17.27 horas
– Capitán, el señor Grafton está tratando de llevar a un hombre a tierra.
– ¿A quién, señor Eaton?
A doscientos cincuenta metros de la escarpada pared de la isla, el buque de guerra Retribution se mecía sobre un oleaje de tres metros de altura, alejándose de la costa. La corbeta estaba al pairo, sus velas grises hinchándose en direcciones opuestas para mantener su posición en el mar mientras el piloto no perdía de vista un banco de nubes que crecía hacia el norte.
Observando en silencio desde las cubiertas, algunos de los hombres rezaban mientras el bote se acercaba al acantilado. Iluminado por la luz anaranjada y pálida del sol crepuscular, el risco aparecía dividido en dos por una grieta sombreada de azul, que discurría por la cara de piedra a lo largo de más de doscientos metros hasta alcanzar la cima.
El Retribution era un barco capturado a los franceses, que anteriormente se había llamado Atrios. Durante los últimos diez meses, su tripulación había estado persiguiendo de manera implacable al buque de guerra Bounty. Aunque el almirantazgo británico no se oponía al robo de barcos de otras armadas, no olvidaba fácilmente cualquier navío que hubiera sido robado de la suya. Ya habían pasado cinco años desde que los marineros amotinados se habían fugado con el Bounty, y la caza aún continuaba.
El teniente Eaton aseguró el catalejo del capitán e hizo girar el tubo de latón para enfocar la imagen: nueve hombres estaban colocando el bote de remos en posición debajo de la grieta en el acantilado. Eaton se percató de que el marinero que trataba de alcanzar la fisura llevaba una gorra roja.
– Parece que se trata de Frears, capitán -informó.
La oscura grieta comenzaba a unos cinco metros por encima del fondo del oleaje y discurría en zigzag cientos de metros a través de la cara de roca dentada como si de un rayo se tratara. Los marineros británicos casi habían completado un círculo alrededor de la pequeña isla de poco más de tres kilómetros de ancho antes de encontrar esa única grieta en su armadura.
Aunque el capitán insistía en que debían investigar exhaustivamente todas y cada una de las islas en busca de alguna señal de la tripulación del Bounty, ahora era una cuestión más apremiante la que preocupaba a los hombres del Retribution. Después de cinco semanas sin una gota de lluvia, todos elevaban sus plegarias al cielo para encontrar agua dulce, no señales de los amotinados. Mientras aparentaban encargarse de sus tareas a bordo, los trescientos diecisiete hombres dirigían furtivas miradas de esperanza hacia el grupo de desembarco.
El bote se elevaba y caía en medio de la espuma del mar mientras los nueve hombres evitaban chocar contra el acantilado ayudándose de los remos. Cuando la barca estuvo en la cumbre de una ola, el hombre que llevaba la gorra roja consiguió aferrarse al borde inferior de la fisura al tiempo que el bote retrocedía.
– ¡Ha conseguido un punto de apoyo, capitán!
Una contenida exclamación de júbilo se elevó de entre la tripulación.
Eaton vio que los hombres que estaban en el bote arrojaban pequeños toneles en dirección a Frears.
– ¡Señor, los hombres le están lanzando algunos barriles para que los llene!
– La Providencia nos ha sonreído en esta ocasión, capitán -dijo el señor Dunn, el rubicundo capellán que había abordado el Retribution en su camino hacia Australia-. ¡No hay duda de que estábamos destinados a encontrar esta isla! ¿Por qué otra razón, si no, la habría puesto aquí el Señor, tan lejos de todo?
– Sí, señor Dunn. Mantened un estrecho contacto con el Señor -contestó el capitán mientras entornaba los ojos y vigilaba el bote-. ¿Cómo va nuestro hombre, señor Eaton?
– Ha entrado, señor. -Al cabo de un angustioso lapso, Eaton vio que el hombre cubierto con la gorra roja volvía a emerger de entre las sombras-. Frears está haciendo señas. ¡Ha encontrado agua dulce, capitán! ¡Está devolviendo los toneles al bote!
Eaton miró al capitán con expresión fatigada y sonrió cuando la cubierta estalló en gritos de júbilo.
El capitán esbozó una sonrisa.
– Disponga cuatro botes de desembarco para el aprovisionamiento, señor Eaton. Montemos una escalera y llenemos nuestros barriles.
– Es la Providencia, capitán -exclamó el capellán por encima de la ruidosa respuesta de los hombres-. ¡Ha sido el buen Dios quien nos ha guiado hasta aquí!
Eaton se llevó el catalejo al ojo derecho y vio cómo Frears lanzaba otro pequeño barril desde la grieta hacia el mar. Los hombres que ocupaban la chalupa lo acercaron al costado.
– ¡Está lanzando otro! -gritó Eaton.
La tripulación en cubierta volvió a proferir vítores de alegría. Ahora se movían de un lado a otro y reían mientras los barriles eran izados desde la bodega.
– El Señor nos protege.
El capellán asintió sobre el amplio cojín de grasa que tenía debajo de la barbilla.
El capitán sonrió en dirección al capellán, consciente de que el sacerdote había padecido la conmoción de su vida en esos últimos meses, observando la vida a bordo de un barco de servicio en la marina de su majestad.
Con un rostro pecoso como la Vía Láctea, el capitán Ambrose Spencer Henders parecía un Nelson pelirrojo, el héroe de Trafalgar, para su tripulación.
– Una isla de este tamaño sin rompientes, aves o focas -gruñó.
Observó los desvaídos colores que se arremolinaban en el acantilado de la isla. Algunas bandas de color parecían brillar como si fuesen de oro bajo la última luz del sol poniente. Después de haber sondeado la profundidad alrededor de la isla no habían encontrado ningún lugar donde echar el ancla, y ese solo hecho bastaba para desconcertarlo.
– ¿Qué piensa de esta isla, señor Eaton? -preguntó.
– Es extraña -contestó Eaton bajando el catalejo, pero un breve vistazo a Frears que caía de rodillas en el borde de la grieta lo obligó a llevárselo nuevamente al ojo.
A través de la lente de aumento encontró a Frears arrodillado en la grieta y vio que dejaba caer lo que parecía ser el embudo de cobre que estaba utilizando para llenar los pequeños barriles. El embudo se deslizó de su mano, rebotó contra la pared de piedra y cayó al mar.
De pronto, un fogonazo rojo apareció en la espalda del marinero. Unas fauces rojas parecían abalanzarse desde la penumbra y cerrarse sobre el pecho y la cabeza de Frears desde ambos lados, empujándolo bruscamente hacia atrás.
Unos gritos se oyeron débilmente por encima de las olas, resonando contra el acantilado.
– ¡Capitán!
– ¿Qué ocurre?
– ¡No estoy seguro, señor!
Eaton trató de estabilizar el catalejo mientras la cubierta se sacudía. Entre las olas alcanzó a ver que otro de los tripulantes del bote se cogía del borde de la grieta y trepaba hacia la oscuridad de la fisura de piedra.
– ¡Han enviado a otro hombre a tierra!
El oleaje le impidió de nuevo la visión. Un momento después, otra ola se desplazó por debajo del barco. Mientras la cubierta ascendía, Eaton apenas si pudo captar la imagen del segundo hombre lanzándose al mar desde la grieta.
– ¡Ha saltado al agua, señor, junto al bote!
– ¿Qué demonios está pasando allí, señor Eaton?
El capitán Henders se llevó al ojo un catalejo de guardiamarina.
– Los hombres lo están arrastrando hacia el bote. ¡Están regresando, señor, bastante apresuradamente!
Eaton bajó un poco el catalejo sin dejar de mirar la grieta, dudando ahora de lo que acababa de ver.
– ¿Está Frears a salvo, entonces?
– No lo creo, capitán -contestó Eaton.
– ¿Qué es lo que ocurre?
El teniente meneó la cabeza.
El capitán Henders vio que ahora los hombres del bote remaban velozmente de regreso al barco. El hombre que había saltado al mar desde la grieta estaba apoyado contra el espejo de popa, aparentemente afectado por alguna clase de ataque mientras sus compañeros luchaban por dominarlo.
– Dígame qué fue lo que vio, señor Eaton -le ordenó.
– No lo sé, señor.
El capitán bajó el catalejo y dirigió una dura mirada a su primer oficial.
Los hombres de la chalupa gritaban mientras se acercaban al Retribution.
El capitán se volvió hacia el capellán.
– ¿Qué me dice usted, señor Dunn?
Desde la grieta en la pared del acantilado llegó un aullido que subía y bajaba, parecido al de un lobo o una ballena, y los sonrosados mofletes del señor Dunn se tornaron cenicientos mientras esa voz atroz se convertía en lo que sonaba como el tartajeo de algún bebé gigante. Luego chilló una cascada de notas penetrantes como si de un órgano de vapor loto se tratara.
Los hombres miraron el acantilado sumidos en un azorado silencio.
El señor Grafton gritó desde la barca.
– ¡Capitán Henders!
– ¿Qué ocurre, hombre?
– ¡El mismísimo demonio!
El capitán miró a su primer oficial, que no era un hombre dado a supersticiones.
Eaton asintió con expresión sombría.
– Sí, señor.
La voz que surgía de la grieta en el acantilado se astilló mientras más voces aterradoras se unían a ella formando un coro de absoluta demencia.
– Deberíamos abandonar este lugar, capitán -dijo el señor Dunn-. Es evidente que nadie estaba destinado a encontrarlo. ¿Por qué otra razón, si no, lo habría puesto aquí el Señor, tan lejos de todo?
El capitán Henders miró distraídamente al capellán y luego dijo:
– ¡Señor Graves, icen la chalupa y desplieguen las velas, rumbo este! -Luego se volvió hacia todos sus oficiales-. Sitúen la isla en el mapa pero no hagan mención del agua o de lo que hemos encontrado hoy aquí. Que Dios prohíba que demos a ninguna alma un motivo para buscar este lugar.
El horrendo chillido que salía de la grieta en la isla no dejaba de oírse.
– ¡Sí, capitán! -respondieron al unísono los oficiales, con los rostros cenicientos.
Cuando los hombres bajaron del bote, el capitán Henders preguntó:
– Señor Grafton, ¿qué ha sido del señor Frears?
– ¡Ha sido devorado por monstruos, señor!
El capitán Henders palideció bajo sus pecas.
– ¡Maestro artillero, disparen una andanada completa contra esa grieta, doble descarga, proyectil y metralla, por favor! ¡Cuando esté preparado, señor!
El maestro artillero le respondió desde el combés del barco.
– ¡A la orden, señor!
El Retribution disparó una andanada contra la grieta del acantilado como si de una lanza de fuego y humo se tratara al tiempo que viraba.
21.02 horas
El capitán Henders mojó el extremo de una pluma de milano en un tintero de porcelana que tenía en su escritorio y miró la página en blanco de su cuaderno de bitácora. La lámpara de aceite oscilaba como un péndulo, moviendo la sombra de la pluma a través del papel mientras hacía una pausa y sopesaba lo que debía escribir.