PRIMERA PARTE

1

«Querido Víktor:

Te ruego que vengas a verme inmediatamente. Se ha logrado hallar por fin en el espacio el objeto sobre cuya presencia en el Sistema solar se sospechaba ya desde el siglo pasado. Acuérdate de que te he hablado de él. Pero para mí no está todo claro. Hay algo raro. ¡No dejes de venir! Recordaremos los tiempos pasados y pensaremos juntos. El problema es interesante y no tendrás queja. ¡Ven sin ninguna dilación! ¡Me eres imprescindible!

Serguéi. Murátov leyó dos veces la carta de su amigo.

Se veía que cuando Sinitsin escribió la carta estaba emocionado o se encontraba en un estado de excitación nerviosa. Esto lo indicaba su estilo descuidado, impropio de él, y las muchas veces que repetía el ruego de que viniese. E incluso no era corriente la escritura desigual, apresurada. Esto era incompatible con el carácter siempre moderado y tranquilo de las palabras y gestos del astrónomo. Y además ¿para qué escribir cuando todo se puede decir con más rapidez y sencillez por el radiófono?

¿De qué objeto se trataba? Murátov no podía recordar que su amigo le hubiera hablado de algo parecido.

Claro está que se trataba de un descubrimiento astronómico. «El espacio», «El Sistema solar» eran cosas suficientemente conocidas. Pero Serguéi sabía perfectamente que a él, a Murátov, nunca le interesaron los cuerpos estelares y que conocía la astronomía sólo por lo que se enseña en la escuela. ¿Qué ayuda quería recibir?

Lo más sencillo sería llamar por el radiófono al observatorio donde trabajaba Sinitsin.

Pero Murátov no podía aguantar que cualquier enigma que se le planteara, aunque fuera el más sencillo, no lo resolviera él mismo.

Y esto sucedía ahora. La carta no estaba clara. Serguéi pedía que fuera a verle pero no decía para qué. Entonces había que averiguarlo.

Murátov examinó minuciosamente cada palabra.

«Aunque una persona escriba de la forma más descuidada y apresurada — pensó Murátov —, deberá reflejar en su escritura las ideas que le dominan».

«Algo raro»! He aquí la clave para la comprensión. Serguéi ha conseguido (así lo escribe) descubrir algo nuevo en el Sistema solar. El hecho de por sí es maravilloso, ya que el Sistema solar está investigado de cabo a rabo. Pero el «objeto» descubierto por él tiene algo «raro». Serguéi no comprende las causas. Esto lo indican sus palabras: «pensaremos juntos».

Sigamos adelante…

«Recordaremos los tiempos pasados». ¿De qué puede tratarse? Claro está que no de deporte. En los años juveniles les gustaba a los dos resolver juntos intrincados problemas de matemáticas. ¡Parece que vale! ¿En qué puede haber algo de «raro» en lo que se refiere a la astronomía? Sólo en lo que se refiere al movimiento de los cuerpos, a su órbita. Y por fin ¡«problema interesante»! ¡Todo está claro! Serguéi necesita la ayuda de un matemático para descifrar por qué órbita se mueve el «objeto».

Murátov se sonrió. Para qué haber pensado cinco minutos cuando todo estaba claro y no había ningún enigma.

Estaba ocupado y no dispuesto a dejar el trabajo. ¿Podría prestar ayuda al amigo desde aquí? ¿Le era tan necesaria su presencia?

Murátov se dirigió a la sala de aparatos, pero no consiguió hablar con Serguéi. Un empleado del observatorio le comunicó que «Serguéi llevaba dos días sin salir de su gabinete. Se había encerrado y no contestaba a ninguna llamada». «¿Es que no come ni duerme?», preguntó Murátov. «Algo parecido», fue la contestación.

Esto concordaba completamente con el carácter de Serguéi. Si algo enfrascaba sus pensamientos era capaz de trabajar días y noches sin descanso.

¡Por lo que se deducía, el problema planteado ante él era en realidad muy interesante!

Había que prestar atención a los ruegos insistentes de su amigo, y sin vacilar Murátov tomó el avión ese mismo día.

¡Si él hubiera podido saber las consecuencias de esta carta! ¿Hubiera ido a donde Serguéi?…

Dando al olvido el trabajo anterior, Murátov, como siempre, sentía impaciencia por comenzar el nuevo. Le parecían muy largas las tres horas de viaje.

La nave trasatlántica volaba sobre el lugar donde se encontraba ubicado el observatorio. El aterrizaje había que hacerlo a más de mil kilómetros al occidente, y esto obligaba a hacer el viaje de regreso en transporte terrestre y perder dos horas más…

Murátov expresó su deseo de descender en paracaídas.

El radiotelegrafista de a bordo llamó al observatorio. De allí contestaron que salía un aparato automáticoplaneliot hacia el lugar de aterrizaje de Murátov.

— ¿Ha saltado usted antes en paracaídas? — preguntó uno de los tripulantes de la nave que ayudaba a Murátov a abrocharse el correaje del paracaídas.

— Sólo una vez, cuando era escolar. ¿Pero qué importancia tiene esto?

— Volamos a una altura de siete kilómetros y tendrá que hacer un salto con retardo.

— ¿Y qué tiene de complicado?

— No, no hay nada de complicado. El paracaídas es automático y se abre en el momento necesario. Pero puede ser desagradable si no está acostumbrado al descenso libre.

— Esté tranquilo, no padezco de los nervios. El planeliot apareció dos minutos después del aterrizaje que se realizó con toda felicidad.

Cinco minutos más tarde Murátov entraba en uno de los edificios de la ciudad científica, donde, según le dijeron, estaba el gabinete de Sinitsin.

Llamó a la puerta, pero no tuvo ninguna contestación.

Murátov llamó más fuerte.

— Estoy ocupado, ruego que no me molesten — dijo Serguéi con voz enojada.

— Entonces — contestó riéndose Murátov —. tomo el avión de vuelta. ¡Abre, gracioso!

Soy yo, Víktor.

Sonaron pasos apresurados y la puerta se abrió.

Murátov abrió la boca de asombro y lanzó una carcajada.

Sinitsin estaba delante de él, sólo con calzoncillos y zapatos puestos. Tenía la cara untada de aceite y con una pintura oscura. Los cabellos enmarañados formaban mechones por todas las partes.

Del gabinete salía un aire caliente.

— ¿Qué ocurre aquí? ¿Te ocupas en hacer reparaciones en los momentos de asueto?

¿Por qué hace tanto calor?

— Lo primero que tengo que hacer es saludarte — dijo con tranquilidad Sinitsin — Gracias por haber venido. Me eres ahora más imprescindible que cuando te escribí la carta. Sin ti no puedo hacer nada. Y mira de dónde procede el calor — dijo, indicando hacia una pequeña computadora electrónica que estaba encima de la mesa de despacho —. Esta máquina portátil no estaba calculada para un trabajo ininterrumpido de treinta horas.

— Desgraciada, ¿para qué la martirizas así? — Murátov abarcó con una atenta mirada todo el gabinete.

El suelo estaba cubierto con una enorme cantidad de placasprogramas de polietileno.

Estaban tiradas por todas partes: junto a la misma máquina, en la alfombra del centro de la habitación e incluso junto a la puerta. Por lo visto el dueño del gabinete las había lanzado donde cayeran. La ropa de Sinitsin estaba también desparramada por los sillones y el diván. Las ventanas estaban cerradas a piedra y lodo por pesadas cortinas. La lámpara del techo y varias de mesa estaban encendidas.

Era un cuadro muy elocuente. Probablemente Serguéi incluso no sabía si ahora era de día o de noche.

— ¿No obtienes nada? — preguntó burlón Murátov.

— ¡Maldito enigma! Quisiera arrancarme los cabellos de desesperación.

— Ya he visto que has intentado hacerlo. Querido amigo, te encuentro desconocido.

¿Es que piensas conseguir algo en este estado? No te pregunto si has dormido esta noche porque está claro que no. Pero por lo menos, ¿has comido algo?

— Me parece que sí.

— Pero a mí me parece que no. ¿Qué hora es?

— ¿Que, qué hora es?

— No sé — respondió confuso Sinitsin.

— ¡Hasta eso has llegado! No sabes ni siquiera la hora en que vives. Te impongo un ultimátum: inmediatamente te bañarás, desayunarás y te echarás a dormir.

¿Comprendes? ¡Inmediatamente! O ahora mismo me marcho. ¿Has comprendido?

— ¿Dormir? — refunfuñó Sinitsin —. No tengo tiempo. Siéntate y escucha.

— No voy a escuchar nada. No tengo ganas de conversar con un espantapájaros. ¿A quién te pareces? Es una pena que no haya un espejo.

Murátov se acercó a la ventana y levantó la cortina. Los rayos del sol invadieron el gabinete. Abrió de par en par la ventana.

— ¡Así tiene que ser! — Murátov sonrió al ver la mirada de asombro de su amigo —.

¡Ahora son las dos de la tarde! Es de día y no de noche como sin duda alguna piensas.

— ¿Las dos?

— Sí, según la hora local. Sinitsin se sometió al instante.

— Está bien — dijo —, acepto tu ultimátum. Resulta — añadió sonriéndose — que yo «martirizo» a la máquina no treinta horas, sino más de cincuenta. Esa es la causa de que se caliente así.

— Todavía mejor. ¡Dos días completos sin dormir y sin comer! ¡Y esta persona quiere resolver un complicado problema de matemáticas! No te ayudará a resolverlo no sólo tu máquina, sino tampoco el cerebro electrónico del Instituto de cosmonáutica.

— Tampoco podrá resolverlo. Nadie podrá, si tú o yo no ofrecemos las premisas justas.

¡Ciento veintisiete variantes! — exclamó Sinitsin —. ¡Ciento veintisiete! Y todo en vano.

— ¡Vístete! — Murátov levantó la segunda cortina, desconectó la máquina y apagó la luz —. No creo que vayas a casa así. No estamos en la playa.

Sinitsin comenzó a vestirse lentamente.

Un sentimiento de pena o enojo se agitaba en el alma de Murátov. Serguéi se acostará y dormirá no menos de diez horas. ¿Qué hacer durante todo este tiempo?

— Si lo haces de una forma corta y general ¿de qué se trata? — preguntó indeciso Murátov.

Sinitsin miró con asombro a su amigo y ambos se rieron.

Sobre el Continente Sudamericano la noche sin luna extendía su manto cubierto de estrellas. Desde la ventana del gabinete se veía perfectamente la brillante Cruz del Sur.

Constelaciones de forma desconocida centelleaban en el abismo negro aterciopelado. En un lugar, entre ellas, pero cerca, muy cerca de la Tierra, flotaba, posiblemente ahora mismo, el enigma indescifrable.

Murátov, a pasos lentos, había cruzado innumerables veces el gabinete. Las ventanas estaban abiertas de par en par. Lucía sólo una lámpara de mesa que iluminaba parte de ella y el tablero de la computadora.

En el gabinete se había establecido el orden. Las fichas programáticas, que Sinitsin había desparramado por toda la habitación, habían sido recogidas y se encontraban en tres pilas cuidadosamente colocadas en un extremo de la mesa. En otro extremo se veía una pila de nuevas fichas que ahora utilizaba Murátov.

¡Todo en vano! El enigma continúa siendo enigma.

Ciento veintisiete variantes había experimentado Sinitsin y diecisiete Murátov, ¡y nada había cambiado!

Habían conversado dos horas durante el día. Serguéi volvió a adquirir la tranquilidad y exactitud inherente a él. Informó detallada y profundamente de todo el problema a Murátov. Ahora Víktor sabía tanto como Serguéi.

Claro que se podía pedir ayuda al Instituto de cosmonáutica, pero Serguéi no quería y Víktor comprendía perfectamente a su amigo. El había empezado y lo llevaría hasta el fin.

Al Instituto, indudablemente, había que dirigirse, pero era muy diferente presentarse con el descubrimiento terminado o con las manos vacías. Siempre es desagradable el reconocer su impotencia. ¡Serguéi tenía razón! Contar con Víktor era otra cosa. Entre ellos no había secretos. Si el enigma lo descifra Víktor es lo mismo que si lo hubiera hecho Serguéi.

¿Pero cómo descifrarlo?

Exteriormente Murátov estaba tranquilo pero en su interior bullía una tempestad. Ya hacía diez horas que Serguéi dormía profundamente y él estaba empantanado sin haber avanzado un paso hacia el descubrimiento. Nunca había ocurrido tal cosa. Es cierto, que era la primera vez que resolvía un problema de este tipo.

¡Y parece todo tan sencillo! El radar indicó ocho veces durante una semana la presencia de un cuerpo extraño en el espacio. ¡Ocho puntos en la órbita! Cuando son suficientes tres para calcular rápida y exactamente cualquier otro.

Pero los cálculos invariablemente iban a parar a un callejón sin salida, entrando en contradicción flagrante con las leyes de la mecánica celeste…



¿Es posible que haya más de un cuerpo? ¿Que haya dos, tres o más? Pero Serguéi consideraba que esto era imposible y Murátov estaba de acuerdo con él. Había varios cuerpos próximos a la Tierra y ni uno solo había entrado en el campo visual del telescopio. ¡Esto era inconcebible! Lo más probable es que fuera sólo uno.


Serguéi había calculado todas las órbitas posibles para uno y dos cuerpos en todas las combinaciones concebibles de los ocho puntos conocidos. Pero ninguna valía. Murátov comenzó a realizar los cálculos para tres, pero pronto tuvo que dejar esta fantasía.

En la solución del problema había que ir por otro camino. Murátov está convencido de que éste es sencillo. No puede ser de otra manera. En apariencia es difícil. Es necesario encontrar el verdadero razonamiento y los cálculos no costarán ningún trabajo. Pero ¿dónde se encuentra este verdadero razonamiento? ¿En qué consiste?

Murátov se sentó en el diván, apoyado en una almohada blanda y colocó las manos detrás de la cabeza. Así se piensa mejor.

De la ventana sopla una brisa fresca. El bochorno tropical marcha con el Sol a la otra mitad del planeta.

El reloj marca las nueve. Esta es la hora del meridiano de Moscú que corresponde a las dos de la mañana según la hora local.

Murátov se sonríe. Obligó a Serguéi a dormir y él… ocupó su puesto y lleva ya sin dormir quién sabe cuántas horas.

Pero de ninguna manera se acostará mientras Serguéi no se despierte. Trabajarán sustituyéndose uno a otro hasta resolver el problema o encontrar una hipótesis admisible.

Entonces no tendrán por qué sonrojarse al dirigirse al Instituto de cosmonáutica.

A fin de cuentas ¿qué es lo conocido?

Murátov recuerda el relato de su amigo…

El primer síntoma apareció ya en el siglo veinte. K. Stermer notó en el año 1927 el reflejo inexplicable de un haz de radio procedente de un cuerpo que se encontraba no lejos de la Tierra. ¿Qué cuerpo era éste? No se pudo saber. Entonces no se prestó atención al comunicado de Stermer. El hecho se repitió a los cincuenta años. Y de nuevo nadie se interesó por este raro fenómeno, parecía como si el haz de radio se reflejara en un lugar vacío. Se dijo que era un error de los observadores. A finales del siglo veinte, por casualidad no ocurrió una tragedia con la astronave que hacía el raid «TierraMarte». La astronave se encontró a doscientos mil kilómetros de la Tierra con un cuerpo celeste desconocido, cuya aproximación a la nave no fue notada a su debido tiempo por los exactísimos y muy sensibles aparatos de la cabina de navegación. Algo fue lo que se deslizó por el bordo dejando una huella en forma de una profunda abolladura. Todo transcurrió felizmente ya que por suerte la astronave no había llegado a alcanzar la máxima velocidad. También en este caso se encentró una explicación «natural»: un meteorito, los radares estropeados. Y hace poco ha tenido lugar el cuarto hecho. Otra vez con una nave cósmica. La nave de carga despegó hacia Venus. Llevaba materiales de construcción y equipos científicos para construir en el planeta una estación solar. La tripulación de la nave se componía del comandante, navegante y radioperador. Casi inmediatamente después de haber despegado se recibió un comunicado de que los radares habían localizado un cuerpo de un diámetro de cuarenta metros que volaba transversalmente al curso de la nave. La velocidad, como la otra vez, no era considerable, y esto permitió frenarla a su debido tiempo y evitar el choque. El navegante tuvo tiempo de enfocar exactamente el pequeño telescopio de a bordo por el rayo del localizador pero no vio nada. El radioperador de la nave informó que a medida que el cuerpo desconocido se iba aproximando a la nave, se debilitaba en la pantalla la señal del localizador y desaparecía en el momento de su máxima aproximación. Esto fue del todo inexplicable.

Esta vez fue completamente imposible «basarse» en la referencia de un meteorito o de que los aparatos no funcionaban, ya que este hecho lo confirmaban los apuntes de los automáticos. Se alarmaron en el Instituto de cosmonáutica. El cuerpo desconocido, que amenazaba la seguridad de las vías interplanetarias, era necesario encontrarlo costara lo que costase. Los observatorios comenzaron las búsquedas. Sinitsin participó en ellas desde el principio. A su disposición estaba una potente y novísima instalación de radar por medio de la cual se realizaron trabajos por el «contorno lunar». Días enteros el rayo invisible tanteaba el espacio en un radio de cuatrocientos mil kilómetros de la Tierra. Y por fin, hace una semana cuando llegó Sinitsin al trabajo vio en la cinta del aparato registrador la señal tan esperada. A las tres cincuenta y nueve minutos y treinta segundos, a una altura de doscientos ochenta mil kilómetros había volado un cuerpo de cuarenta metros de diámetro. Se movía del oriente hacia el occidente, es decir, en dirección contraria a la rotación de la Tierra. Al cabo de dos días, ptro ahora de día, en la misma parte del cielo, pero a distinta altura, el radar «vio» de nuevo algo parecido de las mismas dimensiones que la primera vez, pero que volaba con otra velocidad. Esto se repitió ocho veces. Todas las observaciones coincidían en lo referente a la dimensión pero divergían en cuanto a la altura y la velocidad. Ni una sola coincidencia completa. Fracasaron los intentos de ver el cuerpo misterioso con el telescopio visual, no se le pudo encontrar. Esto no asombró a nadie, ya que el telescopio se dirigió aproximadamente, y además, el cuerpo era muy pequeño y su órbita desconocida. En el Instituto de cosmonáutica ya sabían que los primeros éxitos habían sido conseguidos y esperaban de Sinitsin una información detallada…

¿Sería posible que habría que reconocer su incapacidad?

Murátov llevaba sentado más de una hora sin moverse y pensaba intensamente. La primera afirmación de que no podían ser varios cuerpos iba esfumándose gradualmente, sustituida por la seguridad de que eran varios. Y no tres o cuatro sino dos. A esta conclusión conducía el análisis de todo el trabajo realizado por Serguéi y por él mismo.

¡Dos, sólo dos! Giraban alrededor de la Tierra, encontrándose siempre contrapuestos en ambas partes del planeta.

Esta suposición se la hizo también Serguéi. Se ocupó de calcular las órbitas posibles y llegó al absurdo.

A Murátov ni tan siquiera se le ocurría poner en duda la exactitud de los cálculos de su amigo. Lo de Serguéi todo estaba bien, todo, excepto…

Murátov salta del diván y se dirige a la mesa. Sí, es necesario comprobar esa variante, incluso en el caso de que parezca fantástica. Serguéi ha partido del supuesto de que son dos cuerpos surgidos naturalmente, que se mueven según las leyes de la gravedad.

Entonces, claro está, ninguna de las órbitas pensadas corresponderá al movimiento real de los cuerpos, pero, si son… artificiales…

En apoyo de esta suposición había muchos hechos.

Primero, los cuerpos no son visibles con el telescopio visual, incluso a una distancia corta (el caso de la astronave de carga). Esto se puede explicar debido a que están pintados con un color negro absoluto y no reflejan los rayos del Sol. Los cuerpos naturales no pueden tener este color.

Segundo, los radares los «ven» de lejos y no de cerca. Esto es más difícil de explicar, pero se puede suponer (fantaseando hasta el fin), que quienes los lanzaron han querido dificultar a las personas el hallazgo de estos cuerpos. Cómo lo han hecho, esa es otra cuestión.

Y, tercero, los cuerpos se mueven en dirección contraria al movimiento del planeta, al contrario de la rotación de la Tierra. Es cierto que este fenómeno se encuentra en la naturaleza, pero con poca frecuencia.

¡Se puede llegar a la conclusión de que son satélites artificiales de la Tierra lanzados desde otro sitio!

La tenaz memoria de Murátov recordaba que esta hipótesis fue expuesta en el siglo veinte. Una vez leyó algo sobre ella. ¿Cuál era el apellido del autor? Murátov pone en tensión la memoria. ¡Ah! Sí, Braithwell.

«Pero todos los satélites artificiales lanzados por el hombre se mueven según las leyes de la gravedad — pensó —. Vuelan por inercia, no poseen motor y ante la presencia de cualquier fuerza externa, la órbita puede adoptar el contorno más fantástico».

¿Facilita la resolución del problema esta nueva premisa? No, todo lo contrario, la dificulta. ¿Cómo averiguar la trayectoria, si es completamente desconocido su objetivo?

Pero a pesar de todo es necesario intentar algo puesto que son conocidos ocho puntas que pertenecen a dos órbitas. Es desconocido qué puntos determinados pertenecen a cada órbita. Pero la combinación de ocho puntos por cuatro no es mucho. ¿Y si a una órbita pertenecen tres, y a otra cinco? ¿O existe otra combinación cualquiera?

Inesperadamente le surgió una idea más. Murátov se conmovió al ver lo sencilla e importante que era. Si suponemos que los cuerpos son artificiales, entonces, naturalmente, se desprende otro razonamiento: no son compactos sino huecos. Esto cambia grandemente la masa y como consecuencia también todos los cálculos. Y, claro está, no son de piedra, sino metálicos. Entonces puede ocurrir también que una de las órbitas, calculadas por Serguéi para los dos cuerpos, sea cierta si añadimos a ella la corrección referente a la masa. Murátov comenzó a examinar desde el principio todas las anotaciones de Serguéi. Aunque Sinitsin hubiera estado, al realizar el trabajo, todo lo nervioso que se pudiera, las anotaciones y deducciones estaban perfectamente claras, lacónicas y exactas. Las costumbres arraigadas actúan inconscientemente…

En los trópicos amanece rápidamente. Los rayos del Sol naciente dispersaban las tinieblas en los rincones del gabinete. La luz de la lámpara es ya una mancha amarillenta.

Pero Murátov no se da cuenta de esto. Las placasprogramas desaparecen en la máquina una tras otra. En la pequeña pantalla aparecen claramente los resultados de los cálculos.

El matemático electrónico ayuda admirablemente al matemático hombre.

¡Órbitas, órbitas, órbitas! Sólo en ellas puede pensar Murátov, sólo ellas están clavadas en su mente. ¡No hay sitio para otra cosa!

A las nueve en punto de la mañana se acerca Sinitsin a la puerta de su gabinete llevando un ligero traje blanco, rasurado, esmeradamente peinado, animado e incluso aparentemente alegre. Pero la alegría es sólo exterior, en su alma hay alarma y turbación.

¿Habrá logrado Víktor, aunque no sea más que parcialmente, aunque no sea más que en algo, aproximarse a la solución? ¿Le habrá surgido alguna nueva idea que pueda arrojar algo de luz en las tinieblas del enigma cósmico?

Sinitsin conocía bien la aguda mentalidad de Víktor, su enorme capacidad matemática.

Poseía además un rasgo altamente desarrollado: la fuerza imaginativa, rasgo muy útil para la investigación y del que carecía en absoluto el mismo Sinitsin. Sinitsin era un práctico, Murátov, un teórico.

Diecisiete horas de trabajo (Sinitsin no dudó ni un sólo minuto de que. Víktor había trabajado toda la noche) algo tenían que dar.

Había que apresurarse. En cualquier momento podía exigir el Instituto de cosmonáutica que le enviaran todos los materiales y no habría manera de negarse. Sinitsin sabía muy bien que las rutas interplanetarias estaban cerradas temporalmente, que las naves cósmicas estaban en los cohetódromos esperando a que estuviera libre el espacio próximo a la Tierra. ¡Y numerosas expediciones se encontraban en Venus, en Marte, en los satélites de los grandes planetas, en los asteroides! Tenían cerrado el camino hacia la Tierra. ¡Todos esperaban!

Al abrir la puerta, Sinitsin se detuvo asombrado en el umbral.

Las cortinas estaban echadas, la habitación estaba a media luz. Víktor dormía tranquilamente en el diván con las manos debajo de la cabeza (¡posición ya conocida!).

Pero el asombro fue inmediatamente sustituido por una fuerte emoción. ¡¿Era posible?!

Y una inmensa alegría, una alegría sin límites invadió a Serguéi. ¡Se lanzó hacia la mesa teniendo la seguridad de que allí encontraría algo muy importante, algo decisivo!

¡Víktor no podía haberse dormido sin encontrar la clave del enigma!

Y la realidad no defraudó sus esperanzas.

Sinitsin leyó en un pequeño papel arrancado de un bloque de notas:

«¡Serguéi, lanza un hurra! Hoy por la tarde obtendremos una fotografía de tu «objeto». Y mañana por la mañana, del segundo. Una órbita ha salido en la pantalla. ¡Admírate! La segunda calcúlala tú mismo. ¿Me has tomado por un burro? ¡Estoy muy cansado!

¡Buenas noches!

Víktor P.D. ¡Bueno, te lo diré! Ambos «objetos» tienen la misma masa. ¡Tenlo en cuenta!»

2

Los científicos dirigentes del Instituto de cosmonáutica no estaban dispuestos a perder el tiempo. Inmediatamente le fue concedida la palabra a Sinitsin, que informó en forma breve:

— Probablemente, hace ya tiempo, giran alrededor de la Tierra dos satélites artificiales que no proceden de nuestro planeta. Tienen las mismas dimensiones y están huecos. Su forma es alargada. La sección longitudinal tiene forma de elipse y la transversal de círculo. Su longitud es de cuarenta metros. Estos datos es posible que no sean completamente exactos. Sus órbitas son en espiral. Los dos cuerpos unas veces se acercan a la Tierra y otras se alejan. La deducción, por las observaciones realizadas con los radares, es de que cambian continuamente su velocidad. Las distancias medias del centro de la Tierra son las siguientes: el primer satélite, doscientos dieciocho mil kilómetros; el segundo, ciento ochenta y seis mil. Los satélites, probablemente, son metálicos, pero no se puede determinar el peso específico del material debido a que es desconocido lo que existe dentro. La velocidad media del primer satélite es de cinco kilómetros y medio por segundo, la del otro de siete. Los datos obtenidos fundamentan la suposición de que en ambos satélites funcionan todavía sus motores, a pesar de que su aparición en las proximidades de la Tierra tuvo lugar en el año 1927 o antes. Si su movimiento por las órbitas en espiral se hubiera realizado por inercia, hace tiempo que deberían haber caído en la Tierra o en la Luna. Las órbitas las ha calculado el conocido matemático Murátov y en parte yo mismo. La posición de ambos satélites en las órbitas fue exactamente registrada a las cero horas del día de hoy y puede ser fácilmente calculada en cualquier momento. No se ha conseguido verlos con el telescopio visual, aunque su diámetro de cuarenta metros es suficiente para lograrlo. Murátov ha sugerido que son absolutamente negros y por consiguiente, invisibles, ya que no reflejan los rayos del Sol. Hemos intentado fotografiarlos con rayos infrarrojos, puesto que si son negros tienen que estar fuertemente recalentados por los rayos solares. Pero no hemos podido conseguir nada a pesar de una exposición de muchas horas. Lo mismo ha ocurrido cuando hemos utilizado placas sensibles a los rayos ultravioleta y Roentgen. A mí me parece que los satélites no son absolutamente negros sino, todo lo contrario, absolutamente blancos. Este es un enigma difícilmente explicable. He aquí todo lo que puedo informar al consejo en el momento presente. Continúan en nuestro observatorio los trabajos de observación de los satélites por medio de los radares.

— ¿No han intentado obtener fotografías con los rayos gamma? — preguntó uno de los presentes.

— No teníamos estas placas, pero las hemos pedido. En cuanto las recibamos lo intentaremos.

— No podemos esperar y seguir tranquilamente con los experimentos — manifestó el profesor Henri Stone, presidente del consejo científico del Instituto de cosmonáutica —.

Están inactivas todas las astronaves, está interrumpido todo el trabajo en el cosmos. Es una situación inaguantable. Debemos saber exactamente, lo antes posible, qué cuerpos son éstos. No podemos fundamentar en hipótesis y datos no comprobados la seguridad de las comunicaciones interplanetarias. Si los cuerpos son invisibles, cualquiera que sea la causa, no hay seguridad de que sean justas las órbitas calculadas…

— Pero Murátov y yo estamos seguros de ello — contestó Sinitsin.

— Si los cuerpos son invisibles — repitió Stone, echando una ojeada a Sinitsin —, no queda otra alternativa que dirigirse a ellos y, por decirlo así, tocarlos con las manos.

Ruego que no se ofenda el camarada Sinitsin. Nos ha informado que, según su criterio, los satélites tienen los motores funcionando y que la velocidad cambia ininterrumpidamente. ¿Qué garantía tenemos de que las órbitas no cambien? Esto puede ocurrir en cualquier momento. No sabemos quiénes y cómo los dirigen. ¿Son personas?

Es poco probable. Pero no podemos excluir la existencia de un cerebro electrónico. Y si esto es así, su programa nos es desconocido. Dejemos las controversias y discusiones para un momento más oportuno. La primera cuestión es: ¿podemos tener fe completa en los datos obtenidos?

— El nombre de Murátov nos es conocido — contestó el profesor Matthews, joven por su aspecto, pero de sesenta años de edad —. A Sinitsin lo conocemos bien. Según mi criterio, se puede considerar que las órbitas de los satélites coinciden en la actualidad con los cálculos. ¿Dígame — preguntó a Sinitsin —: sus trayectorias coinciden con los ocho puntos conocidos anteriormente?

— Sí, coinciden completamente. Los radares han localizado tres veces el satélite más lejano y cinco veces el más próximo.

— ¿Han probado ustedes otras combinaciones? Por ejemplo, ¿cuatro y cuatro?.

— Hemos probado todas las combinaciones posibles. Es más, hoy por la mañana el radar de nuevo «ha cogido» el satélite más cercano. Y su posición coincidió completamente con los cálculos.

— Esto es bastante convincente.

— ¿Cuál es la opinión de los demás? — preguntó Stone.

Los otros diez presentes se manifestaron de acuerdo con Matthews.

— Entonces planteo la segunda cuestión: ¿es necesario enviar las naves en busca de estos satélites? ¿Si es así, cuántas: una, dos o más?

El consejo se manifestó por el envío simultáneo de dos naves en busca de los dos satélites.

— Y, para terminar — dijo Stone —, la tercera cuestión: ¿ofrece peligro esta expedición?

Sinitsin se animó. Stone había tocado la cuestión que habían examinado Víktor y él hoy por la mañana.

— ¡Pido la palabra!

— Se concede la palabra al camarada Sinitsin.

— Quiero darles a conocer — comenzó Serguéi — las ideas que nos han surgido a Víktor Murátov y a mí en lo referente al peligro en la aproximación de las astronaves terrestres a los satélites. Nos encontramos ante dos cohetes exploradores, enviados por científicos de otro mundo para estudiar a distancia nuestro planeta. Es indudable que ambos satélites trasmiten información de alguna forma a aquellos que los han lanzado. Todo esto, aunque es bastante raro, a fin de cuentas es natural y para nosotros comprensible. Extraña e incluso enigmática es otra cosa. Se ha hecho todo para que nosotros, las personas de la Tierra, no pudiéramos conocer durante el mayor tiempo posible la existencia de estos satélites. Las órbitas en espiral, la velocidad variable, la pintura y, posiblemente, el mismo material, que los hacen invisibles a simple vista, y finalmente, las interferencias, indudablemente artificiales e intencionadas, impiden la localización de estos cuerpos sobre todo a corta distancia. Tantas precauciones no son casuales sino intencionadas. Y lo más interesante es que todas estas medidas están relacionadas con la técnica existente en la Tierra en la primera mitad del siglo veinte, es decir, cuando debemos pensar que estos satélites aparecieron cerca de ella. ¡Esto nos dice que esta exploración no es la primera! Aquellos que nos enviaron estos huéspedes no invitados, conocen bien nuestro planeta, saben que está poblado de seres racionales, saben el nivel de nuestra ciencia y técnica. La conocían, mejor dicho, hace cien años, pero es posible que conozcan también la Tierra actual. No en balde nos han dificultado las búsquedas de sus exploradores. ¿Qué nos dice todo esto? Supongamos que nosotros nviáramos unos exploradores al vecino sisteir. i solar en dirección de cualquier planeta. ¿Tomaríamos medidas para que los habitantes de este planeta no pudieran ver a nuestros mensajeros?

¡Claro que no! Todo lo contrario, haríamos todo lo que dependiera de nosotros para que los vieran, porque los consideraríamos como un medio de comunicación con otro mundo racional, como un medio para darles a conocer nuestra existencia. De esta forma y no de otra deben de obrar los seres racionales de cualquier mundo. Pero nosotros observamos un cuadro completamente diferente.

Se han enviado estos exploradores no con el objeto de establecer comunicación con nosotros. El fin es otro. Y no quieren que nosotros, las personas de la Tierra, conozcamos estos fines. He aquí en lo que debemos pensar.

Los miembros del consejo escucharon con gran atención a Serguéi.

— Resulta — dijo después de un largo silencio el profesor Matthews —, que nos encontramos con aquello que siempre se consideraba imposible en las relaciones entre los mundos. ¡El primer encuentro con un intelecto ajeno y… pérfidas intenciones.

— No, ¿por qué? — le costó gran trabajo a Sinitsin retractarse, debido a que Víktor y él habían llegado precisamente a la misma conclusión que Matthews —. ¿Por qué obligatoriamente tienen que ser pérfidas? Incluso se puede pensar que sus intenciones son las más amistosas. Por ejemplo: los satélitesexploradores son peligrosos, es necesario tener gran precaución con ellos… ¡Es que el nivel de desarrollo de los seres que han llegado a verificar tales experimentos excluye motivos viles! — exclamó viendo reflejada la duda en los semblantes de los oyentes —. ¡Pueden ser peligrosos para nosotros! Las precauciones adoptadas por aquellos que los han enviado pueden significar: «¡Atención!» «¡Peligro!» «¡No acercarse!» ¿Y si son de antisubstancia? Esta es mi conclusión personal — hizo notar en voz baja Sinitsin.

— La va a renunciar ahora mismo — dijo sonriendo Stone —. Recuerde el caso con la astronave de línea «Tierra — Marte». Un cuerpo desconocido tocó el bordo de la nave.

Ahora sabemos que fue uno de los satélites. Al tocar dejó una abolladura pero no tuvo lugar ninguna desmaterialización.

— Es cierto, me había olvidado de esto — manifestó Sinitsin.

— Todo lo que ahora hemos oído — continuó Stone —, y que puede ser cierto o no, confirma lo fundamentado de mi pregunta: ¿ofrece peligro la expedición proyectada?

Acabo de refutar la invención de Sinitsin. Comprendemos bien lo que le ha impulsado a buscar apresuradamente una explicación. Esto hace honor a sus condiciones humanas.

Ahora quiero refutarme a mí mismo. Hace poco dije que la presencia en los satélites de personas o en general de seres racionales era dudosa y poco probable. Pero no he tenido en cuenta que estos satélites existen ya hace cien años y es posible que más. Por lo tanto hay que excluir la presencia de seres vivos, incluso aunque los habitantes de ese mundo tengan una vida muy longeva, ya que no tiene ningún sentido encerrarse durante cien años en un local estrecho. Si existe en ellos dirección ésta se realiza desde afuera o es un cerebro electrónico. ¿Entonces para qué arriesgarse? ¿Podemos destruir los dos satélites y todo se acabó? Yo soy partidario de la opinión de que intenciones pérfidas no las hay, ni las ha habido. Pero de todas formas hace tiempo que estos satélites cumplieron ya el fin para el que fueron enviados.

— Esto de ninguna forma lo sabemos — objetó el miembro del consejo Stanislav Leschinski —. Si los motores han funcionado hasta ahora, significa que fueron calculados para todo este tiempo, y de esto se deduce que todavía tienen necesidad de ellos. Pero el hecho no consiste en que los satélites sean o no necesarios a los que los lanzaron.

Tenemos completo derecho moral a destruirlos. Sus dueños no contaron con nosotros, ni nos preguntaron, incluso, ni pensaron en nosotros. No han podido dejar de comprender que cuerpos invisibles, en vecindad con el planeta, cuya técnica ha llegado hasta llevar a cabo las comunicaciones interplanetarias, representan un gran peligro. Me parece que la cuestión sólo se puede plantear de la siguiente forma: ¿Son útiles para nosotros estos satélites? ¿Nos es necesario conocer su construcción, motores, los aparatos que llevan?

Si esto es así, hay que no sólo encontrarlos, sino penetrar en ellos. Y si no, entonces destruirlos, sin exponerse.

— En esto no puede haber opiniones diferentes — dijo Stone —. La técnica de dos mundos no puede ser completamente idéntica. Obligatoriamente se encontrará algo útil.

Por ejemplo: métodos de localización de interferencias, «invisibilidad», medios de transmisión de informaciones a través del inmenso espacio que separa los sistemas vecinos. ¿Además, no sabemos si son vecinos?

— Entonces no hay más de que hablar. Es necesario y se acabó. — Leschinski «decapitó» enérgicamente esta palabra dando con la palma de la mano en la mesa —. Ya que sabemos que puede existir peligro, no es necesario, según decidimos, enviar dos naves hacia los satélites, sino una, primero hacia el primer satélite y después al segundo.

En ella deben volar sólo voluntarios.

— ¿Qué quiere usted decir con esto? — dijo asombrado Stone —. ¿Cómo pueden ser no voluntarios?

— Quiero decir que los participantes de la expedición deben saber que arriesgan la vida. Pero tiene usted razón — dijo sonriendo Leschinski — la palabra «voluntarios» es un anacronismo.

— Habrá más de los que necesitamos. Pero «¡arriesgar la vida!» es una expresión que causa temor. — Stone se inclinó hacia adelante y recorrió con la mirada a los miembros del consejo —. Propongo a cada uno que piense y resuelva ¿merece el hecho la pena?

Reinó un minuto de silencio. — ¡Sí! — dijo el primero Matthews.

— ¡Sí! — repitió Leschinski.

— ¡Sí!.. ¡Merece!..

— Ruego que se me confíe la dirección de la expedición — dijo Stone.

— Creo que mi amigo y yo nos hemos merecido este derecho y pido que se nos incluya — añadió Sinitsin.

— Murátov no está presente.

— Esto no tiene importancia. Yo le represento.

— ¿Tiene su conformidad?

— No, no he hablado con él sobre esto. Pero yo respondo…

Ya hay tres. Pienso que son suficientes cuatro o cinco personas.

— Muy reconocido — Murátov subrayó estas palabras inclinándose —. Eres encantadoramente amable. ¿Mas que pensarías si yo no tuviera ningún deseo de salir al espacio?

— ¿A esto llamas espacio? — Sinitsin se encogió de hombros —. Es al lado de la Tierra.

Más cerca que la Luna.

— Supongamos que es incluso en la misma Tierra…

— ¿Bueno, y qué?

— ¡Precisamente este qué!

— ¡Déjame en paz! — Sinitsin indignado volvió la espalda a su amigo —. ¡Qué persona eres! Te dan tal confianza y tú… ¡Puedes negarte! Ahí tienes el radiófono… — con un ademán de enfado indicó la mesa donde se encontraba el aparato.

— No tengo por qué negarme. No he dado mi conformidad para nada. ¡A mí qué me importa! Tú me has incluido en la expedición, tú me quitas.

Sinitsin se levantó de un salto y se dirigió al aparato.

— ¡Quieto! — Murátov tuvo tiempo de agarrar a su amigo del brazo y con fuerza le hizo sentarse otra vez en el sillón —, ¡No comprendes las bromas! ¿Cómo te voy a dejar solo si existe peligro? ¿Quién va a cuidar de ti? ¿Cuándo hay que volar? — preguntó Murátov con tono enérgico.

— Dentro de una semana.

— Por ahí hubieras empezado. Tengo tiempo de terminar mi trabajo que he interrumpido por tu causa. ¿Por qué tanta dilación, estando todas las astronaves detenidas?

— Ya no existe peligro. Es conocido el lugar donde se encuentran los dos satélites.

— ¿Y si cambian de órbita?

— Se notará a su debido tiempo. Los observan ininterrumpidamente casi todos los radares del globo terrestre. Les hemos dado buenos datos para que los observen.

— ¿Ha resultado bien, verdad?

— ¡No presumas! Tú sabes que has acertado por casualidad.

— ¡Oh, no! No casualmente. Que casualidad es ésta, si tuvieron que ser eliminadas todas las órbitas naturales. Esto no es más que lógica.

— O fantasía.

— Puede ser fantasía — aceptó Murátov —. Este factor nunca hay que olvidarlo. La fantasía en la ciencia es necesaria. Si la tuvieras no tendrías que gritar «¡socorro!» y llamarme en tu ayuda…

— ¡Cacareó la gallina! — exclamó con enojo Sinitsin —. Puso el huevo y se imagina que ha salvado a Roma.

— Fueron gansos. Pero no me has contestado a mi pregunta. ¿Por qué esta dilación?

— Es necesario equipar a la nave. Stone, según me parece, instalará en ella todos los aparatos de observación que existen. No es fácil encontrar lo invisible que hasta ahora es y más aún en el espacio.

— ¡Ah! ¡En el espacio! Y tú dijiste que es en… Bueno, no voy a discutir pequeneces.

¡Vaya un enigma! Espera, se me han ocurrido algunas cosas. Supongamos que todo el cuerpo de los satélites es de material antimagnético. Probablemente, por dentro, exista alguna parte metálica…

— ¿Magnético? Está previsto. Habrá también aparatos de este tipo.

— Lo sé. ¡No me interrumpas! — Murátov comenzó a andar lentamente de un rincón a otro de la habitación —. Supongamos que estos cuerpos no absorben los rayos del Sol y, claro, no se calientan. ¿Tienen motores? ¡Tienen! Entonces tiene que existir algún calor, muy débil, pero tiene que existir. Lo que significa que, a corta distancia, deben aparecer en la pantalla infrarroja. A propósito, tu criterio de que son absolutamente blancos no resiste la crítica. ¡Espera, no discutas! ¡Después! Mi suposición de que son absolutamente negros también ofrece dudas. Pero como ves yo no discuto. Sigamos adelante. Se puede decir con seguridad que de los satélites se transmite información. ¿Pero cómo? Lo más probable con ondas extracortas. Entonces el transmisor se puede localizar. Esta es la tercera cuestión. Cuerpos sin masa no existen. Sabemos que la masa de los satélites es bastante considerable. Desde la Tierra seguirán a nuestra nave y a los satélites y nos informarán cuando nos acerquemos a ellos. Suponiendo que no los vemos y que no los registren ningunos aparatos. Dos masas en el espacio vacío. Prácticamente está vacío, ¿no es verdad?… Llegarán a estar muy juntos. ¡Esta es la cuarta cuestión! Los satélites y todo lo que en ellos se encuentre no pueden ser absolutamente transparentes. Se les podrá ver con los ojos, como una mancha negra en el fondo del firmamento. Claro está desde una distancia corta. ¡Esta es la quinta! Ahora es cuando puedes discutir si quieres.

— ¡No estoy dispuesto! — dijo Sinitsin mirando con ojos sonrientes a su amigo —. Todo es cierto. Pero veo que ha sido un error confiar la dirección de la expedición a Stone.

Debían haberte nombrado a ti. Ahora ten paciencia. Te ofenderás después. Escucha.

Víktor Murátov ha descubierto cinco métodos para encontrar los satélites en el espacio.

Te conozco: has callado, esto significa que no se te ocurre nada más. ¡Pero a Stone se le ha ocurrido… ¡Te estremeces, amigo! ¡Determinador gravitacional de masa, uno!

¡Proyector gamma, dos! ¡Manos arriba! ¡Besa la alfombra!

Murátov miró perplejo a Sinitsin unos segundos. Después, acercándose hasta su misma cara, le dijo en tono confidencial:

— ¿Es decir, siete? ¿Sólo siete y no más? El satélite encontrado lo palparemos. Claro está, con las manos. ¿Y no querrás verlo con los ojos? ¿Tienen superficie? La tienen aunque sea invisible. ¿Y si la pintamos? Un pulverizador, ¡y son ocho!

El semblante de Sinitsin reflejó seriedad.

Me parece que esto no está previsto — dijo —. Hay que comunicarlo inmediatamente a Stone. ¡Bravo, Víktor!

3

Los logros del pensamiento técnico asombran a las personas sólo en los primeros tiempos, mientras son todavía nuevos y no habituales. La persona adapta rápidamente su conciencia a las nuevas condiciones, y aquello que hasta hace poco le parecía maravilloso se convierte en habitual.

Cuando a comienzos del siglo veinte aparecieron los aeroplanos, cuando la persona se elevó por primera vez, parecía que sólo los elegidos podrían volar, que para esto eran necesarios valor, carácter y salud física. Pero pasó relativamente poco tiempo y el empleo del transporte aéreo entró en el uso corriente. Dejó de causar asombro a las personas; comenzaron a tomar el avión, como antes se hacía con la diligencia o el tren.

Lo mismo pasó con los cohetes. Los aviones de reacción habituaron imperceptiblemente a las personas a la idea de que se podía volar también sin alas. Y cuando los cohetes entraron en funcionamiento en el transporte de pasajeros, no exigió mucho tiempo el que la gente se acostumbrara a ellos.

Y del vuelo en cohete a la atmósfera hasta el mismo vuelo fuera de ella, no hay más que un paso y éste lo dio el hombre sin darse cuenta. Pasó rápidamente el período de la conquista de las rutas cósmicas, repleto de hazañas románticas. Y el primer raid de pasajeros Tierra — Luna fue recibido como algo habitual que no tenía nada de extraño.

La conciencia de la humanidad de una forma sencilla y natural se trasladó de la esfera terrestre a la cósmica.

Hasta ahora Víktor Murátov nunca tuvo que abandonar la Tierra. Incluso en los años de estudio, primero en la escuela y después en el instituto, sin saber cómo, no participó en ninguno de los vuelos a la Luna previstos por el programa. No recordaba si había estado enfermo entonces o hubo otra causa.

Pero cuando su amigo de la infancia y de la juventud lo incluyó en la expedición que se dirigía en busca de los satélites misteriosos de la Tierra, Murátov incluso no pensó en que le esperaba algo extraordinario, fuera de los marcos de la vida corriente. Consideraba el futuro vuelo al espacio, lo mismo que una persona de la primera mitad del siglo veinte la realización de un viaje al Ártico en rompehielos. Era una cosa no habitual pero no tenía nada de particular para que pudiera producir una emoción especial. Centenares y miles de personas, iguales a él, habían realizado viajes mucho más largos en el cosmos.

Las condiciones de vida en las astronaves eran bien conocidas por todos desde los bancos de la escuela. Los entrenamientos en los aparatos vibratorios y en las cámaras antigravitatorias estaban desde hace tiempo incluidos en el programa de educación física de los escolares. Las personas terminaban los años de estudio completamente preparadas para cualquier vuelo cósmico.

Los pensamientos de Murátov estaban enfrascados no en el vuelo sino en su objetivo.

Cuanto más pensaba en este objetivo tanto mayor era la desconfianza en el éxito de la expedición. Le venían a la cabeza decenas de posibles obstáculos, y cada uno de ellos era suficiente para reducir a la nada todos los esfuerzos. No le cabía la menor duda de que los satélites eran en realidad exploradores de otro mundo, y que aquellos que los enviaron hacia la Tierra, hicieron todo lo posible para asegurar su invulnerabilidad.

¿Podrían salvar las dificultades?

Compartían las dudas de Murátov todos los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica, y éstas estaban justificadas.

La tarea planteada a la expedición resultó mucho más complicada de lo que se podía pensar…

El hecho de la aparición alrededor de la Tierra de dos satélites artificiales creados por otra mente y por otro mundo, no asombró, aunque fuera un tanto raro, ni a los científicos, ni a la amplia opinión pública. Las personas estaban acostumbradas hace tiempo a la idea de que, tarde o temprano, se recibirían pruebas directas de la existencia de gentes más allá de la Tierra. Por eso cuando esto tuvo lugar nadie se asombró. La reacción de la humanidad tuvo su expresión en una palabra: «¡Por fin!».

La suposición de que los amos de los satélites pudieran no ser hermanos sino enemigos, fue rechazada enérgicamente por una mayoría aplastante. ¡Esto hubiera sido monstruoso, absurdo, imposible! Seres capaces de enviar exploradores a un sistema ajeno, capaces de crearlos, no pueden tener sentimientos de hostilidad o de odio hacia otros seres.

«¿Por qué dificultan entonces el que conozcamos a estos satélites?», preguntaban los que dudaban.

«Esto no lo sabemos — les respondían —. Pero lo sabremos después. No hay que olvidar que los satélites fueron enviados cuando en nuestra Tierra existían fenómenos tales, como la hostilidad entre los pueblos y la guerra. Y todo indica que desde hace tiempo conocían la existencia de la Tierra y conociendo las personas que existían entonces, no quisieron darnos a conocer su técnica, que podría haber sido utilizada para el mal. Por ejemplo, la técnica atómica, que hace cien años todavía no la conocíamos».

Todos estos razonamientos eran verosímiles.

Pero en los círculos reducidos de los trabajadores de la cosmonáutica y en aquellos que, costara lo que costara, tenían que establecer contacto con los exploradores, no podían despreciar, aunque fuese poco creíble, la posible hipótesis de «hostilidad». Era necesario prestarle atención y la tenían en cuenta.

La nave fue equipada con todos los medios de defensa, que se pudieron prever, ante cualquier peligro.

Y la expedición comenzó el día señalado, día que quedaría grabado en la memoria de todos los hombres de la Tierra.

Pasaron cuarenta y dos horas. La astronave «Guerman Titov», laboratorio volante del Institulo de cosmonáutica, se encontraba en una órbita paralela al satélite explorador más próximo a la Tierra, manteniendo una distancia poco considerable.

Los observatorios terrestres habían transmitido unas quince veces que coincidían las coordenadas de la nave con las del satélite, que ambas habían sido registradas por los radares en un mismo punto y que como consecuencia se encontraban en una misma línea, según el «rayo visual» de las instalaciones de radar.

Pero no había forma de encontrar el satélite.

Numerosos aparatos, instalados en un enorme bastidor que ocupaba una gran parte de la sala de trabajo de la nave, no percibían nada. Sólo el determinador gravitacional, o gravímetro, como le llamaban frecuentemente, mostraba la existencia de una masa considerable en el espacio próximo, que a simple vista parecía completamente vacío.

El satélite, sin duda alguna, se encontraba muy cerca.

Por desgracia, eran insuficientes las indicaciones sólo de un gravímetro para acercarse a un cuerpo invisible. Era necesario sondearlo con otros aparatos, que indicaran no sólo la masa, sino la dirección exacta hacia ella y también la distancia.

Estos datos todavía no existían.

El satélite manifestaba claramente el deseo de no «entregarse en las manos» fácilmente…

Al principio todo marchó como sobre ruedas. El comandante de la «Titov», Yuri Véresov, experimentado astronauta, puso su nave con mucha seguridad en la trayectoria necesaria y, observando las indicaciones de la Tierra, «se colocó» pegado al satélite. Entonces llegó el primer comunicado sobre la coincidencia de las coordenadas. Parecía que el objetivo había sido conseguido y que lo restante era sencillo: pegarse bordo con bordo y comenzar a observar al «huésped».

Pero esto era sólo en apariencia.

La «Titov» se acercaba despacio y con precaución al objetivo. Nadie sabía qué esperaba a las personas en la aproximación al «extranjero», cómo recibiría la astronave terrestre, qué medios de «defensa» habían establecido en él los desconocidos amos.

Podría ser posible que hubieran decidido que las personas de la Tierra no debían conocer, bajo ningún pretexto, a sus exploradores, pues no en balde fueron adoptadas tan numerosas medidas de precaución.

En una sola cosa había completa seguridad: ¡los satélites no eran de antisubstancia!

— Puede explotar si nos acercamos demasiado, — supuso Stone —. ¿No es hora ya de enviar un robot?

— Creo que es pronto — contestó Sinitsin —. Es necesario acercarse más.

— ¿Y quién puede decir si estamos cerca o lejos? — preguntó Véresov.

— En primer lugar, esto nos indica el gravímetro. Sus indicaciones todavía no han llegado a los cálculos realizados por nosotros sobre la masa del satélite. Esto significa que por ahora está lejos. En segundo lugar, deben ya ponerse en funcionamiento otros aparatos. Los radares terrestres penetrarán en el satélite cualquiera que sea su defensa.

Lo cual quiere decir que nosotros podemos sondearlo aunque sea lo invisible que sea.

Los rayos infrarrojos… — Sinitsin se quedó con la palabra en la boca…

La aguja del gravímetro se inclinó fuertemente hacia la izquierda. Y casi en este mismo momento varios observatorios terrestres informaron inmediatamente que el satélite se había escapado de las pantallas de los radares, yendo hacia adelante y aumentando la velocidad.

Involuntariamente se preguntaron: «¿Es esto casual?»

— Como si nos hubiera olfateado — dijo Murátov.

Véresov conectó el acelerador.

La situación era de nuevo la misma aproximadamente al cabo de una hora. La aguja del gravímetro se desvió hacia la derecha.

Murátov no apartaba los ojos del ocular del telescopio. Le fue encargada la observación visual pero hasta ahora no había podido ver nada. Y de repente le pareció que una mancha opaca oscureció el refulgente campo de estrellas que rodeaba la astronave. Algo parecido un espectro, grande y oscuro, eclipsó los puntos no centelleantes de los astros formando un abismo negro en la inmensidad del cosmos.

Pero la visión apareció por un instante y desapareció. ¿Por fin se había conseguido ver el satélite misterioso, o fue un engaño de la vista cansada?

Murátov no dijo nada de lo que había visto a sus camaradas. De nada les hubiera servido.

Véresov comenzó de nuevo a aproximarse con precaución, dirigiéndose sólo por la aguja del gravímetro que se deslizaba suavemente hacia la derecha.

Se acercaba la masa desconocida.

Stone ya había extendido la mano hacia el botón. Una ligera presión y del cuerpo de la «Titov» se separaría un robotexplorador cósmico en forma de cohete pequeño, pero potente. Dirigido por el gravímetro portátil avanzaría hacia la masa vecina para adherirse a ella, y enviar a la nave las señales de sus aparatos sensibles, capaces de escuchar lo «inescuchable» y de ver lo «invisible».

Algo había centelleado en la pantalla infrarroja.

Y… de nuevo un fuerte salto de la aguja hacia la izquierda. Un minuto de espera y la voz de la Tierra informó: ¡el satélite de nuevo se ha apartado, ha frenado, se ha rezagado!

Esto ya se parecía a una acción consciente.

Véresov pone en funcionamiento los motores de freno.

— Así podemos continuar hasta la eternidad — dijo para sí, pero lo suficientemente fuerte.

Sinitsin pudo notar esta vez una señal entrecortada del radiolocalizador. En ondas superextracortas tenía lugar una transmisión. No podía proceder de la Tierra ya que todas las estaciones de onda corta no funcionaban a esta hora cumpliendo una petición del Instituto de cosmonáutica. No cabía duda de que las señales debían proceder del satélite.

Quedó sin saber si esto había sido radiación de su propio transmisor o, al contrario, si su receptor había captado un comunicado ajeno.

— ¿Puede ser que sea un eco de la transmisión que acabamos de recibir? — conjeturó Stone —, por ejemplo de la Luna.

— Tienen un diapasón completamente distinto — contestó Sinitsin —. El eco podía llegar de la Luna mucho antes, pero no en este momento. Está demasiado cerca.

Esta vez pasaron más de dos horas hasta que consiguieron aproximarse al satélite.

Por tercera vez todo se repitió como al principio.

Y lo mismo sucedió después con la cuarta… con la quinta… con la sexta…

El satélite «jugaba». Aumentaba o disminuía la velocidad en cuanto la «Titov» se acercaba a una distancia, por lo visto, completamente determinada. Era imposible predecir estas maniobras, no había en ellas ninguna sucesión. Con frecuencia el satélite se marchaba varias veces seguidas, después frenaba inesperadamente, y de nuevo marchaba hacia adelante. Era difícil dejar de pensar en que esto no fuera un mecanismo, sino un ser vivo que aspiraba a ocultarse, a escaparse de la persecución que no le dejaba tranquilo.

Todo esto se repitió durante cuarenta y dos horas.

Ni a los participantes de la expedición, ni a los científicos que observaban la marcha de las operaciones desde la Tierra, les cabía la menor duda de que al satélite lo dirigía alguna voluntad consciente. Era evidente, que había «alguien» o «algo» captado por la «Titov» que había adivinado sus intenciones y quería impedir el encuentro.

¿Quién lo dirigía? ¿Y de dónde se realizaba esta dirección? Desde el mismo satélite o… Pero era demasiado fantástica la idea de que se podría dirigir desde otro planeta fuera del Sistema solar.

— Es un cerebro electrónico y se encuentra en el satélite — afirmó Stone.

— De ninguna forma puede encontrarse en el satélite — replicó Murátov —. En tal caso no eran necesarias las señales de radio.

— Puede venir de un satélite a otro ya que son dos.

— No tienen nada de que «hablar» si en ellos no existe un ser racional. La dirección procede de la Luna, o… de la Tierra.

— ¿De la Tierra?

— ¿Es que esto no es posible? — contestó Víktor a la pregunta con otra.

Esta suposición que a primera vista parecía tan rara, tenía, en efecto, un fundamento real. Si los habitantes de un mundo vecino (¿sería vecino?) conocían hace tiempo la Tierra, lo cual parecía que ya no ofrecía dudas, ¿acaso no habrían podido secretamente visitar nuestro planeta y dejar en él, en un lugar bien oculto, su cerebro electrónico? En la época, cuando todavía no existía el «Servicio del cosmos» y nadie observaba el espacio próximo a la Tierra, una astronave ajena podía aterrizar en el planeta y despegar sin que nadie lo notara. Murátov estaba en lo cierto. Y aún era mucho más fácil ir a la Luna en la que el hombre todavía no había puesto el pie; más aún que hasta ahora no estaban descubiertos todos los secretos de la Luna, y su superficie no había sido explorada por completo.

— Si existe este cerebro electrónico — dijo Véresov —, y tiene el programa de no permitir la aproximación de los objetos terrestres, jamás alcanzaremos al satélite.

— Algo parecido — dijo desalentado Stone.

La persecución continuó tenazmente, pero ya hacía tiempo que se habían perdido todas las esperanzas de éxito.

El satélite no puede «cansarse». Si la energía que posee había bastado para los cien años anteriores, e incluso más, entonces no existe ningún fundamento para esperar que se agote precisamente ahora. Sólo los hombres pueden cansarse.

Nadie podía suponer que la expedición se dilatara tanto. A bordo no había segundo piloto y el conductor automático no servía para los cambios repentinos del vuelo, ya que no se le podía dotar de un programa de acción.

La «Titov» volvió a la Tierra después de dos días y medio de persecución.

Salieron de ella Stone, Murátov, Sinitsin y Véresov cansados, excitados por el fracaso completo.

— ¡Hay que pensar, pensar y pensar! — dijo Stone —. No existen problemas indisolubles. ¡Tiene que haber solución y la encontraremos!

4

Pasaron varios días.

Yuri Véresov ocupó de nuevo su puesto en el cuadro de mando. La tripulación de su astronave estaba formada por las mismas tres personas.

Esta vez el «Guerman Titov» no iba sólo. Con él volaban dos naves más de la escuadrilla técnica del Instituto de cosmonáutica: «Valentina Tereshkova» y «Andrián Nikoláiev». Todas las astronaves de esta escuadrilla llevaban los nombres de los primeros cosmonautas de la Tierra.

La segunda expedición comenzó con el mismo objetivo pero con métodos distintos, elaborados en gabinetes silenciosos.

Los satélites estaban tranquilos durante estos días. El más próximo de ellos «se tranquilizó» en cuanto la «Titov» cesó la persecución y tomó rumbo hacia la Tierra. Vuelta tras vuelta por su órbita espiral, giraban inmutablemente los dos exploradores alrededor de la Tierra, cambiando de vez en cuando la velocidad en correspondencia con la distancia y las leyes físicas, y con menos frecuencia por su propia iniciativa.

Sin ningún trabajo los seguían las instalaciones de radar. Las señales en las pantallas eran demasiado débiles pero no se habían perdido, y las observaciones se realizaban durante las veinticuatro horas del día.

A petición del Instituto de cosmonáutica una de las astronaves que regresaba a la Tierra procedente de Venus, voló cerca del satélite más lejano, para comprobar cómo reaccionaba. El explorador número dos la dejó casi pegarse a la nave y lo mismo que el primero se escapó de ella aumentando la velocidad.

Los dos satélites maniobraban idénticamente.

La comparación de los resultados de este experimento con lo observado durante la primera expedición de la «Titov», condujo a la aparición de una nueva teoría casi contraria a la primera. Sinitsin y Stone, independientemente uno del otro, llegaron a la misma conclusión: a los satélites no los dirigía nadie, mejor dicho, no los dirigían personas, seres vivos y racionales. Los aparatosautomatas reaccionan ante la aproximación de una masa extraña y transmiten la señal a los motores, que también se conectan automáticamente, dirigiendo el satélite hacia adelante o hacia atrás, resultando la dirección algo casual.

Nada de racional había en las acciones de los satélites.

— Estos aparatos — señaló Stone — reaccionan lo mismo ante la aproximación de los satélites a, la Tierra o a la Luna. Esto lo puede explicar su órbita en espiral. Y por esto es completamente natural que ellos sientan la masa de la Tierra o de la Luna a una distancia mucho más grande que la masa de la «Titov».

Este punto de vista parecía que lo explicaba todo. Tenía el mismo derecho a ser mantenido que cualquier otro, ya que la verdad era desconocida. Pero tuvo lugar un hecho que dio base para dudar de la justeza de esta hipótesis. Fue la señal del radiolocalizador, observada por Sinitsin, en la segunda marcha de la «Titov» hacia el satélite. Es cierto que esta señal fue única y que no se volvió a repetir. Si el aparato registrador no la hubiera grabado en la cinta, lo que demostraba la irrefutabilidad de la existencia de la señal, se hubiera podido sospechar que Sinitsin se había equivocado.

— No demuestra nada — dijo Henry Stone no dando su brazo a torcer —. La señal iba de un satélite a otro. Esto sencillamente significaba: «¡Atención!» Los equipos cibernéticos pueden dar señales de advertencia.

Murátov presentó una proposición concreta en la reunión de turno del consejo científico.

— Tenemos — dijo — dos puntos de partida para las acciones ulteriores. Primero: los satélites perciben la aproximación de masas extrañas, además no es grande la sensibilidad de los aparatos instalados en ellos. Segundo: la presencia de transmisiones de radio. Estas dos circunstancias se pueden utilizar para obtener información. ¿Cómo?

Intentaré ahora explicarlo, comenzando del segundo punto. Si el camarada Stone está en lo cierto y los satélites se advierten mutuamente del peligro, entonces lo tendrán que hacer por segunda vez, cuando de nuevo nos acerquemos a uno de ellos. Llamo particularmente la atención de ustedes en que la señal del radiogoniómetro apareció sólo en la segunda marcha de la «Titov» y no en la primera lo cual sería completamente lógico.

¡Por qué ocurrió esto? ¿Es que es posible que el aparato automático cibernético pueda «dejar escapar» nuestra primera aproximación? ¿Es que estaba durmiendo? Sólo encuentro una explicación a este hecho mucho más que extraño. Esto podía ocurrir únicamente si la señal fuese enviada no por un aparato automático, sino por un ser vivo.

Pero en este caso la enviaría no desde el satélite sino fuera de él. Veo que alguno de ustedes quiere objetar algo. Esperen un poco a que termine de exponer mis ideas, y entonces… Propongo establecer de una vez y para siempre de dónde procedió la señal.

Esto se puede hacer por medio de la radiogoniometría. Claro está que para localizar un transmisor que está instalado en el espacio, son insuficientes las dos líneas corrientes, necesitamos tres. Para esto tenemos que enviar tres naves que registren la misma señal.

A propósito, según mis cálculos, la única línea que ya poseemos no ha pasado por el punto donde en aquel momento se encontraba el segundo satélite. Ahora pasemos al primer punto de partida. Nos hemos convencido de que el satélite permite acercarse mucho a la astronave, y solamente entonces se aleja de ella. Repito otra vez que esto demuestra la escasa sensibilidad de sus aparatos, por lo cual, no debemos alterarlos con una. Nos acercaremos al satélite a una distancia que no ofrezca peligro y lo demás lo realizarán las personas con escafandras. Se puede decir con toda seguridad que los aparatos del satélite no sentirán la aproximación de una masa tan pequeña como el hombre.

— ¿Cuál es el papel que usted destina a estas personas? — preguntó Matthews.

— El de examinar el satélite, aclarar de qué está hecho, por qué es invisible, y, por fin, tratar de penetrar en su interior.

— ¿Usted considera que este intento podrá llevarse a cabo?

— No estoy muy seguro de ello.

— ¿Usted piensa que la aparoximación al satélite está exenta de todo peligro?

— Sobre esto — Murátov se encogió de hombros — no puedo contestar nada. Es muy posible que sea peligroso. Si me lo confían, intentaré hacerlo.

— ¿Usted mismo?

— Claro. No podría proponer a nadie una cosa para la cual no estoy preparado yo mismo.

— De lo que usted nos ha dicho se puede deducir que está personalmente seguro, de que los satélites los dirigen personas, en el sentido de «seres racionales» — dijo Sinitsin, que en las reuniones oficiales, en presencia de numerosos científicos y reporteros no consideraba posible llamar a su amigo de tú —. ¿Entonces cómo explica usted, que el satélite, que perseguimos en la «Titov», cambiara la dirección del vuelo de una forma tan desordenada? ¿Por qué no se alejó inmediatamente de nosotros a una gran distancia?

Puesto que nos persuadimos de que podía volar más rápidamente que la «Titov». ¿Por qué esperó nuestra aproximación y sólo después se alejó? ¿Es que esto no tiene algo de parecido a la reacción de un mecanismo irracional? Si hubiéramos tenido que ver algo con un ser racional esto sería algo parecido al juego del gato y el ratón.

— Puedo contestar a esto diciendo que las personas que dirigían los satélites no quisieron que nosotros sospecháramos su existencia. Entonces la supuesta acción ilógica es un enmascaramiento sencillo. Pero contestaré de otra forma. En el satélite hay establecido un aparato que conecta el motor, indiferentemente hacia adelante o hacia atrás ante la aproximación de una masa extraña. Cuando se acercan él se aleja. Sin embargo puede aproximarse el mismo «amo» del satélite. Aquí, según mi criterio se encuentra la causa del hecho raro, de que la señal llegara después de nuestra segunda aproximación. Esta fue la orden de continuar evitando el encuentro. Si se hubiera aproximado la astronave de los «amos» entonces no habría señal y el satélite no se movería de su sitio. Y lo restante se explica según el criterio de ustedes: la reacción de un mecanismo irracional — terminó Murátov sonriéndose casi imperceptiblemente.

— ¿En dónde se encuentran estos «amos»?

— Para saber esto propongo realizar localizaciones. Pero quisiera que me comprendieran bien. Yo no he afirmado categóricamente que las señales las dé un ser vivo. En este caso el «amo» puede ser un cerebro electrónico. Sencillamente a mí me parece, que en un sitio cercano, claro está relativamente, se encuentra el «amo vivo».

— Para nuestros objetivos es indiferente, a fin de cuentas, que sea electrónico o vivo — dijo Stone —. Es seductora la proposición del camarada Murátov de que sean personas las que examinen el satélite. Lo mismo que él, yo estoy dispuesto a realizarlo. Se sobreentiende que antes mandaremos un robot.

Ambas proposiciones de Murátov fueron aprobadas después de una corta discusión que se refirió fundamentalmente a los detalles técnicos.

Cuando se discutió la cuestión de qué aparatos precisamente era necesario establecer en las tres naves para los trabajos de localización en unas condiciones tan poco corrietes surgió una idea más. Era tan sencilla y natural que incluso nadie se dio cuenta a quién se le ocurrió. Puesto que era exactamente conocida la longitud de onda en que fue transmitida la señal al satélite y no había fundamento para pensar que podría cambiarse en el segundo o tercer caso, ¿no estaría bien impedir la transmisión y de esta forma obligar al satélite a que «no la oyera», y, por lo tanto, a no moverse de su sitio? La realización técnica de las interferencias de radio no representaba ninguna dificultad.

— En resumen — dijo Stone, clausurando la reunión — nuestro plan se reduce a lo siguiente. Rodearán al satélite tres naves. La «Titov», como la primera vez, se aproximará mientras no surja la señal. Después de que haya sido realizada la localización enviaremos un robot explorador, y si la aproximación transcurre felizmente a continuación saldrán dos personas. Si a pesar de todo el satélite se marcha, haremos un intervalo de varios días.

En la tercera expedición emplearemos las interferencias de radio. En el caso extremo, si todos los esfuerzos resultan vanos, destruiremos los dos satélites enviándoles cohetes cargados de antigás.

Todo se repitió con exactitud.

Cuando Véresov, lo mismo que la primera vez, llevó la «Titov» lentamente y con precaución cerca del satélite invisible, la aguja del gravímetro comenzó a moverse hacia la derecha marcando la presencia de su masa. Al igual que varios días antes al llegar a la misma división de la escala, se detuvo oscilando y… con rapidez se inclinó a la izquierda.

La estación de tierra confirmó: ¡El satélite marcha velozmente hacia adelante!

Repetía lo mismo de antes y esto ofrecía esperanzas para el éxito del plan pensado.

— ¡Comience la segunda aproximación! — ordenó Stone.

Murátov tuvo que reconocer que estaba emocionado. Según su teoría la señal de radio tenía que tener lugar en la segunda aproximación. Si apareciese en la tercera o en la cuarta tenía que reconocer su error. Nada de vergonzoso había en esto, pero no era muy agradable. Víktor sintió la mirada irónica de Serguéi y frunció el ceño.

Pasó una hora y la aguja del gravímetro se animó. En un lugar próximo volaba de nuevo el explorador enigmático del mundo extraño.

No soló Murátov estaba emocionado, lo estaban todos y se lo ocultaban uno a otro. Un sentimiento parecido al chovinismo, imperceptible para las personas, surgió en sus conciencias. ¿Era posible que la potente técnica de la Tierra no pudiera vencer la tesonería de esa técnica ajena que no quería descubrir sus secretos? ¿Era posible que las personas no pudieran obligarla a que lo hiciera?

Aunque había sido decidido destruir los dos satélites en caso de repetirse el fracaso, cada uno para sí no creía que, en realidad, esto se llevaría a cabo. ¡No! ¡Era necesario buscar y buscar! ¡Y buscar hasta conseguir un triunfo completo!

«¡Queremos saber lo que son, y tenemos que conseguirlo!»

Estas palabras no pronunciadas, dominaban en los pensamientos de todos aquellos, que de una forma o de otra, habían tenido algo que ver con el secreto cósmico.

La «Titov» continuaba aproximándose al satélite, mejor dicho adonde tenía que encontrarse, todavía más lentamente que antes. Era necesario mantener una velocidad uniforme, que después, al elaborar los datos de la localización, había que tener en cuenta para no cometer un error de decenas de kilómetros, ya que el lugar de las transmisiones podría encontrarse muy lejos. Al haber la más pequeña inexactitud las tres líneas de dirección no coincidirían allí donde se encuentra el transmisor.

En las naves de la expedición fueron instalados aparatos muy exactos. Si la transmisión partiera incluso de la órbita de Marte, que según la convicción general es la más extrema, el lugar necesario sería determinado dentro de un límite no mayor de un kilómetro cúbico.

Stone, Sinitsin y Murátov no apartaban los ojos de las escalas del gravímetro y del localizador, situados uno junto a otro en el cuadro de mandos. Y los tres advirtieron simultáneamente la tan ansiada señal.

— ¡Aquí está! — exclamó Stone.

Murátov suspiró quitándose un peso de encima. ¡La suposición era cierta! La señal apareció en el mismo momento que la vez pasada. Inmediatamente el satélite frenó y se quedó atrás. Otra vez lo mismo que antes.

— Sus acciones son uniformes, esto es un punto a nuestro favor — señaló Stone.

— Una prueba más de que allí no hay un ser vivo sino un cerebro electrónico — dijo Sinitsin.

«¡Qué cabezota!», pensó Murátov.

Ahora, cuando se había conseguido el primer objetivo de la expedición, no era necesario guardar «silencio». Las astronaves auxiliares comunicaron por radio que ellas también habían captado y registrado la señal.

— Regresen a la Tierra — ordenó Stone —. Nosotros comenzaremos a cumplir el segundo punto de nuestro plan.

— ¡Les deseamos éxito! — contestaron.

La «Titov» disminuyó la velocidad esperando al satélite que se había quedado retrasado, y al cabo de poco tiempo otra vez volaban uno junto al otro.

— Manténganse según las indicaciones del gravímetro, sólo que la aguja no se detenga en el cero — dijo Stone.

Véresov asintió con la cabeza.

— ¿Será suficiente esto? — preguntó Sinitsin —. ¿Encontrará el robot su objetivo?

— Lo encontrará — contestó seguro Stone —. En esta dirección no hay ningún otro cuerpo.

Callaron los motores de la «Titov». Ahora los dos cuerpos se movían por inercia a igual velocidad. Pero no había tiempo que perder, ya que el satélite en cualquier momento podía cambiar su régimen de vuelo.

Stone apretó el botón.

En la pantalla panorámica apareció la silueta del robot en forma de cigarro alargado con cortos tentáculos. Detrás se extendía una llama blanca de la larga cola.

Unos segundos estuvo el robot en el espacio, al lado de la astronave, como si no supiera a dónde dirigirse. Después comenzó a alejarse cada vez más rápidamente.

— ¡Lo olió! — dijo Véresov.

— ¿No se estrellará co.ntra la superficie del satélite? — preguntó Murátov, que no conocía el mecanismo de los robots cósmicos.

— No, frenará al llegar al objetivo.

La llama blanca, que salía de las toberas del robot, se convirtió en un punto.

— ¡Está lejos! — señaló Stone.

Una luz azulada iluminó la pantalla en el cuadro de mandos. Funcionaba la cámara de televisión del robot.

Y Murátov vio de nuevo lo que fugazmente pasó ante sus ojos en el ocular del telescopio hacía unos días, durante la primera expedición.

Una mancha oscura ocultó el brillante campo de estrellas. Vacilaba, temblaba, vibraba el contorno ilusorio de un enorme huevo (por lo visto el robot se encontraba junto al satélite) como una abertura en el abismo del cosmos. Por la pantalla cada vez con más frecuencia centelleaban franjas que, de tiempo en tiempo, la cubrían formando una red compacta.

Pero no se oía el chasquido característico de las interferencias.

— El satélite entorpece la transmisión televisada — dijo Stone —. ¿Pero cómo y con qué?

Y de pronto… se encendió una llama blanca de una brillantez inaguantable, donde se acababa de ver el minúsculo punto del robot. La luz cegadora de la pantalla panorámica inundó todo el puesto de dirección de la «Titov», y los tripulantes se taparon involuntariamente los ojos temiendo quedarse ciegos.



— ¡«Titov»!.. ¡«Titov»!.. ¿Qué ha pasado?… ¡Conteste!.. — resonaba en el altavoz la llamada alarmante de la Tierra.


La explosión había sido tan fuerte que la habían visto en pleno día en el cielo sin nubes.

— Todavía no sabemos lo que ha ocurrido — contestó maquinalmente Stone abriendo con precaución los ojos, ante los que giraban a velocidades vertiginosas manchas de diferentes colores —. La astronave está ilesa. Parece como si se hubiera destruido el robot y puede ser que el mismo satélite.

— El satélite está en su sitio.

— Esto significa que fue sólo el robot.

El local parecía que estaba en profundas tinieblas después de una luz tan intensa. No veían nada, ni el cuadro de mando, ni uno a otro. Sólo la brillante lámpara de techo se distinguía nebulosamente, como una mancha amarilla.

— No abran los ojos, camaradas — aconsejó Stone —. Déjenles descansar.

Pero él mismo no hizo caso de su consejo. El deseo incontenible de saber lo que había pasado con el robot, lo obligó a mirar intensamente el lugar donde se encontraba la pantalla del televisor.

La vista se restableció completamente después de unos cuantos minutos.

— Faltó un pelo para quedarnos ciegos — dijo Sinitsin.

La pantalla se apagó, lo cual indicaba que no funcionaba la cámara de televisión del robot.

— Hemos hecho bien en enviar el robot por delante y no a una persona — dijo Stone —. Como se ve no podemos aproximarnos al satélite. Habrá que destruirlo.

— ¡Inténtelo! — exclamó con un tono raro Véresov.

— ¿Qué quiere usted decir con esto?

— ¿Que no comprende que ha tenido lugar una aniquilación?

— Se ha establecido con toda exactitud que el satélite no es de antisubstancia.

— Ya pesar de todo ha tenido lugar una aniquilación que ha destruido nuestro robot.

Han rodeado a su explorador de una nube de antigás.

— ¿Por qué no tuvo lugar una aniquilación en el encuentro de este satélite con la astronave «Tierra — Marte», a finales del siglo pasado?

Véresov se encogió de hombros.

— Esto no lo sé — dijo —, pero no es posible poner en duda lo que ha ocurrido ahora.

— Estoy de acuerdo con Véresov — dijo Murátov —. Es posible que no siempre rodee al satélite una nube de antigás. Pero ¿en realidad es una nube? Puede ser que haya lanzado algo contra el robot, que precisamente la señal de radio haya conectado la instalación de defensa.

Stone apretó por segunda vez el botón de dirección del robot. Si está intacto tiene que regresar a la nave.

Pero el robot no regresó y ningún aparato pudo registrarlo. El coheteexplorador desapareció sin dejar huella.

— Aterricemos — decidió Stone.

— E intentemos llevar a cabo la tercera variante de nuestro plan — añadió Sinitsin.

— Está claro. Pero esto exige una preparación minuciosa.

5

La tercera expedición no se celebró en el día señalalado, ni tampoco pudo celebrarse porque los satélites habían desaparecido.

Al principio fue observado su alejamiento de la Tierra. Por primera vez, no cambiaron la velocidad al alcanzar el apogeo de su órbita. La espiral cada vez se hacía más ancha y llegó el momento cuando las señales, de por sí débiles, se «apagaron» por completo en las pantallas de los radares.

¿Cuál fue la causa de su marcha? ¿Sería a consecuencia de la persecución por las astronaves terrestres o que habrían cumplido el programa trazado de antemano?

Fue sugerido que los satélites no giraban todo el tiempo alrededor de la Tierra, sino que lo hacía periódicamente. Así se podía explicar que no hubieran sido hallados mucho antes. También era posible que se hubieran ido a su base para cargar energía.

Fuera lo que fuese, el hecho era que los exploradores de un mundo extraño habían abandonado el cielo de la Tierra temporalmente, y posiblemente, para siempre.

Pero ya era tarde si sus amos querían «borrar las huellas». En las manos de las personas se encontraba el hilo seguro que habría de conducirlos al mismo centro del secreto de los satélites.

El hilo lo formaban los resultados de las localizaciones. Esta vez triunfó el raciocinio de la Tierra sobre el de un mundo desconocido.

El análisis de las grabaciones de las instalaciones de radar de las tres naves, indicaba la dirección exacta de donde procedían las señales de radio o a donde iban dirigidas desde los satélites, lo cual también era posible.

Esta dirección era: Luna, región del cráter Tycho.

¡He aquí el lugar donde se encontraba el «dirigente» enigmático de los satélites! ¡He aquí de donde recibían las órdenes de sus amos o adonde enviaban la información obtenida!

¿Qué se encontraba allí? Un cerebro electrónico como pensaban todos o un representante vivo de otra humanidad, como pensaba Murátov.

Esto era necesario aclararlo lo antes posible.

Hacía tiempo que se realizaban investigaciones sistemáticas del eterno satélite de la Tierra. Pero todavía nadie había visitado todo el enorme espacio de la salvaje superficie lunar, aunque precisamente la región del cráter Tycho era bastante bien conocida, pues ahí estaba ubicada una de las bases lunares, se construía una pista de despegue para las astronaves e instalado un observatorio astronómico. En fin de cuentas, esta región estaba habitada.

Resultaba que durante muchos años las personas de la Tierra vivieron y trabajaron cerca de instalaciones traídas de otro planeta, en ve cindad con una base construida por otra civilización. E incluso no sospecharon que no tenían nada más que «alargar la mano», y se descubrirían los seductores secretos de un mundo extraño.

¿Por qué estos secretos hasta ahora no habían sido descubiertos? Probablemente por que se encontraban debajo de la superficie lunar, ocultos en la profundidad del cráter.

Esto correspondía completamente al «estilo» de aquellos que enviaron sus exploradores hacia la Tierra. Hicieron todo lo posible para que las personas no pudieran hallar a sus mensajeros; y como es natural ocultaron también escrupulosamente su base.

Pero, si la situación de esta base era conocida, sólo era cuestión de tiempo y posiblemente de paciencia y tenacidad el encontrarla.

La curiosidad de la opinión pública creció hasta el extremo. El Instituto de cosmonáutica fue virtualmente inundado de innumerables cartas y radiogramas que contenían sólo una exigencia: enviar inmediatamente una expedición especial y encontrar la base.

Los dirigentes del servicio cósmico no estaban dispuestos a demorar el asunto aunque no hubieran existido estas cartas. Era necesario golpear el hierro en caliente. Si los dos satélites se marcharon al ser encontrados, entonces la base también podía haber dejado de existir por la misma causa. Hacer conjeturas era inútil. Nadie podía saber el nivel de la técnica del planeta desconocido.

La preparación se realizaba a toda marcha.

De una forma completamente inesperada corrió por el mundo otra noticia sensacional.

De nuevo resonaron por toda la Tierra los nombres de dos modestos científicos, que ya una vez habían obligado a todos a hablar de ellos.

A Sinitsin y Murátov les vino a la cabeza una idea que parecía sencilla, pero que resultó muy valiosa: comprobar a dónde conduce la espiral por la que se alejaron de la Tierra los dos satélites exploradores.

Era fácil aclarar por qué fueron ellos los que plantearon esta cuestión. Los dos trataron de cerca el secreto de los satélites, y naturalmente sus pensamientos todo el tiempo giraban alrededor de este secreto. No podían pensar en otra cosa.

El resultado de los cálculos produjo sensación. Si los satélites no cambiaron su trayectoria, si continuaron alejándose por la misma espiral, ¡entonces en su camino se encontraba la Luna!

¡Es más, la línea espiral del vuelo de los dos satélites terminaba en el cráter Tycho!

Esto hubiera sido fácilmente deducido, pero por algo nadie pensó en ello.

Entonces, los satélites no salieron del sistema solar, no se marcharon allá, a su patria desconocida, de donde los enviaron. Sencillamente regresaron a su base, y ahora se encontraban allí.

Era fácil descender a la Luna sin ser observados por la pequeña colonia de personas que formaba el personal de la estación científica del cráter Tycho, ya que los dos cuerpos eran invisibles a simple vista.

Si se encuentra a la base, entonces cae en manos de las personas no sólo el «centro dirigente», sino también ambos satélites, que se creían perdidos para siempre.

Esto obligaba a apresurarse todavía más. No se podía perder la propicia ocasión. Los satélites podían en cualquier momento volver a volar alrededor de la Tierra, donde, como ya se habían convencido las personas, «atraparlos» sería mucho más difícil.

Si era cierta la hipótesis de la aparición periódica de los satélites alrededor de la Tierra, entonces podrían permanecer en su base mucho tiempo, pero si fueron allí sólo para ser cargados de energía, entonces este tiempo podría ser muy corto.

A los científicos les alegró tener la posibilidad inesperada y atrayente de «atrapar» a los satélites, pero esta misma posiblidad trajo consigo más dificultades para preparar la expedición. No se podía dejar en olvido la suerte del robotexplorador que fue una advertencia amenazadora. Los satélites, en el vuelo o en la base, podían «defenderse» de la misma forma de los intentos de acercarse a ellos.

En las fábricas de máquinas cibernéticas se construían y creaban, a marchas forzadas, robots especiales que pudieran resistir los ataques de antisubstancia. Confeccionaban trajes defensivos para las personas. Se esforzaron por disminuir todo lo posible la instalación voluminosa para crear los campos magnéticos en torbellino. Esta defensa agrupada se consideraba la más segura. Toda la Tierra participaba en los preparativos de la expedición que prometía ser la más notable en la historia de la humanidad. ¡Se trataba del primer contacto con otro raciocinio!

— ¿Entonces, estás firmemente decidido a no participar? — preguntó Sinitsin.

— No veo qué beneficio puedo yo aportar a la expedición — contestó Murátov.

— El mismo que yo, por ejemplo, y como los demás. ¿Es que en la «Titov» hiciste algo de particular?

— Por eso, precisamente.

— Tú y yo estamos estrechamente relacionados con este secreto — intentó Sinitsin convencer a su amigo —. Hemos encontrado los satélites, hemos calculado sus órbitas, y por fin hemos descubierto el enigma de su marcha. Por todo esto es natural que precisamente nosotros debamos participar hasta el final.

— No me convencen tus palabras. Una cosa son los cálculos, ésta es mi esfera, y completamente otra, las búsquedas. Para esto no son necesarios matemáticos sino científicos…

— E ingenieros.

— Sí, pero de otra especialidad.

— ¿Es decir, quieres que yo me dirija a la Luna sin ti? Esto es más peligroso que la expedición en la «Titov». — Sinitsin puso en juego la última carta —. Allá podemos encontrar a tus «amos». ¿No tienes interés en verlos?

— Los veré, lo mismo que las demás personas, ya que los traeréis a la Tierra. Claro está, si ellos quieren — añadió Murátov. Se sentó en el sillón, clavando una mirada pensativa en el techo —. Sabes Serguéi, no sé por qué he dejado de creer que puedan estar en la Luna. ¿Qué pueden hacer allí? ¡Sin aire, sin agua, encerrados en las entrañas de las montañas lunares! ¡Y así años y años!

— ¿Entonces, por qué tan tesoneramente has defendido esta hipótesis?

— ¿No sé por qué? ¡Yo mismo no lo sé! Me pareció… Y todavía ahora me parece — se le escapó —. No puede comprender de ninguna forma que la información que han recogido los satélites, haya sido transmitida a un sistema planetario vecino. ¡A una distancia tan gigantesca! ¿Para qué? ¿A quién puede ser necesario? ¿Y si se encuentran en la Luna, llevando así decenas de años? Esto es todavía más incomprensible. Me parece que toda nuestra teoría es inestable, nebulosa, carente de sentido. Aquí se encierra algo raro y no la recogida de información sobre nuestra Tierra. Hay algo que incluso no sospechamos, algo maligno, aunque, te parezca un anacronismo. ¡Sí, maligno!

¿Recuerdas la historia de los años sesenta del siglo pasado? Entonces lanzaron al cielo satélitesespías… Figúrate, que todos nos equivocamos, que los satélites no recogían ninguna información, que no estaban destinados para objetivos científicos. Entonces será mucho más fácil comprender la causa del enmascaramiento minucioso de estos satélites.

¿Es cierto o no?

— Está bien, supongamos esto — contestó Sinitsin —. Pero, entonces, será de todo punto inconcebible su rotación alrededor de la Tierra durante un siglo e incluso más.

— ¿Qué significa un siglo? Esto para nosotros, para las personas, un siglo es toda una vida. Pero desde el punto de vista de la historia de la humanidad esto no es tanto.

Vosotros, astrónomos, no conocéis ni un solo sistema planetario en las estrellas próximas al Sol, en el que pueda surgir una vida racional. ¿No es así? ¡Exactamente! Entonces, los amos de los satélites viven muy lejos. Es posible que el camino de ellos hacia nosotros dure muchos años, mientras que en su planeta pasan siglos. Hay para reflexionar.

Volaron hacia nosotros hace un siglo y dejaron «algo» cerca de la Tierra. Probablemente este «algo» debía esperar su segundo vuelo. ¿Para qué? Esto no lo sabemos.

— Estás en contradicción — dijo Sinitsin —. Unas veces afirmas su presencia cerca de la Tierra. Otras «hace cien años.»

— ¿Y si es lo uno y lo otro? — Murátov se inclinó hacia adelante y miró fijamente a los ojos de su amigo —. ¿Y si ellos lanzaron los satélites durante su vuelo hacia nosotros hace cien años, y después ininterrumpidamente, comprendes, ininterrumpidamente los observan, sustituyendo el personal de su base en la Luna? ¿Acaso estos satélites no pueden ser muy importantes para ellos? ¿Es posible que esto sea un eslabón de un plan minuciosamente pensado?

— ¿Dirigido contra la humanidad de la Tierra?

— ¡En eso estamos! Tú mismo has hecho esa deducción lógica.

— Eres maestro en hacer que tu interlocutor piense lo mismo que tú. Pero no por esto tus razonamientos se convierten en la verdad. ¡Oh! Víktor, por lo que veo te has metido en un callejón sin salida. ¿Pero es posible pensar que la humanidad de un planeta creara un complot contra otra humanidad? Esto carece de todo sentido. Perdóname, pero no dices más que tonterías.

— Esta bien. Pero os aconsejo que andéis con mucha precaución cuando encontréis esta base.

— Entonces, decididamente resuelto…

— Sí. No voy con vosotros. Me han propuesto participar en otro asunto más interesante.

— ¿No es un secreto?

— Ningún secreto. ¿Has oído hablar del proyecto de Jean Leguerier?

— ¿El vuelo en un asteroide por el sistema solar?

— En Mermes.

— ¿Tú quieres volar en él?

— Todavía falta mucho para realizar este vuelo. Leguerier propone cambiar la órbita de Hermes, para que el asteroide vuele por todo el Sistema solar, desde Mercurio hasta Plutón. Entonces se puede enviar hacia él una gran nave cósmica y sin ningún gasto de energía recorrer volando todos los planetas.

— ¿Para qué vas a intervenir si no eres astrónomo?

— Es necesario calcular la órbita futura para que pase cerca de cada planeta durante este raid. Esta es un tarea muy complicada. Y todavía es más difícil obligar a Hermes a pasar a esta órbita por medio de fuerzas de reacción. En esto puedo ayudar a Leguerier como ingeniero y como matemático. Pero no voy a volar con él.

— ¡Te deseo suerte! — Murátov comprendió por el tono de su amigo que éste se había ofendido y entristecido —. Ocúpate de Hermes ya que esto es más interesante para ti.

— ¡Qué gracioso eres, Serguéi! ¿Para qué me necesitáis?

— Para nada nos haces falta — Sinitsin reflejó en su cara completa perlejidad —.

Sencillamente yo quisiera terminar este asunto juntos. Y en la expedición… cualquiera será más útil que tú.

Murátov se rió.

— De ti, Serguéi, saldrá un actor como de mi una bailarina. ¡Deja ya! Yo también estoy apesadumbrado, pero en verdad no puedo perder el tiempo. Te diré en secreto: no me gustó volar en el cosmos. Esto no es de mi agrado.

— ¡No hace ninguna falta! Quédate en la Tierra. Es más tranquilo… y seguro.

Murátov frunció el ceño.

— Esto ya es maldad y es injusto, Serguéi.

— ¡Bueno, perdóname! Yo no había pensado esto. Qué vamos a hacer si eres tan terco. Yo no puedo negarme aunque sé que mi aportación no será grande; pero estos satélites me tienen absorbido.

— Te comprendo. ¿Cuándo saldréis?

— Pasado mañana.

— ¿Tan pronto?

— Los preparativos han terminado.

Entonces repito tus palabras «¡te deseo suerte!» pero en el buen sentido de la palabra, sin ironías.

Pasados seis meses Sinitsin y Murátov se encontraron de nuevo en la misma habitación.

¡La expedición regresó con las manos vacías!

No fueron coronados por el éxito los esfuerzos para encontrar el refugio secreto de los dos satélitesexploradores. Nada indicó que en las entrañas de los contrafuertes escarpados del cráter Tycho se ocultara la base de un mundo extraño. No se pudo encontrar ningún vacío ni auscultando los terrenos montañosos, ni sondeándolos con ultrasonido, ni haciendo su radiografía, ni con la común y corriente perforación de las rocas. Parecía que nunca mano alguna había alterado la eterna tranquiliadad del cráter.

Las búsquedas se llevaron a cabo más allá de sus límites. Durante seis meses los participantes de la expedición exploraron, con los medios técnicos más potentes (desde la Tierra fueron enviadas una tras otra cinco astronaves cargadas de equipos) la superficie de la Luna en un radio de quinientos kilómetros a partir del centro del cráter.

¡Todo fue en balde! Si en realidad existía la base, estaba extraordinariamente enmascarada…

— ¿Te acuerdas de mis palabras de que yo no volaría con vosotros porque no quería perder el tiempo? — preguntó Murátov.

— Lo recuerdo. Tú quieres decir…

— Exactamente. Estaba absolutamente seguro de que no encontraríais esta base, en caso contrario obligatoriamente hubiera ido con vosotros.

— ¿Por qué estabas tan seguro?

— Porque las medidas de seguridad de que iban dotados los satélites me convencieron de que sus amos tienen motivos muy serios para ocultar sus intenciones a las personas de la Tierra.

6

Pasaron dos años.

Los satélitesexploradores no volvieron a aparecer cerca de la Tierra. Pero se podía suponer que habían cambiado el sistema de su «defensa» Y eran invisibles no sólo, como antes, por los telescopios visuales, sino también para los radiotelescopios. Si esto es así entonces ahora son mucho más peligrosos.

Las astronaves salían de la Tierra tomando grandes precauciones y sólo se les autorizaba a desarrollar su velocidad más allá de la órbita de la Luna.

No cesaron las búsquedas de la base secreta pero como antes no hubo resultados efectivos. Y en la opinión pública iba apareciendo, y fortaleciéndose gradualmente, la convicción de que en la Luna no había, y nunca hubo, ninguna base.

Los satélites, razonaban estas personas, no se ocultaron en la región del cráter Tycho, sino que es posible que hayan ido más allá de los límites del sistema solar. Encontrando en su camino espiral a la Luna, la pasaron y siguieron más adelante. Se podían explicar las señales registradas por las tres naves, como una radiación de los mismos satélites, que no tenía ningún sentido y que no era transmisión de radio. Podían haber lanzado ondas extracortas los motores desconocidos de los satélites, ya que nadie sabe su construcción y principios de funcionamiento. Y era una cosa «completamente casual» que las líneas de localización coincidieran en el cráter Tycho, ya que podían haber coincidido en cualquier otro lugar. ¡Tampoco tenía importancia el que estas líneas coincidieran en el mismo punto, donde, según los cálculos de Murátov y Sinitsin, terminaba la trayectoria de los dos satélites! ¡Estas casualidades suelen ocurrir!

La salvadora palabra «coincidencia» actuaba como un calmante en la opinión pública.

La mayoría de la población del globo terrestre pronto dejó de pensar en los satélites. La época era agitada. El pensamiento mundial liberado de las enmarañadas ideas seculares tomaba por asalto los secretos de la naturaleza con una energía y tenacidad desconocidas. Se sucedían uno tras otro descubrimientos que dejaban perplejos. El poder del hombre sobre la naturaleza crecía «a ojos vistas».

Pero los trabajadores de la cosmonáutica no podían olvidar, y no olvidaban, a los exploradores del mundo extraño. El secreto no descubierto continuaba pendiendo sobre la seguridad de las vías interplanetarias. El caso con la astronave «TierraMarte», a finales del siglo pasado, continuaba preocupando a los dirigentes del «Servicio del Cosmos». De ninguna manera se podía uno tranquilizar con la idea de que los satélites habían decidido no encontrarse con las naves terrestres. Aquella vez uno de ellos no sólo no se apartó, sino que chocó con la astronave. Esto podía repetirse en cualquier momento.

Si antes se empleaban las instalaciones de localización para notar a su debido tiempo el encuentro con los meteoritos, ahora los gravímetros eran una parte imprescindible del puesto de navegación de las astronaves. Pues cualquiera que fuera la defensa que utilizaran los amos de los satélites, sus masas sería imposible destruirlas o hacerlas «invisibles».

El trabajo en el cosmos se realizaba con todo orden, pero los astronautas sentían diariamente la incertidumbre de algún hecho inesperado. Era una necesidad perentoria descubrir el secreto, pero los científicos no encontraban el camino para ello.

¿Se encontraban todavía los satélites en el sistema solar?

Esta pregunta que era la fundamental y más importante, quedaba sin responder.

El personal de las estaciones científicas de la Luna, y en particular de la estación del cráter Tycho, observaba constantemente el espacio adyacente. La vigilancia por radio se realizaba de día y de noche. Si los satélites a pesar de todo se hubieran ocultado en la base lunar, tarde o temprano volverían a volar de nuevo alrededor de la Tierra. Esto podía tener lugar en cuanto recibieran la correspondiente señal y, ésta era necesario captarla, costara lo que costase.

Pero el tiempo pasaba y todo estaba tranquilo. No aparecían ni los satélites, ni las señales de radio dirigidas o que partieran de ellos.

Los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica mantenían la opinión de que la causa era el descanso correspondiente en el trabajo de los satélites, y que casualmente coincidió con el tiempo en que se realizó la expedición en la «Titov». Estas interrupciones sin duda alguna existieron antes. La aparición periódica de los satélites alrededor de la Tierra lo explicaba claramente el hecho de que no fueron hallados mucho antes.

¿Pero cuánto duraban estas interrupciones? Esto no lo podía saber nadie. Era necesario, posiblemente durante muchos años, tomar medidas contra el peligro desconocido y posiblemente inexistente. Y el medio único y radical era encontrar la base.

El desarrollo impetuoso de la técnica ofrecía nuevas y nuevas posibilidades para las búsquedas. Se utilizaban inmediatamente pero todo era en vano. Como antes las entrañas de la cumbre circular del cráter Tytfho y de los otros próximos parecían que no habían sido tocados nunca por nadie.

Pero entre los científicos se mantenía con firmeza el criterio de que la base existía a pesar de los sistemáticos fracasos. La comprobación reiterada de los cálculos de Murátov y Sinitsin conducía, incontrovertiblemente, a la conclusión de que las trayectorias de los dos satélites se aproximaban, según se acercaban a la Luna, y en el punto del espacio donde se encontraba el cráter Tycho ¡coincidían!

Esto de ninguna manera podía ocurrir si los satélites hubieran rodeado a la Luna y seguido adelante.

Creer en tal «casual coincidencia», podía creerlo cualquiera, pero no los matemáticos, los astrónomos ni los físicos, por eso las búsquedas continuaban tenaz e insistentemente.

Víktor Murátov conoció todo esto sólo por las poco frecuentes conversaciones radiofónicas con Sinitsin. Estaba completamente enfrascado en su trabajo, y en estos dos años no se ocupó de otra cosa. Los cálculos matemáticos del proyecto de Jean Leguerier eran una cosa difícil. Recordaba los satélites y sus secretos sólo después de las conversaciones con Sinitsin. Víktor ya hacía tiempo que consideraba inconsistente su hipótesis sobre la estancia en la Luna de representantes vivos de otra humanidad, ya que numerosas consideraciones estaban en contra, y además él nunca fue terco.

El proyecto de Leguerier dejó de ser tal. Había sido aprobado y entró en la fase de su realización práctica. Los cálculos demostraban la posibilidad de su realización y su conveniencia. Los gastos de energía necesarios para el cambio de la órbita de Hermes eran considerablemente menores que los que se exigían para un viaje de este tipo en una astronave por el sistema solar. Ni hablar de que la realización de observaciones astronómicas desde el asteroide serían de un volumen mucho mayor que desde una nave. Perfectamente se podía instalar en Hermes un observatorio.

Hermes, que es un asteroide relativamente pequeño, de medio kilómetro de diámetro, tendría que pasar dentro de algunos meses cerca de la Tierra, a una distancia de quinientos setenta y tres mil kilómetros, y se decidió utilizar este momento para comenzar el viaje sin precedente del científico francés.

Según el plan de Leguerier, aprobado por el Instituto de cosmonáutica, debía descender en el asteroide el satélite artificial de la Tierra, construido y puesto en órbita hace veinte años, especialmente destinado para realizar trabajos astronómicos. Por muchas razones este satélite artificial era ya anticuado, pero valía para los fines que quería Leguerier. En él había todo lo necesario, y sólo exigía reequiparlo un poco para que el grupo de astrónomos pudiera realizar, sin privaciones, un vuelo de muchos años.

No se podía perder tiempo y el trabajo se comenzó a realizar. Precisamente ahora los planetas del Sistema solar se encontraban en una posición muy favorable, y la nueva órbita de Hermes puede pasar cerca de cada uno de ellos en el tiempo necesario para realizar una sola vuelta. Una situación tan ventajosa podía no repetirse en mucho tiempo.

Simultáneamente con el observatorio astronómico se enviaría a Hermes una escuadrilla de potentes astronaves con todas las instalaciones necesarias para trasladar el asteroide de la vieja órbita a la nueva.

Ya que Murátov había realizado todos los cálculos, le fue propuesto que se hiciera cargo de la dirección de este trabajo, que exigía una exactitud extraordinaria.

Era un honor la proposición y Murátov no podía negarse.

— En contra de mi voluntad me convierto en cosmonauta — dijo bromeando al encontrarse con Sinitsin —. Y en esto tienes una parte considerable de culpa.

— ¿Qué tengo que ver aquí? — s"asombró Serguéi.

— ¿Cómo que no tienes nada que ver? Tú fuieste el primero que me arrastraste al cosmos. Si no hubiera participado en la expedición de la «Titov», no sería tan «famoso» y a nadie se le hubiera ocurrido encargarme de los cálculos para Leguerier.

Sinitsin se sonrió.

— Esta culpabilidad — dijo Sinitsin — con mucho gusto la acepto. ¿Vas a volar para mucho tiempo?

— No, unas dos semanas. Cuando termine el trabajo nuestra escuadrilla regresará a la Tierra. Podríamos regresar antes de dos semanas, pero tenemos que esperar en Hermes algunos días para convencernos de que se ha hecho bien el cambio de la trayectoria del vuelo del asteroide.

— Es una expedición peligrosa — dijo pensativo Sinitsin —. Yo, claro está, no hablo de ti, sino de Leguerier y sus acompañantes. En un viaje tan largo pueden tener lugar toda clase de cosas inesperadas que no se pueden prever de antemano. Una aproximación tan grande a Júpiter, Saturno y otros planetas gigantes…

— ¿No tienes fe en mis cálculos?

— ¿Y tú estás completamente seguro de ellos?

— Yo, sí. No son peligrosos ni Júpiter, ni Saturno. Peligrosos, incluso teóricamente, son los asteroides entre Marte y Júpiter. Es más, no se puede uno fiar, de que ahora todos son conocidos por los astrónomos. Pero la influencia de aquellos que son desconocidos, como es natural, no puedo tenerla en cuenta en los cálculos.

— ¿Lo comprendes ahora?

— No comprendo nada. Hasta ahora cualquier vuelo cósmico tiene riesgo y Leguerier y sus seis camaradas se exponen a ello. Por si acaso dejaremos en Hermes una de nuestras astronaves, y además todas las instalaciones por medio de las cuales cambiaremos la órbita del asteroide podrán ponerse en funcionamiento en cualquier momento y corregir el curso si algo no previsto lo cambiara.

— ¿Es decir, allí deberá quedarse alguien del personal técnico de tu escuadrilla?

— ¿Mía? — sonrió Murátov —. ¿Qué expresión es esa, Serguéi?

— Quiero decir «dirigida por ti.»

— ¡Claro! El ingeniero William Weston está conforme en quedarse en Hermes durante todos los años del vuelo.

— ¡Pobrecillo! Se va a aburrir de lo lindo.

— Es astrónomo aficionado, por eso no es tan terrible. ¿Qué, ya te has tranquilizado?

— Sí, por lo que veo todo se ha pensado bien.

— ¿Y tú estarías dispuesto a participar? Sinitsin se encogió de hombros.

— ¡Qué astrónomo no sueña con observar los planetas del sistema solar a una distancia tan cercana! — respondió suspirando.

— Si quieres, pídelo.

— Leguerier ha recibido centenares de estas peticiones y se ha visto obligado a rechazarlas todas. Es limitada la capacidad del satéliteobservatorio, y fuera de él, en Mermes no hay dónde instalarse. No queda entonces más que envidiar a los siete participantes — respondió Sinitsin.

Llegó el día del vuelo.

Se reunieron centenares de personas para despedir a las naves de la escuadrilla auxiliar que despegarían del cohetódromo en los Pirineos. A pesar de que los vuelos cósmicos ya eran una costumbre y no provocaban una curiosidad especial, sin embargo era particularmente extraordinario el objetivo de la expedición que dirigía Víktor Murátov.

Hermes era un pequeño asteroide que no tenía nada de particular, pero por primera vez en la historia las personas se preparaban para cambiar a su gusto la órbita de un cuerpo estelar, a obligarle a salir del eterno camino trazado por la naturaleza y recorrer otro que fuera necesario para la ciencia terrestre.

El audaz proyecto de Leguerier era el umbral del tiempo ya próximo en el que la poderosa mano del hombre se iba a inmiscuir en el orden cósmico del Sistema solar, orden que por muchas cosas no satisfacía a las personas de la Tierra. El éxito de la tarea de Murátov marcaría el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad, era de la transformación no sólo de su planeta, sino también de todo el espacio que lo rodeaba, comienzo de un grandioso trabajo, cuyo fin se perdía en la lejanía nebulosa de los siglos.

La historia conoce muchos de hechos que se hicieron famosos por haber sido la primera vez que se entraba en lo desconocido: la expedición de Colón, la navegación de Magallanes, el primer intento de llegar al Polo Norte, el vuelo de Yuri Gagárin, la primera expedición a la Luna, y después a todos los planetas. Y cada uno de estos días está escrito en la historia con letras de oro.

La expedición de Murátov de por sí no representaba nada extraordinario: las personas muchas veces habían visitado otros cuerpos estelares. Su importancia histórica consistía precisamente en que era el comienzo, en que era la colocación de la primera piedra del trabajo gigantesco para reconstruir la «Gran Casa» de las personas de la Tierra: el sistema solar.

Por esto no tenía nada de asombroso que esta expedición ocupara la mayor atención de todos los pueblos del globo terráqueo.

A Murátov le despidieron sólo dos personas: Serguéi y Marina. Víktor hacía un año que no había visto a su hermana menor y su llegada a la península Ibérica fue para él una sorpresa agradable.

Marina transmitió a su hermano los deseos de que realizara con éxito la expedición de parte de los familiares que no habían podido venir a despedirle.

— Papá ha pedido — dijo ella — que no te olvides de recoger muestras del terreno de Hermes para su colección.

— ¡Cómo me puedo olvidar de esto! — dijo Murátov sonriéndose.

El viejo Murátov fue un conocido geólogo. Ya en los días de la juventud, en la época de los primeros vuelos del hombre a los planetas del sistema solar, comenzó a reunir una colección de minerales de otros mundos, y ahora su colección original era casi la mejor del mundo y una joya del museo geológico de Leningrado.

— Yo tengo grandes deseos de volar contigo — dijo Marina, mirando con interés la enorme silueta de las naves de la escuadrilla, que brillaban opacamente en el centro del gigantesco cohetódromo bajo los rayos del Sol poniente —. ¡Pensar que no he estado ni una vez en el cosmos!

— ¿Cómo? ¿Y en la Luna?

— ¡Bah! — La muchacha se rió despreciativamente —. ¡La Luna! Esto no es el cosmos.

— ¡Qué cosas se oyen! — exclamó Sinitsin y se rió con toda el alma —. Ella considera que no es cósmico el vuelo a la Luna. Pronto se llegará a decir que el cosmos es sólo un espacio más allá de los límites de nuestro sistema.

— ¿Dónde está Leguerier? — preguntó Marina.

— Ya hace tiempo que no se encuentra en la Tierra — contestó Víktor.

Los siete participantes del vuelo a Mermes hace dos semanas que salieron para la Luna, con el objeto de trasladarse desde ésta al satéliteobservatorio, y en él realizar el vuelo al asteroide cuando se acerque a la Tierra.

Mermes ya estaba cerca. Comenzaban los últimos días de la existencia de Hermes como un cuerpo estelar, ajeno a la Tierra y a sus habitantes. De ahora en adelante se convertiría en un observatorio volante, en una filial cósmica del instituto astronómico, en una astronave enorme por sus dimensiones que se movería en el espacio según el deseo de las personas.

Resonó en el campo el ulular alargado de una sirena.

— ¡Ya ha llegado la hora! — dijo Murátov —. ¡Adiós! Si tú — dijo dirigiéndose a su hermana — me hubieras antes manifestado tu deseo te habría llevado conmigo.

— ¡Qué le vamos a hacer! — Marina besó a su hermano —. Ahora me da lo mismo, de todas las maneras no tengo tiempo.

— Recuerdo bien tus palabras de que no te gusta volar al cosmos — dijo Sinitsin al despedirse de su amigo —. Será interesante lo que digas cuando regreses.

— Puedes estar seguro de que diré lo mismo.

— Lo dudo. El cosmos atrae.

En el cohetódromo resonó la sirena llamando por segunda vez.

— Deberá regresar dentro de dos semanas — dijo Marina, mirando fijamente al cielo en el que ya no había nada —. Estaré muy intranquila durante todo este tiempo, y no sólo yo — añadió, pensando en sus padres, hermanas y hermanos —. A pesar de todo el vuelo es peligroso.

— No, no hay ningún peligro — contestó Sinitsin —. Las astronaves son seguras.

¡Vamos, Marinilla! Si no, perderemos el avión.

Una vez más miró la lejanía diáfana del cielo, como esperando ver las ya lejanas naves de la escuadrilla.

— Es necesario que pase tiempo, y no poco — dijo ella — para que las personas se acostumbren a las astronaves como a los aviones. Y hubo un tiempo incluso hace relativamente poco que se consideraba peligrosos a los aviones.

— ¡Clavo está! Esto siempre ocurre. Después aparecerá algo nuevo, desconocido por nosotros ahora, y entonces las personas empezarán a hablar de las astronaves como tú hablas de los aviones. Y así por los siglos de los siglos — terminó Serguéi.

7

Andar era difícil. Las suelas magnetizadas de las botas se adherían fuertemente al suelo metálico, y para dar un paso tenía que realizarse un gran esfuerzo muscular. A pesar de esto no existía una completa estabilidad. Se hacía sentir la casi completa inexistencia de peso. Lo mismo que en la cubierta de un barco durante una fuerte tempestad, las personas se balanceaban al andar adoptando las posiciones más extravagantes. Mas la inclinación del cuerpo inconcebible en la Tierra, no conducía a la caída, aquí no había dónde caer. Hermes atraía con una fuerza insignificante. Un pequeño esfuerzo, y la persona se podía poner derecho para al cabo de un segundo comenzar una nueva «caída». Y esto se repetía sin fin.

Un andar de esta clase cansaba más que una larguísima marcha a pie por la Tierra.

Si se quitaba el calzado la persona podía volar, y no le costaba ningún esfuerzo elevarse al punto más alto de la cúpula esférica del local del observatorio. Para esto bastaba el menor empuje. Pero el descenso, bajo la fuerza de atracción, se realizaba de una forma tan lenta que a Víktor Murátov se le quitaron los deseos de repetirlo cuando por curiosidad probó hacer un «vuelo» de esta clase. Fue muy desagradable al verse impotente colgado en el aire sin tener ni la más pequeña posibilidad de cambiar algo.

En general a Víktor no le gustaba la estancia en Mermes, y esperaba con impaciencia el momento de la salida para el viaje de regreso. Miraba asombrado con qué interés, e incluso entusiasmo, observaban sus compañeros todo lo que les rodeaba, y no los llegaba a comprender. El cosmos no ejercía en él ninguna acción «atrayente» como ocurría con otros. El cuadro del firmamento le resultaba monótono y aburrido; la ingravidez penosa; las condiciones de vida, pésimas. Sonriéndose recordó el pronóstico de Serguéi. El viejo amigo se había equivocado. Por ningún cosmos cambiaría Víktor la Tierra natal.

¡Cuatro días más de este tormento y se encontraría en casa!

Se realizaban las últimas observaciones de control. Mermes llevaba ya más de cien horas haciendo el recorrido por la nueva órbita y acercándose gradualmente a Venus.

Después alcanzaría Mercurio y comenzaría un viaje de muchos años en la profundidad del sistema solar, hacia sus regiones periféricas hacia Plutón, el planeta más lejano.

El cambio de la trayectoria del recorrido del asteroide se realizó en completa correspondencia con los cálculos. Víctor estaba orgulloso. Fueron recibidos de la Tierra numerosos radiogramas de felicitación. Todo el planeta se alegraba por el éxito conseguido.

¡Se había realizado una cosa grande y necesaria!

Hecho ya todo, se podía, con la conciencia tranquila, abandonar el incómodo cosmos, regresar a la Tierra, y ponerse a realizar un nuevo trabajo, no menos necesario e interesante. ¡En la patria hay miles de cosas que hacer!

A Murátov no le intranquilizaron lo más mínimo los últimos cálculos realizados esta vez por el mismo Jean Leguerier. ¡Todo estaba bien! El asteroide marchaba tal como fue calculado en la Tierra. Al llegar a Júpiter, debido a la potente fuerza de atracción del gigante del sistema solar, se dirigiría hacia Saturno, y éste a su vez, cambiaría su trayectoria encaminándolo hacia Urano. Y así sucesivamente. Los planetas se entragarian uno a otro el asteroideobservatorio como si fuera una carrera de relevos. No había ninguna necesidad de comprobar de nuevo. La escuadrilla auxiliar podría ya ayer haber salido para la patria.

Pero Murátov aunque estaba atormentado por la impaciencia comprendía perfectamente que era fundamentada y necesaria la precaución de Leguerier. En comparación con la distancia gigantesca que tenía que recorrer Mermes solo se había pasado un trayecto ínfimo. Cuatro exactas comprobaciones, según los cuatro datos observados, realizadas por cuatro matemáticos independientes uno del otro, ¡esto ofrecía una completa garantía!

Pero mañana… pero, a propósito, cuál mañana, cuando no existe ni día, ni noche, ni salida, ni puesta del Sol… dentro de dieciocho horas todo habrá terminado. Leguerier pronunciará las palabras tan esperadas: «Todo está en orden» — y Murátov podrá marcharse.

¡Por nada del mundo se retendrá aquí ni un minuto!

¡Si Murátov pudiera saber ahora que iba a estar retenido, en este lugar tan desagradable para él, tres días enteros!

¡Un acontecimiento inexplicable, inverosímil, estaba próximo, muy próximo!

Pero el futuro está oculto a las personas por la ley de la casualidad.

Sujetándose a las numerosas correas que había en la pared, manteniéndose en posición vertical gracias a un enorme esfuerzo, Murátov se dirigía lentamente hacia la sala de oficiales del satélite. Este viejo nombre, tomado del léxico de la hace tiempo desaparecida marina de guerra, se mantenía sólidamente entre los cosmonautas y a Murátov le parecía absurdo. ¡Qué sala de oficiales iba a ser cuando todos los locales que estaban contiguos al pabellón central formaban habitaciones corrientes! Claro que tenían techos transparentes que no había en los barcos, pero en los camarotes debía haber portillas y aquí, en el satélite, no había ninguna clase de ventana.

Víktor, pensando en esto, miró involuntariamente hacia arriba y, claro está, no vio otra cosa que el techo semiesférico. Los corredores no tenían paredes transparentes.

Se rió de su distracción porque en dos semanas ya se podía haber acostumbrado.

Los relojes, que marchaban por la hora terrestre, marcaban las ocho de la noche según el meridiano de Moscú. Era ya la hora de cenar. Probablemente lo esperaban ya en él comedor («Bueno, que le llamen sala de oficiales», pensó Víktor). Eran ya las ocho y un minuto, y sabía por experiencia que Leguerier y sus seis camaradas eran puntuales en todos sus actos.

Los siete miembros de la expedición, el ingeniero Weston y ocho personas de las tripulaciones de la escuadrilla auxiliar estaban «sentados» a la mesa redonda. Había sillas porque en Hermes subsistía una pequeña fuerza de gravedad. Podía uno sentarse, pero para mantenerse en la silla, y no salir volando con cualquier movimiento que se hiciera, había sido necesario poner correas al asiento.

Murátov pidió perdón por haber tardado y ocupó su lugar.

La sala de oficiales estaba situada en un extremo del enorme cuerpo discoidal del satélite artificial. El techo y la pared que daba al exterior eran transparentes. Sobre sus cabezas se extendía un cielo negro mate con innumerables estrellas. Entre ellas resplandecía un Sol cegador cuyos rayos inundaban la sala de oficiales sin que se sintiese ningún calor. Los «cristales» de plásticos no dejaban pasar los rayos infrarrojos.

Fuera del satélite estaba el panorama tenebroso de Hermes, con rocas disformes de un color grisáceo indeterminado. ¡Paisaje sin vida, que oprimía!

El observatorio cósmico, antiguo satélite artificial de la Tierra, estaba en el fondo de una depresión poco profunda. Lo rodeaban por todas partes muros de granito que se elevaban gradualmente. El horizonte estaba limitado por un círculo de trescientos metros de diámetro, y como el del satélite era de cien metros, ante los ojos existía un «mundo exterior» ínfimo.

Murátov se extremeció al pensar que ocho personas durante muchos años no verían nada más que este triste cuadro. ¡Qué amor tan profundo tenían que tener a su ciencia para pasar voluntariamente por tales pruebas!

¡De ninguna forma él era capaz de tal hazaña!

La elección del lugar para el observatorio no fue casual. El relieve del lugar era el que mejor correspondía para su propia defensa. Él peligro de los meteoritos, que existía incluso para las astronaves pequeñas, era mil veces más amenazador para Hermes cuya enorme masa atraía los fragmentos que vagaban en el espacio. Sobre todo cuando tenía que cortar el anillo de los asteroides entre Marte y Júpiter, que era el lugar más peligroso en las vías interplanetarias.

Fueron montadas potentes instalaciones en las rocas que formaban un círculo alrededor del observatorio. El campo magnético obligaba a desviarse a los meteoritos del único lugar habitado en el asteroide cualquiera que fuese su velocidad. Por esto era posible la existencia de unas paredes relativamente finas y de una enorme cúpula en la que se encontraban telescopios y otros numerosos aparatos e instrumentos astronómicos.

Si los meteoritos que cayeran fueran pétreos, entonces los desviaría el campo antigravital vibrador que completaba al magnético. Los astrónomos podían trabajar tranquilamente.

Después de cenar Murátov se quedó en la sala de oficiales conversando con Weston.

Decidió no regresar esta noche a su astronave y pernoctar en el satélite, ya que en este mundo sin gravedad se podía dormir donde uno quisiera como si fuera eri el más blando colchón. Formaban la cama cuatro sillas y una fuerte correa, para no despertarse pegado al techo. Las patas magnéticas metálicas de la silla que se adherían al suelo, garantizaban la estabilidad del lecho.

Eran las diez de la noche cuando Murátov, antes de echarse a dormir, entró en el camarote de Leguerier.

Le gustaba conversar con el jefe de la expedición que era una persona de una cultura enciclopédica. Parecía que no había ni una sola cuestión en la que el científico francés no se encontrara como el pez en el agua. Con él se podía hablar de todo.

Así tenía que ser un auténtico astrónomo ya que la astronomía es una ciencia omnímoda. Trata todas las esferas del conocimiento humano, desde la medicina hasta la filosofía.

Leguerier se acostaba tarde y Murátov sabía que no era importuno.

El «Comandante de Hermes», según alguien le denominó a Leguerier con gran acierto, estaba junto a la pared y miraba atentamente a uno de los aparatos instalados en un cuadro que ocupaba toda la pared.

— ¡Mire! — dijo, volviéndose de nuevo a mirar el aparato —. La aguja del gravímetro no está en el cero. No puedo comprender lo que puede significar esto.

Murátov se acercó.

Conoció el gravímetro durante la expedición en la «Titov».

Pero el aparato que había en el camarote de Leguerier se parecía muy poco a aquél, ya que dos años es un espacio enorme para la ciencia. Sólo quedaba la escala y la aguja del aparato que él conocía.

Murátov clavó la mirada.

— Me parece — dijo — que la aguja no sólo no está en el cero, como usted ha dicho, sino que se mueve. Muy lentamente, pero se mueve.

— Sí, sí, tiene usted razón — se sentía intranquilidad en la voz de Leguerier —. Esto es muy raro. El aparato muestra la presencia de una masa que no está lejos de nosotros.

¿Qué puede ser?

— Un meteorito que cae… — presupuso indeciso Murátov.

Se enfadó consigo mismo. ¡Qué contestación tan ingenua! Esto no hacía falta que se lo dijeran a Leguerier.

En vez de contestar el astrónomo indicó sin hablar la pantalla del radar, en la que se veía una línea negra lisa sin ninguna desigualdad o salientes. Los haces de los rayos del radio tanteaban ininterrumpidamente el espacio alrededor del asteroide sin encontrar ningún obstáculo.

— Se ha estropeado…

Leguerier oprimió uno de los numerosos botones. Se iluminó una pequeña pantalla y se reflejó en ella el interior del camarote que ocupaba Alexandr Makárov, segundo jefe de la expedición.

— ¡Alexandr! — dijo Leguerier —. Mira el gravímetro.

Se vio como Makárov se acercó al cuadro, exactamente igual que el de aquí. Se oyó una exclamación de asombro.

— Presta atención ahora a la pantalla del radar.

— ¡Veo! Makárov se volvió.

— ¿Qué te parece esto? — preguntó Leguerier.

— Muy raro, demasiado raro. ¿Y en los tuyos, lo mismo?

— ¡Lo mismo! Pensaba que se había estropeado el gravímetro de mi camarote. Pero no pueden haberse estropeado los dos a la vez.

— Entonces ¿qué pasa?

— Ven inmediatamente.

— ¡Voy!

Leguerier y Murátov no apartaban los ojos de la aguja. Ahora no cabía la menor duda de que se movía. Algo, que no reflejaba los rayos de los radares, se acercaba a Hermes.

Esto no podía ser un fragmento pequeño, tan pequeño, que no lo «vieran» las potentes instalaciones de localización. En este caso no lo notarían incluso los gravímetros. El cuerpo misterioso tenía una masa considerablemente grande.

— ¡Cada vez más cerca y más cerca! — murmuró Leguerier —. Lo más extraño es que vuela muy lentamente.

Se oyó el sonido sordo del radiófono. Leguerier no se volvió.

La llamada se repitió y Murátov se acercó al aparato.

El que estaba de guardia en el puesto de mando de la nave insignia de la escuadrilla informó con voz alterada de la «conducta» rara del gravímetro.

— De todas nuestras naves informan lo mismo — dijo.

— Lo sé — contestó Murátov —. Continúe haciendo observaciones.

Entró Makárov y como hipnotizado se dirigió «n silencio hacia Leguerier. Los dos miraban fijamente el gravímetro. La aguja ya se había separado mucho del cero y continuaba desviándose lenta, extremadamente lenta, pero invariable, cada vez más.

La línea en la pantalla del radar era, como antes, inmutablemente recta.

Leguerier golpeó con el pie en el suelo.

— ¿A fin de cuentas, esto qué es? — dijo irritado —. ¡Alarma general!

Makárov oprimió el botón rojo que estaba en el centro del cuadro. Murátov sabía que en este momento se oiría en todos los lugares del satéliteobservatorio un sonido estridente anunciando el peligro.

No pasaron ni dos minutos, cuando en el camarote del jefe se reunieron todos los tripulantes del satélite.

No era necesaria ninguna aclaración. Estas personas comprendían perfectamente el idioma de los aparatos.

Reinaba una tensión oculta, un silencio alarmante.

El peligro desconocido es la prueba más desagradable para el estado psíquico. La persona más valiente siente involuntariamente un miedo vago. ¿Qué hacer, si no se sabe de quién defenderse?

Y de repente el recuerdo acudió a la memoria de Murátov. Veía el rostro intenso de Véresov y Stone, con los ojos clavados en el mismo gravímetro, que les mostraba lo que sucedía.

— ¿No sería éste uno de los dos satélitesexploradores que persiguió la «Titov» hace dos años? — dijo Murátov.

Leguerier se volvió rápidamente.

— ¿Tan lejos de la Tierra?

— Todavía nadie sabe por dónde desaparecieron.

— ¿Pero los radares en aquel tiempo captaron estos satélites?

— Esto fue entonces. Existe la suposición que de alguna forma han cambiado el sistema de su «defensa».

— Es posible que usted tenga razón — dijo Leguerier —. ¡Veremos!

Si Murátov había dado en el clavo, entonces la aguja del gravímetro tendría que cesar en seguida el movimiento hacia la derecha. Los satélitesexploradores no podían pasar muy cerca de una masa tan grande como la de Hermes. El asteroide tenía un kilómetro y medio de diámetro y ¡esto no era una pequeña astronave!

La suposición era tan verosímil que todos se tranquilizaron inmediatamente. Marcharon dos astrónomos, después de haber recibido el permiso de Leguerier (fue dada la alarma en el observatorio y nadie tenía derecho a actuar individualmente), para intentar ver con el gran telescopio el cuerpo que se aproximaba. Makárov regresó a su camarote para realizar observaciones paralelas con sus aparatos.

Pero la tranquilidad duró poco.

Pasaron cinco, después diez minutos y la aguja continuaba deslizándose hacia la derecha, y amenazaba con acercarse al punto extremo, que señalaba el choque de dos masas: la de Hermes y el cuerpo desconocido. Se aproximaba el choque. Quedaba muy poco para que la aguja llegara a la raya roja de la escala.

— Vuela directamente hacia nosotros — dijo alarmado Leguerier.

El gravímetro perfeccionado daba la posibilidad de determinar no sólo la masa, sino también la dirección de su movimiento y la distancia.

La pantalla del radar como antes no mostraba nada. No obstante que según el gravímetro, el cuerpo que se aproximaba era bastante grande.

A Murátov le parecía que el aparato indicaba una masa mucho más grande que cuando la «Titov».

Las palabras de Leguerier confirmaron que esto era así.

— La masa del cuerpo desconocido — dijo el astrónomo — supera en muchas veces la de los exploradores.

Unos cuantos minutos angustiosos más, y se disiparé la duda: un objeto volaba directamente hacia el observatorio.

8

Leguerier se abalanzó hacia di cuadro.

Un movimiento de su mano y todas las pesadas puertas herméticas encajaron en sus ranuras impidiendo cualquier acceso de un local a otro. El observatorio estaba dividido en compartimentos aislados.

Ahora se podía estar seguro de que la catástrofe no causaría una ruina total.

¿Dónde tendría lugar el terrible golpe del choque con él cuerpo cósmico?

Las personas estaban llenas de impaciencia…

Murátov en estos segundos, sin saber por qué, pensó no en sí y no en las personas que se encontraban con él, sino en las naves de su escuadrilla. Se encontraban relativamente cerca de la cima del embudo de granito que robeaba el observatorio.

¿Acertarían a hacer allí lo mismo que aquí había hecho Leguerier?

Ya era tarde para dar la orden por el radiófono.

«Además — pensó Vífctor — si el cuerpo cae en la astronave, de ésta no quedará nada, ya que su masa es enormemente grande. Ningún refugio salvaría a la gente».

La aguja del gravímetro continuaba acercándose inexorablemente hacia la raya roja y esto era señal de que se aproximaba una catástrofe. Eran completamente inútiles los campos de defensa antigravitacional y magnético. Eran demasiado débiles para influir en esa mole. Una muerte casual y absurda se cernía sobre las personas que carecían de medios para evitarla.

— ¡Miren! — dijo Leguerier, alargando la mano hacia el gravímetro.

Era algo más que extraño, inexplicable, lo que ellos vieron.

La aguja disminuyó todavía más su movimiento. En contra de las leyes de la atracción no aceleró su movimiento, sino todo lo contrario, lo disminuyó, y ahora se movía casi imperceptiblemente.

Y de repente… se detuvo por completo, casi tocando la línea roja.

Esto significaba que el cuerpo desconocido cesó su caída y pendía inmóvil sobre Hermes a una distancia no mayor de cien metras.

Una inspiración ruidosa de alivio salió simultáneamente del pecho de los que se encontraban en el camarote.

¡Salvados! El peligro, que hasta ahora parecía inevitable, pasó de una forma incomprensible.

— Esto sólo puede hacerlo una nave dirigida — dijo Leguerier.

— ¡Cuáles son entonces sus dimensiones! — exclamó asombrado Murátov.

No cabía la menor duda. Todo lo que había de incomprensible en la actitud del cuerpo desconocido, sería completamente comprensible si esto fuera una nave cósmica con potentes motores.

¿De dónde podían proceder? La Tierra no comunicó sobre el vuelo de alguna nave en esta zona. Cualquier astronave hubiera comunicado sus coordinadas de posición, si su comandante por cualquier motivo tuviera que descender en el asteroide. Lo hubieran captado hacía tiempo los radares. Y lo más importante de todo es que ninguna de las naves cósmicas posee tan enormes dimensiones y carece de la «capacidad» de absorber por completo los haces de ondas de radio.

La astronave desconocida, juzgando por su masa, era gigantesca, pero a través del techo transparente del camarote se veían sólo las estrellas.

— Se ha detenido un poco hacia un lado — dijo Leguerier y en su voz se notó un estremecimiento de emoción —. No hay la menor duda de que es una nave cósmica ¡pero no nuestra!

Todavía estaba hablando cuando la aguja del gravímetro de nuevo vaciló y rápidamente se deslizó hacia la izquierda.

La nave cósmica se alejaba.

¿Para qué entonces voló hacia Mermes? Si los desconocidos astronautas observaron en el asteroide una obra artificial, debían haberse interesado y aclarar lo que era. En vez de esto se detuvieron menos de un minuto y partieron. Durante este corto tiempo era imposible haberlo examinado todo bien. Además, para realizar esta maniobra se exigía un gasto de energía aunque ésta no fuera muy grande.

¿Cuál era la causa de esta conducta tan rara?

Los ingenieros y científicos se miraban unos a otros en silencio. Nadie comprendía nada, y las personas se hacían a sí mismo la siguiente pregunta: ¿no sería una ilusión esta visita?

Leguerier interrumpió el largo silencio.

— La nave se aleja en línea recta y gradualmente aumenta su velocidad — dijo —. ¿Para qué la disminuyó y se detuvo? Esto es más que incomprensible.

Inesperadamente fulguró una luz brillante. Aquellos, que tuvieron tiempo de erguir la cabeza, observaron delante de ellos, cómo en el cielo aterciopelado negro se inflamó la nube de un torbellino de llamas de una explosión monstruosa.

Tuvo lugar muy lejos, pero precisamente allí donde debía encontrarse la nave. El camarote se iluminó en un instante con una luz blanca mortecina. Y de repente todo se apagó.

La aguja dd gravímetro cayó hacia el cero como si estuviera agotada. ¡Desapareció como por encanto la masa que actuaba en él, la masa de la nave cósmica de otro mundo que hasta hace poco volaba hacia Hermes!

— ¡Una catástrofe! — gritó Murátov —. La nave ha explotado.

— Sí, ha explotado — dijo despacio y tristemente Leguerier —. Ha tenido lugar una aniquilación. Y nunca sabremos lo que ha pasado ante nuestros ojos.

— Ni a qué humanidad pertenecía — añadió Murátov.

La inesperada catástrofe conmovió profundamente a todos. Las personas estaban emocionadas. ¡Aunque fueran seres desconocidos, extraños a las personas de la Tierra los que se encontraban en la nave, eran representantes racionales de la humanidad del universo!

¡Tan cerca, al lado, estuvo la mente de otro mundo; en este momento podía haber tenido lugar la entrevista tan esperada de las personashermanos! ¡Por primera vez en la historia! ¡Y no fue posible! El mensajero de otro mundo, que posiblemente había salido de las lejanías profundas del espacio, desapareció sin dejar huellas.

¡Esto era tan absurdo, tan insoportablemente ofensivo, tan estúpido!

Leguerier presionó maquinalmente el botón que establecía la comunicación entre los departamentos del observatorio.

— ¿Pero por qué, por qué no descendieron? — dijo Weston —. Ellos tuvieron que haber visto nuestro observatorio. ¿Por qué tan apresuradamente se alejaron?

— Es posible, precisamente porque — contestó Murátov —. Vinieron a nosotros del antimundo. Se convencieron de que nuestro asteroide, en relación con ellos, era de antisubstancia, y se apresuraron a alejarse del peligro. Y al alejarse chocaron con un meteorito y tuvo lugar la aniquilación que ellos temían.

— Su hipótesis es infundamentada, Murátov — dijo Leguerier —, infundamentada por dos razones. Primera, en ese momento no volaban ningunos grandes meteoritos. A la distancia que tuvo lugar la explosión nuestros radares hubieran registrado cualquier meteorito. Segunda, la nave cósmica que volaba a un sistema planetario extraño, debía estar defendida del peligro de la aniquilación. Ellos debían tener determinado hace tiempo de qué materia se compone nuestro sistema planetario. Además se encontraron con nosotros no en su extremo sino casi en el centro.

— Podían no haber atravesado todo nuestro sistema sino acercarse a él, por abajo o por arriba, en relación con el plano de la eclíptica.

— Inconcebible. Tal imprudencia no es propia…

No terminó de hablar escuchando atentamente una llamada perceptible procedente de la cámara de entrada que era la puerta exterior del observatorio.

¿Quién podía llamar?

Si fuera alguien de la tripulación de las naves de la escuadrilla no tendría por qué llamar. Existía un sistema de señales que era conocido de todos, y además nadie podía presentarse sin avisar de antemano.

Un mismo pensamiento atravesó la mente de todos. ¡Habría llamado un ser de otro mundo, que hubiera descendido de la nave que hacía sólo algunos minutos se había destruido!

¿Pero si esta nave no se asentó en la superficie de Hermes, cómo podía haber desembarcado a alguien?

¡La nave había partido y la idea de que alguien había desembarcado era absurda!

¡La llamada se repitió, precisa, insistente!

Leguerier conectó la pantalla de visión exterior.

Y vieron…

En el umbral se encontraba una alta figura humana con una escafandra.

¡Una figura humana conún y corriente!

¿Común y corriente?…

¡Esto no era así! Todos notaron en seguida algo distinto.

La persona que se encontraba en el umbral ¡llevaba una escafandra no terrestre!

Levantó la mano y con clara impaciencia golpeó con el guante metálico en la puerta exterior.

Es decir, a pesar de todo…

¡A pesar de todo tenía lugar el gran encuentro!

¡A la entrada se encontraba un ser de otro planeta, un huésped que había venido de un allá desconocido, que estaba de pie y pedía con insistencia que se le dejara entrar!

¡Es difícil decir con palabras lo que sintieron las personas de la Tierra cuando comprendieron a quién tenían que recibir!

Había un solo huésped. ¿Era posible que el resto se hubiera ocultado entre las rocas esperando? ¿Era posible que los llegados no estuvieran seguros de la acogida que les esperaba y enviaran por delante un explorador?

Pero no tenían donde refugiarse en el asteroide. Después de desembarcarlos la nave partió y se destruyó. Esto no podían dejar de saberlo.

¡Raro, enigmático, incomprensible!

Leguerier no vaciló.

La puerta exterior se abrió de par en par. En la cámara interior de entrada se encendió una luz invitando al huésped a entrar. Y él entró, entró simplemente y con seguridad, por lo visto sin ningún temor.

El jefe de la expedición obró lentamente. Esperó, no fuera a presentarse el resto.

No apareció nadie. Por lo visto, aunque era inconcebible, no había más que un huésped.

La puerta exterior se cerró.

¡El llegado del cosmos se encontraba dentro del observatorio, había entrado en un mundo extraño!

Funcionó el aparato automático de defensa biológica. Leguerier lo puso a la máxima intensidad.

— ¿Comprenderá que tiene que quitarse la escafandra?

— Debe comprenderlo ya que es un cosmonauta y conoce el peligro.

Y de nuevo un silencio tenso, casi atormentador.

— ¿Y si no puede respirar nuestro aire? Nadie contestó. Este pensamiento alarmante estaba en todos.

No se podía ya cambiar nada. El proceso había comenzado y no podía ser detenido.

¿Y a dónde más podía haber ido el llegado?

Había quemado todas las naves.

En la cámara de entrada no había pantalla. No se podía ver lo que sucedía allí. El régimen máximo de desinfección duraba casi una hora. Las personas verían, vivo o muerto, al huésped del cosmos sólo cuando pasará esta hora. El tiempo se alargaba insoportablemente.

— ¡Si hubiéramos tenido la posibilidad de prever esto — dijo Weston — entonces habría allí una pantalla!

¡Claro! Si las personas hubieran podido prever la aparición de este huésped, habría sido hecha de la forma más minuciosa la telecomunicación con la cámara de entrada.

Pero en las condiciones corrientes no tenían ninguna necesidad de ello.

Pasaron diez minutos. ¡Sólo diez!

La cámara ya se había llenado de aire destilado, aire puro del observatorio astronómico sin ninguna bacteria, ni microbio.

¡Pero aire de la Tierra!

¿Cómo influirá este aire en el huésped? ¿Era posible que el extraño ser se asfixiara en este aire y cuando se abriera la puerta interior las personas encontraran sólo un cadáver?

— ¡Es increíble! — dijo Leguerier —. No hubiera entrado tan tranquilo.

— Me parece — dijo Murátov — que éste es uno de los amos de los satélites exploradores que ya hace tiempo conocen nuestro planeta, y saben la composición de su atmósfera. Y por lo visto para ellos no es peligrosa.

Esta suposición explicaba mucho ¡pero no todo!

— ¿Cómo fue a parar a Hermes? — preguntó uno de los astrónomos.

— Sencillamente, saltando. Un salto de cien metros no tiene ningún peligro en un asteroide de estas dimensiones.

— ¿Pero para qué?

— Lo sabremos por él mismo.

¡Pasaron veinte minutos!

¡Después media hora!

El camarote de Leguerier estaba desierto. Aunque faltaba todavía mucho tiempo para que se abriera la puerta, todos, excepto Makárov, se reunieron ante la cámara de entrada.

El sustituto de Leguerier se había quedado en su camarote, junto a la pantalla de control e informaba periódicamente de lo que veía en el exterior, mejor dicho de que no veía absolutamente nada, ya que no había ningunos síntomas de la presencia cerca del observatorio de otros tripulantes de la nave.

Era evidente que el que se encontraba en la cámara había llegado solo. Esto había mucho más incomprensible su aparición en el asteroide.

¿Qué quería aquí? ¿Por qué saltó de su nave? ¿Por qué sus cantaradas sólo le lanzaron a él y partieron? Pudieron haber visto el observatorio, pero no podían saber si dentro había seres vivos. El observatorio podía haber sido abandonado hace tiempo por innecesario y estar servido por aparatos automáticos cibernéticos. En este caso una persona solitaria estaba condenada a una muerte rápida y terrible. Esto no podían dejar de comprenderlo. ¿Si conocían la próxima destrucción de la astronave, por qué no desembarcaron todos? ¿Y si esto lo sabían por qué volar al encuentro de la muerte? ¡No!

¡¿Cómo lo podían saber?!

¡Todo era enigmático, todo incomprensible!

¡Cuarenta minutos!

En las naves de la escuadrilla auxiliar conocían todo lo que pasaba. Murátov no se había olvidado de sus camaradas y les había relatado por el radiófono el inconcebible acontecimiento. Allí tambien reinaba la emoción pero no en la misma forma que aquí. ¡El llegado del cosmos debía aparecer aquí, por primera vez, en el observatorio! ¡Por primera vez!

Cada uno a su forma se preparaba para el acontecimiento supersensacional ¡para el momento de encontrarse cara a cara con habitantes de mundos distintos!

¡Esto por primera vez en la historia!.. ¡Cincuenta minutos!

La emoción crecía. ¿Estaría emocionado aquel que se encontraba tras la gruesa puerta impenetrable? ¿Podría experimentar un sentimiento de esta clase?

¡Debía emocionarse! ¡No podía uno comprender la existencia de un ser racional, pensante, sin sistema nervioso!

Ya habían visto que la forma exterior del huésped era muy parecida a la forma de las personas de la Tierra. ¿Pero qué habría debajo de la escafandra?

Nadie esperaba la aparición de un monstruo. El huésped del cosmos tenía cabeza, manos y pies. Llevaba una escafandra parecida a la de la Tierra. Por lo visto podía respirar sin trabajo el aire terrestre. Esto demostraba que el planeta que era su patria, era del mismo tipo que la Tierra. ¿Por qué condiciones análogas de desarrollo deben conducir a resultados no semejantes?… ¡Pasaron cincuenta y cinco minutos!.. ¡Un minuto más!

Reinaba alrededor un silencio tan profundo (las personas contenían incluso la respiración), que se oyó con toda claridad, en el pabellón central, donde estaban concentrados todos los aparatos de dirección, el click del aparato automático de defensa biológica al desconectarse.

La desinfección había terminado.

Si el huésped se quitaba la escafandra, y esto debía hacer si pensaba lógicamente, entonces ni en la superficie de su cuerpo, ni en su interior, quedaría nada que pudiera contaminar el aire del observatorio.



¿Y si esto no ocurría así?


Tampoco en este caso habría peligro. La escafandra fue desinfectada. Habría que explicarle al huésped con gestos que era necesario quitársela y realizar entonces una segunda desinfección.

¡Se aproximaba el momento tan esperado!

Leguerier, exteriormente tranquilo, pero con el ros,tro extremadamente pálido, apretó el botón.

La puerta se abrió de par en par.

Cada uno se representaba al huésped a su manera. En la mente de cada uno su aspecto estaba influido por la fantasía individual. Todos esperaban ver a un cosmonauta con cualesquiera rasgos de la cara, con cualquier color de la piel y con el traje de más inconcebible corte y materia, ¡pero adecuado para realizar el vuelo cósmico!

¡Sin embargo, lo que en realidad vieron no lo esperaba nadie!

El huésped se había quitado la escafandra; acertó a hacerlo como todos esperaban…

La aparición del huésped fue acogida por una exlamación general de asombro.

Ante ellos, cercana a la puerta, estaba una muchacha alta con un vestido corto, muy abierto de color oro. Cabellos espesos negroazulados enmarcaban un rostro de un raro tono verdoso de la piel. Unos ojos grandes, oblicuos, muy alargados, miraban escrutadoramente, pero tranquilos, a las personas de la Tierra.

Levantó la mano con la palma abierta hacia adelante y alargando las sílabas pronunció con voz dulce y cantarína:

— ¡Guianeya!

9

— De toda esta enigmática historia lo que me parece más raro es su aspecto exterior, me refiero a Guianeya — dijo Murátov —. Nunca he pensado en que encontraríamos tan completo parecido con las personas de la Tierra. Esto es sencillamente inverosímil. Y piensen ustedes lo que quieran pero no paso a creer que ella sea un habitante de un mundo extraño.

— ¿Entonces quién puede ser? — preguntó Leguerier.

— Es comprensible que como todos me vea obligado a reconocer el hecho. Pero, en verdad, no sé como explicarles, que hay algo en mí que protesta, que incluso me inquieta…

— No hay nada de particular — dijo Leguerier —. Es comprensible su estado de espíritu.

A las personas se les inculcó la idea de que los habitantes de otros mundos no podían ser exactamente iguales a nosotros. ¿Por qué? El universo es infinito y entre la innumerable cantidad de mundos habitados pueden encontrarse cualesquiera formas exteriores de vida, incluso hasta moho pensante, según escribió un científico a mediados del siglo pasado. Existen organismos pensantes de todas las formas imaginables. Pero no se puede olvidar que la parte del universo accesible a nosotros está compuesta de las mismas substancias, de los mismos elementos que nuestro sistema solar. Está establecido que los sistemas planetarios, repito, de la parte del universo accesible a nosotros, rodean estrellas que por su clase espectral son parecidas al Sol. De aquí se desprende una deducción lógica: las condiciones de vida son aproximadamente iguales.

¿Qué es el hombre si no el producto de un proceso largo, penosamente largo de adaptación a las condiciones circundantes? La forma exterior del cuerpo tiene a la fuerza que ser racional, ya que es el órgano ejecutor del cerebro. La naturaleza ha creado órganos, lo más adaptados posibles, para el cumplimiento de determinadas funciones, y siempre las realiza por el camino más sencillo. El cuerpo de la persona es la más sencilla de todas las variantes teóricas posibles. ¿Por qué entonces, en otros planetas, donde las condiciones de vida son parecidas a las nuestras, este proceso debe conducir a resultados diferentes? Otra cosa sería si la base de la vida fuera no el carbono y el oxígeno, sino otro elemento. Entonces el cerebro sería otro y como resultado habría otros órganos. Con tales seres no tendríamos nada de común y no sería concebible ningún contacto.

— Le comprendo — dijo Murátov — y estoy de acuerdo con usted. Pero aquí no hay algo parecido sino completa coincidencia.

— Y esto no tiene nada de asombroso. Desde el principio estaba completamente convencido de que veríamos a un hombre. Y así ha resultado. Y he aquí por que yo estaba convencido. Yo comparto su punto de vista. La nave, que voló hacia Hermes, pertenecía precisamente a los dueños de los exploradores. Conocen bastante bien nuestra Tierra, y decidieron, en el momento presente no es importante saber la causa, desembarcar en el asteroide a uno de los miembros de la tripulación de su nave. No sabemos por qué lo han hecho, pero podemos estar completamente seguros de que no han dudado que su camarada encontraría un idioma común con nosotros. Y nunca se podría partir de esta seguridad si ellos y nosotros no fuéramos parecidos. Nunca enviarían a una persona sola a los seres diferentes a ellos.

— Todo esto es verdad — dijo Murátov con acento de despecho —. Pero usted habla constantemente de ¡parecido, parecido! ¡Pero aquí no se trata de parecido, sino de una absoluta identidad! No creo que se pueda considerar como una diferencia decisiva el color verdoso de la piel. En la Tierra existen más grandes diferencias entre las razas.

Leguerier se encogió de hombros.

— Me asombra — dijo — la causa de su atavismo. Usted repite inconscientemente todo lo que hablaron y escribieron hace decenas de años. Entonces esto era comprensible.

Estaban todavía muy próximos los siglos de dominación de las creencias religiosas. La persona se consideraba a sí misma como algo extraordinario en la naturaleza. Era difícil concebir que pudiera existir en algún sitio algo tan «perfecto», un ser a semejanza de Dios, como el hombre en la Tierra. De aquí parte la teoría sobre la posibilidad de la naturaleza para crear formas infinitas, receptáculos para el cerebro. Subrayo, crear en condiciones semejantes. Si mantenemos firmemente el punto de vista de que el hombre ha sido creado por la naturaleza, entonces no es difícil comprender que la naturaleza creará una cosa igual en todos los lugares donde las condiciones sean semejantes. La naturaleza no razona, actúa, si se puede decir así, «intuitivamente», actúa sencillamente, y lo que es más importante, según sus leyes.

— No comprende lo que quiero — dijo Murátov —. Todo lo que usted dice yo lo sé.

— A usted le desconcierta el que Guianeya sea una copia de la mujer terrestre, y, además, de la mujer blanca. ¿No es así? Analicemos la cuestión desde otro punto de vista. Cambiemos los papeles. Supongamos que no ellos, sino nosotros, investigáramos el espacio alrededor de nuestro sistema planetario y encontrásemos algunos mundos habitados. Supongamos que los habitantes de estos mundos son diferentes exteriormente. Que hubiera no completamente parecidos y parecidos a nosotros. Y también completamente idénticos. ¿Con quién nos relacionaríamos primero? ¿Con quién tendríamos el primer encuentro?

— En la Tierra hay varias razas.

— Completamente cierto. Es natural que entre semejantes se puedan comprender.

Guianeya pertenece a una humanidad o parte de una humanidad que tiene la envoltura exterior del cerebro semejante a la de la Tierra, además tienen el mayor parecido con las personas de la raza blanca de la Tierra.

— ¿Es decir, esto es una casualidad?

— Sí, pero una casualidad sujeta a leyes y natural. Yo no veo nada de particular aquí.

Es más, me hubiera asombrado mucho, si hubiera ocurrido de otra forma.

— ¿Es decir, según usted, ellos podían elegir?

— Algo parecido. Pero puede ocurrir, claro está, que ellos no pudieran elegir.

Sencillamente, el primer planeta habitado que encontraron resultó que estaba poblado por personas iguales a ellos. Él hecho de que Guianeya respire con facilidad nuestro aire demuestra la semejanza de la Tierra con su patria. Y esta semejanza, según mi convencimiento profundo, no es una exclusión sino una ley de las regiones del universo próximas a nosotros. Hablo de las estrellas de la clase de nuestro Sol. No han sido hallados en otras estrellas sistemas planetarios. Por su parte sería completamente natural y lógico buscar mundos poblados en las cercanías de las estrellas más parecidas a su sol.

— ¿Usted piensa que su patria está en un lugar cercano?

— Esto se desprende de la suposición de que ellos fueron los que nos enviaron los exploradores. No se puede admitir que los enviaran de la Nebulosa de Andrómeda. A la fuerza tiene que existir un objetivo. Otra cosa sería si nosotros nos equivocamos y Guianeya no tiene nada que ver con los exploradores. Entonces podría proceder de cualquier sitio.

— ¿Gomo explica usted el matiz verdoso de su piel? — preguntó Murátov, deseando cambiar el tema en el que se sentía la superioridad de su interlocutor.

Leguerier se sonrió.

— Usted comprende que a esta pregunta no puedo contestar ahora — dijo Leguerier —.

La procedencia del matiz verdoso se aclarará cuando a Guianeya la ausculten los médicos. Si accede a ello.

— ¿Si accede? — preguntó con asombro Murátov —. ¿Cómo incluso se puede suponer la posibilidad de una negativa? Esto sería completamente absurdo por parte de un ser racional que fuera a otro planeta. ¿No puede dejar de comprender que la Tierra quiere conocer su organismo? Es su deber moral coadyuvar a esto. Leguerier calló unos minutos.

— Muy bien, Murátov — dijo a fin —. Estoy contento de que usted haya hablado de esto.

No he querido compartir con nadie mis observaciones, para no crear una impresión que pudiera resultar falsa. Pero ya que hemos tocado este tema… ¿Dígame, no ha observado nada de especial en la conducta de Guianeya?

— Sólo he notado que se mantiene con una tranquilidad asombrosa. Y esto no es natural en su situación.

— Sí, claro está. No es natural portarse como ella se ha portado al encontrarse en un mundo extraño, rodeada de personas extrañas no sólo a ella, sino a toda la humanidad a la que pertenece. Tiene usted razón. Pero me parece que hay otra cosa — Leguerier agitado comenzó a caminar por el camarote —. Quisiera que usted me demostrara que no estoy en lo cierto. Voy a hablar sin rodeos. ¿No le parece a usted que Guianeya se mantiene no tranquila, sino con altivez?

Murátov se estremeció. Todo lo que había dicho Leguerier coincidía con sus propios pensamientos. Le parecía, cada vez con más insistencia, que en la conducta de la extranjera influía la conciencia de su superioridad sobre los que le rodeaban, pero se esforzaba por no dejarse vencer por esta impresión.

— Sí — contestó Murátov —, me ha parecido esto más de una vez. Pero puede ser que no es altivez porque no hay ningún motivo para ello, sino que sea la manera propia de portarse estas personas, puesto que no son como las de la Tierra. — Es posible. No las conocemos. Pero con una coincidencia exterior tan completa, no sólo en el cuerpo, sino incluso en el vestido, la psíquica debe ser también igual. Pero dejemos esto. ¿Por qué ella ha considerada como obligatorias todas nuestras atenciones? No ha mostrado ni el menos gesto de agradecimiento. Recuerde, cuando Weston repitió la palabra «Guianeya», dicha por ella, suponiendo que esto era un saludo, entonces irguió la cabeza con orgullo, precisamente con orgullo, y repitió de nuevo la palabra indicándose a sí misma. Esta palabra significaba su nombre, y lo hizo esto de tal manera como si la incomprensión fuera una ofensa. ¿Acaso a las personas de la Tierra que por primera vez se encuentren con los habitantes de un mundo extraño, lo primero que les puede venir a la cabeza es dar su nombre? Me parece que esto es precisamente una muestra de altivez, de la conciencia de su superioridad. Bueno, supongamos que esto entre ellos sea así. Otro hecho cuando nuestro médico, cumpliendo el programa de defensa biológica, le propuso que se metiera en la piscina, lo comprendió perfectamente y cumplió sin discutir lo indicado, desnudándose delante de todos sin esperar a que salieran. Dígame ¿es que en su mundo no hay pudor y esto también es hábito en ellos? Contrapongamos esto con otros hechos. Se presentó ante nosotros con un vestido de mujer, y el corte de este vestido de ninguna forma indica la inexistencia en su mundo de virtudes femeninas como la coquetería y el pudor. Recuerde, la espalda estaba completamente descubierta por el vestido pero cubierta por la cabellera. Esto es muy característico. Incluso a la mujer más coqueta de la Tierra no se le ocurre presentarse en un mundo extraño vestida de tal forma. ¿Por qué ella no llevaba un traje de astronauta? ¿Por qué ha considerado necesario mostrarse ante nosotros «en todo el esplendor de su belleza»? Y después de esto desnudarse ante todos. En esto es oportuno recordar los tiempos ancestrales cuando las patricias romanas se desnudaban ante sus esclavos, no considerándolos personas.

— Cae usted en contradicciones — dijo Murátov —. ¿Si ella no nos considera iguales para qué entonces «asombrarnos» con el «esplendor de su belleza», como usted dice?

— Ninguna contradicción. Todo lo contrario. Se ha presentado ante nosotros no un astronauta de filas, sino precisamente la «señora». Este es, según mi criterio, el motivo de su conducta.

— La señora — repitió Muratov —. ¿Acaso en un mundo, donde la técnica ha llegado hasta los vuelos interestelares, se pueden conservar los conceptos de «señor» y «esclavo»? Usted se equivoca, Leguerier. Todo esto se puede explicar de una manera más sencilla, en una palabra: costumbres. Diferentes a las nuestras y por eso incomprensibles para nosotros.

— Para mí será una alegría si esto es así. Pero no tengo la menor duda de que su psicología es afín a la nuestra, ante una semejanza tan grande de otra forma no puede ser. Suponga que se pone usted en su lugar. Ha dado usted su nombre: Víktor, y de repente le comienzan a llamar, por ejemplo, Viko. ¿No lo corregiría? ¿Y ella, qué hizo?

Weston y después nuestro médico al dirigirse a ella pronunciaron su nombre «Guineya» en vez de «Guianeya». ¿Cómo respondió? Sonriéndose, y es más, sonriéndose despectivamente y no corrigiéndolo. Le importó poco. A los seres inferiores no se les puede exigir una pronunciación correcta.

— Se apasiona, Leguerier. En parte estoy de acuerdo con usted. Es cierto que ella tiene conciencia de su superioridad. Este sentimiento en realidad existe en ella. Pero no hay ningún fundamento para que nos trate como a seres inferiores. Es posible que piense que para nosotros es difícil pronunciar Guianeya. Si en un planeta extraño me llamaran Viko, yo no exigiría una pronunciación correcta. ¿Acaso no es lo mismo, si para ellos es más fácil?

— Cualquier hecho se puede explicar con diferentes puntos de vista. Pero en su conjunto ofrecen un cuadro determinado, que es difícil explicar como nosotros quisiéramos. ¡Veremos! A su tiempo se aclarará todo esto. Siento mucho — añadió Leguerier, dando un giro brusco a la conversación — el no estar presente en su llegada a la Tierra. ¿Cómo se comportará? ¿Cuándo salen ustedes?

— Mañana. Es decir, dentro de veinticuatro horas. Es mejor así porque no existen los días. Jansen considera que Guianeya durante estos dos días ya se ha acostumbrado lo suficiente a nuestras comidas. A propósito, ¿no es raro que ella tan a gusto, y sin temor, aceptó la invitación a desayunar?

— Esto es una prueba más de la justeza de su hipótesis, Murátov. Pertenece a aquellos que lanzaron hacia nosotros sus exploradores. Y ellos conocen la Tierra, su atmósfera, sus personas, y también nuestra alimentación.

— Y además no le quedaba más remedio si no quería morirse de hambre — dijo pensativamente Murátov.

10

El radiograma de Hermes comunicando la aparición de Guianeya, y las circunstancias que precedieron a ello, como era de esperar, agitaron a toda la población del globo terráqueo.

Se esperaba con enorme impaciencia el regreso de la escuadrilla.

Las instalaciones de radio automáticas recibían enorme cantidad de radiogramas de la Tierra, Marte, Venus, de todas las partes donde había personas, saludando a Guianeya.

Toda la humanidad acogía con entusiasmo su llegada, ¡la llegada a la Tierra del primer representante de otro mundo racional!

La acogida prometía transformarse en una grandiosa manifestación.

Le mostraban a Guianeya montones de radiogramas, esforzándose por explicarle con gestos que estaban dirigidos a ella y que la esperaban con impaciencia en la Tierra.

¿Había comprendido? A todos les parecía que había comprendido, pero exteriormente manifestaba indiferencia.

El comunicado de que ella tenía que volar a la Tierra, lo recibió la enigmática huésped con la misma indiferencia.

La explicación la hizo Weston. Indico a Guianeya en una carta estelar, especialmente dibujada para esto, el círculo que designaba a Hermes y después la Tierra. Comprendió claramente sus gestos. Después el ingeniero dibujó una flecha, signo que era difícil que no comprendiera cualquier ser pensante, sobre todo un astronauta. La punta de la flecha se apoyaba en la Tierra.

Guianeya miró a Leguerier que estaba al lado. Después hizo un gesto suave con la mano, muy expresivo, que podía sólo significar: «¡Volemos hacia allá!». No podía caber ningún error en el significado de este gesto. Cada pequenez en la conducta de la huésped provocaba una atención constante. Todos observaron que aunque la explicación la dio Weston, Guianeya «se dirigía» exclusivamente a Leguerier. ¿Era posible que hubiera acertado que era el jefe? En la conducta del jefe de la expedición no había nada que le hiciera destacar de los demás. Parecía que nada podía haber indicado esto a Guianeya, y sin embargo acertó sin vacilación ninguna.

Este hecho raro le recordó a Murátov la conversación que había tenido con Leguerier.

La conducta de Guianeya era como la confirmación de las palabras del científico francés.



La huésped se vio obligada a dirigirse a alguien y eligió al jefe de la expedición ignorando a los demás.


«¿Cómo ha podido acertar que Leguerier es el jefe?», pensó Murátov.

A Roald Jansen — astrónomo, médico y biólogo — que cumplía en Hermes las funciones de médico, le intranquilizó mucho el futuro viaje de Guianeya a la Tierra.

— Aquí — decía — el aire es puro. No hay ni un solo microbio. Sin embargo, en la Tierra los hay. ¿Cómo influirá esto en el organismo de Guianeya?

¿No se enfermará nada más llegar?

Sobre este tema se celebró una conversación especial con la Tierra, donde compartían los temores de Jansen.

Guianeya no tenía a dónde ir. Era imposible que se quedara en Hermes. No quedaba por lo tanto ninguna otra solución que enviarla a la Tierra.

Parecía que todo estaba claro.

Pero nadie quería actuar sin conocimiento de Guianeya. Estaba de acuerdo en volar pero era necesario explicarle el peligro amenazante. Era posible que no lo supiera, que no sospechara el riesgo tan grande que tenía que pasar al llegar a la Tierra.

Se decidió conocer a toda costa el criterio de la huésped.

¿Pero cómo hacerlo?

— No tenemos otro camino — dijo Jansen — que explicárselo por medio de dibujos, esquemas y tablas biológicas: el metabolismo, la respiración, etc. Si conoce la biología lo comprenderá, si no la conoce no se enterará de nada. El camarada Weston dibuja muy bien y le pido que prepare algunos dibujos según mis indicaciones. Después, probaremos.

— Pienso que estas explicaciones deben darlas dos — dijo Leguerier —: yo y Jansen. A los demás les ruego que no estén presentes: Hay que tener en cuenta la posibilidad de que Guianeya no comprenda y hay que compadecerse de su amor propio.

El experimento se realizó en vísperas del vuelo.

— ¡Qué hacer si Guianeya comprende y renuncia a volar a la Tierra? — preguntó Murátov en el mismo momento cuando Leguerier y Jansen se disponían a visitar a la huésped.

A Guianeya le habían dejado el camarote de uno de los astrónomos y casi no salía para nada.

— Lo comunicaremos a la Tierra — contestó Leguerier —. Pero pienso que no podrá negarse. Tendrá que comprender que no tenemos otra solución.

— Puede suceder también — añadió Jansen — que Guianeya tenga que andar en la Tierra con escafandra, y vivir en un local especial con aire destilado.

Muratóv movió la cabeza.

— En esto no estará de acuerdo.

— ¿Para qué hacer conjeturas? — dijo Leguerier —. Está de acuerdo, no está de acuerdo. ¡Lo veremos! ¡Vamos, Jansen!

El experimento resultó bien. Por lo visto Guianeya había comprendido bien el idioma gráfico del biólogo. Pero los gestos de respuesta de la huésped no los comprendieron ni Jansen, ni Leguerier. ¿Estaba de acuerdo en volar a la Tierra después de sus explicaciones?

Para aclarar esta pregunta de nuevo se puso ante Guianeya la carta de Weston. Ella se sonrió y de nuevo repitió el mismo gesto suave que todos comprendieron como «¡volemos!».

— Hemos hecho todo lo que hemos podido — dijo Leguerier —. Llévenla a la Tierra. Por lo visto no tiene miedo a ningún contagio. Enviaré un radiotelegrama detallado y allá decidirán lo que es necesario hacer. No pierdan tiempo.

— Parece que ellos conocen nuestro planeta mejor de lo que pensábamos — hizo notar Murátov.

— Por lo visto es así.

Guianeya no tenía ninguna pertenencia. Se presentó en Mermes en un mundo extraño, vestida tan ligeramente como si se encontrara no en el cosmos, sino en su casa.

Exactamente lo mismo que si hubiera ido de visita para muy poco tiempo. Esta circunstancia, más que rara, no dejaba de asombrar a todos en Hermes y en la Tierra. Era incluso difícil presuponer lo que la impulsó a realizar tal hazaña. No podía estar vestida de tal forma en la nave cósmica. Y la explicación de Leguerier les pareció a todos demasiado fantástica. Aquí era donde se ocultaba el secreto cuya solución se esperaba hallar sólo posteriormente.

Llamaba la atención el que los pequeños y muy elegantes zapatos «dorados» de Guianeya tenían suelas magnetizadas. Esto demostraba que el calzado, que parecía absurdo tratándose de vuelos cósmicos, estaba destinado precisamente para el estado de ingravidez, es decir, para el cosmos.

Esta alta muchacha, toda adornada con oro, tenía un aspecto extravagante entre los cosmonautas que estaban vestidos con trajes oscuros. Era más alta que ninguno excepto Murátov. Esbelta, con movimientos ligeros y ágiles, casi felinos, parecía que no caminaba, sino que se deslizaba por el suelo. Su extraordinariamente espesa cabellera, llegaba en abundancia más abajo de la cintura, y en la nuca estaba recogida con un broche en forma de hoja o rama de una planta desconocida en la Tierra. Estas mismas «hojas» cubrían sus rodillas, a las que no llegaba su vestido corto y abierto.

El aire del observatorio fue calentado hasta los dieciocho grados Gelsius, pero por lo que se veía Guianeya no sentía frío. La huésped rechazó el traje que le ofrecieron.

Jansen tenía grandes deseos de medir la temperatura del cuerpo de Guianeya pero ésta rechazó bruscamente el intento del médico, con poca cortesía desde el punto de vista terrestre, apartando el termómetro con la mano. ¡ Incluso no permitía que nadie la tocara. Por lo visto, saludarse estrechándose la mano no era una cosa aceptada en su patria, y si alguien al encontrarse con ella le tendía la mano, Guianeya daba un paso atrás y levantaba la mano hasta el hombro con la palma hacia adelante. Este era el gesto con que ella saludaba a las personas al conocerlas por primera vez.

«Esto es orgullo y altivez», decía Leguerier.

«Esto es una costumbre en su patria», replicaba Murátov.

El futuro nos dirá quien de ellos tenía razón.

Fue examinada minuciosamente la escafandra con la que Guianeya bajó de su nave.

Era muy ligera, hecha de un metal de color azul, fino y flexible. El casco era cuadrado, mejor dicho, cúbico, no tenía en su interior ningunas instaladones acústicas o radiotécnicas. En frente de los ojos se encontraba una placa transparente, muy estrecha, de color gris humo, que dejaba pasar poca luz. Lo más asombroso es que no había, ni dentro ni fuera, ningunos depósitos o balones con aire. Incluso con una respiración muy cuidadosa, «económica», casi sin moverse, en una escafandra de este tipo no se podría estar más de diez a doce minutos.

— Esto explica en parte su llamada insistente — hizo notar Weston —. Le amenazaba la asfixia. ¿Pero cómo pudieron decidir lanzarla de la nave sin una reserva de aire?

Un nuevo enigma difícil de explicar.

— Según yo creo — dijo Murátov —, esto demuestra que ellos sabían que el observatorio estaba habitado. De otra forma sería un suicidio.

— Esta es una historia muy oscura — observó Leguerier —. Cuanto más pienso en ella tanto más probable me parece que Guianeya se escapó de la nave, y en su apresuramiento se olvidó de la reserva de aire. Esto explica mucho.

— ¿Pero si la nave se detuvo encima de la misma superficie de Hermes? ¿Cómo concordar esto con su versión? Entonces se deduce que la ayudó a huir la tripulación de la astronave.

— Pudieron haber observado en el asteroide una obra artificial y volaron para saber lo que era, y ella pudo aprovechar esta situación inesperada.

— ¿Entonces por qué se detuvieron sólo unos minutos?

Leguerier se encogió de hombros.

— ¡Historia no clara! — repitió.

La escafandra estaba hecha de tal forma que se podía quitar sin ayuda de nadie pero no se podía poner. Esto se puso en claro cuando hubo que trasladar a Guianeya a la nave insignia de la escuadrilla.

Hubo que romperse la cabeza para llegar a comprender la construcción desconocida.

El traje de Guianeya era muy incómodo desde el punto de vista terrestre. No se lo podía uno poner, era necesario «entrar» en él. Y nadie de la Tierra podía hacer esto, si no era un verdadero acróbata.

Guianeya resolvió con facilidad esta difícil tarea. Se introdujo, mejor dicho se deslizó en la escafandra con una inconcebible rapidez y ligereza.

No podía ser que esta escafandra hubiera sido especialmente preparada para ella, probablemente era igual que las restantes escafandras que había en la nave de los huéspedes. Es decir, Guianeya no era ninguna excepción entre su pueblo. Todos eran tan ágiles y ligeros como ella.

Ahora era necesario hermetizar la escafandra, pero Guianeya ni con un solo gesto intentó prestar ayuda. Estaba de pie y esperaba, como si le fuera indiferente ir a la Tierra o quedarse en Hermes.

— ¡Qué terquedad! — gruñó Weston, mirando atentamente las largas bandas que pendían por los bordes de las tapas de la escafandra —. La desgracia es que hay que hacer esto lo más pronto posible, si no se asfixiará antes de llegar a la nave. ¿Es posible que no comprenda esto?

— Puede ser que no sepa como manejar la escafandra — supuso Murátov.

— ¡Qué te crees tú eso! Lo sabe muy bien, pero no quiere ayudar. ¡Mira, Víktor! Me parece que ya lo sé. Estas bandas deben adherirse a las ranuras. De otra forma no puede ser.

— ¡Hagamos la prueba! Mira a ver, aquí, en el costado.

La suposición de Weston se justificó. Las bandas que parecían metálicas, se adhirieron a las ranuras con un chasquido seco, quedando éstas completamente tapadas.

Murátov observó dos abultamientos apenas perceptibles en las terminaciones de las bandas. Presionó en uno de ellos y la banda se desprendió.

— Todo está claro — dijo Murátov —. La mano con el guante metálico puede presionar en este abultamiento, pero uno solo no puede ponerse la escafandra. De esto se deduce — añadió dirigiéndose a Leguerier — que alguien ayudó a Guianeya en la huida.

El astrónomo no contestó nada.

— ¡Por fin! — respiró con satisfacción Weston sujetando la banda en su lugar —. ¿Está bien? — preguntó a Guianeya.

Por lo visto la expresión de la cara y la entonación de la voz fueron lo suficiente elocuentes para que Guianeya comprendiera la pregunta del ingeniero e inclinara la cabeza.

Weston sujetó todas las demás bandas, quedando sólo una, entre el cuello de la escafandra y el casco. La tenía que sujetar el mismo Murátov cuando todo estuviera preparado para la salida. Ni un minuto de más debía encontrarse Guianeya sin el aire de la habitación. La escuadrilla se encontraba a unos seiscientos metros de la puerta exterior del observatorio.

Tuvieron lugar las últimas despedidas apresuradas y la puerta exterior se cerró. En la cámara quedaron Murátov, dos ingenieros de la escuadrilla y Guianeya.

Las personas se pusieron rápidamente sus escafandras. Leguerier decidió sacrificar el aire de la cámara y abrir la puerta exterior sin bombearlo.

Murátov sujetó la última banda. Guianeya ahora sólo podía respirar una cantidad ínfima de oxígeno que quedaba dentro de la escafandra.

«¿Y si nos hemos equivocado y la escafandra no está herméticamente cerrada?», esta pregunta alarmante cruzó por la imaginación.

No había tiempo para reflexionar.

El golpe convenido en la puerta interior… se abrió la puerta exterior. Inmediatamente se formó en la cámara el vacío completo.

Guianeya estaba tranquila. ¡Todo en orden!

Murátov decidió de antemano como obrar. Aunque en Mermes, gracias a la casi inexistencia de gravedad, no era difícil trepar por las rocas, todo esto exigía un gasto de energía muscular y como consecuencia de oxígeno.

Cogió a Guianeya en los brazos y subió casi corriendo por la pendiente escarpada del embudo. Murátov conocía bien el camino, decenas de veces lo había recorrido.

¿Cómo reaccionaría Guianeya ante esta «violencia» inesperada para ella? Murátov no sintió ninguna resistencia por parte de ella, incluso le pareció que se apretaba a su pecho facilitándole la tarea.

A la mitad del camino trasladó su carga a uno de sus acompañantes. Llegaron a las naves en menos de cinco minutos.

La cámara exterior de la astronave, que estaba ya abierta, se cerró en cuanto se encontraron dentro. La escalera fue retirada. Rápidamente la cámara se llenó de aire.

Esta vez se decidió, como medida de exclusión, no realizar la «limpieza» obligatoria.

Peligro casi no había, ya que en Hermes no existía atmósfera. Lo único que podían llevar consigo era el polvo en las botas de las escafandras. Pero podía hacerse inofensivo en el interior de la cámara después de llenarla de aire.

Murátov se acercó a Guianeya para ayudarla a quitarse la escafandra, pero la muchacha le apartó con un suave movimiento de la mano y se la quitó ella misma.

Sus grandes ojos negros miraban con una expresión no corriente la cara de Murátov.

Parecía que Guianeya quería decir o preguntar algo.

¿Qué significa esta fija mirada?

¿Sería de agradecimiento o, al contrario, de odio, por el trato sin ceremonias?

¿Cómo averiguar la expresión de la faz y el significado de la mirada en un ser casi en todo parecido al hombre de la Tierra, pero profundamente extraño?

11

El sharex corría velozmente entre los campos. En los mares dorados de los trigales, parecidos a islas, negreaban como cadenas alineadas los enormes vechelektros, torpes en apariencia. Sólo se podían ver aquellos que se encontraban lejos. Los cercanos a la vía pasaban fugaces a los ojos.

No se veía ni un alma.

El expreso se detenía con poca frecuencia. Cuando terminaban los campos, pasaba cerca de la ciudad o de un poblado obrero, y otra vez los infinitos campos dorados.

¡Ucrania!

Murátov todo el tiempo miraba por la ventana pero no veía nada.

Los cuadros de aquellos días inolvidables pasaban unos tras otros como una cinta cinematográfica en la pantalla invisible de su memoria…

… ¿Qué significó la mirada de Guianeya, allí, en la cámara de salida de la nave?

La huésped de un mundo extraño de una forma ostensible no permitía a nadie, incluso acercarse a ella, y Murátov inesperadamente la cogió en sus brazos, sin que ella ofreciera resistencia. Murátov recordaba perfectamente que Guianeya se apretó contra su pecho, probablemente para aliviarle el peso, y no protestó con nada. No podía dejar de comprender que lo hizo llevado por un sentimiento de preocupación por ella.

De ninguna manera la rara mirada de Guianeya podía reflejar odio. Después, durante los cuatro días que duró el viaje a la Tierra, Guianeya se dirigió varias veces a Murátov, como antes lo hacía con Leguerier.

Si ella se hubiera enfadado, si hubiera estado ofendida, podría ignorar a Murátov, lo mismo que hacía con todos en el asteroide, excepto con Leguerier. Podría haberse dirigido en caso de necesidad a Goglidze, ingeniero jefe de la escuadrilla, que se encontraba también en la astronave insignia.

Pero Guianeya «no prestó atención» ni a Goglidze, ni a ningún otro miembro de la tripulación, «reconoció» sólo a uno, sólo a Murátov.

¡Lógica incomprensible pero evidente!

¡Sólo se dirigía a los jefes!

¡En Hermes a Leguerier, en la astronave a Murátov! El resto, como si no existiera para Guianeya.

Era un hecho raro, muy raro, y muy difícil de encontrar una explicación verosímil.

«Orgullo y altivez», decía Leguerier.

¡No, no estaba en lo cierto! ¡No puede ser verdad! No puede concordar, de ninguna forma puede concordar, la altivez con una alta civilización, como la necesaria para llevar a cabo el vuelo interestelar realizado por Guianeya.

Se presentó a las personas en una nave cósmica que había volado de otro sistema planetario, y ¿quién podía decir en qué abismo del espacio se encontraba el Sol de su patria? Esta nave nadie la había visto, pero era sabido que era gigantesca, y superaba en mucho las dimensiones de lis terrestres. Y además poseía propiedades que todavía no las tenían las naves de la Tierra.

La técnica de la patria de Guianeya se debía encontrar a una gran altura. Y esta clase de técnica es inseparable de una alta organización de la sociedad de los habitantes racionales del planeta donde surja.

¿Cómo puede concordar esto con la explicación de Leguerier?

Pero refutarla era muy difícil. Guianeya con su conducta, considerada desde el punto de vista terreste, parecía que confirmaba el criterio del astrónomo francés.

¡Desde el punto de vista terrestre!

Murátov estaba convencido de que precisamente en esto se encierra el error. Desde el punto de vista de Guianeya todo esto podía considerarse de una forma completamente diferente.

Era interesante cómo determinó Guianeya quién de las personas que la rodeaban era el jefe. Ya hacía tiempo que había desaparecido en la Tierra la idea de que una persona pueda ser más importante que otra. Y no podía manifestarse ni en la conducta, ni en las relaciones mutuas un estado de subordinación. Todos se portaban igual, y sólo por las conversaciones se podía determinar el papel de cada persona en una situación determinada. Pero Guianeya no podía comprender el idioma de la Tierra. Y no podría comprenderlo incluso en el caso de que perteneciera a los que enviaron a la Tierra los satélitesexploradores. Ni tampoco aunque sus allegados hubieran desembarcado secretamente en la Tierra y hubieran conocido los idiomas existentes en ella. El personal del obsevatorio astronómico de Mermes y los miembros de la escuadrilla auxiliar hablaban en un nuevo idioma que se formó hace treinta años, y que, poco a poco, iba convirtiéndose en un idioma general. Guianeya no lo podía conocer. Se podía decir con toda seguridad que durante el último medio siglo nadie procedente de otro mundo hubiera podido visitar la Tierra sin haber sido notado. Para esto existía el «Servicio del Cosmos».

Murátov recordaba la llegaba de la escuadrilla a la Tierra. Aterrizó en el mismo cohetódromo de donde despegó. Recordaba la innumerable muchedumbre que los acogió. No eran miles, ni decenas de miles, fueron millones de personas las que vinieron aquí para recibir a Guianeya. La aparición en la Tierra del primer representante de otros seres se transformó en una fiesta de todo el planeta.

Esta grandiosa manifestación produjo una impresión imborrable en Murátov y sus acompañantes.

¿Qué impresión había producido en Guianeya?…

Guianeya no manifestó ningún interés hacia lo que la rodeaba desde el primer día de su aparición, en la cámara de salida del observatorio, incluso hasta en el aterrizaje de la astronave insignia en la Tierra. En cada movimiento, en cada mirada se traslucía una indiferencia rayana en la apatía. En siete días de estancia entre las personas de la Tierra sólo había hecho cuatro gestos significativos: rechazar la mano de Jansen cuando quería medir la temperatura de su cuerpo, renunciar a la ayuda de Murátov en la cámara de la astronave y mover dos veces la mano suavemente como si quisiera decir: «¡volemos!»

A esta corta lista se podía añadir un gesto de saludo: cuando levantó hasta el hombro la mano abierta.

¡Y más no hubo!

Con este mismo gesto respondió Guianeya saliendo de la nave bajo el cielo de la Tierra a las personas que la vinieron a recibir.

Se podía suponer, teniendo en cuenta la juventud de Guianeya, que ella pisaba por primera vez el suelo de otro mundo, que por primera vez veía a otras gentes, a otra naturaleza.

¡Y a pesar de esto ni el más pequeño síntoma de emoción!

Esto no era natural.

Los científicos decidieron después de largas vacilaciones, discusiones y debates, no aislar a Guianeya de la atmósfera de la Tierra. Era demasiada incomodidad la que se le ocasionaría a la huésped teniéndola encerrada en la escafandra. Si enfermara se le curaría, ya que no existía microbio contra el que no hubiera un remedio seguro. Además, la misma Guianeya, al parecer, no temía el contagio.

Y la muchacha de otro mundo se presentó ante las personas «en todo el esplendor de su belleza», como había dicho Leguerier, desde los pies a la cabeza vestida de «oro», con la hermosa cabellera azulnegra, destacándose perfectamente el tono verdoso de su piel.

Las pantallas instaladas en todas las partes, a muchos kilómetros del cohetódromo, la mostraron a todas las personas.

Todos sabían de qué forma poco corriente estaba vestida la huésped del cosmos, y a pesar de esto, al aparecer tan rara «cosmonauta», provocó exclamaciones de asombro que resonaron como un trueno.

Murátov observaba atentamente a Guianeya. En ausencia de Leguerier era la única persona que podía, aunque sólo fuera aproximadamente juzgar sus sentimientos por la expresión de su rostro.

Guianeya parecía tranquila e indiferente como siempre. Se detuvo al salir en el primer escalón de la escalera, levantó lentamente la mano hasta el hombro y la bajó con la misma lentitud. Su mirada estaba dirigida hacia adelante. Incluso no miró ni al enorme círculo que formaban las personas que vinieron a recibirla. Después bajó los ojos.

Abajo la esperaban los científicos, empleados del servicio cósmico, algunos operadores de la telecrónica y periodistas.

Y en este instante Murátov observó lo que posteriormente había servido de tema de largas e inútiles discusiones, de innumerables suposiciones y conjeturas.

Por la faz de Guianeya se deslizó un gesto. Sus ojos se agrandaron. Pero sólo fue un instante. Inmediatamente adoptó el inalterable aspecto habitual.

Pero Murátov no se equivocó. Los objetivos de las cámaras fotográficas y de televisión la habían registrado como él la había visto.

Estaba dispuesto a jurar que a Guianeya algo la había asombrado, que esperaba otra cosa distinta.

¡Es más! Vio y comprendió de repente que ante él se encontraba otra Guianeya, que había cambiado bruscamente todo su aspecto, la expresión de su cara. Que en estos siete días Guianeya se hallaba en un estado de tensa espectativa, y sólo ahora esta tensión había desaparecido y estaba tranquila.

¡De esto no cabía la menor duda!

Lo que él y sus camaradas habían aceptado como la faz corriente de Guianeya era una máscara. Sólo ahora había visto su verdadero rostro.

Y le emocionó profundamente la tranquilidad que se difundía por el semblante de la huésped, del que habían desaparecido, como por encanto, los rasgos de inmovilidad y dureza.

¡Cuál había sido la causa de este cambio? ¿La acogida cordial? Pero, ¡si Guianeya había sido acogida en Hermes como una amiga!

«¡Otra vez un enigma!», pensó Murátov un poco excitado, ya que no podía aguantar los enigmas.

Henry Stone se acercó a Guianeya y le tendió la mano.

¡Y de nuevo un enigma!

Guianeya no se retiró, como antes en estos casos. Dio su mano de largos y flexibles dedos, en los que brillaban como esmeraldas las uñas verdes, al presidente del consejo científico del Instituto de cosmonáutica. Entregó su mano, pero no apretó.

Esto no sorprendió a nadie. El estrechar la mano podía ser una cosa no corriente en otros mundos. Por lo visto no lo conocían en la patria de Guianeya.

Después de Stone se acercaron a ella dos muchachas. Murátov vio con asombro que una de ellas era su hermana menor. Pero en seguida comprendió por qué se encontraba aquí. Marina era funcionarla del Instituto de lingüística, y su acompañante debía de ser también lingüista. Por lo visto habían decidido presentar a Guianeya unas amigas que pudieran estudiar su idioma o intentar enseñar el terrestre a la huésped.

Marina se acercó a Guianeya. Levantó los brazos para abrazar a la muchacha de otro mundo.

Guianeya se apartó.

«¡Otra vez! — pensó Murátov —. Otra vez Guianeya concedió el honor de tocar su mano al jefe de los presentes. Claro que ahora no era difícil averiguarlo».

La parada del expreso interrumpió los recuerdos de Murátov. Tenía que apearse en esta estación.

Pero por la noche, ya acostado, volvió a sus recuerdos.

Estando enfrascado en estos pensamientos, experimentó una verdadera necesidad de recordar todo hasta el final. A decir verdad, no recordaba — nunca había olvidado los acontecimientos de aquellos días — sino revivía de nuevo todos los pensamientos, dudas y sentimientos que había despertado Guianeya.

Dentro de tres días se encontrarían, dentro de tres días vería de nuevo a la enigmática huésped, de nuevo tendría contacto con los secretos que la rodeaban, y que no se habían aclarado durante este año y medio.

Ahora podía hablar con ella. Claro está que solamente de las cosas más corrientes.

Pero esto era algo. Las trescientas palabras que él manejaba podían servir para algo si se las empleaba como es debido.

Murátov no dudaba de que Guianeya iba a hablar con él no como con los demás. Con seguridad más francamente. No en balde durante este tiempo la huésped había expresado más de una vez el deseo de entrevistarse con aquel que la había traído a la Tierra, y cuyo nombre no conocía.

Todos decían que entre Guianeya y Marina existía un parecido exterior, y que Murátov se parecía todavía más a la huésped de la Tierra. ¿Era posible que en esto consistiera la clara simpatía de Guianeya hacia su traductora, el deseo insistente de verse con él mismo? Entonces había más probabilidades de que Guianeya contestara a sus preguntas.

La huésped había cambiado mucho durante este tiempo. Y los cambios habían sido para mejorar. Sensiblemente se había hecho más sociable, no se apartaba de las personas, estrechaba la mano de aquellos que no le provocaban una antipatía incomprensible, como por ejemplo las personas de estatura pequeña, a las que, por lo visto, no podía soportar. Era más viva, más alegre, participaba con gusto en los juegos deportivos, comenzaba poco a poco a interesarse por la vida de la Tierra. Leguerier no la calificaría ahora de orgullosa y altiva.

Pero seguía guardando silencio en todo lo que se refería a su pasado, a la historia de su aparición en Hermes.

Precisamente ésta era la causa por la que Murátov esquivara la entrevista con ella.

Después de la llegada a la Tierra, Murátov abandonó en seguida a Guianeya. ¿Qué tenía que hacer junto a ella? Se reintegró a sus ocupaciones habituales. Pero durante todo el año y medio no perdió el interés hacia el extraordinario acontecimiento en el que desempeñó un papel tan grande. Observaba atentamente todo lo que se refería a Guianeya, sabía todo lo que hacía la huésped, incluso mejor que lo sabían otras personas. Esto era debido a que su hermana estaba con Guianeya y frecuentemente hablaba por radiófono con su hermano.

Al día siguiente después de la llegada, Guianeya supo explicar a Marina que quería cambiar su vestido, y le pidió que le confeccionaran uno como el que tenía, pero de color blanco.

Su deseo fue cumplido inmediatamente.

Desde entonces la huésped iba invariablemente siempre de blanco. Ni una sola vez se puso su vestido dorado pero lo tenía guardado cuidadosamente y lo llevaba a todas partes consigo.

Murátov incluyó este hecho en la lista ya bastante larga de enigmas que Guianeya había planteado a las personas de la Tierra.

¿De qué se trataba? ¿Cuál era la causa? ¿Por qué la huésped de una forma inesperada y apresurada se desprendió de su vestido dorado? ¿Era casual la elección del color blanco?

¿No guardaría esto relación con el cambio inexplicable que tuvo lugar en Guianeya cuando salió de la nave?

Era incontrovertible que no fue casual la aparición de Guianeya en Hermes con un vestido dorado. Esto tenía un sentido. ¿Cuál? Esto no se podía averiguar, no sabiendo en absoluto nada de las costumbres y tradiciones que existían en el desconocido mundo de Guianeya.

Marina comunicó a su hermano en una conversación corriente por el radiófono que le sentaba muy bien el color blanco a Guianeya.

— Al sol — dijo ella — hace casi imperceptible el matiz verdoso de su piel. Toma un color bronceado como si se hubiera tostado al sol.

— ¿Crees que esto lo ha hecho Guianeya sólo para ocultar el matiz verdoso de su piel?

— preguntó Murátov.

— Me parece que sí — respondió Marina —. No olvides que es una mujer.

Murátov se rió. Una explicación tan sencilla del enigma le parecía completamente increíble. Guianeya estaba acostumbrada al matiz verdoso de su piel, color corriente de todas las personas de su patria. ¿Por qué le podía parecer que no fuera bonito y quisiera ocultarlo?

¡No, aquí hay otra causa!

Continuaba interesando no sólo a Murátov, sino también a todo el,Servicio del Cosmos», la posible relación de Guianeya con los que enviaron hacia la Tierra los satélitesexploradores. Los satélites no habían vuelto a aparecer. Si habían marchado para el intervalo correspondiente, éste ya duraba casi cuatro años. La sexta expedición lunar fue la última. Fue reconocido el gasto irracional de fuerzas para buscar aquello que posiblemente no existía.

Si Guianeya era en realidad compatriota de los «amos» sólo ella podría alzar el velo del secreto cósmico.

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