– ¿Qué estás haciendo, Leola? De rodillas ante el arcón y aún aferrada al libro, volví la cabeza sobresaltada. Matilde de Anjou estaba a mi lado, enorme y rotunda, aún más enorme vista desde abajo y desde la congoja de mí indudable falta.

– Lo siento…, los candados estaban… Sé que no tengo excusa… -balbucí, sintiendo cómo la vergüenza me ardía en las mejillas.

Dejé apresuradamente la obra en su lugar y me levanté abochornada, a la espera del estallido de ira de la abadesa. Pero Matilde de Anjou se limitó a empujarme con brusquedad para que me retirara a un lado. Metió en el arcón otro volumen que llevaba entre las manos y cuyo título no alcancé a ver, y luego bajó la tapa, colocó los candados y los cerró con su gran manojo de macizas llaves. Después se irguió en toda su estatura, seria y pensativa.

– ¿Has estado leyendo los libros?

– No, Madre. Sólo he visto los títulos.

Matilde de Anjou suspiró.

– Está bien. Es decir, no, está muy mal. Has traicionado mi confianza.

– Lo sé, Madre. El arcón estaba abierto y no he podido resistir la curiosidad. He hecho mal y os pido perdón.

– La curiosidad es el atributo de los sabios…, es el hambre de la inteligencia. Pero si la curiosidad no se domestica con una estricta disciplina, puede convertirse en mera necedad y en imprudencia. Eres una mujer cultivada, Leola. Deberías saber que hay libros peligrosos.

– ¿Los hay?

– Tal vez me haya expresado mal. Puede que lo peligroso no sean los libros, sino lo que íos humanos hacemos con ellos. La Tabla de la Esmeralda, por ejemplo… Encandilados y ofuscados por los tesoros que el libro promete, muchos alquimistas han errado el camino y han terminado convertidos en lo contrario de lo que ansiaban ser.

– Lo sé, Madre…, lo sé.

Debí de decirlo con tal convicción que, por un momento, Matilde de Anjou perdió su compostura hierática y me miró inquisitivamente. Su momentáneo interés la humanizó, hasta el punto de que me atreví a seguir hablando:

– Os pido nuevamente perdón por mi comportamiento y os aseguro que no volverá a ocurrir, pero… Uno de los libros me ha llamado mucho la atención y me gustaría poder saber algo más sobre él… Es el titulado Historia del Rey Transparente…

La abadesa agitó enérgicamente su mano en el aire, ante su cara, como apartando un humo inexistente.

– No te busques complicaciones innecesarias, Leola. Bastantes problemas tienes ya. Además, hay libros malos, como éste, que no se merecen que los recordemos. El olvido es su mejor castigo y nuestra mayor defensa.

Pensé en los anales mentirosos que Mórbidus redactaba en el castillo de Ardres y no pude por menos que darle la razón a la abadesa. Pero aun así insistí.

– Sí, Madre, pero…

– Escúchame bien: como buena cristiana que soy, creo en el libre albedrío…, es decir, creo en la libertad última del ser humano para escoger entre el bien y el mal y labrar su sino. Sin embargo, hay pueblos que creen en la fatalidad, que piensan que la vida de los hombres está escrita con tinta indeleble en grandes libros. Éste es uno de esos textos. Una historia antigua. Un libro del destino. Yo, ya te lo he dicho, no creo en esas cosas… Pero ya soy vieja, y en mi vieja vida he podido ver sucesos muy extraños. He visto, por ejemplo, cómo los hombres son capaces de precipitarse hacia aquello que más temen, como polillas atraídas por la llama. Y he visto cómo el mero hecho de creer en el destino provoca justamente que ese destino se cumpla. La Historia del Rey Transparente es un texto poderoso que produce efectos porque ha sido creído por demasiadas personas durante demasiado tiempo. Al leer el libro puedes tener la debilidad de pensar que lo que lees ocurrirá de modo irremediable, y con ello, sin darte cuenta, lo estás convirtiendo en realidad. Cuando lo cierto es que, más allá de la muerte, no hay nada irremediable, salvo la propia cobardía. Los hombres suelen llamar destino a aquello que les sucede cuando pierden las fuerzas para luchar.


Esperanza: pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista.

He empezado a coleccionar palabras para la enciclopedia que quizá algún día escribiré. Lo cual es, en sí mismo, un perfecto ejemplo de esperanza. Estamos viviendo en Samatan, una ciudad que aún permanece bajo la autoridad del conde de Tolosa. Nos hemos instalado en una humilde casa campesina de suelo de tierra que Nyneve ha vuelto a decorar, en su interior, con el fabuloso trampantojo de sus palacios pintados. Escalinatas de mármol y espesas cortinas de brocado de seda adornan las paredes, y a través de los fingidos ventanales veo el castillo de Avalon, que ahora parece estar más cerca: es posible distinguir sus pendones flameantes y el plácido río que lame los cimientos de la torre del homenaje. Yo he vuelto a dar clases a los muchachos y Nyneve ha retomado sus mejunjes curanderos: investiga nuevos remedios, visita y cura enfermos con celo ejemplar y está todo el día fuera de casa, a lomos de su bridón, para repartir alivio y consuelo. Llevamos una vida simple y tranquila, una vida que casi podría ser feliz si no fuera por el angustioso ruido de la guerra. Los cruzados tomaron Carcasona en el mes de agosto y mataron al joven vizconde de Trencavel. Simón de Montfort, el carnicero, ha sido nombrado nuevo Vizconde por derecho de conquista. El mundo es cada día más pequeño, el mundo habitable, el mundo respirable, este mundo frágil en el que todavía se puede escribir sobre la esperanza. Fray Angélico tenía razón: la guerra nos va mal. Tenía razón, pero no tiene lengua: al menos he conseguido acabar con el Doctor Angelical y con su verbo venenoso y enardecido.

Oigo gritar a los niños en la plazuela cercana. Samatan está llena de bandadas de niños turbulentos. Sus j padres han muerto, o han sido reclutados en el ejército del conde de Tolosa, o tal vez acaban de llegar a la ciudad huyendo del avance de los cruzados y ni siquiera tienen un lugar donde guarecerse. Solos y desquiciados, los niños lo llenan todo con el alboroto de sus travesuras. Tienen miedo y lo disimulan haciendo barrabasadas. Son como lobeznos arrojados fuera del cubil. Hace algunos días, unos cuantos entraron en casa en nuestra ausencia y revolvieron todo. Ahora ponemos un cerrojo cuando nos vamos. La destrucción es el signo de los tiempos.

El griterío aumenta. No sé qué están haciendo, pero empieza a inquietarme. Enrollo el pergamino en el que estoy escribiendo mi libro de palabras y lo guardo con cuidado en el arcón. Decido ir a la fuente a beber agua. Y de paso a mirar lo que sucede. La hora nona se acerca y el sol empieza a descender por la curva del cielo. Tengo la sensación de que hay menos pájaros que antes. Sabios y libres, han debido de emigrar a tierras más calmas para evitar el chirriante estruendo de las batallas, el tufo de la sangre y de las piras.

Salgo de casa, atravieso el callejón y desemboco en la pequeña plaza. Ya los veo: debe de haber una docena, los mayores de unos diez años, los menores con no más de cinco. Revolotean en torno a una mujer joven, a la cual acosan y persiguen. La mujer parece ser ciega: lleva una sucia venda cubriéndole los ojos. Con fino y cruel instinto, los niños han comprendido que la joven es aún más débil que ellos, y se divierten haciéndola objeto de sus burlas. La empujan, la pellizcan, le arrojan puñados de barro, corretean a su alrededor con excitados chillidos evitando ser atrapados por sus anhelantes manos. Es una empresa fácil: la víctima es torpe, está asustada, tropieza con los muros, manotea en el aire inútilmente. Me acerco al tumulto y agarro de la oreja al primer chico que me pasa cerca. El niño lanza un berrido y los demás moscardones se detienen.

– ¡Ya está bien! ¿No tenéis otra cosa que hacer más que atormentar a esta pobre mujer?

Los chavales me miran en silencio, expectantes. Suelto la oreja de mi presa y toda la banda sale de estampida. Oigo sus risotadas mientras se alejan.

– Gracias, Señora.

Estoy vestida de varón. Desde que Gastón me traicionó, no he querido volver a sentir la fragilidad de mi cuerpo de hembra, a pesar de las complicaciones que la guerra supone para un caballero: he tenido que invocar mi conflicto de lealtad con Dhuoda para no sumarme a las tropas del conde de Tolosa, y debo pagar un fuerte tributo por la ausencia de mi espada. Estoy vestida de varón, pues, pero la ciega ha sabido escuchar mi voz de mujer. Y, sin embargo, llevo muchos años educando mi tono, para que suene grave, y nadie parece dudar de mi condición cuando me mira. Tal vez sólo veamos aquello que esperamos ver. La ciega, en cualquier caso, no ha dudado.

– No ha sido nada. ¿Estás bien?

Ahora que la observo de cerca advierto que es muy joven. Una muchacha. Tiene el cabello largo, sucio y enredado, las ropas desgarradas y manchadas. Pero su vestido es de buen paño, está calzada y sus manos carecen de callos. Podría ser la hija de un artesano o de algún pequeño comerciante.

– Sí, Señora. Estoy bien. Ya me voy.

Tiembla de congoja y mantiene la cabeza baja.

– ¿Adonde vas a ir? ¿Cómo te llamas?

– Alina.

– Acompáñame a casa, Alina. Vivo aquí al lado. Te daré de comer.

– Gracias, Señora, pero debo marcharme. No puedo ir con vos, aunque, si me trajerais un poco de pan, os estaría muy agradecida.

– ¿Qué te ha pasado en los ojos? ¿Por qué los llevas cubiertos?

He alargado la mano y le he rozado la cara, y ese simple gesto desencadena una reacción inusitada: para mi sorpresa, la muchacha da un respingo y un salto hacia atrás, como sí mis dedos la quemaran. Se sujeta la venda con ambas manos y su gesto se descompone:

– ¡No me toquéis! ¡Apartaos de mí! ¡Dejadme en paz!

– Alina, ¿qué sucede?

La chica retrocede atropelladamente hasta pegar la espalda al muro.

– No toquéis mi venda… Corréis peligro… -murmura con voz ronca.

Súbitamente inquieta, escudriño sus manos, su cuello, su cara. La piel está sucia, pero por debajo de los tiznones parece sana e intacta, carente de manchas o de llagas y sin esa textura cérea de los contaminados. Aun así, le pregunto:

– ¿Acaso eres leprosa?

– No, no…

La voz se le rompe en un sollozo sin lágrimas:

– No soy leprosa, aunque sería mejor serlo. Por lo menos podría permanecer entre los míos…

– No entiendo: ¿qué te ocurre?

La muchacha gime:

__Señora, si de verdad queréis ayudarme, dadme algo para calmar el hambre y dejadme en paz. Tened misericordia de mí. Os lo pido por Dios y por la Santísima Virgen.

Su desconsuelo y su temor son tan evidentes que no me queda más remedio que aceptar su ruego y su secreto. Iré a casa y le traeré algo de pan, cecina, unas cebollas. He aquí una mujer desesperada. Una ciega sin luz en los ojos ni en el corazón. Y, sin embargo, me ha pedido comida. Hasta el más desgraciado quiere seguir viviendo.


A veces, en medio del gentío, en el mercado, en la silueta de una solitaria espalda que se aleja, o en el eco dé una voz que resuena a mi lado, me parece reconocer a Gastón. Entonces se me agita la respiración, estiro el cuello, las manos me sudan, el corazón se me desboca; echo a correr por la plaza, por el callejón, por la explanada, me acerco a la figura familiar, me planto ante su cara, le palmeo en el hombro o le agarro de! brazo, ansiosa de vengarme. Pero nunca es él.

– Estás obsesionada -dice Nyneve-. Ha pasado ya un año y todavía sigues viéndole por todas partes. Tienes que acabar con eso, Leola…, acabar con eso dentro de ti. No puedes permitir que ese miserable te siga haciendo daño en la distancia.

Debe de tener razón, pero deseo tanto su muerte que no sé cómo matarle en mi recuerdo. Por eso sigo buscándole cada día en todos los hombres, con una perseverancia y un ahínco que nunca empleé en buscar a mi pobre Jacques.


Todas las tardes le llevo algo de comer a la ciega Alina, como quien alimenta a un perro callejero. Y, al igual que el perro apaleado, la muchacha va dejando que me acerque poco a poco, sin perder por completo su desconfianza. Por lo pronto, se ha quedado en la vecindad, al abrigo de las ruinas de un gallinero, a las espaldas de nuestra casa. Aquí está ahora- cubierta de mugre, con las uñas rotas, devorando lo que le he traído. A veces pienso que la cabeza no le rige bien.

Le he dicho que soy un hombre, le he dicho que soy el señor de Zarco, y Alina parece haber aceptado mi palabra y me ha pedido perdón por haber confundido mi condición. Lleva varias semanas instalada aquí y los vecinos ya se han acostumbrado a su presencia. Ni siquiera los niños la molestan: se ha convertido en algo tan poco visible como un canto incrustado en un muro de piedras. Es una más de la legión de mendigas que hay en la ciudad. En verdad no sé por qué ella me conmueve más que las otras; tal vez por su juventud, por su relativo misterio, por la magnitud de su desesperación. El suyo ha de ser un dolor muy reciente, para mostrarlo con tanta desnudez.

Compruebo, sin embargo, que Alina aún produce cierta curiosidad en los extraños. Esa mujer mayor que ahora nos observa desde la esquina del callejón lleva ya un buen rato mirándonos. No la conozco; no debe de ser de por aquí. ¿Acaso no ha visto nunca a una vagabunda? Su descaro empieza a irritarme: no nos quita el ojo de encima. Le devuelvo la mirada, retadora, para ver si se avergüenza y nos deja en paz. Pero no: ahí viene. Sí, la mujer se acerca. Justo en derechura hacia nosotras.

– Buen día nos dé Dios.

– Buen día -contesto con recelo.

Es una mujer de origen social inclasificable: demasiado bien vestida para ser campesina, demasiado pobre para ser burguesa. También su edad resulta confusa: posee una pálida cara arrugada y marchita, pero un cuerpo ágil y todavía prieto. Sin embargo, la expresión resulta simpática y su actitud es modesta y amable. Mira rápidamente a ambos lados de la calle, como para comprobar que estamos solas, y se inclina un poco hacia mí, que estoy acuclillada en el suelo.

– Perdonadme si me equivoco, mi Señor, pero… ¿no sois vos esa persona llamada Leola?

Mi sobresalto es tan grande que me pongo en pie de un brinco. Miro a la mujer con inquietud y prevención: ¿cómo sabe quién soy? Y más cuando voy vestida de hombre.

– Te confundes… -le digo.

– No, no…, perdóname, Leola, pero creo que eres tú… No podemos perder tiempo, ahora que te he encontrado. Hemos recorrido medio mundo buscándote.

– ¿Quién eres, qué quieres?

– Vengo de parte de Jacques…, de Jacques el de la casa de la higuera, cerca de Mende…

¡Mi Jacques! Las piernas se me doblan, temblorosas e infirmes.

– Pero… ¿cómo…?-balbuceo.

– ¡El buen Jacques lleva años intentando encontrarte! Desde que os perdisteis tras aquella batalla. Pero ahora la guerra vuelve a incendiar la tierra entera, y Jacques ha sido herido gravemente… Justo ahora, que te hemos hallado. Está muy mal, está agonizando, ¡tal vez incluso ya haya muerto! No podemos perder tiempo. Ven conmigo y ce lo iré contando todo por el camino… Lo he dejado a la entrada de Samatan, al abrigo del viejo molino, porque ya no podía seguir más. Debemos apresurarnos.

La culpa y la vergüenza. Mientras yo iba hilvanando egoístamente mi equivocada vida, él no me ha olvidado. Él me ha estado buscando. Y ahora se está muriendo.

– Pero ¿qué tiene, qué ha pasado?

– Los cruzados intentaron reclutarle. Escapó, y una saeta le ha atravesado el pecho. Ha perdido demasiada sangre. Por la Santísima Virgen, no nos entretengamos…

Tengo que avisar a Nyneve: tal vez ella consiga curarle. Pero Nyneve no está en casa.

– Cojamos el caballo. Iremos más deprisa, y, además, nos puede servir para traer a Jacques…

– No sé si podremos moverle… pero vamos -contesta la mujer.

Miro a Alina: está a medio levantar del suelo, con todo el cuerpo tenso, el cuello estirado hacia nosotras, su afilada cara hendiendo el aire, como intentando vernos a través de su olfato.

– Alina, tienes que hacerme un favor… Hazlo por mí… Vete a mi casa, ya sabes cuál es, y espera a que llegue una mujer… Nyneve. Dile que Jacques, mi Jacques, está malherido en el viejo molino. Que venga a buscarnos. ¿Te acordarás? Es muy importante.

La ciega tienta ansiosamente el aire hasta que encuentra mi mano y se aferra a ella. Qué extraño: siempre evita ser tocada.

– No vayas. Leo, no vayas -dice con voz ronca.

Es la primera vez que me llama por mi nombre.

– Tengo que ir.

– ¡No vayas! -grita con angustia.

Doy un tirón y me suelto. ¿Y ahora qué le pasa? Está loca. O no: teme que no regrese y me necesita. Pobre alma perdida, se ha acostumbrado a mi ayuda y mi tutela.

– No te preocupes, Alina…, volveré. Vamonos.

Corro hacia el cobertizo de los caballos, seguida por la mujer.

– ¿Cómo me habéis encontrado? -pregunto, mientras ensillo a Fuego.

– Cuando conocí a Jacques, él ya sabía que vestías como hombre y que te hacías llamar señor de Zarco. Pero aun así ha sido muy difícil.

– ¿Y tú quién eres?

– Soy Mirábola. Molinera del pueblo de Fresne. Jacques apareció un día por allí, hace ya tiempo, y le di trabajo, porque soy viuda y mujer desgraciada y necesitaba la ayuda de unos brazos fuertes. El me contó que te buscaba y, cuando reunió suficiente dinero y se dispuso a seguir su camino, decidí ir con él para intentar encontrar a mi hijo, a quien perdí con las levas de la guerra. Mi hijo también se llama Jacques, y la perseverancia que tu Jacques mostraba en encontrarte avivó mí esperanza en recuperarlo.

Monto en el bridón y le alargo el brazo a la molinera, para ayudaría a subir a la grupa.

– Muéstrame el camino.

– Ya te digo que le he dejado en las ruinas del viejo molino. Salgamos de la ciudad por la puerta de la Ben dita Ofrenda.

Mi Jacques desangrándose. Su generoso pecho atravesado por una flecha. Su corazón fiel ¡atiendo quizá sus últimos latidos. Me mareo, me cuesta respirar, un sudor frío baja por mi espalda: siento que es mi olvido lo que le está matando. ¿Cómo he podido hacerlo? ¿Cómo he podido vivir dejándolo atrás? Y aún ahora, a pesar de mi culpa y roí congoja, me parece estar atrapada dentro de un mal sueño.

¿Quién es ese Jacques que me está buscando? No sé si le conozco. Hace casi veinte años que no nos vemos.

– ¿Cómo es?

– ¿Qué quieres decir?

– Cómo está, qué aspecto tiene…

– Es fuerte, es ágil, es bueno. Y no te olvida. Debería bastarte.

La voz de la mujer viene desde atrás, un susurro de reproche que se vierte en mi oreja y que me hace daño. Hemos llegado a la muralla, celosamente defendida por los soldados. Los cruzados están cerca y las puertas de la ciudad permanecen bajo estrecha vigilancia. Desde hace algún tiempo, todos los que entran o salen han de identificarse y justificar sus movimientos.

– ¿Adonde vais, Señor?

Por fortuna, los guardias nos conocen: las artes sanatorias de Nyneve han hecho de ella una celebridad, y a fin de cuentas yo soy un caballero. Aunque sea un caballero un tanto extraño que prefiere los libros a la espada.

– Vamos al viejo molino a recoger a un hombre herido. Es un viejo amigo y se encuentra muy grave.

– Está bien. Pero regresad antes del atardecer, o no podréis entrar.

Por supuesto: faltan aún varias horas para el ocaso. En la puerta, sin embargo, se agolpan ya varias familias campesinas que vienen a pasar la noche intramuros, para protegerse de la ferocidad de los papistas. La ciudad se llena todas las noches de esta agitada marea de hombres y mujeres despavoridos, de ancianos temblorosos y excitados niños que duermen unos encima de otros, para darse calor, junto al lienzo interior de las murallas. Nos abrimos Paso entre ellos y seguimos al trote por la vereda del río.

– ¿Cómo te las has arreglado para entrar en la ciudad?

– Pregunté por ti. Por el señor de Zarco. Y conté la verdad. Fue fácil. ¿Qué daño puede causar una pobre vieja como yo? Aun así, me palparon las ropas, para ver si llevaba algo.

Un pequeño pensamiento indefinido anda dando vueltas por el interior de mi cabeza, chocando contra las paredes de mi menee como un pájaro ciego. Es una vaga idea que no acabo de atrapar, un sentimiento de inquietud que no acierto a entender.

Súbitamente, tiro de las riendas de Fuego y contengo su poderosa zancada.

– ¿Habías estado antes en la ciudad?

– No. ¿Por qué nos detenemos?

– Sin embargo, pareces conocer bien el lugar… La puerta de la Bendita Ofrenda… Sabías el nombre. Yhasl dicho el viejo molino…

– ¿Y qué hay de raro en eso?

– ¿Por qué el viejo molino y no un viejo molino? ¿Cómo sabes que no hay otro?

– Ya te he dicho que he tenido que explicárselo todo a los guardias… Les pregunté el nombre de la puerta, para saber volver, y ellos fueron quienes hablaron de un solo molino. No te entiendo, Leola… ¿Qué te ocurre? Apresuremos el paso o llegaremos tarde.

De nuevo la vergüenza, la confusión. Es eso: estoy demasiado desconcertada por lo que está ocurriendo. No acierto a pensar bien. No vayas, me decía la ciega. Ese grito loco que aún resuena en mis oídos ha llenado mi pecho de desasosiego. Pero es una pobre demente, una mendiga desquiciada. Arrimo los talones a los flancos de mi bridón, que piafa y mete los ríñones, retomando su carrera. Conozco bien el camino: falta muy poco para llegar a las ruinas.

De pronto, el tiempo se detiene. En un vertiginoso instante lo veo todo. Y lo comprendo todo. Veo a los tres hombres armados y amenazantes que han salido repentinamente a la vereda, cortándome el paso. Tiro de las riendas mientras miro hacia atrás, sólo para comprobar lo que ya sé: también a mis espaldas han aparecido otros tres tipos. No llevan armadura, quizá para pasar inadvertidos. Pero en sus manos brillan las espadas desnudas, con el sombrío fulgor del hiriente acero. Los brazos de la falsa molinera se aprietan como un cepo en torno a mi cuerpo: también esto lo sabía antes de que pasara. Ya he vivido todo esto. Doy un tirón repentino y me inclino sobre el cuello de Fuego: la mujer pierde la estabilidad y cae al suelo. Estoy libre, pero antes de que pueda incorporarme los asaltantes se abalanzan sobre mí y uno de ellos taja con su espada el pecho de mi alazán. Fuego se alza de manos y yo también me caigo. Me levanto de un salto mientras mi bridón, enloquecido, patea y pisotea a su agresor. Sus cascos redoblan sobre la tierra, la sangre salpica, crujen los huesos del individuo con restallido horrible cuando se parten. Durante unos instantes, hombres y caballo formamos un confuso remolino; al fin, Fuego pasa por encima del cuerpo roto de su víctima y sale huyendo al galope. Desenvaino el puñal, la única arma que ¡levo, una pobre defensa frente a cinco hombres con espada. Nunca había tenido que luchar en un combate tan desigual. A mis espaldas, las impenetrables zarzas de la ribera, y ante mí los asaltantes, que se empiezan a desplegar en un medio arco. Aquí no sirven las enseñanzas de mi Maestro: no puedo ser un guerrero, sino un gato rabioso. Como un gato, no espero a que me ataquen: me concentro en volar, en ser veloz, en perder el peso y el bulto de m¡ cuerpo, me hago pequeña y dura y me abalanzo sobre el tipo de mi izquierda, que, sorprendido, intenta detenerme con un mandoble. Pero me agacho y siento que la espada corta el aire por encima de mi cabeza, mientras yo hundo mi puñal en su bajo vientre hasta que la punta choca con un hueso. El hombre berrea y se desploma, llevándose mi acero hincado entre sus carnes. Yo aprovecho la pequeña abertura que ha dejado y echo a correr por la vereda hacia la ciudad, soy un gato, soy rápida, mis pies apenas tocan el polvoriento suelo. Siento un latido de fuego sobre mi hombro izquierdo. Me han herido. Doy un salto lateral que despierta en mi espalda un dolor lacerante y me vuelvo para encarar a mi enemigo. Que está muy cerca de mí y levanta de nuevo el espadón, mientras los demás hombres se aproximan corriendo. Veo el brillo de sus ojos, huelo su sudor y su violencia. Así que éstas son las últimas sensaciones que percibe un guerrero: el centelleo movedizo de las espadas, el tufo del hierro y de la sangre. Estoy muerta. Pero no: mis enemigos colocan la punta de sus mandobles en mi cuello y se contienen. Quieren cogerme viva.

– ¡Date preso!

De pronto, uno de los tipos se desploma. No entiendo lo que pasa. O sí: le han partido la cabeza con una piedra. Sus compinches le contemplan, desconcertados, y luego buscan con la mirada al agresor. Está parado en mitad del camino, grande y quieto. Un hombrón sólido y carnoso con una honda en su mano derecha y, en la otra, una maza de hierro. Mis asaltantes rugen de rabia y, olvidados de mí, se precipitan hacia él. Yo me inclino y recojo la espada del hombre abatido por la piedra. Tengo que morderme los labios para no gemir del agudo dolor que cualquier movimiento me produce. Quiero acercarme al combate, ayudar al extraño, pero advierto que no puedo dar un solo paso. Apenas consigo mantenerme en pie: me siento próxima al desmayo. Entre brumas, contemplo la confrontación, que es sorprendente y rápida. Con una precisión y una facilidad inusitadas, el gigantón hace un molinete con la larga maza y arranca las espadas de las manos de los dos primeros agresores. A continuación, dando una vuelta sobre sí mismo, golpea con la maza la espalda de uno de los hombres desarmados y lo arroja de bruces al suelo. Los otros dos asaltantes se detienen y nos miran. Yo intento enderezarme y mantener erguido el pesado mandoble con el último resto de mis fuerzas, para dar la sensación de que puedo ser aún un enemigo a batir. Las nubes detienen su correr por el cielo, los pájaros dejan de piar y todos permanecemos petrificados. Al cabo, los dos hombres rompen su quietud y salen huyendo. En el campo están los cuerpos de los otros cuatro, malheridos o muertos. De la falsa molinera no queda rastro: ha debido de escapar hace un buen rato. Clavo la punta de la espada en el suelo y me apoyo en la cruz para no derrumbarme. Mi brazo izquierdo está tinto de sangre. El gigantón se acerca.

– ¿Por qué me has ayudado? -pregunto sin aliento.

Se encoge de hombros:

– Eran muchos.

Caigo de rodillas. Veo todo borroso. Un zumbido me llena los oídos.

– Mejor vamonos de aquí. Puede que vuelvan con refuerzos -me parece entenderle allá a lo lejos.

– Samatan…, la ciudad…, soy el señor de Zarco…, en Samatan -balbuceo.

Siento que unos enormes brazos me sujetan y me levantan en el aire. Siento que soy niña y que me acunan. Y luego llegan la noche y el silencio.


Una nueva cicatriz deforma y afea mi maltratado cuerpo. Nyneve ha vuelto a remendarme, rescatándome del mundo sombrío de los medio muertos. También ha recosido y curado a Fuego, que regresó a la ciudad chorreando sangre. En las lentas y vacías horas de mi convalecencia he podido reflexionar sobre el ataque: sin duda ha sido una trampa preparada por la Dama Negra y fray Angélico. Sólo Dhuoda podía saber de mi Jacques, de la casa de la higuera, de Mende: en los días felices de nuestra intimidad le conté todo.

– Recuerda que te lo advertí mientras estábamos viviendo en el castillo de la Duquesa… Te advertí que no debías confiar en ella de ese modo -gruñe Nyneve.

Está sentada ¡unto a mí, picando la raíz de una planta medicinal. En los últimos tiempos ha ensanchado y engordado un poco. Al contrario que yo, ella siempre viste ahora de mujer. Envuelta por el amplio y abultado ruedo de sus sayas, que forman una especie de nido en torno a ella, Nyneve parece una matrona preparando el puchero del almuerzo.

– Tú también confías en ese tal León, y apenas le conocemos -digo de malhumor.

– Eso es distinto. Es decir, él es distinto.

León es el hombretón que me ayudó. Que me salvó la vida. Tengo mucho, demasiado que agradecerle, pero ya no me fío de los hombres. No entiendo por qué se arriesgó por mí; tanta generosidad me llena de suspicacia.

Es extranjero, lombardo; además, es herrero, y dice Nyneve que es un buen artesano. Se ha quedado por aquí, cosa que tampoco me complace. Ha encontrado trabajo en la fragua de Doinel y Nyneve le ha subarrendado el antiguo cuarto de los aperos, que jamas usábamos. Yo apenas le he visto: su habitación posee una entrada propia y sólo vino una vez a visitarme, cuando salí de peligro. Tiene el pelo castaño, espeso y muy corto; un cráneo muy redondo, una cabeza demasiado menuda para su cuerpo masivo. El rostro carnoso, con unos mofletes duros y abundantes; la nariz recta y recia, y una boquita pequeña y apretada, bien dibujada, como de damisela, chocante en su cara de gran bruto. Las cejas son gruesas, la frente enfurruñada y un repliegue de carne cae sobre sus duros ojos grises, tapándolos en parte. Incluso en calma parece un hombre peligroso. Da la impresión de que va a embestirte, y su manera de llevar la cabeza, un poco inclinada hacia delante entre los hombros macizos, no hace sino aumentar esa sensación. Se le ve incómodo dentro de sí mismo. Incómodo e impaciente, como si necesitara ocupar más espacio del que en realidad ocupa. Cuando habla, apenas mueve los labios. Aunque, a decir verdad, casi no habla: sólo te clava su mirada agobiante y su expresión feroz. Me pone nerviosa y no me gusta. Pero le debo la vida. Es inquietante.

– ¿Sabes qué? Me he enterado de que León es un antigafe,. -dice Nyneve-, El tipo cuenta muy poco de sí mismo, pero ya voy pudiendo sonsacarle algo… Por lo visto es un don que posee, o que él cree que posee… No lo hace como oficio y no cobra por ello: sólo usa su don para ayudar… Es una noticia interesante, porque los italianos son los antigafes más famosos del mundo. León lleva consigo una pequeña jaula cubierta con un paño… La guarda en su cuarto muy celosamente. Y algo se mueve y gañe dentro de la jaula…, algo vivo y oculto. Es un hombre extraño, pero me gusta. Bien, el caso es que he pensado en Alina…, tal vez pueda hacer algo por ella. Tal vez consigamos que se destape los ojos.

Frunzo el ceño al escuchar el nombre de la falsa ciega. Durante mi convalecencia, pedí a Nyneve que se encargara de ella y le llevara comida, y mi amiga ha conseguido ganarse la confianza de la mendiga como yo no conseguí jamás. Lo cual no deja de mortificarme. Lo cierto es que la muchacha le contó su historia. Es la hija mayor de un zapatero que, viudo, volvió a casarse con otra mujer. La madrastra era joven, guapa y amable, y empezó a tener hijos, niños sanos y hermosos a los que Alina, que aún no era ciega, se encargaba de cuidar tras el destete; y todos, al pasar a manos de la adolescente, enfermaban y morían de consunción, se iban apagando lánguidamente como las hogueras en el amanecer. Tras la muerte del segundo niño, los vecinos empezaron a hablar de un aojamiento; y luego falleció el tercero con los mismos síntomas, y la madre, enloquecida, acusó a Alina. Tras ese enfrentamiento, también la madrastra enfermó y murió rápidamente. Alina, horrorizada, se convenció de que ella era la causante, que ella les embrujaba sin quererlo. Se cubrió los ojos con un paño y escapó de casa, dispuesta a penar por el mal hecho. Y así la encontré yo. Nyneve había intentado convencerla de que se destapara el rostro, pero la muchacha seguía con su venda.

– No sé, Nyneve… Creo que no me gustaría que Alina se quitara el lienzo. ¿Y si tiene razón? ¿Y si su mirada resulta fatal?

Nyneve mueve la cabeza reprobadoramente:

– Pero, Leola, ¿cómo puedes creer en esas cosas a estas alturas? El mal de ojo no existe.

De pronto me viene a la cabeza la imagen punzante de mi hermana pequeña… Ese rostro indefenso surgiendo de entre los velos del pasado, esa pobre carita consumida por la fascinación mortal, por la maldición de los que envidiaban su hermosura. Y se reaviva en mí toda la credulidad de mi antigua vida campesina.

– Pues no sé, Nyneve, pero yo he visto casos… Y lo que tampoco entiendo es que tú no creas en ello. ¿No eres una bruja? Pues las brujas hacen eso. Las brujas aojan -contesto, algo irritada.

– Te lo he explicado mil veces… Soy una bruja de conocimiento. Eso es lo que le pedí a Myrddin. Porque el conocimiento es más perdurable que los famosos conjuros perdurables. No confundas el misterio del mundo, sus fuerzas inexplicables y la inmensidad de todo lo que no sabemos, que es lo que sustenta la verdadera magia, con los trucos de baratillo de los hechiceros de feria. El mal de ojo no existe… siempre que tú creas que no existe. Pero como Alina sí cree, y está atrapada en su miedo y su fe, pienso que el herrero, que es otro crédulo, puede hacerle mucho bien. Déjales que se ayuden y se entiendan.


Le oigo salir de su cuarto, como cada tarde en torno a esta hora. Va a verse con ella, lo sé. Espero unos instantes para permitir que se adelante y luego le sigo sigilosamente. Doy la vuelta a la casa y me quedo escondida tras la última esquina. Desde aquí les veo: Alina sucia y asustadiza, agazapada entre las ruinas como un animalejo montaraz, León calmoso y grande, sentado en el suelo junto a ella. Desde que Nyneve le habló del problema de la muchacha, el herrero va todos los días a charlar un rato con la falsa ciega. Parece que la conversación se le da bien. Increíble, porque él conmigo no habla. Gastón intentaba resultar secreto y hermético, aunque sólo se quedó en embustero y traidor. En cambio León es un verdadero enigma, pese a no cultivar aires de misterio. Es más, incluso me da la sensación de que procura pasar desapercibido, como si tuviera algo que ocultar. Quiere ser invisible, cosa difícil con su envergadura.

Ahí están, charlando amigablemente. Desde aquí no los oigo: hablan muy bajo. León alarga su ancha mano, grande como un pan, y la coloca suavemente sobre la tiznada mejilla de la chica. El rostro entero de Alina cabe dentro de la palma del herrero. La muchacha se abandona ahí, se refugia en la mano del hombre como un pájaro que regresa a su nido; y León la acoge sin reservas. Lo veo. Es un gesto tan sencillo y tan hondo que me escuece un poco el corazón. Yo nunca me he confiado a un hombre con tanto abandono. O quizá nunca nadie me ha ofrecido su consuelo de ese modo. A fin de cuentas, soy un caballero. Y los caballeros no se despojan jamás de sus corazas de hierro.

No importa, que hablen, me da lo mismo. Es natural que una aojadora y un antigafe se compenetren bien. Los dos son igual de extraños, igual de ariscos. Que les aproveche su compañía: yo regreso a casa. Estoy todavía convaleciente y sigo llevando el brazo izquierdo en cabestrillo. Me exaspera la inactividad, la fácil fatiga de mis músculos aún debilitados. Me siento prisionera en mi cuerpo, en mi casa, en mi vida, en esta ciudad cercada por la guerra, en este mundo violento e implacable.

Estoy a punto de entrar en nuestra morada cuando advierto que la pequeña puerta de madera que conduce al cuarto de León se ha quedado entornada. Me detengo en el umbral, llena de dudas. Pero también aguijoneada por la curiosidad. ¿Y si aprovecho la oportunidad y me asomo un momento? Sólo voy a mirar. No tocaré nada. Y él seguirá todavía un rato con Alina y no va a enterarse. Empujo la hoja, que gime como un ánima en pena. En el pequeño cuarto se remansan las sombras: sólo dispone de un ventanuco alto y el sol ya está próximo al ocaso. Tardo cierto tiempo en acostumbrar mis ojos a la penumbra, pero al cabo empiezo a distinguir el modesto paisaje de la estancia. El suelo, de tierra apisonada, está pulcramente cubierto con paja limpia. En el rincón de la derecha está el jergón, tapado con una manta de rizada piel de oveja. También hay unos cestos de mimbre que contienen ropas, útiles, pequeñas herramientas. Y un par de taburetes de madera. Huele mucho a hollín, porque no hay chimenea. Cerca del ventanuco, sobre el suelo, un pequeño hogar construido con piedras redondeadas todavía contiene las cenizas del último fuego. Un par de calderos de hierro, cucharones, un vaso, en fin, los habituales útiles de cocina. Todo limpio y bien dispuesto. Hay otro taburete colocado dentro de un gran barreño lleno de agua; ahí encima es donde guarda la hogaza de pan y un puñado de viandas, sin duda para preservarlas de la glotonería de los ratones. De pronto, un ruido blando y muy próximo me sobresalta… A mis pies hay un bulto irregular cubierto con un paño. Un bulto del que emergen susurros y roces de algo vivo. Debe de ser la jaula a la que se refería Nyneve: me agacho y, en efecto, por debajo del lienzo puedo ver la base de los barrotes… con algo oscuro y peludo, o tal vez plumoso… o incluso escamoso… que se mueve ahí dentro.

– ¡Quieto! No se os ocurra tocar eso…

La grave y pastosa voz del herrero retumba en mis oídos y detiene mi mano en el aire, esa mano culpable que, casi por sí sola, iba ya a levantar el lienzo de la jaula. Me incorporo abochornada, con el rostro encendido de vergüenza. León me contempla desde el umbral con el carnoso ceño apelotonado, más embestidor que nunca en su apariencia.

– ¿Qué estáis haciendo aquí?

Su voz es tan dura como el acero que los hombres martillean en la fragua de Doinel. Intento desesperadamente encontrar una excusa:

– Escuché un ruido, la puerta estaba abierta… Oh, no sé. Lo lamento, León. Creo que me venció la curiosidad. No volverá a suceder.

El herrero abre y cierra sus grandes puños con nervioso gesto: no sé si es que siente deseos de golpearme. Pero cuando vuelve a hablar, su tono se ha suavizado.

– Necesito aislamiento. Y soledad. Puede resultar extraño, pero es así. Se lo dije a Nyneve, y ella lo entendió y lo acordamos de ese modo. Pero quizá vos no lo sabíais. No he hablado con vos. Ahora os lo digo: no debéis entrar nunca jamás aquí. Jurádmelo por vuestro honor de caballero.

– Te lo juro.

León suspira. Su rotundo pecho resuena como un fuelle.

– Está bien. Ya que estáis aquí, ahora no os vayáis… Alina va a dejar que le quite la venda. Quizá podáis ayudarme.

Ahora veo a la mendiga, en efecto, medio oculta detrás del corpachón del herrero. Un puñado de harapos temblorosos.

– Cerrad la puerta, por favor. Necesitamos que haya poca luz, o sus desacostumbrados ojos quedarán heridos para siempre. Con el ventanuco bastará.

Hago lo que me dice y regreso desganadamente, en la penumbra, hacia la silueta del hombretón, una sombra más densa dentro de la sombra. León ha sentado a la chica en el suelo y se ha sentado enfrente. Palmea la paja señalándome un lugar junto a ellos y les imito, aunque no me hace muy feliz estar aquí cuando la muchacha destape sus ojos. Abrazada a sí misma, Alina se mece de atrás adelante y lloriquea:

– No quiero, no quiero… Voy a hacerte daño…

– Escucha, Alína…, escúchame bien. No puedes ver, de modo que concentra todos tus sentidos en escucharme…

La voz del herrero es oscura y serena, un resonar de bronce.

– Hace muchos siglos, en el desierto de Libia, vivía un cenobita llamado Simón el Hierático, un santo varón capaz de infligirse las mayores mortificaciones. En una ocasión prometió mantenerse de pie, en medio de la arena interminable, durante siete días con sus siete noches, sin mover un solo músculo. Cuando el sol del octavo día casi asomaba y Simón estaba a punto de culminar su penitencia, una cobra de los desiertos, venenosa y mortal, se le acercó reptando por el suelo y comenzó a dar vueltas a su alrededor. La serpiente alzó junto a él su terrible cabeza triangular, silbó como un demonio, se balanceó enseñando los letales colmillos y al cabo le trepó piernas arriba hasta enroscársele en el cuello. Y el santo Simón no hizo nada por evitarlo. Seguía sin romper su promesa y sin moverse.

Tampoco se mueve Alina: ha parado de mecerse, absorbida por las palabras del herrero. Yo también estoy cautivada, a mi pesar, por su relato. Y sorprendida por su verbo fácil y seductor, por su capacidad narrativa, inesperada en un hombre por lo general tan silencioso y parco. Sus palabras llenan la habitación y sus ojos parecen encendidos de un raro fulgor gris, similar al de esas amenazantes nubes de tormenta que, de repente, se iluminan por dentro, como sí el sol ardiera en su interior.

– Entonces la cobra apretó su frío abrazo en torno al cuello de Simón, irguió su cabeza en forma de flecha, sacó los colmillos y mordió al santo en la boca, atravesándole los labios. Y el cenobita soportó el fuego de la herida y del veneno sin siquiera estremecerse. En ese justo momento amaneció y la luz del día bañó a la serpiente; y la cobra cayó al suelo y se transformó en una criatura alada y resplandeciente. Era el arcángel San Gabriel. Y el Arcángel dijo: «Simón, mucho nos complacen tu modestia, tu valor y tu perseverancia. En premio a tus virtudes vamos a hacerte un regalo muy valioso: el Hueso Esponja. Este pequeño hueso que aquí ves viene del espinazo de la Cobra Negra, la peor de todas. Y tiene la maravillosa propiedad de que, aplicado sobre la herida producida por la mordedura de una serpiente, absorbe toda la ponzoña y la saca del cuerpo, salvando la vida de la víctima. Porque suele suceder que lo que nos daña también puede curarnos. Guarda este útil conocimiento del Hueso Esponja para ti y para todos los que vendrán después de ti; y así, los eremitas que habitarán durante siglos en este desierto honrarán tu memoria y te bendecirán». Y es verdad. Desde entonces, los cenobitas del desierto de Libia se han salvado de las mordeduras de las cobras gracias a los huesos del espinazo de otras cobras. Yo anduve por allí y me lo contaron.

León calla un momento. Mientras hablaba, ha estado gesticulando lenta y ampliamente. Cuando extendió la mano delante de él, imitando el ademán del ángel, casi me pareció ver brillar en su palma, en la penumbra, la pequeña vértebra del reptil.

– Yo soy eso, Alina. Soy como el espinazo de la Cobra Negra. Soy un Hueso Esponja del aojo. Es un don que no busqué y que no pedí. Me vino de nacimiento y lo descubrí por casualidad. No sólo soy inmune a la fascinación maligna, sino que, además, soy capaz de absorber todo el mal. Lo chupo y lo extraigo, lo extirpo por completo, lo deshago. Desaparece para siempre sin hacerme daño. Es muy fácil. Sólo tienes que quitarte la venda y mirarme a los ojos.

Alina tiembla. León le coge las manos, que son como gorriones asustados.

– Leo, ¿me haríais el favor de sacar vuestro puñal y ponerlo en el suelo, entre nosotros?

La petición del herrero me sorprende.

– Sí, claro.

Desenvaino el cuchillo y lo deposito sobre la tierra.

– No dejéis de mirarlo, por favor. No apartéis los ojos del puñal.

Hago lo que me dice y concentro toda mi atención en el arma. En realidad, me alivia poder salvaguardar mis ojos de la mirada de Alina. La hoja metálica reluce débilmente en la penumbra con un brillo lechoso. De pronto, se me antoja que el cuchillo se mueve. No es posible. Pero sí, la hoja está vibrando… ¡Y ahora ha dado un brinco! El puñal gira por sí solo sobre el suelo hasta señalar con su punta a la muchacha. Alucinada, alzo la vista y miro al herrero: acaba de quitarle la venda a la chica y ahora hunde sus ojos en los ojos de ella. Me estremezco y vuelvo a concentrarme en el puñal. Que está vibrando nuevamente y comienza a rotar sobre sí mismo. Muy poco a poco. Gira la punta del puñal describiendo un arco sobre el suelo. Desde la jaula tapada, en el silencio, nos llega un vago rebullir, un sordo jadeo. Creo que la sangre se me ha helado en las venas. El cuchillo ha cubierto media circunferencia y ahora apunta hacia León. La hoja se detiene.

– Se acabó, Alina. Estás curada. Todo ha terminado -dice el hombre con una voz muy suave.

– ¿Estás seguro? -gimotea la chica.

– Leo, por favor, decidle qué habéis visto.

– Bueno, yo no sé si… Que la Virgen me ampare, pero me parece que el cuchillo primero te apuntaba a ti y luego se ha movido solo por el suelo hasta apuntar a León…

– Eso es…, el hierro señalaba la corriente de la fascinación maligna. Pasó de ti a mí y ya se ha ido. Puedes mirar sin miedo a todo el mundo…, por ejemplo, a Leo. ¿No os dará miedo que os mire, verdad, señor de Zarco?

Niego vigorosamente con la cabeza. Con mucho más vigor que tranquilidad. Pero qué remedio: habrá que fiarse de León. Alina me contempla a hurtadillas. Sin su venda no es más que una pobre muchacha como tantas, de la misma manera que mi cuchillo ahora sólo parece un vulgar cuchillo. El rostro de la mendiga se arruga en un puchero infantil y comienza a llorar:

– Yo no quería… No quería hacerles ningún daño, de verdad. Yo…, yo pensaba que mi padre ya no me amaba. Pero no les deseé la muerte, lo prometo…

– Ssshhh… -murmura el herrero-. Ya pasó todo.

León coge un paño, lo moja en el agua del barreño y comienza a limpiar la mugrienta cara de la chica. Lo hace con increíble delicadeza, pese a la dimensión de sus macizas manos. Bajo el polvo y los churretes va surgiendo un rostro blanco y delicado. Unos ojos hermosos. Es guapa, la mendiga. Y muy joven. Recupero mi cuchillo y lo guardo en el cinto.

– León, antes has dicho, o el ángel de tu historia ha dicho, que lo que nos daña también puede curarnos. Tú has curado a Alina. Me pregunto cuál es tu manera de hacer daño.

El herrero frunce el entrecejo. La luz de sus ojos grises se ha apagado. El hombre se levanta y abre la puerta. Por el hueco se cuela una mortecina claridad, el último soplo del crepúsculo. Oigo el repiqueteo de los cascos de Alado: Nyneve regresa.

– ¿Podríais dar cobijo a Alina en vuestra casa durante al menos un par de días? Le llevará algún tiempo acostumbrarse a la luz… -dice León.

Se ha quedado de pie junto a la entrada, esperando con impaciencia a que nos vayamos.

– Por supuesto -contesto.

De debajo de la tapada jaula se escapa un sonido leve y ondulante. Un gemido solitario, como el de ese viento que probablemente silba, bajo la amoratada luz del atardecer, en los desolados desiertos de la lejana Libia.


– Te dije que funcionaría -comenta Nyneve con satisfacción-. Alina está curada.

No sólo está curada, sino que sigue viviendo con nosotras. Se ha quedado de ayudante o aprendiza de Nyneve; le trae hierbas del campo para sus medicinas, le ayuda a picar raíces y macerar hojas, a preparar cataplasmas y a dar friegas de aceite de eucalipto en el pecho de los que han enfermado por el mal del frío. Cuando nos mudamos de ciudad, Alina también vino. Hemos abandonado Samatan, como muchas otras personas, empujadas por el avance de los cruzados. La guerra produce estos movimientos masivos, este desesperado andar y desandar de los caminos, familias enteras acarreando sus pobres pertenencias a la espalda, los niños más grandes llevando en brazos a sus hermanos pequeños con paso tambaleante, los viejos inválidos atados al lomo de la vaca, si por suerte la tienen, o arrastrados agónicamente entre dos adultos. Y siempre el agotamiento, el hambre, la desesperanza, el miedo del enemigo que se acerca, la nostalgia de todo lo perdido, el polvo que recubre los doloridos pies.

También el herrero se vino con nosotras. En las veredas colmadas de fugitivos, el fornido León acarreó en sus brazos ancianos enfermos, niños debilitados, mujeres embarazadas. Es un hombre extraño: parece incapaz de resistirse a ¡a llamada de socorro de alguien indefenso. En realidad yo misma salvé la vida gracias a eso. Es como uno de los penitentes que han hecho una promesa a Nuestro Señor. O como uno de los impecables Caballeros de la Me sa Redonda. Sólo que León es un plebeyo, no un guerrero; y que esos caballeros excelentes son tan escasos que resultan más difíciles de hallar que la piedra filosofal que buscaba Gastón. Me pregunto por qué nos ha acompañado, por qué sigue con nosotras.

– Nyneve, ¿por qué crees que León sigue con nosotras?

Mi amiga está volviendo a pintar su hermoso trampantojo en las paredes de la nueva casa. Vivimos en el pueblo de Sarin, por vez primera en el tercer piso de un edificio de cuatro alturas. Hemos tenido que dejar los caballos, bajo pago, en un establo cercano. El herrero ocupa un cuarto para él solo: un despilfarro de espacio y de dinero, pero él insiste en mantener esa extraña y hosca soledad. De vez en cuando, al igual que sucedía en Samatan, León se encierra en su aposento y no sale en todo un día y toda una noche. A veces, en esas ocasiones, se escuchan allá dentro gemidos y golpes. Pero aunque llamemos a la puerta, nunca nos abre. Pienso en la rara criatura que esconde en esa jaula. Y pienso en todo lo que no sé de este hombre rudo y taciturno. El herrero está buscando una fragua en la que trabajar, pero aún no la ha encontrado. Yo tampoco he conseguido todavía alumnos para mis clases, de modo que empleo el tiempo en juntar palabras para mi enciclopedia. La única que ya ha empezado a ser solicitada es Nyneve la Sanadora, porque la enfermedad ablanda la bolsa de las gentes.

– Pues no lo sé… Porque somos encantadoras. En cualquier caso, me alegro. Es un hombre bueno y fuerte. Me siento mejor cuando él está por aquí.

El castillo de Avalon ha vuelto a acercarse un poco más en el nuevo dibujo. Ahora es posible ver la forma de las ventanas, e incluso intuir la fina hendidura de las troneras. Las almenas muestran con claridad su remate de cola de alondra, y encima de la puerta principal se distingue, aunque sin detalle, el bajorrelieve abigarrado de un escudo de piedra.

– ¡Venid, venid! Hay que hacer algo… León… está discutiendo con un noble…

Alina ha irrumpido en la estancia sin aliento, despeinada, sofocada, con los ojos desorbitados y la frente brillante de sudor. Hermosa, muy hermosa. Por eso se ha venido con nosotras e¡ herrero. Por eso nos ha seguido. No a nosotras. A ella. Siento un extraño pellizco en el estómago. Un sabor a sal en la boca. Pero debe de estar sucediendo algo malo, y esta tonta y aturullada Alina no sabe explicarse.

– Cálmate, ¿qué pasa? -dice Nyneve.

– Están ahí abajo, en la posada… Y el noble lo lleva atado del cuello con una cadena como sí fuera un perro…

– ¿El noble lleva atado a León? -me asombro.

– ¡Noooo! A un hombre muy raro… Es muy feo y no habla y tiene la cara y el cuerpo manchados, medio negros… Y el noble y los suyos se reían de él, del hombre manchado, así es que León se enfadó con ellos.

Ya empiezo a entender: de nuevo la presencia de un ser indefenso ante quien el herrero retoma su obstinado papel de paladín.

– Vayamos a ver qué ocurre -dice Nyneve.

Agarro la espada al vuelo, por si acaso, y descendemos corriendo por la estrecha y empinada escalera. Enfrente de nuestra casa, ante la posada, se está acumulando un creciente gentío: los vecinos corren hacia el barullo, atraídos por la noticia de que algo insólito sucede. Nosotras también nos acercamos y bregamos a codazos y empujones hasta llegar a la primera fila de los mirones. Y descubro a un antiguo conocido. A un tipo desnarigado y feo, vestido con sucios brocados, boina de terciopelo y pluma de faisán. Es el desagradable conde de Guines, contra quien crucé mi acero múltiples veces cuando me hacía pasar por el sobrino del señor de Ardres. ¿Qué hará por aquí, tan lejos de su tierra? Ríe el Conde, mostrando una boca muy mermada de dientes:

– Es mío, es mi juguete, me lo regalaron hace tiempo. Es una especie de animal salvaje, un pobre bruto… Es completamente sordo, no sabe hablar y, además, es un infiel. No vale gran cosa, pero no puedes comprármelo, por mucho que insistas, por la sencilla razón de que no está en venta.

Guiñes está hablando, ahora lo veo, de un hombrecillo de pobres ropas y enredado pelo negro que está acurrucado junto a él. Lleva el cuello ceñido por un ancho collar de cuero con remaches de hierro, semejante a los collares de los alanos, los formidables perros de guerra. Una cadena une el collar con la mano del Conde, que da tironcítos de cuando en cuando sin que el hombre haga nada, salvo permanecer en cuclillas quieto y ensimismado, como ausente o ignorante de todo. Es un personaje muy extraño: su frente y su nariz son blancas, pero el resto visible de su piel parece pintado con unas raras marcas de tinta de color negro azulado: las mejillas, la barbilla, el cuello, los brazos y las manos, las pantorrillas y los descalzos pies. Frente al Conde, plantado en toda su carnosa solidez, León bufa y aprieta los puños, impaciente y angustiado. Veo con claridad que el herrero no sabe bien cómo salvar a la nueva víctima que la Providencia le ha puesto en el camino.

– Pero me gusta divertirme, y últimamente me aburro demasiado -dice el Conde-. Observo que eres un hombre muy robusto, de manera que te propongo un trato… Juguémonos la propiedad de este animal doméstico echando un pulso… ¿Qué opinas, grandullón?

El rostro del herrero se ilumina.

– Me parece muy bien.

León es un inocente. No sé qué trama Guiñes, pero las cosas no pueden ser tan sencillas.

– Estupendo… Claro que tú eres muy fuerte, y te sería fácil ganarme, porque, además, yo ya soy un hombre mayor… Pero también soy Conde, y por lo tanto no necesito combatir por mí mismo… Mis hombres pueden hacerlo por mí. Éstas son las condiciones: tendrás que vencer los brazos de todos los hombres que vienen conmigo, uno detrás de otro… Y, si no he contado mal, son doce. ¿Estás de acuerdo?

– De acuerdo -dice el herrero.

Un rumor de satisfacción y gozo anticipado recorre la concurrencia. No hay cosa que más guste a la muchedumbre que los retos. Con hábil sentido negociante, el posadero y sus ayudantes empiezan a organizar el espacio de la confrontación. Retiran las mesas del exterior, ordenan el círculo de mirones en un amplio ruedo y colocan en medio una de las largas bancas de madera, sobre la cual tendrán que medirse el pulso los contendientes.

– ¿Alguno quiere pedir algo de beber? -vocea el posadero-. Tengo una cerveza fuerte y sabrosa como lengua de mujer joven, y tan barata como trasero de vieja…

– ¿Estás seguro de lo que vas a hacer, León? No me fío de ese hombre… -dice Nyneve.

Pero el herrero se encoge de hombros con ese gesto tan suyo, una especie de aceptación fatídica, la asunción de lo inevitable del destino.

– A sus puestos, señores… -dice el Conde.

Los acompañantes de Guines tienen un aspecto aguerrido y algunos son considerablemente fornidos. Hay una decena de soldados, probablemente mercenarios, y un par de caballeros con armadura, sin duda vasallos del Conde. El más joven de los caballeros insiste en competir el primero. León y él se instalan a horcajadas sobre el banco, el uno cara al otro, y apoyan sus codos en el asiento ante ellos.

– ¡Un momento! -chilla Guines-. Como te tengo aprecio, grandullón, voy a hacer algo por tí… Voy a darte un acicate más, una razón más para evitar perder… Poned unas puntas, ya sabéis cómo…

Sí, parece que los soldados del Conde lo saben, lo que demuestra que ésta debe de ser una diversión habitual en el castillo de Guiñes. Alguien trae un balde de madera lleno de arena. Y en la arena clavan, con el culo enterrado y el afilado hierro apuntando hacia arriba, un puñado de flechas. Colocan el cubo en el suelo, junto al brazo de León. Si el herrero es vencido y su brazo doblado, las erizadas flechas se clavarán en su carne.

– ¿Quieres seguir? -se burla el Conde.

– Quiero seguir -gruñe León.

Algunos de los vecinos aplauden y yo sudo de miedo. El hombrecillo de la piel manchada permanece abstraído y ajeno al tumulto y la expectación, sin duda ignorante de que se está dirimiendo su futuro.

– Que el posadero haga de juez y arbitro… Para que veáis que no quiero aprovecharme de mi condición -alardea el Conde, con una risotada que suena como un relincho.

El posadero, en efecto, se acerca anadeando a los contendientes. Tiene una pierna más corta que la otra y camina con un fuerte vaivén. Verifica que las manos están bien agarradas, que los brazos mantienen la vertical, que las posiciones son correctas.

– A la tercera señal, comenzáis -dice el cojo.

Y se pone a golpear una jarra de latón con un cucharón. Uno, dos, tres tañidos. El corro de curiosos deja escapar un grito, como un solo animal con muchas cabezas: el enfrentamiento no ha durado ni un parpadeo. Antes de que el caballero hubiera podido siquiera pensar en empujar, León ya le había tumbado el brazo sobre la banca. El joven guerrero se levanta furioso y abochornado, agarrándose la dolorida muñeca. Su lugar es ocupado por un soldado cuarentón de grandes manos y uñas renegridas, que ofrece más resistencia. Aun así, el herrero también le vence sin excesiva dificultad. Va ganando León cada uno de sus pulsos, pero a partir del séptimo o el octavo se le nota el cansancio y los enfrentamientos empiezan a ser cada vez más reñidos. Su fuerte brazo tiembla en el aire, retrocede levemente, se acerca a las afiladas puntas de las flechas para después volver a enderezarse y a recuperar el terreno perdido. Las peleas duran cada vez más, multiplicando la fatiga y alargando la angustia. Sin duda los contendientes más fuertes se han reservado para el final, para cogerle ya agotado… ¡Bien! Otro más que ha caído. El público vitorea. Los ha vencido a todos…, esto es, a todos menos al último, al caballero de más edad, un hombre casi tan alto y tan fuerte como León. Veo el rostro congestionado del herrero; se levanta un instante, da unos pasos, se frota la muñeca y sacude el brazo para intentar relajarlo: pero me parece que apenas puede mover los agarrotados dedos. Vuelve a sentarse a horcajadas en el banco y acopla su mano a la de su enemigo. Se miran. Toman aire. Suenan los tres golpes en el latón. En el completo silencio se pueden escuchar los resoplidos de esfuerzo de los contendientes. Vibran los brazos en el aire con tensión inhumana. Se amoratan los rostros de los dos hombres, y sus cuellos se hinchan con un bajorrelieve de abultadas venas. Las manos enroscadas como serpientes se mueven levemente hacia la izquierda…, hacia el triunfo de León. Pero no, que Dios nos proteja, ahora el caballero se recupera, las manos deshacen su camino, regresan a la vertical y siguen avanzando hacia el otro lado, siguen cayendo, lenta pero imparablemente, hacia las flechas. Trepidación de brazos. Rostros deformados por el denuedo y el dolor. El doble puño bifronte sigue descendiendo hacia la derrota del herrero. ¡No lo puedo soportar! Tapo mis ojos. Un anhelante suspiro de la concurrencia me hace volver a mirar entre los dedos: los dardos han empezado a arañar el antebrazo de León. Veo la sangre que gotea, las puntas de acero rasgando la carne. En cualquier momento sobrevendrá el derrumbe; impulsado por el poderoso empuje de su enemigo, el brazo rendido quedará ensartado por las flechas. Pero León no cede. Parece imposible, pero el herrero aguanta aún en esa posición dificilísima. Es más: está subiendo… Sí, eleva su puño poco a poco, ha conseguido liberarse de la mordedura del acero… Y sigue un poco más arriba, y todavía un poco más, en un lentísimo y sofocante avance hacia la verticalidad, mientras el caballero brama en su esfuerzo por no perder la ventaja, por rematar el lance y doblar el pulso de su oponente. De pronto, un crujido escalofriante, un alarido agónico, un aullido de asombro de la muchedumbre. El brazo del caballero se ha partido en dos, un poco más arriba de la muñeca. El guerrero, lívido, se pone en pie, comienza a vomitar y se desploma. Los soldados de Guínes acuden a socorrerle. Nyneve y yo nos acercamos a León, que también está pálido como un espíritu, con grandes ojeras amoratadas bajo sus ojos y un gesto de dolor crispando su boca. Se agarra el brazo con amoroso cuidado, como quien sostiene a un niño pequeño.

– ¿Estás bien?

– Creo que sí.

La gente ríe y habla a voz en grito, pagan y cobran sus apuestas, corean el nombre del herrero: sin duda la mayoría estaba de parte del plebeyo León y contra el desnarigado conde de Guines. El Conde, por cierto. Me acerco a él, abriéndome paso entre el gentío.

– Señor, habéis perdido.

El noble me mira con enfadado y venenoso desdén.

– Te conozco. Eres aquel Mercader de Sangre que intentó hacerse pasar por el sobrino del señor de Ardres, que en el infierno esté… ¿Ahora eres amigo de los forzudos de feria? Una buena carrera de caballero, vive Díos…

– Señor, habéis perdido y os jugabais la libertad de este hombre.

Guínes suelta la cadena y propina un puntapié al hombrecito acuclillado a sus pies:

– Aquí lo tienes… Todo para vosotros. Se sentirá bien, siendo un animal entre animales. ¡Vamonos! Tenemos un largo viaje por delante…

El sordo ni siquiera se ha quejado de la patada. Mira expectante a su antiguo amo y hace ademán de seguirle cuando éste se da la vuelta para marcharse. Recojo la cadena del suelo y le sujeto, para evitar que se vaya; el hombre "gira la cabeza y me descubre. Advierto que en un instante lo ha entendido todo, que me ve al otro lado de la trailla, que asume que yo soy su nuevo amo. Se acuclilla a mis pies. Siento un vahído de angustia.

– No, no. Levántate. Eres Ubre.

Me mira sin comprender. Ojos asustados y ía misma expresión anhelante de los perros.

– Ven, amigo.

El vozarrón del herrero resuena a mi lado. Con la mano izquierda, porque parece tener inútil el otro brazo, León le quita el collar de cuero al hombre y luego, agarrándole por debajo de la axila, le pone en píe con suavidad.

– No tengas miedo.

No creo que el sordo pueda entenderle, pero mira a León con una cara distinta. Le mira con una especie de confianza.

Regresamos todos a casa, León llevando al tipo cogido de los hombros con la misma dulzura con que llevaría a una delicada damisela. Ya arriba, Nyneve consigue que el herrero le deje examinar su contraído brazo. Se lo frota con aceites esenciales y después se lo venda. Alina, mientras tanto, se ha puesto a preparar comida para todos. Yo no hago nada. Y el hombrecillo tampoco hace nada. Yo estoy sentada en un escabel, ahogada de confusas emociones, sintiéndome presa de un extraño cansancio, deseando dormir un sueño tan largo como la misma muerte. El hombre se encuentra de pie, arrimado contra el muro, tan quieto como uno de esos insectos que se pegan a las ramas para intentar pasar inadvertidos.

– A ver, amigo. Déjame que te examine. No tengas miedo. ¿Entiendes lo que digo?

Una vez terminada la cura de León, Nyneve se dirige al hombre manchado. El sordo contempla sus labios con extrema atención y sacude la cabeza. Sí, entiende.

– Eres libre. León ha jugado por ti y ha ganado. ¿Comprendes?

El hombre vuelve a asentir. Nyneve le examina por encima: los dientes, los ojos, los brazos y las piernas, las extrañas manchas. Le entreabre la harapienta camisa. El pecho también está pintado. Garabatos de tinta sobre una carne escuálida y lampiña. Ahora que me fijo, el hombrecillo parece tener muy poco vello.

– Yo soy Nyneve, ¿tú cómo te llamas?

El sordo se vuelve buscando algo. Se aproxima a los pigmentos de las pinturas de mi amiga, mete un dedo en un tarro de color verde y escribe torpemente sobre la pared, con penoso y titubeante trazo, una confusa palabra de siete letras.

– Fe…, no, FÍ… li… ppo. ¿Te llamas Filíppo? -dice Nyneve.

Sí.

– ¿De dónde eres?

El sordo encoge los hombros y agita las manos en un gesto de desesperación.

– ¿No sabes de dónde eres?

Más gesticulación exasperada.

– No sabes escribir. Sólo sabes escribir tu nombre…

Sí.

Nyneve suspira.

– Bueno, Filippo… Pues eres libre. Puedes marcharte cuando quieras.

El hombrecito baja la cabeza. Su manchado rostro tiembla y se arruga. Se oye una especie de gemido, Creo que está llorando.

– No te preocupes, ¡no te preocupes! Nadie te va a echar. Puedes quedarte con nosotros el tiempo que quieras -dice León, levantándole la cara para que pueda leer de su boca.

Filippo asiente y junta las manos en un gesto de gratitud. Esas manos cubiertas de extrañas formas entintadas, de signos diminutos, de dibujos semejantes a las letras de los sarracenos o a la escritura de esas lenguas antiguas que a veces he visto en los pergaminos de las bibliotecas. También Nyneve está analizando con atención los raros tatuajes.

– Leo, por favor, tráeme mis ojos de vidrio, creo que sabes dónde están… -me pide.

Los ojos de vidrio son un extraordinario invento de mí amiga. Que se está haciendo mayor y ha perdido vista. A veces, para leer en sus polvorientos libros de recetas médicas, o para confeccionar un remedio o hacer cualquier trabajo delicado, se pone por delante de sus ojos otros ojos mecánicos, dos pedazos de vidrio abombado sujetos a una especie de corona de hierro que ha forjado León bajo sus instrucciones. A través del cristal, todo lo que se mira se ve enorme. Voy a buscar el artefacto a la alacena y se lo traigo a Nyneve, que se lo coloca en la cabeza.

– Ajajá…, lo que yo pensaba -dice con voz satisfecha, escrutando la piel de Filippo-. Es un texto en griego. Ya sabéis, es una de las lenguas antiguas. Y se diría que tiene escrito todo el cuerpo…

En efecto, las letras empiezan en línea recta en la parte alta de las mejillas, por debajo de los ojos, y siguen, por lo que se ve, desde ahí para abajo.

– ¿Quién te hizo este tatuaje?

El hombre dibuja círculos en el aire con las manos y pone los ojos en blanco.

– Tengo el griego bastante abandonado, pero creo que puedo traducirlo -dice Nyneve-. Hazme el favor, quítate la ropa.

El hombrecillo obedece sin dar muestras de duda o de sorpresa, con docilidad de esclavo viejo. Se saca el desgarrado jubón, la camisa y las sucias calzas y se queda en una mansa desnudez. En efecto, no tiene un solo pelo. Impresiona ver toda su piel grabada, línea tras línea de apretados y nítidos signos, tanto por delante como por la espalda.

– Vaya. Qué sorpresa. Es un ángel -murmura Nyneve.

– ¿Cómo?

– Es un eunuco. Está castrado, ¿no lo ves? Aunque Filippo es un nombre griego y significa «el que ama los caballos», nuestro amigo probablemente venga de Bizancio, donde esta amputación es habitual. Allí los llaman ángeles. Pobre hombre. Claro que la ausencia de vello permite que se vean mejor las escrituras.

Es verdad. Cierto pudor me había impedido escudriñar con detenimiento sus partes viriles, pero ahora observo bien su pobre sexo empequeñecido y mutilado. Nyneve frunce el ceño debajo de sus cristales agrandadores y se queda un buen rato estudiando el cuerpo del hombre sordo. Al cabo, sonríe.

– Me parece que ya tengo la traducción del primer párrafo… Y, además, sé lo que es. Escuchad: "El guerrero, lleno de furia, vestía la armadura forjada por Hefesto. Se puso en las piernas las grebas, ajustadas con hebillas de plata; protegió su pecho con la coraza, colgó del hombro la espada de bronce guarnecida con clavos argénteos y embrazó el pesado escudo, cuyo resplandor era semejante al resplandor de la luna. Cubrió su cabeza con el macizo yelmo que brillaba como un astro, y sobre él ondeaban las doradas y espesas crines de caballo que Hefesto colocara en la cimera. Sacó de su estuche la poderosa lanza que sólo él podía manejar, y alzándola y rugiendo como un león la agitó amenazante en el aire sobre su cabeza. Mientras ' tanto, los aurigas se apresuraban a uncir los caballos a los carros, sujetándolos con hermosas correas de cuero brillante; colocaron los bocados entre sus mandíbulas y tendieron las riendas hacia atrás, atándolas a la caja. El auriga Auromedonte saltó al carro con el magnífico látigo, y Aquiles, cuya armadura refulgía como el Sol, subió tras él y jaleó a los corceles con horribles gritos: "¡Janto y Balio! Cuidad de traer sano y salvo al campamento de los dánaos al que hoy os guía y no le dejéis muerto en la pelea, como a Patroclo". Janto, al que la diosa Hera dotó de voz, bajó la cabeza, haciendo que sus ondeantes crines rozaran el suelo, y respondió: "Aquiles, hoy te salvaremos, pero has de saber que ya está muy cerca el día de tu muerte"»… Sólo he leído hasta la tetilla izquierda. ¿Qué os parece?

– Es un personaje que da miedo, pero me gustaría seguir oyendo lo que le sucede. Y ese bridón que le habla… No me extraña nada. Yo también tengo en ocasiones la sensación de que Fuego me dice cosas… -contesto.

– Es la historia del gran Aquiles, un guerrero terrible e iracundo. Parece un relato actual, ¿no es verdad? Y, sin embargo, está escrito hace muchísimos años. Tantos años y tan incontables, que no sólo se han muerto todos los hombres que vivieron en aquella época, y los hijos de los hijos de esos hombres, sino también todos sus dioses. Y los dioses, os lo aseguro, son difíciles y muy lentos de matar.


Hoy he soñado con aquel campo de batalla lleno de cadáveres en el que robé mi primera armadura. En mi sueño, caminaba por el campo bajo el resplandor helado de la luna, y los muertos me miraban con sus cuencas vacías y rogaban: «No me robes a mí, Leola. No me quites mi coca de hierro o moriré de frío». Entonces aparecía un enorme jabalí de colmillos amarillentos y ojos tristes que me decía: «Tú y yo somos los únicos seres vivos que quedamos sobre la Tierra. Y ni siquiera pertenecemos a la misma clase de animales». Ahí me desperté, y durante unos instantes, en el duermevela, sentí la soledad más absoluta, una soledad tan vertiginosa e inacabable que dolía como una herida real en la mitad del pecho. Pero luego escuché los ronquidos de Nyneve, dormitando a mi lado; y recordé que en el otro cuarto, en la cocina, estaban Alina y Filippo; y que un poco más allá, junto al oscuro hueco de las escaleras, debía de estar durmiendo León.

Y es que ahora somos muchos. Nos hemos convertido en una tropilla de individuos raros, como esas compañías de saltimbanquis que van ganándose la vida por los pueblos y que llevan a una mujer con tres pechos, a un gigante forzudo o a un niño lobo con todo el cuerpecillo cubierto de pelo. Nyneve dice que es bruja y que vivió en la corte del rey Arturo, y tal vez sea cierto. Yo digo que soy un caballero, y es mentira. Alina decía que era ciega, sin acabar de serlo. Filippo no dice nada: carece de palabras pero, al mismo tiempo, las tiene todas escritas en su cuerpo.

Y luego está León, que es el más extraño y misterioso. Al menos para mí: porque entre ellos parecen llevarse todos bastante bien. Conmigo, sin embargo, León sigue sin intimar, y todavía utiliza, el distante tratamiento de cortesía.

Vivimos todos juntos y eso es bueno, porque el hombre no está hecho para vivir solo. Ésta debe de ser la razón por la que la gente habita en las ciudades y en casas como ésta, que, en realidad, resultan sumamente desagradables. Las estancias son pequeñísimas y están mal iluminadas y mal aireadas, los techos son bajos, las puertas tan diminutas que León tiene que agacharse y retorcerse para pasar. Además, los suelos crujen como si fueran a caerse, se escuchan los gritos y las pisadas de los vecinos y abundan los olores nauseabundos, mezclados con el tufo de los guisos más groseros. Pero, aun así, hay algo excitante en estar viviendo tres pisos por encima de la calle, en asomarse a la ventana y ver los tejados de la ciudad, en saber que estás rodeada de gente por todas partes. Somos hormigas afanosas y éste es nuestro hormiguero.

Un hormiguero esperanzado. Por primera vez en muchos años de guerra, parece que la suerte cae de nuestro lado. Los cruzados han puesto cerco a Tolosa y han fracasado; Simón de Montfort, el carnicero, ha muerto ante las murallas de la ciudad. Los territorios ocupados por las fuerzas del Papa se han levantado en armas en una heroica y masiva revuelta popular y los invasores han sido expulsados. El nuevo vizconde de Trencavel, hijo del Trencavel anterior, ha entrado victorioso en Carcasona. Puede que el fin del conflicto esté cercano; puede que la cordura acabe venciendo a la intransigencia. Nyneve está feliz.

Desde que Filippo se encarga de cocinar, cosa que hace maravillosamente bien, solemos comer juntos por la tarde. Hoy Nyneve ha traído higos, tan dulces como una fruta del Paraíso. Recuerdo la higuera de Jacques, un sabroso tesoro de mi lejana infancia. Y también la vieja higuera de nuestro patio, en Albi…, en aquella casa y aquella otra vida que aún compartía con Gastón. Pero prefiero no pensar en estas cosas. Prefiero cerrar la memoria y abrir la boca. Aquí estamos todos, callados y golosos, chupando la espesa pulpa rosada y translúcida. Los higos siempre me huelen a verano y, en efecto, el calor aprieta. Sudan mis pobres pechos, aplastados por la venda con que los disimulo. Y por la ventana entra una algarabía de pájaros, un gañido escandaloso de gatos en celo, un bullicio animal celebrando el estío. Junto a mí, León lame la blanda carne de su fruto; los labios le brillan con el almíbar del higo, esos labios firmes y bien dibujados, esa boca pequeña incrustada en sus mejillas abundantes. Y la lengua musculosa y acuciante, que arranca grumos de la carne melosa. Más arriba, los ojos, hundidos bajo el pesado pliegue de las cejas, ardiendo como inquietantes fuegos fatuos. Y el remate de su pelo, tupido y enhiesto cual crin de caballo. Incluso en reposo, como ahora, mientras mordisquea su pegajoso higo, el herrero desprende una sensación de vigor precariamente contenido, es una fuerza natural, brutal y fiera. El calor de la tarde entra abrasador por mi garganta, baja por mis pechos sudorosos, se extiende como un incendio en mis entrañas. Me pongo en pie:

– Ahora vuelvo…

Salgo corriendo de casa. Quiero llegar al mercado antes de que lo cierren, y el sol ya está bajo. Troto por las calles y los callejones, atravieso los soportales de la Plaza Mayor y al fin desemboco en la Plaza del Mercado. Ya están recogiendo algunos puestos. Voy al fondo, junto al j abrevadero, donde me parece que he visto lo que busco: llevo ya varios días pensando en hacer esto. Sí, estaba en lo cierto, aquí hay unos cuantos vendedores con el material que me interesa. Picoteo de aquí y allá, agobiada de urgencias, sin negociar el precio, pagando mucho más de lo que debo. Hago un hato con todo lo adquirido y regreso a casa. Los demás siguen aún junto al hogar, conversando y jugando a las adivinanzas, pero yo paso junto a ellos y me encierro en la alcoba que comparto con Nyneve. Abro el hato mientras les escucho hablar y reír, y saco y extiendo mis modestos tesoros. ¿Quién me mandó a mí deshacerme de toda mi ropa de mujer cuando decidí volver a vestir de hombre? Obcecada por mi despecho tras la traición de Gastón, lo tiré todo. Ahora no he encontrado nada que de verdad me plazca: una camisa fina de interior, una blusa blanca demasiado basta, una saya a listas azules y amarillas que seguramente va a venirme grande. El justillo, de lino crudo, no está mal. Y también he adquirido un gracioso bonete azul y plata. Empiezo a desnudarme; libero mis pechos de su venda de cuero y me los miro: son pequeños y aniñados. Pero mi cuerpo, escrito por las cicatrices como el cuerpo de Filippo está escrito por sus tatuajes griegos, no tiene nada de intacto y juvenil. Suspiro y me visto con las ropas de mujer. Me parece que, después de todo, no me quedan tan mal. Mojo y peino mi corto cabello hacia arriba y hacia atrás, colocando el bonete en la coronilla. ¡Ah! Las arracadas… de filigrana de plata. También las he comprado en el mercado, junto con un pomo de rubor. Tengo que empujar los aros con decisión, porque los agujeros de mis orejas están casi cerrados. Abro el pomo cosmético: polvo de ladrillo mezclado con grasa de cordero purificada. Unto un poco en mis labios, y también en mis mejillas, para darles color. Contemplo el resultado en el espejo: quedaría bastante bien, si no fuera por el tono tan moreno de mi cutis. Podría empolvarme con un poco de harina, pero está en la alacena de la otra habitación. Bueno, da lo mismo. Esto es todo lo que puedo dar de mí. En realidad, ni siquiera sé por qué lo estoy haciendo. ¡Maldita sea! Se me olvidó comprar escarpines… Por fortuna, la falda es tan larga que tapa por completo mis botas viriles. En fin, vamos allá.

Agarro el picaporte, respiro hondo y abro la puerta. Y escucho que Alina está diciendo:

– Yo me sé una historia muy curiosa que me contó mi madrastra…, es la historia del Rey Transparente…

Veo cómo Nyneve salta sobre la muchacha, tapándole la boca con la mano:

– ¡No digas nada más!

En su urgencia, Nyneve ha tropezado con la jarra del agua, que ha caído al suelo y se ha hecho pedazos. León se pone en pie de un brinco, sobresaltado por la brusquedad del movimiento de mi amiga y por el estallido de la vasija de barro. Filippo, medroso y rápido como un animalillo, se mere debajo de la mesa.

– No digas nada -repite Nyneve, más calmada-. Voy a soltarte, pero no cuentes ni una sola palabra más sobre esa historia… Ni siquiera vuelvas a mencionar su nombre. ¿Lo has entendido?

Alina, asustada, asiente con la cabeza.

– ¿Qué sucede? -pregunta el herrero con su vozarrón.

Nyneve libera a la muchacha y saca a Filippo de debajo del tablero:

– Es un relato que trae consigo las más funestas consecuencias. No me preguntéis por qué, porque no termino de explicármelo. Pero cada vez que se menciona, algo terrible sucede a quien lo narra. Creedme, es así… ¿Y a ti te contó la historia tu madrastra?

– Sí… -contesta la amedrentada Alina.

– Bueno, entonces no es de extrañar que muriera…

En este preciso instante reparan en mí: hasta ahora no habían advertido mi presencia, absorbidos como estaban por los acontecimientos. Pero ahora Nyneve se me queda contemplando con sorpresa, y ios demás siguen su mirada y también me descubren. Yo continúo de pie junto a la puerta. Me observan en silencio durante un rato. Cruzo mis ojos con los ojos grises de León. Tranquilos, indescifrables.

– En realidad soy una mujer. Me llamo Leola -digo roncamente. Se lo digo a él, pues es a él a quien me dirijo.

– Ya veo -contesta el herrero, imperturbable.

La tarde está cayendo rápidamente y las primeras sombras de la noche se amontonan en las esquinas de la habitación. León bosteza y se estira. Sus anchos puños chocan con las vigas del techo. Es joven, el herrero. Por lo menos seis o siete años más joven que yo.

– Es hora de retirarse -dice a todos y a nadie-. Buenas noches.

Pasa levemente su mano por el encrespado pelo del sordo, como para despedirse o para comunicarle que se marcha, y después coge una bujía y la enciende con el rescoldo del hogar. La llama ilumina su rotundo rostro desde abajo, ¿Qué palabra usa el cuento griego tatuado sobre el cuerpo de Filippo? Una estrella…, un astro. Sí: el rostro del herrero resplandece como un astro… Y así, nimbado de esa hermosa luz y de ese brillo, el poderoso León se va a su cuarto.


Fuego ha muerto.

Un cólico ha acabado con él en un par de días. Mi orgulloso bridón, mi fiero y fiel amigo. Estaba empezando a envejecer, pero todavía hubiera podido vivir bastantes años. A veces pienso que le consumía la inactividad de nuestra existencia ciudadana. Que echaba de menos el vértigo febril del campo de batalla. Era un caballo de guerra inigualable. Muerto mí hermoso Fuego, nunca volveré a tener un bridón. Mi vida de guerrero se ha acabado. Llevo casi medio año vistiendo de nuevo ropas de mujer; ya no soy un caballero y, por consiguiente, el destino, con cruel coherencia, me ha privado también de mi caballo. Siento un dolor seco, un desgarro de amputación. Algo ha terminado para siempre. Con Fuego se ha marchado mi juventud.

Llueve y hace frío. Triunfa el invierno sobre la Tie rra y en el interior de los corazones. Estoy sentada junto al hogar, en nuestra oscura casa, intentando calentarme con el fuego. Por el ventanuco entra una luz grisácea y pobre, aunque aún no hemos llegado a la hora sexta. Pero las nubes, hinchadas y muy bajas, imitan la sombría tristeza del crepúsculo. Me miro las manos, que reposan inertes sobre las sayas de lana. Mis sayas de mujer, mis manos de muchacho. Con las palmas encallecidas y los dos dedos rebanados por el hacha. Manos grandes, acostumbradas a agarrar fuerte y a luchar. Manos que han palmeado cuellos de caballos. De mi llorado Fuego. Pero que no saben acariciar niños.

– Hola.

Es León. Acaba de entrar. Viene empapado por la lluvia. Se quita la manta que lleva por encima; es de lana de oveja negra, impermeable. Sacude el tejido con energía y las gotas de agua llegan hasta mí. Me estremezco: están frías. A pesar de su aire desmañado y de la dimensión de sus puños, el herrero sí sabe acariciar. Le he visto rozar a la bella Alina con gesto dulcísimo,

– Leola…

– Qué.

León está junto a mí, grandón y titubeante. Hace girar entre sus dedos un pequeño atado envuelto en cuero flexible.

– ¿Qué quieres? -repito, mirándole a los ojos.

Tiene mala cara. Está pálido y su aspecto es tenso y fatigado.

– No, nada. Lo siento. Lo de Fuego. Ten, es para ti -dice abruptamente, dejando caer el paquete en mi regazo.

Es pesado, sorprendentemente pesado para su tamaño. Y también es duro. Cojo el bulto, desato las correas, abro el envoltorio.

Es un caballo.

Los ojos se me llenan de lágrimas. Ahora que soy mujer, ¿puedo permitirme llorar? ¿O tendré que pagar por ello un precio demasiado elevado? Contengo esta humedad, esta blandura, esta fragilidad. La garganta me duele y los ojos me escuecen, pero no se desbordan.

Es un hermoso caballo de hierro forjado. Un caballito inocente recortado en chapa, con el cuello arqueado, la grupa poderosa, las patas articuladas y asidas con clavos. Un vástago metálico le sujeta por la tripa a una peana. Es un trabajo primoroso.

– ¿Lo has hecho tú? -pregunto estúpidamente, luchando contra la ronquera de mis emociones.

– Sí. Claro.

Carraspeo, tomo aire, intento serenarme.

– Es precioso. Muchas gracias.

Con el rabillo del ojo veo que la mano del herrero se alza en el aire, como si fuera a tocarme. Pero a medio camino la deja caer. El hombre da media vuelta, dispuesto a irse.

– ¡León!

Se detiene y me mira con expresión sombría.

– Es…, es un trabajo tan delicado. Muy hermoso… León, a ti te gusta lo hermoso, ¿verdad?

Pero ¿qué le estoy diciendo? El herrero parece inquieto, tal vez desconcertado. Y yo no sé parar, no sé qué digo.

– Eres un buen artesano… Quiero decir que eres un artista… Por fuerza te tienen que gustar las cosas bellas. Las mujeres bellas como Alina…, cuerpos jóvenes, sin marcas…

León me mira con ojos desorbitados y se pasa la mano por la cara.

– Tengo que irme -dice bruscamente, dándome la espalda.

¿Qué he hecho? Estoy loca, soy necia, le he asustado, le he decepcionado con mis insensateces. Me levanto de un salto y salgo detrás de él.

– ¡Espera, por favor!

Pero el herrero aprieta el paso, corre, huye de mí.

– León, por favor, lo siento, estaba diciendo tonterías…

Le alcanzo en la escalera, le agarro del brazo.

– ¡Déjame en paz! ¡Suéltame! ¡Vete! -ruge el herrero con una violencia inusitada que me hiela la sangre.

Y me empuja, este energúmeno me empuja con toda su fuerza de coloso, me da un empellón que me tira de bruces, que casi me hace rodar escaleras abajo. Aún en el suelo, le veo entrar atropelladamente en su cuarto y entornar la puerta detrás de él. Escucho su berrear colérico, el retumbar de un golpe pesado, extraños y amedrentadores ruidos. No entiendo qué sucede. Me levanto y me acerco cautelosamente a la puerta entreabierta. Los incomprensibles ruidos continúan. Necesito saber qué está pasando y, al mismo tiempo, el misterio me aterra. Estiro la mano y rozo la hoja de madera. Siento miedo. Y una curiosidad punzante. Aguanto la respiración y empujo la puerta poco a poco. Y poco a poco voy viendo el horrible espectáculo. León está en el suelo con los ojos en blanco, el rostro amoratado, el cuerpo sacudido por convulsiones terribles. Sus piernas y brazos se retuercen, su espalda se arquea de manera penosa, de su boca espantosamente deformada sale una espuma amarillenta. Me recuerda a aquella mujer que quiso asesinar a Dhuoda y que murió al ponerse la capa emponzoñada. ¿Acaso se ha envenenado León? Pero no, él quería esconderse, él me ha empujado, él sabía lo que iba a suceder… y esto explícalos golpes y los ruidos de las otras veces… Esos ojos en blanco, esas babas repugnantes, esa expresión perversa y demoníaca… Está poseído por el Diablo, ¡es un juguete en manos de Satanás! Me persigno, caigo de rodillas, Dios Todopoderoso, sálvanos del Maligno…

– ¿Qué sucede? -dice Nyneve, apareciendo en la puerta.

– ¡Está endemoniado, está endemoniado, el herrero está endemoniado!

– ¡León!

Mi amiga se arroja sobre el cuerpo del herrero, intentando sujetar sus agitados miembros.

– ¡Tráeme unas ramas, Leola! ¡Pequeñas!

– Está endemoniado… -repito, sin demasiada convicción.

– ¡Idiota! Haz lo que te digo, ¡corre!

Corro. Traigo un puñado de ramas de la otra habitación.

– ¡Ayúdame! Hay que sacarle la lengua, para que no se la trague y no se ahogue… Y ahora le metemos esta rama entre los dientes… Así… ¡Procura cogerle las piernas! Que no se golpee… Yo intentaré protegerle el cuerpo y la cabeza…

Peleamos con él durante un rato: es un esfuerzo sobrehumano, porque León es un hombre muy vigoroso y su extraño ataque parece haber multiplicado su energía. Sudamos, jadeamos y recibimos algún que otro manotazo y rodillazo. Por fortuna, las convulsiones remiten pronto. Ahora el cuerpo de León está exangüe e inmóvil sobre el suelo.

– ¿Está muerto? -susurro.

– No… -resopla Nyneve-. No, sólo está exhausto. Como yo…

– ¿Qué… qué le ha sucedido?

Nyneve me mira frunciendo el ceño:

– ¿Qué era esa tontería que decías? El Diablo no tiene nada que ver con esto… Es una enfermedad del cuerpo. Una enfermedad muy extraña y muy antigua… Julio César, aquel caudillo de los romanos, también la tenía… Lo llaman el Gran Mal. Y no conozco para ello ninguna cura. No se puede hacer nada, salvo ayudarles para que no se dañen mientras sufren el ataque.

Pobre León. Un Gran Mal para su cuerpo grande.

– Y ahora, ¿qué hacemos? -pregunto.

– Nada. Dejémosle descansar.

Nyneve saca con cuidado la rama de la boca de León. Luego se levanta, coge la manta de borrego del camastro y la echa por encima del cuerpo inerte.

– Vamonos.

– No… Yo me quedo aquí un rato… por si nos necesita.

Nyneve se marcha y yo contemplo el pálido y desencajado rostro del herrero. Está tan indefenso y se le ve tan frágil, así, desmayado, con la huella del reciente sufrimiento marcada aún en la cara. De modo que era eso. Está enfermo. Me levanto, mojo el ruedo de mí falda con el agua del cántaro y limpio con cuidado las comisuras de su boca, manchadas de una telaraña de babas secas. Le lavo de la misma manera que él lavó el rostro de Alina, cuando le quitó la venda. Como quien lava a un niño. Siento que las lágrimas vuelven a asomarse al borde de mis párpados y esta vez no me contengo: él está inconsciente, yo estoy sola, nadie puede verme, nadie va a enterarse de esta debilidad. Lloro y las lágrimas, al caer, cosquillean sobre mis mejillas. Lloro y descubro que llorar es placentero.


Abro los ojos y, de primeras, no sé dónde estoy. Tumbada en el suelo. ¿Y qué hago durmiendo sobre un suelo de ásperos tablones, dónde me encuentro? Tengo sobre mí una piel de oveja, peluda y caliente. Saco el brazo por encima de la piel y asomo la cabeza. Y veo a León. Que me está mirando.

Ya me acuerdo de todo.

Me incorporo. El herrero sonríe. Un pequeño gesto cauteloso. Sé que me quedé al lado de León para cuidar sus sueños, después del ataque. Pero en algún momento debí de dormirme y los papeles se mudaron: el herrero despertó y se convirtió en el cuidador de su cuidadora. Incluso me cubrió con la misma piel con la que le habíamos cubierto. Miro hacia la ventana: a juzgar por la luz, debe de ser bastante temprano. Hemos pasado juntos toda la noche. León está sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Sus ojos grises reflejan el resplandor nublado del ventanuco y brillan como lajas de pizarra bajo la luna llena.

– ¿Estás bien? -musito.

– Sí… Viste lo que me pasó…

No es una pregunta, sino una constatación. Aun así, respondo:

– Sí.

– ¿Y qué crees que me pasó?

Bajo la cabeza, avergonzada. Y dispuesta a callar.

– Nyneve dice que es una dolencia muy antigua… Que también la padecía Julio César. Se llama el Gran Mal.

El herrero suspira aliviado:

– Bendito sea Dios… Entonces, no creéis que esté poseído por el Demonio…

Enrojezco:

– No, claro que no.

– ¿No os asusto? ¿No vais a denunciarme? ¿No me obligaréis a marcharme?

– ¡No, no! Por supuesto que no, León…

El herrero se tapa la cara con las manos durante unos instantes:

– Dios es misericordioso… -musita al fin.

– ¿Te lo han hecho muchas veces? ¿Denunciarte? ¿Echarte de donde estabas?

León se frota las manazas, como si no supiera muy bien qué hacer con ellas.

– Verás, Leola…, siempre he sido así. He tenido estos ataques desde que me recuerdo como persona. Mis padres me enseñaron a ocultarlos; y luego mis padres murieron y yo seguí mi vida, disimulando y escondiéndome. Sin embargo, no siempre puedes encubrir los temblores. Tenía diecisiete años cuando padecí un ataque en plena calle, y por desgracia coincidió con el paso del obispo. Dijeron que estaba endemoniado; un vecino que quería quedarse con la fragua que heredé de mi padre se prestó a servir de testigo, declarando contra mí fabulosas mentiras. Todo esto sucedió en Piacenza, lugar en el que nací, en una época en la que los obispos y la Comuna de la ciudad competían por adueñarse del poder. Yo quedé en manos de la Iglesia y fui arrojado a la picota… La picota de Piacenza es una estrecha jaula aérea, unos cuantos barrotes de hierro clavados en la fachada de la torre de la catedral… Está colgada allá arriba, en el exterior, en lo alto de la torre… Sin piso y sin techo, aparte del enrejado metálico. Me dejaron allí, a pan y agua, durante todo un año… A la intemperie, en la lluvia y el granizo, en el sol achicharrante, en la despiadada soledad del vértigo, del viento y de los cuervos. En la indefensión de mi enfermedad. Nadie aguanta en esa picota mucho tiempo: todos mueren a las pocas semanas. Pero pasaban los meses y yo seguía vivo… Al cabo, el podestá de la Comuna consiguió que me bajaran y me dejaran libre… En cuanto me recuperé lo suficiente como para poder andar, me marché de la Lombardía para siempre… Llegué hasta aquí atraído por la fama de tolerancia de los nobles occitanos, y es cierto que este mundo provenzal es más culto y más abierto. Pero, aun así, siempre escondo mi mal. Sé que asusto a los demás y temo dar miedo.

He escuchado todo su relato sin moverme, sin apartar los ojos de su cara, casi sin respirar, agudamente consciente del privilegio de estar oyendo sus revelaciones. Confía en mí. El reservado y siempre oculto León confía en mí y me está franqueando su intimidad. Me siento orgullosa y emocionada. Me siento tan cerca de él como jamás lo he estado de ningún otro hombre. Oh, sí: mi Jacques y yo estuvimos muy cerca, pero era otra cosa. En realidad con él no era una cuestión de cercanía, sino de mismidad. Éramos como hermanos, éramos un solo cuerpo dividido en dos. El herrero, en cambio, es alguien distinto. Muy distinto a mí. Pero, por encima de esa enorme diferencia que nos separa, creo que le entiendo. Le adivino. Cae mi alma hacia él, como caen del árbol las manzanas maduras. Siento un extraño sofoco, una languidez que me ablanda los huesos.

– León… -farfullo.

Quiero decirle que lamento su historia, que me parece terrible, que yo nunca le tendré miedo, que, sí me deja, le cuidaré cuando tenga un ataque. Pero temo que mis palabras le molesten, que le parezcan conmiserativas, que se rompa el delicado vínculo de afecto que nos une, que se enfríe esta cálida complicidad recién establecida; así es que sólo repito una vez más su nombre, ese vocablo que me acaricia la lengua y que da vueltas en mi boca como un dulce:

– León…

El no dice nada. Me mira oscuramente bajo su denso ceño, me mira como si quisiera tocarme con los ojos. Pero ¿tocarme para qué? ¿Para atraerme hacia él o para apartarme? Su mirada duele, su mirada arde sobre mi piel y va dejando un rastro de quemaduras.

– Siempre supe que eras una mujer -dice en voz muy baja, en voz muy ronca-. Desde que te traje en brazos, cuando te hirieron.

– Y ¿por qué… por qué no dijiste nada, por qué me dejaste seguir con el engaño?

– Todos tenemos cosas que ocultar… Y, como puedes imaginar, yo sé respetar esos secretos.

Estamos los dos sentados en el suelo, el uno enfrente del otro. Demasiado lejos. Aunque me estire hacia delante, si no me levanto y cambio de posición, no puedo rozarle. Y quisiera hacerlo. ¡Necesito tocarle! Todo mi cuerpo tiende hacia él, toda mi piel me empuja, como si yo fuera uno de esos hierros temblorosos atraídos por las emanaciones de la piedra imán. Pero no me muevo. Me quedo totalmente quieta, entregada, una mosca atrapada en una tela de araña.

León, sin levantarse, se impulsa con los brazos y se desplaza sobre el suelo, salvando la pequeña distancia que nos separa. Ahora está muy cerca. Noto el calor de su aliento, el rico olor a potro de su cuerpo. Sus manos se posan en mis hombros y sé que va a besarme: el pecho me estalla de ansiedad y del más gozoso deseo de aniquilación. Siento que me deshago, lloran mis entrañas lágrimas viscosas, quiero que me devore y que me rompa, quiero dejar de ser yo y meterme debajo de su piel.

Entonces caen sus labios sobre mí y me abren, las lenguas entrechocan, las salivas se mezclan, las ropas se desgarran y los cuerpos se embisten con una necesidad desesperada. Nos frotamos y apretamos hasta alcanzar los pliegues más recónditos, aún más cerca, aún más dentro, hasta llegar a tocarnos el corazón. Me tumba sobre el suelo, separa mis piernas con sus piernas, me cubre por entero, llena hasta mi último resquicio con la enardecida entrega de su carne, somos una sola criatura con dos cabezas y yo siento que me muero y soy feliz.

Pero sigo viva. Abro los ojos, maravillada de encontrarme entre los brazos de León. Ahora, después de la cegadora explosión de los sentidos, puedo empezar a apreciar los detalles de su cuerpo. Este pecho denso, amplio, mullido, este cuello rotundo clavado entre los hombros. No sé si es verdaderamente bello, pero hoy me parece tan hermoso que casi me duele contemplarlo. Me miro a mí misma: los senos pequeños, la complexión delgada y huesuda, las cicatrices de distintos tonos, dependiendo de los años transcurridos desde la herida: rosada en el hombro, tostada en la cadera, anaranjada en el tórax. Retorcidas cuerdas de carne que me afean. ¿Cómo puedo gustarle? Me estremezco y tiro de la piel de borrego para taparnos. No quiero que me vea.

– ¿Tienes frío? -susurra León junto a mi oreja.

Y me aprieta contra él mientras me acaricia con ternura. Olemos intensamente a mar, a brezo, a monte mojado por la lluvia. Nuestros cuerpos duelen, manchan, resbalan en la dulce humedad del sudor compartido. Aquí estamos, bajo el cobijo de la manta de piel, en una intimidad de animales distintos refugiados en la misma madriguera. Es un milagro.


Hace tres semanas que llueve sin parar. Es el llanto de los cielos por el fin del mundo. Todo se estropea, todo se derrumba, todo acaba. Ricardo Corazón de León ha muerto. Fue herido en el hombro con una flecha mientras sitiaba el castillo de un conde francés. El noble y valiente Ricardo, el guerrero impecable, ha sido abatido a traición por un tiro de ballesta. La herida se emponzoñó y la podredumbre acabó invadiendo su cuerpo. Mandó llamar a su madre, que acudió a toda prisa. A los cuarenta y un años y sin hijos, el gran Ricardo falleció en los brazos de Leonor. La corona de Inglaterra ha pasado a su hermano Juan Sin Tierra, un individuo enloquecido, cruel y sanguinario. Dicen que la Reina, enferma de dolor, quiere recluirse en la abadía de Fausse-Fontevrauít.

Ahora mismo, desde la ventana de nuestra casa, estoy viendo el repugnante espectáculo de los flagelantes. Que es otro de los síntomas de la época en que vivimos, otro de los signos de nuestro pequeño Apocalipsis. Ahí abajo están, cubriendo la calle: un tropel de enfebrecidos fanáticos. Son unos doscientos, todos varones. Se enrolan por treinta y tres días, en alusión a los años de Cristo. Durante ese tiempo no pueden bañarse, ni afeitarse, ni cambiarse de ropa, ni dormir en un lecho, ni yacer con mujer. Tres veces al día se ponen en círculo, se desnudan hasta la cintura y se azotan salvajemente las espaldas con látigos de cuero rematados en puntas de hierro. Como ahora. Escucho el sonido seco de los zurriagazos, los gemidos involuntarios que algunos emiten, los alaridos de sus invocaciones mientras se flagelan:

– ¡Sálvanos, Señor!

SÍ una mujer o un cura atraviesan el círculo, la ceremonia del dolor tiene que volver a recomenzar. Los flagelantes van recorriendo los pueblos con sus modos feroces, y entran en las iglesias, saquean altares, interrumpen misas; dicen que incluso han lapidado a unos cuantos clérigos que intentaron oponerse a su avance depredador. Dan asco y dan miedo: desde aquí arriba veo sus espaldas sanguinolentas y la ciega furia con la que se golpean. Espero que se marchen pronto de la ciudad.

La guerra marcha mal. Muy mal. A decir verdad, la hemos perdido. El joven Trencavel ha huido y se ha exiliado en la corte del Rey de Navarra, que sigue apoyando a los cátaros y las formas de vida provenzales. Y el también joven conde de Tolosa, Raimundo VII, se ha sometido al Rey de Francia. Ha tenido que humillarse públicamente en la nueva catedral de Notre-Dame, en París. Tumbado en el frío suelo ante el altar, ha sido obligado a pedir perdón a la Iglesia y ha recibido unos cuantos azotes penitenciales. Ya no queda nadie que nos defienda. Las ciudades se van entregando sin lucha a los ejércitos cruzados, a medida que éstos avanzan. Acabamos de saber que el enemigo ya está cerca de aquí, de modo que nosotros tendremos que volver a marcharnos. Buscaremos algún escondite donde cobijarnos… Un lugar perdido al que no llegue el largo brazo de la represión eclesial, si es que tal sitio existe.

– ¡Perdónanos, Señor!

Los flagelantes prosiguen con su rítmico golpear y su griterío. Me producen náuseas. Son la avanzadilla del oscuro mundo que nos espera. Un mundo quizá mucho más tenebroso de lo que jamás hemos llegado a imaginar, ni aun en la peor de nuestras pesadillas. Hoy Nyneve regresó a casa tan temblorosa y pálida que por un momento creí que había enfermado con las fiebres. Pero no. Venía descompuesta por las últimas noticias:

– El Papa ha creado el Santo Tribunal de la In quisición… Ahora que ya ha vencido militarmente a sus enemigos, el Sumo Pontífice quiere acabar con ellos también civil y socialmente, persiguiéndolos y arrancándolos de sus hogares, quemándolos de uno en uno… -dijo con amargura.

– Pero ¿qué es eso de la Inquisición?

– Es un proceso judicial, como los que se aplican contra los criminales, pero especial, porque sólo persigue a los que piensan distinto… El procedimiento se llama Inquisitio heretice pravitatis, es decir, «Encuesta contra la perversidad hereje»… Una vez que el ejército ha pasado y los pueblos se han rendido, llega otra tropa de escribas y notarios, dirigida por unos cuantos frailes inquisidores y reforzada por soldados. Esta tropa se instala en la localidad y obliga a todo el pueblo a confesarse. Luego esas confesiones son utilizadas como declaraciones judiciales para procesar a los supuestos herejes. Todos los cristianos están obligados a denunciar a los varones mayores de catorce años y a las mujeres mayores de doce. Los inquisidores ya han limpiado decenas de localidades de este modo y han quemado a centenares de personas.

Pienso ahora en la diminuta Violante y en su madre, la matriarca catara, y siento un pellizco de angustia: ¿qué habrá sido de ellas? ¿Habrán caído en manos de los verdugos?

– ¿Sabes quiénes llevan el Tribunal de la Inquisi ción? Los dominicos. El Papa ha confiado esta persecución feroz a los frailes de la Orden del Hermano Domingo… Y son tan crueles y tan implacables que el pueblo ha empezado a llamarles los Domini canes, los perros del Señor -añadió mi amiga.

Y luego, para mi sorpresa y mi total congoja, mi querida Nyneve se puso a llorar. Caían las lágrimas libremente por sus mejillas, y sus anchos hombros de matrona se agitaban sacudidos por los sollozos. No he sabido qué hacer. No estoy acostumbrada a su debilidad y, sobre todo, no estoy acostumbrada a su derrota.

Lloran los cielos su lluvia incesante, llora Nyneve sus sollozos de duelo, lloran las víctimas sus lágrimas finales, evaporadas por el ardiente aliento de la pira, pero yo, me avergüenza decirlo, tengo el ánimo colmado de alegría. Vivo disociada entre el horror del mundo y mi Avalon secreto, el Edén de los brazos de León, del amor de León, de su ternura, de lo que me cuenta y lo que creo adivinarle, de lo que le digo y lo que él me intuye; de sus palabras, que son tan atractivas como su sexo, y de su cuerpo, que es tan elocuente como sus palabras. Nunca he querido a nadie como le quiero a él y no comprendo cómo he podido vivir sin él hasta ahora.

Amor: sueño que se sueña con los ojos abiertos. Dios en las entrañas (y que Dios me perdone). Vivir desterrado de ti, instalado en la cabeza, en la respiración, en la piel de otro; y que ese lugar sea el Paraíso.

Hace dos días León me confesó el secreto de esa cosa que lleva escondida en una jaula. De esa criatura enigmática que rasguña y se agita en la oscuridad:

– Es un basilisco. Por eso no debes quitar nunca el lienzo que lo cubre.

– ¿Un basilisco? No sé muy bien cómo es…, pero pensaba que era un animal inventado, inexistente…

– Oh, no, ya lo creo que existe. Es el producto de un huevo de gallina empollado por una serpiente. Tiene el tamaño de un gato, pero su aspecto está a medio camino del gallo y del lagarto. Y tiene un terrible poder: su mirada mata a los humanos. También marchita árboles y fulmina a los pájaros en pleno vuelo.

– Suena espantoso.

– Lo es, pero sobre todo para el pobre basilisco, que es una criatura amable de quien todos huyen y a quien todos persiguen… Por eso él y yo nos hemos hecho amigos… Ya sabes que a mí no me afecta el aojo, de modo que el basilisco no me hace daño. E incluso creo que, de su trato conmigo, va perdiendo poco a poco sus poderes letales… En cualquier caso, consintió que le metiera en una jaula y que le cubriera con un lienzo, para poder seguir junto a mí. Cuando estamos solos le saco de su encierro y se pasea un poco por la estancia, pero aun así su vida es bastante triste. Sin embargo, él ha escogido esto. Prefiere la amistad a la libertad e incluso a la luz y la visión.

Pobre bicho, rebullendo allá dentro, en su tapada jaula. Esta mañana oí cómo la criatura gañía y se agitaba, inquieta, en el interior de su encierro. Me acerqué y coloqué la mano sobre el paño que le cubre; y después me puse a cantar bajito una de las nanas que cantaba mi madre. El animal se tranquilizó y dejó de moverse. Espero haberle consolado un poco. Yo también soy como ese basilisco: estoy ciega y sorda a todo cuanto sucede. Sé que el mundo se derrumba y que en el aire vibra el acabóse, pero estoy con León. Y eso me basta.


Tras la derrota, sólo cabe huir o esconderse. O caer en manos del enemigo y sucumbir. A muchos les sucede. Muchos cátaros suben al patíbulo cantando, aunque sea con voces temblorosas, y fallecen dando fe del mundo que se extingue con ellos. Otros han huido a Italia o a los reinos de Aragón y de Navarra, donde todavía se les protege. También se dice que unos cuantos han sido acogidos, secretamente, en las fortalezas de los templarios. Y, además, los bosques y los montes están llenos de faydits, de caballeros fuera de la ley, que ahora son, en su inmensa mayoría, nobles occitanos derrotados por las fuerzas conjuntas del Papa y del Rey de Francia. Se ocultan en las zonas agrestes, como bandoleros, y atacan a los soldados del Rey con bien escogidas emboscadas, para luego retirarse velozmente. Apenas dañan a las aplastantes fuerzas de los vencedores, peto al menos les inquietan, les molestan, les impiden relajarse en su poder.

Huyendo de los Domini canes, nosotros hemos llegado a Montségur, un pequeño nido de águilas posado en la cima de los Pirineos. Es un castro de montaña, un pueblo fortificado dependiente del condado de Tolosa. Pertenece a Raimond, señor de Pereille. Cuentan que su madre, For-néira de Pereille, fue una matriarca albigense, y Raimond, en cualquier caso, ha acogido en su castro a la cúpula de la Iglesia hereje, a los obispos de Tolosa, de Agenais y de Razés, junto a un nutrido número de Buenos Hombres y Buenas Mujeres. Por ahora no nos molesta nadie: se diría que los vencedores se han olvidado de Montségur, quizá porque estamos muy lejos y muy arriba, en un enclave inaccesible y difícilmente atacable, y también en un lugar apartado de toda influencia. Arrinconados en este extremo del mundo, los obispos cátaros resultan tan poco peligrosos como si estuvieran encerrados en una mazmorra.

Madurez: atisbo de entendimiento del mundo y de uno mismo, intuición del equilibrio de las cosas. Acercamiento entre la razón y el corazón. Conocimiento de los propios deseos y los propios miedos.

– ¿Qué estás haciendo, Leola? -pregunta Violante, irrumpiendo en casa de modo repentino.

Oculto con la amplia manga de mi vestido el pergamino en el que estoy escribiendo.

– Preparo mis clases y estudio un poco -miento.

Observo que he vuelto a manchar la manga con la tinta: una fastidiosa torpeza a la que estoy acostumbrada. Todas mis ropas están entintadas. Al igual que antes era una mujer disfrazada de guerrero, ahora soy un escribano disfrazado de dama. La diminuta y bella Violante sonríe como pidiendo perdón por su intrusión. Se la ve acalorada y acezante: ha debido de venir por las cuestas de Montségur a toda la velocidad que le permiten sus pequeñas y combadas piernas, que la obligan a caminar con penoso contoneo. Cuando llegamos a Montségur hallamos aquí a la señora de Lumiére, la matriarca catara, y a su hija, la enana Violante. Fue un reencuentro emocionante, aunque tuve que confesarles mi fracaso y la pérdida del documento que me habían confiado, y aunque al principio les resultó chocante enterarse de mi verdadera condición femenina. Las dos mujeres, sin embargo, se mostraron conmigo tan dulces como siempre. Fueron ellas quienes respondieron por nosotros, para que pudiéramos quedarnos en el castro, y quienes nos proporcionaron el alojamiento, una planta baja en una torre que Nyneve ya ha vuelto a decorar con sus pinturas palaciegas.

– ¿Está León?

Se me escapa una sonrisa sin querer. Violante y León congeniaron extrañamente desde el primer momento en que se vieron, y la enana ha tomado la costumbre de pasearse por todo Montségur sentada sobre los sólidos hombros del herrero. Es formidable vería allá arriba, cómodamente encaramada a las anchas espaldas, dominándolo todo con una cara de placer indescriptible. A cambio, Violante da suaves masajes con sus manos chiquitas en las sienes y la nuca de León, y yo no sé si será gracias a esto, pero se diría que las crisis del Gran Mal se han espaciado.

– Debe de estar en la forja -respondo.

– Ah, bien…, precisamente venía a buscaros por si queríais ver a los artistas… Ha llegado a Montségur una tropilla de juglares y saltimbanquis… Están actuando en la plaza, cerca de la forja. ¿Me acompañas a verlos?

En estos años últimos, tan azarosos y llenos de pesares, se han multiplicado, paradójicamente, los festejos públicos. Es como si la gente, ante el barrunto del dolor y la amenaza del fin, quisiera aprovechar sus últimas horas y aliviarse con el juego y la fiesta. Nunca he visto tantos titiriteros, tantos músicos ambulantes, tantos narradores de fábulas, tantos mimos. Nunca he escuchado tantas risas y tantos cantos.

– Sí, vamos, ¿por qué no?

Enrollo mi pergamino y lo guardo en el arcón, mientras un cosquilleo de alegría me recorre el cuerpo. León y yo llevamos un par de años juntos, pero aún se me seca la boca de excitación cuando sé que en breve voy a verle. La excusa de los saltimbanquis es perfecta para adelantar mi encuentro con el herrero. Para ir a buscarle por sorpresa a la forja, horas antes de que regrese a casa. Trenzo mí cabello, que he dejado crecer, y lo sujeto a la cabeza con unas hermosas agujas de perlas que me ha regalado León. Me pellizco las mejillas, para darles color, y pinto mis labios con carmín.

– Ya estoy.

Atravesamos Montségur al lento y esforzado paso de la enana. En el punzante frescor del aire montañés se huele ya la cercana primavera. El cielo es un lienzo de seda azul intenso, brillante y sin nubes, tendido sobre la fría blancura de las cumbres nevadas. Nunca había vivido en un lugar como este castro, a la vez tan sencillo y tan refinado, en el que se diría que, salvo León, todo el mundo sabe leer y escribir. Aquí están asilados unos doscientos Perfectos y Perfectas, casi la mitad de la población; y su abundante presencia crea una atmósfera de amabilidad, cordura y tolerancia. Fuera de la corte de Leonor, nunca he visto a la mujer tan bien tratada como aquí; y las crisis del herrero no escandalizan a nadie ni son consideradas posesiones malignas, sino simplemente lo que son: una enfermedad.

– Venimos a buscarte, León. Para ver a los volatineros.

Está moviendo el fuelle de la fragua, desnudo de cintura para arriba, sudoroso, macizo, con sus duros músculos tensándose bajo la piel mojada, tan hermoso como un diablo o como un ángel. Soy mujer y él es mi hombre. Me inunda el deseo, el amor y el orgullo. Aunque León sea analfabeto.

Mi hombre me abraza. Huele a hierro recalentado, a hollín, a madera y cuero. Se seca el cuerpo con su propia camisa, antes de ponérsela. Se inclina hacia Violante:

– Hola, mí pequeña.

– Hola, grandullón.

Agarra a la enana de los brazos y la ayuda a subir, trepando por su cuerpo, hasta instalarla a horcajadas sobre sus hombros.

– ¿Dónde está el espectáculo?

– En la plaza -dirige la muchacha desde lo alto del cuello, extendiendo en el aire su diminuto índice.

Cuando llegamos, sin embargo, la actuación parece haber terminado. Los vecinos se marchan y media docena de individuos están recogiendo sus bártulos: las mantas de colores para hacer las acrobacias, las mazas de los malabarismos, los instrumentos de música. En una esquina, sentado sobre el suelo, quieto, pétreo y monumental como un pedazo de roca caído de la montaña, hay un individuo monstruosamente grande. Tan grande que parece abultar el doble que León. Me acerco con lentitud, movida por la curiosidad, mientras el herrero y Violante hablan con los artistas. Doy la vuelta a la interminable espalda del tipo, que sigue sin moverse, y me encaro con él a prudente distancia. El hombre tiene la cabezota inclinada, la barbilla hundida en el pecho, los hombros caídos hacia delante. Debe de ser bastante mayor: está casi calvo y íos pocos pelos que le quedan son canosos. En este preciso momento, el gigantón levanta la cabeza y se me queda mirando. Esos ojillos cándidos y pequeños, demasiado pegados a la nariz. Esa cara de niño aberrantemente envejecido.

– Leola… -dice el monstruo con vocecita débil.

– Guy… -jadeo yo.

Nos hemos reconocido al mismo tiempo. Es Guy, el inocente, el Caballero Oscuro. El hijo de Roland, mi antiguo Maestro de armas. El gigantón arruga pavorosamente su cara y comienza a berrear como un crío pequeño. Uno de los saltimbanquis viene hacia nosotros:

– ¿Qué le has hecho? -me increpa el hombre con gesto de impaciencia-. Es un pobre idiota, pero no es malo. Hay que tratarle como si fuera un niño. Basta ya, Guy, ¡deja de gimotear!

El hombre, que es menudo y fibroso, se pone de puntillas y le da una bofetada a Guy en la mejilla. Un sopapo ligero que en realidad no puede haberle hecho mucho daño. Aun así, me encrespo.

– ¡No le pegues!

El hombre me mira, extrañado e irritado:

– Pero ¿qué dices? Aquí no pintas nada. Además, tú tienes la culpa. No sé qué le has hecho para ponerle así. Venga, chico, cálmate…

Tras la cachetada, Guy ha disminuido el volumen de sus chillidos, pero sigue haciendo pucheros. Grandes y pesadas lágrimas bajan rodando por sus ajados mofletes.

– Leola… -balbucea.

– Le conozco -digo, conteniendo mi rabia-. Es el hijo de…, de un antiguo amigo. Quiero…, quiero hacerme cargo de él.

Mientras digo esto, lanzo una rápida ojeada a León, que se acerca cabalgado por Violante. El herrero no dice ni hace nada, pero sé que me apoya. Qué bueno es saber que, si me quedo con Guy, León no va a sentirse incomodado. Hasta ese punto le conozco, hasta ese punto confío en él.

El saltimbanqui se rasca la cabeza:

– ¿Te lo quieres quedar? ¿Quieres llevártelo? ¿Para siempre?

– Eso es.

Guy sorbe sus mocos estruendosamente y vuelve a balbucear:

– Leola…

– Pues, no sé… -dice el hombre-. La verdad es que es un número muy bueno… La gente paga por ver al gigantón. No hay otro hombre más grande en toda la Cristiandad, te lo aseguro… Y, además, ¡levo manteniéndolo muchísimos años. Y come como un buey… He gastado una fortuna en él.

Miro de nuevo a León. Me quito las agujas del pelo y las trenzas caen sobre mi espalda.

– Te doy estas perlas a cambio. Son buenas y costosas. Cuatro grandes perlas. Y, además, Guy ya está muy viejo, mírale…

El hombre coge las agujas y las examina con ojo suspicaz. Luego contempla al gigantón, que sigue gimoteando:

– A ver, chico, ¿tú quieres irte con esta mujer?

Guy arrecia en sus lloros y asiente frenéticamente con la cabeza:

– Síííííííí…

El titiritero se encoge de hombros:

– Bueno, muy bien, pues trato hecho… Quédatelo… -gruñe con una brusquedad que me parece en cierro modo fingida-. Total, ya te he dicho que come lo mismo que una fiera y acabará arruinándome. Llévatelo antes de que me arrepienta.

Agarro la áspera y deforme manaza de Guy y tiro suavemente de él, para que se levante:

– Venga, Guy. Vas a vivir con nosotros. Nos vamos a casa.

El inocente se pone en pie con dificultad, como si tuviera las piernas agarrotadas. Ha echado tripa y renquea al caminar, igual que un viejo. Pero ya ha dejado de llorar. Sigue aferrado a mi mano: yo troto a su lado y casi cuelgo de él. Murmura algo, pero no le entiendo.

– ¡Qué dices?

– Guy está contento… -repite débilmente.

– Y yo también lo estoy, querido. Yo también.


Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño. La hermosa virtud de la esperanza puede también ser, paradójicamente, la madre de la más punzante pesadumbre, cuando esa esperanza te llena la cabeza de ilusiones que luego, al incumplirse, se transmutan en hiel y sufrimiento. Debería añadir esta reflexión a la definición de la palabra en mi enciclopedia.

Durante unas pocas semanas hemos vivido un sueño del que, por desgracia, ya hemos despertado. Un día, Nyneve llegó a casa sin aliento y nimbada de luz, con el rojo pelo alborotado, toda ella palpitante y encendida:

– Ha habido una revuelta… El conde de Tolosa se ha unido al Rey de Inglaterra… Están combatiendo a los cruzados.

La hija mayor del señor de Montségur, Philippa, está casada con un guerrero, el caballero Fierre Roger de Mirepoix. Siguiendo órdenes del conde de Tolosa, y mientras éste consumaba su alianza con Inglaterra, Fierre Roger y sus faydits se dirigieron a Avignonet, donde se encontraba a la sazón el Tribuna! de la Inquisición itinerante, y mataron a dos inquisidores y destruyeron los archivos que guardaban los documentos procesales contra los herejes. Al conocer la nueva, toda la región se levantó en armas contra el Papa, el Rey de Francia y la Inquisición. La guerra se reabría y los vencidos enseñaban los dientes, y durante algún tiempo nos pareció que todavía podríamos salvarnos.

Pero el espejismo ha durado muy poco. Los ejércitos rebeldes han sido aplastados con rápida eficiencia. Me lo confirmó pocos días después una Nyneve envejecida y mortecina, acongojado el gesto y eclipsado su brillo:

– No sólo hemos sufrido una derrota total; además, consideran que Montségur es la cabeza de la hidra, puesto que de aquí salió la partida de faydits que acabó con los inquisidores. Han formado un gran ejército cruzado, dirigido por el senescal real de Carcasonaf y vienen hacia aquí para borrarnos del mundo.

Podríamos intentar huir de nuevo, pero ¿hacia dónde? Ya no quedan refugios en la Tierra. El señor de Pereille está dispuesto a resistir. Tiene confianza en la posición inexpugnable de su castro, en el valor de sus caballeros.

Y piensa que si consigue entretener a los cruzados y aguantar lo suficiente, el conde de Tolosa podrá recuperarse y venir en su ayuda. El señor de Pereille no se rinde: quiere seguir luchando por sus ideas, y yo quiero creerle, puesto que no hay nada mejor en lo que creer. Por eso nos hemos quedado aquí. Somos unas quinientas personas, doscientas de las cuales son Buenos Cristianos. Sin contarnos a Nyneve y a mí, sólo hay quince caballeros y cincuenta escuderos. Apenas sesenta y cinco guerreros contra un ejército compuesto, al parecer, por varios miles de hombres. Pero luego están, a nuestro favor, las laderas escarpadas, las cumbres nevadas, las ventiscas, el frío, la vecindad de las plumosas águilas, el terreno imposible que nos circunda. Y nuestro feroz deseo de vivir.

Todos los días nos subimos a las atalayas y nos asomamos al vasto paisaje montañoso, para ver si llegan. Son tan hermosos y serenos los cerros azulados, las enormes rocas que dora el sol poniente, estas masas de piedra que Dios creó en el principio de los tiempos y que seguirán aquí aunque los cruzados arrasen Montségur. Todos los días nos subimos a las atalayas para ver si llegan, y la paz de las montañas es tan absoluta y abrumadora que resulta difícil imaginar la inminente invasión de los guerreros, el rechinar de los hierros afilados, el paroxismo de la violencia bélica.

Mientras tanto, existimos. Y qué bella es la vida cuando está amenazada. Leo, escribo, hago el amor con León, converso con Nyneve, me río con las bromas de Filippo y Alina, que juegan con Guy como si fueran niños. Somos un clan, somos una horda. Somos una familia. Juntos somos más fuertes, o por lo menos nos sentimos más fuertes, y eso basta. Ahora entiendo a Nyneve cuando decidió sumar su destino al mío: a medida que envejeces se va haciendo más dura la soledad. Vas necesitando cada vez más ser necesitada por los otros. Ahora Guy depende de mí, y eso me conmueve. Cuido del gigante inocente de la misma manera que cuidaría de un hijo. En realidad es mi niño, un niño monstruoso, el único bebé que podría parir la monstruosa doncella revestida de hierro que yo he sido. Le hemos preguntado sobre su padre, pero cada vez que tocamos el tema se echa a llorar: desazona imaginar cuál puede haber sido el destino de mi Maestro. Sólo nos falta él. Ojalá estuviera Roland entre nosotros. Sobre todo por Nyneve. Porque hace mucho que mi amiga parece haber abandonado su gusto por los hombres. Ella, que antaño fue un trueno, lleva demasiado tiempo en la sequía.

Con Guy, con Filippo y Alina, con la leve y pizpireta Violante trepada a los hombros de León, con Nyneve, suelo pasear por los alrededores de Monrségur, disfrutando del paisaje, todavía todo nuestro, y recolectando plantas medicinales, pequeños y raros vegetales que se aferran a las rocas en lugares inverosímiles y que son capaces de sobrevivir en el rigor escarchado de estas alturas. Son como nosotros, como los habitantes de Montségur, estas pequeñas plantas obstinadas y duras. No he conocido días más hermosos que éstos: es la culminación de mi existencia. Esto es ciertamente la plenitud. El esplendor de la flor, toda abierta, radiante y temblorosa, justo un instante antes de marchitarse.

También colaboramos en el acopio de víveres, en la reparación de las defensas y en la puesta a punto de las armas, Nyneve y yo nos hemos presentado al señor de Pereille; le hemos hablado de nuestro pasado; le he explicado que soy, que he sido, Mercader de Sangre y señor de Zarco; le hemos ofrecido nuestros brazos y nuestras espadas. Como es natural, dada su escasez de recursos, las ha aceptado con alegría y sin aspavientos. Asimismo, hemos ayudado a seleccionar a los mozos más capaces y decididos de entre los plebeyos, y les hemos armado como hemos podido. León ha martilleado muchos hierros al rojo y les ha extraído su filo más mortífero. Y hemos fabricado innumerables flechas. Los arcos son esenciales para defender una plaza sitiada.

Hace un par de días llegó a Montségur un buhonero… Venía con noticias que pensaba que podrían interesarnos y por las que esperaba recibir una recompensa y, en efecto, Pereille le pagó bien. Nos dijo que el ejército del senescal estaba como mucho a una semana de distancia; y él fue quien nos informó de que eran varios miles de soldados. Yo luego le ofrecí una cerveza; nos sentamos delante de nuestra casa, en los poyos de piedra de la calle, y charlamos un rato; me habló de lo que le ha sucedido a la Dama Negra, y de las piras que llenan de columnas de humo el horizonte, y de lo mucho que el mundo está cambiando. En un momento determinado, su sobrino, un joven esmirriado y con antiguas marcas de viruela, empezó a contar la historia del Rey Transparente. Y yo no le hice callar. No sé qué me pasó; tal vez fuera el deseo de terminar de una vez, de saber qué ocurría en esa historia. Quizá preferí enfrentarme directamente a la desgracia, en lugar de seguir esperándola agónicamente. El caso es que el tipo comenzó a narrar, y yo aguanté la respiración y escuché atentamente:

– La historia del Rey Transparente sucedió hace muchos, muchos años, en un reino ni grande ni pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente desgraciado. El monarca del lugar estaba envejeciendo y no conseguía tener hijos. Había repudiado a diez esposas porque ninguna le paría un descendiente y empezaba a estar desesperado. Entonces decidió secuestrar a Margot, la Da ma de la Noche, que era el hada más poderosa de su Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello ideó un ingenioso truco…

Éstas fueron las últimas palabras que le oí. Una piedra llegó volando de la nada y se estrelló en la mitad de su frente, derribándole por tierra; y detrás de la piedra apareció a todo correr uno de los mozos a quienes estamos entrenando, consternado y pidiendo perdón por su mala puntería con la honda. El joven alfeñique no parecía estar gravemente herido; recuperó pronto la conciencia, pero se le veía desorientado. El buhonero lo montó en una muía y se lo llevó, junto con las demás palabras no dichas de la historia maldita. Luego pensé que habíamos salido todos bastante bien librados, como si la desgracia nos estuviera guardando para un dolor mayor.

Melancolía: aguda conciencia del latir de la vida en su carrera veloz hada la muerte, turbadora emoción ante la belleza que se nos acaba. Si el buhonero está en lo cierro, apenas nos deben de quedar cuatro días hasta la llegada de los cruzados. Contemplo ahora las montañas impasibles desde el punto más alto del adarve. Qué absoluta quietud, qué aire tan transparente. Vuelan los buitres en lo alto, con sus grandes alas doradas, vibrantes y extendidas. Me pregunto si ellos podrán ver, desde allá arriba, el oscuro y refulgente avance del ejército. Me pregunto si se relamerán anticipando la sangre. Pero mientras tanto, mientras llega el final y el miedo y el sufrimiento, este hermoso mundo roza lo perfecto.


Cuentan que, envejecida y consumida por la amargura y el odio, y temiendo fallecer antes de haber podido cumplir su juramento de venganza, la Dama Negra retó a su hermano Pierre a un combate singular que pusiera fin a su larga historia de aborrecimiento mutuo. Y cuentan que el Barón, bastante mayor que Dhuoda e instalado ya en los primeros años de su ancianidad, aceptó sin embargo el reto, exasperado por la feroz persecución de la Du quesa y preocupado por pacificar y ordenar el feudo antes de transmitírselo a su primogénito. Además, Pierre había sido un notable guerrero y aún se mantenía, o creía mantenerse, en buena forma. Sus espías le habían informado de la decadencia mental y física de su hermana, y de todos modos nunca creyó que una mujer pudiera ser un contrincante peligroso.

Las negociaciones para la celebración del combate se prolongaron durante cerca de dos meses. Tenían que designar padrinos y jueces, escoger un terreno neutral, acordar armas, fecha, normas de lucha e incluso el número de guerreros y soldados que conformarían la comitiva de cada contendiente. Después de mucho discutir, los delegados de la Duquesa y el Barón convinieron que el encuentro sería en Beauville, antigua ciudad del feudo de Puño de Hierro pero ahora villa libre, justamente el lugar en el que Pierre intentó asesinar a su hermana, muchos años antes, por medio de una capa emponzoñada. Se enviaron emisarios a Beauville, se acordó un sustancioso pago a la ciudad por los inconvenientes y se fijó la fecha. Y luego sólo hubo que esperar a que llegara el día, mientras se bruñían los escudos, se engrasaban las cotas, se ajustaban los yelmos y se afilaban los odios y las armas.

El combate debía comenzar al despuntar el sol; era una lucha a muerte, por supuesto, y se celebraba en la intimidad. Los regidores de Beauvílle habían levantado un cercado de madera en la Plaza Nueva para evitar miradas indiscretas. Dhuoda y Pierre llegaron a la ciudad la tarde anterior, pero se las arreglaron para no verse. En la madrugada del día señalado, cuando el último soplo de la noche todavía inundaba el aire de negrura, los dos hermanos y sus acompañantes se dirigieron a la plaza. Cuentan que el silencio era opresivo, cuentan que sólo se escuchaba el restallar de la tierra escarchada bajo sus duros pasos. Llegaron al rectángulo de madera, donde ya les estaba esperando la corporación municipal. Dentro del vallado sólo pasaron los combatientes y sus padrinos, junto con el juez de la liza y los regidores de Beauville, que actuaban como notarios del enfrentamiento. Dhuoda y Pierre se situaron en sus posiciones, en el centro del cercado, y esperaron, porque la noche aún no había rendido su oscuridad al asedio del sol. La agitada luz de un par de hachones ponía reflejos de fuego sobre las armaduras, sobre el negro metal de la extraña coraza de la Duquesa, sobre el bruñido acero del Barón. Eran dos guerreros muy poco comunes, empezando por las lúgubres faldas de Dhuoda, que pendían por encima de sus calzas metálicas, y siguiendo por la escasa estatura de ambos, pues Pierre siempre había sido un hombre bajo y ahora la edad le había ido encorvando y menguando. Pero sus espadones desnudos tenían la medida justa de la muerte y eran tan grandes y temibles como el mandoble del caballero más fiero.

De pronto, un alboroto estalló en el aire helado: era el griterío de los pájaros, su frenética alabanza cotidiana al renacer del día. Cuentan que los hermanos se estremecieron, golpeados por la tensión y la inminencia del combate. Las sombras se retiraban rápidamente, como agua vertida que la tierra absorbe, y la luz se iba fortaleciendo por momentos. Unos instantes después, un resplandor rosado iluminó las casas de la plaza, cuyos pisos superiores asomaban por encima del cercado. Los padrinos apagaron los hachones. Y el juez ordenó que la justa empezara.

Se embistieron como carneros ciegos, tajando, amagando, golpeando, hendiendo. Eran buenos guerreros o lo habían sido, y durante largo rato pelearon con potencia y bravura, llenando el aire de un estruendo de golpes, de chasquidos de hierro y roncos bramidos de coraje y esfuerzo. A ratos la suerte parecía acompañar a Pierre, a ratos ¡a victoria coqueteaba con Dhuoda, pero ni uno ni otra conseguían rematar sus rabiosos ataques. El tiempo pasaba, el sol avanzaba por el gélido cielo y los combatientes se cansaban. Empezó a costarles levantar la pesada espada y sus movimientos se fueron haciendo cada vez más lentos, cada vez más torpes. Sin embargo, siguieron peleando. Cuentan que al empezar la tarde estaban ya tan agotados y tan debilitados por las heridas que no podían ocultar lo que eran: un caballero anciano y una mujer madura y enferma. Tropezaban, caían de rodillas con tintineo de lata, se ponían de pie con agónico esfuerzo apoyándose en la cruz de sus espadas. La sangre rezumaba de sus muchos cortes, formando un sucio barrillo bajo sus pies, y angustiaba escuchar el sonido acezante de sus respiraciones. Por encima del vallado, desde las ventanas de las casas de la plaza, racimos de vecinos atisbaban el enfrentamiento. Tal vez Brodel, el rebelde regidor Brodel, siga ocupando un puesto de responsabilidad en Beauville; tal vez fue él quien convenció a los demás para que el combate se celebrara en la ciudad. Tal vez quiso ofrecer a sus convecinos ese espectáculo ejemplar por lo absurdo y patético, dos viejos nobles envenenados de odio y matándose mutuamente poco a poco, sin elegancia ni épica, con toscos y extenuados mandobles.

Llegó un momento en el que ambos contendientes estaban tan exhaustos y respiraban con tantas dificultades que parecían a punto de colapsarse. Se detuvieron, una vez más, clavando la punta de sus espadas en la arena y apoyándose, tambaleantes, en las empuñaduras. Se contemplaron en silencio durante largo rato; y después, al unísono, arrojaron las armas al suelo y se aproximaron con andares lentos y precarios.

Cuentan que ambos combatientes, Dhuoda y el Barón, vestían armaduras hechas a la manera bretona, con el ristre afilado hasta convertirlo en un temible punzón, un aguijón de alacrán que les salía del pecho, por encima de la tetilla derecha. Y cuentan que, cuando arrojaron las espadas al suelo y se acercaron renqueando, Fierre se inclinó un poco, para que la altura de su ristre coincidiera con el busto de la Duquesa. Entonces se tomaron de los brazos y se estrecharon fraternalmente, quizá como nunca lo habían hecho. Y apretaron y apretaron, cada vez más juntos, cada vez más cerca, mientras los duros pinchos agujereaban las corazas, y traspasaban los coseletes de cuero, y rasgaban las camisas y después las carnes blandas y marchitas, los dos hermanos aferrados con desesperada ansia el uno al otro, los dos empujando, los dos resoplando, los dos partiéndose mutuamente el corazón en el definitivo abrazo de la muerte.


Ya están aquí. Primero llegaron los conejos y las liebres de patas ligeras, los zorros silenciosos, las bulliciosas aves, las torpes perdices de pesado cuerpo, todas las criaturas salvajes que huían del asolador avance de las tropas. Después vimos el polvo, como una nube baja de color parduzco pegada a la línea del horizonte. Luego oímos el ruido, un creciente rumor de mar o de tormenta, un sordo retumbar que acabó convirtiéndose en fragor. Y al cabo, cuando nuestros ojos ya lloraban y ardían de tanto contemplar el paisaje con ansiosa fijeza, el ejército enemigo apareció, como una lengua oscura, por encima del lomo de los montes, y se desparramó frente a nosotros, y eran en verdad millares, una masa negra y pavorosa iluminada por las manchas carmesíes de los estandartes y el chisporroteo de las armas al sol. Tomaron las alturas y se detuvieron, y comenzaron a redoblar tambores, a tocar las trompetas, a golpear los escudos con el puño de sus innumerables espadas, a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, para amedrentarnos con el ruido. Y el estruendo resultaba ensordecedor. Pero cuando callaron de repente, y entre ellos y nosotros sólo quedó el tenue y afilado silbido del viento, el silencio fue mucho más amenazador y más angustioso.

Ahora es de noche, pero pronto amanecerá y suponemos que los cruzados atacarán con las primeras luces. Frente a nosotros, agujereando la oscuridad, brillan los centenares de hogueras del campamento enemigo. He acostado a Guy y le he cantado una nana hasta que se ha dormido, aunque he tenido que prometerle que le daré una espada. Y lo haré, cuando los cruzados rompan nuestras defensas: a fin de cuentas el gigante inocente es un hombre muy fuerte y sabe luchar. Aparte de los niños, nadie duerme hoy en Montségur. Revisamos los parapetos y las provisiones, repasamos los planes defensivos. Los Perfectos rezan. Los guerreros nos preparamos. Después de haber pasado tantos años eludiendo el combate y sin comprometerme de manera directa en la larga guerra entre los cruzados y los occitanos, al fin entro en la líza. Dhuoda ha muerto, liberándome de mi juramento de fidelidad feudal. Y, además, quiero luchar con mis compañeros de Montségur, porque ahora no me cabe la menor duda de que mi sitio es éste. Como Aquiles, el héroe cuya historia cuenta la piel pintarrajeada de Filippo, me preparo lentamente para la batalla. En el sitiado castro no dispongo de una armadura completa, y tampoco sé si deseo vestirme nuevamente de hombre. De manera que, sobre mis ropas de mujer, me coloco un viejo peto de cuero, reforzado con grandes placas de acero. Me ciño el cinto con la espada y luego recojo el pico de las faldas y lo engancho por debajo del cinturón, para acortar la longitud y el vuelo y permitir mejor los movimientos. Embrazo el escudo y me dirijo a la zona de la atalaya que me han asignado. Dejo a mi lado, a mano, una larga pica, que puede serme muy útil si los enemigos llegan con escalas, y, sobre todo, el fuerte arco y una abundante reserva de saetas. Cubro mi cabeza con el pesado yelmo, en el que, a diferencia del yelmo del guerrero griego, no ondean las crines de ningún caballo. Así ataviada, a medio camino entre las sayas y los hierros, debo de parecerme un poco a la vieja Dhuoda. A mi izquierda se encuentra Nyneve, también con un arco, y a mi derecha León, armado con una maza, una pica y su honda. Entre sus pies, un montón de pedruscos. Acurrucada junto a nosotros está Violante, que se niega a separarse de su adorado León y que nos subirá más piedras y más flechas si las necesitamos. Filippo se ha quedado cuidando de Guy, mientras que Alina servirá de mensajera entre los defensores de la muralla. Doy la mano a Nyneve y luego a León, que estruja mis dedos con su palma callosa. Me alegra y consuela estar junto a ellos. Los guerreros nos hemos ido distribuyendo por grupos de familia y amistad a lo largo del perímetro de Montségur, porque de todos es sabido que combatir codo con codo con los seres que aprecias refuerza el valor de los soldados.

– Es como la Cohorte Sagrada tebana…, ya sabes, aquella cohorte militar del mundo antiguo… -dice Nyneve-. La que estaba formada por ciento cincuenta parejas de amantes. Como luchaban espalda contra espalda resultaban invencibles, porque no sólo combatían por sus propias vidas, sino también para salvaguardar la vida del amado.

Sí, recuerdo bien la Cohorte Sagrada. Y también recuerdo que, después de muchos años de victorias, perdieron una batalla. La primera y la última, porque fueron exterminados. Pero será mejor callar sobre ese punto. A veces no es bueno saber demasiado.

Hace tanto tiempo que no combato que no sé si estoy preparada para ello. No sé si estoy dispuesta a matar y a morir, dos hechos atroces que en realidad repugnan a la conciencia humana. Pero la experiencia me ha enseñado que, cuando la lucha comienza, todas estas consideraciones desaparecen, sepultadas bajo el repentino paroxismo de violencia. Sabré pelearme y venderé cara mi vida. Antes de subir a la atalaya, he comido y bebido, pues no sé cuándo podré volver a hacerlo, y he dado de comer y de beber a Alado, nuestro viejo bridón. Pero, al contrario que Janto, el caballo de Aquiles, Alado no me ha dicho si el día de mi muerte está cercano.


Crujen horriblemente los humildes techos al hundirse, restallan las reventadas vigas, gritan de pánico y dolor los numerosos heridos, mientras las grandes piedras atraviesan el cielo, ensombreciendo el sol como colosales pájaros de muerte. No hay nada que hacer frente al peligro aéreo, no hay modo de defenderse de la lluvia de rocas que vomitan sin cesar las catapultas. Hambrientos y ateridos, asistimos inermes a la destrucción de Montségur.

Al principio fue fácil rechazar al ejército enemigo. Pese a la enormidad de sus fuerzas, la aspereza del terreno les obligaba a atacar en menguadas columnas que los arqueros desbarataban cómodamente. Buenos estrategas, el señor de Pereille y su yerno, el fogoso Roger, instalaron un puesto avanzado en un ángulo de la montaña, una especie de nido de águila que, defendido por tan sólo diez hombres, conseguía crear un estrecho e inexpugnable paso por el que los enemigos tenían que deslizarse de uno en uno. En los primeros ataques frontales, los cruzados perdieron decenas de hombres y nosotros no sufrimos ninguna baja. Pronto aprendieron la lección y cambiaron de táctica: decidieron agotarnos por el mero asedio. De cuando en cuando amagaban un asalto al castro, nada verdaderamente serio, porque se retiraban antes de sufrir demasiados daños. Yo creo que lo hacían para mantenernos en tensión, para rompernos los nervios.

El sitio de Montségur comenzó a principios del verano y nosotros resistimos bien durante todo el estío, devorando nuestras provisiones y rezando para que empezara pronto el crudo invierno. Vino el otoño con sus lluvias y luego llegaron la escarcha, el granizo y la nieve. Los montes se pintaron de un blanco cegador y el aliento se nos empezó a congelar ante las narices, destellando en el aire como una pequeña nube de diminutos cristales. Pero los enemigos no se fueron. Ahí siguen, agazapados entre la nieve, como lobos hambrientos vigilando su presa. En los campamentos debía y aún debe de hacer mucho frío, pero en Montségur no estamos mucho mejor, sobre todo después de que se nos acabara la leña. Durante un tiempo seguimos alimentando las chimeneas con muebles, y luego con boñiga seca del ganado que guardábamos dentro del castro. Pero pronto empezamos a comernos las vacas, porque también se terminó el forraje para mantenerlas. Llevamos semanas con las lumbres apagadas y los mocos congelados como carámbanos. Y llevamos meses con la comida racionada. De guardia en las atalayas, la ventisca nos hiere el cuerpo con cuchillo de hielo.

Hace cosa de un mes, un ataque sorpresa hizo caer el puesto avanzado, el nido de águila en el pico de la montaña; los defensores lucharon con admirable bravura, pero fueron aniquilados. Expedito el paso, los cruzados accedieron a la explanada cercana y empezaron a montar sus catapultas. Desde hace varios días, esas máquinas infernales nos están destrozando.

– Y pensar que la catapulta fue inventada en Sira-cusa por el griego Arquímedes para luchar contra los romanos… -dice Nyneve.

– Me repugna que un gran sabio como él inventara este método cruel y cobarde para matar indiscriminadamente y en la distancia -digo, indignada, contemplando con lágrimas en los ojos los estragos producidos por los proyectiles, el cuerpo ensangrentado y exánime de un niño que ahora mismo están sacando de entre las ruinas de una casa, el dolor lacerante de su madre.

– Tienes razón -suspira Nyneve-. Y lo peor es que probablemente Arquímedes pensaba que estaba actuando bien. Quizá creyera que, con sus ingenios bélicos, conseguía tiempo y dinero para poder desarrollar sus otras ideas…, su Gran Obra, como decía Gastón. También nuestro alquimista estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de sacar adelante su trabajo…, con la diferencia de que el griego era un genio y Gastón, un cretino. Pero la vanidad y la ambición pueden igualar a sabios y necios. Por otra parte, también es posible que a Arquímedes le pareciera bien matar indiscriminadamente y en la distancia a los soldados romanos, que eran los enemigos de su patria. ¿Quién le iba a decir que su maldito artefacto estaría aplastando niños mil quinientos años después? Dios mío, Leola…, qué difícil, qué lento y qué costoso es el progreso del mundo…

Hay algo en el tono con el que Nyneve ha pronunciado las últimas palabras que me hace volver la cara a contemplarla: una vibración desesperada, un desaliento inhabitual en mi amiga, siempre tan combativa, siempre tan resistente y tan vital. Está sentada a mi lado, en el suelo, con la espalda apoyada contra el parapeto. La roja cabellera sucia y revuelta, entreverada de polvorientas canas. El cuerpo ensanchado y como rendido a su propio peso, con los hombros caídos hacia delante. Pálida y macilenta, bajo sus ojos han aparecido unas bolsas violáceas. Lleva puestos sus vidrios de ver y en sus manos, vendadas con trapos viejos para combatir el frío, tiene un libro sacado de la biblioteca de Pereille. Desde que empezó el asedio, Nyneve se ha sumergido en la lectura de un buen puñado de obras latinas antiguas que ha encontrado en casa del señor de Montségur. Va a todas partes con los pesados volúmenes, incluso se los trae a la muralla cuando le toca guardia. Dice que hay que aprender de los autores clásicos, que hay que leer y releer la historia, para saber que los humanos han atravesado por muchos otros momentos angustiosos, pero que la vida continúa, que las ideas retornan, que siempre hay esperanza. ¿Cree de verdad Nyneve en todo esto? Porque yo ahora la encuentro demasiado triste. La encuentro derrotada.

– ¿No vas a ir a ver cómo está ese niño al que acaban de sacar de entre los escombros? -le digo para aguijonearla, porque su pasividad me inquieta.

– ¿No has advertido lo descoyuntado de su cuerpo? Tiene roto el espinazo. Sé que está muerto -contesta lúgubremente.

Al menos las catapultas parecen haberse detenido por el momento. El aire está lleno del polvo de los derrumbes. Se oyen llantos y gritos. Hay muchos heridos, muchos enfermos, demasiados muertos. Nos encontramos debilitados y agotados, embrutecidos por tantos meses de ansiedad y privaciones. Nyneve, ayudada eficazmente por la señora de Lumiére, por Alina y Violante y algunas otras jóvenes cataras, se dedica a cuidar y curar los cuerpos lesionados. Pero las almas aterrorizadas y ateridas ¿quién puede curarlas? No podremos aguantar mucho más tiempo. Los meses pasan, la primavera se acerca, llevarnos casi un año de asedio y el conde de Tolosa no ha venido ni vendrá en nuestro auxilio. Estamos solos. Y estamos acabados.


– No te dejaré. No me marcharé sin ti -llora Violante, ocultando su rostro entre las negras faldas de su madre.

– Mi pequeña… -musita la señora de Lumiére, mientras se inclina para abrazar a la enana-. Por favor, no me lo hagas más difícil… Sé que podría irme con vosotros, pero… soy vieja, os entorpecería, y, además, no quiero huir, no quiero ocultar mis creencias, porque para mí sería lo mismo que renegar de ellas. Prefiero morir por mi fe y dar testimonio en el martirio. Sé que dentro de muchos siglos se hablará de nosotros. Se hablará de la caída de Montségur. Y de los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres que supieron vivir y morir cristianamente. No me asusta la pira, querida mía. Es la puerta que me conducirá al seno de Dios. A su Eterno Amor y su Belleza Eterna. Sólo será un tránsito muy breve y luego podré alcanzar un gozo infinito. Pero tú debes marcharte, porque no estás preparada para la hoguera. Y eso sí que me resultaría insoportable. Me rompería el corazón verte sufrir.

Diminuta como es, apretada entre los brazos de la señora de Lumiére y hundida en las crujientes sedas del oscuro traje materno, Violante parece una niña pequeña. Pero en realidad es una mujer adulta y capaz. La enana se seca las lágrimas con sus puñitos deformes y su delicado rostro adquiere una expresión de sombría determinación.

– Está bien, madre. Haré como dices.

Todos nos enjugamos los ojos al unísono porque todos lloramos abiertamente. Incluso León, siempre tan rudo y tan contenido en apariencia, tiene las carnosas mejillas humedecidas.

Aunque sólo somos unas cuantas docenas de guerreros, hemos logrado defender la plaza durante diez meses contra todo un ejército. Pero ahora, derrotados y deshechos, verdaderamente al final de nuestras fuerzas, hemos decidido rendirnos. El joven Pierre Roger ha ido a negociar las condiciones con el senescal de Carcasona. Los cruzados dejarán con vida a todos los que abjuren del catarismo. Aquellos que persistan en su herejía serán conducidos de inmediato a la hoguera y quemados vivos. El castro de Montségur será completamente derruido hasta que no quede piedra sobre piedra. Todas las posesiones del señor de Pereille y de los demás caballeros implicados pasarán a ser propiedad del Rey de Francia.

Son unas estipulaciones muy duras, pero al menos Roger ha conseguido, no me imagino cómo, un pequeño aplazamiento de la condena: quince días de tregua antes de que se ejecute la rendición, con todo su acompañamiento de horror y de violencia. También ha logrado provisiones para estas dos semanas, de modo que durante medio mes hemos vivido en el mas hermoso y conmovedor de los paraísos terrenales, en esa dolorosa plenitud de los últimos días antes de la llegada del fin de las cosas. Durante este tiempo, los padres han mimado a sus hijos y los hijos han honrado a sus padres; los amigos se han acompañado y consolado; los amantes se han amado tiernamente.

Los Buenos Hombres y las Buenas Mujeres han destacado por su alegría y su serenidad. No les asusta terminar en el atroz abrazo de las llamas. Hace dos días, es decir, tres jornadas antes de acabarse la tregua, una veintena de personas pidieron recibir el consolament, el único sacramento albigense, de manos de los obispos cátaros de Tolosa y de Razés. Se convirtieron de este modo en religiosos de la secta y se condenaron al martirio, del que podrían haberse salvado. La mayoría de los nuevos Buenos Cristianos son guerreros; algunos están acompañados de sus mujeres. Corba, la anciana dama de Montségur, esposa del señor de Pereille, recibió también el consolament, así como su hija Esclarmonde, joven y muy enferma por la dureza y las fatigas del asedio.

Asistí junto con los demás a la administración del sacramento. Es una ceremonia sencilla, una simple imposición de manos; pero, dadas las circunstancias, fue un gesto de enorme trascendencia. Ahí estaban esos caballeros, esos escuderos, esas damas, entregándose a la muerte y al suplicio sólo sostenidos por la coherencia de su voluntad y su fe. Hacía una fría y transparente mañana de marzo y a nuestro alrededor el castro ofrecía el desolado paisaje de sus ruinas. En el aire flotaba una vaga promesa de primavera, pero los guijarros del suelo estaban escarchados y las sombras eran densas y azules. Todos los habitantes de Montségur, todos los que no estaban demasiado heridos o demasiado enfermos, nos habíamos congregado en la estrecha plaza, bien para recibir el consolament, bien para asistir a la imposición. En el conmovedor silencio de la ceremonia recordé el refinado mundo de la reina Leonor y cómo me emocionaban aquellos maravillosos paladines del Gran Torneo de Poitiers, aquellos guerreros cortesanos en quienes yo veía la máxima representación de la nobleza. Pero la verdadera nobleza, ahora lo sé, es esto. Es caminar toda tu vida con pasos atinados, con pasos que te salen del corazón; es que tus actos estén de acuerdo con tus ideas, aunque el precio sea alto. Y no imponer esas ideas a nadie, y ser modesto y compasivo en tu grandeza. Mi viejo amigo San Caballero tenía razón: tus últimos días sobre la Tierra son el momento de la gran verdad. Un final decoroso confiere dignidad y sentido a una existencia entera.

Yo no tengo la fe de los Perfectos y, aunque sus pensamientos me parecen hermosos y sensatos, ni siquiera sé si creo verdaderamente en el Dios de los cátaros. Por eso no me siento impelida a inmolarme con ellos, un sacrificio que por otra parte nadie me pide. Sin embargo, sí me han pedido algo: que escolte y ponga a salvo a una decena de Buenos Cristianos a los que los albigenses quieren evitar la muerte.

– Que seamos gente de paz no quiere decir que debamos dejarnos exterminar como corderos -nos explicó Bertrand Marty, el obispo de Tolosa, cuando nos mandó llamar-. Hemos escogido a diez Perfectos y Perfectas de entre los más jóvenes de la comunidad, los más fuertes y los más sanos, para que salgan de Montségur y puedan seguir transmitiendo la palabra de Dios, además de dar testimonio délo que aquí ha ocurrido… Queríamos pediros que les ayudarais a escapar. Que les ayudarais a llegar con bien al Reino de Navarra o tal vez a Cremona, lugares donde los nuestros siguen encontrando cobijo y apoyo.

Nyneve, León y yo aceptamos el encargo inmediatamente. ¿Cómo no hacerlo, si eso supone salvar de las llamas a un puñado de jóvenes? Y a Violante, que también vendría con nosotros. Alina y Filippo podrían quedarse para la rendición; al no ser guerreros o albigenses, sin duda les dejarían con vida. Pero ni la muchacha ni el eunuco consienten en separarse de nosotros. En cuanto a Guy, soy yo quien no quiere dejarle solo y atrás: también nos lo llevaremos. De manera que seremos nosotros seis, más Violante y los diez Perfectos.

Cuando Pierre Roger negoció la tregua, también tenía en mente esta posible huida. Necesitábamos ganar tiempo para intentar encontrar un túnel que, según una antigua leyenda, conectaba el castro de Montségur con la base del farallón de roca sobre el que está construido. El señor de Pereille había oído decir en su familia que la entrada del túnel se encontraba en uno de los pozos de Montségur, de manera que comenzamos a explorarlos. La intrépida y menuda Violante se hizo atar por debajo de los brazos con una larga soga, y León la bajó a pulso por los oscuros pozos. En uno de ellos, en el más estrecho y más limoso, pocos palmos por encima del agua negra y quieta, Violante halló una piedra plana y horizontal incrustada en el muro, y sobre ella una abertura suficiente como para permitir el paso de una persona. Se construyó un trinquete sobre el brocal y un arnés de cuero sujeto por cadenas con el que subir y bajar a las personas hasta el agujero. Como los lugares angostos me desasosiegan, decidimos que la exploración la hicieran León, Nyneve y Violante, y a esa labor han estado dedicando los últimos días. Al parecer el pasadizo comunica con un laberinto de grutas naturales; la enana, atada a una larguísima soga para no extraviarse, fue probando caminos hasta atinar con el verdadero. Anteayer consiguió salir a la superficie; la boca del túnel, cuentan, asoma al píe de la roca, a las espaldas de Montségur, y está perfectamente escondida por matojos. Un fácil salto de la altura de un hombre separa la salida de una estrecha plataforma que se asoma al abismo más vertiginoso; pero por ambos lados de la plataforma hay pequeños senderos desdibujados que recorren la ladera. Tras encontrar el camino, clavaron la soga a la pared del pasadizo para marcar la ruta de manera inequívoca, y luego León ha abierto con su maza aquellos lugares del túnel que le parecieron demasiado estrechos no sólo para su propia envergadura, sino, sobre todo, para el corpachón de Guy. Han terminado el trabajo justo a tiempo, porque mañana expira la tregua. Dentro de unas horas, en cuanto anochezca, nos escaparemos.

De manera que ahora es el tiempo de las despedidas. Y de las lágrimas. Lo tenemos todo preparado, pero de cuando en cuando el ánimo flaquea.

– Recemos, hija mía. Recemos, mis amigos. El amor de Dios y el Padrenuestro nos darán fuerzas y nos regocijarán… -dice la señora de Lumiére, atrozmente tranquila.

Comenzamos todos a rezar, pero yo, que Dios me perdone, necesito otro amor, otro milagro. Me muevo cautelosamente a través del grupo de personas hasta situarme a las espaldas de León, que no se ha dado cuenta de mi proximidad y sigue ensimismado en sus oraciones. Estiro el brazo y meto mi mano mutilada dentro de su cálida manaza, como un ratón herido que busca la protección de la madriguera. León da un pequeño respingo, pero no me mira. Sin embargo, cierra sus dedos en torno a los míos. Qué bien se está ahí dentro… Me arrimo al herrero. Pego mis piernas a su pierna, mí pecho a su costado. Apoyo mi cabeza en la parte trasera de su hombro. Mi nariz está a la altura de su axila. Carne mullida y olorosa, aroma a bosque y humo. León sigue sin volverse, pero advierto que echa su cuerpo hacia atrás, apretándolo contra el mío.

– Vamonos -le susurro en la oreja.

Salimos discretamente del círculo de fieles y echamos a andar sin soltarnos de la mano y sin saber muy bien hacia dónde ir. Nuestra casa, en el piso bajo de la torre Sur, se mantiene intacta, porque sus muros son demasiado sólidos como para ser derribados por las catapultas. Pero, al ser uno de los pocos lugares que aún quedan enteros en el castro, la torre está siendo usada como cobijo para los que se han quedado sin hogar. Ahora compartimos vivienda con un puñado de personas, y sin duda buena parte de ellas estarán allí en estos momentos.

De manera que caminamos de la mano y sin hablar por entre las rotas callejas de Montségur, intuyendo el vértigo de la próxima huida. Hinchadas nubes de atormentadas formas cubren el cielo y parecen pesar sobre nuestras cabezas como si fueran de piedra. Está atardeciendo rápidamente y hay una luz húmeda y gris, una lúgubre luz que ensucia cuanto toca. Sin decirnos nada, acompasamos nuestros pasos y nos dirigimos al sector Noroeste de Montségur, el más castigado por las catapultas. Aquí las casuchas están todas destripadas y con las techumbres hundidas, y el castro es un abigarramiento de escombros y ruinas. No se ve ni un alma entre tanto destrozo. Pasamos por encima de un montón de cascotes que antaño debieron de constituir una morada y nos guarecemos en una esquina de argamasa que, aunque sin techado, aún permanece en pie. Pienso en adecentar un poco el suelo, en retirar las piedras para poder tumbarnos, pero no tengo tiempo para hacerlo: León me toma entre sus brazos y me sienta en el muro medio derrumbado. Alza mis piernas felizmente cubiertas por las fáciles sayas y las coloca en torno a su cintura, y luego mete su abrasadora lengua entre mis dientes. Arde todo él, arde como si tuviera fiebre, y su calor seco y delicioso me protege del viento y la intemperie. Recostada contra el precario muro de una ruina, bajo las nubes negras, a horcajadas sobre las caderas de mi amante, noto cómo me busca, cómo me atraviesa y me hace suya. Y yo me dejo quemar en esta hoguera. Yo también me hago cenizas y subo al Cielo.


Hemos decidido que en primer lugar irán León y Violante, ya que conocen el camino, junto con Filippo, Alina y cinco Perfectos. Luego iré yo con Guy, los otros cinco jóvenes albigenses y Nyneve cerrando el cortejo. Nos atamos al arnés y vamos siendo bajados al pozo de uno en uno en el orden acordado. Como en el pasadizo no hay lugar para congregarse, tenemos que ir avanzando por el túnel a medida que entramos. Chirrían las poleas, tintinean las cadenas del arnés, chisporrotean los hachones avivados por las ráfagas de viento. Nadie dice nada. Cuando Nyneve haya entrado, los guerreros desmontarán el trinquete, desharán el arnés y borrarán todo vestigio de nuestra fuga. No habrá manera de volver hacia atrás, por consiguiente. No tendremos más remedio que salir por la abertura que hay al pie de la roca.

Ha llegado mi turno.

– Ya sabes, Guy, ahora me toca a mi, y luego vas tú y yo te espero abajo… Estará muy oscuro, pero no tengas miedo. Esto es como un juego… ¿Te portarás bien? -exhorto por última vez a mi gigante.

Guy, muy serio y responsable, sacude afirmativamente su cabezota.

– De acuerdo. Vamos allá.

De pie sobre el brocal, atada a las correas, doy un pequeño pero angustioso paso hacia la negra boca. Llevo un fanal con una bujía encendida y, a su bailoteante resplandor, voy viendo las paredes del pozo mientras me bajan: muros húmedos y viscosos, largas barbas verdosas, olor a sepulcro. Es un descenso estrecho y opresivo. Estancado entre estos muros curvos y macizos, el aire resulta casi irrespirable. Debajo de mis pies empiezo a atisbar ya el siniestro reflejo de las aguas profundas. Siento que me asfixio, que me atenaza el pánico: ¿y si no me detienen a tiempo, y si caigo en el agua, y si me ahogo en esta tumba líquida? Estoy a punto de empezar a gritar y patalear cuando advierto que el chirrido de la cadena se ha detenido. Giro sobre mí misma, colgando en el vacío, y veo abrirse a mi derecha la boca del túnel. Me doy impulso en la pared y pongo un pie sobre la laja de piedra horizontal. Ya estoy en suelo firme… La entrada es bastante amplia, auque Guy tendrá sin duda que agacharse. Me suelto rápidamente del arnés y doy un par de tirones para avisar. El cátaro que iba delante de mí hace una señal con la mano y se interna en el pasadizo. Estaba esperándome para comprobar que todo va bien. Yo aguardo la bajada de Guy mientras intento calmar mi desbocado corazón. Al poco escucho un gruñir furioso, un patear de toro al ser estabulado. Me asomo al pozo:

– ¡Guy! Ánimo… Ya falta poco… Estoy aquí.

Aparece ante mí atado como un fardo y con una acongojada cara de enfado. Me echo a reír: deben de ser los nervios los que me provocan esta hilaridad fuera de sitio, pero mi risa actúa como un bálsamo con Guy, que también sonríe y se tranquiliza.

– Te dije que era como un juego…

Le ayudo a desprenderse del arnés y a entrar en el corredor, que ocupa entero con su enorme cuerpo. Aguardamos unos momentos más, hasta que la siguiente Buena Cristiana es descendida, y entonces echo a caminar por el pasadizo, agarrada a la soga que hay prendida a la pared para no perderme. Detrás de mí, muy cerca, Guy resopla y refunfuña.

El camino baja y baja, en empinada cuesta, por una senda a veces de roca viva, a veces arenosa, que discurre entre grutas y cavernas naturales. El pasadizo es, en general, bastante amplio, mucho menos agobiante de lo que imaginaba, y en un par de ocasiones salimos a cuevas tan grandes que los sonidos reverberan y la luz de las velas limita con una negrura interminable; como en estos tramos las paredes se pierden, la soga va clavada al suelo. También tenemos que atravesar estrechos pasos, escollos que León ensanchó con esforzado acierto, porque Guy apenas consigue salvarlos tal y como están. Llevamos un buen rato bajando, pero ahora el suelo parece empezar a nivelarse. Según contó Violante, esto quiere decir que debemos de estar cerca de la salida.

– ¡Ssshhh! No hables alto… Y apaga esa candela.

Es León, que ha aparecido de repente entre las sombras. Apago la llama, como él me dice. Van llegando detrás de nosotros los demás, y a todos se les pide que extingan sus velas. Mis ojos empiezan a acostumbrarse a la oscuridad, o más bien a la penumbra, porque advierto que aún queda una bujía encendida en un rincón. A su débil resplandor compruebo que nos encontramos agrupados en lo que parece ser una gruta natural de mediano tamaño. Ahora llega Nyneve. Sí, estamos todos.

– Este es el final del pasadizo -susurra León-. Mirad esa pared de enfrente…, ese talud de arena que asciende hacia aquel agujero…, ¿lo veis? Ese hueco es la salida al exterior. Está tapado por un espeso matorral de retama… Pero de noche alguien podría ver desde fuera el resplandor de las velas.

Ahora observo que el hueco ai que se refiere León destella muy débilmente en la penumbra, con una especie de halo dífuminado y frío. Es la luz de la luna, sin lugar a dudas. Está casi llena, aunque por fortuna hay pasajeras nubes que apagan su fulgor.

– Ahora viene la parte más difícil -dice León-. Saldremos de uno en uno, en el orden que hemos acordado, todo lo deprisa que podamos… Enseguida, ya sabéis, os encontraréis en la pequeña plataforma de tierra… Cuidado con avanzar de frente, caeríais al precipicio. Recordad: hacia la derecha está el sendero que va por medía ladera y sube hacia la cresta del monte que hay detrás de Montségur… Según nos han dicho, es una ascensión difícil y muy peligrosa, prácticamente imposible en mitad de la noche. Hacia la izquierda está el sendero que desciende ladera abajo hacia el valle. Iremos por ahí. Pero mucho cuidado, no os equivoquéis, porque por la izquierda también se llega a la explanada donde está acampado el enemigo… Tenéis que tomar el sendero inmediatamente, nada más salir de aquí. Corred todo lo que podáis… No esperéis a nadie… Y no hagáis ruido.

– Espera -le digo-. Creo que sería mejor que todos echáramos antes un vistazo por el agujero de uno en uno, para tener una idea de la situación.

Menos León, Nyneve y Violante, que ya lo conocen, y Guy, en cuyo sigilo no confío, los demás subimos de modo sucesivo por el talud de arena y reptamos cautelosamente, con la barriga en el suelo, a través del agujero, hasta asomar la cara entre las ramas del matorral. Cuando me toca el turno siento el frío de la noche en las mejillas y mi vista se pierde en el profundo azul del valle frente a mí. Quisiera poder ser un gavilán para escapar volando sobre el abismo. La salida está en una pared casi vertical. Habrá que dar un salto o dejarse deslizar hasta el suelo. Un poco más allá, a la izquierda, algo que podría ser un sendero reluce con una blancura distinta entre las sombras. Por lo demás, no se ve nada, no se escucha nada. Regreso a la cueva.

– ¿Ya estamos todos? -pregunta León al cabo.

Nadie contesta.

– Está bien -digo en un susurro-. Vamonos. Que Dios nos acompañe.

Tengo la boca seca y un zumbido de sangre en los oídos. Esto es peor que un combate a muerte. Apagamos la bujía que nos quedaba y nos acercamos a tientas hacia la boca de la cueva. También a tientas, palpamos a los demás y nos ordenamos de acuerdo con el plan previsto. Veo el sólido cuerpo de León interponerse en el pálido fulgor de la entrada. Una sombra, un siseo de ropas y de ramas y luego nada. Ya ha salido. Luego, el pequeño bulto de Violante. Filippo. Alina. Una joven Perfecta. Vamos atravesando el agujero deprisa y fácilmente y ya me toca a mí. Asomo de nuevo la cabeza al gran vacío azul, pero ahora hay que seguir. Retiro las cimbreantes matas con cuidado y me dejo resbalar por la pared de roca hasta llegar al suelo. Los cuarzos me arañan la palma de las manos. El cátaro que me ha precedido está desapareciendo a todo correr por el sendero… y ahí, a la entrada del camino, descubro a León agazapado, esperando a que salgamos todos. El, que dijo que no había que esperar a nadie. A su lado, casi oculta por el corpachón del herrero, veo a Violante. En vez de ir hacia ellos, me vuelvo para ayudar a Guy. Que ya está en el agujero.

– ¡No puedo! -gime sonoramente.

– Ssshhh, calía-Dios mío, se ha encajado. Mi pobre gigante, asustado y patoso, se ha quedado trabado en la salida. Empieza a manotear y gimotear.

– No hagas ruido -le susurro angustiada-. Ahora te libero…

Pero él se retuerce como un cerdo en manos del matarife. León se levanta y corre hacia nosotros.

– ¡Alto! ¿Quién anda ahí? ¡Ayuda, por aquí! -grita alguien muy cerca, entre las sombras.

Las tripas se me aprietan. Nos han descubierto.

De un empellón, León vuelve a meter a Guy dentro de la cueva, y luego me alza y empuja a mí también por el agujero:

– Quedaos aquí y no os mováis.

Su mirada choca con la mía, se aferra a la mía. Veo destellar sus ojos en la penumbra, esos ojos grises y punzantes, insoportablemente intensos. Se escucha un tumulto de pasos y de voces, un entrechocar de armas y armaduras. Y León ya no está. Atisbo sus espaldas mientras se aleja: al pasar, alza a Violante de un manotón, la arroja como un fardo sobre sus hombros y desaparece a toda velocidad sendero abajo. E inmediatamente tengo que echarme hacia atrás, ahogar una exclamación, extender las retamas por delante de mí: la pequeña plataforma se ha llenado de soldados que llevan antorchas crepitantes. Sus cabezas están casi a la altura de la boca de la cueva. Gritan, dan órdenes confusas y unos cuantos se lanzan por el camino en persecución de León y los demás.

Muy lentamente, procurando no hacer el menor ruido, voy descendiendo por el terraplén hacia el interior de la cueva, donde mis compañeros me esperan espantados.

– Pero ¿de dónde han salido? -oigo decir a los cruzados.

– Explorad todo esto -ordena alguien.

Nyneve acaricia suavemente a Guy, que, por fortuna, permanece quieto y callado. Yo saco mi espada de su funda también muy despacio, para evitar el ruido; tendrán que pagar un alto precio de sangre para atraparnos, porque la entrada al pasadizo es tan angosta que sólo podrán franquearla de uno en uno. No hablamos, no nos movemos, apenas respiramos, agrupados en el interior de la cueva, mientras el tiempo va pasando y escuchamos el ruido de los pesados pies en el exterior, el golpe del metal contra las rocas, los gruñidos y resoplidos de los soldados. Es una espera agónica e interminable; no sé cuánto llevamos así, pero tengo todo el cuerpo agarrotado.

– No hemos encontrado nada, mi Señor… Han debido de descender por el risco desde Montségur.

– Tendrían que ser cabras para haber hecho eso.

– El Gran Macho Cabrío Satanás puede haber socorrido a sus servidores.

– Bien dices, Bertrand… Con los herejes nunca se sabe. Que Dios nos proteja de sus malas artes. Aun así, dejad vigilancia.

– Sí, mi Señor.

No nos han descubierto. Bendito sea Dios. Mis músculos están rígidos y helados y el cuerpo me duele como si me hubieran manteado. Me dejo caer al suelo con sumo cuidado para no hacer ruido; los demás siguen mi ejemplo y también se sientan. Vamos a dejar pasar un poco de tiempo, vamos a serenarnos y a permitir que el enemigo se tranquilice y se descuide, vamos a pensar qué podemos hacer. Hago señas a los demás: esperemos un poco. Ahora que me doy cuenta, advierto que veo mejor el rostro de los otros…, sus manos…, sus cuerpos…, los perfiles de la cueva. ¡Está amaneciendo! Una luz triste y lechosa penetra por el agujero y resbala por encima de las cosas. Sí, está amaneciendo… Probablemente tendremos que esperar aquí hasta que caiga de nuevo la noche. ¿Qué habrá sido de León y de los demás? Gritaría de preocupación y pena, pero debo controlarme y dar ejemplo. Aprieto las mandíbulas y mis muelas chirrían de tal modo que temo que los centinelas puedan oírme.

La luz se ha fortalecido lo suficiente como para permitirme ver el techo de la cueva, tiznado por una gruesa capa de hollín. La gruta ha debido de estar habitada en algún momento. Muchas hogueras han tenido que arder aquí dentro para manchar la piedra de ese modo. Vuelvo a sentir que me falta la respiración, que el corazón se me sale del cuerpo. Este techo me pesa, este techo me aplasta. Esta cueva es un sepulcro, es una tumba. La montaña nos ha devorado y ahora estamos todos atrapados dentro de sus entrañas minerales.

Un tenue gañido me sobresalta. Nos contemplamos los unos a los otros, intentando dilucidar quién ha sido. Vuelve a repetirse la queja ligerísima. Miro hacia la boca de la gruta, que es el lugar de donde proviene el ruido. A un lado, en la rampa de arena, hay un bulto oscuro, ahora claramente visible en la sucia penumbra. Asciendo con sigilo por el terraplén hasta llegar a él: por todos los santos, es el basilisco. O debe de serlo. Al menos es su jaula, cubierta por el paño habitual. León debió de arrojarla dentro de la cueva cuando me empujó para salvarme. Cubierto por su trapo, el basilisco gorjea suavemente. Me enternezco: sé bien lo que León aprecia a este pequeño monstruo. Rasco por encima de la jaula con mi dedo y el bicho enmudece.

Un estruendoso trompeteo rasga el aire y reverbera entre las montañas. Siento un escalofrío: es la señal de la rendición. El comienzo del fin. Las tropas cruzadas se disponen a entrar en Montségur. Estoy junto a la boca de la cueva y me arrastro un poco más por el talud hasta asomarme: en la plataforma sólo hay dos soldados. Les veo mirar hacia la explanada con curiosidad y desasosiego:

– Después de haber aguantado todo el invierno y el maldito asedio, no me gustaría perderme el espectáculo… -dice uno-. Subamos hasta aquel alto, aquí no hacemos nada…

Y se marchan. ¡Se marchan! Es nuestro momento. Lo haremos ahora, a plena luz del día.

– ¡Vamonos! -bisbiseo.

Salgo la primera y ayudo luego a Guy. Tiene que extender los brazos por delante y pasar a continuación la cabeza y los hombros. Cae boca abajo, pero no se atasca. Todos los demás, o, mejor dicho, todas las demás, porque son cinco cataras, abandonan la gruta sin problemas.

– Tomemos el sendero que va ladera arriba -susurro-. A la luz del día, el otro es visible desde el campamento cruzado…

– Yo me he criado en Montségur y conozco las montañas…, puedo guiaros -dice tímidamente una de las muchachas.

– ¡De acuerdo! Ve delante.

Subimos por la trocha de la derecha, que es áspera y dura y se desmiga en cantos sueltos bajo nuestros pies, amenazando una caída vertiginosa al abismo. Desde luego, jamás hubiéramos podido hacerlo a oscuras. Subimos y subimos, sin aliento, con el corazón reventando en el pecho, desollándonos las rodillas, los tobillos y las manos, trepando a cuatro patas en las zonas peores, intentando ayudar al pobre y torpe Guy, que está a punto de despeñarse un par de veces. Me desato el cinto y sujeto con él la jaula del basilisco a mí espalda. Porque, por supuesto, lo he traído conmigo. Cómo no iba a hacerlo. León no me lo habría perdonado.

La ruta es tan pina que en poco tiempo estamos muy arriba. Hemos cruzado por la cuerda entre las dos montañas y luego subido al risco que hay detrás de Montségur. Al doblar un recodo, el sendero nos coloca sorpresivamente encima del castro. Nos detenemos a mirar mientras los pulmones nos estallan. Desde aquí se abarca todo; los legos ya se han entregado y han salido, porque a la izquierda de la explanada se ve un puñado de gente prisionera. ¿Les liberarán de verdad, como prometieron? Pienso con melancolía en el pobre Alado, nuestro viejo tordo. Ojalá lo traten bien y caiga en buenas manos. Un contingente de soldados está entrando en estos momentos en el castigado castro a paso de marcha.

– Ahí están… -musita Nyneve.

Sí, ahí están. Que la Santísima Virgen ayude a nuestros amigos. Los cátaros están esperándoles de pie en la plaza de Montségur. Quietos, desarmados y aparentemente tranquilos. Desde aquí arriba se les ve apiñados como corderos. Los conté, antes de salir del castro. Si no ha habido añadidos o deserciones, son doscientas veinticinco personas. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Los cruzados desembocan ahora en la plaza y los ven. Se detienen, desconcertados quizá por la silenciosa y serena presencia de los albigenses.

– Hace mil seiscientos años, cuando los bárbaros galos avanzaron triunfantes sobre Roma, los aterrorizados romanos evacuaron de la ciudad a las mujeres, los viejos y los niños, y luego se fortificaron en el Capitolio -dice Nyneve-. Pero los ancianos del Senado se negaron a huir. Sacaron sus sillas de marfil a la plaza y se sentaron allí, en el duro silencio de la ciudad abandonada, con sus bastones de mando en la mano, a la espera de la llegada de los bárbaros.

– ¿Y qué pasó? -pregunto con la garganta apretada.

– Que los galos llegaron y los mataron a todos.

El efímero instante de duda ha terminado. Los cruzados se abalanzan sobre sus víctimas y las sacan del castro a empellones. Veo que los cátaros intentan ayudar a caminar a sus heridos y que se dirigen con docilidad hacia el exterior, desordenados en su manso avance por el nerviosismo de sus captores, que les empujan y arrean contradictoriamente. ¿Hacia dónde les llevan? Quiero irme, debo irme, no deseo seguir mirando. Pero las jóvenes Perfectas que nos acompañan han caído de rodillas y rezan sosegadamente el Padrenuestro. Detrás de Montségur, ahora me doy cuenta, hay una gran empalizada que antes no estaba. Han debido de levantarla esta madrugada. Hacia allí los dirigen. Alrededor de la empalizada y dentro del vallado, que Dios nos asista, grandes haces de leña. Ya están llegando allí los albigenses, pastoreados con rudeza por los soldados. Veo cómo los van metiendo a toda prisa en el cercado. Desde aquí no puedo distinguirlos, aunque esa personita que no puede caminar y que es medio arrastrada, medio llevada en brazos, debe de ser la pobre Esclarmonde, la hija enferma del señor de Pereille: reconozco su vestido amarillo. Escucha, se oyen cantos. El viento nos trae, entrecortadas, las voces musicales de las víctimas. Retazos de sus últimos rezos. Cuatro verdugos con teas en las manos están prendiendo la leña en los cuatro puntos cardinales de la empalizada. La hoguera arde con llamaradas feroces: deben de haber puesto mucha brea. El viento sigue transportando hasta nosotros fragmentos de los salmos, pero también las primeras bocanadas de picante humo. Muy pronto, el cercado entero se convierte en una pavorosa bola de fuego. ¡Y aún puedo oír las voces de los mártires! Una humareda espesa empieza a cubrir todo. Y el tufo nauseabundo, el olor indescriptible de la pira. El ejército cruzado se retira en desorden y desciende a toda prisa por la ladera, hasta situarse a una buena distancia de la hoguera: el calor y el humo deben de ser insoportables. Miro a las muchachas que nos acompañan: ya no rezan, al menos no en voz alta. De rodillas aún, observan las llamas en silencio. Pálidas pero dueñas de una calma terrible. Una bocanada de aire caliente y apestoso nos golpea la cara. Trae un olor dañino, un olor abominable y pegajoso que se te mete en las narices y en la boca, que te colma de náuseas la garganta. Pienso en la señora de Lumiére, en Esclarmonde, en Corba. Pienso en los jóvenes guerreros que combatieron con tanta bravura durante tantos meses, y que eligieron con impecable coraje esta muerte atroz. Les conozco bien a todos, fueron mis amigos. Son los últimos de una larga historia de lucha y resistencia, las víctimas finales de esta inacabable guerra de los cruzados. Aparte del pavoroso silbido de la inmensa hoguera, ya no se escucha nada. Extinguidos los cánticos, reina un silencio total, el pesado silencio de la represión. «Allí murió la hermosa juventud», decía Robert Wace en su Relato de Brut, llorando la carnicería de la batalla final del rey Arturo, que acabó con las vidas del Rey y de los Caballeros de la Mesa Re donda. Los ojos se me llenan de lágrimas.

– ¿Cuántas veces más tendrá que morir la hermosa juventud? -digo con una rabia seca que se me agarra a la garganta y casi me asfixia.

Nyneve me mira:

– También puedes contemplarlo desde el otro lado -contesta, los ojos enrojecidos, la expresión serena-. También puedes preguntarte cuántas veces más seguirá naciendo.


He perdido a León, al igual que antaño perdí a mi Jacques. Habíamos establecido un punto de encuentro en el manantial de Frontine, a una jornada de distancia de Montségur, por si nos desperdigábamos en la huida. Pero ni siquiera pudimos llegar al lugar de la cita, porque la zona estaba tomada por las fuerzas del senescal. Escapamos del castro sin haber elegido el derrotero: no sabíamos si dirigirnos hacia el Reino de Navarra o hacía la Lombardía, la comarca natal de León. Al herrero no le complacía demasiado regresar a su tierra, pero habíamos decidido amoldarnos al itinerario que, una vez fuera de Montségur, se nos mostrara más libre de enemigos, más fácil y expedito. Ignoro qué habrá sucedido con León y los suyos, y ni siquiera sé si siguen vivos. Ruego a Dios que así sea. En lo que respecta a nuestro grupo, hemos encontrado impracticable la ruta hacia Navarra y, con enormes riesgos y penosos esfuerzos, hemos ido avanzando hacia el Nordeste, más o menos en dirección a Cremona, escogiendo las zonas más despobladas, caminando por las noches, ocultándonos en los bosques durante el día. Nuestra situación es muy difícil; tras la caída de Montségur, el Papa y el Rey parecen decididos a someter la región definitivamente. Los cruzados peinan los caminos, ponen controles, detienen e interrogan, mientras el Tribunal de la Inquisición va de pueblo en pueblo, arrancando confesiones, sojuzgando voluntades y atormentando cuerpos. El gran silencio de la represión va acompañado de los susurros de las delaciones. Las malas palabras matan y nadie se encuentra a salvo de los Domini canes.

Hostigados por los cruzados y los inquisidores, durante algunos días nos subimos a los altos de la Montaña Negra y vivimos escondidos entre las rocas, sorbiendo huevos de pájaros y masticando bayas. Pero sabíamos que no podríamos continuar así por mucho tiempo. Entonces Wilmelinda, una de las Perfectas, nos propuso un plan:

– Mi familia posee una torre fortificada en una zona montañosa próxima al monte Lozére, no muy lejos de aquí. Es un lugar agreste y apartado. Podríamos refugiarnos allí y permanecer escondidos unos cuantos meses, hasta que las cosas se calmen y nos sea más fácil continuar el viaje.

No sé si hacemos bien, no sé si hubiéramos debido seguir huyendo, mientras aún podemos; temo que, en mi decisión, haya influido demasiado el deseo de no marcharme sin saber qué ha sucedido con León. Y la esperanza de volver a encontrarlo, si no me alejo. Sea como fuere, hemos aceptado la idea de Wilmelinda y ahora nos dirigimos hacia allá. Lo más sorprendente es que nuestro itinerario nos obliga a pasar por tierras conocidas. Sin quererlo, y sin siquiera desearlo, he vuelto a mi hogar.

– ¿Te acuerdas, Leola? Ese es el bosque de Golian, donde nos conocimos -dice Nyneve.

¿El bosque de Golian? No me lo puedo creer. Hace veinticinco años que no vengo por aquí. Mi vida peregrina y mis pies andariegos me han llevado por todos los confines, pero desde que huí del terruño donde nací no había vuelto a pisar estos viejos caminos. El destino es a menudo cruelmente simétrico: heme aquí de regreso, convertida de nuevo en fugitiva, con el fuego y la guerra a mis espaldas y el corazón partido por la pérdida insoportable del amado.

– Pero ¿dónde está el bosque, Nyneve? ¿Estás segura de que era por aquí?

– Sí…, seguro -contesta mí amiga, algo desconcertada-. Mira el perfil del horizonte… Y la roca aquella, que es como una gran nariz.

Avanzamos por las suaves lomas, pero, después de una primera línea de viejos y frondosos arces, ya no se ven más árboles. Donde antes se extendía una densa floresta, ahora hay campos y más campos ondulantes, algunos de labor, la mayoría de pasto. Pequeñas veredas recorren ordenadamente este territorio antaño salvaje, y un buen número de ovejas de abultadas lanas rumian en los prados. Nyneve lo contempla todo boquiabierta:

– No puede ser… Ya no queda nada del Golian… ¡Pero mira! Aquel grupo de rocas deben de ser el viejo manantial…

Corremos hacia allí. Desprovistas de la vegetación qué las protegía y que convertía el lugar en un bello y umbroso rincón de la espesura, las rocas del manantial me parecen mucho más bajas y pequeñas de lo que yo recordaba. Están blanqueadas por el sol y recubiertas de polvo; incrustado en la piedra, un caño metálico roñoso deja caer el agua sobre un pilón de madera que sin duda sirve de abrevadero para los animales. Y la pequeña poza y el riachuelo que antes formaba el manantial ya no existen. En lugar de la poza hay un lodazal pisoteado por pezuñas, y el agua sobrante del pilón está canalizada con acequias, a la manera de los sarracenos. Nyneve se deja caer sobre una piedra, desalentada. No termino de entender por qué le conmueve tanto la pérdida del bosque, después de tantas otras cosas como hemos perdido, pero voy hacia ella intentando encontrar algunas palabras de consuelo. Sin embargo, antes de llegar junto a Nyneve me detengo de golpe: por detrás de las rocas del antiguo manantial, ahora domesticado en fuente, acaba de aparecer una vieja monja. Lo cual es un peligro: la monja puede extrañarse de nuestra presencia, puede sospechar que somos fugitivos, puede interrogarnos. Aunque las Buenas Mujeres han consentido en ponerse ropas de colores, en vez de las vestimentas negras habituales de los religiosos albigenses, ninguna de ellas está dispuesta a renegar de su fe. Si alguien les pregunta, dirán que son cataras. El pulso se me acelera, y más cuando veo que la mujer se dirige en derechura hacia nosotros:

– ¿No me reconoces, vieja chocha? -ríe la monja mientras mira a Nyneve.

MÍ amiga la escudriña estupefacta:

– Pero… Eres tú. ¡Eres tú! ¡Eres la Vieja de la Fuente!

– Eso es -dice la religiosa, haciendo una pequeña cabriola sobre el suelo enfangado.

Lo absurdo de su comportamiento enciende ciertos ecos en mi memoria. Contemplo la redonda barriga de la monja, su nariz bulbosa y. sobre todo, sus ojos inquietantes y disparejos, el uno de color marrón y el otro azul. La Vieja de la Fuente, sí…, la antigua bruja que, supuestamente, había encantado a Nyneve, colgándola del árbol donde la encontré.

– Os he visto llegar y me he escondido… porque en estos tiempos nunca se sabe. Pero te he reconocido enseguida, Nyneve. Estás bastante mayor y mucho más fea, pero todavía se ve que tú eres tú -sigue diciendo la monja, con una sonrisa llena de amarillentos y retorcidos dientes.

– Pero ¿qué ha sucedido aquí? ¿Qué han hecho con tu manantial?

– Es cosa de los frailes…, de los benedictinos. Tienen un monasterio por aquí cerca. Un monasterio inmenso, con un poder casi tan grande como el del Rey de Francia… Y se están quedando con todos los pueblos y las tierras de los alrededores. Talan los árboles, para que paste su ganado. Y también para que desaparezca el mundo antiguo. Sabes bien que los antiguos dioses y sus seguidores nos habíamos refugiado en los bosques salvajes y recónditos… Pero ahora los cristianos están destruyendo la floresta y acabando con el misterio, y de ese modo nos están echando definitivamente. Como es natural, también han cegado y canalizado los manantiales, que siempre fueron lugares sagrados en el viejo orden. A mí me han quitado mi casa, ya lo ves. Sigo viniendo por aquí todos los días, pero debo confesarte que he perdido todos mis poderes…

La Vieja de la Fuente ha dicho todo esto con rostro apesadumbrado y hondo sentimiento, pero ahora, de repente, vuelve a dar una cabriola y golpea con los nudillos a Nyneve en todo lo alto de la cabeza.

– Claro que, incluso sin poderes, siempre puedo atizarte un buen capón -dice entre risotadas.

– ¡Estás loca, Vieja! Sigues igual de insoportable -gruñe mi amiga, echándose para atrás y frotándose la coronilla-. Y, además, ¿qué haces vestida de monja?

– Ah, eso… Es que me he metido en un convento, cerca de aquí. Es más seguro. Ya sabes, si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.

– Es un pensamiento repugnante -dice Nyneve.

– Es posible… Pero es mucho más provechoso para la salud, te lo aseguro. En fin, veo que tú también sigues igual… De acuerdo, tú por tu camino y yo por el mío. Espero que tengas suerte y que no te quemen junto con tus amigas cataras, porque se ve que son herejes desde veinte leguas de distancia… Yo, mientras tanto, me conformaré con seguir siendo una bruja repugnante… pero viva.

Dicho lo cual, la Vieja de la Fuente nos hace una reverencia burlesca y se despide. La vemos alejarse, dando pequeños saltos y locos respingos, por el manso vacío que el bosque ha dejado.


Aunque llevo la espada y la daga al cinto, ocultas bajo la capa, voy ataviada de mujer. Vestir de caballero pero ir sin caballo y acompañado de media docena de mujeres y un gigante imbécil habría resultado raro y llamativo en estos momentos tan turbulentos. Así podemos decir que somos viudas, madres o huérfanas de guerreros muertos en la batalla; y que, pobres féminas desamparadas y solas, vamos a reunimos con nuestros familiares varones más cercanos, para ponernos bajo su protección. Por los caminos se ven muchos grupos de mujeres semejantes; tras la carnicería de la guerra, llega el tiempo de las hembras que lloran.

Hace horas que hemos entrado en las tierras del señor de Abuny. Mi antiguo amo. Aunque quizá ya no le pertenezcan. Voy buscando con mis pies el rastro que dejé en los antiguos senderos y con mis ojos el paisaje que conformó mi anterior vida, y no los encuentro. Memoria: juego de la imaginación, cuento de juglar, ensueño de un pasado que vivió otra persona a quien crees conocer, pero que ya no existe. Los montes parecen distintos, el río es menos caudaloso, hay un puente nuevo. Todo es más pequeño, más pobre, más feo que la imagen que guardo en mi cabeza. Hemos pasado junto al castillo de Abuny, que aún muestra las renegridas huellas del antiguo incendio y que, ahora lo veo, no es más que una deslucida y triste mansión fortificada. Y nos hemos acercado hasta mi antigua casa. Me ha costado encontrar el lugar, porque no queda nada. Espigas de centeno crecen en el rincón del mundo en que nací; y, sin embargo, allí me acunó mi madre entre sus brazos, y allí murieron después mi hermana y ella. Allí crecí junto a mi pobre padre y a mi hermano, a quienes no he vuelto a ver, de quienes no sé nada. Cómo siento ahora, súbitamente, el dolor irremediable de su ausencia. Tanta vida acumulada en ese pedazo de tierra, pero hoy no es más que un monótono sembrado, semejante en todo a cualquier otro.

Estamos detenidos en un recodo del camino, simulando descansar. Pero, en realidad, observo la modesta choza de techo de paja que acabamos de dejar atrás.

– Bueno, qué, ¿piensas ir? -pregunta Nyneve con cierta impaciencia.

– Pobre Leola, deja que se tome su tiempo para pensarlo -interviene Wilmelinda-. Es una decisión difícil…

En la parte de atrás han añadido una nueva habitación de adobe, una tosca joroba pegada a la cabaña. A un lado, un corral hecho de tablas, Un niño pequeño juega sentado en el suelo, ante la puerta abierta.

– Venga, ve… -me azuza Nyneve.

– Está bien.

Camino por el sendero hacia la cabaña. Voy despacio, como paseando. Como haciendo tiempo mientras mis amigas reponen sus fuerzas. Cuando llego lo suficientemente cerca el olor me golpea: humo de leña, potaje recalentado, rancio sebo quemado, el tufo poderoso del puerco que hoza en su pocilga. El antiguo olor del mundo antiguo. El niño levanta la cara y me mira. Está medio desnudo, descalzo, muy sucio.

– Hola, pequeño. ¿Cómo te llamas?

No me contesta. Debe de tener unos dos años. Con sólo tres más, comenzará a trabajar para ayudar en casa. Pero por ahora está jugando con algo que no alcanzo a ver…, sí, con un palo y un escarabajo.

– Buen día nos dé Dios…

Doy un respingo. En la puerta de la choza ha aparecido un hombre.

– Buen día…

La voz me tiembla. Y también las manos. Me las agarro con fuerza, para que no se note. El tipo es algo más bajo que yo y está bastante calvo. Su cráneo, requemado por el sol, está moteado de manchas. Tiene la espalda cargada y la cabeza encogida entre los hombros, lo que íe da un aspecto de perpetua humillación. Parece un anciano, pero yo sé que no lo es.

– ¿Puedo ayudaros en algo, mi Señora?

Y ese tono modesto y servil. Me estremezco. Le miro a los ojos y él me devuelve la mirada con cierta extrañeza. Ya no hay en él ese chisporroteo vital que había antaño, la alegría animal. Pero sigue siendo una mirada sencilla y honesta. Este Jacques ya no es mi Jacques, pero estoy segura de que es un buen hombre.

– En realidad, sí. ¿Podrías decirme de quién son estas tierras?

– De Su Majestad el Rey de Francia, mi Señora…

Lo ha dicho ahuecando un poco la voz, hinchando el pecho. Al pobre Jacques le enorgullece patéticamente ser siervo del Rey. Tal vez le parezca que supone un progreso desde su servidumbre con el señor de Abuny.

– ¿De veras? ¿Del Rey directamente?

– Bueno, Su Majestad no ha venido nunca por aquí. De cuando en cuando viene su administrador, el barón de Raspail, y se aloja en el castillo del Rey Transparente…

Me quedo estupefacta:

– ¿Cómo has dicho? ¿En dónde?

– En el castillo del Rey Transparente. ¿Venís del Sur? Entonces seguramente habréis pasado por él… Es esa fortaleza cuadrada con…

– Sí, sí, lo he visto, pero… ese nombre tan raro, ¿de dónde sale?

– No sé, mi Señora. Antes, hace tiempo, era el castillo del señor de Abuny, el antiguo amo de estas tierras. Pero Abuny perdió la guerra y lo perdió todo, incluso la vida. Después empezaron a llamar así a la fortaleza. Ignoro por qué, mi Señora.

Su actitud hacia mí es tan deferente que me siento turbada. O, más bien, entristecida. ¿Y si le dijera la verdad? ¿Y si me diera a conocer? Pero la distancia que nos separa es demasiado grande… De repente, me horroriza que me vea transmutada en una dama. La sombra ominosa del Rey Transparente nos cubre con sus alas. Es un mal agüero y me estremezco.

– Y, dime, ¿sabes qué fue de un buen hombre que vivía allí, en el hondón, al otro lado de la colina? Ayudó a mi padre en un momento de necesidad, hace muchos años, y desearía poder agradecérselo… Se llamaba Pierre. He pasado por allí, pero hoy sólo hay un campo de cebada…

– Oh, sí… Era muy buena gente. Nuestro antiguo amo, el señor de Abuny, nos llevó a la guerra, pero el Señor nos protegió y pudimos volver todos con vida, aunque el hijo de Pierre, Antoíne, perdió un ojo. Luego, hace ya bastantes años, Pierre enfermó y murió, y Antoine se marchó un buen día y no regresó. Entonces el barón de Raspail mandó derruir la cabaña y sembrar para el Rey. Es uno de los campos que yo atiendo.

Mi padre muerto. Lo suponía, pero la certidumbre escuece. Algo me aprieta el pecho. Suelto un suspiro. Me gustaría poder decir que el rostro de mi Jacques se ha ensombrecido, que muestra un atisbo de emoción al recordar a la antigua Leola, pero lo cierto es que ni siquiera me ha nombrado y que habla con toda tranquilidad, sin alterar el gesto, porque para él este pasado perdido es una realidad próxima y constante, aJgo tan habitual como la aparición del sol por las mañanas. Ay, Jacques, mí Jacques… Aquí sigues, viviendo en la misma casa en la que te conocí. ¿No te moviste de tu pequeño rincón del mundo, siervo atado a la tierra? Si hubiera venido a buscarte aquí, te habría encontrado… Lo cierto es que fui yo quien huyó, yo quien se escapó. Quien se perdió. Las manos de Jacques están sucias y agrietadas, las uñas partidas, el cuello lleno de costras. El niño se pone en pie y, con paso incierto, se agarra pedigüeño a sus piernas. Jacques se inclina y le coge en brazos. Advierto que, al agacharse, mantiene la cerviz rígida, la posición forzada. Se mueve mal y tiene la espalda anquilosada.

– Es mi nieto -dice.

Su nieto. Dios bendito.

– ¿Cómo se llama?

Jacques frunce el ceño:

– Todavía no tiene nombre… -contesta con expresión turbada.

No, claro que no: por si se muere. Mueren tantos niños en el campo, mueren tantos hijos de siervos, cuando son pequeños. Se me había olvidado la dureza extrema de esta vida.

– Es muy guapo -digo, azorada, mientras le acaricio.

– Gracias, mi Señora. Sí que lo es… -contesta Jacques.

Y estrecha al pequeño entre sus brazos con ternura.

Ay, mi Jacques, mi Jacques. Respiro hondo y alzo la cabeza. Soy una dama y tengo que comportarme como una dama.

– Está bien. Gracias por la información… y toma, para tu guapo nieto.

He rebuscado en mi magra faltriquera y le doy un par de sueldos. Los ojos de Jacques se iluminan:

– ¡Gracias, mí Señora! Que Dios os bendiga…

Me despido con una leve inclinación de cabeza: tengo la garganta tan apretada que no podría articular palabra. Jacques sigue dándome las gracias y haciendo agarrotadas reverencias con su nieto en brazos. Que no es un niño guapo, sino cabezón, famélico, mugriento. Huyo de Jacques y de su gratitud, huyo de su servidumbre y su inocencia, y casi corro hacia donde mis acompañantes me están esperando, los pies ligeros y asustados, feliz de volver a escaparme, feliz de irme otra vez y, al mismo tiempo, con el corazón pesado como un plomo, cargado de una extraña sensación de culpa y de vergüenza.

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