Alguien preguntaba: «¿Cuál es tu primer recuerdo?»
Y ella respondía: «No me acuerdo.»
Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.
– Sé lo que quieres decir -decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar-. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.
Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso. No era una cosa sólida, tangible, que el tiempo, a su manera despaciosa y cómica, pudiese decorar con detalles fantasiosos a lo largo de los años -un remolino vaporoso de niebla, un nubarrón, una diadema-, pero nunca eliminar. Un recuerdo, por definición, no era una cosa, sino… un recuerdo. Un recuerdo ahora de un recuerdo un poquito anterior a un recuerdo previo a aquel recuerdo de cuando. Así, la gente estaba segura de que recordaba una cara, un rodillazo que les habían propinado, un prado en primavera; un perro, una abuelita, un animal de algodón cuya oreja se desintegraba, ensalivada, de tanto mordisquearla; la gente rememoraba un cochecito de niño, la vista desde ese coche, la caída desde el coche y el golpe con la cabeza contra el tiesto que su hermanito había volcado para subirse encima y examinar al recién llegado (aunque muchos años después empezarían a preguntarse si aquel hermano no les habría arrancado del sueño y golpeado la cabeza contra el tiesto en un arranque primario de cólera fraterna…). La gente recordaba estas escenas con la mayor certeza, de forma incontrovertible, pero ella recelaba, dudaba de que no fuese un relato ajeno -fuera cual fuese su fuente y su intención-, un fantaseo ilusorio o el intento sigilosamente calculado de apresar el corazón del oyente entre el pulgar y el índice y pellizcarlo de suerte que la moradura creciese hasta el brote del amor. Martha Cochrane habría de vivir un largo tiempo, y en todos los años de su vida no encontraría nunca un primer recuerdo que, a su entender, no fuese falaz.
Así que ella también mentía.
Su primer recuerdo, dijo, era el de que estaba sentada en el suelo de la cocina, cubierto con esteras de rafia mal hilada, de las que tienen agujeros en los que ella podía meter una cuchara para hacerlos más grandes y ganarse una bofetada por ello -pero se sentía a salvo porque su madre estaba cantando a solas en segundo plano (siempre cantaba canciones antiguas cuando cocinaba, no las que le gustaba escuchar en otros momentos; e incluso hoy día, cuando Martha encendía la radio y oía algo como «You're the Top» o «We'll All Gather at the River» o «Night and Day», de repente olía a sopa de ortigas o a fritura de cebollas, ¿no era una cosa rarísima?, y había aquella otra, la de «Love Is the Strangest Thing», que siempre le evocaba el corte súbito y la succión de una naranja-, y allí, extendidas sobre la estera, estaban las piezas de su rompecabezas de los condados de Inglaterra, y mami había decidido ayudarla formando, para empezar, toda la periferia y el mar, lo cual dejaba perfilado el contorno del país en aquel suelo de rafia de formas curiosas, un poco como una anciana voluminosa sentada en la playa con las piernas estiradas, y las piernas eran Cornualles, aunque por supuesto a ella no se le había ocurrido pensarlo entonces, ni siquiera conocía la palabra Cornualles, ni de qué color era la pieza, y ya se sabe cómo son los niños con los rompecabezas, cogen cualquier pieza y tratan de encajarla por la fuerza en el hueco, así que seguramente ella escogió Lancashire y le obligó a comportarse como si fuera Cornualles.
Sí, aquello era su primer recuerdo, su primera mentira, astuta y cándidamente tejida. Y a menudo había alguna otra persona que había tenido el mismo rompecabezas en la infancia, y surgía un episodio de tenue rivalidad acerca de la tesela que pondrían primero: normalmente era Cornualles, pero a veces era Hampshire, porque Hampshire tenía pegada la isla de Wight y se adentraba en el mar y era fácil rellenar el hueco, y después de Cornualles o Hampshire podía ser East Anglia, porque Norfolk y Suffolk estaban asentados uno encima de otro como hermano y hermana, o se aferraban como marido y mujer, acoplados en posición horizontal, o formaban las dos mitades de una nuez. Luego estaba Kent apuntando con el dedo o la nariz al continente, como advirtiendo: ojo, que allí hay extranjeros; Oxfordshire besuqueándose con Buckinghamshire y aplastando a Berkshire; Nottinghamshire y Derbyshire uno al lado del otro, como zanahorias o piñas; la tersa curva de un león marino, Cardigan. Recordaban que casi todos los condados grandes y claros estaban alrededor del borde, y cuando los colocabas dejaban en el medio un confuso revoltijo de condados más pequeños y de forma rara, y nunca te acordabas de dónde encajaba Staffordshire. Y luego intentaban rememorar los colores de las piezas, lo que en su día había parecido tan importante, tanto como los nombres, pero ahora, tanto tiempo después, ¿Cornualles había sido malva y Yorkshire amarillo y Nottinghamshire marrón, o era Norfolk el amarillo, o si no su hermana, Suffolk? Y ésos eran los recuerdos que, aunque fueran inexactos, eran los menos falsos.
Pero aquello, pensaba ella, tal vez fuera un recuerdo verídico y sin manipular; ella había avanzado por el suelo hasta la mesa de la cocina, y sus dedos eran más rápidos con los condados ahora, más pulcros y más honestos, sin intentar que Somerset encajase en Kent, y primero solía rellenar la costa -Cornualles, Devon, Somerset, Monmouthshire, Glamorgan, Carmarthen, Pembrokeshire (porque Inglaterra incluía Gales, que era el estómago prominente de la anciana)-, luego volvía a Devon y rellenaba el resto, dejando para lo último el embrollo de los Midlands, y cuando llegaba al final faltaba una pieza. Solía ser una perteneciente a Leicestershire, Derbyshire, Nottinghamshire, Warwickshire o Staffordshire, y entonces le embargaba una mezcla de desolación, fracaso, desencanto por la imperfección del mundo, hasta que papá, que parecía estar siempre cerca en aquel momento, encontraba la tesela que faltaba en el lugar más inverosímil. ¿Qué hacía Staffordshire en el bolsillo de su pantalón? ¿Cómo había ido a parar allí? ¿Ella la había visto saltar? ¿Creía Martha que el gato la había puesto en el bolsillo? Y ella sonreía respondiendo que no con movimientos de cabeza, porque Staffordshire había sido hallado, y su rompecabezas, su Inglaterra y su corazón habían sido recompuestos.
Aquello era un recuerdo fiel, pero Martha seguía recelando; era verdadero, pero manipulado. Sabía que había ocurrido, porque había ocurrido varias veces; pero, en la amalgama resultante, las señales distintivas de cada vez que había ocurrido -que ahora tendría que reconstruir, como cuando su padre se había mojado bajo la lluvia y le había devuelto Staffordshire húmedo, o cuando dobló la esquina de Leicestershire- se habían perdido. Los recuerdos de la infancia eran los sueños que persistían en ti cuando despertabas. Soñabas toda la noche, o durante largos, serios lapsos de la noche, pero cuando despertabas lo único que perduraba era el recuerdo de haber sido abandonada o traicionada, o el de haber caído en una trampa y haberse quedado sola en una llanura helada; y a veces ni siquiera eso, sino una imagen residual, difuminada, de la emoción generada por tales sucesos.
Y había otra razón para la suspicacia. Si un recuerdo no era una cosa, sino el recuerdo de un recuerdo de un recuerdo, espejos colocados en paralelo, lo que el cerebro te decía ahora sobre lo que presuntamente había sucedido entonces estaría modificado por lo que había ocurrido entre medias. Era como un país rememorando su historia: el pasado nunca era solamente el pasado, era lo que hacía al presente apto para vivir consigo mismo. Lo mismo cabía decir de los individuos, aunque el proceso, obviamente, no era nada sencillo. Quienes habían vivido una vida decepcionante, ¿recordaban un idilio o algo que justificase que sus vidas hubieran acabado en el desencanto? Los que estaban satisfechos de su vida, ¿se acordaban de una satisfacción previa, o de algún momento de adversidad bien resuelta y heroicamente superada? Entre la persona interior y la exterior siempre existía un componente de propaganda, de ventas y de mercantileo.
Y asimismo un autoengaño constante. Porque aun cuando admitieras todo esto, aunque captaras la impureza y la corrupción de las reminiscencias, parte de ti seguía creyendo en esa cosa -sí, cosa- inocente y auténtica que llamabas un recuerdo. En la universidad, Martha se había hecho amiga de una chica española, Cristina. La historia común de sus dos países, o al menos los contenciosos entre ambos, quedaba siglos atrás; pero aun así, cuando Cristina había dicho, en un momento de pullas amistosas: «Francis Drake fue un pirata», Martha había dicho: «No, no lo fue», porque sabía que era un héroe inglés y un Sir y un almirante y por tanto un caballero. Cuando Cristina, más seria esta vez, repitió: «Fue un pirata», Martha supo que era la falsedad consoladora, aunque necesaria, de los derrotados. Más tarde consultó «Drake» en una enciclopedia británica, y aunque la palabra «pirata» no aparecía nunca, las palabras «corsario» y «pillaje» salían con frecuencia, de suerte que entendió perfectamente que el corsario saqueador para una persona podía ser un pirata para otra, pero así y todo Francis Drake siguió siendo para ella un héroe inglés, incontaminado por lo que había leído sobre él.
Al mirar atrás, pues, desconfiaba de los recuerdos reveladores y lúcidos. ¿Qué podía ser más nítido y memorable que aquel día en la feria agrícola? Un día de nubes frívolas sobre un serio azul. Sus padres la llevaban suavemente sujeta por las muñecas y la columpiaban muy alto en el aire, y los montones de hierba eran una cama elástica cuando aterrizaba. Las carpas eran blancas con toldos a rayas, de una construcción tan sólida como las vicarías. Detrás se alzaba una colina desde la cual cansinos y estropajosos animales observaban a sus parientes mimados, atados con un ronzal, en el ruedo de exhibición de abajo. El olor en la entrada trasera de la cervecería, a medida que el día se iba haciendo más caluroso. La cola para utilizar los retretes portátiles, y un hedor no muy distinto. Las insignias de cartón de las autoridades, colgando de los botones de las camisas de viyella. Mujeres almohazando a chivos sedosos, hombres traqueteando orgullosos a bordo de tractores veteranos, niños llorando que se resbalaban de los ponies mientras al fondo figuras presurosas reparaban las vallas rotas. Los camilleros de la ambulancia del St. John a la espera de gente que se desmayase o se cayera de los cables tensores o sufriese un ataque al corazón; a la espera de que ocurriera algo malo.
Pero todo salió bien aquel día, todo fue bien en el recuerdo que Martha tenía al respecto. Y ella había guardado durante muchos decenios el libro de las listas, cuya extraña poesía, en su mayor parte, conocía de memoria. La lista de premios de las sociedades agrícola y hortícola de la comarca. Tan sólo una docena de páginas con una cubierta roja, pero para ella era mucho más: un libro ilustrado, aunque sólo contenía palabras; un almanaque; un herbario de botica; un estuche de magia; un prontuario.
Tres zanahorias – largas
Tres zanahorias – cortas
Tres nabos – cualquier variedad
Cinco patatas – largas
Cinco patatas – redondas
Seis habas
Seis judías pintas
Nueve frijoles
Seis chalotas grandes rojas
Seis chalotas pequeñas rojas
Seis chalotas grandes blancas
Seis chalotas pequeñas blancas
Colección de verduras. Seis clases distintas. Si se incluyen coliflores, hay que exponerlas en tronchos.
Bandeja de verduras. Puede estar adornada, pero sólo con perejil.
20 espigas de trigo
20 espigas de cebada
Césped de pasto resembrado en caja de tomate
Césped de pasto permanente en caja de tomate
Las cabras de concurso tienen que estar atadas con ronzal y hay que mantener en todo momento un espacio de dos metros entre ellas y las cabras que no concursan.
Todas las cabras inscritas tienen que ser hembras.
Las cabras catalogadas en las clases 164 y 165 deben haber parido un cabrito.
Un cabrito lo es desde el nacimiento hasta los 12 meses.
Tarro de mermelada
Tarro de mermelada de fruta madura
Tarro de crema de limón
Tarro de gelatina de fruta
Tarro de cebollas en vinagre
Tarro de vinagreta
Vaca frisona de ordeño
Vaca frisona preñada
Novilla frisona de ordeño
Novilla frisona virgen que no tenga más de 2 dientes grandes.
El ganado sano debe ser conducido con ronzal y debe mantenerse en todo momento un espacio de tres metros entre él y el ganado sin certificado sanitario.
Martha no entendía todas las palabras, y muy pocas de las instrucciones, pero había algo en las listas -su organización serena y su carácter completo- que la satisfacía.
Tres dalias, decorativas, de más de 20 centímetros, en tres jarrones
Tres dalias, decorativas, de 15 a 20 centímetros,
en un jarrón
Cuatro dalias, decorativas, de 7 a 15 centímetros,
en un jarrón
Cinco dalias, bola en miniatura
Cinco dalias, de borla, de menos de 5 centímetros
de diámetro
Cuatro dalias, de cactus, de 10 a 15 centímetros,
en un jarrón
Tres dalias, de cactus, de 15 a 20 centímetros, en
un jarrón
Tres dalias, de cactus, de más de 20 centímetros,
en tres jarrones
Estaba inventariado todo el universo de las dalias. No faltaba ninguna.
La columpiaban hasta el cielo las manos seguras de sus padres. Caminaba entre los dos sobre un vado de tablones, debajo de lonas, a través del aire caliente y herbáceo, y leía su folleto con la autoridad de un creador. Pensaba que los artículos expuestos no existían de verdad hasta que ella los hubiese nombrado y catalogado.
– ¿Qué tenemos aquí, señorita Ratón?
– Dos siete, oh. Cinco manzanas de asar.
– Eso parece correcto. Cinco. Habría que saber de qué clase son.
Martha volvió a consultar el folleto.
– De cualquier variedad.
– Estupendo. Cualquier clase de manzanas de asar. Tenemos que buscarlas en los puestos.
El padre fingía hablar en serio, pero la madre se reía y jugueteaba sin ninguna necesidad con el pelo de Martha.
Vieron ovejas apresadas entre las piernas de hombres sudorosos y de grandes bíceps, que perdían su vellón de lana en un remolino zumbante de tijeras de esquilar; jaulas de alambre que contenían conejos tan grandes y tan limpios que no parecían reales; luego hubo el desfile de ganado, el concurso de disfraces a caballo y la carrera de terriers. En el interior de las carpas había panes dulces de manteca de cerdo, bollos calientes, bizcochos y crepes; huevos duros rebozados y partidos en dos como ammonites; chirivías y zanahorias de un metro de largo, afiladas hasta el grosor de una mecha de vela; cebollas lustrosas con el tallo doblado y atadas con un cordel; racimos de cinco huevos, con un sexto cascado en un cuenco junto a ellos; remolacha cortada en rodajas que mostraban anillos como los de árboles.
Pero eran las judías del señor A. Jones las que resplandecían en la memoria de Martha, y luego, más tarde, y más tarde aún, como reliquias sagradas. Daban tarjetas rojas al primer premio, azules al segundo y blancas a las menciones. Todas las tarjetas rojas para todas las judías las había ganado A. Jones. Nueve judías de cualquier variedad, nueve trepadoras redondas, nueve frijoles planos, nueve frijoles redondos, seis blancas grandes, seis habas. También ganaron sus nueve vainas de guisantes y tres zanahorias cortas, pero a Martha estas hortalizas le interesaban menos. Porque A. Jones también usaba una argucia con sus judías. Las exponía sobre retales de terciopelo negro.
– Parece el escaparate de una joyería, ¿eh, cariño? -dijo su padre-. ¿Alguien quiere un par de pendientes?
Extendió la mano hacia los nueve frijoles de Jones, y la madre se rió, y Martha dijo: «No», bastante alto.
– Ah, como quieras, señorita Ratón.
El no debería haber hecho eso, aunque no lo hiciera en serio. No tenía gracia. A. Jones sabía dar a una judía un aspecto perfecto. De color, de proporciones, de lisura. Y nueve judías eran mucho más hermosas.
En la escuela cantaban. Sentadas de cuatro en fondo con sus uniformes verdes, como judías en su vaina. Ocho piernas redondas, ocho piernas cortas, ocho piernas largas y ocho de cualquier variedad.
Todos los días empezaban con los cánticos religiosos, falsificados por Martha Cochrane. Más tarde venían los cantos secos y jerárquicos de las matemáticas, y después los densos cantos de poesía. Más extraños y más cálidos que ambos eran los de historia. Aquí les alentaban a una creencia urgente, extemporánea, en el rezo matutino. Los cánticos religiosos se entonaban con un murmullo apresurado; pero en historia la señorita Mason, regordeta como una gallina y vieja de varios siglos, dirigía el culto como una sacerdotisa carismática, llevaba el compás, guiaba a las cantantes.
55 a.d.C. (cla cla) Invasión romana
1066 (cla cla) Batalla de Hastings
1215 (dada) Carta Magna
1512 (cla cla) Enrique Tarambana (cla cla)
Defensor de la Fe anglicana (cla cla)
A ella le gustaba este último: con la rima era más fácil de recordar. Mil ochocientos cincuenta y cuatre (cla cla), de Crimea el desastre (cla cla); siempre lo decían así, por muchas veces que las corrigiera la señorita Mason. Y así seguía el cántico, hasta
1940 (cla cla) Batalla de Inglaterra
1973 (cla cla) Tratado de Roma
La señorita Mason las llevaba de gira por los siglos y luego las devolvía al punto de partida, desde Roma hasta Roma. Era su manera de animarlas y de hacer flexibles sus mentes. Luego les contaba historias de caballería y gloria, de pestes y hambrunas, de tiranía y democracia; de galanura regia y las robustas virtudes del modesto individualismo; de san Jorge, santo patrón de Inglaterra, de Aragón y Portugal, así como protector de Génova y Venecia; de Sir Francis Drake y sus gestas heroicas; de la reina Boadicea y la reina Victoria; del hacendado local que fue a las cruzadas y ahora yace en piedra junto a su esposa en la iglesia del pueblo, con un perro a sus pies. Escuchaban con tanta mayor atención porque, si estaba contenta, la señorita Mason acabaría la clase con más cantos, sólo que distintos. Habría acciones que exigían fechas; variaciones, improvisaciones y trampas; las palabras se agachaban y se zambullían mientras todas las alumnas se aferraban a una pizca de ritmo. Isabel y Victoria (cla cla cla cla), y ellas respondían: 1558 y 1837 (cla cla cla cla). O (cla cla) Wolfe en Quebec (da), y tenían que responder (cla cla) 1759 (da). O en vez de darles la pauta con la Conspiración de la Pólvora (cla cla), mencionaba a Guy Fawkes Apresado Vivo (cla cla) y tenían que encontrar la rima, 1605 (cla cla). Las paseaba a lo largo de dos milenios, convirtiendo la historia no en un avance obstinado sino en una serie de momentos rivales y vívidos, judías sobre terciopelo negro. Mucho más tarde, cuando todo lo que habría de sucederle en la vida ya había sucedido, Martha Cochrane, al ver una fecha o un nombre en un libro, volvía a oír en su cabeza las palmadas de respuesta de la señorita Mason. El pobrecito Nelson muerto, Trafalgar 1805. Eduardo VIII perdió la nación, 1936 abdicación.
Jessica James, amiga y cristiana, se sentaba detrás de ella en la clase de historia. Jessica James, hipócrita y traidora, ocupaba el asiento de delante durante el rezo matutino. Martha era una chica inteligente y en consecuencia no era creyente. A la hora del rezo, con los ojos firmemente cerrados, rezaba de otra manera:
Alfalfa que pedorreas en Devon,
vociferado sea tu nombre.
Venga a nosotros tu wigwam.
Hágase mugre tu bazofia
en Bath, cercano al río Severn.
El bocata nuestro de cada día
dánosle hoy,
y perdónanos los billetes de autobús
como nosotros perdonamos a quienes no los pagan,
y no dejes que nos lleve a Penn Station,
mas úntalo de bilis y gorgojos,
porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia,
por los siglos de los siglos te ASEN.
Seguía trabajando un par de líneas que necesitaban una mejora. No la consideraba una oración blasfema, salvo tal vez el fragmento sobre el pedorreo. Parte de la plegaria la juzgaba muy bonita: lo del wigwam, la tienda india, y las flores siempre le hacía pensar en las nueve judías trepadoras redondas, que Dios, de haber existido, probablemente hubiese aprobado. Pero Jessica James la había descubierto. No, había hecho algo más inteligente: disponer las cosas de manera que Martha se descubriese a sí misma. Una mañana, a una señal de Jessica, todas las que estaban cerca se callaron de pronto, y la voz solista de Martha se oyó claramente, recalcando intensamente la importancia del bocata de bilis y gorgojos, momento en el cual había abierto los ojos para encontrar el hombro que se giraba, la pechuga de gallina y la mirada cristiana de la señorita Mason, sentada en el aula con sus alumnas.
Durante el resto del trimestre la obligaron a permanecer apartada y a dirigir la plegaria escolar, articulando claramente e impostando una fe ardiente. Al cabo de un tiempo descubrió que lo hacía bastante bien, como un recluso converso que asegura a los responsables de su libertad bajo fianza que ya se ha redimido de sus pecados y les pide que tengan la amabilidad de liberarle. Cuanto más suspicaz se volvía la señorita Mason, tanto más se alegraba Martha.
Las chicas empezaron a dejarla de lado. Le preguntaban qué pretendía llevando la contraria. Le decían que existía una cosa llamada pasarse de lista. Le advertían que el cinismo, Martha, es una virtud muy solitaria. Confiaban en que no fuese una insolente. Insinuaban también, de maneras más o menos obvias, que el hogar de Martha no era como los demás, sino que en él tendría pruebas que superar, y debería forjarse un carácter.
Ella no entendía lo de forjarse un carácter. Era seguramente algo que tenías, o algo que cambiaba según lo que te ocurriese, como que su madre se hubiera vuelto más brusca e irascible en los últimos tiempos. ¿Cómo se podía forjar un carácter? Miraba a las paredes del pueblo en busca de una comparación desconcertante: bloques de piedra y mortero entre ellos, y luego una raya de pedernal torcida que indicaba que eras una adulta, que te habías forjado un carácter. No tenía sentido. Fotografías de Martha mostraban su ceño enfurruñado contra el mundo, estirando hacia fuera el labio inferior, frunciendo las cejas. ¿Estaba desaprobando lo que veía, exhibiendo su decepcionante «carácter», o era simplemente que a su madre le habían dicho (cuando era una niña) que siempre había que sacar las fotos cuando tenías el sol encima de tu hombro derecho?
En cualquier caso, la forja del carácter no era su prioridad principal en aquella época. Tres días después de la feria agrícola -y estaba segura, estaba casi segura, de que aquél era un recuerdo veraz, aislado, inalterado-, Martha estaba sentada a la mesa de la cocina; su madre cocinaba, aunque no estaba cantando, recordaba -no, lo sabía, había alcanzado la edad en que los recuerdos cristalizan en hechos-; su madre cocinaba pero no cantaba (era un hecho), Martha había completado su rompecabezas (era un hecho), había un agujero del tamaño de Nottinghamshire por el que se veía la veta de la mesa (era un hecho), su padre no estaba en segundo plano (era un hecho), su padre tenía Nottinghamshire en el bolsillo (otro hecho), Martha levantó la mirada (un hecho más) y las lágrimas que rodaban desde la barbilla de su madre caían dentro de la sopa: era un hecho.
Con la certeza de su lógica infantil, sabía que no debía creer las explicaciones de su madre. Hasta se sentía un poco superior ante la incomprensión y las lágrimas maternas. Para Martha era perfectamente sencillo. Papá había salido a buscar Nottinghamshire. Creía que lo tenía en el bolsillo, pero cuando lo buscó no estaba. Por eso no estaba sonriendo a Martha ni echando la culpa al gato. El sabía que no podía decepcionarla, y había salido en busca de la pieza y le costaba más tiempo del que él se había figurado. Cuando volviera, todo estaría arreglado.
Más tarde -y ese más tarde llegó demasiado pronto-, invadió su vida un sentimiento horrible que aún no sabía describir con palabras. Una razón súbita, lógica, rítmica (cla cla) de por qué papi se había marchado. Ella había perdido la pieza, ella había perdido Nottinghamshire, no recordaba dónde la había puesto, o quizá la hubiese dejado en un sitio donde un ladrón habría podido llevársela, y por eso su padre, que la amaba, que decía que la amaba, y no quería nunca verla frustrada, y no quería que Ratoncita sacara así, hacia afuera, el labio, se había ido a buscar la pieza, y la busca sería larga, muy larga, si los libros y los cuentos merecían aún crédito. Podía ser que su padre tardase años en volver, y para entonces le habría crecido la barba, que estaría cubierta de nieve, y parecería -¿cómo se decía?- consumido por la desnutrición. Y todo por culpa de ella, porque había sido descuidada o estúpida, y ella era la causa de la desaparición de su padre y la desdicha de su madre, y por tanto nunca debería volver a ser estúpida ni negligente, pues si lo era sucedían cosas como aquélla.
En el pasillo junto a la cocina había encontrado una hoja de roble. Su padre siempre transportaba hojas en los pies. Decía que era porque se daba mucha prisa en volver a ver a Martha. Mamá le decía con voz irritada que no fuera tan cuentista, y que Martha podía esperar tranquilamente hasta que él se hubiese limpiado los pies. La misma Martha, temiendo provocar reproches similares, siempre se limpiaba los pies a conciencia, y al hacerlo se sentía bastante engreída. Ahora sostenía una hoja de roble en la palma de la mano. Con sus bordes festoneados parecía una pieza de rompecabezas, y por un momento se le elevó el ánimo. Era un signo, o una coincidencia, o algo parecido: si ella guardaba la hoja como un recordatorio de papi, él a su vez conservaría Nottinghamshire y volvería a casa. No se lo dijo a su madre, pero metió la hoja en el folleto rojo de la feria agrícola.
En cuanto a Jessica James, amiga y traidora, la ocasión de venganza se presentó en su día, y Martha la aprovechó. Ella no era cristiana, y el perdón era una virtud que practicaban otros. Jessica James, piadosa y de ojos porcinos, con una voz como de rezo matutino, Jessica James, cuyo padre nunca desaparecería, empezó a salir con un chico alto y desgarbado, cuyas manos rojas poseían la inarticulación húmeda y fofa de una juntura ósea. Martha olvidó enseguida su nombre, pero siempre recordaba sus manos. De haber sido mayor, Martha quizá hubiese concebido que lo más cruel era dejar que Jessica y su cortejador risueño continuaran su presuntuoso roce de rodillas hasta el día en que ambos recorrieran la nave por delante del cruzado con el perro a los pies para internarse en los años crepusculares de sus vidas.
Pero Martha no era todavía tan rebuscada. En vez de eso, Kate Bellamy, amiga y conspiradora, le hizo saber al chico que Martha podría estar interesada en salir con él si estaba pensando en plantar a la otra. Martha había descubierto ya que podía gustar a casi cualquier chico siempre que a ella él no le gustase. Ahora había que debatir diversos planes. Podía simplemente robarle el chico, exhibirlo un tiempo y humillar a Jessica delante de toda la escuela. O podrían organizar un numerito tonto: Kate llevaría a Jessica a dar un paseo inocente, y por casualidad llegarían a un sitio donde su corazoncito mojigato quedaría desgarrado por la escena de una mano cochina prensada contra un pecho blando.
Martha, sin embargo, optó por la venganza más cruel, y la que menos exigía de ella. Kate Bellamy, de voz inocente y alma artera, persuadió al chico de que Manha podría aprender a amarle de verdad -una vez que llegara a conocerle-, pero puesto que ella era seria en cuestiones de amor, y en todas las cosas que el amor representaba, si deseaba una oportunidad él primero tendría que romper pública e irrevocablemente con Sor Piedad. Al cabo de unos días de cavilación y codicia, el chico rompió con Jessica y las lágrimas de ésta obraron debidamente como una recompensa. Transcurrieron más días, Martha se mostraba por doquier sonriente, pero no emitía el menor mensaje. Inquieto, el chico abordó a la cómplice, que se hizo la tonta y dijo que seguramente había un malentendido: ¿que Marta Cochrane saliera con él? Vaya una idea. Furioso y humillado, el chico salió al encuentro de Martha al terminar la escuela; ella se burló de que él se arrogara la presunción de adivinar los sentimientos de ella. El chico se repondría; los chicos lo hacían. Por lo que atañe a Jessica James, nunca descubrió a la artífice de su desdicha, cosa que complació a Martha hasta el día en que abandonó la escuela.
Conforme transcurrían los inviernos, poco a poco cobró conciencia de que ni Nottinghamshire ni su padre volverían. Continuó creyendo que quizá volviesen mientras su madre siguiera llorando, recurriera a una de las botellas del estante alto, la abrazase muy fuerte y le dijera que todos los hombres eran malos o débiles, y algunos las dos cosas. Martha también lloraba en esas ocasiones, como si las lágrimas unidas pudieran devolverle a su padre.
Después se mudaron a otro pueblo, que estaba más lejos de la escuela, y ella tenía que tomar el autobús. No había un estante alto para botellas; su madre dejó de llorar y se cortó el pelo. Sin duda se estaba forjando un carácter. En la nueva casa, que era más pequeña, no había fotos del padre. Su madre le decía menos a menudo que los hombres eran malvados o débiles. Le decía, en cambio, que las mujeres tenían que ser fuertes y cuidar de sí mismas porque no podían confiar en que alguien las cuidase.
Martha, en respuesta, tomó una decisión. Todas las mañanas, antes de salir para la escuela, sacaba la caja del rompecabezas de debajo de la cama, abría la tapa con los ojos cerrados y sacaba un condado. Nunca miraba, por si acaso era uno de sus favoritos: quizá Somerset o Lancashire. Claro que reconocía a Yorkshire como la pieza que apenas podía rodear con los dedos, pero nunca había sentido un afecto especial por Yorkshire. En el autobús, metía la mano por detrás de ella y empujaba el condado hacia el fondo del asiento. Un par de veces, sus dedos tropezaron con otro condado que había encajado, algunos días o semanas antes, entre la tapicería prieta. Deshacerse de unos cincuenta condados le llevó casi todo el trimestre. Tiró el mar y la caja al cubo de la basura.
No sabía si pretendía recordar u olvidar el pasado. A aquel paso nunca se forjaría un carácter. Confiaba en que no hubiese nada malo en pensar tanto en la feria; de todos modos, no conseguía expulsarla de su memoria. La última vez que salieron en familia. La columpiaban muy alto por los aires en un lugar donde, a pesar del ruido y los empujones, había orden y reglas y la cordura de hombres con chaquetas blancas como médicos. Tenía la impresión de que muchas veces te juzgaban injustamente en la escuela, y lo mismo en casa, pero que en la feria se impartía una justicia superior.
Por supuesto que ella no lo expresaba así. Su aprensión inmediata, cuando preguntó si podía concursar en la feria, fue que su madre pudiera enfadarse y que su lista de premios fuese confiscada por haberle «dado ideas». Esto era otro de los pecados infantiles que no acertaba a prever. ¿Te estás poniendo insolente, Martha? El cinismo es una virtud muy solitaria, ¿sabes? ¿Y quién te ha metido esas ideas?
Pero su madre se limitó a asentir y abrió el folleto. De su interior cayó la hoja de roble.
– ¿Qué es esto? -preguntó su madre.
– Algo que guardo -contestó Martha, temiendo una regañina o que el motivo fuera descubierto. Pero su madre volvió a meter la hoja entre las páginas, y con el nuevo brío que denotaba en los últimos tiempos empezó a consultar las categorías en la sección de niños.
– ¿Un espantapájaros (altura máxima 30 centímetros)? ¿Un producto hecho con pasta salada? ¿Una tarjeta de felicitación? ¿Un gorro de punto? ¿Una máscara de cualquier material?
– Judías -dijo Martha.
– Veamos, hay cuatro galletas de mantequilla, cuatro bizcochos de mariposa, seis dulces de mazapán, un collar de pasta. Esto parece bonito, un collar de pasta.
– Judías -repitió Martha.
– ¿Judías?
– Nueve trepadoras redondas.
– No estoy segura de que puedas participar con eso. No está en la sección de niños. Vamos a ver las normas. Sección A. Para propietarios y dueños de huertos en un radio de diez millas de la sede de la feria. ¿Eres propietaria, Martha?
– ¿Y lo del huerto?
– No hay ninguno por aquí, me temo. Sección B. Para todo el mundo. Ah, es sólo para flores. ¿Dalias? ¿Caléndulas? -Martha movió la cabeza-. Sección C. Reservada a jardineros que residan dentro de tres millas a la redonda de la feria. No veo dónde entramos nosotras. ¿Eres jardinera, Martha?
– ¿Dónde conseguimos las semillas?
Cavaron juntas un pedazo de tierra, echaron dentro estiércol de caballo y construyeron dos wigwams. El resto fue incumbencia de Martha. Calculó con cuántas semanas de antelación había que plantar las semillas, metió las judías, las regó, esperó, desherbó, regó, esperó, desherbó, retiró torpemente unos terrones de donde podría ser que emergieran, vio aflorar del suelo los brotes relucientes y flexibles, auxilió a los zarcillos en su ascensión espiral, vio formarse y retoñar las flores rojas, las regó cuando surgieron las vainas diminutas, regó, desherbó, regó y regó y, exactamente unos pocos días antes de la feria, tenía setenta y nueve trepadoras redondas donde escoger. Al apearse del autobús de la escuela se iba derecha a examinar su parcela. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia. No sonaba en absoluto blasfemo.
Su madre alabó la inteligencia de Martha y sus hábiles dedos. Martha señaló que sus judías no se parecían mucho a las de A. Jones. Las de él habían sido planas y lisas, y del mismo color verde en todas partes, como si las hubieran rociado con un pulverizador. Las de ella tenían bultos como juanetes donde estaban las judías, y motitas amarillas en diversos puntos de la vaina. Su madre dijo que era así como crecían. Así era como forjaban su carácter.
El sábado de la feria se levantaron temprano y su madre la ayudó a coger las judías del techo del wig-wam. Luego Martha escogió. Había pedido terciopelo negro, pero el único retal que había en la casa estaba todavía prendido a un vestido, y tuvo que conformarse con papel de seda negro que su madre planchó, pero que aún parecía bastante arrugado. Martha se sentó en la trasera de un coche, con los pulgares sobre el papel de seda, y observó cómo las judías se removían y rodaban de un lado para otro en la bandeja cuando doblaban esquinas.
– No conduzcas tan rápido -dijo, con voz severa, en un momento dado.
Luego entraron dando botes sobre los surcos de un aparcamiento y tuvo que rescatar de nuevo sus judías. En la tienda de horticultura un hombre con chaqueta blanca le dio un impreso con un simple número para que los jueces supieran quién era ella y la enviaron hacia una mesa larga donde otras personas estaban exponiendo también sus productos. Jardineros veteranos, con tono jovial, dijeron: «¡Mirad quién ha venido!», aunque no la conocían de nada, y «¡Ahora tendrás que vigilar tus laureles, Jonesie!». No pudo por menos de observar que todas las demás judías eran distintas de las suyas, pero debía de ser porque cultivaban variedades diferentes. Todos tuvieron que salir de la carpa cuando entraron los jueces.
Ganó A. Jones. Otro concursante obtuvo el segundo premio. Un tercero recibió una mención. «¡Mejor suerte la próxima!», dijo todo el mundo. Manos enormes con artejos nudosos se tendieron, solemnes, para consolarla. «El año que viene tendremos que vigilar nuestros laureles», repitieron los viejos.
Más tarde, su madre dijo: «Saben muy bien, a pesar de todo.» Martha no contestó. Su labio inferior se estiraba hacia afuera, húmedo y tozudo. «Me como las tuyas, entonces», dijo su madre, y extendió el tenedor hacia su plato. Martha se sentía tan desdichada que ni siquiera le siguió la corriente.
Hombres en coche venían a veces a buscar a su madre. Ellas no podían comprar un automóvil, y ver lo deprisa que se llevaban a su madre -una mano que se agita a modo de despedida, una sonrisa, un brusco movimiento de cabeza y su madre volviéndose hacia el conductor antes incluso de que el coche se perdiera de vista-, ver esta escena le hacía pensar siempre que su madre también desaparecía. No le gustaban las visitas de hombres. Algunos procuraban congraciarse, le daban palmaditas como si fuera un gato, y otros la miraban a distancia, pensando que allí había un escollo. Ella prefería que los hombres la vieran como un problema.
No era solamente que la abandonaran. Era también que abandonaban a su madre. Ella miraba a aquellos hombres de paso, y ya se acuclillaran en jarras para preguntarle las cosas habituales sobre los deberes y la televisión, ya removieran, de pie, sus llaves con un tintineo y musitaran: «Vámonos», ella los veía a todos de la misma manera: como hombres que harían daño a su madre. Quizá no esta noche ni mañana, pero en algún momento, sin duda alguna. Era muy habilidosa para contraer fiebres y dolencias y un dolor menstrual que requería la asistencia de su madre.
– Eres una auténtica tirana, eso es lo que eres -decía su madre, con un tono que oscilaba desde el afecto hasta la exasperación.
– Nerón era un tirano -respondía Martha. -Estoy segura de que hasta Nerón dejaba a su madre salir de vez en cuando.
– En realidad, Nerón mandó que la mataran, nos lo ha dicho el señor Henderson.
Ella sabía que eso, precisamente, era ponerse insolente.
– Si esto sigue así, lo más probable es que sea yo la que envenene tu comida -dijo su madre.
Un día estaban plegando sábanas colgadas en el tendedero. De repente, como para sí, pero lo bastante alto para que Martha lo oyera, su madre dijo:
– Esto es lo único para lo que hacen falta dos personas.
Prosiguieron su quehacer en silencio. Extender la sábana del todo (todavía no tienes los brazos lo bastante largos, Martha), levantarla hacia arriba, agarrarla por la punta, descender la mano izquierda, agarrar la sábana sin mirarla, extenderla de costado, estirar, doblar de nuevo, agarrar y tirar, tirar (más fuerte, Martha), luego avanzar al encuentro, hasta las manos de mami, bajar y recoger, un último estirado, plegar, entregar y esperar la siguiente.
Lo único para lo que hacen falta dos personas. Cuando estiraban, había algo que circulaba a través de la sábana y que no era sólo estirar las arrugas, sino algo más, algo entre ambas. Un extraño tira y afloja, también: primero tirabas como si quisieras alejarte de la otra persona, pero la sábana te retenía y a continuación parecía impulsarte los talones hacía adelante y hacia el encuentro mutuo. ¿Siempre había eso?
– Oh, no me refería a ti -dijo su madre, y de pronto abrazó a Martha.
– ¿Cuál era papá? -preguntó Martha ese día, más tarde.
– ¿Qué quieres decir, cuál? Papá era… papá.
– Me refiero a si era malo o débil. ¿Cuál de las dos cosas?
– Oh, no lo sé…
– Dijiste que eran una cosa o la otra. Eso dijiste. ¿Cuál de las dos era él?
Su madre la miró. Aquella obstinación era algo nuevo.
– Pues si tenía que ser uno o lo otro, supongo que era débil.
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Que era débil?
– No, ¿cómo distingues si son malos o débiles?
– Martha, aún no tienes edad para estas cosas.
– Necesito saberlo.
– ¿Por qué lo necesitas?
Martha hizo una pausa. Sabía lo que quería decir, pero temía decirlo.
– Para no cometer los mismos errores que tú.
Había hecho una pausa porque previo que su madre iba a echarse a llorar. Pero aquella parte de su madre ya no existía. Soltó, en cambio, aquella risa seca que era su especialidad de entonces.
– Qué chica más juiciosa he traído al mundo. No envejezcas antes de tiempo, Martha.
Aquello era algo nuevo. No seas insolente. ¿De dónde sacas esas ideas? Ahora era: no envejezcas antes de tiempo.
– ¿Por qué no me lo dices?
– Te diré todo lo que sé, Martha. Pero la respuesta es que no lo sabes hasta que es demasiado tarde, por lo que respecta a mi vida. Y tú no cometerás los mismos errores que yo porque la norma es que todo el mundo cometa errores distintos.
Martha miró a su madre atentamente.
– Eso no sirve de mucho -dijo.
Pero le sirvió a la larga. Según crecía, se forjaba un carácter y se volvía más testaruda que insolente, y lo bastante inteligente para saber cuándo ocultar que lo era, y a medida que iba entablando amistades, teniendo vida social y una nueva clase de soledad, y se trasladaba del campo a la ciudad y empezaba a amasar sus futuros recuerdos, aceptó la norma de su madre: los otros cometían sus errores y tú cometías los tuyos. Y una lógica consecuencia de ello pasó a integrar el credo de Martha: después de cumplir veinticinco años, no tenías derecho a echar la culpa de nada a tus padres. No era así, por supuesto, si tus padres habían hecho algo horrible -te habían violado, asesinado, robado todo tu dinero y te habían vendido como prostituta-, pero en el curso normal de una vida normal, si eras medianamente competente y medianamente inteligente, y tanto más cuanto más normal fueses, no tenías derecho a culpar a tus padres. Lo hacías, por supuesto, porque a veces resultaba demasiado tentador. Si me hubiesen comprado los patines como prometieron, si me hubieran dejado salir con David, si al menos hubiesen sido distintos, más afectuosos, más ricos, más listos, más sencillos. Si hubieran sido más indulgentes; si hubiesen sido más estrictos. Si me hubieran estimulado más; si me hubieran elogiado por lo que hacía bien… Nada de eso. Claro que Martha lo pensaba algunas veces, quería cultivar tales rencores, pero se paraba a leerse la cartilla. Estás sola, niña. Se sufren daños en la infancia. Ya no tienes derecho a culparles de nada. No tienes derecho.
Pero había una cosa, una cosa minúscula y, sin embargo, imborrablemente dolorosa, para la cual nunca encontraría cura. Había salido de la universidad y se había instalado en Londres. Estaba sentada en su despacho, fingiendo que estaba absorta en su trabajo; tenía una cuita sentimental, nada grave, sólo un hombre, sólo la tenue catástrofe de costumbre; tenía la regla. Recordaba todo eso. Sonó el teléfono.
– ¿Martha? Soy Phil.
– ¿Quién?
Alguien sumamente familiar, con tirantes rojos, pensó.
– Phil. Philip. Tu padre. -Ella no supo qué decir. Al cabo de un rato, como si su silencio pusiera en duda la identidad paterna, él la confirmó-. Papá.
Quería saber si podían verse. Qué tal si almorzaban un día. Conocía un sitio que a ella podría gustarle, y ella reprimió la pregunta: «¿Cómo demonios lo sabes?» Él dijo que tenían que hablar de un montón de cosas, aunque no creía que ninguno de los dos debiera albergar grandes expectativas. Ella convino con él en esto.
Pidió consejo a sus amistades. Algunas dijeron: dile lo que sientes; dile lo que piensas. Algunas dijeron: ¿por qué ahora y no antes? Algunas dijeron: no le veas. Algunas dijeron: díselo a tu madre. Otras recomendaron: no se lo digas a tu madre. Otras dijeron: asegúrate de que llegas antes que él. Y otras: que espere el hijoputa.
Era un restaurante anticuado, con paredes de roble y camareros ancianos cuyo hastío rayaba en una ineficiencia sardónica. Hacía calor, pero sólo había en el menú platos pesados, de comida de club. El la instó a que pidiese todo lo que quisiera; ella pidió menos. Él propuso una botella de vino; ella bebió agua. Ella le respondió como si contestara a un cuestionario: sí, no, supongo; muchísimo, no, no. Él le dijo que se había convertido en una mujer muy atractiva. El comentario sonó a impertinente. Ella no quería asentir ni discrepar, y dijo: «Es probable.»
– ¿Me has reconocido? -preguntó él.
– No -respondió ella-. Mi madre quemó tus fotos.
Era verdad; y él se merecía aquella mueca de dolor, si no algo más. Ella miró por encima de la mesa a aquel hombre envejecido, de cara colorada y cabellos ralos. Se había esforzado en no esperar nada; aun así, él tenía un aspecto más ajado de lo que ella hubiera creído. Cayó en la cuenta de que en todo momento había estado barajando una suposición falsa. Se había imaginado durante los últimos quince años o más que si uno desaparecía, si abandonaba a su mujer y a su hija, lo hacía por una vida mejor: más felicidad, más sexo, más dinero, más de lo que faltaba en la vida anterior. Al examinar a aquel hombre que decía llamarse Phil, pensó que daba la impresión de haber vivido una vida peor que si se hubiese quedado en casa. Pero tal vez ella quería pensar eso.
Él le contó una historia. Ella se abstuvo de juzgar su veracidad. Él se había enamorado. Había ocurrido. No lo decía para justificarse. En aquel tiempo había pensado que romper bruscamente era lo más honesto. Martha tenía un hermanastro que se llamaba Richard. Era un buen chico, aunque no sabía lo que quería hacer en la vida. Era muy normal a su edad, seguramente. Stephanie -el nombre se vertió de repente, como un vaso de vino, en la mitad de la mesa que ocupaba Martha-, Steph había muerto hacía tres meses. El cáncer era una enfermedad brutal. Se lo diagnosticaron cinco años antes, y luego hubo una mejoría. Después recayó. Es siempre peor cuando vuelve a declararse. Acaba contigo.
Todo aquello parecía -¿qué?- no falaz, sino improcedente, no era una manera de restañar la exacta, excepcional desgarradura que ella llevaba dentro. Le preguntó por Nottinghamshire.
– ¿Perdón?
– Cuando te fuiste llevabas Nottinghamshire en el bolsillo.
– Eso he creído oír.
– Yo estaba haciendo mi rompecabezas de condados de Inglaterra. -Se sintió torpe al decirlo; no incómoda, sino como si estuviera enseñando demasiado de su intimidad-. Solías coger una pieza y esconderla, y al final la encontrabas. Te llevaste Nottinghamshire cuando te fuiste. ¿No te acuerdas?
El negó con la cabeza.
– ¿Hacías rompecabezas? Me figuro que a todos los niños les encanta. A Richard también. Durante un tiempo, al menos. Tenía uno increíblemente complicado, recuerdo, todo de nubes o cosas así… No sabías seguir hasta que tenías la mitad hecha…
– ¿No te acuerdas?
Él la miró.
– ¿De verdad, de verdad que no te acuerdas?
Ella se lo reprocharía siempre. Tenía más de veinticinco años, y llegaría a ser más mayor que veinticinco, cada vez más y más mayor, y estaría sola; pero siempre le reprocharía aquello.