3. Anglia

Jez Harris afilaba su guadaña con una serie de golpes metálicos de muñeca. El párroco poseía una antigua segadora que funcionaba con gasolina, pero Jez prefería hacer las cosas como se debía; además, las lápidas desperdigadas formaban un desorden deliberado, como desafiando a cualquier segadora eléctrica. Desde el otro lado del cementerio, Martha observaba a Harris encorvarse y apretarse las rodilleras de cuero. Luego se escupió en las manos, profirió unos cuantos juramentos inventados y comenzó a cortar la grama y las adelfillas de color rosa baya, los acianos y las algarrobas desgreñadas. Hasta que los hierbajos volvieran a crecer, Martha podría leer los nombres esculpidos de sus futuros compañeros.

Era a principios de junio, una semana antes de la feria, y el tiempo daba una falsa impresión de verano. El viento había amainado, y lentos abejorros se guiaban por el olor de hierba calcinada. Una mariposa de un plata deslavado intercambiaba airosamente rutas de vuelo con una marrón prado. Sólo una curruca hiperactiva, que escarbaba en busca de insectos, desplegaba una invasora ética del trabajo. Los pájaros del bosque eran más osados que durante su infancia. El día anterior Martha había visto, justo a un palmo de sus pies, a un pinzón cascar la concha de una chirla.

El cementerio era un lugar de informalidad y colapso, donde eran más leves los estragos del tiempo. Una cascada de clemátides tapaba la peligrosa pendiente de una tapia de pedernal. Había un haya roja, dos de cuyas ramas cansinas estaban apuntaladas con rodrigones, y una entrada techada al camposanto, cuyo tejado circunflejo goteaba. Revestidas de liquen, las losas del banco en donde Martha estaba sentada se quejaban incluso del peso que ella depositaba cautelosamente.

«La curruca es un pájaro inquieto que no forma bandadas.» ¿De dónde salía esto? Se le acababa de ocurrir. No, se equivocaba: siempre había estado en su cabeza, y había aprovechado aquella oportunidad para venírsele al pensamiento. La memoria funcionaba de una manera cada vez más fortuita; ella lo había notado. Pensaba que su mente seguía operando con claridad, pero en los momentos de descanso revoloteaban todo género de desechos del pasado. Años atrás, en la edad mediana, en la madurez o como se llamase, había tenido una memoria práctica, justificatoria. Por ejemplo, recordaba la infancia como una sucesión de incidentes que explicaban por qué ella era la persona que había llegado a ser. Ahora había más resbalones -una cadena de bicicleta que hace saltar el piñón- y menos trascendencia. O quizás el cerebro te estaba insinuando cosas que no querías saber: que te habías convertido en la persona que eras no por una explicable relación de causa y efecto, por actos de voluntad impuestos sobre las circunstancias, sino por puro albur. Batías las alas durante toda tu vida, pero era el viento quién decidía adonde ibas.

– ¿Señor Harris?

– Llámeme Jez, señorita Cochrane, como otros hacen.

El herrero era un hombre fornido cuyas rodillas crujieron mientras se enderezaba. Llevaba una indumentaria campesina de su propia invención, todo bolsillos y correas y jaretas súbitas que le conferían aires de bailarín folklórico y de sadomasoquista aficionado.

– Creo que hay un colirrojo posado todavía -dijo Martha-. Justo detrás de aquella clemátide. Procure no molestarle.

– Procuraré, señorita Cochrane. -Jez Harris tiró de un mechón suelto que le caía sobre la frente, posiblemente con intención satírica-. Dicen que los colirrojos traen suerte a quienes respetan sus nidos.

– ¿Ah, sí, señor Harris? -dijo Martha, con expresión incrédula.

– Así es en este pueblo, señorita Cochrane -respondió firmemente Harris, como si la llegada relativamente reciente de Martha no le diese derecho a cuestionar su aserto.

Se desplazó para arrancar una mata de perifollo. Martha sonrió para sus adentros. Era curioso que no consiguiera obligarse a llamarle Jez. Pero Harris tampoco era un nombre más verídico. Jez Harris, antiguamente Jack Oshinsky, experto jurídico de una empresa norteamericana de electrónica, se había visto obligado a abandonar su país durante la crisis. Había preferido quedarse, y retrotraer tanto su nombre como su tecnología; ahora herraba caballos, hacía aros de barril, afilaba cuchillos y hoces, cuidaba los arcenes y fabricaba un brebaje tóxico en el que sumergía un atizador al rojo vivo antes de venderlo. Su matrimonio con Wendy Temple había suavizado y asentado su acento de Milwaukee; y su placer inagotable era hacerse el paleto cada vez que un antropólogo, un escritor de viajes o un lingüista teórico se presentaba inoportunamente disfrazado de turista.

– Dígame -empezaba quizá el excursionista serio, cuyas botas nuevas le delataban-, ¿esa arboleda de allí tiene un nombre especial?

– ¿Nombre? -gritaba en respuesta Harris desde su forja, arrugando la frente y golpeando una herradura bermeja como un xilofonista demente-. ¿Nombre? -repetía, mirando al examinador a través de su pelo enmarañado-. Se llama el soto Halley, lo saben hasta los niños de teta.

Lanzaba la herradura desdeñosamente a un cubo de agua, y el silbido y el humo dramatizaban su rezongueo.

– El soto Halley… Quiere usted decir… ¿como el cometa Halley?

Para entonces el disfrazado absorbedor y escudriñador de la humanidad tarada lamentaba no haber llevado una libreta o una grabadora.

– ¿Cometa? ¿De qué cometa me habla? No suele haber cometas por aquí. ¿O sea que no ha oído hablar de Edna Halley? No, entiendo que a la gente de estos pagos no le guste hablar de eso. Son historias raras, si quiere que le diga, historias raras.

Tras lo cual, con estudiada renuencia, y después de haber manifestado signos de hambre, Harris el herrero, nacido Oshinsky, experto jurídico, se dejaba convidar a un pastel de carne y riñones en el Rising Sun, y, con una pinta de cerveza amarga y suave junto al codo, insinuaba, sin confirmarlas nunca, hablillas de brujería y supersticiones, de ritos sexuales a la luz de la luna y matanzas en trance de ganado, sucesos todos ellos no muy lejanos en el tiempo. Otros parroquianos en la salita del pub oían expirar las frases mientras Harris se concentraba y bajaba la voz, melodramáticamente.

– Claro que el párroco siempre lo ha negado… -soltaba, o bien-: Todos le dirán que no conocen a la vieja Edna, pero ella les bañó al nacer y les bañó al morir, y también entre medias…

De vez en cuando, el señor Mullin, el maestro de la escuela, reprendía a Jez Harris, sugiriendo que el folklore, y sobre todo el folklore inventado, no debería ser objeto de trueques ni de intercambio monetario. El maestro, que era tímido y poseía tacto, se aferraba a la generalidad y a los principios. Otros en el pueblo lo expresaban llanamente: para ellos, la fabu-lación y la codicia de Harris probaban que el herrero no era de origen ánglico.

Pero en cualquier caso Harris rechazaba la reprensión y, mediante guiños y rascándose el cuero cabelludo, introducía a Mullin en su propio relato.

– Oiga, no se me asuste, señor Mullin. No he soplado una palabra sobre usted y Edna, ni una palabra, me clavaría esta guadaña en las tripas si alguna vez mi gaznate ha soltado prenda de esos asuntos…

– Oh, cállese ya, Jez -protestaba el maestro, aunque el hecho de que emplease su nombre de pila era una virtual admisión de derrota-. Lo único que digo es que no se exalte con todas esas paparruchas que les cuenta. Si quiere leyendas locales tengo montones de libros que puedo prestarle. Colecciones de folklore y esas cosas.

El señor Mullin había sido anticuario en otro tiempo.

– ¿Madre Fairweather y todo ese rollo? Verá, señor Mullin -y aquí Harris lanzaba una mirada de modesta suficiencia-, les he largado esos cuentos y no son muy de su gusto. Prefieren los de Jez, la verdad sea dicha. Léanlos juntos a la luz de una vela usted y la señorita Cochrane…

– Oh, por el amor de Dios, Jez.

– Debió de tener un buen palmito en su época, esa Cochrane, ¿no le parece? Dicen que alguien le robó una enagua del tendedero la noche del lunes pasado, cuando el latoso de Brock estaba tocando a la luz de la luna en Gibbet Hill…

No mucho después de esta charla, el señor Mullin, serio y corrido, con toda la cara rosa y sus coderas de cuero, llamó a la puerta trasera de Martha Cochrane y declaró que ignoraba lo de la prenda robada, de cuya pérdida no había sabido absolutamente nada hasta que, hasta…

– ¿Jez Harris? -preguntó Martha, con una sonrisa.

– ¿No querrá decir…?

– Creo que probablemente soy demasiado vieja para que alguien se interese por mi colada.

– Oh, el muy… bribón.

Mullin era un hombre tímido y nervioso a quien sus alumnos llamaban Curruca. Aceptó una taza de té a la menta y, no por primera vez, se tomó la licencia de subir una pizca el tenor de sus críticas contra el herrero.

– La verdad es, señorita Cochrane, que en cierto modo no puedo por menos de ponerme de su parte cuando cuenta trolas a todos esos fisgones y entrometidos que ni siquiera dicen a qué vienen. Burlar al burlador, estoy seguro de que ahí esta la gracia, aunque no pondría la mano en el fuego en este momento. ¿Podría ser Marcial…?

– Pero por otra parte…

– Sí, gracias, pero por otra parte, preferiría que no inventara esas cosas. Tengo libros de mitos y leyendas que le prestaría con mucho gusto. Hay para elegir toda clase de historias. Podría organizarle una excursión guiada, si él quisiera. Llevarles a Gibbet Hill y hablarles del verdugo encapuchado. O de Madre Fairweather y sus gansos luminosos.

– Pero entonces no serían historias suyas, ¿verdad?

– No, serían las nuestras. Serían… verídicas. -El mismo no parecía muy convencido-. Bueno, quizá no verídicas, pero al menos escritas. -Martha se limitó a mirarle-. De todos modos, usted me entiende.

– Le entiendo.

– Pero intuyo que está de su parte, señorita Cochrane. Lo está, ¿verdad?

– Señor Mullin -dijo Martha, dando un sorbito de té-, cuando se llega a mi edad, una descubre a menudo que no está especialmente de parte de nadie. Ni de parte de todos. Como prefiera, realmente.

– Oh, vaya -dijo Mullin-. Ya ve, pensé que usted era de los nuestros.

– Tal vez he conocido demasiados nuestros en mi vida.

El maestro la miró como si ella fuera un tanto desleal, muy posiblemente antipatriótica. En el aula se esforzaba en dar una sólida base a sus alumnos. Les enseñaba geología local, baladas populares, los orígenes de los topónimos, las pautas migratorias de las aves y los reinos de la heptarquía (muchísimo más fáciles, pensaba Martha, que los condados de Inglaterra). Les llevaba al confín septentrional de la formación rocosa de Kimmeridge y les mostraba llaves de lucha libre antiguas, ilustradas en enciclopedias.

Había sido suya la idea de revivir -o, quizás, puesto que los anales eran inexactos, de instaurar-la fiesta del pueblo. Una tarde, una delegación oficial, compuesta por el maestro y el párroco, había visitado a Martha. Se sabía que ella, a diferencia de la mayoría de los habitantes actuales del pueblo, se había criado realmente en el campo. Mientras tomaban tazas de achicoria y galletas de mantequilla, le pidieron que les relatara sus recuerdos.

– Tres zanahorias largas -había respondido ella-. Tres zanahorias cortas. Tres zanahorias de cualquier variedad.

– ¿Sí?

– Bandeja de verduras. Tiene que estar decorada, pero sólo se puede usar perejil. Si se incluyen coliflores, tienen que ser los tronchos.

– ¿Sí?

– Seis habas. Seis judías pintas. Nueve frijoles.

– ¿Sí?

– Un tarro de mermelada. Todas las cabras tienen que ser hembras. Tarro de crema de limón. La novilla frisona no debe tener más de dos dientes grandes.

Cogió un folleto de descolorida tapa roja. Sus visitantes lo examinaron. «Tres dalias, cactus, de 15 a 20 centímetros, en un jarrón», leyeron. A continuación: «Cinco dalias, de borla, de menos de 5 centímetros de diámetro.» Después: «Cinco dalias, bola miniatura.» Después: «Tres dalias, decorativas, de más de 20 centímetros, en tres floreros.» El frágil libro de listas parecía un tiesto de una civilización inmensamente complicada y visiblemente decadente.

– ¿Un concurso de disfraces a caballo? -caviló el reverendo Coleman-. ¿Dos perchas escondidas? ¿Algo hecho con pasta salada? ¿La mejor cuidadora de niños de menos de quince años? ¿El perro que al juez le gustaría llevarse a casa?

A pesar de su respeto por el saber libresco, el maestro no estaba convencido.

– Quizá fuera mejor que, en su conjunto, empezásemos de cero.

El vicario asintió. Al marcharse dejaron el reglamento de la Sociedad Agrícola y Hortícola del distrito.

Más tarde, Martha lo había hojeado y había rememorado una vez más el olor de la carpa de cerveza, las ovejas que estaban esquilando y a sus padres columpiándola muy alto en el cielo. Luego recordó a A. Jones y el brillo de sus judías sobre terciopelo negro. Toda una vida después, se preguntaba si el señor Jones no habría hecho trampa para alcanzar semejante perfección. No había manera de saberlo: para entonces ya se habría transformado en estiércol.

Se desprendieron páginas de las grapas oxidadas del folleto; luego, una hoja seca. Rígida y gris, la depositó en su palma; sólo sus bordes festoneados le indicaron que era una hoja de roble. Debía de haberla recogido, tantos años atrás, y guardado con un propósito concreto: acordarse, un día como hoy, de un día como aquél. Sólo que, ¿qué día fue aquél? El conjuro no funcionó: no resucitó ningún recuerdo alegre, de triunfo o de simple satisfacción, ningún rayo de luz entre los árboles, ningún vencejo común aleteando debajo de los aleros, ningún olor de lilas. Había defraudado a la Martha joven por haber perdido las prioridades de la juventud. A no ser que la culpable fuese la Martha joven por no haber vaticinado las prioridades de la madurez.

Jez Harris pasó por la cascada de clemátides sin molestar al colirrojo y, en consecuencia, propiciándose suerte, según estipulaba su propia sabiduría popular. Su labor de siega y poda dejó el cementerio con aspecto de cuidado, más que propiamente limpio; pájaros y mariposas continuaban su vida. Martha siguió con la mirada, y luego con el pensamiento, a unas cabrillas de azufre hacia el sur, hacia los páramos, allende el agua y más allá de los acantilados de piedra caliza, hasta otro camposanto, con brillante muro de manipostería y césped primoroso. De allí, si fuera posible, eliminarían todo habitat natural, las lombrices serían proscritas y abolido el tiempo mismo. No se consentiría que nada turbase la última morada del primer Barón Pitman de Fortuibus.


Ni la misma Martha envidiaba a Sir Jack su grandioso aislamiento. La isla había sido idea y éxito suyos. La rebelión campesina perpetrada por Paul y Martha había supuesto un interludio olvidable, hacía tiempo borrado de la historia. Sir Jack, asimismo, había extirpado rápidamente la propensión subversiva de determinados empleados a identificarse excesivamente con los personajes que les pagaban por representar. El nuevo Robin Hood y los nuevos miembros de la banda habían devuelto una fachada respetable a los malhechores. Al rey le habían recordado enérgicamente los valores familiares. El Dr. Johnson había sido trasladado al hospital de Dieppe, donde ni la terapia ni los fármacos psicotrópicos más recientes habían conseguido aliviar sus trastornos de personalidad. Le prescribieron una sedación profunda para controlar sus tendencias autodestructivas.

Paul había durado un par de años como presidente ejecutivo, un plazo más largo del que Martha había predicho; después, fingiendo desgana y con protestas por su avanzada edad, Sir Jack había empuñado de nuevo las riendas. Poco después de reasumir el mando, un voto especial de ambas cámaras parlamentarias le había nombrado primer barón Pitman de Fortuibus. La moción se aprobó nem con, y Sir Jack admitió que hubiese sido arrogante no aceptar el honor. El Dr. Max confeccionó un árbol genealógico verosímil para el nuevo barón, cuya mansión comenzaba a rivalizar con el palacio de Buckingham en esplendor y número de visitantes. Sir Jack recorría con la mirada el Mall desde el extremo opuesto y reflexionaba que su última gran idea, su Novena Sinfonía, le había deparado merecida riqueza, fama mundial, el aplauso del mercado y un feudo privado. Verdaderamente le aclamaban como innovador y hombre de ideas.

Pero incluso en la hora de su muerte había mantenido su beligerancia. Llegado el momento de designar su mausoleo, la perspectiva de compartir un suelo con jugadores de inferior categoría le pareció un tanto indigna del fundador. La iglesia de St. Mildred, en Whippingham, propiedad eclesial de la casa Osborne, fue demolida y reedificada en lo alto de Tennyson Down, cuyas populares extensiones de terreno tal vez fuesen rebautizadas en años futuros, aunque por supuesto sólo en caso de que así lo expresara firmemente la voluntad de la isla. La hectárea que ocupaba el cementerio fue tapiada por un muro de manipostería sin mortero, revestido de lápidas de mármol que reproducían algunos de los dicta más inmortales de Sir Jack. En el centro, sobre un pequeño túmulo, se alzaba el mausoleo Pitman, necesariamente ornado pero fundamentalmente simple. Los grandes hombres debían ser modestos en la muerte. De todas maneras, sería negligente no atender las peticiones de los visitantes en un futuro enclave singular de Inglaterra, Inglaterra.

Sir Jack había repartido sus últimos meses entre los planos de arquitectos y el parte meteorológico. Cada vez creía más en signos y portentos. El formidable William había observado en algún pasaje que ruidosos lamentos del cielo presagiaban muchas veces la muerte de grandes hombres. El propio Beethoven había muerto mientras rugía sobre su cabeza una tormenta. Sus últimas palabras fueron para ensalzar a los ingleses. «Que Dios les bendiga», había dicho. ¿Sería vanidoso -¿o no sería, acaso, verdaderamente humilde?- decir lo mismo cuando los cielos lamentasen su partida? El primer barón Pitman seguía cavilando acerca de su epigrama de despedida cuando falleció, contemplando con complacencia un firmamento azul y sereno.

El entierro fue un acontecimiento de gran fasto y caballos con penacho negro; parte de la aflicción fue sincera. Pero el Tiempo, o más exactamente la dinámica del propio Proyecto de Sir Jack, se tomó su desquite. Los primeros meses, los visitantes de primera acudían a rendir homenaje al sepulcro de Sir Jack, leían sus máximas en los muros y se marchaban meditabundos. Pero también continuaban visitando la mansión Pitman al fondo del Mall, cada vez en mayor número. Un entusiasmo tan fiel subrayaba el vacío y la melancolía del edificio tras el fallecimiento de su dueño, y a Jeff y a Mark les parecía que había una diferencia entre hacer que los visitantes meditaran y hacer que se deprimiesen. Entonces la lógica mercantil llameó como un mensaje en el muro de Baltasar: Sir Jack tenía que revivir.

Las entrevistas de candidatos tuvieron momentos desconcertantes, pero encontraron a un Pitman que, con un poco de investigación y adiestramiento, valdría lo que el antiguo. Sir Jack -el viejo- habría aprobado que su sucesor hubiese interpretado muchos papeles protagonistas de Shakespeare. El sustituto de Sir Jack pronto se convirtió en una figura popular: apeándose de su landó para zambullirse entre las multitudes, impartiendo conferencias sobre la historia de la isla y enseñando su mansión a ejecutivos clave de la industria del ocio. La experiencia Pitman de la cena en el Cheshire Cheese resultó ser una alegre predilección de visitantes. El único contratiempo comercial de todo esto fue que las ganancias del mausoleo descendieron tan deprisa como la cesta de huevos de Betsy: algunos días había más jardineros que visitantes. A mucha gente le parecía de un gusto dudoso sonreír a un hombre por la mañana y visitar su tumba por la tarde.

La isla contaba con su tercer Sir Jack cuando Martha volvió a Anglia tras unos decenios de vagabundeo. De pie en la cubierta de proa del transbordador trimestral de El Havre, que anunciaba con la sirena su incierta entrada en el puerto de Poole, mientras una fina llovizna le refrescaba la cara, se preguntó qué clase de muelle iba a encontrar. Lanzaron y tensaron los cabos; colocaron la pasarela; caras alzadas buscaban a otras personas. Martha fue la última en desembarcar. Vestía su ropa más vieja; pero aun así, el oficial de aduanas, con patillas de boca de hacha, la saludó cuando ella se detuvo ante su mesa bruñida de roble. Había conservado su pasaporte de la Vieja Inglaterra, y también pagado secretamente sus impuestos. Ambas precauciones la situaban en la rara categoría de inmigrante autorizada. El aduanero, con su espeso traje azul de sarga embutido en sólidas botas de agua, sacó el reloj de oro que le colgaba sobre la barriga y anotó la hora de la repatriación en un libro contable forrado con piel de borrego. Era sin duda más joven que Martha, pero la miró como si ella fuese una hija perdida hacía mucho tiempo.

– Más vale un descarriado, si me permite la osadía, señora.

Acto seguido le devolvió el pasaporte, saludó de nuevo y silbó a un pilluelo para que le transportara el equipaje hasta el taxi de caballos.

Lo que la sorprendió, al observarlo a distancia, fue lo velozmente que se había desarrollado todo aquello. No, era injusto, eso era el modo en que lo hubiese expresado The Times of London, que todavía se publicaba en Ryde. La versión oficial de la Isla, lealmente establecida por Gary Desmond y sus sucesores, era de una sencillez regocijante. La Vieja Inglaterra había perdido gradualmente poder, territorio, riqueza, influencia y población. La Vieja Inglaterra podía compararse desventajosamente con alguna provincia retrasada de Portugal y Turquía. La Vieja Inglaterra se había degollado a sí misma y yacía en la cuneta bajo la luz espectral de una farola de gas, cumpliendo su función exclusiva de ejemplo disuasorio para otras naciones. De viuda a pordiosera, tal como rezaba despectivamente un titular del Times. La Vieja Inglaterra había perdido su historia y, por consiguiente -puesto que la memoria es la identidad-, había perdido toda conciencia de sí misma.

Pero había otra manera de mirar las cosas, y los historiadores futuros, por muchos prejuicios que albergasen, concordarían sin duda en distinguir dos periodos. El primero comenzaba con el establecimiento del Proyecto de la isla, y había durado todo el tiempo en que la Vieja Inglaterra -término adoptado por conveniencia- había tratado de competir con Inglaterra, Inglaterra. Fue una época de vertiginoso declive para la metrópoli. La economía fundada en el turismo se desplomó; los especuladores destruyeron la moneda; el exilio de la familia real puso de moda la expatriación entre la pequeña nobleza, y europeos continentales compraron como residencias secundarias los mejores bienes inmuebles. Una Escocia renaciente adquirió grandes extensiones de terreno a las viejas ciudades industriales del norte; hasta Gales pagó por anexionarse Shropshire y Herefordshire.

Tras varias tentativas de rescate, Europa se negó a seguir malgastando dinero. Hubo quienes vieron una conspiración en la actitud europea hacia un país que antaño le había disputado la primacía del continente; se habló de revancha histórica. Se rumoreó que en el curso de una cena secreta en el Elíseo, los presidentes de Francia, Alemania e Italia habían formulado con las copas en alto el siguiente brindis: «No sólo es necesario tener éxito, sino que los demás fracasen.» Y aun en el caso de que esto no fuese cierto, había suficientes documentos filtrados de Bruselas y Estrasburgo confirmando que muchos altos funcionarios consideraban que la Vieja Inglaterra representaba menos un simple candidato a fondos de emergencia que una lección económica y moral: había que pintarla como un país de gandules y consentir que su caída en picado sirviese de ejemplo disciplinario a la excesiva codicia de otras naciones. Se le impusieron también castigos simbólicos: el meridiano de Greenwich fue sustituido por el Tiempo Solar de París; en los mapas, el Canal de la Mancha pasó a llamarse la Manga Francesa.

Entonces se produjo una despoblación masiva. Los habitantes de origen caribeño e indio comenzaron su retorno a los países más prósperos de los que procedían sus tatarabuelos. Otros emigraban a los Estados Unidos, Canadá, Australia y Europa continental; pero los ingleses de pura cepa ocupaban el final de la lista de los inmigrantes admisibles, puesto que ostentaban la mácula del fracaso. Europa, en una sub-cláusula del Tratado de Verona, retiró a los antiguos ingleses el derecho de libre circulación dentro de la Unión. Destructores griegos patrullaban por la Manga Francesa para interceptar a los boat people. Después de lo cual, la despoblación descendió.

La respuesta política natural a esta crisis fue la elección de un Gobierno de Renovación que se comprometió a lograr la recuperación económica, la soberanía parlamentaria y la recompra de territorio. La primera medida consistió en restaurar la antigua libra como unidad monetaria central, una iniciativa que pocos combatieron, pues el euro inglés había dejado de ser convertible. El segundo paso fue enviar el ejército al norte para reconquistar territorio que oficialmente se consideraba ocupado, pero que en realidad había sido vendido. La Blitzkrieg liberó gran parte del oeste de Yorkshire, para consternación general de sus habitantes; pero después de que los Estados Unidos respaldaran la decisión europea de mejorar el armamento del ejército escocés y ofrecerle créditos ilimitados, la batalla de Rombalds Moor desembocó en el humillante Tratado de Weeton. Distraída la atención, la Legión Extranjera francesa invadió las islas del Canal y su reiterada reivindicación por parte del Quai d'Orsay fue refrendada por el Tribunal Internacional de La Haya.

Tras el Tratado de Weeton, un país desestabilizado por el peso de la reconstrucción desechó la política de renovación o, por lo menos, lo que tradicionalmente se había entendido como tal. Ello supuso el inicio del segundo periodo, acerca del cual los historiadores futuros discreparán largo tiempo. Algunos aseguraron que, llegado a este punto, el país simplemente desistió; otros, que halló nuevas fuerzas en la adversidad. Lo que siguió siendo indiscutible fue que se abandonaron los objetivos convenidos por la nación desde hacía mucho tiempo: el crecimiento económico, la influencia política, la capacidad militar y la superioridad moral. Nuevos dirigentes proclamaron una nueva autosuficiencia. Retiraron al país de la Unión Europea -negociando con una obstinación tan irracional que al final les pagaron para que se fuesen-, instauraron una barrera comercial contra el resto del mundo, prohibieron la propiedad extranjera tanto de tierras como de bienes muebles en el interior del territorio patrio y disolvieron el ejército. Se autorizó la emigración; la inmigración, tan sólo en raras circunstancias. Patrioteros intransigentes clamaron que estas medidas tenían por finalidad reducir a una gran nación de comerciantes a un aislamiento de comedores de nueces; pero los patriotas modernizado-res opinaban que era la última alternativa realista para un país fatigado de su propia historia. La Vieja Inglaterra abolió todo turismo, salvo el de grupos de dos personas o menos, y estableció un bizantino sistema de visados. Se abolió la antigua división administrativa en condados y se crearon nuevas provincias basadas en los reinos de la heptarquía anglosajona. Por último, el país declaró su segregación del resto del planeta y del tercer milenio cambiando su nombre por el de Anglia.

El mundo comenzó a olvidar que «Inglaterra» había significado en otros tiempos algo más que Inglaterra, Inglaterra, un falso recuerdo que esta isla se afanaba en reforzar, mientras que los que permanecían en Anglia empezaron a olvidarse del mundo de más allá. Sobrevino la pobreza, por supuesto, aunque esta palabra tenía menos sentido a falta de comparación. Si la pobreza no entrañaba desnutrición o insalubridad, entonces no era tanto indigencia como austeridad voluntaria. Quienes buscaban las vanidades habituales seguían siendo libres de emigrar. Los anglios descartaron asimismo gran parte de las tecnologías de comunicación que antaño parecían indispensables. Otra vez eran de buen tono las plumas estilográficas y la redacción de cartas, las veladas en familia en torno a la radio y marcar la «O» de «operadora»; hábitos tan de moda cobraron auténtica fuerza. Decreció el tamaño de las ciudades, los sistemas de transportes colectivos fueron abandonados, aunque todavía circulaban algunos trenes a vapor; los caballos pateaban las calles. Se reabrieron las minas de carbón y los diversos reinos afirmaron sus diferencias; surgieron nuevos dialectos, emanados de las nuevas separaciones.

Martha no sabía lo que esperaba cuando el autobús de color crema y ciruela y un solo piso la depositó en el pueblo del Mid-Wessex que la había aceptado como residente. Los medios de comunicación de todo el mundo seguían siempre la versión del The Times of London, que describía Anglia como un país de patanes y tercamente arcaico. Tiras cómicas demoledoramente satíricas pintaban a palurdos rociados por pompas de agua después de una sobredosis de mejunje etílico. Decían que la delincuencia florecía a pesar de los grandes esfuerzos de los policías montados en bicicleta; ni la restauración de los cepos había disuadido a los malhechores. Entretanto, se suponía que la endogamia había producido una nueva e incomparable especie descerebrada de tonto del pueblo.

Por supuesto, nadie de la isla había visitado durante años la metrópoli, no obstante la moda de que la escuadrilla de la Batalla de Inglaterra realizara simulacros de vuelos de reconocimiento sobre Wessex. A través de sus gafas de plexiglás y con interferencias de época en los oídos, «Johnnie» Johnson y sus héroes con cazadoras de piel de borrego oteaban atónitos en busca de lo que allí no existía: tráfico viario y cables de alta tensión, farolas y carteleras publicitarias, el entramado de conductos vitales de un país. Veían barriadas muertas y desventradas por excavadoras, y carreteras de cuatro carriles que se perdían en los páramos, y una caravana de gitanos traqueteando sobre los socavones del asfalto volcánico. Aquí y allá había brillantes extensiones reforestadas, fruto algunas del desorden original de la naturaleza, y otras de las agudas aristas de la voluntad humana. Campos cómodamente espaciosos habían vuelto a dividirse en parcelas angostas; postes eólicos giraban diligentemente; un canal rehabilitado ofrecía un reflejo de tráfico pintado y de gabarras tiradas por esforzados caballos. De vez en cuando, a lo lejos, en el horizonte, se perfilaba el reguero terrestre del vapor de una locomotora. A la escuadrilla le gustaba rasear, tocando las sirenas, sobre un pueblo que surgía de repente: caras asustadas levantaban sus bocas como tinteros y un semental se espantaba a la entrada de un puente de peaje; su jinete agitaba un puño impotente hacia el cielo. Acto seguido, con risotadas de superioridad, los héroes ejecutaban una voltereta de victoria, daban un golpecito, con un guante deshilachado, en el indicador del combustible, y emprendían el regreso hacia la base.

Los pilotos habían visto lo que deseaban ver: pintoresquismo, decadencia, fracaso. No advertían los cambios más callados. A lo largo de los años, las estaciones habían retornado a Anglia y volvieron a ser como antaño. Las cosechas eran de nuevo el producto de la tierra local, ya no llegaban en transporte aéreo; las primeras patatas de la primavera eran exóticas, y el membrillo y las moras del otoño eran decadentes. Se advirtió que la maduración era un suceso adventicio, y los veranos fríos deparaban gran cantidad de chutney de tomate verde. Los avances del invierno se medían por la putrefacción de las manzanas caídas y la audacia creciente de los predadores. Las estaciones, como no eran fidedignas, se respetaban más, y sus comienzos se señalaban por medio de ceremonias piadosas. El clima, desde hacía mucho reducido a mero determinante del humor personal, volvió a ocupar un lugar central: el de algo externo, que ponía en obra un sistema de recompensas y castigos, sobre todo esto último. No sufría la rivalidad ni la interferencia del clima industrial, y era autocomplaciente en su dominación: reservado, inmanente, caprichoso, siempre rayano en lo milagroso. Las nieblas poseían carácter y movimiento, el trueno recobró su divinidad. Los ríos desbordaban, los espigones reventaban y, cuando las aguas descendían, se veían ovejas en las copas de los árboles.

Se extraían de la tierra los productos químicos, los colores se tornaban más suaves y la luz inmaculada; la luna, con menos competidores, ahora se elevaba más dominante en el cielo. En los campos ensanchados, la flora y la fauna florecían libremente. Las liebres se multiplicaron; soltaron en el bosque a ciervos y jabalíes criados en granjas; el zorro urbano recobró una dieta más saludable de carne sanguinolenta y palpitante. Se restablecieron las tierras comunales; cultivos y granjas se empequeñecieron; se replantaron setos. Las mariposas de nuevo justificaban el grosor de los antiguos libros dedicados a ellas; las aves migratorias que durante generaciones habían sobrevolado velozmente la Isla tóxica ahora prolongaban su estancia y algunas decidieron afincarse en ella. Los animales domésticos se hicieron más pequeños y más ágiles. La consumición de carne volvió a ser popular, al igual que la caza furtiva. Mandaban a los niños a recoger setas en los bosques, y los más osados caían estupefactos al cabo de un mordisqueo exploratorio; otros excavaban raíces esotéricas o fumaban porros de helechos secos y simulaban alucinaciones.


El pueblo donde Martha había vivido cinco años era una pequeña aglomeración formada donde la carretera se bifurcaba hacia Salisbury. Durante décadas, los camiones habían removido los cimientos de guijarros de los cottages y sus humaredas ennegrecido el yeso de sus fachadas; todas las ventanas tenían cristal doble y sólo los jóvenes y los borrachos cruzaban la carretera innecesariamente. Ahora el pueblo dividido había recuperado su integridad. Gallinas y gansos deambulaban con aire posesivo por el asfalto agrietado donde los niños habían pintado con tiza juegos de saltos; los patos colonizaban la plaza triangular del pueblo y defendían su pequeño estanque. El viento limpio secaba la ropa de las coladas, colgada con pinzas de madera de una cuerda tendida. Cuando ya no hubo tejas disponibles, los cottages recurrieron al junco y a la paja. Sin tráfico, el pueblo se sentía más seguro y más cercano; sin televisión, los lugareños conversaban más, aunque pareciese que había menos de que hablar. Los asuntos de cada vecino eran de dominio público; los mercachifles eran recibidos con cautela; a los niños los mandaban a la cama con cuentos de bandoleros y de gitanos que estimulaban su imaginación, aunque pocos de sus padres habían sido gitanos, y ninguno salteador de caminos.

El pueblo no era idílico ni antiutópico. No había tontos de remate, a pesar de las mejores imitaciones de Jez Harris. De haber estupidez, como insistía The Times ofLondon, era más una estupidez a la antigua usanza, basada en la ignorancia, que a la nueva, fundada en el conocimiento. El reverendo Coleman era un pelmazo bienintencionado cuyo estatus clerical había llegado por correo, y Mullin, el maestro, una autoridad respetada a medias. La tienda abría a intervalos irregulares, premeditados para engañar incluso a los clientes más fieles; el pub estaba vinculado con la cervecera de Salisbury y la mujer del dueño era incapaz de preparar un bocadillo. Enfrente de la casa de Fred Temple, talabartero, zapatero y barbero, había una perrera para animales vagabundos. Dos veces por semana un autobús vibrante transportaba a los lugareños al mercado de la ciudad, pasando por delante del hospital y el manicomio de Mid-Wessex; al conductor le llamaban invariablemente George, y gustosamente hacía recados para las personas recluidas en sus casas. Había delincuencia, pero en una cultura de austeridad voluntaria no pasaba de ser el robo ocasional de una gallina joven.

Al principio, la actitud de Martha había sido sentimental, hasta que Ray Stout, el dueño del pub -que antiguamente había sido cobrador del peaje en la autopista- le dijo, al tenderle un gin-tonic por encima del mostrador: «Me figuro que nuestra pequeña comunidad le parecerá bastante divertida, ¿no?» Más tarde la deprimieron la falta de curiosidad y los bajos horizontes, hasta que Ray Stout la desafió diciendo: «Ya echa de menos las luces brillantes, ¿me equivoco?» Por último se acostumbró a la reiteración silenciosa y necesaria, a la cautela, el continuo espionaje, la amabilidad, el incesto mental, las largas veladas. Hizo amistad con un par de queseros que antes habían sido comerciantes de materias primas; ocupaba un asiento en la junta de la parroquia y nunca fallaba cuando le tocaba el turno en la lista para las flores de la iglesia.

Subía cuestas; tomaba libros prestados de la biblioteca ambulante que estacionaba en la plaza cada dos martes. En su jardín cultivaba nabos Snowball y coles Red Drumhead, lechuga de Bath, coliflores St. George y cebollas Rousham Park Hero. En recuerdo del señor A. Jones, cultivaba más judías de las que necesitaba: Caseknife y Painted Lady, Mantequilla Dorada y Emperador Escarlata. Ninguna, a su juicio, merecía el honor de yacer sobre terciopelo negro.

Se aburría, por supuesto; pero había regresado a Anglia más como un ave migratoria que como una fanática. No follaba con nadie; envejecía; conocía los contornos de su soledad. No estaba segura de si ella había hecho bien, de sí Anglia había actuado bien, de si una nación podía invertir su curso y sus costumbres. ¿Era un arcaísmo intencionado, como aseguraba The Times, o ese rasgo, de todos modos, había formado parte de la naturaleza, de la historia del país? ¿Era una valerosa empresa nueva, de renovación espiritual y autosuficiencia moral, como sostenían los dirigentes políticos? ¿O era simplemente inevitable, una respuesta forzosa al colapso económico, a la despoblación y a la venganza de Europa? Estas cuestiones no se debatían en el pueblo: signo tal vez de que la conciencia quejumbrosa y soriática que tenía de sí mismo había llegado a su fin.

Y finalmente ella encajaba en el pueblo porque ya no experimentaba el hormigueo de sus propias cuestiones privadas. Ya no deliberaba sobre si la vida era o no era una trivialidad, y sobre cuáles serían las consecuencias si lo fuera. Tampoco sabía si la quietud que había alcanzado era prueba de madurez o de cansancio. Ahora iba a la iglesia como una feligresa más, junto con otras que sacudían sus paraguas en el pórtico con goteras y seguían los sermones inofensivos con el estómago clamando por el pedazo de cordero que habían dado al panadero para que lo asara en su horno. Porque tuyo es el wigwam, las flores y la historia: otro hermoso verso más.

Martha, muchas tardes, soltaba el pestillo de la puerta trasera, provocando en los patos, al cruzar el césped, un remolino de alas, y tomaba el camino de herradura hacia Gibbet Hill. Los excursionistas -o, cuando menos, los auténticos- eran infrecuentes por entonces, y el sendero hundido aparecía de nuevo cubierto de maleza cada primavera. Llevaba un par de viejos pantalones de montar para precaverse de los brezos, y mantenía una mano semilevantada para repeler el azote del seto de espino. Aquí y allá un arroyo se internaba en el sendero y confería un brillo añil a los pedernales que ella pisaba. Subió la cuesta con una paciencia tardíamente descubierta en su vida, y llegó a una explanada de pasto comunal circundado por la alameda de olmos de Gibbet Hill.

Se sentó en un banco, la chamarra se le enganchó en una placa de metal deslustrada perteneciente a un granjero muerto hacía mucho tiempo, y recorrió con la mirada los campos que él habría arado antaño. ¿Era verdad que los colores se atenuaban a medida que envejecían los ojos? ¿O era, más bien, que la excitación de la juventud ante el mundo se transmitía a todo lo que uno veía y le prestaba un mayor brillo? El paisaje que contemplaba era de color gamuza y marrón grisáceo, fresno y ortiga, pardo y ruano, pizarra y botella.

Contra aquel trasfondo se movían unos cuantos cervatillos. Los escasos indicios de presencia humana también concordaban con las leyes naturales de discreción, neutralidad y colorido difuso: el granero púrpura del granjero Bayliss, en su día objeto de debate estético en el comité de planificación de la junta parroquial, ahora derivaba hacia un morado suave.

Martha reconoció que ella también se difuminaba. Se había percatado, conmocionada, una tarde en que dio al pequeño Billy Temple un severo rapapolvo por decapitar una de las malvarrosas del vicario con una vara de sauce, y el chico -con la mirada sulfurada, desafiante, y los calcetines caídos- le plantó cara un momento y luego, cuando se giró para echar a correr, gritó: «Mi papá dice que eres una solterona.» Al volver a casa se miró en el espejo: el pelo enmarañado, al quitar los pasadores, la blusa escocesa debajo de una chamarra gris, la tez cuyo tono rubicundo se había consolidado al cabo de decenios de cuidar la piel, y lo que a ella le pareció -¿aunque quién era ella para decirlo?- una suavidad casi lechosa en los ojos. Pues bien, solterona, si así la veían ellos.

No obstante, la suya era una curiosa trayectoria vital: que ella, una niña tan despierta, una adulta tan desencantada, se hubiera transformado en una solterona. Difícilmente en una tradicional, que adquiría esa condición por medio de la virginidad vitalicia, la abnegada atención a los padres que envejecen, y una distante censura moral. Se acordó de cuando había estado de moda entre los cristianos, a menudo muy jóvenes, declararse -¿basándose en qué autoridad?- nacidos de nuevo. Tal vez ella fuese una solterona renacida.

Y tal vez se trataba también de que, pese al combate interior de toda una vida, al final no eras más que lo que los otros veían que eras. Era tu naturaleza, te gustase o no.

¿Qué hacían las solteronas? Eran solitarias, pero participaban en los asuntos del pueblo; tenían buenos modales y aparentaban una completa ignorancia de toda la historia de la sexualidad; tenían, a veces, una historia personal, su propia experiencia vivida, cuyos desengaños eran reacias a divulgar; daban paseos saludables hiciera el tiempo que hiciese; guardaban pequeños recordatorios cuyo patetismo escapaba a la comprensión de extraños; leían el periódico.

De modo que Martha parecía estar contentando a los demás, al tiempo que complaciéndose a sí misma cuando, todos los viernes, hervía un poco de leche para su achicoria matutina y se ponía a leer la Mid-Wessex Gazette. Degustaba impaciente el provincianismo reconcentrado del diario. Era mejor comulgar con la realidad que uno conoce; más insulsa, acaso, pero también más idónea. Durante muchos años el Mid-Wessex no había conocido accidentes aéreos, cambios políticos, carnicerías, redadas de drogas, hambrunas africanas ni divorcios de Hollywood; no había, por tanto, crónicas al respecto.Tampoco leía nada sobre la isla de Wight, como todavía la llamaban en la metrópoli. Algunos años antes, Anglia había renunciado a toda reivindicación territorial sobre el feudo del barón Pitman. Había sido una renuncia necesaria, aunque no hubiese impresionado a casi nadie. The Times of London comentó burlonamente que se trataba del gesto de un padre en bancarrota que declara, exasperado, que no pagará más facturas de su hijo millonario.

Había aún revistas donde podían leerse noticias más interesantes sobre más allá del perímetro costero; pero no en la Mid-Wessex Gazette, ni en ninguna de sus colegas. Se llamaba legítimamente una gaceta, puesto que no era un periódico que contuviese novedades; era, más bien, un listado de las decisiones tomadas o de lo que había acabado sucediendo. El precio del ganado y de los piensos; las tarifas del mercado para las verduras y las frutas; sumarios de tribunales superiores y de juzgados de primera instancia; inventarios de bienes muebles vendidos en subasta; bodas de oro, de plata y meras esperanzas de cumplirlas; fiestas, festivales y la apertura de unos jardines al público; resultados de deportes escolares, parroquiales, de distrito y del reino; nacimientos, entierros. Martha leía todas las páginas, incluso -sobre todo- las que no le interesaban. Escrutaba ávidamente las listas de artículos vendidos por quintales, arrobas y libras para cantidades expresadas en libras, chelines y peniques. No era una cuestión de nostalgia, porque la mayoría de aquellas medidas de peso habían sido abolidas antes de que ella tuviese uso de razón. O quizá lo fuese, y una nostalgia de las más genuinas: no de lo que habías conocido, o creías haber conocido de niña, sino de lo que no era posible que hubieses conocido. Así pues, con una atención que era artificial sin ser especiosa, Martha tomaba nota de que la remolacha mantenía su precio de trece chelines y seis peniques por cada 45,36 kilos, mientras que la bardana había caído un chelín en una semana. No le sorprendía: ¿qué demonios hacía pensar a la gente que la bardana era un alimento sabroso? En su opinión, todas aquellas hortalizas arcaicas no se consumían por razones nutritivas, ni tampoco de necesidad, sino por una cuestión de modas. La simplicidad se confundía con la mortificación propia.

La Gazette informaba del mundo exterior de una manera tan sólo tangencial: como una fuente meteorológica, como el destino de aves migratorias que actualmente abandonaban el Mid-Wessex. Publicaba asimismo un gráfico semanal del cielo nocturno. Martha lo examinaba tan atentamente como los precios del mercado. Dónde podía vislumbrarse Sirio, qué planeta rojo mate parpadeaba cerca del horizonte oriental, cómo reconocer el cinturón de Orion. Aquélla era la manera -pensaba- en que el espíritu humano debería dividirse entre lo enteramente local y lo casi eterno. Qué gran parte de su vida se había consumido con toda su sustancia en el medio: carrera, dinero, sexo, cuitas sentimentales, apariencia, inquietud, miedo, anhelo. La gente podría decir que para ella era más fácil renunciar a todo eso después de haberlo probado; que ahora era una anciana, o una solterona, y que si se viera obligada a cosechar campos de remolacha en lugar de supervisar ociosamente su precio, tal vez lamentase más las cosas a las que había renunciado. Bueno, también eso era de lo más probable. Pero todo el mundo tenía que morir, por mucho que se distrajeran con la sustancia en el medio. Y era de su incumbencia la manera en que ella se preparaba para ocupar un lugar definitivo en el cementerio recién segado.


La fiesta del pueblo se celebró uno de aquellos días ventosos de principios de junio en Anglia, en que existe una constante amenaza de llovizna y nubes urgentes llegan tarde a su cita en el reino siguiente de la heptarquía. Martha se asomó por la ventana de la cocina al triángulo de césped en pendiente donde estaban apuntalando aprisa los cables de sujeción de una marquesina sucia. El herrero Harris comprobaba la tirantez de los cables y hundía más a fondo unas clavijas con un mazo de madera. Lo hacía de un modo ostentoso y posesivo, como sí generaciones atrás hubiesen otorgado a su familia una patente de corso para oficiar tan valeroso ritual. A Martha la seguía desconcertando Jez: por una parte, sus invenciones eran palmariamente fraudulentas; por otra, aquel norteamericano criado en una ciudad personificaba, con su gracioso acento, uno de los más convincentes y fervorosos lugareños.

La carpa estaba afianzada; y he aquí que hacia ella aparece a caballo, con el pelo al viento, la rubia sobrina de Jez, Jacky Thornhill. Jacky iba a ser la reina de mayo, aunque alguien señaló que estaban a comienzos de junio, a lo que otro repuso que no importaba porque espino era la planta y no el mes, o al menos eso creían, por lo que fueron a consultar a Mullin, el maestro, quien les dijo que lo consultaría, y cuando, después de haberlo hecho, informó de que se refería a la flor de espino que era tradición que la reina luciese en el pelo, si bien esto venía a ser lo mismo, pues supuestamente el espino florecía en mayo, pero en cualquier caso la madre de Jacky le había hecho una diadema de oropel con cartón pintado, y era eso lo que llevaba, y ahí se acabó la historia.

Era derecho y deber del vicario inaugurar la fiesta. El reverendo Coleman vivía en la vieja rectoría al lado de la iglesia. Los vicarios anteriores habían vivido en una finca de yeso demolida hacía mucho por las palas de las excavadoras. La rectoría quedó desocupada cuando su último propietario, un hombre de negocios francés, había regresado a su país durante las medidas de emergencia. A los vecinos les parecía normal que el vicario viviese en la rectoría, del mismo modo que una pollita vive en el gallinero; pero al clérigo no se le consentía darse ínfulas, como tampoco es propio que una gallina se tome por un pavo. El reverendo Coleman no había llegado a la conclusión, por el solo hecho de que hubiese vuelto al lugar donde sus antecesores habían morado durante siglos, de que Dios había regresado al pueblo o que la moralidad cristiana fuese la ley del mismo. De hecho, la mayor parte de los feligreses regulaba su vida con arreglo a un código cristiano atenuado. Pero cuando iban a la iglesia los domingos, lo hacían más por una necesidad de trato mundano y un gusto por los himnos melodiosos que para recibir desde el pulpito consejo espiritual y la promesa de una vida eterna. El vicario se abstenía de utilizar su posición para proponer un coercitivo sistema teológico; por el contrario, pronto había aprendido que los sermones moralistas recibían como pago en la bandeja de plata el botón de un pantalón y un euro sin valor.


Así que el reverendo ni siquiera se permitió un comentario de rigor sobre que el Buen Dios había hecho que el sol brillara sobre el pueblo con motivo de aquel día especial. Ecuménicamente, hasta se obstinó en estrechar la mano de Fred Temple, que había acudido disfrazado de demonio escarlata. Cuando el fotógrafo de la Gazette les hizo posar juntos, el clérigo pisó picaramente el rabo articulado de Fred al mismo tiempo que ostentosa -y paganamente- cruzaba los dedos. Luego pronunció una breve alocución en la que mencionó por su nombre a casi todos los habitantes del pueblo, declaró inaugurada la fiesta y ahuyentó con un gesto irascible a la orquesta de cuatro músicos apostada junto a la carpa mugrienta.

La banda -tuba, trompeta, acordeón y violín- comenzó con «Land of Hope and Glory», que algunos pensaron que era un himno interpretado como deferencia hacia el vicario y otros una vieja canción de los Beatles del siglo pasado. Una procesión improvisada recorrió después la plaza a velocidades desincronizadas: Jacky, la reina de mayo, torpemente montada a la mujeriega sobre un caballo de tiro, cuyas crines lavadas con champú y ristra de ajorcas resultaban más espectaculares, mecidas por la brisa, que la permanente casera que Jacky se había hecho en los tirabuzones; Fred Temple, con el rabo escarlata anudado alrededor del cuello, al mando de una máquina de vapor pedorreante, toda cintas y estrépito; Phil Henderson, criador de gallinas, un genio de la mecánica y pretendiente de la rubia Jacky, al volante de su Mini-Cooper descapotable, que había encontrado abandonado en un establo y reconvertido en un motor que funcionaba a base de gas ciudad embotellado; y finalmente, tras algunas exhortaciones satíricas, el alguacil Brown en su bicicleta, con su cachiporra desenfundada en ristre, el pulgar izquierdo en la campanilla, pinzas de bici en los tobillos y un bigote falso sobre el labio. Este cuarteto desigual dio media docena de vueltas al césped de la plaza, hasta que ni siquiera su parentela más próxima vio motivos para seguir animándoles. Había puestos de limonada y cerveza de jengibre; bolos, bowling y adivina-cuánto-pesa-el-ganso; un tiro al coco en el que, respetando una tradición muy antigua, la mitad de los cocos estaban pegados con cola a las tazas y devolvían las bolas de madera rebotando hacia el lanzador; regalos sorpresa en un barril de salvado y remojones a la caza de manzanas. Sobre mesas de caballete destartaladas se amontonaban pasteles de alcaravea y tarros de conservas: mermeladas, gelatinas, encurtidos y chutneys. Ray Stout, el dueño del pub, con las mejillas pintadas de colorete y un turbante torcido, que mostraba sus entradas, acuclillado en una caseta vetusta, leía la buenaventura en hojas de té verde lima. Los niños jugaban a clavar la cola en el burro y se habían pintado una barba con corcho quemado; por medio penique podían entrar a una tienda donde tres antiguos espejos deformantes dejaban mudos de incredulidad a los pequeños presumidos.

Más adelante, conforme transcurría la tarde, hubo una carrera con tres patas, ganada por Jacky Thornhill y Phil Henderson, cuya destreza en un espectáculo tan discordante instigó a los sabihondos a comentar que hacían buena pareja para el matrimonio. Dos jóvenes avergonzados, con chaquetas de lino sólidas y holgadas, dieron una demostración de lucha de Cornualles; mientras uno de ellos se disponía a intentar una llave llamada «yegua volante», miraba de reojo al entrenador Mullin, que actuaba de arbitro con una enciclopedia abierta en la mano. En el concurso de disfraces, Ray Stout, conservando su colorete en las mejillas pero adecentando su turbante, se presentó de reina Victoria; también desfilaron Lord Nelson, Blancanieves, Robin Hood, Boadicea y Edna Halley. Por lo que a ella concernía, Martha Cochrane había decidido dar su voto a la Edna Halley encarnada por Jez Harris, no obstante su fantasmagórico parecido con la reina Victoria de Ray Stout. Pero Mullin pretendió que descalificaran al herrero alegando que a los concursantes se les había exigido que se disfrazaran de personas reales; en consecuencia, se convocó una reunión ad hoc de la junta parroquial para deliberar sobre la cuestión de si Edna Halley era o no una persona real. Jez Harris contraatacó negando la existencia real de Blancanieves y Robin Hood. Algunos dijeron que sólo eras real si alguien te había visto; otros, que sólo lo eras si aparecías en un libro; otros, en fin, que lo eras si un número suficiente de personas creía en tu existencia. Se vertieron opiniones por extenso, espoleadas por una certeza ignorante y ebria.

Martha estaba perdiendo el interés. Lo que atraía su atención ahora era la cara de los niños, que expresaban una confianza muy intensa y a la vez compleja en la realidad. A su entender, no habían alcanzado la edad de la incredulidad, sino sólo del asombro, de tal suerte que cuando descreían, a la vez creían. El enano regordete que les atisbaba en el espejo deformante era ellos y no lo era: los dos eran verdaderos. Veían perfectamente que la reina Victoria no era más que Ray Stout con la cara colorada y una bufanda alrededor del cuello, pero creían simultáneamente en la reina Victoria y en Ray Stout. Era como aquel antiguo rompecabezas de los tests psicológicos: ¿esto es una copa o un par de perfiles uno enfrente de otro? Los niños no tenían problema en pasar de una cosa a la otra o verlas las dos al mismo tiempo. Ella, Martha, ya no era capaz de hacerlo. Lo único que veía era la felicidad con que Ray Stout hacía el idiota.

¿Podía reinventarse la inocencia? ¿O se construía siempre, se injertaba en la antigua incredulidad? ¿Eran las caras de los niños la prueba de esta inocencia renovable o nada más que sentimentalismo? El alguacil Brown, borracho de copas, daba vueltas de nuevo a la plaza del pueblo, tocando con el pulgar la campanilla y saludando con la cachiporra a todos los que pasaban. Brown había hecho, muchos años antes, un cursillo de formación de dos meses con una empresa privada de seguridad, no estaba adscrito a ninguna comisaría y no había apresado a ningún delincuente desde su llegada al pueblo; pero poseía el uniforme, la bicicleta, la porra y el bigote que ahora se le estaba despintando. Todo lo cual parecía ser bastante.

Martha Cochrane se marchó de la fiesta cuando el aire se estaba espesando y el baile se volvía cada vez más espontáneo. Tomó el camino de herradura a Gibbet Hill y se sentó en el banco a contemplar el pueblo. ¿Habría habido una horca de verdad allí? ¿Habría habido cadáveres colgados mientras los grajos les vaciaban las cuencas oculares? ¿O era, a su vez, la idea fantasiosa y turística de algún vicario gótico de un par de siglos antes? Imaginó brevemente Gibbet Hill como una atracción de la Isla. ¿Grajos mecánicos? ¿Un salto desde el patíbulo con cuerdas elásticas para saber qué se sentía, seguido de una copa con el verdugo encapuchado? Algo de ese estilo.

Abajo habían encendido una hoguera y serpenteaba una fila de conga encabezada por Phil Henderson. Agitaba un banderín de plástico con la cruz de san Jorge. Santo patrón de Inglaterra, Aragón y Portugal, recordó; asimismo protector de Génova y Venecía. La conga, baile nacional de Cuba y Anglia. La orquesta, fortalecida con más mejunje, había empezado a repetir desde el principio todo su repertorio, como una cinta rayada. «The British Grenadiers» habían dado paso a «I'm Forever Blowing Bubbles»; a continuación -Martha lo supo sin pensarlo- vendría «Penny Lane» seguido de «Land of Hope and Glory». La conga, un ciempiés de pantomima, adaptaba su cimbreo a cada cambio de melodía. Jez Harris comenzó a explotar buscapiés, que pusieron en fuga a la chiquillería, entre gritos y risas. Una nube lenta, socarronamente, destapó una luna gibosa. Martha oyó un susurro a sus pies. No, no era un tejón, a pesar de las pretensiones decorativas del herrero; era sólo un conejo.

La luna volvió a ocultarse; refrescaba. La orquesta tocó por última vez «Land of Hope and Glory» y luego enmudeció. Lo único que alcanzaba a oír ahora era la imitación de un pájaro que a ratos hacía el timbre de la bici de Brown. Un cohete cruzó en diagonal el cielo. La conga, reducida a tres personas, rodeó la hoguera que se apagaba. Había sido un día memorable. La fiesta quedaba instaurada; se diría que ya poseía historia. Transcurridos doce meses, proclamarían a una nueva reina de mayo y, en hojas de té, se leerían otra vez buenaventuras. Hubo otro susurro en las cercanías. Esta vez tampoco era un tejón sino un conejo, intrépido y silenciosamente confiado en su territorio. Martha Cochrane lo observó unos segundos y luego se puso de pie y comenzó a descender la colina.

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