Eran tan imperceptibles como las usadas en la doma de alta escuela para caballos —«de pie», «sentado», «reverencia», «apretón de manos»—, con la ventaja de que Mike no era un caballo, y su entrenamiento sólo requirió cinco minutos para alcanzar la perfección absoluta.
Mahmoud se apartó de sus compañeros de viaje espacial, se dio la vuelta y se dirigió a Jubal en privado.
—Doctor, tengo que explicarle que el comandante y el cirujano son también hermanos de agua de nuestro hermano…, y Michael Valentine desearía confirmar eso de inmediato usando de nuevo el ritual con todos nosotros. Le dije que esperase. ¿Lo aprueba?
—¿Eh? Sí. Sí, por supuesto. Pero no con toda esa multitud… —maldita sea, ¿cuántos hermanos de agua tenía Mike? ¿Hasta dónde llegaba aquella cadena?—. ¿Qué les parece si ustedes tres nos acompañan cuando nos marchemos? Podríamos ir a comer un bocado y charlar en privado.
—Será un honor para mí. Y estoy seguro de que los otros dos accederán también, si les es posible.
—Excelente. Doctor Mahmoud, ¿sabe de algún otro hermano de nuestro hermano cuya asistencia a esta reunión sea probable?
—No. No entre la tripulación de la Champion, al menos. No hay más —Mahmoud vaciló, luego decidió no formular la obvia pregunta complementaria, ya que señalaría lo desconcertado que se había sentido, al principio, de descubrir sus propios compromisos fusionales—. Se lo diré a Sven y al Viejo.
Harshaw observó la entrada del nuncio papal, vio que tomaba asiento a la mesa principal y sonrió interiormente… Si aquel tipo de largas orejas, LaRue, tenía aún algún asomo de duda respecto a la naturaleza oficial de la reunión, ¡haría bien en olvidarlo!
Un hombre se acercó a Harshaw por detrás y le dio una palmada en el hombro.
—¿Es aquí donde va a situarse el Hombre de Marte?
—Sí —asintió Jubal.
—¿Quién es? Yo soy Tom Boone…, es decir, el senador Boone, y tengo un mensaje para él del obispo supremo Digby.
Jubal reprimió sus sentimientos personales y dejó que su corteza cerebral trabajara a la velocidad acelerada de emergencia.
—Soy Jubal Harshaw, senador… —hizo una seña a Mike de que se levantara y estrechara la mano de Boone—, y ahí tiene al señor Smith. Mike, le presento al senador Boone.
—¿Cómo está usted, senador Boone? —dijo Mike, en un perfecto estilo de academia de danza. Miró a Boone con interés. Tenía claro ya que «senador» no significaba «Anciano», a pesar de la semejanza aparente; no obstante, tenía interés en ver lo que era realmente un «senador». Decidió que todavía no lo asimilaba.
—Muy bien, gracias, señor Smith. No le robaré mucho tiempo; parece que la fiesta va a empezar de un momento a otro. El obispo supremo Digby me envía con una invitación personal para que asista usted al Tabernáculo del Arcángel Foster de la Nueva Revelación.
—¿Perdón?
Jubal intervino:
—Senador, como usted sabe, muchas cosas de aquí, por no decir todas, son nuevas para el Hombre de Marte. Pero ocurre que el señor Smith presenció uno de sus servicios a través de la estereovisión…
—No es lo mismo.
—Lo sé. Pero manifestó un gran interés en ello y me hizo muchas preguntas al respecto…, a la mayor parte de las cuales no pude contestar.
Boone le miró agudamente.
—¿No es usted creyente?
—Debo confesar que no.
—Venga usted también. Siempre hay esperanza para un pecador.
—Gracias, lo haré.
«¡Claro que lo haré, amigo!», pensó Jubal. «¡No voy a permitir que Mike se meta sólo en tu trampa!».
—El próximo domingo, entonces. Se lo diré al obispo Digby.
—El próximo domingo si nos es posible —corrigió Jubal—. Por entonces podríamos estar en la cárcel.
Boone sonrió.
—Siempre existe esa posibilidad, ¿no? Pero háganos saber a mí o al obispo supremo, si ocurre algo así, y no permanecerán allí mucho tiempo —miró a la atestada sala a su alrededor—. Parece que andan escasos de asientos. No hay muchas oportunidades para un simple senador, en medio de toda esa gente importante dándose codazos unos a otros.
—Quizá desee hacernos el honor de unirse a nosotros, senador —sugirió Jubal llanamente—, en nuestra mesa.
—¿Eh? ¡Oh, muchas gracias, señor! ¿No importará que yo ocupe esa silla?
—En absoluto —y Harshaw añadió—. Siempre y cuando a usted no le importen las implicaciones políticas de estar sentado con la delegación oficial de Marte. No desearíamos colocarle en una situación embarazosa.
Boone apenas titubeó.
—¡En absoluto! ¿A quién le importa lo que la gente piense? De hecho, entre usted y yo, la verdad es que el obispo está muy, muy interesado en este joven.
—Estupendo. Hay un asiento vacío aquí, junto al capitán Van Tromp…, pero probablemente usted ya le conozca.
—¿Van Tromp? Claro, claro, somos viejos amigos, le conozco bien…, nos conocimos en la recepción —el senador Boone dirigió una inclinación de cabeza a Smith, se alejó unos pasos y se sentó.
La mayoría de los presentes estaban sentados ya, y cada vez eran menos los que conseguían atravesar la guardia montada ante la puerta. Jubal observó una discusión sobre la titularidad de un asiento y, cuanto más miraba, más incómodo se sentía. Al fin le resultó imposible seguir soportándolo; no podía permanecer cruzado de brazos y contemplar cómo se desarrollaba aquella indecencia. Así que se inclinó, habló privadamente con Mike y se aseguró de que, aunque Smith no comprendiese el motivo, al menos entendía lo que Jubal deseaba que hiciera.
Mike escuchó atentamente.
—Lo haré, Jubal.
—Gracias, hijo.
Jubal se puso en pie y se aproximó a un grupo de tres personas: el ayudante jefe de protocolo, el jefe de la delegación uruguaya y un tercer hombre que parecía furioso pero contrariado. El uruguayo estaba diciendo con voz fuerte:
—…acomódele, luego tendrá que buscar sitios para todos los otros jefes de estado locales, ochenta o más. Esto es suelo de la Federación, y ningún jefe de Estado goza de prioridad sobre otro jefe de Estado. Si se hacen excepciones…
Jubal interrumpió, dirigiéndose al tercer hombre:
—Señor… —aguardó el tiempo suficiente para captar la atención de los otros y entonces continuó—. El Hombre de Marte me ha dado instrucciones rogando solicite a usted que le haga el gran honor de sentarse junto a él…, si su presencia no es requerida en algún otro sitio.
El hombre pareció sorprendido, luego sonrió ampliamente.
—Oh, sí, eso sería de lo más satisfactorio.
Los otros dos hombres, el oficial de protocolo y el dignatario uruguayo, se dispusieron a objetar, pero Jubal les dio la espalda.
—Démonos prisa, señor; creo que tenemos muy poco tiempo…
Había visto entrar a dos hombres cargados con lo que parecía la base para un árbol navideño y una sábana ensangrentada, pero que con toda seguridad era la «bandera de Marte». Mientras Jubal se apresuraba de vuelta a su sitio, Mike se puso en pie y les aguardó.
—Señor, permítame presentarle a Valentine Michael Smith —dijo Jubal—. Michael… El señor presidente de Estados Unidos de América.
Mike hizo una profunda reverencia.
Apenas tuvieron tiempo de acomodarle a la derecha de Mike mientras se colocaba en su sitio la improvisada bandera marciana. La música empezó a sonar, todo el mundo se puso en pie, y una voz proclamó:
—El secretario general.
Jubal había considerado la idea de que Mike siguiera sentado mientras Douglas entraba, pero acabó por rechazar la idea. No quería colocar a Smith por encima del secretario general, sino simplemente establecer que la reunión era entre personajes de igual categoría. Así pues, al levantarse, hizo una seña a Mike para que hiciese lo mismo. Las grandes puertas dobles del fondo de la sala de conferencias se abrieron con las primeras notas de Salve a la paz soberana, y Douglas entró. Se encaminó directo a su silla y empezó a sentarse.
Al instante Jubal indicó a Mike que se sentara también y, como resultado de su seña, Valentine Michael Smith y el secretario general tomaron asiento de modo simultáneo…, con una larga y respetuosa pausa antes de que lo hiciesen los demás.
Jubal contuvo el aliento. ¿Lo habría hecho LaRue? ¿O no? En realidad no se lo había prometido…
Entonces el primer compás fortissimo del movimiento «Marte» llenó la sala…, el tema del «Dios de la guerra», que sobresalta incluso a una audiencia que lo espera. Con los ojos clavados en los de Douglas —y los del secretario general devolviéndole la mirada—, Jubal se levantó vivamente de su silla como un recluta asustado que responde a la orden de firmes.
Douglas no se levantó tan deprisa, pero sí con bastante prontitud.
Pero Mike no se movió; Jubal no le había señalado que lo hiciera. Permaneció sentado, impasible, en absoluto violento por el hecho de que todos los demás se hubieran vuelto a poner rápidamente en pie al hacerlo el secretario general. Mike no entendía nada de todo aquello, y se contentaba con hacer lo que su hermano de agua le había indicado.
Jubal había meditado un poco sobre aquello, después de exigir el «himno marciano». Si la petición era atendida, ¿qué debía hacer Mike mientras sonaban los compases? Era un punto digno de tener en cuenta, y la respuesta dependía del papel que desempeñara exactamente Mike en aquella comedia.
La música se detuvo. A una seña de Jubal, Mike se levantó, inclinó rápidamente la cabeza y volvió a sentarse, casi al mismo tiempo que lo hacían el secretario general y los demás. En aquella ocasión todos se sentaron más aprisa, y a nadie le había pasado por alto el significativo detalle de que Mike había seguido sentado durante la interpretación del «himno».
Jubal suspiró, aliviado. Se había salido con la suya. Muchos años antes había visto a un miembro de la tribu en vías de extinción de la realeza —una reina reinante— asistir a un desfile, y había observado que la dama real se inclinaba después de la interpretación del himno: es decir, había reconocido el saludo que se ofrendaba a su propia soberanía.
Pero la cabeza visible de una democracia escucha el himno de su nación como un ciudadano cualquiera; no es ningún soberano.
Sin embargo, como Jubal había señalado a LaRue, uno no podía seguir más que un solo camino. O Mike era un ciudadano particular, en cuyo caso nunca hubiera debido organizarse aquella recepción… —Douglas hubiera debido tener los redaños suficientes como para decirles a todos aquellos parásitos excesivamente ataviados que se quedaran en casa— o, por la ridícula teoría legal inherente en la Resolución Larkin, el chico era todo un soberano pese a su soledad.
Jubal se sintió tentado de ofrecerle a LaRue un pellizco de rapé. Bueno, a nadie se le había escapado el detalle: el nuncio papal mantenía el rostro inexpresivo, pero sus ojos chispeaban.
Douglas empezó a hablar:
—Señor Smith, nos sentimos honrados y felices de tenerle aquí como invitado nuestro. Confiamos en que considere al planeta Tierra su hogar tanto como a su planeta de nacimiento, nuestro vecino… nuestro buen vecino Marte.
Siguió hablando con cierta extensión, utilizando una fraseología cuidadosamente redonda y agradable. Se le daba a Mike la bienvenida, aunque era imposible determinar —decidió Jubal— si se le daba en calidad de soberano, de turista o de simple ciudadano que volvía a casa.
Jubal observó a Douglas, buscando algún síntoma que le indicase cómo se había tomado el secretario general la carta que le había enviado inmediatamente después de su llegada. Pero Douglas se abstuvo de mirarle. Por último el secretario general terminó su discurso, en el que había conseguido perfectamente no decir nada pero decirlo muy bien.
—Ahora, Mike —dijo Harshaw en voz baja.
Smith se dirigió al secretario general… en marciano.
Pero se interrumpió antes de que la consternación se acumulara a su alrededor y dijo en tono grave, en inglés:
—Señor secretario general de la Federación de Naciones Libres del Planeta Tierra…
Tras lo cual siguió en marciano.
Luego, de nuevo en inglés:
—… agradecemos la favorable acogida que nos ha sido dispensada hoy. Traemos saludos para los pueblos de la Tierra de parte de los Ancianos de Marte…
Y cambió de nuevo al marciano.
Jubal opinó que la cosa estaba saliendo redonda. De hecho, aunque Mike había insistido en «hablar correctamente», el borrador de Jubal no había requerido muchos cambios. Había sido idea de Jill el alternar los párrafos en marciano con las frases en inglés, la versión marciana y luego su correspondiente traducción. Jubal tuvo que admitir con un cálido placer que la mezcla constituía un pequeño discurso formal tan desprovisto de contenido como las promesas de una campaña, pero transformado en algo tan aparatosamente impresionante como una ópera de Wagner. Y casi tan difícil de entender, añadió para sí.
A Mike no le importó. Podía insertar los párrafos en marciano con la misma facilidad con que podía memorizar y recitar la traducción al inglés. Si decir tales cosas complacía a sus hermanos de agua, se consideraba feliz haciéndolo.
Alguien tocó a Jubal en el hombro, le puso un sobre en la mano y susurró:
—Del secretario general.
Jubal alzó la mirada y vio a Bradley que se alejaba silenciosamente. Abrió el sobre en sus rodillas y examinó la única hoja que había dentro.
La nota consistía en una sola palabra: «Sí», y había sido firmada con las iniciales «J.E.D»… todo en la famosa tinta verde.
Jubal alzó de nuevo la mirada y tropezó con los ojos de Douglas fijos en los suyos; el secretario general asintió imperceptiblemente y desvió la vista. La conferencia como tal había concluido; todo lo que faltaba ahora era hacérselo saber al mundo.
Mike terminó de pronunciar las sonoras nulidades que le habían sido dictadas; Jubal oyó sus propias palabras: «un acercamiento continuo, con beneficio mutuo para ambos mundos», y «cada una de las dos razas de acuerdo con su propia naturaleza», pero no las escuchó. Luego Douglas dio las gracias al Hombre de Marte, breve pero calurosamente. Hubo una pausa.
Jubal se puso en pie.
—Señor secretario general…
—¿Sí, doctor Harshaw?
—Como usted sabe, el señor Smith se encuentra aquí hoy desempeñando un doble papel. Como algunos príncipes visitantes en el pasado histórico de nuestra raza, que viajaban en caravana y navegaban por las vastedades marítimas inexploradas hasta reinos lejanos, él nos trae los buenos deseos de los Antiguos Poderes de Marte. Pero también es un ser humano, un ciudadano de la Federación y de Estados Unidos de América. Como tal, tiene derechos y propiedades y obligaciones aquí —Jubal sacudió la cabeza—. Todo lo cual es muy engorroso, lamento decirlo. Como abogado suyo en su calidad de ciudadano particular y ser humano, he estado examinando sus asuntos, y ni siquiera he sido capaz de establecer una relación completa de lo que posee…, y mucho menos de decidir qué presentar a los recaudadores de impuestos.
Jubal hizo una pausa para recobrar el aliento.
—Soy viejo, y es posible que no viva lo suficiente como para completar la tarea. Usted sabe que mi cliente no posee experiencia comercial ni financiera en el sentido humano del término; los marcianos hacen estas cosas de un modo muy distinto. Pero es un joven de gran inteligencia; todo el mundo sabe que sus padres fueron genios, y la sangre prevalecerá. No cabe duda de que, en el plazo de unos pocos años, podría, si lo deseara, arreglárselas perfectamente por sus propios medios, sin la ayuda de un abogado viejo y achacoso. Pero sus asuntos requieren atención inmediata hoy; los negocios no esperan.
»Pero, de hecho, él se siente más ansioso por aprender la historia, las artes y las formas de vida de éste, su segundo hogar, antes que de sumergirse en pagarés y paquetes de acciones y royalties…, y creo que en eso demuestra su buen juicio. Aunque sin experiencia en los negocios, el señor Smith posee una sabiduría directa y simple que me sorprende, y que sorprende a todo aquel que lo conoce. Cuando le expliqué los problemas que estaba teniendo, se limitó a mirarme con esos ojos claros y tranquilos suyos y me dijo: «Bueno, eso no es ningún problema, Jubal; se lo pediremos al señor Douglas» —Harshaw hizo una pausa y dijo con ansiedad—. El resto es asunto personal, señor secretario. ¿Debo entrevistarme con usted en privado? ¿Y dejar que las damas y caballeros vayan a sus casas?
—Adelante, doctor Harshaw —dijo Douglas, y añadió—. Se dispensa el protocolo. Quienquiera que desee ausentarse, es libre de hacerlo.
Nadie se movió.
—De acuerdo —continuó Jubal—. Puedo resumirlo todo en una frase: el señor Smith desea nombrarle a usted administrador legal de sus bienes, con plenos poderes para manejar todos sus asuntos de negocios. Simplemente eso.
Douglas pareció convincentemente atónito.
—Es un encargo que encierra grandes responsabilidades, doctor.
—Lo sé, señor. Le señalé a Smith que esto era una imposición, que es usted el hombre más ocupado de este planeta, y que no dispondría de tiempo material para ocuparse de sus asuntos… —Jubal agitó la cabeza y sonrió—. Me temo que no llegué a impresionarle… Parece ser que, en Marte, de la persona más atareada es de la que más se espera. El señor Smith se limitó a decir: «Podemos preguntárselo». Así que se lo estoy preguntando.
»Por supuesto, no esperamos una respuesta inmediata. Ése es otro rasgo marciano; los marcianos nunca se apresuran por nada. Ni se sienten inclinados a hacer las cosas de un modo complicado. Nada de contratos, nada de auditorías, nada de artificios burocráticos; un poder notarial escrito, si usted así lo desea. Pero a Smith tampoco le importa; está dispuesto a ponerlo todo en manos de usted ahora mismo, con sólo que usted acepte verbalmente… al estilo chino.
»Ése es otro rasgo marciano; si un marciano confía en alguien, confía en él de un modo absoluto y hasta el final. No acude a averiguar si ese alguien mantiene su palabra. Oh, debo añadir una cosa: el señor Smith no hace esta solicitud al secretario general en funciones; le pide un favor a Joseph Edgerton Douglas, a usted personalmente. Si usted se retira de la vida pública, eso no afectará al trato en lo más mínimo. Su sucesor en su cargo, quienquiera que sea, no figura en él. Es en usted en quien confía…, no en quien sea que vaya a ocupar el Despacho Octagonal de este Palacio.
Douglas asintió.
—Sea cual sea mi respuesta, me siento honrado… y lleno de humildad.
—En caso de que usted decline el encargo o no pueda aceptarlo, lo acepte provisional o temporalmente o algo parecido, el señor Smith tiene su segunda elección para el trabajo: Ben Caxton. Levántese un segundo, Ben; deje que la gente le vea. Y si los dos, usted y Caxton, no pueden o no desean aceptarlo, su siguiente elección es… Bueno, me parece que nos reservaremos ese nombre por el momento; digamos tan sólo que hay sucesivos candidatos. Hum, déjeme ver… —Jubal pareció vacilar—. No estoy acostumbrado a hablar de pie. Miriam, ¿por dónde anda ese papel donde listé las cosas que vienen a continuación?
Jubal aceptó la hoja que le tendía la muchacha y añadió:
—Será mejor que me entregues también las otras copias —Miriam le pasó un fajo de hojas—. Esto es un pequeño memorándum que hemos preparado para usted, señor…, o para Caxton, si las cosas se inclinan en esa dirección. Hum, veamos… «El administrador se pagará a sí mismo el salario que considere justo de acuerdo con su valía, pero no menos de…», bueno, una suma considerable que en realidad a nadie le importa. «El administrador depositará fondos en una cuenta de gastos a disposición de la primera parte…», ejem, oh, sí…, pensé que tal vez querría utilizar el Banco de Shangai como, llamémoslo, depositario, y digamos que el Lloyd's como agente comercial…, o quizá al revés…, sólo para proteger su propio nombre y fama. Pero el señor Smith no quiere oír hablar de ninguna de estas instrucciones…, sólo quiere que se establezca una asignación ilimitada de poderes, revocable por ambas partes a elección. Así que no voy a leer todo esto; ése es el motivo de haberlo puesto por escrito —Jubal se volvió y miró al vacío—. Eh, Miriam… rodea la mesa y lleva todo esto al secretario general, eso es, buena chica. Hum, dejaré aquí estas otras reproducciones. Puede que quiera pasárselas a alguna otra persona… o acaso las necesite usted mismo. Oh, será mejor que entregue una al señor Caxton…, tome, Ben.
Jubal miró ansiosamente alrededor.
—Hum, me parece que eso es todo lo que tengo que decir, señor secretario. ¿Tiene usted algo más que decirnos a nosotros?
—Sólo un momento. ¿Señor Smith?
—¿Sí, señor Douglas?
—¿Es esto lo que usted desea? ¿Quiere usted que yo haga lo que dice este papel?
Jubal contuvo el aliento y evitó mirar a su cliente. Mike había sido cuidadosamente aleccionado con vistas a aquella pregunta…, pero no había manera de decir qué forma iba a tomar, ni de predecir adónde podían llevarles las interpretaciones literales que Mike aplicaba a todo lo que se le decía.
—Sí, señor Douglas —la voz de Mike resonó claramente en la gran sala…, y en mil millones de otras salas por todo el planeta.
—¿Quiere que dirija sus negocios?
—Se lo suplico, señor Douglas. Sería muy amable por su parte. Gracias.
Douglas parpadeó.
—Bien, la cuestión ha quedado bastante clara. Doctor, me reservaré ahora la respuesta…, pero la tendrá usted en un plazo muy breve.
—Gracias, señor. Tanto en mi nombre como en el de mi cliente.
Douglas empezó a levantarse. La voz del asambleísta Kung interrumpió secamente su movimiento.
—¡Un momento! ¿Qué hay de la Resolución Larkin?
Jubal intervino antes de que Douglas pudiera decir nada.
—Ah, sí, la Resolución Larkin. He oído un sinfín de tonterías acerca de la Resolución Larkin…, en su mayor parte pronunciadas por personas irresponsables. ¿Qué ocurre con la Resolución Larkin, señor Kung?
—Yo soy quien se lo pregunta a usted. O a su cliente. O al secretario general.
—¿Puedo hablar, señor secretario? —preguntó Jubal a Douglas con voz suave.
—Por favor.
—Muy bien.
Jubal hizo una pausa, sacó lentamente un gran pañuelo de su bolsillo y se sonó la nariz en un prolongado trompeteo, produciendo un acorde menor, tres octavas por debajo del do mayor. Luego miró fijamente a Kung y dijo con voz solemne:
— Señor asambleísta, me dirigiré sólo a usted, porque sé que es innecesario dirigirme al Gobierno en la persona del secretario. Hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era un chiquillo, con otro muchacho igual de joven y estúpido que yo formamos un club. Sólo nosotros dos. Puesto que teníamos un club, debíamos establecer reglas…, y la primera regla que aprobamos (por unanimidad, debo añadir), consistió en que, a partir de entonces, en vez de llamar a nuestras madres como siempre habíamos hecho, las llamaríamos «cascarrabias». Una estupidez, por supuesto…, pero éramos muy jóvenes. Señor Kung, ¿puede deducir usted las consecuencias de esta «regla»?
—No las imagino, doctor Harshaw.
—Intenté aplicar nuestra resolución «cascarrabias» una sola vez. Una sola fue suficiente, y evitó que mi amigo cometiera la misma equivocación. Todo lo que conseguí por mi parte fue que me calentaran bien mis jóvenes posaderas con una buena vara de melocotonero. Y ése fue el fin de la resolución «cascarrabias».
Jubal carraspeó.
—Espere un momento más, señor Kung. Sabiendo que alguien iba a sacar a relucir con toda seguridad esa conclusión no existente, traté de explicar la Resolución Larkin a mi cliente. Al principio Smith tuvo problemas en hacerse a la idea de que alguien pudiera pensar que esa ficción legal era aplicable a Marte. Después de todo, Marte está habitado por una raza antigua y sabia…, mucho más antigua que la nuestra, señor, y posiblemente más sabia. Pero cuando finalmente lo comprendió, el asunto le pareció divertido. Sólo eso, señor: tolerantemente divertido. Una vez, una sola vez, comprendí yo mal la capacidad de mi madre para castigar la insolencia de un niño pequeño. Esa lección fue barata, una ganga. Pero este mundo no puede exponerse a una lección así a escala planetaria. Antes de que intentemos parcelar unas tierras que no nos pertenecen, valdría la pena que comprobáramos qué tipo de varas de melocotonero hay colgadas en la cocina de Marte.
Kung no pareció excesivamente convencido.
—Doctor Harshaw, si la Resolución Larkin no es más que una tontería de chiquillo… ¿por qué se le han ofrecido honores nacionales al señor Smith?
Jubal se encogió de hombros.
—Esa pregunta debería hacérsela al Gobierno, no a mí. Pero puedo decirle cómo los interpreto yo: como una cortesía elemental a los Ancianos de Marte.
—Oh, por favor…
—Señor Kung, esos honores no son ningún eco vacío de la Resolución Larkin. En cierto modo, que queda más allá de la experiencia humana, ¡el señor Smith es el planeta Marte!
Kung ni siquiera pestañeó.
—Prosiga.
—O, más bien, toda la raza marciana. En la persona de Smith nos están visitando los Ancianos de Marte. Los honores que se le tributen a él son honores que se les tributan a ellos…, y el daño que se le cause a él será daño que se les cause a ellos. Eso es cierto en un sentido muy literal, pero absolutamente extrahumano. Fue prudente y sabio por nuestra parte rendir hoy honores a nuestros vecinos…, pero el buen juicio de esta acción no tiene nada que ver con la Resolución Larkin.
»Ninguna persona responsable ha argumentado que el precedente Larkin tenga aplicación sobre un planeta habitado, y me aventuro a decir que nadie lo hará nunca —Jubal hizo una pausa y alzó los ojos al techo, como si pidiera ayuda al Cielo—. Pero, señor Kung, tenga la seguridad de que los ancianos gobernantes marcianos tomarán buena nota del modo en que tratemos a su embajador. Los honores ofrecidos a ellos a través de Smith constituyen un símbolo de gran cortesía. Estoy seguro de que el Gobierno de este planeta ha dado muestras, con ello, de gran sabiduría. A su debido tiempo, usted se dará cuenta también de que fue un acto de lo más prudente.
Kung respondió con engañosa suavidad.
—Doctor, si está tratando de asustarme, le advierto que fracasa estrepitosamente.
—No esperaba tener éxito. Pero, por fortuna para el bienestar de este planeta, su opinión no predomina —Jubal se volvió hacia Douglas—. Señor secretario, ésta es la aparición pública más prolongada que he hecho en bastantes años, y descubro que estoy agotado. ¿Sería posible suspender temporalmente la sesión, mientras esperamos su decisión?
Aplazada la reunión, Jubal comprobó que sus intenciones de reunir su rebaño y ausentarse rápidamente de la sala tropezaban con el obstáculo del presidente norteamericano y el senador Boone; ambos deseaban charlar con Mike, ambos eran políticos prácticos que habían comprendido el valor en alza que representaba el ser vistos en íntima relación con el Hombre de Marte, y ambos estaban perfectamente enterados de que los ojos del mundo, vía estereovisión, estaban fijos en ellos.
Y otros políticos hambrientos se acercaban ya al grupo.
Jubal se apresuró a proponer:
—Señor presidente, senador…, nos vamos ahora mismo a almorzar. ¿Nos harían el favor de acompañarnos? —mientras reflexionaba que un par de personas en privado siempre serían más fáciles de manejar que dos docenas en público,. y que tenía que llevarse a Mike de allí antes de que algo se estropeara.
Para alivio de Jubal, ambos tenían obligaciones en otra parte. Sin saber cómo, Harshaw se encontró prometiendo, no sólo que llevaría a Mike a aquel obsceno servicio fosterita, sino que también lo acompañaría a la Casa Blanca… Oh, bueno, el chico siempre podía ponerse enfermo, si era necesario.
—¡A vuestros sitios, muchachas!
Con su escolta de nuevo a su alrededor, Mike fue llevado hasta la azotea, con Anne abriendo camino puesto que lo recordaba, y creando un auténtico oleaje a su proa con su estatura, su belleza de walkiria y su impresionante toga de testigo honesto. Jubal, Ben y los tres oficíales de la Champion formaban la retaguardia. Larry aguardaba en la azotea con el aerobús Greyhound, y unos minutos más tarde el conductor les dejaba en la azotea del New Mayflower. Algunos periodistas les vieron allí, por supuesto, pero las chicas cerraron filas en torno de Mike y lo llevaron hasta la suite que Duque había reservado. Se estaban volviendo muy hábiles, y disfrutaban con aquello; Miriam y Dorcas en particular desplegaron una ferocidad que recordó a Jubal la de una gata defendiendo a sus crías; sólo que ellas lo convertían en un juego, anotándose las respectivas puntuaciones. Un reportero que se acercó a menos de un metro obtuvo una esplendorosa zancadilla.
Observaron que una patrulla de los Servicios Especiales recorría el pasillo y que un agente montaba guardia ante la puerta de su suite. A Jubal se le erizó el vello de la nuca, pero comprendió enseguida —o esperó, al menos— que tal presencia significaba que Douglas cumplía su parte del trato. La carta que Jubal le había enviado antes de la conferencia —en la que le explicaba lo que iba a hacer y decir y por qué— incluía un ruego a Douglas de que utilizase su poder e influencia para proteger la intimidad de Mike a partir de entonces, a fin de que el desafortunado muchacho pudiera llevar una vida normal… si era posible una vida «normal» para Mike. De modo que se limitó a advertir:
—¡Jill! Mantenga a Mike bajo control. Todo marcha bien.
—De acuerdo, jefe.
Y así era. El agente apostado delante de la puerta saludó. Jubal le lanzó una mirada.
—¡Vaya! ¿Qué tal, mayor? ¿Ha echado abajo alguna puerta últimamente?
El mayor Bloch se puso rojo, pero mantuvo los ojos firmes al frente y no respondió. Jubal se preguntó si aquella misión no sería un castigo. No, lo más probable es que sólo fuera pura coincidencia; no debía de haber más de un puñado de agentes de los Servicios Especiales de rango adecuado disponibles para aquella tarea en la zona. Jubal pensó frotar un poco más de sal en la herida, diciendo que un facineroso había aprovechado la rotura de la puerta para meterse en su casa y destrozar los muebles de su sala de estar y…, ¿qué pensaba hacer el mayor al respecto? Pero decidió dejarlo correr; no sólo no tendría la menor gracia, sino que no era cierto. Duque había cerrado temporalmente la casa con una puerta de contrachapado antes de que la fiesta se hubiera mojado demasiado para llevar a cabo tales tareas.
Duque aguardaba dentro. Jubal dijo:
—Siéntense, caballeros. ¿Qué hay, Duque?
Duque se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Nadie ha instalado micrófonos ni cámaras ni nada parecido en esta suite desde que la tomé; puedo garantizarlo. Rechacé la primera suite que me ofrecieron como usted me dijo, y tomé ésta porque tiene un techo mucho más grueso…, la sala de baile está inmediatamente encima. Y desde entonces he pasado todo el tiempo registrando el lugar. Pero, jefe, he empujado bastantes electrones como para saber que cualquier lugar puede ser cebado con aparatos de escucha que nadie sea capaz de descubrir sin hacer pedazos el edificio.
—Sí, sí…, pero no me refería a eso. No pueden mantener un hotel de este tamaño lleno de escuchas en todas sus habitaciones sólo a la espera de la casualidad de que nosotros alquilemos una suite en él; al menos, no creo que puedan. Lo que quise decir es: «¿Cómo están nuestros suministros?». Tengo hambre y sed, muchacho, y somos tres más para el almuerzo.
—Oh, eso. Descargaron las cosas ante mis propios ojos, las trajeron hasta aquí y las depositaron justo dentro de esta habitación; las he colocado en la despensa. Tiene usted una naturaleza muy recelosa, jefe.
—Por supuesto que sí, y vale más que tú también la desarrolles, si es que quieres vivir tantos años como yo.
Jubal había depositado en manos de Douglas una fortuna equivalente a la deuda de una nación de tamaño mediano, pero no había dado por sentado que los excesivamente ansiosos lugartenientes de Douglas no metieran mano en la comida y la bebida. Así que, para evitar los servicios de un catador, había hecho todo el camino desde el Poconos lleno de comida y más aún de bebida…, y muy poca agua. Y, por supuesto, cubitos de hielo. Se preguntaba cómo César había podido conquistar a los galos sin cubitos de hielo.
—La idea no me seduce gran cosa —respondió Duque.
—Es cuestión de gustos. En conjunto me lo he pasado bastante bien. Poneos a trabajar, chicas. Anne, quítate la toga y haz algo útil. La primera que vuelva aquí con una copa para mí se saltará su próximo turno de «primera». Después de servir a nuestros invitados, por supuesto. Así que siéntense, caballeros. Sven, ¿cuál es su veneno favorito? Aquavit, supongo… Larry, encuentra una tienda de licores y compra un par de botellas de aquavit. Y ginebra Bols para el capitán.
—Un momento, Jubal —dijo Nelson firmemente—. No toco el aquavit a menos que esté helado de toda una noche. Preferiría un escocés.
—Yo también —corroboró Van Tromp.
—De acuerdo. De eso hay suficiente como para ahogar a un caballo. ¿Doctor Mahmoud? Si prefiere usted bebidas más suaves, estoy seguro de que las chicas le podrán preparar alguna.
Mahmoud parecía meditabundo.
—No debería permitir que el alcohol me tentara —murmuró.
—No es necesario. Déjeme recetárselo como médico —Jubal lo examinó de pies a cabeza—. Hijo, tiene usted el aspecto de haber estado sometido a una considerable tensión nerviosa. Ahora podemos aliviarla con meprobamato pero, puesto que no lo tenemos a mano, me veo obligado a sustituirlo con dos onzas de etanol de noventa grados, y repetir la dosis si es necesario. ¿Algún aroma en particular para matar el sabor medicinal? ¿Con o sin burbujas?
Mahmoud sonrió, y de pronto dejó de parecer inglés.
—Gracias, doctor…, pero mi conciencia carga con mis propios pecados con los ojos muy abiertos. Ginebra, por favor, con un chorrito de agua. O vodka. O cualquier cosa que haya disponible.
—O alcohol medicinal —añadió Nelson—. No deje que le tome el pelo, Jubal. Stinky[5] bebe cualquier cosa…, y luego siempre se arrepiente.
—Me arrepiento —dijo Mahmoud con voz grave— porque sé que beber es pecaminoso.
—Entonces no le pinche con ello, Sven —dijo Jubal bruscamente—. Si Stinky prefiere tomar el rodeo de desembarazarse de sus pecados por el más largo camino del arrepentimiento, eso es asunto suyo. Mi propio arrepentidor se quemó por sobrecarga durante la caída de la bolsa del veintinueve y nunca lo he reemplazado…, y eso es asunto mío. A cada cual lo suyo. ¿Qué me dice de los comestibles, Stinky? Probablemente Anne metió un jamón en una de esas cestas…, y es posible que haya otros alimentos impuros. ¿Lo comprobamos?
Mahmoud agitó la cabeza.
—No soy tradicionalista, Jubal. Esa legislación se promulgó hace muchos años, de acuerdo con las necesidades de aquella época. Los tiempos son muy diferentes ahora.
Jubal pareció entristecerse de pronto.
—Sí. Pero, ¿acaso son mejores? No importa; también esta época pasará y no dejará detrás más que un esqueleto. Coma lo que le apetezca, hermano; Dios perdona la necesidad.
—Gracias. Pero la verdad es que a menudo me abstengo de la comida del mediodía.
—Será mejor que coma algo, si no quiere que el etanol prescrito haga algo más que relajarle. Además, esas chicas que trabajan para mí a veces deletrean mal las palabras…, pero como cocineras son algo soberbio.
Miriam entró llevando una bandeja con cuatro vasos, que había llenado mientras Jubal declamaba.
—Jefe —interrumpió—, he oído lo que dijo. ¿Está dispuesto a ponerlo por escrito?
—¿Qué? —giró en redondo y la miró con ojos llameantes—. ¡Chismosa! Te quedarás después de la hora de clase y escribirás mil veces: «No escucharé las conversaciones ajenas». Te quedarás hasta terminarlo.
—Sí, jefe. Éste es para usted, capitán. Aquí está el suyo, doctor Nelson…, y el de usted, doctor Mahmoud. ¿Un chorrito de agua, dijo?
—Sí, Miriam. Gracias.
—El servicio habitual Harshaw: chapucero pero rápido. Aquí tiene lo suyo, jefe.
—¡Le has puesto agua!
—Órdenes de Anne. Dice que está usted demasiado exhausto para tomarlo con cubitos de hielo.
Jubal adoptó una expresión de enorme sufrimiento.
—¿Ven todo lo que tengo que soportar, caballeros? Nunca hubiéramos debido ponerles zapatos. Miriam, escribe esa frase mil veces en sánscrito.
—Sí, jefe. Tan pronto como tenga tiempo de aprenderlo —le palmeó la cabeza—. Siga así y conseguirá su buen ataque de nervios; se lo ha ganado. Todas nos sentimos orgullosas de usted.
—Vuelve a la cocina, mujer. Espera…, ¿todo el mundo tiene su correspondiente bebida? ¿Dónde está la bebida de Ben? ¿Dónde está Ben?
—Ya se la han servido. Ben está dictando por teléfono su columna. Tiene el vaso al alcance de la mano.
—Muy bien. Puedes retirarte en silencio, sin formalidades…, y envíanos a Mike. ¡Caballeros! ¡Me ke aloha pau ole!…, porque somos menos cada año —bebió, se le unieron.
—Mike está ayudando en la cocina. Le encanta ayudar. Me parece que, cuando crezca, será mayordomo.
—Pensé que ya te habías ido. Envíanoslo de todos modos; el doctor Nelson desea efectuarle un examen físico.
—No hay prisa —dijo el cirujano de la nave—. Jubal, este escocés es excelente, pero… ¿qué dijo antes en el brindis?
—Oh, perdonen. Era polinesio. «Que nuestra amistad dure eternamente». Llámenlo una nota adicional a la ceremonia del agua de esta mañana. A propósito, caballeros, Larry y Duque son también hermanos de agua de Mike, pero no se atormenten por ello. No saben guisar…, aunque son la clase de tipos que es conveniente llevar como guardaespaldas cuando uno se adentra por algún callejón oscuro.
—Si los avala usted, Jubal —le aseguró Van Tromp—, hay que admitirlos y atrancar la puerta. Pero bebamos a la salud de las chicas. Sven, ¿cuál es ese brindis suyo a las mozas de buen ver?
—¿Se refiere al que se aplica a las preciosidades femeninas de todas partes? Mejor bebamos a la salud de las cuatro que hay aquí. ¡Skaal! —bebieron a la salud de sus hermanos de agua femeninos, y Nelson continuó—. Jubal, ¿dónde las encontró?
—Las crié en mi propia bodega. Luego, cuando las tenga completamente entrenadas y empiecen a serme útiles, se presentará como siempre algún lechuguino de ciudad y se casarán. Es un juego perdido de antemano.
—Puedo ver cómo sufre —manifestó Nelson amablemente.
—Así es. Confío, caballeros, en que todos ustedes estén casados.
Dos sí lo estaban. Mahmoud no. Jubal le miró fríamente.
—¿Tendrá usted la bondad de descorporizarse? Después del almuerzo, por supuesto…, no deseo que lo haga con el estómago vacío.
—No represento ninguna amenaza. Soy un soltero empedernido.
—¡Vamos, vamos, señor! Me di cuenta de cómo le miraba Dorcas…, y a usted se le caía la baba.
—Estoy a salvo de tentaciones, se lo aseguro —Mahmoud pensó en la conveniencia de explicarle a Jubal que no podía casarse a causa de su fe, pero decidió que un gentil lo interpretaría equivocadamente…, incluso una rara excepción como Jubal—. Pero, Jubal, no haga esa sugerencia a Mike. No asimilaría que estaba usted bromeando, y podría encontrarse con un cadáver en sus manos. No sé qué puede pensar Mike acerca de su propia muerte. Pero lo intentaría, y si fuese realmente marciano lo conseguiría.
—Estoy seguro de que puede hacerlo —declaró Nelson con voz firme—. Doctor… Jubal, quiero decir…, ¿no ha encontrado usted nada extraño en el metabolismo de Mike?
—Oh, permítame expresarlo de otra forma. No he observado en su metabolismo nada que no sea extraño.
—Exacto.
Harshaw se volvió hacia Mahmoud.
—Pero no debe preocuparse de que yo pueda cometer el error de incitar a Mike al suicidio. He aprendido a no bromear con él. Asimilo que él no asimila las bromas —Jubal parpadeó pensativamente—. Pero no acabo de asimilar del todo el significado del verbo «asimilar». Stinky, usted habla marciano.
—Un poco.
—Lo habla con fluidez. ¿Asimila usted el «asimilar»?
Mahmoud se quedó muy pensativo.
—No. Realmente no. «Asimilar» es la palabra más importante en el lenguaje marciano…, y espero dedicar los próximos cuarenta años a intentar comprenderlo y quizá utilizar unos cuantos millones de palabras impresas en tratar de explicarlo. Pero no espero tener éxito. Uno necesita pensar en marciano para asimilar la palabra «asimilar». Cosa que Mike hace…, y yo no. Quizá haya observado usted que Mike da muchos rodeos para aproximarse a algunas de las más simples ideas humanas.
—¿Que si lo he observado? ¡Me duele la cabeza!
—A mí también.
—Ah, la comida —anunció Jubal—. El almuerzo, y a la hora exacta también. Chicas, poned las cosas donde podamos alcanzarlas y guardad un respetuoso silencio. Siga hablando, doctor, si quiere. ¿O es que la presencia de Mike aconseja posponerlo?
—En absoluto —Mahmoud habló brevemente a Mike en marciano. Mike le contestó algo, sonrió alegremente; su expresión volvió a ponerse seria y se dedicó a la comida, completamente satisfecho de que le dejaran comer en silencio. Mahmoud explicó—. Le he contado lo que intentaba hacer, y él ha contestado que yo hablaría correctamente; esto no fue una opinión sino la simple afirmación de un hecho, una necesidad. Espero que, si fracaso, él se dará cuenta y me lo dirá. Aunque lo dudo. Mike piensa en marciano…, y eso le proporciona un «mapa» completamente distinto del universo del que usted y yo usamos. ¿Me sigue?
—Lo asimilo —asintió Jubal—. El propio lenguaje configura las ideas básicas de un hombre.
—Sí, pero…, doctor, habla usted árabe, ¿verdad?
—¿Eh? Lo hablaba, muy mal, hace muchos años —admitió Jubal—. Aprendí un poco como cirujano con el Servicio Médico de Campaña en Palestina. Pero ahora no sé. Aún lo leo un poco…, ya que prefiero las palabras del Profeta en su idioma original.
—Muy adecuado, ya que el Corán no puede ser traducido. El «mapa» cambia con la traducción, por mucho que uno se esfuerce. Comprenderá, entonces, lo difícil que me resultó a mí el inglés. No se trata sólo de que mi lengua materna posea inflexiones mucho más sencillas y tiempos mucho más limitados; es que todo el «mapa» ha cambiado. El inglés es el idioma más extendido de la raza humana; su variedad, con un vocabulario varias veces más extenso que el segundo idioma en importancia…, sólo esto hizo inevitable que el inglés se convirtiera finalmente en la lingua franca de este planeta, porque es la más rica y la más flexible, pese a sus bárbaros añadidos…, o, debería decir más bien, a causa de sus bárbaros añadidos.
»El inglés engulle cualquier cosa que se pone en su camino, y saca más inglés de ella. Nadie ha intentado nunca detener este proceso, de la forma que otras lenguas han creado reglas y han marcado límites oficiales, probablemente porque nunca ha existido realmente «el inglés de los reyes»; porque ese «inglés» era el francés. En realidad el inglés fue una lengua bastarda y nadie se preocupó de cómo crecía, ¡y lo hizo! Enormemente. Hasta el punto de que nadie podía esperar ser un hombre educado a menos que hiciera todo lo posible por abrazar a ese monstruo.
»Su propia variedad, sutileza y absoluta e irracional complejidad idiomática permiten expresar en inglés cosas que no pueden decirse en ningún otro idioma. Eso casi llegó a volverme loco…, hasta que aprendí a pensar en inglés, y eso puso un nuevo «mapa» del mundo por encima del otro con el que me crié. Un mapa mejor, en muchos aspectos, y desde luego uno más detallado. Pero, pese a todo, hay cosas que pueden expresarse en árabe y no en inglés.
Jubal asintió con la cabeza.
—Completamente cierto. Por eso continúo leyéndolo, un poco.
—Sí. Pero el lenguaje marciano es mucho más complejo que el inglés, y tan alocadamente distinto en la forma en que abstrae su imagen del universo, que, en comparación, el inglés y el árabe podrían ser considerados un solo idioma. Un inglés y un árabe pueden aprender a pensar cada uno con el lenguaje del otro. Pero no estoy seguro de que sea posible para nosotros pensar alguna vez en marciano (a no ser que lo aprendamos del modo único en que Mike lo aprendió). Oh, podremos llegar a «chapurrear» marciano, sí…, eso es lo que hago yo. Pero nada más.
»Tomemos ahora ese verbo: «asimilar». Su significado literal, el que le supongo, que retrocede hasta el origen mismo de la raza marciana como criaturas pensantes dotadas de habla, arroja su luz sobre la totalidad de su «mapa»…, y resulta fácil de comprender. Asimilar significa «beber».
—¿Eh? —se extrañó Jubal—. Mike nunca dice «asimilar» cuando habla de beber. Él…
—Un momento… —Mahmoud dijo algo a Mike en marciano.
Smith pareció levemente sorprendido.
—«Asimilar» es beber —dijo, y olvidó el asunto.
—Pero Mike se hubiera mostrado también de acuerdo —prosiguió Mahmoud— si le hubiese citado un centenar de otros verbos ingleses, verbos que representan lo que nosotros consideramos como conceptos distintos, incluso como parejas de conceptos antitéticos. Y «asimilar» puede traducirse como todos ellos, según como sea utilizado. Significa «temer», significa «amar», significa «odiar»… odiar adecuadamente, porque, según el «mapa» marciano, uno no puede odiar nada, a menos que lo asimile completamente, que lo comprenda de un modo tan absoluto que pueda fusionarse con ello y que ello se fusione con uno; entonces, y sólo entonces, puede uno odiarlo. Pero se odiaría a la vez a sí mismo. Sin embargo, esto también implica, por necesidad, que uno lo ama también, y lo cuida, y lo fomenta, y no lo haría de ninguna otra forma. Sólo en tal caso uno puede odiar…; y creo que el odio marciano es una emoción tan leve, que el equivalente humano más aproximado sería un suave desagrado.
Mahmoud esbozó una mueca.
—«Asimilar» significa «identificarse hasta la igualdad absoluta» en sentido matemático. El clisé humano: «Esto me hace más daño a mí que a ti», tiene sabor marciano, aunque sólo sea un rastro. Los marcianos parecen saber de una manera instintiva lo que nosotros hemos aprendido penosamente de la física moderna: que el observador interactúa con el observado inevitablemente a través del proceso de la observación. «Asimilar» significa entender de forma tan absoluta, que el observador se convierte en parte del proceso observado… hasta fundirse, mezclarse, fusionarse, perder la propia identidad en la experiencia de grupo.
»Significa casi todo lo que nosotros entendemos por religión, filosofía y ciencia…, y al mismo tiempo, significa tan poco para nosotros como el color para un ciego… —Mahmoud hizo una pausa—. Jubal, si yo le trocease y le convirtiera en estofado, usted y la carne de su cuerpo, todo, sería asimilado. Y cuando yo le comiese, nos asimilaríamos el uno al otro y nada se perdería, sin importar quién fuera el que se comiese a quién.
—Ya no sería yo —manifestó Jubal en tono firme.
—Usted no es marciano —Mahmoud se interrumpió de nuevo para hablar en marciano a Mike.
Mike asintió.
—Habla usted correctamente, hermano doctor Mahmoud. También yo digo lo mismo. Usted es Dios.
Mahmoud se encogió de hombros, desesperanzado.
—¿Se da cuenta de lo inútil que es? Todo lo que consigo es una blasfemia. No pensamos en marciano. No podemos.
—Usted es Dios —repitió Mike, jovial—. Dios asimila.
—¡Demonios, cambiemos de tema! Jubal, ¿puedo ponerme un poco más de ginebra a cuenta de la fraternidad?
—Yo la traeré —dijo Dorcas, y se puso rápidamente en pie.
Fue un agradable picnic familiar, relajado gracias al don de cálida informalidad de Jubal —un don compartido por su personal—, más el hecho de que los tres recién llegados pertenecían a la misma categoría de gente: todos instruidos, aclamados y sin ninguna necesidad de esforzarse. Incluso el doctor Mahmoud, que en muy raras ocasiones bajaba la guardia cuando alternaba con personas que no compartían su misma sumisa fe hacia la Voluntad de Dios, siempre beneficiosa y clemente, se sentía relajado y feliz. Le había complacido mucho saber que Jubal leía las palabras del Profeta…, y, ahora que se paraba a observarlo, las mujeres de la casa de Harshaw estaban más rellenitas de lo que le había parecido a primera vista. La morena… Pero desterró el pensamiento de su mente; él era un invitado allí.
Sin embargo, le complacía que aquellas mujeres no parloteasen, no se metieran en las conversaciones serias de los hombres, y a cambio fueran diligentes al servir la comida y la bebida en medio de una cálida hospitalidad. Le había chocado un poco lo que tomó por una cierta falta de respeto casual hacia su amo en la actitud de Miriam…, pero no tardó en reconocerla por lo que era: la misma libertad que se concede a los gatos y a los hijos favoritos en la intimidad del hogar.
Jubal había explicado poco antes que simplemente estaban esperando la decisión del secretario general.
—Si está dispuesto a cerrar el trato, y creo que lo está, puede que hoy mismo recibamos noticias suyas. Si no, volveremos a casa esta noche y regresaremos, si tenemos que hacerlo. Pero si nos hubiéramos quedado en el Palacio, tal vez él se habría sentido tentado de regatear. Aquí, enterrados en nuestro agujero, podemos rechazar cualquier regateo.
—¿Regateo sobre qué? —preguntó el capitán Van Tromp—. Le dio usted lo que él quería.
—No todo lo que quería. Douglas hubiese preferido que ese poder fuese absolutamente irrevocable en vez de recibirlo condicionado a su buena conducta, con la posibilidad de que el poder revierta a manos de un hombre al que detesta y al que teme: este truhán de sonrisa inocente, nuestro hermano Ben. Pero además de Douglas, también hay otros que seguro querrían regatear. Ese Buda blando, Kung…, me odia hasta las entrañas. Le arranqué la alfombra de debajo de sus pies. Pero si pudiera pensar en un trato que considerara tentador para nosotros, antes de que Douglas clave sus uñas en el asunto, nos lo ofrecería. Por eso nos hemos apartado también de su camino. Kung es la única razón por la que no comemos ni bebemos nada que no hayamos preparado nosotros mismos.
—¿Realmente tiene la sensación de que hay algo por lo que debamos preocuparnos? —inquirió Nelson—. Jubal, había dado por sentado que era usted un gourmet que insistía en su propia cocina incluso fuera de casa. No puedo imaginar la posibilidad de ser envenenado en un hotel importante como éste.
Jubal agitó tristemente la cabeza.
—Sven, es usted el tipo de persona honesta que piensa que todos los demás son honestos también…, y normalmente está en lo cierto. No, nadie desea envenenarle a usted; pero es posible que su esposa llegara a cobrar su seguro de vida sólo porque usted compartió un plato con Mike.
—¿De veras lo cree así?
—Sven, pediré al servicio de habitaciones cualquier cosa que usted desee. Pero yo no la tocaré, ni permitiré que Mike lo haga. Porque apostaría todo lo que tengo a que cualquier camarero que entre en esta suite estará en la nómina de Kung, y quizá en otras dos o tres más. No estoy viendo fantasmas detrás de los arbustos; saben que estamos aquí, y han dispuesto de un par de horas para actuar.
»Sven, le digo muy fríamente que mi primera preocupación consiste en mantener vivo a este muchacho el tiempo suficiente como para hallar una forma de esterilizar y estabilizar el poder que representa, a fin de que su muerte no signifique ventaja para nadie —Jubal suspiró—. Considere la araña viuda negra. Es un animalito tímido, útil y, para mi gusto, el más hermoso de los arácnidos, con su resplandeciente acabado acharolado y el reloj de arena de su marca de fábrica. Pero la pobrecita tiene la desgracia de disponer de un poder excesivo para su tamaño. Así que todo el mundo la mata apenas la ve. La viuda negra no puede evitarlo; no conoce ninguna forma de desprenderse de su poder venenoso. Mike se encuentra en el mismo dilema. No es tan hermoso como una viuda negra…
—¡Pero Jubal! —intervino Dorcas, indignada—. ¡Eso que está diciendo es una indignidad! ¡Y, además, absolutamente falsa!
—Lo siento, chiquilla, carezco de tu enfoque glandular hacia el asunto. Hermoso o no, Mike no puede desembarazarse de ese dinero, ni es seguro para él conservarlo. Y no se trata sólo de Kung. El Tribunal Supremo no es tan apolítico como debiera serlo, aunque sus métodos probablemente convertirían a Mike en prisionero en vez de cadáver; un destino que, para mi gusto, aún es peor. Sin mencionar una docena de otras partes interesadas, de dentro y fuera del oficio público: personas que podrían o no matarle, pero ciertamente estarán dándole vueltas a la cabeza a la cuestión de cómo afectaría a sus fortunas el hecho de que Mike fuera el invitado de honor en un funeral. Yo…
—Teléfono, jefe.
—Anne, acabas de interrumpir un profundo pensamiento. Procede de Porlock, ¿verdad?
—No, de Dallas.
—No contestaré a nadie al teléfono.
—Me pidió que le dijera que se trata de Becky.
—¿Y por qué no lo dijiste antes? —Jubal se apresuró a salir de la sala de estar, y halló el rostro de Madame Vesant en la pantalla—. ¡Becky, me alegro de verte, muchacha! —no se molestó en preguntar cómo había sabido dónde llamarle.
—Hola, doc. Vi tu actuación, y tenía que llamarte para decírtelo.
—¿Cómo estuvo?
—El Profesor se hubiera sentido orgulloso de ti. Nunca vi una actuación llevada de forma más experta. Los dejaste noqueados antes de que supieran qué les había golpeado. Doc, la profesión perdió un gran orador cuando naciste sin un hermano gemelo.
—Eso es un gran elogio procedente de ti, Becky —Jubal pensaba a toda velocidad—. Pero la función la preparaste tú; yo simplemente me ocupé de la taquilla, y se vendieron todas las entradas. Así que dime tus honorarios, Becky, y no seas tímida —decidió que, fuera cual fuese la cifra que ella dijese, la doblaría. Esa cuenta de gastos que había pedido para Mike nunca lo notaría, y era mejor —mucho mejor— pagar generosamente a Becky que dejar abierta aquella obligación.
Madame Vesant frunció el entrecejo.
—Acabas de herir mis sentimientos.
—¡Becky, Becky! Ya eres una muchacha crecida. Todo el mundo puede aplaudir y lanzar vítores…, pero las ovaciones tienen mucho más valor cuando se hacen sobre un montoncito de suaves, verdes y crujientes billetes. Y no son mis billetes. El Hombre de Marte liquidará esa factura y, créeme, puede permitírselo —sonrió—. Todo lo que conseguirás de mí es un beso y un abrazo que hará crujir tus costillas la primera vez que te vea.
Ella se relajó y sonrió.
—Exigiré que cumplas tu palabra. Recuerdo cómo solías darme unos azotes en las posaderas mientras me asegurabas que el Profesor se estaba reponiendo perfectamente… Siempre supiste arreglártelas para animar a la gente.
—No puedo creer que alguna vez hiciera una cosa tan poco profesional.
—La hiciste, y lo sabes muy bien. Y tampoco eran unos azotitos paternales.
—Tal vez sí. Tal vez era el tratamiento que necesitabas. He renunciado a esa clase de azotes, pero haré una excepción en tu caso.
—Más vale que así sea.
—Y más vale que tú me digas tus honorarios. Y no te olvides de los ceros.
—Hum…, pensaré en ello. Pero la verdad, Doc, hay otros sistemas para cobrar una factura además de presentar la cuenta de inmediato. ¿Has echado un vistazo a la Bolsa hoy?
—No, y no sigas hablando. En vez de ello, ven aquí a tomar un trago.
—Oh, será mejor que no. Prometí a… Bueno, a un cliente más bien importante, que estaría a su disposición para cualquier consulta sobre la marcha.
—Comprendo. Hum… Becky, ¿no crees que las estrellas demostrarán que este asunto puede acabar mejor para todo el mundo si el acuerdo se completa, se firma, se sella y se certifica notarialmente hoy? ¿Tal vez justo después del cierre de la Bolsa?
La mujer pareció reflexionar.
—Podría comprobarlo.
—Hazlo. Y ven a pasar un rato con nosotros cuando no estés tan ocupada. Quédate todo el tiempo que quieras, y mientras estés aquí no vistas esos zapatos que tanto daño te hacen. Te gustará el muchacho. Es tan extraño como unos tirantes de serpiente, pero también tan dulce como un beso robado.
—Oh…, lo haré. Tan pronto como pueda. Gracias, Doc.
Se dijeron adiós y Jubal regresó, para descubrir que el doctor Nelson había llevado a Mike a un dormitorio y le estaba efectuando un reconocimiento. Se reunió con ellos para ofrecerle a Nelson el uso de su maletín, puesto que éste no había llevado consigo el suyo.
Encontró a Mike desnudo y al cirujano de la nave con aspecto desconcertado.
—Doctor —dijo Nelson, casi furioso—. Examiné a este paciente hace tan sólo diez días. Dígame, ¿dónde consiguió esos músculos?
—Oh, remitió un cupón de esos que salen en la contratapa de Macho: la revista para los Hombres-Hombres. Ya sabe, ese anuncio que dice cómo un alfeñique de cincuenta kilos puede…
—¡Por favor, doctor!
—¿Por qué no se lo pregunta a él? —sugirió Jubal.
Nelson lo hizo.
—Los pensé —respondió Mike.
—Exacto —convino Jubal—. Los «pensó». Cuando me hice cargo de él, hace exactamente una semana, estaba hecho una lástima: blando, flojo y pálido. Parecía como si lo hubieran criado en una cueva…, y supongo que así fue, más o menos. De modo que le dije que se fortaleciera. Y lo hizo.
—¿Ejercicios? —inquirió Nelson, dubitativo.
—Nada sistemático. Un poco de natación, cuando y como él quiso.
—¡Una semana de natación no hace que un hombre tenga el aspecto de llevar años sudando las pesas! —Nelson frunció el entrecejo—. Ya sé que Mike tiene un completo control de los llamados músculos «involuntarios», pero eso es algo sobre lo que ya había precedentes. Por otra parte, esto exige que uno suponga que…
—Doctor —dijo Jubal en voz baja—, ¿por qué simplemente no admite que no lo asimila, y se ahorra todo lo demás?
Nelson suspiró.
—Sí, podría admitirlo. Vístase, Michael.
Un poco más tarde, bajo la dulce influencia de la agradable compañía y el zumo de la vid, Jubal confesó en privado a los tres hombres de la Champion sus recelos sobre su tarea de aquella mañana.
—El objetivo financiero era sencillo: comprometer el dinero de Mike de forma tal que no se produjera ningún forcejeo a cuenta de él. Ni siquiera aunque muriese; porque si bien he dejado saber a Douglas en privado que la muerte de Mike pondría fin a su administración, me encargué también de que llegara a oídos de Kung y algunos otros el rumor, de fuentes generalmente bien informadas (en este caso yo), de que la muerte de Mike proporcionaría a Douglas el control permanente de todo. Por supuesto, si yo tuviese poderes mágicos, desposeería al muchacho no sólo de todo significado político sino también de hasta el último centavo de su herencia. Eso…
—¿Por qué haría tal cosa, Jubal? —interrumpió el capitán.
Harshaw pareció sorprendido.
—¿Tiene usted dinero, comandante? No me refiero a que pueda pagar todas sus facturas, y que tenga suficientes valores en bolsa para permitirle hacer las discretas locuras que se le apetezcan. Quiero decir rico…, tan cargado de dinero que el suelo se combe bajo usted cuando rodee la mesa para ocupar su lugar a la cabecera en la sala de consejos.
—¿Yo? —Van Tromp soltó un bufido—. Tengo el cheque mensual de mi sueldo, una pensión algún día, una casa hipotecada y dos chicas en el colegio. Me gustaría probar eso de ser rico aunque sólo fuera por un tiempo, ¡no me importa decírselo!
—No le gustaría.
—¡Ja! No diría usted eso si tuviese un par de hijas en el colegio.
—Para su información, costeé el colegio a cuatro, y me empeñé hasta los sobacos. Una de ellas justificó la inversión: es una lumbrera en su profesión, y practica con su nombre de casada porque yo siempre he sido un viejo de mala fama, que hace dinero escribiendo basura popular en vez de tener el honor de ser sólo un recuerdo reverenciado en un párrafo de su biografía en el Who's Who. Las otras tres son un encanto, que siempre se acuerdan de mi cumpleaños y no me molestan con otras cosas; no puedo decir que la educación les causara algún daño. Aunque mi descendencia no es relevante, demuestra que comprendo que un hombre necesita a menudo más de lo que tiene. Pero usted puede arreglar fácilmente esto: puede renunciar al servicio y aceptar un trabajo en alguna firma de ingeniería que le pagará varias veces lo que cobra ahora sólo por el derecho de poner el nombre de usted en sus membretes. La General Atomics, por ejemplo, y varias otras. ¿No le han hecho ofertas?
—Eso no hace al caso —respondió el capitán Van Tromp, tensamente—. Soy un hombre dedicado a mi profesión.
—Lo cual significa que no hay suficiente dinero en este planeta para tentarle a renunciar a capitanear naves espaciales. Comprendo eso.
—Pero no me importaría tener dinero también.
—Un poco más de dinero no le haría ningún bien, porque las hijas pueden gastar siempre un diez por ciento más de lo que un hombre es capaz de ganar en el ejercicio de su ocupación normal, no importa la cantidad. Es una ley de la naturaleza ampliamente experimentada, pero hasta ahora no enunciada, que a partir de este momento puede ser conocida como la «Ley de Harshaw». Pero, capitán, la auténtica riqueza, a tal escala que exige que su propietario alquile toda una batería de maquinadores para mantener bajos sus impuestos, le haría encallar con la misma certeza que la dimisión.
—¿Por qué debería? Lo invertiría todo en acciones y me dedicaría a cortar los cupones.
—¿Lo haría realmente? No, no si perteneciera usted a la clase de los que empiezan por adquirir desde el principio una gran fortuna. El dinero en grandes cantidades no es difícil de conseguir. Lo único que exige es toda una vida de obcecada devoción a adquirirlo y a hacerlo crecer en más dinero, con absoluta exclusión de todos los demás intereses. Dicen que la época de las oportunidades ha pasado. ¡Tonterías! Siete de los diez hombres más ricos de este planeta empezaron su vida sin un centavo, y hay montones de otros que están medrando en su camino hacia arriba. Esa gente no ha sido detenida por los altos impuestos, ni siquiera por el socialismo; simplemente se adaptan a las nuevas reglas y finalmente las cambian. Pero ninguna primera bailarina trabaja nunca tanto ni tan afanosamente como un hombre que adquiere riquezas. Capitán, ése no es su estilo; usted no quiere hacer dinero, usted simplemente desea tener dinero a fin de gastarlo.
—¡Correcto, señor! Y es por eso por lo que sigo sin comprender por qué quiere separar a Mike de su riqueza.
—Porque Mike no la necesita, y le perjudicará más que cualquier impedimento físico. La riqueza, la gran riqueza, es una maldición…, a menos que uno se dedique a amasar dinero porque disfruta con ello. E incluso así, la cosa presenta serios inconvenientes.
—¡Oh, tonterías! Jubal, habla usted como un guardia de harén tratando de convencer a un hombre entero de las ventajas de ser un eunuco. Y disculpe la comparación.
—Es muy posible —admitió Jubal—, y quizá por la misma razón; la capacidad de la mente humana para razonar sus propias deficiencias es ilimitada, y yo no soy ninguna excepción. Puesto que yo, como usted, señor, no siento más interés por el dinero que el de gastarlo, nunca ha habido la más remota posibilidad de que adquiriera ningún grado significativo de riqueza; sólo lo suficiente para mis vicios. Como tampoco hay ningún auténtico peligro de que fracase en la tarea de conseguir esa modesta suma necesaria, puesto que cualquiera con suficiente visión como para no caer en la tentación de formar pareja puede siempre conseguir alimentar sus vicios, ya sean pagar religiosamente los impuestos o masticar nueces de betel.
»Pero… ¿una gran fortuna? Usted ya vio la farsa de esta mañana. Ahora, respóndame sinceramente: ¿no cree que pude haber modificado ligeramente el asunto de forma que yo adquiriera todo el botín, convirtiéndome de facto en el administrador y propietario único, y asignándome cualquier ingreso que deseara…, al tiempo que arreglaba todo lo demás, de modo que Douglas corriera con los gastos? ¿No hubiera podido hacer eso, señor? Mike confía en mí; soy su hermano de agua. ¿No hubiera podido estafarle toda su fortuna y arreglar las cosas de modo que el Gobierno, en la persona del señor Douglas, lo hubiera dado por bueno?
—Oh, maldito sea, Jubal… Supongo que hubiera podido.
—Por supuesto que hubiera podido. Porque nuestro a veces estimable secretario general no es más ambicioso del dinero que usted. Su estímulo es el poder…, un tambor cuyo retumbar yo no oigo. Si le hubiese garantizado a Douglas (oh, graciosamente, por supuesto; hay decoro incluso entre los ladrones) que los bienes de Smith continuarían respaldando su Administración, entonces me habría dejado que hiciera tranquilamente lo que quisiera con el dinero, y hubiera legalizado mi posición como consejero legal perpetuo del muchacho… —se estremeció—. Por unos momentos, pensé que iba a tener que hacer exactamente eso para proteger a Mike de los buitres que se habían reunido a su alrededor…, y el pánico me dominó.
»Capitán, evidentemente usted no sabe cómo es la vida de un personaje muy rico. No es una bolsa abultada y tiempo para gastarla. Su propietario se ve acosado por todas partes, a cualquier hora, vaya donde vaya, por intercesores persistentes como mendigos de Bombay; y cada uno le pide que invierta o que renuncie a una parte de su riqueza. Se transforma en un ser receloso ante la amistad sincera… la cual, ciertamente, raras veces le es ofrecida; aquellos que podrían haber sido sus amigos se sienten demasiado irritados al ser empujados constantemente a un lado por los mendigos, y son demasiado orgullosos para arriesgarse a que les confundan con uno. Y peor aún, su vida y las vidas de sus familiares siempre están en peligro. Capitán, ¿se han visto sus hijas amenazadas de secuestro alguna vez?
—¿Qué? ¡Dios santo, no!
—Si poseyera usted la fortuna que han echado sobre los hombros de Mike, tendría que mantener a esas chicas protegidas día y noche; y aun así no dormiría tranquilo, porque nunca podría estar seguro de que sus propios guardianes no pudieran sentirse tentados. Examine el último centenar de secuestros que se han producido en este país, y observe en cuántos de ellos figura implicado un empleado de toda confianza…, y observe también las pocas víctimas que escaparon con vida. Luego pregúntese: ¿hay algo que pueda comprarse con dinero que merezca la pena tener, a cambio de colocar los hermosos cuellos de sus hijas dentro de un eterno nudo corredizo?
Van Tromp pareció meditar en aquello.
—No. Supongo que seguiré con mi casa hipotecada; es más de mi especialidad. Esas chicas son todo lo que tengo, Jubal.
—Amén. Yo me sentí abrumado ante la perspectiva. La riqueza no ofrece ningún encanto para mí. Todo lo que quiero es vivir mi propia perezosa e inútil vida, dormir en mi propia cama… ¡y no ser molestado! Sin embargo, pensé que iba a verme obligado a pasar los últimos años de mi vida sentado en un despacho, protegido por una barricada de palmeadores, trabajando largas horas como hombre de negocios al servicio de Mike.
»Y entonces tuve la inspiración. Douglas vive ya detrás de esas barricadas, y dispone de los palmeadores adecuados. Puesto que me veía obligado a entregar el poder de ese dinero a Douglas para asegurar la salud y la libertad de Mike, ¿por qué no hacer que pagase por ello, asumiendo también todos los quebraderos de cabeza? No temía que Douglas le robase nada a Mike; sólo los mezquinos políticos de segunda categoría son seres hambrientos de dinero. Y Douglas, sean cuales fueren sus fallos, no es mezquino en este aspecto. Deje de fruncir el entrecejo, Ben, y rece por que él nunca eche esa carga sobre usted.
»Así que arrojé toda la carga sobre los hombros de Douglas, y ahora podré volver a mi jardín. Pero, como he dicho, el asunto del dinero fue algo relativamente sencillo una vez se me ocurrió. Era la Resolución Larkin lo que me preocupaba.
—Creo que se le fue un poco de la mano en eso, Jubal —indicó Caxton—. Toda esa estupidez de permitir que le rindieran a Mike honores de soberano. ¡Honores, ciertamente! Por el amor de Dios, Jubal, hubiera debido limitarse a dejar que el muchacho renunciase a todo derecho, título e interés, si es que tiene alguno, bajo esa ridícula teoría Larkin. Sabía usted que Douglas deseaba que lo hiciera; Jill se lo dijo.
—Ben, muchacho —dijo suavemente Harshaw—, como periodista, es usted esforzado y a veces incluso legible.
—¡Hey, gracias! Aquí tengo a un fan.
—Pero su concepto sobre la estrategia corresponde a la época de Neanderthal.
Caxton suspiró.
—Ya me siento mejor, Jubal. Por un momento pensé que se hubiera vuelto usted blando y sentimental en su vejez.
—Cuando lo haga, por favor dispárenme un tiro. Capitán, ¿cuántos hombres dejó usted en Marte?
—Veintitrés.
—¿Y cuál es su status, según la Resolución Larkin?
Van Tromp pareció turbado.
—Se supone que no debo hablar de ello.
—Entonces no lo haga —le tranquilizó Harshaw—. Podemos deducirlo, y Ben también.
—Comandante —intervino el doctor Nelson—, tanto Stinky como yo volvemos a ser civiles. Hablaré donde y como me plazca…
—Y yo —confirmó Mahmoud.
—… y, si quieren crearme problemas, ya saben dónde pueden meterse mi comisión de reserva. ¿Por qué tiene el Gobierno que decirnos de qué no podemos hablar? ¿Quiénes son ellos para ordenarnos tal cosa? Esos calientasillas no fueron a Marte. Fuimos nosotros.
—Tranquilo, Sven. Tenía intención de hablar de ello; son nuestros hermanos de agua. Pero… Ben, preferiría que esto no apareciese en su columna. Me gustaría volver a mandar una nave espacial.
—Capitán, conozco el significado de off the record. Pero si eso le hace sentirse más tranquilo, iré a reunirme con Mike y las chicas. De todos modos, quiero ver a Jill.
—Por favor, no se vaya. El Gobierno se halla un tanto inseguro en lo que se refiere a esa colonia nominal que dejamos atrás. Todos esos hombres firmaron su renuncia a los llamados derechos Larkin; los cedieron en favor del Gobierno, antes de que abandonáramos la Tierra. La presencia de Mike cuando llegamos a Marte confundió enormemente las cosas. No soy abogado, pero comprendo que si Mike abdicara de sus derechos, fueran cuales fuesen, eso pondría a la Administración en el asiento del piloto a la hora de repartir las cosas de valor.
—¿Qué cosas de valor? —preguntó Caxton—. Aparte de la pura ciencia, quiero decir. Mire, comandante, no es que trate de restar méritos a su logro, pero, a juzgar por todo lo que he oído, Marte no es exactamente una propiedad valiosa para los seres humanos. ¿O hay allí bienes que aún están clasificados como «cáete muerto antes de leerlo»?
Van Tromp negó con la cabeza.
—No, los informes científicos y técnicos son todos clasificados, creo. Pero Ben, la Luna no era más que un pedazo de roca sin ningún valor cuando pusimos por primera vez el pie en ella. Mírela ahora.
—Touché —admitió Caxton—. Desearía que a mi abuelo se le hubiese ocurrido comprar acciones de la Lunar Enterprises en vez de las del uranio canadiense. Yo no pongo las objeciones de Jubal a hacerme rico… —añadió—. Pero, en cualquier caso, Marte está habitado.
Van Tromp no parecía muy feliz.
—Sí, pero… Stinky, dígaselo.
—Ben —indicó Mahmoud—, en Marte hay espacio de sobra para la colonización humana…Y, por lo que hemos sido capaces de averiguar, los marcianos no interferirán. No pusieron ninguna objeción cuando les dijimos que teníamos intención de dejar una colonia en el planeta. Aunque tampoco parecieron complacidos. Ni siquiera interesados. En estos momentos estamos ondeando nuestra bandera y gritando extraterritorialidad, pero nuestro status puede muy bien ser como el de una de esas ciudades hormiguero cubiertas por una campana de cristal que se ven a veces en los colegios. Nunca fui capaz de asimilarlo.
Jubal asintió.
—Exacto. Ni yo. Esta mañana no tenía ni la más remota idea de la situación… excepto que sabía que el Gobierno estaba ansioso por echarles la mano encima a los llamados derechos Larkin de Mike. Así que supuse que el Gobierno se hallaba en el mismo estado de ignorancia que nosotros, aunque dispuesto a seguir adelante con osadía. «Audacia, siempre audacia»…, el más firme principio de la estrategia. Practicando la medicina aprendí que, cuando más perdido estás, es cuando mayor confianza debes fingir. En leyes aprendí que, cuando tu caso parece irremediablemente perdido, es cuando debes impresionar al jurado con tu relajada seguridad.
Jubal sonrió.
—En una ocasión, cuando iba a la escuela secundaria, gané un debate sobre las subvenciones de embarque citando un argumento abrumador del Consejo de Embarque Colonial Británico. La oposición no pudo refutar de ningún modo mis alegaciones…, por la sencilla razón de que nunca existió ningún Consejo de Embarque Colonial Británico. Me lo inventé, ropaje incluido.
»Esta mañana me mostré igualmente desvergonzado. La Administración deseaba los «derechos Larkin» de Mike, y estaba estúpidamente aterrorizada ante la posibilidad de que yo pudiera hacer un trato con Kung o con alguien más al respecto. Así que utilicé su codicia y su preocupación para obligarles a llegar hasta el final del absurdo lógico de su fantástica teoría legal, haciéndoles reconocer públicamente que Mike era un soberano del mismo nivel que la propia Federación mediante la puesta en práctica de un protocolo diplomático inequívoco… ¡y que debía ser tratado en consonancia! —Jubal pareció complacido de sí mismo.
—Y con ello —dijo Caxton secamente—, lanzándose a remontar el arroyo sin un remo en las manos.
—Ben, Ben —reprochó Jubal—. La metáfora es errónea. No se trata de una canoa, sino de un tigre. O un trono. Han coronado a Mike de acuerdo con su propia lógica. ¿Debo señalar que, pese a lo que diga el viejo refrán sobre cabezas tambaleantes y coronas, es mucho más seguro ser rey públicamente que pretendiente al trono más o menos oculto? Normalmente un rey puede abdicar para salvar el cuello; un pretendiente puede renunciar a sus pretensiones, pero esto no hace que su cuello esté más seguro… De hecho, todavía lo está menos: lo deja desnudo ante sus enemigos.
»No, Ben… Kung vio que la situación de Mike se había fortalecido sensiblemente gracias a unos cuantos compases de música y a una sábana vieja, aunque usted no lo viera, y no le hizo ninguna gracia. Pero actué por necesidad, no por elección, y, aunque la posición de Mike resultó mejorada, sigue sin ser cómoda. Mike fue, por un momento, el soberano reconocido de Marte según las exageraciones legalistas del precedente de Larkin, y como tal, fue investido con el poder de otorgar concesiones, derechos comerciales y enclaves ad nauseam. Debía hacer esas cosas por sí mismo, y verse así sometido a presiones incluso peores que las que acompañan a una gran fortuna…, o debía abdicar de su posición titular y permitir que sus derechos Larkin pasaran a manos de los hombres que se encuentran ahora en Marte, es decir… a Douglas.
Jubal pareció apenado.
—Por mi parte detestaba casi por igual ambas alternativas, puesto que cada una de ellas estaba basada en la detestable doctrina de que la Resolución Larkin podía aplicarse a los planetas habitados. Caballeros, nunca he conocido a ningún marciano, y no tengo vocación de convertirme en su campeón; pero no podía permitir que mi cliente se viera atrapado en ese enredo. La propia Resolución Larkin tenía que ser invalidada en lo que al planeta Marte se refería, mientras el asunto estaba aún en nuestras manos, y sin proporcionar al Tribunal Supremo la ocasión de meter baza y dictaminar.
Jubal esbozó una sonrisa adolescente.
—Así que apelé a un tribunal superior en busca de una resolución que anulara el precedente Larkin…, cité un «Consejo de Embarque Colonial Británico» mítico. Mentí hasta el tuétano a fin de crear una nueva teoría legal. Se rindieron a Mike honores de soberano; eso fue un hecho, el mundo lo vio. Pero los honores de soberanía pueden rendirse a un soberano… o al alter ego de un soberano, a su virrey o embajador. Así que dejé bien sentado que Mike no era un soberano de cartón que se amparaba en un estúpido precedente humano, ¡sino el mismísimo embajador de la gran nación marciana! —Jubal suspiró—. Pura fanfarronada…, y me aterrorizó pensar que podía exigírseme que demostrara mis afirmaciones.
»Pero basaba mi fanfarronada en la esperanza y en mi firme creencia de que los otros, Douglas y, en particular, Kung, no estarían más enterados de los hechos que yo. —Jubal miró a su alrededor—. Me arriesgué a lanzar esa fanfarronada porque ustedes tres estaban sentados a nuestro lado: éramos la hermandad de agua de Mike. Si ustedes seguían sentados y no se oponían a mis mentiras, entonces Mike debía ser aceptado como el equivalente marciano de un embajador… y la Resolución Larkin se convertía en un callejón sin salida.
—Eso espero —dijo sobriamente el capitán Van Tromp—. Pero yo no tomé sus afirmaciones como mentiras, Jubal; las tomé como la simple verdad.
—¿Eh? Pero le aseguro que no lo eran. No hice más que soltar palabras huecas, improvisar…
—No importa. Inspiración o deducción, opino que dijo usted la verdad —el comandante de la Champion titubeó—. Excepto que yo no llamaría a Mike embajador. Creo que es una fuerza expedicionaria.
Caxton dejó caer la mandíbula. Harshaw no discutió aquello, pero respondió con idéntica sobriedad:
—¿En qué sentido, señor?
—Rectificaré eso —respondió Van Tromp—. Sería mejor decir que creo que Mike es un explorador de unas fuerzas expedicionarias, que está efectuando un reconocimiento de nosotros y nuestro planeta para sus amos marcianos. Incluso es posible que estén en contacto telepático con él constantemente, que ni siquiera tenga que informarles a la vuelta. No lo sé. Pero sí sé que, después de visitar Marte, hallo estas ideas mucho más fáciles de aceptar. Y sé esto: todo el mundo parece dar por sentado que, tras encontrar a un ser humano en Marte, lo traeríamos por supuesto de vuelta a casa y él se sentiría ansioso de hacerlo. Nada podría estar más lejos de la verdad, ¿eh, Sven?
—A Mike no le gustó nada la idea —confirmó Nelson—. Ni siquiera pudimos acercarnos a él al principio; nos tenía miedo. Luego los marcianos le ordenaron que volviera con nosotros, y desde entonces hizo exactamente todo lo que le dijimos que hiciera. Se comportó como un soldado que cumple con perfecta disciplina unas órdenes que le aterrorizan.
—Un momento —protestó Caxton—. Capitán, aun así… ¿Marte atacándonos? ¿Marte? Usted sabe más de estas cosas que yo, pero, ¿no sería eso como si nosotros atacásemos Júpiter? Quiero decir, tenemos dos veces y media la gravedad superficial de Marte, del mismo modo que Júpiter tiene dos veces y media nuestra gravedad superficial. Y diferencias más o menos análogas en cuanto a presión, temperatura, atmósfera y demás. Nosotros no podríamos vivir en Júpiter…, y no concibo que los marcianos pudieran adaptarse y resistir las condiciones de nuestro planeta. ¿No es cierto?
—Bastante aproximado —admitió Van Tromp.
—Entonces, ¿por qué íbamos a atacar Júpiter? ¿Y por qué iba a atacarnos Marte?
—Hum… Ben, ¿no ha visto usted ninguno de los proyectos para establecer una cabeza de playa en Júpiter?
—Sí, pero… Bueno, nada de eso ha pasado nunca del estadio de sueño. No es práctico.
—Los vuelos espaciales tampoco eran prácticos hace no más de un siglo. Revise los archivos y vea lo que sus propios colegas decían al respecto… digamos allá por 1940. Esas proposiciones sobre Júpiter no han ido más allá de las mesas de diseño, en el mejor de los casos; pero los ingenieros que han trabajado en ellas lo han hecho de forma muy seria. Creen que, utilizando todo lo que aprendimos con la exploración del fondo de los océanos, y equipando además a los hombres con trajes energéticos que les permitan flotar, es posible enviar seres humanos a Júpiter. Y no creo ni por un momento que los marcianos sean menos inteligentes que nosotros. Debería ver usted sus cualidades.
—Oh… —exclamó Caxton—. De acuerdo, me callaré. Pero sigo sin ver por qué iban a molestarse en venir.
—¿Capitán?
—¿Sí, Jubal?
—Veo otra objeción. Ésta es cultural. Supongo que conoce la clasificación general de las culturas en «apolíneas» y «dionisíacas».
—Sé más o menos lo que quiere decir.
—Bueno, pues a mí me parece que hasta la cultura zuni sería llamada dionisíaca en Marte. Por supuesto, usted ha estado allí y yo no; pero he hablado extensamente con Mike. Ese muchacho fue educado en una cultura extremadamente apolínea, y esas culturas no son agresivas.
—Hum. Entiendo lo que quiere decir. Pero yo no confiaría mucho en ello.
Mahmoud dijo bruscamente:
—Comandante, hay pruebas consistentes en apoyo de la tesis de Jubal. Se puede analizar una cultura a partir de su lenguaje, en cualquier momento…, y no existe ninguna palabra marciana equivalente a «guerra» —se detuvo, y pareció desconcertado—. Al menos, no creo que exista. Como tampoco hay ninguna palabra para designar «arma», ni «lucha». Si la palabra para un concepto determinado no existe en un lenguaje, entonces es que su cultura desconoce el referente que la palabra que no existe simboliza.
—¡Oh, tonterías, Stinky! Los animales luchan…, y las hormigas dirigen guerras, incluso. ¿Está intentando decirme que necesitan tener palabras para expresar eso antes de poder hacerlo?
—Eso es exactamente lo que quiero decir —insistió Mahmoud—, cuando se aplica a cualquier raza que se exprese verbalmente. Como nosotros. Como los marcianos…, que además están más altamente verbalizados que nosotros. Una raza que se comunica oralmente cuenta con palabras para todos los conceptos antiguos, y crea nuevas palabras o nuevas definiciones siempre que surge y se desarrolla un nuevo concepto. ¡Siempre! Un sistema nervioso capaz de verbalizar no puede evitar hacerlo; es automático. Si los marcianos supiesen lo que es la «guerra», tendrían la correspondiente palabra para ella.
—Hay una forma rápida de establecer eso —sugirió Jubal—: llamemos a Mike. Preguntémosle.
—Un momento, Jubal —objetó Van Tromp—. Aprendí hace años a no discutir jamás con un especialista; nunca puedes ganar. Pero también aprendí que la historia del progreso es una larga, larga lista de especialistas que estuvieron completamente equivocados… Perdone, Stinky.
—Tiene razón, capitán… sólo que esta vez no estoy equivocado.
—Tal como veo las cosas, todo lo que Mike puede establecer es si conoce o no cierta palabra…, lo cual puede ser algo así como pedirle a un niño de dos años que defina el cálculo. No prueba nada. Preferiría atenerme por el momento a los hechos. Sven, ¿qué hay de Agnew?
—Eso es cosa suya, capitán —respondió Nelson.
—Bien…, esto sigue siendo una conversación privada entre hermanos de agua, caballeros. El teniente Agnew era nuestro oficial médico cadete. Según dice Sven, era un chico muy brillante en su campo, y yo no tuve quejas respecto a él por parte de nadie y en ningún sentido; era bastante apreciado. Pero estaba poseído por una insospechada xenofobia latente. No contra los humanos, pero no podía soportar a los marcianos.
»Al darme cuenta de que al parecer los marcianos eran pacíficos, di órdenes de que nadie fuera armado fuera de la nave. No quería que se produjese ningún incidente. Pero al parecer, el joven Agnew me desobedeció. No conseguimos encontrar su arma corta personal, y los dos hombres que le vieron vivo por última vez declararon que la llevaba consigo. Pero todo lo que dice mi diario de a bordo es: «desaparecido y presumiblemente muerto». Les contaré como sucedió.
»Dos miembros de la tripulación vieron a Agnew adentrarse por una especie de pasadizo entre dos grandes rocas: una configuración rara en Marte, donde todo es más bien monótono. Luego vieron a un marciano que entraba por el mismo camino…, por cuyo motivo se apresuraron hacia allá, puesto que la peculiaridad del doctor Agnew era bien conocida por todos. Ambos dijeron que, mientras corrían, oyeron un disparo. Uno aseguró que llegó a la entrada justo a tiempo para ver fugazmente a Agnew, un poco más allá del marciano, que llenaba casi todo el espacio entre las rocas; son muy grandes. Y, al instante siguiente, dejó de verle. El segundo hombre dijo que cuando llegó allí el marciano salía: simplemente cruzó por delante de ellos y siguió su camino. Una actitud característicamente marciana: si no tiene nada que tratar contigo, simplemente te ignora. Una vez el marciano se hubo alejado pudieron observar el espacio entre las dos rocas: era un callejón sin salida, y estaba vacío.
»Eso es todo, caballeros. Podríase decir que Agnew pudo haber saltado por encima de la pared de roca, gracias a la inferior gravedad de Marte y al ímpetu del miedo…, aunque yo lo intenté y no pude hacerlo. También mencionar que esos dos tripulantes llevaban equipos de respiración, que en Marte son imprescindibles, y que la hipoxia puede hacer que los sentidos de un hombre le gasten malas pasadas. No sé si el primer miembro de la dotación estaba mareado a causa de la escasez de oxígeno; menciono este detalle simplemente porque es una explicación más creíble que lo que informó: que Agnew se limitó a desaparecer en un parpadeo. De hecho, eso es lo que le sugerí, y le ordené que revisara su equipo de suministro de oxígeno antes de volver a salir al exterior.
»¿Saben? Pensé que Agnew reaparecería en cualquier momento, y me preparé para abrumarle con una buena reprimenda y someterlo a un severo arresto por haber salido armado (si había salido armado) y por haber salido solo (lo cual parecía seguro), ya que ambas cosas eran serias infracciones de la disciplina. Pero nunca volvió y nunca le encontramos, ni a él ni a su cadáver. No sé lo que ocurrió. Pero mis dudas respecto a los marcianos se remontan a la fecha de ese incidente. Nunca han vuelto a parecerme criaturas gentiles, inofensivas y más bien cómicas, pese a que jamás tuvimos ningún problema con ellos y siempre nos dieron cuanto les pedimos, una vez Stinky aprendió la forma de pedírselo. Quité importancia al incidente, porque no puedes permitir que cunda el pánico entre tus hombres cuando te hallas a cientos de millones de kilómetros de casa.
»Oh, no podía disimular el hecho de que el doctor Agnew había desaparecido, y toda la tripulación de la nave lo buscó. Pero eliminé toda posible insinuación de que pudiera haber algo misterioso en el asunto: Agnew se perdió entre las rocas, agotó su reserva de oxígeno, sin duda murió… y su cuerpo quedó enterrado bajo la derivante arena. O algo así. Hay una brisa más bien fuerte al amanecer y al anochecer en Marte; eso hace que la arena derive con fuerza de un lado para otro. Así que utilicé eso como excusa para ordenar estrictamente que todo el mundo fuese siempre acompañado, que mantuviera un contacto permanente por radio y que comprobara siempre su equipo de oxígeno, usando a Agnew como horrible ejemplo. No dije a aquel tripulante que mantuviera la boca cerrada; me limité a insinuar que su versión era ridícula, especialmente porque su compañero no podía confirmarla. Creo que prevaleció la versión oficial.
Luego de un silencio, Mahmoud dijo, muy despacio:
—Al menos, prevaleció para mí. Capitán, ésta es la primera vez que oigo que hubo algo misterioso en torno a Agnew. Y, sinceramente, prefiero la versión oficial; no me siento inclinado a la superstición.
Van Tromp asintió con la cabeza.
—Eso es precisamente lo que deseaba. Sólo Sven y yo escuchamos aquella fantástica historia, y nos la guardamos para nosotros. Pero de todos modos… —el capitán de la nave pareció de pronto envejecer muchos años— sigo despertándome por las noches e interrogándome: «¿Qué fue de Agnew?»
Jubal escuchó la historia sin formular ningún comentario. Todavía seguía preguntándose qué debería decir cuando terminara. Y se preguntaba también si Jill le habría referido a Ben lo de Berquist y el otro tipo, Johnson. Él no lo había hecho. No había habido tiempo la noche en que Ben fue rescatado, y a la sobria luz del siguiente amanecer le había parecido mejor dejar las cosas tal como estaban.
¿Le habrían contado a Ben la batalla que se había desarrollado en la piscina, y la desaparición de los dos transportes policiales? De nuevo parecía muy improbable. Los chicos sabían que la versión «oficial» era que la primera fuerza de choque jamás se presentó; todos habían oído aquella conversación telefónica con Douglas. Y la familia de Jubal era discreta; fueran huéspedes o empleados, las personas charlatanas eran expulsadas rápidamente: Jubal consideraba que la charlatanería era una prerrogativa exclusivamente suya.
Pero Jill podía habérselo dicho a Ben… Bueno, si lo había hecho, debió de exigirle que guardara silencio; Ben no había mencionado las desapariciones a Jubal, y ahora no estaba intentando mirarle ni eludir su mirada. ¡Maldito fuera! Lo único que podía hacer era seguir callado, e intentar convencer al muchacho de que no debía ir por ahí provocando la desaparición de todos los desconocidos que no le cayeran bien.
La llegada de Anne ahorró a Jubal la desagradable tarea de seguir examinando su conciencia y cortó la conversación.
—Jefe, ese tal Bradley está en la puerta. El que se presentó como «ayudante ejecutivo principal del secretario general».
—¿Le dejaste entrar?
—No. Le examiné por el visor unidireccional y hablé con él por el fono. Dice que tiene que entregarle personalmente unos papeles a usted, y que esperará una contestación.
—Que pase los papeles por el buzón. Y dile que tú eres mi «ayudante ejecutiva principal», y que tú misma firmarás el recibo de esa entrega personal si es eso lo que quiere. Esto todavía es la Embajada de Marte, al menos hasta que yo vea qué hay en esos papeles.
—¿Le dejo esperando en el pasillo?
—No tengo la menor duda de que el mayor Bloch sabrá encontrarle una silla. Anne, ya sé que has sido educada en la amabilidad, pero ésta es una situación en la que la descortesía produce beneficios. No cederemos un centímetro ni pronunciaremos una palabra amable hasta que consigamos exactamente lo que queremos.
—Sí, jefe.
El paquete era abultado porque había varias reproducciones; pero sólo contenía un documento. Jubal convocó a todo el mundo y repartió las copias.
—Chicas, ofrezco un sorbete por cada contradicción, punto débil, trampa o ambigüedad. Premios de valor similar para los hombres. Ahora, todo el mundo a callar.
Por último, fue el propio Jubal quien rompió el silencio.
—Es un político honesto. Mantiene su palabra.
—Eso parece —admitió Caxton.
—¿Alguien tiene algo que decir? —nadie reclamó sorbetes; Douglas se había limitado a dar forma al acuerdo alcanzado antes, transcribiendo las cosas de una forma clara y directa—. Muy bien —dijo Jubal—, cada uno firmará como testigo todas las copias, después de que las firme Mike…, en especial ustedes, capitán, Sven y Stinky. Trae el sello, Miriam. Demonios, dejad que pase Bradley y que sea testigo también… Luego le daremos un trago al pobre tipo. Duque, llama a recepción y di que nos suban la factura; nos vamos. Luego llama al Greyhound para que vengan a buscarnos. Sven, comandante, Stinky…, nos retiramos de la misma forma que Lot se marchó de Sodoma… ¿por qué ustedes tres no se vienen al campo con nosotros y se relajan un poco? Disponemos de buen número de camas, servimos comidas caseras y no repartimos preocupaciones.
Los dos hombres casados solicitaron, y obtuvieron, la posibilidad de hacerlo en otra ocasión; el doctor Mahmoud aceptó. La firma llevó un buen rato, sobre todo porque Mike disfrutaba firmando con su nombre y trazaba cada letra con gran cuidado y satisfacción artística. Los residuos salvables del picnic —principalmente botellas aun sin abrir— estaban ya cargados cuando todas las copias estuvieron firmadas y selladas, y la cuenta del hotel había llegado también.
Jubal echó un vistazo al abultado total y no se molestó en comprobarlo. En vez de ello escribió debajo: «Aprobado su pago por J. Harshaw, en nombre de V. M. Smith», y se la tendió a Bradley.
—Esto es cosa de su jefe.
Bradley parpadeó.
—¿Señor?
—Oh, sólo para hacerlo circular por los «canales apropiados». No me cabe duda de que el señor Douglas lo traspasará a su jefe de protocolo. ¿No es ése el procedimiento habitual? Yo soy más bien inexperto en estos asuntos.
Bradley aceptó la factura.
—Sí —dijo lentamente—. Sí, tiene usted razón. LaRue la tramitará… Se la entregaré a él.
—Gracias, señor Bradley. ¡Gracias por todo!