Capítulo Cuatro

La noche del viernes se celebró una “soireé” prenupcial, que Ned supuso se diferenciaba de forma fundamental, de las “soirees” prenupciales celebradas el miércoles y el jueves, pero mientras permanecía de pie, al fondo del salón, sosteniendo una copa de champán con una mano, y en la otra un plato con tres fresas, pensó, que ni aunque le fuera la vida en ello, sabría distinguir en qué.

La misma gente, diferente comida. Eso era todo lo que había.

Si él hubiera estado a cargo de los detalles de la boda, hubiera soslayado todos esos absurdos actos prenupciales, y simplemente se hubiera plantado ante el vicario, en el lugar y la hora escogidos; pero nadie había visto la necesidad de preguntarle su opinión, aunque para ser justo, el nunca había dado una indicación de qué prefería de una manera u otra.

Y en verdad, no se le había ocurrido hasta esta semana -esta asombrosa, no, infernalmente larga, semana- que tenía preferencias al respecto.

Pero todo el mundo parecía estar divirtiéndose, lo cual, supuso, era bueno, porque, por lo que él sabía, estaba pagando todo esto. Suspiró, recordando vagamente una conversación durante la cual él, absurdamente, había dicho: “Por supuesto. Lydia debe tener la boda de sus sueños.”

Bajo la mirada a las tres fresas de su plato. había cinco antes, y las dos que estaban en su estomago constituían su cena de esa noche.

Las condenadas fresas más costosas que hubiera comido nunca.

No es que él no pudiera pagar todas las celebraciones, el tenía dinero de sobra para eso y no quería impedirle a ninguna chica la boda de sus sueños. El problema, por supuesto, era que la chica que conseguiría la boda de sus sueños, no era la chica de los sueños de él. Y sólo ahora -cuando era demasiado tarde para hacer algo- él se daba cuenta de la diferencia.

Y lo más triste, era que nunca se había percatado de que tenía sueños. No se le había ocurrido que pudiera disfrutar realmente con un amoroso noviazgo y un romántico matrimonio, hasta ahora, cuando, si el reloj de la esquina no mentía, en doce horas se presentaría en la iglesia y se aseguraría de no tener la posibilidad de ninguno.

Se recostó contra la pared, sintiéndose infinitamente más cansado de lo un hombre de su edad debería. ¿Cuánto tiempo, pensó, pasaría antes de que pudiera retirarse de la fiesta sin ser grosero?

Aunque, la verdad, nadie parecía notar su presencia. Los invitados parecían divertirse entre ellos, sin prestar atención al novio. Y tampoco, noto Ned mientras exploraba el salón con la mirada, a la novia.

¿Dónde estaba Lydia?

Frunció el ceño, y encogiéndose de hombros, decidió que no importaba. había hablado con ella antes, mientras bailaban el obligado vals, y fue agradable, una pequeña distracción. Desde entonces, la había divisado entre la muchedumbre un par de veces, charlando con los huéspedes. Probablemente estuviera en el salón de descanso de las damas, arreglando su peinado, o su vestido, o lo que fuera que hicieran las mujeres cuando nadie las veía.

Y parecía que siempre se retiraban en parejas. Charlotte también había desaparecido, y apostaría las tres fresas que le quedaban en el plato (lo cual esa noche era una fortuna) a que Lydia la había arrastrado con ella.

Porque eso lo irritaba tanto, era algo que no sabría explicar.

“¡Ned!”

Se apartó de la pared de un salto, recto y erguido, y pegó una sonrisa en su cara, pensando que no necesitaba enfadarse. Era su hermana, retorciéndose a través de la muchedumbre, y arrastrando a su prima Emma detrás.

“¿Qué haces aquí solo?,” le preguntó Belle, una vez que llegó a su lado.

“Disfrutando de mi propia compañía.”

El no pensaba que eso fuera un insulto, pero Belle si debía pensarlo, porque puso mala cara. “¿Dónde está Lydia?,” preguntó.

“No tengo ni idea,” contestó honestamente. “Probablemente con Charlotte.”

“¿Charlotte?”

“Su hermana.”

“Ya sé quién es Charlotte,” dijo dándose por enterada. “Simplemente estaba sorprendida de que tú…,” sacudió la cabeza. “No importa.”

Justo entonces Emma entró en la conversación. “¿Te vas a comer esas fresas?,” le preguntó.

Ned le acercó el plato. “Todas tuyas”.

Ella le dio las gracias y cogió una. “Estoy hambrienta todo el tiempo, estos días, comentó. Excepto, por supuesto, cuando no lo estoy.”

Ned la miraba como si hablara en hebreo, pero Belle asentía como si la entendiera perfectamente.

“Te llenas enseguida,” dijo Emma, compadeciéndose de su ignorancia. “Es porque…,” le acarició el brazo. “Pronto lo entenderás.”

Ned se imaginó a Lydia embarazada de un hijo suyo, y la imagen le pareció equivocada.

Entonces el rostro cambió. No mucho, puesto que había poco que cambiar. Los ojos eran iguales, después de todo, y probablemente la nariz también, pero definitivamente la boca no…

Ned se dejó caer de nuevo contra la pared, sintiéndose repentinamente enfermo. El rostro que en su mente aparecía sobre el cuerpo de la embarazada era el de Charlotte, y no le parecía una equivocación en absoluto.

“Tengo que irme,” dijo abruptamente.

“¿Tan pronto?,” inquirió Belle. “Sólo son las nueve.”

“Mañana es un día importante,” gruñó él, lo cual era cierto.

“Bien, supongo que no importa,” dijo su hermana. “Lydia se ha marchado así que supongo que el novio puede hacerlo también.”

El asintió. “Si alguien pregunta…”

“No te preocupes por eso,” lo tranquilizó Belle. “Invento unas excusas excelentes.”

Emma afirmó con la cabeza.

“Oh, y Ned,” dijo Belle, con voz muy suave, lo suficiente para atraer su completa atención.

El miró por encima de su hombro.

“Lo siento,” dijo reservadamente.

Era lo más dulce -y lo más espantoso- que podía haber dicho. Aun así, le dedicó un asentimiento, porque era su hermana, y la quería. Después se escurrió por las contra-ventanas hacia la terraza, proponiéndose rodear la casa y entrar por la puerta posterior, esperando poder escabullirse sin ser visto y lograr llegar a su habitación sin encontrar a nadie que quisiera conversar con él.


“¡Tienes que regresar, Lydia!”

Lydia negó con la cabeza frenéticamente e introdujo otro par de zapatos en su bolsa de viaje, sin molestarse en mirar a Charlotte cuando dijo: “No puedo, no tengo tiempo.”

“No tienes que encontrarte con Rupert hasta dentro de cinco horas.”

Lydia la miró horrorizada. “¿En tan poco tiempo?”

Charlotte miró las dos bolsas de viaje de Lydia. Eran bastante grandes, pero seguramente no se necesitarían cinco horas para llenarlas. Decidió atacar desde otro ángulo. “Lydia,”, dijo, intentando sonar excepcionalmente razonable, “la fiesta de abajo es en tu honor. Te echaran de menos.” Y entonces, cuando Lydia se limitó a sostener un par de camisones de gasa y encaje, claramente ocupada en elegir entre ambos, lo repitió. “¡Lydia!”, dijo, “¿me estás oyendo? Te echaran de menos.”

Lydia se encogió de hombros. “Baja tú, entonces.”

“Yo no soy la novia,” precisó Charlotte, plantándose delante de su hermana.

Lydia la miró y luego miró los camisones. “¿El lavanda o el rosa?”

“Lydia…”

“¿Cuál de los dos?”

Charlotte no estaba segura de por qué -quizás fuera por la completa farsa del momento-pero estaba contemplándolos. “¿Dónde los has conseguido?” preguntó, pensando en todo su repertorio de camisones blancos.

“De mi ajuar.”

“¿Para tu boda con el vizconde?” preguntó Charlotte horrorizada.

“Por supuesto”, dijo Lydia, decidiéndose por el lavanda y metiéndolo en la bolsa de viaje.

“¡Lydia, eso es una locura!”

“No, no lo es,” dijo Lydia, prestándole por primera vez a Charlotte toda su atención desde que esta llegó a su habitación. “Es practico. Si voy a casarme con Rupert, necesitaré un ajuar.”

Los labios de Charlotte se abrieron con sorpresa. Hasta ese momento ella realmente no creía que Lydia entendiera lo que iba a hacer casándose con un derrochador como Rupert.

“No soy tan frívola como piensas,” dijo Lydia, desconcertándola al leer tan claramente sus pensamientos.

Charlotte guardó silencio durante un momento, y después dijo con tono suave, que contenía una tácita disculpa: “Me gusta el rosa.”

“¿Si?”, dijo Lydia con una sonrisa. “A mí también. Creo que me llevaré los dos.”

Charlotte tragó incómodamente mientras contemplaba a su hermana hacer el equipaje. “Deberías intentar volver a la fiesta, al menos unos minutos.”

Lydia asintió. “Probablemente tienes razón. Volveré en cuanto termine aquí.”

Charlotte caminó hacia la puerta. “Voy a bajar ahora. Si alguien me pregunta por ti, yo…” Hizo un gesto desesperado con las manos en el aire. “ Bien, inventaré algo.”

“Gracias,” dijo Lydia.

Charlotte no dijo nada más y asintió, sintiéndose demasiado trastornada para añadir algo. Se deslizó calladamente fuera de la habitación, cerrando la puerta antes de bajar hasta el vestíbulo por la escalera. Ella no había buscado esto; suponía que era buena mintiendo si se lo proponía, pero odiaba hacerlo, y sobre todo odiaba hacérselo al vizconde.

Todo sería mucho más fácil si él no fuera tan agradable.

Agradable. Eso hizo que sonriera. El odiaría ser llamado así. Osado, quizás. Peligroso, definitivamente. Y diabólico también parecía bastante apropiado. Pero tanto si le gustaba al vizconde como si no, era un hombre agradable, y bueno, y sincero, y ciertamente no merecía el destino que Lydia le preparaba.

Lydia y…

Charlotte se paró en el rellano de las escaleras y cerró los ojos, deteniéndose mientras esperaba a que remitiera la oleada de nauseas causada por la culpabilidad. No quería pensar en la participación que ella tenía en ese próximo fiasco. Necesitaba concentrarse en conseguir que su hermana estuviese a salvo.

Y entonces, podría hacer lo correcto con el vizconde, encontrarlo y advertirlo para que no…

Charlotte imagino la escena de la iglesia y se estremeció. No podía dejar que eso sucediera. No podía. Ella…

“¿Charlotte?”

Abrió los ojos de golpe. “¡Milord!” graznó, incapaz de asimilar que estuviera realmente parado delante de ella. No quería verlo hasta que todo pasara, no quería hablar con él. No estaba segura de que su conciencia pudiera soportarlo.

“¿Se encuentra bien?” preguntó él, rompiendo su corazón con el tono de preocupación de su voz.

“Estoy bien,” dijo ella, tragando con dificultad, y se las arregló para esbozar una sonrisa insegura. “Sólo un poco… abrumada.”

Los labios de él se torcieron en un seco gesto. “Pues si estuviera en el lugar de uno de los futuros esposos…”

“Sí,” dijo ella, “debe ser muy difícil. Quiero decir, por supuesto no es que sea difícil, pero… bien…” Charlotte se preguntaba si alguna vez había dicho una frase más incoherente. “Estoy segura de que es difícil, no obstante.”

El la miró con extrañeza, lo bastante intensamente como para hacerla retorcerse nerviosa; entonces murmuró: “No tiene ni idea.” Le ofreció el pequeño plato que tenía en su mano. “¿Una fresa?”

Ella sacudió la cabeza negativamente, su estomago estaba demasiado revuelto para pensar en llenarlo con algo. “¿Dónde iba?” preguntó, sobre todo porque el silencio resultante de su negativa parecía invitar a la pregunta.

“Arriba. Lydia se marchó y…”

“Ella está nerviosa también,” dijo Charlotte bruscamente. Seguramente él no pensaba visitar a Lydia en su habitación. Sería muy impropio, pero si lo hacía la pillaría haciendo el equipaje. “Ella fue a recostarse,” dijo rápidamente, “pero me prometió que volvería a la fiesta pronto.”

El se encogió de hombros. “Puede hacer lo que guste. Tenemos un largo día por delante mañana, y si desea quedarse en su cuarto y no bajar, puede hacerlo.”

Charlotte asintió, exhalando lentamente mientras comprendía que él no iba a intentar encontrar a Lydia.

Y entonces cometió el mayor error de su vida.

Lo miró.

Era extraño, porque estaba oscuro, sólo había una lámpara encendida detrás de ella y casi no era capaz de ver el color de sus ojos.

Pero cuando lo miró, sus ojos quedaron cautivos en los de él, que brillaban intensamente, tan ardientes, tan azules, que aunque la casa entera estallara en llamas a su alrededor, no habría podido apartar la mirada.


Ned había empezado a subir furtivamente por la escalera lateral con el expreso propósito de evitar todo contacto humano, pero cuando vio a Charlotte Thornton en el rellano, algo había hecho clic en su interior y comprendió que “todo contacto humano” sencillamente no la incluía a ella.

No había sido como él había temido que pudiera ser, aunque cada vez que permitía que su mirada se deslizara hasta sus labios, sentía algo en el estomago, que nunca debería sentir en compañía de una cuñada.

Era sólo que cuando la había visto, justo allí, con los ojos cerrados, le pareció una cuerda de salvamento, un ancla estable en un mundo que giraba alrededor suyo. Y pensó que si podía tocarla, sólo coger sus manos, de alguna manera todo volvería a estar bien.

“¿Quiere bailar?” preguntó, sorprendiéndose a sí mismo en el momento en que las palabras salieron de sus labios.

Vio la sorpresa en sus ojos, la oyó en el suave sobresalto de su respiración antes de que ella repitiera: “¿Bailar?”

“¿Quiere?” preguntó, con la completa certeza de que emprendía un peligroso camino, pero incapaz de hacer algo para detenerlo. “Bailar, quiero decir. No ha habido mucho baile esta noche, y no la vi en la pista.”

Ella sacudió la cabeza. “ Mamá me ha tenido ocupada,” explicó, pero sonaba distraída, como si las palabras no tuvieran nada que ver con lo que realmente ocurría en su cerebro. “Con los detalles de la fiesta, y todo eso.”

El asintió. “Debe bailar,” dijo, aunque realmente significaba: Debe bailar conmigo.

Dejó su plato en una silla cercana, murmurando sobre que la única ventaja de torcerse un tobillo era divertirse después para ver si se había curado.

Ella no contestó, sólo permaneció parada, mirándolo fijamente, no como si estuviera loco, aunque él estaba bastante seguro de que casi lo estaba, por lo menos durante esa noche. Ella sólo permanecía mirándolo, como si no pudiera creer lo que veía, o lo que oía, o simplemente que este momento estuviera pasando.

La música ascendía hasta ellos, la escalera giraba de forma tal que nadie podía verlos en el pequeño rellano, ni desde arriba ni desde abajo.

“Debe bailar,” dijo Ned de nuevo, y entonces, demostrando que al menos uno de ellos todavía conservaba un pensamiento coherente, Charlotte negó con la cabeza.

“No,” dijo, “no debo.”

Las manos de Ned cayeron a sus costados y sólo entonces fue consciente de que las había levantado con la intención de posarlas tras la pequeña cintura de ella, para un vals.

“Debo bajar, mama estará buscándome,” dijo Charlotte,” y después debo volver a ver como está Lydia.”

Ned hizo una inclinación con la cabeza.

“Y después debo…” Charlotte lo miró… sólo un momento. Apenas una fracción de segundo, pero lo suficiente para que sus ojos se encontraran antes de que ella los retirara con rapidez.

“Así que lo que no debo es bailar,” dijo. Y ambos sabían que lo que realmente significaba era: No debo bailar contigo.

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