No supimos lo que le sucedió a Anatoli, pero por lo visto fue más cómico que extraño. Vanó se negó a contárnoslo y afirmó:
– Si él no quiere relatarlo, no le pregunten nada. Ambos nos aterramos por lo sucedido… pero yo no soy chismoso. -Él no se burlaba de Anatoli, sin embargo, éste quería discutir:
– Tienes la dicción parecida al sonido de una máquina de escribir -dijo con rabia.
Vanó sólo se sonrió y calló: estaba trabajando.
Martin y yo, bajo la dirección de Vanó, cambiábamos el vidrio abollado de la escotilla. Vanó no podía hacerlo solo porque le molestaba el brazo vendado. Se decidió que Martin y yo le ayudaríamos por turno a conducir el aparato. Ya nada nos detenía aquí. Zernov consideraba concluida la expedición y se apresuraba por llegar a Mirni. Yo creo que él simplemente quería huir de su doble, ya que era el único que había logrado escapar de ese encuentro. A poco de instalarnos en la cabina del aparato, Zernov, violando el estricto régimen de trabajo y descanso que él mismo había impuesto, no durmió en toda la noche. Me desperté más de una vez y cuantas veces lo hacía, tantas veces veía la lucecita de su lámpara en el compartimiento superior: estaba leyendo algo y se ponía a temblar al oír susurros sospechosos.
No hablamos más sobre los dobles. Y por la mañana, después del desayuno, cuando emprendimos ya el camino rumbo a Mirni, el rostro de Zernov dibujó una expresión de alivio. Martin conducía el aparato, mientras Vanó, sentado a su lado en una sillita plegable, le daba instrucciones por medio de señas. Yo envié un radiograma a Mirni y cambié algunas bromas con Nikolái Samóilov que se encontraba de servicio en la estación de radio; además, hice unas anotaciones relacionadas con el boletín meteorológico. El tiempo favorecía nuestro retorno: claro, apenas sin viento y con temperatura de dos o tres grados bajo cero en la escala de Celsius.
El silencio de la cabina pesaba tanto como el disgusto de un pleito, y sin poder contenerme dije:
– Boris Arkádievich, quisiera hacerle una pregunta. ¿Por qué no enviamos un radiograma informando detalladamente de todo lo ocurrido?
– ¿Qué desearía usted informar?
– Todo. Lo que le ocurrió a Vanó y lo que me sucedió a mí; lo que hemos averiguado sobre las "nubes" rosadas y lo que filmé con la cámara.
– ¿Y de qué modo se debería transmitir una historia como ésa? -inquirió Zernov-. ¿Con matices psicológicos, con un análisis de las sensaciones, con insinuaciones e intríngulis? Desafortunadamente no tengo talento para ello; no soy escritor. Por lo demás, no creo que usted lo lograría, pese a que tiene una imaginación frondosa y una gran viveza en la exposición de hipótesis. Si lográsemos poner todo lo sucedido en un código telegráfico, resultaría "el diario de un loco".
– Podríamos explicarlo científicamente -insistí.
– ¿A base de qué dato experimental? ¿Qué tenemos nosotros como prueba, a no ser las observaciones visuales? ¿Su película? Esta aún no ha sido revelada.
– Pero, podríamos suponer algo.
– Bien, ¿qué supone usted? ¿Qué es, a su juicio, la "nube" rosada?
– Un organismo.
– ¿Vivo?
– Indudablemente. Un organismo vivo, pensante, con una estructura físico-química desconocida por nosotros. Un tipo de biosuspensión o de biogas. El académico Kolmogórov postuló la posibilidad de que exista un moho pensante. Podríamos suponer, con el mismo grado de probabilidad, que exista un gas pensante, un coloide pensante o un plasma pensante. El cambio de color que notamos, podría ser una reacción de defensa o la manifestación de emociones: sorpresa, interés, furia. El cambio de forma sugiere una reacción motora, la capacidad de maniobrar en el espacio aéreo. Guando una persona camina, mueve sus brazos, dobla su cuerpo y flexiona las piernas. La "nube" alarga su cuerpo, dobla sus bordes y toma la forma de campana.
– ¿De qué están hablando? -quiso saber Martin.
Le traduje y él agregó:
– Esta, además, burbujea al respirar y saca tentáculos cuando ataca.
– Entonces es una bestia, ¿no es así? -inquirió Zernov.
– Sí, es una bestia -afirmó Martin. Zernov no hacía preguntas inútiles, sino que cada una de sus palabras iba dirigida a un objetivo determinado que no estaba claro para mí. Me parecía que nos examinaba y se examinaba a sí mismo, sin apresurarse en sus conclusiones.
– Bien -dijo-, contésteme entonces, ¿cómo esa bestia duplica los hombres y las máquinas? ¿Para qué lo hace? ¿Y por qué destruye la copia después de comprobarla en las personas?
– Lo ignoro -reconocí sincero-. Está claro que la "nube" sintetiza cualesquiera estructuras atómicas, pero lo misterioso es para qué las crea y por qué las destruye.
Anatoli, que se había mantenido con una indiferencia inexplicable para nosotros, se entrometió en la conversación.
– A mi juicio es ilógico el propio planteamiento de las preguntas de cómo y por qué crea a los dobles. La "nube" no duplica nada. Esto es simplemente una ilusión de las percepciones sensoriales que debe ser objeto de estudio no de la física, sino de la psiquiatría.
– ¿Y la herida mía? ¿Es también una ilusión? -prorrumpió Vanó ofendido.
– Te heriste tú mismo, el resto es una ilusión. En realidad no sé por qué Anojin desistió de su hipótesis original. Es indudable que esa "nube" es un arma. No quisiera decir de quién -continuó, y miró a Martin-, pero no se puede negar que es un arma; un arma superperfecta y, lo que es más importante, un arma orientada hacia un objetivo. Ondas psíquicas que desdoblan la conciencia.
– ¿Y el hielo? -le pregunté.
– ¿Qué tiene que ver el hielo con esto?
– Te hago esa pregunta, porque el hielo debió ser partido para poder sacar la "Jarkovchanka".
– ¡Miren a la derecha! -gritó Vanó.
Lo que vimos a través de la escotilla lateral interrumpió nuestra discusión. Martin frenó bruscamente, nos pusimos las cazadoras y salimos a la nieve. Yo filmaba corriendo por la nieve, tratando de no perder ni un solo detalle de lo que ocurría y que me daría la creación de una película fenomenal.
Aquello era un milagro, un cuadro de la otra vida. No había nubes ni nieve que pudieran ocultar su majestuosidad. El sol colgaba sobre el horizonte entregando toda la fuerza de su luz a la capa de hielo esmeralda azul que se levantaba ante nosotros. Su corte liso e ideal que se extendía hacia arriba a una altura de muchos metros, asemejábase al vidrio. No se veía ni un ser humano, ni una máquina en todo su extensión. Divisábanse tan sólo discos gigantescos de color rosa -más de diez- que cortaban el hielo delicada y silenciosamente, como si éste fuese mantequilla. Imagínese un pedazo de mantequilla que se corta con un cuchillo caliente. El cuchillo penetra en la masa rápido, casi sin fricción y resbala entre paredes derretidas. Esto era exactamente lo que estaba sucediendo allí, cuando este cuchillo rosado penetraba en la masa de hielo. El cuchillo tenía la forma de un óvalo irregular o de un trapecio con ángulos curvos; su área debía de tener más de cien metros cuadrados. Esto era lo único que yo podía apreciar desde lejos y a simple vista. Su grosor, en cambio, era ínfimo: de dos a tres centímetros aproximadamente. La familiar "nube" podía, por lo visto, encogerse, alargarse y transformarse en un instrumento enorme, capaz de trabajar a extraordinaria velocidad y precisión.
Separados uno de otro por una distancia de medio kilómetro, dos "cuchillos" cortaban la pared de hielo perpendicularmente a su base. Otros dos la cortaban de través a un mismo ritmo y con el movimiento de un péndulo. Otro cuarteto trabajaba junto al primero, y un tercer grupo, que yo no podía ver, estaba internado en el hielo. En seguida, el segundo grupo desapareció dentro del hielo y el más cercano a nosotros realizó un verdadero truco de circo digno de Guliver. Levantó al aire un perfecto paralelepípedo de hielo color azul, una viga de vidrio de casi un kilómetro de longitud, geométricamente correcta. Este paralelepípedo se desprendió lentamente del suelo y empezó a flotar hacia arriba, fácil y negligentemente como el globo de un niño. Sólo dos "nubes" tomaban parte en esta operación. Se contrajeron, adquirieron un color más oscuro y se transformaron en nuestro cáliz familiar, pero no invertido, sino dirigido hacia el cielo; eran dos flores purpúreas, gigantescas e inconcebibles, suspendidas por tallos invisibles. Las flores no tocaban la viga flotante; ésta se mantenía a distancia considerable sin conexión alguna y sin amarre.
– ¿Cómo se sostiene la viga? -inquirió Martin sorprendido-. ¿Sobre una onda aérea? ¡Qué fuerte necesitará ser ese viento!
– Eso no es viento -aclaró Anatoli, eligiendo las palabras inglesas-: Es un campo. La antigravitación… -y miró a Zernov implorando ayuda.
– Es un campo de fuerza -expuso éste-. ¿Recuerda usted, Martin, la sobrecarga que sufrimos cuando tratamos de acercarnos al avión? En aquel momento el campo de fuerza hizo que la gravedad aumentara; ahora, la neutraliza.
En ese momento, otra viga de un kilómetro de larga, sacada de la meseta de hielo, fue lanzada al espacio por un titán invisible. Se elevó más rápidamente que la anterior y pronto llegó a su nivel, a la altura de los vuelos polares ordinarios. Pudimos ver claramente cómo las vigas de hielo se aproximaban en el aire, se pegaban una a otra y se transformaban en una viga ancha que flotaba inmóvil en el cielo. Esta fue inmediatamente aumentada por una tercera, que se acostó sobre un lado, en tanto que la cuarta la equilibraba. El bloque aumentaba de volumen con cada nueva viga: las "nubes" requerían de tres a cuatro minutos para cortarlas de la capa de hielo y arrojarlas al aire. Con cada nuevo envío, la pared de hielo retrocedía hacia el horizonte y junto con ella se alejaban las "nubes", que parecían disolverse y desvanecerse con la distancia. Allá, en lontananza, insinuábanse las dos rosas rojas que pendían en el cielo y el gigantesco cubo cristalino atravesado por la luz del astro.
Permanecíamos en silencio, cautivados por este cuadro que era casi musical por sus tonalidades. La gracia peculiar y la plasticidad de los discos-cuchillos rosados, el movimiento rítmico y coordinado, el vuelo de las gigantescas vigas azules que formaban en el cielo cubos inmensos y fulgurantes, todo esto sonaba en nuestros oídos como notas musicales de una música muda, silenciosa, interpretada por esferas misteriosas. Ni notamos -sólo mi cámara lo captó- cómo el cubo diamantino y resplandeciente empezó a disminuir de tamaño, elevándose cada vez más hasta desaparecer al fin tras la red de los cirros. Las dos "rosas" que dirigían la operación también desaparecieron.
– Mil millones de metros cúbicos de hielo -farfulló Anatoli.
Cuando miré a Zernov, nuestros ojos se encontraron.
– Anojin, ésa es la respuesta a su pregunta fundamental -me dijo él-. A la pregunta, de dónde apareció la pared de hielo y por qué hay tan poca nieve debajo de nuestras plantas. Ellos se están llevando la capa de hielo de la Antártida.