Los cadáveres de cuatro jóvenes mujeres blancas yacían en la habitación del piso superior. Todas estaban desnudas y todas habían sufrido un ataque sexual. Mi corazón empezó a latir apresuradamente en cuanto las vi, ya que la suerte que pudieran haber corrido Sally e Isobel había ocupado un lugar destacado en mi imaginación durante algún tiempo. Sólo fueron precisos dos o tres segundos para determinar que aquellas mujeres eran desconocidas para mí, pero incluso así mi corazón mantuvo un ritmo acelerado en los minutos que siguieron.

Mi alarma inicial pronto se transformó en sobresalto y después en cólera. Todas las mujeres eran jóvenes y físicamente atractivas. Sus muertes se habían producido después de un largo período de agonía desesperada: el tormento estaba fijado en sus expresiones. Todas se encontraban atadas de pies y manos y resultaba evidente que habían luchado para huir de sus ligaduras en sus últimos momentos de vida.

Los hombres que las atacaron habían desfigurado sus cuerpos con bayonetas o cuchillos, atravesándolas una y otra vez en la región de los genitales. Había sangre por todo el piso.

Lateef y yo discutimos lo que deberíamos hacer. Sugerí que las enterráramos, pero a ninguno de nosotros le complacía la tarea de llevar abajo los cadáveres. La alternativa que sugirió Lateef consistía en quemar la casa. El edificio se encontraba apartado de los más próximos y no parecía probable que las llamas se propagaran a los demás.

Bajamos y conversamos con los otros hombres. Dos de ellos habían vomitado y los demás experimentaron enormes náuseas. Se adoptó la sugerencia de Lateef y la casa fue quemada pocos minutos después.

Nos trasladamos al otro extremo del pueblo y levantamos un campamento para pasar la noche.

Yo, por diversas razones, era uno de los pocos hombres que trabajaba en el taller de corte de la fábrica. A despecho de la legislación igualitaria que se había aprobado en los últimos meses de gobierno inmediatamente anterior a la toma de posesión por parte de Tregarth, seguían existiendo numerosos tipos distintos de trabajos que eran exclusivos, o casi exclusivos, de las mujeres. En la industria de los tejidos, el corte es uno de esos trabajos.

Mis colegas masculinos eran el viejo Dave Harman, un pensionista que venía por las mañanas a barrer el suelo y preparar té, y un mozalbete llamado Tony que intentaba flirtear con las mujeres más jóvenes pero que era considerado por todas ellas como un chiquillo descarado. Jamás descubrí su verdadera edad, mas es imposible que tuviera menos de veinte años. Nunca le pregunté cómo vino a trabajar a la fábrica y entre nosotros se desarrolló una especie de entendimiento masculino que nos unificó contra la vulgaridad de las mujeres.

Mi relación personal con las mujeres pasó a ser aceptable en cuanto los problemas iniciales fueron superados.

Por ejemplo, un considerable número de mujeres pensaba que yo había entrado allí como una especie de supervisor o inspector, y siempre que intentaba hablar con ellas me trataban con una fría corrección. Mi refinado hablar académico ayudó un poco a este respecto. En cuanto determiné en mi mente cuál era la probable causa del roce, me costó mucho esfuerzo que ellas supieran mi cargo en el taller de corte. El ambiente se iluminó en gran medida cuando esto quedó claro, aunque todavía hubo algunas mujeres que no pudieron menos de conservar un aire ligeramente distante. Al cabo de algunas semanas las cosas se habían sosegado hasta el punto de que sentí que mi presencia se tomaba como un hecho normal.

Con este sosegamiento vino una creciente vulgaridad de conducta.

En el transcurso de mi vida, relativamente protegida hasta entonces en el sentido de que no me había mezclado con grandes cantidades de obreros, me había mantenido fiel a la hipótesis de que las mujeres constituían el sexo socialmente más reprimido. Por supuesto que podía haber sido la nueva situación nacional la causante de una disminución de la moralidad como reacción contra las recientes leyes represivas, o simplemente que este grupo de mujeres se conocieran unas a otras desde hacía años y procedieran de un mismo ambiente. En cualquier caso, una jornada de trabajo era interrumpida por obscenidades, chistes desagradables y diversas referencias directas e indirectas a mis órganos sexuales o a los de Tony. Este último me explicó en cierta ocasión que, poco antes de mi llegada al taller de corte, una de las mujeres, de una forma medio en broma y medio en serio, había bajado la cremallera de los pantalones de mi compañero e intentado tocarle. Me contó esto de modo espontáneo, aunque advertí que el incidente le había trastornado.

Había varias mujeres de color en el taller de corte y, conforme el problema africano se fue intensificando, las observaba cuando podía para comprobar cómo reaccionaban. Cinco eran indias o pakistaníes y siete de raza africana. Su conducta no mostró cambio alguno frente al problema, aunque durante algunas de las sesiones de burlas más ofensivas advertí que guardaban silencio.

Era mi costumbre en este período tomar como comida los bocadillos que Isobel me preparaba, en parte por ahorrar algún dinero y en parte porque la calidad de los alimentos obtenibles en restaurantes iba deteriorándose considerablemente.

Supe que la compañía no recibía tantos pedidos como en otros tiempos y, en consecuencia, la cantidad de trabajo no nos abrumaba. A raíz de las restricciones gubernamentales ya no fue posible tener una plantilla abundante, excepto a costa de una elevada sanción económica, y nuestro potencial laboral no fue reducido de modo alguno. Poco después de mi ingreso en la empresa, el tiempo que nos daban para comer fue aumentado de hora y media a dos horas, y todavía se prolongó otra media hora después de producidas las primeras divisiones en las fuerzas armadas. La ausencia por enfermedad era incitada por nuestros jefes, aunque después de la supresión temporal de los beneficios de la seguridad social por parte del gobierno, el absentismo era escaso.

Se hizo necesario descubrir maneras de pasar el tiempo libre en compañía de otras personas.

La gente trajo de casa juegos de mesa y barajas. Varias mujeres trajeron cosas tales como bordados o labores de punto y otras se dedicaron a escribir cartas. Por mi parte, usé el tiempo libre para leer, mas descubrí que, si abusaba de la lectura con la tenue iluminación de la sala, me empezaban a doler los ojos. Muy pocos de nosotros se aventuraban a salir fuera durante la hora de la comida. En una o dos ocasiones, algunas de las mujeres salían para ir de compras juntas, pero en general se consideraba muy arriesgado hacer tal cosa habitualmente.

No sé cómo empezó, pero varías de las mujeres usaron el tiempo para reunirse en torno a un banco y jugar sobre una improvisada tabla de escritura espiritista. La primera vez que lo advertí fue un día que yo pasaba por el almacén adjunto con la intención de estirar las piernas. Las mujeres se hallaban en un rincón del almacén. Siete de ellas se sentaban a la mesa en aquel momento y otras diez o veinte permanecían cerca, observando. El indicador que usaban era un vaso de plástico invertido y las letras del alfabeto estaban garrapateadas en trozos de papel alrededor del borde de la mesa.

Una de las mujeres de más edad iba formulando preguntas al aire, mientras el vaso deletreaba las respuestas bajo las puntas de los dedos de las siete participantes. Observé fascinado durante un rato, incapaz de determinar si las mujeres movían el vaso voluntariamente o no. Molesto por mi incapacidad para comprenderlo, me alejé.

En la parte opuesta del almacén, detrás de una pila de rollos de ropa, me topé con Tony y una de las chicas que trabajaban con él.

Aunque ambos jóvenes estaban totalmente vestidos, yacían en la posición normal del coito y él tenía puesta una mano bajo el escote del vestido de la mujer, tocando uno de sus senos. Ninguno de los dos me vio.

Al apartarme del lugar llegó el sonido de varias voces en la tabla de escritura espiritista. Una de las mujeres, una negra, abandonó el grupo y corrió hacia el taller de corte. Pocos segundos después escuché cómo hablaba en voz alta con sus amigas y luego oí la voz de alguien que gritaba.

Al acabar la semana siguiente, todas las mujeres de color habían dejado la empresa.

La casa seguía ardiendo al caer la noche; un resplandor anaranjado a un centenar de metros de distancia.

El talante del grupo había variado sutilmente. Para mí, y supongo que para los demás, el ataque a las cuatro jóvenes representaba una manifestación física de nuestros temores con respecto a nuestras mujeres raptadas. Una cosa es imaginar una atrocidad; y otra muy distinta presenciarla.

Creo que, individualmente, todos estábamos aterrorizados y aturdidos… Pero nuestra reacción trabajando en grupo fue una mayor determinación a no vernos más envueltos en la guerra civil. La búsqueda de las mujeres secuestradas no fue mencionada; por mi parte, lo que había visto en la casa no hizo más que reforzar mi resolución en este sentido. Era Sally la que me preocupaba, porque ella era inocente. Mi hija, no mi esposa, estaba en primer lugar en mi mente.

Al llegar la oscuridad, me separé del principal grupo de hombres y entré en un edificio situado a veinte metros del que habíamos quemado. Detrás de mí hubo un resplandor de madera ardiendo en rescoldos. Las llamas habían cesado ya, pero las brasas seguirían consumiéndose durante horas. Había un dulce olor a humo en el ambiente, obstinadamente agradable.

Me senté solo en un viejo sillón del piso inferior de la casa que yo había ocupado y cavilé lo que haría por la mañana.

Pasó el tiempo. Percibí el sonido de motores, pero quise ignorarlo. El ruido aumentó hasta anegar mis pensamientos. Salté del sillón y corrí por la casa hacia el pequeño jardín de la parte trasera.

El cielo estaba limpio de nubes y un cuarto de luna vertía luz suficiente para distinguir el suelo. Yo había estado sentado a oscuras dentro de la casa (como era nuestra costumbre cuando ocupábamos temporalmente una propiedad evacuada) y mis ojos se adaptaron al instante.

Sólo tardé un par de segundos en localizar la fuente del sonido: era una formación de helicópteros que volaba a baja altura y poca velocidad en el horizonte sur, en una dirección que iba a conducirlos sobre el villorrio. Conforme se aproximaban, me agaché y mi mano aferró el rifle. Los conté mientras pasaban por encima de mi cabeza: había doce. Redujeron aún más la velocidad en los siguientes momentos y aterrizaron en uno de los campos cercanos al pueblo.

Desde donde yo me encontraba no logré verlos. Me puse de pie y atisbé por encima de la valla. Oí los motores marchando en vacío, un sonido débil, un sordo rugido.

Aguardé.

Durante otros diez minutos permanecí inmóvil, pensando en si debía unirme de nuevo a los otros. No había forma de saber por qué los helicópteros estaban aquí, o si conocían nuestra presencia. Era improbable que no hubieran visto los restos humeantes de la casa.

Con una violencia que me sobresaltó, se produjo una ráfaga de disparos no muy lejos, y dos o tres explosiones fuertes. Por la dirección de los destellos supuse que procedían del lado más alejado de un gran bosque que yo había visto antes, extendido junto a la carretera principal a kilómetro y medio del villorrio. Hubo más disparos y más explosiones. Distinguí un lanzallamas que echaba fuego blanco y luego una bengala Very de color rojo disparada hacia el cielo en dirección del bosque.

Los helicópteros despegaron casi inmediatamente, todavía conservando su formación. Tomaron altura con rapidez y viraron hacia el bosque. Desaparecieron a la vista, aunque el sonido de sus motores siguió siendo claro.

Escuché un movimiento detrás de mí: la puerta de la casa se abrió y cerró.

—¿Eres tú, Whitman?

Distinguí la oscura figura de otro hombre. Al acercarse a mí vi que se trataba de Olderton, un individuo con el que hasta entonces sólo había mantenido un contacto superficial.

—Sí. ¿Qué está pasando?

—Nadie lo sabe. Lateef me envió a buscarte. ¿Qué diablos estás haciendo?

Le expliqué que había estado buscando comida y que volvería al campamento principal en pocos minutos.

—Será mejor que vuelvas ahora —dijo Olderton—. Lateef está hablando de irnos de aquí. Piensa que estamos muy cerca de la carretera principal.

—Creo que deberíamos saber qué ocurre antes de movernos.

—Eso le incumbe a Lateef.

—¿Ah, sí? —por ninguna razón que yo pudiera determinar en aquel momento sentí una traza de rebeldía a que me dijeran qué hacer. En cualquier caso, no quise discutir con Olderton.

El sonido de los helicópteros en la distancia asumió un nuevo tono y volvimos a donde yo había estado antes, mirando a través de los campos en dirección al bosque.

—¿Dónde están? —preguntó Olderton.

—No los veo.

Se produjo una ráfaga de disparos, luego un silbido agudo, penetrante, seguido inmediatamente por cuatro explosiones casi simultáneas. Una brillante bola de fuego se levantó en el bosque, después empequeñeció. Escuché más disparos, a continuación un helicóptero rugió sobre el villorrio. Hubo otro sonido sibilante y otras cuatro explosiones. La secuencia se repitió de nuevo cuando el segundo helicóptero pasó por encima.

—Cohetes —musitó Olderton—. Van detrás de algo en la carretera principal.

—¿Quiénes son?

—Lateef pensaba que eran africanos. Dijo que los helicópteros tenían aspecto de rusos.

Las andanadas continuaron sobre la carretera principal. Los helicópteros estaban cronometrados con exactitud total. Cuando se extinguía la explosión de una serie de cohetes entraba en acción otro helicóptero y proseguía el ataque. Mientras tanto, disparos de armas de fuego martilleaban desde el suelo.

—Creo que son esos guerrilleros —dije de repente—, los de ayer… Tienen algo emboscado en la carretera principal.

Olderton no replicó. Cuanto más pensaba en ello, más probable me parecía. Los negros habían estado ocultando algo, en eso todos habíamos estado de acuerdo. Si los helicópteros lanzacohetes eran de procedencia rusa y estaban tripulados por africanos, como Lateef sugería, entonces todo encajaba.

La batalla continuó durante algunos minutos más. Olderton y yo observamos todo lo que pudimos, viendo únicamente la llamarada de las explosiones y a los lanzacohetes cuando volaban por encima después de sus pasadas. Me encontré contando los ataques que realizaban. Tras del duodécimo, se produjo una ligera pausa y oímos cómo los helicópteros se reagrupaban en la distancia. Luego uno de los aparatos sobrevoló el bosque otra vez, en esta ocasión sin disparar ninguno de sus cohetes. Ascendió en ángulo abrupto, a continuación marchó a reunirse con el resto. Aguardamos de nuevo. Del bosque surgía un resplandor constante de color naranja y el ocasional sonido de una breve explosión. Al parecer, no habría más disparos.

—Creo que se ha terminado —dije.

—Todavía queda uno —dijo Olderton.

Los ruidos me dieron la impresión de que la escuadrilla de lanzacohetes se alejaba, pues no había uniformidad en el sonido de los motores. Seguí observando a mi alrededor, mas no vi rastro alguno de los helicópteros.

—¡Ahí está! —dijo Olderton, señalando hacia la derecha. Apenas distinguí su forma. Se movía lentamente y cerca del suelo. No poseía luces de navegación. Vino hacia nosotros resueltamente y yo, de un modo irracional, pensé que nos estaba buscando. Mi corazón comenzó a latir con rapidez.

El helicóptero sobrevoló el campo frente a nosotros, después giró y, elevándose ligeramente, pasó directamente sobre nuestras cabezas. Al llegar a los restos humeantes de la casa, al otro lado de la carretera, el aparato quedó en suspenso.

Olderton y yo regresamos al interior de nuestra casa, subimos las escaleras y contemplamos el helicóptero. Se hallaba a unos seis metros por encima de las ruinas calcinadas y el movimiento de sus hélices hacía que las cenizas se esparcieran por la tierra. Las llamas volvieron a prender en algunos maderos y el humo ascendió en remolinos y llegó hasta nosotros.

Con el resplandor del suelo pude ver con claridad la cabina del helicóptero. Alcé el rifle, apunté cuidadosamente y disparé.

Olderton se abalanzó hacia mí y desvió el cañón de un golpe.

—¡Bastardo estúpido! —dijo—. Ahora sabrán que estamos aquí.

—No me importa —dije, mientras seguía observando el helicóptero.

Por un momento pensé que mi disparo no había causado efecto alguno. Luego el motor del aparato aceleró bruscamente y éste ascendió. La cola giró, se detuvo, giró de nuevo. El helicóptero siguió subiendo, pero moviéndose de lado, alejándose de nosotros. El motor rugía. Vi que el helicóptero contenía su movimiento lateral, mas entonces experimentó otra sacudida. Se deslizó sobre el abrasado edificio y desapareció de la vista. Dos segundos después hubo un violento estampido.

—Eres un hijo de puta, un estúpido bastardo —repitió Olderton—. Los otros regresarán para averiguar lo sucedido.

No dije nada. Aguardamos.

Durante el período en que Isobel nos abandonó, Sally y yo estuvimos en un estado de continuo miedo y desorientación. Creo que ello fue debido a que se trataba de la primera manifestación en términos personales de la crisis real: el derrumbe de todos los aspectos de la vida que habíamos conocido ante? del principio de la contienda. Yo sabía que Sally no lo consideraría así; igual que todos los niños, su pesadumbre emanaba principalmente de consideraciones personales.

La ausencia de Isobel indujo en mí ciertas reacciones inesperadas. En primer lugar, experimenté punzadas muy definidas de celos sexuales. En el tiempo que llevábamos de casados, lo sabía perfectamente, Isobel había dispuesto tanto de la oportunidad como del motivo para tener un amante. Con todo, en ningún instante había sospechado que ella hiciera tal cosa. Con la actual incertidumbre, no obstante, descubrí que mis pensamientos solían volverse hacia ella.

En segundo lugar, pese a todo el conflicto que habíamos sufrido, me encontré con que echaba de menos su compañía, por muy negativa que me hubiera resultado tan a menudo.

Isobel y yo habíamos sido conscientes del futuro, de lo que habría sucedido cuando Sally creciera y nos dejara. En la práctica, nuestro matrimonio habría terminado en ese momento, aunque de hecho jamás había empezado.

A solas con Sally en la campiña, pareció como si el curso previsible de nuestra vida hubiera concluido bruscamente, como si a partir de ahora fuera imposible planear cosa alguna, como si la vida hubiera terminado, como si el futuro fuera el pasado.

Transcurrió una hora, durante la cual Lateef y los demás se reunieron con nosotros. La noche estaba tranquila, con sólo la tenue llama vacilante del bosque demostrando que por algunos minutos la guerra se había desarrollado a nuestro alrededor.

Descubrí que me hallaba en una posición ambivalente. Pese a que detecté un aura de envidioso respeto por haber derribado el helicóptero, Lateef y algunos de los otros afirmaron sin ambages que había sido un acto falto de inteligencia. El temor a las represalias era siempre grande y, si los otros lanzacohetes se hubieran enterado de mi acción, era probable que ya hubieran atacado el villorrio.

Puesto que ya había pasado el momento de la acción y el subsiguiente período de mayor peligro, logré pensar con objetividad en lo que yo había hecho.

En primer lugar, estaba convencido de que los pilotos de los lanzacohetes eran africanos o simpatizantes de éstos. Y dado que se admitía en general que, a despecho de prejuicios raciales o nacionalistas, los africanos participantes eran el único enemigo común, en mi caso particular disparar el rifle había representado para mí un gesto de mi reacción individual ante el secuestro de las mujeres. En esto seguía creyendo que difería de los otros hombres, aunque podría objetarse que, puesto que poseía el único rifle, yo era el único en condiciones de adoptar una actitud así. En todo caso, yo había obtenido un curioso placer del incidente, ya que había significado mi primera participación real en la guerra. A partir de ese momento me había comprometido.

Hubo cierta discusión en cuanto a nuestro siguiente paso. Me encontraba fatigado y me habría gustado irme a dormir. Pero los demás se hallaban debatiendo sobre si debíamos visitar el helicóptero abatido o hacer una caminata a través del bosque e investigar el objetivo del ataque de los africanos.

—Me opongo a las dos cosas —dije—. Durmamos un poco y salgamos antes del amanecer.

—No, no podemos arriesgamos a dormir aquí. Es muy peligroso —dijo Lateef—. Tenemos que movernos, pero nos hace falta traficar para conseguir comida. Deberemos coger lo que podamos del helicóptero y después irnos tan lejos como sea posible.

Un hombre llamado Collins sugirió que tal vez habría cosas más valiosas en el bosque, y varios otros estuvieron de acuerdo con él. Todo lo que fuera considerado blanco valioso por las fuerzas militares representaba para nosotros una fuente potencial de mercancías intercambiables. Al final se acordó que romperíamos con nuestra política normal y nos separaríamos. Lateef, yo y otros dos nos acercaríamos al helicóptero abatido; Collins y Olderton llevarían al resto de los hombres hasta el bosque. El grupo que terminara antes debía unirse al otro.

Regresamos al campamento al otro extremo del villorrio, recogimos nuestro equipo y nos separamos según lo planeado.

El helicóptero se había estrellado en un campo detrás de la casa quemada. No se había producido explosión al chocar con el suelo, como tampoco había ardido el aparato. El estado de todo posible tripulante que fuera a bordo constituía el riesgo mayor. Si habían muerto en la caída, todo iría bien desde nuestro punto de vista. Por otro lado, si alguno de ellos seguía con vida podríamos encontrarnos en una situación extremadamente precaria.

No hablamos mientras avanzábamos hacia el aparato. Al llegar al borde del campo vimos la silueta del vehículo accidentado, como un enorme insecto aplastado. Parecía no haber movimiento alguno, pero por si acaso estuvimos observando durante varios minutos. Entonces Lateef murmuró:

—Adelante.

Y nos arrastramos hacia adelante. Yo tenía el rifle preparado, aunque todavía dudaba en mi interior si tendría agallas o no para dispararlo de nuevo. El uso que Lateef hacía de mí como ayudante armado me recordó de modo desagradable el incidente de la barricada.

Los últimos treinta o cuarenta metros los recorrimos sobre nuestras barrigas, gateando con lentitud, preparados para cualquier cosa. Conforme nos acercábamos al aparato accidentado comprendíamos que, en caso de que alguien estuviera todavía en el interior, no se hallaría en condiciones de representar una amenaza para nosotros. La estructura principal se había hundido y una de las paletas de la hélice había penetrado en la cabina del piloto.

Llegamos al helicóptero sin problemas y nos pusimos de pie. Caminamos en torno a él precavidamente, tratando de ver si había algo que pudiéramos sacar de entre los restos. Era difícil saberlo en la oscuridad.

—Aquí no hay nada para nosotros —dije a Lateef—. Si fuera de día…

Al hablar yo, escuchamos un movimiento dentro y nos apartamos al momento, agazapándonos cautelosamente en la hierba. Del interior surgió la voz de un hombre, que hablaba jadeando y entrecortadamente.

—¿Qué está diciendo? —preguntó uno de los hombres.

Prestamos atención de nuevo, mas no logramos entender nada. Luego reconocí el idioma como el swahili, aunque yo no tenía conocimientos de esa lengua, su sonido me resultaba familiar, ya que la mayoría de las emisiones radiofónicas que había escuchado en los últimos meses habían sido repetidas en swahili. Se trata de un idioma confuso, difícil para oídos europeos.

Ninguno de nosotros necesitaba hablar ese idioma para saber de forma instintiva qué decía aquel hombre. Estaba atrapado y herido.

Lateef sacó su linterna y la encendió sobre el vehículo destruido. Procuraba mantener el rayo de luz hacia abajo, en el intento de evitar ser visto por alguien que pudiera encontrarse en las cercanías.

Por un momento fuimos incapaces de distinguir formas coherentes, aunque en un trozo de metal relativamente intacto acertamos a ver una instrucción en alfabeto cirílico. Nos acercamos más y Lateef iluminó el interior con la linterna. Después de un instante vimos un negro que yacía entre el metal destrozado. Estaba empapado en sangre. Dijo algo por segunda vez y Lateef apagó la linterna.

—Tendremos que abandonarle —dijo—. No podemos meternos ahí dentro.

—Pero, ¿y el hombre? —pregunté.

—No lo sé. No podemos hacer gran cosa.

—¿No podríamos tratar de sacarlo de allí?

Lateef encendió su linterna de nuevo y alumbró los restos del helicóptero. El lugar donde yacía el individuo estaba casi completamente rodeado de grandes fragmentos de la cabina y el fuselaje. Para retirarlos se habría precisado de equipo pesado.

—Ni una sola esperanza —dijo Lateef.

—No podemos abandonarlo.

—Temo que deberemos hacerlo —Lateef volvió a meterse la linterna en el bolsillo—. Vámonos, no podemos quedarnos aquí. Estamos demasiado expuestos.

—¡Lateef, tenemos que hacer algo por ese hombre! —dije.

Se volvió, se acercó a mí y permaneció a corta distancia.

—Escucha, Whitman —dijo—. Ya puedes ver que es imposible hacer nada. Si no te gusta la sangre, no deberías haber disparado contra este jodido aparato, ¿no crees?

Para acortar la discusión, puesto que no me gustó el nuevo tono de su voz, dije:

—Muy bien.

—Tú tienes el rifle —prosiguió—. Úsalo, si es eso lo que deseas.

El y los otros dos hombres se pusieron a andar por el campo en dirección a las casas.

—Ya os alcanzaré —dije—. Voy a ver qué puedo hacer.

Nadie replicó.

Sólo fue cuestión de segundos establecer que lo dicho por Lateef era sustancialmente cierto. No había forma de liberar al africano. Dentro del helicóptero, su voz seguía subiendo y bajando, interrumpida por súbitas aspiraciones. De haber tenido una linterna, habría iluminado el interior con ella para volver a mirar al individuo. De todas formas, me sentí aliviado de no estar en situación de hacer tal cosa. En lugar de eso, alcé el cañón del rifle en el aire y lo apunté en la dirección aproximada donde había visto la cara del hombre.

E hice una pausa…

No tenía deseos de matarlo, ninguna emoción interna me había impulsado a disparar inicialmente al helicóptero. El hecho de que estuviera frente a un africano —y que apenas era concebible que este hombre pudiera estar indirectamente relacionado con los secuestradores de Sally e Isobel— resultaba irrelevante. Consideraciones prácticas, como el riesgo de llamar la atención de otras tropas situadas en la zona con el sonido del disparo, fueron ignoradas de modo similar. El hecho era que la acción física de apretar el gatillo y matar al hombre constituía un acto demasiado positivo…, un acto que reafirmaría mi compromiso.

Y con todo, el instinto humano que había en mí, el que en un principio me había mantenido allí, objetaba que matar al hombre rápidamente sería mejor en forma marginal que dejarle morir allí.

Un pensamiento definitivo fue que yo no tenía manera de saber cuan gravemente podía estar herido el individuo. Lo descubriría por la mañana y, si seguía vivo, entonces tal vez se salvara. Si existía tal posibilidad, cualquier acto arbitrario que yo ejecutara aquí resultaría inapropiado.

Aparté el rifle, me puse en pie y di dos pasos. Luego levanté el cañón y disparé dos veces al aire.

La voz que salía del helicóptero accidentado cesó.

A los dos años del nacimiento de Sally mi relación con Isobel se había desintegrado virtualmente. Aprendimos a soportarnos mutuamente; nos acostumbramos a tener aversión al sonido de la voz del otro, la visión del rostro del otro, el contacto de nuestras espaldas cuando estábamos en la cama…

Mi amigo explicó que el propósito de las nuevas leyes no consistía en perseguir a los emigrantes africanos, sino en protegerlos. Dijo que el gobierno adoptaba la perspectiva de que ellos estaban a nuestra merced en esencia, y que debíamos tratarlos como subordinados temporales más que como intrusos inoportunos. La población del país no debía dejarse llevar por el pánico a acciones desconsideradas ante la visión de unos pocos extraños que pudieran ir armados. Como emigrantes ilegales sólo podían actuar fuera de la ley durante el tiempo que la ley precisara para detenerles. Este era el propósito de conjunto de la nueva Ley de Orden.

Objeté que había oído hablar de numerosos relatos de persecución, ultraje, asesinato y secuestro. Había el caso de tortura de Cortón, muy divulgado, en que diez mujeres africanas habían sido sistemáticamente degradadas, violadas, mutiladas y finalmente asesinadas.

Mi amigo estuvo de acuerdo conmigo y dijo que éste era precisamente el tipo de atrocidad que la nueva ley pretendía evitar. Restringiendo los derechos y movimientos de los extranjeros, éstos dispondrían en un grado mucho mayor de protección oficial, siempre que ellos mismos se sometieran a las diversas reglamentaciones. El hecho de que hasta entonces la mayoría de africanos hubiese rechazado tal protección constituía sólo otra indicación de su esencial calidad de extranjeros.

Mi amigo continuó recordándome la anterior carrera política de John Tregarth, cuando éste, incluso como diputado novel independiente, se había ganado un nombre por su loable política de patriotismo, nacionalismo y pureza racial. Fue una medida de su sinceridad el que se hubiera aferrado a sus puntos de vista incluso durante la fase temporal de xenofilia neoliberal que precedió a la situación crítica. Ahora que ya había ascendido a la presidencia, la nación comprobaría que su sagacidad al elegir al partido de Tregarth para ocupar el gobierno recibiría su recompensa.

Yo dije tener la impresión de que Tregarth había llegado al poder gracias al patrocinio de diversos intereses comerciales que habían soportado los gastos de la campaña.

De nuevo mi amigo se mostró de acuerdo conmigo, señalando que la creación de un partido político completamente nuevo era una tarea muy costosa. El hecho de que Tregarth sólo hubiera sido derrotado en unas elecciones generales antes de entrar en funciones constituía otra prueba de su inmensa popularidad.

Yo objeté que si Tregarth había ganado partidarios era únicamente por haber dividido a la oposición existente.

Quedamos en silencio durante un rato, sabiendo que las diferencias políticas podían dañar una amistad si no se discutían cordialmente. No me importaba la forma en que la situación actual estaba afectando mi vida. Pensaba que mis días de participación política habían finalizado al terminar mis estudios, pero ahora vi con mis propios ojos los efectos humanos del extremismo político.

Mi amigo me recordó que Tregarth había llegado al poder varios meses antes del inicio del problema africano y que no podía hablarse de discriminación racial en la manera como se trataba en aquel momento la situación crítica. Una difícil sucesión de circunstancias debía ser tratada con firmeza y en cuanto a los declarados motivos humanitarios expresados por ciertas fuentes, era un hecho inamovible que los africanos eran hostiles y peligrosos extranjeros y debían ser tratados como tales.

Alcancé a Lateef y los otros dos en el pueblo y nos dirigimos hacia el bosque. Lateef no comentó nada sobre el hombre del helicóptero. Era evidente que yo había sobrestimado la importancia del incidente.

Al salir del villorrio y tomar la carretera principal que discurría en medio del bosque, uno de los hombres de más edad que había ido con Collins se nos acercó excitado.

—¡En el bosque! ¡Collins dice que es allí!

—¿De qué se trata? —preguntó Lateef.

—Me ha enviado a buscaros. Los hemos encontrado.

Lateef lo apartó y marchó rápidamente en la dirección de las llamas. Mientras yo lo seguía, miré mi reloj de pulsera, levantando la esfera para captar algo de luz de la luna. Casi no pude distinguir la hora: eran las tres y media. Yo iba fatigándome más a cada instante que pasaba y no creía que levantáramos otro campamento antes de una hora, como mínimo. Habíamos descubierto que resultaba peligroso dormir durante el día, a menos que lográramos encontrar un lugar bien resguardado.

Al llegar al límite del bosque noté que mis pulmones se llenaban de humo. El olor no me era familiar, parecía una mezcla de numerosos incendios. No obstante, la pestilencia de la cordita dominaba el resto de los olores; el olor a guerra, el hedor de un cartucho gastado.

Nos aproximamos al escenario de la emboscada. Un pesado camión agrícola había sido cruzado en la carretera. A veinte metros de distancia se hallaban los restos del vehículo que iba en cabeza del convoy. Al menos había recibido un impacto directo de los cohetes de los helicópteros y apenas era reconocible como un vehículo. Detrás de éste se encontraban los restos de varios camiones más: sólo conté siete, aunque después oí decir a Lateef que habían sido doce. Cómo había tenido acceso a esta información, no lo sé. En todo caso, cuatro camiones aún estaban ardiendo. A ambos lados de la carretera, la maleza había resultado incendiada por las explosiones y el humo que brotaba de ella se mezclaba con el de los vehículos. No hacía excesivo viento y en la zona de los camiones el aire era prácticamente irrespirable.

Permanecí junto a Lateef. Estábamos tratando de distinguir a qué bando habían pertenecido los camiones; en esta guerra civil no declarada, las fuerzas rivales raramente exhibían colores y no era usual ver algún vehículo que llevara señales de identificación. En buena lógica, los camiones habían sido conducidos por tropas nacionalistas o partidarias del gobierno, y a que se había demostrado que los helicópteros estaban pilotados por africanos, pero no existía modo alguno de asegurarlo. Yo pensé que los camiones tenían aspecto de haber sido americanos, pero ninguno de nosotros estaba seguro.

Un hombre salió de entre el humo y se nos acercó. A la luz anaranjada de las llamas vimos que se trataba de Collins. Había atado un trozo de tela en torno a su nariz y boca y jadeaba.

—Creo que era un convoy de suministros nacionalista, Lat —nos gritó.

—¿…algo para nosotros? —preguntó Lateef.

—Nada de comida. Y no demasiadas cosas. Pero ven y mira qué hemos encontrado.

Lateef sacó un trapo de su bolsillo y lo ató en torno a su cara. Seguí su ejemplo. Una vez preparados, Collins nos llevó junto a los restos de los dos primeros camiones y se detuvo en los del tercero. Este último no ardía.

Era obvio que un cohete había caído justo delante del vehículo, destrozando la cabina del conductor, pero sin prender fuego a la estructura principal. El camión había entrado en colisión después con el que iba delante, el cual había empezado a arder con anterioridad pero sin afectar al otro. El camión inmediatamente posterior había sido víctima de un impacto directo y sus restos humeaban. Ocho o nueve de nuestros hombres permanecían alrededor, mirando expectantes a Lateef.

Collins señaló con un gesto una caja de madera que estaba tirada en tierra.

—Encontramos esto en el camión.

Lateef se arrodilló ante la caja, metió el brazo dentro y sacó un rifle. Lo dejó en el suelo.

—¿Hay más de éstos?

—Abundan.

En aquel mismo instante explotó un camión a cincuenta metros de nosotros y todos nos agazapamos defensivamente.

Yo tenía en las manos mi rifle e instintivamente me aparté hacia los árboles más cercanos. Observé a Lateef, que miró a su alrededor. Oí que decía:

—¿Hay municiones?

—Sí.

—Cogedlo todo deprisa. Tanto como podamos llevarnos. ¡Kelk! —uno de los hombres avanzó—. Consigue un carro de mano. Vacíalo de todo lo que tenga. Pondremos los rifles ahí.

Retrocedí más hacia los árboles, repentinamente vuelto un observador.

Se me ocurrió que si el camión de las municiones explotaba, entonces todos los hombres cercanos morirían probablemente. Noté cómo buena parte de la hierba y maleza que rodeaba al camión se hallaba ennegrecida por el calor y cómo las chispas de otros camiones flotaban hasta las inmediaciones. Me pregunté si quedaría mucho aceite pesado en el camión o si en la vecindad habría algún cohete que no hubiera explotado. Era posible que los rifles y las balas para ellos no fueran los únicos explosivos que contenía el vehículo y que algunos de ellos explotaran simplemente por ser indebidamente manejados. Aunque mis temores tenían fundamentos lógicos, también había un elemento de irracionalidad…, una sensación, tal vez supersticiosa de que si me movía para ayudar a los demás, provocaría de algún modo el desastre.

Permanecí entre los árboles, con el rifle innecesariamente en mis manos.

En un momento dado, Lateef dejó a los otros y se puso de espaldas al camión, mirando hacia los árboles donde me hallaba. Gritó mi nombre.

Esperé a que se terminara la carga a satisfacción de Lateef. Luego, cuando ellos empujaron el carro para alejarse, los seguí a una distancia discreta hasta que se eligió un lugar para acampar a ochocientos metros del convoy emboscado. Me excusé ante Lateef diciendo que había creído ver una figura acechando en el bosque y que había investigado. Lateef se mostró disgustado y, para apaciguarle, me ofrecí a hacer la primera guardia junto a las armas.

Otro de los hombres, Pardoe, fue designado para compartir la guardia conmigo, la cual debía durar un par de horas.

Por la mañana, todos los hombres recibieron un rifle y balas. Los restantes fueron guardados en el carro de mano.

En las semanas que siguieron Sally y yo estuvimos solos. Por algún tiempo continuamos viviendo en nuestra tienda de campaña, pero finalmente tuvimos la suerte de encontrar una granja donde se nos permitió alojarnos en una de las cabañas de los obreros. El matrimonio que vivía en la granja era una pareja de ancianos y se preocupó poco por nosotros. No pagamos alquiler y, a cambio de ayudar en el trabajo de la propiedad, nos dieron comida.

En este período gozamos de una apariencia de seguridad, aunque jamás pudimos olvidar la creciente actividad militar en la campiña.

La zona se hallaba bajo control de las fuerzas nacionalistas y la misma granja estaba considerada como estratégica. De vez en cuando algunos hombres acudían a colaborar en el trabajo y se erigió una batería antiaérea en uno de los campos externos de la granja, pero nunca, que yo sepa, fue usada.

Al principio, yo había mostrado un interés abrumador por el desarrollo de la guerra civil, pero pronto aprendí a refrenarlo. Solamente en una ocasión hablé de la situación política con el granjero y supe que él no deseaba discutir de ello, o era incapaz de hacerlo. Me dijo que en otro tiempo había tenido televisión y radio, pero que el ejército se había llevado los aparatos. Su teléfono no funcionaba. Su único acceso a la información era a través del periódico tabloide del ejército, que era distribuido gratuitamente a todos los civiles. Sus reuniones ocasionales con otros granjeros no eran informativas, puesto que todos ellos se encontraban en situación similar.

Hablé varias veces con los soldados que trabajaban en la granja. Tampoco en este caso me enteré de excesivas cosas. Resultaba claro que se les había ordenado no hablar con los civiles sobre el desarrollo de la guerra y, pese a que la norma no era seguida estrictamente, era obvio que buena parte de su conocimiento consistía en la propaganda emitida por sus superiores.

Una noche, a principios de octubre, la granja fue el blanco de un ataque de fuerzas enemigas. Ante la primera pasada del avión de reconocimiento, llevé a Sally al mejor refugio disponible: una pocilga no utilizada que tenía la ventaja de estar construida con sólidas paredes de ladrillo. Y nos quedamos allí hasta que acabó el ataque.

Nuestra cabaña no resultó dañada, pero la casa del granjero quedó destruida. El matrimonio no apareció.

El jefe de las tropas nacionalistas visitó la granja por la mañana y se llevó lo que quedaba del equipo que había sido descargado allí. La batería antiaérea fue abandonada.

Por ningún motivo mejor que la desgana a desarraigarnos, Sally y yo permanecimos en la cabaña. Aunque percibíamos lo precario de nuestra situación, la perspectiva de vivir una vez más bajo una lona no lograba seducirnos. Aquel mismo día, más tarde, la granja fue ocupada por un destacamento de soldados africanos y secesionistas unificados y fuimos interrogados en detalle por el teniente africano que estaba al mando.

Observamos a los soldados con gran interés, ya que la visión de hombres blancos luchando realmente al lado de los africanos nos resultó nueva.

Eran cuarenta hombres en total. Unos quince de ellos, de piel blanca. Los dos oficiales eran africanos, pero uno de los suboficiales era blanco. La disciplina pareció ser excelente y fuimos bien tratados. Se nos permitió permanecer temporalmente en la cabaña.

La granja fue visitada por un oficial secesionista de alto rango a lo largo del día siguiente. No necesité más que verle, y lo reconocí gracias a las fotografías que habían sido publicadas con regularidad en el tabloide nacionalista. Se llamaba Lionel Coulsden y antes de la guerra había sido un eminente defensor de los derechos civiles. Durante el período de infiltración africana en la propiedad privada de las ciudades, él había renovado el grado que anteriormente ostentaba en el ejército y con el estallido de manifiestas hostilidades militares había sido uno de los líderes de la secesión en favor de la causa africana. Ahora era coronel del ejército rebelde y se hallaba bajo sentencia de muerte.

Habló personalmente con Sally y conmigo y explicó que deberíamos marcharnos. Se preveía un contraataque nacionalista en breve y nuestras vidas se encontrarían en peligro. Me ofreció un cargo inmediato en las fuerzas secesionistas, mas lo rechacé, explicando que debía pensar en Sally.

Antes de marcharnos me entregó una hoja de papel que explicaba en un lenguaje sencillo los objetivos a largo plazo de la causa secesionista.

Estos eran la restauración de la ley y el orden; amnistía inmediata para todos los participantes nacionalistas; regreso a la monarquía parlamentaria que había existido antes de la guerra civil; restitución del poder judicial; programa de alojamiento de urgencia para civiles desplazados y ciudadanía británica total para todos los emigrantes africanos contemporáneos.

Fuimos transportados en camión hasta un pueblo situado a trece kilómetros de la granja, que según se nos dijo, se hallaba en territorio liberado. Notamos que había un pequeño campamento militar africano en las cercanías y recurrimos a sus hombres para que nos ayudaran a encontrar algún lugar donde alojarnos temporalmente. No fuimos recibidos con la afabilidad desplegada por el coronel secesionista y se nos amenazó con el encarcelamiento. Partimos al momento.

El pueblo era un lugar singularmente hostil y experimentamos desconfianza y enemistad por parte de las pocas personas que encontramos. Aquella noche dormimos bajo tienda en un campo de la ladera de una colina, cinco kilómetros al oeste del pueblo. Escuché que Sally lloraba.

Una semana después encontramos una casa que se alzaba en un terreno solitario, cerca de una carretera de primer orden, pero resguardada de ésta por un bosque. Nos acercamos a ella cautelosamente y, si bien fuimos recibidos con cierto recelo inicial, al menos no nos echaron. La casa estaba ocupada por un joven matrimonio que nos permitió refugiarnos en su compañía hasta que localizáramos un acomodo alternativo. Nos quedamos allí tres semanas.

Era la primera vez que veía a Lateef asustado.

Todos estábamos cansados después de los acontecimientos de la noche y nuestros nervios se hallaban consecuentemente tensos. Lateef, en particular, delataba la tensión que sentía; incapaz de decidir si debíamos o no seguir andando, rondaba de aquí para allá aferrando su nuevo rifle, como si el hecho de soltarlo fuera a minar su autoridad. El resto de nosotros le observaba con intranquilidad. No nos había gustado la personalidad manifestada en él por este último incidente.

Yo estaba enfrascado en mis propias dudas, porque en mi interior se desarrollaba una sensación de alarma generada por nuestra adquisición de las armas. Ya había alcanzado a escuchar una observación respecto de formar una organización guerrillera efectiva contra los africanos. Había oído la expresión “bastardos negros” usada ahora en más ocasiones que nunca, incluidas las horas de venganza a raíz del rapto de las mujeres.

Lateef se hallaba en el foco de mis temores, así como el talante del resto de los hombres. Ahora, como nunca antes, daba la sensación de que nuestras acciones serían determinadas solamente por él.

El detalle de Lateef que ocasionaba mi recelo era la aparente indecisión del individuo. El mismo estaba asustado: asustado de permanecer ahí, en el campamento que habíamos levantado a menos de ochocientos metros del convoy emboscado, y sin embargo incapaz de reunir valor para proseguir marchando.

Ambos temores eran comprensibles. Permanecer tan cerca del escenario del ataque representaba exponerse a ser descubiertos por cualquier destacamento enviado a investigar. Pero movernos, cargados como estábamos con tantos rifles, sería desastroso en caso de que fuéramos avistados por cualquiera de las fuerzas militares participantes. Correspondía a Lateef guiarnos, y aunque en ese momento esperábamos sus órdenes, estaba implícito que en el caso de fracasar en su gestión le sustituiríamos.

Por el momento nos quedamos donde estábamos, como si al no actuar tuviéramos al menos algo similar a una decisión.

Junto con tres de los demás efectué un inventario de los rifles que poseíamos. Aparte de los que llevábamos todos nosotros, disponíamos de doce cajas de madera. En cada una de las cajas había seis rifles. También había varias cajas de municiones. En conjunto, el montón de armamento era casi más de lo que podíamos manipular. Habíamos cargado la mayor parte en nuestros carros de mano, pero estaba claro que tal arreglo no podía ser permanente.

Eché una ojeada a los tres hombres sentados en un grupo discordante entre los árboles, con los nuevos rifles pegados al costado de cada uno. Miré más allá del lugar donde estaban, hacia Lateef, perdido en sus pensamientos personales…

En las semanas recientes sentí que, de entre todos los hombres, yo me había hecho más allegado a Lateef. Al cabo de un rato, me acerqué a él. No le gustó ser interrumpido, en especial por mí. Comprendí al instante que había cometido un error básico de juicio y que debía haber permanecido con los otros hombres.

—¿Dónde diablos estabas la última noche? —preguntó.

—Ya te expliqué lo sucedido. Creí ver a alguien.

—Tenías que habérmelo dicho. Si hubieran sido los africanos, te habrían matado.

—Pensé que estábamos en peligro —dije—. Tenía mi rifle y yo era el único capaz de defenderse —no quise decirle la verdad.

—Ahora todos tenemos rifles. No hace falta que emprendas peligrosas misiones en nuestro provecho. Podemos cuidar de nosotros mismos. Muy agradecido, Whitman.

El tono de su voz no fue simplemente amargo. Fue de impaciencia, de irritación, de aturdimiento. Su mente se hallaba en otra parte; al acercarme a hablar con él sólo había conseguido recordarle lo sucedido la noche anterior, algo que no ocupaba una posición predominante en su pensamiento.

—Tienes todos los rifles que necesitas —dije—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—¿Qué te gustaría a ti hacer con ellos?

—Creo que deberíamos tirarlos. Nos causarán más problemas que los que pueden resolver.

—No… No voy a tirarlos. Tengo otras ideas.

—¿Qué ideas? —pregunté yo.

Lateef agitó su cabeza lentamente, sonriéndome con ironía. —Dime una cosa. ¿Para qué los utilizarías, suponiendo que tuvieras la oportunidad de hacerlo?

—Ya te lo he dicho.

—¿No traficarías con otros refugiados? ¿No tratarías de derribar más helicópteros?

Comprendí a dónde quería ir a parar. Le dije:

—No es simplemente el hecho de tener armas. Es que si todo el mundo las tiene, en lugar de pocas personas, se pierde la efectividad.

—Así que, mientras tú eras el único con rifle, todo iba bien. Ahora que ya no hay distinciones, es al revés.

—Ya te expliqué mis argumentos para tener un rifle cuando lo descubrí. Un rifle significa una forma de defensa. Armamento completo constituye agresión.

Lateef me observó pensativamente.

—Quizás estemos más de acuerdo que lo que yo pensaba. Pero aún no me has dicho qué uso práctico les darías.

Medité por un momento. Yo solamente tenía aún una motivación real, por más impracticable que pudiera parecer.

—Trataría de hacer algo para encontrar a mi hija —respondí.

—Sabía que dirías eso. No sería demasiado bueno, ¿sabes?

—Por lo que a mí concierne, cualquier cosa sería mejor que lo hecho hasta ahora.

—¿No lo comprendes? No podemos hacer nada al respecto. Lo mejor que se puede esperar —dijo Lateef—, es que se encuentren en un campo de internación. Lo más probable es que hayan sido violadas o asesinadas, seguramente las dos cosas. Ayer viste lo que hacen con las mujeres blancas…

—¿Y te limitas a aceptarlo? —repliqué—. No es lo mismo para ti, Lateef. Eran mi esposa y mi hija las que ellos se llevaron. ¡Mi hija!

—Eso no te ocurrió a ti sólo. Se llevaron diecisiete mujeres.

—Pero ninguna de ellas te pertenecía.

—¿Por qué no lo aceptas como han hecho los demás, Alan? No podemos hacer nada para encontrarlas —dijo Lateef—. Estamos fuera de la ley. Dirígete a cualquier autoridad y serás encarcelado al instante. No podemos ir tras los africanos porque, en primer lugar, no sabemos dónde están y en cualquier caso no es lógico esperar que admitan haber raptado a nuestras mujeres. No conseguiremos simpatía alguna de los de las Naciones Unidas. Lo único factible es continuar sobreviviendo.

—¿A esto le llamas supervivencia? —irritado, miré a mi alrededor—. Estamos viviendo como animales.

—¿Deseas rendirte? —el tono de Lateef había cambiado; ahora estaba tratando de ser persuasivo—. Escucha, ¿sabes cuántos refugiados como nosotros hay?

—Nadie lo sabe.

—Porque hay muchísimos. Millares… Quizá, millones. Sólo estamos operando en una minúscula zona de la nación. Hay gente sin hogar, como nosotros, por toda Inglaterra. Dijiste que no debemos ser agresivos. Pero, ¿por qué no? Todos y cada uno de estos refugiados posee una excelente razón para desear participar. Pero las circunstancias están en su contra. El refugiado es débil. Tiene poca comida, ningún recurso. Carece de una posición legal. Se descarría en un sentido y es un peligro potencial para las fuerzas militares porque tiene movilidad, porque ve la guerra que se está desarrollando; se descarría demasiado en sentido contrario y se ve políticamente comprometido. ¿Sabes cómo trata el gobierno a los refugiados? Como a gente que fraterniza con los secesionistas. ¿Te gustaría ver el interior de un campo de concentración? Por eso el refugiado hace simplemente lo que nosotros hemos estado haciendo: vive y duerme mal, se reúne en pequeños grupos, trafica, roba y se aparta del camino de cualquier otra persona.

—Y le arrebatan sus mujeres —dije.

—Aunque así sea, sí. No es una situación atractiva, pero no existe alternativa fácil.

No le repliqué, sabedor de que probablemente tenía razón. Desde hacía largo tiempo, yo tenía la sensación de que, si hubiera existido alternativa a la miserable vida errante que llevábamos, ya la habríamos descubierto. Pero lo visto de los diversos organismos durante los breves períodos de interrogatorio a que habíamos sido sometidos, nos dejaba bien claro que no existía lugar alguno para civiles desplazados. Las principales poblaciones y ciudades se hallaban bajo ley marcial, pueblos y villorrios bajo control militar o defendiéndose mediante milicias civiles. El campo era nuestro.

Al cabo de unos minutos, dije:

—Pero no puede ser así para siempre. No es una situación estable…

Lateef sonrió de un modo extraño.

—No, ahora no lo es.

—¿Ahora?

—Estamos armados. Esa es la diferencia. Los refugiados pueden unirse, defenderse. Con rifles podremos recuperar lo que nos pertenece… ¡Libertad!

—Eso es una locura —dije—. Sólo tienes que dejar este bosque para que el primer destacamento de tropas regulares te liquide.

—Un ejército de guerrillas. Miles de nosotros, por todo el país. Podemos ocupar pueblos, tender emboscadas a los convoyes de suministros. Pero debemos tener cuidado, permanecer ocultos.

—Entonces, ¿cuál sería la diferencia?

—Estaríamos organizados, armados, participaríamos.

—No —dije—. No debemos comprometernos en la guerra. Ya hemos tenido demasiado.

—Vamos —dijo—. Lo propondremos a los otros. Será una decisión democrática. Sólo resultará si todos estamos de acuerdo.

Volvimos por entre los árboles hacia donde los demás nos aguardaban. Me senté en el suelo a poca distancia de Lateef y contemplé los carros de mano cargados con cajas de madera. Sólo escuché a medias a Lateef; mi mente estaba preocupada por la imagen de una banda de hombres desorganizada, miles de individuos en todas las zonas rurales de la nación, sufriendo hambre de venganza contra las impersonales fuerzas militares y organizaciones civiles de todos los bandos.

Comprendí que si por largo tiempo la presencia de los refugiados había tenido una significación de neutralidad en la contienda, desesperada pero inefectiva, su organización en una fuerza de choque guerrillera —en el supuesto de que tal cosa fuera realizable— sólo aumentaría el caos que desgarraba al país.

Me levanté y me alejé de los demás. Mientras caminaba vacilante entre los árboles, con un ansia cada vez mayor de apartarme de ellos, escuché cómo los hombres gritaban unánimemente su aprobación. Me encaminé hacia el sur.

Me fijé en la muchacha que estaba ante una mesa a escasa distancia de mí. En cuanto la reconocí, me puse de pie y caminé hacia ella.

—¡Laura! —exclamé.

La mujer me contempló, sorprendida. Luego también me reconoció.

—¡Alan!

Generalmente la nostalgia no me motiva, pero el caso es que sin saber por qué había vuelto al restaurante del parque, y automáticamente lo asocié a las horas que había pasado con Laura Mackin. Aun cuando yo me estaba extendiendo en el recuerdo de ella, me sorprendió verla; desconocía que Laura siguiera viniendo a ese lugar.

Ella se cambió a mi mesa.

—¿Qué haces aquí?

—¿No es obvio?

Uno frente a otro, nos miramos fijamente.

—Sí.

Pedimos vino para celebrarlo, pero la bebida estaba excesivamente dulce. Ninguno de los dos quiso bebería, aunque tampoco nos preocupamos de quejarnos al camarero. Brindamos a la salud del otro y lo demás carecía de importancia. Mientras comía, traté de determinar por qué había venido a este lugar. Era imposible que fuera únicamente en busca del pasado. ¿Qué había estado pensando durante la mañana? Intenté recordar, pero mi memoria estaba inconvenientemente en blanco.

—¿Cómo está tu esposa?

La pregunta que hasta entonces no se había formulado. No esperaba que Laura lo hiciera. —¿Isobel? Igual que siempre.

—¿Y tú sigues siendo el de siempre?

—Nadie cambia mucho en dos años.

—No lo sé.

—¿Qué me cuentas de ti? ¿Todavía estás compartiendo un piso?

—No. Me he trasladado.

Terminada nuestra comida, bebimos café. Las pausas entre nuestra conversación resultaron embarazosas. Empecé a arrepentirme de haber encontrado a Laura.

—¿Por qué no te separas de ella?

—Ya sabes por qué. Por Sally.

—Eso decías antes.

—Es cierto.

Otro silencio.

—Tú no has cambiado, ¿verdad? Sé malditamente bien que Sally es una simple excusa. Eso es lo que falló antes. Eres muy débil para desentenderte de ella.

—No lo comprendes.

Pedimos más café. Yo deseaba acabar la conversación, dejar a Laura allí. En lugar de eso, resultó más fácil proseguir. Tuve que reconocer que lo que decía de mí era cierto.

—De todas formas, no sé de nada que pueda cambiarte.

—No.

—Lo he intentado demasiadas veces en el pasado. ¿Te das cuenta de que por eso no te vi más?

—Sí.

—Y nada ha cambiado.

Yo, con toda la sencillez posible, dije:

—Todavía te quiero, Laura.

—Lo sé. Por eso es tan difícil. Y yo te quiero por tus debilidades.

—No me gusta que digas eso.

—No importa. Es un decir, sólo eso.

Laura me estaba hiriendo del mismo modo que lo había hecho con anterioridad. Había olvidado este detalle de Laura: su capacidad para herir. Pero lo que yo le había manifestado era cierto; a despecho de todo, yo seguía amándola aun cuando no hubiera sido capaz de admitirlo para mí mismo hasta encontrarla allí. De las mujeres que había conocido fuera de mi matrimonio, Laura era la única por la que yo tenía sentimientos más profundos que los propios del deseo físico. Y la razón de ello era que Laura me consideraba y comprendía por lo que yo era. Aunque me hiriera, la evaluación que hacía Laura de mi incapacidad para enfrentarme a mi relación con Isobel representaba para mí una cualidad atractiva. No sé por qué ella estaba enamorada de mí, pero ella lo afirmaba. Nunca fui capaz de comprenderla por entero. Laura existía en una especie de vacío personal…, viviendo en nuestra sociedad, sin pertenecer a ella. Su madre había sido una emigrante irlandesa y murió al dar a luz. Su padre había sido un marinero de color y Laura jamás le conoció. Su piel era pálida, mas sus facciones negroides. Ella fue una de las primeras víctimas del problema africano, muerta en los segundos desórdenes londinenses. Fue aquel día, en el restaurante del parque, la última vez que la vi.

Reconocí al líder del grupo como el hombre al que había encontrado en el pueblo en ruinas cuando estábamos saqueando los restos del helicóptero. En aquella época me dijo que se llamaba Lateef, pero no me había facilitado rastro alguno respecto de su origen. Debido a los acontecimientos del momento, yo había llegado a desconfiar de cualquier persona de piel de color, por tenue que fuera.

El grupo que él encabezaba estaba formado por cuarenta personas, entre ellas varias mujeres. No estaban bien organizados.

Les observé desde el piso superior de la vieja casa, confiando en que no hicieran demasiado ruido y despertaran a Sally. Habíamos tenido una jornada larga y penosa y los dos estábamos hambrientos. La casa sólo era un refugio temporal; sabíamos que conforme fuera aproximándose el invierno deberíamos encontrar un acomodo más permanente.

El problema al que me enfrenté fue si debíamos o no dar a conocer nuestra presencia.

Medité en que Sally y yo no habíamos fracasado por completo estando a solas. Sólo habíamos abandonado la casa del matrimonio al saber que los civiles no empadronados, y las personas que los protegieran, serían enviados a campos de internamiento en caso de ser capturados. Aunque esta normativa fue retirada poco después, juzgamos más conveniente trasladarnos. Así fue como llegamos a aquella casa.

Dubitativo, contemplé al grupo.

Si continuábamos actuando solos habría menos peligro de ser capturados, pero unirse a un grupo establecido significaría que los suministros de alimentos serían más regulares. Ninguna de las dos perspectivas era atractiva, mas en el tiempo que habíamos permanecido junto al matrimonio joven pudimos escuchar los boletines de estaciones de radio europeas y nos enteramos de la verdadera índole y alcance de la guerra civil. Sally y yo nos encontrábamos hasta la fecha entre los más afectados: los dos millones de civiles sin hogar que se veían obligados a vivir como vagabundos.

La mayor parte de los refugiados se hallaba en la región central y norte de Inglaterra, y se suponía que las condiciones eran todavía peores más al norte. Había pocos en el sur, que se pensaba era una zona mejor, pero no obstante se estimaba en ciento cincuenta mil el número de civiles que subsistía en el campo.

El grupo de refugiados cercano a nuestra casa comenzó a organizarse mejor al cabo de un rato y vi que montaban dos o tres tiendas de campaña. Un individuo entró en el piso inferior de la casa y llenó de agua dos cubos. Encendieron una hoguera en el jardín y sacaron comida.

Entonces me fijé en una de las mujeres que estaba cuidando de dos niños. Ella trataba de lograr que los chiquillos se lavaran por sí solos, aunque sin mucho éxito. La mujer tenía un aspecto sucio y fatigado, su cabello recogido desaliñadamente en un tosco moño detrás de la cabeza. Era Isobel.

Quizás esto debería haber aumentado mi indecisión, pero el caso es que bajé y pregunté a Lateef si Sally y yo podíamos unirnos a su grupo.

Me dirigía hacia el sur. Solo me sentí más seguro que en compañía de Lateef y los otros. No llevaba el rifle, ni tipo alguno de arma. Tan sólo mi mochila con algunas pertenencias personales, un saco de dormir y un poco de comida. Logré evitar encuentros indeseables con fuerzas militares y descubrí que me trataban mejor en las poblaciones con barricadas o casas defendidas que si hubiera ido en grupo. La primera noche dormí junto a una valla, la segunda en un granero, la tercera recibí una habitación en una casa.

El cuarto día me puse en contacto con otros grupos de refugiados. En cuanto percibí que las mutuas reservas iniciales fueron superadas, me puse a hablar durante algún rato con el líder.

Me preguntó por qué había dejado a Lateef y a los demás. Le expliqué el asunto de los rifles y lo que Lateef pretendía hacer con ellos. Le di las razones de mi temor a los resultados de la participación de los refugiados. También le conté de mi búsqueda de mi esposa e hija.

Estuvimos conversando en lo que en otros tiempos había sido el aparcamiento de un pub. El resto de su grupo estaba preparando una comida y yendo a lavarse por turnos en la cocina del abandonado edificio.

—¿Tu grupo era más grande que el nuestro?

—Era más grande al principio —dije—. Antes del ataque había veintinueve hombres y diecisiete mujeres.

—¿Quiénes eran las mujeres? ¿Vuestras esposas?

—La mayoría. Me acompañaba mi hija y había tres mujeres solteras.

—Somos treinta y cinco. Y tenemos más mujeres que hombres.

Me explicó un incidente producido cuando habían sido rodeados por fuerzas nacionalistas. A los hombres de edad adecuada se les había ofrecido dos alternativas: internamiento en campos de concentración o movilización en el ejército. Pese a que el resto del grupo había sido liberado tras la llegada al campamento de un equipo de inspección de las Naciones Unidas, numerosos hombres se quedaron allí para luchar junto a los nacionalistas.

Observé irónicamente que un bando deseaba hombres y otro deseaba mujeres.

—¿Estás seguro de que fueron los africanos los que se llevaron a vuestras mujeres? —preguntó.

—Sí.

—Entonces creo que sé dónde podrían estar —me observó un instante, deseoso de no perder detalle de mi posible reacción—. He oído decir, aunque es sólo un rumor, que el mando africano ha autorizado varios burdeles de mujeres blancas para sus tropas.

—Los rumores son de fiar —dije.

El asintió.

Me quedé mirándolo, aturdido y en silencio. Al cabo de un momento dije:

—Ella es sólo una niña.

—Mi esposa está aquí —dijo él—. Es algo contra lo que todos deberemos guardarnos. Todo lo que podemos hacer es ocultarnos hasta que la guerra concluya.

Me dieron comida e intercambiamos tanta información sobre movimientos de tropas como nos fue posible. Ellos quisieron conocer detalles acerca del grupo de Lateef y yo les facilité orientaciones del lugar donde los había visto por última vez. Se me dijo que la razón de este interés era que una consolidación de los dos grupos reforzaría la defensa de las mujeres, pero en mi interior supuse que estaban interesados porque yo había hablado de los rifles al líder.

Me arrepentí de haberlo hecho y comprendí que quizás había patrocinado, sin saberlo, una acción que yo no subscribía.

Averigüé tanto como pude sobre los supuestos burdeles. Sabía por instinto que tal era la suerte corrida por Sally e Isobel. Ello me disgustó y asustó, pero en cierto sentido resultó confortante, puesto que abría una posibilidad de que, si los burdeles estaban bajo mando militar, al menos habría una ocasión de apelar, ya fuera al mismo mando, o bien, a una de las organizaciones benéficas.

—¿Dónde están esos burdeles? —pregunté.

—El más cercano se halla al este de Bognor, he oído decir.

Se refería a una población costera, la misma en que yo había descubierto la casa con los cócteles Molotov.

Consultamos nuestros mapas. La población se hallaba a dieciséis kilómetros al suroeste de nosotros y la última posición de Lateef se encontraba a una distancia similar hacia el norte. Agradecí al grupo la comida e información y me marché. Ellos se quedaron levantando el campamento y preparándose para seguir la marcha.

La parte de la costa hacia la que me dirigí no me era bien conocida. Las poblaciones se suceden unas a otras y se extienden hacia la campiña. En mi infancia había pasado un día de fiesta en la zona, pero apenas recordaba nada.

A los pocos kilómetros encontré los límites de la extensión urbana. Crucé varias carreteras principales y vi más y más casas. La mayor parte de ellas parecía que eran abandonadas, pero no las investigué.

Cuando estimé que me encontraba a ocho kilómetros de la costa topé con una barricada bien construida que se erigía en la carretera. Daba la impresión de no tener defensores y me acerqué hacia ella tan al descubierto como me fue posible, siempre dispuesto a emprender una acción evasiva si surgía algún problema.

El disparo me cogió desprevenido. O bien el cartucho no tenía bala o bien no habían tirado a dar, pero el caso es que no vi el impacto cerca de mí.

Me agaché y me hice rápidamente a un lado. Se produjo un segundo disparo, en esta ocasión no alcanzando mi cuerpo por muy poco. Me tiré torpemente al suelo, cayendo en difícil postura sobre uno de mis tobillos. Sentí cómo se retorció bajo mi peso y un paroxismo de dolor recorrió mi pierna. Me quedé inmóvil.

Posteriormente, mi amigo me explicó algunas historias divertidas. El es un hombre grueso y, aunque no llega a los treinta y cinco años, da la impresión de ser mucho mayor. Cuando explica chistes, él mismo se ríe de ellos con los ojos cerrados y la boca muy abierta. Le había conocido tan sólo hacía unos meses, desde que adquirí el hábito de tomar un trago por las noches. Mi amigo era habitual del pub al que decidí ir y, pese a que no me resultaba particularmente simpático, él había buscado a menudo mi compañía.

Me contó que un hombre blanco estaba paseando un día por una calle y se encuentra con un negro corpulento que lleva un pato. El hombre se acerca al negro y le dice: “Vaya mono tan horrible que llevas ahí.” Por lo que el negro replica: “No es un mono, hombre, es un pato.” El hombre blanco mira al negro y dice: “¿Pero quién demonios me habla?”

Mi amigo empezó a reír y yo le imité, divertido muy a pesar mío por lo absurdo de la situación. Antes de que yo terminara, comenzó a contarme otro chiste. Un hombre blanco quería cazar gorilas en África. Puesto que los gorilas son muy raros en aquella parte de la jungla, todo el mundo considera dudoso que el cazador encuentre alguno. Al cabo de diez minutos escasos, el hombre blanco regresa diciendo que ya ha matado treinta y pregunta si pueden darle más municiones. Nadie le cree, claro está, y para probarlo les muestra las bicicletas que los gorilas montaban.

Yo había imaginado el final y de todas formas no consideré el chiste demasiado gracioso, por lo que no imité la risa de mi amigo. En lugar de eso, sonreí cortésmente y fui a buscar más bebida.

Aquella noche, al volver a casa, comprendí con la claridad que a veces proporciona el alcohol cómo nuestros comportamientos ya se habían adaptado sutilmente a consentir la presencia de los africanos y sus simpatizantes. Para explicarme los chistes, mi amigo me había llevado a un rincón tranquilo del bar, como si pensara divulgar algo similar a un secreto de estado.

Si él lo hubiera hecho en la parte más concurrida del bar, probablemente habría surgido algún problema. Había una colonia africana a menos de dos kilómetros del pub, y su presencia ya había causado recelo entre los residentes locales.

Mi paseo hasta casa me llevó a unos cientos de metros de la colonia y no me gustó lo que tuve que ver a la fuerza. Grupos de adultos y jóvenes permanecían en las esquinas de las calles, esperando alguna excusa para provocar un incidente. En las últimas semanas se habían producido diversos casos de ataques a simpatizantes de los africanos.

Un coche policial se encontraba aparcado justo al otro lado de la entrada de una de las casas de mi calle. Llevaba las luces apagadas. Había seis hombres en su interior.

Tuve la clara sensación de que los acontecimientos estaban adquiriendo un ímpetu suicida y que ya no había solución humanitaria posible.

Ella se alegró de reunirse con su madre, aunque Isobel y yo nos saludamos con frialdad. Por un momento me acordé del período de los primeros años de nuestro matrimonio, cuando pareció que la presencia de la niña compensaría de modo adecuado la inquietante falta de afinidad entre nosotros. Ahora, hablé a Isobel de cosas prácticas, explicándole nuestra tentativa de volver a Londres y los hechos subsiguientes. Ella me dijo cómo se había unido a Lateef y su grupo y ambos observamos una y otra vez la buena suerte que nos había vuelto a juntar.

Aquella noche dormimos juntos, los tres, y pese a que yo pensaba que debíamos hacer algún esfuerzo por restablecer nuestras relaciones sexuales, fui incapaz de dar el primer paso. No sé si la presencia de Sally fue la causa de ello.

Por fortuna para nosotros, y para todos los refugiados como nosotros, el invierno de aquel año fue moderado. Hubo mucha lluvia y viento, pero el período de heladas fuertes fue muy breve. Habíamos establecido un campamento semipermanente en una vieja iglesia. En algunas ocasiones éramos visitados por miembros de la Cruz Roja y los dos bandos militares conocían nuestra presencia. El invierno transcurrió sin incidentes, siendo la única desventaja la continuada ausencia de noticias sobre el desarrollo del trastorno civil.

También en este período fue cuando consideré por primera vez a Lateef como una especie de visionario social. El hablaba de agrandar nuestro grupo y crear una unidad reconocible que fuera independiente hasta la resolución de los problemas. Por esta época todos habíamos perdido toda esperanza de regresar a nuestros hogares y comprendíamos que tal cosa se hallaba en último término en manos del bando que lograra crear un gobierno de hecho. Hasta entonces, Lateef nos convenció de que debíamos quedarnos quietos y esperar los acontecimientos.

Creo que en este período me fui volviendo complaciente. Estaba directamente bajo la influencia de Lateef y pasaba muchas horas conversando con él. Aunque llegué a respetarle, creo que él me despreciaba, quizá debido a mi evidente incapacidad para comprometerme con un punto de vista político.

Otros grupos de refugiados llegaron a la iglesia durante el invierno, permaneciendo en ella diversos períodos de tiempo antes de proseguir su camino. Llegamos a considerar que nuestro asentamiento en aquel lugar era como una especie de núcleo de la situación. A nuestra manera, íbamos prosperando. Raramente nos faltaba comida y nuestro estado semipermanente nos permitía dedicar tiempo en la organización de adecuados grupos de merodeadores. Teníamos un buen suministro de ropa de reserva y numerosos artículos que serían útiles en los cambalaches.

Con la llegada de la primavera no tardamos en comprender que no éramos la única facción que había aprovechado el cese temporal de las hostilidades para consolidar su posición. A finales de marzo y abril vimos numerosos aviones en el cielo que, por su aspecto nada familiar, eran presumiblemente de origen extranjero. La actividad militar se renovó y largas columnas de camiones circularon por las noches. Oímos artillería pesada a lo lejos.

Habíamos adquirido una radio y logrado que funcionara. Sin embargo, para nuestra frustración, fuimos incapaces de sacarle excesiva utilidad.

Las emisiones de la BBC habían sido suspendidas y sustituidas por una estación de un solo canal denominada “La voz nacional". Su programa era similar al de los tabloides que yo había visto: retórica política y propaganda social, intercaladas entre horas de música continua. Todas las emisoras europeas y extranjeras se hallaban interferidas.

A finales de abril supimos que se había lanzado un ataque en gran escala contra grupos de rebeldes y extranjeros en el sur y que se estaba iniciando una importante ofensiva. Las fuerzas leales a la corona, según los informes, estaban barriendo la misma zona en que nos habíamos establecido. Aunque nuestras observaciones de movimientos militares desacreditaban tal información, nos preocupó en grado sumo el hecho de que, si había algo de verdad en los informes, bien pudiera ser un nuevo incremento de la actividad en un futuro próximo.

Un día fuimos visitados por una numerosa delegación de organizaciones benéficas de las Naciones Unidas. Nos mostraron diversas instrucciones gubernamentales que enumeraban los grupos de participantes en las hostilidades que iban a ser considerados • como facciones disidentes. Los refugiados civiles blancos estaban incluidos.

Nos explicaron que estas instrucciones habían sido dadas algunas semanas antes y eliminadas poco después, como ya había sucedido en varias ocasiones anteriores. Ello otorgaba una gran incertidumbre a nuestra situación y se nos aconsejó que nos entregáramos en los centros de rehabilitación de las Naciones Unidas o que nos fuéramos de allí.

La advertencia se hacía en ese momento, dijeron, porque importantes efectivos de tropas nacionalistas se encontraban en la zona.

El problema fue debatido con bastante profundidad. Al final, se aprobó el deseo de Lateef de que continuáramos viviendo fuera de la ley. Pensábamos que mientras un gran número de refugiados se mantuviera en esta situación, retendríamos una presión importante, bien que pasiva, sobre el gobierno para que resolviera el conflicto y nos devolviera nuestros hogares. Entregarnos a la rehabilitación de las Naciones Unidas significaba privarnos de este pequeño nivel de participación. En cualquier caso, las condiciones en campamentos atestados y faltos de personal eran peores, a todos los efectos, que las que padecíamos en la actualidad.

Varios de nosotros, no obstante, marcharon a los centros de rehabilitación… Sobre todo, la gente que tenía hijos. Pero la mayoría permaneció junto a Lateef y, a su debido tiempo, nos fuimos de allí.

Antes de hacerlo habíamos convenido nuestra táctica diaria. Marcharíamos describiendo un amplio círculo, regresando cada seis semanas a las cercanías de la iglesia. Iríamos sólo a aquellos lugares que supiéramos, bien por nuestra experiencia o por lo que habíamos oído decir a otros refugiados, que eran bastante seguros para acampar durante la noche. Estábamos equipados con todo el material de campo necesario, y disponíamos de varios carros de mano.

Durante cuatro semanas y media viajamos tal como se había planeado. Entonces llegamos a una zona plana de terreno para cultivo que se suponía estaba bajo control africano. Esto no afectaba para nada nuestra política, puesto que anteriormente habíamos atravesado territorio africano en varias ocasiones.

La primera noche no fuimos molestados en modo alguno.

Pasé la tarde en el colegio con un talante de reservada depresión. Di tres clases, pero fui incapaz de concentrarme por completo. Isobel dominaba mi mente y no resultaba agradable asociar mis sentimientos con una sensación de culpabilidad.

Yo había terminado una aventura amorosa dos semanas antes. La experiencia no se había visto complicada con matices emotivos, pero había representado una expresión negativa de la frustración sexual que la actitud de Isobel inducía en mí. Había pasado varias tardes en el piso de la mujer y una noche entera. Ella no me había gustado en particular, mas se mostró experta en la cama.

En este período todavía mentía a Isobel respecto de mis actividades y no estaba seguro de si ella conocía o no la verdad.

A las cuatro de la tarde tomé una decisión y telefoneé a una amiga llamada Helen que había cuidado de Sally en las diversas ocasiones que Isobel y yo quisimos pasar la noche juntos. Le pregunté si estaría libre y dispuse que se presentara a las siete.

Salí del colegio a las cinco y fui directamente a casa. Isobel estaba planchando ropa y Sally, que entonces tenía cuatro años, tomaba una taza de té.

—Acaba con eso en cuanto puedas —dije a Isobel—. Vamos a salir.

Ella vestía una blusa deforme y una falda raída. No llevaba puestas las medias e iba en zapatillas. Su cabello estaba recogido con una cinta elástica, pero algunos mechones dispersos le caían sobre la cara.

—¿Salir? No puedo —dijo ella—. Tengo que planchar todo esto y no podemos dejar sola a Sally.

—Helen vendrá aquí. Y puedes acabar con eso mañana.

—¿Por qué salimos? ¿Qué celebramos?

—Nada. Me gustaría hacerlo, simplemente.

Me ofreció una mirada ambigua y siguió planchando.

—Muy divertido.

—No, hablo en serio —me agaché y desconecté el enchufe de la plancha—. Acaba de una vez y prepárate. Yo acostaré a Sally.

—¿Vamos a cenar? Tengo todo preparado.

—Ya nos lo comeremos mañana.

—Pero si está medio cocinado…

—Ponlo en la nevera. Se conservará.

—¿Igual que tu humor? —dijo en voz baja.

—Nada —se inclinó para seguir planchando.

—Mira, Isobel —dije—, no te pongas difícil. Me gustaría pasar la noche fuera. Si no quieres ir, dilo. Pensaba que te gustaría la idea.

Isobel alzó los ojos.

—Yo… Sí, me gusta. Lo siento, Alan. Lo único que sucede es que no me lo esperaba.

—Entonces, ¿te gustaría salir?

—Claro que sí.

—¿Cuánto tardarás en prepararte?

—No demasiado. Tengo que darme un baño y quiero lavarme el pelo.

—Muy bien.

Terminó lo que estaba haciendo, después recogió la plancha y la tabla. Durante algunos minutos estuvo en la cocina, ocupada con la cena que había estado preparando.

Encendí la televisión y vi las noticias. En esa época se especulaba sobre la fecha de las futuras elecciones generales y un diputado derechista independiente llamado John Tregarth había provocado una polémica al afirmar que las cuentas del Ministerio de Hacienda estaban siendo falsificadas.

Acompañé a Sally y lavé los platos sucios en el fregadero. Dije a mi hija que Helen vendría a cuidar de ella y que debía portarse bien. La niña prometió que así lo haría y se puso contenta y feliz. Quería a Helen. Entré en el cuarto de baño para coger mi máquina de afeitar e Isobel ya estaba en la bañera. Me agaché y la besé. Ella respondió un par de segundos y luego se apartó y me sonrió. Fue una sonrisa curiosa; una sonrisa cuyo significado no pude descifrar fácilmente. Ayudé a Sally a desvestirse, después me senté con ella en el piso de abajo y le leí hasta que Isobel salió del cuarto de baño.

Telefoneé a un restaurante del West End y solicité que me reservaran una mesa para dos a las ocho en punto. Isobel bajó a buscar el secador de cabello vestida con una bata mientras yo hablaba por teléfono.

Helen se presentó puntual a las siete, y pocos minutos después llevamos a Sally a su habitación.

Isobel se había peinado suelto el pelo y llevaba un vestido de color pálido que realzaba y se ajustaba a su figura. Se había maquillado los ojos y puesto el collar que yo le había regalado el día de nuestro primer aniversario. Estaba bellísima, de una manera que yo no había visto hacía años. Así se lo dije cuando ya estábamos en el coche.

—¿Por qué salimos, Alan? —preguntó.

—Ya te lo expliqué. Simplemente porque tenía ganas.

—¿Y si yo no tuviera?

—Es obvio que sí las tienes.

Capté que ella no estaba a gusto y comprendí que hasta aquel momento yo había juzgado su humor por su forma de comportarse. Su aspecto frío, bello, revelaba una tensión interna. La miré cuando nos detuvimos ante un semáforo. La mujer ordinaria, casi desprovista de sexo, que yo veía todos los días no estaba ahí… En lugar de ella vi a la Isobel con que pensaba haberme casado. Ella sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió.

—Te gusta que vaya vestida así, ¿verdad?

—Sí, por supuesto.

—¿Y en otros momentos?

Me encogí de hombros.

—No siempre tienes la oportunidad…

—No. Y tú no sueles dármela.

Noté que los dedos de la mano que no sostenía el cigarrillo hurgaban en las uñas de la otra mano. Isobel inhaló humo.

—Me lavo el pelo y me pongo un vestido limpio. Tú llevas una corbata distinta. Vamos a un restaurante caro.

—Lo hemos hecho antes. Varias veces.

—¿Y cuánto tiempo llevamos casados? Esto es un acontecimiento repentino. ¿Cuánto tiempo pasará hasta la próxima vez?

—Podemos hacerlo más a menudo si te gusta.

—Muy bien. Hagámoslo todas las semanas. Que forme parte de nuestra rutina.

—Ya sabes que eso no es práctico. ¿Qué haríamos con Sally?

Se llevó las manos al cuello, recogió su largo cabello y lo sostuvo firmemente detrás de la cabeza. Presté atención simultáneamente al tráfico y a Isobel. Mantuvo el cigarrillo entre sus labios, la boca torcida.

—Podrías alquilar otra esclava —Isobel terminó su cigarrillo y lo tiró por la ventanilla.

Estuvimos en silencio durante un rato.

—No has de esperar a que te saque de casa para ponerte atractiva —dije.

—Otras veces no lo has notado.

—Lo noté.

Era cierto. Durante un largo período después de casarnos Isobel había realizado un esfuerzo consciente para conservar su atractivo, incluso durante el embarazo. La había admirado por tal cosa, hasta cuando se estaba formando la barrera entre nosotros.

—He perdido la esperanza de gustarte alguna vez.

—Ahora me gustas —dije—. Tienes una niña que cuidar. No espero que te vistas siempre así.

—Pero el caso es que lo esperas, Alan. Lo esperas. Ese es todo el problema.

Reconocí que estábamos hablando de cosas superficiales. Los dos sabíamos que la cuestión del modo de vestir de Isobel era secundaria respecto del problema real. Yo fomentaba una imagen de Isobel tal como la que había visto por primera vez y me mostraba reacio a abandonarla. Y lo aceptaba en gran parte, creyendo que era algo común, dentro de ciertos límites, a numerosos hombres casados. La razón real de mi desinterés por Isobel era un tema que jamás habíamos sido capaces de discutir.

Llegamos al restaurante y cenamos. Ninguno de los dos disfrutó del menú y nuestra conversación se inhibió. Después, de vuelta a casa, Isobel guardó silencio hasta que detuve el coche junto a la vivienda. Entonces se volvió y me miró, mostrando la expresión que había adoptado antes, pero oculta tras una sonrisa. Isobel dijo:

—Esta noche no he sido más que otra de tus mujeres.

Dos hombres me llevaban hacia la barricada. Mis brazos rodeaban los hombros de los otros dos y, aunque trataba de apoyarme en el tobillo torcido, el dolor era excesivo.

Habían abierto una parte móvil de la barricada y me condujeron a través de ella.

Fui careado por varios hombres. Todos tenían rifles. Expliqué quién era y por qué deseaba entrar en la población. No hice mención alguna de los africanos, como tampoco hablé de mis temores en cuanto a que Sally e Isobel se hallaran en sus manos. Dije que había sido separado de mi esposa e hija, que tenía motivos para creer que se encontraban aquí y deseaba reunirme con ellas.

Revisaron mis pertenencias.

—Eres un despreciable desgraciado, ¿no es eso? —dijo uno de los hombres más jóvenes. Los demás le miraron rápidamente y creí captar desaprobación en el modo como lo hacían.

—He perdido mi hogar y todas mis posesiones —dije tan calmadamente como pude—. He sido forzado a vivir de la tierra durante varios meses. Si pudiera encontrar una bañera y ropas limpias, las usaría de muy buena gana.

—Bien dicho —dijo uno de los hombres. Hizo un rápido gesto con su cabeza y el hombre joven se fue, mirándome furiosamente—. ¿Qué hacías antes de perder tu casa?

—¿Mi profesión? Era profesor de un colegio, pero me vi obligado a hacer otro trabajo durante algún tiempo.

—¿Vivías en Londres?

—Sí.

—Podía haber sido peor. ¿Sabes qué sucedió más al norte?

—He oído algo. Y bien, ¿me dejaréis entrar?

—Quizá. Pero antes queremos saber más cosas de ti.

Me hicieron varias preguntas. No las respondí con total sinceridad, sino más bien de forma que provocaran una reacción favorable. Las preguntas se referían a mi participación en la guerra, si había sido atacado por tropas de algún bando, si había cometido sabotaje, de qué lado estaba mi lealtad…

—Esto es territorio nacionalista, ¿no es así? —dije.

—Somos fieles a la corona, si es eso a lo que te refieres.

—¿No es lo mismo?

—No del todo. Aquí no hay tropas. Hemos podido ocuparnos de nuestros propios asuntos.

—¿Y los africanos?

—No hay ninguno —la pura sencillez de su tono me sorprendió—. Había, pero se fueron. Si la situación se desbocó en otros lugares fue simplemente por falta de tacto.

—No nos has dicho tu posición —intervino otro hombre.

—¿No te la imaginas? —dije yo—. Los africanos ocuparon mi hogar y he vivido como un animal durante cerca de un año. Los bastardos se han llevado a mi hija y a mi mujer. Estoy con vosotros. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Pero dijiste que habías venido aquí en busca de ellas. Aquí no hay africanos.

—¿Qué pueblo es éste?

Me lo dijo. No era el mismo que el otro líder de refugiados había mencionado. Expliqué a dónde creía que me estaba dirigiendo.

—No es aquí. Aquí no hay negros.

—Lo sé. Ya me lo has dicho.

—Esta población es honrada. No sé nada de los africanos. No ha habido uno solo desde que echamos al último a patadas. Si buscas a tu familia, aquí no la encontrarás. ¿Comprendido?

—Ya me lo has dicho. He cometido un error. Lo siento.

Se apartaron de mi lado y conferenciaron a solas durante algunos minutos. Aproveché la oportunidad para examinar un mapa a gran escala extendido en el lateral de una de las planchas de hormigón que formaba la barricada. Esta región de la costa se hallaba muy poblada y, pese a que todas las poblaciones tenían nombre e identidad distintos, de hecho sus suburbios se confundían. La población a que me dirigía se encontraba cinco kilómetros al este de ésta.

Advertí que el mapa contenía una zona delimitada en tinta verde brillante. El punto más septentrional se hallaba a seis kilómetros del mar y la línea se extendía hacia el este y oeste hasta alcanzar la costa. Mi objetivo, observé, se encontraba fuera del perímetro verde.

Probé mi tobillo y descubrí que me sería imposible apoyarme en él. Se había hinchado y yo sabía que si me quitaba el zapato sería incapaz de volver a ponérmelo. Supuse que no se había roto ningún hueso, mas me pareció adecuado ver a un médico si ello era posible.

Los hombres se volvieron hacia mí.

—¿Puedes andar? —dijo uno de ellos.

—Creo que no. ¿Hay un médico aquí? Sí. Encontrarás uno en la población. Entonces, ¿vais a dejarme entrar?

—Sí. Pero con algunas advertencias. Consigue ropa limpia y aséate. Esta población es respetable. No te quedes en las calles después del anochecer… Encuentra algún sitio para alojarte. Si no, serás expulsado. Y no vayas por ahí hablando de los negros. ¿Comprendido?

Asentí.

¿Podré marcharme cuando quiera?

¿A dónde te gustaría ir?

Le recordé que deseaba encontrar a Sally e Isobel. Ello implicaba cruzar el límite oriental hasta la siguiente población. El me dijo que podría marcharme siguiendo la carretera de la costa.

Me indicó que debía seguir mi camino. Me puse de pie con cierta dificultad. Uno de los hombres entró en una vivienda vecina y regresó con un bastón. Me indicó que debía devolverlo en cuanto mi tobillo hubiera sanado. Le prometí que lo haría.

Lentamente, y con enormes dolores, fui renqueando por la carretera en dirección al centro de la población.

Me desperté con el primer ruido y me moví dentro de la tienda de campaña hacia donde Sally estaba durmiendo. Detrás de mí, Isobel se agitó.

Pocos momentos después hubo un ruido fuera de nuestra tienda y la lona de entrada fue apartada a un lado. Aparecieron dos hombres. Uno llevaba una linterna cuyos rayos enfocaron mis ojos y el otro sostenía un pesado rifle. El hombre de la linterna entró en la tienda, agarró por el brazo a Isobel y la arrancó fuera de la tienda. Ella sólo vestía el sostén y las bragas. Me pidió ayuda a gritos, pero el rifle se interponía entre los dos. El hombre de la linterna se alejó y escuché gritos y chillidos en las otras tiendas. Permanecí inmóvil, mi brazo rodeando a la ya despierta Sally, tratando de calmarla. El hombre del rifle continuó donde estaba, apuntándome sin hacer un solo movimiento. En el exterior, oí tres disparos y me aterroricé por completo. Se produjo un breve silencio, luego más chillidos y más órdenes gritadas en swahili. Sally temblaba. El cañón del rifle se hallaba a menos de un palmo de mi cabeza. Aunque estabamos en una oscuridad total, vislumbraba el perfil del individuo recortado contra el tenue resplandor del cielo. Segundos después, otro hombre entró en la tienda. Llevaba una linterna. Pasó junto al hombre del rifle y, en el exterior, otro arma abrió fuego a escasa distancia de mí. Mis músculos se endurecieron. El tipo de la linterna me pateó dos veces, intentando separarme de Sally. Me aferré a ella con todas mis fuerzas. La niña chilló. Una mano golpeó mi cabeza una vez, luego otra. El segundo hombre había cogido a Sally y tiraba de ella violentamente. Los dos nos asimos de una forma desesperada. Ella me gritó que la ayudara. Fui incapaz de hacer más. El hombre volvió a patearme, en esta ocasión en la cara. Mi brazo derecho se soltó y me arrebataron a Sally. Dije al hombre que se fueran. Repetí una y otra vez que ella era sólo una niña. Sally siguió chillando. Los hombres guardaron silencio. Traté de asir la punta del rifle, pero el arma fue impulsada violentamente contra mi cuello. Retrocedí y Sally, debatiéndose, fue sacada a rastras de la tienda. El tipo del rifle entró en la tienda y me obligó a ponerme en cuclillas, el cañón apretado contra mi piel. Oí el ruido de su mecanismo y me preparé. No sucedió nada.

El hombre del rifle se quedó conmigo por diez minutos y yo seguí escuchando los ruidos del exterior. Todavía hubo un montón de gritos, pero no más disparos. Oí los chillidos de las mujeres y el sonido del motor de un camión que se ponía en marcha y se alejaba. El tipo del rifle no se movió. Un silencio desagradable cayó sobre nuestro campamento.

No se produjeron más movimientos fuera y una voz dio una orden. El hombre del rifle se retiró de la tienda. Escuché a los soldados mientras se alejaban.

Lloré.

Además del dolor de mi tobillo, experimenté una creciente sensación de náuseas. Me dolía la cabeza. Sólo podía dar un paso seguido, deteniéndome para recuperar fuerzas. A despecho de mi incomodidad, logré observar los alrededores y demostré sorpresa ante lo que veía.

A unos centenares de metros de la barricada me encontré en calles suburbanas que, debido a su fachada de normalidad, me parecieron extrañas. Varios coches circulaban por ellas y las casas estaban ocupadas y en buen estado. Vi un matrimonio que estaba sentado en poltronas en un jardín y los dos me miraron con curiosidad. El hombre leía un periódico que reconocí como el Daily Mail. Era como si en cierta forma hubiera sido transportado a un período dos años antes.

En una intersección con una calle más grande observé un tráfico mayor y un autobús municipal. Esperé un momentáneo cese del tráfico antes de atreverme a cruzar la calle. Lo hice con gran dificultad, teniendo que detenerme a medio camino para descansar. Cuando llegué al extremo opuesto las náuseas llegaron a un punto tal que me vi forzado a vomitar. Un grupito de niños me contempló desde un jardín cercano y uno de ellos entró corriendo en una casa.

Continué renqueando cuanto pude.

No tenía idea de adonde me dirigía. El sudor recorría mi cuerpo y pronto volvieron las náuseas. Encontré un banco de madera en la acera de la calle y descansé allí durante algunos minutos. Me sentía debilitado en extremo.

Pasé junto a un recinto comercial donde había muchas personas que iban de una tienda a otra. Me desorientó de nuevo la franca normalidad de las calles. Durante muchos meses no había sabido de ningún lugar donde existieran tiendas, donde fuera posible encontrar artículos en venta. La mayor parte de las zonas comerciales que yo había visto habían sido saqueadas o se hallaban bajo un estricto control militar.

Al final de la hilera de tiendas me detuve por enésima vez, repentinamente consciente de cuan anormal debía de ser mi apariencia para aquella gente. Ya había provocado varias miradas de curiosidad. Calculé que había salido de la barricada haría hora y media y que en aquel momento serían las cinco o seis de la tarde. Me di cuenta de lo fatigado que me sentía, aparte de los otros síntomas que experimentaba.

Por culpa de mi sucia ropa, desarreglado cabello, rostro sin afeitar, olor a sudor y orina secos desde hacía dos meses, cojera y restos de vómitos en mi camisa, me sentí incapaz de acercarme a alguna de aquellas personas.

El dolor de mi pierna estaba a punto de sobrepasar los límites de lo soportable. Me obsesioné con el pensamiento de que yo constituía un espectáculo ofensivo para la gente y doblé por una calle lateral a la primera oportunidad. Proseguí tanto como pude, mas mi debilidad se hizo abrumadora. A cien metros de haber abandonado la calle principal caí al suelo por segunda vez en aquel día. Cerré los ojos.

Al cabo de un rato percibí voces a mi alrededor, y cómo me ayudaban a levantarme amablemente.

Una cama blanda. Sábanas frescas. Un cuerpo limpio mediante un baño en agua caliente. Una pierna y un pie doloridos. Un cuadro en la pared; fotografías de gente sonriente encima de un tocador. Molestias en mi estómago. El pijama de otra persona. Un médico poniéndome un vendaje en el tobillo. Un vaso de agua a mi lado. Palabras de ánimo. Sueño.

Supe que se llamaban señor y señora Jeffery. El nombre de él era Charles, el de ella Enid. El había sido gerente de un banco, pero ahora estaba retirado. Estimé que sus edades debían estar entre los sesenta y cinco y setenta años. Mostraron un notable desinterés por mí, pese a que yo les había explicado que venía de fuera de la población. No dije nada de Sally e Isobel.

Me manifestaron que podía quedarme allí tanto tiempo como quisiera, pero al menos hasta que mi pierna sanara.

La señora Jeffery me ofreció todo lo que quise comer. Pan, fruta, huevos, carne fresca, legumbres… Al principio denoté sorpresa y dije que esos aumentos me parecían imposibles de obtener. Ella me explicó que las tiendas locales disponían de suministros regulares de comestibles y que no entendía por qué yo pensaba eso.

—Aunque la comida es tan cara, querido —me dijo ella—, que apenas puedo soportar el aumento de los precios.

Le pregunté por qué creía que habían aumentado.

—Pues porque los tiempos están cambiando… No son como cuando yo era más joven. Mi madre solía comprar pan a un penique la barra. Pero yo no puedo arreglar nada, así que pago y trato de no pensar en ello.

Ella me resultó maravillosa. Nada que se le pidiera era demasiado para ella. Me trajo periódicos y revistas y el señor Jeffery me ofreció cigarrillos y whisky escocés. Leí ansiosamente las publicaciones, esperando que pudieran darme alguna información sobre la presente situación social y política. El periódico era el Daily Mail, el único obtenible en aquellos momentos, según me dijo sin sorpresa visible la señora Jeffery. Su contenido estaba formado fundamentalmente por noticias y fotografías procedentes del extranjero. En parte alguna se hacía mención de la guerra civil. Había muy pocos anuncios y la mayor parte era de productos de consumo. Reparé en que el precio era de treinta peniques, sólo tenía cuatro páginas, se imprimía dos veces a la semana y era publicado desde un lugar del norte de Francia. No transmití a los Jeffery ninguna de estas observaciones.

El descanso y la comodidad me dieron tiempo para pensar en la situación con más objetividad. Comprendí que me había preocupado más que otra cosa por mi vida personal, sin dedicar un solo pensamiento a nuestras probables perspectivas a largo plazo. Aunque me irrité mentalmente por mi inactividad, reconocí que no tendría utilidad alguna actuar hasta que mi tobillo sanara.

El problema era el mismo tanto si lograba o no encontrar a Isobel y Sally. En mi inadvertido papel de refugiado había desempeñado forzosamente una posición neutral. Pero tuve la impresión de que sería imposible continuar así en el futuro. No podía permanecer imparcial siempre.

Por lo que yo había visto de las actividades y perspectivas de las fuerzas secesionistas, siempre me había parecido que éstas adoptaban una actitud más humanitaria frente a la situación. No era moralmente justo negar identidad o voz a los emigrantes africanos. La guerra debía resolverse de una forma u otra a su debido tiempo y ahora ya era inevitable que los africanos se quedaran permanentemente en Gran Bretaña.

Por otro lado, las acciones radicales del bando nacionalista, que tuvieron su origen en la política conservadora y represiva del gobierno de Tregarth (una administración de la cual yo había desconfiado y que no me había complacido), llamaban mi atención a un nivel instintivo. Habían sido los africanos los que de un modo directo me privaron de todo lo que poseía en otros tiempos.

En último término, yo sabía que el problema dependía de sí encontraba o no a Isobel. Si ella y Sally no habían resultado dañadas, mis instintos se apaciguarían.

No fui capaz de contemplar directamente las consecuencias de la alternativa. Pensé que era yo sobre todo quien había provocado el dilema… Si hubiera sido capaz de abordarlos antes, no habría llegado a encontrarme en tal situación. A un nivel personal, práctico, comprendí que, fuera cual fuese el futuro que nos aguardaba, no podríamos establecernos en él hasta que los problemas principales a nuestro alrededor no se hubiesen resuelto.

El tercer día en compañía de los Jeffery logré levantarme de la cama y andar por casa. Me había arreglado la barba y Enid había lavado y cosido mi ropa. En cuanto tuviera movilidad quería proseguir mi búsqueda de Isobel y Sally, mas todavía me dolía el tobillo al andar.

Ayudé a Charles en trabajos ligeros en el jardín y pasé varias horas conversando con él.

Me sorprendía continuamente la falta de conciencia revelada por él y su esposa. Cuando le hablé de la guerra civil, se refirió a ella como si tuviera lugar a mil kilómetros de distancia. Recordando la orden que me dio el hombre de la barricada de que no hablara de los africanos, tuve cuidado al discutir las diversas políticas envueltas en la situación. Pero Charles Jeffery no estaba interesado en ellas. Por lo que a él concernía, el gobierno tenía entre manos un problema social difícil, pero al final se encontraría una solución.

Varios aviones de reacción volaron sobre la casa a lo largo del día. Por la tarde escuchamos explosiones distantes. Ninguno las mencionó.

Los Jeffery tenían un aparato de televisión que estuvimos contemplando durante la tarde del tercer día, yo fascinado al saber que el servicio había sido restaurado.

El estilo de presentación era similar al otrora adoptado por la BBC y de hecho la emisora se identificó así. El contenido de los programas abundaba en material estadounidense. Hubo un breve boletín de noticias a media tarde que se ocupó de temas locales de las poblaciones de la costa sur, sin mención alguna de la guerra civil. Todos los programas estaban grabados con anterioridad y en su mayoría eran espectáculos ligeros.

Pregunté a los Jeffery desde dónde transmitían y me respondieron que formaba parte de un sistema en circuito cerrado emitido desde Worthing.

El cuarto día noté que mi tobillo había sanado lo suficiente como para permitirme proseguir mi camino. Sentía un creciente desasosiego, realzado por la sensación de que me estaba seduciendo la amigable comodidad del hogar de los Jeffery. No podía creer que fuera algo real, sino que pensaba en ello como una restauración artificial de la vida normal en una situación anormal. Los Jeffery no lo habrían comprendido y por tal motivo no comenté nada con ellos. Yo estaba francamente agradecido por lo que ellos habían hecho en mi favor y no deseaba tener parte alguna en el rompimiento de aquella ilusión de normalidad, en tanto ellos pudieran mantenerla.

Les dejé a última hora de la mañana, sabiendo que jamás podría expresar por completo, ni para mí mismo ni para ellos, lo que la breve estancia había obrado en mí. Me dirigí hacia la carretera de la costa.

No tuve dificultad alguna en la barricada. Los hombres que la guardaban fueron incapaces de comprender por qué yo deseaba abandonar la población, pero en cuanto dejé claro que mi auténtico deseo era marcharme, me permitieron pasar. Les dije que quizá regresara aquel mismo día, más tarde, pero me advirtieron que no sería tan fácil volver a entrar como había sido salir.

Caminé tres kilómetros por lo que antes habían sido calles suburbanas. Todas las casas estaban vacías y algunas habían resultado dañadas o destruidas. No vi un solo civil.

En varias ocasiones topé con pequeños grupos de soldados africanos, pero no me molestaron.

Al mediodía entré en una casa abandonada para comer los bocadillos de carne que la señora Jeffery me había dado. Bebí el frasco de té y lo lavé a continuación, comprendiendo que podría serme útil en el futuro.

Bajé hasta la playa y caminé por ella hasta llegar al lugar donde había descubierto el chalé con los materiales para hacer cócteles Molotov. Entré en el edificio por curiosidad y busqué las bombas, pero se las habían llevado.

Seguí andando por la playa. Me senté en los guijarros.

Media hora más tarde, un joven que paseaba por la orilla se acercó a mí. Entablamos conversación. Me habló de un numeroso grupo de refugiados que estaba a unos quince kilómetros hacia el este; se habían adueñado de un barco y planeaban navegar hasta Francia. Me invitó a ir con él. Le pregunté si el grupo iba armado y me contestó que sí.

Charlamos un rato de los africanos y el joven me explicó que esta población había sido plaza fuerte en otros tiempos, mas su organización había decaído. Aunque todavía se encontraban en ella cientos y cientos de soldados negros, estaban muy mal controlados y eran indisciplinados. Inquirí si él sabía algo del supuesto burdel africano y me confirmó su existencia. Dijo que había un gran trasiego de mujeres y que los africanos no tenían reparos en asesinar a las que no querían cooperar.

Me aseguró que el burdel se hallaba a menos de un kilómetro de allí y que podía guiarme si yo quería.

Le di las gracias, pero rechacé su ofrecimiento. Se marchó poco después, dándome instrucciones detalladas para encontrar al grupo que poseía el barco. Le dije que, en caso de que decidiera irme con ellos, estaría allí mismo la tarde siguiente.

Aguardé a que desapareciera de mi vista antes de caminar en la misma dirección.

Anduve lentamente hacia donde el joven me había indicado. Esto me obligó a abandonar la playa y continuar por las calles de la población. Había muchos más africanos en esta localidad y me di cuenta de que no iba a poder acercarme al edificio. Traté de acercarme desde distintas direcciones, pero siempre me detenían y me ordenaban que me fuera de allí.

El cansancio iba apoderándose de mí y regresé a la costa. Me senté en los guijarros y contemplé el mar.

Había mucho petróleo en el agua, y la playa, en numerosos lugares, se hallaba cubierta de un espeso lodo negro.

El silencio me consternó. No había una sola ave marina y las grasientas olas que rompían en la orilla eran despaciosas y carecían de espuma. La marea estaba bajando. En el mar, muy lejos, había un gran buque de guerra, pero no logré determinar su tipo o nacionalidad.

Lo que llamó mi atención por primera vez hacia los cadáveres fue la presencia de un batallón de soldados africanos que llegaron a la playa a medio kilómetro de donde yo me encontraba y después regresaron a la población. Me puse de pie.

Al andar, mis pies eran continuamente succionados por la espesa capa de petróleo que cubría los guijarros. Los cadáveres no podían verse con facilidad y, de no haber sabido que estaban allí, desde lejos los habría confundido con enormes porciones de petróleo coagulado. Todos eran negros y había diecisiete. Estaban desnudos y todos excepto uno eran mujeres. La negrura de la piel no correspondía a la de la pigmentación natural o la acción del petróleo, sino a pintura o betún. Avancé entre los cadáveres y pronto encontré a Isobel y Sally.

No advertí reacción alguna en mi interior. Más tarde sentí tristeza y mucho después una inquietante mezcla de terror y odio.

Aquella noche dormí en la playa. Por la mañana maté a un joven africano y le robé el rifle, y por la tarde me hallé de nuevo en la campiña.

Загрузка...