TERCERA PARTE Su excéntrica educación

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En el borde de una galaxia en espiral, cerca de una estrella conocida por algunos con el nombre de Sol, otra estrella del mismo tipo sufrió un catastrófico reajuste y se convirtió en nova. Su gloria fue visible desde Marte durante tres (729) años colmados, o 1.370 años terrestres. Los Ancianos tomaron nota del acontecimiento como algo útil para la instrucción de los jóvenes, pero sin abandonar en ningún momento el excitante y crucial debate de los problemas estéticos relativos a la nueva trama épica tejida en torno a la muerte del Quinto Planeta.

La partida de la nave espacial Champion de su planeta natal fue observada sin comentarios, y se mantuvo una guardia sobre el extraño nido depositado por ella, pero nada más, puesto que transcurriría aún cierto tiempo antes de que fuera lo suficientemente fructífero como para asimilar el resultado. Los veintitrés seres humanos dejados en Marte forcejearon —con éxito en la mayor parte de sus aspectos— con un entorno letal para los humanos desnudos, aunque menos difícil, en su conjunto, que el del Estado Libre de la Antártida. Uno de ellos se descorporizó, víctima de una enfermedad no diagnosticada que a veces se llamaba «angustia» y en otras ocasiones «añoranza». Los Ancianos cuidaron del herido espíritu y lo enviaron al lugar donde pertenecía para su ulterior curación; aparte de eso, dejaron a los terrestres tranquilos.

En el planeta Tierra, la explosión de la estrella vecina pasó inadvertida, puesto que los astrónomos humanos estaban limitados por la velocidad de la luz. El Hombre de Marte, tras haber ocupado los titulares durante un breve tiempo, había dejado de ser noticia. El líder de la minoría en el Senado de la Federación solicitaba un «nuevo y más atrevido enfoque» al problema de la población y la malnutrición en el sudeste asiático, empezando por el aumento de las subvenciones de ayuda a las familias con más de cinco hijos. La señora Percy B. S. Souchek había demandado a los supervisores de la ciudad-condado de Los Ángeles por la muerte de su perrito de lanas Lanoso, ocurrida durante un período de cinco días de una capa de inversión atmosférica estacionaria. Cynthia Duchess anunciaba que iba a tener el Bebé Perfecto, a través de un donante anónimo seleccionado científicamente y una igualmente perfecta madre anfitriona; eso sería tan pronto como una batería de expertos terminase de calcular el instante exacto para la concepción que garantizara el que el niño maravilla fuese idénticamente genial en música, arte y política. También dijo que ella —con la ayuda de métodos hormonales— amamantaría en persona a su hijo. Concedió una rueda de prensa para exponer los beneficios psicológicos de la alimentación natural y permitió —más bien insistió en ello— que la prensa tomara todas las fotos necesarias para demostrar que estaba físicamente dotada para la tarea…, un hecho que sus habituales fotos publicitarias nunca habían puesto en duda.

El obispo supremo Digby la denunció como la Puta de Babilonia y prohibió a todos los fosteritas aceptar la comisión tanto de donante como de madre anfitriona. Se citó lo que Alice Douglas había declarado al respecto: «Aunque no conozco a la señorita Duchess personalmente, una no puede evitar admirarla. Su valeroso ejemplo debería ser una inspiración para las madres en cualquier parte».

Por accidente, Jubal Harshaw vio una de las fotografías y la historia que la acompañaba en una revista que algún visitante había dejado en su casa. Rió suavemente durante un rato, luego la recortó y la colgó en el tablero de avisos de la cocina, y comprobó (como había esperado) que no duró allí mucho tiempo, lo cual le hizo reír suavemente de nuevo.

No había reído gran cosa durante aquella semana; el mundo se había ocupado demasiado de él. La mayor parte de la prensa cesó de molestar a Mike y dejó tranquila la casa de Harshaw cuando se hizo claro que la historia se había terminado, y que Harshaw no tenía intención de permitir que se produjera ninguna nueva noticia. Pero los muchos miles de personas que no estaban en el negocio de la prensa no olvidaron a Mike. Douglas se esforzó honestamente en asegurar la intimidad del Hombre de Marte; efectivos de los Servicios Especiales patrullaban ahora la cerca de Harshaw, y un aerocoche de los Servicios Especiales sobrevolaba en círculos la finca y daba el alto a todo vehículo que tratase de tomar tierra en ella. Pero a Harshaw le fastidiaba enormemente la necesidad de tener guardianes.

Los guardianes mantenían a la gente fuera, pero el correo y el teléfono pasaban. Jubal arregló el asunto cambiando de número y haciendo que todas las llamadas fueran desviadas a un servicio de respuestas al que se le había facilitado una breve lista de personas de las que Harshaw aceptaría llamadas…, y el aparato de la casa se mantenía en la función de «línea ocupada, registre su llamada» la mayor parte del tiempo.

Pero la correspondencia seguía llegando.

Al principio, Harshaw le dijo a Jill que el problema era de Mike. El muchacho tenía que crecer algún día; podía empezar por ocuparse de su propia correspondencia…, y ella podría ayudarle y aconsejarle.

—Pero no me moleste a mí con eso; ya tengo bastante correo idiota con el mío.

Pero Jubal no consiguió imponer su voluntad: la cantidad de correspondencia era excesiva, y Jill no sabía cómo arreglárselas.

Sólo seleccionar las cartas por categorías era ya un quebradero de cabeza. Harshaw intentó arreglar el asunto llamando primero al administrador de correos local, sin el menor resultado; luego telefoneando a Bradley, lo cual dio resultado después de una «sugerencia» que goteó desde arriba hasta el nivel local. A partir de entonces, las cartas dirigidas a Mike llegaron en sacas clasificadas como primera, segunda, tercera y cuarta categorías, con la correspondencia para los demás en otra saca distinta.

La correspondencia de segunda y tercera categoría fue utilizada para aislar un nuevo sótano bodega en la parte norte de la casa, puesto que el viejo sótano había sido cavado por el antiguo propietario como refugio antiatómico y nunca había resultado satisfactorio como bodega. Una vez el nuevo sótano bodega estuvo absolutamente aislado y ya no podían usarse más cartas en él, Jubal dio instrucciones a Duque de que emplease ese correo como relleno de los barrancos excavados por la erosión: combinado con una pequeña cantidad de maleza, se compactaba de una forma perfecta.

La correspondencia de cuarta categoría era un problema, en especial desde que un paquete estalló prematuramente en la oficina postal del pueblo y se llevó por delante varios años de anuncios de «Se busca» del tablero de avisos y un cartel que recomendaba: «Utilice la ventanilla siguiente». Por fortuna el administrador de la estafeta había salido a tomar café, y su ayudante —una dama de cierta edad con los riñones débiles— se encontraba en el lavabo. Jubal consideró la conveniencia de hacer que todo el correo de cuarta categoría dirigido a Mike fuera procesado previamente por los especialistas antibombas de los Servicios Especiales que realizaban el mismo servicio para el secretario general.

Pero eso no resultó necesario; Mike podía localizar cualquier «incorrección» que contuviese un paquete sin necesidad de abrirlo. Desde aquella explosión, todo el correo de cuarta categoría se dejaba en un montón junto a la verja de entrada, en la parte de dentro; luego, después de que el cartero se había ido, Mike lo analizaba a distancia y provocaba la desaparición de todo objeto dañino que figurase en él; tras lo cual Larry trasladaba el resto a la casa en una camioneta. Jubal no tardó en darse cuenta de que este método era mucho mejor que sumergir los paquetes sospechosos, abrirlos en la oscuridad, someterlos a rayos X o cualquier otro método convencional.

A Mike le encantaba abrir los paquetes inofensivos; eso hacía que cada día fuese Navidad para él. En particular le encantaba leer su propio nombre en las etiquetas. Lo que había en su interior podía o no interesarle; normalmente lo daba a alguien y, en el proceso, al menos aprendió que el concepto de «propiedad» estaba en el descubrimiento de que podía hacer regalos a sus amigos. Todo lo que nadie quería iba a parar al barranco; esto incluía, por definición, cualquier obsequio de comestibles, ya que Jubal no estaba seguro de que el olfato de Mike para las «incorrecciones» se extendiese a los venenos…, especialmente después de que Mike bebiera por error una solución tóxica que Duque había dejado en el frigorífico que utilizaba para su trabajo fotográfico. Mike comentó simplemente, más tarde, que el «té helado» tenía un sabor que no estaba seguro de que le gustase.

Jubal le dijo a Jill que, aparte esto, no había problemas en conservar todo lo que llegara a Mike por correo, siempre y cuando no hubiera que: a) pagarlo, b) acusar recibo, c) reexpedirlo, al margen de lo que dijese el envío. Algunas de las cosas eran regalos legítimos; la mayoría mercancías que no se habían pedido. De todas formas, Jubal daba por sentado que todos los bienes no solicitados procedentes de desconocidos representaban siempre esfuerzos por utilizar de uno u otro modo al Hombre de Marte y, por lo tanto, no merecían el menor agradecimiento.

Una excepción la constituían los animalitos vivos, desde pollitos a crías de caimanes, que Jubal encomendó a Jill que fueran devueltos…, a menos que ella se comprometiera a cuidarlos y alimentarlos, así como a evitar que cayeran en la piscina.

La correspondencia de primera categoría era un dolor de cabeza aparte. Después de revisar una o dos sacas llenas de cartas de primera categoría para Mike, Jubal estableció los siguientes grupos:

A. Cartas pedigüeñas, personales e institucionales: a rellenar el barranco.

B. Cartas amenazadoras: al archivo de las «sin respuesta». Posteriormente, las cartas de ese grupo fueron transferidas a los Servicios Especiales.

C. Ofertas de participación en negocios de todo tipo: remitidas a Douglas, sin contestar.

D. Cartas excéntricas, que no contenían ninguna amenaza: examinar en busca de alguna perla; las demás al barranco.

E. Cartas amistosas: a responder sólo si iban acompañadas de sobre con franqueo y las señas del remitente, en cuyo caso se utilizaba uno de los varios modelos de contestación firmado por Jill. (Jubal señaló que las cartas con la firma del Hombre de Marte eran valiosas per se y una invitación abierta a proseguir la inútil correspondencia).

F. Cartas escatológicas: pasadas a Jubal (que había hecho una apuesta consigo mismo de que ninguna de ellas manifestaría nunca el más leve asomo de novedad literaria) para que determinase su destino, es decir, el barranco.

G. Proposiciones de matrimonio o de cariz algo menos formal: ignoradas y al archivo. A la tercera tentativa, se pasaban al grupo B.

H. Cartas de instituciones científicas y educativas: a manejar como en el apartado «E». Caso de contestarse, utilizar modelos de respuesta explicando que el Hombre de Marte no estaba disponible para nada; si Jill veía que la simple excusa cortés no iba a servir, le pasaba la carta a Jubal.

I. Cartas de personas que conocían realmente a Mike, como los tripulantes de la Champion, el presidente de Estados Unidos y unos pocos más: dejaban que Mike las respondiera a su gusto. Los ejercicios de caligrafía le sentarían bien, y los ejercicios en cuestiones de relaciones humanas personales aún más (y, si necesitaba consejo, que lo pidiese).

Esta distribución por grupos redujo el número de cartas que debían ser contestadas a un tamaño manejable…, unas cuantas al día para Jill y raras veces alguna que otra para Mike. Abrir el correo era el esfuerzo principal, pero Jill comprobó que lo podía examinar por encima y clasificar en cosa de una hora diaria, una vez se hubo acostumbrado a ello. Los primeros cuatro grupos mantuvieron su volumen; el grupo «G» fue bastante numeroso durante la quincena inmediatamente después de la emisión estereovisada desde el Palacio, pero luego disminuyó poco a poco, y al final la curva se aplanó hasta convertirse en un goteo regular.

Jubal advirtió a Jill que, aunque Mike sólo debía responder las cartas de sus amigos y conocidos, la correspondencia dirigida a él continuaba siendo suya para que la leyera si lo deseaba.

A la tercera mañana después de que el sistema de grupos hubiera entrado en funcionamiento, Jill llevó a Jubal una carta del grupo «G». Más de la mitad de las damas y otras mujeres (además de unos pocos hombres descarriados) que constituían ese grupo solían incluir fotos pretendidamente suyas; algunas de esas fotos dejaban muy poco campo a la imaginación, lo mismo que a menudo los textos de las cartas.

Esa carta en particular iba acompañada de una fotografía que conseguía no sólo no dejar nada a la imaginación, sino que estimulaba nuevas imaginaciones. Jill dijo:

—¡Mire esto, jefe! ¡Por favor!

Harshaw leyó la carta, luego miró la foto.

—Parece que sabe lo que quiere. ¿Qué opina Mike de ello?

—No la ha visto. Por eso se la traigo.

Jubal contempló de nuevo la foto.

—Un tipo de mujer al que, en mi juventud, nos referíamos como «escultural». Bueno, no hay ninguna duda acerca de su sexo, ni de su agilidad. Pero, ¿por qué me la enseña a mí? Le aseguro que he visto cosas mejores.

—Pero, ¿qué debo hacer con ella? La carta ya es bastante mala… pero esa foto repugnante… ¿La rompo antes de que Mike la vea?

—Oh. Tranquila, enfermera. ¿Qué dice en el sobre?

—Nada. Sólo la dirección y el remite.

—¿Qué dice la dirección?

—¿Eh? «Señor Valentine Michael Smith, el Hombre de…»

—Oh. Entonces no va dirigida a usted.

—No, claro que no…

—De eso es de lo que quería asegurarme. Ahora pongamos una cosa en claro. Yo no soy el guardián de Mike. Usted no es ni su madre, ni su dama de compañía. Sólo actúa como su secretaria. Si Mike desea leer todo lo que llegue aquí a su nombre, incluido el correo basura de tercera categoría, es libre de hacerlo.

—Bueno, ya lee la mayor parte de esos anuncios. ¡Pero seguro que no querrá usted que vea esta inmundicia! Jubal, Mike no sabe cómo es el mundo. Es inocente.

—¿De veras? ¿A cuántos hombres ha matado hasta ahora, Jill?

Jill no respondió; pareció abrumada.

Jubal prosiguió:

—Si realmente quiere ayudarle, concéntrese en enseñarle que nuestra sociedad frunce el entrecejo ante el homicidio ejecutado de una forma casual. De otro modo, se hará notar desagradablemente enseguida cuando salga al mundo.

—Oh, no creo que desee «salir al mundo».

—Bueno, voy a echarle del nido en cuanto crea que sabe volar. Podrá volver luego si lo desea…, pero no me es posible retenerle toda su vida aquí, como un niño interno en un colegio. Entre otras razones porque no puedo, aunque lo deseara, porque Mike probablemente me sobrevivirá unos sesenta o setenta años, y este nido desaparecerá. Pero tiene usted razón; Mike es inocente, según nuestros estándares. Enfermera, ¿ha visto usted alguna vez el laboratorio estéril de Notre Dame?

—No. Pero he leído sobre él.

—Contiene los animales más saludables del mundo, pero no pueden abandonar nunca el laboratorio. Chiquilla, esto no es un laboratorio estéril. Mike tiene que entrar en contacto directo con la «suciedad», como usted la llama…, e inmunizarse. Algún día tropezará con la tipa que redactó esta carta o con sus hermanas gemelas espirituales esparcidas por todo el mundo; de hecho las encontrará a miles… Demonios, con su celebridad y su aspecto, parece que va a tener que pasar la vida saltando de una cama a otra, si quisiera. Usted no puede impedirlo, yo no puedo impedirlo; todo depende del propio Mike. Además, aunque pudiese, yo no desearía impedirlo, aunque para mi gusto es un modo necio de malgastar uno su vida… Me refiero a eso de repetir el mismo monótono ejercicio una y otra vez. ¿Qué opina usted?

—Yo… —Jill se cortó y enrojeció.

—Retiro la pregunta. Quizá a usted no le parezca monótono, y de todos modos no es asunto mío. Pero, si no quiere usted que Mike caiga zancadilleado por las primeras quinientas mujeres que lo atrapen a solas (y yo tampoco lo considero una buena idea; debería tener otros intereses además), entonces no intente interceptar su correspondencia. Cartas como ésta pueden vacunarle un poco, o al menos tenderán a ponerle en guardia. De modo que no haga un espectáculo de ello; limítese a colocarla en el montón, foto «sucia» incluida, para que siga su turno. Responda a sus preguntas si él se las formula, y procure no ruborizarse.

—Hum. De acuerdo. Jefe, resulta usted irritante cuando se pone tan lógico.

—Sí, es uno de los más toscos sistemas de discusión. Ahora muévase.

—De acuerdo. Pero voy a romper la foto inmediatamente después de que Mike la haya visto.

—¡Oh, no haga eso!

—¿Qué? ¿Acaso la quiere usted, jefe?

—¡El Cielo no lo permita! Ya le he dicho que he visto mejores. Pero Duque no tiene mis mismos puntos de vista: colecciona ese tipo de fotos. Si Mike no la quiere, y le apuesto cinco a uno a que no la quiere, désela a Duque.

—¿Duque colecciona esa basura? Pero si parece una buena persona…

—Lo es. De hecho, es una persona encantadora. O yo ya lo habría despedido a patadas.

—Pero… No entiendo.

Jubal suspiró.

—Y yo me pasaría todo el día aquí explicándoselo, y al final seguiría sin entenderlo. Querida, hay aspectos sexuales en los que resulta imposible comunicarse entre los dos sexos de nuestra raza. A veces, algunos individuos excepcionalmente dotados consiguen asimilarlos por mera intuición a través del abismo que nos separa. Pero las palabras son inútiles, así que yo no lo intento. Acepte simplemente lo que le digo: Duque es un perfecto caballero, sans peur et sans reproche…, y le gustará esta fotografía.

—De acuerdo, puede quedársela si Mike no la quiere. Pero no seré yo quien se la dé a Duque en persona…, podrían ocurrírsele ciertas ideas.

—Cobarde. Puede que esas ideas le gustaran. ¿Hay alguna otra cosa fuera de lo corriente en el correo?

—No. La acostumbrada cosecha de gente que desea que Mike les avale esto o aquello, o que lloriquea que el «Hombre de Marte Oficial» les ayude en esto o aquello… Un tipo ha tenido el valor de pedirle el monopolio, libre de derechos, durante cinco años, de la explotación de su nombre, y además quiere que Mike lo financie.

—Admiro a ese tipo de ladrones entusiastas. Anímele. Dígale que Mike es tan rico que hace sus crepés suzettes con coñac Napoleón y que necesita algunas pérdidas para reducir impuestos…, y pregúntele qué tipo de garantía le gustaría.

—¿Habla usted en serio, jefe? Tendré que rebuscarla en el grupo empaquetado ya para el señor Douglas.

—Por supuesto que no hablo en serio. Ese sinvergüenza se presentaría aquí mañana por la mañana con toda su familia. Pero me ha proporcionado una idea excelente para una historia. ¡Primera!


Mike se mostró interesado en la «repugnante» fotografía. Asimiló (aunque sólo fuera teóricamente) lo que simbolizaban la carta y la foto, y estudió esta última con el mismo deleite inocente con que examinaba las mariposas que pasaban revoloteando por su lado. Hallaba tanto a las mariposas como a las mujeres tremendamente interesantes… De hecho, todo el mundo asimilable a su alrededor era encantador, y deseaba beber tan profundamente de él que su asimilación se convirtiera en algo perfecto.

Comprendía, intelectualmente, los procesos mecánicos y biológicos que se le ofrecían en aquellas cartas, pero se preguntaba por qué esas personas desconocidas deseaban su ayuda en su aceleración ovípara. Mike comprendía —sin asimilarlo— que esas personas convertían dicha simple necesidad en un ritual, en un «acercamiento» posiblemente casi tan importante y precioso como la ceremonia del agua. Estaba ansioso por asimilarlo.

Pero no tenía prisa, puesto que la «prisa» era un concepto humano que no había conseguido asimilar en absoluto. Era sensible a la importancia clave de la medida correcta del tiempo en todos los actos, pero con un enfoque marciano: el momento oportuno se conseguía con la espera. Había observado, por supuesto, que sus hermanos terrestres carecían de su precisa discriminación temporal, y a menudo se veían obligados a esperar un poco más deprisa de lo que lo hubiera hecho un marciano.Pero no esgrimía esa inocente torpeza contra ellos; se limitó a aprender a esperar más deprisa para cubrir su defecto.

De hecho, a veces aguardaba tan deprisa y con tanta eficiencia que un humano hubiera llegado a la conclusión de que se apresuraba a una velocidad vertiginosa. Pero ese humano se habría equivocado. Mike simplemente ajustaba su propia espera en cálida consideración hacia las necesidades de los otros.

Así que aceptó el edicto de Jill de que no debía responder a ninguna de aquellas cartas fraternales enviadas por seres humanos femeninos; pero no lo aceptó como un veto definitivo sino como una espera. Posiblemente sería mejor aguardar un siglo o algo así; de todos modos, ahora no era el momento oportuno, puesto que su hermano Jill hablaba siempre correctamente.

Mike se mostró rápidamente de acuerdo cuando Jill sugirió, más bien firmemente, que le diera la foto a Duque. Lo hizo de inmediato, y de todas maneras lo hubiese hecho; Mike conocía la colección de Duque, la había visto, y la había examinado con interés mientras intentaba asimilar el motivo por el cual Duque había dicho: «La cara de ésta no vale gran cosa, pero ¡mire esas piernas, hermano!». A Mike siempre le gustaba ser llamado «hermano» por uno de sus hermanos de agua, pero las piernas sólo eran piernas, excepto que los de su pueblo tenían tres, mientras que los humanos sólo tenían dos… salvo los cojos, se recordó; dos piernas eran lo adecuado para los humanos, siempre tenía que asimilar que eso era lo correcto.

En cuanto a las caras, Jubal poseía el rostro más hermoso que Mike hubiera visto nunca, muy diferente del suyo propio. Mike tenía la sensación de que aquellas mujeres humanas de la colección de fotos de Duque apenas podía decirse que tuviesen rostros desarrollados, tan parecidas eran entre sí. Todas las jóvenes humanas del sexo femenino tenían la misma cara…, ¿y cómo podía ser de otro modo? Por supuesto, nunca había tenido dificultad en reconocer la cara de Jill; no sólo era la primera mujer que había visto, sino también —y lo más importante— su primer hermano de agua femenino… Mike conocía cada poro de su nariz, cada incipiente arruga de su rostro, y lo había alabado todo, detalle por detalle, en feliz meditación.

Sin embargo, aunque ahora sabía distinguir sólo por sus caras a Anne de Dorcas y a Dorcas de Miriam, no había sido así al principio de estar allí. Durante varios días Mike las había diferenciado por el tamaño y el color…, y, por supuesto, por la voz, dado que dos voces nunca eran iguales. Cuando, como ocurría en ocasiones, las tres mujeres guardaban silencio, tenía que distinguirlas porque Anne era mucho más alta, Dorcas más bajita, y Miriam más alta que Dorcas pero más baja que Anne. Pese a todo no cabía el error de confundir una por otra cuando Anne o Dorcas estaban ausentes, porque Miriam tenía ese pelo inconfundible que llamaban «rojo», pese a no ser del color llamado «rojo» que se aplica a cualquier otra cosa que no fuese el pelo.

Ese significado especial de la palabra «rojo» no inquietaba a Mike; sabía desde antes de llegar a la Tierra que cada palabra inglesa tenía más de un significado. Se trataba de un hecho al que uno podía acostumbrarse, lo mismo que a la igualdad de los rostros femeninos. Y después de una espera, ya no eran los mismos. Mike estaba ahora en condiciones de recordar la cara de Anne y contar los poros de su nariz con la misma facilidad que los de la nariz de Jill. En esencia, incluso un huevo era algo único, diferente de todos los demás huevos en cualquier tiempo y lugar; Mike siempre lo había sabido. Así pues, cada muchacha poseía su propia cara, no importaban lo pequeñas que fuesen las diferencias respecto a cualquier otra.

Mike entregó la «repugnante» fotografía a Duque y se sintió calurosamente recompensado por el placer de éste. Mike no se privaba de nada desprendiéndose de la foto: la había visto una vez, podía verla de nuevo en su mente cada vez que lo deseara… incluso el rostro de la foto, pues brillaba con una expresión de lo más inhabitual, de hermosa pesadumbre. Aceptó con gravedad el agradecimiento de Duque y regresó, feliz y contento, a leer el resto de su correspondencia.

Mike no compartía la irritación de Jubal ante la avalancha de correspondencia. Disfrutaba con ella, revisando tanto los anuncios de seguros de vida como las proposiciones de matrimonio. Su viaje al Palacio le había abierto los ojos a la inmensa variedad de aquel mundo, que había decidido asimilar de un modo total. Podía ver que tardaría varios siglos en conseguirlo y que debería crecer, crecer y crecer; pero no le amilanaba la idea y no tenía prisa alguna. Asimilaba que la eternidad y el cambio continuo de la belleza eran dos cosas idénticas.

Decidió no volver a leer la Enciclopedia Británica; el correo le proporcionaba unos atisbos del mundo mucho más brillantes. Lo leía, asimilaba todo lo que podía, y registraba el resto para contemplarlo por la noche, mientras los demás habitantes de la casa dormían. Como resultado de esas noches de meditación estaba empezando a asimilar, creía, los términos «negocio», y «dinero», «compra», y «venta», y a relacionar algunas actividades no marcianas. Los artículos de la Enciclopedia siempre le habían dejado insatisfecho, ya que (asimilaba ahora) cada uno presuponía que él estaba enterado de cosas que, en realidad, ignoraba. Pero aquí, entre la correspondencia, había llegado, procedente del secretario general Joseph Edgerton Douglas, un talonario de cheques y otros papeles, y su hermano Jubal tuvo un trabajo enorme para explicarle qué era el dinero y cómo se utilizaba.

Mike fracasó lamentablemente al principio en comprenderlo, pese a que Jill le mostró cómo se extendía un cheque, le entregaba «dinero» a cambio de él y le enseñaba a contarlo.

Luego, de pronto, con una asimilación tan cegadora que se puso a temblar y tuvo que hacer un esfuerzo para no retraerse, comprendió la naturaleza simbólica y abstracta del dinero. Aquellos hermosos dibujos en los papeles y los brillantes medallones no eran «dinero»; eran símbolos concretos para una idea abstracta que se extendía por entre toda aquella gente y se desparramaba a lo largo y ancho de su mundo. Pero esas cosas no eran dinero, del mismo modo que un vaso de agua compartido en la ceremonia del agua no era acercamiento. El agua no era necesaria para la ceremonia…, y esas hermosas cosas no eran necesarias para el dinero. El dinero era una idea, tan abstracta como los pensamientos de un Anciano: el dinero era un gran símbolo estructurado para equilibrar y sanar y promover el acercamiento.

Mike se sintió deslumbrado por la magnífica belleza del dinero.

El flujo y el cambio y la contramarcha de los símbolos eran otro asunto; era hermoso a pequeña escala, pero le recordaba los juegos que enseñaban a los polluelos para animarles a aprender, a razonar correctamente y a crecer. Era la estructura del conjunto lo que deslumbraba a Mike, la idea de que todo un mundo podía ser reflejado en una estructura simbólica dinámica, completamente interconectada. Mike asimiló entonces que los Ancianos de esta raza eran realmente viejos, puesto que habían compuesto una tal belleza; y deseó humildemente que se le permitiera conocer a alguno.

Jubal le animó a gastar algo de su dinero y Mike así lo hizo, con la tímida e insegura ansiedad de una novia conducida al lecho nupcial. Jubal le sugirió que comprase regalos para sus amigos, y Jill le ayudó en ello, empezando por establecer unos límites arbitrarios: sólo un regalo por cada amigo, y un coste total que no llegase a alcanzar un tercio de la suma que había sido depositada en su cuenta. La intención original de Mike había sido gastar todo aquel insignificante saldo en sus amigos.

Comprobó con rapidez lo difícil que resultaba gastar dinero. Había tantas cosas entre las que elegir, todas ellas maravillosas… y la mayoría incomprensibles. Rodeado de gruesos catálogos, desde Marshall Field's hasta el Ginza y de vuelta pasando por Bombay y Copenhague, se sintió abrumado por una plétora de riquezas. Incluso el catálogo de Sears #amp# Montgomery era demasiado para él.

Pero Jill le ayudó.

—No, Mike, Duque no desearía un tractor.

—A Duque le gustan los tractores.

—Hum, quizá… Pero ya tiene uno, o Jubal lo tiene, lo cual viene a ser lo mismo. Puede que le gustara uno de esos ingeniosos uniciclos belgas; seguro que se pasaría horas desmontándolo y montándolo de nuevo y disfrutando con ello. Pero hasta eso es demasiado caro, teniendo en cuenta los impuestos. Querido Mike, un obsequio no debe ser muy caro… a menos que con él trate de convencer a una chica de que se case con usted, o algo parecido. Especialmente «algo parecido». Un regalo ha de demostrar que uno toma en consideración los gustos de la persona a la que se lo hace. Tiene que tratarse de una cosa que le encante, pero que probablemente él o ella no se compraría.

—¿Cómo?

—Ése es siempre el problema. Aguarde un momento, acabo de recordar algo que llegó en el correo de esta mañana. Espero que Larry todavía no se lo haya llevado… —regresó enseguida—. ¡Lo encontré! Escuche esto: «Afrodita en vivo: un lujoso álbum de beldades femeninas en esplendoroso estereocolor, fotografiadas por los mejores artistas mundiales de la cámara. Nota: este artículo no puede enviarse por correo. Será remitido al comprador bajo su responsabilidad por agencia de transporte express sólo bajo pago por anticipado. No se aceptan pedidos desde direcciones que correspondan a los siguientes estados…». Hum, Pensilvania figura en la lista, pero no deje que eso le preocupe; si va dirigido a usted, será entregado. Si conozco los vulgares gustos de Duque, esto le va a encantar.

A Duque le encantó. Fue entregado no por agencia de transporte express, sino a través del coche patrulla de los Servicios Especiales. Y el siguiente anuncio que leyeron alardeaba: «…tal como fue servido al Hombre de Marte, a través de un acuerdo especial», frase que encantó a Mike e irritó a Jill.

Otros presentes fueron también complicados, pero elegir uno para Jubal fue tremendamente difícil. Jill se vio abrumada. ¿Qué se le puede comprar a un hombre que lo tiene todo…, es decir, todo lo que desea, y que el dinero puede comprar? ¿La esfinge? ¿Los tres deseos? ¿La fuente que Ponce de León no consiguió encontrar? ¿Aceite para sus viejos huesos, o un dorado día de juventud? Jubal había renunciado desde hacía mucho tiempo a los animales domésticos, porque sobrevivía a todos ellos o —peor aún— porque ahora era posible que uno de esos animalitos le sobreviviese a él y se quedara huérfano.

Consultaron privadamente a los demás.

—Demonios —les dijo Duque—, ¿acaso no lo saben? Al jefe le encantan las estatuas.

—¿De veras? —respondió Jill—. No veo ninguna escultura por los alrededores.

—Eso es porque, en su inmensa mayoría, las obras que le gustan no están a la venta. Dice que las cosas toscas que hacen hoy en día son como un desastre en una chatarrería, y que cualquier idiota con un soplete y astigmatismo se considera escultor.

Anne asintió pensativamente.

—Creo que Duque tiene razón. Podemos hacernos una idea de los gustos de Jubal en escultura echando una mirada a los libros que tiene en su estudio. Pero dudo que eso ayude mucho.

De todos modos, Anne, Jill y Mike miraron, y Anne sacó de la biblioteca tres volúmenes que presentaban pruebas —a sus ojos— de haber sido mirados con mucha frecuencia.

—Hum… —dijo Anne—. Está claro que lo que más le gusta al jefe es lo de Rodin. Mike, si pudiese comprar una de estas obras para Jubal, ¿cuál elegiría? Aquí hay una preciosa: «Primavera eterna».

Mike apenas la miró, y pasó la página.

—Ésta.

—¿Qué? —Jill la miró y se estremeció—. Mike, ¡es perfectamente horrible! Espero morir mucho antes de ver algo así frente a mis ojos.

—Es una belleza —dijo Mike en tono firme.

—¡Mike! —protestó Jill—. Tiene usted un gusto depravado, es peor que Duque… O dicho de otro modo, no tiene ningún gusto en absoluto.

Normalmente un reproche así de un hermano de agua, sobre todo de Jill, habría hecho callar a Mike, le habría obligado a pasarse la noche siguiente tratando de comprender qué había hecho mal. Pero éste era un arte en el que se sentía seguro de sí mismo. La figura fotografiada parecía enviarle un aliento de su planeta natal. Aunque representaba claramente a una mujer humana, le daba la sensación de que muy bien podía haber sido creada por un Anciano de Marte.

—Es una belleza —insistió testarudamente—. Tiene su propio rostro. Asimilo.

—Jill —dijo Anne lentamente—, Mike tiene razón.

—¿Eh? ¡Anne! ¡Seguro que no le gustará eso!

—Me aterroriza. Pero Mike sabe lo que le gusta a Jubal. Mire el propio libro. Si lo suelta, se abrirá de forma natural por uno de tres puntos. Ahora mire las páginas…, esta página está más manoseada que las otras dos. Mike ha elegido la favorita del jefe. Esa otra, «Cariátide caída bajo el peso de su piedra», le gusta casi tanto como la otra. Pero la obra que ha elegido Mike es la favorita de Jubal.

—La compraré —dijo Smith con aire decidido.

Pero no estaba en venta. Anne telefoneó al Museo Rodin de París en nombre de Mike, y sólo la delicadeza gala y su belleza impidieron que se riesen descaradamente en su cara. ¿Vender una de las obras del maestro? Mi querida dama, no sólo no están a la venta, sino que tampoco pueden reproducirse. Non, non, non! Quélle idèe!

Pero para el Hombre de Marte eran posibles cosas que no eran posibles para otros. Anne llamó a Bradley; un par de días más tarde, el hombre la telefoneó de vuelta. Como cumplido especial del Gobierno francés —sin ningún cargo, pero con el ruego de que el regalo no fuera exhibido jamás en público—, Mike recibiría no el original, pero sí un fotopantograma en bronce, microscópicamente exacto y de tamaño natural, de «La que solía ser la bella Heaulmiére».


Jill ayudó a Mike a seleccionar regalos para las otras chicas; allí se sentía en su terreno. Pero cuando él le preguntó qué debía comprar para ella, no sólo no le ayudó, sino que insistió en que no debía comprarle nada.

Mike empezaba a darse cuenta de que, aunque los hermanos de agua siempre hablaban correctamente, algunas veces hablaban más correctamente que otras. Así que consultó a Anne.

—Adelante, cómprele un regalo, querido. Es ella quien tiene que decírselo, pero hágalo de todos modos. Hum… —Anne vetó ropa y joyas, y finalmente seleccionó por él un presente que le desconcertó: Jill olía ya exactamente de la forma en que Jill debía oler.

El pequeño tamaño y la aparente poca importancia del regalo, cuando llegó, acrecentaron sus dudas. Y cuando Anne le instó a que lo oliera antes de dárselo a Jill, Mike se sintió más inseguro que nunca; el olor era muy fuerte y no se parecía en nada a como olía Jill.

Pero Anne demostró que tenía razón: a Jill le encantó el perfume, e insistió en besar a Mike de inmediato. Al besarla él asimiló por completo que el regalo era el que la muchacha deseaba, y que eso hacía que ambos se acercaran más aún.

Aquella noche, a la hora de la cena, Jill se presentó perfumada con aquella fragancia, y aunque en realidad su olor no difería significativamente del de la propia Jill, de alguna extraña manera hacía que Jill oliera más deliciosamente a Jill que nunca antes. Más extraño aún: Dorcas se acercó a él, le besó y le susurró al oído:

—Mike, amor…, el salto de cama es precioso, pero… ¿verdad que algún día me regalará a mí también perfume?

Mike no logró asimilar por qué lo deseaba Dorcas, puesto que Dorcas no olía como Jill, así que el perfume no sería apropiado para ella…, ni tampoco él deseaba que Dorcas oliera como Jill; quería que Dorcas oliera como Dorcas.

Jubal intervino:

—¡Dejad ya de darle el pico al muchacho y permitidle comer! Dorcas, apestas ya como un gato marsellés; no embauques más al pobre Mike para conseguir más apestosidad.

—Jefe, ocúpese de sus propios asuntos.

Todo aquello era de lo más desconcertante: que Jill oliese aún más como Jill… Que Dorcas deseara oler como Jill cuando olía como ella misma… Que Jubal dijese que Dorcas olía como un gato, cuando no era cierto. Había un gato que vivía en la finca (no como animal doméstico, sino como una especie de copropietario), y muy de vez en cuando se presentaba por la casa y se dignaba aceptar una caricia. El gato y Mike se asimilaron al instante el uno al otro, y Mike descubrió que los pensamientos carnívoros del animal eran de lo más agradable y, desde luego, muy marcianos. Descubrió que el nombre del gato (Friedrich Wilhelm Nietzsche) no era en absoluto el nombre del gato, pero no se lo comentó a nadie porque era incapaz de pronunciar su verdadero nombre; sólo le era posible oírlo en el interior de su cabeza. Y el gato no olía como Dorcas.

Hacer regalos era algo estupendo, y enseñó a Mike a comprender mucho acerca del valor real del dinero. Pero no olvidó ni siquiera por un momento que había otras cosas que ansiaba asimilar. Jubal había rechazado dos veces la invitación del senador Boone sin mencionárselo a Mike, y éste no se enteró, puesto que su distinto sentido del tiempo hacía que la expresión «el próximo domingo» no significara ninguna fecha en particular para él.

Pero la siguiente repetición de la invitación llegó por correo, dirigida a Mike; Boone se hallaba sometido a intensas presiones —por parte del obispo supremo Digby— para llevar al Hombre de Marte, y había adivinado que Harshaw estaba demorando el asunto y podía seguir demorándolo indefinidamente.

Mike llevó el comunicado a Jubal y aguardó.

—¿Y bien? —gruñó Jubal—. ¿Quiere ir o no? No está obligado a asistir a un servicio fosterita. Podemos decirles que se vayan al infierno.

Y así un taxi Checker con un conductor humano (Harshaw se negaba a confiar su vida a un autotaxi) les recogió el siguiente domingo por la mañana para trasladar a Mike, Jill y Jubal a la plataforma de aterrizaje pública justo fuera de los terrenos sagrados del Tabernáculo del Arcángel Foster de la Iglesia de la Nueva Revelación.

23

Jubal intentó poner en guardia a Mike durante todo el trayecto hasta el templo; de qué, Mike no estaba seguro. Escuchó, como siempre escuchaba; pero el paisaje a sus pies reclamaba también su atención. El máximo compromiso al que llegó fue a ir almacenando en su cerebro todo lo que Jubal decía.

—Ahora mire, muchacho —le advirtió Jubal—: esos fosteritas van detrás de su dinero. Eso no tiene nada de particular, casi todo el mundo va detrás de su dinero… Lo único que tiene que hacer usted es mantenerse firme. Van detrás de su dinero y del prestigio que representaría para ellos que el Hombre de Marte ingresara en su Iglesia. Así que le trabajarán a fondo, y usted tendrá que mostrarse firme también en eso.

—¿Perdón?

—Maldita sea… No puedo creer que no esté escuchando.

—Lo siento, Jubal.

—Bien…, mírelo desde este punto de vista. La religión es un solaz para mucha gente, e incluso es concebible que alguna creencia, en algún lugar, sea realmente la Verdad Definitiva. Pero, en muchos casos, ser religioso es simplemente una forma de vanidad. La fe del Cinturón de la Biblia en la que fui criado me animaba a creer que yo era mejor que el resto del mundo; yo me «salvaba» y ellos se «condenaban». Nosotros nos hallábamos en estado de gracia y el resto del mundo eran «paganos». Por «paganos» daban a entender a personas tales como nuestro hermano Mahmoud. Eso significaba que unos patanes ignorantes y estúpidos que rara vez se daban un baño y que plantaban su maíz guiándose por las fases de la luna pretendían asegurar que conocían todas las respuestas definitivas del universo. Eso les permitía mirar por encima de sus narices a todos los demás.

»Nuestro libro de himnos rezumaba arrogancia…, con esa estúpida y vanidosa autocongra-tulación de lo bien que nos llevábamos con el Altísimo y de la alta opinión que Él tenía de nosotros y sólo de nosotros, y del infierno que iba a caerles encima a todos los demás el día del Juicio Final. Éramos los únicos calificados para vender la auténtica marca de fábrica de Lydia Pinkham…

—¡Jubal! —dijo Jill secamente—. No lo asimila.

—Oh… Lo siento. Me he dejado arrastrar. Mis padres trataron de hacer de mí un predicador y fracasaron por un margen muy estrecho; temo que a veces se me nota.

—Así es.

—No frote sal en la herida, muchacha. Sí no hubiese caído en el vicio fatal de leer todo lo que llegaba a mis manos, habría sido uno de los buenos. Con sólo un toque más de autoconfianza y la ayuda liberal de la ignorancia, habría podido llegar a ser un evangelista famoso. Demonios, quiuzá ese lugar al que nos dirigimos hoy se conocería por el nombre de «Tabernáculo del Arcángel Jubal».

Jill hizo una mueca.

—¡Por favor, Jubal! ¡Acabamos de desayunar!

—Hablo en serio. Un hombre seguro de sí mismo sabe que está mintiendo; eso limita su alcance. Pero un auténtico chamán se envuelve primero en sus propias vendas; cree en lo que dice…, y esa creencia es contagiosa; por lo tanto, no hay límite a su alcance. Sin embargo, yo carecía de la necesaria confianza en mi propia infalibilidad. Nunca llegaría a ser un profeta; sólo un crítico, lo cual es una triste cosa en el mejor de los casos, una especie de profeta de cuarta categoría con ilusiones de engendrador —frunció el entrecejo—. Eso es lo que me preocupa de los fosteritas, Jill. Creo que son absolutamente sinceros, y usted y yo sabemos que Mike se deja atrapar fácilmente por la sinceridad.

—¿Qué cree que intentarán hacerle?

—Convertirle, por supuesto. Después echarán mano a su fortuna.

—Pensé que había arreglado usted las cosas de forma tal que nadie pudiera hacerlo.

—No, sólo las arreglé de forma que nadie pudiese arrebatarle el dinero en contra de su voluntad. En circunstancias normales, no podría cederlo sin que el Gobierno se le echase encima. Pero la entrega a una Iglesia, en especial a una políticamente poderosa como los fosteritas, es otro asunto.

—No veo por qué.

Jubal suspiró.

—Querida, la religión es una zona prácticamente vedada a la ley. Una Iglesia puede hacer todo lo que puede hacer cualquier otra organización humana…, y encima de eso no tiene restricciones. No paga impuestos, no necesita dar a la luz pública sus archivos, es completamente inmune a los registros, inspecciones y controles, y una Iglesia es todo lo que dice ser como tal Iglesia. Se han hecho intentos por distinguir entre religiones «auténticas», con derecho a esas inmunidades, y los simples «cultos». No puede hacerse, so pena de establecer una religión estatal, lo que es un remedio peor que la enfermedad.

»En cualquier caso, no lo hemos hecho; y tanto lo que quedó de la Constitución de los antiguos Estados Unidos como lo que se formuló en el Tratado de la Federación, expone que todas las Iglesias son iguales y en consecuencia idénticamente inmunes, sobre todo si traen consigo un buen caudal de votos. Si Mike se convierte al fosterismo y hace testamento a favor de su Iglesia, y luego «sube al cielo» algún amanecer, todo ello será, según la correcta tautología, «tan legal como ir a misa el domingo».

—¡Oh, querido! Creí que por fin lo teníamos a salvo.

—No hay seguridad de este lado de la tumba.

—Bueno… ¿qué piensa hacer al respecto, Jubal?

—Nada. Sólo inquietarme, eso es todo.

Mike almacenó esa conversación sin hacer ningún esfuerzo por asimilarla. Reconocía el tema como uno de profunda sencillez en su propio idioma, pero sorprendentemente resbaladizo en inglés. Desde su fracaso en conseguir una asimilación mutua sobre este tema —incluso con su hermano Mahmoud—, con su admitida como imperfecta traducción de los conceptos marcianos que lo abarcaban todo —como «Tú eres Dios»—, se había limitado a esperar hasta que fuera posible la asimilación. Sabía que la espera fructificaría a su debido tiempo; su hermano Jill estaba aprendiendo su lenguaje, así que podría explicárselo a ella. Asimilarían juntos.

Mientras tanto, el paisaje que se deslizaba bajo sus pies era una delicia interminable, y se sentía lleno de ansiedad ante la inminente experiencia. Esperaba —confiaba— conocer a un Anciano humano.


El senador Tom Boone les aguardaba, y acudió a recibirles en la plataforma de aterrizaje.

—¡Hola, amigos! ¡Que el Buen Dios derrame sus bendiciones sobre todos ustedes en este hermoso sabbat! Señor Smith, me alegro de volverle a ver. Y a usted también, doctor —se quitó el cigarro de la boca y miró a Jill—. Y a esta encantadora damita…, ¿no la vi en el Palacio?

—Sí, senador. Soy Gillian Boardman.

—Ya me lo pareció, querida. ¿Está usted salva?

—Oh, supongo que no, senador.

—Bueno, nunca es demasiado tarde. Nos consideraremos muy felices de que asista al servicio de los buscadores en el Tabernáculo Exterior. Llamaré a un celador para que la guíe. El señor Smith y el doctor Harshaw entrarán en el santuario, por supuesto —el senador miró a su alrededor.

—Senador…

—¿Eh, qué, doctor?

—Si la señorita Boardman no puede entrar en el santuario, creo que será mejor que nosotros asistamos también al servicio de los buscadores. La señorita Boardman es su enfermera y traductora.

Boone pareció ligeramente turbado.

—¿El señor Smith está enfermo? No lo parece. Y ¿para qué necesita un traductor? Habla inglés perfectamente, le he oído.

Jubal se encogió de hombros.

—Como su médico, prefiero tener a mi lado a una enfermera para que me ayude en caso de necesidad. El señor Smith aún no se ha aclimatado por completo a este planeta. Puede que no sea necesario un intérprete, pero, ¿por qué no se le pregunta a él? Mike, ¿desea que Jill venga con nosotros?

—Sí, Jubal.

—Pero… Está bien, señor Smith —Boone volvió a quitarse el cigarro de la boca, introdujo dos dedos entre sus labios y emitió un silbido—. ¡Querubín, aquí!

Un adolescente de poco más de diez años apareció a la carrera. Iba vestido con una túnica corta algo abultada, leotardos y sandalias, y llevaba lo que parecían —porque lo eran— alas de paloma sujetas a sus hombros, abiertas. Llevaba la descubierta cabeza adornada con una mata de densos rizos dorados, y su rostro exhibía una luminosa sonrisa. Jill pensó que era tan burbujeante como un anuncio de ginger ale.

Boone le ordenó:

—Vuela a la oficina del Sanctum y dile al custodio de guardia allí que necesito que envíe de inmediato otro distintivo de peregrino a la puerta del Santuario. La contraseña es Marte.

—«Marte» —repitió el chico; dirigió a Boone un saludo de boy scout y dio un poderoso salto de casi veinte metros por encima de las cabezas de la multitud. Jill comprendió entonces por qué la túnica parecía tan abultada: ocultaba un mecanismo de salto personal.

—Hay que ir con cuidado con esos distintivos —observó Boone—. Les sorprendería saber cuántos pecadores están dispuestos a deslizarse subrepticiamente dentro de nuestros templos y gozar del Júbilo Divino sin haber lavado antes todos sus pecados. Aprovecharemos para dar una vuelta por los alrededores mientras llega la tercera insignia.

Se abrieron paso entre la gente y penetraron en el enorme edificio, hallándose en un largo y alto vestíbulo. Boone se detuvo.

—Quiero que observen una cosa. La economía está en todo, incluso en las obras del Señor. Cualquier turista que ingrese aquí, tanto si asiste al servicio de los buscadores como si no (y dicho servicio funciona las veinticuatro horas del día), tiene que pasar por este lugar. ¿Y qué es lo que ve? Todas estas felices oportunidades… —Boone agitó el brazo y señaló las máquinas tragaperras alineadas en ambas paredes del vestíbulo—. El bar y el mostrador de comidas rápidas se hallan al fondo; ni siquiera se puede conseguir un vaso de agua sin pasar por las ranuras. Y permitidme decíroslo: es un notable pecador el que puede llegar hasta allí sin haber dejado toda su moneda suelta por el camino.

»Pero no aceptamos su dinero sin darle algo a cambio. Echen una mirada… —Boone se abrió camino hasta una máquina y dio unos golpecitos a la mujer que estaba jugando en ella; la mujer llevaba al cuello un rosario fosterita—. Por favor, hija.

La mujer alzó la vista, su irritación se transformó en una sonrisa.

—No faltaba más, obispo.

—Bendita seas. Observarán —prosiguió Boone, al tiempo que introducía una moneda de un cuarto de dólar en la máquina— que, tanto si la máquina paga como si no en bienes mundanos, el pecador se ve recompensado siempre con una bendición y un recordatorio adecuado.

La máquina dejó de girar y zumbar; en las ventanillas se alinearon tres palabras:


DIOS | TE | CONTEMPLA


—Eso paga tres a uno —indicó Boone, y recogió rápidamente las fichas que cayeron en el receptáculo—. Y aquí está el recordatorio… —arrancó una tira de papel que había brotado de una ranura y se la tendió a Jill—. Consérvelo, mi querida damita, y reflexione sobre ello.

Jill lanzó al papel una rápida mirada de soslayo antes de guardárselo en el bolso: «Pero el estómago del pecador está lleno de inmundicia — N.R. XXII 17».

—Observarán —prosiguió Boone— que el premio es en fichas, no en monedas. La ventanilla donde se cobran los premios está al otro lado del bar, y hay por aquí numerosas oportunidades de efectuar ofrendas de amor para caridades y otras buenas obras. Así que el pecador reincide en volver a echar las fichas, y cada vez obtiene una nueva bendición y otro recordatorio que llevarse a casa. El efecto acumulativo es tremendo, ¡realmente tremendo! La verdad es que algunas de nuestras ovejas más fieles empezaron a desarrollar su fe en esta sala.

—No lo dudo —admitió Jubal.

—En especial si consiguen un pleno. Supongo que ya entienden: cada combinación es una frase completa, una bendición. Todas menos el pleno, que contiene los tres Ojos Sagrados. Se lo aseguro, cuando ven esos ojos alineados ante ellos, mirándoles fijamente, y oyen todo el maná del Cielo descender, eso realmente les hace pensar. A veces incluso se desmayan. Tome, señor Smith… —Boone ofreció a Mike una de las fichas que la máquina acababa de pagar—. Déle una vuelta.

Mike dudó. Jubal se apresuró a coger la ficha ofrecida… ¡Maldita sea, no deseaba que el muchacho se dejase embaucar por un bandido manco!

—Yo lo intentaré, senador —dijo, y metió la ficha en la máquina.

En realidad, Mike no había pretendido hacer nada. Había extendido un poco su sentido del tiempo y estaba analizando con suavidad el interior de la máquina, tratando de descubrir qué hacía y por qué se habían parado a mirarla. Pero era demasiado tímido para accionarla por sí mismo.

Pero cuando Jubal lo hizo, Mike observó el girar de los cilindros, se dio cuenta de que cada uno de ellos tenía un ojo pintado, y se preguntó qué sería aquel «pleno» cuando los tres se alineasen. La palabra, por todo lo que sabía, sólo tenía tres significados, y ninguno de ellos parecía aplicable allí. Sin pensar realmente en ello, y por supuesto sin la menor intención de provocar excitación alguna, frenó y detuvo cada rueda de forma que los ojos pintados mirasen a través de las ventanillas.

Sonó un timbre, un coro empezó a cantar hosannas, la máquina se iluminó, y empezó a derramar fichas en un flujo continuo en el receptáculo, y en una bandeja de recogida que había debajo. Boone pareció encantado.

—¡Vaya, bendito sea! ¡Doc, éste es su día! Tome, le ayudaré…, y ponga una en la ranura para borrar el pleno de la ventanilla.

No aguardó a que Jubal lo hiciera, sino que recogió una ficha de entre las salidas y la metió en la ranura. Mike se estaba preguntando por qué ocurría todo aquello, así que alineó de nuevo los tres ojos. Se repitió el mismo proceso, con la diferencia de que el fluir de fichas fue un simple goteo. Boone se quedó mirando la máquina con los ojos muy abiertos.

—¡Bueno, eso sí que es una auténtica… bendición! No se supone que dé pleno dos veces seguidas. Pero no importa, lo hizo… Me encargaré personalmente de que le paguen ambos premios.

Introdujo rápidamente otra ficha. Mike seguía interesado en averiguar qué era un «pleno». Los tres ojos volvieron a alinearse.

Boone no conseguía apartar los ojos de las ventanillas. Jill apretó de pronto con fuerza la mano de Mike y susurró:

—Mike…, ¡basta ya!

—Pero Jill, sólo estaba intentando…

—No hable de ello. Sólo deje de hacerlo. ¡Oh, espere a que lleguemos a casa!

—No me atrevo a llamar milagro a esto —estaba diciendo lentamente Boone—. Es probable que la máquina necesite una reparación… —giró y gritó: «¡Aquí, querubín!», y añadió—. De todas formas, será mejor que quitemos el último… —e introdujo otra ficha.

Sin la intercesión de Mike, las ruedas giraron, se frenaron por sí mismas y anunciaron:


FOSTER | TE | AMA


El mecanismo intentó entregar diez fichas más y fracasó. Un querubín, algo mayor y con el pelo liso y negro, se acercó y dijo:

—Feliz día. ¿Puedo ayudar en algo?

—Tres «plenos» —le dijo Boone.

—¿Tres?

—¿No oíste la música? ¿Estás sordo? Estaremos en el bar; lleva allí el dinero. Y encárgate de que alguien revise esta máquina.

—Sí, obispo.

Dejaron al querubín rascándose perplejo la cabeza mientras Boone les conducía apresuradamente a través de la Sala de la Felicidad hasta el bar al fondo.

—Voy a tener que sacarle a usted de aquí —dijo Boone en tono jovial—, antes de que lleve a la Iglesia a la bancarrota. Doc, ¿siempre le favorece de este modo la suerte?

—Siempre —declaró Jubal con voz solemne.

No había mirado a Mike y no tenía intención de hacerlo. Se dijo que ignoraba que el muchacho hubiera estado haciendo algo con la máquina…, pero deseaba poderosamente que aquella prueba terminase y pudieran volver a casa.

Boone les llevó a un extremo de la barra que ostentaba un rótulo de «Reservado» y dijo:

—Aquí estaremos bien. ¿O la damita prefiere sentarse?

—Esto está bien… (vuelve a llamarme «damita», maldito seas, ¡y te juro que te soltaré a Mike!)

Un camarero acudió presuroso.

—Feliz día. ¿Lo de costumbre para usted, obispo?

—Doble. ¿Qué será, doc? ¿Y el señor Smith? No se repriman; son invitados del obispo supremo.

—Coñac, gracias. Con un chorrito de agua.

—Coñac, gracias —repitió Mike…, pero pensó en ello y añadió—. Sin agua para mí, por favor.

Aunque era cierto que el agua de vida no era la esencia de la ceremonia del agua, no quería beber agua en aquel lugar.

—¡Ése es el espíritu! —exclamó Boone, cordial—. ¡Ése es el espíritu adecuado con las bebidas espirituosas! Nada de agua. ¿Lo entienden? Es un chiste —dio un codazo a Jubal en las costillas—. ¿Y qué será para la damita? ¿Una cola? ¿Leche para sus rosadas mejillas? ¿O prefiere una auténtica copa Día Feliz, como los chicos grandes?

—Senador —dijo Jill meticulosamente—. ¿Se extendería su hospitalidad hasta el punto de convidarme un martini?

—¡No faltaría más! Tenemos aquí los mejores martinis de todo el mundo. No empleamos vermouth. En vez de ello los bendecimos. Un martini doble para la damita. Bendito seas, hijo, y prepáralo aprisa. Disponemos del tiempo justo para tomar un trago rápido; después iremos a presentar nuestros respetos al Arcángel Foster, y a continuación al Santuario a tiempo para oír al obispo supremo.

Llegaron las bebidas y el importe de los tres plenos. Bebieron con la bendición de Boone, y después éste y Jubal forcejearon un poco de forma amistosa sobre los trescientos dólares recién entregados, con Boone insistiendo en que los premios correspondían a Jubal aunque él hubiera metido las fichas del segundo y el tercero. Jubal zanjó la cuestión depositando todo el dinero en una de las huchas de ofrendas de amor que había cerca de ellos en el bar.

Boone inclinó la cabeza con gesto aprobador.

—Eso es una señal de gracia, doc. Aún podremos salvarle. ¿Otra ronda, amigos?

Jill esperó que alguien dijera sí. La ginebra estaba aguada, decidió, y el sabor era pobre; pero ponía un cierto calor de tolerancia en su estómago. Sin embargo, nadie dijo nada, así que les siguió cuando Boone les condujo fuera del bar, subiendo un tramo de escalera y más allá de un cartel que rezaba:


TERMINANTEMENTE PROHIBIDO EL PASO A CURIOSOS Y PECADORES

¡ESTO SE REFIERE A TI!


Pasado el cartel había una puerta con una gruesa reja. Boone dijo, como si le hablara a la puerta:

—El obispo Boone y tres peregrinos, invitados del obispo supremo.

La puerta se abrió. Boone les condujo a lo largo de un pasillo curvado, que desembocaba en una sala.

Era una sala moderadamente amplia, lujosamente decorada en un estilo que le recordó a Jill los vestíbulos de las funerarias, aunque estaba llena con los sones de una alegre música. El tema básico era Jingle Bells, pero se le había añadido un ritmo de percusión congoleño, y el arreglo era tan afiligranado que su origen resultaba incierto. Le gustaba, y le hacía sentir deseos de bailar.

La pared del fondo era de cristal, y ni siquiera parecía estar allí. Boone dijo animadamente:

—Aquí estamos, amigos…, ante la Presencia —se arrodilló rápidamente frente a la vacía pared—. No tienen por qué arrodillarse; ustedes no son peregrinos. Pero pueden hacerlo si les hace sentirse mejor. La mayoría de los peregrinos lo hacen. Y ahí está él…, exactamente como era cuando fue llamado a la Gloria.

Boone hizo un gesto con su cigarro.

—¿No tiene un aspecto muy natural? Se conserva gracias a un milagro: su carne es incorruptible. Ésa es la misma silla donde se sentaba cuando escribía sus Mensajes, y ésa es exactamente la postura que tenía cuando ascendió a los Cielos. Nunca se ha movido de ahí y nunca ha sido movido; simplemente hemos construido el Tabernáculo a su alrededor, trasladando la vieja iglesia, por supuesto, y conservando sus sagradas piedras.

Frente a ellos, a unos seis metros de distancia, mirándoles, sentado en una gran silla de brazos —notablemente parecida a un trono— había un hombre viejo. Daba la impresión de estar vivo…, y le recordó intensamente a Jill un viejo chivo que tenían en la granja donde pasaba los veranos de pequeña. Sí, incluso el sobresaliente labio inferior, la perilla, los ojos torvos y meditabundos. Jill sintió un hormigueo en toda su piel; el Arcángel Foster la inquietaba.

—Hermano mío, ¿eso es un Anciano? —le preguntó Mike en marciano.

—No lo sé, Mike. Dicen que sí.

—No asimilo a ningún Anciano —continuó en marciano.

—No lo sé, ya se lo he dicho.

—Asimilo incorrección.

—¡Mike! ¡Recuerde!

—Sí, Jill.

—¿Qué está diciendo, mi querida damita? —quiso saber Boone—. ¿Cuál era su pregunta, señor Smith?

—Nada importante —dijo Jill con rapidez—. Senador, ¿puedo salir de aquí? Siento que me voy a marear.

Miró el cadáver. Hinchados nubarrones flotaban sobre él, y un haz de luz atravesaba constantemente la capa nubosa y parecía buscar algo en el rostro. La luz iba cambiando de tal modo que el rostro parecía cambiar también, y los ojos daban la impresión de ser brillantes y vivos.

—A veces produce ese efecto, la primera vez —dijo Boone con voz tranquilizadora—. Debió mirar primero desde la galería para espectadores de abajo. La música es distinta, completamente distinta, y hay que levantar la cabeza. La melodía es más fuerte, con subsónicos en ella, creo; hace que uno recuerde sus pecados. Ahora bien, esta sala es una cámara de meditación de Felices Pensamientos para altos dignatarios de la Iglesia… A menudo vengo aquí a sentarme y a fumar un cigarro cuando me siento deprimido.

—Por favor, senador…

—¡Oh, sí, claro! Simplemente espere fuera, querida. Señor Smith, puede quedarse todo el tiempo que guste.

—Senador, ¿no sería mejor que asistiéramos ya a los servicios? —indicó Jubal.


Abandonaron todos la sala. Jill estaba temblando y apretó con fuerza la mano de Mike…, se había sentido dominada por el temor de que Mike reaccionase de alguna manera violenta ante aquella macabra exhibición, algo que provocara el linchamiento de los tres o algo peor.

Dos guardias —vestidos con uniformes muy parecidos al del querubín pero más adornados— cruzaron sus lanzas frente a ellos cuando llegaron al portal del Santuario. Boone dijo reprobadoramente:

—¡Vamos, vamos! Estos peregrinos son invitados personales del obispo supremo. ¿Dónde están sus distintivos?

La confusión se resolvió al instante, aparecieron los distintivos y con ellos los números de sus asientos de visitantes privilegiados. Un acomodador indicó:

—Por aquí, obispo —y les condujo por una amplia escalinata hasta un palco central directamente frente al escenario.

Boone retrocedió unos pasos para dejarles entrar.

—Usted primero, damita.

Siguió una serie de amables forcejeos. Boone deseaba sentarse junto a Mike a fin de responder a sus preguntas, pero Harshaw ganó, y Mike se sentó entre Jill y Jubal, con Boone en el asiento del pasillo.

El palco era espacioso y lleno de lujo, con asientos muy cómodos que se ajustaban al cuerpo, ceniceros para cada silla y mesitas rebatibles para los refrescos dobladas contra la barandilla frente a ellos. La posición de su palco los situaba casi cinco metros por encima de las cabezas de la congregación y a no más de treinta metros del altar. Delante de él, un joven presbítero animaba a la gente, dirigiendo la música y agitando hacia delante y hacia atrás sus musculosos brazos, con los puños cerrados, como pistones. Su recia voz de bajo se integraba al coro de tanto en tanto, luego se alzaba en una exhortación:

—¡Arriba el culo! ¿A qué estáis esperando? ¿Vais a permitir que Satanás os sorprenda durmiendo?

Los pasillos eran muy amplios, y una serpenteante danza descendía por el de la derecha, cruzaba frente al altar, y serpenteaba de vuelta hacia atrás por el pasillo central, pateando el suelo al compás del movimiento pistoneante de los brazos del sacerdote y el canto sincopado del coro. Bum, bum, ahh… Bum, bum, ahh… Jill captó el batir y se dio cuenta tímidamente de que resultaría divertido unirse a aquella danza de la serpiente, a medida que más y más personas se sumaban a ella bajo el acicate del joven presbítero.

—Ese muchacho promete —dijo Boone con aprobación—. He predicado con él unas cuantas veces y puedo atestiguar que pone sobre ascuas a la multitud. Es el reverendo «Jug» Jackerman…, solía jugar como ala izquierda de los Rams. Es posible que le hayan visto.

—Me temo que no —confesó Jubal—. No sigo el rugby.

—¿De veras? No sabe lo que se pierde. Mire, durante la temporada, la mayor parte de los fieles se quedan después del servicio, almuerzan en sus bancos y presencian el partido. Toda la pared del fondo del altar se desliza a un lado, y se encuentra usted con el mayor tanque estéreo jamás construido. Pone el juego sobre sus mismas rodillas. La recepción es mucho mejor que la que se consigue en casa, y resulta más emocionante verlo con una muchedumbre alrededor… —silbó—. ¡Ey, querubín! ¡Aquí!

Un acomodador se les acercó, presuroso.

—¿Sí, obispo?

—Hijo, desapareciste tan rápido cuando nos sentaste que no tuve tiempo de transmitirte mis órdenes.

—Lo lamento, obispo.

—Las lamentaciones no te llevarán al Cielo. Alégrate, hijo. Ponle ese viejo muelle a tu paso y estáte atento. ¿Lo mismo para todos, amigos? ¡Estupendo! —hizo el pedido y añadió—: Y tráeme un puñado de mis cigarros; pídeselos el camarero jefe.

—Ahora mismo, obispo.

—Bendito seas, hijo. Espera un momento… —la danza de la serpiente pasaba por debajo de ellos; Boone se inclinó por encima de la barandilla, hizo bocina con las manos y su voz cortó el alto nivel de ruido—. ¡Dawn! ¡Ey, Dawn! —una mujer alzó la cabeza; Boone consiguió llamar su atención y le hizo una seña. Ella sonrió. Boone se volvió al acomodador—. Añade un whisky con gotas amargas y todo lo demás al pedido. Vuela.

La mujer se presentó enseguida, lo mismo que las bebidas. Boone cogió una silla de la parte de atrás del palco y la colocó formando ángulo frente a él, de modo que la mujer pudiera ver con mayor facilidad.

—Amigos, les presento a la señorita Dawn Ardent. Querida, ésta es la señorita Boardman, la damita de esa esquina…, y éste de mi lado es el famoso doctor Jubal Harshaw.

—¿En serio? Doctor, ¡creo que sus relatos son sencillamente divinos!

—Gracias.

—Oh, de veras. Pongo alguna de sus cintas casi todas las noches y dejo que me arrullen hasta que me duermo.

—Un escritor no puede esperar mayor elogio —indicó Jubal, con el rostro muy serio.

—Ya basta, Dawn —intervino Boone—. El joven sentado entre ambos es el señor Valentine Smith, el Hombre de Marte.

Los ojos de la mujer se abrieron como platos y puso la boca en O mayúscula.

—¡Oh, Dios mío!

—¡Bendita seas, chiquilla! —rugió Boone—. Apuesto a que te he dado un buen golpe esta vez.

—¿Es usted realmente el Hombre de Marte? —inquirió la mujer.

—Sí, señorita Dawn Ardent.

—Llámeme simplemente Dawn. ¡Oh, Dios mío!

Boone palmeó su mano.

—¿No sabes que es pecado dudar de la palabra de un obispo? Querida, ¿te gustaría ayudar a conducir al Hombre de Marte a la luz?

—¡Oh, me encantaría!

«Por supuesto que sí, zorra reluciente», se dijo Jill. Su irritación había ido en aumento desde que la señorita Ardent se uniera al grupo. El vestido que llevaba la mujer era opaco y de manga larga, de cuello cerrado…, pero no cubría nada. Era de tela de punto, del mismo tono de su bronceada piel, y Jill tuvo la certeza de que piel era lo único que había debajo del vestido: la piel de la señorita Ardent, que era abundante y bien distribuida en todos sus departamentos. De todos modos, el vestido resultaba ostentosamente modesto en comparación con los extremados estilos que lucía la mayoría del elemento femenino de la congregación, buena parte del cual, enfrascado en la danza de la serpiente, parecía a punto de saltar en cualquier momento fuera de sus ropas.

Jill pensó que, pese a ir vestida, la señorita Ardent daba la sensación de acabar de saltar de la cama y estar deseando volver a meterse en ella con Mike. ¡Deja de restregarle tu carcasa, puta barata!

—Hablaré con el obispo supremo sobre eso, querida —prometió Boone—. Ahora será mejor que vuelvas a dirigir el desfile. Jug necesita tu ayuda.

La señorita Ardent se puso obedientemente en pie.

—Sí, obispo. Encantada de conocerles, doctor y señorita Broad. Espero volver a verle, señor Smith; rezaré por usted —se alejó con movimientos ondulantes.

—Una muchacha espléndida —comentó Boone en tono feliz—. ¿La ha visto actuar en alguna ocasión, doctor?

—Creo que no. ¿A qué se dedica?

Boone pareció incapaz de creer lo que oía.

—¿No lo sabe?

—No.

—¿Nunca ha oído su nombre? Es Dawn Ardent…, nada menos que la artista de strip-tease mejor pagada de toda la Baja California, eso es lo que es. Hay hombres que se han suicidado por ella…, muy triste. Trabaja bajo un foco irisado; y cuando se queda sólo con sus zapatos, la luz se centra únicamente en su rostro, y uno no puede ver realmente nada más. Muy efectivo. Enormemente espiritual. ¿Quién creería, mirando ahora su dulce semblante, que en su tiempo fue una mujer de lo más inmoral?

—No puedo creerlo.

—Bueno, pues lo era. Pregúnteselo. Ella misma se lo confesará. Mejor aún, asistan a una de sus purificaciones de buscadores; se lo haré saber cuando actúe. Cuando ella confiesa, proporciona a otras mujeres valor para reconocer sus pecados. No se calla nada… Y, por supuesto, saber que ayuda a los demás le sienta muy bien a ella. Ahora es una mujer muy dedicada: vuela en su propio coche hasta aquí todos los sábados por la noche, inmediatamente después de su última función, para dar su clase en la escuela dominical. Se ocupa de la clase de Felicidad para Muchachos y, desde que se hizo cargo de ese curso, el número de alumnos se ha triplicado.

—Eso sí puedo creerlo —asintió Jubal—. ¿Qué edad tienen esos afortunados «muchachos»?

Boone le miró y se echó a reír.

—No me engaña, viejo diablo; alguien le ha dicho que el lema de la clase de Dawn es: «Nunca se es demasiado viejo para ser joven».

—No, de veras.

—En cualquier caso, no puede usted asistir a la clase hasta que haya visto la luz y pasado por la purificación, y haya sido aceptado. Lo siento. Ésta es la Única Iglesia Verdadera, peregrino, no una de esas trampas de Satanás, esos asquerosos pozos de iniquidad que se hacen llamar «Iglesias» a fin de inducir a los incautos a la idolatría y otras abominaciones. Uno no puede entrar aquí simplemente para matar un par de horas mientras se resguarda de la lluvia; primero ha de salvarse. De hecho… Oh, oh, el aviso de las cámaras —luces rojas estaban parpadeando en todos los rincones de la amplia nave—. Y Jug les ha hecho dar media vuelta. Ahora podrán ver un poco de acción.

La danza de la serpiente ganó nuevos reclutas, mientras los pocos que aún seguían sentados batían palmas —marcando el ritmo— y saltaban, levantándose y volviendo a sentarse. Parejas de acomodadores se apresuraban a recoger a los caídos, algunos de los cuales permanecían quietos, pero otros —en su mayoría mujeres— se contorsionaban y echaban espuma por la boca. Éstos eran amontonados rápidamente frente al altar y dejados allí para que se agitasen como pescados recién atrapados. Boone apuntó con su cigarro a una pelirroja delgada, de unos cuarenta años, cuyo vestido estaba lastimosamente rasgado por sus contorsiones.

—¿Ven esa mujer? Desde hace más de un año no pasa un servicio sin ser poseída por el Espíritu. A veces el Arcángel Foster utiliza su boca para hablarnos…, y cuando sucede eso se necesitan cuatro acólitos corpulentos para sujetarla. Subirá al cielo de un momento a otro; está preparada. Pero es necesaria aquí. ¿Alguien quiere otra copa? El servicio del bar funciona un poco más despacio cuando las cámaras empiezan a rodar y las cosas se vuelven agradables.

Mike dejó que le llenaran de nuevo el vaso. No compartía el disgusto de Jill frente a aquella escena. Se había sentido profundamente turbado cuando descubrió que el «Anciano» no era ningún Anciano sino mera comida desperdiciada, y que no había ningún Anciano cerca. Pero dejó el asunto a un lado y ahora se dedicaba a beber profundamente de los acontecimientos que se producían a su alrededor.

El frenesí que se desarrollaba abajo era tan marciano en su aroma que se sintió a la vez nostálgico y cálidamente como en casa. Ningún detalle de la escena era marciano, todo era alocadamente distinto; sin embargo, asimilaba correctamente que allí había un acercamiento tan real como la ceremonia del agua, y en un número e intensidad como nunca había encontrado antes fuera de su propio nido. Deseaba desesperadamente que alguien le invitase a participar en aquella danza y aquellos saltos. Sus pies hormigueaban con la urgencia de mezclarse con los bailarines.

Divisó de nuevo a la señorita Dawn Ardent en la vanguardia de la serpiente e intentó llamar su atención; tal vez ella le invitaría. No tuvo que reconocerla por su tamaño y proporciones, aunque había observado cuando la vio por primera vez que era exactamente igual de alta que su hermano Jill, con casi las mismas masas distribuidas de la misma forma. Pero la señorita Dawn Ardent poseía una cara propia, con sus penas y sus tristezas y sus sufrimientos fundiéndose bajo su cálida sonrisa. Se preguntó si, algún día, la señorita Dawn Ardent estaría dispuesta a compartir el agua con él y así acercarse. El senador obispo Boone le hacía sentirse receloso, y se alegraba de que Jubal no le hubiese permitido sentarse a su lado. Pero Mike lamentaba que se hubiese despedido de allí a la señorita Dawn Ardent.

La señorita Dawn Ardent no pareció darse cuenta de que la estaba mirando. La danza de la serpiente se la llevó lejos.

El hombre en la plataforma levantó ambos brazos; la gran sala se acalló. Bruscamente, el presbítero bajó las manos.

—¿Quién es feliz?

—¡Nosotros somos felices!

—¿Por qué?

—¡Dios nos ama!

—¿Cómo lo sabéis?

—¡Foster nos lo ha dicho!

El hombre en el escenario cayó de rodillas y alzó un apretado puño.

—¡Oigamos el rugido de ese león!

La congregación rugió y chilló y gritó, mientras el sacerdote controlaba el tumulto utilizando el brazo como si fuera una batuta, aumentando el volumen, disminuyéndolo, convirtiéndolo en un gemido subvocal y luego levantándolo en un crescendo que sacudió la platea. Mike sintió el ritmo sobre él y se sumergió en él, en un éxtasis tan doloroso que temió verse obligado a retraerse. Pero Jill le había dicho que no debía hacerlo excepto en la intimidad de su habitación; controló sus impulsos y dejó que las oleadas pasaran por encima de él.

El presbítero se levantó.

—Nuestro primer himno —dijo enérgicamente— está patrocinado por la firma Panaderías del Maná, fabricantes del Pan de Ángel, la hogaza del amor, con el sonriente rostro de nuestro obispo supremo en cada envoltura y un valioso cupón en su interior, con premios que podéis recoger en el templo de la Iglesia de la Nueva Revelación más próximo a vuestro domicilio. Hermanos y hermanas, las Panaderías del Maná, con sucursales en todo el mundo, iniciarán mañana una promoción gigantesca de ventas a precios muy rebajados de sus dulces preequinocciales. Enviad a vuestros hijos al colegio mañana con un abultado paquete de galletas del Arcángel Foster, cada una de las cuales está bendecida y envuelta en el texto apropiado, y rogad para que todo dulce que regalen sirva para acercar a la luz a un hijo de pecadores.

»Y, ahora, regocijémonos con las sagradas palabras de ese viejo himno favorito: «¡Adelante, hijos de Foster!» Todos a la vez…

— ¡Adelante, hijos de Fos…ter! ¡Destrozad a vuestros enemigos…! ¡La fe es nuestro escudo y arma…dura! ¡Fila tras fila hay que abatirlos…!

—¡Segundo verso!

— ¡Que no haya paz para el peca…dor! ¡Dios está de nuestro lado!

Mike se sentía tan jubiloso que ni siquiera se detuvo a traducir y sopesar e intentar asimilar las palabras. Asimilaba que las palabras en sí no eran la esencia; se trataba del acercamiento. La danza de la serpiente empezó a avanzar de nuevo, los bailarines entonaron su poderoso canto, al que se unieron las voces del coro y de los que estaban demasiado débiles para acompañarles.

Después del himno, contuvieron el aliento mientras llegaban los anuncios comerciales, los mensajes celestiales, más anuncios comerciales, y la adjudicación de los premios por sorteo según el número de las entradas. Luego un segundo himno: «Alzad los rostros felices», patrocinado por los Almacenes Dattelbaum's, donde los Salvados podían «Comprar con Seguridad», puesto que no se ofrecía ninguna mercancía que no estuviese garantizada por su correspondiente marca autorizada, y donde había una guardería «Sala Feliz» en cada sucursal, bajo la supervisión de una hermana Salvada.

El joven sacerdote avanzó hasta el borde delantero de la plataforma y se llevó las manos a los oídos, escuchando…

—¡Queremos… a… Digby!

—¿A quién?

—¡Queremos… a… DIGBY!

—¡Más alto! ¡Haced que él os oiga!

—¡Queremos… a… Dig… by! —clap, clap, tump, tump—. ¡Queremos… a… Dig… by! —clap, clap, tump, tump…

Siguió y siguió, más fuerte cada vez, hasta que todo el edificio se estremeció a su ritmo. Jubal se inclinó hacia Boone y dijo:

—Si siguen así mucho rato, lograrán lo mismo que Sansón.

—No hay cuidado —repuso Boone, sin quitarse el cigarro de la boca—. El edificio está reforzado, es a prueba de incendios y se halla sustentado por la fe. Además, lo construyeron también a prueba de vibraciones; fue diseñado así. Ayuda.

Las luces se apagaron, se abrió un telón detrás del altar, y un deslumbrante resplandor sin ninguna fuente visible se proyectó sobre el obispo supremo, que agitó las manos entrelazadas por encima de la cabeza y sonrió al auditorio.

Correspondieron a su saludo con un rugido de león y le lanzaron besos. En su camino al púlpito el obispo supremo se detuvo, levantó a medias a una de las mujeres posesas que aún se retorcía despacio cerca del altar, la besó en la frente, volvió a depositarla con suavidad en el suelo, reanudó la marcha…, para detenerse y arrodillarse un poco más allá junto a la huesuda pelirroja. El obispo supremo tendió la mano hacia atrás y depositaron en ella un micrófono.

Digby pasó su otro brazo alrededor de los hombros de la mujer y colocó el micrófono cerca de sus labios.

Mike no pudo entender sus palabras. Fueran las que fuesen, estaba razonablemente seguro de que no habían sido pronunciadas en inglés.

Pero el obispo supremo las tradujo, aprovechando las espumantes pausas de la mujer.

—El Arcángel Foster está hoy con nosotros… Está especialmente complacido con vosotros. Besad a la hermana de vuestra derecha… El Arcángel Foster os ama a todos. Besad a la hermana de vuestra izquierda… Hoy tiene un mensaje especial para cada uno de vosotros.

La mujer volvió a decir algo; Digby pareció titubear.

—¿Qué fue eso? Más alto, te lo ruego —la mujer murmuró y chilló largo rato.

Digby alzó la vista y sonrió.

—Su mensaje es para un peregrino de otro planeta: Valentine Michael Smith, el Hombre de Marte. ¿Dónde estás, Valentine Michael? ¡Ponte en pie!

Jill trató de impedírselo, pero Jubal gruñó:

—Tranquila, no trate de retenerle. Déjele que se levante, Jill. Salude con el brazo, Mike. Muy bien. Ya puede sentarse.

Mike hizo todo lo indicado, sorprendido al oír que ahora todos estaban cantando: «¡Hombre de Marte! ¡Hombre de Marte!»

El sermón que siguió también parecía dirigido a él, pero por mucho que lo intentó no pudo entenderlo. Las palabras eran en inglés, o al menos la mayor parte de ellas; pero parecían haber sido ensambladas de una forma equivocada y había tanto ruido, tantos aplausos y tantos gritos de «¡Aleluya!» y «¡Feliz Día!», que la confusión se apoderó de él.

Tan pronto como terminó el sermón, Digby devolvió el servicio religioso al joven presbítero y se marchó; Boone se puso en pie.

—Vamos, amigos. Nos iremos ahora, antes de la muchedumbre.

Mike le siguió, con Jill cogiéndole de la mano. Avanzaron por un túnel elaboradamente abovedado, con el ruido de la gente muy a sus espaldas.

—¿Desemboca esto en la zona de aparcamiento? Le dije al conductor que esperase.

—¿Eh? —murmuró Boone—. Sí, sale allí si avanza recto. Pero primero vamos a ver al obispo supremo.

—¿Qué? —respondió Jubal—. No, no creo que podamos. Ya es hora de volver a casa.

Boone se le quedó mirando fijamente.

—Doctor, no lo dirá en serio. El obispo supremo nos aguarda en estos momentos. Debe presentarle usted sus respetos. Son sus invitados.

Jubal dudó, luego transigió.

—Bien… Espero que no haya otra auténtica multitud. Este muchacho ya ha tenido bastante excitación por un día.

—No, sólo el obispo supremo. Desea verles en privado.

Les condujo a un pequeño ascensor disimulado en la decoración del túnel; unos momentos más tarde esperaban en la sala de estar de los aposentos privados de Digby.

Se abrió una puerta, y el obispo Digby entró apresuradamente. Se había quitado sus ropas anteriores y llevaba una túnica de amplio vuelo. Les sonrió a todos.

—Lamento haberles hecho esperar, amigos… Tuve que ducharme apenas salir del Santuario. No saben los sudores que le producen a uno el aguijonear a Satanás y mantenerlo a raya. ¿Así que éste es el Hombre de Marte? Que Dios te bendiga, hijo. Bienvenido a la Casa del Señor. El Arcángel Foster desea que te encuentres a gusto. Ha estado observándote.

Mike no respondió. A Jubal le había sorprendido comprobar lo bajo que era el obispo supremo. ¿Llevaba suelas gruesas en los zapatos cuando subía al escenario? ¿O era la iluminación? Aparte la perilla de chivo —que lucía a imitación del difunto Foster—, el hombre le recordaba a un vendedor de coches usados: la misma sonrisa fácil, e idénticos modales cálidos y sinceros. Pero también le recordaba a alguien más, a alguien… ¡Por supuesto! Al «Profesor» Simón Magus, el hacía tiempo difunto esposo de Becky Vesey. Al instante, Jubal se relajó un poco y se sintió más amistoso hacia el clérigo. Simón había sido el truhán más simpático que jamás hubiera conocido…

Digby volvió su encantadora sonrisa hacia Jill.

—No te arrodilles, hija; aquí no somos más que amigos en una entrevista privada —intercambió unas cuantas palabras con ella, sobresaltándola con un sorprendente conocimiento de su pasado y añadiendo encarecidamente—. Siento un profundo respeto hacia tu vocación, hija. Según las benditas palabras del Arcángel Foster, Dios nos ordena administrar el cuerpo a fin de que el alma pueda buscar la luz sin sentirse turbada por las debilidades de la carne. Ya sé que todavía no eres una de nosotros…, pero tu servicio está bendecido por el Señor. Somos compañeros de viaje en la carretera que lleva al Cielo.

Se volvió hacia Jubal.

—Y usted también, doctor. El Arcángel Foster dejó dicho que Dios nos pide que seamos felices…, y en más de una ocasión he abandonado mi tarea, mortalmente cansado, y disfrutado de una hora inocente y feliz leyendo alguna de sus historias…, para levantarme reanimado, listo para volver a emprender la lucha.

—Hum. Gracias, obispo.

—Lo digo con sinceridad. He hecho buscar su registro en el Cielo…, bueno, bueno, no importa; ya sé que es usted un escéptico, pero déjeme decirlo: incluso Satanás tiene una finalidad en el Gran Plan de Dios. Todavía no ha llegado el momento de que usted crea. Al margen de sus problemas y su angustia y su dolor, usted destila felicidad para el prójimo. Todo ello se halla acreditado en la página que le corresponde del Gran Libro. Y ahora, ¡por favor! No les he traído aquí para hablar de teología. Nosotros no discutimos nunca con nadie; aguardamos hasta que ven la luz y entonces les damos la bienvenida. Pero hoy debemos disfrutar de una hora feliz juntos.

Entonces Digby empezó a actuar como si realmente hablara en serio. Jubal tuvo que admitir que el farsante era un anfitrión encantador, y que su café, su licor y su comida eran excelentes. Observó que Mike parecía decididamente nervioso, sobre todo cuando Digby le apartó hábilmente de los demás y habló con él a solas. Pero, maldita sea, el muchacho tenía que acostumbrarse a conocer a gente y a alternar con ella por sí mismo, sin que Jubal o Jill o algún otro le apuntara lo que tenía que hacer y decir.

Boone le estaba enseñando a Jill las reliquias de Foster que había en una urna de cristal al otro extremo de la estancia; Jubal observó disimuladamente y con un ligero regocijo la evidente reluctancia de ella mientras extendía paté de foie gras sobre una tostada. Oyó el chasquido de una puerta y miró a su alrededor: Digby y Mike habían desaparecido.

—¿Adónde fueron, senador?

—¿Eh? ¿Cómo dice, doctor?

—El obispo Digby y el señor Smith. ¿Adónde han ido?

Boone miró a su alrededor, pareció darse cuenta de la existencia de la puerta cerrada.

—Oh, deben de haber salido un momento. Hay una pequeña sala de retiro para audiencias privadas. Usted estuvo en ella, ¿no? Cuando el obispo supremo les enseñó todo esto, quiero decir.

—Hum… sí.

Se trataba de una pequeña habitación vacía excepto una silla encima de una tarima —un «trono», se corrigió Jubal con una sonrisa privada— y un reclinatorio. Jubal se preguntó quién utilizaría el trono y quién ocuparía el reclinatorio… Si aquel obispo de guardarropía iba a tratar de religión con Mike, se encontraría con algunas sorpresas…

—Confío en que no permanezcan ahí mucho tiempo. Realmente tenemos que marcharnos.

—Dudo que lo hagan. Probablemente el señor Smith quiso hablar un momento a solas con el obispo. A menudo la gente lo desea, y el obispo supremo es muy generoso en ese aspecto. Mire, llamaré al aparcamiento y haré que su taxi les espere al final del pasillo donde tomamos el ascensor; es la entrada privada del obispo supremo. Eso les ahorrará sus buenos diez minutos.

—Muy amable de su parte.

—Así, si el señor Smith tiene algún peso en el alma que desee confesar, no le daremos prisa. Saldré a telefonear.

Se fue. Jill se acercó a Jubal, preocupada.

—Jubal, no me gusta esto. Creo que estaba previsto deliberadamente de antemano que el obispo Digby cogiese a Mike por su cuenta a solas para trabajarlo un poco.

—Estoy seguro de ello.

—¿Y bien? ¡No tienen ningún derecho a hacerlo! Voy a irrumpir ahí dentro y le diré a Mike que ya es hora de irnos.

—Haga lo que mejor le parezca —respondió Jubal—, pero creo que está actuando como una gallina clueca. Esto no es lo mismo que tener los Servicios Especiales a nuestros talones, Jill; estos son bandidos de guante blanco. No van a intentar nada por la fuerza —sonrió—. Mi opinión es que, si Digby trata de convertir a Mike, es posible que Mike acabe convirtiéndole a él. Es más bien difíciles el hacer tambalear las ideas de Mike.

—Sigue sin gustarme.

—Relájese. Mastique algo; le ayudará.

—No tengo apetito.

—Bueno, yo sí; y si alguna vez rechazara una comida gratis me expulsarían de la Sociedad de Autores.

Apiló jamón de Virginia —cortado tan fino como hojas de papel cebolla— sobre pan con mantequilla, añadió algunas cosas más —ninguna de ellas sintética— hasta formar un inestable ziggurat, dio un mordisco y se chupó la mayonesa de los dedos.

Diez minutos más tarde Boone aún no había regresado. Jill dijo secamente:

—Jubal, voy a dejar de ser educada. Voy a sacar a Mike de ahí.

—Adelante.

La observó avanzar hacia la puerta a largas zancadas.

—Está cerrada con llave…

—Eso imaginé.

—Y bien, ¿qué hacemos? ¿La echamos abajo?

—Sólo como último recurso —Jubal se dirigió a la puerta interior, la examinó atentamente—. Hum. Con un ariete y veinte hombres robustos, podríamos intentarlo. Jill, esa puerta presenta todas las características de la de una caja fuerte, sólo que ha sido decorada por fuera para que hiciera juego con el resto de la habitación. Tengo una muy parecida como cortafuego en mi estudio.

—¿Qué hacemos?

—Llame con los nudillos, si quiere. Yo iré a ver qué es lo que retiene a Boone.

Pero cuando asomó la cabeza al pasillo, Jubal vio que el senador regresaba en aquel momento.

—Lo siento —se disculpó Boone—. Tuve que enviar un querubín en busca de su conductor. Estaba en la Sala Feliz, almorzando un poco. Pero su taxi les está esperando, tal como dije.

—Senador —indicó Jubal—, tenemos que marcharnos ya. ¿Sería usted tan amable de comunicárselo al obispo Digby?

Boone pareció algo turbado.

—Puedo telefonearle, si insiste. Pero me da reparo hacerlo…, y no puedo interrumpir una audiencia privada entrando en la sala.

—Entonces telefonee. Insistimos.

Pero Boone se vio aliviado de aquella situación violenta; justo en aquel momento se abrió la puerta y salió Mike. Jill echó una ojeada a su rostro y preguntó con voz aguda:

—¡Mike! ¿Se encuentra bien?

—Sí, Jill.

—Informaré al obispo supremo que se marchan —indicó Boone; pasó junto a Mike y entró en la sala contigua, pero reapareció de inmediato—. Se ha ido —anunció—. Tiene una puerta trasera que da a su estudio… —sonrió—. Como los gatos y los cocineros, el obispo supremo se marcha sin despedirse. Es una broma; dice que las despedidas no proporcionan ninguna dicha. No se sientan ofendidos por ello.

—En absoluto. Pero nosotros nos despedimos ahora…, y gracias por la interesantísima experiencia. No, no se moleste en acompañarnos; estoy seguro de que sabremos hallar la salida.

24

Una vez en el aire, Jubal preguntó:

—Bien, Mike, ¿qué piensa de ello?

Mike frunció el entrecejo.

—No asimilo.

—No es usted el único, hijo. ¿Qué tenía que decirle el obispo?

Mike titubeó largo rato; finalmente dijo:

—Hermano Jubal, necesito meditar hasta la asimilación.

—Entonces medite todo lo que quiera, hijo. Eche una cabezada. Eso es lo que voy a hacer yo.

—Jubal —dijo de pronto Jill—, ¿cómo piensa esa gente salirse de todo eso?

—¿Salirse de qué?

—De todo. Eso no es una Iglesia; es un manicomio.

Ahora fue el turno de Jubal de meditar antes de contestar.

—No, Jill, está equivocada. Es una Iglesia…, y un ejemplo del eclecticismo lógico de nuestra época.

—¿Eh?

—La Nueva Revelación, y todas las doctrinas y prácticas bajo su nombre son materia antigua, muy antigua. Todo lo que se puede decir acerca de ellas es que ni Foster ni Digby tuvieron nunca una idea original en sus vidas, pero sabían lo que debían vender en este día y época. Fueron reuniendo un centenar de viejos trucos gastados por el tiempo, les dieron una nueva capa de pintura y se lanzaron al negocio. Un negocio de éxito fulminante, además. Lo que más me preocupa es que puedo llegar a vivir lo suficiente como para comprobar que se vende demasiado bien…, hasta que todo el mundo se sienta obligado a comprarlo.

—¡Oh, no!

—Oh, sí. Hitler empezó con menos, y todo lo que tenía para cambalachear era odio. El odio siempre se vende bien, pero, a base de repetirla comercialmente, la felicidad demuestra ser una mercancía más sólida. Créame, lo sé; pertenezco al mismo gremio…, como Digby me recordó muy bien —Jubal esbozó una mueca—. Debí haberle hurgado un poco. En vez de eso, dejé que me cayera simpático. Por eso le temo. Es bueno en ello, es astuto. Sabe lo que la gente quiere: felicidad. El mundo ha sufrido un largo y oscuro siglo de culpabilidad y de miedo, y ahora Digby les dice que no tienen nada que temer, ni en esta vida ni en la futura, y que Dios les ordena que amen y sean felices. Un día sí y otro también, insiste, y no deja de martillearlo: no tengáis miedo, sed felices.

—Bueno, esa parte está muy bien —aceptó Jill—, y admito que el hombre lo trabaja a fondo. Pero…

—¡Tonterías! Juega a fondo, en todo caso.

—No, a mí me dio la impresión de que realmente está dedicado a su trabajo, que lo ha sacrificado todo a…

—¡Tonterías!, he dicho. Mire, Jill: de todas las estupideces que contorsionan el mundo, el concepto de «altruismo» es la peor. La gente hace lo que quiere hacer, siempre. Si a veces les produce dolor elegir…, si la elección parece un «noble sacrificio», entonces puede estar segura de que, pese a todo, no es más noble que la aflicción causada por la codicia, la desagradable necesidad de elegir entre dos cosas cuando las dos te gustan y no puedes obtenerlas ambas. El individuo corriente sufre esa aflicción cada día, cada vez que tiene que elegir entre gastarse un dólar en cerveza o guardarlo para sus hijos, entre levantarse cuando está cansado o pasar el día en su caliente cama y perder el empleo. No importa lo que haga, siempre escoge lo que le lastima menos o le complace más.

»El individuo medio pasa toda su vida atormentado por esas pequeñas decisiones. Pero el auténtico truhán y el perfecto santo efectúan las mismas elecciones a gran escala. Como Digby hizo. Santo o truhán, no es uno de los tipos medios.

—¿Qué cree que es, Jubal?

—¿Quiere decir que hay alguna diferencia?

—¡Oh, Jubal, su cinismo es una postura, y usted lo sabe! Claro que hay una diferencia.

—Hum. Sí, tiene razón, creo que sí. Confío en que sea simplemente un truhán, porque un santo podría ocasionar un daño diez veces mayor. Anote esto: usted lo etiquetaría como «cinismo», como si con el hecho de etiquetarlo demostrara que es un error. Jill, ¿qué fue lo que le preocupó de esos servicios religiosos?

—Todo. No irá a decirme que eso es un culto.

—¿Lo cual significa que no hacen las cosas igual que en la Pequeña Iglesia de Ladrillos Rojos del Centro del Valle, a la que asistía usted cuando niña? Tranquilícese, Jill; tampoco las hacen de ese modo ni en San Pedro. Ni en La Meca.

—Sí, pero… Bueno, ¡nadie las hace tampoco así! Danzas serpenteantes, máquinas tragaperras…, ¡incluso un bar en medio de una iglesia! Eso no es reverente, ¡ni siquiera es digno! Sólo asqueroso.

—Supongo que la prostitución en el templo tampoco era una cosa muy digna.

—¿Eh?

—Yo imaginaba más bien que la bestia de dos cabezas era algo igual de trillado y cómico cuando el acto se realizaba al servicio de un dios que en cualquier otra circunstancia. En cuanto a las danzas de la serpiente, ¿ha visto alguna vez un servicio religioso de los shakers? No, por supuesto que no, y yo tampoco; cualquier Iglesia que esté absolutamente en contra de las relaciones sexuales de todo el mundo (como ellos), no dura mucho. Pero bailar a mayor gloria de Dios es algo que cuenta con una larga y respetada historia. No es imprescindible que sea una danza artística; según los informes de los testigos oculares, los shakers nunca hubieran podido crear el Bolshoi… Basta con derrochar entusiasmo. ¿Considera irreverentes las antiguas danzas indias de la lluvia, de nuestro sudoeste?

—No, pero eso es distinto.

—Todo lo es, siempre… Y, cuanto más cambia, más idéntico es. Ahora, respecto a las máquinas tragaperras… ¿No ha asistido nunca a un bingo en una iglesia?

—Bueno…, sí. Los feligreses de nuestra parroquia solían organizar sesiones de bingo para pagar la hipoteca. Pero sólo los viernes por la noche; nunca durante los oficios.

—¿De veras? Eso me recuerda el caso de una mujer casada, que se enorgullecía de su virtud: sólo se acostaba con otros hombres cuando su marido estaba ausente.

—¡Oh! ¡Jubal, los dos casos son completamente distintos!

—Es probable. La analogía siempre es más escurridiza que la lógica. Pero, mi querida «damita»…

—¡No me llame así!

—Era una broma. ¿Por qué no le escupió en la cara? Él tenía que mantenerse de buen humor, no importaba lo que nosotros hiciéramos; Digby lo deseaba así. Pero… Jill, si algo es pecaminoso en domingo, también es pecaminoso en viernes. Al menos así lo asimila alguien desde fuera, como yo…, o quizá un hombre de Marte. La única diferencia que puedo ver es que los fosteritas entregan, absolutamente gratis, un texto de las Escrituras, aunque el jugador pierda. ¿Sus partidas de bingo pueden alegar lo mismo?

—Falsas Escrituras, querrá decir. Un texto de la Nueva Revelación. ¿Los ha leído, jefe?

—Los he leído.

—Entonces ya lo sabe. Los textos están redactados en lenguaje bíblico. En su mayor parte son simplemente dulces pero sin sustancia, como una tableta de sacarina; pero casi todos son puras tonterías…, y algunos incluso son odiosos. Ninguno tiene sentido, ni siquiera moralidad.

Jubal guardó silencio durante tanto rato que Jill pensó que se había quedado dormido. Por último dijo:

—Jill, ¿está usted familiarizada con los escritos sagrados hindúes?

—Me temo que no.

—¿Sabe algo del Corán? ¿O de algunas otras escrituras importantes? Podría ilustrarla acerca de mi punto de vista respecto de la Biblia, pero no deseo herir sus sentimientos.

—Oh, me temo que no soy exactamente del tipo erudito, Jubal. Siga adelante; no herirá mis sentimientos.

—Bueno, entonces me atendré al Antiguo Testamento, escogiendo fragmentos que normalmente no escandalizan a la gente. ¿Conoce la historia de Sodoma y Gomorra? ¿Y de cómo Lot fue salvado de esas ciudades abominables poco antes de que Yahvé las arrasara con un par de bombas atómicas celestiales?

—Oh, sí, por supuesto. Su esposa quedó convertida en estatua de sal.

—Atrapada por la precipitación radiactiva, quizá. Se demoró y miró hacia atrás. Siempre me pareció un castigo demasiado duro por el pecadillo de la curiosidad femenina. Pero hablábamos de Lot. San Pedro lo describe como un hombre justo, temeroso de Dios y recto en su conducta, exasperado ante la grosera forma de hablar de los inicuos. Creo que debemos estipular que San Pedro era una autoridad en lo que a virtud se refiere, puesto que le fueron entregadas las llaves del Reino de los Cielos. Pero si uno busca las únicas referencias a Lot en el Antiguo Testamento, resulta difícil determinar exactamente qué hizo o no hizo para establecerse como ejemplo a seguir.

»Repartió unos pastos a sugerencia de su hermano. Fue capturado en una batalla. Salió de la ciudad a tiempo para salvar su pellejo. Bueno, albergó y dio de comer a dos desconocidos, pero su conducta indica que sabía que eran personas de importancia, supiera o no que eran ángeles. Y, de acuerdo con el Corán y con mis propias luces, su hospitalidad hubiera tenido más valor si hubiera creído que se trataba de simples mendigos sin importancia, necesitados de un poco de pan y cobijo. Aparte esos detalles y la referencia de San Pedro sobre el personaje, sólo hay una cosa que hizo Lot mencionada en la Biblia sobre la cual pueda juzgarse su virtud. Una virtud tan grande, no lo olvide, como para que una intercesión divina salvara su vida. Eche un vistazo al capítulo diecinueve del Génesis, versículo ocho.

—¿Qué dice?

—Léalo cuando lleguemos a casa. No espero que me crea a mí.

—¡Jubal! Es usted el hombre más exasperante que he conocido en mi vida.

—Y usted es una muchachita preciosa y una excelente cocinera, así que no me importa su ignorancia. De acuerdo, se lo diré; pero compruébelo luego. Algunos de los vecinos de Lot llamaron a su puerta y dijeron que deseaban conocer a aquellos dos tipos de fuera de la ciudad. Lot no discutió con ellos: en vez de eso, les ofreció un trato. Tenía dos hijas vírgenes (al menos, ésa era su opinión…), y dijo a aquel grupo de hombres que les entregaría a esas dos muchachitas para que las usasen como les viniera en gana: que las violasen en masa, que las prostituyesen como y con quien quisieran, les suplicó que hiciesen cualquier maldita cosa que les apeteciera con sus hijas, a cambio de que, por favor, se marcharan y dejasen de aporrear su puerta.

—Jubal… ¿de veras dice eso la Biblia?

—Mírelo usted misma. He modernizado un poco el lenguaje, pero el significado es tan inconfundible como el guiño de una ramera. Lot ofreció a un grupo de hombres, «jóvenes y viejos», dice la Biblia, que abusaran de dos jóvenes vírgenes bajo su protección a cambio de que no echaran abajo su puerta. ¡Vaya! —se inclinó hacia delante, y sus ojos chispearon—. ¡Quizá hubiera debido probar eso cuando los de los Servicios Especiales estaban rompiendo mi puerta! Quizá eso me hubiera valido el Cielo…, y San Pedro sabe que mis posibilidades no son muy buenas de otro modo… —frunció el entrecejo y pareció preocupado—. No, no hubiera funcionado. La receta exige claramente «virgins intactae»…, y no hubiera sabido a cuáles ofrecer.

—¡Hum! No lo hubiera sabido de mí.

—Posiblemente no hubiera podido averiguarlo de ninguna. Incluso Lot pudo haberse equivocado. Pero eso es lo que les prometió: sus hijas vírgenes, jóvenes, tiernas y asustadas. Animó a aquella pandilla callejera a que las violase…, ¡con el exclusivo objeto de que le dejasen a él en paz! —Jubal soltó un bufido—. Y la Biblia cita a este tipo de escoria como un hombre justo.

—No creo que nos lo enseñaran de ese modo en la escuela dominical —dijo Jill lentamente.

—¡Maldita sea, examínelo usted misma! Probablemente le ofrecieron una versión expurgada. Y ésa no es la única sorpresa que aguarda a cualquiera que realmente lea la Biblia. Considere a Eliseo. En la Biblia se dice que Eliseo estaba tan repleto del fuego sagrado, que devolvía la vida a un hombre muerto con sólo tocar sus huesos. Pero era un viejo cascarrabias calvo, como yo. Y así, un día, algunos chiquillos la tomaron con él y empezaron a burlarse de su calvicie, como esas díscolas muchachas de mi alrededor hacen con la mía. De modo que Dios intercedió personalmente y envió un par de osos, que redujeron a cuarenta y dos niños pequeños a ensangrentados jirones de carne. Eso es lo que dice la Biblia: capítulo segundo del libro dos de los Reyes.

—Jefe, yo nunca me he burlado de su calva.

—¿Quién envía entonces mi nombre a todos esos curanderos charlatanes que dicen ser repobladores de cabezas? ¿Dorcas, quizá? Quienquiera que sea, Dios lo sabe…, y vale más que esa muchacha se mantenga atenta, por si los osos. Podría volverme piadoso en mi chochez, y empezar a gozar de la protección divina. Pero no voy a ofrecerle más ejemplos. La Biblia está repleta de relatos así: léala y descúbralos. Crímenes que le revuelven a uno las tripas son presentados como hechos ordenados por la divinidad o sancionados por ella…, junto con, debo reconocerlo, muchos ejemplos de sentido común y valiosas normas prácticas de conducta social. No trato de desprestigiar la Biblia; soporta bastante mejor el examen que algunos otros escritos sagrados. No es ese parche cosido sobre sádica y pornográfica basura que pasa por ser los escritos sagrados de los hindúes. O una docena de otras religiones.

»Pero tampoco condeno a ninguna de ésas. Resulta enteramente concebible que alguna de tales mitologías mutuamente contradictorias sea la palabra literal de Dios…, que Dios sea en verdad el tipo de paranoico sediento de sangre que hace pedacitos a cuarenta y dos niños pequeños por haber tenido la osadía de burlarse de uno de sus sacerdotes. No me pregunte a mí cuál es la política de la Gerencia; yo sólo trabajo aquí. Mi punto de vista es que la Nueva Revelación de Foster, hacia la que tan desdeñosa se muestra usted, es por lo menos tan dulce y luminosa como las escrituras de cualquier otra confesión. El patrón del obispo Digby es un Don Fulano jovial; quiere que la gente sea feliz aquí en la Tierra sin perder su opción a la bienaventuranza eterna en el Cielo. No espera que uno castigue su carne «aquí y ahora», a fin de alcanzar las recompensas una vez muerto. ¡Oh, no! Ése es el paquete económico gigante moderno. Si a uno le gusta la bebida y el juego y el baile y las mujeres, como les ocurre a la mayoría, pues adelante, que acuda a la Iglesia y lo haga bajo los sagrados auspicios. Que lo haga con la conciencia libre de cualquier rastro de culpa. Que se divierta realmente. ¡A vivir! ¡A ser feliz!

Jubal distaba mucho de parecer feliz. Prosiguió:

—Naturalmente, hay una pequeña contrapartida: el Dios de Digby espera ser reconocido como tal. Pero eso ha sido siempre una debilidad de los dioses. Quienquiera que sea lo bastante estúpido como para negarse a ser feliz de acuerdo con sus condiciones es un pecador, y como tal merece cualquier cosa que le ocurra. Pero ésta es una regla común a todos los dioses y diosas de la historia; no puede reprochársele sólo a Foster y a Digby, siendo que ellos no la inventaron. Su aceite de serpiente marca registrada es absolutamente ortodoxo en todos los aspectos.

—Jefe, habla usted como si estuviera medio convertido.

—¡En absoluto! No me gustan las danzas de la serpiente, desprecio las masas y no consiento que mis inferiores sociales y mentales me digan dónde debo ir los domingos…, y no me gustaría el cielo si esas masas tuvieran que ir a él. Me limito simplemente a poner objeciones a que les critique por cosas equivocadas. Como literatura, la Nueva Revelación presenta un nivel por encima de la media, y eso es lógico: fue compuesta a base de plagiar otras escrituras. En cuanto a la consistencia lógica e interna, las reglas mundanas no se aplican a los textos sagrados. Pero incluso sobre esta base, la Nueva Revelación debe ser considerada superior a la media; difícilmente se morderá alguna vez la cola. Intenta reconciliar a veces el Antiguo Testamento con el Nuevo, o la doctrina budista con los apócrifos budistas.

»En cuanto a la moral, el fosterismo es simplemente la ética freudiana endulzada para personas incapaces de aceptar la psicología a palo seco, aunque dudo que el viejo libertino que la redactó…, perdón, que «fue inspirado a escribirla», lo supiese; no era ningún erudito. Pero estaba en tono con su tiempo, pulsaba bien el zeitgeist. Miedo, sensación de culpabilidad y la pérdida de la fe… ¿Cómo podía fallar? En fin, calle un poco ahora; voy a echar una cabezada.

—¿Quién está hablando?

—«La mujer me tentó» —Jubal cerró los ojos.


Al llegar a casa, descubrieron que Caxton y Mahmoud habían ido allí a pasar el día. Ben se había sentido desilusionado al saber que Jill estaba ausente, pero soportó la decepción sin echarse a llorar gracias a los buenos oficios de Anne, Miriam y Dorcas. Mahmoud siempre les visitaba con el propósito declarado de ver a Mike, su protegido, y al doctor Harshaw; sin embargo, él también mostró una valerosa fortaleza de ánimo al conformarse sólo con la comida, el licor, el jardín y las odaliscas de Jubal para entretenerse durante la ausencia de su anfitrión. Estaba tendido boca abajo y Miriam le frotaba la espalda, mientras Dorcas le acariciaba la cabeza.

Jubal le miró.

—No se levante.

—No puedo, ella está sentada encima de mí. Hola, Mike.

—Hola, hermano Stinky doctor Mahmoud —Mike saludó después gravemente a Ben, y pidió permiso para retirarse.

—Adelante, hijo —concedió Jubal.

—Un momento, Mike —dijo Anne—. ¿Ha almorzado?

—Anne, no tengo hambre. Gracias —dijo Mike solemnemente; se dio la vuelta y entró en la casa.

Mahmoud se retorció, derribando casi a Miriam de su asiento.

—Jubal, ¿qué preocupa a nuestro hijo?

—Sí —confirmó Ben—. Parece mareado.

—Tranquilícense. Déjenlo solo y se pondrá bien. Se trata de una sobredosis de religión. Digby lo ha estado trabajando… —y les explicó a grandes rasgos los acontecimientos de la mañana.

Mahmoud frunció el entrecejo.

—Pero, ¿era necesario dejarle a solas con Digby? Me parece que eso… perdón, hermano, fue una imprudencia.

—No ha resultado herido, Stinky; se va a encontrar a cada paso con situaciones análogas, y tiene que aprender. Usted le ha estado predicando su rama de la teología…, sé que lo ha hecho; él me lo dijo. ¿Puede citarme una buena razón por la cual Mike no deba disponer de su oportunidad de examinar las otras ramas? Respóndame como científico, no como musulmán.

—Soy incapaz de responder de otra forma que como musulmán —dijo el doctor Mahmoud con voz queda.

—Lo siento. Reconozco lo correcto de su respuesta, aunque no esté de acuerdo con ella.

—Pero, Jubal, he empleado la palabra «musulmán» en su sentido exacto, no en la forma sectaria que Maryam denomina, incorrectamente, «mahometano».

—¡Y seguiré llamándole así hasta que aprenda usted a pronunciar «Miriam» correctamente! Y deje de retorcerse; no le estoy haciendo daño.

—Sí, Maryam. ¡Ay! Las mujeres no deberían ser tan musculosas. Jubal… Como científico, considero a Michael el premio máximo de mi carrera. Como musulmán, hallo en él una magnífica predisposición para someterse a la voluntad de Dios, y eso hace que me sienta feliz por él…, aunque existen grandes dificultades semánticas, y seguirán existiendo mientras no asimile lo que significa la palabra musulmana «Alá» —se encogió de hombros— o la palabra cristiana «Dios».

»Pero, como hombre, y siempre Siervo del Altísimo, amo a ese muchacho, nuestro hijo adoptivo y hermano de agua, y no me gustaría que cayese bajo malas influencias. Dejando aparte su credo, ese tal Digby me parece que es una mala influencia. ¿Qué opina usted?

—¡Olé! —aplaudió Ben—. Ese Digby es un bastardo baboso…, y la única razón de que no le haya sacudido fuerte en mi columna es simplemente porque la sindicación tiene miedo a publicarlo en letras de imprenta. Siga hablando, Stinky, y me tendrá estudiando árabe y comprando una alfombra.

—Así lo espero. Aunque la alfombra no es imprescindible.

Jubal suspiró.

—Estoy de acuerdo con ustedes dos; preferiría ver a Mike fumando marihuana que convertido por Digby. Pero no creo que haya la más ligera posibilidad de que Mike caiga en ese lío sincrético que pregona Digby. Y además, tiene que aprender a plantar cara a las malas influencias. A usted le considero una buena influencia, pero en realidad creo que no tiene muchas más probabilidades que Digby… El chico posee una mente propia, y asombrosamente firme. Mahoma hubiera tenido que hacer sitio para un nuevo profeta.

—Si ésa es la voluntad de Dios —respondió Mahmoud con calma.

—Eso no deja espacio para la discusión —admitió Jubal.

—Estábamos hablando de religión antes de que usted llegara a casa —indicó Dorcas en voz baja—. Jefe, ¿sabía usted que las mujeres no tenemos alma?

—¿De veras?

—Eso es lo que dice Stinky.

—Maryam —explicó Mahmoud— quería saber por qué nosotros, los «mahometanos», creemos que sólo los hombres tienen alma. Así que le cité las Escrituras.

—Miriam, me sorprendes. Ésa es una creencia errónea tan vulgar como la idea de que los judíos sacrifican a los bebés cristianos en secretos y obscenos ritos. El Corán es explícito en media docena de lugares acerca de que familias enteras entran en el paraíso, hombres y mujeres juntos. Por ejemplo, lee «Ornamentos de oro», versículo setenta, ¿no es así, Stinky?

—«Entrad en el jardín, tú y tus esposas, para alegrarte». Poco más o menos, ésa es la mejor traducción que puedo hacer —admitió Mahmoud.

—Bueno —dijo Miriam—, había oído referencias de las hermosas huríes que los hombres mahometanos encuentran para entretenerse cuando llegan al cielo, y no me pareció que quedase mucho sitio para las esposas.

—Las huríes no son mujeres —indicó Jubal—. Son creaciones aparte, como los djinn[6] y los ángeles. No necesitan almas humanas; son en principio espíritus, eternos, invariables y hermosos. Hay también huríes varones, o el equivalente masculino de las huríes. Las huríes no tienen que ganarse el derecho a entrar en el Paraíso; pertenecen a la plantilla. Sirven interminables y deliciosos manjares, reparten bebidas que nunca producen resaca y entretienen de cualquier otra forma que se les solicite. Pero las almas de las esposas no tienen que hacer ningún trabajo de la casa. ¿Correcto, Stinky?

—Bastante aproximado, aparte la ligereza en escoger las palabras. Las huríes… —se detuvo y se alzó con tanta brusquedad que derribó a Miriam—. ¡Alto! ¡Tal vez sea posible que estas muchachas no tengan alma!

Miriam se sentó en el suelo y dijo amargamente:

—¡Ey…, desagradecido perro de un infiel! ¡Retráctese de inmediato!

—Paz, Maryam. Aunque no tenga alma, será inmortal de todas formas y no la va a echar en falta. Jubal…, ¿es posible que un hombre muera sin darse cuenta de ello?

—No lo sé decir. Nunca lo he intentado.

—¿Es posible que yo haya muerto en Marte y simplemente esté soñando que he vuelto a casa? ¡Mire a su alrededor! Un jardín que complacería al mismísimo Profeta. Cuatro hermosas huríes que sirven manjares espléndidos y deliciosas bebidas a todas horas. Incluso hay sus contrapartidas masculinas, si quiere ser detallista. ¿No será esto el Paraíso?

—Puedo garantizarle que no lo es —le aseguró Jubal—. Debo pagar mis impuestos esta semana.

—Sin embargo, eso no me afecta a mí.

—Y tome estas huríes… Aunque estipulemos, en honor a la discusión, que poseen la belleza adecuada para encajar con las especificaciones, lo cierto es que, después de todo, la belleza está en los ojos del que mira…

—Pero pasan por ello.

—Y usted va a pagar por eso, jefe —añadió Miriam.

—Y aún queda —señaló Jubal— un requisito más de los que constituyen el atributo de las huríes.

—Hum… —dijo Mahmoud—, no creo que necesitemos meternos en eso. En el Paraíso, más que una condición física temporal, lo que cuenta es el atributo espiritual permanente…, más bien un estado mental. ¿Sí?

—En ese caso —dijo Harshaw con énfasis—, estoy completamente seguro de que éstas no son huríes.

Mahmoud suspiró.

—Entonces tendré que convertir a una de ellas.

—¿Por qué sólo a una? Todavía quedan sitios en el mundo donde puede cubrir usted su cupo.

—No, amigo mío. Según las sabias palabras del Profeta, si bien la legislación permite cuatro, es imposible para un hombre llevar una vida tranquila si hay más de una.

—Eso es un alivio. ¿A cuál elige?

—Tendremos que verlo. Maryam, ¿se considera usted espiritual?

—¡Váyase al diablo! «Huríes», ¡ja!

—¿Jill?

—Déme un respiro —protestó Ben—. Todavía estoy trabajando con Jill.

—De acuerdo; más adelante, Jill. ¿Anne?

—Lo siento. Tengo una cita.

—¿Dorcas? Es usted mi última oportunidad.

—Stinky —dijo ella en voz muy baja—, ¿exactamente cuánta espiritualidad desea que experimente?


Cuando Mike entró en la casa, subió directamente la escalera, entró en su cuarto, cerró la puerta, se tendió en la cama, adoptó la postura fetal, puso los ojos en blanco, se tragó la lengua y redujo su ritmo cardíaco a casi nada. Sabía que a Jill no le gustaba que hiciese aquello durante el día, pero no ponía objeciones siempre que se abstuviese de hacerlo en público. Eran muchas las cosas que no debía hacer en público, pero sólo aquélla despertaba las iras de Jill. Había estado aguardando poder hacerlo desde que abandonara aquella estancia de terrible incorrección; necesitaba desesperadamente retraerse y tratar de asimilar.

Porque había hecho algo que Jill le había dicho que no hiciera jamás.

Experimentaba una urgencia —muy humana— de decirse que se había visto obligado por las circunstancias, que no había sido culpa suya; pero su formación marciana no le permitía esta fácil vía de escape. Había llegado a un punto crítico culminante donde se había hecho necesaria una acción apropiada, y la elección había sido suya. Asimilaba que había elegido de un modo correcto, aunque su hermano de agua Jill le había prohibido aquella elección. Pero no le había quedado otra alternativa. Esto, en sí mismo, era una contradicción: ante un punto crítico culminante, la elección es algo imprescindible. Mediante la elección, el espíritu crece.

Consideró la posibilidad de que Jill hubiera aprobado que procediese de otro modo, sin desperdiciar alimento. No…, asimiló que la prohibición cubría también aquella variante.

En este punto, el ser brotado de los genes humanos, modelados por el pensamiento marciano, y que nunca podría ser ninguna de las dos cosas, completó un estadio de crecimiento, eclosionó y dejó de ser un polluelo. El solitario aislamiento de la libre voluntad predestinada fue entonces suyo, y con él la serenidad marciana para abrazarla, fomentarla, saborear su amargura y aceptar sus consecuencias. Supo con trágica alegría que aquel punto crítico culminante era suyo, no de Jill. Su hermano de agua podía enseñarle, reprenderle, guiarle…, pero la elección en un punto crítico culminante no se compartía. Era una «propiedad» más allá de toda posible transferencia, donación o hipoteca; propietario y propiedad se asimilaban mutua e inseparablemente. Él era eternamente la acción que había ejecutado en el punto crítico culminante.

Ahora que sabía que él era su propio yo, era libre de asimilar a sus hermanos de un modo más cercano, de fundirse sin obstáculos. La autointegridad era, es y siempre había sido. Mike dejó de albergar a todos los yoes de sus hermanos, los muchos treses colmados en Marte, tanto corpóreos como descorporizados, los pocos y preciosos de la Tierra. Incluso a los aún desconocidos poderes de los treses en la Tierra con los que podría fusionarse y a los que podría albergar ahora, después de la larga espera dedicada a asimilar y a fomentarse a sí mismo.

Mike siguió en su trance; había mucho que asimilar, numerosos cabos sueltos y fragmentos y piezas que debían encajarse en su esquema de crecimiento…, todo lo que había visto, oído y experimentado en el Tabernáculo del Arcángel Foster —no sólo el punto crítico culminante, cuando Digby y él estuvieron a solas, cara a cara—: por qué el obispo senador Boone había despertado sus recelos e intranquilidad sin llegar a asustarle, por qué la señorita Dawn Ardent tenía el sabor de un hermano de agua sin serlo, la textura y el olor de la bondad que había asimilado de modo incompleto en aquellos saltos arriba y abajo y en los cánticos como lamentos… La charla de Jubal que había almacenado mientras iban y venían…

Las palabras de Jubal le turbaron más que los otros detalles; las estudió con gran cuidado, las comparó con lo que le había sido enseñado como polluelo, haciendo un gran esfuerzo por tender un puente entre las dos lenguas, aquella con la que pensaba y aquella otra en la que ahora hablaba y estaba aprendiendo gradualmente a pensar para ciertos propósitos. La palabra humana «Iglesia», que se repetía una y otra vez en las frases de Jubal, era lo que le proporcionaba las mayores dificultades. No existía ningún concepto marciano de ningún tipo que encajara con ella, a menos que uno tomase «Iglesia» y «culto» y «Dios» y «congregación» y muchas otras palabras y las refundiese a la totalidad de la única palabra que había conocido durante la mayor parte de su crecimiento-espera. Luego volvió a resumir torpemente el concepto en inglés en aquella frase que había sido rechazada (pero de forma distinta por cada uno de ellos) por Jubal, por Mahmoud, por Digby.

«Tú eres Dios». Ahora estaba más cerca de comprenderla en inglés, aunque el significado nunca tendría la cristalina inevitabilidad del concepto marciano que encarnaba. Pronunció de forma simultánea en su mente la frase inglesa y la palabra marciana, y se sintió próximo a la asimilación. Repitiéndolas como un estudiante que se dice a sí mismo que la gema está en el loto, se sumergió sin turbaciones en el nirvana.

Poco antes de medianoche aceleró el ritmo cardiaco, reanudó la respiración normal, revisó su lista de comprobación de ingeniería, comprobó que todo estaba en orden, se desenrolló y se sentó. Se había sentido espiritualmente exhausto; ahora se sentía ligero y alegre y con la cabeza despejada, ansioso por llevar a cabo las múltiples acciones que veía desplegarse ante él.

Sintió la necesidad de compañía propia de un cachorrillo, de modo casi tan fuerte como su anterior necesidad de quietud. Salió al pasillo superior, y se sintió encantado al tropezar con una de sus hermanos de agua.

—¡Hola!

—Oh. Hola, Mike. Dios mío, tiene un aspecto magnífico.

—¡Me siento estupendamente! ¿Dónde están los demás?

—Todos durmiendo, excepto usted y yo…, así que mantenga baja la voz. Ben y Stinky se marcharon a sus casas hace una hora, y la gente empezó a retirarse a sus cuartos.

—¡Oh! —Mike se sintió ligeramente decepcionado de que Mahmoud se hubiese ido; deseaba explicarle su nueva asimilación. Pero lo haría la próxima vez que lo viera.

—Yo también debería estar durmiendo, pero noté un vacío en el estómago. ¿Tiene usted hambre?

—¿Yo? ¡Claro que tengo hambre!

—Por supuesto. Tiene que estar hambriento, se saltó la cena. Venga conmigo. Sé dónde hay un poco de pollo frío, y veremos qué otras cosas hay —descendieron a la planta baja y cargaron una bandeja con prodigalidad—. Llevemos esto fuera. Hace bastante calor.

—Es una idea excelente —asintió Mike.

—Hace el suficiente calor como para nadar un poco si queremos…, es un auténtico verano indio. Encenderé las luces.

—No se moleste —dijo Mike—. Yo llevaré la bandeja. Puedo ver.

Podía ver, como todos sabían, en una oscuridad casi total. Jubal había dicho que aquella excepcional visión nocturna procedía seguramente de las condiciones en las que había crecido, y Mike asimiló que eso era cierto, pero asimiló también que había algo más: sus padres adoptivos le habían enseñado a ver. En cuanto a que la noche fuera cálida, se hubiera sentido igual de cómodo desnudo en la cima del monte Everest, pero sabía que sus hermanos de agua tenían muy poca tolerancia orgánica a los cambios de temperatura y presión. Siempre se mostraba considerado hacia sus debilidades, una vez las había averiguado. Pero estaba ansioso de que llegara la nieve…, deseaba ver por sí mismo que cada diminuto cristal de agua de vida era algo único, individual, como había leído; deseaba caminar descalzo por ella, rodar por encima de la nieve.

Pero por el momento se sentía igualmente complacido con la inoportunamente cálida noche de otoño y con la aún más placentera compañía de su hermano de agua.

—Está bien, usted lleve la bandeja. Encenderé las luces subacuáticas. Nos proporcionarán suficiente claridad para comer.

—Estupendo.

A Mike le gustaba que la luz brotara por entre las ondulaciones del agua; era algo correcto, una belleza, aunque él no lo necesitara. Comieron junto a la piscina, luego se tendieron boca arriba sobre la hierba y contemplaron las estrellas.

—Mike, ahí está Marte. Es Marte, ¿no? ¿O es Antares?

—Es Marte.

—Mike, ¿qué hacen en Marte?

Titubeó largo rato; la pregunta era excesivamente amplia para que su respuesta pudiera resumirse en el escaso idioma humano.

—En este lado hacia el horizonte, el hemisferio sur, es primavera; se enseña a las plantas a crecer.

—¿Se enseña a las plantas a crecer?

Mike vaciló, sólo ligeramente.

—Larry enseña a las plantas a crecer cada día. Yo le he ayudado. Pero mi pueblo…, los marcianos, quiero decir; ahora asimilo que ustedes son mi pueblo…, los marcianos enseñan a las plantas de otra manera. En el otro hemisferio hace cada vez más frío y las ninfas, las que han sobrevivido al verano, son conducidas a los nidos para acelerar su crecimiento —reflexionó—. De los seres humanos que dejamos en el ecuador, uno se ha descorporizado y los otros están tristes.

—Sí, lo oí en las noticias.

Mike no lo había oído en las noticias; no lo había sabido hasta ser preguntado.

—No deberían estar tristes. El señor Booker T. W. Jones, técnico de alimentos de primera, no está triste; los Ancianos han cuidado de él.

—¿Le conocía?

—Sí. Tenía su propio rostro, moreno y hermoso. Pero sentía nostalgia.

—¡Oh, querido! Mike…, ¿siente usted nostalgia? De Marte, quiero decir.

—Al principio sí —respondió con sinceridad—. Siempre me sentía solitario… —rodó hacia ella y la tomó en sus brazos—. Pero ahora ya no me siento solitario. Asimilo que nunca volveré a sentirme solitario de nuevo.

—Mike, querido…

Se besaron, y siguieron besándose. Finalmente, su hermano de agua dijo, casi sin aliento:

—¡Oh, Dios mío! Ha sido casi peor que la primera vez.

—¿Se encuentra bien, hermano?

—Sí. Verdaderamente bien. Béseme de nuevo.

Bastante tiempo más tarde, según el reloj cósmico, ella dijo:

—Mike, ¿acaso…? Quiero decir, ¿sabe…?

—Lo sé. Es para acercarse más. Ahora nos acercamos.

—Bien…, estoy dispuesta desde hace tiempo…, todas lo estamos, pero… no importa, querido; vuélvase un poco. Eso ayudará.

Cuando se fusionaron, asimilando juntos, Mike anunció en voz baja y triunfal:

—Usted es Dios.

La respuesta de ella no fue en palabras. Luego, cuando su asimilación mutua se hizo aún más cercana y Mike se creyó a punto de descorporizarse, la voz de ella le devolvió a la realidad.

—¡Oh!… ¡Oh! ¡Usted es Dios…!

—Asimilamos Dios.

25

En Marte, la pequeña avanzadilla humana construía domos de presión semienterrados para el grupo mayor de hombres y mujeres que llegaría con la siguiente nave. Este trabajo se realizó mucho más rápido de lo previsto originalmente, ya que los marcianos se mostraron colaboradores no críticos. Parte del tiempo que se adelantó fue empleado en preparar una estimación preliminar de un proyecto a muy largo plazo para liberar el oxígeno atrapado en las arenas de Marte y convertir el planeta en un territorio más acogedor para las futuras generaciones humanas.

Los Ancianos ni cooperaron ni pusieron trabas a esos planes humanos a largo plazo; todavía no era el momento oportuno. Sus propias mediciones se acercaban a un violento punto crítico culminante, que controlaría el arte marciano durante muchos milenios. En la Tierra, las elecciones continuaban como siempre, y un poeta muy de vanguardia publicó una edición limitada de versos, que consistían enteramente en signos de puntuación y espacios en blanco; la revista Time hizo la crítica del libro, y sugirió que las Actas de la Asamblea de la Federación podían ser provechosamente traducidas a ese sistema. El poeta fue invitado a dar una conferencia en la Universidad de Chicago, cosa que hizo vestido formalmente de etiqueta, pero sin llevar ni pantalones ni zapatos.

Se abrió una campaña publicitaria colosal para promover la venta de órganos sexuales de plantas para uso humano, y se divulgó que la señora de Joseph Douglas («Sombra de grandeza») había declarado al respecto: «Antes me sentaría a una mesa sin servilletas que a una mesa sin flores». Un swami tibetano de Palermo, Sicilia, anunció en Beverly Hills el reciente descubrimiento de una antigua disciplina yoga de respiración que aumentaba tanto el pranha como la atracción cósmica entre los sexos. Se pidió a sus novicios que adoptaran la postura matsyendra vestidos con pañales de lienzo tejido a mano mientras el swami leía en voz alta himnos del Rig-Veda y un ayudante gurú examinaba en otro cuarto los bolsillos de los pupilos. Nada era robado nunca de esos bolsillos; la finalidad era menos inmediata.

El presidente de Estados Unidos proclamó «Día Nacional de las Abuelas» el primer domingo de noviembre, y animó a los nietos norteamericanos a que lo dijesen con flores. Una cadena de establecimientos de pompas fúnebres fue procesada por rebajar sus tarifas y reventar precios de forma desleal. Los obispos fosteritas, tras un cónclave secreto, anunciaron el segundo Gran Milagro de su Iglesia: el obispo supremo Digby había sido trasladado en cuerpo y alma al Cielo y ascendido a arcángel, alineándose junto —pero inmediatamente después— al Arcángel Foster. La gloriosa noticia fue mantenida en reserva mientras llegaba la confirmación celestial de la elevación de un nuevo obispo supremo, Huey Short…, un candidato de compromiso aceptado por la facción de Boone, después de echar a suertes repetidamente las papeletas.

L'Unita y Hoy publicaron idénticas denuncias doctrinarias a la elevación de Short; L'Osservatore Romano y el Christian Science Monitor la ignoraron; el Times of India se burló de ella en su editorial, y el Manchester Guardian se limitó a informar de ello, sin comentarios; la congregación fosterita en Inglaterra era pequeña pero extremadamente militante.

Digby no se sintió complacido con esa promoción. El Hombre de Marte le había interrumpido cuando tenía su trabajo a medio terminar…, y con toda seguridad aquel estúpido borrico de Short lo iba a malograr todo. Foster le escuchó con angélica paciencia hasta que Digby se hubo desahogado por completo; luego le dijo:

—Escucha, hijo, ahora eres un ángel…, así que olvídalo. La eternidad no es momento para las recriminaciones. También tú fuiste un estúpido borrico hasta que me envenenaste. A partir de entonces te las arreglaste bastante bien. Ahora que Short es obispo supremo, también se las arreglará bastante bien, no puede evitarlo. Lo mismo ocurre con los papas. Algunos de ellos no son más que un grano en el culo hasta que son promocionados. Habla con alguno de ellos, sigue adelante…, recuerda que aquí no existen las envidias profesionales.

Digby se calmó un poco, pero hizo una petición. Foster agitó negativamente su halo.

—No puedes tocarle. Ni siquiera debes intentarlo. Oh, nada te impide presentar una solicitud de milagro, si quieres ponerte en una situación ridícula. Pero te lo digo de antemano: rechazarán tu petición. Todavía no entiendes el Sistema. Los marcianos poseen su propia organización, distinta de la nuestra, y, en tanto se les necesite, no podemos tocarlos. Dirigen su propio espectáculo como les parece mejor: el universo tiene variedad, hay algo para cada uno…, un hecho que vosotros, los trabajadores de campo, pasáis a menudo por alto.

—¿Pretendes decir que ese tipo puede quitarme de en medio, y yo he de quedarme cruzado de brazos?

—Yo me quedé cruzado de brazos en las mismas circunstancias, ¿no? Y ahora te estoy ayudando, ¿no? Mira, hay trabajo que hacer, y mucho. El Jefe quiere resultados, no excusas. Si necesitas un Día Libre para calmar tus nervios, zambúllete en el Paraíso Musulmán y tómatelo. De otro modo, endereza tu halo, cuadra las alas y ponte a trabajar. Cuanto antes empieces a actuar como ángel, antes te sentirás angélico. ¡Sé feliz, hijo!

Digby dejó escapar un profundo suspiro etéreo.

—De acuerdo, soy feliz. ¿Por dónde tengo que empezar?


Jubal no se enteró de la desaparición de Digby ni siquiera cuando fue dada la noticia. Cuando llegó a sus oídos, no dejó de asaltarle una fugaz sospecha respecto a quién había realizado el milagro, aunque la desechó apresuradamente; si Mike había metido el dedo en ello, se había salido bien librado…, y a Jubal le importaba un comino lo que les sucediese a los obispos supremos siempre y cuando no le molestasen con ello.

Más aún, su propia casa había sufrido una considerable alteración. En este caso Jubal supo lo que había ocurrido, pero no se molestó en preguntar. Es decir, Jubal sospechaba lo que había ocurrido pero no sabía con quién…, y no quería saberlo. Un ligero caso de violación. ¿Era «violación» la palabra adecuada? Bien, «violación de menores». No, no era eso tampoco; Mike era legalmente mayor de edad, y se suponía que estaba capacitado para defenderse en cualquier clase de forcejeo. De todos modos, ya era hora de que sazonasen un poco al chico, no importaba cómo hubiera ocurrido.

Jubal no pudo reconstruir el crimen basándose en la conducta de las chicas, ya que sus normas variaban constantemente; a veces era ABC versus D, luego BCD versus A, o AB versus CD o AD versus CB…, a través de todas las formas posibles en que cuatro mujeres podían aliarse o enfrentarse entre sí.

El juego se mantuvo durante la mayor parte de la semana posterior a la desdichada visita a la Iglesia, período durante el cual Mike permaneció en su cuarto sumido en un trance de retraimiento tan profundo, que Jubal le hubiera declarado muerto de no haberle visto otras veces antes en igual situación. No le habría importado, de no ser porque el servicio doméstico se fue completamente al traste. Las chicas parecían pasar la mitad de su tiempo yendo de puntillas «a ver si Mike se encontraba bien», y estaban demasiado preocupadas para cocinar adecuadamente y mucho menos para actuar de secretarias. Incluso Anne, siempre firme como una roca… ¡maldita sea, Anne era la peor de todas! Abstraída y sometida a inexplicados accesos de lágrimas…, y Jubal hubiera apostado su propia vida a que, si Anne hubiera tenido que ser testigo de la Segunda Venida, se habría limitado a memorizar fecha, hora, personajes, acontecimientos y presión barométrica sin que sus tranquilos ojos azules parpadeasen siquiera.

A última hora de la tarde del jueves, Mike despertó de pronto y, de inmediato, ABCD estuvieron a su servicio, «en menos tiempo del que dura el polvo bajo las ruedas del carro». A partir de ahí las chicas encontraron de nuevo tiempo para ofrecerle también a Jubal un perfecto servicio, con lo cual éste contó sus bendiciones y olvidó lo pasado. Todo, excepto un pensamiento retorcido y muy privado de que, si les hubiera pedido que tomaran una decisión definitiva, Mike habría podido quintuplicar sus sueldos con sólo escribirle una postal a Douglas… Pero de todos modos, las chicas se habrían puesto sin un parpadeo de parte de Mike, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Una vez recobrada la tranquilidad doméstica, a Jubal no le importó que su reino fuera gobernado por una especie de mayordomo de palacio. Las comidas estaban a su hora y —si eso era posible— mejor guisadas que nunca; cuando gritaba: «¡Primera!», aparecía la chica de turno con los ojos brillantes, feliz y eficiente…, y, siendo ése el caso, a Jubal le importaba un comino quién se apuntara los tantos de parte de los chicos. O de las chicas.

Además, el cambio sufrido por Mike le resultaba tan interesante como agradable era el restablecimiento de la paz. Antes de aquella semana, Mike se manifestaba dócil de un modo que Jubal había calificado de patológico; ahora se mostraba tan seguro de sí mismo que Jubal le hubiera descrito como engreído de no ser porque el joven derrochaba una consideración y una cortesía inagotables. Pero aceptaba el homenaje de las chicas como si se tratara de un derecho natural, parecía más viejo de lo que marcaba el calendario de su edad antes que más joven, su voz se había hecho más profunda, y hablaba con disciplinada energía antes que con timidez. Jubal decidió que Mike se había integrado a la raza humana; se dijo que podía dar de alta a su paciente como curado.

Excepto en un punto, se recordó Jubal: Mike seguía sin reír. Podía sonreír ante una broma, y a veces ni siquiera pedía que se la explicasen. Mike estaba alegre, incluso contento…, pero nunca se reía.

Jubal decidió que aquello no era importante. El paciente estaba cuerdo, sano y era humano. Pocas semanas antes, Jubal no habría apostado nada a que el muchacho pudiera llegar a curarse. Era lo bastante honesto y humilde como para no atribuirse como médico el mérito de aquella transformación; eran las chicas quienes tenían más que ver con ello. ¿O debería decir «una de las chicas»?

Desde la primera semana de su estancia, Jubal había repetido a Mike casi a diario que podía quedarse todo el tiempo que quisiera en la casa…, pero que debería ponerse en movimiento y ver el mundo tan pronto como se considerara en condiciones. En vista de esto, Jubal no hubiera debido sorprenderse cuando Mike anunció una mañana —durante el desayuno— que iba a marcharse. Pero se sorprendió y, ante su propio asombro, se sintió dolido.

Lo disimuló utilizando innecesariamente la servilleta antes de responder:

—¿Ah, sí? ¿Cuándo?

—Nos vamos hoy.

—Hum. Hablas en plural —Jubal miró en torno de la mesa—. ¿Es que Larry, Duque y yo vamos a tener que guisar nuestras comidas hasta que pueda conseguir más ayuda?

—Hemos hablado de eso —repuso Mike—. Jill vendría conmigo, nadie más. Necesito a alguien a mi lado, Jubal; todavía no sé cómo hace las cosas la gente en el mundo. Sigo cometiendo errores; necesito un guía por un tiempo más. Pensé que podía ser Jill, puesto que quiere seguir aprendiendo el marciano…, y creo que las otras también. Pero si desea que Jill se quede, entonces puede ser alguien distinto. Tanto Duque como Larry están dispuestos a ayudarme, si no puede prescindir de ninguna de las chicas.

—¿Quiere decir que tengo voto sobre el asunto?

—¿Qué? Jubal, ha de ser su decisión. Todos sabemos eso.

«Hijo, eres todo un tipo», pensó Jubal, «y probablemente acabas de pronunciar tu primera mentira. Dudo mucho que pueda convencerte de que te vayas con Duque si ya has tomado tu decisión hacia otro lado».

—Supongo que tiene que ser Jill, pero… Miren, chicos, ésta sigue siendo su casa. El cerrojo nunca estará corrido para vosotros.

—Lo sabemos, y volveremos. Compartiremos el agua otra vez.

—Así será, hijo.

—Sí, padre.

—¿Eh?

—Jubal, no existe palabra marciana para «padre». Pero últimamente he asimilado que es usted mi padre. Y el padre de Jill.

Jubal lanzó una mirada a Jill.

—Hum, asimilo. Cuídense.

—Lo haremos. Vamos, Jill.

Se habían ido antes de que Jubal se levantase de la mesa.

26

Se trataba de la feria de costumbre, en el tipo de ciudad de costumbre. Las atracciones eran las mismas, el algodón de azúcar tenía el sabor de siempre, los timadores profesionales practicaban —con una moderación aceptable para las leyes locales— su oficio de despojar a los primos de sus medios dólares, ya fuera con sus pelotas de béisbol que había que arrojar contra dianas o con sus ruedas de la fortuna o cualquier otro artilugio…, pero el despojo se producía de todos modos. La conferencia sexual fue recortada para encajar con los criterios locales relativos a las opiniones de Charles Darwin, las chicas del espectáculo llevaban encima la cantidad adecuada de gasas que las costumbres locales requerían, y Fenton el Intrépido ejecutaba cada noche su Doble Salto Mortal Desafiando a la Muerte —real y auténtico— justo antes de la última función.

El espectáculo diez-en-uno[7] era también estándar. La plantilla no incluía un mentalista, pero llevaba un mago; no había mujer barbuda, pero sí un fenómeno mitad hombre y mitad mujer; faltaba el tragasables, aunque no el comefuego. En vez de marino tatuado el espectáculo presentaba a una dama tatuada que, además, era encantadora de serpientes y, como remate del show —y por medio dólar adicional— aparecía «¡absolutamente desnuda…, cubierta tan sólo por piel viva y llena de exóticos dibujos!»…, y cualquier cliente que descubriese en su cuerpo, del cuello para abajo, un solo centímetro cuadrado de piel sin tatuar, sería recompensado con un billete de veinte dólares.

Temporada tras temporada nadie reclamaba el premio, porque el desafío era lanzado honestamente. La señora Paiwonski permanecía perfectamente inmóvil y completamente desnuda, «cubierta tan sólo por piel viva»…, en este caso la de una boa constrictora de cuatro metros de largo conocida como «Cariñito». Cariñito permanecía enroscada en torno de la señora P. de un modo tan estratégico que ni siquiera la alianza ministerial local tuvo motivo de queja, sobre todo teniendo en cuenta que algunas de sus propias hijas no llevaban tanto, y lo poco que llevaban cubría aún menos, cuando asistían a la feria. Para impedir que la plácida y dócil Cariñito fuera molestada, la señora P. tomaba la precaución de subirse a una pequeña plataforma en el centro de un tanque de lona…, en cuyo suelo había más de una docena de cobras.

Cualquier borracho ocasional, convencido de que a todas las serpientes de los encantadores de serpientes les habían sido extirpados los colmillos, e impulsado por esta idea intentaba meterse en el tanque en busca de ese centímetro cuadrado no decorado, cambiaba invariablemente de opinión tan pronto como una cobra le veía, se alzaba y desplegaba su capucha.

Además, la luz era escasa.

De todos modos, el borracho no hubiera cobrado los veinte dólares en ningún caso. La afirmación de la señora P. era más firme que el dólar. Ella y su ahora difunto esposo habían tenido durante muchos años un estudio de tatuaje en San Pedro; cuando la clientela flojeaba, el matrimonio pasaba el rato tatuándose mutuamente. Al cabo del tiempo, con una cierta sensación de pesar, la señora P. descubrió que la obra de arte dibujada sobre su cuerpo estaba tan definitivamente completa desde el cuello hacia abajo que ya no quedaba espacio para un pinchazo más. La señora P. se enorgullecía del hecho de ser la mujer más decorada del mundo —y por el mejor artista del mundo, pues tal era la humilde opinión que tenía de su difunto esposo—, y además tenía la certeza de que ganaba cada dólar de forma honesta, porque su integridad se conservaba incólume, pese a estar asociada con pecadores y truhanes. Ella y su esposo habían sido convertidos por el propio Foster; se mantenía registrada como miembro en San Pedro y, dondequiera que se encontrase, acudía al templo más próximo de la Iglesia de la Nueva Revelación.

Patricia Paiwonski hubiera prescindido alegremente de la protección de Cariñito durante la apoteosis de su actuación, no solamente para demostrar que era honesta —lo cual no necesitaba ninguna prueba, puesto que ella sabía que era cierto—, sino porque estaba serenamente convencida de que ella era la tela para un cuadro de arte religioso más grande que cualquiera de las paredes o techos del Vaticano. Cuando ella y George vieron la luz de Foster, todavía quedaban en la piel de Patricia como unos treinta centímetros cuadrados en blanco; antes de que George muriese, su esposa exhibía una completa historia gráfica de la vida de Foster desde la cuna, rodeada de ángeles revoloteando, hasta el glorioso día en que el profeta fue a ocupar el lugar que tenía destinado entre los arcángeles.

Lamentablemente (puesto que hubiera podido convertir a muchos pecadores en buscadores de la luz), gran parte de esa sagrada historia tenía que permanecer cubierta; hasta tal punto dependía ya de las leyes y de los legisladores locales. Pero podía exhibirla en las reuniones de Felicidad a puerta cerrada de las iglesias locales a las que asistía, siempre y cuando lo deseara el pastor, cosa que ocurría en casi todas las ocasiones. Pero, aunque siempre era bueno añadir algo a la Felicidad, los salvados no lo necesitaban; Patricia hubiera preferido salvar a los pecadores. No sabía predicar, no sabía cantar, nunca había sido llamada a hablar en lenguas…, pero era un testigo viviente de la luz.

En el espectáculo de diez-en-uno, su número venía después del último, y justo antes estaba el del mago; eso le daba tiempo de recoger sus fotografías no vendidas. Un cuarto de dólar las fotos en blanco y negro, medio dólar las de color, y una colección de fotos especiales por cinco dólares en un sobre cerrado. Éste último sólo podía venderse a los clientes que firmaran un impreso en el que alegaban que eran doctores en medicina, psicólogos, sociólogos, o tenían alguna otra profesión que les permitía adquirir un material no disponible al público en general. Tal era la integridad de Patricia que no las vendía si el cliente no cumplía con ese requisito; incluso a veces les solicitaba que le mostraran su tarjeta profesional… ¡no quería que unos sucios dólares la pusieran a ella al alcance de los chicos que iban al colegio! Eso también le daba tiempo de deslizarse por la entrada trasera de la tienda y prepararse —ella y las serpientes— para la salida.

El mago, el Doctor Apolo, actuaba en la última tarima junto al faldón de lona que conducía a la salida. Empezaba pasando a su audiencia una docena de brillantes anillas de acero, cada una de ellas grande como un plato, y les invitaba a que comprobasen que cada anilla era sólida y recia y no tenía aberturas ni puntos de unión. Luego les hacía sostener las anillas de tal modo que montaran en sus extremos unas sobre otras. El Doctor Apolo caminaba a lo largo de la plataforma, tendía su varita y tocaba con ella cada punto donde dos anillas se superponían…, y los sólidos eslabones de acero formaban una cadena.

Alzaba casualmente su varita en el aire, se subía las mangas, aceptaba un bol de huevos que le ofrecía su ayudante y empezaba a juguetear con una docena de ellos. Sus malabarismos no atraían muchas miradas, puesto que la mayor parte de los espectadores no separaba la vista de su ayudante. Era un espléndido ejemplo de diseño moderno funcional y, aunque iba más vestida que el resto del elenco femenino del espectáculo, no parecían existir muchas probabilidades de que su cuerpo estuviese tatuado en ninguna parte.

Así, los espectadores apenas se daban cuenta cuando los seis huevos se convertían en cinco, luego en cuatro…, tres…, dos…, hasta que finalmente el Doctor Apolo lanzaba uno al aire, aún con las mangas subidas y con una expresión de desconcierto en su rostro.

—Los huevos escasean cada vez más de un año para otro —decía finalmente, al tiempo que arrojaba aquel último huevo por encima de las cabezas de los espectadores que estaban más cerca de la plataforma hacia un hombre en la parte de atrás de la audiencia—. ¡Agárrelo!

Se daba la vuelta, y no parecía darse cuenta de que el huevo nunca llegaba a su destino.

El Doctor Apolo realizaba varios trucos más, exhibiendo siempre aquella expresión ligeramente desconcertada y con la misma actitud indiferente. En una ocasión pidió a un muchacho que se acercara a la plataforma.

—Hijo, sé lo que estás pensando. Crees que no soy un auténtico mago. ¡Y tienes razón! Sólo por eso te has ganado un dólar —ofreció al muchacho un billete de un dólar. El billete desapareció.

El mago pareció apenado.

—¿Lo has dejado caer? Bien, entonces agarra fuerte este otro.

Un segundo billete desapareció.

—¡Oh, querido! Te concederé otra oportunidad. Usa las dos manos. ¿Lo tienes? Entonces será mejor que salgas de aquí enseguida con él; ya deberías estar en la cama a estas horas —el chico salió disparado con el dinero, y el mago se volvió y pareció de nuevo desconcertado—. Madame Merlín, ¿qué tenemos que hacer ahora?

Su atractiva ayudante se acercó a él, le hizo bajar la cabeza y le susurró algo al oído. Él negó con la cabeza.

—No, no delante de todo este distinguido público.

Ella le susurró de nuevo; él pareció inquieto.

—Lo siento, amigos, pero madame Merlín insiste en que quiere irse a la cama. ¿Algún caballero desea ayudarla?

Parpadeó ante la masa de voluntarios.

—Oh, sólo dos son necesarios. ¿Alguno de ustedes pertenece al Ejército?

El número de voluntarios seguía siendo excesivo; el Doctor Apolo escogió dos y dijo:

—Hay un camastro del Ejército debajo del extremo de la tarima, no tienen más que levantar la lona. Bien, ¿tienen la bondad de colocarla encima de la tarima? Madame Merlín, póngase de cara hacia aquí, por favor.

Mientras los dos hombres colocaban el camastro, el Doctor Apolo trazó pases en el aire en torno de su ayudante.

—Duerma…, duerma…, ahora está dormida. Amigos, se halla en un profundo trance. Ustedes dos, caballeros, que tan amablemente le han preparado la cama, ¿tendrán la bondad de acomodarla en ella? Que uno coja su cabeza y el otro sus pies. Con cuidado ahora.

Rígida como un cadáver, la muchacha fue trasladada al camastro.

—Gracias, caballeros. Pero no debemos dejarla sin cubrir, ¿verdad? Había una sábana por ahí, en alguna parte. Oh, ahí está… —el mago adelantó una mano, recuperó su varita de donde la había dejado suspendida en el aire, apuntó con ella a una mesita llena de cosas situada al otro extremo de la tarima; una sábana se separó de los objetos amontonados allí y acudió hacia él—. Simplemente extiendan esto sobre madame Merlín. Cúbranle la cabeza también; una dama no debe ser expuesta a las miradas del público mientras duerme. Ahora, si tienen la bondad de bajar de la tarima. ¡Estupendo! Madame Merlín, ¿puede oírme?

—Sí, Doctor Apolo.

—Está usted profundamente dormida. Ahora está descansando. Se siente ligera, mucho más ligera. Duerme sobre un lecho de nubes. Flota… —la figura cubierta por la sábana se elevó más o menos un palmo—. ¡Demonios! No tanto. No querríamos perderla.

Entre los espectadores, un muchacho que debía de estar a punto de cumplir la veintena explicó en un susurro audible:

—Ya no está bajo la sábana. Cuando le colocaron la sábana por encima bajó por una trampilla del suelo. Eso no es más que un armazón de alambre. Dentro de un minuto levantará la sábana y, cuando lo haga, el armazón se plegará y desaparecerá. Es sólo un truco…, cualquiera puede hacerlo.

El Doctor Apolo le ignoró y siguió hablando.

—Un poco más arriba, madame Merlín. Más arriba. Ahí…

La forma envuelta en la sábana quedó flotando a casi dos metros por encima de la tarima. El muchacho listo murmuró a sus amigos:

—Hay una fina varilla de acero, pero resulta difícil verla. Probablemente está en la esquina por donde cuelga la sábana y toca el camastro.

El doctor Apolo se volvió y pidió voluntarios para retirar el camastro y volver a colocarlo debajo de la plataforma.

Madame Merlín ya no lo necesita, duerme sobre nubes… —se volvió hacia la figura que flotaba en el aire e hizo como si estuviera escuchando—. ¿Qué? Más alto, por favor. ¿Oh? Madame Merlín dice que no desea la sábana…, es demasiado pesada.

—Ahora es cuando desaparece el armazón.

El mago dio un brusco tirón a una esquina de la sábana. La audiencia a duras penas se dio cuenta de que había desaparecido; todos miraban a madame Merlín, aún flotando, aún dormida a casi dos metros por encima de la plataforma. La tarima se hallaba en medio de la parte de atrás de la tienda, y la audiencia la rodeaba por todos lados. Un compañero del muchacho que lo sabía todo sobre magia preguntó:

—Bien, Speedy, ¿dónde está la varilla de acero?

—Tienes que mirar al sitio donde él no quiere que mires —respondió el muchacho, inseguro—. Por eso tienen esas luces puestas de tal modo que te dan directamente en los ojos.

—Ya basta de dormir, princesa encantada —indicó el Doctor Apolo—. Deme la mano. Despierte, ¡despierte!

Sujetó su mano, tiró de ella hasta ponerla en posición vertical y la ayudó a descender hasta la tarima.

—¿Os habéis dado cuenta? ¿Visteis dónde puso el pie? Ése es el punto de donde sale la varilla —y el muchacho añadió, satisfecho—. No es más que un truco de escenario.

El mago siguió hablando:

—Y ahora, queridos amigos, si tienen la amabilidad de prestar atención a nuestro docto conferenciante, el profesor Timoshenko…

El presentador intervino de inmediato:

—¡No se vayan! Por esta única actuación y sólo gracias a un acuerdo con el Consejo Universitario, y con el permiso del Departamento de Seguridad de esta maravillosa ciudad, ofrecemos este billete de veinte dólares a cualquiera de ustedes que…

La mayor parte de la atención se centró en la salida. Unos cuantos se entretuvieron aún un rato por allí, luego empezaron a marcharse cuando la mayor parte de las luces de la tienda principal fueron apagadas. Los fenómenos y otros artistas empezaron a empaquetar sus cosas y los mozos a desmontar. Había que coger el tren por la mañana, y las tiendas del personal seguirían en pie para que sus ocupantes durmiesen en ellas unas pocas horas, pero los mozos empezaron a soltar ya las estacas de la tienda principal.

Poco después, el presentador-propietario-gerente del espectáculo de aquella feria volvió a la tienda principal medio a oscuras, una vez hubo facilitado con la persuasión de costumbre la salida a los últimos clientes por la parte de atrás.

—Smitty, no te vayas. Tengo algo para ti —le tendió un sobre al mago, que el Doctor Apolo se metió en el bolsillo sin mirar, y añadió—. Chico, lamento tener que decírtelo…, pero tu esposa y tú no nos acompañaréis a Paducah.

—Lo sé.

—Bueno…, mira, no te lo tomes así, no se trata de nada personal…, pero tengo que pensar en el espectáculo. Os reemplazamos con un equipo de mentalistas. Hacen un acto de lectura de la mente que es algo impresionante; luego ella hace toda una exhibición de frenología que pone los pelos de punta mientras él actúa con la bola de cristal. Los necesitamos…, ya sabes que no te garanticé el empleo durante toda la temporada. Sólo estabais a prueba.

—Lo sé —admitió el mago—. Sabía que era hora de irnos. No hay rencor alguno por mi parte, Tim.

—Bien, me alegra que te lo tomes así —el presentador titubeó—. ¿Quieres un consejo, Smitty? Si no lo quieres, simplemente dilo.

—Me gustaría que me lo diera— dijo simplemente el mago.

—De acuerdo, tú lo has pedido. Smitty, tus trucos son buenos. Demonios, algunos de ellos me han dejado desconcertado incluso a mí. Pero los trucos buenos no bastan para convertirle a uno en mago. El problema es que no lo vives; no estás en ello. Te comportas como un auténtico hombre de circo: sólo te ocupas de tus cosas y no te metes en la actuación de nadie y eres útil si alguien te necesita. Pero no eres un hombre de circo. Te falta esa intuición que hace comprender a uno qué es lo que convierte a un primo en primo. Un auténtico mago puede hacer que los primos se queden con la boca abierta por el simple hecho de que algo permanezca suspendido en el aire. Ese acto de levitación que haces…, nunca he visto una ejecución mejor, pero los primos no se impresionan. Falla la psicología.

»Mírame a mí, por ejemplo; soy incapaz de sacar ninguna tontería del aire…, demonios, ni siquiera sé usar un cuchillo y un tenedor sin hacerme daño en la boca. No tengo número, excepto el que cuenta. Conozco a los primos. Sé dónde hay que golpearles. Sé exactamente con cuánta fuerza. Sé lo que desean con más avidez, incluso mejor que ellos. Ése es el arte de director de espectáculos, hijo, ya seas un político ocupando tu cargo o un predicador aporreando un púlpito…, o un mago. Descubre qué es lo que quieren los primos, y podrás dejar en el baúl la mitad de tus trastos.

—Estoy seguro de que tiene razón.

—Sé que la tengo. Quieren sexo y sangre y dinero. No les damos auténtica sangre…, pero les proporcionamos la esperanza de que un comefuego o un lanzacuchillos cometa un error. No les damos dinero tampoco; sólo les animamos hacia él mientras les quitamos un poco del suyo. Y no les damos realmente sexo. Pero, ¿por qué siete de cada diez se quedan a ver el número final? Para ver un poco de carne, por eso…, y por la posibilidad de que, además, les paguen por verla…, cuando quizá tengan toda la carne que necesiten o incluso más en su propia casa cada vez que quieran. Y resulta que no ven nada y además nadie les paga nada…, y, sin embargo, los enviamos felices de vuelta a sus casas.

»¿Qué otra cosa más quiere un primo? ¡Misterio! Quiere creer que el mundo es un sitio romántico, cuando sabe condenadamente bien que no lo es. Ése es tu trabajo…, sólo tienes que aprender a desempeñarlo. Demonios, hijo, todos los espectadores saben que tu acto es mero truco…, pero les gusta creer que se trata de algo real, y a ti te corresponde convencerles de eso, mientras sigan metidos en el show. Ahí es donde fallas.

—¿Qué debo hacer para conseguirlo, Tim? ¿Cómo puedo aprender qué es lo que hace picar a un primo?

—Demonios, eso es algo que no puedo decirte; tienes que aprenderlo por ti mismo. Ve ahí fuera y camina un poco y sé tú mismo un primo por un tiempo, quizá. Pero… Bueno, toma esa idea tuya de presentarte con el mismo aspecto que el «Hombre de Marte». No debes ofrecer al primo una cosa que sabes que no va a tragarse. Todos han visto al Hombre de Marte, en fotografías y en la estereovisión. Demonios…, incluso yo lo he visto. De acuerdo, te pareces mucho a él, tienes el mismo aspecto, un parecido casual…, pero, aunque fueses su hermano gemelo, los primos saben que no van a encontrar al Hombre de Marte en un espectáculo diez-en-uno en una feria. Es tan estúpido como anunciar a un tragasables como «el presidente de Estados Unidos». ¿Me sigues? Un primo desea creer…, pero no consiente que se insulte su inteligencia. Hasta un primo tiene algún tipo de cerebro. Tienes que recordar eso.

—Lo recordaré.

—Está bien. Hablo más de la cuenta…, un presentador adquiere ese vicio. ¿Cómo tienes las cosas? Demonios, sé que no debería hacerlo, pero…, ¿necesitas un préstamo?

—Gracias, Tim. No estamos dolidos, de veras.

—Bien, cuidaos. Adiós, Jill —se apresuró a salir.

Patricia Paiwonski entró por la parte de atrás, vestida con una bata.

—¿Chicos? Tim ha suprimido vuestro número.

—De todas formas nos íbamos, Pat.

—Sabía que iba a hacerlo… Me pone tan furiosa, que me están entrando ganas de largarme yo también.

—Vamos, Pat…

—No, lo digo en serio. Puedo llevar mi número a cualquier parte, y él lo sabe. Dejarle sin su número final. Puede conseguir otros actos más o menos buenos…, pero una buena actuación atrevida que los «payasos» no prohiban, resulta más difícil de descubrir.

—Pat, Tim tiene razón, y Jill y yo lo sabemos. Carezco del talento necesario para el mundo del espectáculo.

—Bueno…, quizá sí. Pero os voy a echar de menos. Ha sido casi como si fuerais mis propios chicos. ¡Oh, queridos! Mirad, no nos marchamos hasta mañana por la mañana…, venid a mi tienda y charlaremos un rato.

—Mejor aún, Patty —indicó Jill—. Ven tú con nosotros a la ciudad y tomémonos un par de copas. ¿Qué te parecería la idea de sumergirte en una gran bañera de agua caliente llena con sales de baño?

—Oh… Llevaré una botella.

—No —objetó Mike—. Sé lo que bebes y lo tenemos. Anda, vamos.

—Bueno, iré. Estáis en el Imperial, ¿no?… Pero ahora mismo no puedo ir con vosotros. He de comprobar primero que mis niñas están bien y decirle a Cariñito que voy a salir y prepararle sus botellas de agua caliente. Cogeré un taxi. Me tendréis con vosotros dentro de media hora, más o menos.

Condujeron hasta la ciudad, con Mike a los controles. Era una ciudad pequeña, sin regulación automática del tráfico. Mike condujo con cuidadosa precisión, exactamente en zona máxima y deslizando el vehículo terrestre a espacios libres que Jill no veía hasta que los atravesaban. Lo hacía sin ningún esfuerzo, de la misma forma como hacía sus juegos malabares. Jill sabía cómo lo hacía, incluso había aprendido a hacerlo un poco ella también; Mike dilataba su sentido del tiempo hasta que el problema de hacer juegos malabares con huevos o avanzar a toda velocidad por entre el denso tránsito le resultaba sencillísimo, con todo lo demás como a cámara lenta. De todos modos, reflexionó, resultaba un extraño logro para un hombre que, pocos meses antes, tenía dificultades para atarse los cordones de los zapatos.

No habló; Mike podía hablar mientras permanecía en tiempo dilatado si era necesario, pero resultaba extraño conversar con las mentes ajustadas a diferentes ritmos de tiempo. En vez de ello pensó con cierta suave nostalgia en la vida que abandonaban, con cariño, parte de ella en conceptos marcianos y parte en conceptos terrestres.

Durante toda la vida —hasta que conociera a Mike— había estado sometida a la tiranía del reloj: primero cuando acudía a la escuela de niña, luego cuando fue al instituto ya de adolescente, después cuando ingresó en el hospital y tuvo que soportar las ineludibles presiones de las rutinas profesionales. La vida en la feria no se había parecido en nada a todo aquello. Aparte la sencilla y casi agradable obligación de cuidar su aspecto y acicalarse varias veces al día desde media tarde hasta última hora de la noche, nunca tenía que hacer nada a una hora fija. A Mike no le preocupaba si comían una o seis veces al día, y siempre se mostraba complacido con el hospedaje que Jill le buscaba. Habían tenido su propia tienda para vivir y un equipo completo de camping; en muchas poblaciones ni siquiera habían abandonado los terrenos donde se montaba la feria desde su llegada hasta su marcha. La compañía formaba un pequeño mundo cerrado, que el exterior no podía alcanzar. Se había sentido feliz en ella.

A decir verdad, en cada ciudad los terrenos de la feria se llenaban de primos…, pero ella había terminado por adquirir el punto de vista de los demás: los primos no contaban; era igual que si estuvieran detrás de una pared de cristal. Jill comprendía completamente por qué las muchachas que salían en el espectáculo podían —y de hecho lo hacían— exhibirse con tan poca ropa —y, en algunas ciudades, sin ninguna, si podía arreglarse con las autoridades— sin sentirse molestas…, y sin ser inmodestas en su conducta fuera del espectáculo. Los primos no eran gente para ellas; eran burbujas de nada cuya única misión consistía en escupir monedas de medio dólar.

Sí, la feria había sido un hogar feliz y completamente seguro, aunque su número hubiera sido un fracaso. No siempre había sido así al principio, cuando abandonaron la seguridad de la casa de Jubal para salir al mundo e incrementar la educación de Mike. Habían sido identificados más de una vez, y en algunas ocasiones habían tenido problemas para escapar, no sólo de la prensa, sino también de la interminable multitud de gente que parecía considerarse con derecho a pedirle cosas a Mike, simplemente porque era el Hombre de Marte.

Finalmente Mike había pensado sus rasgos hasta darles un aspecto de mayor madurez, y había efectuado otros ligeros cambios en su apariencia. Eso, unido al hecho de que frecuentaban lugares donde a nadie del público se le ocurriría buscar al Hombre de Marte, les proporcionó una cierta intimidad. Fue por aquel entonces, en una ocasión que Jill telefoneó a casa para informar de su nueva dirección postal, que Jubal sugirió una historia para ocultar su paradero…, y un par de días mas tarde Jill leyó que el Hombre de Marte se había retirado de nuevo, esta vez a un monasterio tibetano.

El retiro se llamaba en realidad «Hank's Grill», se hallaba en una ciudad «en ninguna parte», y Jill trabajaba en él de camarera y Mike de lavaplatos. No era peor que trabajar de enfermera y las exigencias eran mucho menores; incluso ya no le dolían los pies. Mike tenía un sistema notablemente rápido de limpiar los platos, aunque tenía que ir con mucho cuidado y emplearlo solamente cuando el jefe no miraba. Conservaron ese trabajo durante una semana, luego siguieron su camino, en ocasiones trabajando, en ocasiones no. Visitaban las bibliotecas públicas casi a diario, en cuanto Mike se enteró de su existencia. Jill descubrió que Mike había dado por sentado que la biblioteca de Jubal contenía un ejemplar de cada libro publicado en la Tierra. Cuando descubrió la maravillosa verdad, permanecieron casi un mes en Akron. Jill efectuó un montón de compras durante aquel mes: con un libro en su poder, Mike simplemente no era compañía.

Pero el unirse a los Espectáculos Combinados y Orgía de Diversiones Familiares Baxter se convirtió en la parte más agradable de su vagabundeo. Jill recordó —con una risita interior— aquella vez en que —¿cómo se llamaba el pueblo?; no importaba— toda la feria fue detenida. La cosa no fue justa, ni siquiera según los estándares de los polis, puesto que los permisos siempre funcionaban bajo explícitos acuerdos preestablecidos: con o sin sujetadores; luces azules o luces brillantes; lo que el payaso principal de la ciudad ordenara. Sin embargo, el sheriff los arrestó a todos, y el juez local pareció dispuesto no sólo a multarles sino a meter a las chicas en la cárcel por «vagancia».

Las instalaciones fueron clausuradas y la mayor parte de los artistas llevados a la audiencia, que se llenó con innumerables primos deseosos de echar un buen vistazo a las «mujeres desvergonzadas» en su comparecencia. Mike y Jill consiguieron apretarse al fondo de la sala del tribunal.

Desde hacía tiempo Jill había grabado a fuego en el ánimo de Mike la idea de que nunca debía hacer nada que no pudiera hacer ningún ser humano corriente cuando se encontrasen en algún sitio donde su acción pudiese ser observada. Pero Mike captó allí un punto crítico culminante, y no lo discutió con Jill.

El sheriff estaba testificando acerca de lo que había visto, dando detalles de la «lascivia pública»…, y disfrutando lo suyo con su exposición. Mike se había contenido todo lo que había podido, Jill tenía que admitirlo. Pero, en medio del testimonio, tanto el sheriff como el juez se quedaron de pronto completamente desnudos, sin ninguna prenda de ropa encima.

Jill y Mike aprovecharon la excitación para escabullirse discretamente, y más tarde ella supo que los demás acusados, todos ellos, habían hecho lo mismo, sin que nadie pareciera dispuesto a poner ninguna objeción. Por supuesto, nadie conectó el milagro con Mike, y él mismo no se lo mencionó nunca a Jill…, ni ella a él; no era necesario. La compañía recogió sus cosas a toda prisa y se marchó dos días antes de lo previsto, a una ciudad más honesta donde la regla era sujetador y pantaletas, y si se cumplía nadie diría nada.

Pero Jill recordaría toda su vida la expresión en el rostro del sheriff, y su aspecto también, puesto que resultó claro —por el repentino descolgamiento de sus carnes— que por motivos de orgullo el sheriff había estado llevando un apretado corsé.

Sí, sus días ambulantes habían sido unos hermosos días. Empezó a decirle esto mentalmente a Mike, con la intención de recordarle lo divertidamente ridículo que había parecido aquel engolado sheriff, con sus blandos rollos de carne desde su «acordonada» cintura y bajando por su peluda barriga hasta su vello púbico. Pero se contuvo. El marciano no tenía ningún concepto para «divertido», así que por supuesto no podía expresarlo. Compartían un creciente lazo telepático…, pero sólo en marciano.

—¿Sí, Jill? —inquirió la mente de Mike.

— Más tarde.

Se acercaban al Hotel Imperial, y Jill notó que la mente de Mike retardaba sus funciones mientras aparcaba el coche. Jill prefería mucho más acampar en los terrenos de la feria, excepto por una cosa: el baño. Las duchas estaban bien, pero nada podía compararse a una bañera llena de agua muy, muy caliente en la que poder meterse hasta la barbilla y empaparse. Así que a veces se registraban en un hotel, y alquilaban un coche de superficie. Mike, a causa de su primera educación, no compartía el fanático entusiasmo de Jill hacia frotar su cuerpo; ahora iba tan escrupulosamente limpio como ella…, pero sólo porque ella le había entrenado así; la suciedad no le molestaba. Es más, podía mantenerse inmaculadamente limpio sin necesidad de lavarse o bañarse, del mismo modo que nunca había tenido que ir al barbero una vez supo exactamente hasta qué longitud deseaba Jill que llevara el cabello. Pero a Mike también le gustaba alojarse en hoteles sólo por el bautismo en sí; gozaba tanto como siempre sumergiéndose en el agua de vida, independientemente de una inexistente necesidad de limpiarse, y liberado al fin de sus supersticiosos sentimientos con respecto al agua.

El Imperial era un hotel muy viejo, y no había sido gran cosa ni siquiera cuando era nuevo, pero la bañera de lo que llamaban orgullosamente la «suite nupcial» era satisfactoriamente grande. Apenas entrar en su habitación, Jill se encaminó al cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente para llenar la bañera…, y casi ni se sorprendió al hallarse repentinamente preparada para el baño, desnuda de pies a cabeza, excepto que aún llevaba el bolso bajo el brazo. ¡Querido Mike! Sabía cómo le gustaba a ella ir de compras, lo que la complacía la ropa nueva; así que la obligaba a entregarse a su debilidad infantil enviando a ninguna parte cualquier ropa que captara que ya no le encantaba. Lo hubiese hecho diariamente incluso, si ella no le hubiera advertido que demasiada ropa nueva despertaría las sospechas entre los integrantes de la feria.

—¡Gracias, querido! —exclamó—. Vamos dentro.

Él todavía no se había desnudado ni provocado la desaparición de su ropa…, probablemente haría lo primero, decidió; Mike consideraba el comprar ropa para él algo totalmente desprovisto de interés. Seguía sin ver ninguna utilidad a la ropa, excepto la simple protección contra los elementos; y ésta era una debilidad que no compartía. Se metieron en la bañera frente a frente; ella recogió un poco de agua en el hueco de las manos, se la llevó a los labios, se la ofreció a él. No era necesario hablar, ni siquiera el rito era imprescindible; simplemente a Jill le gustaba recordar a ambos algo cuyo recuerdo no era necesario, ni siquiera durante toda una eternidad.

Cuando él alzó la cabeza, ella dijo:

—En lo que estaba pensando mientras tu conducías, era en lo divertido que había resultado aquel horrible sheriff completamente desnudo.

—¿Pareció divertido?

—¡Oh, terriblemente divertido! Tuve que hacer un esfuerzo para no echarme a reír a carcajadas. No quería llamar la atención.

—Explícame por qué era divertido. No consigo ver el chiste.

—Oh…, no creo que pueda explicártelo. No fue un chiste…, no como uno de esos retruécanos y esas cosas que se cuentan.

—No asimilo que aquel hombre pudiera parecer divertido —dijo Mike muy seriamente—. En ambos hombres, el juez y el sheriff, asimilé incorrección. Si no hubiera sabido que te ibas a enfadar conmigo, los habría enviado a los dos muy lejos.

—Querido Mike… —Jill acarició su mejilla—. Mi buen Mike. Créeme, querido: lo que hiciste fue lo mejor que podías haber hecho. Ninguno de los dos lo olvidará mientras vivan, y apuesto a que no les habrán quedado ganas de detener a nadie en esa ciudad bajo la acusación de indecencia. Pero hablemos de alguna otra cosa. He estado deseando decirte cuánto lamento que nuestro número haya fracasado. Hice lo que pude escribiendo el guión, querido…, pero supongo que yo tampoco soy una profesional del espectáculo.

—Fue culpa mía, Jill. Tim habló correctamente: no asimilo a los primos. De todos modos, me ha servido de mucho el ir con los Espectáculos Combinados Baxter…, he asimilado cada día más cerca a los primos.

—Sólo que ya no debes llamarles primos, ahora que hemos dejado de pertenecer a ese mundo. Sólo personas…, no «primos».

—Asimilo que son primos.

—Sí, querido. Pero no es educado decirlo.

—Lo recordaré.

—¿Has decidido ya adonde vamos a ir?

—No. Lo sabré cuando llegue el momento.

—Bien, querido.

Jill reflexionó que Mike siempre lo sabía. Desde su primer cambio de la docilidad al dominio, había crecido firmemente en fuerza y seguridad…, en todos los aspectos. El muchacho —entonces había parecido un muchacho— que un día había hallado agotador el sostener un cenicero suspendido en el aire, ahora podía no sólo sostenerla a ella en el aire —y parecía realmente como «flotar sobre nubes», por eso ella lo había escrito así en el guión— mientras hacía varias otras cosas y seguía hablando, sino también ejercer cualquier otro tipo de fuerza que resultara necesaria. Recordaba un solar terriblemente embarrado en el que se había atascado uno de los camiones. Veinte hombres se apiñaban a su alrededor, intentando sacarlo. Mike añadió entonces su hombro, y el camión se movió.

Ella había visto cómo había ocurrido; la hundida rueda trasera se había levantado por sí misma fuera del barro. Pero Mike, mucho más cauteloso ahora, no había permitido que nadie sospechara lo que había ocurrido en realidad.

Recordaba también cuando, por fin, Mike había asimilado que era necesario el requisito de «incorrección» antes de que pudiera hacer desaparecer las cosas, pero que eso sólo se aplicaba a las cosas vivas, asimilables. Su vestido no necesitaba acumular «incorrección» para que él pudiera eliminarlo. La prohibición era tan sólo una precaución en el entrenamiento de los polluelos; un adulto era libre de actuar como mejor asimilase.

Se preguntaba en qué consistiría su próximo cambio importante. Pero no se preocupaba por ello; Mike era bueno y sensato. Todo lo que ella podía enseñarle eran pequeños detalles de cómo vivir entre los humanos…, mientras aprendía mucho más de él, en perfecta felicidad; la mayor felicidad que había experimentado desde que muriera su padre.

—Mike, ¿no sería estupendo tener a Dorcas, Anne y Miriam aquí en la bañera? Y también a papá Jubal y a los muchachos y…, ¡oh, a toda nuestra familia!

—Haría falta una bañera más grande.

—¿A quién le importa estar un poco apretados? Pero la piscina de Jubal serviría estupendamente. ¿Cuándo haremos otra visita a casa, Mike? Jubal me lo pregunta cada vez que hablo con él.

—Asimilo que será pronto.

—¿Un «pronto» marciano, o de la Tierra? No importa, querido, sé que será cuando termine la espera. Pero eso me recuerda que tía Patty llegará pronto…, y me refiero a un «pronto» de la Tierra. ¿Me lavas?

Ella se puso en pie, él siguió donde estaba. La pastilla de jabón se alzó por sí misma de la jabonera, recorrió todo su cuerpo, regresó a su sitio, y la capa de espuma estalló en una miríada de burbujas.

—¡Ooooh! Ya basta. Me haces cosquillas.

—¿Te enjuago?

—Me sumergiré —se sentó rápidamente en la bañera, se quitó el jabón y volvió a incorporarse—. Justo a tiempo.

Alguien llamaba a la puerta.

—Querida, ¿estás presentable?

—¡Ahora voy, Pat! —gritó Jill, y añadió, mientras salía de la bañera—. ¿Me secas, por favor?

Estuvo seca al instante; sus pies ni siquiera dejaron huellas en el suelo.

—Cariño, ¿te acordarás de vestirte de nuevo antes de salir? Patty es una dama…, no como yo.

—Me acordaré.

27

Jill cogió un salto de cama del buen surtido guardarropa y se lo puso al tiempo que cruzaba apresurada el salón y dejaba entrar a la señora Paiwonski.

—Entra, querida. Nos estábamos bañando; Mike saldrá enseguida. Te prepararé una copa; después podrás tomar una segunda en la bañera si quieres. Disponemos de enormes cantidades de agua caliente.

—Me di una ducha después de acostar a Cariñito, pero…, sí, me encantará meterme en una bañera. Sin embargo, Jill, pequeña, no he venido a pediros prestado vuestro cuarto de baño; vine porque se me parte el corazón ante la idea de que abandonéis el espectáculo.

—No perderemos tu pista —Jill estaba atareada con los vasos. El hotel era tan viejo que ni siquiera la «suite nupcial» tenía su propio dispensador de cubitos de hielo—. Tim está en lo cierto, y tú lo sabes. Mike y yo necesitamos mejorar mucho nuestro número.

—Vuestro número está bien. Acaso le hagan falta unas cuantas risas, quizá, pero… Hola, Smitty.

Alargó hacia Mike, que entraba, una enguantada mano. Fuera del recinto de la feria, la señora Paiwonski siempre llevaba guantes, vestidos de cuello alto y medias de malla densa. Vestida así, parecía una respetable viuda de mediana edad que había conseguido mantener esbelta la figura pese a sus años…, y lo parecía porque precisamente lo era.

—Le estaba diciendo a Jill —prosiguió— que vuestro número es bueno.

Mike sonrió suavemente.

—Vamos, Pat, no te burles. Apesta. Ambos lo sabemos.

—No, nada de eso, querido. Oh, tal vez necesite algo que le dé un poco de chispa. Unos cuantos chistes. O podías acortar un poco más el vestuario de Jill; tienes un cuerpo precioso, cariño.

Jill negó con la cabeza.

—Eso no serviría.

—Bueno, conocí a un mago que solía vestir a su ayudante al estilo de los Felices Noventa…, quiero decir, de los mil ochocientos noventa: ni siquiera mostraba las piernas. Luego, en escena, hacía desaparecer las prendas una tras otra. A los primos les encantaba. Pero no me interpretes mal, querida…, no era nada falto de tacto y refinamiento. La muchacha terminaba con tanta ropa encima como la que tú llevas ahora…, o casi.

—Patty —dijo Jill francamente—, haría nuestro número completamente desnuda si los payasos no nos cerrasen el espectáculo.

Mientras lo decía, se dio cuenta que lo decía en serio…, y se preguntó cómo la enfermera graduada Boardman, supervisora de planta, había alcanzado el punto en el que hablaba en serio cuando decía aquello. A causa de Mike, por supuesto…, y se sentía completamente feliz al respecto.

La señora Paiwonski negó con la cabeza.

—No podrías, cariño. Los primos se amotinarían. Sólo un toque más de ginger ale, querida. Pero, si tienes una figura escultural, ¿por qué no utilizarla? ¿Adónde crees que llegaría yo como dama tatuada si no me desnudase todo lo que me permiten?

—Hablando de eso —intervino Mike—, no pareces muy cómoda con toda esa ropa. Creo que se ha estropeado el acondicionador de aire de este agujero, y lo menos estamos a treinta grados… —Mike vestía una bata ligera, su concesión a las relajadas convenciones del mundo del espectáculo. El calor extremo, había averiguado, le afectaba de un modo muy leve, hasta el punto de que a veces tenía que ajustar su metabolismo. Pero sabía que su amiga estaba habituada a la auténtica comodidad de no llevar casi nada, y sólo se vestía como ahora para cubrir sus tatuajes cuando andaba entre primos; Jill se lo había explicado—. ¿Por qué no te pones cómoda? «No hay nadie aquí excepto nosotros los pollos». —esta última frase, sabía, formaba parte de un chiste, y era apropiada para enfatizar la intimidad entre amigos…, Jubal había intentado explicárselo y había fracasado. Pero Mike había anotado cuidadosamente cuándo y cómo podía ser usada.

—Naturalmente, Patty —confirmó Jill—. Si no llevas nada debajo de esta ropa, te traeré algo ligero y confortable. O simplemente podemos decirle a Mike que cierre los ojos.

—Oh…, bueno, me metí en uno de mis vestidos al salir.

—Entonces no seas envarada con los amigos. Voy a buscarte unas zapatillas.

—Dejad que me quite las medias y los zapatos.

Continuó hablando mientras pensaba cómo podía llevar la conversación hacia el tema de la religión, que era lo que deseaba. Benditos fueran; esos chicos estaban maduros para convertirse en buscadores, estaba segura…, pero ella había confiado en disponer de toda la temporada para llevarles a la luz, no sólo de una visita apresurada antes de que se fueran—. Lo principal del negocio del espectáculo, Smitty, es que primero tienes que saber lo que desean los primos…, y tienes que saber que eres tú quien se lo proporcionas y cómo hacer que les guste. Ahora, si eres un auténtico mago… Oh, no pretendo decir que no seas hábil, querido, porque lo eres… —introdujo las medias cuidadosamente enrolladas en los zapatos, se soltó el portaligas y se libró modestamente de él, y dejó que Jill le pusiera las zapatillas—. Quiero decir que tu magia parece real, como si hubieras hecho un pacto con el diablo. Eso no puede discutirse. Pero los primos saben que no son más que simples juegos de manos. Así que tienes que darles también un show alegre para animarles. ¿Has visto alguna vez un comefuego con una ayudante guapa? Cielos, una preciosidad a su lado le estropearía el número; los primos se fijan en él esperando que se queme vivo o estalle en llamas de algún modo.

Se quitó el vestido por encima de la cabeza; Jill lo tomó y besó a Patty.

—Así pareces más natural, tía Patty. Siéntate y disfruta de tu bebida.

—Sólo un segundo, querida —la señora Paiwonski rezó intensamente para sí en solicitud de guía; deseaba tener habilidades de predicador…, o al menos el don de hablar convincentemente. Bueno, los dibujos en su cuerpo hablarían por sí mismos; para eso los había puesto George allí—. En cuanto a mí, esto es lo que tengo para enseñar a los primos, esto y mis serpientes… pero esto es más importante. ¿Habéis mirado alguna vez mis dibujos, los habéis mirado de verdad?

—No —admitió Jill—, supongo que no. Nunca quisimos mirarte como si fuéramos un par de primos.

—Entonces miradme ahora, queridos, que para eso George, bendita sea su dulce alma en los cielos, los puso aquí. Para que los mirasen… y los estudiasen. Aquí, debajo de la barbilla, está la escena del nacimiento de nuestro profeta, el santo Arcángel Foster…, en aquellos momentos un bebé inocente que ignoraba lo que el cielo le tenía reservado. Pero los ángeles lo sabían, ¿no los veis a su alrededor? La siguiente escena es su primer milagro, cuando un joven pecador de la escuela rural a la que él asistía disparó contra un pobre pajarillo…, y él lo recogió y lo acarició y lo lanzó al aire para que reanudara ileso el vuelo. ¿Veis el edificio de la escuela detrás? Ahora hay un salto, y tengo que volverme de espaldas. Pero cada uno de los santos acontecimientos de su vida está convenientemente fechado.

Explicó cómo George no había dispuesto de una tela vacía sobre la que trabajar cuando inició su obra maestra…, puesto que ambos habían sido pecadores y la joven Patricia tenía ya muchos tatuajes. Cómo, con gran esfuerzo y un genio inspirado, George había sido capaz de transformar «El ataque contra Pearl Harbour» en «Armagedón», y «La línea del cielo de Nueva York» en «La Ciudad Santa».

— Pero —admitió sinceramente—, aunque ahora hasta el último de ellos es una pintura sagrada, se vio obligado a buscar huecos y aprovechar al máximo mi piel para poder registrar sobre la carne viva el testimonio de todos los hitos de la existencia terrena de nuestro profeta. Aquí le veis predicando en la escalinata del impío seminario teológico que le rechazó; ésa fue la primera vez que le arrestaron, el principio de la Persecución. Y ahí, en mi espina dorsal, le veis destrozando las imágenes idólatras…, y el dibujo siguiente le representa en la cárcel, con la luz divina cayendo sobre él. Entonces los Pocos Fieles irrumpieron en la prisión…

El reverendo Foster había comprendido muy pronto que, en lo que a defensa de la libertad religiosa se refería, la utilización de nudilleras de bronce, estacas, y la voluntad de oponerse con la violencia a los polis era algo mucho más efectivo que la resistencia pasiva. La suya había sido una Iglesia militante desde un principio. Pero también había sido táctica; las batallas organizadas se desarrollaban sólo en lugares donde la artillería pesada estuviera del lado del Señor.

—… y le rescataron, y embrearon y emplumaron al juez idólatra que le había puesto allí. Mirad ahora por delante. Oh, no podéis verlo muy bien; mi sujetador lo tapa. Una vergüenza.

—(Michael, ¿qué es lo que quiere?)

—(Tú lo sabes mejor. Díselo.)

—Tía Patty —dijo Jill en voz baja—, quieres que miremos todos tus dibujos, ¿verdad?

—Bueno…, tal como dice Tim en los folletos, George utilizó toda mi piel para dejar constancia de la historia completa.

—Si George se tomó tanto trabajo, estoy seguro de que su intención era que los dibujos fueran vistos. Quítate esa prenda. Ya te dije que a mí no me importaría hacer nuestro número completamente desnuda…, y lo nuestro es puro entretenimiento. tienes una finalidad…, una finalidad sagrada.

—Bueno…, de acuerdo. Si realmente queréis que lo haga.

Entonó un silencioso aleluya y decidió que el propio Foster la estaba sosteniendo. Con la bendita suerte y los dibujos de George, todavía podía conseguir que esos queridos chicos buscasen la luz.

—Te desabrocharé el sujetador.

—(Jill…)

—(¿No, Michael?)

—(Aguarda)

Para su absoluta sorpresa —y cierto temor—, la señora Paiwonski descubrió que sus pantaloncitos de lentejuelas y su sujetador ¡habían desaparecido! Pero Jill se sorprendió un poco también cuando su salto de cama casi nuevo siguió a las otras pequeñas prendas allá donde fuera que iban. Y sólo se sorprendió ligeramente cuando la bata de Mike desapareció del mismo modo; se aferró, correcta pero no completamente, a sus buenos modales.

La señora Paiwonski se llevó las manos a la boca y jadeó. Jill la rodeó inmediatamente con los brazos.

—¡Tranquila, querida, tranquila! Todo va bien, no hay de qué asustarse… —volvió la cabeza y dijo—. Mike, tú lo hiciste, así que simplemente debes explicárselo.

—Sí, Jill. Pat…

—¿Sí, Smitty?

—Dijiste hace un momento que yo no era un auténtico mago, que mis trucos eran sólo juegos de manos. Estabas a punto de quitarte la ropa, así que te evité la molestia.

—Pero, ¿cómo? ¿Dónde está ahora?

—En el mismo sitio donde se encuentra el salto de cama de Jill… y mi bata. Ha desaparecido.

—No te preocupes por tus ropas, Patty —intervino Jill—. Las reemplazaremos. Mike, no debiste hacerlo.

—Lo siento, Jill. Asimilé que era correcto.

—Bueno…, supongo que sí.

Jill decidió que tía Patty no estaba demasiado alterada…, y ciertamente nunca se lo contaría a nadie; era de la profesión. En realidad, la señora Paiwonski no estaba preocupada por la desaparición de dos prendas sin importancia, ni por su propia desnudez, ni por la desnudez de los otros dos. Pero se sentía enormemente turbada por un problema teológico que se daba cuenta de que se le escapaba.

—Smitty, ¿fue verdadera magia?

—Supongo que se podría llamar así —admitió Mike, usando las palabras más exactas que supo encontrar.

—Yo lo llamaría más bien un milagro —repuso Patty llanamente.

—Puedes llamarlo así también, si gustas. Pero no fue prestidigitación.

—Me doy cuenta. Ni siquiera estabais a mi lado.

Acostumbrada como estaba a manejar diariamente cobras vivas y a tener que enfrentarse más de una vez a borrachos impertinentes con sus manos desnudas —con gran pesar por su parte—, no sentía miedo. Patricia Paiwonski no tenía miedo ni del propio diablo; estaba sostenida por su fe de que se había salvado, y en consecuencia era invulnerable al diablo. Pero se sentía inquieta por sus amigos—. Smitty…, mírame a los ojos. ¿Has hecho un pacto con el diablo?

—No, Pat; no lo he hecho.

La mujer continuó mirando directamente a sus ojos.

—No estarás mintiendo…

—No sabe mentir, tía Patty.

—…así que se trata de un milagro. Smitty…, ¡eres un hombre santo!

—No lo sé, Pat.

—El Arcángel Foster tampoco supo que era un hombre santo hasta alcanzar la adolescencia…, pese a que realizó muchos milagros antes de esa época. Pero eres un hombre santo; puedo sentirlo. —meditó unos instantes—. Me parece que lo adiviné la primera vez que te vi.

—No lo sé, Pat.

—Supongo que es posible —admitió Jill—. Pero él realmente no lo sabe. Michael…, creo que ya hemos hablado mucho para no seguir diciéndole más.

—¡«Michael»! —exclamó Patty de pronto—. El Arcángel Miguel, enviado a nosotros en forma humana.

—¡Tía Patty, por favor! Aunque lo fuese, él no sabe…

—No tendría por qué saberlo. Dios ejecuta sus maravillas a su propia manera.

—Tía Patty, por favor, ¿quieres aguardar y dejarme hablar sólo un momento?

Unos minutos más tarde, la señora Paiwonski había aceptado que Mike era sin lugar a dudas el Hombre de Marte, y había convenido aceptarle como tal y tratarle como a un ser humano corriente. Aunque no dejó de señalar de forma muy explícita que se reservaba su opinión respecto a su auténtica naturaleza y al motivo por el cual estaba en la Tierra…, explicando —algo confusamente, le pareció a Jill— que Foster había sido un auténtico hombre durante su permanencia en la Tierra, pero que también fue siempre un arcángel, aunque él mismo no lo hubiera sabido nunca. Si Jill y Mike insistían en que no estaban salvados, entonces les trataría como ellos pedían ser tratados. Dios se mueve en formas misteriosas.

—Creo que podrías llamarnos adecuadamente «buscadores» —le dijo Mike.

—Entonces… ¡eso es suficiente, queridos! Estoy segura de que estáis salvados…, pero el mismo Foster fue un buscador en sus primeros años. Os ayudaré.

La señora Paiwonski participó en otro milagro menor. Habían estado sentados en círculo sobre la alfombra; Jill se tendió boca arriba e hizo una sugerencia mental a Mike. Sin aspavientos de ninguna clase, sin una sábana para cubrir una inexistente varilla de acero, Mike la alzó en el aire. Patricia observó con serena felicidad, convencida de que se le había concedido presenciar un milagro.

—Pat —dijo entonces Mike—. Tiéndete en el suelo.

Lo hizo sin discutir, tan dispuesta como si la orden procediese de Foster. Jill volvió la cabeza.

—¿No sería mejor que me bajases primero al suelo, Mike?

—No, puedo hacerlo.

La señora Paiwonski se sintió alzada suavemente. No estaba asustada por ello; sólo se sentía abrumada por un éxtasis religioso parecido a un ardiente relámpago en sus ingles que hacía que las lágrimas afloraran a sus ojos; un calor que no había sentido desde que, cuando era muy joven, el divino Foster en persona la había tocado. Cuando Mike las aproximó y Jill la rodeó con sus brazos; sus lágrimas se incrementaron, pero todo lo que brotó de sus labios fueron unos suaves sollozos de felicidad.

Finalmente Mike las hizo descender suavemente hasta el suelo y descubrió, como había esperado, que no se sentía cansado. No podía recordar la última vez que había experimentado cansancio.

—Mike…, necesitamos agua —le dijo Jill.

—(¿Lo crees?)

—(Sí) —respondió la mente de ella.

—(Y…)

—(Es una elegante necesidad. ¿Por qué crees que vino?)

—(Lo sabía. Pero no estaba seguro de que tú también lo supieses, o lo aprobases. Mi hermano. Mi yo)

—(Mi hermano)

Mike no fue a buscar un vaso de agua. Envió un vaso de la bandeja de las bebidas al cuarto de baño, hizo que se llenara de agua en el grifo del lavabo, lo devolvió a manos de Jill. La señora Paiwonski observó todo aquello con un interés casi ausente; estaba más allá de la frontera del asombro. Jill cogió el vaso y dijo:

—Tía Patty, esto es como ser bautizado, o casarse. Se trata de algo marciano. Significa que tú confías en nosotros y nosotros confiamos en ti; que podemos decírtelo todo y que tú puedes decírnoslo todo…, y que desde este momento somos socios, ahora y para siempre. Es algo muy serio, y una vez sellado no puede romperse. Si lo rompieras, tendrías que morir al momento. Salvada o no. Si nosotros lo rompiésemos… Pero no lo haremos. De todas formas, no tienes que compartir el agua con nosotros si no quieres; seguiremos siendo amigos.

»Si esto se interpone entre tú y la fe que sostienes, no lo hagas. No pertenecemos a tu Iglesia; aunque supusieras que sí, no pertenecemos a ella. Es posible que no pertenezcamos nunca. «Buscadores» es lo máximo que puedes llamarnos ahora. ¿Mike?

—Asimilamos —asintió él—. Pat, Jill habla correctamente. Desearía poder decírtelo en marciano, resultaría más claro. Pero esto es todo lo que se adquiere con el matrimonio, y mucho más. Te ofrecemos libremente el agua; pero si por algún motivo es un obstáculo en tu credo religioso o en tu corazón, no la aceptes, ¡no la bebas!

Patricia Paiwonski inspiró profundamente. Había tomado esa misma decisión una vez antes, con su esposo observando…, y no se había acobardado. ¿Y quién era ella para rechazar a un hombre santo? ¿Y a su bendita esposa?

—Deseo bebería —dijo con tono firme.

Jill tomó un sorbo.

—Nos acercamos siempre, cada vez más.

Pasó el vaso a Mike. Éste miró a Jill, luego a Patricia.

—Gracias por el agua, hermano mío —bebió un poco—. Pat, te doy el agua de vida. Que siempre puedas beber profundamente —le pasó el vaso.

Patricia lo cogió.

—Gracias. ¡Oh, gracias, queridos! El «agua de vida»… ¡Oh, os adoro a ambos! —bebió ávidamente. Jill tomó el vaso de ella, apuró el líquido que quedaba.

—Ahora nos acercamos más, hermanos.

— (¿Jill?)

—(Ahora)

Michael alzó a su nuevo hermano de agua, lo llevó flotando por el aire y lo depositó cuidadosamente encima de la cama.

Valentine Michael Smith había asimilado, cuando lo había conocido en profundidad por primera vez, que el amor físico humano —muy humano y muy físico— no era simplemente una aceleración necesaria del proceso ovíparo, ni un mero ritual por el que uno alentaba el acercamiento; el acto en sí mismo era acercamiento, algo de una gran corrección…, y —por todo lo que sabía— completamente desconocido incluso para los Ancianos de su antiguo pueblo. Todavía estaba asimilándolo, probando cada vez que se le presentaba una ocasión de asimilarlo en toda su plenitud. Pero desde hacía mucho tiempo había eliminado todo temor de que hubiera herejía tras sus sospechas de que ni siquiera los Ancianos conocían aquel éxtasis. Había asimilado ya que éste su nuevo pueblo contaba con unas profundidades espirituales únicas. Trataba de sondearlas, feliz, sin ninguna de las inhibiciones de su infancia susceptibles de causar en él culpabilidad o reluctancia de ninguna clase.

Sus maestros humanos habían estado en general bien calificados para entrenar su inocencia sin magullarla. El resultado era tan único como él mismo.

Jill se sintió complacida —pero en absoluto sorprendida— al descubrir que «tía Patty» aceptaba como inevitable y necesario, y en su absoluta totalidad, la idea de que compartir el agua, en una antiquísima ceremonia marciana, con Mike, conducía de inmediato a compartir al propio Mike, en un ritual humano no menos antiguo. Lo que sorprendió un poco a Jill —aunque también la complació— fue la calmada aceptación de Pat cuando quedó demostrado sin lugar a dudas que Mike era capaz de realizar más milagros de los que les había revelado. Pero Jill no sabía entonces que Patricia Paiwonski ya había conocido antes a otro hombre santo. Patricia esperaba más de los hombres santos. Jill se sintió serenamente feliz de haber alcanzado y superado un punto crítico culminante con la acción adecuada; luego se entregó al éxtasis feliz del acercamiento al que el punto crítico culminante había apuntado…, todo lo cual pensó en marciano y de una forma completamente distinta.

A su tiempo descansaron, y Jill hizo que Mike ofreciera a Patty un baño por telequinesis, y ella se sentó en el borde de la bañera y se puso a dar grititos y a emitir risitas cuando la mujer de mediana edad lo hizo también. Se trataba sólo de un juego, muy humano y en absoluto marciano; Mike lo había hecho para Jill la primera vez de una forma casi perezosa, en vez de levantarse él y salir del agua…, un accidente, más o menos. Ahora se había convertido en una costumbre, una que Jill sabía que le gustaría a Patty. A Jill le encantó ver la cara de Patty al sentirse frotada por unas suaves manos invisibles, y secada después en un abrir y cerrar de ojos sin toalla ni chorro de aire caliente.

Patricia parpadeó.

—Después de esto necesito una copa. Una grande.

—Por supuesto, querida.

—Y aún deseo enseñaros mis dibujos, muchachos; todos ellos —Patricia siguió a Jill a la sala de estar, con Mike a sus talones, y se detuvo en medio de la alfombra—. Pero primero, miradme. Miradme a mí, no a mis tatuajes. ¿Qué es lo que veis?

Con suave pesar, Mike eliminó mentalmente los tatuajes y contempló a su nuevo hermano sin sus decoraciones. Le gustaban mucho sus tatuajes; eran peculiarmente suyos, hacían de ella algo distinto, le conferían una personalidad propia. Tenía la impresión de que daban a Patty un ligero sabor marciano, en el sentido de que la apartaban de la blanda igualdad de la mayor parte de los humanos. Los había memorizado todos, y había pensado agradablemente en la posibilidad de tatuar también todo su cuerpo, una vez asimilase lo que quería dibujar. ¿La vida de su padre y hermano de agua Jubal? Tendría que pensar en ello. Lo hablaría con Jill…, y tal vez ella deseara ser tatuada también. ¿Qué dibujos harían a Jill más hermosamente Jill, de la misma forma en que el perfume multiplicaba el olor de Jill sin cambiarlo?

Lo que vio cuando miró a Pat sin los tatuajes no le gustó tanto; tenía el aspecto que debe tener necesariamente una mujer. Mike aún no asimilaba la colección de fotografías de Duque; aquellas fotos eran interesantes y le habían enseñado a Mike que había más variedad en los tamaños, formas y colores de las mujeres de lo que había sabido hasta entonces, y que existía una cierta diversidad en las acrobacias implícitas al amor físico…, pero, una vez aprendidos esos simples hechos, parecía asimilar que no había nada más que aprender en las seleccionadas fotos de Duque. El entrenamiento de los primeros días de Mike le había convertido en un observador muy exacto a través de los ojos y otros sentidos, pero el mismo entrenamiento le había impedido captar y responder a los matices sutiles del voyeurismo. No era que no encontrase a las mujeres —incluida, de una forma muy enfática, Patricia Paiwonski— sexualmente estimulantes, pero eso no residía en sólo mirarlas. De todos sus sentidos, el olfato y el tacto tenían mucha más importancia…, en lo cual era casi humano, casi marciano; el reflejo paralelo marciano —tan poco sutil como un estornudo— era desencadenado por esos dos sentidos, pero sólo podía activarse durante la temporada correspondiente: en un marciano, lo que podía denominarse «sexo» era algo tan romántico como la alimentación intravenosa.

Pero, al ser invitado a verla sin sus dibujos, Mike observó más agudamente un detalle sobre Patricia que ya conocía: la mujer poseía su propia cara, marcada en belleza por su vida. Con una suave sorpresa, vio que tenía un rostro más propio aún que Jill, y eso le hizo sentir hacia Pat algo más que una simple emoción que aún no podía llamar amor, pero para la que usó un concepto marciano más discriminador.

La mujer tenía su propio olor también, y su propia voz, como tenían todos los humanos. Su voz era ligeramente ronca, y le gustaba oírla aunque no asimilase el significado de sus palabras; su olor tenía mezclado —lo sabía— un imborrable aroma almizcleño, fruto del contacto físico diario con las serpientes. No lo rechazó; las serpientes de Pat formaban parte de Pat tanto como sus tatuajes. A Mike le gustaban las serpientes de Pat y podía manejar incluso a los ejemplares venenosos con perfecta seguridad…, y no sólo dilatando el tiempo para evitar sus ataques. Asimilaban con él; saboreaba sus despiadados pero inocentes pensamientos; le recordaban su hogar. Aparte de Pat, Mike era la única persona que podía manejar a Cariñito y producir placer a la boa constrictora. Su torpor era normalmente tal que otras personas podían, si era necesario, manejarla…, pero sólo aceptaba a Mike como sustituto de Pat.

Mike dejó que los dibujos reaparecieran.

Jill la miró y se preguntó por qué se habría dejado tatuar tía Patty. Su aspecto hubiera sido más agradable sin los dibujos…, sin convertirse en una tira de cómic viviente. Pero quería a Patty por lo que era, no por su aspecto. Y, desde luego, era su aspecto lo que le permitía ganarse bien la vida, al menos hasta que fuera tan vieja y sus carnes colgaran tanto que los primos no pagaran ya por ver aquellos cuadros, ni aunque los hubiese pintado Rembrandt. Esperaba que Patty se retirase de los escenarios con unos buenos ahorros. Luego recordó que tía Patty era ahora uno de los hermanos de agua de Mike (y suyo, por supuesto), y que por ello la inmensa fortuna de Mike le garantizaba una cierta seguridad en su vejez; Jill se sintió reconfortada por ello.

—¿Y bien? —repitió la señora Paiwonski—. ¿Qué es lo que ves? ¿Qué edad tengo, Michael?

—No lo sé —dijo simplemente él.

—Haz una suposición.

—No puedo, Pat.

—¡Oh, vamos! No herirás mis sentimientos.

—Patty —intervino Jill—, de veras que no puede. No ha tenido muchas ocasiones de aprender a calcular edades… Ya sabes que lleva muy poco tiempo en la Tierra. Y, además, Mike piensa en años marcianos y en aritmética marciana. Cuando se trata de tiempo o de cifras, yo hago los cálculos por él.

—Bueno…, entonces haz tú la suposición, cariño. Sé sincera.

Jill examinó a Patty de nuevo de pies a cabeza, observando lo escultural de su figura, pero notando también sus manos, su garganta y las comisuras de sus ojos. Luego descontó cinco años, pese a la honestidad marciana debida a un hermano de agua.

—Hum, calculo que andarás por la treintena, más o menos.

La señora Paiwonski rió triunfante.

—¡Esto es sólo una de las bonificaciones de la Verdadera Fe, queridos! Jill, preciosa, estoy bien metida en los cuarenta. No voy a decir qué tan metida: he dejado de contar.

—No los representas en absoluto.

—Ya lo sé. Eso es lo que te hace la Felicidad, querida. Después de mi primer hijo, mi cuerpo empezó a redondearse. Me puse como un auténtico barril; inventaron la palabra «ancha» sólo para aplicármela a mí. Mi barriga siempre parecía como si estuviera de cuatro meses o más. Me colgaban los pechos…, y nunca he hecho que me los levantaran. No tienes por qué creerme, sé que un buen cirujano plástico no deja cicatrices…, pero en mí se verían, querida; se comerían pedazos en dos de los dibujos.

»¡Entonces vi la luz! Me convertí. No, nada de ejercicios, nada de dietas; como igual que un cerdo, y tú lo sabes. Felicidad, querida. Perfecta Felicidad en el Señor, a través de la ayuda del bendito Foster.

—Es asombroso —dijo Jill, y hablaba en serio.

Sabía de mujeres que habían mantenido su aspecto muy bien —como ella pensaba hacer con el suyo—, pero en todos los casos sólo a través de grandes esfuerzos. Sabía que tía Patty estaba diciendo la verdad acerca de la dieta y el ejercicio, al menos durante el tiempo que la conocía. Y, como enfermera quirúrgica, Jill sabía exactamente qué era extirpado y dónde en un trabajo de levantamiento de los pechos; aquellos tatuajes nunca habían conocido un bisturí.

Pero Mike no estaba sorprendido. Había dado por supuesto —sin pensar demasiado en ello— que Pat había aprendido a pensar en su cuerpo según sus deseos, tanto si lo atribuía a Foster como si no. Todavía estaba enseñándole a Jill este control, pero sabía que la muchacha tendría que perfeccionar su aprendizaje de marciano antes de conseguir dominarlo por completo. No había prisa, la espera surtiría el efecto necesario.

Pat siguió hablando:

—Deseaba que vieseis lo que la Fe ha hecho por mí. Pero esto es sólo el exterior; el auténtico cambio tiene lugar dentro. Felicidad. Intentaré explicároslo; el buen Dios sabe que no estoy ordenada ni poseo el don de lenguas, pero procuraré hacerlo. Y luego responderé a vuestras preguntas si puedo. Lo primero que tenéis que aceptar es que todas las otras llamadas Iglesias son trampas del diablo. Nuestro querido Jesús predicaba la Verdadera Fe, así lo dijo Foster, y yo le creo. Pero en las Edades Oscuras, sus palabras fueron deliberadamente tergiversadas y retorcidas y cambiadas hasta el punto de que ni siquiera el propio Jesús las reconocería. Así que Foster fue enviado aquí abajo a la Tierra para proclamar una Nueva Revelación, enderezar las cosas y volver a dejarlo todo claro de nuevo.

Patricia Paiwonski señaló con su dedo y de pronto pareció muy impresionante: una sacerdotisa revestida de sagrada dignidad y símbolos místicos.

—Dios quiere que seamos Felices. Ha llenado el mundo de cosas destinadas a hacernos Felices con sólo que veamos la luz. ¿Hubiera permitido Dios que el zumo de la uva se convirtiese en vino si no deseara que lo bebiésemos y nos alegráramos? Hubiera podido simplemente dejar que continuase siendo zumo de uva…, o transformarlo directamente en vinagre, de tal modo que nadie pudiera ingerirlo. ¿No es eso cierto? Naturalmente, Él no tiene intención alguna de que un hombre se emborrache, pegue a su esposa y abandone a sus hijos. Él nos proporciona las cosas buenas para que las usemos, no para que abusemos de ellas. Pero también para que no las ignoremos. Si a uno le entran ganas de tomar una copa, o seis, entre amigos que también han visto la luz, y eso le impulsa a bailar y a dar gracias al Señor por sus bondades…, ¿por qué no? Dios creó el alcohol y Dios creó los pies…, ¡y lo hizo así para que pudiéramos disfrutar de ambas cosas y ser Felices!

Hizo una pausa.

—Lléname el vaso otra vez, querida; predicar es una tarea que da mucha sed…, pero no tan cargado de ginger ale esta vez; ese centeno es bueno. Y esto no es todo; si Dios no quisiera que se mirase a las mujeres, las habría hecho feas. Eso es razonable, ¿no? Dios no engaña; Él mismo estableció las reglas del juego…, no lo hubiera hecho de modo que los primos no pudiesen ganar, como ocurre con esas ruletas con trampa. No enviaría a nadie al infierno por haber perdido en un juego amañado.

»¡Así es! Dios quiere que seamos Felices y nos dice cómo: «¡Amaos los unos a los otros!». Ama a la serpiente, si el pobre animal necesita amor. Ama a tu semejante, si ha visto la luz y hay amor en su corazón…, y utiliza el dorso de tu mano sólo contra los pecadores y los corruptores al servicio de Satanás, que desean apartarte del camino recto para hundirte en el pozo. Y al decir «amor», no se refiere al insípido amor de la vieja solterona que no se atreve a levantar los ojos del libro de himnos por miedo a ver la tentación de la carne. Si Dios odiara la carne, ¿por qué habría creado tanta?

»Dios no es remilgado. Creó el Gran Cañón y los cometas que surcan el cielo y los ciclones y los sementales y los terremotos… ¿Puede un Dios capaz de crear todo esto volver la cabeza y prácticamente mojarse los pantalones sólo porque alguna pequeña hembra se incline sobre un macho y un hombre capte el atisbo de una teta? Tú sabes que no, cariño…, ¡y yo también! Cuando Dios nos dice que nos amemos, no suspende sobre nosotros ningún cartel de advertencia; habla en serio. Hay que amar a los niños pequeños, que siempre necesitan que se les cambien los pañales, y hay que amar a los hombres fuertes y sudorosos para que nazcan más niños pequeños a los que querer…, y entretanto seguir amando, porque, ¡es tan bueno amar!

»Por supuesto que eso no significa que una tenga que andar por ahí jugueteando con el amor, del mismo modo que tener una botella de whisky de centeno no significa que uno tenga la obligación de emborracharse y liarse a mamporros con un poli. No puedes vender amor ni comprar Felicidad; son artículos que no llevan etiqueta con el precio…, y si crees que sí la llevan, entonces las puertas del infierno están abiertas para ti. Pero si te entregas con el corazón abierto y recibes eso de lo que Dios posee una reserva inagotable, el demonio no puede tocarte. ¿Dinero? —miró a Jill—. Cariño, ¿harías ese intercambio de agua con alguien, digamos por un millón de dólares? Subamos a diez millones, libres de impuestos.

—¡Claro que no! (¿Asimilas esto, Michael?)

—(Casi completamente, Jill. Se impone la espera)

—¿Lo ves, querida? Yo supe al instante de qué se trataba; vi que había amor en esa agua. Sois buscadores, muy cerca de la luz. Pero puesto que vosotros dos, partiendo del amor que hay en vuestro interior, «compartís el agua y os acercáis», como dice Michael, puedo deciros cosas que normalmente no le diría a un buscador…


El reverendo Foster, autoordenado —u ordenado por Dios, según la autoridad citada—, poseía un instinto intuitivo para pulsar su cultura y su época al menos tan fuerte como el de un hábil truhán trabajándose a un primo. El país y la cultura conocidos comúnmente como Norteamérica poseían una personalidad enormemente escindida a lo largo de su historia. Sus leyes eran casi siempre puritanas para un pueblo cuyo comportamiento encubierto tendía a ser rabelesiano; sus principales religiones eran todas apolíneas en distinto grado; sus conatos de renacimiento religioso eran a menudo histéricos de una forma casi dionisíaca. En el siglo XX (Era Cristiana de la Tierra), no había ningún otro lugar en el planeta donde el sexo fuera más vigorosamente reprimido que en Estados Unidos…, y en ninguna otra parte del planeta existía un interés más profundo en él.

El reverendo Foster tenía dos características en común con casi todos los grandes líderes religiosos de ese planeta: poseía una personalidad extremadamente magnética —«hipnótica», era la palabra más ampliamente usada por sus detractores, junto con otras menos suaves— y, desde el punto de vista sexual, distaba mucho de la norma humana. Los grandes líderes religiosos de la Tierra fueron siempre célibes o la antítesis del celibato. Los grandes líderes, los innovadores…, no necesariamente los administradores y consolidadores más importantes.

Foster no era célibe, como tampoco lo eran ninguna de sus esposas y sumas sacerdotisas: la ceremonia clave para la completa conversión y el renacimiento bajo la Nueva Revelación incluía un ritual que Valentine Michael Smith asimilaría más tarde como especialmente indicado para el acercamiento.

Esto, por supuesto, no era nada nuevo; a lo largo de la historia terrestre, sectas, cultos y religiones importantes demasiado numerosas para relacionarlas aquí habían empleado la misma técnica…, pero no a una escala masiva en Norteamérica antes de la época de Foster. Foster fue expulsado de ciudades más de una vez antes de «perfeccionar» un método y una organización que le permitiesen extender su culto caprino. Para la organización tomó prestadas liberalmente ideas de la francmasonería, del catolicismo, del partido comunista y de la avenida Madison, así como había tomado prestadas ideas de todas las antiguas escrituras para componer su Nueva Revelación…, todo ello envuelto con una recia capa azucarada, para crear la impresión de que volvía al primitivo cristianismo que tanto gustaba a sus clientes. Estableció una iglesia externa a la que podía asistir todo el mundo, y una persona podía permanecer como «buscador» con muchos beneficios por parte de la Iglesia durante años. Luego estaba una iglesia media, cuyo aspecto exterior era el de «La Iglesia de la Nueva Revelación», los felices salvados, que pagaban sus diezmos, gozaban de todos los beneficios económicos de los cada vez más amplios negocios adheridos a la Iglesia y gozaban jubilosamente en la interminable atmósfera de carnaval y evocación de ¡Felicidad, Felicidad, Felicidad! Se les perdonaban sus pecados…, y poco era pecaminoso para ellos en tanto siguieran sosteniendo a su Iglesia, alternasen honestamente con sus correligionarios fosteritas, condenasen a los pecadores y se mantuviesen Felices. La Nueva Revelación no animaba específicamente el adulterio; tan sólo conservaba una actitud absolutamente mística a la hora de debatir la conducta sexual.

Los salvados de la iglesia media proporcionaban las tropas de choque cuando se necesitaba alguna acción directa. Foster tomó prestado un truco de los agitadores laborales de principios del siglo XX: si una comunidad trataba de suprimir un movimiento fosterita en germen, fosteritas de todas partes convergían sobre aquella población hasta que no había cárceles ni policías suficientes para ocuparse de ellos…, y normalmente los polis terminaban con las costillas pateadas y las cárceles derruidas.

Si algún fiscal era lo bastante valiente como para presentar después una denuncia, le resultaba casi imposible sostenerla. Foster —tras aprender la lección por el fuego— se ocupaba de demostrar que, según la letra de la ley, aquellas actuaciones no eran más que pura persecución; ninguna prueba de culpabilidad de un fosterita por ser fosterita fue mantenida nunca ante el Tribunal Supremo…, ni, posteriormente, ante el Tribunal Constitucional.

Pero, además de las iglesia públicas, externa y media, estaba la iglesia interna, aunque nunca denominada así: un núcleo compacto de militantes dedicados, formados por el sacerdocio, los líderes laicos de la Iglesia, todos los mantenedores de las llaves y los registros y los creadores de la política. Eran los «renacidos»; estaban por encima del pecado, tenían asegurado su lugar en el cielo, y eran los únicos participantes de los misterios interiores…, y los únicos candidatos a la admisión directa al Cielo.

Foster seleccionaba a esos elementos con gran cuidado, y lo hizo personalmente hasta que la operación se volvió demasiado grande. Buscaba hombres lo más parecidos a él, y mujeres capaces de transformarse en esposas-sacerdotisas: dinámicas, profundamente convencidas (como él mismo estaba convencido), tenaces y libres (o capaces de liberarse una vez purgada su culpabilidad y su inseguridad) de envidias, en el más amplio sentido humano de la palabra. Y todos ellos debían ser sátiros y ninfas potenciales, ya que la iglesia secreta era aquel culto absolutamente dionisíaco del que Norteamérica había carecido, y para el cual existía un mercado enorme por explotar.

Pero era terriblemente cauteloso: si los candidatos estaban casados, tenían que ingresar ambos esposos. Los candidatos solteros debían ser sexualmente atractivos además de sexualmente agresivos…, e impresionó a sus sacerdotes el hecho de que el número de hombres debía ser igual o superior que el de mujeres. En ninguna parte se ha admitido que Foster hubiese estudiado las historias de cultos anteriores en cierto modo paralelos de Norteamérica…, pero sabía —o adivinaba— que la mayor parte de esas religiones se derrumbaron por culpa de la posesiva concupiscencia de sus sacerdotes, que desembocaba siempre en envidia masculina y violencia. Foster jamás cometió ese error; ni una sola vez retuvo enteramente para sí a una mujer, ni siquiera aquellas con las que se había casado legalmente.

Tampoco se sentía demasiado ansioso por expandir el grupo que formaba su núcleo; la iglesia media, la conocida por el público, ofrecía lo suficiente para calmar las tranquilas necesidades de las grandes masas de los culpables e infelices. Si un renacimiento local producía aunque sólo fuera dos parejas capaces de celebrar un «Matrimonio Celestial», Foster se sentía contento; si no se producía ninguno, dejaba que las otras semillas prendiesen y enviaba un sacerdote y una sacerdotisa bregados para que las fueran alimentando.

Pero, en lo posible, siempre probaba personalmente a las parejas candidatas, en compañía de alguna devota sacerdotisa. Puesto que la pareja sometida a prueba ya estaba «salvada» en lo que a la iglesia media se refería, el riesgo que corría era mínimo. Ninguno, en realidad, con la mujer candidata y él siempre evaluando al hombre antes de dejar que su sacerdotisa siguiera adelante.

En la época en que fue salvada, Patricia Paiwonski era aún joven, estaba casada, y se sentía «muy, muy feliz». Había tenido su primer hijo, y respetaba y admiraba a su marido, bastante mayor que ella. George Paiwonski era hombre generoso y muy afectuoso. Sólo tenía una debilidad, que a menudo le dejaba excesivamente ebrio para demostrar su afecto después de un largo día…, pero su aguja de tatuar era siempre firme y su ojo agudo. Patty se consideraba una esposa fiel y, en general, afortunada. De acuerdo, a veces George se manifestaba afectuoso con alguna clienta…, demasiado afectuoso si era a primeras horas del día…, y, por supuesto, algunos tatuajes requerían intimidad, sobre todo con las damas. Patty era tolerante. Además, a veces ella también concertaba alguna cita con un cliente masculino, sobre todo después de que George empezara a darle a la botella más de la cuenta.

Sin embargo, había una carencia en su vida, un hueco que no llenó siquiera cuando un cliente especialmente agradecido le hizo el extraño regalo de una serpiente toro; tenía que embarcar en un carguero, le dijo, y no podía conservarla. A ella siempre le habían gustado los animalitos de compañía, y no sentía la fobia habitual hacia las serpientes; construyó una casita para ella en el escaparate de su negocio que daba a la calle, y George pintó un precioso rótulo a cuatro colores para colocarlo detrás: «¡No me pises!» Este letrero se hizo muy popular.

Más tarde había tenido más serpientes, y habían sido un consuelo para ella. Pero era hija de un protestante del Ulster y una muchacha de Cork; la tregua armada entre sus padres la había dejado sin religión.

Era ya «buscadora» cuando Foster fue a predicar a San Pedro; ella se las había arreglado para llevar a George unos cuantos domingos, pero él aún no había visto la luz. Foster les llevó la luz, e hicieron sus confesiones el mismo día. Cuando Foster volvió a San Pedro, seis meses más tarde, para una rápida comprobación de cómo funcionaba la nueva sucursal, los Paiwonski estaban tan dedicados que llamaron su atención personal.


—Nunca tuve ni un minuto de preocupación con George desde el día en que vio la luz —les dijo Patty a Mike y Jill—. Continuó bebiendo, por supuesto…, pero sólo en la iglesia, y nunca demasiado. Cuando nuestro santo líder regresó, George había emprendido ya su Gran Proyecto. Naturalmente, deseábamos mostrárselo a Foster, si él podía hallar algo de tiempo… —la señora Paiwonski titubeó—. Chicos, realmente no debería estar contando nada de esto…

—Entonces no lo hagas —repuso Jill con simpatía—. Patty, querida, ninguno de nosotros quiere que hagas o digas nunca nada que pueda resultarte violento. «Compartir el agua» tiene que ser algo fácil y natural…, y aguardar a que se convierta en algo fácil para ti resulta fácil para nosotros.

—Oh…, ¡pero es que deseo hacerlo! Mirad, chicos, confío en ambos…, absolutamente. Pero quiero que recordéis que esto que os estoy contando son cosas de la Iglesia, así que no debéis repetírselas a nadie…, como tampoco yo diré nada a nadie sobre vosotros.

Mike asintió.

—Aquí en la Tierra lo llamamos a veces asuntos de «hermanos de agua». En Marte no hay problemas…, pero asimilo que aquí a veces sí los hay. Los asuntos de «hermanos de agua» no se van diciendo por ahí.

—Lo… «asimilo». Es una palabra curiosa, pero estoy aprendiendo. Muy bien, queridos, esto es un asunto de «hermanos de agua». ¿Sabíais que todos los fosteritas están tatuados? Los auténticos miembros de la Iglesia, quiero decir, los que cuentan ya con la salvación eterna para siempre y un día más…, como yo. Oh, no me refiero a tatuados por todo el cuerpo, como yo, sino…, ¿veis eso? Aquí, justamente encima del corazón. Eso es el beso sagrado de Foster. George trabajó en el diseño, de modo que parece formar parte del dibujo…, y nadie supone de lo que se trata hasta que se lo digo. Pero es su beso… ¡y el propio Foster lo puso ahí! —parecía extáticamente orgullosa.

Jill y Mike lo examinaron.

Es la huella de un beso —admitió Jill, en tono maravillado—. Como si alguien hubiese puesto ahí sus labios pintados con carmín. Creí que formaba parte de esa puesta de sol.

—Sí, ¿verdad? George lo arregló de ese modo. Porque no se puede enseñar el beso de Foster a nadie que no lo lleve también…, y yo nunca lo mostré, hasta ahora. Pero —insistió—, estoy segura de que vosotros dos lo tendréis también algún día…, y, cuando lo tengáis, quiero ser yo quien realice el tatuaje.

—No comprendo, Patty —dijo Jill—. Puedo ver que es algo maravilloso para ti el haber sido besada por Foster, pero… ¿cómo va a besarnos a nosotros? Al fin y al cabo, está… arriba, en el Cielo.

—Sí, querida, lo está. Pero permíteme que te lo explique. Cualquier sacerdote o sacerdotisa ordenado puede darte el beso de Foster. Significa que Dios anida en tu corazón. Dios es parte de ti…, para siempre.

Mike se puso repentinamente tenso.

—¡Tú eres Dios!

—¿Eh? Bueno, eso es una extraña forma de decirlo…, nunca había oído a un sacerdote manifestarlo así. Pero en cierto modo lo expresa… Dios está en ti y contigo, y el diablo no puede nunca alcanzarte.

—Sí —admitió Mike—. Asimilas Dios.

Pensó alegremente que aquello le acercaba mucho más al concepto que lo que había conseguido con anterioridad…, excepto que Jill lo estaba aprendiendo en marciano. Lo cual era inevitable.

—Ésa es la idea, Michael. Dios te asimila, y tú te casas en Santo Amor y Felicidad eterna con Su Iglesia. El sacerdote, o quizá la sacerdotisa, puede ser cualquiera de los dos, te besa, y luego la señal del beso es tatuada para demostrar que es para siempre. Por supuesto, no es necesario que sea tan grande…, el mío tiene exactamente la forma y el tamaño de los benditos labios de Foster…, y puede situarse en cualquier lugar a cubierto de los ojos pecadores. Muchos hombres se hacen afeitar una porción de cráneo, y luego llevan sombrero o un vendaje hasta que les vuelve a crecer el pelo. O en cualquier lugar donde uno esté benditamente seguro de que no será visto a menos que él lo quiera. No debes sentarte sobre él ni pisarlo…, pero cualquier otro lugar sirve. Luego se puede mostrar cuando uno asiste a una reunión cerrada de Felicidad de los salvados eternamente.

—Ya he oído hablar de esas reuniones de Felicidad —comentó Jill—, pero nunca he sabido cómo son.

—Bueno —dijo la señora Paiwonski con aire crítico—, hay reuniones y reuniones. Las destinadas a los miembros corrientes, que están salvados pero pueden recaer, son tremendamente divertidas: grandes fiestas en las que sólo se reza de una forma natural y feliz, llenas del júbilo y la alegría propios de una buena fiesta. Quizá incluso un poco de auténtico amor…, pero no está muy bien visto y resulta conveniente andarse con cuidado respecto de cómo y con quién, porque uno no debe esparcir la semilla de la disensión entre la hermandad. La Iglesia es muy estricta en lo que se refiere a mantener las cosas en su debido lugar.

»Pero una reunión de Felicidad para los eternamente salvados…, bueno, no tienes por qué preocuparte, ya que a ella no asiste nadie que pueda pecar…, todo eso está pasado y olvidado. Si quieres beber hasta caerte redondo, adelante; es la voluntad de Dios, o no desearías hacerlo. Puede que desees arrodillarte y rezar, o alzar la voz en una canción…, o despojarte de tus ropas y ponerte a bailar; es la voluntad de Dios. Incluso —añadió— puedes asistir a ella sin llevar ningún tipo de ropa en absoluto, porque no es posible que algún otro asistente vea nada equivocado en ello.

—Suena como una auténtica fiesta —admitió Jill.

—¡Oh, lo es, lo es…, siempre! Y uno se siente inundado todo el tiempo de bendición celestial. Si te despiertas por la mañana en una cama con uno de los eternamente salvados de la cofradía, sabes que es así porque Dios quiso que fueras benditamente Feliz. Y lo eres. Todos tienen el beso de Foster en ellos…, son suyos. —Frunció ligeramente el entrecejo—. Es un poco como «compartir el agua». ¿Me entendéis?

—Asimilo —asintió Mike.

— (¡Michael!)

—(Espera, Jill. Aguarda la plenitud)

—Pero no creáis —siguió Patricia con voz ansiosa— que una persona puede introducirse en una reunión de Felicidad del Templo Interior con sólo llevar una pequeña marca tatuada; después de todo, es algo muy fácil de falsificar. Un hermano o hermana visitante… Bueno, tomemos mi caso, por ejemplo. Tan pronto como sé cuál será la siguiente parada de la feria, escribo a las iglesias locales y les envío mis huellas dactilares para que puedan comprobarlas en el archivo general de los salvados eternamente en el Tabernáculo del Arcángel Foster…, a menos que ya me conozcan. Les doy la dirección donde pararé cuando llegue.

»Luego, cuando voy a la iglesia…, y siempre voy a la iglesia los domingos y jamás me pierdo una reunión de Felicidad aunque eso signifique que Tim tenga que eliminar mi número algunas noches…, me presento la primera vez y me identifico positivamente. Hay muchos lugares en los que se alegran de verme; soy una atracción añadida, con mis dibujos sagrados, únicos y no superados… A menudo paso la mayor parte de la velada sólo dejándome examinar por la gente, y os aseguro que es algo bendito desde el primero hasta el último segundo. En ocasiones el sacerdote desea que lleve conmigo a Cariñito y represente la escena de Eva y la serpiente…, lo que me obliga a maquillarme el cuerpo, por supuesto, o a ponerme mallas color carne si no hay tiempo. Algún hermano local interpreta el papel de Adán, y somos expulsados del Jardín del Edén, y el sacerdote local explica el significado real del hecho, no todas esas mentiras retorcidas que se oyen comúnmente…, y acabamos por recuperar nuestra bendita inocencia y felicidad, y eso hace que la fiesta continúe con más empuje que nunca. ¡Alegría!

Hizo una pausa, luego añadió:

—Pero todo el mundo se interesa siempre por mi beso de Foster…, porque, aunque se marchó al Cielo hace casi veinte años, y la Iglesia se ha desarrollado y ha florecido desde entonces, no son muchos los que tienen un beso de Foster que no les haya sido dado por poder… También hago que el Tabernáculo testifique eso. Y les hablo de ello. Oh…

La señora Paiwonski titubeó un momento, luego se los explicó con todo detalle…, y Jill se preguntó adónde habría ido a parar la limitada capacidad de sonrojarse que había admitido que tenía. Luego asimiló que Mike y Patty pertenecían a la misma categoría: inocentes de Dios, incapaces de ser ninguna otra cosa, hicieran lo que hiciesen. Deseó, por el bien de Patty, que Foster hubiera sido realmente un profeta santo que había salvado a la mujer para la gloria eterna.

¡Pero Foster! ¡Por todas las Llagas Divinas, qué falsedad! Luego, de pronto, a través de su mejorada capacidad de recordar, Jill se vio de pie en la sala del tabique de cristal, contemplando los muertos ojos de Foster. Pero, en su mente, parecía vivo…, y sintió un escalofrío en sus ingles y se preguntó qué hubiera hecho ella si Foster en persona le hubiera ofrecido su beso sagrado… y su sagrado ser.

Apartó la idea de su mente, pero no antes de que Mike captase buena parte de ella. Le notó sonreír con cómplice inocencia.

Jill se puso en pie.

—Querida Patty, amor, ¿a qué hora tienes que estar de vuelta en la feria?

—¡Oh, encanto! ¡Ya tendría que estar allí en este bendito minuto!

—¿Por qué? La compañía no recoge las cosas hasta las nueve y media.

—Bueno…, Cariñito me echa de menos, y se siente celosa si estoy fuera hasta tarde.

—¿No puedes decirle que asististe a una reunión nocturna de Felicidad?

—Oh… —la mujer abrazó a Jill—. ¡Eso es! ¡Desde luego!

—Bien. Entonces me voy a dormir un poco…, estoy exhausta, créeme. ¿A qué hora tienes que levantarte, pues?

—Hum, si estoy de vuelta a ocho, puedo pedirle a Sam que desmonte mi tienda, y tendré tiempo para comprobar que mis bebés sean cargados como corresponde.

—¿Y el desayuno?

—No desayunaré de inmediato. Lo tomaré en el tren. Normalmente sólo bebo una taza de café al despertarme.

—Podemos hacerlo aquí en la habitación. Me ocuparé de que os levantéis. Vosotros dos, queridos, podéis quedaros y hablar de religión todo el tiempo que os plazca; me encargaré de que no se te peguen las sábanas…, si te duermes. Mike no duerme.

—¿Nada?

—Nunca. Se enrosca sobre sí mismo y piensa un rato, si es que tiene algo en que pensar…, pero no duerme.

La señora Paiwonski asintió con aire solemne.

—Otro signo. Lo sé… Michael, algún día tú también lo sabrás. Oirás la llamada.

—Es posible —admitió Jill—. Mike, me estoy cayendo de sueño. ¿Quieres trasladarme a la cama, por favor?

Fue alzada, derivó por el aire hasta el dormitorio, la ropa de la cama se alzó y luego descendió sobre ella movida por manos invisibles; dormía ya antes de que la cubriera.


Se despertó, como había planeado, exactamente a las siete. Mike también tenía un reloj en su cabeza, pero era completamente errático en lo que a calendarios y horas de la Tierra se refería; vibraba de acuerdo con otra necesidad. Saltó fuera de la cama y asomó la cabeza por la puerta que daba a la otra habitación. Las luces estaban apagadas y las sombras eran densas, pero no se habían dormido. Jill oyó a Mike decir con suave certidumbre:

—Tú eres Dios.

—«Tú eres Dios»… —respondió Patricia en un susurro, con una voz tan espesa como si estuviera drogada.

—Sí. Jill es Dios.

—Jill… es Dios. Sí, Michael.

—Y tú eres Dios.

Tú… eres Dios. Ahora, Michael. ¡Ahora!

Jill se retiró sin hacer ruido y se lavó en silencio los dientes. Dejó que Mike supiese mentalmente que estaba despierta y descubrió, como esperaba, que ya lo sabía. Cuando volvió a la salita, las persianas estaban alzadas y el sol penetraba en la estancia.

—¡Buenos días! —les besó a los dos.

—Tú eres Dios —dijo Patty simplemente.

—Sí, Patty. Y tú eres Dios. Dios está en todos nosotros.

Miró a Patty a la dura y brillante luz de la mañana, y observó que su nuevo hermano no parecía cansada. Parecía como si hubiera disfrutado de toda una noche de sueño y un poco más, y su aspecto era más joven y dulce que nunca. Bueno, conocía ese efecto: si Mike deseaba que ella le hiciese compañía, en vez de pasarse toda la noche leyendo o pensando, Jill nunca había tenido ningún problema con ello…, y sospechaba que su repentina somnolencia la noche antes había sido idea de Mike también…, y comprobó que Mike se lo confirmaba mentalmente.

—Ahora café para vosotros dos, queridos, y para mí también. Y da la casualidad de que, además, tengo en la despensa un envase de naranjada sin abrir.

Desayunaron en un ambiente jovial y feliz. Jill vio que Patty parecía meditabunda.

—¿Qué ocurre, querida?

—¿Eh? No quisiera mencionarlo, pero…, ¿de qué vais a comer, muchachos? Ocurre que tía Patty tiene una bolsa bastante abultada, y había pensado…

Jill se echó a reír.

—Oh, cariño, lo siento; no debería haberme reído. ¡Pero es que el Hombre de Marte es rico! ¿No lo sabías? ¿O es que no lees nunca las noticias?

La señora Paiwonski pareció desconcertada.

—Bueno, supongo que sí lo sabía…, de alguna forma. Pero una no puede creer todas las cosas que oye en las noticias, ¿verdad?

Jill suspiró.

—Patty; eres absolutamente encantadora. Y créeme, ahora que somos hermanos de agua, no vacilaríamos ni un instante en aceptar lo que dices: «compartir el nido» es algo más que una simple expresión poética. Pero ocurre que la cosa es al revés. Si alguna vez necesitas dinero, no importa cuánto, nosotros no podemos gastarlo todo, no tienes más que decírnoslo. Cualquier suma. En cualquier momento. Escríbeme, o mejor aún, llámame, porque Mike no tiene la más remota noción en cuestiones de dinero. Querida, en este mismo momento hay una cuenta a mi nombre con un par de centenares de miles de dólares. ¿Quieres parte de ellos?

La señora Paiwonski pareció sobresaltada, una expresión que Jill no le había visto desde que Mike hiciera desaparecer sus ropas.

—¡Bendita sea! No, no necesito dinero.

Jill se encogió de hombros.

—Si alguna vez estás en algún apuro económico, simplemente avisa. Aunque quisiéramos, no podemos gastarlo todo, y el Gobierno no dejará que Mike se lo lleve. Al menos, no mucha cantidad. Si deseas un yate… A Mike le encantaría regalarte un yate.

—Desde luego que sí, Pat. Nunca he visto un yate —dijo Mike.

La señora Paiwonski negó con la cabeza.

—No me subáis hasta la cumbre de una alta montaña, queridos. Nunca he ambicionado mucho. Todo lo que deseo de vosotros es vuestro cariño…

—Ya lo tienes —le dijo Jill.

—No asimilo el significado de «cariño» —repuso Mike—. Pero Jill siempre habla correctamente. Si lo tenemos, es tuyo.

—…y saber que ambos estáis salvados. Pero eso ya no me preocupa. Mike me ha hablado de la espera, y para qué es la espera. ¿Comprendes, Jill?

—Asimilo. Ya no me siento impaciente por nada.

—Pero tengo algo para vosotros dos —la tatuada dama se levantó y fue hasta donde había dejado su bolso, sacando un libro de su interior. Volvió, se detuvo de pie junto a ellos—. Queridos míos…, éste es el ejemplar de la «Nueva Revelación» que me regaló el mismo Bendito Foster… la noche en que me dio el beso. Quiero que lo tengáis vosotros.

Los ojos de Jill se llenaron repentinamente de lágrimas, y tuvo la impresión de que se ahogaba.

—Pero, tía Patty… ¡Patty, hermano nuestro! No podemos aceptarlo. No éste. Compraremos uno.

—No. Esto es… es «agua». Lo comparto con vosotros. Para acercarnos más.

—Oh… —Jill saltó en pie—. Lo aceptamos. Pero ahora es nuestro…, de todos nosotros.

La besó. Mike le dio unos golpecitos en el hombro.

—Pequeña hermano avariciosa. Es mi turno.

—Siempre seré avariciosa, en lo que a esto se refiere.

El Hombre de Marte besó a su nuevo hermano, primero en la boca y después, suavemente, en el punto donde Foster había puesto sus labios. Luego reflexionó, brevemente según el tiempo terrestre, eligió otro punto correspondiente en el otro lado, allá donde el dibujo de George encajaba lo suficiente para su propósito, y la besó allí, mientras pensaba, manteniendo dilatada la noción del tiempo y con gran detalle. Era necesario asimilar los capilares…

Para las otras dos, sujeto y espectador, pareció que sólo apretaba suave y brevemente los labios contra la elaboradamente decorada piel. Pero Jill captó un asomo del esfuerzo que estaba realizando y miró.

—¡Patty! ¡Mira!

La señora Paiwonski bajó la vista hacia su pecho. Marcados sobre su piel, como una mancha emparejada de color rojo sangre, aparecían los labios de Mike. Estuvo a punto de desmayarse, luego mostró la profundidad de su inconmovible fe.

—Sí. ¡Sí! Michael…

Poco después la dama tatuada había desaparecido, reemplazada por un ama de casa más bien corriente, con un vestido de cuello alto, mangas largas y guantes.

—No voy a llorar —dijo, serena—, y esto no es un adiós; en la eternidad no existen las despedidas. Pero estaré aguardando.

Los besó a ambos, brevemente, y salió de la suite sin mirar atrás.

28

—¡Blasfemia!

Foster alzó la cabeza.

—¿Te ha picado algo, hijo?

Aquel anexo temporal había sido construido apresuradamente y las Cosas entraban sin cesar en él: normalmente enjambres de duendes casi invisibles…, inofensivos, por supuesto, pero una mordedura de cualquiera de ellos dejaba un espantoso prurito en el ego.

—Oh…, tiene que verlo para creerlo… Espere, haré retroceder un poco el omniscio.

—Te sorprendería comprobar lo que puedo creer, hijo.

Sin embargo, el supervisor de Digby derivó una parte de su atención. Tres temporales…, humanos, vio que eran; un hombre y dos mujeres, especulando acerca de lo eterno. No había nada extraño en ello.

—¿Sí?

—¡Ya oyó lo que dijo esa mujer! ¡«Arcángel Miguel», eso fue!

—¿Y qué hay con ello?

—¿Que «qué hay con ello»? ¡Oh, por el amor de Dios!

—Muy posible.

Digby estaba tan indignado que su halo se estremecía.

—Foster, no debe de haber mirado bien. Se refería a ese delincuente superjuvenil que me envió aquí. Eche otro vistazo.

Foster incrementó los aumentos, y se dio cuenta que el ángel en período de entrenamiento no se había equivocado. Observó algo más y esbozó su sonrisa angélica.

—¿Cómo sabes que no es él, hijo?

—¿Eh?

—Últimamente no he visto a Miguel por el Círculo, y recuerdo que su nombre ha sido descartado del Torneo Solipsista del Milenario…, lo cual es signo de que probablemente ha salido a cumplir algún servicio, puesto que Mike es uno de los más entusiastas jugadores de Solipsismo en este sector.

—¡Pero la idea es obscena!

—Te asombrarías de saber cuántas de las mejores ideas del Jefe han sido calificadas de «obscenas» en algunas partes…, mejor dicho, no debería asombrarte a la vista de tu campo de trabajo. Pero «obsceno» es un concepto que no necesitas para nada; no tiene significado teológico. «Para los puros, todas las cosas son puras».

—Pero…

—Todavía estoy Atestiguando, hijo. Así que escucha. Además del hecho de que nuestro hermano Miguel parece encontrarse ausente en este microinstante…, y no le sigo la pista, ya que no estamos en la misma lista de Servicios…, queda el hecho de que es probable que esa dama tatuada que efectuó el pronunciamiento oracular no se equivoque; se trata de una temporal más bien santificada.

—¿Quién lo dice?

—Yo. Lo sé.

Foster sonrió de nuevo con angélica dulzura. ¡La pequeña y querida Patricia! Su verborrea resultaba un poco pesada, pero era terrenalmente deseable… y brillaba con una luz interior que a uno le hacía recordar las vidrieras de colores. Observó sin orgullo temporal que George había terminado su gran obra desde la última vez que había visto a Patricia, y que aquella representación gráfica de su ascenso al Cielo no era mala, en absoluto mala, en el sentido Más Alto. Tenía que recordar el buscar a George y felicitarle por aquel trabajo, y decirle que había visto a Patricia… Hum, ¿dónde estaba George? Como artista creativo en la sección de diseño del universo, directamente bajo las órdenes del Arquitecto, creía recordar… Bueno, no importaba, el archivo central le localizaría en una fracción de milenio.

¡Qué deliciosa había sido la pequeña Patricia! Suave como una bola de mantequilla, y ¡qué sagrado frenesí! Si hubiera tenido un poco más de confianza en sí misma y un poco menos de humildad, habría podido hacer de ella una buena sacerdotisa. Pero era tal la necesidad de Patricia de aceptar a Dios según su propia naturaleza, que sólo hubiera podido calificarse entre los lingayats…, donde no hacía ninguna falta. Foster consideró la posibilidad de escudriñar hacia el pasado y verla otra vez tal como había sido, pero se contuvo con angélica moderación; había mucho trabajo que hacer.

—Olvida el omniscio, hijo; quiero decirte unas Palabras.

Digby obedeció y aguardó. Foster hizo sonar su halo, una costumbre irritante que había adquirido durante sus momentos de reflexión.

—Hijo, no te estás modelando demasiado angélicamente.

—Lo siento.

—Las lamentaciones no encajan en la eternidad. Pero la Verdad es que te preocupas demasiado por ese joven sujeto, que puede o puede no ser nuestro hermano Miguel. Ahora aguarda… En primer lugar, no eres quién para Juzgar al instrumento utilizado para enviarte aquí desde los pastos. En segundo lugar, no es él lo que te preocupa, apenas le conoces: lo que en el fondo te roe por dentro es esa pequeña secretaria morenita que tenías. Se había ganado mi Beso durante el período temporal antes de que tú fueses llamado, ¿no es así?

—Aún estaba probándola.

—Entonces, no me cabe la menor duda de que te sentirás angélicamente complacido al observar que el obispo supremo Short, después de someterla al más completo de los exámenes… oh, de lo más detallado; puedo decirte que no ha quedado nada de ella por examinar…, la ha aprobado, y la muchacha disfruta ahora de la amplia Felicidad que merece.

»Hum. Un pastor debería hallar satisfacción en su trabajo, pero cuando es ascendido también debería experimentar alegría por ello. Resulta que ha surgido una plaza libre para un guardián en período de entrenamiento en un nuevo sector que va a abrirse. Es un trabajo por debajo de tu jerarquía nominal, lo reconozco, pero se trata de una buena experiencia angélica. Ese planeta…, bueno, puedes pensar en él como un planeta, ya verás…, está ocupado por una raza de tripolaridad en vez de bipolaridad, y estoy absolutamente convencido de que ni el mismísimo don Juan sería incapaz de descubrir ningún interés terrestre en ninguna de sus tres polaridades…, y eso no es una opinión; fue enviado como prueba. Chilló y rezó pidiendo que se le devolviera al infierno solitario que se ha creado para sí mismo.

—Así que se me envía a Mataplana, ¿eh? ¡Para que no interfiera!

—¡Oh, vamos, vamos! No puedes interferir. Es la única Imposibilidad que permite que todo lo demás sea posible; traté de decírtelo cuando llegaste. Pero no dejes que eso te preocupe; dispones de toda la eternidad para seguir intentándolo. Tus órdenes incluirán un bucle para que puedas comprobar el presente y el pasado sin ninguna pérdida de temporalidad. Y ahora, sal volando a escape; tengo trabajo que hacer.

Foster volvió al punto donde había sido interrumpido. Oh, sí, una pobre alma temporalmente designada con el nombre de «Alice Douglas»…, enviada como estímulo para una dura labor, y que se había enfrentado a ella de un modo firme y persistente. Pero su trabajo ya había sido completado, y ahora necesitaría descanso y rehabilitación tras la inevitable fatiga de la batalla; debía de estar pateando y chillando y espumeando ectoplasma por todos sus orificios.

¡Oh, necesitaría un exorcismo completo después de un trabajo tan duro! Pero todos los trabajos eran duros; no podía ser de otra forma. Y «Alice Douglas» era una operadora de campo de absoluta confianza; podía desempeñar cualquier operación para la que hiciese falta mano izquierda siempre y cuando fuese algo esencialmente virginal: ser quemada en la hoguera o ingresar en un convento; siempre respondía.

No es que le importasen mucho las vírgenes, más allá de su respeto profesional por cualquier trabajo bien hecho. Foster lanzó una última y rápida mirada a la señora Paiwonski; allí había un compañero de trabajo digno de su aprecio. ¡La pequeña y encantadora Patricia! Qué santa y lozana bendición…

29

Cuando la puerta de su suite se cerró detrás de Patricia Paiwonski, Jill dijo:

—¿Y ahora qué, Mike?

—Nos vamos. Jill, supongo que has leído algo acerca de la psicología anormal.

—Sí, por supuesto. En mi instrucción. Aunque sé que no tanta como tú.

—¿Conoces el simbolismo del tatuaje? ¿Y el de las serpientes?

—Claro. Supe eso acerca de Patty en cuanto la conocí. Confiaba en que tú encontrases el medio de averiguarlo también.

—No pude hasta que fuimos hermanos de agua. El sexo es necesario, el sexo es una buena ayuda, pero sólo si se comparte y crea acercamiento. Asimilo que si lo hiciese sin acercamiento…, Bueno, no estoy seguro.

—Asimilo que aprenderías lo que no pudieras, Mike. Ésa es una de las razones, una de las muchas razones por las que te tengo cariño.

—Sigo sin asimilar «cariño». No asimilo «personas». Ni siquiera a ti. Pero no deseaba que Pat se marchase.

—Impídelo. Consérvala a nuestro lado.

—(Hay que esperar, Jill)

—(Lo sé)

Mike añadió en voz alta:

—Además, dudo que pudiéramos proporcionarle todo lo que necesita. Desea entregarse continuamente a todo el mundo. Ni siquiera sus reuniones de Felicidad, sus serpientes y sus primos son suficientes para Pat. Ella anhela ofrecerse en un altar al mundo entero, siempre…, y hacerlos dichosos. Esta Nueva Revelación…, asimilo que para muchas personas significa un montón de otras cosas. Pero eso es lo que representa para Pat.

—Sí, Mike. Querido Mike.

—Es hora de irnos. Elige el vestido que quieras y coge tu bolso. Dispondré del resto de la basura.

Jill pensó un poco tristemente que alguna vez le gustaría poder llevarse consigo una o dos cosas. Pero Mike siempre iba de un lado para otro con sólo lo puesto…, y parecía asimilar que ella lo prefería así también.

—Me pondré ese precioso vestido azul.

La prenda flotó en el aire, quedó suspendida sobre ella, se deslizó hacia abajo cuando ella alzó las manos; la cremallera se cerró. Los zapatos a juego avanzaron hacia ella, aguardaron mientras se metía dentro de ellos.

—Estoy lista, Mike.

Mike había captado el pensativo sabor de sus pensamientos, pero no el concepto; era demasiado extraño para las ideas marcianas.

—Jill, ¿quieres que paremos y nos casemos?

Ella pensó unos instantes en la proposición.

—Hoy no podríamos, Mike. Es domingo; no conseguiríamos una licencia.

—Mañana, entonces. Lo recordaré. Asimilo que te gustaría.

Ella siguió pensando en la proposición.

—No, Mike.

—¿Por qué no, Jill?

—Por dos razones. Una, no nos aproximaría más, porque ya compartimos el agua. Eso es lógico, tanto en inglés como en marciano.

—Sí.

—Y la otra, es una razón válida sólo en inglés. No me gustaría que Dorcas, Anne y Miriam…, e incluso Patty, pensaran que he tratado de echarlas fuera. Y una de ellas podría pensarlo.

—No, Jill, ninguna de ellas pensaría eso.

—Bueno, de todos modos no quiero correr ese riesgo, porque no lo necesito. Tú ya te casaste conmigo en la habitación de un hospital, hace siglos y siglos. Sólo porque eras de la forma que eres. Antes de que yo lo sospechara siquiera —vaciló—. Pero sí hay algo que puedes hacer por mí.

—¿Qué, Jill?

—Bueno, puedes llamarme de tanto en tanto con nombres cariñosos. De la misma forma que yo hago contigo.

—De acuerdo, Jill. ¿Qué nombres cariñosos?

—¡Oh! —ella le besó rápidamente—. Mike, eres el hombre más dulce, más encantador que haya conocido nunca…, ¡y la criatura más exasperante de dos planetas! No te molestes con los nombres cariñosos. Limítate a llamarme «hermanito» de vez en cuando…, eso hace que me estremezca interiormente de pies a cabeza.

—Sí, hermanito.

—¡Oh, Dios mío! Ahora ponte decente y salgamos de aquí, antes de que te lleve de vuelta a la cama. Vamos. Te espero en la recepción; estaré pagando la cuenta —se marchó precipitadamente.

Fueron a la estación de aerobuses de la ciudad y cogieron el primer Greyhound que iba a alguna parte. Una o dos semanas más tarde se detuvieron en casa, compartieron el agua durante un par de días, se marcharon de nuevo sin despedirse de nadie…, o más bien Mike lo hizo; despedirse era una costumbre humana a la que se resistía testarudamente, y nunca la utilizaba por voluntad propia. La usaba formalmente con los desconocidos sólo cuando Jill requería que lo hiciera.

Poco después estaban en Las Vegas, alojados en un hotel pasado de moda, cerca pero no en el Strip. Mike probó todos los juegos en todos los casinos, mientras Jill mataba el tiempo actuando como corista; el juego la aburría. Como no sabía cantar ni bailar, y no tenía ningún número propio, el exhibirse o pasearse lentamente con un alto e improbable sombrero, una sonrisa y unas cuantas lentejuelas era el trabajo más adecuado para ella en la Babilonia del Oeste. Jill prefería trabajar si Mike estaba atareado y, de un modo u otro, él se las arreglaba siempre para conseguirle la ocupación que ella escogía. Puesto que los casinos nunca cerraban, estaba atareado casi todo el tiempo en Las Vegas.

Mike ponía buen cuidado en no ganar demasiado en ningún casino, manteniéndose estrictamente dentro de los límites que Jill había establecido para él. Después de ordeñar unos cuantos miles en cada uno, se dedicaba a perderlos meticulosamente, sin hacer nunca grandes apuestas en ningún juego, ya fuera ganando o perdiendo. Luego aceptó un empleo como croupier, y se dedicó a estudiar a la gente, intentando asimilar por qué jugaban. Asimiló confusamente un impulso en muchos jugadores que le pareció de una naturaleza intensamente sexual…, pero creyó ver también cierta incorrección en ello. Conservó el trabajo durante bastante tiempo, dejando siempre que la pequeña bolita rodara sin ninguna interferencia.

A Jill le divirtió descubrir que los clientes del palaciego teatro-restaurante donde trabajaba no eran más que primos… Con más dinero, pero primos pese a todo. Descubrió algo sobre sí misma también: disfrutaba exhibiéndose ante ellos, mientras estuviera a salvo de las manos que no deseaba que la agarraran. Con su cada vez mayor honestidad marciana, examinó esta recién descubierta faceta de sí misma. En el pasado, aunque había sabido que le gustaba ser admirada, siempre había creído sinceramente que lo deseaba sólo de un selecto grupo de hombres y normalmente sólo de uno. Se había sentido dolida por el descubrimiento, no hacía mucho, de que la visión de su ser físico no significaba en realidad nada para Mike, aunque siempre se había mostrado y seguía mostrándose físicamente tan agresivo y tiernamente devoto hacia ella como cualquier mujer pudiera llegar a soñar…, si no estaba preocupado por otras cosas.

E incluso era generoso respecto a eso, se recordó. Si ella lo deseaba, le permitía que le sacase siempre de sus más profundos trances de retraerse, cambiaba sus engranajes sin emitir una sola queja, y se mostraba todo lo sonriente, ávido y amoroso que ella deseaba.

Pero pese a todo ahí estaba… Era una de sus peculiaridades, como su incapacidad para reír. Jill decidió, tras su iniciación como corista, que le gustaba ser admirada visualmente porque eso era una cosa que Mike no le proporcionaba.

Pero su propia honestidad cada vez más perfeccionada y su firme y creciente empatia no permitieron que aquella teoría se mantuviese. La mitad masculina del público contenía siempre el porcentaje de hombres que eran demasiado viejos, demasiado gordos, demasiado calvos, y en general demasiado adentrados en el triste camino de la entropía como para que pudieran ser considerados atractivos por una mujer de la juventud, belleza y exigencias de Jill. Ella siempre se había burlado de los «viejos lobos libidinosos», aunque no de los hombres viejos per se, se recordó a sí misma en defensa propia; Jubal podía mirarla —e incluso utilizar un lenguaje crudo de indecencias deliberadas— sin darle la menor sensación de que estaba ansioso por pillarla a solas y manosearla. Estaba tan serenamente segura del cariño de Jubal hacia ella y de su naturaleza auténticamente espiritual, que se dijo a sí misma que podría fácilmente compartir una cama con él, dormirse de inmediato…, y estar segura de que él lo haría también, tras sólo el casto beso de buenas noches que siempre le daba al retirarse.

Pero ahora descubría que esos viejos carentes de atractivo no provocaban en ella ninguna emoción desagradable. Cuando sentía sus admirativas miradas o incluso su clara lujuria —y se dio cuenta de que podía sentirlo, incluso podía identificar sus fuentes—, no experimentaba rencor alguno; la caldeaban un poco y la hacían sentirse afectadamente complacida.

«Exhibicionismo» había sido para ella tan sólo una palabra utilizada para describir una anormalidad psicológica, una debilidad neurótica que siempre le pareció digna de desprecio. Ahora, al profundizar por sí misma y mirarla directamente, decidió que, o bien esa forma de narcisismo era normal, o era ella la anormal y no lo había sabido. Pero ella no se sentía anormal; se consideraba sana y feliz, más sana de lo que lo que nunca se había sentido. Siempre había gozado de una salud superior a la media —así tenía que ser para ejercer de enfermera—, y, que recordase, nunca había sufrido un resfriado o un trastorno gástrico. Ni siquiera —se dio cuenta con sorpresa— había tenido calambres en las piernas en toda su vida.

De acuerdo, estaba sana; y si a una mujer sana le gustaba que la mirasen como tal —¡y no como un cuarto de ternera!—, entonces era tan inevitable como que la noche sucede al día que los hombres sanos la mirasen, ¡aunque el hecho no fuese más que una solemne tontería! Y al llegar a este punto comprendió por fin intelectualmente, a Duque y sus fotografías, y le pidió mentalmente perdón.

Habló del asunto con Mike, intentó explicarle el cambio de su punto de vista…, lo cual no resultó fácil, puesto que Mike era incapaz de comprender por qué a Jill había llegado a importarle alguna vez el que la mirasen o no, por parte de cualquiera, en cualquier circunstancia. Comprendía que una persona no deseara que la tocasen; Mike eludía los apretones de manos si podía hacerlo sin ofender a nadie, y sólo deseaba tocar y que le tocasen sus hermanos de agua.

Jill no estaba segura de hasta qué punto incluía eso a los hermanos de agua masculinos. Le había explicado a Mike la homosexualidad, después de que él hubiese leído sobre el tema y no hubiera conseguido asimilarlo…, y le había dado reglas prácticas para eludir incluso la apariencia e impedir que le fueran hechas insinuaciones, puesto que suponía, correctamente, que Mike, con su apostura, atraería tales insinuaciones. Él siguió sus consejos e hizo su rostro más masculino, en vez de continuar con la belleza andrógina que tenía al principio. Sin embargo, Jill no estaba segura de que Mike hubiera rechazado una proposición así de, digamos, Duque. Por fortuna, los hermanos de agua masculinos de Mike eran decididamente masculinos, del mismo modo que los otros eran mujeres muy femeninas. Jill esperaba que las cosas siguieran así; sospechaba que, de todas formas, Mike asimilaría la existencia de una «incorrección» en los pobres invertidos que se le pudieran poner por delante, y que se abstendría de ofrecerles agua o de aceptarla de ellos.

Tampoco conseguía Mike comprender por qué a Jill le complacía ahora que la mirasen. La única vez en que sus dos actitudes habían sido aproximadamente similares fue cuando abandonaron la feria, donde Jill había descubierto que se había vuelto indiferente a las miradas, y se hallaba dispuesta a hacer su número «completamente desnuda», como le había dicho a Patty, si eso podía ayudar.

Jill vio que su actual conocimiento de sí misma había nacido en aquel punto; en el fondo, en realidad nunca se había sentido indiferente a las miradas masculinas. Sometida a las necesidades únicas de ajustar su vida al Hombre de Marte, se había visto obligada a dejar al margen una parte de su persona artificial —impuesta por su educación y su entrenamiento—, ese punto de recato propio de dama altiva que una enfermera debe retener, pese a los rigores de una profesión que exigía generalmente tareas incluso indignantes. Pero Jill no había sabido que tuviera ningún recato, hasta que lo hubo perdido.

Por supuesto, se sentía más una «dama» que nunca…, aunque prefería pensar en sí misma como una «persona». Pero ya no era capaz de ocultar a su mente consciente —ni sentía ningún deseo de hacerlo— que había algo dentro de ella tan alegremente desvergonzado, como una gata en celo que fuera a ejecutar su danza del vientre para excitación de todos los gatos machos del vecindario.

Trató de explicarle todo esto a Mike, comunicándole su teoría de las funciones complementarias y la naturaleza funcional de la exhibición narcisista y del voyeurismo, utilizándose a sí misma y a Duque como ejemplos clínicos.

—Lo cierto es, Mike, que noto que algo se agita dentro de mí cuando todos esos tipos me contemplan…, un sinfín de individuos y casi ningún hombre. Así que ahora asimilo por qué le gusta a Duque tener montones de fotos de mujeres, cuanto más sensuales mejor. Es lo mismo, sólo que a la inversa. Eso no quiere decir que desee irme a la cama con ellos, del mismo modo que Duque no desea irse a la cama con una de sus fotografías; demonios, querido… ni siquiera siento deseos de decirles «hola».

»Pero cuando me miran y me dicen, mejor dicho lo piensan, que soy deseable, eso me produce un hormigueo, una sensación cálida ahí en la boca del estómago —frunció ligeramente el entrecejo—. ¿Sabes?, debería hacer que me tomaran una foto realmente indecente y enviársela a Duque. Sólo para decirle que lamento haberle desdeñado y no haber conseguido asimilar lo que pensé que no era más que una debilidad suya. Porque, si se trata de una debilidad, también yo la tengo…, pero como mujer. Si fuera una debilidad… Pero asimilo que no lo es.

—De acuerdo. Buscaremos un fotógrafo por la mañana.

Ella negó con la cabeza.

—No, me limitaré a pedirle disculpas la próxima vez que vayamos a casa. En realidad, no le enviaría nunca a Duque una foto así. Nunca hizo la menor insinuación de querer propasarse conmigo…, y no deseo que se le ocurran ciertas ideas.

—Jill, ¿no desearías a Duque?

Ella oyó en su mente un eco del concepto de «hermano de agua».

—Hum…, en realidad jamás pensé en ello. Supongo que ha sido porque me he sentido «fiel» hacia ti, lo cual de todos modos no ha sido ningún esfuerzo. Pero asimilo que hablas correctamente: no rechazaría a Duque, y lo disfrutaría también. ¿Qué piensas de eso, querido?

—Asimilo bondad —repuso Mike seriamente.

—Hum…, mi galante marciano, hay momentos en los que a las mujeres humanas nos gusta apreciar al menos un conato de celos…, pero no creo que exista la más remota posibilidad de que asimiles alguna vez lo que es estar «celoso». Cariño, ¿qué asimilarías si alguno de esos primos, esos hombres de entre el público, no un hermano de agua, me formulara proposiciones deshonestas?

Mike apenas sonrió.

—Asimilo que él desaparecería.

—Hum. Asimilo que es posible. Pero, Mike…, escúchame con atención, querido. Me prometiste que no harías nada de eso a menos que surgiera una emergencia grave. Así que no te precipites. Si me oyeras chillar y gritar pidiendo ayuda, alcanzaras mi mente y comprobaras que me hallaba en un auténtico problema, entonces sería otro asunto. Pero yo ya me las arreglaba con lobos cuando tú aún estabas en Marte. En nueve de cada diez veces, si una chica es violada, en buena parte la culpa le corresponde a ella. La décima vez…, bueno, de acuerdo. Lánzale tu mejor empujón al pozo sin fondo. Pero descubrirás que la mayoría de las veces no es necesario.

—De acuerdo, lo recordaré. Quiero que mandes esa foto indecente a Duque.

—¿Qué, querido? Lo haré si tú lo quieres. Es sólo que, si alguna vez quiero insinuarme a Duque…, y puede que lo haga, ahora que me has metido la idea en la cabeza…, le cogería por los hombros y le diría: «Duque, ¿qué opinas? Yo estoy dispuesta». No me gusta el sistema de enviarle por correo una foto indecente, como hacían aquellas repugnantes fulanas contigo. Pero, si tú quieres que lo haga, entonces de acuerdo. Hum, tampoco es necesario hacerla demasiado indecente…, podría hacerme una foto clásica de corista profesional y decirle lo que estoy haciendo y preguntarle si tiene espacio para ella en su álbum. Puede que no lo interprete como una insinuación.

Mike frunció el entrecejo.

—Creo que he hablado de forma incompleta. Si deseas enviarle a Duque una fotografía indecente, hazlo. Si no lo deseas, entonces no lo hagas. Pero me hubiera gustado ver cómo tomaban esa foto indecente. Jill, ¿qué es una foto «indecente»?

Mike estaba desconcertado por toda aquella idea en general: por el cambio de Jill, de una actitud que nunca había comprendido pero que había aprendido a aceptar, a una actitud exactamente opuesta de placer…, más un tercer y antiguo desconcierto ante la colección «artística» de Duque, que evidentemente no tenía nada de artística. Pero el pálido y evanescente concepto marciano paralelo a la tumultuosa sexualidad humana no le proporcionaba ninguna base para asimilar ni el narcisismo ni el voyeurismo, ni el recato ni la exhibición.

—«Indecente» significa una incorrección —añadió—, normalmente una pequeña incorrección, pero asimilo que tú no quieres dar a entender ni siquiera una pequeña incorrección, sino más bien una corrección.

—Oh, una foto indecente puede ser cualquiera de esas cosas, supongo, según quien la mire, ahora que he vencido algunos de mis prejuicios. Pero… Mike, tendré que mostrártelo; no te lo puedo explicar. Pero primero cierra esas persianas, ¿quieres?

Las persianas venecianas se cerraron solas.

—Muy bien —dijo Jill—. Ahora, esta postura puede ser considerada un poco indecente; cualquiera de las chicas del espectáculo la utilizaría como recurso profesional…, y esta otra lo es un poco más, algunas de las chicas la usarían. Pero esta otra ya es inconfundiblemente indecente…, y ésta es indecente por completo…, y ésta es indecente en extremo, de tal modo que yo no posaría así ni con la cara envuelta en una toalla, a menos que tú lo desearas.

—Pero, si tu rostro estaba tapado, ¿para qué iba yo a quererla?

—Pregúntaselo a Duque. Eso es todo lo que puedo decirte.

Él siguió pareciendo desconcertado.

—No asimilo ninguna incorrección, tampoco asimilo corrección. Asimilo… —utilizó una palabra marciana que expresaba un estado absolutamente desprovisto de emociones.

Pero estaba interesado, precisamente porque se sentía tan desconcertado; siguieron hablando de ello, en marciano cuando era posible, debido a sus extremadamente finas discriminaciones para emociones y valores…, y en inglés también, cuando el marciano, pese a lo rico que era, era incapaz de reflejar los conceptos.

Aquella noche Mike apareció en una mesa de primera fila, después de que Jill le dijera cómo sobornar al jefe de camareros para que le diera aquel lugar; estaba decidido a proseguir con su investigación del misterio. Jill no estaba en contra de ello. Apareció trotando en el primer número de la producción, dirigiendo sonrisas a todo el mundo y un rápido guiño a Mike cuando se volvió y sus ojos se cruzaron con los de él. Descubrió que, con Mike presente, la cálida y agradable sensación que había disfrutado todas las noches se amplificaba enormemente: sospechó que, si las luces se apagaran, su cuerpo brillaría en la oscuridad.

Cuando el desfile terminó y las chicas formaron cuadro, Mike estaba a no más de tres metros de ella; Jill había sido promovida a la primera fila del coro. El director la había mirado de pies a cabeza a su cuarto día con el espectáculo y le había dicho:

—No sé lo que pasa, pequeña. Tengo chicas por aquí mendigando cualquier trabajo con dos veces tus formas…, pero, cuando los focos te iluminan, es a ti a quien miran todos los clientes. Está bien, voy a ponerte en la primera fila para que puedan verte mejor. Con el correspondiente aumento de sueldo…, aunque sigo sin saber por qué.

Jill adoptó su pose y habló con Mike a través de su mente:

—(¿Sientes algo?)

—(Asimilo, pero no en toda su plenitud)

—(Mira hacia donde miro yo, hermano mío. El individuo bajito. Tiembla. Tiene sed de mí)

—(Asimilo su sed)

—(¿Puedes verle?)

Jill clavó su mirada en los ojos del cliente y le obsequió con una cálida sonrisa, no sólo para incrementar su interés en ella, sino para permitir que Mike se valiera de sus ojos para verle, si era posible. Cuando su asimilación del pensamiento marciano aumentó y con ello creció firmemente el acercamiento en otras formas entre ambos, empezaron a ser capaces de utilizar aquel sistema común marciano. Todavía no de una forma completa, pero con creciente facilidad. Jill aún no tenía control sobre él; Mike podía ver con sólo mirar a través de sus ojos si ella se lo indicaba, pero ella podía ver a través de los ojos de él sólo si Mike le dedicaba toda su atención.

—(Le asimilamos juntos) —admitió Mike—. (Tiene una enorme sed de mi pequeño hermanito)

— (¡!)

—(Sí. Una hermosa agonía)

Unos compases del estribillo le dijeron a Jill que tenía que romper su postura y reanudar su ondulante contoneo. Lo hizo, moviéndose con orgullosa sensualidad y captando en sí misma una bullente sensación de lujuria, en respuesta a las emociones que estaba recibiendo tanto de Mike como del desconocido. La rutina del número hacía que se alejara de Mike y se dirigiera casi hacia el excitado desconocido, acercándose a él durante los primeros pasos. Siguió mirándole con fijeza.

Y en ese momento sucedió algo que resultó totalmente inesperado para ella, porque Mike nunca le había explicado que fuera posible. Había estado permitiendo la recepción de las emociones de aquel desconocido, soliviantándole intencionadamente con la mirada y con el cuerpo, y retransmitiendo a Mike todo lo que sentía. De pronto el circuito se cerró, y se encontró contemplándose a sí misma, viéndose a través de unos ojos desconocidos, mucho más lujuriosos de lo que había pensado… y experimentando toda la primitiva necesidad con la que el desconocido la veía.

Trastabilló ciegamente, y habría caído de bruces si Mike no hubiera captado al instante el problema y la hubiera sujetado, alzado, enderezado y estabilizado hasta que pudo seguir andando sin ayuda, desaparecida la segunda vista.

La hilera de beldades siguió su marcha hacia la salida. Tras abandonar el escenario, la muchacha que iba detrás de ella preguntó:

—¿Qué demonios te ocurrió, Jill?

—Se me enganchó el tacón del zapato.

—Sí, a veces ocurre. Pero fue la forma más extraña de recuperar el equilibrio que haya visto en toda mi vida. Por un segundo pareciste una marioneta sostenida por hilos.

«Y lo era, querida, lo era», pensó Jill, «pero no vamos a hablar de ello».

—Le diré al encargado del escenario que eche un vistazo a ese lugar. Creo que hay una tabla suelta. Alguna podría romperse una pierna…

Durante el resto del espectáculo, siempre que estaba en el escenario, Mike le enviaba rápidos atisbos de cómo la observaban los distintos hombres entre el público, al tiempo que se aseguraba siempre de que ella no se viese cogida otra vez por sorpresa. A Jill le asombró descubrir la variedad de aquellas imágenes: uno miraba sólo sus piernas, otro se sentía fascinado por las ondulaciones de su torso, un tercero sólo veía sus orgullosos pechos.

Luego Mike, tras advertirla primero, le dejó ver a las otras chicas en el cuadro. Se sintió aliviada al comprobar que Mike las veía como ella misma las veía…, sólo que con mayor agudeza. Pero le sorprendió darse cuenta de que su propia excitación no disminuía mientras miraba, de segunda mano, a las chicas a su alrededor: se incrementaba.

Mike se retiró de la sala inmediatamente después del número final, adelantándose a los demás como ella le había advertido que hiciera. Jill no esperaba volver a verle aquella noche, puesto que Mike sólo había pedido permiso para ausentarse de su trabajo de croupier el tiempo suficiente para ver a su esposa en el espectáculo. Pero cuando se vistió y regresó al hotel, sintió su presencia antes de llegar a la habitación.

La puerta se abrió para ella; entró, luego se cerró a sus espaldas.

—¡Hola, querido! —saludó—. ¡Qué estupendo encontrarte en casa!

Mike sonrió, gentil.

—Ahora asimilo imágenes indecentes —la ropa de Jill desapareció—. Haz posturas indecentes.

—¿Eh? Sí, querido, por supuesto.

Repitió las mismas actitudes que había adoptado antes. Con cada una de ellas, una vez adoptada, Mike dejó que ella utilizase los ojos de él para contemplarse a sí misma. Jill se miró a sí misma y experimentó las emociones de él…, y sintió hincharse las suyas propias en respuesta a una cerrada y mutua reverberación amplificada. Por último, se situó en una postura tan sensualmente lasciva como su imaginación pudo crear.

—Las imágenes indecentes son una gran corrección —dijo Mike, con voz grave.

—¡Sí! ¡Y ahora yo también las asimilo! ¿A qué estás esperando?


Abandonaron sus empleos y, durante los siguientes días, asistieron a tantos espectáculos adultos como les fue posible, y durante este período Jill hizo otro descubrimiento: asimilaba las imágenes indecentes sólo a través de los ojos de un hombre. Si Mike miraba, ella captaba y compartía su estado de ánimo, desde el relajado placer sensual de la contemplación de una mujer hermosa hasta la más ardiente de las excitaciones. Pero si la atención de Mike estaba en alguna otra parte, la modelo, bailarina o artista de strip-tease no era más que otra mujer para Jill, quizá agradable de contemplar pero en absoluto excitante. Lo más probable era que terminara aburriéndose y deseando un poco que Mike la llevara de vuelta a casa. Pero sólo un poco, porque ahora ya era casi tan paciente como él.

Examinó este nuevo hecho desde todos lados, y decidió que prefería no sentirse excitada por las mujeres más que a través de los ojos de él. Un hombre le proporcionaba ya todos los problemas que podía manejar, y unos cuantos más; descubrirse tendencias lesbianas hubiera sido demasiado… absolutamente.

Pero resultaba divertido, «una gran corrección», ver a aquellas chicas con los ojos de Mike tal como había aprendido a verlas; y era una corrección aún mayor y exultante saber que, al fin, Mike la contemplaba a ella del mismo modo, sólo que más.

Se detuvieron en Palo Alto el tiempo suficiente para que Mike intentara —y fracasara— engullir toda la Biblioteca Hoover en bocados de mamut. La tarea era mecánicamente imposible; los escáneres no podían girar tan aprisa, ni Mike podía pasar las páginas de los libros encuadernados con la suficiente rapidez como para poder leerlos todos. Renunció, y admitió que estaba almacenando datos en bruto a una velocidad muy superior a lo que podía asimilar, incluso pasando en la biblioteca todas las horas en que estaba cerrada en solitaria contemplación. Con gran alivio por parte de Jill, se trasladaron a San Francisco, y Mike se embarcó en una investigación más sistemática.


Ella volvió al piso un día y encontró a Mike sentado, no en trance sino sin hacer nada, y rodeado de libros, muchos libros: el Talmud, el Kama-Sutra, varias versiones de la Biblia, el Libro de los Muertos, el Libro de los Mormones, el precioso ejemplar de Patty de la Nueva Revelación, diversos apócrifos, el Corán, La Rama Dorada —versión no resumida—, El Camino, Ciencia y Salud con la Llave a las Escrituras, los escritos sagrados de una docena de otras religiones mayores y menores…, incluso desviaciones tan extrañas como el Libro de la Ley de Crowley.

—¿Te ocurre algo, querido?

—Jill, no asimilo… —agitó la mano hacia los libros.

—(La espera, Michael. Se impone la espera basta que llegue la plenitud)

—No creo que la espera la llene nunca. Oh, sé dónde está el fallo: no soy realmente un hombre. Soy marciano…, un marciano en un cuerpo deforme.

—Para mí eres un hombre más que completo, querido…, y adoro la forma que tiene tu cuerpo.

—Oh, tú asimilas de qué estoy hablando. No asimilo a la gente. No comprendo esta multiplicidad de religiones. Mira, entre mi pueblo…

—¿Tu pueblo, Mike?

—Lo siento. Debí decir que, entre los marcianos, sólo existe una religión… y no es una fe, sino una certidumbre. La asimilas. «¡Tú eres Dios!».

—Sí —asintió ella—. Lo asimilo en marciano. Pero ya sabes, queridísimo, que eso no significa lo mismo en inglés…, o en ninguna otra lengua humana. No sé por qué.

—Hum. En Marte, cuando necesitamos saber algo, cualquier cosa, preguntamos a los Ancianos, y la respuesta nunca es errónea. Jill, ¿es posible que los humanos no tengamos «Ancianos»? No me refiero a las almas, esto se da por sentado. Cuando nosotros nos descorporizamos, morimos. Cuando nos quedamos muertos…, ¿morimos de un modo total y no queda nada? ¿Vivimos en la ignorancia porque eso no importa? ¿Porque desaparecemos sin dejar ningún rastro detrás, en un espacio de tiempo tan breve que cualquier marciano lo utilizaría para una larga contemplación? Dímelo, Jill. Tú eres humana.

Ella sonrió con serena tranquilidad.

—Tú mismo me lo has dicho. Tú me has enseñado a conocer la eternidad, y no puedes arrebatarme ese conocimiento, nunca. No puedes morir, Mike; lo único que puedes hacer es descorporizarte.

Se señaló a sí misma con ambas manos.

— Este cuerpo que me has enseñado a ver a través de tus ojos, y que has amado tan bien, desaparecerá algún día. Pero yo no desapareceré: ¡soy lo que soy! Tú eres Dios y yo soy Dios y nosotros somos Dios, eternamente. No estoy segura de adonde iré a parar, ni de si recordaré que hubo un tiempo en que fui Jill Boardman, la muchacha que se consideraba feliz manoseando instrumental médico y que fue igualmente feliz meneando su cuerpo en las tablas bajo los brillantes focos. Siempre me ha gustado este cuerpo…

Con el más desacostumbrado gesto de impaciencia, Mike hizo desaparecer las ropas de Jill.

—Gracias, querido —dijo ella en voz baja, sin moverse de donde estaba sentada—. Siempre ha sido un cuerpo estupendo para mí, y para ti…, para los dos. Pero confío en no perderlo cuando haya terminado con él. Espero que te lo comas cuando me descorporice.

—Oh, te comeré, puedes estar segura…, a menos que me descorporice yo antes.

—No creo que pase eso. Con tu dominio mucho mayor sobre ese adorable cuerpo, sospecho que puedes vivir varios siglos. A menos que decidas descorporizarte antes.

—Podría hacerlo. Pero no ahora. Jill, lo he intentado una y otra vez. ¿A cuántas iglesias hemos asistido?

—A todas las que hay en San Francisco, de todo tipo, creo… Excepto las más pequeñas y secretas, que no están listadas en ninguna parte. No recuerdo cuántas veces hemos asistido a los servicios de buscadores.

—Eso sólo fue para reconfortar a Patty. Yo no volvería nunca más, si tú no estuvieses segura de que ella lo necesita para saber que no hemos abandonado.

—Lo necesita. No podemos mentirle; tú no sabes hacerlo y yo no puedo engañar a Patty.

—En realidad —admitió él—, los fosteritas son muchos más de los que había creído. Todos retorcidos, por supuesto. En realidad andan torpemente a tientas, como hacía yo cuando estábamos en la feria. Y nunca corrigen sus errores por culpa de esto… —hizo que el libro de Patty se alzara en el aire—, que en su mayor parte no es más que basura.

—Sí, pero Patty no lo ve. Está envuelta en su propia inocencia. Ella es Dios, y obra en consecuencia; sólo que no sabe que lo es.

—Así es —asintió él—. Ésa es nuestra Patty. Lo cree sólo cuando yo se lo digo, con el énfasis adecuado. Pero, Jill, hay otros sitios donde mirar. La ciencia, por ejemplo. A mí, mientras estaba aún en el nido, me enseñaron más acerca de cómo fue ensamblado el universo físico de lo que han averiguado hasta la fecha los científicos humanos. Sé tanto de eso, que ni siquiera puedo hablar con ellos sobre el asunto. Ni siquiera puedo hablarles de algo tan elemental como la levitación. No trato de menospreciar a los científicos… Hacen lo que deben y se orientan hacia el camino correcto; asimilo por completo eso. Pero lo que están tratando de descubrir no es lo que yo ando buscando, ¿entiendes? Uno no asimila un desierto contando sus granos de arena.

»Luego está la filosofía, que se supone que es capaz de abarcarlo todo. ¿Lo hace? Todo filósofo que aparece con algo es exactamente porque ha tropezado con ello…, excepto los que se engañan a sí mismos, demostrando sus suposiciones a través de sus conclusiones, en un círculo. Como Kant. Como muchos otros que se muerden la cola. Así que la respuesta, si la hay, debería estar aquí.

Agitó la mano hacia el montón de libros religiosos.

—Sólo que no está. Trozos y fragmentos que parecen verídicos, pero nunca un esquema global…, y si hay un esquema, cada vez, sin excepción, te piden que la parte más difícil la suplas con la fe. ¡Fe! ¡Qué sucio monosílabo! Jill, ¿por qué no lo mencionaste cuando me enseñabas la relación de palabras breves que no deben ser usadas en compañía de personas educadas?

Ella sonrió.

—Mike, acabas de hacer un chiste.

—No tenía intención de que fuera un chiste, y no le veo la gracia tampoco. Jill, no he sido bueno para ti…, tú solías reírte. No dejabas de reír y sonreír hasta que yo te traspasé mis preocupaciones. Yo no he aprendido a reír; tú en cambio has olvidado cómo hacerlo. En vez de transformarme yo paulatinamente en humano, has sido tú la que has empezado a convertirte en marciana.

—Soy feliz, querido. Probablemente tú no me has visto reírme.

—Si rieras como lo hacías antes en el otro extremo de la calle Market, oiría tu risa. Después de que la risa dejara de asustarme, nunca he dejado de notarla…, en especial la tuya. Si asimilase la risa, asimilaría también a la gente, creo. Y entonces podría ayudar a alguien como Pat…, o bien enseñarle lo que sé, o aprender lo que ella sabe. O ambas cosas. Podríamos hablar y comprendernos mutuamente.

—Mike, todo lo que necesitas hacer por Patty es verla de vez en cuando. ¿Por qué no lo hacemos, querido? Salgamos de esta terrible niebla. Ahora está en su casa; la feria descansa esta temporada. Vayamos al sur y visitémosla. Siempre he deseado conocer la Baja California; podríamos seguir avanzando con rumbo sur y disfrutar de un clima cada vez más cálido, y nos la llevaríamos con nosotros, ¡eso sí sería divertido!

—De acuerdo.

Ella se puso en pie.

—Déjame ponerme un vestido. ¿Quieres conservar alguno de estos libros? En vez de una de tus habituales limpiezas caseras, podría enviarlos a casa de Jubal.

Él aleteó los dedos, y todos desaparecieron excepto el regalo de Patty.

—Sólo nos llevaremos ése; Pat se daría cuenta si no lo tuviéramos con nosotros. Pero, Jill, en este preciso momento tengo necesidad de ir al zoológico.

—Me parece bien.

—Quiero escupirle a un camello y preguntarle por qué se siente tan avinagrado. Tal vez los camellos sean los auténticos «Ancianos» de este planeta…, y eso es lo que esté mal en el lugar.

—Dos chistes en un día, Mike.

—No me estoy riendo. Ni tú. Ni el camello. Quizá él asimile por qué. Vamos. ¿Te parece bien ese vestido? ¿Quieres ropa interior? Observé que la llevabas cuando retiré la otra ropa.

—Oh, sí, por favor, cariño. Hace fresco fuera.

—Muy bien. Arriba —levitó a Jill un par de palmos—. Bragas. Medias. Portaligas. Zapatos. Ahora baja y alza los brazos. ¿Sujetador? No necesitas sujetador. Ahora el vestido…, y ya estás presentable de nuevo. Y preciosa, sea eso lo que sea. Tienes un aspecto fantástico. Quizá consiga un empleo como doncella, si no valgo para ninguna otra cosa. Baños, lavados de cabeza, masajes, peinados, vestidos para todas las ocasiones…, incluso he aprendido a hacer la manicura a la moda. ¿Eso es todo, madam?

—Eres la doncella perfecta, querido. Pero te voy a conservar para mí.

—Sí, asimilo que sí. Tienes un aspecto tan estupendo que me parece que voy a quitarte todo eso y te daré un masaje. Del tipo llamado de acercamiento.

—¡Oh, sí, Michael!

—Pensé que habías aprendido a esperar. Primero tienes que llevarme al zoo y comprarme cacahuetes.

—Sí, Mike.


En el parque del Golden Gate soplaba un viento frío, pero Mike no lo notaba y Jill había aprendido a que no tenía por qué sentir el frío o cualquier otra incomodidad si no lo deseaba. Sin embargo, fue agradable relajar su control cuando entraron en la cálida atmósfera de la casa de los monos. Aparte aquel calorcillo, a Jill no le gustaba demasiado ese lugar. Los monos y antropoides se parecían demasiado a las personas, eran demasiado deprimentemente humanos. Jill creía haber terminado para siempre con cualquier tipo de remilgos; había crecido para albergar una alegría ascética, casi marciana, hacia todas las cosas físicas. Las copulaciones y evacuaciones en público de aquellos simios prisioneros no la turbaban como antes lo habían hecho; aquellos pobres animales enjaulados carecían de intimidad, no era culpa suya. Ahora podía contemplarlos sin repugnancia, sin que afectaran sus propios remilgos. Pero la cuestión estribaba en que eran «humanos, demasiado humanos en todo»…, cada uno de sus actos, cada una de sus expresiones, cada una de sus aturdidas miradas le recordaban lo que menos le gustaba de los miembros de su propia raza.

Jill prefería la casa de los felinos. Los grandes machos, arrogantes y seguros de sí mismos pese a su cautividad, la plácida maternidad de las grandes hembras, la señorial hermosura de los tigres de Bengala, con la jungla asomando constantemente de sus ojos, la rapidez y el aire mortífero de los pequeños leopardos, con su olor almizcleño que el aire acondicionado no lograba eliminar. Normalmente Mike compartía también sus gustos hacia otras exhibiciones; se pasaría horas allí en el aviario, en el terrario o contemplando las focas. En una ocasión Mike le había dicho que, si uno tuviera que eclosionar su huevo en el planeta Tierra, nacer león marino sería la mayor corrección.

Cuando visitó por primera vez un zoológico, Mike se trastornó mucho; Jill se vio obligada a ordenarle que esperase y asimilase, ya que él había estado a punto de tomar acciones inmediatas para poner en libertad a todos los animales. Finalmente había admitido, tras la argumentación de ella, que la mayoría de aquellos animales no podrían sobrevivir libres en el clima y entorno donde él se había propuesto soltarlos, que un parque zoológico era una especie de nido…, de algún tipo. Había seguido esta primera experiencia con varias horas de retraimiento, tras las cuales nunca volvió a amenazar con retirar todos los barrotes, cristales y verjas. Le explicó a Jill que los barrotes estaban allí para mantener a las personas fuera, tanto o más que para conservar a los animales dentro, cosa que al principio no había logrado asimilar. A partir de entonces, Mike nunca dejó de visitar el zoo allá donde fueran y hubiese uno.

Pero hoy, sin embargo, ni la no mitigada misantropía de los camellos pudo extirpar el melancólico humor de Mike. Ni siquiera los monos y antropoides consiguieron alegrarle. Se detuvieron durante un rato frente a una jaula que contenía una familia de caís capuchinos y los observaron comer, dormir, cortejarse, cuidar de los pequeños, peinarse e ir bulliciosamente de un lado para otro de la jaula mientras Jill les lanzaba subrepticiamente cacahuetes, pese a los carteles de «No alimente a los animales».

Arrojó uno a un capuchino de tamaño medio; pero antes de que éste pudiera comérselo, otro ejemplar macho más corpulento no sólo se lo arrebató sino que además le propinó una buena paliza, y luego se alejó. El mono más pequeño no intentó perseguir a su torturador; se acuclilló en la escena del crimen, golpeó con los puños las cascaras que había en el suelo de cemento y parloteó su impotente rabia. Mike le observó con mirada solemne.

De pronto, el mono maltratado se precipitó hacia un lado de la jaula, agarró a un mono aún más pequeño que él, y le administró una paliza peor aun de la que él había sufrido…, tras lo cual pareció quedarse completamente relajado. El tercer mono se escabulló como pudo, gimoteando, y se acurrucó en los brazos de una hembra que llevaba a otro aún más pequeño, un bebé, a su espalda. Los demás monos no prestaron la menor atención a nada de aquello.

Mike echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada…, y siguió riendo, estentórea e incontrolablemente. Jadeó en busca de aliento, las lágrimas brotaron de sus ojos; empezó a temblar y se derrumbó al suelo, sin dejar de reír.

—¡Basta, Mike!

Dejó de doblarse sobre sí mismo, pero las carcajadas y las lágrimas prosiguieron. Un empleado se acercó presuroso.

—¿Necesita ayuda, señora?

—No. Sí, sí la necesito. ¿Podría avisar un taxi? Cualquier vehículo, terrestre, aéreo, lo que sea…, tengo que sacarle de aquí. No se encuentra bien —añadió.

—¿Una ambulancia? Parece como si hubiera sufrido un ataque.

—¡Cualquier cosa!

Pocos minutos después conducía a Mike al interior de un aerotaxi con piloto. Dio la dirección, luego dijo con urgencia:

— Mike, tienes que escucharme. Tranquilízate.

Mike se calmó un poco pero siguió riendo, quedamente primero, luego más fuerte, después quedamente de nuevo, mientras ella le secaba los ojos, durante los pocos minutos que tardaron en llegar a casa. Le metió dentro, le desnudó, le hizo tenderse en la cama.

—Tranquilo, querido. Retráete ahora, si necesitas hacerlo.

—No, estoy bien. Por fin me encuentro bien.

—Espero que sí —suspiró—. Me has dado un buen susto, Mike.

—Lo siento, hermanito. Lo sé. Yo también me asusté la primera vez que oí la risa.

—Mike, ¿qué ocurrió?

—Jill…, ¡asimilo a la gente!

— ¿Eh? (¿?)

—(Hablo correctamente, hermanito. Asimilo). Ahora asimilo a las personas, Jill…, hermanito…, encanto…, precioso duendecillo de piernas vivaces y adorables hechizos lascivos con libido licenciosa…, hermosas prominencias pectorales y retaguardia sensual…, con voz dulce y manos suaves. Mi queridísima muchachita.

—Pero…, ¡Michael!

—Oh, conocía todas esas palabras; simplemente no sabía cuándo o por qué pronunciarlas…, ni por qué tú deseabas que lo hiciese. Te adoro, amor mío… Ahora también asimilo «amor».

—Siempre lo hiciste. Y yo te quiero…, mono adulador. Mi querido.

—«Mono», sí. Acércate, mono hembra, apoya tu cabeza en mi hombro y cuéntame un chiste.

—¿Simplemente contarte un chiste?

—Bueno, basta con que te arrimes a mí. Cuéntame un chiste que yo no haya oído nunca y observa si me río en el lugar adecuado. Lo haré, estoy seguro…, y seré capaz de decirte en qué consiste la gracia. Jill… ¡asimilo a las personas!

—Pero, ¿cómo, querido? ¿Puedes decírmelo? ¿Necesitas expresarlo en marciano? ¿O tienes que utilizar el habla mental?

—No, ésa es la cuestión. Asimilo a las personas. Soy una persona…, así que ahora puedo hablar como las personas. He descubierto por qué se ríe la gente. Se ríen porque algo duele demasiado, porque ésa es la única cosa que puede hacer que deje de doler.

Jill pareció desconcertada.

—Tal vez sea yo la que no es persona. No lo entiendo.

—Ah, pero tú eres una persona, pequeño mono hembra. Tú asimilas tan automáticamente que no necesitas pensar en ello. Porque creciste entre personas. Pero yo no. Yo he sido como un cachorro al que había que mantener apartado de los demás perros…, que no podía ser como sus amos, y nunca aprendió a ser perro. Así que era necesario enseñarme. El hermano Mahmoud me enseñó, Jubal me enseñó, mucha gente me enseñó…, y tú me enseñaste más que todos. Hoy he obtenido mi diploma, y he reído. Gracias a aquel pobre mono.

—¿Cuál, querido? Para mí, el grande fue simplemente mezquino…, y el pequeño al que le lancé al principio el cacahuete se volvió luego tan mezquino como él, o más. Ciertamente, no hubo nada de divertido en ello.

—¡Jill, Jill, querida! Te he frotado con demasiadas cosas marcianas. Claro que no fue divertido; fue trágico. Por eso tengo que reír. Estaba mirando aquella jaula llena de monos, y de pronto vi todas las cosas mezquinas y crueles y absolutamente inexplicables que he visto, oído y leído durante el tiempo que llevo entre mi propia gente…, y de pronto me hizo tanto daño que me encontré riendo a carcajadas.

—Pero…, Mike, querido, reírse es algo que uno hace cuando se encuentra con algo agradable, no ante algo horrible.

—¿De veras? Piensa en Las Vegas… Cuando todas vosotras, las hermosas chicas del coro, salíais al escenario, ¿se reía la gente?

—Bueno…, no.

—Pero vosotras las coristas erais la parte más hermosa del espectáculo. Ahora asimilo que los espectadores os habrían lastimado si se hubiesen echado a reír a vuestra aparición. Pero no, se reían cuando un cómico tropezaba y caía de bruces… o algo por el estilo, que no encierra ninguna corrección.

—Pero la gente no se ríe sólo de eso.

—¿No? Quizá todavía no asimilo por completo. Pero encuéntrame algo que realmente te haga reír, cariño: un chiste, cualquier cosa… algo que te impulse a soltar una auténtica carcajada, no a sonreír. Entonces comprobaremos si hay o no incorrección en alguna parte de ello…, y si realmente te echarías a reír en caso de que la incorrección no estuviera allí —meditó—. Asimilo que, cuando los monos aprendan a reír, serán personas.

—Es posible.

Dubitativa pero ansiosa, Jill empezó a rebuscar en su memoria aquellos chistes que había considerado irresistiblemente divertidos, aquellos que había visto u oído y que la habían impulsado a soltar la carcajada de forma irreprimible—:… todo su club de Bridge… ¿Debo hacer una reverencia?… ¡Idiota, ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario!… los objetos del chino… a ella se le rompió la pierna… ¡para fastidiarme a mí!… Pero eso me hará polvo el viaje… y su suegra se desmayó… ¿Te paras? ¡Apuesto tres a uno a que puedes!… algo le ha pasado a Ole… ¡y tú también, buey torpe!

Abandonó las historias «divertidas», señalándole a Mike que no eran más que fantasías, no eran reales, y trató de recordar incidentes auténticos. ¿Bromas pesadas? Todas las bromas pesadas apoyaban la tesis de Mike, incluso las menos pesadas también, como la del vaso que gotea…, y en cuanto a la idea de los internos de una broma pesada…, bueno, los internos y los estudiantes de medicina deberían ser encerrados en jaulas. ¿Qué más? ¿Aquella vez en que Elsa Mae perdió sus pantys con su nombre bordado en ellos? Para Elsa Mae el incidente no tuvo ninguna gracia. ¿O la vez que…?

—Al parecer —reconoció hoscamente—, la caída de espaldas es la cúspide del humor. No es un cuadro muy hermoso de la raza humana, Mike.

—¡Oh, sí lo es!

—¿Eh?

—Había pensado…, me dijeron que una cosa «divertida» era una cosa correcta. No es así. Ni siquiera resulta graciosa para la persona a quien le ocurre. Como ese sheriff sin pantalones. Lo correcto está en la propia risa. Asimilo que es un acto de valor…, y una participación…, contra el dolor, la amargura y la derrota.

—Pero… Mike, no es correcto reírse de las personas.

—No. Pero yo no me estaba riendo del mono. Me reía de nosotros. De las personas. Y, de pronto, me di cuenta de que yo también era una persona, y no pude dejar de reír —hizo una pausa—. Ésto es difícil de explicar, porque tú nunca has vivido como un marciano, pese a todo lo que te he explicado al respecto. En Marte, nunca sucede nada de lo que reírse. Todas las cosas que resultan graciosas para los humanos no pueden ocurrir físicamente en Marte, o no se permite que ocurran… Cariño, lo que vosotros llamáis «libertad» no existe en Marte; todo está planeado por los Ancianos…, o las cosas que ocurren en Marte y de las que nos reímos aquí en la Tierra no son divertidas porque carecen de incorrección. La muerte, por ejemplo.

—La muerte no tiene nada de divertido.

—Entonces, ¿por qué hay tantos chistes sobre la muerte? Jill, para nosotros…, para nosotros los humanos…, la muerte es algo tan triste que debemos reírnos de ella. Todas esas religiones se contradicen unas a otras en todos los demás puntos, pero cada una está repleta de formas de ayudar a la gente a ser lo bastante valiente como para reírse aunque sepan que están agonizando… —dejó de hablar, y Jill pudo sentir que casi había entrado en estado de trance—. Jill… ¿es posible que estuviera buscándolas por el camino equivocado? ¿No podría ser que todas y cada una de esas religiones fuesen verdaderas?

—¿Eh? ¿Cómo podría ser eso posible? Mike, si una de ellas es verdadera, las demás tienen que ser falsas. Es pura lógica.

—¿De veras? Apunta hacia la dirección más corta en torno del universo. No importa hacia qué lado apuntes, siempre es la dirección más corta…, y en realidad estás apuntando a tu propia espalda.

—Bueno, ¿y qué demuestra eso? Tú me enseñaste la verdadera respuesta, Mike: «tú eres Dios».

—Y tú eres Dios, mi amor. No estaba discutiendo eso. Pero ese detalle fundamental, que no depende en absoluto de la fe, puede significar que todas las religiones son verdaderas.

—Bueno…, si todas son verdaderas, entonces en este preciso momento deseo adorar a Siva —cambió de tema Jill, con una enérgica acción directa.

—Pequeña pagana —dijo Mike en voz baja—. Te expulsarán de San Francisco.

—Entonces iremos a Los Ángeles…, donde nadie reparará en nosotros. ¡Oh! ¡Tú eres Siva!

—¡Danza, Kali, danza!


En algún momento durante la noche, Jill se despertó y vio a Mike de pie ante la ventana, mirando la ciudad.

—(¿Te ocurre algo, hermano mío?)

Mike dio media vuelta.

—No hay ninguna necesidad de que se sientan desdichados.

—¡Querido, querido! Creo que hubiera sido mejor que te llevara a casa. La ciudad no te sienta bien.

—Pero de todas formas lo hubiera sabido. El dolor, la enfermedad, el hambre, la lucha…, no hay ninguna necesidad de nada de ello. Es una insensatez tan grande como la de aquellos pequeños monos.

—Sí, querido. Pero tú no tienes la culpa…

—¡Oh, sí que la tengo!

—Bueno…, si tú lo dices… Pero no se trata sólo de una ciudad: son cinco mil millones de personas o más. No puedes ayudar a cinco mil millones de personas.

—Eso es lo que me pregunto.

Avanzó unos pasos y se sentó junto a ella.

—Ahora los asimilo, puedo hablarles. Jill, ahora podría preparar bien nuestro número…, y conseguir que los primos se pasaran riendo todos los minutos de nuestra actuación. Estoy seguro.

—Entonces, ¿por qué no lo haces? A Patty le encantaría…, y a mí también. Me gustaba ese ambiente. Y ahora que hemos compartido el agua con Patty, sería como estar en casa.

Mike no respondió. Jill tanteó su mente y se dio cuenta de que estaba contemplando, intentando asimilar. Aguardó.

—¿Jill? ¿Qué tengo que hacer para ser ordenado?

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