Tengo la piel blanca. Cabello castaño claro. Ojos azules. Soy alto: un metro setenta y ocho centímetros. Mi estilo de vestir tiende a lo conservador: chaquetas deportivas, pantalones de pana, corbatas de punto. Uso gafas para leer, aunque constituyen más una afectación que una necesidad. Fumo cigarrillos en moderada cantidad. A veces bebo alcohol. No creo en Dios; no voy a la iglesia; no pongo reparos a que otra gente lo haga. Cuando me casé con mi esposa estaba enamorado de ella. Estoy muy orgulloso de mi hija Sally. Carezco de ambiciones políticas. Me llamo Alan Whitman.

Mi piel está manchada de suciedad. Mi cabello está seco, incrustado de sal y sarnoso. Tengo ojos azules. Soy alto: un metro setenta y ocho centímetros. Llevo puesto ahora lo que llevaba hace seis meses y huelo de modo abominable. He perdido mis gafas y he aprendido a vivir sin ellas. La mayor parte del tiempo no fumo nada, pero cuando dispongo de cigarrillos, no paro hasta terminarlos. Puede que me emborrache una vez al mes. No creo en Dios; no voy a la iglesia. La última vez que vi a mi esposa me lo pasé maldiciéndola, pero he aprendido a arrepentirme. Estoy orgulloso de mi hija Sally. No creo tener ambiciones políticas. Me llamo Alan Whitman.

Conocí a Lateef en un pueblo devastado por un bombardeo de artillería. No me gustó desde el momento en que le vi por primera vez, y evidentemente la impresión fue recíproca. Pasados los primeros instantes de precaución, nos ignoramos uno al otro. Yo buscaba comida en el pueblo, sabiendo que al haber concluido el bombardeo hacía muy poco no lo habrían saqueado todavía. Aún quedaban varias casas intactas y las pasé por alto, pues la experiencia me indicaba que las tropas solían saquearlas primero. Era más útil escudriñar los escombros de los edificios a medio caer.

Trabajando de forma metódica, al mediodía había llegado a llenar dos mochilas con alimentos enlatados, y además conseguí tres mapas de carreteras que saqué de coches abandonados, para trueques futuros. Durante esa mañana no volví a ver al otro hombre.

En las afueras del pueblo encontré un campo con señales evidentes de haber sido cultivado en otro tiempo. En una esquina descubrí una hilera de tumbas de reciente excavación, todas señaladas con un simple trozo de madera sobre el que había engrapada una placa metálica de identificación con el nombre del soldado. Miré todos los nombres y deduje que se trataba de tropas africanas.

Como aquella parte del campo era más recogida, me senté cerca de las tumbas y abrí una de las latas. La comida era odiosa; a medio preparar y grasienta. La comí con ansias.

Después me acerqué a los restos del helicóptero estrellado en las cercanías. No era probable que contuviera alimentos, pero si algún instrumento era recuperable, resultaría apropiado para futuros intercambios. Necesitaba un compás más que cualquier otra cosa, pero era difícil que el helicóptero albergara alguno que fuera fácil de desmontar o transportar. Al llegar hasta los restos vi que el hombre al que había avistado antes estaba dentro de la aplastada cabina maniobrando en el tablero de instrumentos con un cuchillo de hoja larga en un intento de arrancar el altímetro. Cuando advirtió mi presencia se puso de pie con lentitud, su mano moviéndose hacia un bolsillo. Se volvió para encararse conmigo y durante varios minutos nos contemplamos cuidadosamente el uno al otro, ambos con la visión de un hombre en igual situación que la propia.

Decidimos abandonar nuestra casa de Southgate el día en que fue erigida la barricada en el extremo de nuestra calle. La decisión no fue puesta en práctica al instante; durante varios días creímos que lograríamos adaptarnos al nuevo modo de vida.

No sé quién tomó la decisión de levantar la barricada. Puesto que vivíamos en el extremo opuesto de la calle, cerca del límite del campo deportivo, no oímos los ruidos por la noche. Pero Isobel sacó el coche a la calle para llevar a Sally a la escuela, y regresó casi inmediatamente para dar la noticia.

Fue la primera señal clara en nuestras vidas de que en la nación se estaba produciendo un cambio irrevocable. La nuestra no fue la primera de tales barricadas; muy pocas eran, sin embargo, las existentes en nuestro vecindario.

Cuando Isobel me lo dijo, salí para verlo con mis propios ojos. La barricada no me pareció de construcción muy sólida (se componía principalmente de soportes de madera y alambres de púas), mas su simbolismo resultaba inequívoco. Algunos hombres la rodeaban y los saludé con un precavido gesto de cabeza.

El día siguiente estábamos en casa cuando nos sobresaltó el ruido del desahucio de los Martin, que vivían casi enfrente de nosotros. No habíamos tenido mucha relación con ellos y además los desembarcos de africanos les habían permitido vivir retirados. Vincent Martin era técnico de investigación en una empresa de Hatfield que producía componentes de aviones. Su esposa se quedaba en casa al cuidado de sus tres hijos. Eran antillanos.

En la época de su desahucio yo no tenía relación con la patrulla callejera que fue responsable de la acción. Sin embargo, al cabo de una semana alistaron a todos los hombres de la calle y los familiares recibieron un permiso de tránsito que debían llevar siempre encima para identificarse. A los permisos de tránsito los considerábamos como la posesión más valiosa que teníamos, ya que por esta época no estábamos ciegos a los acontecimientos que se producían en torno a nosotros.

Los automóviles sólo podían entrar y salir de la calle a determinadas horas y las patrullas de la barricada aplicaban esta ley con rigor absoluto. Puesto que la calle daba a una vía principal que las normas del gobierno mantenían despejada de todo vehículo estacionado a partir de las seis de la tarde, si llegabas a casa después de cerrarse la barricada, te exigían que buscaras otro lugar para aparcar el coche. Como en la mayoría de las calles se siguió con rapidez nuestro ejemplo, y cerraron sus entradas, el efecto fue que se hizo obligatorio dejar el automóvil a considerable distancia del hogar. Y recorrer a pie el resto del camino en una época como aquella resultaba en extremo peligroso.

La fuerza numérica de una patrulla callejera era de dos hombres, aunque de vez en cuando se duplicaba. Pero la noche anterior a nuestra definitiva decisión de marcharnos la patrulla constó de catorce hombres. Yo participé tres veces en una patrulla, en cada ocasión con un compañero distinto. Nuestra misión era simple; mientras un hombre permanecía en la barricada con la escopeta, el otro iba de un lado a otro de la calle cuatro veces. Luego se invertían las posiciones y así sucesivamente toda la noche.

En la barricada lo que más me asustaba siempre era un coche de policía que se acercaba. Pese a que veía sus automóviles en numerosas ocasiones, ninguno de ellos se detenía nunca. Durante las reuniones del comité de la patrulla, el problema de qué hacer en un caso así se planteaba a menudo, pero jamás se llegó a una respuesta satisfactoria, al menos para mí.

En la práctica, nosotros y la policía nos dejaríamos tranquilos mutuamente. Pero el asunto es que circulaban historias sobre batallas entre los ocupantes de calles con barricadas y policías de asalto… Ninguna de tales batallas aparecía jamás en los periódicos o la televisión, y su ausencia no conseguía otra cosa que destacarlas.

El verdadero propósito de la escopeta era disuadir a los intrusos de entrar en nuestra calle y, en segundo lugar, demostrar en forma de protesta que si el gobierno y las fuerzas armadas eran incapaces de proteger nuestros hogares, o no deseaban hacerlo, nosotros mismos nos encargaríamos. Tal era la esencia del texto impreso en la parte trasera de nuestros permisos de tránsito y el credo tácito de los componentes de la patrulla callejera.

Por mi parte, me sentía intranquilo. La abrasada armazón de la casa de los Martin, frente a la nuestra, era un constante recordatorio de la violencia inherente a las patrullas, y el interminable desfile de gente sin hogar que deambulaba de noche al otro lado de las barricadas era en extremo inquietante.

Yo me encontraba durmiendo la noche en que cayó la barricada de la calle de al lado. Había oído decir que iban a reforzar la patrulla, pero yo estaba libre de servicio.

Nuestro primer conocimiento de la lucha fue el sonido de un tiro disparado en las cercanías. Isobel se llevó a Sally al piso inferior para protegerse bajo las escaleras y yo, mientras tanto, me vestí a toda prisa y fui a unirme a la patrulla de la barricada. Los hombres de mi calle contemplaban de manera sombría los autocamiones del ejército y las camionetas policiales que se hallaban aparcados en la vía principal. Una treintena de soldados armados se encontraba enfrente de nosotros, con evidente nerviosismo y propensión a los disparos impulsivos.

Tres camiones-cisterna pasaron con estruendo y desaparecieron entre la jungla de vehículos aparcados en dirección a la calle de al lado. De vez en cuando escuchábamos más disparos y el parloteo encolerizado. Hubo también algunas explosiones más duraderas y potentes, y un resplandor rojizo que fue apareciendo en las cercanías. Llegaron más autocamiones y camionetas y sus ocupantes corrieron hacia la calle. Nosotros, en nuestra barricada, no dijimos nada, demasiado conscientes de la flagrante provocación y de la insuficiencia absoluta de nuestra solitaria escopeta. Estaba cargada, pero mantenida fuera de la vista. En aquel momento no me habría gustado ser el hombre que estaba en posesión de ella.

Esperamos en la barricada toda la noche, escuchando los sonidos de la batalla a sólo cincuenta metros de distancia. El estruendo fue disminuyendo poco a poco mientras amanecía. Y vimos cómo se llevaban los cadáveres de varios soldados y policías y muchos más heridos eran recogidos por ambulancias.

Ya a plena luz del día, casi doscientas personas blancas, algunas vestidas sólo con pijamas, fueron escoltadas por la policía hacia una flota de ambulancias y autocamiones a kilómetro y medio de distancia. Al pasar junto a nuestra barricada, algunos hombres trataron de discutir con nosotros, pero fueron forzados por los soldados a seguir andando. Mientras pasaban, estuve observando a los hombres de nuestro lado de la barricada, y me pregunté si esa tremenda falta de expresividad estaría también en mi rostro.

Nos pusimos a aguardar que cesara la actividad en el exterior, pero el sonido de armas de fuego prosiguió con intermitencia durante muchas horas. Como no vimos el tráfico normal de la calle supusimos que había sido desviado por necesidad. Uno de los hombres de nuestra barricada llevaba un transistor y escuchamos ansiosos todos los boletines de noticias de la BBC con la esperanza de oír alguna palabra tranquilizadora.

A las diez de la mañana pareció que la situación se había calmado. La mayoría de los vehículos policiales se había ido, pero el ejército seguía allí. Cada cinco minutos sonaba un disparo. Unas cuantas casas de la calle de al lado continuaban ardiendo, pero sin señales de peligro de que los incendios se extendieran.

En cuanto pude me escabullí de la barricada y regresé a mi casa.

Encontré a Isobel y Sally todavía ocultas bajo las escaleras. Isobel estaba francamente descompuesta; había perdido todo su color, las pupilas de sus ojos estaban dilatadas y farfullaba al hablar. Sally no estaba mejor. Sus explicaciones fueron un relato confuso e incompleto de una serie de hechos que habían experimentado de manera indirecta: explosiones, gritos, disparos y el propagante crujido de madera ardiente… Todo ello oído mientras yacían en la oscuridad. Mientras les preparaba té y calentaba algo de comida hice una rápida inspección del daño sufrido por la vivienda.

Un cóctel Molotov había hecho impacto en el jardín y prendido fuego al cobertizo. Todas las ventanas de la parte trasera estaban rotas, y varias balas alojadas en las paredes. Mientras estuve en la habitación de atrás entró una bala por la ventana. No me alcanzó por pocos centímetros.

Avancé gateando hasta la ventana y atisbo por ella. Por lo general nuestra vivienda permitía distinguir las casas de la calle de al lado y los jardines intermedios. Mientras estuve arrodillado allí pude ver que sólo la mitad seguía intacta. Por las ventanas de algunas de estas casas observé los movimientos de varias personas. Un hombre, un negro bajito con sucias ropas, procuraba ocultarse en el jardín tras una sección de una valla. Era el que me había disparado. Mientras yo le observaba volvió a disparar, esta vez al edificio contiguo al mío.

En cuanto Isobel y Sally estuvieron vestidas, cogimos las tres maletas que habíamos hecho la semana anterior y las pusimos dentro del coche. Mientras Isobel recorría la casa y cerraba con llave de modo minucioso todas las puertas y armarios, conté nuestro dinero.

Poco después conduje el coche hacia la barricada, donde fuimos detenidos por los otros hombres.

—¿A dónde cree que va, Whitman? —me preguntó uno de ellos; era Johnson, mi compañero de patrulla tres noches antes.

—Nos vamos —dije—. Nos vamos con los padres de Isobel.

Johnson metió la mano por la abierta ventanilla, desconectó el encendido antes de que yo pudiera impedírselo y cogió la llave.

—Lo siento —dijo—. No se va nadie. Si nos vamos todos, los negros estarán aquí en un abrir y cerrar de ojos.

Se habían congregado varios hombres. Isobel, a mi lado, estaba tensa. Sally iba detrás. No me preocupé en pensar cómo le estaría afectando el incidente.

—No podemos quedarnos aquí. Nuestra casa da a esas otras. Que penetren por los jardines es simple cuestión de tiempo.

Vi que algunos de los hombres intercambiaban miradas. Johnson, cuya casa no se hallaba en el mismo lado que la nuestra, dijo obstinadamente.

—Debemos mantenernos juntos. Es nuestra única esperanza.

Isobel se inclinó por encima de mí y miró a Johnson de forma suplicante.

—Por favor —le dijo—. ¿Ha pensado en nosotras? ¿Qué me dice de su esposa? ¿Desea ella quedarse?

—Sólo es cuestión de tiempo —repetí—. Usted ya sabe cuál es la norma en otros lugares. En cuanto los africanos consiguen una calle para ellos, se propagan por el resto del distrito en unas cuantas noches.

—Pero tenemos la ley de nuestra parte —dijo uno de los otros hombres, apuntando con su cabeza en dirección a los soldados del otro lado de la barricada.

—Esos no están de parte de nadie. Podríamos derribar la barricada perfectamente. Es inútil ahora.

Johnson se apartó de la ventanilla del coche y fue a hablar con uno de los otros. Era Nicholson, uno de los dirigentes del comité de la patrulla. El mismo Nicholson se acercó al cabo de unos segundos.

—No se irán —dijo al fin—. Nadie se irá. Saque el coche de aquí y vuelva a sus obligaciones en la barricada. Es todo lo que podemos hacer.

Lanzó la llave de encendido, que cayó en el regazo de Isobel. Mi mujer la recogió. Di vueltas a la manivela de la ventanilla hasta cerrar por completo.

Al poner en marcha el motor dije a Isobel:

—¿Quieres que nos arriesguemos?

Isobel miró a los hombres que había frente a nosotros, el alambre de púas de la barricada y los soldados que había al otro lado. No contestó.

Detrás, Sally estaba llorando.

—Quiero ir a casa, papá —dijo.

Di la vuelta al vehículo y lo conduje lentamente hacia nuestra casa. Al pasar junto a una de las casas del mismo lado de la calle que la nuestra, escuchamos el llanto de una mujer en el interior. Miré a Isobel y vi que cerraba los ojos.

Detuve el automóvil junto a la casa. El edificio se veía extrañamente normal. Nos quedamos sentados dentro del coche y no nos movimos para salir. Dejé el motor en funcionamiento. Pararlo habría sido demasiado concluyente.

Al cabo de un rato puse el vehículo en marcha adelante y lo conduje hacia el final de la calle, en dirección al campo deportivo. Cuando se levantó la barricada en el extremo que daba a la calle principal, aquí solamente pusieron dos ramales de cable, y por lo normal no había hombres alrededor. Igual que en aquel momento. No había nadie en las cercanías; como el resto de la calle, el lugar desconcertaba de normal y anormal que al mismo tiempo resultaba. Detuve el coche, salí, arranqué el cable. Detrás de él había una valla de madera sustentada por una hilera de estacas. La tanteé con mis manos y descubrí que era sólida pero no inamovible.

Hice que el coche pasara por encima del cable y frené cuando el parachoques tocó la valla de madera. Empujé ésta con el vehículo en primera hasta que crujió y cayó. Enfrente de nosotros el campo de deportes estaba desierto. Conduje a lo largo de él. Notaba cómo el coche daba tumbos y seguía y cruzaba las pistas de la competición del año anterior.

Salí del agua y me quedé recobrando el aliento en la orilla del río. La conmoción física del agua fría me había dejado exhausto. Todo el cuerpo me dolía y palpitaba. Permanecí inmóvil.

Me levanté cinco minutos más tarde y miré el lugar donde me esperaban Isobel y Sally, al otro lado del río. Marché contra la corriente, agarrando el extremo de la cuerda que había arrastrado detrás de mí, hasta situarme justo frente a ellas. Isobel estaba sentada en la orilla, no contemplándome, sino mirando vagamente río abajo. A su lado, Sally permanecía atenta.

Les grité instrucciones desde el agua. Vi que Sally decía algo a Isobel, que entonces meneaba la cabeza. Aguardé impaciente, sentía tiritar mis músculos en el principio del calambre. Volví a gritar e Isobel se levantó; Sally y ella se ataron el cabo de la cuerda alrededor de la cintura y el pecho, de la forma que yo les había mostrado, y se acercaron, muy nerviosas, al borde del agua. En mi impaciencia, quizá tiré demasiado fuerte de la cuerda. El caso fue que, justo cuando las dos llegaron a la orilla cayeron hacia adelante y empezaron a forcejear en los bajos. Isobel no sabía nadar y temió ahogarse. Vi que Sally se debatía con ella, empeñada en evitar que su madre se arrastrara para volver a la orilla.

Tiré de la cuerda para arrebatarles la iniciativa, y las arrastré hacia el centro del río. Siempre que la cara de Isobel salía a la superficie, ella gritaba en una mezcla de miedo y enfado. En menos de un minuto las tuve a mi lado. Sally se tumbó en la fangosa orilla. Me miraba en silencio. Yo deseaba que ella me criticara por lo que había hecho, pero no dijo nada. Isobel yacía apoyada en uno de sus costados, encogida. Vomitó agua durante varios minutos, luego renegó contra mí. No le hice caso.

Aunque el agua del río estaba fría, pues venía de las montañas, el ambiente era cálido. Hicimos inventario de nuestras pertenencias. No se había perdido nada al atravesar el río, pero todo quedó empapado. Parte de nuestro plan original era que Isobel mantuviera en alto nuestra mochila principal para que no se mojara, mientras Sally le ayudaba. Todas nuestras ropas y alimentos estaban húmedos, las cerillas eran inservibles. Decidimos quitarnos toda la ropa y colgarla en los arbustos y árboles, en la esperanza de encontrarla soportablemente seca por la mañana. Nos tendimos juntos en el suelo, arrimados en busca del calor mutuo. Temblábamos miserablemente. Isobel se durmió antes de transcurrida media hora, pero Sally se quedó en mis brazos con los ojos abiertos. Ambos sabíamos que el otro estaba despierto y así estuvimos buena parte de la noche.

Yo iba a pasar la noche con una mujer llamada Louise. Ella había reservado una habitación a tal efecto en un hotel de Goodge Street y dije a Isobel que iba a tomar parte en una larguísima reunión en el colegio, lo que me dio licencia suficiente para pasar la noche entera fuera de casa.

Louise y yo cenamos en un pequeño restaurante griego de Charlotte Street, y después fuimos a un cine de Tottenham Court Road para acortar un poco la noche. No recuerdo el título de la película, todo lo que sé es que era extranjera, que su diálogo estaba subtitulado en inglés y que trataba de una aventura amorosa, violentamente resuelta, entre un hombre de color y una mujer blanca. El filme contenía varias escenas de total franqueza sexual, y pese a que pocas salas deseaban ofrecer películas que describieran en detalle las diferentes formas del acto sexual, debido a varios precedentes de intervención policial, no había sido prohibido. No obstante, en la época que la vimos, la película llevaba más de un año en cartel sin contratiempos.

Louise y yo adquirimos localidades en la parte trasera de la sala y cuando la policía entró por las puertas laterales, pudimos comprobar la precisión con que actuó, indicio de lo cuidadosamente planeada que había sido la irrupción. Un policía permaneció en cada una de las puertas y los demás formaron un holgado cordón en torno a la concurrencia.

Durante uno o dos minutos dio la impresión de que no pasaría nada más y continuamos viendo la película… Hasta que se encendieron las luces. El filme siguió proyectándose y continuó así varios minutos más, hasta que se detuvo bruscamente.

Estuvimos sentados en la sala por veinte minutos sin saber qué estaba ocurriendo. Uno de los agentes que formaba parte del cordón se hallaba cerca de mí y le pregunté qué sucedía. Pero no me respondió.

Se nos ordenó abandonar la sala fila por fila y darnos a conocer por nuestros nombres y direcciones. Por fortuna yo no llevaba encima ningún tipo de identificación personal, lo cual me permitió proporcionar un nombre y dirección falsos, impedido de demostrar quién era. Pese a que revisaron mis bolsillos infructuosamente en busca de alguna señal de autenticidad de mis datos, se me permitió quedar en libertad después de que Louise confirmara mi identidad.

Volvimos al hotel inmediatamente y nos acostamos. Tras los sucesos de la noche descubrí que me había vuelto impotente, y a despecho de los mejores esfuerzos de Louise fuimos incapaces de llegar al coito.

El gobierno de John Tregarth llevaba tres meses en el poder.

Como adversarios, detestábamos a las tropas africanas. Continuamente oíamos rumores de su cobardía en la batalla y de su arrogancia en la victoria, por muy pequeña o relativa que esta fuera.

Un día encontramos a un miembro de la Real Fuerza Aérea Nacionalista que había sido capturado por una patrulla africana. Piloto hasta que las torturas de los africanos lo dejaron tullido, nos contó las brutalidades y atrocidades cometidas en sus centros militares de interrogatorio. Fue algo que convirtió nuestras experiencias personales como civiles en triviales e insignificantes. Había perdido una pierna por debajo de la rodilla y sufría de tendones lacerados en la otra, pese a lo cual se contaba entre los más afortunados. Nos pidió ayuda.

Eramos reacios a vernos involucrados y Lateef convocó a una reunión para decidir qué haríamos. Votamos finalmente por transportar al tullido hasta kilómetro y medio de distancia de la estación de la RFAN, y que desde allí siguiera solo su camino.

Poco después de este incidente fuimos rodeados por una patrulla africana numerosa y trasladados a uno de sus centros de interrogatorio para civiles. No les dijimos una sola palabra acerca del piloto, como tampoco comentamos sus métodos militares en general. En esta ocasión no hicimos intento alguno de resistirnos a la detención. Por mi parte, ello se debió a mis temores de que se me relacionara de algún modo con el reciente secuestro de las mujeres, mas por parte del grupo como totalidad, nuestra falta de resistencia fue resultado del letargo general que se experimentaba en aquella época.

Fuimos conducidos a un enorme edificio de las afueras de las poblaciones dominadas por los africanos. En una gran tienda de campaña levantada en la zona se nos pidió que nos desnudáramos y entráramos en un compartimento de desinfección. Era una parte de la tienda que había sido especialmente acondicionada para contener un vapor muy denso. Al salir pocos minutos después nos ordenaron que nos vistiéramos. Nuestras ropas yacían intactas donde las habíamos dejado.

A continuación fuimos divididos en grupos de uno, dos o tres hombres. Yo fui uno de los que quedó solo. Nos condujeron a habitaciones del edificio principal y nos interrogaron brevemente. Mi interrogador fue un africano occidental de elevada estatura que vestía un abrigo de color castaño a pesar de la calefacción central. Al entrar en la sala advertí que los dos guardias uniformados del pasillo llevaban rifles rusos.

El interrogatorio fue superficial. Documentos de identificación, certificado de situación y origen y fotografía con sello africano exhibida y comprobada.

—¿Su destino, Whitman?

—Dorchester —dije; era la respuesta que habíamos convenido ante la posibilidad de una detención.

—¿Tiene familiares allí?

—Sí —le di el nombre y dirección de familiares ficticios.

—¿Tiene esposa e hijos?

—Sí.

—Pero ellos no le acompañan…

—No.

—¿Quién es el dirigente de su grupo?

—Somos independientes.

Se produjo un largo silencio mientras mi interrogador volvía a examinar mis documentos. Luego me hicieron regresar a la tienda de campaña, donde esperé con los demás hasta que hubieron completado todas las sesiones de interrogatorio. Dos africanos vestidos de paisano revisaron a continuación nuestras pertenencias. La revisión fue enormemente superficial, tan sólo reveló un tenedor para comer que uno de los hombres había dejado cerca de la parte superior de su mochila. No detectaron los dos cuchillos que yo había escondido en el forro de mi morral.

Después de este registro se produjo otro largo período de espera, hasta que llegó junto a la tienda de campaña un autocamión con una gran cruz roja sobre fondo blanco. El acuerdo de reparto de alimentos a los refugiados por parte de la Cruz Roja estuvo fijado durante cierto tiempo en dos kilos de proteínas, pero desde que los africanos se habían hecho cargo de su parte en el acuerdo, las provisiones no habían dejado de menguar; recibí dos latitas de carne en conserva y un paquete de cuarenta cigarrillos.

Posteriormente fuimos transportados fuera de la población por tres autocamiones y abandonados en el campo a veinticinco kilómetros del lugar donde nos habían detenido. Empleamos todo el día siguiente y parte del otro para encontrar las provisiones que habíamos escondido en cuanto tuvimos el primer indicio de que nos iban a capturar.

En ningún momento durante nuestra involuntaria visita al territorio ocupado por los africanos pudimos detectar algún rastro indicativo de la situación de las mujeres. Aquella noche no pude dormir, desesperado por ver otra vez a Sally e Isobel.

Las primeras noticias anunciaron que el barco no identificado que había estado navegando por el Canal de la Mancha durante las últimas dos semanas había entrado en el estuario del Támesis.

A lo largo de la mañana fui siguiendo los boletines regulares. El barco no había respondido o emitido señales desde la primera vez que se le avistara. No enarbolaba bandera alguna. Una lancha guardacostas había zarpado de Tilbury, pero la tripulación no pudo abordar el buque. Basándose en el nombre que lucía a ambos lados de su proa, la nave era identificada como un carguero de servicio irregular y tamaño medio registrado en Liberia y, de acuerdo con el anuario de buques, fletado en aquel momento por una empresa naviera de Lagos.

Daba la casualidad de que a partir de las doce y media yo estaba exento de obligaciones en el colegio. En vista de que para esa tarde no tenía citas ni clases, decidí ir al río. Cogí un autobús hasta Cannon Street y me encaminé hacia el puente de Londres. Varios centenares de personas, sobre todo empleados de oficinas de las cercanías, habían tenido la misma idea, por lo que la parte este del puente se hallaba atestada.

Conforme fue transcurriendo el tiempo algunas personas se marcharon, evidentemente para regresar a sus despachos. En consecuencia logré avanzar hasta el parapeto del puente.

Justo después de las dos y media logramos distinguir el barco. Navegaba río arriba en dirección al puente de la Torre. Vimos que varios buques de servicio lo rodeaban y que en su mayoría eran lanchas de la policía fluvial. Una oleada de especulación se extendió entre la muchedumbre.

El barco se acercó al puente, que se mantenía abierto al tránsito. Un hombre situado cerca de mí tenía unos pequeños gemelos y nos dijo que estaban apartando a los peatones que cruzaban el puente y cerrando éste al tráfico rodado. Pocos segundos más tarde, el puente se abrió justo a tiempo para que el barco lo cruzara.

Escuché sirenas cerca del lugar. Me volví y vi que cuatro o cinco coches de la policía habían llegado hasta el puente de Londres. Sus ocupantes continuaron en el interior, aunque dejando que las luces azuladas lanzaran destellos sobre los tejados. El barco se aproximaba a nosotros.

Observamos que varios hombres de las pequeñas lanchas que rodeaban el barco estaban hablando con los tripulantes por medio de megáfonos. No entendíamos lo que decían, el sonido nos llegaba a través del agua con resonancias metálicas. Hubo un silencio raro en el puente cuando la policía cerró sus dos extremos al tráfico. Un hombre de la policía montada circulaba de un lado a otro ordenando que abandonáramos el puente. Sólo algunos obedecieron.

El barco se encontraba entonces a menos de cincuenta metros de nosotros y se podía ver que sus cubiertas se hallaban repletas de gente, con muchas personas echadas en el suelo. Dos de las lanchas policiales habían llegado al puente de Londres y viraron hacia el barco. Desde una de ellas, un policía que llevaba un megáfono gritó al capitán del buque que parara las máquinas y se sometiera a una patrulla de abordaje.

No hubo reconocimiento por parte del barco, que siguió navegando hacia el puente, aunque muchas personas de las cubiertas contestaron a gritos a la policía, incapaces de hacerse entender.

La proa del buque pasó por debajo de un arco del puente a quince metros de donde yo me encontraba. Miré hacia abajo. Las cubiertas estaban repletas de gente hasta las barandillas. No tuve más tiempo de examinar a los ocupantes puesto que la superestructura del centro del barco chocó con el parapeto del puente. Fue una colisión lenta, un roce sostenido que produjo un desagradable ruido de metal que rasguña piedra. Observé el pintado del buque y su superestructura, que se encontraban sucios y oxidados, con muchas hojas de vidrio iotas en las portillas.

Contemplé el río y vi que las lanchas policiales y dos remolcadores portuarios habían arremetido contra el casco de la vieja nave y trataban de dirigir su popa hacia la margen de hormigón del nuevo muelle. El humo negro que seguía saliendo por la chimenea y la espuma de color crema que brotaba junto a la popa indicaban que los motores del barco seguían en funcionamiento. Mientras los remolcadores progresaban con sus topetazos al buque en dirección a la orilla, la superestructura metálica rozó el puente y chocó con él una y otra vez.

Observé la actividad del barco, en las cubiertas y en el interior. La gente que estaba a bordo se movía hacia la popa. Muchos de ellos caían en la carrera. La popa golpeó el muelle de hormigón y en ese instante desembarcaron los primeros hombres.

El buque quedó firmemente encajado entre la orilla y el puente, con la proa todavía bajo el arco, la superestructura contra el parapeto y la popa desbordante en el muelle. Un remolcador dio la vuelta en dirección al puente para asegurarse de que el barco no girara y regresara al río mientras no detuviera sus máquinas. Cuatro lanchas de la policía se hallaban por entonces junto al lado de babor del buque y sobre las cubiertas se lanzaron cuerdas y escalas de cuerdas con arreos. Los pasajeros, que estaban abandonando el barco, no se esforzaron por retirarlas, y cuando la primera escala fue asegurada, la policía y oficiales aduaneros empezaron a trepar por ella.

En el puente, nuestro interés se centró en las personas que salían del barco: los africanos estaban desembarcando.

Los contemplábamos con una mezcla de horror y fascinación. Había hombres, mujeres y niños. La mayoría, si no todos, en avanzado estado de inanición; brazos y piernas esqueléticos, estómagos hinchados, huesudas cabezas con ojos conspicuos, pechos lisos como el papel en las mujeres, rostros acusantes en todos ellos. Muchos iban desnudos o casi desnudos. Numerosos niños no podían andar. Los que nadie iba a recoger fueron dejados en el barco.

Una puerta metálica se abrió desde dentro en la banda del buque y una pasarela fue extendida hasta el muelle por encima de la franja de agua. De las cubiertas inferiores salieron más africanos. Algunos caían al tocar tierra firme, otros avanzaron hacia el edificio del muelle y desaparecieron en su interior o a sus lados. Ninguno alzó los ojos para mirar a los que estábamos en el puente o se volvió para contemplar a sus compañeros que aún estaban por abandonar el barco.

Aguardamos y observamos. No parecía haber límite para el número de personas a bordo.

Con el tiempo las cubiertas superiores fueron quedando despejadas, mas desde las inferiores seguía desembarcando gente. Traté de contar el número de personas que yacían sobre cubierta, muertas o inconscientes. Al llegar a cien dejé la cuenta.

Los hombres que habían subido a bordo se las arreglaron finalmente para detener las máquinas y el buque quedó amarrado al muelle. Numerosas ambulancias habían llegado al desembarcadero y las personas que más sufrían fueron metidas dentro y alejadas del lugar.

Pero cientos más abandonaron a pie el muelle, se alejaron del río y entraron en las calles de la ciudad, cuyos habitantes nada sabían aún de lo acontecido en el Támesis. Me enteré después que la policía y las autoridades fluviales habían encontrado más de setecientos cadáveres en el buque, en su mayoría niños. Las autoridades sanitarias respondieron de otros cuatro mil quinientos sobrevivientes que fueron llevados a hospitales o centros de urgencia. No existía forma de contar a los restantes, pero en una ocasión escuché que el número estimado era de unas tres mil personas, las cuales salieron del barco y trataron de sobrevivir por sí solas.

Poco después de que el buque fuera asegurado, la policía nos apartó del puente con la advertencia de que su estructura era considerada insegura. El día siguiente, empero, fue abierto de nuevo al tráfico.

El hecho que yo había presenciado fue conocido con el tiempo como el primero de los desembarcos africanos.

Un coche policial que merodeaba por allí nos hizo señas para que nos detuviéramos e inquirió bastantes detalles acerca de nuestro destino y las circunstancias que habían rodeado nuestra partida. Isobel trató de explicar la invasión de la calle de al lado y el peligro inminente y constante en que se había hallado nuestro hogar.

Mientras esperábamos el permiso para proseguir, Sally se esforzó en calmar a Isobel, que estaba sumida en un torrente de lágrimas. Yo no quería que eso me afectara. Al mismo tiempo que comprendía perfectamente sus sentimientos y me daba cuenta de que verse desposeído de tal manera no es un trastorno despreciable, había experimentado durante los últimos meses la falta de fortaleza de Isobel. Nuestra situación se había vuelto incomprensiblemente delicada mientras yo estuve trabajando en la empresa de tejidos, pero en comparación con la de algunos de mis antiguos colegas del colegio, era relativamente estable. Había hecho todo lo posible por ser cordial y paciente con Isobel, mas sólo había logrado revivir viejas diferencias.

El policía regresó a nuestro coche al cabo de unos momentos y nos informó que podíamos continuar, a condición de que nos dirigiéramos hacia el campamento de las Naciones Unidas en Horsenden Hill, Middlesex. Nuestro destino original había sido la casa de los padres de Isobel, en Bristol.

El policía nos dijo que no era aconsejable que los civiles efectuaran trayectos muy largos a través de la campiña después del anochecer. Habíamos pasado buena parte de la tarde circulando por los suburbios de Londres en un intento por encontrar un garaje que nos vendiera suficiente gasolina no sólo para llenar el depósito del coche sino también las tres latas de veinte litros que yo llevaba en el portaequipajes; el caso es que ya empezaba a oscurecer, y los tres teníamos hambre.

Conduje por Western Avenue hacia Alperton, tras haber hecho un largo desvío a lo largo de Kensington, Fulham y Hammersmith para evitar las barricadas de los enclaves africanos de Notting Hill y North Kensington. La misma carretera principal estaba despejada de obstrucciones, pero de todos modos vimos que varias rutas secundarias y una o dos principales subsidiarias que cruzaban a intervalos la nuestra se hallaban provistas de barricadas atendidas por civiles armados. En Hanger Lane dejamos Western Avenue y entramos en Alperton por la ruta que nos habían señalado. En varios puntos vimos vehículos policiales, varias decenas de policías uniformados y numerosos milicianos de las Naciones Unidas.

En la entrada del campamento fuimos detenidos e interrogados de nuevo, pero ya no nos sorprendía. En particular, nos pidieron muchos detalles sobre los motivos por los que habíamos abandonado nuestro hogar y qué precauciones habíamos tomado para protegerlo mientras estuviéramos fuera.

Les contesté que la calle en que vivíamos había sido obstruida con una barricada, que habíamos cerrado todas las puertas de la casa y llevábamos encima las llaves, y que el ejército y la policía vigilaban en las cercanías. Mientras yo hablaba, uno de los interrogadores escribía en un pequeño cuaderno de notas. Se nos obligó a facilitar nuestra dirección completa y los nombres de los ocupantes de las barricadas. Aguardamos en el coche mientras transmitían la información por teléfono. Al final nos ordenaron aparcar el automóvil en un espacio situado justo al otro lado de la entrada y llevar nuestras pertenencias a pie hasta el principal centro de recepción.

Los edificios estaban más lejos de la entrada de lo que habíamos previsto. Guando los encontramos, en cierto modo nos sorprendió descubrir que en su mayoría eran frágiles barracas prefabricadas. Delante de una de ellas había un tablero pintado, escrito en varias lenguas diferentes e iluminado por un reflector. El letrero indicaba que nos separáramos: los hombres debían dirigirse a una barraca llamada D Central y las mujeres y los niños tenían que entrar en la que estábamos.

—Supongo que nos veremos después —dije a Isobel.

Se acercó y me dio un beso ligero. Besé a Sally. Las dos entraron en la barraca. Quedé solo con la maleta.

Seguí las indicaciones y encontré D Central. En el interior me pidieron que entregara la maleta para que fuera revisada y que me desnudara. Así lo hice y se llevaron de allí mi ropa y mi maleta. Luego me ordenaron que pasara por una ducha de agua caliente y me restregara hasta quedar limpio. Obedecí aun cuando me había bañado la noche anterior, pues comprendí que con ello se procuraba minimizar los riesgos sanitarios.

Al salir me entregaron una toalla y ropas muy toscas. Pregunté si podía disponer de nuevo de mi vestimenta. Se negaron, pero me aseguraron que más tarde tendría mi pijama.

Una vez vestido, fui introducido en una sala ordinaria que estaba llena de hombres. La proporción de blancos y negros era casi idéntica. Intenté no revelar mi sorpresa.

Estaban sentados en diversos bancos, comían, fumaban y charlaban. Se me ordenó coger un cuenco de comida de la ventanilla de servicio y, pese a que ello no satisfizo mi hambre, me dijeron que me darían más comida si la solicitaba. Al mismo tiempo me enteré de que en la ventanilla se conseguía también tabaco, y recogí un paquete de veinte cigarrillos.

Pensé en Isobel y Sally y supuse que estarían recibiendo un trato similar en alguna otra parte. Mi única esperanza era que nos pudiéramos reunir antes de ir a dormir.

Mientras consumía el segundo cuenco de comida, pude advertir que varios hombres más entraban en la sala de vez en cuando y que recibían el mismo trato sin importar su raza. En mi mesa había más negros que blancos y, pese a que al principio me sentí incómodo, razoné que ellos, en idéntica situación a la mía, no representaban para mí ninguna amenaza.

Dos horas más tarde nos llevaron a otras barracas cercanas, en las que dormiríamos en estrechas camas dotadas de una sola manta y sin almohada. No vi a Isobel y Sally. Por la mañana me permitieron estar una hora con ellas.

Me explicaron lo mal que las trataban en las dependencias femeninas y que no habían podido dormir. Mientras discutíamos esto, oímos un informe relativo a que el gobierno había llegado a un acuerdo negociado con los dirigentes de los africanos militantes y que todo volvería a la normalidad en cuestión de días.

Fue esto lo que nos hizo tomar la decisión de regresar a casa con el argumento de que si nuestro hogar seguía en peligro volveríamos al campamento de refugiados.

Después de enormes dificultades nos pusimos en contacto con un oficial de las Naciones Unidas y le manifestamos que deseábamos marcharnos. Por alguna razón se mostró reacio a estar de acuerdo; alegaba que eran demasiados los que querían irse, y que tal cosa no sería prudente hasta que la situación se hubiera estabilizado. Le dijimos que considerábamos seguro nuestro hogar y él nos advirtió que el campamento se hallaba casi lleno y que si nos íbamos ahora, no podría garantizarnos un lugar en caso de que regresáramos.

Pese a ello, abandonamos el campamento tras recuperar nuestras ropas y nuestro coche. Aunque era obvio que nuestras maletas habían sido revisadas, no faltaba una sola de nuestras pertenencias.

En la época del segundo desembarco de africanos yo me encontraba en una pequeña población balnearia del norte de Inglaterra, en un simposio de académicos. Poco recuerdo de las sesiones. Puedo evocar, no obstante, que el acto estuvo bien organizado y que el programa fue seguido con rigor.

En dos ocasiones consecutivas dio la casualidad de que compartí mi mesa del comedor con una joven de Norwich y nos hicimos amigos. Durante el segundo de nuestros almuerzos en compañía se dirigió a mí un conocido de mis tiempos universitarios. Intercambiamos saludos y él se unió a nosotros en la mesa. Yo no deseaba verle, pero me mostré educado con él. Poco después, la mujer joven nos dejó.

Encontré mis pensamientos vueltos hacia ella durante la tarde, y aunque hice varios intentos por encontrarla, fracasé.


No se presentó a cenar, supuse que se habría ido de la conferencia antes de hora. Pasé el resto de la tarde en compañía de mi amigo universitario. Intercambiábamos reminiscencias de nuestras actividades estudiantiles.

Aquella noche, cuando me estaba desnudando en mi habitación del hotel, hubo una llamada a la puerta. Se trataba de la joven. Entró y compartimos el resto de media botella de whisky que yo tenía. Nuestra conversación fue poco importante. Ella me dijo su nombre, pero lo he olvidado desde entonces. Me pareció que estableceríamos una relación intelectual, aun cuando nuestro tema de plática no pasaba de lo trivial; pero era como si el denso contenido de las sesiones formales del día hubiera agotado la capacidad pensante de ambos, aunque no la habilidad para simpatizar.

Más tarde hicimos el amor en mi cama y ella se quedó en mi habitación el resto de la noche.

El día siguiente era el último de la conferencia y, aparte de una pequeña ceremonia en el salón principal, no habría ya actos formales. La mujer joven y yo compartimos una mesa para el desayuno, sabedores de que era probable de que esa fuera la última vez que estaríamos juntos. Fue durante el desayuno cuando llegaron las noticias del segundo desembarco de africanos y por varios minutos comentamos el significado del hecho.

Tras una confusa discusión con Lateef, me encontré actuando solo en un pequeño pueblo de la costa sur. Había sido muy claro para mí que Lateef no había hecho plan alguno y que mi misión en aquel momento estaba tan mal definida como habían estado sus instrucciones. Por lo que yo sabía, Lateef quería disponer de cierto tipo de armas defensivas contra eventuales ataques futuros, y los hombres que habíamos sido enviados a merodear íbamos a intentar conseguir algunas. Tenía poca idea, o ninguna, respecto a por dónde empezar o qué constituye una defensa efectiva. Yo estaba intranquilo pues la población se hallaba en territorio dominado por los africanos, y a pesar de que no se me molestaba en absoluto, tenía la sensación de que observaban mis movimientos. Todas las tiendas habían sido saqueadas. La calle principal era una desolada línea de almacenes arruinados cuyos estantes habían sido vaciados por repetidos pillajes, pero en una de las tiendas descubrí un instrumento para cortar vidrio, de tamaño pequeño, y lo guardé como única cosa de valor que allí había.

Avancé a lo largo de la orilla del mar. Había por ahí un numeroso grupo de refugiados blancos, establecidos en un tosco campamento de viejas chozas playeras y tiendas de campaña. Cuando me acerqué, me gritaron que me fuera. Caminé por lo que otrora había sido el paseo de la playa en dirección oeste, hasta quedar fuera de su vista.

Encontré una larga hilera de chales que, a juzgar por su aspecto opulento, debían haber estado ocupados por jubilados ricos en otra época. Me pregunté si los africanos planearían usarlos y por qué los refugiados que había visto no acampaban aquí. Los chales, en su mayoría, no estaban cerrados con llave y nada parecía impedir la entrada. Anduve a lo largo de la línea de edificios, echando un vistazo a todos. No conseguí alimentos o algo que pudiera ser usado como arma en ninguno de ellos. A pesar de que muchos seguían amueblados, las posesiones más transportables, como sábanas y mantas, habían desaparecido.

Cuando había recorrido dos terceras partes de la hilera de chales encontré un edificio totalmente desprovisto de muebles y con las puertas bien cerradas. Intrigado, penetré a través de una ventana e investigué. En una de las habitaciones de atrás noté que algunas de las tablas del suelo habían sido quitadas y vueltas a poner. Hice palanca con mi cuchillo y las levanté.

En el espacio por debajo de ellas había una gran canasta llena de botellas vacías. Alguien las había mellado trazando una línea diagonal con una lima en todas y cada una de ellas, para hacerlas así menos resistentes. Cerca de las botellas había un montón de trapos cuidadosamente plegados, cuadrados de unos cuarenta centímetros de lado. En otra habitación descubrí, también bajo las tablas del suelo, diez bidones de gasolina de veinte litros cada uno.

Consideré el uso de bombas incendiarias por nuestra parte y si valdría la pena informar de su presencia a Lateef. Era evidentemente imposible para mí trasladarlas por mis propios medios y sería necesario que varios hombres vinieran al lugar y las recogieran.

En el tiempo que llevaba con Lateef y los otros refugiados, se había producido una considerable discusión sobre los tipos de armas que nos serían de utilidad. Rifles y pistolas eran la primera necesidad, naturalmente, pero resultaban muy difíciles de obtener. Era improbable que alguna vez los consiguiéramos, a no ser que los robáramos. Además, existía el problema de las municiones. Todos llevábamos cuchillos, pero eran de características muy diversas. El mío había sido anteriormente un cuchillo de trinchar que yo había afilado hasta hacerlo de un tamaño y una agudeza útil.

El mejor empleo de un cóctel Molotov es como artefacto antipersonal en espacios cerrados. Operando en el campo, tal como nosotros hacíamos, de poco podrían servirnos las bombas incendiarias.

Finalmente restituí botellas, trapos y gasolina a sus escondites, pues en caso de que Lateef no estuviera de acuerdo conmigo, siempre podríamos volver por el material.

El lavabo funcionaba perfectamente y lo utilicé. Después advertí que un armario del cuarto de baño, colgado de la pared, aún tenía intacto su espejo, y ello me dio una idea. Lo arranqué haciendo palanca y con el instrumento para cortar vidrio, lo dividí en largas franjas triangulares. Me las arreglé para cortar siete de tales franjas del grueso vidrio; moldeé las puntas hasta dejarlas tan afiladas como me fue posible, sangrando dos veces en el proceso. Con una piel de gamuza que saqué de mi mochila hice empuñaduras para las dagas, enrollando las tiras en torno a los extremos más gruesos.

Probé una de las nuevas dagas, blandiéndola experimentalmente en el aire; era un arma mortífera, pero difícil de manejar. Debía idear algún método que permitiera esgrimir las dagas de manera conveniente, estaba el peligro de que las armas resbalaran y… Formé un solo bulto con las siete nuevas dagas y me dispuse a envolverlas en un trozo de arpillera, de forma que pudiera llevarlas a los otros. Mientras hacía esto noté que uno de los fragmentos tenía una diminuta grieta en el vidrio, cerca de la empuñadura. Comprendí que se podía astillar con facilidad y quizás herir la mano de la persona que la usara… La deseché.

Estaba preparado para volver con Lateef y los demás. Anochecía, por lo que aguardé a que se hiciera oscuro. El crepúsculo fue más breve de lo normal debido a la lobreguez de la atmósfera y las nubes bajas. Cuando creí que ya era prudente moverse, recogí mis pertenencias e inicié la vuelta al campamento.

El tiempo que pasé junto a la costa ejerció un efecto extrañamente sedante en mi persona y pensé que sería una buena política estar más días allí en lo futuro. Decidí sugerirlo a Lateef.

Me estaba ocultando en lo alto de un pajar porque mi hermano mayor me había dicho que el demonio me cogería. Yo tenía siete años. De haber sido mayor habría podido racionalizar los temores que me embargaban. Eran amorfos, excepto por la clara imagen de cierto ser monstruoso de piel negra dispuesto a atraparme.

Me agazapé en lo alto del pajar, metido en mi agujero particular que nadie conocía. Cuando el granjero apiló las balas de paja se formó una pequeña cavidad entre tres de ellas y el techo.

La confortante seguridad subjetiva del escondrijo restauró mi confianza y algún tiempo después mis temores fueron disminuyendo; me veía envuelto en una fantasía juvenil en la que intervenían aviones y armas. Cuando escuché un crujido en la paja de abajo mis primeros pensamientos de pánico fueron sobre el demonio. El terror me dejó petrificado mientras los crujidos continuaban. Al fin, hice acopio de valor para arrastrarme tan silenciosamente como me fue posible hasta el borde de mi escondite y mirar hacia abajo.

En la paja suelta del suelo, detrás de las balas, yacían abrazados un chico y una chica; él estaba encima de ella, que tenía los ojos cerrados. No supe qué hacían. Al cabo de un rato, el chico se apartó un poco y ayudó a la chica a quitarse la ropa. Me pareció que ella no deseaba en realidad que él hiciera tal cosa, pero sólo se resistió un poco. Se tumbaron otra vez y después de un breve período fue ella la que le ayudó a él a desnudarse. Me quedé muy quieto y silencioso, no deseaba variar de posición. Cuando ambos estuvieron desnudos, él se puso encima de ella otra vez y comenzaron a hacer ruidos con sus gargantas. Los ojos de la chica seguían cerrados, aunque los párpados aleteaban de tanto en tanto. Recuerdo muy poco de mis impresiones durante la escena; sé que me extrañó que una mujer pudiera abrir tanto sus piernas, ya que todas las mujeres con las que había mantenido contacto (mi madre y mis tías) parecían incapaces de separar sus rodillas más de unos cuantos centímetros. Unos minutos más y la pareja dejó de moverse, y se quedaron juntos en silencio. Sólo entonces los ojos de la chica se abrieron adecuadamente y me miraron.

Muchos años después mi hermano mayor estuvo entre los primeros soldados nacionales británicos que murieron en acción contra los africanos.

Las palabras del oficial del campamento de las Naciones Unidas vinieron a mi mente mientras conducía a lo largo de la Carretera Circular del Norte. La radio había confirmado que el gabinete de emergencia de Tregarth había ofrecido una amnistía, pero también daba a entender que los dirigentes de los africanos no estaban respondiendo de un modo totalmente favorable.

Una posibilidad era que ellos no confiaran en Tregarth. En varias ocasiones pasadas, Tregarth había iniciado reformas sociales que iban en contra de los africanos y no existía razón alguna para que, ahora que los negros ejercían cierto dominio en el aspecto militar, el primer ministro se comprometiera con ellos de una forma perjudicial para su administración. Con una fisura establecida en las fuerzas armadas, y otra que se barruntaba en la policía, no daría resultado cualquier política de pacificación que fuera de alguna manera sospechosa.

Se estimaba que ya se había separado más del veinticinco por ciento del ejército y puesto a disposición de los dirigentes africanos de Yorkshire, y que tres escuadrones de la RAF habían variado su lealtad de manera similar hasta la fecha.

En un programa posterior escuchamos a un grupo de expertos que especularon en torno a que la opinión pública favorable a los africanos estaba menguando y que Tregarth y su gabinete emprenderían más acción militante.

El único signo externo que pudimos discernir sobre los hechos que se estaban produciendo fue que el tráfico resultaba anormalmente ligero. Fuimos detenidos varias veces por patrullas de la policía, pero nos habíamos acostumbrado a ello en los últimos meses y le dimos poca importancia. Habíamos aprendido las respuestas apropiadas a exponer en el interrogatorio, de modo que nuestras explicaciones fueran consistentes.

Me tranquilizó advertir que muchos de los policías que encontrábamos pertenecían a la fuerza especial de la reserva civil. Circulaban sin cesar relatos que describían diversas atrocidades; en particular, rumores de que individuos negros eran detenidos sin la oportuna orden y liberados sólo después de sufrir experiencias de violencia personal. Por otra parte, los blancos eran sometidos a vejamen si se comprobaba o tan sólo sospechaba que estuvieran involucrados en actividades africanas. La situación global con relación a la policía era confusa e inconsistente en esta época y yo por lo menos creía que no sería tan malo que la fuerza se dividiera formalmente.

Justo al oeste de Finchley me vi obligado a frenar y llenar de nuevo el depósito de gasolina. Mi intención había sido usar parte del combustible que había ahorrado como reserva, pero descubrí que dos de las latas habían sido vaciadas durante la noche. Así pues, no tuve más remedio que agotar todas mis reservas. No dije nada de esto a Isobel y Sally porque supuse que podría repostar tarde o temprano, aun cuando ninguno de los garajes por los que habíamos pasado aquel día estaba abierto.

Mientras yo estaba vertiendo la gasolina en el depósito, salió un hombre de un edificio cercano, armado con una pistola, y me acusó de ser simpatizante de los africanos. Le pregunté en qué basaba su sospecha y me dijo que nadie conduciría un coche en estos tiempos sin el apoyo de una u otra facción política. Informé de este incidente en el siguiente control policial y me dijeron que lo ignorara.

Conforme fuimos acercándonos a nuestra casa, los tres reflejamos en nuestro comportamiento las aprensiones que sentíamos. Sally no dejaba de moverse y decir que quería ir al lavabo. Isobel fumaba un cigarrillo detrás de otro y me hablaba con irritación. Y yo continuamente aumentaba sin darme cuenta la velocidad del coche, pese a que sabía que era aconsejable la prudencia y la marcha a velocidad baja.

Para aliviar la tensión entre nosotros respondí a las peticiones de Sally y detuve el coche junto a un urinario público a unos dos kilómetros de donde vivíamos, y mientras Isobel la acompañaba aproveché la oportunidad para poner la radio del automóvil y escuchar un boletín de noticias.

Cuando Isobel y Sally volvieron al coche, mi mujer me dijo:

—¿Qué haremos si no es posible entrar en la calle?

Acababa de dar voz al miedo que a ninguno de nosotros le había gustado expresar.

—Estoy seguro de que Nicholson se dejará convencer —dije.

—¿Y si no lo hace?

Yo no tenía respuesta.

—Acabo de escuchar la radio —dije—. Parece que los africanos han aceptado finalmente los términos de la amnistía, pero que proseguía la ocupación de casas vacías.

—¿Qué entienden por vacías?

—No me gusta pensarlo.

—Papá —dijo Sally a nuestras espaldas—, ¿estamos cerca de casa, verdad?

—Sí, cariño —dijo Isobel.

Puse en marcha el motor y nos fuimos de allí. Llegamos al extremo de nuestra calle pocos minutos más tarde. Los vehículos de la policía y el ejército se habían ido, pero la barricada de alambre de púas continuaba allí. Al otro lado de la calle principal había una cámara de televisión operada por dos hombres subidos en una camioneta color azul oscuro. Gruesas hojas de vidrio protegían el aparato por delante y a los lados.

Detuve el coche a cinco metros de la barricada, pero dejé el motor en funcionamiento. Parecía que no había nadie cerca de la barricada. Toqué la bocina y lamenté mi acción un instante después. Cinco hombres surgieron del edificio más cercano y se dirigieron hacia nosotros con rifles en las manos.

Eran africanos.

—Oh, Dios mío —dije en voz baja.

—Alan, ve y habla con ellos. ¡Quizá no usen nuestra casa! Hubo un matiz de histeria en su voz. Indeciso, me quedé sentado y observé a los hombres. Se alinearon junto a la barricada y nos contemplaron sin expresión. Isobel volvió a apremiarme y entonces yo salí del automóvil y caminé hacia los africanos.

—Vivo en el número cuarenta y siete —dije—. Por favor, ¿es posible que pasemos a nuestra casa? —como no contestaron y continuaron observando, concluí, explícito—: Mi hija está enferma. Debemos acostarla.

Siguieron con la mirada fija.

Me volví hacia los de la cámara y grité:

—¿Pueden decirme si han dejado entrar a alguien hoy?

Ninguno de ellos respondió, aunque el hombre que apuntaba el micrófono en dirección a nosotros bajó los ojos hacia su equipo y ajustó un botón.

Me encaré de nuevo con los africanos.

—¿Hablan inglés? —pregunté—. Debemos entrar en nuestra casa.

Hubo un largo silencio y después uno de los hombres dijo con énfasis:

—¡Largo de aquí!

Levantó su rifle.

Regresé al coche, lo puse en marcha y aceleré para dar la vuelta en la desierta calle describiendo un amplio giro en forma de U. Al pasar junto a la cámara de televisión, el africano disparó su rifle y nuestro parabrisas se rajó y quedó opaco. Lo golpeé con mi antebrazo y se produjo una rociada de fragmentos de vidrio. Isobel chilló y cayó hacia un lado, la cabeza cubierta con los brazos. Sally se levantó del asiento trasero, rodeó mi cuello con sus brazos y gritó de modo incoherente en mi oído.

Reduje un poco la velocidad después de recorrer cien metros y me eché hacia adelante en mi asiento para liberarme del abrazo de Sally. Miré por el retrovisor y vi que el operador de la cámara había girado el instrumento para seguir nuestra huida a lo largo de la calle.

Me hallaba con muchos otros en la playa de Brighton. Estabamos contemplando el viejo buque que navegaba por el canal, inclinado a babor en un ángulo que, según los periódicos, era de veinte grados. Estaba a kilómetro y medio de la costa, surcando las agitadas aguas con dificultad. Las lanchas de salvamento de Hove, Brighton y Shoreham se mantenían en las cercanías en espera de confirmación radiofónica para remolcar la embarcación. Mientras tanto, los que nos encontrábamos en tierra contemplábamos su posible hundimiento; algunas personas habían recorrido muchos kilómetros para presenciar el espectáculo.

Llegué hasta el grupo principal sin toparme con patrullas y, en cuanto lo consideré prudente, me acerqué a Lateef y le entregué las dagas de vidrio. No dijo nada respecto a los otros hombres que habían estado saqueando, ni si habían tenido éxito o no.

Observó las dagas de manera crítica, pero fue incapaz de ocultar su envidiosa admiración por mi iniciativa. Cogió una con su mano derecha, la sopesó, la levantó y trató de meterla en su cinto. Su enojo habitual aumentó. Yo quería excusarme por la crudeza de las armas, explicar la escasez de materiales apropiados para fabricar armamentos, pero seguí en silencio porque sabía que él era consciente de ello.

Su crítica a mi tarea manual fue política, no práctica.

Más tarde le vi desembarazarse de mis dagas. Decidí no mencionar las bombas incendiarias.

Conforme fui pasando la adolescencia experimenté, como es normal en la mayoría de los muchachos, numerosas y asombrosas etapas de desarrollo hacia la sexualidad completa.

Cerca de donde yo vivía había un gran solar repleto de materiales para la construcción que las excavadoras habían dividido en moldes de tierra desnuda. Tenía entendido que en otra época se había programado utilizarlo, pero el programa se retrasó por razones desconocidas para mí. En consecuencia, la zona ofrecía un lugar de juego ideal para mí y mis amigos. Aunque oficialmente se nos prohibía jugar allí, los centenares de escondites nos permitían evadir las diversas formas de autoridad, tales como la manifestada por padres, vecinos y policía local.

Durante este período yo dudaba respecto a si debía condescender con tales actividades infantiles. Mi hermano mayor había obtenido una plaza en una buena universidad y se hallaba a medio camino de completar su primer año allí. Mi hermano menor iba a la misma escuela que yo y, según el decir general, alcanzaba más éxito que yo a su edad. Sabía que si deseaba emular los logros de mi hermano menor, debería aplicarme a los estudios con más resolución, pero mi mente y mi cuerpo estaban ocupados por un desasosiego incontrolable y en numerosas ocasiones me encontraba en el solar con muchachos que no sólo eran uno o dos años más jóvenes que yo sino que además asistían a escuelas distintas.

Siempre había tenido la impresión de que los otros chicos estaban más avanzados en su forma de pensar que yo. Constantemente eran ellos los que sugerían qué deberíamos hacer y yo el que les seguía. Cualquier iniciativa para desarrollar una actividad nueva venía de otro y yo solía encontrarme entre los últimos en aceptarla. Así, mis pasatiempos de aquella época me resultaban secundarios y no me proporcionaban emoción real alguna.

En un limbo entre lo que hacía y lo que debería estar haciendo, ninguna de las dos cosas era bien ejecutada.

En consecuencia, cuando dos o tres de las chicas de por allí se unieron a nosotros alguna que otra tarde, fui lento en apreciar la sutilidad con que su presencia afectaba la conducta de los demás muchachos.

Por casualidad, ya conocía a una de esas chicas. Sus padres y los míos eran amigos y habíamos pasado varias tardes en mutua compañía. Empero, mi relación con ella hasta aquel momento había sido platónica y superficial: no había reaccionado a su presencia de modo sexual. Cuando ella y sus amigas aparecieron por primera vez en el solar, no exploté esta pequeña ventaja que tenía sobre los demás chicos. Al contrario, me molestó su presencia, al imaginar vagamente que la noticia de mis actividades llegaría hasta mis padres.

La primera tarde que ellas estuvieron con nosotros resultó embarazosa y perturbadora. La conversación se convirtió en una burla absurda y trivial, con las chicas que fingían desinterés por nosotros y yo y los otros chicos en la pretensión de ignorarlas. Esto marcó la pauta de los siguientes encuentros.

Dio la casualidad de que salí fuera con mis padres en unas breves vacaciones y, a mi regreso, descubrí que la relación con las chicas había entrado en una fase más física. Algunos de mis amigos tenían escopetas de aire comprimido y las utilizaban para impresionar a las chicas con su puntería. Había un exceso de fingida hostilidad y a veces nos enzarzábamos en peleas con ellas.

Ni siquiera así llegué a observar los aspectos sexuales de lo que nos sucedía.

Una tarde, uno de los chicos sacó una baraja. Durante un rato jugamos con ella a pasatiempos infantiles, pero pronto nos aburrimos. Una de las chicas dijo luego que conocía una variedad del juego de las consecuencias que podía jugarse con cartas. Cogió la baraja y repartió cartas a todos mientras explicaba las normas. La idea era muy sencilla: todo el mundo recibía cartas de la parte superior de la baraja, y el primer chico y la primera chica que obtenían una del mismo valor —dos caballos o dos sietes, por ejemplo— afrontaban en conjunto las consecuencias.

No lo entendí del todo, pero cogí la primera carta cuando me la dieron. Era un tres. En la primera mano no hubo dos participantes con cartas iguales, aunque uno de los chicos también tenía un tres. Esto provocó comentarios burlones, de lo que me reí sin apreciar correctamente dónde residía la gracia. En la siguiente mano, la chica que yo conocía a través de mis padres recibió un tres.

Siguió una breve discusión, cuyo resultado fue juzgarme a mí como vencedor puesto que me habían dado el tres antes que al otro muchacho. Yo habría deseado cederle mi turno, ya que no me sentía muy seguro respecto a qué se esperaba de mí.

La chica que había iniciado el juego explicó que normalmente había que ceñirse de una manera estricta a las reglas y que yo debía cumplirlas. Tenía que irme, dijo ella, al otro lado de algún terraplén cercano, acompañado por la otra chica. Y dispondríamos de diez minutos.

La muchacha y yo nos pusimos de pie y, en medio de silbidos, cumplimos con lo que se nos ordenaba.

Al llegar al otro lado del terraplén, creí que no podía admitir delante de ella que no sabía qué hacer. A solas con una chica por primera vez en mi vida, permanecí en un miserable silencio.

—¿Vas a hacer algo? —preguntó ella.

—No.

La chica se sentó encima de la tierra y yo seguí de pie frente a ella. Miré una y otra vez mi reloj.

Hice varias preguntas a la muchacha; averigüé su edad y apellido materno, ella me dijo a qué colegio iba y qué iba a hacer cuando acabara. En respuesta a una pregunta, contestó que tenía montones de amigos. Cuando ella me preguntó cuántas amigas tenía yo, respondí que muy pocas.

En cuanto pasaron los diez minutos volvimos con los otros.

Me dieron las cartas, que yo barajé y repartí para iniciar el segundo juego. En esta ocasión no hubo dudas sobre quiénes eran los ganadores, dado que salieron dos dieces en la primera mano. El chico y la chica nos dejaron y se marcharon al otro lado del terraplén. Mientras aguardábamos su regreso, se explicaron varios chistes obscenos. El ambiente entre los que esperábamos se hizo tenso, tirante, y pese a que me uní a los otros, me encontré preguntándome qué debía pasar detrás del montículo de tierra.

Al final de los diez minutos no habían vuelto. La chica que había iniciado el juego era la que se encontraba con el chico y supusimos que ella respetaría las reglas. Uno de mis amigos sugirió que los sorprendiéramos, y asi lo hicimos; corrimos hacia el terraplén al tiempo que gritábamos y silbábamos. Antes de llegar, salieron los dos y regresamos adonde estaban las cartas.

Noté que ninguno de ellos miraba al otro o a ninguno de nosotros.

En el tercer juego, la chica con la que yo había estado sacó igual número que otro de los muchachos y ambos se marcharon al terraplén. Esto me molestó. Al cabo de unos momentos anuncié que estaba harto del juego y me fui en dirección a mi casa.

Tan pronto como estuve fuera de la visión de los demás, describí un círculo en el inmenso solar y me acerqué por detrás al terraplén. Logré acercarme a la pareja sin ser visto, ya que muy cerca de ellos había un montón de marcos de ventanas sin pintar. Les observé desde mi escondite.

Estaban de pie, él lanzó sus brazos hacia el cuello de la chica y la tiró al suelo. Lucharon por un momento, de la forma que lo habíamos hecho muchas otras veces. Ella se defendió al principio, pero al cabo de un minuto, más o menos, se apartó de él y quedó en actitud pasiva. El muchacho alargó un brazo hacia ella y le puso la mano en el estómago con grandes vacilaciones. La cabeza de la chica se movió hacia un lado, en dirección a mi escondite, y vi que sus ojos estaban fuertemente cerrados. El chico apartó la chaqueta de su compañera y, junto a sus manos, observé la suave protuberancia de los senos femeninos. No eran tan protuberantes como era normal debido a que ella estaba tumbada. El muchacho los estaba mirando, muy rígido, y descubrí que yo empezaba a tener una erección. Moví mi pene con la mano metida en el bolsillo del pantalón para que me molestara menos, y mientras lo hacía la mano del chico se deslizó hacia arriba y se cerró en torno a uno de los senos de la muchacha. El movió su mano hacia adelante y hacia atrás, cada vez más deprisa. Enseguida, la chica gritó como si le estuvieran haciendo daño y se volvió hacia el otro. Pese a que en aquel momento estaba de espaldas a mí, vi que ella ponía una mano en la parte superior de las piernas del chico y le acariciaba.

Yo me estaba excitando de un modo intolerable y, pese a que deseaba quedarme donde me hallaba, me sentía muy perturbado por lo que estaba presenciando. Me retiré y caminé en la dirección por la que había venido. Mi mano estaba todavía metida en el bolsillo, agarrando mi pene, y no tardé en eyacular. Me limpié con un pañuelo y volví con los otros; expliqué que había regresado a mi casa pero que mis padres estaban fuera.

Pocos minutos más tarde volvieron el chico y la chica. Igual que los otros, no nos miraron a la cara.

Estábamos preparados para un cuarto juego, pero las chicas dijeron que estaban aburridas y que querían irse a casa. Intentamos persuadirlas a que se quedaran, pero se marcharon al cabo de pocos instantes. Oímos sus risitas mientras se alejaban. En cuanto estuvo seguro de que se habían ido, el chico que acababa de regresar abrió la cremallera de sus pantalones y nos mostró el pene; seguía erecto y tenía un color rojo oscuro. Se masturbó delante de nosotros y le contemplamos con envidia.

Las chicas retornaron al solar la tarde siguiente. Para entonces yo había ideado un método que me aseguraba dar las cartas apropiadas. Froté los senos de tres muchachas y una de ellas me permitió poner mi mano dentro de su ropa y palpar sus pezones. Después de esto dejamos de utilizar las cartas y lo fuimos haciendo por turnos. Al finalizar la semana siguiente, había copulado con la chica que conocía a través de mis padres y me sentí orgulloso de ser el único de nosotros con el que ella hacía tal cosa.

Pasé mis exámenes en las semanas inmediatas y no tuve mucho éxito. Me vi forzado a retomar mis estudios, esta vez con más empeño, y en el transcurso del tiempo perdí contacto con el grupo. Dos años más tarde ingresé en la universidad.

Quizás el viento había aumentado en el tiempo que yo llevaba en la playa, y cuando las olas rompían en el guijarral, a veinticinco metros de donde yo me encontraba, un fino rocío era impulsado hacia nuestros rostros. Tenía puestas las gafas y al cabo de pocos minutos los cristales quedaron empañados por el tenue depósito de sal. Me las quité y las coloqué dentro de su funda y en mi bolsillo.

El mar estaba muy agitado; unas olas blancas fluctuaban en su superficie hasta el horizonte. El sol seguía brillando, pero había un montón de nubes negras hacia el sudoeste. Me hallaba en medio de una muchedumbre y todos observábamos el buque que navegaba.

El transistor que alguien cerca de mí llevaba anunció la noticia de que el buque no iba a ser asistido por naves de rescate y que las lanchas de salvamento estaban recibiendo órdenes de regresar a sus puertos. Los mismos barcos daban vueltas a menos de kilómetro y medio de nosotros, con evidente indecisión respecto de si debían obedecer las órdenes de la costa o sus propias conciencias. A cierta distancia detrás del buque a la deriva podíamos distinguir la fragata de la Armada Real que había sido destacada para seguir al primero. Hasta entonces no había intervenido.

En un momento dado miré alrededor de mí para efectuar una estimación del número de personas que observaban desde la costa y vi que todos los posibles puntos de acceso estaban atestados a lo largo del lado de King's Road que daba a la playa, además de los centenares de individuos que se encontraban en el muelle central.

Justo a las diez y cuatro minutos las lanchas de salvamento se apartaron del barco y pusieron rumbo a sus estaciones respectivas. Estimé que el buque derivaría más allá del extremo del muelle, y en menos de un cuarto de hora sería invisible desde donde yo estaba. Cavilé sobre si debía moverme o no, y decidí lo segundo.

El barco se hundió exactamente antes de la diez y diez. Su inclinación había aumentado notablemente en los últimos minutos y se pudo ver cómo numerosas personas que estaban a bordo saltaban para abandonarlo. El buque zozobró rápidamente y sin espectacularidad.

La mayor parte de la muchedumbre se dispersó a los cinco minutos del hundimiento. Yo me quedé, hechizado de un modo primitivo por el tacto del viento, el sonido y la visión del enorme oleaje y lo que acababa de presenciar. Abandoné la playa una hora después, angustiado por la aparición de los pocos africanos que lograron nadar hasta la orilla. Menos de cincuenta llegaron vivos a la playa, y en los días siguientes supe por mis conocidos de Brighton que el mar arrojó con cada marea cientos de cadáveres. Restos humanos que flotaban gracias a su estómago distendido, repleto de gas.

Al caer la noche puse el coche a un lado de la carretera y frené. Hacía demasiado frío para continuar conduciendo con el vidrio del parabrisas destrozado y, además, nuestra reserva de gasolina se estaba acabando y no deseaba discutir esto con Isobel delante de Sally.

Habíamos abandonado Londres por el norte, como medida de seguridad, y nos hallábamos en el campo, cerca de Cuffley. Yo había reflexionado respecto de tratar de ir otra vez al campamento de las Naciones Unidas, pero después de dos largos trayectos de ida y vuelta en las últimas veinticuatro horas, ni yo ni las mujeres estábamos deseosos de repetir aquella experiencia si es que nos quedaba alguna alternativa. Además, la combinación de factores, tales como una menguante reserva de gasolina y el desánimo oficial, indicaban que aquella mañana teníamos que encontrar, como mínimo, otra posibilidad.

Sacamos de las maletas nuestras ropas de más abrigo y nos las pusimos. Sally se echó en el asiento de atrás del coche y la tapamos con tantas prendas de abrigo como pudimos encontrar. Isobel y yo esperamos en silencio y fumando el último de nuestros cigarrillos, hasta que estuvimos razonablemente seguros de que había caído dormida. Ninguno de nosotros había comido suficientemente durante el día; el único alimento que habíamos consumido fue el chocolate que descubrimos en una máquina automática en el exterior de un grupo de tiendas cerradas. Mientras estábamos sentados en el coche empezó a llover y en pocos minutos un hilo de agua entró por la desnuda estructura de caucho y se deslizó por el tablero de instrumentos hasta el suelo.

—Sería mejor que fuéramos a Bristol —propuse.

—¿Y qué me dices de la casa?

—No tenemos esperanzas de regresar. —No creo que debamos ir a Bristol.

—¿A qué otro sitio podemos ir?

—De vuelta al campamento de las Naciones Unidas. Al menos, en los próximos días…

—¿Y después de eso?

—No lo sé. Las cosas deben mejorar. No pueden echarnos así de nuestra casa, a patadas. Tiene que haber una ley…

—Eso no arreglará nada. Las cosas han ido ya demasiado lejos. La posición de los africanos ha surgido de la escasez de viviendas. No puedo imaginar que habrán de aceptar un compromiso que los obligue a renunciar a la casa que ya han ocupado.

—¿Por qué no? —preguntó Isobel.

No contesté. En las semanas que precedieron a los hechos recientes, Isobel había demostrado un creciente desinterés por el desarrollo del problema africano y ello no había hecho más que aumentar la distancia que nos separaba. Mientras que yo había estado continuamente enfrentado a la quiebra de la sociedad que conocíamos, Isobel parecía apartarse de la realidad, como si pudiera sobrevivir ignorando los hechos. Incluso ahora, con nuestro hogar inaccesible para nosotros, ella estaba contenta de permitir que yo tomara las decisiones.

Antes de prepararnos a pasar la noche, salí del coche en dirección de una casa cercana de cuyas ventanas salía una cálida luz ámbar. A menos de cien metros del coche, un miedo inexplicable se apoderó de mi mente y di la vuelta. La casa era del tipo de la clase media acomodada y en el camino de entrada había dos costosos automóviles y un remolque-vivienda.

Medité en mi propio aspecto: sin afeitar y necesitado de un cambio de ropa. Era difícil saber cuál habría sido la reacción de los ocupantes de la casa si yo hubiera llamado a la puerta. La anarquía de la situación en Londres no guardaba relación con la de esta zona, que aún no había establecido contacto con los africanos militantes y sin hogar.

Regresé al coche.

—Iremos a un hotel para pasar la noche —dije.

Isobel no respondió, se limitaba a contemplar la oscuridad por su ventanilla.

—Bueno, ¿no te importa?

—No.

—¿Qué quieres hacer?

—Todos estaremos bien aquí.

La lluvia seguía goteando dentro del coche a través del vasto agujero en lo que había sido nuestro parabrisas. En los pocos minutos que yo estuve en el exterior, la llovizna había empapado mi ropa externa. Deseé que Isobel me tocara, que de algún modo compartiera la experiencia de mi paseo… Pero me acobardé mentalmente ante la idea de que ella pusiera su mano en mi brazo.

—¿Qué hay de Sally? —pregunté.

—Duerme. Si quieres buscar un hotel, no me opondré. ¿Podemos pagarlo?

—Sí.

Pensé en ello un poco más. Podíamos quedarnos ahí o seguir avanzando. Miré mi reloj. Acababan de dar las ocho. Si dormíamos en el coche, ¿en qué estado nos encontraríamos por la mañana?

Puse en marcha el motor y conduje lentamente de vuelta al centro de Cuffley. No conocía ningún hotel en la vecindad, pero confiaba encontrarlo en alguna parte. El primero que descubrimos estaba lleno, igual que el segundo. Nos dirigíamos hacia un tercero cuando la gasolina se agotó por completo. Me acerqué en punto muerto hasta la acera y frené.

En cierto sentido fue un alivio para mí no haber tenido que tomar la decisión; no tenía esperanzas reales de encontrar acomodo en un hotel. Isobel no dijo nada, pero se sentó con los ojos cerrados. Su cara y ropas estaban mojadas a consecuencia de la lluvia que había penetrado por el parabrisas.

Mantuve puesto el calefactor hasta que el agua dentro del mecanismo se enfrió tanto que ya no pudo dar más provecho. Isobel aseguró que estaba cansada.

Convinimos en que haríamos turnos para dormir uno encima del otro; le dije que hiciera el primero. Dobló las rodillas y se tumbó en su asiento, con la cabeza apoyada en mi regazo. La rodeé con mis brazos para darle calor y luego traté de encontrar una posición cómoda para mí.

Isobel pareció dormirse al cabo de pocos minutos. Pasé la noche intranquilo, incapaz de dormirme del todo debido a mi incómoda posición.

Detrás de nosotros, Sally se removió de vez en cuando; probablemente ella fue la única que descansó totalmente por la noche.

Lateef me mostró un panfleto que había encontrado. Estaba impreso por la Real Fuerza Aérea Secesionista y declaraba que se daría siempre un aviso de diez minutos, en forma de tres pasadas a baja altura, a los ocupantes civiles de los pueblos antes que tuviera lugar un bombardeo.

Había una carretera que atravesaba New Forest. Conduje por ella con el crepúsculo nocturno, sabiendo que habíamos estado fuera demasiado tiempo. En todo caso, no había sido prudente hacer lo que habíamos hecho y, con la situación policial del momento, resultaba temerario.

Me acompañaba una mujer en el coche. Se llamaba Patti. Ella y yo habíamos estado en un hotel de Lymington y nos apresurábamos para volver a Londres antes de las nueve. Dormía a mi lado, la cabeza suavemente apoyada en mi hombro.

Se despertó cuando frené el coche en un control policial en las afueras de Southampton. Había varios hombres de pie junto a la barrera, improvisada con dos coches viejos y un surtido de pesados materiales de construcción. Todos los hombres iban armados, pero sólo uno poseía rifle. Me vino a la mente que en los últimos kilómetros no habíamos visto tráfico en la dirección que llevábamos y supuse que la mayoría de los habitantes de la localidad se habría enterado del bloqueo y encontrado una ruta alternativa.

Como resultado del control policial nos vimos forzados a dar la vuelta, seguir un largo desvío a través de la campiña hasta Winchester, y desde ahí a la carretera principal hacia Londres. Habíamos sido advertidos por la gente del hotel de que esperáramos obstrucciones similares en Basingstoke y Camberley, y resultó que también debimos efectuar prolongados desvíos en torno a estas poblaciones.

El camino hacia el sudoeste de Londres estaba libre de grupos civiles de defensa, pero vimos numerosos vehículos policiales y rápidos controles sufridos por los motoristas. Tuvimos suerte al atravesar la zona sin retrasos. Yo no me había ausentado de Londres desde hacía varios meses y no tenía idea alguna de que el acceso y la movilidad hubieran sido reducidos hasta tal punto.

Dejé a Patti cerca del piso que compartía en Barons Court y proseguí hacia mi casa en Southgate. De nuevo, ni una sola de las calles principales se hallaba bloqueada por grupos civiles de resistencia, pero la policía me paró cerca de King's Cross y revisó mis pertenencias. Llegué a casa casi a la una de la madrugada. Isobel no me había esperado despierta.

La mañana siguiente fui a una casa cercana y me las arreglé para persuadir a su ocupante de que me dejara sacar cinco litros de gasolina del depósito de su automóvil. Le pagué dos libras por ello. Me informó que había un garaje a menos de cinco kilómetros y que hasta la noche anterior habían tenido gasolina. Me indicó cómo encontrarlo.

Volví al coche y dije a Isobel y Sally que con suerte llegaríamos a Bristol en el transcurso del día.

Isobel no dijo nada, pero yo sabía que ella no deseaba ir donde sus padres. Desde mi punto de vista era la única solución. Ya que obviamente no era posible regresar a nuestro hogar, la perspectiva de irnos a la relativamente distante ciudad era bastante tranquilizadora por lo familiar.

Llené el depósito con los cinco litros de gasolina y puse en marcha el motor. Mientras nos dirigíamos al garaje siguiendo las indicaciones, escuchamos una emisión de noticias radiofónicas que anunció la primera ruptura en el seno de la policía. Cerca de una cuarta parte de la fuerza se había separado en favor de los africanos. Se celebraría una reunión de jefes de policía con el mando africano y el Ministerio del Interior de Tregarth, y se haría pública una declaración desde Whitehall a últimas horas del día.

Encontramos el garaje sin dificultad y se nos dio lo que el propietario dijo que era la cuota de norma: quince litros. Con los que ya teníamos, nuestro recorrido potencial máximo sería de doscientos kilómetros aproximadamente. Esto debía ser justo lo suficiente para llegar a Bristol, siempre que no nos obligaran a efectuar demasiados desvíos de la ruta más corta.

Dije esto a Isobel y Sally y ambas manifestaron su alivio. Convinimos en partir tan pronto como hubiéramos conseguido algo de comer.

En Potters Bar encontramos un pequeño café que nos ofreció un buen desayuno a precios normales. No se hizo mención alguna del problema con los africanos y la emisora de radio que estaba sintonizada sólo emitió música ligera. A petición de Isobel nos vendieron un termo que fue llenado de café caliente y después de lavarnos en los servicios de cafetería nos marchamos. El día no era cálido, pero no llovía.

Conducir sin parabrisas resultaba desagradable, aunque no imposible. Decidí no escuchar la radio; por una vez capté cierta sensatez en la actitud de Isobel de no permitir que nos afectasen los hechos externos. Pese a que estar al corriente de la cambiante situación era esencial, la pasividad de mi esposa me ganó.

Una nueva preocupación se materializó en forma de una vibración continua procedente del motor. No había podido utilizarlo con regularidad y sabía que una de las válvulas necesitaba ser reemplazada. Confié en que durara al menos hasta que llegáramos a Bristol, y no lo mencioné a las mujeres.

Por lo que yo sabía, la mayor parte del trayecto consistiría en evitar las zonas con barricadas de los suburbios en torno a Londres. Por lo tanto, bordeé el límite noroeste de la ciudad; conduje primero hasta Watford (sin barricadas), luego hasta Rickmansworth (con barricadas, pero abierta al tráfico en la vía de circunvalación), y después a campo traviesa hasta Amersham, High Wycombe y, en dirección sur, Henley-on-Thames. Conforme nos fuimos alejando de Londres vimos cada vez menos signos patentes del problema y la tranquilidad se adueñó de nosotros. Incluso pudimos comprar más gasolina y llenar nuestras latas de reserva.

Comimos en otra pequeña cafetería en camino a Reading y nos dirigimos hacia la carretera principal a Bristol, confiados de llegar allí antes de la caída de la noche.

Ocho kilómetros al oeste de Reading, las vibraciones del motor aumentaron de repente y la potencia menguó. Mantuve el coche en funcionamiento tanto como fue posible, pero se detuvo en la primera pendiente. Hice lo que pude en la investigación, mas los sistemas de combustión y encendido no estaban averiados y sólo me quedó por suponer que la válvula se había quemado por fin.

Estaba a punto de exponer esta situación a Isobel y Sally cuando un coche de la policía se detuvo junto al nuestro.

Trabajé algunos meses como camarero por horas en un bar del East End de Londres. Ganar algún dinero extra se había convertido en una necesidad. Por entonces yo estudiaba para pasar mis exámenes finales y mi subvención se había agotado.

Constituyó cierta sorpresa para mí enterarme de que el East End era una serie de ghettos vagamente conectados que contenía judíos, negros, chinos, griegos, chipriotas, italianos e ingleses. Hasta entonces siempre había supuesto que esta parte de Londres era fundamentalmente blanca. El bar reflejaba este aspecto cosmopolita hasta cierto grado, aunque era evidente que el dueño no lo fomentaba. Solían surgir discusiones en el local y se nos había ordenado apartar de la barra las botellas y vasos si se producía un altercado.

Parte de mis obligaciones como camarero consistía en acabar con cualquier pelea que se iniciara.

Cuando ya llevaba tres meses en el bar, el dueño decidió contratar un conjunto pop para los fines de semana y el problema desapareció en menos de un mes. El tipo de clientes varió notablemente.

En lugar del bebedor más adulto, de costumbres fijas y opiniones dogmáticas, el bar empezó a atraer elementos más jóvenes. Dejaron de venir los miembros de grupos minoritarios y al cabo de un par de meses casi todos los clientes del establecimiento tenían menos de treinta años.

La moda del vestir de la época tendía a ser llamativa e informal, pero no era la norma en el bar. Supe en su momento que ello constituía una manifestación externa de un conservatismo innato que abunda en esta parte de Londres.

El nombre del propietario era Harry; nunca me enteré de su apellido. En otro tiempo había sido practicante de lucha libre y en la pared del bar, detrás de la barra, había varias fotografías de él en batas de seda y con una larga coleta. Nunca oía Harry hablar de su experiencia en el cuadrilátero, aunque su mujer me dijo una vez que él había ganado suficiente dinero para poder comprar el bar honradamente.

Varios amigos de Harry, en general de edades similares ala suya, venían al bar hacia el final de la jornada. Harry les invitaba a quedarse, a menudo después de la hora de cierre, y a tomar unas copas en su compañía. En tales ocasiones me ofrecía algunos chelines extra por quedarme más tiempo y servirles. Como resultado de esto, alcancé a oír muchas de sus conversaciones y llegué a saber que sus prejuicios e información referentes a temas tales como racismo y política eran tan conservadores como las posiciones dadas a entender por la vestimenta de los otros clientes.

Varios años después, John Tregarth y su partido iban a ganar un sustancioso apoyo electoral de zonas en las que se mezclaban libremente distintas razas.

Permanecimos algunos días en el campamento. Todos estábamos indecisos respecto de lo que se debía hacer. La mayoría de los hombres había perdido la esposa o la compañera de cama, en el secuestro, y aunque sabíamos por lo sucedido a Willen que sería inútil tratar directamente con los africanos, era instintivo quedarse en el lugar del que se habían llevado a las mujeres. Yo me sentía inquieto, me preocupaba permanentemente la seguridad de Sally. Por Isobel estaba menos intranquilo. Y así pues, escuché con alivio al finalizar la semana el rumor de que iríamos al campamento de Augustin.

Aunque yo no tenía un deseo personal de visitar el lugar, el rumor significaba que al menos nos moveríamos con un objetivo manifiesto.

Mientras cargábamos nuestras pertenencias en los carros y se hacían los preparativos para la marcha, Lateef habló conmigo y me confirmó que nos íbamos al campamento de Augustin. Resultaría excelente, dijo, para la moral de los hombres.

Y estaba en lo cierto, al parecer, pues al cabo de un par de horas cambió el humor general y, a despecho del súbito descenso de la temperatura, caminamos los primeros kilómetros en un espíritu de alegre talante.

—¿Tienes un nombre? —pregunté. —Sí.

—¿No piensas decírmelo?

—No.

—¿He dado yo algún motivo para que te guardes esa información?

—Sí. Es decir, no. —Bueno, entonces dímelo. —No.

Esta fue la primera conversación que sostuve con mi mujer. Su nombre: Isobel.

Conforme el alcance global del desastre venidero se fue poniendo de manifiesto para el público británico, invadió al país el tipo de firme resolución y confusión organizada que mis padres me habían explicado de vez en cuando al relatar su experiencia de los primeros meses de la segunda guerra mundial.

Nuestro colegio, en línea con buena parte del componente intelectual de la nación, formó una sociedad que manifestó su simpatía por la situación de los africanos. Nuestros motivos fueron principalmente humanitarios, aunque hubo unos cuantos miembros —sobre todo los que anteriormente habían reflejado un punto de vista más conservador y que se unieron a la sociedad por razones políticas— que adoptaron una actitud más académica. Fue gente de este tipo la primera en desacreditar al movimiento, por su incapacidad de responder a las acusaciones de la prensa y otros medios de difusión en el sentido de que los grupos pro africanos estaban formados por revolucionarios de izquierda.

Era innegablemente cierto que los emigrantes africanos estaban constituyéndose en grupos armados, que recibían armas del extranjero, que se estaban desplazando en gran escala a las ciudades, que ocupaban casas y echaban a los anteriores moradores blancos.

La mayoría de la gente había comprobado por sí misma que tales acusaciones eran ciertas, pero la creencia de nuestra sociedad colegiada era que la culpa la tenía el gobierno. Si desde el principio se hubiera adoptado una actitud más caritativa, la situación de los africanos se habría distendido y oportunistas políticos habrían sido incapaces de explotar la situación. Pero las políticas extremas, y el hermético conservatismo de Tregarth y su gobierno —aprobado por un considerable porcentaje de la nación— consentía poco liberalismo hacia los ilegales emigrantes negros.

En las restantes semanas del curso académico mis colegas y yo hicimos lo que pudimos para transmitir nuestras creencias a los estudiantes. Pero con el fin de curso concluyó el período de nuestra influencia. Sentí aprensión al dar la última de mis clases e incluso antes de abandonar las aulas estuve censurándome por no haber derrochado más energías en este sentido.

En las semanas siguientes, conforme se extendía el paro industrial y las manifestaciones públicas en las calles se convertían en hechos cotidianos, comprendí que habíamos estado equivocados al creer que nuestras tentativas de suscitar simpatía por los africanos harían mucho bien. Hubo un pequeño y vociferante sector de la comunidad que se adhirió a sus principios morales, pero cada vez más gente ordinaria fue entrando en conflicto con los africanos, conforme proseguía la insurrección armada.

En una de las mayores manifestaciones de Londres vi a algunos de los estudiantes de mi colegio portar una gran pancarta adornada con el nombre de nuestra sociedad. Yo no había pretendido unirme al acto, pero abandoné mi intención y seguí la manifestación hasta su ruidosa y violenta conclusión.

En consecuencia, las puertas del colegio no fueron abiertas para el siguiente curso.

Los dos agentes de policía nos dijeron que nos encontrábamos en territorio prohibido y que debíamos irnos inmediatamente. Explicaron que había informes de que se había producido un motín en un campamento militar de las cercanías y que fuerzas gubernamentales estaban cercando la totalidad de la zona.

Dije a la policía que nuestro coche estaba averiado y que, pese a no poner en duda lo que nos decían, habíamos llegado a la vecindad sin advertencia alguna por parte de las autoridades.

Los policías se mostraron incapaces de atender razones.

Sus instrucciones fueron repetidas y se nos pidió que abandonáramos la zona inmediatamente. En ese momento Sally empezó a llorar, pues uno de los agentes había abierto la puerta del coche y la arrastró hasta el exterior. Protesté al instante y fui golpeado duramente en el rostro con el dorso de una mano.

Me apretaron contra el lateral del coche y me revisaron los bolsillos. Cuando miraron dentro de mi cartera y vieron que yo había sido profesor del colegio, mi cédula de identidad fue confiscada. Volví a protestar, pero me ignoraron.

A Isobel y Sally las examinaron de modo similar.

Acabado el cacheo, sacaron nuestras pertenencias del automóvil y las pusieron en la carretera; cogieron nuestras latas de gasolina del portaequipajes y las colocaron dentro del coche policial. Recordé lo que había escuchado antes por la radio y pedí ver la identificación de los policías. De nuevo fui ignorado.

Se nos dijo que el coche policial regresaría a esta carretera en media hora y que para entonces debíamos habernos ido. Nos manifestaron que de lo contrario, seríamos responsables de las consecuencias.

Cuando se volvieron para meterse otra vez en su coche, me adelanté con rapidez y pateé al hombre que me había golpeado. Mi zapato le alcanzó muy fuerte en el coxis, hasta lanzarle al suelo. El otro individuo dio media vuelta y se me echó encima. Dirigí mi puño a su cara, pero fallé. Pasó un brazo en torno a mi cuello, me derribó y me mantuvo así, con un brazo doblado contra la espalda y el rostro penosamente apretado sobre el polvo. El hombre al que había atacado se puso de pie, se acercó y lanzó tres duras patadas a mi costado.

Cuando se fueron, Isobel me ayudó a ponerme en el asiento del coche que ella había ocupado y con un papel de seda enjugó parte de la sangre que salía de mi boca.

Tan pronto como me sentí recuperado y pude andar, empezamos a caminar por un campo en dirección opuesta a la que la policía había indicado vagamente al hablarnos del motín militar. Tenía un agudo dolor en mi costado y, aunque podía andar con cierta dificultad, me era imposible cargar con algo pesado. Isobel se vio obligada así a llevar nuestras dos grandes maletas y Sally tuvo que hacerse cargo de la pequeña. Yo sostuve nuestro transistor bajo mi brazo; mientras caminábamos lo conecté, pero sólo logré sintonizar un canal de la BBC, el que ofrecía continuamente música ligera.

Los tres nos encontrábamos al borde de la desesperación. Ni Isobel ni Sally me preguntaron qué debíamos hacer a continuación… Por primera vez desde que tuvimos que salir de nuestra casa, éramos totalmente conscientes de cuan lejos de nuestro control había progresado la situación. Más tarde, volvió la lluvia y nos sentamos bajo un árbol en el borde de un campo, asustados, sin rumbo y tremendamente comprometidos en una serie de acontecimientos que nadie había esperado y que nadie en aquel momento era capaz de detener, al parecer.

Por el periódico que regularmente leía supe que el estado de ánimo de la nación estaba polarizado en tres grandes grupos.

En primer lugar, las personas que sufrían a consecuencia de haber entrado en contacto con los africanos —por prejuicios raciales—, apoyaban la política del gobierno y creían que los africanos tenían que ser deportados. Según diversas encuestas, tal sentimiento estaba generalizado.

En segundo lugar, las personas que opinaban sin dudar que a los africanos se les debía admitir en Gran Bretaña y mantenerles momentáneamente con tanta caridad como fuera posible hasta que su capacidad para integrarse de un modo normal en nuestra sociedad se hubiese desarrollado plenamente.

En tercer lugar, las personas que no se preocupaban de que los africanos desembarcaran o no, en tanto ellas mismas no resultaran directamente afectadas.

La aparente apatía de este tercer grupo me disgustaba, pero luego comprendí que, por mi falta de compromiso en general, yo debía ser incluido en él.

Puse en duda mi postura moral. Pese a que mi inclinación era permanecer imparcial —en esta época tenía una aventura con una mujer y ella ocupaba buena parte de mis pensamientos— esta conciencia de mi aislamiento fue la que me convenció de que tenía que unirme a la sociedad pro africanos del colegio.

El clima político y social no era sensible al tipo de juicios morales que debían formularse.

Poco después de la segunda elección el gobierno de Tregarth presentó gran parte de la nueva legislación que había prometido en su campaña. La policía dispuso de poderes más amplios para el allanamiento de morada y la detención y los elementos que ciertos ministros de Tregarth describían como subversivos fueron tratados con más rigor. La policía controló estrechamente las manifestaciones públicas por cualquier problema político y se otorgó a las fuerzas armadas la facultad de colaborar en el mantenimiento de la paz.

Cuando el continuo arribo de los buques procedentes de África a las costas británicas ya se hizo insostenible, el problema ya no pudo ser ignorado por más tiempo.

Después de la primera oleada de desembarcos el gobierno advirtió que en adelante se evitaría el desembarco ilegal de emigrantes, por la fuerza si era preciso. Esto condujo directamente al incidente de Dorset, donde el ejército hizo frente a dos barcos repletos de africanos. Miles de personas habían llegado a Dorset desde todas las regiones de la nación para presenciar el desembarco y el resultado fue un enfrentamiento entre el ejército y el público. Los africanos desembarcaron.

Tras de esto, la advertencia del gobierno fue modificada al efecto de que los emigrantes africanos capturados recibirían adecuado tratamiento hospitalario y luego serían deportados.

Mientras tanto, la polarización de actitudes se aceleró por el suministro ilegal de armas a los africanos. Conforme su presencia fue convirtiéndose en una amenaza militar, más profundas se hicieron las divisiones en el seno de la nación.

La vida privada de todo habitante de las regiones directamente afectadas —y de numerosas zonas alejadas de la insurrección— se orientó por completo en torno al problema inmediato. La policía se dividió, igual que el ejército y la fuerza aérea. La armada permaneció leal al gobierno. Al desembarcar un destacamento de infantes de marina estadounidenses para actuar en calidad de asesor del que había sido denominado bando nacionalista, y cuando las Naciones Unidas destacaron una fuerza para mantener la paz, el aspecto militar de la situación quedó determinado.

Para entonces, era imposible afirmar que una sola persona no estuviera comprometida.

—Dicen que vamos al campamento de Augustin.

El hombre que marchaba a mi lado miraba al frente.

—A maldita hora…

—Lo has echado de menos, entonces?

—Déjame en paz, ¿quieres?

Yo no dije nada, sino que les dejé prolongar la interacción de ideas hasta su lógica conclusión. En la última semana había esto o conversaciones similares en docenas de ocasiones.

—Fue Lateef el que lo decidió. Los otros no querían moverse.

—Lo sé. El bueno de Lat.

—El también lo echa de menos.

—¿Se llevaron una mujer suya? El nunca lo menciona…

—Sí. Dicen que jodía a escondidas con la mujer de Olderton.

—No lo creo.

—Es un hecho.

—¿Y qué dice Olderton, entonces?

—Nunca se enteró de nada.

El otro hombre se rió.

—Tienes razón, lo he echado de menos.

—Igual que todos, ¿no?

Ambos se echaron a reír en aquel momento, cloqueando como dos viejas en el sobrenatural y frío silencio de la campiña.

Dormimos aquella noche al aire libre y por la mañana tuvimos la suerte de encontrar una tienda todavía abierta que nos vendió un buen lote de equipo para acampar, a precios normales. En este punto aún no habíamos formulado un plan serio, aparte de reconocer que debíamos llegar a Bristol en cuanto tuviéramos la primera oportunidad.

Caminamos todo aquel día y de nuevo dormimos al aire libre, aunque en esta ocasión con el equipo. Llovió durante la noche, pero estuvimos protegidos adecuadamente. A pesar de lo que al principio nos parecieron grandes dificultades, nuestro ánimo se mantuvo bueno; no obstante, cuando escuché por casualidad a Isobel, que hablaba con Sally poco antes de que la muchacha se quedara dormida, detecté en su tono un notable rasgo de falso optimismo.

Por lo que a mí concernía, estaba atravesando lo que posteriormente sabría que era una fase temporal de buen humor genuino. Tan paradójico como esto pueda parecer, la relativa libertad que gozábamos en aquel momento, en una época en que la ley marcial en las ciudades imponía restricciones insoportables a gran parte de la población, servía para compensar todos los demás hechos tales como haber perdido prácticamente la totalidad de nuestras pertenencias, carecer de hogar y ver muy alejadas las posibilidades de llegar a Bristol.

Encontramos un tramo boscoso y durante algunos días acampamos allí. Fue entonces cuando nuestro humor se deprimió.

Para conseguir comida visitábamos un pueblo cercano donde nos vendían sin problemas todo lo que queríamos. Pero a finales de semana, cuando un destacamento de fuerzas africanas atacó el pueblo y como resultado los habitantes levantaron barricadas, aquel suministro quedó cortado para nosotros.

Decidimos seguir caminando y viajamos a campo traviesa en dirección sur. Poco a poco me fui dando cuenta del mudo resentimiento de Isobel por lo que nos sucedía, y así me encontré compitiendo con ella por la aprobación de Sally, convertida de ese modo en instrumento de nuestro conflicto (como de hecho había sido siempre), que por esto sufría considerablemente.

El día posterior al que mojamos nuestro equipo y posesiones en la travesía del río, el conflicto llegó a su punto crítico.

Por entonces nos hallábamos desconectados del resto del mundo. Las pilas de la radio se habían ido agotando y el agua había dañado el aparato sin ninguna posibilidad de reparación. Mientras Isobel y Sally extendían nuestras ropas y equipo para que se secaran al sol, me escabullí y traté de condensar mis conocimientos en algo que me permitiera planear nuestras próximas acciones.

Lo único que sabíamos era que nos encontrábamos en graves dificultades y que nuestros problemas se agravaban por la situación que nos rodeaba. Aunque conocíamos demasiado bien el alcance de nuestras dificultades, habríamos estado mejor preparados para enfrentarlas de haber podido saber el estado actual de la situación política.

(Mucho después me enteré de que en esa época hubo un programa benéfico en gran escala iniciado por la Cruz Roja y las Naciones Unidas, que pretendió rehabilitar a todas las personas que, como nosotros, habían sido desposeídas por la contienda. Resultó que este empeño tuvo un fin aciago, puesto que con el empeoramiento del conflicto ambas organizaciones quedaron desacreditadas en la mente del público y su trabajo fue usado por todos los bandos participantes como arma táctica, política o social contra los demás. El resultado fue una enorme desconfianza en todas las organizaciones benéficas y, en su momento, su función se convirtió en la tarea superficial de conservar las apariencias.)

Resultaba difícil reconciliarnos con las normas de existencia que en aquel momento debíamos aceptar.

Me encontré considerando la situación como predeterminada. Puesto que, en la medida en que nuestro matrimonio se había convertido en simple conveniencia social, mi actitud hacia Isobel se había resuelto por sí sola. En tanto que estuvimos viviendo en nuestro hogar pudimos pasar por alto el hecho de que nuestra relación era hipócrita y que la situación política de aquel período ejercía un efecto sobre nosotros.

Y como la situación política había variado tanto nuestra forma de vida, ya no podíamos seguir fingiendo.

En los pocos minutos que estuve solo, vi con penetrante claridad que nuestro matrimonio había alcanzado su término y que había llegado el momento de abandonar el fingimiento. Consideraciones prácticas trataron de inmiscuirse, pero las ignoré.

Isobel podía valerse por sí misma, o entregarse a la policía. Sally podía venir conmigo; regresaríamos a Londres y entonces decidiríamos qué hacer a continuación.

Fue una de las pocas ocasiones en mi vida en que yo tomé una decisión positiva por mí mismo, y una decisión que no me complacía. Los recuerdos —excelentes recuerdos— de lo sucedido anteriormente me frenaban. Pero todavía conservaba en mi costado las magulladuras de la bota del policía, que sirvieron para recordarme la verdadera naturaleza de nuestras vidas.

El pasado se había alejado de nosotros e igual sucedía con el presente. Esos momentos pasados con Isobel, cuando yo había pensado que una vez más podríamos idear una forma de vivir juntos, se me presentaron como falsedades. El arrepentimiento no existía.

Debíamos llegar al campamento de Augustin al día siguiente, pero aquella noche no tuvimos más remedio que dormir en un campo. A ninguno de nosotros le gustaba reposar al aire libre; preferíamos buscar casas o alquerías abandonadas. Nunca me había resultado fácil acomodarme en un suelo duro y expuesto al frío. Además, alrededor de la medianoche descubrimos que habíamos acampado a menos de kilómetro y medio de un enclave antiaéreo. Los cañones abrieron fuego varias veces y, pese a que en dos ocasiones usaron reflectores, no logramos distinguir a qué blanco disparaban.

Seguimos caminando con la primera luz del día, todos nosotros helados, irritables y fatigados. A ocho kilómetros del campamento de Augustin fuimos detenidos por una patrulla de infantes de marina estadounidenses, y cacheados. Fue un acto rutinario, mecánico, y concluyó en diez minutos.

Más serenos, perdida nuestra locuaz irritabilidad en favor del habitual silencio contemplativo, llegamos a las proximidades del campamento de Augustin hacia el mediodía.

Lateef nos destacó, a mí y otros dos, para que fuéramos delante y comprobáramos que el campamento seguía allí. Todo lo que teníamos a manera de orientación eran algunas coordenadas de Topografía Artillera que nos habían pasado a través de la red de refugiados. Aunque no teníamos motivo para dudar de esta información —la red era la única forma fiable de divulgación de noticias—, era posible que uno u otro de los grupos militares la hubiera utilizado. En cualquier caso, era esencial asegurar que en el tiempo que permaneciéramos allí no interrumpiéramos a nadie ni fuéramos interrumpidos.

Mientras Lateef se aplicaba en los preparativos de una comida, iniciamos el avance.

Resultó que las coordenadas coincidían con un campo antes dedicado al cultivo. Fue obvio que había estado en barbecho durante más de un año, ya que se hallaba cubierto de exuberante hierba y maleza. Aunque había varios signos de ocupación humana —una letrina en un rincón, numerosos pedazos de tierra desnuda en la hierba, un vaciadero de basura, llagas abrasadas donde habían estado las hogueras, el campo estaba vacío.

Lo examinamos en silencio durante algunos minutos, hasta que uno de los hombres encontró un fragmento de cartón blanco en el interior de una bolsa que estaba debajo de un pequeño montón de piedras. El cartón decía Augustin's y contenía otras coordenadas. Consultamos el mapa y descubrimos que el lugar se hallaba a un kilómetro de allí.

El nuevo campamento estaba en un bosque y lo encontramos con relativa facilidad. Se componía de varias tiendas de diversos tamaños, desde toscas lonas que sólo podían albergar a una o dos personas, hasta tiendas de campaña de tamaño medio del tipo que a veces se encuentra en los circos. Todo el campamento estaba cercado con soga, excepto en una parte donde se había levantado una gran tienda. Todo aquel que deseara entrar se vería obligado así a pasar por esa tienda.

Sobre la entrada había fijado un letrero, rudamente pintado sobre lo que en otro tiempo había sido una sábana o mantel: AUGUSTIN. Debajo de este nombre había escrito: JODE A UNA NEGRA POR UN ARMA. Entramos.

Un muchacho estaba sentado detrás de una mesa apoyada en caballetes. Yo le dije:

—¿Está aquí Augustin?

—Está ocupado.

—¿Demasiado ocupado para vernos?

—¿Cuántos?

Dije al muchacho cuántos hombres había en nuestro grupo. Salió de la tienda y atravesó el campamento. Poco después, el mismo Augustin vino a nuestro encuentro. Pocos refugiados saben la nacionalidad de Augustin. No es británico.

—¿Tienes hombres? —me preguntó.

—Sí.

—¿Cuándo vendrán?

Le contesté que dentro de una hora. El miró su reloj. —Bien. Pero, ¿os iréis a las seis? Accedimos a esto.

—Tenemos más por la noche —explicó—. ¿De acuerdo? Asentimos de nuevo y luego regresamos a nuestro campamento temporal, donde Lateef y los demás nos aguardaban.

Me vino a la mente que si les decíamos dónde estaba Augustin, los otros no nos esperarían y en consecuencia nuestra oportunidad quedaría limitada. Así pues, nos negamos a divulgar la localización exacta y dijimos que el campamento se había trasladado. Cuando quedó claro que no íbamos a explicar nada más, nos dieron la comida.

Después de comer guiamos a los otros hasta el campamento de Augustin.

Lateef entró en la tienda conmigo y los otros dos hombres. El resto se apiñó detrás de nosotros o aguardó fuera. Observé que Augustin, en el tiempo que habíamos tardado, había aseado su aspecto y colocado una valla de madera frente a la puerta interior de la tienda para evitar que la atravesáramos directamente.

Augustin se encontraba sentado detrás de la improvisada mesa. A su lado había una mujer blanca de elevada estatura, con largos cabellos negros y notables ojos azules. Ella nos miró con lo que yo consideré era desprecio.

—¿Cuánto ofrecéis? —preguntó Augustin.

—¿Cuánto quieres? —dijo Lateef.

—Nada de comida.

—Comida es lo mejor que podemos ofrecerte.

—Nada de comida. Queremos rifles. O mujeres.

—Tenemos carne fresca —dijo Lateef—. Y chocolate. Y un montón de latas de fruta.

Augustin trató de mostrarse disgustado, pero advertí que era incapaz de resistirse a aceptar nuestras ofertas.

—Bien. ¿Rifles?

—No.

—¿Mujeres?

Lateef le explicó, sin mencionar el secuestro, que no teníamos mujeres. Augustin escupió en la superficie de la mesa.

—¿Cuántos esclavos negros?

—No tenemos ninguno.

Yo había esperado que Augustin no creyera esto. Lateef me había dicho en cierta ocasión que en su última visita, cuando Augustin se encontraba de un talante más efusivo, éste le había confiado que “sabía” que todos los grupos de refugiados tenían varios negros como esclavos o rehenes. A despecho del problema moral, el simple hecho práctico de los constantes cacheos e interrogatorios habría imposibilitado tal cosa. En cualquier caso, Augustin pareció aceptar nuestra palabra en aquel momento.

—Bueno. ¿Qué comida?

Lateef le entregó una hoja de papel que contenía una lista de provisiones que nosotros estaríamos dispuestos a compartir. La mujer se la leyó.

—Nada de carne. Tenemos bastante. Se pudre muy deprisa. Más chocolate.

Al fin se acordó el trueque. Sabiendo lo que se había tenido que pagar en el pasado, comprendí que Lateef había cerrado un buen trato. Yo había esperado que se viera forzado a pagar mucho más. Quizá, pese a la actitud fanfarrona de Augustin, su excedente de comida no fuera tan grande como él pretendía y estuviera sufriendo penurias en otros respectos. Se me ocurrió preguntarme en torno a su insistencia en las armas.

Salimos de la tienda en dirección a donde estaban nuestros carros de mano y descargamos las cantidades de alimento acordadas. Completada la parte financiera, fuimos conducidos a través de la tienda hasta un pequeño claro. Augustin nos exhibió orgullosamente sus mercancías.

Había aproximadamente tres veces tantos hombres como mujeres disponibles. Convinimos en comportarnos de una forma razonable y nos dividimos en tres grupos. Luego echamos a suertes el orden en que iríamos con las chicas. Yo formaba parte del grupo que ganó el primer lugar de los tres. Mientras los otros esperaban, nos acercamos a la hilera de mujeres, que estaban de pie, aguardándonos, como soldados listos para la inspección.

Todas las muchachas eran negras. Daba la impresión de que habían sido seleccionadas por el mismo Augustin, ya que su aspecto era similar: altas, de senos prominentes y amplias caderas. Sus edades iban desde las vigorosamente maduras de algunas hasta la de una muchacha que, era obvio, no llegaba a los quince años.

Elegí a una mujer joven de unos veinticinco años. Cuando le hablé, me mostró los dientes como si yo fuera un inspector sanitario.

Después de algunas palabras ella me condujo fuera del claro hasta una pequeña tienda en el mismo borde del campamento. Había poco espacio en el interior, por lo que ella se quitó la ropa fuera. Mientras lo hacía, observé las otras tiendas a mi alrededor y vi que las demás mujeres estaban desnudándose afuera de modo parecido. Cuando la mía estuvo desnuda, se metió dentro. Me saqué los pantalones y los puse en el suelo, cerca de donde ella había dejado su ropa. La seguí al interior.

Estaba acostada en una tosca cama formada por varias mantas viejas extendidas en el suelo. En la tienda no había laterales y si la mujer hubiera sido unos centímetros más alta, tanto su cabeza como sus pies habrían sobresalido.

Al entrar, la visión del cuerpo femenino, desnudo y desplegado, me excitó. Me arrastré hasta sus piernas y me puse encima de ella. Pasé mi mano izquierda entre nuestros cuerpos, acaricié primero su seno derecho y luego apreté la frágil cresta de pelo negro.

Al principio me apoyé en mi mano derecha; después, cuando ella pasó sus brazos en torno de mí, dejé que la mano descansara junto a su cuerpo. Al penetrarla sentí a su lado la fría dureza de algo metálico. Esforzándome en no mostrar mi conciencia de ello, exploré con mis dedos hasta el límite de mi atrevimiento y, finalmente, concluí en que lo que yo tocaba era el gatillo y el guardamonte de un rifle.

Mientras copulábamos me las arreglé para apartar el arma hacia el borde de la tienda. Me dejó bastante satisfecho la discreción de mis movimientos en esta maniobra, puesto que ella no dio señales de advertirlos. Finalmente, el rifle quedó a unos treinta centímetros de nosotros, todavía cubierto en parte por las mantas.

Mi preocupación por la presencia del arma había menguado mi deseo sexual y descubrí que mi erección no era tan fuerte, aun cuando había continuado moviéndome encima de la mujer. Volví mi atención a ella y su cuerpo. A causa de lo sucedido necesité más tiempo del normal para llegar al clímax y, al acabar, ambos sudábamos en abundancia.

Después nos vestimos y regresamos al claro. De los impúdicos comentarios de los otros hombres deduje que habíamos tardado más que el resto. Mi chica se puso en fila con las otras, intervino el segundo grupo y realizaron sus selecciones. Conforme iban avanzando por parejas hacia las tiendas más distantes, caminé por entre los del tercer grupo, atravesé la tienda con la mesa de caballetes a la que Augustin y su mujer estaban sentados en animada conversación y salí al lugar donde habíamos dejado los carros de mano.

Continué caminando hacia los árboles.

A veinte metros de distancia me volví y miré hacia atrás. Augustin me observaba recelosamente desde su tienda. Hice un sucio gesto para señalar mis entrepiernas e indicarle así que iba a orinar, y él agitó sus manos. Seguí andando.

Cuando me hallé fuera de la vista del campamento di media vuelta y anduve en un amplio círculo, manteniendo las tiendas a mi izquierda. Al cabo de un rato me encaminé de nuevo hacia el campamento y me acerqué cautelosamente a uno de sus lados. Nadie me vio.

Usando como escondrijo todo árbol y matorral disponible, me desplacé hasta quedar enfrente de la tienda donde había estado. Asegurándome de nuevo de no ser observado, me arrastré hacia ella empleando manos y rodillas. Me puse junto a la tienda apoyado en mi estómago, la soga del linde directamente encima de mí.

En el interior, el hombre insultaba a la mujer, maldecía y blasfemaba contra la raza negra y vertía expresiones excrementicias sobre el color de la piel de la muchacha. Ella replicaba con gemidos de pasión.

Deslicé mi mano bajo la tela de la tienda, encontré el rifle y lo agarré. Con una lentitud que casi me aterró, lo saqué fuera y busqué el abrigo de los árboles. Escondí el rifle en las exuberantes zarzas de un espino y luego regresé al campamento.

Al pasar junto a Augustin, éste hizo un comentario vulgar sobre la orina. Estaba comiendo el chocolate. En su barbilla había manchas marrones y grasientas.

Con el cierre del colegio me encontré en la segunda crisis financiera más importante de mi vida. Durante algún tiempo vivimos de nuestros ahorros, pero al cabo de un mes fue evidente que debía encontrar una ocupación alternativa. Pese a que telefoneé a la sección administrativa del colegio en varias ocasiones, raramente logré obtener una respuesta y menos todavía una solución satisfactoria al apuro. Entretanto, me apliqué a la tarea de obtener empleo.

Hay que comprender que en esa época la nación atravesaba una fase de extrema dificultad económica. Se consideraba que la política comercial que el gobierno de John Tregarth había llevado a la práctica por vez primera estaba dando malos resultados, si es que daba alguno. En consecuencia, la balanza de pagos fue haciéndose cada vez más desfavorable y un número creciente de individuos fue forzado al paro. Al principio, confiando en mí mismo y en mi título de profesor de historia inglesa, recorrí los despachos de las editoriales con la pretensión de lograr algún cargo temporal como editor o consejero. Pronto me desilusioné, al descubrir que el mundo de los libros, igual que prácticamente todos los demás, reducía gastos y personal a la primera oportunidad. Con una secuencia, similarmente global, de cabezas que negaban tristemente, averigüé que el camino hacia alguna forma de trabajo de oficina se encontraba también interceptado. El trabajo manual, en conjunto, estaba fuera de lugar: la mano de obra industrial había sido regida por los sindicatos a partir de la mitad de la década de los setenta.

En este período me deprimí en extremo y recurrí a la ayuda de mi padre. Aunque ya estaba jubilado, había sido director gerente de una pequeña cadena de empresas y todavía disponía de cierta influencia. A ninguno de los dos nos importó el breve contacto a que esto nos llevó, ya que durante varios años no nos habíamos comunicado como no fuera de un modo formal y cortés. Pese a que él sólo logró obtener para mí un puesto insignificante en una empresa de tejidos, jamás encontré una forma de expresar toda mi gratitud. Al fallecer pocos meses después, traté en vano de sentir algo más que unos cuantos minutos de pesar.

Resueltos los aspectos más inmediatos de la crisis financiera personal, volví mi atención al desarrollo que se producía en la escena nacional. No había signo alguno de un alto en la marcha de los acontecimientos que estaban descomponiendo el estado de cosas que yo me empeñaba en creer normal. Fue de gran significación para mí que el gobierno hubiera cerrado el colegio. Aunque al principio se produjo una protesta pública por la forma supuestamente arbitraria en que se trataba a las universidades, el interés popular no tardó en pasar a otros asuntos.

No trataré de explicar los detalles de mi trabajo en la empresa de tejidos. En pocas palabras, mis tareas incluían el cortar ciertos tipos y colores de tela a unas medidas determinadas, asegurar que eran etiquetadas y empaquetadas correctamente y seguir todos los lotes hasta el punto de envío.

Al cabo de una semana había memo rizado todos los detalles relevantes y a partir de ahí el trabajo degeneró en una rutina absurda que yo ejecuté por la mera utilidad del dinero que me proporcionaba.

Dije a Isobel:

—Quiero hablar contigo. Ven aquí un minuto.

—Yo también quiero hablar contigo.

Dejamos a Sally junto a las tiendas de campaña y volvimos al lugar donde yo había estado antes. Nos miramos mutuamente, incómodos ante la presencia del otro. Me di cuenta de que ésta había sido la primera vez que me encontraba realmente a solas con mi mujer desde hacía varios días, si no semanas. Este pensamiento me llevó a recordar que no habíamos tenido relaciones sexuales durante más de tres meses.

Intenté no mirarla.

—Alan, tenemos que hacer algo —dijo ella—. No podemos seguir así. Me aterroriza lo que va a suceder. Deberíamos regresar a Londres. A Sally no le conviene esto.

—No sé qué hacer —dije—. No podemos volver, no podemos llegar hasta Bristol. Todo lo que podemos hacer es esperar.

—Pero, ¿esperar qué?

—¿Cómo puedo saberlo? A que las cosas se calmen de nuevo. Conoces la situación tan bien como yo.

—¿Has pensado cómo repercute todo esto en Sally? ¿La has tenido en cuenta últimamente? ¿Has pensado cómo repercute todo esto en mi?

—Sé cómo repercute en todos nosotros.

—¡Y no haces una maldita cosa para arreglarlo!

—Si tienes alguna sugerencia útil…

—Robar un coche. Matar a alguien. ¡Hacer algo! ¡Salir de este maldito campo y volver a una vida decente! Tiene que haber alguna parte adonde poder ir. Todo iría bien en Bristol. O podríamos regresar a aquel campamento… Estoy segura de que nos aceptarían si vieran a Sally.

¿Es que a Sally le ocurre algo?

—Nada que tú hayas notado.

—¿Qué quieres decir?

Isobel no respondió, pero creí captar su intención; era su forma de utilizar a Sally en mi contra.

—Sé razonable —dije—. No puedes esperar que yo resuelva todo. Ni tú ni yo podemos hacer nada. Si fuera posible, lo haríamos.

—Debe haber algo. Es imposible que vivamos para siempre en el campo de alguien.

—Mira, la campiña se halla en un infierno de nación, no sé qué está pasando y dudo de que lo supiéramos si nos encontráramos en Londres. Hay policías en todas las carreteras de primer orden, tropas en las poblaciones principales. No hay periódicos, no podemos escuchar la radio. Todo lo que sugiero es que nos quedemos donde estamos tanto tiempo como sea preciso, hasta que las cosas mejoren. Incluso si tuviéramos un coche, probablemente no nos permitirían conducirlo. ¿Cuánto tiempo hace que no vemos uno en la carretera?

Isobel se desató en lágrimas. Traté de consolarla, pero ella me echó a un lado. Permanecí junto a ella, aguardando a que se calmara. Estaba empezando a confundirme. Cuando había pensado lo que iba a decirle, todo me parecía tan simple…

Mientras lloraba, Isobel se alejó de mí y me dio un empujón cuando intenté forzarla a que se quedara allí. Y vi a Sally, al otro lado del campo, que miraba en dirección a nosotros.

En cuanto Isobel dejó de llorar, le pregunté:

—¿Qué es lo que más deseas?

—Es absurdo decírtelo.

—Sí, es absurdo.

Mi mujer se alzó de hombros desesperadamente. —Pues…, que volviésemos a estar igual que antes de todo —¿Viviendo en Southgate? ¿Con todas aquellas trifulcas?

—Y contigo fuera de casa hasta cualquier hora de la noche, acostado con alguna putilla.

Isobel había descubierto mis aventuras amorosas desde hacía dos años o más. Ella ya no poseía la habilidad de fastidiarme con tales argumentos.

—¿Preferirías aquello a esto? ¿De verdad? Piénsalo bien, ¿quieres?

—Lo he pensado —dijo ella.

—Y piensa en todo lo demás de nuestro matrimonio. ¿Desearías honradamente volver a estar igual?

Yo había meditado el problema, tenía mi propia respuesta. Nuestro matrimonio estaba acabado antes de empezar.

—Cualquier cosa, antes que esto…

—Eso no es respuesta, Isobel.

Consideré otra vez si debía o no decir a Isobel qué era lo que yo había decidido. Por más duro que me pareciera ante el actual estado mental de mi esposa, mi decisión ofrecía una alternativa a una situación que ambos detestábamos. Aunque ella quisiera retroceder y yo fuera a seguir adelante, ¿veíamos acaso alguna razón fundamental para ello?

—Muy bien —dijo ella—. A ver qué opinas de esto. Nos separaremos. Tú vuelves a Londres y tratas de encontrar algún sitio para vivir todos. Yo me quedaré con Sally y procuraremos llegar a Bristol. Nos quedaremos allí hasta que sepamos algo de ti.

—No —dije al instante—. Absolutamente no. No dejaré que te lleves a Sally. No confío en ti.

—¿Qué estás diciendo? Soy su madre, ¿no es cierto?

—Eso no implica aptitud total.

Durante algunos instantes vi un odio genuino en el rostro de Isobel y aparté la mirada. Mi infidelidad con Isobel en el pasado había sido una reacción negativa para lograr apartarme de ella, más bien que una tendencia definida hacia otra persona en busca de algo que mi mujer no podía darme. Había sido el resultado de mi insuficiencia para enfrentarme a la realidad de nuestro matrimonio, en lugar de una conciencia constructiva de ciertas deficiencias en la relación mutua. Aunque yo sabía que nuestra vida sexual, en general desafortunada y que había partido de algún problema psicológico por parte de Isobel, era una de las causas fundamentales, tampoco era ya la única razón; la complejidad de nuestro fracaso me impedía tratar el problema. Mis motivos personales eran sospechosos. Así, al provocar el patente odio de Isobel, me quedé desconcertado.

—Eso es lo que quiero —dijo ella—. Eres claramente incapaz de ofrecer una alternativa.

—Tengo una sugerencia.

—¿De qué se trata?

Y lo expliqué. Dije que yo me quedaba con Sally y que ella debía ir a Bristol sola. Le ofrecí la mayor parte del dinero que nos quedaba y todo el equipo que deseara. Cuando Isobel me preguntó por qué quería hacer esto, le expuse mi anterior concepción sin transigir. Dije, tan bruscamente como me fue posible, que nuestro matrimonio estaba acabado como tal, que la desorganización social no había hecho más que transformar la situación en una forma más reconocible. Le aseguré que, si persistía en pensar que podíamos empezar de nuevo, se estaba engañando a sí misma, y que cuando las cosas se asentaran obtendríamos el divorcio y Sally recibiría protección legal.

Isobel se limitó a decir:

—No lo sé.

Y se alejó.

Examiné el rifle a la primera oportunidad y descubrí que era del tipo para el que teníamos municiones. Las tenía Lateef, así que yo estaba obligado a revelarle que me había hecho con un rifle.

Lateef ya tenía las municiones cuando me uní a su grupo y yo no tenía idea de dónde habían salido. Hablando conmigo a solas me explicó que poseía doce cartuchos apropiados para mi rifle, pero me advirtió que debía desembarazarme del arma inmediatamente en interés de todos. Cuando le pregunté el motivo, me dijo haber oído que se había invocado la pena de muerte por el uso sin licencia de armas de fuego.

De lo que dijo saqué la conclusión de que sentía envidia de que yo hubiera hecho tal hallazgo.

Argüí la necesidad de protección, que si hubiéramos estado armados antes tal vez habríamos podido defender a las mujeres. Hice la observación de que las atrocidades contra refugiados iban en aumento y que ya no había fuerza organizada en que poder confiar.

Lateef replicó a mis argumentos apuntando la creciente frecuencia de interrogatorios y que, hasta la fecha, habíamos logrado eludir la violencia personal contra nosotros mismos, en tanto que otros grupos de refugiados habían sufrido palizas, encarcelamientos y ultrajes a manos de fuerzas militares.

Su punto de vista era que esto se debía a que nosotros nos hallábamos manifiestamente indefensos.

Le contesté que estaba preparado a aceptar todas y cada una de las consecuencias si me cogían en posesión del rifle; que si nos detenían para interrogarnos lo ocultaría al instante y que si me capturaban llevando o usando el rifle absolvería al resto del grupo de encubrimiento o complicidad.

Lateef pareció satisfecho de mi compromiso, que eliminaba efectivamente toda desventaja para él o los demás, y a su debido tiempo me entregó la munición.

Desarmé el rifle, lo limpié y lubriqué y aprendí a ajustar la mira. No deseando desperdiciar una sola bala, o llamar la atención sobre el grupo por el sonido de la detonación, no lo disparé. Un hombre de nuestro grupo que sabía algo de rifles me dijo que mi arma era potente y precisa y que debía usarla con discreción.

En los días siguientes aprecié que se había producido un cambio sutil de intensidad en la forma en que el grupo se organizaba.

Llegué al pueblo a primeras horas de la tarde, mientras los preparativos de las festividades del día se hallaban en sus últimas etapas. La plaza del centro de la población había sido desalojada de automóviles y la gente paseaba por el espacio abierto como inconsciente de que en los días normales el lugar se encontrara atestado con el tráfico que pasaba hacia la costa.

La mayoría de las tiendas de la plaza había dispuesto mostradores frente a sus escaparates y llenado de artículos los primeros. Varios hombres trabajaban en lo alto de escaleras, poniendo banderas de adorno de lado a lado de las calles. Casi todos los salientes de las ventanas estaban decorados con un ramo de flores.

En la parte ancha de la plaza, frente al ayuntamiento, había una pequeña feria formada por un tiovivo, un tobogán gigante, una hilera de columpios y varios puestos de juegos.

Mientras aguardaba fuera de mi hotel, un gran autocar se detuvo en una calle cercana y del vehículo salieron cincuenta o sesenta pasajeros que entraron en tropel en un restaurante de imitado estilo Tudor sito en el extremo opuesto de la plaza. Esperé a que el último de ellos estuviera dentro y después caminé en dirección opuesta hasta que salí del centro de la población y llegué a las calles residenciales.

Cuando regresé, la fiesta se hallaba en pleno funcionamiento.

Avisté por primera vez a la chica cuando ella se encontraba junto a un puesto de bolsos en la parte exterior de una tienda de artículos de cuero. La moda femenina de aquella época era vestir ropa fabricada con un material muy liviano y faldas varios centímetros por encima de la rodilla. Ella iba vestida de azul pálido y llevaba suelto su largo cabello. Me pareció muy hermosa. Cuando crucé la plaza en dirección a ella, la chica siguió andando y se perdió entre la multitud. Aguardé junto a la tienda de bolsos, confiando en volver a ponerle la vista encima, pero me fue imposible. Al cabo de algunos minutos cambié de posición y permanecí en el estrecho pasillo que discurría entre la galería de tiro al blanco y el puesto donde había que derribar los cocos.

Regresé a mi hotel al cabo de una hora y pedí un café. Más tarde volví a la plaza y vi el perfil de la chica recortado contra el lateral de uno de los camiones que transportaba el material de la feria. Ella estaba paseando en ángulo recto respecto de mi línea de visión y miraba al suelo pensativamente. Llegó a las escaleras exteriores del ayuntamiento y las subió. Cuando estuvo arriba se volvió y me miró. Nos observamos mutuamente de un lado a otro de la plaza. Anduve hacia ella.

Alcancé la parte inferior de las escaleras y la chica dio media vuelta y entró en el edificio. No deseando seguirla, subí hasta donde ella había estado y miré hacia el interior del inmueble. Detrás de mí, oí una abrupta explosión y un chillido, y el sonido de diversas personas que gritaban. No me volví. Durante dos minutos la plaza bulló con los ruidos de los gritos y la música. Finalmente, alguien pensó en desconectar la música que era retransmitida a la plaza, y se hizo silencio. Una mujer sollozaba en alguna parte.

Sólo cuando llegó la ambulancia me volví para mirar la plaza y vi que había sucedido un accidente en el tiovivo. Un niño pequeño estaba atrapado por las piernas entre la plataforma y el motor central.

Esperé a que el niño fuera liberado. Los hombres de la ambulancia no parecían saber cómo proceder. Por fin, llegó un coche de bomberos y tres hombres, usando una sierra eléctrica, cortaron la madera de la plataforma y liberaron las piernas del niño. El muchacho estaba inconsciente. Cuando se alejó la ambulancia y la música empezó a sonar de nuevo, me di cuenta de que la chica estaba a mi lado. La cogí de la mano y la llevé lejos del centro, por las calles que yo había recorrido antes.

Su belleza me arrebató la facultad para conversar fácilmente. Quise halagarla e impresionarla, pero las palabras adecuadas no brotaban.

Regresamos a mi hotel a últimas horas de la tarde y la invité a cenar. La muchacha se aturdió cuando terminamos de cenar y me dijo que debía marcharse. La acompañé hasta la puerta del hotel, pero ya no me dejó escoltarla más. Entré en la sala del hotel y vi televisión el resto de la noche.

A la mañana siguiente compré un periódico y supe que el niño había muerto camino del hospital. Tiré el periódico.

Había acordado encontrarme con Isobel por la tarde y hasta entonces tuve con que distraerme. Buena parte de la mañana contemplé a los hombres que desmantelaban los artefactos de la feria y los cargaban en los camiones. La plaza quedó vacía de equipo hacia el mediodía y la policía permitió el paso al tráfico normal.

Después de comer en el hotel pedí prestada la motocicleta de un amigo y me dirigí con ella hacia la calle principal. Ella vestía de nuevo su vestido azul pálido, tal como yo le había pedido. Paseamos otra vez, en esta ocasión saliendo de la población y encontrando varios caminos a través del campo.

Quise hacer el amor con ella, pero no me lo permitió.

De vuelta al pueblo nos sorprendió una tormenta de verano que nos mojó de pies a cabeza. Había planeado invitarla a otra cena en el hotel, pero en lugar de eso fuimos a su casa con el coche de un amigo. Ella no me dejó entrar. En vez de eso, prometí regresar a la población en el transcurso de la semana siguiente. Ella accedió a verme entonces.

Al entrar en el vestíbulo del hotel uno de los porteros me dijo que la madre del niño se había suicidado por la tarde. Había sido ella, según el portero, la que había animado al niño a permanecer en el tiovivo mientras éste giraba. Discutimos la tragedia un rato y luego cené en el restaurante del hotel. Después fui al cine local y vi un programa doble de horror. En el descanso advertí que Isobel estaba sentada unas cuantas filas delante de mí, besándose con un joven que tenía aproximadamente su misma edad. Ella no me vio. Inmediatamente salí de allí y por la mañana regresé a Londres.

En el pueblo descubrí un transistor. Las pilas estaban gastadas. Las saqué de la parte trasera de la radio y las calenté lentamente la siguiente ocasión que me encontré cerca de una hoguera. Mientras aún estaban calientes, las puse de nuevo en el aparato y lo conecté.

En aquella época la BBC emitía sólo por una longitud de onda, intercalando partes de noticias entre largas sesiones de música ligera. Aunque escuché hasta que se agotaron las pilas, dos horas más tarde, no oí boletín alguno en torno a la contienda, la situación de los refugiados o cualquier otro tema político. Supe que se había producido un accidente aéreo en América del Sur.

La siguiente ocasión que tuve pilas para la radio, el único canal que logré sintonizar fue Radio Paz…, que emitía desde un buque de mineral de hierro anclado frente a la isla de Wight. La programación se limitaba a prolongadas sesiones de rezo, lecturas bíblicas e himnos.

Otra vez estábamos quedándonos sin comida y Lateef tomó la decisión de acercarnos a un pueblo cercano y hacer un trueque. Consultamos nuestros mapas.

La experiencia nos había enseñado que era una buena política, en general, evitar todo pueblo o ciudad con más de mil habitantes o situados cerca de una carretera de primer orden. Habíamos descubierto que un alto porcentaje de tales lugares se hallaba ocupado por un bando u otro y sujetos a la ley marcial tanto en la práctica como en teoría, o de lo contrario mantenía alguna pequeña guarnición o campamento. Como tal cosa eliminaba de nuestra esfera de acción la mayoría de poblaciones y pueblos, estábamos obligados a obtener el grueso de nuestros víveres de villorrios aislados y casas y granjas solitarias. Si teníamos la suerte de encontrar algún lugar que nos facilitara realmente lo que necesitábamos, entonces levantábamos un campamento en las proximidades o seguíamos actuando en la inmediata vecindad.

Observando el mapa, Lateef tomó la decisión de ir hacia un pueblo situado a dos kilómetros al oeste de nosotros. Uno de los otros hombres discrepó, diciendo haber oído que en la ciudad que estaba cinco kilómetros más allá de este pueblo se encontraba un cuartel de las Fuerzas Nacionalistas. Manifestó que estaría más contento si diéramos un rodeo a la ciudad, bien por las poblaciones del norte o bien por las del sur.

Lo discutimos durante un rato, pero finalmente Lateef nos venció. Dijo que nuestra preocupación primaria era la comida y que, debido al número de granjas cerca del pueblo, tendríamos mejores posibilidades allí.

Al aproximarnos al pueblo distinguimos dos o tres granjas bien defendidas por barricadas.

Por un derecho no escrito de la campiña, se permitía a los refugiados atravesar o acampar en terrenos en barbecho, con la condición de que no robaran comida ni trataran de entrar en las casas. En todo el tiempo que llevaba en la carretera, yo me percataba de un modo subconsciente de esta regla y, como cualquiera de los otros, trataba de actuar sin salirme de ella.

Durante un breve período algunos refugiados de East Anglia se habían unido al grupo de Lateef, pero adoptaron una clara actitud individualista y Lateef nos había separado de ellos. Por lo tanto, pasamos las granjas y nos dirigimos al pueblo. Como era nuestra costumbre, Lateef marchaba a la cabeza de nuestra columna con otros tres hombres; inmediatamente detrás de ellos iban los carros de mano que contenían nuestras pertenencias, equipos para acampar y artículos para el trueque, y el resto del grupo.

Por causa de mi rifle, Lateef me dijo que caminara junto al carro de cabeza, ocultando el arma en el doble fondo en que normalmente escondíamos materiales inaceptables durante cacheos o interrogatorios.

Esto me permitió detectar una ligera inversión en la actitud de Lateef hacia el rifle. Mientras que antes él sostenía que era mejor estar desarmados como medio de autoprotección, ahora vi que reconocía la necesidad de defendernos aun cuando tal defensa no fuera en sí misma evidente para agresores en potencia.

Llegamos al pueblo a lo largo de una carretera secundaria que corría a campo traviesa desde la ciudad situada en el extremo opuesto de este pueblo, hasta enlazar con una carretera principal a unos trece kilómetros al este de nosotros. Sabíamos, de nuevo por experiencia, que era mejor acercarse a un pueblo extraño siguiendo una carretera que a través de los campos. Aunque nos sentíamos inmediatamente más expuestos, creíamos que actuando así establecíamos una base superior para el futuro trueque.

El pueblo, de acuerdo con el mapa, carecía de un núcleo real, siendo más bien un disperso grupo de viviendas a lo largo de dos estrechas carreteras: la que ocupábamos nosotros y otra que la atravesaba en ángulo recto. Probablemente medía más de kilómetro y medio de una punta a otra, detalle típico de los pueblos de esta región.

Pasamos junto a la primera casa en silencio. Había sido abandonada y todas sus ventanas estaban rotas. Lo mismo sucedía con la siguiente, y con la de más allá, y con todas las casas de los primeros doscientos metros en dirección al centro.

Cuando estábamos andando por una curva de la carretera se oyó un disparo delante de nosotros y uno de los hombres que iba junto a Lateef cayó de espaldas.

Nos detuvimos. Los que se hallaban cerca de los carros se detrás de ellos, el resto eligió todo escondite que pudo encontrar a un lado de la carretera. Miré al hombre que había caído. Estaba en el suelo a cinco metros de donde yo me acuclillaba. La bala le había alcanzado en la garganta, desgarró buena parte de su cuello. La sangre brotaba intermitentemente de su vena yugular y, aunque sus ojos miraban al cielo con la apagada vidriosidad de la muerte, el hombre prosiguió emitiendo débiles y ásperos sonidos con lo que quedaba de su garganta. En unos segundos quedó en silencio.

Una barricada había sido erigida en medio de la carretera, delante de nosotros. No era el tipo de barricada al que estábamos acostumbrados —un vulgar obstáculo de adoquines, coches viejos o mampostería—, sino que había sido diseñada deliberadamente y construida con ladrillos y cemento. En el centro había una estrecha puerta que permitía el paso a los peatones y a sus dos lados se hallaban sendas aberturas de protección, detrás de las que apenas pude distinguir las figuras de varios hombres. Mientras yo estaba observando, uno de ellos disparó de nuevo y la bala golpeó contra la madera delantera del carro situado a menos de medio metro de donde yo me hallaba. Me agazapé más todavía.

—¡Whitman! Tú tienes el rifle. ¡Contéstales!

Levanté la mirada hacia Lateef. Estaba tendido en el suelo con otros dos hombres, tratando de ocultarse detrás de un pequeño montículo de tierra.

—Están muy bien protegidos —dije.

Vi que las casas a ambos lados de la barricada habían sido amparadas de modo similar con un muro de hormigón. Me pregunté si sería posible entrar en el pueblo yendo hacia el campo y llegando a él por un lado, pero los habitantes eran tan claramente hostiles que sería inútil intentarlo.

Metí la mano en el doble fondo del carro, saqué el rifle y lo cargué. Sabía que todos los miembros del grupo estaban observándome. Como pude, me mantuve cerca del lateral del carro, apunté el rifle a la barricada, tratando de encontrar un blanco al que estuviera razonablemente seguro de acertar.

Aguardé un movimiento.

En los siguientes segundos una variedad de pensamientos cruzó por mi mente. No era ésta la primera vez que estaba en posesión de un arma mortal, pero sí la primera en que apuntaba deliberadamente, sabiendo que, si acertaba, heriría o mataría a alguien. Es en ocasiones como ésta cuando uno trataría de racionalizar todas sus acciones, a no ser por la inmediata necesidad de participar directamente.

—¿A qué esperas? —dijo Lateef en voz baja.

—No veo a quién apuntar.

—Dispara por encima de sus cabezas. No… Espera. Déjame pensar.

Bajé el cañón. No había deseado disparar. Conforme fueron pasando los siguientes segundos comprendí que no sería capaz de disparar el rifle de esta forma premeditada. Así, cuando Lateef me ordenó volver a ponerlo en su escondrijo, sentí alivio. Una orden directa de Lateef para que disparara habría creado una situación casi imposible de resolver para mí.

—No servirá de nada —dijo, no sólo a mí, sino a todos los que podían escucharle—. Jamás entraremos ahí. Tendremos que retirarnos.

Creo que yo había sabido eso desde el instante del primer disparo. Comprendí que tal decisión significaba mucho para Lateef, al ser en muchos aspectos una abrogación de su autoridad. El hombre que había informado a Lateef sobre la guarnición nacionalista estaba cerca de él, pero no dijo nada.

Había una sábana blanca sobre el carro. La habíamos usado en varias ocasiones pasadas cuando quisimos poner de manifiesto nuestra neutralidad. Lateef me pidió que se la pasara. Se puso en pie, desplegando la tela al hacerlo. No disparó nadie de la barricada. Tuve que admirar su valor, en las mismas circunstancias de liderazgo, yo habría arriesgado la vida de cualquiera, pero no la mía. He descubierto que cuando estoy en peligro mi capacidad para ser honesto conmigo mismo supera todos mis pensamientos.

Al cabo de varios segundos Lateef nos dijo que volviéramos a la carretera y que nos alejáramos lentamente. Me levanté a medias, agazapándome detrás de la mole del carro. Nuestra pequeña caravana inició el retroceso por el mismo camino que habíamos llegado.

Lateef se quedó entre nosotros y el hostil pueblo. Sostuvo la sábana blanca al alcance del brazo, como si quisiera ocultarnos a todos. Poco a poco, con mucho cuidado, fue desplazándose hacia atrás, obviamente inseguro de lo que sucedería si se volvía y marchaba con nosotros.

Cuando el carro se hallaba a medio camino de la curva que nos pondría fuera de la línea de fuego, sonó el último disparo. Aunque algunos de los hombres que en aquel momento no tiraban de un carro se dispersaron hacia los lados de la carretera, el resto de nosotros apretó a correr hasta que salimos de la curva. En cuanto estuvimos fuera del alcance de los disparos, nos detuvimos.

Lateef se reunió con nosotros pocos instantes después. Sudaba copiosamente. La bala había atravesado la sábana y le había rozado la manga. Un cuadrado de tela de unos diez centímetros de lado había sido desgarrado cerca de su codo. Juzgamos que si la bala hubiera pasado medio centímetro más arriba, habría destrozado el hueso.

Aquella noche, cuando estaba en mi saco de dormir, se me ocurrió pensar que Lateef había salido de los acontecimientos en una posición reforzada. Yo estaba contento de que mis pensamientos fueran privados, por cuanto revelaban que yo era más cobarde de lo que temía. Por primera vez desde que ella había sido secuestrada por los africanos, sentí un potente anhelo sexual por Isobel, añorándola y deseándola, atormentado por falsos recuerdos de nuestra felicidad cuando estábamos juntos.

Por la tarde pasé casi una hora con Sally, mientras Isobel marchaba a un pueblo cercano para tratar de obtener comida. El dinero era el principal problema a este respecto, puesto que sólo nos quedaban algunas libras del total que habíamos traído con nosotros.

Al hablar con Sally me encontré tratándola como adulta por primera vez. Ella no tenía forma de saber qué habíamos estado hablando Isobel y yo, pero su porte tenía el rasgo de un sentido de la responsabilidad repentinamente acrecentado. Esto me complació en gran medida.

La tarde pasó en silencio en su mayor parte; a decir verdad, Isobel y yo sólo intercambiamos un par de palabras. Cuando llegó la noche nos retiramos a las tiendas tal como habíamos hecho desde el principio: Isobel y Sally en una, yo en la otra.

Me encontré lamentando que la conversación con Isobel no hubiera llegado a una conclusión más determinada. Fuera como fuese, creí que no habíamos logrado nada.

Permanecí despierto una hora y luego fui durmiéndome. Casi al instante, así me lo pareció, me despertó Isobel.

Alargué una mano y la toqué; estaba desnuda.

—¿Qué…?

—Shhh. Despertarás a Sally.

Isobel abrió la cremallera de mi saco de dormir y se acostó con el cuerpo pegado al mío. La rodeé con mis brazos y, todavía medio dormido y sin pensar en lo que había pasado entre nosotros durante el día, empecé a acariciarla sexualmente.

Nuestra relación sexual no estuvo bien sincronizada. Con mi mente turbia a causa del sueño, fui incapaz de concentrarme y sólo llegué al orgasmo al cabo de un largo rato. Isobel, en cambio, mostró una voracidad que me resultó insospechada, y el ruido de sus jadeos estuvo a punto de ensordecerme. Alcanzó dos veces el orgasmo, la primera de una manera desconcertantemente violenta.

Yacimos juntos durante varios minutos después y luego Isobel murmuró algo y se agitó para salir de debajo de mi cuerpo. Me hice a un lado y ella se apartó. Pasé un brazo en torno a sus hombros, intentando sujetarla. Ella no dijo nada, sino que se puso en pie y salió de la tienda. Volví a echarme sobre el calor residual de nuestros cuerpos y me dormí de nuevo.

Por la mañana, Sally y yo descubrimos que estábamos solos.

Hubo una discusión política al día siguiente, que surgió fundamentalmente por nuestra falta de comida. Tras de comprobar cuidadosamente nuestras reservas determinamos que había suficientes alimentos como para que nos duraran otros dos días. Después podríamos pasar con galletas, chocolate y cosas parecidas durante otra semana.

Este fue nuestro primer encuentro con una perspectiva real de inanición y a ninguno de nosotros le gustó.

Lateef describió las alternativas que se abrían ante nosotros.

Dijo que podríamos continuar como hasta aquel momento: yendo de pueblo en pueblo, haciendo trueques cuando fuera necesario obtener comida, y hurtando artículos intercambiables en edificios y coches abandonados cuando los encontráramos. Señaló que la actividad en torno de nosotros iba aumentando y que, pese a que no estuviéramos comprometidos en ella por nuestra vagancia, no podíamos permitirnos el lujo de ignorarla. La gente que todavía habitaba en pueblos y ciudades estaba tomando las consecuentes precauciones defensivas.

Lateef nos relató una historia, que no nos había contado con anterioridad, sobre un pueblo del norte que fue tomado por un grupo de negros que afirmaban formar parte de las fuerzas regulares africanas. Aunque los negros no establecieron una guarnición apropiada, y parecieron no tener disciplina militar, los habitantes no entraron en sospechas. Después de una semana, cuando se informó que unidades del Ejército Nacionalista se encontraban en las cercanías, los negros se pusieron frenéticos y mataron a varios centenares de civiles antes de que llegaran las fuerzas nacionalistas.

Este no fue un incidente aislado, dijo Lateef. Se habían registrado ultrajes similares en toda la nación y habían sido cometidos por miembros de las fuerzas armadas de los tres bandos en conflicto. Desde el punto de vista de los ciudadanos independientes, todos los extraños debían ser tratados como enemigos. Esta actitud se estaba extendiendo, aseguró Lateef, y hacía más arriesgados nuestros intentos de comerciar con civiles.

Otra alternativa sería rendirnos formalmente a un bando o a otro y alistarnos en el ejército. Los argumentos en favor de esto eran sólidos: racionalizar nuestra existencia, el hecho de que todos fuéramos hombres razonablemente saludables capaces de cumplir con un deber militar, comprometernos en una situación que ejercía un profundo efecto sobre todos nosotros.

Podíamos unirnos a los nacionalistas, el supuesto ejército “legal” que defendía la política del gobierno Tregarth, pero que ahora estaba entregado a una franca política de genocidio. Podíamos unirnos a las Reales Fuerzas Secesionistas, los simpatizantes blancos de la causa africana que, pese a ser oficialmente ilegales y estar bajo continua sentencia de muerte, gozaban de mucho apoyo del público. Si el gobierno de Tregarth era derribado, bien desde dentro, mediante una victoria militar o por efectiva acción diplomática por parte de las Naciones Unidas, era probable que los secesionistas llegaran al poder o lo apadrinaran. Podíamos unirnos a las fuerzas pacificadoras de las Naciones Unidas, que aunque técnicamente no participaban, en realidad habían debido intervenir en numerosas ocasiones. O podíamos alinearnos con uno de los participantes del exterior, tales como la infantería de marina de los Estados Unidos (que había tomado la responsabilidad de policía civil) o las teóricamente neutrales fuerzas de la Commonwealth, que poco efecto habían ejercido sobre la marcha de la guerra, a no ser el de confundir todavía más la situación.

Una tercera elección que se abría ante nosotros, dijo Lateef, era rendirnos a una organización de bienestar civil y volver eventualmente a una situación casi legal. Pese a que ésta era idealmente la alternativa más atractiva, era dudoso que algunos de los refugiados estuvieran dispuestos a ponerla en práctica. Hasta que se calmara la situación militar y fueran absorbidos los efectos sociales del levantamiento africano, tal recurso sería arriesgado. En cualquier caso, significaría que, por último, tendríamos que vivir bajo el gobierno de Tregarth, lo que nos comprometería en la crisis de modo automático.

Lateef dijo que nuestra falta de compromiso efectivo era el mejor argumento para continuar como habíamos estado. En todo caso, la principal preocupación de la mayoría de los hombres era reunirse con sus mujeres, y rendirse a un bando participante reduciría nuestras posibilidades de lograrlo.

Se votó y elegimos lo que sugería Lateef. Nos pusimos en marcha hacia un pueblo a ocho kilómetros al norte de nosotros.

De nuevo detecté entre los hombres un indicio de que la posición de Lateef se había reforzado, tanto por el tiroteo ante la barricada del día anterior como por su argumentación razonada de las alternativas. Yo no tenía deseo alguno de verme envuelto en una lucha por el poder en contra de él, pero no obstante mi posesión del rifle no podía ser enteramente ignorada por Lateef.

Caminé a su lado mientras marchábamos hacia el norte.

Por entonces me había comprado mi propia motocicleta y la usaba en los fines de semana que iba a ver a Isobel.

Mis primeros días de imprudencia habían pasado y, aunque todavía disfrutaba la sensación de velocidad, me mantenía dentro de los límites legales la mayor parte del tiempo. Era raro que yo, estando solo, pusiera en marcha la moto y la condujera a su máxima velocidad, aunque cuando Isobel se encontraba en el asiento trasero solía incitarme a que lo hiciera.

Nuestra relación iba desarrollándose con más lentitud de la que me habría gustado.

Antes de conocerla yo había gozado de diversas aventuras físicas con otras chicas y, pese a que Isobel no me ofrecía una sola razón moral, religiosa o física para explicar por qué no podíamos acostarnos juntos, ella jamás me había permitido pasar de un contacto superficial. Por algún motivo, perseveré.

Una tarde, en particular, habíamos ido con la motocicleta hasta una colina cercana donde existía un club de aficionados al vuelo sin motor. Estuvimos contemplando los planeadores un largo rato antes de aburrirnos.

De regreso al pueblo, Isobel hizo que me apartara de la carretera en dirección a un pequeño bosque. Esta vez, ella tomó la iniciativa de nuestros besos preliminares y no me detuvo cuando desabroché en parte su vestido. Pero en el momento que mi mano pasó bajo el sostén y tocó el pezón, ella se apartó de mí. En esta ocasión yo no tenía ganas de refrenarme y persistí. Isobel trató de impedírmelo de nuevo y en la lucha resultante le arranqué el sostén y desgarré su falda en el proceso.

En este punto ya no hubo razón para continuar y, después de que ella se vistiera, volvimos a casa de sus padres. Aquella noche retorné a mi habitación de la residencia y no vi a Isobel durante tres semanas.

Conforme las noticias fueron llegando hasta nosotros, se produjo una enorme especulación sobre las implicaciones de la guerra. El mayor peligro era que se extendiera desde África continental hasta el resto del mundo. Aunque el bombardeo acabó en cuestión de días, nadie supo o quiso revelar cuántas explosiones nucleares habían tenido lugar en África.

Las dos potencias principales se hallaban por entonces en el proceso de un desarme formal, con equipos de observadores en ambos continentes. El mayor peligro, por lo que concernía a ambas potencias, era China, que había estado acumulando dispositivos nucleares desde finales de la década de 1960. Se desconocían los intereses territoriales de China en África, y era imposible determinar cuánta había sido su influencia. Los materiales fisionables no eran, de una manera general, fácilmente obtenibles en África, como tampoco lo era la tecnología precisa para montar las armas. En estas circunstancias, pareció que una o ambas de las potencias habían estado abasteciendo ilegalmente a varios países.

En efecto, la procedencia de las armas era irrelevante, estaban en África y habían sido utilizadas.

Hubo una primera ola de bombardeos y otra cuatro días más tarde. El resto del mundo aguardó inquieto, pero allí acabó todo. Las cosas comenzaron a moverse: las organizaciones benéficas lanzaron inmensos programas de socorro para los posibles sobrevivientes, las grandes potencias discutieron, amenazaron pero se acallaron. En Gran Bretaña, la noticia fue tomada con tranquilidad: el holocausto africano era la encarnación de algo terrible, pero no de algo que pareciera amenazarnos directamente. Y, en cualquier caso, nos encontrábamos en las últimas fases de unas elecciones generales, las anunciadas por John Tregarth seis meses después de que llegara al poder y las que le permitieron consolidar su mayoría.

Entretanto, llegaron informes de África que describían los horrores de la secuela termonuclear. Las ciudades importantes, en su mayoría, habían resultado parcial o totalmente destruidas; algunas seguían intactas. Pero África es muy grande; la mayor parte de la población sobrevivió al bombardeo. Muchas personas murieron después como resultado de quemaduras ocasionadas por altas radiaciones, por las mismas radiaciones y la radiactividad residual… Pero millones sobrevivieron.

Los contingentes de socorro fueron casi completamente incapaces de atender a los sobrevivientes. Muchos murieron; tal vez cinco millones y no todos a consecuencia del bombardeo.

Pero pese a todos los muertos, millones de africanos siguieron viviendo y la desesperación creció a la par que el hambre. Y como pareció que África continental había dejado de ser capaz de albergar vida humana, se produjo una emigración.

Empezó con lentitud, pero al cabo de tres meses creció hasta convertirse en un éxodo. Se empleó todo barco o avión que se encontró y se pudo gobernar. Los emigrantes no se dirigieron a ninguna parte en concreto… Pero lejos de África.

A su debido tiempo desembarcaron en países de todo el mundo: India, Francia, Turquía, Oriente Medio, Estados Unidos, Grecia. En el período de la evacuación se estimó que entre siete y ocho millones de personas habían abandonado África. En el transcurso de un año, poco más de dos millones desembarcaron en Gran Bretaña.

Los africanos no fueron bien recibidos en ninguna parte. Pero una vez desembarcados, allí se quedaron. En todos los sitios provocaron un trastorno social; mas en Gran Bretaña, donde un gobierno neorracista había llegado al poder basándose en un programa de reformas económicas, los africanos causaron muchos más desastres.

Me presenté en el puesto de reclutamiento a la hora señalada, la una y media de la tarde.

Durante varios días se había producido una saturación de anuncios en la televisión y la prensa, afirmando que la entrada en las fuerzas armadas seguía siendo voluntaria, pero que en las próximas semanas se introduciría el alistamiento obligatorio. Este anuncio estaba realzado con la implicación de que los hombres que se presentaran voluntarios en aquel momento recibirían tratamiento de preferencia con respecto a los que fueran reclutados finalmente.

Supe a través de mis amistades que ciertas categorías de hombres serían las primeras en seleccionarse. Mi trabajo en la fábrica de tejidos me calificaba para una de tales categorías.

Mi vida laboral en la fábrica durante este período no era feliz y la paga del ejército iba a ser un poco superior a la que recibía entonces. Por lo tanto, tenía diversos motivos para presentarme al examen médico.

Yo había solicitado instrucción de oficial, sabiendo a través de los anuncios que bastaba un título para establecer aptitud. Me mandaron a una sala específica del edificio donde un sargento con uniforme de media gala me dijo qué debía hacer, añadiendo la palabra “señor” al final de cada frase.

Pasé una prueba de inteligencia, que fue corregida en mi presencia. Los errores que cometí me fueron explicados detalladamente. Luego me preguntó brevemente por mi experiencia y posición política y al final me ordenó desnudarme y pasar a la siguiente habitación.

La iluminación era muy brillante. Había un banco de madera a lo largo de una pared y se me dijo que tomara asiento en él mientras aguardaba al doctor. Yo no estaba seguro de dónde se hallaba el doctor, ya que aparte de mí, la habitación se encontraba desierta.

Llevaba diez minutos esperando cuando entró una joven enfermera y se sentó en un escritorio enfrente de mí. Descubrí que me molestaba estar desnudo en su presencia. Yo tenía los brazos cruzados sobre el pecho y, no deseando llamar la atención de la mujer, no los moví. Crucé las piernas en un intento de conservar el recato.

Me sentía en una posición de excepcional vulnerabilidad sexual y, pese a que la enfermera me prestaba poca atención y yo me decía para mis adentros que ella estaba acostumbrada a ver hombres en cueros, no dejaba de ser consciente de la presencia femenina. En pocos momentos experimenté una tirantez en la ingle y, ante mi consternación, comprendí que mi pene estaba empezando a erguirse.

Advertir la tumescencia no sirvió de nada para aliviar la situación. Intenté reprimir el órgano sujetándolo con fuerza entre mis muslos, pero esto no tardó en ser doloroso. Me encontraba así cuando la enfermera alzó los ojos de su trabajo y me miró. Mientras lo hacía, el pene se libró de la opresión de mis piernas y adoptó su postura de erección total. Lo tapé inmediatamente con mis manos. La enfermera volvió la vista a su trabajo.

—El doctor le atenderá dentro de unos instantes —dijo.

Me quedé inmóvil, ocultando el pene con las manos. Vi que transcurrían diez minutos en el reloj de la pared de enfrente. Yo estaba todavía en plena erección cuando un hombre con una bata blanca apareció en el otro extremo de la sala y me pidió que pasara al interior. Cruzar la habitación con las manos en la entrepierna había parecido forzado, por lo que dejé de mala gana que mis brazos colgaran a un lado. Noté cómo la mujer miraba mi cuerpo mientras yo pasaba junto a su escritorio.

Una vez dentro de la sala de reconocimiento principal, la erección empezó a menguar y cesó totalmente en menos de un minuto.

Me hicieron un examen médico rutinario, me miraron el pecho por rayos X y tomaron muestras de mi sangre y orina. Me presentaron un impreso, que yo debía firmar, donde se declaraba que, dependiendo únicamente de mi aptitud médica, sería enviado al Ejército Nacionalista Británico en calidad de segundo teniente de instrucción y que me incorporaría al servicio en la fecha y lugar indicados en mi certificado de movilización. Firmé el documento y me devolvieron la ropa.

A continuación tuvo lugar una entrevista con un hombre vestido de civil que me interrogó con todo detalle sobre temas básicos de mi carácter y personalidad general. Fue una entrevista desagradable y me alegré de que acabara. Recuerdo que en su transcurso revelé mi anterior militancia en la sociedad pro africana del colegio.

Una semana más tarde recibí el duplicado de una carta que afirmaba que mi examen médico había puesto de manifiesto una lesión de hígado y que, en consecuencia, se anulaba mi destino temporal.

El día anterior a la llegada de esta carta yo había visto cómo el Ministerio de Seguridad Interna reintroducía el alistamiento obligatorio y un correspondiente incremento de las actividades militares africanas. Un mes después, con la masacre de las tropas nacionalistas en los barracones de Colchester y la llegada del primer portaaviones americano al Mar de Irlanda, comprendí que la situación militar era más grave de lo que yo había imaginado. Aunque aliviado por mi falta de compromiso personal, la vida cotidiana se hizo menos fácil y mis experiencias como civil no fueron mejores que las de cualquier otra persona.

Tras recibir la carta del ejército visité a mi médico y mi lesión de hígado fue investigada. Después de algunos días de deliberación se me informó que nada ocurría con ese órgano.

Nos topamos con una numerosa banda de negros y al instante nos quedamos dudando respecto de qué iba a suceder. Podíamos elegir entre tres formas de acción: huir de ellos, mostrar nuestra capacidad defensiva con el rifle o ir a su encuentro.

Lo que más nos desconcertó fue que no vestían uniformes africanos, sino que iban cubiertos con el mismo tipo de ropas que nosotros. Era posible que se tratara de un grupo de refugiados civiles, mas habíamos oído decir que las tropas nacionalistas trataban a esta gente con extrema dureza. El resultado era que la mayoría de civiles negros se había entregado a las organizaciones benéficas y los pocos que quedaban se habían integrado en grupos de blancos.

Los hombres con los que nos encontramos eran amistosos, estaban bien alimentados y daban la impresión de no ir armados. Tenían tres grandes carros de mano a los que no nos permitieron acercarnos y es posible que tales carruajes contuvieran armas.

Conversamos durante varios minutos, intercambiando los usuales fragmentos de noticias que constituían el único dinero real en circulación en el mundo de los refugiados. Los negros no mostraron nerviosismo o conciencia alguna de que nosotros manteníamos una actitud cauta hacia ellos.

Sin embargo revelaron ciertos signos de excitación, cuya causa fuimos incapaces de determinar. Nuestra principal preocupación durante el encuentro fue nuestra seguridad personal y por eso no juzgamos su conducta tanto como habríamos hecho en otro momento. Pero me pareció que se comportaban como si estuvieran alborozados o anticipando algo.

Por fin continuamos caminando, dejando a los negros cerca de un bosque. Atravesamos un campo y los perdimos de vista. Lateef me llamó a su lado.

—Eran guerrilleros africanos —dijo—. ¿Te diste cuenta de sus brazaletes de identidad?

Sally y yo esperamos algunas horas para ver si Isobel iba a volver. No vi necesidad de explicar a Sally por qué ella nos había dejado; al contrario, por la actitud de la niña deduje que Sally había previsto un acto así. Creo que se lamentaba de que tal cosa hubiera ocurrido, pero era capaz de aceptar la nueva situación.

Isobel se había llevado la mitad exacta del dinero que nos quedaba, además de una maleta con su ropa y parte de la comida. Nos había dejado todo el equipo de acampar y dormir.

Al mediodía quedó claro que Isobel no iba a regresar. Inicié los preparativos para una comida, pero Sally dijo que ella se encargaría de hacerlo. Accedí, y entretanto recogí nuestros pertrechos. En este punto no había tomado una decisión respecto de qué íbamos a hacer, aunque me pareció que era el momento de abandonar aquel lugar específico.

Cuando acabamos de comer, expliqué a Sally lo mejor que pude qué podíamos hacer.

Mi sentimiento predominante en ese instante era una sensación de insuficiencia. Eso se extendía a mi capacidad de tomar decisiones correctas en relación con nuestros actos, así como haciéndome dudar mucho en cuanto a los motivos reales de la quiebra de nuestro matrimonio. Creía que Sally se hallaba en un peligro potencial, puesto que yo podía cometer más errores por culpa de mi incapacidad. Al consultar con la niña el siguiente paso que debíamos dar, pensé que no sólo estaba ofreciendo a Sally una cierta participación, sino que estaba ayudándome a conciliarme con mis debilidades.

Expliqué a Sally que su madre y yo habíamos acordado que nosotros dos volveríamos a Londres, mientras que ella marcharía a Bristol. No íbamos a regresar a nuestro hogar, sino a buscar otro nuevo para vivir. Sally me aseguró que lo comprendía.

Entonces entré en ciertos detalles de las dificultades a que nos enfrentábamos: que no estábamos al corriente de la situación política, que teníamos muy poco dinero, que no sería posible volver en coche, que probablemente deberíamos hacer a pie la mayor parte del camino.

—¿Pero no podríamos ir en tren, papá? —preguntó Sally.

Los niños poseen facilidad para encontrar atajos a los problemas y ver posibles soluciones que sus padres no han imaginado. En el tiempo que habíamos estado viviendo en la campiña yo había pasado totalmente por alto la existencia del sistema ferroviario. Me pregunté si Isobel no habría pensado en ello de un modo similar, o si por el contrario pretendía llegar a Bristol por ese medio.

—Es un problema de dinero —repliqué—. Probablemente no tendremos bastante. Tenemos que averiguarlo. ¿Eso es lo que te gustaría hacer?

—Sí. No quiero vivir más en la tienda de campaña.

Había aprendido que era imposible hacer planes a un plazo demasiado largo. Pero no pude evitar volver a la cuestión de qué haríamos si la situación en Londres era tan mala como cuando habíamos salido. Si proseguía la ocupación de viviendas por africanos militantes y las instituciones defensoras de la ley se hallaban divididas, entonces no seríamos los únicos que buscábamos acomodo. Si la situación era tan mala como yo temía, podríamos vernos obligados a salir de Londres una vez más. Si tal cosa sucedía, entonces el único lugar en que yo podría pensar para ir era la casa de mi hermano pequeño en Carlisle. Aun cuando lográramos llegar allí, todavía nos quedaba superar la dificultad técnica de viajar quinientos kilómetros. Por desgracia, no vi otra alternativa. Mi hermano menor era el único miembro vivo de mi familia tras la muerte de mis padres, cuatro años antes, y de Clive, mi hermano mayor, en el enfrentamiento de Bradford.

Por lo que atañía a Sally, no obstante, el asunto estaba zanjado; recogimos el resto de nuestras posesiones y las dispusimos para la marcha. Yo llevé la maleta que nos quedaba y la mochila y Sally la otra valija que contenía nuestras ropas. Caminamos hacia el este, sin saber la ubicación de la estación ferroviaria más cercana, pero moviéndonos en esa dirección como si creyéramos que era la correcta.

Al cabo de dos kilómetros y medio llegamos a una carretera de macadán. La seguimos en dirección norte hasta que encontramos una cabina telefónica. De forma rutinaria, cogí el receptor para averiguar si funcionaba o no. En el pasado habíamos descubierto que, aun cuando los receptores no habían sufrido daño, las líneas estaban muertas.

En esta ocasión hubo una breve serie de ruidos y luego respondió una voz femenina.

—Central de teléfonos. ¿Qué número desea?

Titubeé. No había esperado réplica y por tal razón estaba desprevenido.

—Querría hacer una llamada a… Carlisle, por favor.

—Lo siento, señor. Todas las líneas interurbanas están ocupadas.

Hubo una nota concluyente en su voz, como si estuviera a punto de cortar la conexión.

—Eh… ¿Podría darme un número de Londres, por favor?

—Lo siento, señor. Todas las líneas de Londres están ocupadas.

—¿Y no podría telefonearme cuando estén libres?

—Esta central sólo está abierta a llamadas locales —de nuevo la misma nota concluyente.

—Escuche —dije rápidamente—, no sé si podrá ayudarme. Estoy tratando de llegar a la estación de ferrocarril. ¿Podría orientarme para encontrarla, por favor?

—¿Desde dónde habla?

Le di la dirección de la cabina tal como estaba impresa en la placa que tenía delante de mí.

—Mantenga la comunicación un momento —cortó la conexión y esperé; volvió a hablar al cabo de tres minutos—. La estación más próxima a usted es la de Warnham, unos cinco kilómetros al sur de su posición. Gracias, señor.

La línea se cortó.

Sally me esperaba fuera de la cabina y le relaté la esencia de la conversación. Mientras lo hacía, ambos notamos el sonido de pesados camiones equipados con motor diesel y unos momentos más tarde pasaron a nuestro lado siete vehículos acorazados de transporte de tropas. Un oficial estaba de pie en la parte trasera de uno de ellos y nos gritó algo. No logramos entenderle. Recuerdo un sentimiento de vaga seguridad en aquel instante, aun cuando era la primera vez que presenciaba auténticos movimientos de tropas.

Cuando los camiones terminaron de pasar identifiqué la emoción que había causado mi anterior inquietud; éramos las únicas personas en aquella zona.

Viviendo en la tienda de campaña, nuestro único contacto con otra gente se había producido en ocasiones de visitar tiendas para comprar comida. Incluso entonces, todos habíamos observado una inactividad que no habíamos advertido antes de que empezara el problema. Pero ahora Sally y yo estábamos igual que en soledad.

Iniciamos nuestra marcha hacia Warnham y en pocos minutos vimos más señales de actividad militar e inactividad civil que nos alarmaron a los dos.

A kilómetro y medio de la cabina telefónica atravesamos un pueblo. Recorrimos toda la calle sin encontrar una sola persona, pero en las ventanas de la última casa distinguimos la silueta de un hombre. Le hice señas y le grité, mas no me vio o no quiso hacerlo y desapareció de la vista.

En las afueras del pueblo encontramos un emplazamiento de artillería pesada servido por varios centenares de soldados. Había una valla de alambre de púas, tosca pero vigilada, entre ellos y la carretera, y mientras nos acercábamos nos dieron aviso de que nos alejáramos. Traté de hablar con el soldado y éste llamó a un suboficial, que repitió la orden y añadió que si no habíamos salido de la vecindad al anochecer, nuestras vidas estarían en peligro. Le pregunté si eran tropas nacionalistas y no obtuve respuesta.

—Papá, no me gustan las armas —dijo Sally.

Seguimos caminando hacia Warnham. Aviones de reacción volaron por encima de nosotros en varias ocasiones, a veces en formación, a veces de a uno por vez. Descubrí los restos de un viejo periódico y traté de leerlo para saber algo de lo que estaba sucediendo.

Se trataba de una publicación de tipo tabloide de impresión privada y tuve la seguridad de que era ilegal. Habíamos oído por la radio, dos semanas antes, que el funcionamiento de la prensa había sido suspendido temporalmente. Noté que el tabloide era virtualmente ilegible; mal impreso, abominablemente escrito, horrorosamente decantado hacia una abierta xenofobia racista. Hablaba de cuchillos y lepra, de enfermedades venéreas y armas, pillaje, canibalismo y epidemias. Contenía instrucciones detalladas para la manufactura de armas caseras tales como cócteles Molotov, cachiporras y garrotes; había “noticias” del tipo de una violación en masa obra de militantes africanos y ataques a plazas fuertes africanas realizados por fuerzas militares reales. En la última página, abajo, me enteré de que el periódico era publicado para consumo civil por el Ejército Nacionalista Británico (División Local).

Lo quemé.

La entrada a la estación de Warnham estaba guardada por más soldados. Cuando los vimos, la mano de Sally cogió la mía y la aferró con fuerza. Yo le dije:

—No hay por qué preocuparse, Sally. Están aquí sólo para asegurarse de que nadie trata de evitar que los trenes salgan.

Sally no replicó, quizá percibiendo que yo estaba tan alarmado como ella. Esto significaba, en efecto, que los trenes seguían circulando, pero que estaban bajo control militar. Nos acercamos a la barricada y yo hablé con un teniente. El militar se mostró educado y servicial. Reparé en que llevaba en su manga una tira de tela en la que estaba hilvanada la frase Secesionistas leales. No me referí a ello.

—¿Es posible coger un tren a Londres desde aquí? —dije.

—Es posible —dijo él—. Pero no circulan muy a menudo. Tendrá que averiguarlo, señor.

—¿Podemos pasar?

—Por supuesto.

Hizo un gesto con la cabeza a los dos soldados que le acompañaban y éstos abrieron una sección de la barricada. Di las gracias al oficial y entramos en el despacho de billetes.

El encargado era un civil que vestía el uniforme normal de los ferrocarriles británicos.

—Queremos ir a Londres —dije—. ¿Podría decirme cuándo se espera el próximo tren?

Se inclinó hacia adelante en el mostrador, acercó su rostro a la hoja de vidrio y nos miró.

—Deberán esperar hasta mañana —dijo—. Sólo hay un modo de coger un tren aquí, que es telefonear el día anterior.

—¿Me está diciendo que ningún tren para aquí?

—Exacto. No, a menos que alguien lo desee. Hay que telefonear a la terminal.

—Pero suponga que sea urgente.

—Hay que telefonear a la terminal.

—¿Es demasiado tarde para lograr que pare un tren aquí?

El hombre asintió lentamente con la cabeza.

—El último pasó hace una hora. Pero si compra los billetes ahora, yo mismo telefonearé a la terminal.

—Espere un momento —me volví hacia Sally—. Escucha, cariño, tendremos que dormir otra vez en la tienda esta noche. No te importa, ¿verdad? Ya has oído lo que ha dicho este señor.

—Bueno, papá. ¿Pero de verdad que volveremos a casa mañana?

—Claro, por supuesto —y pregunté al funcionario—: Los billetes… ¿Cuánto valen?

—Nueve peniques cada uno, por favor.

Saqué de mi bolsillo lo que restaba de nuestro dinero y lo conté. Teníamos menos de una libra.

—¿No podría pagarlos mañana? —pregunté al empleado. Negó con un gesto de cabeza.

—Debe pagarlos por adelantado. Claro que, si no tiene bastante ahora, le aceptaré un depósito y podrá pagar el resto mañana.

—¿Será esto suficiente?

—Creo que sí —dejó caer las monedas en un cajón, calculó el total en una máquina registradora y me pasó una tira de papel impreso—. Mañana ha de traer esto, con el resto del dinero. El tren estará aquí hacia las once de la mañana.

Eché una ojeada a la tira de papel. Era un simple recibo del dinero, no un billete. Di las gracias al hombre y salimos. Había empezado a lloviznar. No estaba seguro de cómo iba a obtener el resto del dinero para la mañana siguiente, pero ya me pasaba por la mente el esbozo de una resolución a robarlo si era preciso.

El joven teniente nos saludó en la barricada.

—Mañana, ¿eh? —dijo—. Eso mismo le ha sucedido aquí a un montón de gente. ¿Son ustedes refugiados?

Le expliqué que lo éramos, aunque yo no había aplicado con anterioridad esta palabra a nuestra difícil situación.

—Supongo que estarán perfectamente en Londres —dijo él—. Nuestro grupo está organizando las cosas allí.

Me dio el nombre y dirección de un grupo londinense que trataba de encontrar acomodo para los desamparados. Tomé nota y le di las gracias. El teniente se mostró preocupado por lo que fuéramos a hacer esa noche.

—Podría haberles ofrecido un alojamiento —dijo—. Lo hemos hecho otras veces. Pero ocurre algo. Tal vez nos vayamos esta noche. ¿Qué harán ustedes?

—Tenemos equipo para acampar —dije yo.

—Oh, entonces no hay problema. Pero si yo estuviera en su lugar, me iría tan lejos de aquí como pudiera. Nos están movilizando. Los nacionalistas se encuentran a tres kilómetros de distancia.

Volví a darle las gracias y nos pusimos a andar. Tanto Sally como yo habíamos sido confortados por la naturaleza sociable, por la aparente voluntad de aquel hombre de ayudarnos. Pero lo que él había dicho nos dio un motivo de alarma y decidí hacer caso a su advertencia. Recorrimos otros cinco o seis kilómetros hacia el sur antes de intentar localizar algún lugar para acampar. Al fin, encontramos un sitio apropiado en la ladera de una colina, protegidos por el bosque en tres puntos cardinales.

Aquella noche, mientras yacíamos juntos en la oscuridad, oímos el sonido de la artillería, y aviones de reacción rugieron sobre nuestras cabezas. La noche fue iluminada por brillantes destellos de explosiones al norte de nosotros. Escuchamos el ruido de tropas marchando a lo largo de la carretera, a quinientos metros de distancia, y un proyectil de mortero estalló entre los árboles que teníamos detrás. Sally se abrazó a mí y yo traté de consolarla. El ruido de la infantería permaneció invariable, aunque las explosiones de los obuses variaron considerablemente entre las que se producían muy cerca y las muy lejanas. Oímos disparos de armas ligeras de vez en cuando y el sonido de voces humanas.

Por la mañana volvió a lloviznar y el campo quedó silencioso. Reacios a movernos, como si hacer tal cosa iniciara de nuevo la violencia, Sally y yo permanecimos en nuestro vivac hasta el último instante posible. Luego, a las diez en punto, recogimos nuestro equipo a toda prisa y partimos hacia la estación. Llegamos justo antes de las once. Esta vez no encontramos soldados. La estación había sido bombardeada y la misma vía del ferrocarril volada en varios puntos. Contemplamos el desastre con desconsolado horror. Más tarde, tiré el recibo.

Aquella tarde fuimos capturados por un destacamento de las fuerzas africanas y sometidos a nuestra primera sesión de interrogatorio.

Isobel y yo yacíamos juntos en la oscuridad. Estábamos en el suelo. Los padres de ella dormían en la habitación que había encima de nosotros. No sabían que yo me hallaba allí. Aunque me apreciaban e incitaban a Isobel a que me conociera mejor, no les habría complacido saber qué intentábamos hacer en su cuarto de estar.

Eran más de las tres de la madrugada y en consecuencia resultaba esencial que no hiciéramos un solo ruido.

Yo me había desprendido la chaqueta y la camisa.

Isobel se había quitado el vestido, la combinación y el sostén. En esa época nuestra relación había llegado al punto en que ella me permitía despojarla de casi todas sus ropas mientras nos besábamos, y acariciar sus senos. Nunca me había dejado tocarla en la región del pubis. En el pasado, la mayoría de las chicas que yo conocí habían mostrado una actitud liberal hacia el sexo y por ello me sorprendió la aparente falta de interés de Isobel. Su reserva había sido seductora al principio —y continuaba siéndolo—, pero en aquel momento yo estaba comenzando a darme cuenta de que francamente el sexo la aterrorizaba. Pese a que mi interés por Isobel había sido inicialmente sexual por completo, conforme fuimos conociéndonos uno al otro fui desarrollando un profundo afecto hacia ella y realizando mis avances sexuales cada vez con más delicadeza. La combinación de su belleza física y su torpeza era un continuo deleite para mí.

Después de una prolongada sesión de besos y caricias me tumbé en el suelo y dejé que Isobel pasara suavemente su mano por mi pecho y estómago. Mientras hacía esto me encontré deseando que ella deslizara su mano en mis pantalones y acariciara mi pene.

Poco a poco, la mano de Isobel fue bajando hasta que rozó ligeramente la ropa del cinturón. Cuando sus dedos exploraron por fin la tela, se pusieron en contacto con el extremo de mi pene casi al instante. Evidentemente inconsciente de aquel momento de mi tumescencia, Isobel apartó bruscamente la mano y se echó a mi lado, evitando mirarme y temblando.

—¿Qué ocurre? —murmuré al cabo de un rato, sabiendo que no obtendría réplica y que yo conocía la respuesta—. ¿Qué ocurre?

Ella no dijo nada. Transcurridos unos momentos puse la mano en su hombro y descubrí que tenía la piel fría.

—¿Qué ocurre? —musité de nuevo.

Siguió sin responder. Pese a lo sucedido, permanecí con el pene erecto, indiferente ante el trauma que ella experimentaba.

Isobel volvió a acercarse a mí al cabo de un rato y, tumbada, cogió mi mano y la puso en su pecho. Igual que el hombro, estaba frío. El pezón se hallaba contraído y granuloso.

—Adelante. Hazlo —dijo ella.

—¿…hacer qué?

—Ya lo sabes. Lo que tú quieres.

No me moví, sino que me quedé allí con la mano en su pecho, sin deseos de ejecutar ningún movimiento positivo ni hacer lo que ella decía ni apartar mi mano totalmente.

Al no responder yo en modo alguno, ella cogió mi mano otra vez y la llevó bruscamente hasta su entrepierna. Isobel se bajó las bragas con la otra mano y puso la mía en su pubis. Sentí calor, suavidad. Ella comenzó a estremecerse.

Hice el amor con ella inmediatamente. Resultó penoso para los dos. Sin placer. Hicimos muchísimo ruido; tanto, que me atemoricé pensando que sus padres nos oyeran y vinieran a investigar. Al llegar al clímax, mi pene se deslizó en su lugar y parte del semen entró en Isobel, cayendo el resto al suelo.

Me separé en cuanto pude y me tumbé a un lado. Una parte de mi ser permaneció insensible, contemplando con ironía cómo mi experimentada habilidad sexual quedaba reducida a la actitud torpe de un adolescente por el encuentro de una inocencia frígida; otra parte de mi ser yació encogida en el suelo, reacia a moverse…

Al final fue Isobel la que reaccionó primero. Se levantó y encendió la débil luz de la lámpara de mesa. Alcé los ojos hacia ella, viendo desnudo por primera vez su esbelto cuerpo juvenil, despojado por primera vez de misterio sexual. Ella se puso la ropa y me pasó la mía de un puntapié. Me vestí. Nuestras miradas no confluyeron.

En la alfombra donde habíamos estado quedó un pequeño residuo de humedad. Nos esforzamos por eliminarlo con papel de seda, pero permaneció una débil mancha.

Estaba preparado para irme. Isobel se acercó, me musitó al oído que empujara la motocicleta hasta el extremo de la calle antes de ponerla en marcha, luego me besó. Acordamos vernos de nuevo el siguiente fin de semana, íbamos cogidos de la mano cuando salimos del recibidor.

El padre de ella estaba sentado en el peldaño inferior de las escaleras, vestido con un pijama. Parecía estar cansado. Al pasar a su lado no me dijo nada, pero se levantó y asió con fuerza a Isobel por la muñeca. Me fui, poniendo en marcha el motor junto a la casa.

No habíamos utilizado tipo alguno de anticonceptivo. Pese a que Isobel no quedó preñada en aquel coito, el embarazo sobrevino pocas semanas antes de que nos casáramos. A partir de entonces sólo tuvimos relaciones sexuales muy ocasionalmente y, que yo sepa, ella llegó al orgasmo en contadas ocasiones. Después de nacer Sally disminuyó toda dependencia sexual mutua que pudiéramos haber tenido y, a su debido tiempo, me encontré recurriendo a otras mujeres capaces de ofrecerme lo que Isobel no podía.

En los buenos tiempos, yo echaba un vistazo a Isobel a cierta distancia, viendo de nuevo el vestido azul pálido y la juvenil belleza de su semblante, y una amarga pena brotaba de mi interior.

Conforme fueron transcurriendo los días desde el secuestro de las mujeres por soldados africanos, tuve la impresión de que mientras mi búsqueda personal se hacía más vigorosa, la de los otros hombres cedía. Me encontré preguntándome si estábamos yendo de un lugar a otro en la eterna búsqueda de un sitio seguro para acampar y que nos permitiera obtener comida, o si por el contrario seguíamos buscando a nuestras mujeres.

Se las mencionaba cada vez con menos frecuencia y, desde la visita al burdel de Augustin, a veces parecía que ellas no hubieran estado jamás con nosotros. Pero el día posterior a nuestro encuentro con la guerrilla africana algo nos hizo recordar a la fuerza qué podía haberles sucedido.

Llegamos a un grupo de casas que aparecían en el mapa como un villorrio llamado Stowefield. A primera vista no pareció ser diferente de un centenar de otros que habíamos encontrado en el pasado.

Nos aproximamos al villorrio con nuestra precaución acostumbrada, dispuestos a retirarnos inmediatamente si veíamos barricadas.

Que allí se habían levantado barricadas en otra época fue evidente al momento. En la carretera, al lado de la primera casa, había un montón de escombros, apartados para hacer un hueco lo bastante grande como para que pasara por él un camión.

En compañía de Lateef, examiné el terreno detrás del lugar donde se había erigido la barricada y descubrimos varias docenas de cartuchos de escopeta vacíos.

Inspeccionamos todas las viviendas del villorrio y al cabo de media hora determinamos que había sido evacuado. Tuvimos la suerte de encontrar latas de comida en varias de las casas, reponiendo así nuestros víveres.

Especulamos respecto de la identidad de los hombres que habían atacado el pueblo. Tal vez los prejuicios nos impulsaron a la mayoría a suponer que se trataba de africanos, pero sabíamos por experiencia que tal era el tipo de acción que ellos emprenderían contra pequeñas poblaciones provistas de barricadas.

¿Qué había sucedido con los habitantes? No teníamos forma de saberlo. Posteriormente, mientras revisábamos las casas en busca de alojamientos apropiados, uno de los hombres descubrió algo y nos gritó para que nos acercáramos.

Yo llegué con Lateef. Tan pronto vimos qué había allí, él gritó a todo el mundo, diciendo que esperaran abajo. Indicó que yo me quedara.

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