Tercera parte. EL FINAL DEL SUEÑO

La sirena sonaba como el lamento de un animal prehistórico.

Eso me pareció la primera vez que la oí al llegar a Los Valles. Subíamos en el taxi que nos había recogido del coche de línea en la carretera general.

– Algo pasa -dijo el chofer-. Porque no es hora…

A partir de entonces el quejido periódico de la sirena iba a marcar el ritmo de nuestras vidas: amanecer, mediodía, atardecer, medianoche. Aquélla era su función de cronómetro. Pero el lamento irrumpía a veces de forma inesperada: era un mensaje urgente, una llamada enloquecida, fuera de hora.

«Algo pasa.» En seguida entendimos ese aullido que anunciaba la tragedia. De las casas salía gente. Corría carretera arriba, hacia los pozos. Marchaban todos, agitados y silenciosos; no se miraban ni se reconocían. Al llegar a lo más alto, más allá del poblado y de la colonia de ingenieros, traspasada la barrera de acceso a un territorio vedado habitualmente, alguien orientaba los pasos temblorosos:

«Ha sido en el 1, o en el 2, o en el 7…» En torno al pozo señalado se agrupaba la multitud. Las noticias tardaban en llegar. De algún lugar surgía una ambulancia destartalada. Un cordón de empleados cerraba el paso al pozo. Detrás, en apretado círculo, las familias de los mineros, mujeres, viejos, niños, esperaban. El paso del tiempo aumentaba la angustia. Los sollozos se propagaban de unos a otros, se entremezclaban y era un solo gemido colectivo, un llanto compartido, el ay larguísimo de las catástrofes.

Al final estallaría la noticia: «Han sido tres… asfixiados… sepultados… la galería. Los demás van saliendo por el 8.»

Todavía hoy, cuando oigo el lamento de una sirena, algo pasa, me digo, algo terrible, previsto y sin embargo sorprendente. Como aquel primer día cuando entramos en Los Valles; cuando el taxi se detuvo a la puerta de la que iba a ser nuestra casa; cuando el conductor apresurado arrebató de nuestra mano el dinero convenido y salió con su coche a toda marcha, advirtiendo de nuevo: «Algo pasa, porque no es hora…»


Olía a carbón. Una película finísima cubría los objetos. Al principio no se veía pero al cabo de un tiempo se hacía evidente. Las manos se volvían sucias, la ropa ennegrecía y en la cara aparecían motas negras. El olor estaba allí, agrio y picante, penetraba por la nariz, se masticaba entre los dientes, se detenía en la garganta.

– Es al principio -dijo Ezequiel-. Ya lo verás.

El viaje había sido lento -tren a León, transbordo, coche de línea, taxi- a pesar de que no eran muchos los kilómetros que nos separaban del pueblo de mis padres. Las casas se extendían a los dos lados de la carretera que atravesaba el pueblo. Hacia la mitad estaban las Escuelas Nacionales. Unidas por un costado, una pared las separaba al dividir los patios de recreo. Las plantas bajas eran las aulas y en el primer piso estaban las viviendas. Para vivir elegimos el edificio de las niñas. La casa era de ladrillo sucio, y el piso era pequeño, pero nos pareció suficiente y con la comodidad de tener las escuelas allí mismo.

Tenía dos dormitorios, un cuartito con balcón, retrete en el hueco de la escalera, agua corriente, cocina económica, luz. eléctrica. Recuerdo que me asomé al balcón aquel primer día y vi, del otro lado de la carretera, detrás de las hileras de casas, un trenecito negro que reptaba por una vía estrecha, al pie de la montaña. La montaña era oscura y no tenía vegetación. Un poco más arriba se prolongaba en otra, ya perforada por la mina. Ezequiel me llamó: «Baja», me dijo.

Detrás de la casa había un minúsculo huerto con dos manzanos y un prado que exhibía la hierba mustia del verano. «Está muy bien, ¿verdad? Para que juegue la niña…»

La hierba y las hojas de los frutales también estaban cubiertas por una capa de carbón que sólo al tacto era perceptible.


De camión en camión, de pueblo en pueblo, nuestros enseres habían llegado antes que nosotros a Los Valles. Iban a porte pagado y en el envío habíamos escrito la dirección: Escuelas Nacionales. Los Valles. Pero las escuelas estaban cerradas y el transportista, que tenía otras cargas que repartir por el pueblo, lo dejó todo apilado delante de las escuelas. Marcelina lo vio, salió de casa, le gritó al hombre.

– ¿Pero usted adónde va? ¿Cómo deja aquí esto?

El hombre ya arrancaba el motor. Le hizo un gesto con la mano y se fue dando tumbos carretera arriba. Marcelina cruzó la carretera, se dirigió al conjunto de bultos abandonados, dio vuelta en su torno, observó los colchones envueltos en mantas, los cabeceros de las camas atados con cuerdas, los cajones claveteados. Y vio pegado en cada bulto un papel con letra clara que decía: Escuelas Nacionales.

«Yo en seguida supuse que era de los nuevos, porque los otros se lo llevaron todo, cada uno lo suyo. Lo que yo no sabía es que los nuevos eran matrimonio y yo decía: será del maestro o será de la maestra.»

Marcelina se arregló el pañuelo, se estiró el delantal, asomó a su casa y dio una voz: «Ahora vuelvo.»

Y se fue calle arriba hasta la Plaza. Entró en el Ayuntamiento y preguntó por el Alcalde.

– Si está ocupado, que me den la llave de la escuela que hay que abrirla…

«No me escuchaban, así que al escribiente le di una voz que la oyó hasta el Alcalde. Se asomó don Germán y al decirle lo que pasaba, movió la cabeza así como diciendo: qué desastre. Y dijo: Antolín, dale las llaves. Y ahí lo tienen todo, en el portal. Lo metí como pude con la ayuda de mi hijo mayor que otra cosa no sabe el pobre, pero cargar el peso y buena voluntad, lo que usted quiera…»


Desde el principio me ayudó. Era menuda y enjuta, pero su energía parecía ilimitada. En poco tiempo nos contó su vida.

– Yo vine aquí desde el pueblo que habrán encontrado antes de cruzar el puente, del otro lado del río. Mi familia siempre fue de campo. Por fiestas me cortejó un minero de Los Valles. En mi casa no querían. «El dinero de la mina reluce más que el nuestro, pero está maldito», me decían. A mí me gustó Joaquín y no hice caso a nadie. Me casé y me vine aquí pero con una condición: yo allá arriba, en el poblado, ni en broma, le dije a él. Yo aquí abajo, donde el pueblo viejo, que siempre fue de labradores. Tengo mi huerto que me da fréjoles, lechugas, cebollas. Tengo gallinas. Hago matanza de un par de cerdos al año, ¿qué mejor? Y él sube y baja y cuando llega, aquí me encuentra.

Tres hijos, el mayor, diecisiete años, el segundo quince, diez el tercero.

– El hijo mayor, una desgracia. Nos vino torcido, no andaba, no hablaba. Y ahí lo tienen que parece más crío que el pequeño. Dicen que fue un susto grande que tuve estando embarazada de él. Sonó la sirena y al oírla pensé: mi Joaquín. Salí corriendo y espera, espera, hasta que nos dijeron que no era el pozo suyo, que era un desprendimiento en el pozo nuevo, el que acababan de abrir… Después de aquél tuve otros sustos pero ya estaba hecha a ello como todas; con la esperanza de que no le tocara al mío y la resignación de que pudiera tocarle…

Marcelina nos contó su vida y sólo nos hizo una pregunta: «¿Ustedes tienen hijos?» «Una niña», le dije, «que está con mis padres.» «Una niña, qué alegría.»

Luego se puso a ayudar a Ezequiel que intentaba armar las camas.

Esa noche nos quedamos allí. Hacía calor y el aire era denso, difícil de respirar. Una tormenta estalló en el cielo, al otro lado de los montes. Yo no podía dormir. El cansancio me aplastaba, pero la excitación del día me mantenía tensa.

Me asomé al balcón y contemplé el pueblo dormido, la parte del pueblo que alcanzaba a divisar desde allí. A las doce sonó la sirena y por la calle pasaron dos hombres. Caminaban en silencio con su hatillo a la espalda. Al poco tiempo en la casa de Marcelina se deslizó una sombra y en seguida se encendió una luz. Un relámpago zigzagueó en la oscuridad. A los pocos segundos un trueno se desmoronó sobre el pueblo silencioso.

Mañana nos marcharemos, pensé. Mañana regresaremos a las vacaciones, a la niña, a mis padres.

El insomnio se poblaba de imágenes pasadas y presentes.

Empezar de nuevo. Nuevos niños, nuevas gentes…

– Los niños son igual en todas partes -decía Ezequiel-. Las escuelas son mejores y están juntas. Cambiamos el candil por la luz eléctrica y el agua de pozo por el agua corriente…

– Pero cambiamos el aire puro por el carbón -repliqué yo.

– Todo irá bien -afirmó Ezequiel. Y se quedó dormido.

Al poco empezó a llover. La tierra olía a carbón mojado.

A rachas se colaba otro olor, el del campo que desplegaba hacia la vega sus cultivos. Me volví a la cama y al frescor de la lluvia el sueño fue llegando, lentamente.


El Alcalde resultó ser republicano.

– Mi padre y mi abuelo también fueron alcaldes aunque las ideas de ellos poco tienen que ver con las mías. Pero en sus tiempos les respetaron porque no robaban ni amparaban injusticias. Eran hombres rectos…

El Alcalde tenía barba blanca y vestía traje negro. «Desde que murió la mujer va de negro, de los zapatos al sombrero», nos contó Marcelina. «Ellos han sido siempre muy señores, muy vestidos, muy arreglados. Le llaman don Germán, como el padre y el abuelo, que hasta en eso se parecen, en el nombre.»

Don Germán vivía con una hija soltera que me pareció mayor, por el pelo recogido y el cuerpo sin forma, como planchado por la edad. Después de los trámites del Ayuntamiento don Germán nos había dicho:

– Pasen un momento a mi casa, ahí enfrente la tienen, al otro lado de la plaza.

La hija nos condujo a la sala y nos invitó a sentarnos en un sofá tapizado de terciopelo rojo. Sobre él colgaba una acuarela: una bahía azul salpicada de barcos blancos.

Un buró de caoba ocupaba el espacio entre dos balcones. Sobre el buró el retrato al óleo de una mujer joven, con un abanico en la mano. Era esbelta y el traje de seda gris dejaba ver los hombros desnudos.

«La belga» me aclaró Marcelina. «Don Germán se casó con una belga hija de un ingeniero de la mina, muy rubia ella. La chica se le parece un poco aunque la madre era más alta, más mujer. Como buenas, allá se andan las dos porque la chica ¡qué ángel de muchacha!»

La hija nos preguntó si queríamos tomar algo. «Una copita de jerez», dijo el padre. Y nos sirvió la copa en una bandeja ornada por un paño de encaje.

La casa olía a cera. Relucía la mesa. Brillaban los cristales, protegidos sólo en parte por un estor de hilo bordado. Por las contraventanas entornadas se filtraba la luz de julio. La penumbra invitaba al silencio o a la conversación reposada. Un piano se apoyaba en la pared del fondo. Estaba cerrado y cubierto de retratos de diferentes tamaños y marcos.

«Tocaba la madre, pero la chica también toca. En la Iglesia siempre es ella la que maneja el órgano. A ella le gusta la Iglesia, a la madre también le gustaba. Al padre no, pero recibe al Cura y tienen su buena amistad y sus buenas discusiones también que lo sé yo por la criada que tienen, sobrina de mi hermana por parte de padre.»

En aquella primera visita, don Germán quería saber. Con hábiles preguntas fue conduciéndonos a donde deseaba llegar: quiénes éramos, cómo pensábamos, qué forma de educar y enseñar era la nuestra. Pareció satisfecho con su indagación.

– Veo que son ustedes las personas que necesitamos. Inteligentes, abiertos de mente. Lo que necesitamos porque este pueblo no es nada fácil. Son dos mundos en uno, mina y agricultura, carbón y cultivo, progreso y atraso, todo en uno, ya lo irán viendo, ya lo irán entendiendo…

La hija sonreía. Escuchaba al padre arrobada como si aquélla fuera la primera vez que le oía hablar.

«Una santa, le digo. Y tiene historia. Algún día le contaré para que vea si tengo o no razón cuando le digo…»


– Los mineros tienen sus escuelas -nos había explicado el Alcalde-. Las tienen arriba, en el poblado minero. Los maestros los paga la Compañía y eso, claro, los tiene supeditados a los intereses de la empresa. ¿Interesa Religión? Pues Religión. ¿Interesa disciplina? Pues disciplina.

«Si, es verdad, los mineros tienen sus escuelas», nos confirmó Marcelina. «A las de ustedes, a las del Estado, van los más pobres, los hijos de los labradores, de los albañiles, los del barrio de abajo…»

Para esas fechas ya estábamos instalados. Yo tenía en mi escuela cuarenta niñas, Ezequiel treinta y dos niños, todos entre los 6 y los 14 años.

Por primera vez tuve a mi cargo sólo niñas. Se me hacía raro y, al principio, muy ingrato. Había observado en las escuelas anteriores, todas mixtas, que los niños eran más vivos, más rápidos en la comprensión, se interesaban más por todo y no tenían miedo a equivocarse. Las niñas ponían más atención, eran más constantes; trabajaban con paciencia y remataban con finura sus trabajos, pero eran más pasivas.

– No son diferentes -le aseguraba a Ezequiel-. Pero respiran otro aire. Las preparan desde la cuna para ser mujeres lo más sumisas posible. Les da vergüenza intervenir, creen que no van a saber, ni poder…

Por eso prefería tenerlos juntos. Me parecía que se estimulaban más, que las características de los unos ayudaban a completar los rasgos de las otras. Juntos, se desarrollaban mejor como personas. Ezequiel estaba de acuerdo y se desesperaba.

«¿Cómo es posible», decía, «que se mantengan las estructuras tradicionales? ¿Para cuándo la coeducación?»

«Y sobre todo, ¿no es absurdo que en los pueblos pequeños se permita la coeducación sólo porque no hay más que una escuela y en los grandes no?»

Se lo preguntaba a sí mismo, me lo preguntaba a mí. También se lamentaba ante el Alcalde.

– Seguiremos así por los siglos de los siglos, don t Germán.

»¿Y todo por qué? Porque con la Iglesia hemos topado.

Don Germán era ecuánime. Frenaba los arrebatos de Ezequiel.

– Tiene usted razón, pero hace falta esperar un poco más. ¿No ha visto usted que ni en Francia pueden con esa escuela mixta que usted dice? Recuerde la batalla de hace poco tiempo en la Cámara Francesa.


Hacía sólo un mes de nuestra llegada y en medio de las dificultades de adaptación ya estaba Ezequiel haciendo planes para iniciar cuanto antes las clases de adultos. Fue a ver a don Germán y le explicó su plan. Las clases se darían en la escuela de niños, reuniendo a hombres y mujeres, y nos turnaríamos nosotros para darlas. A don Germán le gustó el programa. Era el atardecer y al terminar la entrevista invitó a Ezequiel a que le esperase, mientras resolvía los últimos asuntos del día. Al salir le dijo:

– ¿Le importa a usted acompañarme en el paseo y así seguiremos hablando? Me lo aconseja el médico, pero además, me gusta pasear.

Pronto, la pareja que formaban los dos fue familiar a los que circulaban por la Plaza: grande y fuerte don Germán, con su bastón en alto para reforzar una aseveración; más delgado y más bajo Ezequiel que agitaba nervioso las manos pidiendo siempre comprensión y justicia.

Al anochecer, cuando Ezequiel llegaba a casa, la niña ya dormía. Yo preparaba la cena. La luz de la bombilla iluminaba la mesa en la que siempre había un libro abierto. Un libro arrastrado por mí para robar minutos a las tareas domésticas. «Mientras hierve la sopa, leo», me decía. «Mientras frío las patatas, leo. Mientras llega Ezequiel…»

Ezequiel llegaba y me resumía la discusión, la charla que había tenido con don Germán. A veces traía un libro en la mano.

– Me lo ha prestado don Germán. ¿No es una suerte -decía- haber ido a dar con este hombre? Tiene una estupenda biblioteca donde se encierra siempre que puede a leer. Es un hombre sensato, equilibrado, con buen criterio en todo…

En este pueblo no había otro mejor para Alcalde, me había dicho Marcelina, anda a bien con la mina, con el Cura, con el pueblo de abajo. Los más le quieren y los menos se aguantan mientras se tengan que aguantar.

Luego nos explicó que los menos eran el médico, el administrador de la mina y dos o tres rentistas del Casino, indianos regresados «explotadores de indios allá en las Américas».

– Alguno más habrá -dijo Ezequiel-, alguno más le odiará porque es difícil perdonar al traidor a su clase y seguro que para muchos un «señor» no puede ser Alcalde republicano…


El otoño se presentó seco y a la salida de la escuela nos gustaba dar un paseo con la niña por los alrededores. Había dos caminos que en seguida fueron los preferidos: el del río, carretera abajo, y el del monte que se elevaba detrás de nuestra casa, al lado opuesto de la mina.

Era un monte poblado de hayas, castaños, avellanos. La tala no había alcanzado aquel bosque. Pisando hojas crujientes penetrábamos en su espesura. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de yedra salvaje. Recogíamos castañas que soltaban de su armadura frutos bruñidos. Las avellanas y los hayucos emergían brillantes de sus cáscaras y había que guardarlos en los huecos de los árboles «para las ardillas», decía Juana.

En los claros del bosque había praderas donde pacían las vacas mansamente. Juana correteaba por la hierba, se acercaba a los animales sin miedo. A veces aparecía un niño que venía a vigilarlas hasta la hora del ordeño y el encierro.

– Padre en la mina, madre trabajando por la casa, así que yo a echar una mano -decía el niño explicando su presencia.

– Mina y agricultura -iba diciendo Ezequiel al regresar a casa.

– Padre vendrá cansado de la mina, sucio de carbón y ahogado de polvo y beberá un vaso de leche recién ordeñada…

El camino del río también nos atraía. Por senderos estrechos se atravesaba la maraña de arbustos, rosales silvestres, saúcos de olorosas flores blancas. El otoño arrancaba los restos del verano y entregaba al río sus trofeos de ramas secas, hojas amarillas, nidos vacíos. En la margen opuesta se adivinaban casas de labor, prados y extensiones cultivadas. Aquélla era la parte rica de la vega. De este lado, las fincas eran pequeñas, limitadas en seguida por la barrera abrupta del monte.

Fue un otoño prolongado y los días soleados nos transportaban perezosamente hacia el invierno. Antes de los primeros fríos ya habíamos explorado el asentamiento natural de Los Valles.


En la mesa había buñuelos de viento, pastas, frisuelos recién hechos, cargados de azúcar, y una gran chocolatera de latón con mango de madera, que recorría las tazas de mano de Eloísa, la hija de don Germán. Alrededor de la mesa nos sentábamos los invitados y a los dos extremos el padre y la hija, los anfitriones.

Era el día de Todos los Santos. Un aguacero helado había caído a primeras horas de la mañana. Luego, la lluvia cesó pero los nubarrones seguían suspendidos sobre el pueblo.

La Plaza olía a cementerio. Montones de hojas se arremolinaban ante nosotros y al pisarlas saltaba el agua retenida entre ellas. Una oleada de ansiedad me acometió al entrar en el portal de don Germán.

Un instintivo deseo de retroceder. «La sugestión de la fecha», me dije, «y la tristeza del día, una impresión puramente física.»

– Hay una pareja que quiero que conozcan -había dicho don Germán-. Él es el maestro de la escuela de la mina y su mujer también. Se entenderán muy bien con ellos.

Desde la escalera oímos la voz grave de don Germán. La criada recogió nuestros paraguas, mi abrigo, la pelliza de Ezequiel.

– … en mi opinión hay que hacer algo -decía el Alcalde…

Se interrumpió al entrar nosotros y pasó a hacer las presentaciones: Inés y Domingo, Gabriela y Ezequiel. Eran más jóvenes que nosotros, más sonrientes y más desenvueltos.

Hablaban de política. Las elecciones estaban encima y los pronósticos no podían ser más pesimistas.

– Las derechas, una vez más, se unen -decía don Germán-, y la izquierda se fragmenta, así no hay nada que hacer. Pero habría que hacer algo…

Eloísa entró en la sala y nos invitó a pasar al comedor. La mesa resplandecía con el mantel de encaje, las tazas de porcelana fina, las bandejas de plata. Los cubiertos me deslumbraron con sus mangos cuajados de rosas y hojas menudas.

Eloísa advirtió mi atención y me aclaró.

– Son obra de un orfebre belga. Un artista. Me las mandó mi abuela… para mí.

Creí advertir una sombra de vacilación al añadir las últimas palabras, «para mí», una mirada de reojo al padre, una sonrisa desdibujada, antes de desaparecer en busca de algo.

Don Germán había dejado de hablar y esperaba el regreso de su hija para empezar el rito de la merienda. Durante unos instantes el silencio se extendió sobre la mesa. Luego entró Eloísa y sirvió el chocolate.

– ¿Qué tal por la mina? -preguntó Ezequiel.

Domingo entendió en seguida que no le estaba preguntando por la escuela sino por los mineros y la atmósfera política que entre ellos se respiraba.

– Te puedes imaginar -dijo Domingo-. Están al borde de la desesperación. En lo que va de año han muerto varios mineros por negligencia en las instalaciones. Los salarios no guardan relación con el trabajo y el riesgo. No se respeta el horario acordado con los sindicatos. Mañana precisamente hay un mitin. Si quieres asistir…

Don Germán escuchaba y apenas comía. Bebía el chocolate humeante, desmigajaba distraído una rosquilla.

– Lo que me preocupa es que esto va a acabar mal. Tarde o temprano saltará la violencia. Y nos lo tendremos merecido -dijo.

– La violencia es a veces inevitable -dijo Domingo-. A veces es el único lenguaje posible.

Don Germán movía la cabeza a uno y otro lado con tristeza.

– La República llegó sin violencia, como todos queríamos -replicó-, ¿por qué no vamos a saber conducirla en paz?

Su pregunta quedó flotando en el aire.

– Eran muy duras las respuestas -me dijo Ezequiel por la noche, cuando la niña dormía y los dos, sentados en la cocina, recreábamos frente a frente los acontecimientos del día.

– Muy duras. Don Germán es muy inteligente y debía saber que es difícil conseguir lo que desean los humanistas como él: un desarrollo tranquilo del programa de la República con un fondo musical de flautas y piar de pájaros. Don Germán no ha vivido en el monte con los pastores como yo, ni en la mina cerca de los mineros, como Domingo. Don Germán no sabe que hay gente que no puede esperar…

El tono sombrío de sus afirmaciones me impresionó. Volví a sentir la punzada de angustia que me había asaltado al llegar a casa de don Germán.

Es verdad que el paso del tiempo no traía las grandes transformaciones esperadas. La prensa amenazaba con catástrofes. Las elecciones de noviembre se aproximaban. Domingo había entrado en nuestras vidas en el momento en que Ezequiel lo necesitaba. Recordé sus palabras de la tarde. Estaba claro que Domingo participaba intensamente en los problemas políticos de los mineros.


– En un Decreto de 1931 en el que se hace obligatoria la coeducación en los institutos, tengo idea de que se habla de la posibilidad de extenderla a otros grados de la enseñanza, incluida la primaria -nos dijo un día Domingo.

El Decreto existía y cuando se presentó el Inspector en una visita de rutina, le informamos de nuestro plan y le pedimos autorización para ponerlo en práctica. Se trataba de unir niños y niñas y dividirlos en dos grandes grupos: uno hasta los nueve años y otro de diez a catorce. Cada grupo se asignaría a una de las dos escuelas.

El Inspector se mostró en principio bien dispuesto. Pertenecía al cuerpo renovado de raíz por la República y conocía muy bien la lucha de las escuelas unitarias para vencer las dificultades de enseñar a la vez a niños de edades muy distintas.

– Pocas experiencias hay en la escuela primaria, pero sé de algunas. Consultaré con el Alcalde porque a veces son los vecinos, a través de los Ayuntamientos, los que se niegan a la escuela mixta.

Don Germán estuvo de acuerdo. No obstante un día nos llamó a su casa. Se dirigió a un armario y extrajo un archivador con recortes de prensa ordenados por años. Nos mostró uno. Era la Carta Encíclica Divini Ilius Magistri de Pío XI. En uno de los fragmentos se leía:

«No hay en la naturaleza misma que los hace diversos en el organismo, en las inclinaciones y en las aptitudes, ningún motivo para que pueda o deba haber promiscuidad y mucho menos igualdad en la formación para ambos sexos.»

– Con esto hay que contar -nos dijo- pero, por mí, adelante.

Convocamos a los pocos días a los padres y los reunimos en la escuela de Ezequiel.

Acudieron muchos pero no todos. Les explicamos nuestro plan de trabajo, la conveniencia de tener agrupados a los niños por edades y no por sexos, las ventajas para ellos, en cuanto al aprendizaje y también las que se derivan de la convivencia de niños y niñas, «como conviven en el hogar hermanos con hermanas». La reacción fue muy variada. Muchos callaban pero entre los que hablaron dos grandes tendencias se perfilaron en seguida: los que consideraban inmoral la escuela mixta y los que comprendían sus beneficios.

– Sólo les pido que esperen -dijo Ezequiel dirigiéndose a los renuentes-. Esperen un poco a ver los resultados.

Se necesitaba tiempo para advertir los logros pero las consecuencias de la decisión se vieron en seguida.

– Ya me dirá usted qué es eso de la escuela revolucionaria que usted apoya en el pueblo -le dijo el Cura a don Germán en una visita al Ayuntamiento.

Don Germán se mantuvo firme.

– Permítame que no me moleste en contradecirle y reflexione sólo un momento. ¿Cuándo le ha prohibido o dificultado el Ayuntamiento alguna de sus actividades pastorales…? Y en aspectos más privados, ¿cuándo le he reprochado yo la influencia que tiene sobre mi hija?


Por entonces Marcelina ya me había contado la historia de Eloísa.

– Ella tuvo un novio. Era francés y estaba de ingeniero en la mina, como lo había estado su abuelo. Con eso del idioma, empezó a frecuentar la casa del Alcalde; que por cierto entonces no lo era todavía porque hubo otros entre el abuelo y el padre.

… Que si voy que si vengo, Eloísa, que era bonita y vivía un poco aislada, se enamoró del francés. Y él, para qué decirle, loco por ella estaba. La madre le vivía por entonces pero ya andaba enferma. Don Germán trillaba bien con el francés y así las cosas, se ponen novios, porque eso se veía, paseaban, salían y entraban, él comía en la casa cada si cada no. Todos hablaban de la boda: hasta el ajuar empezó a hacerse ella. Y por cierto de allá de Bélgica le mandaba la abuela, que vivía todavía, encajes y regalos. Y mire usted por donde, como la cosa del noviazgo seguía adelante, don Germán, por pura tranquilidad, hace averiguaciones serias y resulta que el mozo era casado, mejor dicho casado no, divorciado de su legítima allá en Francia.

Don Germán que le llama, él que responde y le dice que antes de hablar de boda pensaba él confesarle su estado… Total que en ese ir y venir llega a la madre el asunto y se pone a morir del gran disgusto que se lleva. Y allí interviene el Cura que se mete por medio y le dice a la madre… Usted verá, hija mía, piense si está dispuesta a responder a Dios cuando le diga por qué ha dejado a su hija pecar de esa manera. Para toda la vida es este vínculo, señora, y usted lo sabe como cristiana que es. Usted verá si tiene la conciencia tranquila dejando a esa hija pura y sin mancha casarse con el bígamo, que para la Iglesia no hay divorcio y usted lo sabe…

Para mí que allí coincidieron todos: la madre por su fe, la hija por la madre, el padre por el miedo a empeorar la salud de la una y por temor también a equivocarse con la otra. Total que de lo dicho, nada, que don Germán pidió al francés que se marchara y le ayudó a encontrar un buen trabajo en otra mina más lejana, más de fuera de España. Y ahí la tiene usted, para vestir santos como quiso la madre y como el padre no se atrevió a evitar. Y ella resignada porque es de las que creen que los curas dicen siempre la verdad…


Don Germán nos llamó a su casa para informarnos de la reacción del Cura. Mientras reproducía la conversación que los dos habían tenido, Eloísa cosía ensimismada junto al balcón de la sala.

No levantó los ojos de la labor y parecía no escuchar. Su perfil destacaba a contraluz en los cristales iluminados por la luz de la plaza. De este lado, su figura era una mancha oscura, inclinada sobre el bordado; una sombra.

Juana crecía fuerte y sana. Era una niña alegre. Tenía ya dos años y medio y parloteaba. Le gustaban las palabras. Se quedaba en suspenso cuando descubría una y la repetía hasta que le era familiar y la incorporaba a su vocabulario personal. Por la noche, antes de dormirse, repasaba bajito las nuevas palabras, las que le habían sorprendido por su sonoridad o le hacían gracia por alguna incomprensible razón. «Zapato, calamar, araña.» Seleccionaba las palabras como hacía con las piedrecitas de la orilla del río: las redondas, las picudas, las grises, las que tienen manchas. Como las piedras, las escogía y las atesoraba y las sacaba a la luz o las acariciaba en la penumbra mientras llegaba el sueño. «Arena, viento, peine.»

Juana dormía en una de las dos alcobas. En la otra dormíamos nosotros y las puertas de ambas daban al cuartito del balcón por donde entraban la luz y el aire.

Una noche me desperté bruscamente y sin saber por qué me lancé al cuarto de la niña. La cama estaba vacía. Corrí a la cocina, volví a nuestra habitación, desperté a Ezequiel. Los dos gritamos ¡Juana! y en seguida estalló el llanto debajo de su cama. Allí, al fondo, estaba dormida hasta que oyó nuestro grito.

– Se cayó de la cama -dijo Ezequiel- y se fue deslizando, dormida, hasta la pared.

La explicación era sencilla. El incidente, nimio. Ezequiel se volvió a la cama y la niña se durmió al momento pero yo no pude dejarla sola. Me senté a su lado y apoyé la cabeza en su almohada. El sobresalto seguía allí. El sobresalto provocado esta vez por unos segundos de incertidumbre, otras veces por síntomas alarmantes, la tos, la fiebre, la enfermedad. El sobresalto era a su vez el síntoma de mi propia enfermedad, la obsesión incurable de la maternidad.

– Esto no lo entienden los hombres -dijo Marcelina cuando se lo conté-. Mire usted lo que yo tengo en casa, este hijo tan corto, tan torpe, tan imposible el hombre. ¿Qué será de él cuando yo muera? Me viene a la cabeza la idea a media noche y ya no puedo coger el sueño. Lo pienso todo: si le van a maltratar, si le van a abusar, si va a tener que pedir limosna porque los hermanos no es lo mismo, los hermanos no son los padres y cuando cada uno tenga su familia y sus hijos, ¿qué? Bueno, pues Joaquín no se desvela por eso. Duerme de un tirón toda la noche y si yo le digo: Qué envidia me das, qué buen dormir tienes, ¿qué cree que me contesta? Que si estuviera tan cansada como él también yo dormiría. ¿Qué le parece? Como si yo no trabajara…

Trabajaba. A todas horas del día. En la casa, en el huerto, en la cuadra, en el mercado donde iba a vender todos los lunes los huevos que le sobraban, las lechugas que no consumía, pequeñas cantidades de los productos que ella conseguía con esfuerzo y empeño. Era una buena mujer y me ayudó desde el primer momento. Si voy mirando hacia atrás siempre encuentro en el pasado una mujer que me ha ayudado a vivir. Con Marcelina, como antes con Regina, pasó Juana al principio el tiempo que yo estaba en la clase, o cuando salía rara vez, en alguna ocasión inevitable. Porque mi vida se desarrollaba en torno a la niña y a la escuela. Hasta la casa y sus labores eran un descanso para mí comparado con las otras dos dedicaciones.


– Que a usted también le pasa que trabaja de más -refunfuñaba a veces Marcelina-. Quiera que no, tiene usted una escuela como él. Pero ¿quién cocina, quién lava, quién plancha, quién brega con la niña? Que a él bien le veo yo de sube y baja a la Plaza y a la mina. Ya sólo le faltaba a usted la amistad que ha cogido con el maestro ese de arriba que, por cierto, me ha dicho mi Joaquín que ese muchacho tiene buena cabeza y muy buena voluntad pero que va a tener un disgusto con los de la Compañía. Porque oiga usted, no hay asunto minero en que él no opine, en lo del sindicato y esas cosas. Y dice mi Joaquín que mucho ojo no vaya a ser que un día le pongan de patitas en la calle…

Yo me reía de las acusaciones que Marcelina solía verter sobre los hombres. Me daba cuenta de la razón que le asistía pero trataba de calmarla.

– Todo eso es verdad. Pero dígame usted, Marcelina, ¿qué nos pasa a las mujeres que nos echamos encima más de lo que debemos? Yo no podría dejarle a Ezequiel la niña y subir a la Plaza a charlar con las amigas. Sé que sería justo pero no podría, no me fiaría, no me interesaría. Ser madre es una gloria y una condena al mismo tiempo, me lo ha oído usted más de una vez.

Marcelina no se calmaba. Sus argumentos eran una continua reflexión basada en el sentido común, un análisis elemental apoyado en la observación y la experiencia. Yo la comprendía. Había luchado por imbuir a las mujeres en mis clases de adultos la conciencia de sus derechos. Y sin embargo, ahora me veía atrapada en mi propia limitación. Marcelina parecía entenderlo y me miraba de reojo, malhumorada pero con una inflexión de ternura en la voz al decirme:

– Ustedes, las que han estudiado, mucho predicar pero a la hora de dar trigo, ¿qué? Ni trigo ni ejemplo ni nada. ¡Pobres mujeres!


Inés, la mujer de Domingo, hablaba del problema en otros términos. Ella me dio a leer varios libros sobre la mujer. Desde uno que había causado sensación sobre la libertad de concepción hasta otros, políticos, en los que se enardecía a las lectoras para que reclamaran un papel digno en la sociedad frente a sus opresores, los hombres.

– Yo sólo puedo decirte que de hijos, nada de momento -decía Inés-. Porque ¿quién me dice a mí que Domingo y yo vamos a seguir juntos toda la vida?

Tenía razón. Una sorda zozobra me atormentaba cuando surgían esos temas. Yo, que había sido avanzada en mis ideas educativas, sin embargo me atenía en mi vida privada al esquema tradicional: un matrimonio es para toda la vida, un hijo es un grave obstáculo para el divorcio. Educada por mis padres sin frenos religiosos estaba condicionada, sin embargo, con el ejemplo de su conducta que de forma tácita contradecía la educación libre que pretendían haberme dado. La libertad está en la cabeza, solía decir mi padre. Y era cierto. Pero un fuerte entramado de actitudes, opiniones, puntos de vista, se levantaban entre esa libertad y mi forma de actuar. Libertad de pensamiento sí. Pero es peligroso traspasar, en favor de esa libertad, los eternos tabúes que rigen la dualidad malo-bueno, propio-impropio. Impropio de mí hubiera sido, para mis padres, que yo un día pusiera en duda la fortaleza de mi matrimonio.

La zozobra y la desazón derivaban, después de las reflexiones teóricas, hacia otros rumbos. Por escondidos recovecos, el corazón y la memoria me conducían a un pasado no tan lejano. La aventura de Guinea. Ese sí hubiera sido un camino para la libertad. Todo lo que vino después me había ido llevando hasta esta Gabriela que yo era sin remedio, buena esposa, buena madre, buena ciudadana. La trampa se cerraba sobre mí.


Las madreñas las traían los asturianos los días que había mercado importante, en el pueblo del otro lado del río. Era un pueblo ganadero y agrícola que marcaba en cierto modo la última frontera con la meseta. A ese mercado acudían los artesanos del otro lado del Puerto. Venían con sus mulas cargadas de yugos, bieldos, madreñas y lo cambiaban por los productos leoneses, alubias, garbanzos, lentejas. El mercado se instalaba en una gran pradera delante de la ermita, a las afueras del pueblo. De aquel pueblo había venido a Los Valles Marcelina.

– Un día nos vamos con la niña a verlo, verá qué bonito. En casa de mis padres paran los tratantes.

Y allá nos fuimos. Fue un día muy alegre. En el mercado compramos baratijas para Juana que estaba muy excitada. Pero la mejor compra fueron las madreñas, unas para mí y otras, pequeñitas, para la niña.

Cuando más adelante cayeron las primeras nieves, las estrenamos. Fue una nevada anticipada que puso fin al otoño. La nieve ennegreció rápidamente. Las calles, con su empedrado desigual, se llenaron de charcos sucios. La chapa de la cocina estaba al rojo vivo. Dejábamos la puerta abierta para que se calentara toda la casa. Pero el lugar más confortable era aquél, junto al calor vivísimo que se desprendía del carbón. Las cazuelas borboteaban en la lumbre. Siempre había una con agua caliente. Para hacer una manzanilla, para añadir a un guiso. El olor de la comida que se hacía lentamente, el vaho que se desprendía de las cazuelas, aumentaba la sensación de bienestar. Fuera, a través de los cristales la calle era sólo una amenaza en blanco y negro.

Ezequiel entró sacudiéndose la pelliza húmeda. Dejó sobre la mesa un periódico. Lo extendió ante mis ojos y dijo:

– Aquí tienes el resultado final. El desastre final…

«La derecha, triunfadora absoluta…» «La desunión de la izquierda» «Casas Viejas…» «La profundización de la crisis económica…» «Las alianzas obreras ponen de manifiesto la conjunción de sus esfuerzos para ir contra el enemigo común: el capitalismo.» Se cogía la cabeza entre las manos. Yo traté de calmarle.

– Esto son sólo unas elecciones. Ya vendrán otras con otros resultados…

– Vendrán otras pero esto es muy mal síntoma. La República ha perdido una batalla muy importante. Ya lo verás…

Cenó de prisa. No terminó la sopa de ajo que humeaba dentro del cazuelo de barro. Se acercó a ver si la niña estaba bien tapada. Regresó a la cocina.

– Juana duerme -dijo-. Juana, Juanita. Vas a necesitar el valor de Juana de Arco para vivir en este país.

De pronto dijo:

– Me marcho otra vez. Estoy nervioso. Subo a la Plaza a ver a don Germán y a Domingo que van a reunirse con otros amigos en la rebotica de don Luis para oír la radio.

– No tardes -murmuré.

Recogí la cocina, fregué los cacharros, me puse a corregir los cuadernos de mis niños. Sobre una silla esperaban los de Ezequiel hasta que, a su llegada, los fuera repasando uno por uno, cuidadosamente, como todas las noches.


De los tres hijos de Marcelina, dos asistían a la escuela de Ezequiel: el más pequeño y el mayor, Mateo, el que sufría una disminución considerable de sus facultades. En cuanto a este muchacho Ezequiel había hablado con los padres para exponerles su punto de vista.

– Debe asistir a la escuela. Yo trataré de ocuparme lo más posible de él. Pero eso no es suficiente. Hay que pensar en buscarle un lugar donde pueda aprender un oficio por sencillo que sea…

El padre consiguió un taller mecánico donde iría dos horas por la tarde. Le utilizarían para pequeñas tareas a la vez que aprendía lo más elemental. De ese modo tendría la mañana libre para asistir a las clases. Con la nueva distribución que la inspección había autorizado los más pequeños de Ezequiel eran los niños y niñas de diez años y Mateo se situó entre ellos, en los primeros bancos, cerca de su hermano.

El primer día Ezequiel habló a los chicos de la situación de Mateo dentro de la clase, del tiempo perdido por su enfermedad y les pidió ayuda y comprensión para él.

Sólo algunos entre los adolescentes se dieron codazos y hacían gestos de burla al nuevo alumno. Pero la mayoría reaccionó muy bien, especialmente las niñas que le acogieron desde el principio con cariño.

Para el hermano fue difícil. Se sentía a la vez cohibido y responsable y oscilaba entre la violenta necesidad de ayudar a Mateo y la humillación de aceptar a un hermano mayor cuya conducta era la de un chico pequeño.

Cada día Ezequiel preparaba un trabajo especial para Mateo. Trató de reconstruir las etapas perdidas. Se las ingeniaba para hacerle entender el valor de los símbolos, las letras, las palabras, los números. Pero no podía dedicarle mucho tiempo. Mateo permanecía silencioso escuchando las explicaciones de Ezequiel, tratando de comprender el interés que mostraban los otros. Sumergido en una nebulosa que lo aislaba de todo, a veces agitaba los brazos como si quisiera apartar de sí las brumas que envolvían su cerebro.

– Se concentra patéticamente -me decía Ezequiel-, se queda con la boca abierta tratando de seguir el hilo, pero no puede. Entonces es cuando hace esos movimientos de aspas de molino con los brazos…

Mateo necesitaba una atención individual que Ezequiel apenas podía dedicarle, de modo que yo decidí hacerme cargo de él un rato cada día a la salida de la escuela. Aquélla fue una buena solución y poco a poco observamos los dos los progresos lentísimos pero evidentes del muchacho. Por otra parte, la vida en el grupo le estimulaba mucho. Sus relaciones con los demás eran buenas porque finalmente todos le habían aceptado tal como era.

Los niños le habían aceptado pero algunos padres, no. En seguida llegaron las quejas.

– Que dice mi chico que Mateo no le deja atender, que le distrae…

– Que Mateo no deja ver a mi hija porque es más alto que ella y le tapa el pizarrón.

– Que Mateo le quita a mi hijo la goma y los pizarrines.

– Que decíamos los padres de los sanos que por qué tiene que ir un tonto con los nuestros que son normales.

Ezequiel escuchaba y contestaba pacientemente tratando de vencer el recelo y la ignorancia y el egoísmo de los padres.

No esgrimía argumentos humanitarios. Prefería aludir a la justicia.

– La escuela es del Estado, la paga el Estado y eso quiere decir que es de todos, los listos y los tontos, los aplicados y los vagos. Todos tienen derecho a recibir una buena educación. Y como aquí no hay centros especiales, Mateo vendrá a éste que es el único que puede recibirle. Lo que me extraña es que no lo hayan aceptado en la escuela antes de ahora porque es un buen alumno que no crea problemas en clase.

De aquellos argumentos, de aquella imposición difícil de rebatir, surgieron en algunos padres resentimientos contra Ezequiel, odios que, temía yo, algún día podrían desencadenar ataques personales, desavenencias y amarguras.


Se acercaba la Navidad. Los días se sucedían con la monótona frialdad del invierno. Yo apenas salía de casa. Bajaba a la escuela. Subía a la cocina. Tenía una chiquilla lista y educada que cuidaba a mi hija mientras yo trabajaba. Era hija de un minero que había muerto en la mina y su madre necesitaba la ayuda de los hijos mayores para sacar adelante a los pequeños. Esta niña de quince años acabó siendo también alumna mía fuera de horas, lo mismo que Mateo. Era inteligente y captaba rápidamente lo que leía, lo que le explicaba. Le gustaba hablar conmigo. Muchos días tenía que acabar obligándola a marchar porque se encontraba feliz con nosotros. Juana la quería mucho. Mila, Mila, decía, y así Emilia adoptó el nuevo nombre como suyo para siempre.

A través de Mila comprendí muchas cosas de la mina. Yo evitaba preguntarle pero ella contaba con espontaneidad anécdotas de su vida en el poblado minero.

– Mi padre era asturiano pero le ofrecieron este trabajo aquí y le convino más -me contó un día-. Por eso se vino y luego conoció a mi madre y aquí se quedó. Mi abuelo también era minero allá en Asturias. Ya está retirado de la mina pero está muy enfermo. Como todos, de aquí. -Y se señalaba el pecho.

Hacía reflexiones ingenuas y sensatas sobre todo lo que veía a su alrededor.

– El minero bebe mucho. Todos los días a la taberna. Pero yo lo entiendo, doña Gabriela. Siempre allá abajo enterrados y luego cuando salen, les parece que resucitan. Eso decía mi padre: Otro día que resucito…

Se quedaba pensativa y yo trataba de distraer su atención de aquel último día en que el padre no subió más. Pero notaba que ella quería hablar, necesitaba compartir con alguien lo que sentía.

En voz alta recordaba y también proyectaba su futuro.

– Si no llega a morir mi padre yo salgo de esto, yo me voy a estudiar a León o a Oviedo con mis abuelos, que ya lo tenia él bien pensado. Yo era la única que quería hacer estudios, maestra me gustaba. Todavía si puedo, algún día lo haré… -Y sonreía esperando el milagro.

– Pero no hay milagros cuando no se quieren hacer -dijo Domingo cuando le hablamos de Mila-. La Compañía no tiene interés en ayudar a los hijos de los mineros. Y menos los que no le van a servir para nada. Distinto sería si se tratase de mejorar a un técnico para sacarle más partido…


La formación del nuevo Gobierno a mediados de diciembre, la agitación política subsiguiente al triunfo de las derechas y el descontento social entre los obreros se reflejaban en un pueblo minero de forma muy especial. La atmósfera se había transformado. A pesar de que llevábamos poco tiempo viviendo en Los Valles, pudimos percibir la intensidad de los cambios. Sobre todo en la parte alta, aquella zona viva y despierta del pueblo industrial. La parte baja, la de nuestras escuelas, estaba habitada por campesinos y artesanos modestos que vivían pasivamente las fluctuaciones de la política. Eran dos mundos como nos había advertido don Germán. Por las reacciones de los padres de nuestros alumnos, ya habíamos observado que el nuestro respondía a las características de los pueblos agrícolas: era apático, atrasado, fácil de mantener controlado dentro de unos limites.

– Aquí abajo manda el Cura, allá arriba el Gobierno -había resumido Marcelina.

Ahora, con las Navidades cercanas, la Plaza y sus alrededores eran un hervidero. Los de arriba y los de abajo contemplaban en los escaparates los alimentos, las bebidas y los juguetes que se mezclaban en las tiendas de ultramarinos. La calle estaba llena de gente a pesar del frío. Pero se notaba que no era sólo la preparación de la fiesta. Había una corriente de nerviosismo. Los rumores se multiplicaban y los pequeños incidentes corrían de boca en boca.

«…Ayer el Cura dijo en un sermón que ya era hora de que España tuviera un Gobierno cristiano. Hubo quien se levantó y se marchó» «… A don Germán le tiraron una bola de nieve con una piedra dentro, derechita le iba pero sólo le rozó el gabán» «…Al médico de la mina le agarraron entre cuatro mineros y le querían pegar porque dio de alta antes de tiempo a un compañero enfermo» «…Dicen que van a despedir al que se mueva» «…En el bar Grisú los mineros rompieron el mostrador y engancharon a Anselmo, el meapilas ese…»


Ezequiel estaba inquieto y subía a la Plaza todas las tardes. Quería respirar el aire de la gente, observar sus rostros, escuchar sus ácidas protestas. Necesitaba estar informado de los sucesos políticos al momento. Eso sólo era posible a través de la radio. Recalaba a última hora en la Farmacia y se unía al grupo de fervorosos republicanos que con don Germán al frente bebían las noticias de Madrid. Regresaba a casa helado y taciturno.

– He pensado -se me ocurrió decir un día- que debíamos comprar una radio. Además de noticias oiríamos música, teatro; hay hasta programas para niños…

A Ezequiel le pareció bien la idea y el mismo día que dimos las vacaciones cogió el coche de línea a León. Domingo, que viajaba con frecuencia a la ciudad, le acompañó.

– Yo sé dónde la puedes encontrar.

Al otro día regresaron con la radio. Quedó instalada en una esquina de la cocina, sobre un estante triangular que preparó Joaquín, el marido de Marcelina.

Desde ese instante la radio se convirtió en un objeto importante en nuestra existencia. Y no sólo para nosotros. También la familia de Marcelina y las mujeres de las casas cercanas, nos pedían en un momento u otro la oportunidad de oírla.

A través de la rejilla rematada con juncos de madera surgían voces que nos ponían en contacto con un mundo lejano. Aquel cajón de madera torneada nos compensó con creces del precio que pagamos por él. No obstante, Ezequiel siguió subiendo a la Plaza todas las tardes. En la compañía de los otros buscaba alivio a sus inquietudes y asistía al nacimiento de otras nuevas, cada día.

– Por la República -brindó don Germán.

1934 acababa de nacer entre cantos y gritos. En la plaza, panderos, tambores, carracas, los mil y un instrumentos capaces de hacer ruido, acompañaban a las gentes del pueblo.

– Por la paz -brindó Eloísa.

– Por la rebeldía -brindó Inés.

Se veía que había estado bebiendo antes de la cena. Le brillaban los ojos y hubo un punto de impertinencia o de provocación en su réplica a Eloísa.

– Por los compañeros -brindó Domingo y señaló con la copa un amplio círculo en el que parecía abarcar a todos, presentes o lejanos.

Ezequiel bebía poco. Domingo le empujaba.

– Que no se diga, Ezequiel. Brinda por algo y bébete la copa de un trago. Si no, no vale el brindis.

Ezequiel sonrió y noté que hacía un gran esfuerzo por sumarse al contento de los demás.

– Yo brindo -dijo- por el sueño que tuvimos y que duró tan poco.

Ahora me tocaba a mí. Había esperado mi turno, decidida desde el principio a ser la última. Un sinfín de emociones se me enredaban en la garganta.

– Yo brindo por el futuro -dije.

En ese futuro cabía todo lo que anhelábamos. Era un futuro incierto pero majestuoso en su imprevisible desarrollo; dudoso pero capaz de cambiar los minutos venideros.

Luego todos dijimos: por nosotros. Y en las breves palabras hice un hueco para Juana y mis padres y un fantasma perdido en una isla africana.


Aquella Nochevieja quedó grabada en mi memoria con la marca indeleble de la aflicción. No bien habíamos llegado a casa después de festejar el Año Nuevo, cuando llamó a la puerta Marcelina. Traía a la niña en brazos, dormida y envuelta en una manta.

– Se la traigo -dijo- porque Joaquín se ha puesto malo y no quiero que la niña se despierte con el movimiento de casa que traemos. Y perdonen que no cumpla con ustedes que bien lo siento.

Me sentí avergonzada por la delicadeza de Marcelina. No sólo había cuidado de nuestra niña sino que se disculpaba por devolvérnosla antes de la mañana como habíamos acordado.

No bien acomodé a la niña en su cama dejé a Ezequiel cuidando su sueño y pasé a casa de Marcelina. Joaquín yacía en la cama matrimonial, enrojecido por la fiebre. No abría los ojos y de vez en cuando le sacudía un escalofrío.

– Está así desde las doce. Empezó de repente a decir que estaba malo y no hubo forma de que aguantara hasta las uvas que ya estaba Mateo preparado para golpear las horas en la sartén. Y él que se encontraba muy mal y yo que esperara un poco… Pero sin más se vino hacia la cama y vestido y todo, como estaba, se tiró en ella. Entre todos tuvimos que desvestirle. Y ahí lo tiene comido de la calentura…

Traté de tranquilizarla y sugerí que fuera Ezequiel a buscar al médico.

– Un día como hoy -se lamentó Marcelina.

Pero accedió y una hora más tarde llegó el médico de la mina que en cuanto le auscultó diagnosticó que Joaquín era víctima de una pulmonía aguda que, «claro», añadió, «encima de lo que él tiene…».

Pero Marcelina no sabía lo que él tenía y tuvo que aclarárselo el doctor, molesto por la ignorancia de ella y por su propia indiscreción.

– Lo que él tiene, mujer, es lo de muchos, manchas aquí y allá. Pero de ésta le doy la baja indefinida y luego que le tramiten la jubilación anticipada…

El resto de la noche la pasamos acompañando al enfermo y su familia. Los ratos en que Ezequiel me relevaba los pasé en casa sentada junto a la cama de la niña dormida. Por mi imaginación desfilaban fragmentos desordenados de la noche.

La reserva de don Germán ante las afirmaciones exaltadas de Domingo: «Hay que pasar a la acción. Los socialistas no pueden permanecer indiferentes.»

La actitud de Inés zahiriendo a Eloisa: «El voto de las mujeres, ahí está el error. Las mujeres votan lo que les mandan los curas.»

La silenciosa presencia de Ezequiel que evitaba tomar parte en el reto.

Yo, tratando de reavivar las conversaciones, alabando la cena y la amabilidad de nuestros anfitriones. Yo, como siempre, buscando el equilibrio y la armonía, sintiéndome desesperadamente responsable no sólo de Ezequiel sino de Domingo e Inés.

El regreso a casa con Ezequiel que a instancias mías aclaró su postura: «No estoy de acuerdo con la forma de atacar a don Germán, pero sí creo que la República está destruyendo el socialismo.» Y la llegada con Marcelina esperándonos, la gravedad de Joaquín…

Repicaron las campanas de la primera Misa de la mañana. Ezequiel abrió la puerta y me sobresaltó. Me había quedado dormida y me dolía la espalda.


Pasadas las Navidades el invierno se endureció. Las heladas seguían a las nevadas de modo que era difícil andar por la calle sin exponerse a frecuentes resbalones. Recluidos en la cocina oíamos la radio, trabajábamos, jugábamos con la niña, recibíamos visitas. Una tarde se presentó Domingo muy agitado: «Me marcho a León», dijo, «vamos a organizar un frente de maestros, me han citado con urgencia. Mira esto.» Y tendió a Ezequiel una revista que él leyó. Luego me la pasó.

«Se habla de un Frente Único y de una actuación pública en mítines. Pero eso no basta. Es preciso que el Magisterio unido dé la impresión de su fuerza por los cauces normales de la vida política haciendo presión sobre los diputados y los partidos, que cada día tienen que contar más con la opinión pública.»

– Decídete -estaba diciendo Domingo-. La República ha perdido aquel primer aliento con que inició la política pedagógica. Tenemos que luchar para recuperarlo, para obligar a actuar a los que pueden hacerlo.

Ezequiel meditaba en silencio. Al fin dijo:

– Ya me informarás. De momento no veo claro nada, dudo de casi todo.

El pesimismo que destilaban las palabras de Ezequiel me impulsó a hablar con él seriamente. En los últimos tiempos se había vuelto huidizo, vivía encerrado en sí mismo. En cuanto a mí, la atención a la niña, el trabajo, las visitas a Marcelina y Joaquín que se recuperaba lentamente, me tenían ocupada. Hasta la introducción de la radio en casa había ido reduciendo las oportunidades de charlar que antes teníamos. O quizás éramos nosotros mismos los que evitábamos adentrarnos por terrenos poco firmes. Lo cierto es que, desde las elecciones de noviembre, Ezequiel había cambiado. Seguía trabajando con el mismo interés en la escuela, pero había perdido la capacidad de proyectar. Me parecían muy lejanos los días del embarazo cuando hacíamos planes para nuestro futuro y el futuro del hijo que iba a nacer. Aquellos planes se vieron estimulados por el entusiasmo que la República sembraba en el Magisterio. Sin embargo, ahora asistíamos a una parálisis general de todo lo prometido.


– ¿Qué opinas de ese Frente Único? -pregunté sin más preámbulos en cuanto recogí la mesa de la cena.

Ezequiel tardó en contestar y al final fue evasivo en su respuesta.

– Todavía no veo claro el papel de ese Frente que quieren formar con tanta asociación neutra o derechista. Estoy convencido de que hay que reclamar lo que nos prometieron. Pero no sé si el Frente Único podrá hacer algo por las buenas. No sé si las conversaciones y los mítines sirven para resolver los problemas.

No quiso hablar más y aunque me esforcé por sacarle de su mutismo no conseguí nada.

Una cadena de días borrosos fue arrastrando el invierno hacia la primavera. En marzo llovió mucho. Exactamente encima de la cama de Juana había una gotera. Las heladas y la nieve habían removido el tejado pero hubo que esperar a que cesara la lluvia para subir a repararlo. De momento trasladamos la cama de la niña a nuestro cuarto y allí dormíamos los tres sin apenas espacio para entrar en las camas que se encajaban entre la puerta y la pared.

Yo había caído en una indiferencia defensiva que me protegía del clima y de la pesarosa actitud de Ezequiel. Algunas veces recordaba con nostalgia los días pasados en Castrillo. El nacimiento de mi hija y la llegada de la República, las Misiones, Regina y Amadeo. Aunque sólo habían transcurrido unos meses, todo volvía a mi memoria como si de algo muy lejano se tratara. Me sorprendí a mí misma diciéndome: «Cuando éramos felices», al evocar aquellos cercanos días.

Con el primer anuncio de la primavera volvimos a pasear por el bosque. La tierra rezumaba humedad. La hierba estaba fresca y bajo los árboles se arracimaban las setas. Los helechos jóvenes cubrían de una mullida alfombra la umbría. Amparados por los árboles extendían sus hojas rizadas sobre la tierra. Los campesinos los destinaban a usos domésticos: envolvían con ellos los rollos de mantequilla casera, los colocaban en el fondo del cesto de los pescadores, para proteger las truchas. A orillas de los manantiales cogíamos berros. Al regresar hacíamos ensaladas que nos dejaban en la boca un sabor fresco y ácido. A veces encontrábamos fresas salvajes asomando entre hojas oscuras y aterciopeladas. Con frecuencia nos acompañaba Mila, que conocía hasta el último rincón del bosque. «Mira», le decía a Juana, «en este árbol encontré un día un nido con cinco huevos. Estaba medio caído. La madre lo había aborrecido por alguna causa.» O bien: «Debajo de esta seta vivía un enanito. Se marchó a otro bosque más caliente cuando llegó el invierno pero cualquier día volverá.»

En el prado de nuestra casa también había brotado la primavera. Margaritas, prímulas, azulinas, erguían al sol sus pétalos sedosos. Juana perseguía mariposas blancas y otras de alas anaranjadas y azules, marrones y amarillas. La primavera nos alegró a todos. Sentíamos la derrota del invierno en cada rayo de sol, en cada soplo de brisa cálido, en las frondosas copas de los árboles habitados por pájaros bulliciosos.

Un día, poco antes de Semana Santa, al salir de la escuela me quedé un instante contemplando los juegos de los rezagados. Los días alargaban poco a poco y los niños aprovechaban la luz para prolongar su actividad. Saltaban excitados con la energía de sus cuerpos jóvenes y de pronto se quedaban quietos, abstraídos en un rapto de ensoñación o pereza.

Estaba a punto de subir la escalera cuando vi a una mujer que avanzaba por el patio. Me detuve y la mujer, temerosa quizá de no alcanzarme a tiempo, empezó a hablar antes de llegar a mi altura.

– Señora maestra, soy la madre de Aurelia -dijo. Y reconocí en su rostro ajado los rasgos de una de mis alumnas.

– Está enferma -continuó- y tardará en volver porque le ha cogido el tifus.

Se detuvo asustada de sus palabras, como si esperara ver los efectos de su inquietud reflejados en mí.

Me mostré consternada y pronuncié palabras de ánimo pero la mujer no se marchaba. Al fin volvió a hablar de prisa, queriendo terminar cuanto antes lo que tenía que decir.

– Me ha dicho el médico que hay que darle baños para que le bajen esas calenturas que le abrasan… y decía yo que si usted me podría prestar la bañera esa que me han dicho que tienen para bañar a su hija…

Era una bañera de cinc. La tenía instalada en la cocina con un tablero de madera encima que servía de banco cuando no se usaba.

La mujer se llevó la bañera y Aurelia tardó un mes en volver a la escuela. Había crecido mucho, tenía el pelo cortado al rape y estaba enflaquecida y ojerosa. Se acercó a mi mesa y me dijo: «Un día de éstos le traerán la bañera que ya no la necesitamos.»

– No, de ninguna manera -exclamé espantada.

Y añadí tratando de sonreír:

– No te preocupes, dile a tu madre que me han traído otra y ya no la necesito.

Sentí que me ruborizaba hasta la raíz del pelo de vergüenza y de pena.


De la Plaza de castaños hacia arriba empezaba el territorio de las minas. La carretera bordeaba el poblado de los mineros, agazapado tras unas tapias bajas que acotaban un espacio baldío delante de las casas. Las viviendas eran blancas pero el tiempo había dejado en ellas desconchones ennegrecidos por el polvo del carbón.

Rebasado el poblado de los mineros, estaba la colonia de los ingenieros con sus chalets y sus jardines cercados por una sólida verja rematada por agujas doradas. Las casas de los ingenieros también sufrían la agresión del carbón y el resultado era una sombra grisácea que borraba el esplendor de los parterres, el rojo del ladrillo, el verdor de la yedra trepando escuálida por las paredes. La mina había perforado los montes más allá de los poblados.

Una red de vagonetas transportaba el carbón por el ferrocarril de la Compañía hasta el río donde las vías se curvaban y seguían, paralelas a la corriente, hasta enlazar al fin con la red nacional.

Entre las dos agrupaciones de viviendas, se levantaban las escuelas mineras.

– La de doña Inés es ésta, la que tiene las ventanas abiertas -dijo Mila. Y se despidió de mí con un cariñoso ofrecimiento.

– Si le sobra tiempo ya le he enseñado nuestra casa.

Estábamos en plenas vacaciones de Semana Santa. Inés me había pedido ayuda para preparar con sus alumnas un acto cultural para el uno de Mayo.

«Cultural, cultural», había dicho. «Así nadie podrá decirme que hago política en la escuela.»

Me ofrecí a prestarle libros, pero ella insistió: «Me gustaría que vinieras y así ves a las niñas a ver qué podemos hacer con ellas.»

De modo que dejé a Ezequiel al cuidado de Juana y subí hasta el poblado con Mila. Por el camino me fue hablando de Inés.

– Doña Inés me dio clases de pequeña, recién llegada aquí. Pero a mi padre no le gustaba.

– ¿Por qué? -pregunté yo.

– Porque decían por aquí que vivía con don Domingo antes de casarse y eso no está bien por el mal ejemplo que nos daba… Mi madre dice que eso no era probado pero la gente habla y habla por los codos.

Llamé a la puerta y me abrió Inés. La escuela estaba llena como en un día de clase. En el estrado de la maestra, presidía una bandera de la República clavada en un tiesto y a su lado una niña, de pie, leía en voz alta. Inés me indicó un lugar para que me sentara. La niña se había interrumpido un instante pero continuó con voz vibrante.

– … y por eso, queridos compañeros, yo os pido en este día del Trabajo que os unáis todos formando un frente común contra los explotadores de nuestros padres, contra los que impiden que los hijos de los mineros…

Cuando terminó su discurso todas las niñas aplaudieron e Inés pidió calma con las manos.

– Quiero que conozcáis -dijo- a la maestra de la escuela de abajo… Ella va a ayudarnos a preparar la fiesta.

Les leí algunas de las poesías que había seleccionado, les expliqué las posibilidades de representar un entremés, un paso o un romance. Se mostraron interesadas e hicieron comentarios inteligentes. Me parecieron más despiertas que mis alumnas.

– Muchas han vivido en otros pueblos -me dijo Inés-. Se han movido más y, sobre todo, los mineros son más rebeldes que los campesinos.

Al llegar a casa le dije a Ezequiel:

– No sé cómo resultará el acto cultural, pero Inés parece dispuesta a organizar también un acto político. -Y le repetí las palabras de la presentadora de la fiesta. Ezequiel no replicó-. Yo no creo que haya que politizar a los niños -continué-. Creo que hay que educarlos para que sean libres, para que sepan elegir por sí mismos cuando sean adultos.

Antes de contestar Ezequiel buscó las palabras con calma, tratando de encontrar las que mejor expresaran su opinión.

– Tienes razón -dijo-. Yo creo sobre todo en la educación. Pero también entiendo a los que tienen prisa. Porque tengo miedo de que no nos den tiempo suficiente para educar…

Aquella noche Ezequiel subió a la Plaza. Puse la radio para oír las noticias. Entre otras, se habló de las protestas que habían organizado en Madrid los maestros, por no cobrar el suplemento de casa ni la pequeña cantidad que debían recibir por las clases de adultos. Según la radio, la policía y los guardias de seguridad habían disuelto por la fuerza a un grupo de manifestantes reunidos en el patio del Ministerio de Instrucción Pública. Hubo detenciones, cristales rotos, «los maestros», resumía el locutor, «están indignados».


El buen tiempo encontró a don Germán muy decaído. La firmeza de su paso había disminuido. Se detenía a veces en medio del paseo y respiraba hondo como si necesitara reponer energías. El primero de Mayo fue a la Casa del Pueblo, ocupó un lugar de honor, escuchó los discursos, las acusaciones vertidas contra el Gobierno, los himnos coreados por los asistentes.

Fue testigo de la tensión enfebrecida de las gentes de la mina y de algunos otros que coincidían con los mineros en la indignación y la protesta.

Yo le observaba y noté que todo el tiempo mantenía la barbilla escondida en el pecho, la cabeza baja como si meditara en lo que oía. Sólo durante el acto cultural había sonreído con la entonación teatral de los niños que recitaban.

Al terminar el mitin la gente se dirigió hacia la Plaza y allí siguió reunida, esperando que alguien iniciase un gesto, un ademán de invitación a una acción nueva. No parecían cansados a pesar de la excursión y la comida en el campo y el regreso entre cánticos y gritos para llegar a los actos de la Casa del Pueblo. Pero nadie propició la escaramuza y se fueron dispersando. Don Germán se retiró del brazo de su hija que le esperaba fuera.

Caminaban despacio y se perdieron entre la gente.


– No está bien -dije a Ezequiel cuando volvíamos a casa-. Parece enfermo.

– ¿Quién? -preguntó él.

– Don Germán. ¿Tú no lo has notado?

Movió la cabeza negativamente.

Parecía que hubiera estado ausente, atento sólo al clamor de las voces unidas, al matiz de los gritos lanzados al aire y repetidos hasta la saciedad.

– Pero yo no vi odio. No se movían por el odio. Era sólo la alegría de la fiesta -dijo-. Hasta en los gritos de indignación faltaba odio.


El odio apareció más adelante. Era el día del Corpus. Sólo unos pocos seguían el cortejo que atravesó la Plaza para entrar en la Iglesia. Detrás del Cura y sus acólitos iban niños y niñas vestidos de Primera Comunión. Después marchaban las mujeres con sus velas encendidas.

Eloísa iba al frente de una de las dos filas. Marchaban y cantaban:


Cantemos al amor de los amores

cantemos al Señor…


En algunas ventanas había gente asomada. En la calle se formaron pequeños grupos silenciosos que contemplaban la procesión.

De pronto, una piedra surgió nadie sabe de dónde y golpeó la mano de Eloísa. Marcelina lo vio. Me lo contó con todo lujo de detalles.

– Yo creo que iba derecha a la vela pero dio en la mano y el cirio se vino abajo; una mujer gritó y, mientras, Eloísa se sujetaba con la sana la mano dolorida. En eso vuela otra piedra y esta sí que se vio venir, venía de la calleja que va a parar a la parte de atrás de la colonia, donde hay tanta taberna y tanta desvergüenza. Y luego otra y otra, una manera de apedrear que todo el mundo echó a correr. Unas tiraban las velas, otras las llevaban cogidas bien fuertes. Los niños lloraban solitos en medio de la Plaza, la media docena de ellos que no eran más, pobrecitos tan blanquitos con sus cruces de oro y sus tirabuzones… ¿El Cura? El Cura entró corriendo a la Iglesia para guardar cuanto antes el cáliz con las hostias. Que no es por nada, pero digo yo que mezclar la política con la religión qué mal asunto… Y la mina ya se sabe. La gente de la mina es violenta y vive en mucho peligro. Se acuerda usted de la canción aquella que dice que a la mujer del minero la pueden llamar viuda. Eso es verdad porque lo veo yo todos los días y usted también lo ve que en el barrio de abajo hay mucho minero campesino, como mi Joaquín, mineros que no viven en la mina. Pero los que viven ahí, encerrados entre ellos la mayor parte del tiempo, se envenenan unos a otros, ya sabe…


Continuaba Marcelina su exuberante charla, y ya estaba yo preguntándome cuáles iban a ser las consecuencias del golpe a Eloisa, inicio del ataque que sobrevino después.

– No es posible la violencia. Nunca la violencia -dije.

Pero Marcelina seguía desgranando su relato con los brazos cruzados sobre el pecho sin decidirse a entrar en casa, detenidas las dos ante la escuela vacía.

– Nunca la violencia -repetí.

Ella dejó de hablar por un momento. Reparó en mis palabras y dijo:

– Es verdad. Las cosas no se arreglan a pedradas. Y encima el año que menos gente había. No sé si usted se ha dado cuenta que ni delante de las casas hay flores amarillas, como en otros años que era una alfombra todo, al paso del Señor. Tengo yo ido con mi Mateo a pelar escobas por el monte y era una gloria verlas cubriendo las calles. Se lo digo a Joaquín, que es renegado para eso de los curas: Pero Joaquín, si es lo que hemos oído en nuestras casas. Si tu madre te enseñó a persignarte, ¿vas a olvidar eso?, ¿vas a empezar a pedradas con eso…?

Caía la tarde cuando Ezequiel bajó sofocado por el calor y los acontecimientos.

– No ha sido nadie conocido. Nadie se responsabiliza. Unos salvajes pero no obedecían a nadie. Nadie ha mandado ese disparate. -Se sentó y se calmó. Luego se me quedó mirando a los ojos, fijamente-. Una mala noticia -dijo-. Don Germán está grave. Le ha dado algo de corazón a consecuencia del susto. A consecuencia creo yo de otras muchas cosas. No es tan viejo pero le va a matar antes de tiempo su República…


Aquella primavera, aquel verano han quedado grabados en mi memoria casi día a día. Me pregunto en mis noches de insomnio: ¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento advertí que Ezequiel abandonaba su independencia, su entrega a la educación para entregarse a una lucha más extensa?

No fue un día concreto. Su cambio no está vinculado a un hecho especial. Me parece que fue un proceso lento que se desarrolló de forma paralela a la marcha de los acontecimientos históricos que nos tocó vivir.

La incapacidad de la República para llevar adelante las grandes promesas de su primer año le habían hundido en el desencanto y la decepción. Pero fue nuestro traslado al pueblo minero y su contacto con personas y situaciones vinculadas a la política lo que le llevó al compromiso. Todas las humillaciones, las ofensas, las limitaciones sufridas desde la infancia se levantaron a un tiempo para alimentar su amargura. Todas las injusticias, las frustraciones, los abusos que veía sufrir a los obreros de la mina, reavivaron el despertar de su conciencia. A través de la educación había esperado transformar a gentes como él, privadas de todo aquello a lo que tenían derecho. Pero ya era tarde, ya no podía esperar. Yo sentía crecer el ímpetu de su rabia. El fracaso total del Frente Único del Magisterio acabó en mayo con todas las tentativas de acción desde el ámbito profesional. «Lee, lee», me dijo un día: «Aquí está el epitafio del Frente Único»

«El temor ridículo», decía el artículo, «a caer en posturas políticas paralizaba todas las actividades. Se desconfiaba de nosotros y se ponían obstáculos a nuestra labor… Se descuidaba sistemáticamente el aspecto de propaganda en la calle, el más interesante. En una palabra el F.U. se había convertido en un organismo burocrático.»

La revista era Trabajadores de la Enseñanza. Hacía un mes que Ezequiel pertenecía a la Federación. Antes de acabar el curso, me dijo: «Voy a afiliarme al partido socialista. Me siento muy de acuerdo con la postura que los socialistas mantienen en cuanto a la República.»

En cuanto a mí, respetaba y comprendía su actitud pero no me sentía capaz de secundarla. Mis sueños, vapuleados como estaban, aún eran los de siempre. Educar para la convivencia. Educar para adquirir conciencia de la justicia. Educar en la igualdad para que no se pierda un solo talento por falta de oportunidades…

– Romanticismo, un gran romanticismo -me dijo Ezequiel.

Luego recitó de memoria la frase de uno de sus líderes:

«Nosotros fuimos a una revolución y el poder cayó en manos de los republicanos y hoy hay en el poder un Gobierno republicano y ya destruye lo que hicimos nosotros.»

Los días de junio eran largos y el verano se instalaba presuroso en las tardes sofocantes. La escuela no acababa nunca. A las cinco de la tarde bajábamos al río mi hija y yo y una corte de niños y niñas nos acompañaba. Recogíamos hojas para nuestros herbarios. Arrancábamos juncos para trenzar cestos que llenábamos de flores. El río bajaba rebosante. La corriente golpeaba las orillas pero había remansos, suaves entradas del agua en el soto que descubrían playas diminutas de guijarros triturados. El agua estaba fría pero los niños chapoteaban en la piscina improvisada, se bañaban entre gritos de miedo y alegría. Bajo las piedras buscaban los cangrejos que se escondían torpones y ciegos. Regresábamos tarde, cuando el sol empezaba a enrojecer, por el oeste, los montes pelados de las minas.

Juana era feliz. Los niños la llevaban de la mano, le hacían saltar charcos, jugar al escondite. Subíamos cantando por la carretera y ella también cantaba transformando palabras y sonidos a su antojo. Algunas tardes elegíamos el bosque y cortábamos peonías rojas, de pétalos curvados y tersos. Con ellas adornábamos la escuela; las colocábamos en latas, en botes, en cacharros de barro. Los niños dibujaban el río y los árboles del bosque y colocábamos sus dibujos en un friso largo que se extendía por las paredes de la clase.

La calurosa plenitud del verano era causa también de pequeñas molestias. Las chinches hacían su aparición y había que bajar al prado los jergones y echar agua hirviendo en los travesaños de madera. El chorro de agua humeante descendía por el somier empinado y las chinches caían indefensas ante nuestros ojos vengativos.

Los domingos de junio organizábamos excursiones cortas para los tres.

Al otro lado del río había praderas y un molino harinero con patos en la presa y gallinas picoteando en las orillas. Extendíamos la merienda sobre un mantel y después de comer nos tumbábamos en la pradera contemplando el cielo luminoso. Quedaba lejos la mina y el pueblo y los problemas inmediatos. Sólo existíamos nosotros y nuestra hija corriendo alegremente por la hierba. Eran unos días cargados de nostalgia anticipada. «El tiempo huye», me repetía. Porque la alegría del presente se tambaleaba ante la incertidumbre del futuro.


Desde el uno de julio Ezequiel nos estaba animando a marchar.

– Tus padres os esperan -afirmó-. Hace meses que no ven a la niña. Tenéis que iros ya. En seguida me tendréis allí. En cuanto deje en orden todo esto…

Y señalaba a su alrededor, a las dos escuelas, desordenadas con el fin de curso, y a nuestra casa que necesitaba una mano de cal para borrar las goteras.

No miraba al mundo que empezaba en la Plaza, pero yo sabía que también necesitaba poner orden allí, en las reuniones de los mineros. Necesitaba participar de la excitación y el bullicio que hervía en aquel espacio encerrado dentro de los límites ambiguos de la clandestinidad, a medias entre el miedo y la osadía.

Por lo demás estaba satisfecho. Un nerviosismo alegre había sustituido la pasividad que antes le sumía en prolongadas pesadumbres. Se mostraba jovial con la niña y conmigo, como si estuviera a punto de emprender un largo viaje desbordante de promesas.

Preparamos el viaje azuzadas por su impaciencia y apenas me quedó tiempo de subir a despedirme de don Germán. Le encontré en un sillón del que no se había movido desde su enfermedad. En tan sólo unos días había envejecido años. Cogió mi mano y la retuvo mucho tiempo entre las suyas.

– Querida amiga -dijo-, qué malos tiempos le va a tocar vivir. Europa está sentada sobre un polvorín. Y nosotros tenemos en la mano una mecha a punto…

Me pareció excesivo su pesimismo y traté de animarle.

– Todo se va a arreglar. Verá usted como pronto recuperaremos las riendas del Gobierno y esta vez nadie nos las va a arrebatar.

Trataba de seguir su lenguaje metafórico poco segura de lo que ambos queríamos decir.

Eloisa se movía alrededor del padre sin palabras. También ella me pareció más ajada, más débil. Las ojeras azuladas sugerían falta de sueño y una arruga grabada entre las cejas dividía la frente en dos hemisferios torturados.

– Buen verano -me dijeron al despedirme.

Y allí quedaron los dos envueltos en la penumbra de la sala, despojados del halo de arrogancia que les había distinguido.

No pude ver a Domingo que estaba en uno de sus viajes a León, ni a Inés encerrada con un grupo de mujeres que pedían la libertad de un muchacho detenido.

– Mal hecho detenerlo -me dijo Marcelina, la última de quien me despedí-. Porque no fue más que un insulto a un Director, no hubo golpes ni daños personales. Pero también ésas, qué poco tienen que hacer en sus casas, digo yo. Todo el día protestando de una cosa y de otra y los críos con los mocos colgando y el fogón apagado y esos pobres maridos cuando salen de la mina a la taberna tienen que ir, porque usted me dirá…


Estaban sentados a la sombra del emparrado. Las hojas se movían con la leve brisa de agosto. Sobre sus rostros se dibujaban manchas cambiantes, antifaces que cubrían sus ojos, mordazas que ocultaban momentáneamente sus bocas.

Hablaban de política y me llegaban fragmentos de su discurso envueltos en la neblina de una siesta a la que acababa de entregarme.

«El fascismo, ésa sí es una amenaza», decía mi padre. «Importamos carbón de Inglaterra, nuestros precios bajan, no se cumplen las disposiciones legales en cuanto a descanso, vacaciones, jubilación…», proclamaba Ezequiel.

«… Si por lo menos no desemboca todo en violencia» (mi padre).

«La violencia es el último lenguaje pero a veces es necesaria» (Ezequiel).

«La República… el Gobierno… los socialistas…» Tumbada en la hamaca, había perdido el hilo de la conversación. El sueño me iba envolviendo y las risas de mi madre se mezclaban con el gorjeo de Juana en la cocina. Cuando me desperté el sol había virado hacia el oeste. La sombra total de la casa absorbía la movediza protección de la parra. Mi padre y Ezequiel estaban callados, uno al lado del otro, absortos en sus respectivas reflexiones. Al verme ya despierta propusieron a un tiempo: «¿Vamos a dar un paseo?»

Por la carretera tomamos la dirección del Norte, hacia Asturias. Ante nosotros las montañas destacaban su perfil sobre el cielo transparente de la tarde.

– En Asturias -dijo Ezequiel- está la clave de lo que pase en las minas. Lo que ellos hagan nos ayudará.

Llevaba una semana con nosotros pero no había conseguido desprenderse de las preocupaciones que traía. Mi padre también estaba preocupado. Leía exhaustivamente las noticias y comentarios de los periódicos y cuando llegó Ezequiel las analizaban hasta la saciedad los dos.

Yo preservaba mi paz refugiándome en la indiferencia tentadora de mi madre. Nos sentábamos en sillas bajas a la sombra de los árboles y cosíamos las dos. Le contaba historias de los niños, le hablaba de nuestros amigos. Juana nos acompañaba. Jugaba y charlaba sin cesar y alegraba todos nuestros momentos. Evoco aquel verano y veo el pequeño grupo que formábamos las tres, mi madre, mi hija y yo, unidas en una plácida armonía, voluntariamente aisladas de los insistentes presagios de nuestros hombres.


Al regresar a Los Valles, nos esperaba una desagradable noticia. Un Oficio del Inspector en el que nos instaba a suspender inmediatamente el experimento de coeducación que nos había autorizado. A modo de disculpa nos incluía el texto completo aparecido en la Gaceta durante el verano. Tras lamentar la intervención de algunos inspectores que establecieron sin autorización ministerial la coeducación en las escuelas unitarias, se pasaba a criticar esta actuación que había provocado protestas de padres, Ayuntamientos y de los propios maestros. En consecuencia: «Se prohíbe a los maestros e inspectores la implantación en las escuelas primarias de la coeducación.»

La decepción y la amargura que nos produjo esta decisión marcó el comienzo del curso que se inició entre el estupor de algunos padres y el regocijo malicioso de otros.

Ezequiel estaba nervioso y se ensañaba a veces conmigo.

– Ya ves lo que se consigue con los métodos razonables. Nos impiden la coeducación, nos acusan de inmorales, de envenenadores del pueblo.

Era verdad. Pero yo trataba de mantenerme serena.


Inés estaba llevando su activismo político a las últimas consecuencias. Había recibido una llamada de atención del Director de la empresa minera exigiéndole una dedicación absoluta a las tareas de la enseñanza y prohibiéndole utilizar la escuela para fines más o menos abiertamente políticos.

Ezequiel también discutió conmigo este asunto.

– Inés está comprometida con responsabilidades muy graves y a veces tiene que salir antes de las clases, ¿es eso un delito?

– No es un delito -replicaba yo- pero no estoy dispuesta a aceptar que se perjudique a los niños en razón de otra actividad por extraordinaria que sea…

Creo que en mi rechazo a la conducta de Inés había una parte de sentimiento de culpa, y otra de postergación. Era cierto que yo vivía encerrada en mi casa y ajena al mundo de la mina y sus problemas. Yo anteponía mis obligaciones de maestra y mi atención a Juana a toda otra ocupación. Pero también era cierto que Ezequiel, que tanto admiraba a las combatientes como Inés, me tenía al margen de muchas cosas que yo trataba de averiguar, atacando su reserva.

Un día que estaba especialmente preocupado, dijo de improviso:

– No sé si sería conveniente que pidieras un mes de permiso por asuntos propios y te fueras con la niña a casa de tus padres.

Me quedé muda de sorpresa y temor.

– Pero si no hace un mes que volví de vacaciones. ¿De qué me hablas? ¿Qué va a ocurrir? ¿En qué estás pensando?

El se replegó inmediatamente y adoptó un tono ligero al decir:

– No ocurre nada y no va a ocurrir nada. Estaba pensando en los trastornos que puede acarrear la huelga general…

No acepté la explicación pero traté de disimular mi inquietud.

– Entonces no hay razón para una huida. Yo sufriré, como todos, las consecuencias de una huelga que me parece justa.

Esa misma tarde fuimos a visitar a don Germán, a quien no había visto desde antes del verano.

Lo encontré hundido en su sillón pero tenía mejor aspecto.

– Ya doy paseos cortos -nos dijo. Y añadió-: Tengo que darles una noticia. Me han obligado a dimitir por razones de salud. Quizá tengan razón. De todos modos ustedes saben que les apoyo en todo -dijo dirigiéndose a Ezequiel-. Aquí me tienen con la fuerza moral entera ya que la física me falla.

Seguimos charlando un rato y justo al despedirnos, mientras yo comentaba con Eloísa el buen aspecto y la mejoría de su padre, oí que éste le decía a Ezequiel.

– … aunque usted ya conoce mi punto de vista. No estoy de acuerdo con la revolución, que me parece propia de países con una clase obrera poco madura…

Regresamos a casa silenciosos. Las palabras de don Germán me habían impresionado. El había hablado de revolución.

Revolución era una palabra que yo veneraba. Revolución significaba cambio profundo, agitación definitiva, volverlo todo del revés. Pero revolución también significaba sangre y era una palabra que pertenecía a la historia de otros países, la Revolución francesa, la Revolución rusa. ¿Era esa palabra aplicable a nuestro país en ese momento?

Pocos días después iba a obtener la respuesta.


Todo estaba oscuro cuando abrí los ojos. Tras la primera explosión, débil, estalló una fuerte, estruendosa. Me pareció que temblaban las paredes de la casa. Traté de dar la luz pero no había luz. Grité: Ezequiel. Pero Ezequiel no estaba. Recordé: no ha llegado; llegará tarde como todos los días. Corrí a oscuras a la cama de mi hija. La niña estaba dormida pero se despertó al oír mi voz: Juana, Juana.

La agarré en brazos, la arropé con la colcha de la cama.

La mina, pensé. Algo ha ocurrido en la mina. Pero la sirena no sonaba. Cuando es la mina suena la sirena. Además el estruendo no venía de arriba. El ruido venía de abajo, de la carretera. Me acerqué al balcón cerrado. En la casa de Marcelina no había luces. Todo el pueblo se hundía en el silencio y la oscuridad. ¿Sólo yo he escuchado la explosión? ¿Ha sido una pesadilla? Pero sabía que no. Estaba muy despierta la segunda vez. La primera, la suave, fue la que me hizo saltar de la cama. Pero la segunda, la fuerte, estaba ahí, sonaba todavía en mis oídos. Temblando busqué a tientas la palmatoria, preparada para un posible apagón momentáneo. «No se preocupe», decía Marcelina, «porque allá arriba necesitan la luz a todas horas…» Me senté en la cama y no podía soltar a la niña que se había vuelto a dormir en mis brazos.


La mina. La explosión tiene que ver con la mina aunque no haya sido arriba, aunque no haya sonado la sirena. El pueblo entero lo sabía, todos lo sabían, por eso nadie estaba a la puerta de sus casas. Están encerrados como yo, con su vela a los pies de la cama, esperando nuevos sonidos, datos, señales, síntomas de lo que está ocurriendo. Ezequiel está en la mina, reunido con Domingo y los otros, o en la Casa del Pueblo, en la taberna, ¿dónde?

Habían transcurrido pocos minutos y una insegura tranquilidad había sustituido, en mi ánimo, al sobresalto primero.

Ezequiel volverá. Está bajando apresurado para tranquilizarnos, para explicar lo que ha ocurrido. Un accidente. Un grave accidente. Algo que tiene como causa la mina aunque no haya ocurrido en ella. Rodaban las palabras por mi mente, las mezclaba, las revolvía, las intercambiaba.

Mina, mineros, Ezequiel. Seguía sentada porque no me atrevía a acostarme. Estaba segura de que otra vez vendría el golpe violento que me haría salir despedida de la cama.

Traté de reconstruir lo sucedido la tarde anterior, el día anterior. Nada especial. Nada que a mí me hubiera preocupado o parecido extraño. Lo accidental aparece así, de pronto. Si hubiera habido alarmas previas no habría habido accidente. Es absurdo pensar que un accidente ha sido anunciado un día antes. Un camión cargado de explosivos choca con algo, estalla. Dicen que ocurren cosas así por negligencia. Un camión de explosivos para la mina. El descubrimiento de esa posibilidad me tranquilizó. Sólo segundos porque nuevas preguntas se levantaron dentro de mí atacando la endeble suposición. Si un camión explota, ¿dónde están las ayudas que deberían llenar la carretera?, ¿dónde la gente asustada, preguntando qué ha sido, cómo ha sido?

Con la nariz pegada al cristal trataba de desentrañar el significado de las sombras. Pero sólo veía la negrura del silencio. En la noche, a todas horas hay un hombre que sube o baja, uno que madruga o uno que se retira tarde. Y la calle estaba vacía.

No tenía reloj. Ezequiel llevaba el único que teníamos. Un reloj de bolsillo que era de su padre. Ezequiel y su reloj estarían despiertos en lo alto del pueblo. La verdad se iba abriendo camino en mi imaginación paralizada por el miedo. Algo muy grave ha sucedido para que no venga Ezequiel, para que no se mueva nadie… Como cuando estalla una guerra o empieza una revolución. Horrorizada por mi descubrimiento, petrificada de temor y de frío, permanecí inmóvil abrazada a mi hija hasta que la primera luz del alba entró por el balcón. Observé entonces que un cristal estaba rajado por efecto de la explosión. Al mismo tiempo oí pasos en la escalera. Pasos cansados, lentos, arrastrados. Ezequiel entró y me pareció que no estaba asustado. Le brillaba un extraño fulgor en la mirada y tenía una expresión rara que yo no conocía cuando dijo:

– No te asustes. Tranquilízate. Todo está controlado por nuestra gente. Han volado el puente y tienen a los Guardias retenidos en el Cuartel. Duermo una hora y subo otra vez. Vine porque quería que estuvieses tranquila…

Se echó en la cama y se quedó dormido. Su respiración era suave y me recordó la forma en que dormía después de una excursión al monte, un día de pesca o cualquier otra jornada gozosa.

Deposité a la niña en su cama y me fui a la cocina a hacer el desayuno. Bebí un café solo y se me olvidó echar azúcar. El sabor era amargo y me hizo estremecer. Un cansancio infinito me abrumaba. Me senté en una silla; apoyé la cabeza sobre los brazos cruzados y me quedé dormida.


Marcelina compareció en seguida, en cuanto el sol brilló con fuerza.

– ¡Qué susto habrá llevado, criatura! Yo quería pasar pero Joaquín no me dejó. No cruces la calle que lo mismo te disparan, me decía. La huelga, ya lo ve, fue más que huelga. Se veía venir. Se oían rumores pero yo no quería, no podía darle preocupaciones con su marido tan en ello, tan metido en todo…

Ezequiel ya había desaparecido y me había dejado instrucciones.

– Tú quieta. Ya vendré yo cada vez que pueda…

Las escuelas no se abrieron. Las tiendas tampoco. De las casas iba saliendo la gente tímidamente. Se quedaban en la puerta sin saber adónde ir.

– Yo me ocupo de todo -me dijo Marcelina al día siguiente-. Yo le busco donde sea la comida. Andan todos armados, los mineros, pero no hay lucha. Dicen que en Asturias sí. Que han soltado a los presos del verano, los que habían cogido en Trubia. Dicen que en algunos sitios han matado curas y a algún rico que no era de fiar… De todos modos me alegro de que Joaquín no esté en la mina. Santa enfermedad que me lo retiró a tiempo…

Ezequiel no iba armado. Apareció un momento e insistió: «No te muevas, no te separes de la niña.» Débilmente mostré deseos de ayudar.

– Si tú lo crees necesario.

Pero era claro que él prefería que me quedara en casa cuidando a Juana, protegiendo a Juana.

– Han asaltado la tienda y el bar de Anselmo -me contó-. Le han robado todas las existencias y a él le han llevado nadie sabe adónde. No podemos controlar a todo el mundo pero ya se ha formado un comité para evitar el pillaje.

Al tercer día llegó Mila. Traía noticias recientes.

– No se ha podido seguir hacia León. No han llegado las armas que nos mandaban de Asturias… Doña Inés está al frente de un hospitalillo que han montado en la escuela. Ella enseña a las mujeres a curar heridos… Heridos sí hay. Nadie sabe dónde pero han disparado tiros sueltos al paso de los mineros… Han matado a uno. También los mineros han matado. A Anselmo lo han encontrado enterrado en una vagoneta de carbón. El Cura está escondido nadie sabe dónde. Han ocupado el Ayuntamiento y piden que vuelva don Germán pero él no quiere o no le deja la hija… Dice mi madre que el Ejército los va a matar a todos, que no van a poder con el Ejército.

La radio daba noticias constantemente. Eran noticias centradas en las minas de Asturias, datos, cifras, informaciones contradictorias sobre la verdadera situación geográfica del Ejército. La radio me ponía nerviosa. Sólo servía para cerciorarme de la gravedad extrema de la situación pero yo necesitaba otra clase de noticias. Las que podía darme Ezequiel, las que otros podían darme de él. Estuvo un día entero sin bajar a casa. Envió un recado por Marcelina que subía y bajaba sin descanso, siempre a. la busca de algo necesario para su casa y la mía. El recado era: «Que estés serena. Tranquilidad. Que no puedo moverme, tenemos muchas cosas que atender. Que cuides a la niña.»

Requisaron coches, camiones. Pasó Inés subida a uno que llevaba el emblema de la Cruz Roja. Iba hacia el río a buscar un herido. Se detuvo en mi casa. Me dijo: «Vamos, qué haces aquí con la escuela cerrada y sin nada de que ocuparte. Ven a ayudarnos allá arriba…»

Le dije que no con la cabeza. No podía ni hablar. Me miró con una sonrisa que a mí me pareció de desprecio. Hubiera querido decirle: «Tú no sabes lo que es un hijo.» Pero no era justo. Inés hubiera hecho lo mismo aunque hubiera tenido muchos hijos. Me sentía culpable y cobarde. Una sensación de impotencia me dominaba. La inacción me ponía nerviosa y, a la vez, el temor no me dejaba vivir. Esperaba noticias todo el tiempo. Llegaba Marcelina.

– Se han hecho cargo de todos los almacenes. Han requisado la panadería y los tienen haciendo pan para todos. Lo hacen como Dios manda. Les dan un papel y les firman lo que han cogido para devolvérselo un día, dicen que cuando triunfe la revolución…

En la radio se hablaba de insurrección. Toda España estaba pendiente del Norte, de Asturias sobre todo y de León también. Había noticias confusas pero la impresión general era que sólo en Asturias duraba la revuelta, sólo ellos resistirían.

Pero yo prefería las noticias de Mila, de Marcelina, de cualquier testigo de los sucesos diarios.

– El administrador de la mina y los ingenieros están detenidos. Todos no porque ha habido alguno que se ha sumado a los mineros. Los tratan bien y están mejor detenidos porque hay muchos en la calle que los quieren matar.

Un día Marcelina me dijo: «Tiene que bajar a ver el puente como ha quedado. Ni piedra sobre piedra dejaron. Hay que pasar por barca al otro lado o por la vía siguiendo el río, pero eso es más largo. Dicen que la mañana de la explosión flotaban los peces muertos.»

No bajé al puente pero al tercer día decidí subir a la Plaza dejando a Juana al cuidado de Marcelina.

La Plaza presentaba un aspecto apacible, como de día de fiesta. Los niños jugaban entre los árboles, ajenos a todo lo que no fuera el goce de la vacación inesperada. En la puerta de la Iglesia cerrada podía leerse UHP. La casa del Cura estaba silenciosa con los postigos cerrados.

En el Ayuntamiento había dos mineros armados a la puerta. Hacían guardia o trataban de preservarla integridad del edificio, las carpetas de legajos, los documentos ordenados en las estanterías. Las tiendas estaban cerradas. Por las calles que rodeaban la Plaza había grupos de mineros, armados unos desarmados otros. Se me quedaron mirando pero no dijeron nada.

– Dinamiteros, nos llaman dinamiteros -decía un muchacho joven que fumaba un cigarrillo a la puerta de un almacén de coloniales. Se lo decía a una mujer que esperaba de pie, con un cesto en la mano, a que le tocara el turno para entrar al portal donde estaba formada la cola.

Pensé preguntar por Ezequiel a alguno de los que hacían guardia en la Alcaldía. Pero desistí. Bajé las escaleras de la Plaza que terminaban en la carretera y descendí sin prisa hacia mi casa, hacia el barrio campesino. De las casas salían ruidos familiares, llantos de niño, cloqueo de gallinas, gruñidos de cerdo. Me pareció que regresaba de un viaje en busca del refugio de mi hogar.


Ezequiel apenas apareció durante toda la semana. Hablaba poco y yo evitaba preguntarle. La información de la radio era incompleta. Los frecuentes cortes de luz impedían oír las noticias en las horas cruciales. Pero prefería no saber. Estaba convencida de que vivíamos una experiencia que tendría un final doloroso; aunque no era capaz de imaginarme cuál. Pensaba en mis padres que no podían comunicarse con nosotros. De aquí y de allá me llegaban fragmentos de conversaciones.

«Dicen que el Gobernador va a andar con mano dura… Dicen que ya han pasado los moros de Marruecos y que nos los van a mandar para acá… Dicen que han matado al Cura… Dicen que no.»

Escuchaba a todos y una corteza de insensibilidad me protegía de los rumores. Con Ezequiel mantenía una actitud distante.

Por una parte me resentía del abandono en que me tenía en favor de la insurrección. Por otra, no le perdonaba que me hubiera mantenido al margen de ella desde el primer momento.


Entre contradicciones y sentimientos variables, fueron pasando los días. Hacía quince desde la voladura del puente cuando el lamento que tan bien conocía me despertó en la noche. Todo ha terminado, recuerdo que pensé. Sonaba la sirena que había permanecido muda durante los días pasados. Me asomé a la ventana y vi gente que corría. Se avisaban unos a otros: «Llegan las tropas, ya las tenemos aquí… la sirena sonó para avisarnos…»

Era la contraseña. Algunos cogían mantas y subían hacia la Plaza. Eran los que tenían un trabajo mixto como Joaquín, mina y campo, campo y mina. Subían para unirse a los demás, para escapar al monte o hacerse fuertes en la mina.

Una vez más cogí a mi hija, la apreté entre mis brazos, me pregunté qué hacer. ¿Subiría yo también? Ezequiel estaría entre los que, arriba, estudiarían la decisión a tomar: rendirse o resistir.

Ya era día bien claro cuando el motor de los camiones se dejó sentir carretera adelante. Las calles estaban vacías cuando alcanzaron el pueblo. Atemorizadas y expectantes las gentes se escondían tras las ventanas cerradas. Por un agujero abierto en la madera pude ver el paso del Ejército. Eran muchos, muchísimos. En los camiones descubiertos se apretaban los soldados. Dirigían hacia las casas las bocas de sus fusiles. Yo imaginaba que al menor movimiento sonaría la voz de fuego. Pero nadie se movió. Cuando todos hubieron pasado, allá en lo alto sonó un tiro aislado, luego otro, disparos como de cazadores en domingo. La respuesta fue una ráfaga de balas, un tableteo ininterrumpido y después, otra vez, el silencio.


– Una ametralladora, eso fue lo que dispararon -dijo Marcelina que había cruzado la calle rápida en cuanto desapareció el último camión.

Me miraba con expresión rara. Me contemplaba entre perpleja y conmiserativa. Piensa en Ezequiel y en lo que puede sucederle allí arriba, me dije. Mientras tanto yo sentía que todo estaba sucediendo lejos y fuera de mí. Lo inevitable había llegado. Me di cuenta de hasta qué punto estaba preparada para afrontar ese momento.

– Ya lo sabíamos -musité.

Marcelina me miraba y no encontró palabras para el consuelo o la esperanza.

– Voy a hacer café -dijo, echando mano de los gestos sencillos, único refugio para paliar la gravedad de los hechos extraordinarios.


Ezequiel llegó al anochecer. Entró por atrás. Debía de haber saltado por la paredilla del prado. Me dio un susto terrible.

Yo esperaba pegada al cristal del balcón. Bajará él o alguien me traerá un recado, pensaba. Apareció de pronto en la puerta sin llamar, sin avisar, como un fugitivo.

– Estábamos reunidos en el Ayuntamiento pero ellos fueron derechos a la mina. Hubo algunos disparos aunque se había decidido no ofrecer resistencia para evitar mayores desgracias. Después de las noticias que llegaron quedaba claro que estábamos perdidos.

Parecía infinitamente cansado pero no se sentó. Acarició a la niña dormida y me besó en la mejilla. Olía a sueño, a tabaco y a ropa sucia.

– No te muevas. Pase lo que pase, continúa aquí. Nadie se va a meter contigo porque tú no te has metido con nadie.

Bajó otra vez las escaleras, con el mismo sigilo con que las había subido. Y se esfumó en la noche, en la zozobra y el peligro.

– No llegará la sangre al río -me dijo Marcelina cuando crucé la carretera para informarle de la visita de Ezequiel.

Pero pronto supimos que había sangre y que ésta se había deslizado por las aguas del río. La noticia llegó al día siguiente. «Allí mismo, junto al puente volado, les hicieron cruzar a golpe de bayoneta, sí señor. ¿No habéis volado el puente?, les decían. Pues ahora a cruzar por la corriente…»

Ezequiel y Domingo iban con ellos. Mateo había oído el ruido de los camiones al amanecer; había saltado de la cama para correr detrás de ellos; había contemplado el espectáculo escondido entre los arbustos.

– Los llevaban atados de dos en dos. Se caían y les obligaban a seguir; allí no cubre mucho, en esa parte. Los soldados iban detrás y al que se desmandaba lo pinchaban…

«La sangre de los mineros se deslizará río abajo, hasta remansarse en los meandros de los cangrejos y los juncos del verano», pensaba yo pero me mantenía serena y lúcida. Siempre me ha sorprendido la dificultad que el ser humano tiene para soportar las molestias cotidianas y la valentía con que afronta las situaciones excepcionales.

La detención de Ezequiel, su desaparición y la sucesión de acontecimientos que me tocó vivir, despertaron en mí una fuerza insospechada.

A las veinticuatro horas de su ocupación por el Ejército, el pueblo parecía tranquilo. Los servicios fueron restablecidos lentamente. Se abrieron las escuelas. Un sustituto salido no se sabía de dónde ocupó el puesto de Ezequiel. Era un muchacho joven, vestido de negro, pelado al rape, con aire de seminarista. Pasó a saludarme a la hora del recreo y parecía cohibido. Le miré a los ojos que se esforzaba en mantener fijos en el suelo y le dije:

– Si necesita ayuda con los niños ya sabe dónde estoy.

Mis alumnas parecían asustadas. El primer día de reanudación de las clases, no hablaban y obedecían la menor indicación con presteza. Pronto recuperaron su manera natural de producirse. Fueron espontáneas y hasta hubo alguna que preguntó.

– ¿Vendrá pronto don Ezequiel?

Yo les pedí que hicieran una redacción contando cómo habían vivido los últimos sucesos. Casi todas hicieron hincapié en dos cosas: la explosión que había destruido el puente y la llegada de las tropas al pueblo.

A propósito de las tropas, a la semana de su llegada, se presentó un sargento en mi casa. Se dirigió a mí hosco y un poco incómodo para pedirme la llave de la vivienda del maestro.

– Me han asignado ese piso como vivienda para mi familia.

Busqué la llave en el gancho del portal. Estaba allí desde que llegamos ya que nadie la usaba. Se la entregué y él me enseñó un papel, una orden o un Oficio que yo rechacé.

– No me enseñe nada. La vivienda no es mía. Es del Estado -le dije.

Pero una pregunta me asaltó en el mismo instante en que nombró a su familia: ¿Hasta cuándo piensan, entonces, quedarse en el pueblo?

– Pues muchos días, ya ve usted -me informó Marcelina-. Muchos días porque los oficiales y los suboficiales andan así, buscando alojamiento por orden superior. El que va a vivir en la escuela es de Madrid. Casado y con una niña. Se conoce que piensan destacarlos aquí por tiempo largo, por lo menos a parte de ellos. Querrán tener vigilada la mina para que no se desmande nadie…


El domingo por la mañana llegaron la mujer y la niña. Se bajaron del taxi, llamaron a mi puerta y al decirles que no tenía la llave, el taxista se ofreció a buscar al sargento.

La mujer era pizpireta, bajita y gordezuela. Parecía muy joven, con su pelo corto rizado a grandes ondas. Llevaba un abrigo de paño azul con un cuello blanco de piel de cordero y zapatos de tacón. La niña era un poco mayor que Juana. Tenía el pelo rubio aclarado con camomila y un gran lazo tieso, posado en la cabeza como un pájaro. Lo miraba todo sorprendida.

– Usted es la maestra, ¿verdad? -preguntó la madre-. Decía yo que si podría tener a mi niña en la escuela el tiempo que estemos aquí… ¿Verdad que tú sí quieres, Dolorcitas? Ha cumplido los años hace poco, precisamente nació un cinco de octubre.

Aquel «precisamente» le salió con un matiz de disgusto en la voz.

Era el día del comienzo de la revolución, la huelga general, la insurrección o comoquiera que ella, en su fuero interno, la llamara.

Al poco tiempo llegó el sargento. Las besó a las dos.

– ¿Qué tal el viaje? Pasa y verás. Hemos hecho lo que hemos podido para arreglar este cuchitril, pero no ha dado tiempo a pintarlo. Los muebles nos los han prestado, voluntariamente, gente buena, de esa que le gusta ayudar. Y no te quejes que otros han tenido peor suerte con el alojamiento.

La mujer se despidió de mí. El emitió un gruñido que iba a ser su forma habitual de saludarme en adelante. Cuando los tres desaparecieron, yo salí al prado detrás de la casa donde Juana jugaba con Mila, que no me abandonaba ni los días festivos desde que se llevaron a Ezequiel.

– Mila, hija -le dije-. Nos meten en la casa del maestro a un sargento con su familia. No sólo detienen a mi marido sino que además me ponen a la puerta un carcelero…

Pero tampoco fue exactamente así. Lola, la mujer del sargento, resultó ser una mujer charlatana y alegre y nunca mostró la menor hostilidad hacia nosotras.

Con frecuencia llamaba a mi puerta, me pedía alguna cosa que necesitaba, me invitaba a tomar café por la tarde, a la salida de la escuela. Yo procuraba escabullirme pero no siempre podía.

– Además, mejor que no le haga usted frente -me había aconsejado don Germán-. No lo tome como algo personal. Olvide que está aquí a causa de una misión desagradable y ayúdela. No le conviene enemistarse con esta gente…

Así que yo traté de ser buena vecina, recibí a su hija en mi escuela, dejaba a Juana jugar con Dolorcitas.

Creo que ella comprendía y agradecía mi actitud.

– Le advierto -me dijo un día- que algunos oficiales han tenido mala suerte. Yo no sé qué casas les han buscado pero les hacen la vida imposible, a mi me parece que a propósito.

Se quedó reflexionando un momento y añadió con un acento que pareció espontáneo y sincero:

– Sé lo que le ha pasado a su marido. Lo siento mucho. Piense que al mío podían haberle dado un tiro el primer día, cuando entró al asalto de la mina. Nosotras las mujeres siempre pagando los platos rotos de todo…


Al principio me llegaron noticias de Ezequiel por medio de emisarios desconocidos. Don Germán era el centro de toda información; era mi brújula y el apoyo más firme. A él acudía y siempre lo encontraba con la misma serenidad, con idéntica paciencia y energía. Desde su sillón que pocas veces abandonaba dirigía los hilos que no habían sido totalmente destruidos.

La Guardia Civil respetó a don Germán y no se atrevió a interrogarle sin motivos concretos. Por otra parte era evidente que su enfermedad le mantenía al margen de los hechos recientes.

Ese mismo argumento esgrimían sus enemigos reservándose una parte de duda: «Estaba enfermo, si no ya hubiéramos visto.»

En su nuevo papel de intermediario clandestino se sentía rejuvenecer. «Es otro» me decía Eloísa, «se siente útil y ha olvidado la amenaza que pesa sobre su corazón.»

Las primeras cartas me llegaron también por conducto de don Germán. Pero yo no podía esperar más. Necesitaba ver a Ezequiel, comprobar por mi misma cómo estaba. Solicité permiso escrito para ausentarme unos días de la escuela. La respuesta no llegó y no esperé más. El sábado despedí a los niños más temprano y me fui a coger el coche de línea que pasaba al mediodía. Con Juana a mi lado bajé en taxi hasta el río donde el barquero montaba guardia permanente cerca del puente roto.

Las aguas bajaban turbias. Las últimas lluvias habían aumentado el caudal y la barca se balanceaba en la corriente.

Miré hacia el puente. Trabajaban en él con vigas, tablas, cables de acero, para recuperar cuanto antes un paso provisional.

Como si adivinara mi pensamiento el barquero dijo:

– No estaba tan crecido cuando les obligaron a pasarlo. Además, de aquella parte hay menos fondo.

Al llegar a León nos esperaba un amigo de don Germán que había facilitado los trámites de nuestra visita. Nos acompañó a la cárcel y allí, entre rejas, estaba Ezequiel. Tenía mal aspecto sobre todo por la barba, llevaba un jersey que no reconocí y los mismos pantalones del día en que se fue. Cuando me vio hizo gestos de extrañeza y señalaba mi cabeza. Me acordé del empeño de Lola en rizarme el pelo. Las tenacillas quemaban y los tirones de pelo me molestaban, mientras Lola hablaba sin cesar de Madrid: «Si vieras qué edificios, qué parques, qué comercios. Yo no sé cómo puedes vivir en este pueblo…»

Yo me dejaba hacer, indiferente al entusiasmo de la mujer, y ahora allí estaba el resultado: Ezequiel que me miraba sorprendido y movía la cabeza de un lado a otro, diciendo «no».

Si hubiéramos estado cerca, si hubiera sido fácil entenderse, estoy segura de que hubiera dicho: «No es digno de ti.»

Pero en seguida envió besos a Juana y nos gritaba palabras cariñosas. Nos llegaban diseccionadas por los gritos de los otros que se cruzaban con los suyos y se rompían también en pedazos.


– Esa Inés es muy lista. Mire como a ella no la cogieron. Andará huida. Como es de Bilbao se habrá ido para allá… Dice Joaquín que en la mina están acobardados y dormidos. Lo sabe él por los compañeros, jubilados o casi, que le visitan. Fíjese usted con lo pequeña que es nuestra mina y ha habido cuatrocientas detenciones, ¿qué será en esa Asturias tan minera, con tanto mil y mil de obreros que allí viven?

La charla de Marcelina me zumbaba en los oídos. Pasaba de una noticia a una sospecha, de un rumor a una certeza. Pero yo la oía sin curiosidad. No podía concentrarme en datos aislados sobre un estado de cosas cuya trascendencia no podía calibrar. Me preguntaba cuánto tiempo retendrían a Ezequiel en la cárcel, cuál sería el siguiente paso, qué debía hacer yo.

Bajo un signo de pesadumbre se acercaban las Navidades. Decidí ir a pasarlas a casa de mis padres. La idea de quedarme sola en Los Valles me pareció insoportable. Así pues, al día siguiente de terminar mis clases emprendimos el recorrido lentísimo que nos acercaría al calor de los míos. Taxi, coche de línea, tren. Y los brazos de mis padres recibiéndonos a las dos.

A mi regreso, el sargento y su familia ya no estaban. Respiré aliviada y me dispuse a arrostrar la perspectiva incierta del año que empezaba.


1935 fue un año gris. De un gris pesado, cargado de amenazas.

Si tuviera que resumir lo que ese año significó para mí, lo haría lacónicamente: fue un año de tristeza y de miedo.

La tristeza me dominaba a todas horas. Sólo durante el tiempo dedicado a la escuela, salía del marasmo en que me debatía.

El trabajo era mi medicina, mi estímulo, lo único que me conservaba firmemente asentada en la realidad.

Al entrar en la clase, dejaba atrás mi carga de angustia. El desaliento se transformaba en vigor, la debilidad en fortaleza.

En medio del terremoto que nos había sacudido, sólo los niños conservaban intacta la esperanza. Empecé a llevar a mi hija a las clases conmigo. La sentaba en la primera fila, entre las más pequeñas, y su presencia me confortaba. Por unas horas el círculo mágico se cerraba, aislado del mundo exterior. Juana y las niñas y yo habitábamos ese círculo dentro de cuyas barreras seguía siendo cierta la belleza del mundo. Una y otra vez percibía en los ojos absortos el esplendor de los descubrimientos.

«Las plantas se alimentan de la tierra. Los astros giran. Hay un mundo submarino apenas explorado. El hombre descubre el fuego, pinta las cuevas, aprende a cultivar la tierra.»

Los conocimientos que el hombre ha ido adquiriendo a través de los siglos, el brillante juego del pensamiento, la dulce congoja de la sensibilidad. Todo fluía dentro del círculo. Luego, las puertas se abrían y otra vez, en la calle, esperaban la sombra de la tristeza y la amenaza del miedo.

El miedo adoptaba distintas formas. Miedo por el destino de Ezequiel. Miedo a ser denunciada. Miedo a encontrarme sin trabajo. Un día me encontré bajo la puerta un recorte de periódico en el que se podía leer:

«La escuela es la gran responsable de la revolución de octubre. Una escuela sin Dios y sin principios morales donde miles de maestros han estado sembrando en el alma de los niños el germen de la rebeldía. Desde estas páginas pedimos una depuración de ese Magisterio que ha corrompido a la infancia y ha envenenado con propaganda subversiva las clases de adultos.»

– Hay treinta mil mineros presos y no llegan al centenar de maestros, ¿de qué miles nos hablan? -se indignó don Germán.

Luego me habló con razonable firmeza y sus palabras fueron un alivio para mi imaginación atormentada.

– Ladran porque cabalgamos -dijo-. Tengo motivos muy fundados para creer que las cosas van a cambiar. Las fuerzas de izquierda están cerrando filas, se unen partidos, asociaciones. Hay una intención clara de no volver a caer en la trampa del treinta y tres…


Todavía pasarían unos meses hasta que el anuncio hecho por don Germán empezara a vislumbrarse con claridad. Al terminar 1935, el año de mi miedo y mi tristeza, los hechos se sucedieron con rapidez. En enero de 1936 se disolvieron las Cortes, el Frente Popular que don Germán pronosticara ganó las elecciones en febrero. La amnistía fue su primer objetivo.

Sin previo aviso, Ezequiel llegó una tarde. Se arrojó en nuestros brazos y nos retuvo mucho rato apretadas contra su pecho. Juana estaba confusa y se escapó en cuanto pudo del abrazo. Ezequiel parecía agotado y le ayudé a descalzarse. Se tumbó en la cama e intentó balbucir unas palabras que se perdieron en la profundidad de su sueño.

Estuvo durmiendo varias horas, en la misma postura en que había caído derrumbado.

El final de la pesadilla me devolvió el esplendor de los sueños. «Otra vez a empezar», pensaba. «Ha sido un largo viaje por un túnel sin salida…»

Todo iba a ser como antes. En el programa del Frente Popular se hacía alusión a la enseñanza.


«… se impulsarán con el ritmo de los primeros años de la República la creación de escuelas de primera enseñanza, estableciendo cantinas, roperos, colonias escolares y demás instituciones complementarias…»

Con nuevo ímpetu iban a renacer los proyectos estrangulados durante el anterior bienio, la coeducación que había sido anulada, la actuación de la Inspección que había sido atacada; las Misiones Pedagógicas que habían quedado reducidas al mínimo.

El sueño de mis comienzos profesionales emergía con fuerza del hoyo en que había estado sepultado. Ezequiel recuperaría su escuela, nuestras vidas volverían a discurrir por cauces serenos. Era posible imaginar un futuro para Juana. También nuestro inmediato futuro cambiaría.

– No debemos quedarnos aquí. Debíamos pensar en pedir un traslado a un lugar más sano, cuando sea posible. No me gusta el polvo del carbón, la competencia con las escuelas de la mina, la división del pueblo en dos zonas.

Ezequiel no contestaba. Desde su regreso hablaba poco.

«Es la cárcel», trataba de razonar conmigo misma. «Irá pasando el tiempo y olvidará.»

Domingo no había vuelto a Los Valles. «Se habrá ido al encuentro de ella, allá donde esté», apuntó Marcelina.

En un principio me encontré alegrándome de la ausencia de la pareja. Un impulso irracional me hacía rechazarla influencia que habían ejercido sobre Ezequiel. Yo trataba de neutralizar esa influencia.

– Nuestra revolución está en la escuela -le repetía-. Tú sabes muy bien que no se puede salvar a un pueblo ignorante.

Pero Ezequiel no me escuchaba. Aunque Domingo no estaba, él regresó a la mina.

– Otra vez a organizar, otra vez a comprometerse -se indignaba Marcelina-. Pero Gabriela, ¿usted por qué le deja? Lo suyo es enseñar al que no sabe y que se deje de minas ni mineros. ¡Ay los hombres, qué bien sueñan y qué mal despertar tienen!

Ezequiel no renunciaba a sus sueños. Vivía en la frontera de la Plaza. Dedicaba su día a los asuntos de la Casa del Pueblo.

No había hecho el menor intento de agilizar su rehabilitación, retrasada sin duda por trámites burocráticos. Llegué a pensar que había solicitado la excedencia sin yo saberlo.

– Es un líder, Gabriela -me dijo don Germán-. Le siguen y le admiran. Los compañeros de la mina y muchos otros que estuvieron con él en la cárcel. Cada uno elige la responsabilidad de su destino. Usted debe respetar la elección de Ezequiel.

Respeté su elección. Respeté hasta el último de sus compromisos. Respeté su renuncia a la vida familiar, cada día más exigua. Respeté su deseo de continuar en Los Valles. «Iré cuando pueda», había dicho cuando terminó el curso; y yo corrí a cuidar a mi padre enfermo.


Aquel verano hizo mucho calor. Encontré a mi padre extenuado. Se ahogaba en el intento de respirar un aire sofocante. Una grave enfermedad de pulmón lo tenía agotado, incapaz ni de mantenerse erguido sobre una montaña de almohadas. Yo velaba sus horas turnándome con mi madre.

Una tarde… Estábamos solos los dos, se oía en la huerta el incansable charloteo de Juana y la sosegada réplica de mi madre. Por la ventana entreabierta se filtraba la sombra movible de la parra. Yo había cerrado los ojos un instante, abrumada de cansancio y de pena. Cuando los abrí, él me estaba mirando y por su rostro exangüe se deslizaban dos lágrimas. En aquel momento supe que iba a morir. Esto ocurrió el doce de julio. El dieciséis le puse un telegrama a Ezequiel: «Mi padre ha muerto. Ven en seguida.» No llegó la respuesta. Pero apenas acabábamos de enterrar a mi padre ya estaban llegando las primeras noticias de una sublevación militar, allá en Canarias. Las noticias eran confusas. «El Gobierno garantiza… El pueblo resiste… El Ejército avanza.»

En quince días la sublevación se había extendido por la provincia de León y había triunfado en la ciudad. Tras la ocupación trabajosa de Los Valles, de mano en mano, de mensajero en mensajero, llegó hasta mí la carta de Eloísa: «Han matado a mi padre y a Ezequiel. Los fusilaron al amanecer con otros muchos, a la entrada de la mina. El Señor les perdone su crimen.»


El coche de línea daba tumbos. Cada golpe me dolía en el hueco del estómago vacío, del corazón vacío. Al salir de la ciudad, tapé la cara de Juana con la mano para que no mirara afuera.

En las cunetas había muertos. Vi en seguida el primer brazo rígido elevado hacia el cielo. Luego descubrí cuerpos abandonados sobre la tierra. Unos con la cara escondida, otros bien visible: boca sin voz, arriba; ojos ciegos, arriba; frente dormida, arriba.


Una vieja susurró a mi lado: «Los fusilados de esta noche.» El autobús saltaba en los baches. El cuerpo de Ezequiel, la tumba de Ezequiel, la ausencia de Ezequiel… Las palabras golpeaban mi cabeza. A golpes llegaríamos al río, al pozo de las truchas, al puente reconstruido. Por él habrían cruzado los camiones cargados de soldados para subir por la carretera hasta el muro de los encastillados en la mina.

Delante de nuestro asiento un hombre desplegaba un periódico abierto. Por encima del respaldo vi la fotografía.

«El General Francisco Franco…» Inesperadamente recordé esa cara, la mañana de Oviedo, aquella boda, su nombre en la reseña del periódico. Recordé su mirada. que navegaba más allá del Paseo sobre las cabezas de la gente.

Yo era muy joven y creía en los sueños que estrenaba ese día. No podía imaginar en qué horizontes se perdían los suyos. Acaricié el pelo de Juana. Miré al frente, a la carretera recta. A las orillas, los árboles formaban, tiesos y vigilantes, como soldados uno al lado del otro.


Contar mi vida… Estoy cansada, Juana. Aquí termino. Lo que sigue lo conoces tan bien como yo, lo recuerdas mejor que yo. Porque es tu propia vida.


Las Magnolias, agosto 1989

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