Segunda parte. EL SUEÑO

La boda fue en la ermita del Santo Sendero. Yo llevaba un traje de seda negro, un ramito de violetas en las manos y en la cabeza una mantilla de blonda larga, de mi abuela. Ezequiel también iba de negro. Un traje de paño, muy justo, muy escaso. Le quedaban las mangas un poco cortas y yo veía sus manos protegidas por los puños blancos de la camisa y las mangas del traje, como volando, como en el aire. Los dos estábamos serios. Y también mis padres. Al lado de Ezequiel, la madrina, mi madre. A mi lado, mi padre, el padrino. El no tenía padres, ni hermanos, ni parientes cercanos. Por eso habíamos elegido a mis padres para los papeles principales.

– No tengo a nadie -me dijo el día que me pidió que nos casáramos-. No tengo a nadie más que a ti.

Muchas veces he dado vueltas a mi matrimonio y siempre he llegado a la conclusión de que aquella soledad de Ezequiel, aquel abandono en que vivía, habían sido decisivos para que yo le aceptara y le quisiera. Aún ahora, si vuelvo sobre aquellos años tan lejanos, tengo que confesar que amor, amor, lo que se dice amor, no había entre nosotros. Al menos por mi parte. Sin embargo nunca tuve la sensación de haberme equivocado. Me pareció en todo momento que mi elección había sido afortunada y que las cualidades de Ezequiel suplían con exceso los espejismos del enamoramiento que veía en otras parejas.

Yo no sé si pensaba en todo eso mientras el Cura de mi pueblo nos echaba las bendiciones. Es probable que mis reflexiones tomaran otro rumbo: cuánto tiempo duraría la ceremonia, cuántos amigos se encontrarían entre la gente que había acudido a la Iglesia, cómo transcurriría aquella noche, tan temida y esperada, de nuestra boda.

Cuando el Cura nos bendijo yo estaba pensando cómo nos arreglaríamos para cargar en las maletas tantas cosas que mi madre había ido acumulando para nosotros: ropas de cama, cacharros, alimentos, café, una botella de orujo con guindas, un estor de ganchillo hecho por ella, mañanitas de punto, un mantel largo bordeado de puntillas.

Ezequiel me miró invitándome a salir. Entre la gente que se apiñaba en los escasos bancos de la ermita, vi caras amigas, caras conocidas y otras vagamente familiares.

¡Vivan los novios!, gritó alguien a la salida. Después supe que había sido el marido de Rosa, mi amiga de la Normal, que en su día había dado con un hombre aceptable y se había casado con él y vivía feliz con sus tres hijos en una ciudad de Castilla. Por lo demás, la gente se fue retirando con tranquilidad, una vez cumplidos los besos, los abrazos y las felicitaciones, y nos quedamos sólo los de casa para una comida sencilla y una despedida breve.

Con las maletas cargadas en una carretilla, enfilamos hacia la Estación. Mi padre y yo delante; detrás Ezequiel con la carretilla y mi madre a su lado como en la Iglesia, hablando con él, aconsejándole sobre mí o sobre mi supuesta inhabilidad para las cosas del hogar.

Mi padre estaba triste. Yo sé que le costaba separarse de mí. Muchas veces lo había hecho antes, pero sentía que esta separación era diferente. No por la distancia, que no era tanta, sino porque en mi vida había entrado otro hombre, que me influiría como él o más que él, que incluso trataría de arrebatarle el papel preferente que él tenia en mi vida.

Traté de animarle.

– Vendremos pronto. En verano, ya verás…

Era el 1 de junio y el verano se anunciaba en las flores que brotaban por los huertos del pueblo, en las riberas del río, en las orillas de la carretera de nuestros paseos, en las laderas de los montes de nuestras excursiones infantiles.

– Era el momento, padre -le dije-, no podía esperar más…

Tenía veinticinco años y todas las chicas de mi edad, las amigas de la infancia, las compañeras de estudios se habían casado ya o habían aceptado quedarse solteras.

– Yo nunca había pensado, pero…

Nunca había pensado en casarme por casarme. Pero al conocer a Ezequiel me encontré considerando que, después de todo, eso era lo normal, casarse y tener algún hijo. Y que, además, no era incompatible con mi carrera ya que él también era maestro y precisamente por ahí, por la afinidad de intereses y entusiasmos, había empezado todo.


Estaba yo corrigiendo cuadernos a la salida de las clases.

Me había quedado en la escuela porque era cómodo tener alrededor todo lo que necesitaba empezando por los trabajos de los niños. Estaba embebida en mi tarea cuando llamaron a la puerta con los nudillos.

– Pase -dije yo.

Y en la puerta apareció él, Ezequiel, un chico de estatura mediana, muy moreno, ni guapo ni feo, pero de expresión muy atractiva, mirada inteligente, voz grave y agradable.

– Soy Ezequiel García -me dijo-. Soy el maestro del pueblo de Arriba.

Luego me dijo que sabia de mi llegada y que quería haberme venido a visitar antes, pero le fue imposible porque había tenido que marchar a su pueblo por la muerte repentina de su padre.

Observé que vestía de luto, efectivamente. Un luto riguroso que iba desde el chaleco de punto que asomaba por la chaqueta abierta, hasta los calcetines de lana, con seguridad todo teñido, capaz todo de dejar en la piel huellas oscuras.

Nos pusimos a hablar de aquellos pueblos, pueblos de vega rica, de huertos y ganado menor.

– Pero la riqueza está mal distribuida -dijo Ezequiel-. Hambre no hay tanta como en otros sitios pero quisiera que viera la ignorancia en que viven, la suciedad, el abandono. Sobre todo allá arriba, que es mucha la diferencia entre la vega y el monte…

Cuando le devolví la visita, después de una buena caminata monte arriba, me quedé perpleja. En la sala de la escuela, sombría y con ventanas pequeñas, al fondo, junto a la pizarra y la mesa del maestro, había una cama, cubierta con una manta parda. Al observar mi estupor se apresuró a confirmar lo que era evidente.

– Sí, Gabriela, aquí duermo, aquí está todo lo que me pertenece…

Señaló la maleta cerrada, colocada en una silla al lado del camastro, y, con un movimiento circular del brazo, abarcó los pupitres y los bancos de los niños.

– Las comidas las hago en la taberna, pero dormir y vivir, aquí, en mi escuela…


La víspera de la boda hacía calor. La primavera estaba a punto de abandonar su ciclo de humedad fecunda. Soles acariciadores, brotes tiernos darían paso al calor y el aroma del verano. De las tierras de Castilla llegaba ya un aire oloroso de trigos empezando a madurar, de amapolas fatigadas; un aire que anunciaba fuertes amenazas de sequía. Sentados bajo la parra de la huerta estábamos los cuatro, mis padres y Ezequiel y yo, silenciosos e inactivos, sumidos cada uno en los vericuetos de sus pensamientos. De modo inesperado, mi madre empezó a llorar. No se alteró un músculo de su cara.

Las lágrimas fluían serenas, resbalaban por su rostro, se perdían en el cuello y ella no hacía movimiento alguno para limpiarlas. No dije nada que delatara ante los otros, quizás inadvertidos, la angustia de mi madre. Respeté su llanto y ella se sintió obligada a dar una explicación.

– Lloro ahora para no tener que llorar mañana en la Iglesia -dijo.

Se levantó y desapareció en el interior de la casa y me pareció que mi padre no aprobaba esa debilidad. Aprovechó la ausencia de mi madre para tratar asuntos que consideraba inaplazables.

– No vuelvas a enviar un céntimo -me dijo-. No necesitamos nada. Y vosotros vais a necesitar muchas cosas.

Ezequiel me miró porque ya antes habíamos hablado del asunto y cuando yo le dije: «Necesito mandarles una parte de mi sueldo», me había contestado: «Todo si quieres. Se supone que con el mío deberíamos vivir los dos.»

Pero yo conocía a mi padre y sabía que no aceptaría un solo sacrificio mío en la nueva vida que Ezequiel y yo íbamos a iniciar.

– Está bien -acepté-, pero en cualquier momento, si por alguna causa fuera necesario…

Mi madre volvía ya, con los ojos secos y la sonrisa en los labios y nos anunció:

– Vamos a cenar.

El sol se ocultaba hacia Galicia y era rojo intenso.

Cuando desapareció, el calor de la tarde se fue desvaneciendo. Un tren silbó a lo lejos pidiendo entrada en la Estación. La madreselva que trepaba hasta el balcón exhaló su perfume que se disolvió en el sosiego de la última noche de mayo.


– Casados tenemos más derecho a vivienda -observó Ezequiel.

Pero no fue tan fácil. En el pueblo de Ezequiel casas no había o no parecían disponibles para nosotros. En el mío tampoco encontré muchas facilidades. Yo estaba de huésped en una casa, pero la habitación no era adecuada para dos personas, ni por el tamaño, ni por los muebles, pocos y apiñados en los escasos metros del cuarto. Finalmente surgió una propuesta. La planta baja de una casa, mitad pajar, mitad cobertizo para herramientas y aperos de labranza.

En poco tiempo la pintamos y la arreglamos. Con ayuda del carpintero, que era aficionado a la albañilería, construimos el hueco del hogar, la chimenea con su tiro y un medio tabique para separar el dormitorio del resto. Teníamos derecho a usar el pozo de la huerta para coger agua y la cuadra como retrete, según la costumbre.

Cosí una cortina y la colgué de una barra a modo de puerta de dormitorio. Compramos una mesa y cuatro sillas al carpintero y en el pueblo mayor, que era cabeza de partido, los utensilios imprescindibles para cocinar y comer. Todo lo habíamos dejado dispuesto cuando nos fuimos para celebrar la boda.

En eso andaba yo pensando cuando el tren se detuvo bruscamente y nos levantamos con esfuerzo. Los músculos los teníamos entumecidos de tantas horas sobre el asiento de madera sin apenas movernos para no molestar a los viajeros y para sujetar como podíamos los bultos que llevábamos.

Ezequiel se bajó y yo le fui entregando el equipaje.

Cuando el tren arrancó, allí nos quedamos, en el apeadero vacío, contemplando el voluminoso conjunto de maletas, capachos, cajas sujetas con cuerdas, que debíamos transportar.

– Espérate aquí, que yo me acerco al pueblo a ver si encuentro a alguno con un carro… -musitó Ezequiel.

Le vi marchar por el sendero polvoriento y una repentina congoja me apretó el pecho. Era el comienzo de nuestra vida juntos y me pareció que se extendía ante nosotros, erizada de obstáculos. La nostalgia inmediata de mi casa y mi familia me poseyó. Pero al instante la rechacé. No podía caer en la añoranza de un pasado del que sólo quedaban lazos entrañables con personas queridas. Mi horizonte estaba allí, al final del camino que Ezequiel recorría a grandes pasos en busca de ayuda.

Al cabo de una hora regresó sonriente, montado en un burro.

– Todo lo que he podido encontrar -dijo.

Colocamos sobre los lomos del animal toda la impedimenta y nosotros emprendimos la marcha, uno a cada lado del paciente rucio.


La primera vez que hablé a Ezequiel de Guinea todavía no éramos novios.

– Guinea es como un sueño. A veces si me despierto en medio de la noche y me viene a la memoria algún suceso o alguna persona de esa tierra, tengo que hacer un gran esfuerzo para convencerme de que fue verdad lo que viví…

Estábamos sentados en las almenas del castillo. Desde la altura se veía el río centelleando entre la carretera y el pueblo de mi escuela, Castrillo de Abajo. El de Ezequiel quedaba a nuestras espaldas, detrás del castillo en ruinas, y se llamaba Castrillo de Arriba.

Los chopos se movían suavemente y las hojas doradas por el otoño resplandecían al sol. La tarde de octubre derramaba su serenidad por los campos.

Ya éramos amigos y habíamos subido hasta lo alto del monte dando un paseo. La placidez de la hora y el lugar nos mantenían en silencio, absortos en la contemplación del paisaje.

De forma inesperada, Ezequiel dijo:

– Nunca hablas de Guinea. ¿Tan poco te acuerdas? ¿O lo recuerdas demasiado?

Me sorprendió porque no había mostrado curiosidad cuando le dije que había estado allí y cómo había enfermado y me había visto obligada a regresar.

Tardé unos segundos en contestarle y él me miraba expectante.

– Guinea es como un sueño… -empecé a decir.

Trataba de ser sincera. Siempre lo intentaba con Ezequiel. El me impulsaba a hablar. No directamente como ahora, sino en cualquier momento aunque no lo pretendiera. Era su forma atenta de escuchar o quizá sólo la confianza que despertó en mí desde aquella primera visita a mi escuela.

Habíamos llegado a ser excelentes compañeros. Juntos planeábamos actividades para nuestros niños. Juntos organizábamos nuestras clases de adultos que se convirtieron en seguida en reuniones semanales a las que asistían gentes de los dos pueblos, cada domingo en una escuela.

– Te das cuenta -decía Ezequiel- de cómo reaccionan cuando se les da la oportunidad…

De nosotros hablábamos poco. Por eso me sorprendió el matiz inquisitivo que aparecía en la pregunta. ¿No te acuerdas de Guinea o te acuerdas demasiado…?

– … Guinea es lo más interesante que me ha ocurrido hasta ahora… -dije. Y guardé silencio.

Pareció conformarse, pero a poco empezó a hablar con una violencia extraña en él y su rostro, de ordinario relajado y tranquilo, se crispó de disgusto.

– No sé cómo pudiste ir a Guinea a educar africanos cuando existen aquí tantas Guineas.

Sin transición, empezó a hablarme de su vida.

– … Muere mi madre, mueren mis hermanos siendo yo un niño todavía. ¿Y sabes por qué mueren? De hambre -dijo, sin esperar respuesta-, de hambre y de miseria. Mi padre era pastor pero no tenía rebaño. Todo era del amo. Las ovejas, la leche de las ovejas, las pieles de las ovejas… Para mi padre sólo las heladas, los sabañones, el mendrugo compartido con el perro del amo… Pero no está prohibido que se casen los pastores y tampoco que tengan hijos…

Se calló de repente y cuando volvió a hablar le brillaban los ojos.

– Tú no sabes la rabia que da el hambre…

Luego se fue dulcificando. Recuperó la calma que le era habitual y quiso volver atrás, a la pregunta sobre Guinea que le había llevado a la insospechada reacción.

– África irredenta -dijo-. Lo entiendo. Y seguro que hiciste bien. No me hagas caso. Creo que estoy empezando a tener celos de todo lo que te atañe. Por ejemplo, tengo celos del médico que te ayudó a ser más feliz o menos desgraciada allí…

La sorpresa no me dejó hablar. Ezequiel golpeaba el muro con una rama de avellano que había recogido del suelo al pie del castillo. Era una vara fina y flexible y los golpes sonaban como latigazos al restallar sobre la piedra. El juego le ayudaba a no mirarme; le ocupaba y le distraía como a un niño tozudo que no quiere escuchar la reprimenda que le espera. No hubo reprimenda. Aunque tampoco supe cómo tranquilizar su desazón, remediar la debilidad y el desamparo que le atormentaban como a un niño. No supe qué decir. Pero en aquel momento comprendí que acabaría aceptando a Ezequiel y que él compartiría mi destino.

Cuántas veces no me engañará la memoria. Cuántas cosas me inventaré a mi gusto… Pero yo me empeño en dar por seguro que aquella época fue la más feliz de mi existencia. Éramos jóvenes, me digo, y puede ser que lo que yo recuerdo como felicidad fuese tan sólo la plenitud de nuestros cuerpos, la facilidad para dormir y despertar, la resistencia de los músculos. Éramos jóvenes y el vigor físico nos enardecía, nos impulsaba a luchar por algo en lo que creíamos: la importancia y la trascendencia de nuestro trabajo.

Soñábamos. En voz alta levantábamos torres de esperanza, proyectábamos puentes de fantasía. «Si algún día pudiéramos», «Si nos dejaran», «Si nos ayudaran».

Hasta los reproches de algunos padres que no entendían nuestro afán de encender en los niños curiosidades y despertar su imaginación, hasta esas críticas agrias y mal intencionadas a veces, se convertían en estímulo para nosotros.

«La próxima semana voy a hablar de este asunto en la clase de adultos…», decía Ezequiel. O bien decía yo: «No hablemos de ello, sigamos adelante tratando de interesar a los mayores en lo que estamos haciendo con los niños.»

Ya antes de casarnos era el trabajo lo que creaba en nosotros nuevos lazos, ya era el trabajo compartido lo que iba construyendo unos cimientos para una relación que todavía no era más que amistad y camaradería.


Desde el día del castillo y la declaración repentina de los celos de Ezequiel, había empezado entre nosotros lo que después llamaríamos el tiempo de las confesiones. La necesidad de volcar en el otro lo que hasta entonces había sido sólo nuestro, era una forma de entrega y un preludio de las que vendrían después. Nos quitábamos la palabra de la boca, apenas respetábamos los turnos, deseosos como estábamos de dar rienda suelta a nuestras confidencias.

– Después de dos años dejé el Seminario. Me daba cuenta de que aquello no era lo mío, pero al mismo tiempo me costaba desilusionar al Cura de mi pueblo, que era quien me había metido allí, convencido como estaba, le dijo a mi padre, de que yo era un chico demasiado listo para quedarme de pastor…

– … Probablemente yo no elegí ser maestra. Mi padre me inculcó el amor al trabajo, la disciplina y la exigencia y esos principios no sólo formaron mi carácter sino que resolvieron una necesidad urgente: la necesidad de ganarme la vida…

– … Mi padre no quería porque siempre vio a los curas como amigos del amo. Pero poca elección tenia si quería mejorar mi destino…

– …A los ojos de mi padre, la carrera de maestra reunía las características más favorables para una mujer: decencia, consideración social, nobleza de miras…

– … De modo que empecé a dar lecciones en casa del Cura para completar las pocas horas de escuela que tenía a mis espaldas…

– … Y otras dos fundamentales: era una carrera corta y barata…

– … A los catorce años, con muchas horas de trabajo en el monte, me fui al Seminario…

– … En resumen, yo fui maestra porque las condiciones económicas de mi familia así lo determinaron…

– … Me gustaba estudiar y recordar lo aprendido, pero quería marcharme de allí. Así que me armé de valor y en las primeras vacaciones fui a hablar con don Gervasio, que así se llamaba el Cura, y le dije: Nunca le agradeceré bastante que me haya sacado de aquí para lo otro, para lo de ser Cura, pero…

– … Lo que sí es cierto es que cuando niña ya andaba yo jugando con la idea de ser maestra. Tenía una maestra joven y alegre y muy paciente y los niños la adorábamos. No sé si la influencia de la maestra también pesó en mi ánimo junto a las opiniones de mi padre…

– … Dejé el Seminario y me pasé a la Normal. Como pude, con becas y trabajos, fui pagándome los estudios. Fíjate que hasta anduve por las calles limpiándoles las botas a los señores…

Hablábamos. Cuando las confesiones alcanzaron su final, estábamos listos para pensar en el futuro. Seriamente, con un punto de gravedad exagerada hablamos de matrimonio.

Nuestro noviazgo fue el más puro y transparente, el más premeditado de los noviazgos. Por eso digo que pasión, pasión, si queremos entender el amor como pasión, de eso no hubo…


Lo último que colocamos fue el espejo. Era redondo y tenía un marco de escayola dorada. Me lo habían regalado entre todas las amigas. Aquel espejo iba a reflejar mil veces mi cara desde entonces: caras tristes, alegres, temerosas, cansadas; con esa costumbre mía de pensar delante del espejo… El espejo todavía lo tengo pero ha ido perdiendo el azogue con el tiempo y la imagen aparece un poco borrosa, oscurecida por puntitos y manchas.

Los restantes regalos, los obsequios de amigos y parientes y los que mi madre me hizo, los habíamos distribuido con esmero y paciencia. Al final la casa nos pareció hermosa.

No hacía una hora que habíamos terminado de organizarla cuando ya teníamos en la puerta una comisión de niños de las dos escuelas con sus regalos: dos gallinas para mí y un cordero para Ezequiel. Las gallinas las dejamos en el portal hasta que Ezequiel construyó un gallinero detrás de la casa. El cordero, con una marca azul en el costado, se lo entregó Ezequiel al pastor con la advertencia de que lo cuidara bien, del mismo modo que él, dijo risueño, cuidaba y atendía a sus hijos…


Amadeo, el carpintero, no tenía hijos, ni estaba casado. Pero nos ayudaba mucho y mostraba un interés insólito en la educación. Cada vez que surgía la ocasión venia a echarnos una mano. La puerta que no cierra: Amadeo. El banco que hace falta en el portal: Amadeo. Eso en casa. Y en la escuela: Amadeo, si pudieras hacernos un tablero alargado de quita y pon con unas borriquetas, para los trabajos manuales… Amadeo, guárdame las tablillas que no uses que las necesitamos…

«Para la escuela lo que quiera», me decía, «lo que usted quiera o lo que necesite don Ezequiel… que no les cobro, que lo hago con gusto y yo no tengo necesidad ni me importa el dinero.» Le gustaba hablar. Se expresaba con claridad y sensatez.

– Digo yo, señora maestra, que si todos supiéramos más de libros y menos de tabernas, nos engañarían menos y seríamos más felices…

Me pedía el periódico. «El que recibe el Cura, no me gusta. Lo dice todo a su manera, pero ese que reciben ustedes me parece a mí más acertado y más a la medida de mis entendederas, quiero decir que le doy yo más la razón al suyo que al del Cura.»

La educación y la justicia y la salvación de los hombres por el trabajo bien hecho y bien pagado eran conceptos que a él le gustaba discutir y desarrollar en las charlas que tenía con nosotros al caer la tarde, cuando nos visitaba algunos días. Y también en las clases de adultos, a las que fue el primero en asistir.

Tenía un hermano en la ciudad y lo visitaba con cierta frecuencia. «Lo que quieran me lo encargan», solía decirnos cuando se iba a la carretera a esperar el camión de una tejera cercana que le permitía hacer el viaje gratis. Un día llegó, misterioso y exaltado.

– Me he enterado en León -nos dijo- que se prepara una muy gorda. Que el Rey va a salir por los pies y que va a haber una revolución. Dice mi hermano que ha llegado el momento de hacer algo, que no podemos quedarnos todos quietos viéndolas venir. Que va llegando el tiempo de que hable el pueblo y se le escuche y nos den lo que es nuestro. Lo primero la educación, don Ezequiel, la educación y la cultura para ser capaces de sacar el país adelante…

Ezequiel le escuchaba atentamente.

– Ya lo sé, Amadeo. Ya leo los periódicos y veo que algo grande se avecina. Y me da a la vez alegría y miedo. Quiero que ocurra lo que tiene que ocurrir pero me asusta que no nos dejen llevarlo a cabo.

Por la noche Ezequiel y yo volvimos a hablar de aquel asunto que traía a Amadeo preocupado.

– No sé si nosotros llegaremos a verlo. Pero habrá que intentarlo todo si queremos que nuestros hijos lleguen a ser un día libres y, educados como los niños de Francia o Inglaterra…

Las palabras de Ezequiel me conmovieron. Fue precisamente al oírlas cuando tuve por cierto que estaba embarazada, después de tres meses de dudas y esperanzas.


El otoño vino suave y Ezequiel me obligaba a dar largos paseos. Tenía ideas muy naturalistas y decía que al embarazo le vienen bien el sol y el aire y la lluvia para que se vaya asentando el nuevo ser y se desarrolle con salud.

Siempre me ha gustado pasear, de modo que si a veces me negaba no era por falta de ganas, sino por exceso de trabajo.

Aparte de la escuela y la casa, la preparación del nacimiento se me venía encima: sabanitas, lana para tejer botitas y chaquetas, el agobio del espacio y los constantes cálculos; dónde ponemos la cuna, dónde estará más resguardada en invierno y más fresca en verano.

La cuna ya la había empezado Amadeo. Ezequiel le ayudaba y me decía entusiasmado: Qué noble oficio, Gabriela. ¿Te das cuenta de que la cuna y la mesa y la cuchara y hasta el féretro salen de manos de Amadeo?

Yo me daba cuenta, pero me parecía que la cuna de Amadeo y la ropa que yo trataba de hacer y los consejos de las mujeres que se unían en coro cada vez que me las encontraba, todo, resbalaba sobre mí, no me dejaba huella. No estaba triste ni contenta. Había caído en una indiferencia placentera y serena. El embarazo me alejaba del mundo exterior. Me encontraba escuchándome por dentro, observando el más mínimo cambio dentro de mi. Una punzada, un murmullo, un temblor, un pequeño dolor, una oleada de calor o de frío.

Me sentía invadida por una red de pequeños canales que se comunicaban entre sí, que transmitían señales imprecisas a mi cerebro. Era una invasión pacífica y puramente física. Rara vez me encontraba pensando en aquel hijo del que todos hablaban. Mentiría si dijera que sentía otra cosa que la transformación de mi cuerpo. No he sido yo muy dada a las literaturas pero la verdad es que ni el sentimiento maternal anticipado, ni la ilusión de la nueva vida, ni el imaginarme cómo iba a ser aquel niño que se acercaba, me ocupaban el tiempo.

Bastantes niños tenía a mi alrededor, bastantes caras risueñas; bastante atareada andaba, atendiendo ese preguntar insaciable que me ha llenado la vida.

De modo que el otoño fue pasando con la alegría de la vendimia y los cestos de uvas que llenaban mi casa y los paseos hasta el castillo de nuestro noviazgo. Desde allí se veían los chopos del río, abajo, con el oro de las hojas brillando al sol y el rojizo creciente de los robles extendiéndose por las laderas del monte.

Ezequiel me cogía por los hombros y me acercaba a su cuerpo, cuando nos sentábamos.

– Tú no lo entiendes -me decía-. No entiendes el milagro que estoy viviendo, después de tanta soledad…


En Navidades fuimos a ver a mis padres. Empezaba a nevar cuando el tren se detuvo y allí estaban ellos, esperándonos. Por un instante se desgarró la bruma que me protegía de todo, la corteza de blanda indiferencia que me arropaba como una crisálida. Las lágrimas asomaron a mis ojos y me abracé a los dos con una punzada de alegría dolorosa.

Durante aquellos días busqué una ocasión para hablar con mi padre. Tenía que decirle cómo era Ezequiel, quería convencerle de que podía estar tranquilo por mí. Paseábamos por la carretera nevada hasta el pueblo cercano. El sol de diciembre nos quemaba levemente la cara.

– Quiero mucho a Ezequiel -le dije- pero yo creo, lo he creído desde el principio, que es un afecto sereno y reposado lo que siento…

Continué hablando largo rato. Necesitaba contarle que mi amor por Ezequiel no era una sacudida violenta, ni un arrebato incontrolado. Era un sentimiento confiado, tranquilo, que no alteraba el ritmo de mi pulso. Y su amor me rozaba la piel como una caricia, un ligero cosquilleo grato y confortable.

– No te preocupes por la pasión -dijo mi padre-. La pasión puede llegar o no. Puede inundar tu vida y dar a tu existencia vaivenes insospechados. Puedes pasar del infierno a la gloria sin darte cuenta. Pero el amor es otra cosa. Hay muchas clases de amor. Yo creo que entre vosotros hay amor.

Desde aquel día mi padre fue especialmente amistoso con Ezequiel.

«Ya no tiene celos», pensé de modo absurdo. «Mis confidencias le han hecho ver que mi amor por Ezequiel no disminuirá nunca mi amor por él.»


Los hijos de don Cosme, el rico del pueblo, se educaban en la capital. Las niñas en las Carmelitas, los niños en los Agustinos. «Quiero que tengan principios», nos dijo un día a Ezequiel y a mí. «Buenos principios.» No pretendía disculparse por no tenerlos en la escuela. Simplemente nos hacía confidentes de sus proyectos educativos. «Mano dura y buenos principios.»

Cuando empezaba a anunciarse la primavera, llegó el Obispo a confirmar a los niños de los alrededores. Don Cosme organizó un buen banquete en su casa y nos invitó con otras personas que él consideraba importantes: el médico, el veterinario y por supuesto los curas de los pueblos vecinos.

Don Cosme tenía viñas y bodegas. Vivía en mi pueblo pero se consideraba el dueño de la zona. Como él decía a Ezequiel: Es como si usted fuera maestro de aquí abajo porque aquí vive y además mis tierras están también arriba en el pueblo de usted, así que no sé a qué viene tanto pueblo de Arriba y de Abajo si los dos son míos…

La visita del Obispo le llevó más lejos en la exposición de sus ideas. A la hora del café, los puros y las copas, levantó la suya en honor del Prelado y por primera vez le oímos pronunciar un discurso.

– Señor Obispo, Ilustrísima persona, brindo aquí por su larga vida dedicada a la fe y a la propagación de la doctrina cristiana y ante los nubarrones que nos acechan y que van cubriendo la patria de amenazas, quiero decirle muy claro que aquí nos tiene y nos tendrá siempre en este pueblo para defender la religión de nuestros padres…

Un poco sorprendida por el tono del brindis yo miré a Ezequiel y me pareció que él no quería mirarme. No se movía y tenía los ojos bajos, como si pensara en lo que estaba oyendo, como si se concentrara en lo que pensaba. El humo de los puros estaba empezando a marearme y en cuanto pude, me levanté y me escabullí sin despedirme y al llegar a casa me eché en la cama, sudorosa y exhausta. Ya por entonces se movía el niño en mi interior y cambiaba de sitio con frecuencia sobre todo de noche. Aquellas vagas muestras de actividad que observaba en los primeros meses, se habían convertido ahora en codazos, patadas, qué sé yo.

Estaba cansada pero no me podía dormir y cuando Ezequiel llegó ya avanzada la tarde, me encontró a oscuras y se alarmó.

– No habrá llegado el tiempo -dijo sobrecogido.

Reí ante su temor y le tranquilizó mi risa.

– Todavía falta un mes, no tengas miedo…

Pero otro tiempo se acercaba, me dijo Ezequiel. Había estado con Amadeo después de la comida y le había dicho que era urgente que le acompañara a León, que allí se reunían cada día en casa de su hermano gentes muy enteradas de las cosas políticas, gentes que le querían conocer y que le iban a hablar de grandes cambios buenos y decisivos para todos, pero que requerían más que nunca la acción de nosotros, los maestros.

– Teniendo en cuenta -me decía Ezequiel- que el treinta y dos por ciento de los mayores de diez años son analfabetos en este país nuestro.

Las palabras de Ezequiel me llegaban de lejos, como un sonido agradable, pero no las seguía, no me inquietaban ni despertaban en mí interés alguno en aquel momento.

Sólo como un relámpago fugaz me vino a la mente el recuerdo de unas frases en el brindis de don Cosme: «Ante las amenazas que cubren la patria…» ¿Tenían que ver aquellas amenazas con las reuniones de Amadeo? Al llegar a este punto me quedé dormida, hundida como estaba en el limbo de mi maternidad.


Las clases de adultos seguían adelante. En los últimos meses era Ezequiel el único que se encargaba de ellas para evitarme un esfuerzo más.

Había un espacio de tiempo dedicado a las clases propiamente dichas, clases de alfabetización, de cálculo, de nociones científicas o históricas y había otro espacio dedicado a la charla y discusión sobre temas cercanos, sociales y sanitarios o sobre acontecimientos de actualidad que Ezequiel les mostraba en los periódicos. Poco a poco, este segundo espacio fue creciendo ante la avidez de los alumnos por informarse de todo lo que sucedía lejos, en un mundo del que vivían aislados. Ezequiel se dejaba llevar del entusiasmo. «Ya saben hablar», me decía. «Han aprendido a expresar lo que piensan…»

Yo frenaba su exaltación. «Tienes que seguir con las clases. Primero leer y aprender; luego ya vendrá lo demás.» Asentía, pero una creciente inquietud le desazonaba. «Sé que tienes razón. Pero ignoran sus derechos, sus necesidades, son fáciles de convencer por cualquiera, están en manos de quien mejor los sepa manejar. Yo no quiero hacer política; quiero sólo defenderles de la política…»

Pronto iba a sufrir las consecuencias de sus excesos. Una visita del Inspector de Enseñanza le dejó estupefacto. Como un jarro de agua helada cayeron sobre sus fervorosos empeños las palabras del enviado: «Clases, las que usted quiera, ciencia la que usted quiera, pero mítines, de ninguna manera.»

– Te han denunciado, Ezequiel -decía Amadeo, el carpintero-. Te ha denunciado algún malnacido de por aquí. O el Cura o don Cosme, vete a saber…


Me puse de parto a las cinco de la tarde y las campanas empezaron a sonar a las ocho. Los dolores iban y venían siguiendo el ritmo de las contracciones y entre dolor y dolor yo me decía: ¿Pero qué campanas son ésas? ¿Pero qué boda o bautizo o santo? Ezequiel salió a buscar a la partera que era una mujer del pueblo, vieja y experta por demás. Yo oía gritos y voces y risas y las campanas sonando sin parar. Las campanas ¿por qué?, me preguntaba. Vino Ezequiel con la partera y me dijo: «Vuelvo corriendo que anda el sacristán con los mozos y los chicos y me parece que ha llegado lo que tenía que llegar…» Desapareció y me dejó con la comadre que se movía por la casa poniendo la caldera de agua a hervir, preparando toallas y sábanas. Y siempre aquel jolgorio que venía de fuera, de la Plaza, de la Iglesia. Los dolores se entrelazaban, seguidos, termina uno, empieza otro; los dolores se sucedían y yo mordiendo el pañuelo para no gritar. Los dolores me enloquecían. «Morirse no puede ser peor», decía yo, me lo decía a mí misma, mientras la comadrona murmuraba entre dientes algo sobre los hombres y lo poco que iba a durar el mundo si fueran ellos los que tuvieran que parir.

En esto entró Ezequiel y se me vino a la cama y me cogió la mano entre las suyas, que temblaban, y me dijo: «Ha llegado, Gabriela, ya está aquí.» Y yo con el pañuelo entre los dientes, desencajada, desvariando de dolor, sin saber de qué estaba hablando, sin poder ocuparme de otra cosa que del dolor, más fuerte, más cercano, inmediato, ya sólo un único dolor interminable, sin pausa ni reposo, brutalmente extendido por mi cuerpo…

«Viva la República», se oyó gritar fuera. Y en seguida: «Viva, viva…» Luego las campanas cesaron y en ese instante me arranqué el pañuelo y dejé escapar un grito que rodó libre, por las calles del pueblo.

Dijo Ezequiel, me lo dijo después, que tras mi grito se había oído el grito del Cura increpando al sacristán: «¿Y tú quién eres para tocar las campanas, quién te dio permiso, quién te mandó?»

Un tercer grito, más débil, más pequeño vino a unirse a los del Cura y el mío. Mi hija se abría camino en este mundo, se instalaba llorando en nuestras vidas. Faltaba poco para las doce de la noche de aquel día que nunca olvidaré. Era el 14 de abril del año 1931 y hacía diez meses y medio que nos habíamos casado.

– Nunca he visto el mar -me dijo en una ocasión Ezequiel-. Ya ves, hasta la mili la hice en Castilla…

Revelaciones de este tipo me hacían reflexionar sobre nuestras diferencias. Aunque los dos veníamos de familias modestas, había un grado de inferioridad, un matiz de precariedad en todo lo que tocaba a la suya. Más pobres, más desamparados, más desvalidos que nosotros, pensaba yo. Una ternura protectora me embargaba cada vez que descubría el esfuerzo que había significado para Ezequiel llegar hasta aquel pueblo, hasta aquella escuela con su cama y su maleta por toda posesión y su titulo de maestro por todo futuro.

Ezequiel, que dedicaba una buena parte de su sueldo a comprar libros, que disfrutaba compartiendo con los niños lo que aprendía en ellos, no había visto nunca el mar.

– Esto se va a arreglar -me dijo esperanzado a los pocos días de proclamarse la República-. Esto va a cambiar. Sostenía en las manos el periódico y leía: «Los maestros se adhieren entusiásticamente a la nueva República…» «Una de las reformas más urgentes que va a emprender la República es la reforma de la enseñanza…» «La dignificación de la figura del maestro será el primer paso de esta reforma…»

Yo sostenía a la niña en brazos. Se acababa de quedar dormida y también a mí se me cerraban los ojos, falta de sueño como andaba desde su nacimiento.

– Ha venido el Cura a ver cuándo queremos bautizar a la niña -dije de pronto.


Ezequiel suspendió la lectura y se me quedó mirando sorprendido.

– La niña no se va a bautizar nunca -dijo-. Yo se lo diré al Cura si vuelve a preguntarnos…

Yo estaba convencida de que ésa era la respuesta que Ezequiel iba a darme y, también, la que yo deseaba que me diera. Pero una sombra de preocupación me envolvió. Era fácil adivinar que aquél sería el comienzo de una sorda guerra entre el Cura y las gentes que le apoyaban y nosotros, con los pocos vecinos que habían gritado, aquel día de abril, viva la República.

– Todo va a cambiar quieran ellos o no -dijo Ezequiel-. Va a cambiar y nuestra hija crecerá en una tierra sin fanatismos ni injusticias…

Le brillaban los ojos de la emoción. Para ocultar la mía, acaricié a la niña y dije:

– Todo va a cambiar y algún día cogeremos a esta niña y a los niños de nuestras escuelas y nos iremos todos juntos, en un autobús grande, a ver el mar…


Si yo quisiera explicar lo que era entonces para mí la política, no sabría. Yo creía en la cultura, en la educación, en la justicia. Amaba mi profesión y me entregaba a ella con afán. ¿Todo esto era política?

En Ezequiel encontré la continuidad de lo que mi padre me había enseñado, la austeridad, la mística del trabajo, la inagotable entrega. ¿Era eso política?

Ezequiel me leía fragmentos de discursos, artículos y noticias que tenían relación con la enseñanza. Yo apenas tenía tiempo para leerlos por mí misma, ocupada con la niña y con mis tareas habituales, pero al escuchar aquellas hermosas palabras, se me llenaban los ojos de lágrimas. «Es deber imperativo de las democracias el que todas las escuelas, desde la maternal a la Universidad, estén abiertas a todos los estudiantes en orden no a sus posibilidades económicas sino a su capacidad intelectual», decía un decreto publicado en la Gaceta.

En un artículo se arengaba a los maestros: «La República se salvará por fin por la escuela. Tenemos ante nosotros una obra espléndida, magnífica. Manos pues a la obra.» ¿Era eso política? Al parecer lo era. No habían pasado quince días desde la proclamación de la República y ya teníamos a don Cosme en casa, ladino y conciliador. Venía a ver a la niña y a advertirnos de los peligros que iba a encerrar para nosotros el apoyo incondicional a la nueva República.

– Dejarse de políticas. Las políticas que las hagan ellos en el Parlamento. Nosotros aquí, en el pueblo, paz y respeto para todos. -Y acto seguido-: Y no me diga, Gabriela, que con estas modas de la República no va usted a bautizar a la niña, que no me la va a dejar mora, tan preciosa como es la criatura…

La suerte estaba echada. Fuera o no política, estaba claro que nuestras ideas estaban en total acuerdo con las que la República proclamaba a los cuatro vientos.

«Tenemos el deber de llevar a las escuelas las ideas esenciales en que se apoya la República: libertad, autonomía, solidaridad, civilidad.»

– A la sobrina de Amadeo le han puesto el nombre de Libertad -me dijo Ezequiel cuando nació la niña.

– Está bien, allá ellos. Pero nuestra hija se va a llamar Juana como tu madre -le contesté yo.

El guardó silencio y yo me irrité.

– No empieces a engañarte con las palabras -le dije-. La libertad está ahí y hay que luchar por ella pero no empieces a conformarte con las palabras. Las palabras se gastan y pierden brillo. Los hechos no…

La niña se llamó Juana y no fue bautizada. Después de la nuestra, habían nacido dos niños más y sus padres tampoco quisieron bautizarlos.

– El Cura debe estar furioso -le comenté a Ezequiel-. Lo único que temo es que crea que es obra nuestra.

Así que en la próxima clase de adultos Ezequiel lo dejó todo muy claro: que nosotros habíamos decidido libremente no bautizar a la niña, pero que ellos consideraran, también libremente, su decisión, porque no se trataba de alardear de nada que no hubiese sido firmemente meditado. Que no se trataba de ir en contra de nadie ni de provocar a nadie y menos aún de perder el respeto a los que no pensaban como nosotros.

– Yo no pierdo el respeto a nadie -dijo uno de los padres rebeldes-. Ellos son los que me lo tienen perdido desde hace mucho. Yo no voy a la Iglesia porque no quiero y no bautizo a mi hijo porque no quiero. Pero no voy a disimular porque a ellos les moleste. ¿Disimulan ellos cuando bautizan a los suyos por si me molesta a mí?

«Ellos» se había convertido en un vocablo cargado de misterios y suposiciones. Para los republicanos, «ellos» eran don Cosme y el Cura y los que compartían sus opiniones. A su vez «ellos» éramos nosotros para don Cosme y sus aliados.

En los pueblos pequeños y alejados de las ciudades como los nuestros, las primeras reacciones frente a la República fueron el desconcierto y la desconfianza. En seguida la toma de posiciones se fue acentuando y se produjo una evidente división. Sin que nadie interviniese directamente, los vecinos se fueron agrupando en dos núcleos significativos, a favor unos y en contra otros del nuevo Gobierno.

Corrían rumores, comentarios socarrones. Se lanzaban unos y otros frases intencionadas. Era un tanteo, un ensayo general, una maniobra de fogueo.

– Don Cosme, vaya preparando las ovejas que me las voy a llevar un día de éstos -decía Pancho el pastor, que estaba en la casa desde la época del padre de don Cosme y mantenía con el amo unas relaciones de absoluta confianza.

– Antes de que te las lleves tú, las enveneno -replicaba riendo don Cosme.

– ¿Y las viñas? -pinchaba el pastor.

– Antes de que me las quiten, las quemo -contestaba don Cosme.

Ya había desaparecido la broma. Se advertía un matiz de seriedad en la respuesta. Se vislumbraban ya las iras encendidas del desacuerdo.

Un día en la pared de la Iglesia apareció un letrero escrito con carbón: «Abajo el clero.»

Al terminar la Misa salió el Cura con el pelo blanco revuelto, la sotana mal abotonada y empuñando un cepillo de raíces, que dirigió con fuerza contra el muro. Las palabras se borraron, pero la mancha negra quedó allí, informe y amenazante.

Los niños no eran ajenos al clima que empezaba a crearse en el pueblo. En la escuela fluían los comentarios, inocentes unas veces, intencionados otras.

– Dice mi padre que la República quiere quitar las iglesias…

– Será porque tu padre es el campanero y tiene miedo a quedarse sin oficio…

– Peor es el tuyo que nunca lo ha tenido…

Poníamos paz. Entre Ezequiel y yo habíamos preparado una lección ocasional sobre la República. Una lección histórica, llena de prudencia y moderación, en la que eludimos pronunciar una sola palabra de ataque a instituciones o personas.

Los niños la escucharon en silencio y no preguntaron nada.

Fue después, al discurrir de los días, cuando empezaron a surgir entre ellos las pullas, los pequeños ataques, las desavenencias que reflejaban las distintas posturas de sus padres. No obstante, poco a poco, una nueva normalidad se instaló en el pueblo. La calma presidía la vida del lugar. Aparentemente nada había cambiado a pesar de los continuos informes de la prensa.

Reforma agraria, reforma sanitaria, reforma de la enseñanza. Las reformas discurrían por la tinta fresca, pero todavía no se veían señales de su realización.

Entre el deslumbramiento por los cambios políticos del país y el desconcierto de nuestra nueva situación familiar, el tiempo fue pasando y sin darnos cuenta el verano se nos echó encima.

Yo estaba deseando llegar a casa de mis padres para que conocieran a su nieta y para encontrar alivio a la crianza de Juana con la ayuda de mi madre.

La víspera de las vacaciones un suceso vino a empañar nuestra alegría. Amadeo, el carpintero, nuestro amigo, fue asaltado una noche cuando volvía andando, solo, de visitar a unos parientes en un pueblo cercano. En la oscuridad no pudo reconocer a sus atacantes; aunque, decía él, «seguro que no eran de aquí».

Le pegaron una buena paliza y dice que sólo una palabra pronunciaban: masón, masón, masón, mientras le golpeaban.


La maternidad me colmaba de nuevas sensaciones. Lo mismo que en el embarazo mi cuerpo, replegado en sí mismo, se había aislado del mundo exterior, ahora, con la niña cerca de mi, creía percibir todas las vibraciones de la tierra. Me sentaba en el poyo del emparrado o debajo del enorme nogal que sombreaba la huerta de mis padres y las horas pasaban tranquilas.

El menor movimiento de una mano, un parpadeo, un mohín de la niña, me trastornaba. Vivía entregada a aquel contacto cálido mientras el tiempo se escapaba dulcemente.

Ezequiel se acercaba a nosotras y pretendía ilusionarme con los proyectos que le pasaban por la cabeza acerca del futuro de nuestra hija. Pero yo no lo entendía. Absorta en su cuidado no podía imaginar otro proyecto que el de su sueño, su próximo biberón o la mueca ¿de dolor? que a veces cruzaba por sus labios. Mi vida transcurría ajena a cualquier fenómeno que no fuera el de mi maternidad. Cuando la niña dormía en su cuna, yo me instalaba a su lado y sin darme cuenta me sentía caer en un letargo. Como si todavía no se hubiera resuelto la separación, el corte del cordón que nos unía, seguía yo prisionera del ritmo y la frecuencia de sus funciones vitales: dormía cuando ella dormía y me embargaba el dolor cuando ella, por la menor causa, lloraba.

Fue un verano caluroso y espléndido. ¿El mejor de mi vida? Es difícil seleccionar en el recuerdo los momentos felices. Pero aquél fue sin duda el más hermoso y sereno de los veranos. Atrapada voluntariamente en mi papel de madre, prescindía de lo que me rodeaba, hasta el punto de aislarme de las conversaciones que mi padre y Ezequiel mantenían con frecuencia y de las que me llegaba como un lejano eco de dudas y esperanzas.

Mi madre respetaba mis silencios. Nunca fue muy charlatana, pero ahora la percibía activa a mi alrededor, atendiendo a todas las complicaciones que nuestra presencia le creaba.

En cuanto a mi padre, se daba cuenta de lo necesaria que era su compañía para Ezequiel. Los veía a los dos, torpes en su papel de hombres, innecesarios y ajenos a la complicidad espontánea de las mujeres. Por primera vez en mi vida prefería la cercanía de mi madre a la deseada y siempre añorada de mi padre. Pienso que él lo entendía y volcaba su interés en un Ezequiel abandonado y un poco receloso.

Poco a poco, el verano fue pasando y se acercó el momento de partir. Me costaba trabajo arrancar de aquel delicioso refugio. Al despedirme de mi madre, me sentí más hija que nunca, desamparada y huérfana al separarme de ella. Cuando dejé a los dos en la Estación, uno al lado del otro, me pareció intuir los confusos eslabones que nos unían; la red de misteriosas ligazones, que nos encadenaban y que el nacimiento de mi hija había desvelado en mi.


Cuando nació la niña, toda la casa se volvió cocina. La cortina que había separado nuestra cama del resto de la estancia, permaneció ya siempre corrida y así todo el espacio disponible quedaba a la vista, sin trabas ni estorbos. El calor del hogar y el olor de las comidas se extendía por la habitación.

La cuna presidía nuestra vida. Los biberones iban y venían del agua hirviendo a la mesa en que se alineaban todos los utensilios de la niña. Yo no podía criarla y desde el primer momento aquel trabajo de limpieza y asepsia me tenía obsesionada.

– «Échelo todo junto, que uno encima de otro alimenta más», me decían las mujeres del pueblo. Ellas ni siquiera lavaban el frasco y se limitaban a añadir nueva leche, sin rebajarla ni hervirla, y las botellas tenían un fondo de cuajada agria.

Como madre primeriza todas me daban consejos y, a mi vez, aprovechaba yo para tratar de convencerlas de los principios imprescindibles de la higiene infantil.

Algunas me decían que echaban en el biberón unas gotas de aguardiente para que el niño durmiera mejor. Otras le ponían adormidera para conseguir el mismo resultado. La ignorancia de aquellas mujeres me tenía descorazonada. Tan pronto como volví a ocuparme de las clases de adultos introduje, un día a la semana, charlas sobre el cuidado de los niños pequeños. Las jóvenes venían y mostraban interés. Las viejas se burlaban y aconsejaban a sus hijas que no me hicieran caso. «Toda la vida de Dios ha sido así», decían con un convencimiento tozudo.

Nacían muchos niños, pero durante el primer año la mortandad era muy frecuente. Yo vivía en constante preocupación con las infecciones y encargué a Amadeo algún libro moderno sobre cuidados infantiles. Me trajo de León una cartilla sanitaria con el ABC de tales cuidados y compartí con las mujeres mis nuevos conocimientos.


La ropa se lavaba en el río, como en mi pueblo. Yo conocía el río y la forma de lavar en él y allá me dirigía con mi balde de cinc aprovechando los momentos en que la niña no me necesitaba, al mediodía o a la tarde, según la época del año. No siempre coincidía con las otras mujeres que disponían de un horario más libre que el mío. No me importaba, porque el tiempo del lavado se convertía para ellas en una ocasión de chismorreo. Entre risas y susurros, las vidas ajenas burbujeaban en la espuma de la colada. Río abajo naufragaban reputaciones entre burlas maledicentes. Cuando esto ocurría en mi presencia volvía a casa desalentada. Ezequiel me animaba. «Contra esto también tenemos que luchar, contra ese rasero mezquino con el que quieren medir a todos.»

En el río me enteré, sin quererlo, de adulterios tristísimos y de paternidades supuestas, de herencias amañadas y de viejos rencores trasladados de padres a hijos, de abuelos a nietos. Pero el río era hermoso y cuando estaba sola me recreaba en la paz del paisaje, el murmullo de la brisa entre los chopos, el discurrir tranquilo del agua, sólo apreciable en el temblor de la superficie. La percepción de la Naturaleza me despojaba de toda atadura presente. Me parecía que mi ser entero se deshacía de sus límites, sensible sólo a la atracción de la tierra impasible.


Castrillo de Arriba, el pueblo de Ezequiel, era más pobre que el mío. Su escuela también era peor. Desmantelada y oscura, había hecho milagros para convertirla en un lugar habitable. Luego estaba la lucha con los padres más ignorantes por más abandonados a su miseria.

– Hay tracoma, tuberculosis, bocio, ¿quieres más? -me decía al llegar a casa los días negros en que todo parecía convertirse en un largo camino sin final. Otros días llegaba alegre porque había conseguido vencer alguna resistencia, avanzar un poco en la dirección deseada.

– Lo que ocurre es que nosotros no podemos resolver casi ninguno de los grandes problemas. El hambre y la enfermedad son asunto del Gobierno. Pero ¿cuándo van a empezar los republicanos a cumplir sus promesas?

Mediaba febrero, con la escarcha brillando en las callejas del pueblo. El humo de los hogares se disolvía con dificultad en un cielo duro, de un azul blanquecino. Hacía daño respirar. Parecía que el aire estaba suspendido en capas heladas. Llegó Ezequiel con la cara amoratada, envuelto en la pelliza y la bufanda, golpeando los pies entumecidos de los kilómetros que recorría cada día, de casa a la escuela, arriba y abajo.

– Hay novedades. -Más que novedades, instrucciones para poner en práctica lo que ya sabíamos: se acabó la religión en las escuelas.

Y me enseñó la circular que acababa de recibir de la Inspección. «La escuela ha de ser laica. La escuela sobre todo ha de respetar la conciencia del niño. La escuela no puede ser dogmática ni puede ser sectaria…»

Estábamos de acuerdo pero también sabíamos las dificultades que íbamos a encontrar. En primer lugar estaba el problema de los símbolos.

«La escuela no ostentará símbolo alguno que implique confesionalidad, quedando igualmente suprimidas del horario y del programa escolares la enseñanza y la práctica confesionales.»

Todo estaba muy claro. Pero se esperaba que fueran los maestros quieres dieran la primera batalla.

– ¿Te imaginas a don Cosme? -pregunté yo.

– ¿Y el Cura? -añadió Ezequiel. Era el mismo Cura para los dos pueblos y para los caseríos que se agrupaban en pequeños núcleos de familias por los montes cercanos.

Guardamos silencio durante algún tiempo y luego Ezequiel dijo:

– Lo haremos. Hablaré con el Alcalde para que toque a concejo, informaré a los vecinos.

Estaba empezando a nevar. Los copos de nieve se aplastaban en el cristal con una violencia agresiva.


No eran muchos. La mayoría, del pueblo de Abajo pero también se acercaron algunos de otros puntos del Ayuntamiento.

El Alcalde tomó la palabra. Era un viejo reposado, respetuoso con las leyes y con las personas. Parecía violento y a la vez decidido.

– … y nos hemos reunido aquí para haceros saber que de orden del Gobierno se va a proceder a quitar el Crucifijo de las escuelas…

El silencio se extendía por la sala. Todos estaban en pie porque no había bancos ni sillas donde sentarse. Se veía el aliento de los asistentes convertido en nubecillas de vapor al contacto con la atmósfera gélida de la habitación.

Cuando el Alcalde terminó su breve discurso Ezequiel tomó la palabra.

– No es un ataque a vuestras creencias. No es un insulto ni un desprecio. Pero tenéis que entender que la escuela no puede ser un lugar para hacer fieles sino un lugar para aprender lo más posible, y llegar a ser hombres y mujeres cultos. Para aprender a ser buenos cristianos, tenéis la Iglesia, no lo olvidéis. La Iglesia Católica aquí y en otros lugares las Iglesias de otras religiones que también merecen respeto.

El silencio era total. De pronto una vieja se echó a llorar.

– Ya ni a Dios nos van a dejar a los pobres -dijo entre sollozos.

Su marido le cogió la mano.

– No llores, Maria -le decía-. Que no es eso, mujer, que ya verás como no es eso…

Un hombre joven tomó la palabra.

– Digo yo, don Ezequiel, si no sería bueno votar eso del Crucifijo, porque digo yo que así se sabe si estamos o no todos de acuerdo.

El Alcalde intervino.

– No hay nada que votar, Andrés, porque esto es una orden de arriba, no un capricho del maestro.

El silencio se había roto y todos opinaban; en voz alta unos y otros en susurrados apartes cautelosos.

Ezequiel se dirigió al Alcalde: «Espero instrucciones sobre la forma y la fecha en que se cumplirá lo anunciado. Yo explicaré a los niños…»

– Usted no va a explicar nada a mi hijo porque no va a volver a esa escuela sin Cristo y sin moral… -dijo iracundo un vecino.

– Pues mándalo a los frailes de León -apuntó otro risueño-. Gástate los duros y mételo allí interno.

Unos pocos se acercaron a nosotros. Los conocíamos. Eran nuestros discípulos de las clases nocturnas. Pero no todos. También observamos que algunos de entre ellos se retiraban prudentemente, sin decidirse a mostrar su opinión.

Por las calles nevadas se retiraron todos presurosos hacia sus casas. Al amor de la lumbre, crecería el rumor de las conversaciones.


Regina, nuestra vecina, que se había quedado al cuidado de la niña, nos esperaba ansiosa de noticias.

Era una mujer joven, que asistía a mis clases de adultos. Nunca olvidaré lo que supuso para mí aquella ayuda. No quiso mi dinero, que era escaso, pero todo el dinero del mundo no habría sido suficiente para pagar la amorosa atención que dedicaba a mi hija.

Amadeo llegó más tarde y poco a poco fueron entrando con aire furtivo cuatro o cinco mozos. Hasta muy tarde permanecimos de charla. En torno a la lumbre baja del hogar, sentados hasta en el suelo, parecíamos un grupo clandestino preparando una acción o una batalla. Pero era una acción pacífica y una batalla incruenta.

– No es la religión lo que les preocupa a algunos -decía Amadeo-. Lo que les preocupa es que ya no van a poder explotar a los demás con la cosa religiosa. -Tienen que comprender -decía Ezequiel- que la la moral es otra cosa; está por encima de las religiones. La moral es el resultado de aceptar la verdad y la justicia en todas partes del mundo. Porque la verdad y la justicia no tienen fronteras…

Como el fuego se iba consumiendo, se fueron marchando en silencio, uno a uno, como habían venido, con su aire de conspiradores alegres.

Antes de dormirme recordé que ni don Cosme ni por supuesto el Cura habían dado señales de vida. Al día siguiente Amadeo nos contó que hasta las doce de la noche hubo luz en la sala de don Cosme. Desde la calle se oían las voces de él y del Cura y de media docena más.

Al quitar el Crucifijo de la pared lo hice con sencillez, sin alarde alguno de solemnidad. Lo guardé en el cajón de la mesa y empecé las clases del día.

Acababa de pedir a los mayores sus comentarios sobre un párrafo del Quijote que habíamos leído, mientras los más pequeños copiaban el trabajo preparado en la pizarra, cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció la figura conocida del sacristán.

– ¿Qué pasa, Joaco? -le pregunté.

Era un hombre de escasa inteligencia, inútil para un trabajo concreto, pero buena persona y dispuesto a ayudar a quien se lo pidiera.

– Que dice el señor Cura que me dé el Crucifijo…

La sorpresa me dejó muda un instante.

– ¿Y para qué quiere él el Crucifijo? -fue todo lo que se me ocurrió decir.

– Para guardarlo bien, que usted le da mal trato -aseguró el torpe enviado.

– Dile al señor Cura que el Crucifijo es de la escuela y aquí estará bien guardado hasta que me ordenen lo que he de hacer con él.

Los niños se miraban entre sí y me miraban a mí conscientes de la embarazosa escena que el sacristán había provocado.

– Que me lo dé le digo, que luego me la cargo yo -insistió Joaco.

Fue el hijo de Regina, uno de los chicos mayores, quien resolvió la situación.

– Vete, Joaco, y no interrumpas, que estamos estudiando.

Joaco se fue con la boina entre las manos, como había venido, y me dejó la certeza de una nueva angustia. Me pareció que nuestras vidas iban a estar marcadas de ahora en adelante por el signo de la incomodidad. Señales de alarma se encenderían periódicamente obedeciendo a un plan. Era la reacción inevitable ante las transformaciones que iba a sufrir el país en algunas de las cuales nosotros, los maestros, estábamos comprometidos.


Regina, la vecina que tanto me ayudaba, había tenido un hijo de soltera. Se había ido muy joven a servir al pueblo grande, el que era cabeza de partido. Y cuando volvió traía en los brazos al pequeño. La señora de la casa en que estaba era modista y Regina la ayudaba en todo lo que podía, así fue aprendiendo el oficio a la vez que fregaba y planchaba y cocinaba. Cuando llegó al pueblo con su hijo, abrió la casa vacía de sus padres -cuatro paredes sucias llenas de telarañas-, la limpió y la pintó y se instaló a vivir en ella. Al principio fue el blanco de la curiosidad del pueblo entero. Las aguas del río arrastraron, con la suciedad de la ropa, la acidez de las críticas. Poco a poco, a fuerza de trabajo y de constancia, Regina encontró su lugar. Cosía para quien se lo solicitaba. Cobraba unas monedas o recibía el pago en especies: huevos, chorizo, un saco de patatas. Cuando yo llegué al pueblo, la historia de Regina y su hijo se había sedimentado.

El niño había crecido y era un chico grande dispuesto a abandonar la escuela para aprender un oficio. Fue Ezequiel quien le aconsejó: «Busca como puedas salir de aquí.» Y a su madre: «Piensa a ver de qué modo podrías ayudarle.» Entonces, sorprendentemente, Regina contestó sin vacilar:

– Con su padre, le voy a mandar con su padre, que se ocupe de él, que va siendo hora al cabo de los años…

Era la primera vez que hablaba de su padre, pero no fue la última. Llevada de la confianza y el afecto que nos teníamos, completó su historia.

– El chico es hijo de un señor de dinero. Casado y sin familia. Quiso taparme la boca con unos billetes, pero yo no quise. «Espera, que ya llegará el día», le dije. Y ha llegado. Con una carta se lo voy a mandar.

Escribió la carta, puso en el sobre el nombre, la dirección y otros detalles y mandó al chico al camión de la teja con Amadeo, que se había ofrecido a hablar con el conductor.

– Que paso por allí, hombre. Que me paro y le indico al chico la Plaza, que es muy céntrica y fácil de encontrar…

Regina se quedó llorando. Le caían las lágrimas sobre el traje que estaba cosiendo, color menta con un volante en el borde, para la hija del Alcalde.

Desde que se quedó sola, Regina venia con frecuencia a nuestra casa. A última hora, cuando la luz de la tarde se desleía en las sombras, la ausencia del hijo lo llenaba todo.

– Parece que la palpo, la soledad que me ha dejado -explicaba. Entonces, con cualquier pretexto venía y yo trataba de darle tareas.

– Sujétame a la niña mientras hago la cena, Regina. Acércame la labor, quería consultarte…

Ezequiel salía a veces hasta el taller de Amadeo, uno de los pocos hombres que no estaba a esa hora en la taberna.

Al cabo de un rato aparecían los dos silenciosos o hablando casi siempre de lo mismo: España y la exaltada esperanza que la República había encendido en los españoles.

La conversación seguía de puertas adentro. La luz de la lámpara de petróleo creaba una zona cálida, un círculo luminoso sobre la mesa, que invitaba a alargar la velada.

– Hay que salir del candil y del petróleo -decía Amadeo-. ¿Te imaginas, Ezequiel, lo que sería tener aquí una radio?

Pero la luz eléctrica llegaba sólo al último pueblo grande y de allí en adelante, hacia Galicia, la oscuridad y la miseria se extendían por los pueblos agazapados en valles y montes.


Desde que me casé, todo en mi vida fue seriedad y trabajo. No es que antes hubiera desperdiciado el tiempo en frivolidades pero en los períodos de vacaciones salía con las amigas a pasear. Charlábamos y reíamos, nos confesábamos nuestros deseos más íntimos, nuestros deseos imposibles. Desde la aventura de Guinea yo cambié mucho.

– Hija, parece que las fiebres te han alterado el carácter -decían mis amigas.

No eran las fiebres. Pero sí un proceso febril de rememoración. De modo obsesivo volvían a mí los días y las personas de aquel mundo lejano. No me gustaba hablar de ello. Era ése un episodio que guardaba en celoso secreto. Las confidencias amistosas se detenían ahí, cambiaba de tema si surgía Guinea en alguna conversación y la curiosidad de mis amigas se fue debilitando a la vista de mi reserva.

A fuerza de mantenerlo escondido, me parecía que no había sido cierto lo vivido. Evocaba mi escuela, los niños negros, el color de los mercados, el calor húmedo que exhalaba la selva, el gris azul del mar; las praderas que nunca alcancé. Emile aparecía sin cesar en mis ensoñaciones. Apenas me atrevía a nombrarle pero, en mi soledad, recreaba cada instante de nuestra amistad, reproducía los rasgos de su cara, la expresividad de sus gestos, su sonrisa.

El día antes de mi boda, di un paseo con Rosa, mi amiga más querida, casada y feliz al parecer en su matrimonio.

– ¿Sabes en quién estoy pensando? -le pregunté

Ella se rió y me dijo:

– En Ezequiel, me imagino, y en la boda.

– Pues no. Estoy pensando en Emile…

Se me quedó mirando asustada.

– No te cases -me dijo-. Estás a tiempo. No te puedes casar pensando en otro hombre, Gabriela.

Me hubiera gustado tranquilizarla, pero no pude. A medida que hablaba era consciente de estar echando sobre los hombros de mi amiga el peso de una responsabilidad. Pero necesitaba ser sincera por una vez, sincera conmigo misma ante un testigo que me sirviera de referencia.

– Emile ha sido el único hombre que hubiera abierto un camino distinto a mi vida. Era la libertad, la lejanía, la aventura, la fantasía. Pero yo no tenía fuerzas. No podía volver. Y al mismo tiempo, ¿quién me dice que él quería que yo volviera? Emile es la señal dudosa que te hace vacilar en un cruce de caminos. Seguramente elegí la dirección acertada.

Rosa lloraba y yo la consolé, liberada por mi confesión de todos los fantasmas inmediatos.


Con Ezequiel, la vida empezó a ser como yo suponía, seria, austera, entregada a la satisfacción del trabajo cumplido.

El nacimiento de la niña completó el cuadro sereno de nuestro matrimonio. Sólo entonces vi aparecer en los ojos de Ezequiel la añoranza de lo no vivido.

– Si esta niña pudiera viajar y estudiar fuera de España y llegar a hacer algo importante…

Últimamente desde que las sacudidas políticas habían alterado la inmovilidad de los pueblos y un hervor de rumores se agitaba a nuestro alrededor, la añoranza se convirtió en decisión.

– Esta niña no vivirá aquí, saldrá de los pueblos, estudiará en una ciudad lo más grande posible, Gabriela. En Madrid o en Barcelona se pueden hacer revoluciones. Aquí, no…

Estaba cansado de enfrentarse cada día a una nueva muestra de la apatía de la gente atizada por los que abiertamente se habían convertido en nuestros enemigos.

No obstante, las noticias sobre los maestros se multiplicaban.

Parecía que la República iba a hacer de la enseñanza el corazón de su reforma.

Una medida que nos reconfortó fue la necesaria subida de los sueldos del Magisterio. Nosotros, con dos sueldos, apenas podíamos vivir modestamente. ¿Cómo vivirán, nos preguntábamos, familias completas que dependen de un solo sueldo de maestro?

La aspereza forzada de nuestras vidas no nos dolía, acostumbrados a ella desde que nacimos. Pero había algo que nos preocupaba más que el dinero: la falta de consideración social que sufría nuestra profesión. Sabíamos de compañeros que eran auténticos esclavos de los caciques de sus pueblos. Otros se convertían en criados distinguidos de unos padres que, en su ignorancia, les exigían dedicación absoluta a lo único que les interesaba: cuentas, cuentas y cuentas. Cualquier intento de hacer de la escuela un lugar atractivo era rechazado por los padres influyentes del lugar. Hacía falta una fuerza de voluntad y una seguridad en sí mismo extraordinaria para sacar adelante un programa estimulante en aquellas condiciones. Por eso los proyectos de revalorizar la profesión que la República proclamaba eran un bálsamo para una llaga que tanto nos había torturado.

«Ahora sí», pensaba yo, «voy a tocar mi sueño con la mano.»

Las nuevas esperanzas me llevaban a trabajar con afán. Para un concurso de trabajos del Ministerio, presentamos uno, de geografía, en el que desarrollábamos el proyecto de estudio de España sobre un mapa natural. Con plantas de verdad, montañas, ríos, los niños lo habían hecho a la sombra de un roble en la parte de atrás de la escuela. Estaban entusiasmados y cada día añadían un nuevo elemento para completarlo. Una mañana apareció destrozado. Una gran cruz de cal cubría toda la extensión del mapa. Los niños estaban desolados. Varios padres vinieron a visitarme a la escuela para decirme cuánto lo sentían.

Desalentada, esperé la llegada de Ezequiel para contárselo.

– No te extrañes -me dijo-, todo el mundo se quita la careta en estos momentos. Pero lo malo es que algunos sólo se atreven a quitársela en la oscuridad…

Así pasaban los días con un sabor agridulce. Del Ministerio y de la Inspección recibíamos ayuda y aliento. Entre la gente del pueblo, algunos nos apoyaban abiertamente. Otros, por miedo o por convicción, se mantenían al margen o actuaban, como decía Ezequiel, desde la impunidad de lo oscuro.


Un acontecimiento inesperado vino a alegrar nuestras vidas.

Ya nos habían llegado noticias de una creación de la República que estaba teniendo mucho éxito por donde quiera que pasaba: las Misiones Pedagógicas. Un grupo de profesores y estudiantes de Madrid y otras ciudades que viajaban cargados de libros, películas, gramófonos y se instalaban por uno o varios días en los pueblos que más lo necesitaban para compartir con la gente una fiesta de cultura. Escritores, artistas, intelectuales, se sumaban a las Misiones día a día. Habíamos oído hablar de ello y ahora se nos anunciaba a través de la Inspección que el pueblo de Ezequiel había sido elegido para celebrar una Misión. También estaban invitados los vecinos de los pueblos cercanos.

«Hay que hablar con el Alcalde, hay que buscar un local, hay que alojarles a ellos…»

Ezequiel estaba nerviosísimo. Vacilaba entre la alegría y el temor a la responsabilidad que le correspondía. «Veremos si esta gente da facilidades. Verás cuando digamos de qué se trata.»

Los temores de Ezequiel no carecían de fundamento. Pudimos comprobar que los ataques a cualquier actuación nuestra eran frecuentes y que se extendían también, indirectamente, a los que se consideraban nuestros amigos.

Las tardes que compartíamos con Regina y Amadeo, se prolongaban a veces en cenas improvisadas a las que Regina aportaba alguno de sus guisos. Cuando se iban, oíamos cómo ellos continuaban hablando a la puerta de nuestra vecina. Un día Regina estaba muy triste. Había recibido carta de su hijo y éste le contaba cómo progresaba la relación con el padre. Parecía contento y Regina no pudo evitar la tristeza.

– Era lo que yo quería para él, pero me parece que a este hijo lo voy a perder para siempre…

Aquella noche cuando se despidieron de nosotros, no oímos conversaciones en la calle. No habían pasado dos días y todo el pueblo lo sabía.

– Amadeo duerme con Regina. Claro, como a ella se le ha ido el hijo…


Precisamente aquel domingo, en el sermón, el Cura arremetió contra Amadeo y Regina. Sin nombrarlos, todo el sermón giró en torno a los que viven amancebados y en pecado, «apoyados por las gentes sin Dios que nos envía el Gobierno para destruir lo más hermoso que tenemos: la fe y la moral de nuestros niños». Regina entró en nuestra casa temblando de ira y más tarde entró Amadeo acompañado de Ezequiel. Por primera vez hablaron claro del asunto.

– No te preocupes, Regina. Si tú quieres, arreglo los papeles sin tardanza y nos casamos. Por lo civil, se entiende. No esperará el Cura que pisemos la Iglesia…

Las alusiones del Cura no nos afectaron. Nuestra conciencia estaba tranquila. Y estábamos satisfechos de la manera en que se desarrollaba nuestro trabajo y nuestra vida en el pueblo. Vivíamos como campesinos. Como ellos cocinábamos en el hogar de leña a ras del suelo; como ellos comíamos cada día del año el cocido modesto de garbanzos, repollo, un chorizo, un trocito de tocino. Y sopas de ajo con huevo por la noche.

Como ellos acarreábamos el agua en cántaros para los usos domésticos. Como ellas lavaba yo en las aguas del río, lo mismo en invierno que en verano, rompiendo a veces los hielos de la superficie para poder llegar al agua. Como ellos.

Pero no cultivábamos nada y teníamos que comprar las patatas, la legumbre, el pan que nos cocían en sus hornos. Pan blanco y pan moreno. Grandes hogazas que se guardaban durante días y que iban estando más suaves a medida que pasaba el tiempo. No sembrábamos ni recogíamos otra cosa que una impalpable cosecha: los avances escolares de los niños. La mayoría lo entendían. Con mayor o menor finura captaban el trabajo que hacíamos. A su manera, lo agradecían. Pero sabíamos que al mismo tiempo estaban prisioneros de la influencia de otras fuerzas que discurrían como corrientes de agua oculta. Un rumor persistente que impregnaba sus raíces y del que se alimentaban sin saberlo. Por la taberna, por el río de las lavanderas, a la puerta de la Iglesia, circulaban los rumores y las amenazas encubiertas. «Nadie regala nada.» «Lo que da la República os lo van a quitar por otro lado.» «Os quedaréis sin tierras ni ganado.»

Propietarios de su miseria, se aferraban a la cabra, a la vaca, al pañuelo de tierra, a la parte de leña que sacaban del monte comunal, al salario de temporada que les daban los más ricos cuando la recogida de las cosechas se echaba encima y no tenían manos suficientes con los criados fijos. La duda y el temor se adueñaban fácilmente de su ignorancia. «Os quitan vuestras costumbres.» «Os negarán hasta el descanso en sagrado.» «Dejarán a vuestros hijos sin moral ni leyes.»

El runrún se volvía más profundo en la noche, cuando inclinaban las cabezas cansadas sobre la almohada y allí estaba, sonando el agua que fluía bajo tierra. Sólo escarbar un poco, brotaría como un surtidor: «¿Y tu qué crees, Juan o Basilio o Máximo? ¿Nos quitarán de veras lo que es nuestro? ¿Nos sacarán a los hijos de casa para llevarlos a trabajar para el Gobierno?»

«No sé, María, Rosa, Genoveva. No sé, pero hay que estar al tanto, a ver qué pasa.» El sueño a veces era una pesadilla.


Cuando circuló la noticia de que las Misiones Pedagógicas llegarían al pueblo de Ezequiel, el murmullo se convirtió en algarabía. Abiertamente, la gente preguntaba: ¿Qué vienen a hacer? ¿Es para el voto? ¿Cuánto nos van a sacar?

Apoyados por los jóvenes de las clases de adultos tratamos de contrarrestar la campaña que se estaba extendiendo en contra de las Misiones. «Y de los maestros, tampoco os fiéis. A ésos los tienen a sus órdenes y enseñan a los niños para que no respeten a los padres ni a Dios y hasta la Patria les parece pequeña.» Ezequiel escribió al Inspector y le dio noticia del clima que algunos estaban creando.

El Inspector ya no era el mismo que un día negara a Ezequiel derecho a tocar temas que no fueran estrictamente académicos. Se presentó en el pueblo y convocó en la escuela a los vecinos. Con discreción y prudencia habló a la gente.

– No se trata de pediros dinero. Tampoco se trata de hacer propaganda política. Tenéis que entender que es un esfuerzo de la República apoyado por personas desinteresadas que dedican su tiempo libre a traeros una fiesta de cultura…

Luego estuvo un rato hablando con Ezequiel.

– Hay muchas reservas entre la gente que ha sido engañada tantas veces. Por otra parte es una actitud primitiva. Les domina el miedo a lo desconocido y eso es lo que explotan los que desean mantenerlos en la ignorancia…

Ezequiel habló con los vecinos que voluntariamente se habían ofrecido a dar alojamiento a los misioneros; se concretó el horario de actuación; se acordó quién iba a prestar caballerías para trasladar el material de las Misiones al pueblo de Arriba y el Inspector se despidió dejándonos más tranquilos.

El lugar elegido para la Misión fue una explanada delante de la escuela. Si llovía, había que habilitar el aula para niños y viejos y los demás quedarían fuera protegiéndose del agua como pudieran. La asistencia prevista era de unas doscientas personas como máximo si era aceptable el eco conseguido por nuestros emisarios en los pueblos y caseríos cercanos. Había expectación y curiosidad. El nerviosismo se extendía por el pueblo de Abajo. Regina me contaba que muchas madres habían llegado con encargos de arreglos para sus hijos.

«Bájame esta cintura, mujer.» «Dale la vuelta al pantalón del padre, que de tanto crecer ya no le valen los suyos.»


La mañana de junio amaneció radiante. El sol golpeaba con el vigor del verano y de la tierra ascendían aromas maduros.

La fragancia de las flores se mezclaba con el olor al tomillo y el romero. Por la carretera vacía, la luz del sol arrancaba destellos de los guijarros clavados en el polvo.

La carretera discurría paralela al río, pero había que cruzar un puente de piedra para salvar el agua. El río pertenecía al pueblo, lo circundaba y regaba sus tierras. Pero la carretera quedaba fuera del territorio, ajena y apartada. En realidad era un camino malo que se perdía al noroeste hasta enlazar con otro igualmente áspero en tierras de Galicia. Rara vez se veían automóviles circulando por ella. Todo lo más, camionetas que transportaban materiales de construcción o productos agrícolas de los pueblos próximos. Para ir a la ciudad había que coger el tren en un apeadero a varios kilómetros y transbordar después en una estación poco importante de la línea general.

A la orilla de la carretera, se fueron formando grupos desde muy temprano. Primero los niños. Después algunos jóvenes. Los últimos las mujeres y los viejos. Los hombres no habían abandonado sus trabajos habituales y mostraban así, con forzada dignidad, su independencia. Yo estaba con Ezequiel al borde de la carretera. La hora prevista ya había pasado y no se adivinaba a nadie en la lejanía. Una mujer cerca de mí murmuró: «Aquí quién va a venir. Aquí no viene nadie…»

Los niños se habían puesto a jugar. Corrían unos en pos de otros, se escondían, se cogían, reían y saltaban, dueños ya de la fiesta. Los viejos, ni protagonistas ni responsables, dejaban pasar el tiempo con indiferencia, vagamente conscientes de que nada podría ya cambiar el trazado de sus vidas.

Un sordo zumbido detuvo el juego de los niños. Se oía lejano, como el inicio de una tormenta. «Ya vienen, ya se oye el motor…», gritaron.

Una nube de polvo precedió al camión que apareció de pronto retumbando sobre las piedras del pavimento.

Al llegar a nuestra altura se detuvo en seco. Encaramados en lo alto del camión, sobre el voluminoso cargamento, dos muchachas y un muchacho agitaban las manos saludándonos. De la cabina salieron tres personas más, el inspector y dos hombres de mediana edad. Nos adelantamos a saludarles. Los niños aplaudían y vitoreaban a los recién llegados. «Vivan los republicanos», gritó uno y todos le corearon. Los muchachos del camión descendían entre bromas y risas y se incorporaron al bullicioso grupo.

– Bienvenidos -dijo Ezequiel-. Todo está preparado para subir allá arriba -dijo señalando el castillo-. El pueblo está al otro lado.

Con ayuda de los chicos, los misioneros descargaban sus bártulos. Paquetes, bultos, cajas, cables.

– Es para el cine. Nos van a echar cine… -dijo un niño.

– Sin luz no hay cine -replicó otro.

– Pero ha dicho la señora maestra que traen aparatos para hacer luz -insistió el primero.

Los encargados del transporte llegaban con una mula y un caballo pero en seguida se vio que no era suficiente para cargar toda la impedimenta.

– Pues usted verá, don Ezequiel -dijo el mozo que sujetaba a los animales-. Allá arriba no hay más y aquí abajo, pues usted verá…

Ezequiel me miró y los dos pensamos lo mismo: «Don Cosme. Hay que acudir a don Cosme.» Sólo él tenía caballos de refresco. Los pocos que disponían de caballerías propias no estarían dispuestos a ceder su único animal siempre ocupado en los trabajos del campo.

Mientras Ezequiel y el Inspector se dirigían a hacerla gestión cerca de don Cosme, el resto de los misioneros se acercaron a mí. Me preguntaban detalles de nuestros pueblos, de la escuela, del carácter y costumbres de las gentes. Las mujeres y los viejos nos rodeaban mientras hablábamos e intervenían cuando podían.

«Oiga, ustedes podrían decir en Madrid lo de la luz» o «Que se acuerden que no tenemos médico en varias leguas a la redonda».

Confusos sobre el verdadero sentido de la embajada, llamaban la atención de los visitantes sobre sus problemas.

– No tenemos poderes para arreglar las cosas. Ojalá los tuviéramos -dijo el más alto, que también parecía el de más edad.

El más joven me preguntó sobre los cultivos y los animales y el difícil equilibrio económico de estos pueblos.

– Esta es la clave de sus problemas. Cambiar las condiciones económicas.

Tomaba nota de todo y me dijo como justificándose:

– Preparo un informe de todo lo que veo. Soy agrónomo…

Nos dijeron sus nombres y apellidos, pero al hablar de ellos, tiempo después, siempre lo haríamos con aquella primera identidad: el alto y más viejo, el profesor; el joven y más bajo, el agrónomo. También los estudiantes quedaron grabados en nuestro recuerdo por los rasgos que los caracterizaban. De las dos muchachas una era pequeña y alegre. Se reía por todo. La otra era espigada y arrogante y más seria. Tenía una hermosa voz y unas manos ahusadas que movía con elegancia. Vestía un traje blanco, inmaculado a pesar del viaje en camión, y unos zapatos de lona, también blancos. Sus ojos brillaban con una chispa de ironía cada vez que los otros discutían por cualquier incidente. Parecía marcar una distancia entre ella y los que la rodeaban, pero no era así. Seguramente esa barrera invisible se derivaba de la gravedad natural de su porte, porque fue muy cordial durante todo el tiempo que estuvo entre nosotros. Se veía que ella era el alma de la Misión, la parte viva y atractiva, la que convertía su actuación en una entrega sin esfuerzo.

El muchacho era protegido y mimado por sus compañeras. Llevaba gafas y un mechón de pelo le caía sobre la frente. La pequeña le trataba con cierta desfachatez.

– Enrique, olvida el griego y echa una mano al altavoz… Enrique, mañana dices tú las poesías. La que mejor te sale es la de Lorca.

Estuvieron dos días con nosotros y vivimos con ellos horas inolvidables. Ayudándoles en lo que podíamos, siguiendo con fervor el desarrollo del programa de actividades, unas para niños, otras para adultos, pero a las que asistían todos fascinados.

Charlamos en las horas de descanso. Intercambiamos opiniones y experiencias, preguntamos y criticamos. Soñamos juntos embargados por una obsesión común: hacer del trabajo de todos la gran Misión que salvara a España del aislamiento y la ignorancia.

Contra todo pronóstico, don Cosme había cedido dos caballos para el transporte del material.

– Nos los dejó por reverencia al cargo administrativo -aseguraba Ezequiel-. Me gustaría que hubieras visto cómo se dirigió al Inspector y cómo le decía, plañidero: «Perdonen si no voy con ustedes, pero me cuesta tanto subir hasta allá arriba…»

Respeto al cargo, deseo de agradar a los vecinos o cualquiera otra razón que le impulsara, el caso es que allá fueron, atravesando el pueblo de abajo y subiendo trabajosamente las cuestas del castillo, las cuatro bestias cargadas, rodeadas, espoleadas por la jubilosa partida de las gentes que acompañaban a los misioneros.


– La idea es hermosa -reconoció Ezequiel-. Es emocionante y estas gentes no olvidarán lo que han vivido. Pero la esperanza se pierde si no llega pronto la confirmación de la esperanza…

Ezequiel, temeroso, adelantaba siempre el desencanto. Pero fue muy hermoso y todavía hoy puedo reconstruir minuto a minuto el desarrollo de aquellas jornadas.

Veo a los más pequeños absortos en el movimiento de los muñecos de guiñol. Veo a los viejos contemplando por vez primera las imágenes en movimiento. Escucho las preguntas de los chicos, más interesados en el misterio de la máquina que en el propio milagro de la película. ¿Cómo se puede? ¿Cómo funcionan los acumuladores? ¿Cómo se para? ¿Cómo se pone en marcha?

Mundos desconocidos aparecían ante los ojos de los campesinos. Documentales de otros países, cine de humor, dibujos animados. La música popular conocida y amada y aquella otra que escribieron genios universales, todo era seguido en reverente silencio.

La poesía de Juan Ramón, de Machado, la seguían con respeto y una extraña emoción. Los romances, como algo suyo, cercano y vivido: La loba parda, El conde Olinos, La doncella guerrera. De algunos conocían versiones diferentes como había comprobado con los niños en la escuela. Un viejo entusiasmado coreaba un estribillo: «Que los amores primeros son muy malos de olvidar…»

Al principio se resistían. Los de Abajo fueron llegando en pequeños grupos. Los de Arriba salían poco a poco del sombrío interior de sus casas y se acercaban precavidos.

El semicírculo se fue ensanchando. Primero eran tan sólo las filas más cercanas al tablado con los bancos de la escuela ocupados por los niños y detrás la gente sentada en sillas que habían arrastrado de sus casas. Luego fueron cerrándose las filas de pie, detrás de los sentados, una y otra fila hasta ocupar el espacio entero.

La música sonaba en los gramófonos durante la espera. Coplas castellanas, gallegas, asturianas, coplas cercanas y reconocibles. Luego, cuando todos parecían bien situados cesó la música y una voz de mujer se elevó sobre la audiencia de cabezas morenas, pañuelos negros, boinas pardas. La voz de la muchacha arrogante se dejó oír y sus palabras lo ocuparon todo.

«Es natural que queráis saber, antes de empezar, quiénes somos y a qué venimos. No tengáis miedo. No vamos a pediros nada. Al contrario; venimos a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante y que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela ambulante donde no hay libros ni matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novillos. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos ante todo a las aldeas, a las más pobres, a las más abandonadas y que vengamos a enseñaros algo, algo de lo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden y porque nadie, hasta ahora, ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros. Y nosotros quisiéramos alegraros, divertiros casi tanto como os alegran y os divierten los cómicos y titiriteros…»

Las palabras resbalaban sobre las gentes apiñadas en torno al tablado. Un silencio total permitía apreciar la gravedad del contenido, la emoción quebrada en la voz de la muchacha que transmitía el mensaje.

«… los mozos y los viejos de las ciudades, por modestas que sean, tienen ocasiones de seguir aprendiendo toda la vida y también divirtiéndose porque están en medio de otros hombres que saben más que ellos, porque sólo con oírlos y mirar se aprende, porque todo lo tienen a la mano, porque la instrucción y las diversiones se les entran sin quererlo por los ojos y oídos… Y como de esto se hallan privadas las aldeas, la República quiere ahora hacer una prueba, un ensayo, a ver si es posible empezar al menos a deshacer semejante injusticia.»

Algunas cabezas asentían con leves movimientos. Otras se inclinaban hacia el suelo como queriendo recoger sin distraerse hasta la última palabra. Un niño lloró. La muchacha de la voz hermosa hizo una breve pausa. Se oía el canto de los pájaros en un árbol lejano. Una vieja aprovechó para decir: «Sólo con esto ya tenemos bastante. Con oír esto, y sobre todo con que hayan venido.» Nadie rió, nadie trató de hacer callar a la vieja. La buscaban con la mirada entre sorprendidos y aquiescentes. De nuevo, la voz se elevó:

«Traemos en estampas luminosas los templos y catedrales antiguos, las estatuas, los cuadros que pintaron grandes artistas. Más adelante queremos traer un pequeño Museo de copias en lienzo de las grandes obras que están en los Museos…»

Verso, teatro, música, la voz prometía, ofrecía, anunciaba el contenido de la fiesta. Y ya el público, receloso al principio, estaba ganado.

«… Cuando todo español, no sólo sepa leer, que ya es bastante, sino tenga ansias de leer, de gozar y divertirse, sí, de divertirse leyendo, habrá una nueva España. Para eso la República ha empezado a repartir por todas partes libros y por eso también al marcharnos os dejaremos nosotros una pequeña biblioteca…» [1]

Los aplausos torpes y suaves al principio, enérgicos en seguida, cerraron la fiesta. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas.


– No siempre es así -nos dijo la muchacha que había leído la presentación-. Hay lugares más pobres y menos civilizados que éste. No se concentran, no nos siguen, no entienden nuestro vocabulario. Y se quejan sin cesar. Porque tienen razón para quejarse. Hambre y enfermedad y miseria es todo lo que han heredado de sus padres…

Éramos doce, y la mayoría sentados en el suelo. Nuestra cocina se había convertido, a última hora, en el lugar de reunión de los misioneros.

– La primera escuela que yo tuve -empezó a contar Ezequiel- fue en un pueblo perdido en la montaña. Enterraban a los muertos sin ataúd, envuelto el cuerpo en unos trapos. Todos los niños tosían. Las niñas vestían una especie de sayales negros y largos. No habían visto un automóvil, ni siquiera un carro…

– Recuerdo una Misión, la primera en que yo estuve -dijo el profesor alto-. No podíamos acercarnos a la gente. Las mujeres corrían riendo, huían de nosotros. Los niños se escondían y nos tiraban piedras.

– En el pueblo que digo -continuó Ezequiel- sólo comían patatas y judías y los días de fiesta un trozo de carne salada o tocino.

«Recuerdo, vi, pude comprobar; hasta vergüenza me daba estar entre ellos; no hay derecho; no es justo; no es humano…»

Nos quitábamos la palabra relatando los aspectos más dolientes de la miseria observada, palpada, de la impotencia ante la miseria.

El estudiante de las gafas dijo espontáneamente:

– No sé cómo pueden ustedes aguantarlo, todos los días…

Se puso rojo por su comentario.

– Quiero decir que es algo heroico y que todo me parecería poco para ustedes, los maestros…

Se hizo un momento de silencio y yo fui recogiendo los restos de la mesa.

– ¿Les hago té de monte? -pregunté-. Porque aquí, café, rara vez.

Todos dijeron que si, que el té de monte era una buena idea y avivé de rodillas la raquítica llama del hogar.

– De todos modos -dije al levantarme-, hay mundos peores. Guinea por ejemplo…

Hablé de Guinea y me escucharon con interés. Entonces, la muchacha seria habló por todos los demás.

– Nosotros somos unos privilegiados. Vivimos en una ciudad, estudiamos, viajamos. Y venimos a los pueblos llenos de entusiasmo a hacer lo que creemos útil y justo. Yo creo en la justicia y la Misión es una ráfaga de justicia…

Las palabras de la muchacha fueron seguidas de un breve silencio. Antes de que Ezequiel dijese algo, intervine yo.

– Ustedes son unos privilegiados, pero son generosos y sinceros. Y tienen en sus manos el mejor de los privilegios: hacer partícipes a los demás de cosas que no se compran con dinero.

Cuando vertí el té de nuestros montes en las tazas, los vasos y pocillos que pude reunir, la conversación siguió por otros derroteros. Ante nosotros desplegaron nuestros visitantes un calidoscopio de las actividades culturales que inundaban las ciudades. Conciertos, conferencias, teatros, exposiciones. Los jóvenes hablaron de la Universidad. El Inspector, del futuro de nuestra profesión.

– Creo que con ustedes y muchos como ustedes…

Proyectos y esperanzas. Siempre las esperanzas parpadeando con un temblor de ilusión y de miedo.

– ¿Nos dejarán? -preguntó el profesor mayor. Su pregunta quedó suspendida en el aire.

Ya era avanzada la hora cuando se levantaron y salieron de nuestra casa acompañados por Ezequiel hacia sus alojamientos.


– Lo que más me gustó fueron los versos. -Y a mí el cine.

– Y a mí los muñecos del teatro.

– Mi madre llegó a casa tan contenta que se olvidó de hacer la cena y mi padre la riñó.

– Dice don Cosme que todo está muy bien, pero que nos van a subir los impuestos. Señora maestra, ¿qué son los impuestos?

Los comentarios tardaron mucho tiempo en extinguirse. Se acordaban los niños y los mayores. A veces nos paraban en la calle o nos esperaban a la salida de la escuela para decirnos:

– Estuvo muy bien y muy bonito todo. A ver si vuelven…

Nos contaron que allá Arriba habían sacado de casa a un paralítico y lo habían llevado en angarillas a ver la actuación de los misioneros. Y que desde entonces había mejorado y se reía y quería comer y había salido de la infinita postración en que vivía.

– Ya hablan de milagro -dijo Ezequiel-. ¡Y poco milagro fue oír en estos riscos la Pastoral de Beethoven!

A los pocos días circulaban por los dos pueblos los préstamos de libros de la Biblioteca regalada por las Misiones.

– Un milagro -repetíamos-. Aunque muchos se limiten a hojearlos, es un milagro.

El milagro se convirtió en euforia cuando, al mes de su actuación en el pueblo, nos enviaron los misioneros el gramófono prometido con una selección de discos de música clásica, canciones regionales y cantos gregorianos. Los domingos por la tarde, después del Rosario, venían muchos a la escuela a oír música. También organizamos charlas en torno a los libros y lecturas en voz alta para los que no podían leer los pasajes más difíciles. El milagro llegó a arrancar un comentario zumbón al Cura.

– A mí mientras no pongan la cultura a la hora del Rosario…

El día que nuestra hija cumplió dos años, la República había conseguido despertar en muchas inteligencias el deseo de aprender, y en los maestros, el deseo de enseñar con más pasión que nunca.

El sueño, nuestro sueño, parecía ampliarse en un horizonte de bienaventuranzas.


– Desengáñate, no merece la pena quedarse aquí, con tan pocas oportunidades para todo -dijo un día Amadeo.

Era otoño. Un otoño lluvioso y revuelto. Caían las hojas de los árboles a cada nueva embestida del viento. El suelo estaba cubierto de una alfombra dorada, verdeamarillenta, marrón. Se pudrían las hojas con la lluvia, y el sol, ausente, nos negaba el suave rescoldo de otros años. Las palabras de Amadeo anunciaban una desconsolada deserción.

– Yo me marcho, te digo. Me marcho a la ciudad. Dice mi hermano que para trabajar en lo que hago, mejor allí. Y luego que la vida la deciden las ciudades. Poco podemos hacer desde este agujero…

– Entiendo que te vayas, Amadeo, pero yo creo que la batalla es la misma en todas partes -dijo Ezequiel.

– ¿Y Regina? -pregunté yo.

– Ella verá lo que decide. Lo mío está muy claro…

Regina andaba triste y huidiza y fui yo quien forzó sus confidencias.

– Ya me dijo Amadeo que se va…

Me miró con un respingo de furia.

– ¿Y a mí qué? Si se va, que se vaya. Yo no tengo que ver con lo que él haga.

Pero yo sabía que Regina iba a quedarse muy sola.

– También antes estaba sola -me dijo-. La soledad es cosa de una, de lo que te va por dentro. Por dentro, todos andamos solos.

Cuando llegó diciembre con su olor a leña quemada, los días se encogieron, aprisionados entre amaneceres perezosos y apresurados ocasos. Nos encerrábamos temprano en casa y cocíamos castañas para comerlas luego, al amor de la lumbre.

Amadeo no hablaba de su marcha, pero emitía señales que anunciaban el progreso de sus planes. Primero fue el desmantelamiento del taller. Se acercó a casa y le ofreció a Ezequiel: «Quédate con lo que te parezca necesario que yo esto lo desmonto rápido.»

Luego fue la venta de la casa. Por el pueblo se corría la voz «La casa de Amadeo, que la vende barata».

Nadie pensaba en comprarla porque nadie tenía necesidad de ampliar su hogar; sólo las parejas de recién casados que no tenían dinero. Al fin pasó a manos de don Cosme.

– Para almacén o para lo que me cuadre -había dicho.

Vendió la casa y desarmó el taller, pero no fijaba la fecha de partir.

Un día coincidieron los dos, Regina y él, en nuestra casa como tantas veces. Pero aquel día no pude más y me lancé a hablar, imprudente e indiscreta, como me dijo luego Ezequiel.

– Ya va siendo hora -dije- de que nos diga Amadeo cuándo se marcha.

Regina se acercó a la niña y le empezó a dar la cena con calma, como si el asunto no fuera con ella. Amadeo miraba, sombrío, el fuego del hogar.

– En cuanto pasen las Navidades -dijo-. Que no quiero empezar aquí otro año. Ya me tiene mi hermano buscado un buen trabajo en León, y una vivienda decente.

La niña tenía sueño y no quería cenar.

– Come, mi vida -le decía Regina-. Come para que crezcas fuerte y no necesites que nadie te rija la vida. Come para ser una mujer de verdad.

Amadeo recogió la flecha en el aire.

– Una mujer de verdad no necesita ser esclava, pero tampoco una soberbia que no da su brazo a torcer.

– Una mujer de verdad vive su vida sola sin que nadie la mande, hermosa mía -replicó Regina que mecía a la niña en sus brazos.

La niña se echó a reír y observaba el enfado de Regina como sabiendo que no iba con ella.

– Hasta la niña lo entiende, hasta una niña de dos años es capaz de entender que una mujer no debe seguir a un hombre cuando a él se le antoje…

Se quedó abstraída un tiempo y luego continuó:

– Además aquí tengo mi casa y mi trabajo y si un día mi hijo decide volver quiero que me encuentre donde me dejó. Y sola como me dejó…


Regina no quería irse pero nosotros sí. Llevábamos bastante tiempo dándole vueltas a la idea de solicitar un traslado para que nos enviaran juntos a un mismo pueblo. Para Ezequiel cada vez era más duro hacer el camino de ida y vuelta hasta el pueblo de Arriba. No comía en casa y yo le preparaba una tartera con su comida para que la calentara en la estufa de la escuela. De madrugada, me levantaba sin hacer ruido, reavivaba el rescoldo del hogar y ponía a cocer el puchero. A veces me desvelaba y esperaba sin moverme el paso de las horas. Por la mañana desayunábamos juntos; luego colocaba en la tartera una parte del cocido y la envolvía en una servilleta grande, trabada con un nudo para que la llevara mejor. El día empezaba. Allá se iba Ezequiel en las mañanas heladas del invierno, con su pelliza y sus botas de becerro brillantes de grasa y sus calcetines de lana casera. Me quedaba mirándole hasta perderlo de vista. Su imagen se me quedaba prendida unos instantes: Ezequiel caminando ligero para llegar cuanto antes al final de su recorrido, la escuela en que le esperaban los niños cada día. Esa era nuestra elección y nuestra devoción. Pero empezaba a fatigarnos tanta dificultad añadida. ¿Por qué, nos preguntábamos, no podemos disfrutar juntos del tiempo libre a la hora de comer? ¿Por qué este continuo andar por atajos y veredas, arriba y abajo? Después de tres años, estábamos cansados. Así que Ezequiel se decidió a dar los pasos necesarios para conseguir nuestro propósito; dos escuelas en el mismo lugar.

A finales de diciembre, el mismo día que Amadeo abandonó el pueblo, Ezequiel le acompañó a León para iniciar sus gestiones. Regina se quedó conmigo contemplando la marcha de los dos hombres. Estaba triste pero parecía tranquila, y, por última vez, me explicó sus razones para quedarse.

– No puede ser, Gabriela. Yo quiero a Amadeo, pero si me fuera con él, todo terminaría mal. El se va a hacer su vida, a moverse, a luchar. Se meterá en políticas, seguro. A mí me tendría en casa, en un barrio de pobres, sin conocer a nadie, y yo tendría que empezar mi propia lucha, mi propio trabajo. Pero no quiero. El trabajo lo tengo aquí, aquí tengo mi casa, y a mi hijo cerca por si un día necesita volver…

La primavera llegó con lluvias. Las borrascas entraban por el oeste una detrás de otra, empujadas por vendavales templados. Venían nubes grises y negras y al cruzar sobre los montes se convertían en una sola capa plomiza que se deshacía en gotas gruesas. El agua golpeaba con violencia. Por las callejas del pueblo corrían arroyos sucios que arrastraban palos, pedruscos, excrementos de oveja, mechones de lana enganchados en los escajos, mezclado todo en un mismo revoltijo. Luego, pasado el chaparrón el sol aparecía con el arco iris de las reconciliaciones. Aparecía el sol y empezaba a brillar mientras la lluvia se transformaba en una última cortina de hilillos diamantinos. Más tarde volvería el aguacero y una vez más el sol regresaría. Con la primavera llegó el anuncio de nuestro traslado. El duelo de luz y sombra se avenía bien con mi estado de ánimo que oscilaba entre la alegría del cambio cercano y la tristeza de la partida.

En el Oficio recibido, se nos requería nuestra presencia hasta final de curso en el actual destino.

Sentí de nuevo el dolor por el desgajamiento de una situación ya establecida. La sensación de ir dejando detrás fragmentos irrecuperables de mi vida. Esta vez el balance era distinto. La ligereza de mi equipaje se había transformado en una carga sólida y definitiva. La compañía de Ezequiel y de mi hija me confortaban. Con nosotros viajaba nuestra casa donde quiera que fuéramos. El hogar está en la cabeza, en el corazón o, como diría Regina, por todo el cuerpo. Nosotros tres éramos nuestro hogar y conducíamos nuestro destino. Yo veía mi sueño navegando hacia puertos seguros. No obstante una congoja inexplicable me asaltaba. Es la congoja de los adioses, me decía. La nostalgia de lo que queda atrás, vivido y agotado sin remedio.

Cuando se acercó el verano organizamos una fiesta en una pradera, a mitad de camino entre los dos pueblos. Hubo cantos, romances, poesías y promesas de seguir adelante con los conciertos y la Biblioteca de los domingos.

El día de la marcha hasta el Cura nos vino a decir adiós. El Cura y don Cosme y el Alcalde, entre los poderosos. Y una corte de niños, hombres y mujeres cargados de regalos. En un carro nos acercamos al apeadero de la Estación. Nos acompañaron algunos jóvenes y apenas podíamos colocar en el destartalado vagón los sacos de patatas, las gallinas, las frutas y las flores que los niños arrancaron del monte para nosotros. Al abrazar a Regina no pude contener las lágrimas. Juana también lloró, asustada por el tumulto de la despedida.

Cuando el tren empezó a moverse traté de imaginar el verano que tenía por delante en la casa de mis padres. La seguridad de su afecto y sus cuidados me conmovieron y de nuevo tuve que hacer esfuerzos para contener el llanto.

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