Prólogo

1

Un círculo anaranjadoamarillo atravesado por una franja azul, se vio sobre la cinta de hormigón de la pista, cuando el vechebús se encontraba todavía a quinientos metros.

Inmóvil, de contorno bien definido, atravesado por los rayos solares que caían de un cielo despejado, brillaba como un sol que hubiera aparecido de repente sobre el mismo camino.

En el interior del vechebús resonó una voz que dijo:

— ¡Atención! Nos acercamos a la línea del sharex. El tren se encuentra a ciento diez kilómetros. ¡Los que quieran observar el paso del expreso que levanten la mano!

En los cómodos sillones del vechebús que no estaba ocupado ni en una cuarta parte, se encontraban sentadas treinta personas. Dieciocho pasajeros levantaron la mano.

Un sonido silbante, apenas perceptible, interrumpió la marcha silenciosa de la máquina.

Funcionaron los frenos. El vechebús se detuvo al pie mismo de la señal anaranjadoamarilla que se fue apagando poco a poco hasta desaparecer por completo como si se hubiera disuelto en el aire.

Aunque sólo dieciocho personas expresaron el deseo de ver pasar el expreso, de la máquina salieron todos los pasajeros. El sharex había aparecido hacía poco y el interés que podía despertar no se había convertido todavía en costumbre. Los habitantes de las ciudades no tenían la ocasión de ver con frecuencia el tren en la mitad de su trayecto, cuando la velocidad llegaba a los seiscientos kilómetros por hora.

A pesar del bochorno de un caluroso mediodía del mes de julio, en el interior del vechebús hacía fresco. El terreno donde se encontraba el paso a nivel era una llanura desprovista de árboles. Por ambas partes de la pista se perdía en el horizonte la infinita línea recta de los pilones de color amarillogrisáceo sustentadores del ferrocarril de garganta que se elevaba a cuatro metros de la tierra, cuyos «rieles» semicirculares desprendían un brillo dorado como si fueran rayos del sol. Las líneas rojas que limitaban por las dos partes la vía del sharex, parecía que se elevaban bajo la brillante luz del día, como si no hubieran sido trazadas sobre la tierra, sino por el aire.

Los pasajeros del vechebús estaban vestidos muy ligeramente, la mayoría de ellos con trajes de un material fino de colores claros, pero a pesar de todo se hacía sentir el bochorno estival de un día sin viento.

Entre ellos, llamaba la atención inmediatamente, una muchacha alta, con un vestido blanco más corto de lo que corrientemente se llevaba en este tiempo. El raro tono verdoso de su cutis, el matiz entre esmeralda y zafiro de su espesa cabellera al descubierto, demostrando que no sentía el calor, los ojos un poco caídos oblicuamente, asombrosamente largos, por lo cual parecían mucho más estrechos de lo que eran en realidad, todo daba a entender que era una persona que no pertenecía a ninguna de las razas terrestres. De los zapatos blancos, hasta las rodillas de unas pierñas bonitas y bien torneadas estaban enrolladas entrecruzándose unas cintas estrechas blancas, sujetadas por unas hebillas también blancas, al parecer metálicas, en forma de hojas alargadas de una planta desconocida, que como dos escudos tapaban sus rodillas. Los brazos finos, desnudos hasta los hombros, terminaban en unos dedos largos y flexibles con uñas brillantes de color verde vivo, como si en la terminación de cada dedo la muchacha llevara una gran esmeralda. El color verde se destacaba claramente en las comisuras de la boca y sobre todo en las aletas de la nariz.

Seguramente la sangre de la muchacha tenía color rojo y el matiz verde de su piel era debido, probablemente, a una propiedad especial de sus pigmentos. Por eso en algunos lugares su cuerpo adquiría un fuerte color marrón tostado.

Su vestido no llegaba a las rodillas y estaba muy abierto por la espalda, la cual estaba casi cubierta por las ondas de su larga cabellera, recogida en la nuca por una ancha hebilla blanca, de la misma forma de la hoja de la desconocida planta. Debido a lo espeso de la cabellera, ésta daba la impresión de una masa pesada, en la que los rayos del Sol producían reflejos esmeraldinos a cada movimiento de la cabeza.

Pero «el verdor» no perjudicaba el aspecto exterior de la muchacha, todo lo contrario, era de una belleza especial, y provocaba una simpatía involuntaria la fuerza fresca, inagotable de su juventud floreciente. Y sólo sus ojos, oblicuamente situados, le daban a su rostro una expresión de tristeza.

Los pasajeros del vechebús ya se habían acostumbrado a su extraña acompañante y no le prestaban una atención especial. Todos sabían quién era. No había ni una sola persona en la Tierra que no hubiera oído hablar de su fantástica y enigmática historia.

Sólo, de vez en cuando, una mirada curiosa se detenía furtivamente en su figura alta, esbelta, miraba interesadamente los rasgos de su cara como si quisiera averiguar qué asunto había traído aquí a la «huésped de la Tierra», por qué estaba en el vechebús que iba por la ruta KíevPoltava.

La muchacha no notaba estas miradas. Parecía que no prestaba atención a ninguna de las personas que la rodeaban. No detuvo en nadie, ni una sola vez, la mirada de sus ojos negros aterciopelados.

Se llamaba Guianeya. Ella, lo mismo que su nombre, era conocida en todo el mundo.

Sin separarse de su lado estaba una muchacha del tipo terrestre común. Era también de estatura alta, pero su acompañante le llevaba media cabeza, de cabellera negra y espesa, pero sin el matiz verdoso de la piel, con un vestido blanco igual, pero un poco más largo y no tan abierto. Calzaba zapatos iguales a los de su compañera, pero sin cintas. Y sus ojos negros eran un poco alargados, pero situados horizontalmente.

Los pasajeros del vechebús sabían quién era esta segunda muchacha. Lo mismo que a Guianeya todos la conocían y sabían su nombre y apellido.

Ellas hablaban entre sí en voz baja en un idioma bello y sonoro. Era conocido de todos que Guianeya poseía un oído extraordinariamente agudo, incomparable con el de las personas de la Tierra.

Y no sólo era el oído. Todos los órganos de los sentidos estaban mucho más desarrollados en la forastera del otro mundo. Veía lo que el hombre de la Tierra no podía ver sin prismáticos, olfateaba el olor que no podría sentir ni un perro policía especialmente entrenado. Los finos y sensibles dedos de Guianeyá eran capaces de percibir sensaciones que no podían captar los dedos de las personas terrestres.

Las facultades de la enigmática huésped ya hacía tiempo que habían llamado la atención de los científicos. Poseía una voz maravillosa, cuyo diapasón abarcaba casi todas las octavas del piano terrestre. Dibujaba admirablemente bien, con gran facilidad modelaba retratos en arcilla y esculpía en mármol. Y lo hacía de tal forma como si toda su vida hubiera sido cantante, pintora o escultora. Su cuerpo era capaz de realizar los ejercicios gimnásticos más inverosímiles. Guianeyá superaba en mucho a las personas en todas las clases de atletismo. Sólo los deportistas varones, campeones en su especialidad, podían competir con ella sin el riesgo de resultar forzosamente derrotados.

Se había observado que lo que más le gustaba a Guianeyá era la natación. Y nadaba el crawl clásico con un estilo refinado, lo que demostraba, en primer lugar, que esta clase de deporte estaba muy difundida en su patria, y segundo, que no era una prerrogativa de la Tierra el invento del estilo de natación más rápido.

— Físicamente — decían los científicos —, Guianeyá es la persona del futuro. Como ella tienen que ser y serán sin duda todas las personas de la Tierra. La evolución del organismo humano conduce, según leyes, a que todos los que ahora llamamos hombre de talento, debido a sus capacidades y aptitudes, sean en el futuro una cosa corriente.

Sin embargo, los científicos no decían ni una palabra sobre las capacidades mentales de Guianeyá. Sencillamente porque no las conocían. Sólo por síntomas indirectos se podía suponer que tenía un cerebro altamente desarrollado.

Durante el año y medio que había pasado desde el momento de la aparición en la Tierra de esta muchacha de otro mundo no había sido posible encontrar un idioma para llegar a conseguir una completa comprensión mutua. Guianeyá no había expresado el menor deseo de estudiar el idioma de la Tierra, dejando la iniciativa a las personas de la Tierra. Ante el grupo de científicos lingüistas que se dedicaban al estudio del idioma de Guianeyá se planteaba una tarea no fácil, no sólo por lo difícil del idioma, sino fundamentalmente porque ella manifestaba claramente que no deseaba ayudar a las personas. Con muy poca gana «daba clases», limitándose a las más sencillas palabras y nociones, sin las cuales ella no podía pasar en la Tierra. El menor intento de querer ampliar el conocimiento de su lengua, con el objeto de tocar las cuestiones científicas, chocaba con una invariable resistencia tácita. Daba la impresión de que Guianeyá había decidido firmemente no ofrecer, por nada del mundo, la menor posibilidad de hacerle preguntas de carácter científico o técnico.

¿Era posible que Guianeya no conociera la ciencia de su mundo? Las circunstancias de su aparición en la Tierra rechazaban categóricamente esta suposición. Indudablemente ella sabía muchas cosas. Pero ¿este «mucho» sería mayor de lo que se sabía en la Tierra?

Los científicos no habían perdido las esperanzas de obtener al fin respuesta a las cuestiones que les interesaban. Pues Guianeya no podía guardar silencio eternamente. Si alguna vez ella quisiera regresar a su patria sólo lo podría hacer con la ayuda de las personas de la Tierra, con la ayuda de la técnica terrestre.

Recientemente se reforzó esta esperanza de romper la incomprensible terquedad de Guianeya. Por primera vez la huésped habló del pasado.

— Yo abandoné mi patria casi en contra de mi voluntad — dijo ella a la única persona hacia la que sentía manifiestamente una inclinación, a Marina Murátova, lingüista leningradense, la misma que la acompañaba ahora en el tren —. Pero no sé por qué no siento nostalgia. Y llegué a la Tierra, completamente en contra de mi voluntad. Esta expedición fue particularmente desafortunada para mí. Pero quedarme con ustedes para siempre… — ella se extremeció.

¡Por fin se manifestaba en Guianeya un sentimiento humano! Durante año y medio se mantuvo desde el primer momento con una tranquilidad aparente.

— ¿Su patria es mejor que nuestra Tierra? — le preguntó Marina completamente convencida de que obtendría una respuesta afirmativa.

Y se equivocó.

— No — contestó Guianeya —. Su Tierra es mucho más bella. Pero para mí son muy queridos los recuerdos de la infancia y de la juventud.

Y esta fue toda la respuesta. De nuevo Guianeya se encerró en sí misma sin contestar a las numerosas preguntas que le hizo Marina intentando continuar la conversación.

Sin embargo, esto fue un destello. A Guianeya la rodearon todavía de más atenciones y cuidados. Se decidió no forzar los acontecimientos, esperar a que ella misma quisiera hablar. Ya que había hablado de su pasado, tarde o temprano, volvería de nuevo a hablar de él.

Marina se convirtió en la acompañante y traductora permanente de Guianeya. Poco a poco fue creciendo la amistad entre las dos muchachas. Era posible que la esto hubiera coadyuvado un parecido exterior, no muy grande pero indudable.

¿Dónde se encontraba la patria de Guianeya? ¿De dónde apareció de una forma tan rara y enigmática en el Sistema solar? ¿Y cómo pudo ser «en contra de su voluntad»? A estas preguntas sólo podía contestar la misma Guianeya. Pero ella callaba, callaba ya año y medio.

Alguna vez tendría que hablar y este momento lo esperaban con impaciencia las personas de la Tierra.

Y ahora, la forastera misteriosa se encontraba, en un caluroso mediodía de julio, en el paso a nivel de la línea del sharex, en medio de una llanura verde, en el centro de la tierra ucraniana.

¿Qué la había traído aquí? Ni la misma Mariña lo sabía. Guianeya había manifestado este deseo, y esto era suficiente para esforzarse en cumplirlo sin discutir. Sólo se podía suponer que la traía a Poltava el futuro aterrizaje en el cohetódromo de la Sexta expedición lunar. Otra causa era difícil de pensar.

Pero había un «pero» en esta cuestión, y los científicos de la Tierra hubieran dado todo por saber si le interesaba o no la Luna a Guianeya. El aclarar esta cuestión podría verter luz sobre muchas cosas que hasta ahora eran secretas.

Provocó duda el hecho de que nadie había hablado a Guianeya del regreso de la Sexta expedición. ¿De dónde podía saberlo?

Pero sea por lo que sea, Guianeya manifestó que quería ir a Poltava, señalando esta ciudad en el mapa.

Guianeya en sus viajes por la Tierra, bastante frecuentes y duraderos, utilizaba insistentemente el transporte terrestre y marítimo, pero no quería utilizar el aéreo. Y esta vez prefirió ir en vechebús aunque sabía que este viaje era más largo y agotador.

¿Podía ser que Guianeya quisiera ver de cerca la naturaleza de la Tierra?

Quedaba poco tiempo. Para el sharex, que iba a toda velocidad, cien kilómetros eran diez minutos. El grupo de pasajeros se dirigió hacia una pequeña elevación que se encontraba a unos cuarenta metros de la pista. No era tan interesante mirar desde abajo el paso del expreso.

Guianeya fue la primera que llegó a la pequeña colina. Eran rasgos característicos de esta muchacha la movilidad, la preferencia clara a la carrera en vez de la marcha, el movimiento impetuoso. Corrió ligeramente por una pendiente bastante inclinada, salvando los últimos metros de un salto.

Se dibujaba con precisión su silueta esbelta, sus hombros perfectamente torneados y la posición altiva de su cabeza en el fondo del cielo azul. A la luz solar, que hacía desaparecer desde lejos el matiz verdoso de su cuerpo, Guianeya se asemejaba a una estatua de color de bronce con un vestido corto, cegadoramente blanco.

— ¡Muy bella! — dijo uno de los pasajeros del vechebús.

Marina era una buena deportista, pero en la subida a la colina se quedó unos diez metros atrás de su acompañada. Al encontrarse junto a ella involuntariamente prestó atención a la respiración tranquila y rítmica de Guianeya. La subida veloz, evidentemente, ni la había cansado, ni le había alterado el ritmo de los latidos del corazón.

— Oigo un zumbido continuo — dijo Guianeya, extendiendo el brazo hacia aquella parte de donde debía aparecer el expreso.

Estaba todavía muy lejos, más allá del horizonte. Nadie en el mundo podría captar a esta distancia el ruido característico del sharex que iba a toda marcha. Pero Marina no dudó ni un segundo de que Guianeya en realidad oía este sonido. Muy frecuentemente tuvo ocasión de convencerse de la agudeza fenomenal del oído de la huésped.

Le vino a Marina a la memoria la frase de los cuentos infantiles que dice: «Oye cómo crece la hierba».

«Guianeya y nadie más que ella — pensó Marina — tiene esta capacidad. Sería curioso saber cuántos sonidos puede oír cuando nos parece que alrededor nuestro hay un silencio completo».

Del vechebús salió una voz metálica que advirtió:

— ¡Se acerca el expreso!

También el conductor automático de la máquina oía el ruido del tren. El aparato cibernético poseía un sentido tan agudo como Guianeya.

Los pasajeros se apresuraron.

— ¿Qué ha dicho? — preguntó Guianeya. Marina se lo tradujo.

— Sí, cada vez está más cerca — confirmó la muchacha.

Los seissiete metros de subida no fueron salvados por todos debido a su inclinación.

Un pequeño grupo de pasajeros ancianos se quedó a la mitad de la pendiente. Unas veinte personas se unieron a las dos muchachas.

La línea del sharex se destacaba aquí claramente. Como una superficie húmeda (estaban tan pulidos), brillaban los «rieles» semicirculares. La exactitud geométrica de éstos producía la ilusión visual de que abajo, en vacío, continuaban cerrando la superficie y formando un sólido apoyo tubular cortado a lo largo. Por esto se llamaba «ferrocarril de garganta».

Pero el nombre tenía también un motivo histórico. La primera línea del sharex fue construida en forma de un semitubo. Sólo pasado algún tiempo se llegó a la conclusión de que la parte inferior no era necesaria, de que incluso disminuía la velocidad, creando un rozamiento excesivo. La reducción de la superficie de los «rieles» podía compensarla completamente el aumento de la cantidad de bolas en la superficie de apoyo del mismo sharex. Esta racionalización, propuesta y calculada por el entonces joven ingeniero Víktor Murátov, hermano carnal de la acompañante de Guianeya, dio resultados brillantes: la velocidad del expreso aumentó instantáneamente en un veinte por ciento.

La forma de la vía se cambió, pero se conservó el nombre primitivo.

El sharex se acercaba. Ahora lo oía no sólo Guianeya. Parecía como si zumbara una gruesa cuerda muy tensa, en un lugar, todavía tras el horizonte, pero ya cerca.

— ¿No nos lanzará de aquí? — preguntó con temor uno que estaba junto a Marina.

— ¡Qué dice usted! — respondió otro —. Estamos a treinta metros de la vía.

El conductor automático del vechebús se hizo de nuevo oir como si hubiera escuchado esta conversación.

— Se recomienda no estar de pie sino sentados en la tierra — dijo clara y pausadamente.

Todos se apresuraron a cumplir este consejo. Pero después de haber escuchado la traducción Guianeya permaneció de pie. Marina que estaba sentada se levantó apresuradamente. No podía permitir que la huésped confiada a su tutela pudiera caer debido a su falta de preocupación y, a lo mejor, recibiera una pequeña lesión. Poniéndose al lado de Guianeya sujetó a la muchacha fuertemente por los hombros.

Guianeya se sonrió y a su vez abrazó el talle de Marina.

«Ahora no caeremos», pensó Marina, sintiendo en todo el cuerpo el seguro apoyo de esta mano fina, delicada en apariencia, pero tan fuerte.

Quería sostener a Guianeya, pero resultó que ésta la sostenía a ella.

«Suceda lo que suceda ahora no caeremos aunque pasen velozmente dos sharex», dijo una vez más para sí.

— ¿Esta vía la ha construido su hermano? — preguntó inesperadamente Guianeya.

Marina se estremeció. ¡Esto ya es demasiado! Nunca había mencionado a su hermano en las conversaciones, cumpliendo el ruego de Víktor. No quería que la huésped supiera su parentesco. Guianeya conocía muy bien a Víktor sin sospechar que éste es hermano de Marina. ¿Quién se lo podía haber dicho? ¿De dónde sabía que precisamente Víktor había propuesto la idea de la construcción de esta vía?

Unos ojos grandes, tan poco corrientes, miraban atentamente a Marina esperando la respuesta..Una sonrisa apenas perceptible se marcaba en los labios verdosos de una bella boca curvada. Y no por primera vez acudió a la mente de Marina la idea de que Guianeya fingía, de que ella sabía el idioma de la Tierra y secretamente leía los diarios y las revistas.

— No — contestó maquinalmente Marina en su lengua natal —. No la construyó, sino que propuso la idea.

— ¿Qué ha dicho usted? — preguntó Guianeya.

«¡Si finge, es con mucho arte! Pero ¿puede ser que no sepa el ruso, sino otro idioma cualquiera?»

Marina tradujo al idioma de la huésped lo que había dicho.

— ¡Allá viene! — dijo uno refiriéndose al sharex.

En la lejanía, allí donde los «rieles» de la vía parecían fundirse en una línea recta fina, apareció un refulgente punto. Se acercaba vertiginosamente. El zumbido bajo, alargado, se intensificaba cada segundo.

El «chófer» del vechebús amablemente informaba:

— El sharex marcha a una velocidad de seiscientos y diez kilómetros por hora, o sea, de ciento sesenta y nueve y diecisiete centésimas de metro por segundo.

Mientras resonaba esta frase, el expreso había recorrido cerca de dos kilómetros y se encontraba ya muy cerca. Se podía ver la forma alargada, idealmente aerodinámica del cuerpo del vagón de cabeza, construido de metal plateado. Detrás del expreso se extendía la cola del torbellino de aire que podía verse claramente a los rayos solares.

Algunos de los espectadores de la colina se taparon los oídos. Al potente zumbido se unió el silbido cada vez más fuerte.

Guianeya estaba inmóvil sin apartar los ojos del expreso que se aproximaba. Muchas veces había ido en el sharex, pero ni una sola vez lo había visto desde fuera durante su marcha. ¿Le decía algo el aspecto del tren superrápido, despertaba recuerdos en ella?

¿Quién podía contestar esto?

En el momento en que el tren pasó junto a la colina, cual relámpago plateado, golpeando a los espectadores con su fuerte onda de aire, Marina miró casualmente la cara de Guianeya y pudo observar cómo brilló un fuego en los ojos negros de su acompañante.

¿A qué podía estar relacionado? ¿Qué lo había provocado? ¿Era la admiración ante la potente técnica de la Tierra, o… era una burla por su atraso?

Cuando el sharex desapareció en la línea opuesta del horizonte y dejó de sonar su zumbido para los oídos de las personas, Marina preguntó:

— ¿Cuál es su impresión?

Pero Guianeya dio por callada la respuesta.

2

Las dos muchachas no sabían que la persona de la que hacía un rato habían hablado se encontraba en el expreso que acababa de pasar velozmente cerca de ellas.

Víktor Murátov estaba sentado en un blando sillón, junto a la pared del vagón, y examinaba atentamente las páginas de un manuscrito.

Por los periódicos había sabido, como lo sabían todos, que Guianeya se dirigía a Poltava y con ella, como es natural, iba su hermana menor. Pero de ninguna forma le podía venir a la mente la idea de que hacía un minuto había estado muy cerca de ellas.

Incluso si hubiera mirado por la ventanilla, debido a la velocidad que llevaban, no hubiera podido notar al grupo de personas que estaba en la pequeña colina.

Era un hombre de treinta y cinco años, muy alto, de rostro fuertemente tostado por el sol, y de complexión atlética. Tenía lo mismo que su hermana espesos cabellos negros y ojos oscuros, caídos oblicuamente. Esto le hacía un poco parecido a Guianeya.

Pero él mismo no había notado este parecido, que sin duda alguna saltaba a la vista.

Es cierto, que una vez, en un día muy memorable, le dijeron esto, pero Murátov pronto lo olvidó.

Y no lo recordaba incluso ahora cuando delante de sus ojos estaba la fotografía de Guianeya, pegada a una de las páginas del manuscrito.

Ni tan siquiera la miró, pues no tenía ninguna necesidad, ya que él, entre otras pocas personas, fue el primero que vio a la forastera de otro mundo, y sus rasgos se quedaron grabados para siempre en su memoria. Fueron demasiado extraordinarias las circunstancias y el lugar donde tuvo lugar esta primera entrevista.

Leyendo rápidamente la última página, mejor dicho, dándole sólo un vistazo, Murátov colocó las hojas igualándolas cuidadosamente, y, doblando el manuscrito por la mitad, lo metió en el bolsillo.

— ¡No, esto no es así! — dijo encongiendose de hombros.

— ¿Qué no es así? — preguntó un hombre de edad más bien ya un anciano, de blancos cabellos que estaba sentado a su lado en un sillón igual.

— No es justo lo que escribe el autor. — Muratóv se tocó el bolsillo donde estaba el manu; crito —. Es una teoría más sobre la aparición cK Guianeya. Me han pedido que la lea y les dé mi opinión.

— ¿Y es negativa?

— Sí, según usted ve.

— Perdóneme ¿quién es usted?

Murátov dio su apellido.

— Lo he oído en más de una ocasión — dijo el anciano —. A propósito, este mismo sharex, en el que vamos, ¿es invención suya?

Murátov se sonrió. Era raro encontrar una persona que no supiera quién había sido el constructor del sharex.

— No — contestó —, en la invención del sharex, según usted se expresa, yo no he tenido nada que ver. De lo único que soy culpable es de un pequeño cambio en la forma de la vía, pero nada más.

— Sí, sí — dijo el anciano —. Tiene usted razón, ahora recuerdo. Le pido perdón. Pero ya que nos hemos encontrado, si usted no tiene inconveniente me atrevo a hacerle otra pregunta.

«¿Quién será? — pensó Murátov —. Incluso la manera que tiene de hablar es algo rara».

— Con mucho gusto — dijo en voz alta.

— Voy en el expreso — comenzó el anciano —. Todo el recorrido dura dos horas. En mi tiempo para esto se necesitaba todo un día en un tren rápido. Voy, y no sé a qué se debe que el sharex se deslice a esta velocidad de locura…

— ¿Por qué de locura?

— No sé — dijo enfadado el anciano —. Para usted es posible que le parezca lo más natural, pero para mí… para mí no es así. Por eso sea usted amable y explíquemelo, haga el favor.

Murátov miró atentamente a su interlocutor. Era una persona anciana, muy anciana.

Ahora cuando la ciencia había alargado en mucho la juventud del organismo humano, un rostro tan arrugado se encontraba con poca frecuencia, y el hecho mismo de que no supiera cosas que eran bien conocidas para los niños, indicaba que era una persona de la más venerable edad.

— Perdóneme — dijo, imitando la anticuada manera de hablar de su acompañante — ¿tendría la bondad de decirme cuántos años tiene?

El anciano rompió a reír alegremente.

— No tengo la menor duda — dijo el anciano — de que usted se pregunta: ¿de dónde habrá salido este ignorante? No contradiga, no me he ofendido. Es completamente natural que usted haya pensado esto. Claro está que desde el punto de vista moderno yo sé poco, pero en algún tiempo era considerado como una persona culta. Enseñé a otros. ¿Es difícil creerlo, verdad? — y de nuevo se rió con un ligero tono de pesadumbre, según le pareció a Murátov.

Una suposición acudió a la mente de Murátov. ¿Era posible que fuera el mismo Bolótnikov? Era parecido. En aquellos tiempos todavía nombraban a las personas, no sólo por su nombre, sino también por su patronímico…

— Usted se equivoca, Nicolái Adámovich — dijo él —, nadie le considera un ignorante.

Al anciano no le causaron asombro las palabras de Murátov.

— Usted ha acertado — se sonrió —. Sí, yo soy Bolótnikov, Nikolái Adámovich, doctor en ciencias biológicas en la segunda mitad del siglo pasado. Tengo noventa y siete años. Y si añadimos el tiempo que yo pasé dormido, entonces son ciento veintidós.

— Dormido… — repitió maquinalmente Murátov.

— No propiamente dormido, sino en anabiosis. La diferencia no es grande. La anabiosis es lo mismo que el sueño sólo que más profundo.

Murátov recordó todo.

Esto tuvo lugar en los días de su infancia, a comienzos de siglo. La inmersión en un sueño profundo o en estado de anabiosis, como un medio de prolongar la vida, fue un tema de discusiones interminables entre los médicos y los biólogos. Este método, junto con otros, fue reconocido como digno de atención pero no en todos los casos. Los experimentos en animales demostraron que se conseguía un mayor efecto cuando se aplicaba la anabiosis en los organismos envejecidos. Fue necesario realizar el experimento en una persona. Y se ofreció Bolótnikov, profesor de noventa y tres años.

Murátov recordaba las fotografías que publicaron las revistas, que él, entonces niño, miraba con curiosidad. Evidentemente el rostro de Bolótnikov no le había producido una gran impresión, ya que lo había olvidado y no lo había reconocido inmediatamente.

Bolótnikov había vuelto a la vida hacía cuatro años. Precisamente cuando Murátov se encontraba lejos, enfrascado en sus cosas, y no había reparado en aquel acontecimiento.

Miraba con curiosidad a su acompañante. ¡Esta persona era coetánea de la Revolución de Octubre! Precisamente este hecho fue el que causó la mayor admiración hace veintinueve años al pequeño Víktor.

— Ahora no le debe causar asombro mi ignorancia en muchos problemas — continuó el viejo profesor —. Cuatro años es un plazo no grande. Apenas he tenido tiempo de conocer los avances conseguidos en la biología, que es mi dominio. Todo lo demás ha sido como si se deslizara delante de mi vista.

— Comprendo — dijo Murátov —. Estoy muy satisfecho de esta entrevista tan interesante. Tengo suerte para encontrarme con personas famosas. Puede ser que usted no lo sepa, pero a Guianeya…

— Lo sé… — interrumpió Bolótnikov, y miró al reloj —. A nuestra disposición han quedado sólo quince minutos. Me apeo en Poltava.

— Hay bastante tiempo — dijo Murátov —. ¿Usted quiere saber cómo se mueve el sharex?

— Sí, si para usted no es una molestia.

— ¿Usted, claro está, conoce las corrientes de extraalta frecuencia? — Bolótnikov asintió con la cabeza —. Si la memoria no me traiciona, en el día que usted abandonó la vida las transmitían por cables subterráneos. Los autobuses, que tomaban energía de estos cables para sus motores, o como se les llama ahora, vechebuses, existían ya entonces…

— Usted quiere decir que el sharex…

— Precisamente. Sólo que ahora las corrientes de extraalta frecuencia no van por cables. Se ha encontrado el método de transmitirlas directamente por el aire, como las ondas de radio, y además sin ninguna pérdida. Sobre la tierra, a una determinada altura, se ha desbordado, si se puede expresar así, un manto compacto de energía. Si antes, por ejemplo, los vechebuses podían moverse sólo por los caminos por debajo de los cuales estaban tendidos los cables, ahora pueden andar por donde quieran. Pero los motores del vechebús son eléctricos y los de sharex son reactivos. La energía, prácticamente de una potencia ilimitada, se toma «del aire», y el principio de deslizamiento por bolas… ya hace mucho tiempo es conocido. Por ejemplo, por cojinetes de bolas. El rozamiento entre el sharex y su apoyo en forma de «rieles» semicirculares idealmente lisos, es insignificante.

Todo esto es lo que da la posibilidad de desarrollar esa… velocidad de locura a la que usted se refería — concluyó Murátov y se sonrió.

— ¡Usted no perdona nada! — dijo Bolótnikov —. Gracias, querido. Todo está claro. No en balde decían en la antigüedad: «Quien las sabe las tañe». Lo ha explicado usted sencilla y completamente. Nos acercamos a Poltava — añadió, mirando por la enorme ventanilla que ocupaba toda la longitud del vagón.

El sharex continuaba deslizándose con la misma velocidad. Tras el limpio cristal se extendía el panorama de la enorme ciudad. Se perdían en la altura del cielo las agujas de los rascacielos.

— No, esto todavía no es Poltava — dijo Murátov —. Es Selena, una ciudad completamente nueva, que ha surgido durante los últimos cinco años alrededor del cohetódromo. Son las afueras de Poltava.

— Magníficos suburbios — dijo sonriendo Bolótnikov —. Son mayores que las antiguas capitales. A propósito, yo estuve aquí la última vez exactamente hace cien años; ésta era una ciudad relativamente pequeña. Me refiero, claro está, a Poltava, no a Selena.

El sharex comenzaba a disminuir la velocidad. El potente zumbido que casi no se oía en el interior de los vagones, ahora parecía desaparecer por completo. Era posible que el aparato automático que dirigía el tren hubiera desconectado los motores, calculando que la inercia era suficiente para llegar al andén de la estación.

Selena había quedado atrás. Se acercaban rápidamente los grandes edificios de Poltava.

Los pasajeros más impacientes comenzaron a levantarse de sus sitios. El vagón no tenía divisiones ni departamentos. Formaba un solo local, cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra blanda y afelpada. Formaban su mobiliario pequeñas mesitas, aparadores y libreros, pantallas portátiles de televisión. Los sillones se podían colocar donde se quisiera según el deseo de los pasajeros.

Una voz metálica dijo:

— ¡Poltava!

— ¡Adiós, querido! — dijo Bolótnikov —. Me ha sido muy agradable conocerle.

— ¿Va a estar usted mucho tiempo en Poltava?

— Unas dos semanas.

— Entonces no adiós, sino hasta la vista. Yo estaré aquí dentro de tres días.

— ¿A recibir a la Sexta expedición?

— Precisamente para esto.

— Entonces, nos veremos, si usted no tiene inconveniente.

— Al contrario, con mucho gusto. A propósito ¿usted sabe que estará Guianeya?

— Lo sé y la quiero ver. Hasta ahora no he podido. Sólo la he visto en fotografía y en el cine.

— ¿Quiere usted conocerla personalmente?

— Tengo grandes deseos, ¿pero cómo hacerlo?

— Mi hermana acompaña como traductora a Guianeya. Acerqúese a ella, salúdela de mi parte y ella se la presentará.

— ¡Muchas gracias! Obligatoriamente lo haré. Me interesa mucho ver a Guianeya.

Dígame ¿éste es su verdadero nombre? Quiero decir ¿si suena así en su idioma?

— No exactamente. Su nombre suena aproximadamente así — Murátov pronunció lentamente alargando las sílabas —: Guiyaneia. De esta forma lo pronunció ella hace año y medio en su primera entrevista con las personas. La comenzamos a nombrar más sencillamente: Guianeya.

— ¿Y ella qué dijo?

— Inmediatamente comenzó a acostumbrarse a este nombre.

— ¿Conoce usted su idioma?

— Recuerdo varias palabras. Aproximadamente unas doscientas.

— ¿Es difícil el idioma?

— No mucho. Le va a asombrar lo que voy a decirle. Me parece que en este idioma hay algo conocido.

— ¿Cómo puede ser esto? Un idioma de un planeta extraño…

— A mí me parece esto raro. Pero no puede uno olvidar la impresión de que las palabras tienen un sonido conocido. Es posible que cuando conozcamos más cosas… Por ahora sabemos poco. Esta rara muchacha no quiere enseñarnos su idioma.

— No comprendo ¿por qué?

— A esto puede sólo responder la misma Guianeya. ¡Inténtelo!

El sharex se detuvo. La pared ciega del túnel de seguridad ocultaba el andén de la estación. En el suelo se abrió una escotilla (la alfombra que parecía de una pieza se separó en este sitio). De un lugar de la parte baja del vagón se deslizaron hacia abajo los escalones de una ancha escalera.

Bolótnikov se despidió una vez más de Murátov, una vez más le dio las gracias y salió.

Con él descendieron unas diez personas y subieron otros pasajeros.

Murátov no descendió al andén pues sabía que el sharex paraba sólo cuatro minutos.

Sonó la señal de salida. La escotilla del suelo del vagón se cerró. La alfombra se volvió a unir. Era imposible notar dónde se encontraba la juntura.

El vagón se balanceó casi imperceptiblemente. Pasaron hasta desaparecer las paredes del túnel y el tren salió a cielo raso. Cada vez pasaban más rápidamente las casas de Poltava, el sharex adquiría impetuosamente velocidad.

Pronto desapareció la ciudad tras el horizonte. Por ambas partes de la vía se extendían infinitos campos amarillos.

Se veían vechelectros por todos los sitios. Enormes y pesados en apariencia, se deslizaban lentamente en medio del mar de trigo, y parecía que eran innumerables. Era la segunda cosecha que se recogía este año.

Murátov sintió hambre. El aparador le «suministró» un vaso de café caliente y unos bocadillos.

Al regresar a su sillón Víktor se acordó de Bolótnikov.

«¡Magnífico anciano! — pensó —. Original, pero muy simpático. Es interesante saber cómo le tratará Guianeya».

La muchacha de otro mundo trataba de diferente forma a las personas, con una franqueza que era asombrosa para las personas de la Tierra. A unos les sonreía, les permitía estrechar su mano (ella misma no conocía esta costumbre), a otros les manifestaba inmediatamente su antipatía. A veces ocurría que volvía la espalda a algunas personas que le presentaban. Y nunca respondía a la pregunta por qué no le gustaba una u otra persona. Se pudo notar que frecuentemente trataba bien a las personas que eran de estatura alta, mientras que las personas pequeñas, casi como regla, no le provocaban simpatía.

En los primeros meses de estancia en la Tierra, Guianeya saludaba a las personas levantando la mano abierta hasta la altura del hombro, pero después dejó de hacerlo.

Callada extendía la mano para estrecharla, pero nunca correspondía de la misma forma.

«¿Se aburriría en la Tierra? — pensó Murátov —. ¿Sentiría nostalgia por su patria? ¿Por qué no quería conocer más profundamente la Tierra y a sus habitantes? ¿Qué fin perseguía Guianeya con su obstinado silencio?»

Murátov no tenía la menor duda de que Guianeya se comportaba así con fin determinado. Existía una causa y ésta era seria. ¿Pero en qué consistía?

A Murátov le sacaba de sí el secreto de Guianeya, y precisamente por esto abandonó inmediatamente a la huésped de la Tierra en cuanto la trajo aquí. No aguantaba los enigmas que no ofrecían solución. Y aquí no existía un enigma, sino un secreto inexplicable. Guianeya se encerró en sí misma desde el primer día, desde el primer momento de su aparición, siguiendo, al parecer, una línea de conducta trazada de antemano. Murátov sabía esto mejor que otros, ya que fue testigo de ello las primeras horas y días.

«¡Hay una causa, indudablemente la hay! — frecuentemente pensaba —. Y quién sabe, es posible, que esta causa sea más importante que lo que se esfuerzan por saber nuestros científicos de Guianeya».

El manuscrito que había leído y la conversación con Bolótnikov, una vez más le hicieron pensar en los acontecimientos del pasado.

Recordó, recordó todo, hasta los detalles más minuciosos, lo que precedió a la aparición de Guianeya…

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