Capitulo Siete

Dos horas después, Charlotte era vizcondesa. Y seis horas después de eso, subía al carruaje y se despedía de todo lo que le era familiar.

Ned la llevaba a Middlewood, su pequeña hacienda que estaba a tan sólo cinco millas del hogar de Charlotte. El no quería pasar su noche de bodas en Thornton Hall, le había dicho. Sus intenciones requerían privacidad.

Charlotte casi no recordaba su boda. Estaba tan emocionada, tan completamente atontada por la romántica proposición de Ned, que no había podido concentrarse en nada, solamente acertó a decir “sí quiero” en el momento preciso. Algún día, estaba segura, se enteraría de todos los chismorreos que circularon entre todos los asistentes a la boda, cuando esperaban que una novia diferente apareciera por el pasillo de la iglesia, pero ese día no oyó nada, ni un susurro.

Ella y Ned no hablaron mucho durante el viaje, pero era un silencio confortable. Charlotte estaba nerviosa, y aunque debía haberse sentido torpe, no era así. Había algo en la presencia de Ned que la tranquilizaba.

Le gustaba tenerlo cerca. Incluso si no hablaban, era agradable saber que estaba cerca. Era divertido cómo una emoción tan profunda había podido arraigar en tan poco tiempo.

Cuando llegaron a lo que supuso era su nuevo hogar -uno de ellos, al menos-Ned le cogió las manos.

“¿Estás nerviosa?” le preguntó.

“Por supuesto,” respondió sin pensar.

Ned se rió, un cálido y rico sonido, que desbordó el carruaje mientras el lacayo abría la puerta del mismo. Ned saltó fuera y se volvió para ayudar a Charlotte a bajar. “¡Qué afortunado soy de haber conseguido una esposa tan honesta!,” le murmuró, dejando que sus labios se deslizaran por su oreja.

Charlotte tragó, intentando no notar el tembloroso calor que ondulaba a través de ella.

“¿Tienes hambre?” le preguntó Ned, mientras la conducía al interior.

Charlotte negó con la cabeza. Le era imposible pensar en comida.

“Bien,” dijo él, aprobadoramente. “Yo tampoco.”

Charlotte miró alrededor mientras entraban en la mansión. No era una vivienda excesivamente grande, sino cómoda y elegante.

“¿Vienes a menudo?” le preguntó a Ned.

“¿A Middlewood?”

Ella asintió.

“Paso más tiempo en Londres,” admitió Ned. “ Pero podemos venir más, si quieres estar cerca de tu familia.”

“Me gustaría,” dijo Charlotte, mordiéndose el labio inferior por un instante, antes de añadir, “si tú quieres.”

Ned la dirigió hacia las escaleras. “¿Qué ha sucedido con la independiente mujer con la que me case? La Charlotte Thornton que yo conozco nunca habría pedido mi permiso para nada.”

“Ahora es Charlotte Blydon,” dijo, “y ya te lo he dicho, estoy nerviosa.”

Llegaron a lo alto de las escaleras, y Ned le tomó de la mano conduciéndola por un pasillo. “No hay nada por lo que estar nerviosa,” le dijo.

“¿Nada?”

“Bueno, muy poco,” admitió Ned.

“¿Sólo muy poco?”, preguntó Charlotte, dudando.

Ned le ofreció una traviesa sonrisa. “Muy bien. Hay mucho por lo que estar nerviosa. Voy a mostrarte algo,” la hizo pasar a través de una puerta abierta y cerró tras ellos, “que es muy, muy nuevo.”

Charlotte tragó con dificultad. En el caos del día, su madre olvidó tener la acostumbrada charla de antes de la boda con ella. Ella era una chica de campo, y sabía un poco lo que pasaba entre hombres y mujeres, pero, de alguna manera, parecía un poco más atemorizador, con su marido parado delante de ella, devorándola con los ojos.

“¿Cuántas veces te han besado?” le preguntó Ned, quitándose la chaqueta.

Charlotte parpadeó sorprendida por la inesperada pregunta. “Una vez,” contestó.

“Fui yo, supongo” dijo Ned suavemente.

Charlotte asintió.

“Bien,” dijo Ned, y solamente entonces ella se dio cuenta de que se había desabrochado los puños de la camisa.

Charlotte miró como sus dedos se deslizaban hacia los botones frontales de la camisa, y al sentir que se le secaba la boca, le preguntó, “¿Cuántas veces te han besado?”

Ned curvó los labios. “Una.”

Los ojos de Charlotte volaron a su rostro.

“Una vez que te bese,” dijo Ned, roncamente, “me di cuenta de que los anteriores no eran dignos de llamarse así.” Fue como si un relámpago estallara en el centro de la habitación. El aire se electrificó y Charlotte no confiaba en poder seguir manteniéndose en pie por sí misma.

“Pero confío,” murmuró Ned, acortando la distancia entre ellos, y llevándose las manos de Charlotte a los labios, “que no terminaré mis días habiendo sido besado una sola vez.”

Charlotte se las arregló para hacer un pequeño gesto de negación con la cabeza. “¿Cómo ha sucedido esto?” susurró.

Ned ladeo la cabeza, con curiosidad. “¿Cómo ha sucedido que?”

“Esto,” repitió Charlotte, como si la palabra lo explicara todo. “Tú. Yo. Eres mi marido.”

Ned sonrió. “Lo sé.”

“Quiero que sepas algo,” dijo Charlotte, las palabras precipitándose de su boca.

Ned parecía levemente divertido por su seriedad. “Lo que quieras,” dijo tranquilamente.

“Luché contra esto,” dijo Charlotte, consciente de que era un momento muy importante. Su matrimonio había sido precipitado, pero estaba basado en la honestidad, y ella quería confiarle a Ned lo que había en su corazón. “Cuando me dijiste que ocupara el lugar de Lydia…”

No lo dije de esa manera,” la interrumpió Ned, con voz baja pero intensa.

“¿Qué quieres decir?”

Sus azules ojos se clavaron en los de ella, ardientemente. “Nunca he querido que sintieras que estabas ocupando el lugar de otra persona. Tú eres mi esposa. Tú, Charlotte. Tú eres mi primera elección, mi única elección.” Sus manos se cerraron alrededor de las de ella, y su voz cobró intensidad. “Doy gracias a Dios, por el día en que tu hermana decidió que necesitaba un poco de poesía en su vida.”

Charlotte entreabrió los labios sorprendida. Sus palabras la hicieron sentirse más que deseada, se sentía querida. “Quiero que sepas,” continuó Charlotte, temiendo que si se centraba demasiado en las palabras de Ned y no en las propias, acabaría derritiéndose en sus brazos, sin terminar de decir lo que necesitaba. “Quiero que sepas que sé, con todo mi corazón, que tomé la decisión correcta cuando me casé contigo esta mañana. No sé cómo estoy tan segura, y pienso que es una insensatez, y el cielo sabe que no hay nada que valore más que la sensatez, pero… pero…”

Ned la abrazó. “Lo sé,” le dijo, las palabras aún flotando en el aire. “Lo sé.”

“Creo que estoy enamorada de ti,” susurró Charlotte, contra su camisa, sólo capaz de encontrar el coraje de pronunciar tales palabras, ahora que no lo miraba a la cara.

Ned se quedo inmóvil. “¿Qué has dicho?”

“Lo siento,” dijo Charlotte, sintiendo que sus hombros se hundían ante su reacción. “No debería haber dicho nada. Aún no.”

Las manos de Ned se posaron en sus mejillas y le elevó el rostro hasta que Charlotte no tuvo más remedio que enfrentarse a su mirada.

“¿Qué has dicho?” volvió a preguntar Ned.

“Que creo que te amo,” susurró Charlotte. “No estoy segura. Nunca he estado enamorada antes, así que no estoy muy familiarizada con este sentimiento, pero…”

“Yo si estoy seguro,” dijo Ned, con voz áspera e inestable. “Estoy seguro. Te quiero, Charlotte. Te quiero, y no sé lo que habría hecho si no hubieras aceptado casarte conmigo.”

Los labios de Charlotte temblaron con una inesperada risa. “Habrías encontrado alguna forma de convencerme,” le contestó.

“Te habría hecho el amor allí mismo, en la biblioteca de tu padre, si esa hubiera sido necesario para atraparte.”

“Estoy segura de que lo hubieras hecho,” le contestó suavemente, su boca curvada en una sonrisa.

“Y te prometo,” le dijo Ned, besándole suavemente el lóbulo, mientras hablaba, “que yo hubiera quedado muy, muy convencido.”

“No lo dudo,” dijo ella, sin aliento.

“De hecho,” murmuró Ned, sus dedos trabajando en los botones de la espalda de su vestido, “creo que necesito convencerte ahora.”

A Charlotte se le cortó la respiración al sentir un soplo de aire fresco en la piel de la espalda. En un segundo su traje caería y ella estaría parada delante de Ned, como sólo una esposa lo estaba delante de su marido.

El estaba tan cerca que podía sentir el calor que se desprendía de su piel, oír su respiración. “No estés nerviosa,” le susurró, sus palabras rozando su oreja como una caricia. “Te prometo que haré que sea bueno para ti.”

“Lo sé,” dijo Charlotte, con voz temblorosa. Y luego, de alguna manera, sonrió. “Pero aún así estoy nerviosa.”

Ned la abrazó con fuerza contra su cuerpo, su ronca risa sacudiéndolos a ambos. “Puedes estar como quieras,” dijo, “siempre que seas mía.”

“Siempre,” prometió ella. “Siempre.”

Ned retrocedió un paso para deshacerse de la camisa, dejando a Charlotte allí parada, amarrándose el frontal de su vestido.

“¿Quieres que me retire?” le preguntó él, tranquilamente.

Los ojos de ella se abrieron. No había esperado eso.

“Para que puedas tener privacidad mientras te metes en la cama,” explicó.

“¡Oh!” parpadeó Charlotte. “¿Es así como se hace?”

“Así es como se hace usualmente,” le dijo Ned, “aunque no como tiene que hacerse.”

“¿Cómo quieres hacerlo tú?” susurró ella.

Sus ojos se tornaron ardientes. “Quiero quitarte cada prenda de ropa yo mismo.”

Ella tembló.

“Y después quiero tenderte en la cama y contemplarte.”

Su corazón comenzó a galopar.

“Y entonces,” dijo Ned, dejando caer su camisa al suelo mientras se acercaba a ella, “creo que podría besar cada centímetro de tu cuerpo.”

Charlotte dejó de respirar.

“Si no te importa,” agregó Ned, con una traviesa sonrisa.

“No me importa,” balbuceó Charlotte, y se ruborizó de los pies a la cabeza, cuando se dio cuenta de lo que había dicho.

Pero Ned sólo rió bajito, mientras que sus manos apartaban la de ella y deslizaban el vestido hasta los pies de Charlotte. Ella contuvo la respiración mientras la desnudaba, incapaz de apartar sus ojos de la cara de Ned o de contener el orgulloso rubor que sintió cuando vio su expresión.

“Eres preciosa,” dijo Ned, sin aliento, y su voz contenía un toque de reverencia, un tinte de temor. Sus manos de ahuecaron sobre ella, probando su consistencia y su tacto y por un momento la miró casi como si sintiera dolor. Sus ojos se cerraron y su cuerpo se estremeció con una sacudida cuando volvió a mirarla. Había algo en sus ojos que Charlotte no había visto nunca anteriormente.

Algo más allá del deseo, más allá de la necesidad.

La hizo salir del vestido y tomándola en brazos la depositó en la cama, deteniéndose brevemente para quitarle las ligas y las medias. Entonces, a una velocidad que no parecía posible, Ned se despojó del resto de sus ropas y la cubrió con su cuerpo.

“¿Sabes lo mucho que te necesito?” susurró Ned, gimiendo, mientras presionaba íntimamente sus caderas contra las de Charlotte. “¿Realmente puedes entenderlo?”

Los labios de Charlotte se abrieron pero la única palabra que salió de ellos fue el nombre de él.

Ned respiraba desigualmente mientras deslizaba las manos a lo largo de las caderas de Charlotte, hasta que las introdujo debajo, aferrando sus nalgas. “He estado soñando con este momento desde que te encontré, deseándolo desesperadamente, incluso cuando sabía que estaba mal. Y ahora eres mía,” gruñó, girando el rostro para poder mordisquearle el cuello. “Mía para siempre.”

Arrastró los labios a lo largo de la elegante línea de su garganta hasta las clavículas, y después hasta la suave inflamación de sus pechos. Ahuecó una mano sobre uno de ellos, hasta que el rosado pezón se irguió inflamado. Era suave e increíblemente irresistible. Se forzó a detenerse un momento, apenas lo suficiente para saborear el momento y entonces no pudo aguantar más. Capturó el pezón en su boca, sonriendo apenas cuando Charlotte lanzó una exclamación de sorpresa.

Ella pronto gemía de placer y se retorcía debajo de él, claramente anhelante de algo que desconocía. Sus caderas empujaban hacia arriba, contra las de él, y cada vez que Ned movía las manos, apretándola, palpándola, acariciándola, ella gemía.

Charlotte era lo que siempre había soñado en una mujer.

“Dime lo que te gusta,” susurró contra su piel. Le rozó un pezón con la palma de la mano. “¿Esto?”

Charlotte asintió.

“¿Esto?” Esta vez tomó su pecho, por completo en su mano y lo oprimió suavemente.

Charlotte asintió nuevamente, la respiración se le escapaba rápida y urgentemente de entre los labios.

Y entonces Ned deslizó la mano entre sus cuerpos y la tocó íntimamente. “¿Esto?” preguntó, volviendo el rostro para que ella no viera su sonrisa malvada.

Todo lo que Charlotte pudo hacer fue dejar escapar un “¡Oh!”

Pero fue un “Oh” perfecto.

Y es que ella era perfecta en sus brazos.

La tocó profundamente, insertando un dedo en su cálido interior, preparando su penetración. La deseaba desesperadamente, nunca pensó que podría sentir una necesidad tan increíblemente intensa. Era mucho más que lujuria, más profundo que el deseo. Quería poseerla, consumirla, mantenerla tan estrechamente pegada y apretada contra él que sus almas se confundieran.

Esto, pensó Ned, enterrando su rostro en el cuello de Charlotte, era amor.

Y era algo que él nunca había experimentado antes. Era más de lo que había esperado, mucho más grande de lo que había soñado.

Era perfecto.

Más allá de la perfección. Era la felicidad total.

Era duro contenerse, pero controló su deseo hasta que estuvo absolutamente seguro de que ella estaba preparada para él. E incluso entonces, cuando sus dedos estaban mojados con la pasión de ella, tuvo que asegurarse, tuvo que preguntarle: “¿Estás preparada?”

Charlotte lo miró con ojos interrogadores. “Creo que sí,” susurró. “Necesito algo. Creo que te necesito a ti.”

Ned había pensado que no podía desearla más aun, pero sus sencillas y honestas palabras hicieron que su sangre bullera, e hizo todo lo que pudo para no hundirse precipitadamente en ella en ese mismo momento. Apretando con fuerza los dientes, luchó contra la necesidad que lo consumía por entero, colocándose en su entrada, intentando ignorar la forma en que su cálido interior lo llamaba.

Con movimientos cuidadosamente controlados, empujó, adelante y atrás, hasta que alcanzó la prueba de su inocencia. No tenía ni idea de si iba a hacerle daño, sospechaba que sí, pero no había forma de evitarlo. Y puesto que parecía absurdo advertirla de esa posibilidad -seguramente sólo la haría sentirse más preocupada y tensa-simplemente empujó hacia delante, permitiéndose, finalmente, sentirla completamente alrededor suyo.

Ned sabía que debería parar para asegurarse de que ella estaba bien, pero, por Dios bendito, el no habría podido dejar de empujar ni aunque su vida dependiera de ello. “¡Oh, Charlotte!,” gimió. “¡Oh, Dios mío!.”

La respuesta de ella igualó a la suya -empujando con sus caderas, gimiendo-y Ned supo que se sentía igual que él, inundada de placer, cualquier dolor olvidado.

Sus movimientos se aceleraron y ganaron ritmo, y pronto cada uno de sus músculos estaba tenso, concentrados en impedirse a sí mismo la liberación hasta que no estuviera seguro de que Charlotte hubiera alcanzado el clímax. No era lo normal para una virgen, había oído decir, pero ésta era su esposa – era Charlotte-y no estaba seguro de poder seguir viviendo si no se aseguraba su placer.

“Ned,” jadeó Charlotte, su respiración más y más rápida. Estaba tan hermosa que se le llenaban los ojos de lagrimas. Las mejillas ruborizadas, la mirada desenfocada, y Ned no podía parar de pensar, la amo.

Ella estaba cerca, podía verlo. No sabía cuanto más podría aguantar antes de rendirse a la rabiosa necesidad que recorría su cuerpo, así que deslizó una mano entre sus cuerpos acariciando con sus dedos su sensitivo botón de carne.

Ella gritó.

El perdió totalmente el control.

Y entonces, en una perfecta coreografía, ambos se tensaron y arquearon al mismo tiempo, deteniendo todo movimiento, conteniendo la respiración, hasta que se derrumbaron, exhaustos y agotados.

Y dichosamente felices.

“Te amo,” susurró Ned, necesitando decir las palabras, incluso si se perdían contra la almohada.

Y entonces sintió, más que oyó, su respuesta. “Yo también te amo,” susurró Charlotte contra su cuello.

Ned se apoyó en los codos. Sus exhaustos músculos protestaron, pero tenia que ver su cara. “Te haré feliz,” le juró.

Charlotte le ofreció una serena sonrisa. “Ya lo haces.”

Ned pensó decir algo más, pero no había palabras para expresar lo que estaba en su corazón, así que se acostó de lado en la cama abrazando a Charlotte, y encajándola contra su cuerpo como si fueran dos cucharas.

“Te amo,” dijo de nuevo, desconcertado por su deseo de decir esas palabras a cada minuto.

“Bien,” dijo Charlotte, y Ned pudo sentir como reía bajito contra él.

Entonces se giró, en un movimiento repentino, quedando cara a cara. Parecía sin aliento, como si se le hubiera ocurrido un pensamiento absolutamente asombroso.

Ned alzó una ceja, interrogante.

“¿Qué supones,” le preguntó Charlotte, “que estarán haciendo Rupert y Lydia ahora?”

“¿Debería importarme?”

Charlotte le golpeó el hombro con una mano.

“¡Oh, muy bien!,” suspiró él. “Supongo que me importa, dado que ella es tu hermana, y él me salvó de casarme con ella.”

“¿Qué piensas que estarán haciendo?” insistió Charlotte.

“Lo mismo que nosotros,” dijo. “Si tienen suerte.”

“Su vida no va a ser fácil,” dijo Charlotte, con tono apagado. “Rupert no tiene ni dos peniques que juntar.”

“Oh, no sé,” dijo Ned, con un bostezo. “Pienso que saldrán adelante bastante bien.”

“¿Sí?” preguntó Charlotte, cerrando los ojos mientras se recostaba profundamente contra las almohadas.

“Mmmm.”

“¿Por qué?”

“Eres una muchacha muy insistente, ¿no te lo han dicho nunca?”

Ella sonrió, aunque él no podía verlo. “¿Por qué?” preguntó de nuevo.

Ned cerró los ojos. “No preguntes más. Así nunca recibirás una sorpresa.”

“No quiero recibir sorpresas. Quiero saberlo todo.”

Ned rió entre dientes ante su respuesta. “Entonces, es mejor que aprendas esto, mi querida Charlotte: te has casado con un hombre sumamente inteligente.”

“¿Eso he hecho?” murmuró Charlotte.

Ese era un desafío que no podía ignorar. “Oh, sí,” dijo Ned, rodando y quedando nuevamente encima de ella. “Oh, sí.”

“Muy inteligente, o sólo un poco inteligente?”

“Muy -muy-inteligente,” dijo Ned malvadamente. Su cuerpo puede que estuviera demasiado agotado para una repetición, pero eso no significaba que no pudiera torturarla a ella.

Podría necesitar pruebas de esa inteligencia,” dijo Charlotte. “Yo -¡oh!”

“¿Suficiente prueba?”

“¡Oh!”

“¡Oh!.”

“¡Ohhhhh!.”

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