Cuando ganas el premio te gastan una broma: ahora ya sabes cómo empieza tu propia esquela.
La mañana en que recibió aquella carta, Matthew Cowart se despertó en un atípico ambiente invernal.
La noche anterior se había levantado un viento del norte que no dejaba de soplar y parecía desplazar la noche, tiñendo el amanecer de un gris oscuro que desvirtuaba la imagen de la ciudad. Al salir de su apartamento, vio cómo la brisa sacudía una palmera y hacía que sus hojas sonaran como un montón de espadas.
Se encorvó y lamentó no haberse puesto un jersey bajo la gabardina. Cada año se daban unas cuantas mañanas como ésa, que prometía cielos grises y vientos borrascosos. La naturaleza gastaba una broma pesada y hacía rezongar a los turistas de Miami Beach que caminaban por la arena. En Little Havana, las ancianas cubanas llevaban gruesos abrigos de lana y maldecían el viento, sin pensar que en verano llevaban sombrilla y maldecían el calor. En las barracas de Liberty City, el frío silbaba y los yonquis, temblorosos, lo combatían con sus cachimbas. Pero en poco tiempo la ciudad recuperaría su sofocante y bochornosa normalidad.
«No será más que un día -pensó mientras caminaba con brío-, puede que dos. Entonces el aire cálido del sur soplará con más fuerza y nos olvidaremos del frío.»
Matthew Cowart iba por la vida ligero de equipaje.
Las circunstancias y la mala suerte lo habían privado de muchos ingredientes de la inminente madurez; un simple divorcio lo había separado de su mujer e hija y la injusta muerte le había arrebatado a sus padres; sus amigos habían seguido caminos diferentes marcados por carreras prometedoras, cuadrillas de hijos, letras del coche e hipotecas. Durante un tiempo habían intentado que se sumase a las fiestas y excursiones que organizaban, pero, como su soledad fue creciendo y a él no parecía molestarle, las invitaciones fueron a menos y acabaron interrumpiéndose. Su vida social se distinguía por esporádicas fiestas de oficina y conversaciones de trabajo. No tenía amante y no acertaba a comprender muy bien por qué. Vivía en un modesto apartamento de los años cincuenta, en lo alto de una empinada colina con vistas a la bahía. Lo había llenado de muebles viejos, estanterías con novelas de misterio y obras policíacas basadas en hechos reales, una batería de cocina desportillada pero práctica, y unos cuantos grabados enmarcados que colgaban discretamente de la pared.
A veces pensaba que cuando su esposa logró la custodia de su hija, la vida había perdido todo el color. Satisfacía sus propias necesidades con el deporte (los diez kilómetros al día de rigor en un parque del centro, algún partido de baloncesto improvisado en la YMCA) y el trabajo en el periódico. Se sentía poseedor de una considerable libertad, aunque le preocupaba tener tan pocos compromisos.
El viento, que seguía soplando fuerte, agitaba las tres banderas de la entrada principal del Miami Journal. Se detuvo un momento para contemplar el impasible edificio amarillo. En la fachada figuraba el nombre del periódico estampado en enormes letras rojas de neón. Era un lugar famoso, conocido por su dinamismo y su poder. Por el otro lado, el periódico dominaba la bahía. Desde allí podía ver cómo las aguas embravecidas rompían contra el muelle donde se descargaban enormes rollos de papel de prensa. En cierta ocasión, mientras estaba en la cafetería comiendo un sándwich, había divisado una familia de manatíes que retozaban en el agua, a no más de diez metros del muelle de carga. Sus lomos marrones emergían en la superficie y luego desaparecían bajo las olas. Buscó a alguien a quien comentárselo, pero no encontró a nadie; durante los días siguientes, pasó la hora de comer observando la cambiante superficie turquesa en busca de los animales. Eso era lo que le gustaba de Florida: parecía sacada de una selva, que siempre amenazaba con apoderarse de la civilización para devolverlo todo a un estado primigenio. El periódico no dejaba de publicar historias sobre caimanes de tres metros y medio que se quedaban atrapados en las vías de acceso a la interestatal e interrumpían el tráfico. Aquellas historias le encantaban: una bestia primitiva contra una bestia moderna.
Cowart apuró el paso para franquear la puerta giratoria de entrada a la redacción del Journal, y saludó a la recepcionista, que quedaba medio escondida tras la consola del teléfono. Cerca de la entrada había una pared reservada para placas, menciones y premios: una exposición de Pulitzers, Kennedys, Cabots, Pyles y otros nombres de menor categoría. Hizo un alto ante una hilera de buzones para recoger el correo de la mañana, echó un rápido vistazo a las habituales notas y docenas de comunicados de prensa, proclamas políticas y propuestas que llegaban cada día de la delegación del Congreso, la alcaldía, la administración del condado y diversas comisarías de policía; todos ellos le avisaban de algún suceso que creían merecedor de la atención periodística. Suspiró, preguntándose cuánto dinero se iba en esos inútiles esfuerzos. Sin embargo, un sobre captó su atención y lo separó del resto.
Blanco y delgado, llevaba su nombre y dirección escritos en mayúscula y con trazo fuerte. En la esquina había un remite: un apartado de correos de Starke, en el norte de Florida. «La prisión estatal», pensó.
La colocó encima de las otras cartas y se dirigió a su despacho, maniobrando entre las mesas, saludando con la cabeza a los pocos periodistas que habían llegado temprano y que ya hacían trabajar los teléfonos. Saludó con la mano al redactor jefe, que leía la última edición con los pies apoyados en su mesa del centro de la sala. Luego traspuso unas puertas que había al fondo de la sala de redacción, en las que se leía EDITORIAL. Se hallaba a medio camino de su cubículo cuando oyó una voz cercana.
– Ah, nuestra estrella llega temprano. ¿Qué te trae ante la multitud? ¿Nervioso por los conflictos de Beirut? ¿Desvelado por el programa de reactivación económica del presidente?
Cowart asomó la cabeza por un tabique.
– Buenos días, Will. Sólo quería usar la línea de larga distancia para llamar a mi hija. Las preocupaciones profundas e inútiles te las dejo a ti.
Will Martin soltó una risita y se apartó de la cara un mechón de pelo cano, con un movimiento más propio de un niño que de un adulto.
– Menuda cara tienes. Cuando acabes, echa un vistazo al artículo de la sección local; parece que uno de nuestros togados llegó a cierto acuerdo para poner en libertad a un viejo amigo acusado de conducir bebido. Podría ser el momento de emprender una de tus archiconocidas cruzadas de crimen y castigo.
– Le echaré ese vistazo -prometió Cowart.
– Menudo frío esta mañana -se quejó Martin-. ¿De qué sirve vivir aquí si tienes que llegar al trabajo tiritando? Podría ser Alaska.
– ¿Por qué no sacamos un editorial contra el mal tiempo? Después de todo, siempre estamos intentando influir en el cielo. Tal vez nos oigan esta vez.
– Tienes razón. -Sonrió Martin.
– Y tú eres el hombre indicado para hacerlo -dijo Cowart.
– Cierto. No vivo en pecado, como tú; tengo mejor relación con el Todopoderoso. Eso ayuda en este oficio.
– Porque estás más cerca de unirte a Él que yo.
Su vecino refunfuñó.
– ¿Qué tienes contra los veteranos? -protestó agitando el dedo-. Y puede que también seas un sexista, un racista, un pacifista… y todos los demás «istas».
Cowart soltó una risita, se fue a su mesa y puso la pila de correo en el centro; aquel sobre quedó encima. Fue a cogerlo mientras con la otra mano marcaba el número de su ex mujer. «Con un poco de suerte, estarán desayunando», pensó.
Sujetó el auricular entre el hombro y el oído, liberando así la mano mientras se establecía la conexión. Cuando el teléfono empezó a sonar abrió el sobre y sacó un único folio amarillo de papel pautado.
Estimado señor Cowart:
Actualmente, espero el día de mi ejecución en el corredor de la muerte por un crimen que YO NO COMETÍ.
– ¿Diga?
Dejó la carta encima de la mesa.
– Hola, Sandy. Soy Matt. Sólo quería hablar con Becky un minuto. Espero no interrumpir nada…
– Hola, Matt. -Cowart notó que titubeaba-. No, es sólo que estábamos a punto de salir. Tom tiene que estar en el juzgado a primera hora, así que la llevará al colegio, y… -Hizo una pausa-. No, no pasa nada. De todas maneras, hay unas cuantas cosas sobre las que necesito hablar contigo. Pero ellos tienen que irse, así que se breve.
Cowart cerró los ojos y pensó en lo doloroso que le resultaba no formar parte de la vida cotidiana de su hija. Se la imaginaba derramando la leche del desayuno y leyéndole libros de noche, sosteniendo su mano cuando se pusiera enferma, admirando las fotografías que se hacía en el colegio. Contuvo la desilusión.
– Claro. Sólo quería decirle hola.
– Ahora se pone.
El auricular resonó contra la mesa y, en el silencio subsiguiente, Matthew Cowart releyó las palabras finales: YO NO COMETÍ.
Recordó a su esposa el día en que se conocieron, en la redacción del periódico de la Universidad de Michigan. Era bajita, pero su fuerza parecía contrarrestar su talla. Estudiaba diseño gráfico y trabajaba a media jornada maquetando, preparando titulares y revisando pruebas de imprenta, apartándose de la cara el ondulado cabello oscuro, tan concentrada que rara vez oía sonar el teléfono o reaccionaba a los chistes verdes que inundaban la desenfrenada atmósfera de la redacción. Era una mujer de orden y precisión, con un enfoque de la vida propio de un delineante. Hija del jefe de bomberos local, fallecido en acto de servicio, y de una maestra de primaria, su mayor deseo era acumular bienes y disfrutar de todas las comodidades. Él la consideraba guapa, y lo asustaba lo mucho que la deseaba; se sorprendió de que accediera a salir con él, pero aún más de que, después de una docena de citas, ya se hubieran acostado.
Por aquel entonces Cowart era redactor jefe de deportes, y eso a ella le parecía una pérdida de tiempo; de hecho, solía mofarse de esos hombres supermusculados con extravagantes atuendos que corren detrás de balones de formas diversas. Él había procurado instruirla en las distintas modalidades deportivas, pero ella se mostró intransigente. Al cabo de un tiempo, con la relación ya consolidada, Cowart empezó a cubrir auténticas noticias y a salir a la calle en busca de material para sus artículos. Disfrutaba con las interminables horas de trabajo, la persecución de la noticia y la tentación de escribir. Ella pensaba que llegaría a ser famoso, o al menos importante. Lo acompañó cuando él consiguió la primera oferta de trabajo en un pequeño diario del centro del país. Seis años más tarde seguían juntos. El día que Sandy le anunció su embarazo, Cowart recibió una oferta del Journal. Él iba a cubrir los tribunales penales; ella iba a tener a Becky.
– ¿Papi?
– Hola, cariño.
– Hola, papi. Mamá dice que sólo puedo hablar un minuto. Tengo que ir al colegio.
– ¿También hace frío ahí, cielo? Deberías ponerte un abrigo.
– Vale. Tom me compró uno con un pirata que es todo naranja, como los Bucs. Voy a ponerme ése. También conocí a algunos jugadores. Fueron a una merendola con la que ayudábamos a reunir dinero para los pobres.
– Estupendo -respondió Matthew. «Maldita sea», pensó.
– Papi, ¿los jugadores son importantes?
Cowart soltó una risita.
– Más o menos.
– Papi, ¿te pasa algo?
– No, cariño, ¿por qué?
– Es que nunca me llamas por la mañana.
– Es sólo que al levantarme te he echado de menos y quería oír tu voz.
– Yo también te echo de menos. ¿Volverás a llevarme a Disney World?
– Esta primavera. Te lo prometo.
– Vale. Ahora tengo que irme. Tom me está haciendo señas. ¡Ah!, ¿sabes qué? Los de segundo tenemos un club especial que se llama el Club de los Cien Libros. Hay un premio por leer cien libros y ¡me lo han dado a mí!
– ¡Fantástico! ¿Y qué es?
– Una placa especial y una fiesta de final de curso.
– Genial. ¿Y cuál es tu libro preferido?
– El que tú me enviaste: El dragón chiflado. -Rió-. Me recuerda a ti.
Él compartió su risa.
– Tengo que irme -repitió la niña.
– Vale. Te quiero y te echo muchísimo de menos.
– Yo también. Adiós.
– Adiós -dijo, pero ella ya había dejado el teléfono.
Se hizo otro silencio hasta que su ex esposa cogió el auricular. Él habló primero.
– ¿Una merendola con futbolistas?
Siempre había querido odiar al hombre que lo había suplantado, odiarle por su profesión de abogado especializado en derecho de sociedades, por su aspecto, bajo y fornido, con la constitución de quien a la hora de comer levanta pesas en un gimnasio de los caros; quería imaginar que era cruel, un amante desconsiderado, un pésimo padre adoptivo, un inepto cabeza de familia; pero no era nada de eso. Poco después de que su ex esposa le anunciara su inminente boda, Tom voló a Miami (sin decírselo a ella) para encontrarse con él. Tomaron unas copas y comieron juntos. El propósito era turbio, pero, al acabar la segunda botella de vino, el abogado le dijo con franqueza que no estaba intentando ocupar su lugar de padre y que, como tenía que vivir con su hija, haría todo lo posible porque ella correspondiera a su padre con cariño. Cowart le creyó, sintió una extraña especie de alivio y satisfacción, luego pidió otra botella de vino y se convenció de que su sucesor le caía más o menos bien.
– Es por el bufete de abogados. Son copatrocinadores del United Way de Tampa; por eso vinieron los jugadores. Becky se quedó bastante impresionada, claro que Tom no le dijo cuántos partidos ganaron los Bucs el año pasado.
– Ahora lo entiendo.
– Ya. La verdad es que son los hombres más grandes que he visto en mi vida -dijo Sandy, riendo.
Se produjo una pausa.
– ¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal Miami? -preguntó ella al cabo.
– Hace frío, y eso vuelve loco a todo el mundo. Ya sabes cómo es, nadie tiene un abrigo de invierno ni calefacción en casa. Todos tiritan y enloquecen hasta que vuelve el calor. Yo estoy bien, encajo bien aquí.
– ¿Sigues teniendo aquellas pesadillas?
– No tanto. Alguna de vez en cuando. Pero está todo bajo control.
Era una verdad a medias, algo que sabía que ella no creería pero aceptaría sin hacerle demasiadas preguntas. Se encogió de hombros, pensando en lo mucho que odiaba la noche.
– Podrías pedir ayuda. El periódico correría con los gastos.
– Sería una pérdida de tiempo. Hace meses que no tengo pesadillas -mintió de manera más flagrante. La oyó suspirar-. ¿Qué ocurre? -le preguntó.
– Bueno -contestó-, supongo que debería decírtelo.
– ¿Decirme el qué?
– Tom y yo vamos a tener un bebé. Becky ya no estará sola.
Cowart se mareó un poco, y a su mente acudieron un miliar de ideas y sentimientos.
– Vaya, vaya. Enhorabuena.
– Gracias. Pero tú no lo entiendes.
– ¿El qué?
– Que Becky va a formar parte de una familia. Aún más que antes.
– ¿Ah sí?
– ¿Es que no ves lo que ocurrirá? Que tú te quedarás al margen. Al menos eso es lo que me asusta. Ya bastante duro es para ella que tú estés en la otra punta del estado.
Para él fue como una bofetada en la cara.
– No soy yo el que está en la otra punta del estado. Eres tú. Tú eres la que se fue.
– Eso es agua pasada -replicó Sandy-. De todos modos, las cosas van a cambiar.
– No veo por qué…
– Hazme caso -dijo ella. Por su tono, había elegido cuidadosamente las palabras con mucha antelación-. Te dedicará menos tiempo. Estoy segura. Le he estado dando muchas vueltas.
– Pero ése no era el acuerdo.
– El acuerdo puede cambiar. Y los dos lo sabemos.
– No lo creo -respondió Cowart, y su voz delató un primer atisbo de ira.
– Vale. No voy a permitir que esta conversación me provoque un disgusto. Así que ya veremos.
– Pero…
– Matt, tengo que irme. Sólo quería que lo supieras.
– Estupendo -dijo él-. Muy amable de tu parte.
– Podemos discutirlo más tarde, si es que hay algo que discutir.
«Claro -pensó Cowart-. Después de que hayas hablado con abogados y asistentes sociales y de que me hayas alejado completamente de vuestra vida.» Sabía que era una idea absurda, pero se resistía a salir de su cabeza.
– No es de tu vida de lo que estamos hablando -añadió Sandy-. Ya no. Es de la mía.
Y colgó.
«Estás equivocada», pensó Cowart. Miró en torno a su cubículo. A través de un ventanuco vio cómo el cielo se encapotaba en el centro de la ciudad con un tono gris pizarra. Luego miró las palabras que tenía justo delante: YO NO COMETÍ. «Todos somos inocentes -pensó-. Demostrarlo es lo difícil.»
Acto seguido, para apartar la conversación de su mente, retomó la carta y siguió leyendo:
El 4 de mayo de 1987 acababa de regresar a casa de mi abuela en Pachoula (condado de Escambia). Por aquel entonces estudiaba en la Universidad de Rutgers, en New Brunswick (Nueva Jersey), y estaba a punto de acabar el tercer año. Llevaba varios días de visita cuando la policía me detuvo para interrogarme sobre un asesinato con violación ocurrido a escasos kilómetros de casa de mi abuela. La víctima era blanca. Yo soy negro. Un testigo ocular había visto cómo un Ford sedán verde parecido al que yo tenía abandonaba el lugar donde la niña había desaparecido. Me tuvieron en comisaría treinta y seis horas, despierto, sin comida, sin agua y sin dejarme hablar con un abogado. Los agentes me golpearon en varias ocasiones. Usaban guías de teléfonos dobladas para aporrearme, porque no dejan marca. Me amenazaron de muerte y uno de ellos llegó a apuntarme a la cabeza con una pistola y apretó varias veces el gatillo. Cada vez que lo hacía, el percutor chasqueaba en un tambor vacío. Al final, me dijeron que si confesaba todo iría bien. Estaba tan exhausto y aterrado que lo hice. Confesé sin conocer los detalles, y dejándome implicar en el crimen. Después de todo lo que me hicieron pasar, habría confesado cualquier cosa.
¡PERO YO NO LO HICE!
Al cabo de unas horas intenté retractarme de mi confesión, en vano. El abogado de oficio sólo vino a verme tres veces antes del juicio; tampoco llevó a cabo ninguna investigación, ni llamó a testigos que me habrían situado en algún otro lugar cuando se cometió el crimen. Un jurado integrado por blancos oyó los testimonios y me condenó tras una hora de deliberación. Les llevó otra hora proponer la pena de muerte. El juez blanco dictó sentencia y me calificó de animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros.
Ahora llevo tres años en el corredor de la muerte. Tengo la esperanza de que los tribunales anulen la sentencia, pero puede que tarden muchos años. ¿Puede usted ayudarme? Otros presos me han dicho que ha escrito editoriales condenando la pena de muerte. Yo soy un hombre inocente que se enfrenta a la pena máxima a causa de un sistema racista que ha conspirado contra mí. Prejuicio, ignorancia y maldad me han puesto en esta situación. Por favor, ayúdeme.
He escrito más abajo los nombres de mi nuevo abogado y de los testigos. También he puesto su nombre en mi lista de visitas autorizadas, por si decide venir a hablar conmigo.
Una cosa más. No sólo soy inocente de los cargos que se me imputan, sino que además le puedo dar el nombre del asesino.
A la espera de su respuesta,
ROBERT EARL FERGUSON
N.° 212009
Prisión estatal de Florida
Starke, Florida
Cowart tardó unos instantes en asimilar el contenido de la carta. La releyó varias veces, intentando ordenar sus impresiones. Era evidente que el hombre sabía expresarse, que era culto y educado, pero los presos que se declaraban inocentes, en especial los del corredor de la muerte, eran la norma más que la excepción. Siempre se había preguntado por qué la mayoría de los hombres, incluso en la hora de su muerte, se aferran a un halo de inocencia. Era comprensible en el caso de los peores psicópatas, asesinos en serie que respetan tan poco la vida humana que matarían a alguien antes de hablar con él, pero que, en un careo, mantendrían ese halo si no se les convence de que más les vale confesar. Era como si la palabra tuviera un significado diferente para ellos, como si de la lista de horrores que habían provocado hicieran borrón y cuenta nueva.
La idea le hizo recordar los ojos de un muchacho. Los ojos habían sido parte importante en muchas de sus pesadillas.
Se había hecho tarde, y en Miami la noche daba lentamente paso a una sofocante madrugada de verano, cuando había recibido aquella llamada que lo hizo ir a una casa a sólo diez o doce manzanas de la suya. El redactor jefe, ronco por la hora intempestiva y harto del trabajo, lo enviaba a presenciar un espectáculo aterrador.
Aquello sucedió cuando todavía trabajaba en la sección local como periodista de sucesos, lo cual implicaba cubrir sobre todo noticias de asesinatos. Había llegado al lugar de los hechos y se había pasado una hora merodeando fuera del cordón policial, esperando a que algo ocurriera, escrutando en la oscuridad un cuidado chalet de una sola planta con el césped bien cortado y un BMW nuevo aparcado a la entrada del garaje. Era una casa de clase media, propiedad de un joven ejecutivo y su esposa. Veía a la policía científica, a varios detectives y personal médico forense dentro de la casa, pero no lograba dilucidar qué había ocurrido. Toda la zona estaba iluminada por las luces de la policía, que disparaban haces de rojo y azul en todas direcciones y parecían hacerse más densas con la humedad. Los pocos vecinos que habían salido de sus casas coincidían al describir a la pareja que vivía en la casa: amables y simpáticos, pero reservados. Se trataba de una letanía con la que todos los periodistas estaban familiarizados; de las víctimas de asesinato siempre se decía que eran personas reservadas, lo fueran o no. Era como si los vecinos necesitaran desvincularse rápidamente de cualquier horror caído del cielo.
Por fin, vio que Vernon Hawkins abandonaba la casa por una puerta lateral. El viejo detective fue esquivando las luces de la policía y las cámaras de televisión hasta arrimarse a un árbol, como si estuviera agotado.
Conocía a Hawkins desde hacía años, gracias a docenas de noticias. El veterano detective siempre había sentido especial simpatía por Cowart; le había dado chivatazos en repetidas ocasiones, le había revelado información confidencial y explicado detalles secretos, y también le había dejado entrar en la vida inexorablemente peligrosa de un detective de homicidios. Cowart consiguió colarse por debajo de la cinta amarilla que acordonaba la zona y se acercó al detective. El hombre frunció el entrecejo, luego se encogió de hombros y le indicó que se sentara.
El detective encendió un cigarrillo. Después, por un instante, clavó la mirada en el resplandeciente cielo.
– Esto es un crimen -dijo con una risa compungida-. Me están matando. Solían hacerlo poco a poco, pero me hago viejo y el ritmo se va acelerando.
– ¿Y por qué no lo dejas? -preguntó Cowart.
– Porque es lo único de este mundo que me saca el olor a decrepitud de las narices. -Dio una larga calada y la brasa iluminó las arrugas en su rostro. Tras un momento de silencio, se volvió hacia Cowart-: Bueno, Matty, ¿qué te trae por aquí una noche como ésta? Deberías estar en casa con tu encantadora mujer.
– Vamos, Vernon.
El detective sonrió y recostó la cabeza en el árbol.
– Acabarás como yo, sin otra cosa que hacer por la noche que acudir a la escena del crimen.
– Vete al infierno, Vernon. ¿Qué puedes decirme del interior de la casa?
El detective soltó una lacónica risa.
– Un tipo desnudo y con el cuello cortado. Una mujer desnuda y con el cuello cortado. Ambos en la cama. Y sangre por toda la jodida casa.
– ¿Y?
– Tenemos al sospechoso.
– ¿Quién es?
– Un adolescente. Un fugitivo de Des Moines al que las víctimas recogieron esta misma noche. Habían ido a dar una vuelta en coche hasta Fort Lauderdale, y allí lo encontraron. Luego se montaron un trío. El único inconveniente fue que, después de pasar un buen rato, el chico decidió que no tendría suficiente con sus cien pavos. Ya sabes, vio el coche, un buen vecindario y todo lo demás. Discutieron. El muchacho sacó una navaja, un arma estupenda. El primer tajo atravesó la yugular del hombre… -De repente rasgó la oscuridad con un rápido movimiento-. Caes fulminado. La sangre borbotea un par de veces y ya está; te mantienes vivo lo suficiente para ser consciente de que te mueres. Una manera cruel de morir. La mujer empezó a chillar, claro, y echó a correr. Pero el chico la agarró del pelo, la tumbó hacia atrás, y ¡bingo! Algo rápido, sólo le dio tiempo a gritar una vez más. Pero, mira por dónde, esta vez alertó al vecino que nos llamó; un tipo con insomnio que había salido a pasear con su perro. Detuvimos al chico cuando se disponía a marchar. Estaba cargando el coche con el equipo de música, la televisión, ropa y todo lo que podía. Iba todo ensangrentado.
Echó un vistazo al otro lado del patio y añadió con expresión ausente:
– Matty, según Hawkins, ¿cuál es el primer mandamiento de la calle?
Cowart sonrió en la oscuridad. A Hawkins le gustaba hablar con máximas.
– El primer mandamiento, Vernon, es nunca te busques problemas, porque los problemas llegan cuando quieren.
El detective asintió.
– Un muchacho encantador. Un muchacho psicópata realmente encantador. Él dice que no tiene nada que ver.
– Joder.
– No es tan extraño -prosiguió el detective-. Quiero decir, que a lo mejor el chico culpa al señor ejecutivo y a su esposa por lo ocurrido. Si ellos no hubieran intentado engañarle, ya sabes a qué me refiero.
– Pero…
– Ningún remordimiento. Ni una pizca de compasión, ni un atisbo de humanidad. Es sólo un chico. Me ha contado lo ocurrido. Y añadió: «Yo no hice nada. Soy inocente. Quiero un abogado.» Estábamos allí de pie, con sangre por todas partes, y dice que no ha hecho nada. Supongo que es porque le trae sin cuidado, vaya. Por el amor de Dios…
Se echó hacia atrás, abatido y exhausto.
– ¿Sabes cuántos años tiene el muchacho? -agregó-. Quince. Los cumplió hace un mes. Debería estar en casa, pensando en el acné, las chicas y los deberes del cole. Seguro que también es un delincuente juvenil; me apuesto la casa. -Cerró los ojos y suspiró-. Yo no hice nada. Yo no hice nada… Mierda. -Le enseñó la mano-. Mira esto. Tengo cincuenta y nueve putos años, estoy a punto de jubilarme, y creía que ya había visto y oído de todo.
La mano le temblaba. Cowart vio cómo se movía a la luz de las intermitentes luces de la policía.
– ¿Sabes? -dijo Hawkins mientras se miraba la mano-, me estoy endureciendo tanto que ya no quiero oír nada más. Casi preferiría emprenderla a tiros con un maldito chalado que oír a un solo tipo más hablando de algo terrible como si no tuviera importancia. Como si no fuera una vida lo que ha segado, sino el envoltorio de un caramelo que ha arrugado y tirado al suelo. Como si en vez de culpable de asesinato en primer grado, lo fuera de arrojar basura. -Se volvió hacia Cowart-. ¿Quieres verlo?
– Claro. Vamos.
Hawkins lo miró de hito en hito.
– No estés tan seguro. Siempre quieres verlo todo demasiado rápido. Esta vez no es nada agradable.
– También es mi trabajo -replicó Cowart.
El detective se encogió de hombros.
– Vale, pero tienes que prometerme una cosa.
– ¿Qué cosa?
– Verás lo que hizo y luego te llevaré ante él. No le hagas preguntas, sólo échale un vistazo, está en la cocina. Pero asegúrate de escribir en tu artículo que no es un muchacho cualquiera. ¿Queda claro? Que no es un pobre chico desfavorecido. Eso es lo que su abogado empezará a decir en cuanto llegue. Quiero que hagas lo contrario, que digas que se trata de un asesinato a sangre fría, ¿vale? A sangre fría. No quiero que nadie coja el periódico, vea una fotografía suya y se pregunte: «¿Cómo podría este buen chico haber hecho algo así?»
– Descuida, lo haré -dijo Cowart.
– De acuerdo.
El detective se encogió de hombros y luego se irguió. Echaron a andar hacia la puerta principal, pero cuando estaban a punto de entrar Hawkins insistió.
– ¿Estás seguro? Son gente como tú y como yo. No lo olvidarás jamás.
– Vamos.
– Matty, por una vez escucha el consejo de un viejo.
– Venga ya, Vernon.
– Entonces, allá tú y tus pesadillas -dijo el detective, y en eso tenía toda la razón.
Cowart recordó haber mirado fijamente al ejecutivo y su esposa. Había tanta sangre que era casi como si estuvieran vestidos. Cada vez que se disparaba el flash del fotógrafo de la policía los cuerpos destellaban por un instante.
Sin mediar palabra, siguió al detective hasta la cocina. El muchacho estaba allí sentado; llevaba zapatillas de deporte y vaqueros, el delgado torso desnudo, y tenía un brazo esposado a una silla. Vetas de sangre tatuaban su cuerpo, pero a él no le importaba y con la mano libre fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Eso le daba aspecto de más joven aún, un niño que quiere pasar por mayor y más duro para impresionar a la policía cuando, en realidad, lo único que logra es parecer un poco más imbécil. Cowart vio en su cabello rubio una salpicadura de sangre que le enmarañaba los rizos, y una mancha de sangre reseca en su mejilla. Ni siquiera le crecía barba.
Levantó la mirada cuando Cowart y el detective entraron en la cocina.
– ¿Quién es ése? -preguntó, señalando a Cowart con la cabeza.
Por un momento, Matthew clavó sus ojos en los del muchacho. Eran azules e infinitamente malvados, y parecían mirar el filo acerado del hacha de un verdugo.
– Un periodista del Journal -dijo Hawkins.
– ¡Eh, periodista! -exclamó el muchacho con una repentina sonrisa.
– ¿Qué?
– Escribe que yo no hice nada -dijo, y soltó una carcajada hasta quedarse casi sin aliento, tan estrepitosa que hizo eco detrás de Cowart.
Aquella risa quedó congelada en su memoria mientras Hawkins lo conducía al exterior, de vuelta al ajetreado amanecer.
Después de lo ocurrido, Cowart se había ido a su despacho a escribir la historia del joven ejecutivo, su esposa y el adolescente. Había descrito las sábanas blancas arrugadas y ensangrentadas, y las rojas salpicaduras que hacían de las paredes un espectáculo dantesco. Había escrito sobre el vecindario y la elegante casa, sobre un diploma que colgaba enmarcado en la pared acreditando la pertenencia de la víctima a un club de subastas de categoría, sobre sueños aburguesados y la tentación del sexo prohibido. Había descrito el extrarradio de Fort Lauderdale, donde los niños hacían excursiones nocturnas de placer para alejarse cada minuto más y más de su juventud, y había descrito los ojos del muchacho, para fulminarlos en su artículo como su amigo le había pedido que hiciera.
Había terminado la noticia con las palabras del muchacho.
Aquella misma noche, de regreso a casa con una copia de la primera edición bajo el brazo y su historia ocupando la portada, había notado un agotamiento que iba más allá de la falta de sueño. Luego se había metido en la cama, para acurrucarse tiritando junto a su esposa a sabiendas de que ella planeaba dejarle, incapaz de hallar calor en el mundo.
Cowart sacudió la cabeza tratando de disipar el recuerdo de aquella mañana, y miró en torno a su cubículo.
Ahora Hawkins estaba muerto. Lo jubilaron con una pequeña ceremonia, le dieron una pensión, y dejaron que pusiera fin a su vida con un enfisema. Cowart había asistido a la ceremonia y aplaudido cuando el jefe de policía había mencionado la elogiable trayectoria del detective. Siempre que podía, iba a verlo a su pequeño apartamento de Miami Beach. Era un lugar frío, decorado con viejos recortes de artículos escritos por Cowart y otros. Al final de cada visita, Hawkins siempre le decía: «Recuerda las normas, y si olvidas lo que te he dicho sobre la calle, entonces invéntate tus propias normas y vive en función de ellas.» Cowart también había ido al hospital siempre que podía: salía temprano y a escondidas de su despacho para visitar al detective y contarle historias, hasta aquel último día, en que había llegado y encontrado a Hawkins inconsciente y entubado, sin saber si lo oía cuando susurraba su nombre o si lo sentía cuando estrechaba su mano. Había pasado una larga noche sentado junto a la cama, y ni siquiera supo en qué instante la vida del detective se había apagado. Asistió al funeral junto con unos pocos policías veteranos: una bandera, un féretro, las palabras de un sacerdote; ni esposa, ni hijos, ni lágrimas. Tan sólo una pesadilla de recuerdos que iba quedando lentamente bajo tierra. Se preguntaba si sería lo mismo cuando él muriera.
«¿Qué habrá sido del muchacho? -se preguntó ahora-. Puede que haya salido del reformatorio y esté en la calle. O en el corredor de la muerte, junto al autor de esta carta. O muerto.» Echó un vistazo a la carta. «Esto debería ser una noticia -pensó-, no un editorial. Debería entregarla a alguien de locales y dejar que lo compruebe. Yo ya no llevo eso. Soy un hombre de opiniones. Escribo desde la distancia, formo parte de un equipo que vota y decide y adopta posturas, no pasiones. He renunciado a mi fama.»
Eso era exactamente lo que se disponía a hacer, pero entonces se detuvo.
Un hombre inocente.
Procuraba recordar si en alguno de los juicios y delitos que había cubierto había visto alguna vez a un hombre realmente inocente. Habían desfilado ante sus ojos multitud de veredictos de inocencia, cargos retirados por falta de pruebas, casos perdidos por pura habilidad de la defensa o torpeza de la acusación. Pero no lograba recordar a alguien verdaderamente inocente. En cierta ocasión había preguntado a Hawkins si alguna vez había detenido a alguien así, y él había replicado: «¿Un hombre de verdad inocente? Uno se equivoca muchas veces, y hay muchos cabrones en libertad que deberían estar entre rejas. Pero ¿trincar a alguien realmente inocente? Eso es lo peor. No sé si podría vivir con ello. No, señor. Eso es lo único en la vida que no me dejaría dormir.»
Sostuvo la carta en sus manos. «Yo no cometí.» Se preguntó: «¿A alguien le quita el sueño el caso Robert Earl Ferguson?» Sintió un ramalazo de agitación. «Si es verdad…», pensó. No completó la idea, pero tragó saliva para dominar un arrebato de ambición.
Recordó una entrevista que había leído años atrás sobre un hábil y veterano jugador de baloncesto que ponía punto final a una larga carrera deportiva. Aquel hombre hablaba de sus triunfos y sus fracasos con una especie de moderada y equitativa dignidad. Le preguntaban por qué se retiraba, y él hablaba de su familia e hijos, de la necesidad de abandonar un juego de infancia para seguir adelante con la vida. Luego hablaba de sus piernas, no como si fueran parte de su cuerpo, sino viejas y buenas amigas. Admitía que ya no saltaba como antes, que cuando se disponía a elevarse hacia el aro, los músculos que una vez parecían haberlo propulsado con tanta facilidad protestaban a causa de los años y el dolor, e insistían en su retirada. Y añadía que, sin ayuda de sus piernas, no tenía sentido continuar. Después de aquella entrevista había salido a jugar su último partido y había acabado marcando treinta y ocho puntos sin esfuerzo: corriendo, rotando y rebasando el tablero como antes. Era como si su cuerpo hubiera dado a aquel hombre la última oportunidad de imponer en los espectadores un recuerdo imborrable. Cowart había pensado entonces que lo mismo podía aplicarse al periodismo: requería cierta juventud que no conociera el descanso, un empuje que desplazara sueño, hambre y amor; y todo para salir en busca de la noticia. Los mejores periodistas tenían piernas que les llevaban más alto y más lejos, mientras que otros quedaban rezagados descansando.
Sin querer, flexionó los músculos de las piernas.
«Hubo un tiempo en que yo también las tuve -pensó-. Antes de retirarme a tener pesadillas, llevar traje, actuar con responsabilidad y envejecer con dignidad. Ahora estoy divorciado y mi ex esposa va a robarme lo único que he amado sin reservas; y yo estoy aquí sentado, huyendo de la realidad, opinando sobre sucesos que no afectan a nadie.»
Sostuvo la carta firmemente en su mano.
«Inocente -pensó-. Ya veremos.»
La hemeroteca del Journal era una extraña mezcla de lo antiguo y lo moderno. Estaba situada a continuación de la redacción, al otro lado de las mesas en que trabajaban los articulistas de noticias blandas. En la parte trasera de la hemeroteca había hileras de grandes archivadores metalizados que contenían recortes que se remontaban a décadas atrás. En el pasado, el periódico había diseccionado cada día por persona, tema, lugar y suceso, y cada recorte había sido adecuadamente archivado. Ahora todo eso se hacía con ordenadores último modelo, potentes terminales con enormes pantallas. Los bibliotecarios se limitaban a repasar cada artículo, marcar las personas y palabras clave, y pasarlos luego a archivos electrónicos. Cowart prefería el viejo método. Le gustaba arreglárselas con un puñado de recortes emborronados, para elegir bien lo que necesitaba. Era como tener un pedazo de historia entre las manos. El de ahora era un método rápido, eficaz e impersonal. Y él nunca perdía la ocasión de fastidiar a los bibliotecarios al respecto cada vez que acudía a la hemeroteca.
Nada más entrar, una joven se fijó en él. Era rubia, con una llamativa melena, alta y esbelta. Llevaba gafas de montura metálica, y a veces miraba por encima de ellas.
– No lo digas, Matt.
– ¿Que no diga el qué?
– No digas lo de siempre. Que te gustaba más el viejo método.
– No lo diré.
– Bien.
– Pero porque tú me lo has pedido.
– Eso no vale -rió la joven. Se levantó y se acercó hasta el lugar del mostrador donde él esperaba de pie-. ¿En qué puedo ayudarte?
– Laura, la bibliotecaria. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que te dejarás los ojos mirando todo el día esa pantalla de ordenador?
– Todo el mundo.
– Imagina que te doy un nombre…
– Y yo haré el viejo truco informático.
– Robert Earl Ferguson.
– ¿Qué más?
– Corredor de la muerte. Condenado hace tres años en el condado de Escambia.
– Veamos…
La joven se sentó remilgadamente ante un ordenador y después de introducir el nombre pulsó una tecla. La pantalla se quedó en blanco, salvo por una única palabra que parpadeaba en una esquina: «Buscando.» Luego la máquina pareció hipar y escupió unas palabras.
– ¿Qué dice? -preguntó.
– Hay un par de entradas. Déjame comprobarlo. -Pulsó otra tecla y otro grupo de palabras apareció en pantalla. Leyó los titulares-: «Ex universitario condenado a muerte por el asesinato de una niña»; «Apelación denegada en el caso de asesinato en Pachoula»; «El Tribunal Supremo de Florida admitirá causas del corredor de la muerte». Eso es todo. Tres noticias. Todas publicadas en la edición de la costa del Golfo; ninguna en la edición nacional, salvo la última, que se podría considerar un resumen.
– No es demasiado para tratarse de un asesinato y una pena de muerte -dijo Cowart-. ¿Sabes?, en los viejos tiempos parecía que cubríamos todos los juicios por asesinato…
– Ya no.
– Entonces se le daba más importancia a la vida.
La chica se encogió de hombros.
– La muerte violenta solía causar más sensación que ahora, y tú eres demasiado joven para hablar de los viejos tiempos. Quizá te refieras a los setenta… -Sonrió y Cowart rió con ella-. De todas maneras, últimamente la pena de muerte no es ninguna novedad en Florida. Ahora mismo tenemos… -reclinó la cabeza y miró al techo un momento- más de doscientos hombres en el corredor de la muerte. El gobernador firma un par de órdenes de ejecución al mes. Eso no quiere decir que se lleguen a consumar, pero… -Lo miró y sonrió-. Pero bueno, tú ya sabes todo esto; escribiste esos editoriales el año pasado sobre el hecho de ser una nación civilizada, ¿correcto?
– Correcto. Recuerdo el principio básico: no permanecer impasible ante la pena capital. Tres editoriales, a toda página. Y luego publicamos más de cincuenta cartas de los lectores que eran, ¿cómo diría yo?, contrarias a mi postura. Publicamos cincuenta, pero recibimos unos cinco millones de trillones. Las más agradables insinuaban que deberían decapitarme en la plaza pública. Las desagradables eran más ocurrentes.
La chica sonrió.
– La popularidad no es lo tuyo. ¿Quieres que te lo imprima?
– Si eres tan amable. Pero preferiría que me quisieran…
Ella le sonrió y volvió a su ordenador. Tecleó una vez más y la veloz impresora del rincón empezó a zumbar mientras iban saliendo las hojas.
– Aquí tienes. ¿Te traes algo entre manos?
– Puede -respondió Cowart-. Uno que dice que no ha hecho nada.
La joven rió.
– Suena interesante, e insólito. -Se volvió hacia la pantalla del ordenador y Cowart se encaminó de regreso a su despacho.
Los hechos que habían llevado a Robert Earl Ferguson al corredor de la muerte empezaban a tomar forma a medida que Cowart iba leyendo las noticias. La información de la hemeroteca era mínima, pero suficiente para hacerse una idea. La víctima del caso era una niña de once años cuyo cuerpo había aparecido entre un matorral a orillas de un pantano.
Le resultaba fácil imaginar el sucio follaje que camuflaba el cuerpo. Era una ciénaga nauseabunda, el lugar indicado para hallar la muerte.
Siguió leyendo. La víctima, hija de un funcionario municipal, fue vista por última vez cuando volvía a casa del colegio. Cowart se imaginó un solitario y espacioso edificio, de hormigón y planta baja, construido en un terreno polvoriento. Pintado de un rosa descolorido o un verde institucional, colores que difícilmente lograrían iluminar el alborozo de los niños celebrando el final de la jornada escolar. Allí era donde una de las maestras la había visto subirse a un Ford verde con matrícula de otro estado. ¿Por qué? ¿Qué la llevaría a subir al coche de un extraño? La idea le produjo escalofríos y de repente sintió miedo por su propia hija. «Ella no lo haría», pensó para tranquilizarse. Al ver que la pequeña tardaba en llegar a casa, se había dado la voz de alarma. Cowart sabía que aquel mismo día la televisión local había divulgado una fotografía suya en las noticias de la noche. Debía de ser la fotografía de una niña con el pelo recogido en una coleta, cuya sonrisa revelaba un aparato de ortodoncia; una foto de familia, hecha con esperanza e ilusión, y utilizada para llenar de desesperación la pequeña pantalla.
Más de veinticuatro horas después de la desaparición, los agentes que peinaban la zona habían descubierto su cadáver. La noticia estaba llena de expresiones como «brutal asesinato», «ataque salvaje», «cuerpo destrozado», mera jerga periodística; reacio a describir con lujo de detalles el auténtico calvario que había padecido la niña, el periodista había recurrido a una serie de clichés.
«Debió de ser una muerte terrible -pensó-. La gente quería saber qué había ocurrido; bueno, no del todo, porque si lo supieran tampoco podrían dormir.»
Siguió leyendo. Ferguson había sido el primer y único sospechoso. La policía lo había detenido poco después de levantar el cuerpo de la víctima, por el parecido de su coche. Fue interrogado (en las noticias no se mencionaban la incomunicación ni las palizas) hasta confesar. La confesión, seguida de un análisis de las muestras de sangre y la identificación del vehículo, parecía haber sido la única prueba incriminatoria, pero Cowart se mostraba cauto. Las vistas habían cobrado cierta impetuosidad, como en el buen teatro, y un detalle que parecía insignificante o cuestionable cuando se mencionaba en las noticias se volvía inmenso a ojos del jurado.
Ferguson había dicho la verdad respecto al dictamen del juez. La frase «un animal al que habría que sacar de la sala y matar a tiros» aparecía destacada en las noticias. «Seguramente se jugaba la reelección aquel año», pensó.
Las demás noticias le proporcionaron información adicional; sobre todo, que la primera apelación de Ferguson, basada en la fragilidad de las pruebas presentadas, había sido desestimada por el tribunal de apelaciones del primer distrito. Era de esperar. Todavía estaba pendiente de la resolución del Tribunal Supremo de Florida. Así pues, Ferguson aún no había agotado la vía de los tribunales.
Se reclinó en la silla e intentó imaginar lo ocurrido.
Vio un condado rural en los bosques de Florida. Aquélla era una parte del estado muy distinta de las populares imágenes de Florida: nada que ver con los rostros sonrientes e impecables de la clase media que acudía, en masa a Orlando y Disney World, ni con los colegiales gamberros que iban a pasar las vacaciones de Semana Santa a las playas, ni con los turistas que viajaban en sus caravanas a Cabo Cañaveral para presenciar el lanzamiento de naves espaciales. Y esa Florida tampoco tenía nada que ver con la imagen cosmopolita y liberal de Miami, que se consideraba a sí misma una especie de Casablanca norteamericana.
«En Pachoula -pensó-, incluso en los ochenta, cuando una niña blanca es violada y asesinada por un negro, aflora una América más primitiva; una América que todo el mundo preferiría olvidar. Probablemente ése haya sido el caso de Ferguson.»
Cogió el teléfono para llamar al abogado que llevaba la apelación de Ferguson.
Tardó más de lo que quedaba de mañana en localizar al letrado. Cuando por fin se puso en contacto con él, le llamó la atención su mentolado acento sureño.
– Señor Cowart, soy Roy Black. ¿Qué lleva a un periodista de Miami a interesarse por lo que ocurre acá, en el condado de Escambia? -Pronunció «acá» con un dejo sureño.
– Gracias por devolverme la llamada, señor Black. Siento curiosidad por uno de sus clientes. Un tal Robert Earl Ferguson.
El abogado rió lacónicamente.
– Bueno, cuando la secretaria me pasó su mensaje imaginé que querría hablar sobre el señor Ferguson. ¿Qué quiere saber?
– Todo lo que sepa sobre su caso.
– Bueno, ahora está en manos del Tribunal Supremo de Florida. Sostenemos que las pruebas contra el señor Ferguson no eran suficientes para condenarle. Y también solicitamos que el juez competente desestime su confesión. Debería usted leerla; tal vez sea el documento de este tipo más amañado que haya visto en mi vida. Como si la propia policía lo hubiera redactado en comisaría. Y sin esa confesión no hay base legal. Si Robert Earl no dice lo que ellos quieren que diga, no dura ni dos minutos ante el tribunal. Ni siquiera en el peor tribunal, el más sudista y racista del mundo.
– ¿Y qué pasa con la muestra de sangre?
– El laboratorio policial del condado de Escambia cuenta con muy pocos medios, no como los que hay en Miami. Sólo identificaron el grupo sanguíneo: cero positivo. Es el grupo al que corresponde el semen hallado en el cadáver; el mismo que tiene Robert Earl. Claro que, en este condado, unos dos mil hombres tienen el mismo tipo de sangre. Pero la defensa olvidó contrainterrogar sobre ello al personal médico.
– ¿Y el coche?
– Un Ford verde con matrícula de otro estado. Nadie identificó a Robert Earl, y nadie aseguró con certeza que la niña hubiera subido a su coche. Coño, que no era lo que ustedes llaman una prueba circunstancial, sino casual. Su defensa fue de lo más inepta.
– ¿Usted no era su abogado entonces?
– No, señor. No tuve el honor.
– ¿Ha impugnado la competencia de la defensa?
– Todavía no. Pero lo haremos. Un estudiante de tercero de derecho podría haberlo hecho mejor, incluso un estudiante de último año de instituto. Y eso me cabrea. No veo el momento de redactar mi alegato, pero tampoco quiero quemar toda mi artillería nada más empezar.
– ¿A qué se refiere?
– Señor Cowart, ¿conoce el tipo de apelación que se interpone en los casos de pena máxima? La idea es no dejar de dar pequeños mordiscos a la manzana. Así podré alargar años y años la vida de ese pobre imbécil; lograr que la gente olvide y dar al tiempo la oportunidad de hacer algo bueno. No debes jugar tu mejor baza al principio, porque eso llevará a tu muchacho derechito a la vieja silla, ya me entiende.
– Pero supongamos que se trata de un hombre inocente…
– ¿Eso le ha dicho Robert Earl?
– Sí.
– Pues a mí también.
– Y bien, señor Black, ¿le cree usted?
– ¡Umm!, puede. Es una cantinela que he oído demasiadas veces de alguien que disfruta de la hospitalidad del estado de Florida. Pero entiéndalo, señor Cowart, no me permito suscribir la culpabilidad o la inocencia de mis clientes. Tengo que ocuparme del mero hecho de que han sido condenados en un tribunal y tienen que apelar ante otro tribunal. Si puedo evitar una injusticia, bueno. Cuando me muera y vaya al cielo me recibirá un coro de ángeles con trompetas de fondo. Claro que a veces también puedo meter la pata, y entonces es posible que me vea en un lugar muy distinto, rodeado de colegas con horcas y rabitos puntiagudos. Así es la ley, señor. Pero usted trabaja para un periódico, y los periódicos influyen mucho más que yo en la opinión pública sobre el bien y el mal, la verdad y la justicia. Además, un periódico tiene muchísima más influencia sobre el juez competente que podría emplazar una nueva vista, o sobre el gobernador y el Consejo de Indultos; ya me entiende. Tal vez usted podría hacer algo por Robert Earl.
– Podría.
– ¿Por qué no lo visita? Es muy inteligente y educado. -Black soltó una risita-. Habla mucho mejor que yo. Posiblemente sea lo bastante inteligente para ejercer la abogacía. Desde luego es más inteligente que ese abogado que lo defendió, que seguro que echa una cabezadita cada vez que sientan a un cliente suyo en la silla eléctrica.
– Hábleme de ese abogado.
– Un tipo viejo. Debe de llevar cien o doscientos años defendiendo casos. Pachoula es un lugar pequeño; todo el mundo se conoce. Vienen al juzgado del condado de Escambia y es como una fiesta, una fiesta para celebrar el caso de asesinato. Yo no les caigo demasiado bien.
– Ya.
– Claro que Robert Earl tampoco les caía demasiado bien. Ya sabe, un negro que va a la universidad y todo eso y vuelve a casa en un cochazo. Puede que la gente sintiera alivio cuando lo arrestaron. No están acostumbrados a estas cosas, y tampoco a asesinos violadores.
– ¿Cómo es el lugar? -preguntó Cowart.
– Como se lo imagina usted, un hombre urbano. Es algo así como lo que los periódicos y la Cámara de Comercio llaman el Nuevo Sur. Allí conviven ideas innovadoras y rancias. Aunque, a fin de cuentas, eso tampoco es tan malo. De hecho, montones de dólares para el desarrollo van a parar a sus arcas.
– Entiendo.
– Acérquese y eche usted mismo un vistazo -dijo el abogado-. Pero déjeme darle un consejo: no crea que son tontos sólo porque hablen como yo y parezcan salidos de un libro de Faulkner o Flannery O'Connor. No lo son.
– Tomo nota.
El abogado rió.
– Apuesto a que no pensaba que hubiera leído a esos autores.
– Estoy impresionado.
– Más se impresionará con Robert Earl. Y procure recordar una cosa más: es posible que la gente de aquí esté más que satisfecha con lo que le ocurrió a Robert Earl; así que no espere hacer demasiados amigos, o fuentes, como a sus colegas les gusta llamarlos.
– Hay otra cosa que me preocupa -dijo Cowart-. Ferguson dice que sabe el nombre del verdadero asesino.
– Bueno, yo no sé nada de eso. Puede que él sí lo sepa. Pachoula es un lugar pequeño. Lo único que sé… -Su voz fue perdiendo jocosidad hasta adoptar una franqueza que sorprendió a Cowart-. Lo único que sé es que ese hombre fue condenado en un juicio injusto, y mi intención es sacarlo del corredor de la muerte, sea culpable o inocente. Tal vez no sea este año, ni ante este tribunal, pero sí algún día ante otro tribunal. Me he criado y he pasado la vida entre sudistas y racistas, y no voy a perder este caso. No me importa si él lo hizo o no.
– Pero si no lo hizo…
– Bueno, alguien asesinó a la niña. Así que alguien tendrá que pagar por ello.
– Tengo muchas preguntas -dijo Cowart.
– Ya lo creo. Este es un caso con muchos interrogantes. A veces pasa. Se supone que el juicio debería aclararlo todo, pero en realidad lo complica aún más. Me parece que eso es lo que le ha ocurrido al pobre Robert Earl.
– ¿De verdad cree que debería pasarme por Pachoula?
– Claro -respondió el abogado. Cowart percibió su sonrisa al otro lado del teléfono-. Creo que sí. No sé lo que se encontrará, además de un montón de prejuicios e ideas rancias. A lo mejor usted puede ayudar a que un inocente salga en libertad.
– Entonces, ¿le parece que es inocente?
– ¿He dicho eso? No, sólo me refería a que deberían haberlo declarado inocente por falta de pruebas; lo cual es muy distinto, ¿no cree?
Cowart detuvo el coche de alquiler en el camino de acceso a la prisión estatal de Florida y su mirada escudriñó la inmensidad de los campos para luego fijarse en los imperturbables edificios oscuros que albergaban a la mayoría de los presos de máxima seguridad. En realidad, se trataba de dos cárceles separadas por un riachuelo: el correccional Union quedaba a un lado y la prisión de Raiford al otro. El ganado pastaba en prados lejanos y en los campos de cultivo donde trabajaban partidas de presos se levantaban nubéculas de polvo. Había torres de vigilancia en las esquinas y le pareció distinguir el destello de las armas de los guardias. No sabía en qué edificio se encontraban el corredor de la muerte y la sala de la silla eléctrica, pero le habían dicho que estaban separados del edificio principal. Vio una alambrada doble, de unos tres metros y medio de altura y rematada con alambre de espino en espiral. El alambre brillaba al sol de la mañana. Salió del coche y se quedó en pie. Un pinar crecía verde y enhiesto al borde del camino, como acusando al límpido cielo azul. Un soplo de brisa hizo susurrar las ramas y refrescó la frente de Cowart.
No le había costado convencer a Will Martin y a los demás del equipo editorial de que le dieran carta blanca para investigar las circunstancias de aquel caso, aunque Martin había manifestado cierto escepticismo gruñón al que Cowart había restado importancia.
– ¿Te acuerdas de Pitts y Lee? -le había contestado.
Freddie Pitts y Wilbert Lee habían sido condenados a muerte por el asesinato del encargado de una gasolinera en el norte de Florida. Los dos habían confesado un crimen que no habían cometido. Uno de los periodistas más famosos del Journal se había pasado años escribiendo artículos exigiendo su puesta en libertad. Ganó el Pulitzer. Era lo primero que les contaban a los recién llegados a la redacción del Journal.
– Aquello era diferente.
– ¿Porqué?
– Ocurrió en 1963 y bien podría haber sido en 1863. Las cosas han cambiado.
– ¿En serio? ¿Y qué me dices de ese tipo de Texas, aquel al que el realizador de documentales sacó del corredor de la muerte?
– Era diferente.
– ¿Cómo de diferente?
Martin se había echado a reír.
– Buena pregunta. Vale, ve. Tienes mi bendición. Y recuerda, cuando termines de interpretar una vez más el papel de periodista, siempre podrás regresar a tu torre de marfil. -A continuación lo acompañó hasta la puerta.
Se informó a la sección de noticias locales, que prometió prestar ayuda en caso de necesitarla. Sin embargo, había detectado una pizca de recelo por el hecho de que la historia hubiera ido a parar a sus manos. Reconocía la ventaja que tenía sobre la plantilla local: en primer lugar, iban a permitirle trabajar solo, la sección local habría asignado la historia a un equipo. Al igual que tantos otros periódicos y canales de televisión, el Journal disponía de un equipo de investigación a tiempo completo al que llamaban «el equipo del primer plano» o «el equipo I», que habría abordado la noticia con la sutileza de una fuerza invasora. Y Cowart cayó en la cuenta de que, a diferencia de los periodistas en plantilla fija, él no estaría sujeto a ningún plazo, y no tendría encima a ningún redactor jefe adjunto todo el día pendiente de la noticia. Descubriría lo que pudiera, lo organizaría como él considerase conveniente y escribiría como quisiera.
Trató de aferrarse a este último pensamiento, blindarse contra la decepción, pero, cuando el coche lo acercaba a la prisión, notó que se le aceleraba el pulso. Unas señales de aviso en el camino informaban a los transeúntes de que nada más entrar en la zona consentían en ser registrados, y de que hallarse en posesión de armas de fuego o narcóticos les supondría pasar una temporada entre rejas. Traspuso una verja en la que un guardia de uniforme gris cotejó su identificación con una lista y, con poca amabilidad, le indicó que siguiera adelante; luego aparcó en la zona «visitantes» y entró en el edificio de administración.
Hubo cierta confusión cuando topó con una secretaria que, al parecer, había perdido su solicitud de entrada. Cowart esperó pacientemente junto al mostrador mientras ella revolvía documentos, disculpándose nerviosamente, hasta encontrarla. Entonces le pidió que esperara en una sala contigua. Un agente lo escoltaría hasta el lugar en que iba a encontrarse con Robert Earl Ferguson.
Pasados unos minutos, un hombre mayor con porte de marine entró en la sala. Tendió a Cowart una mano enorme y nudosa.
– Sargento Rogers. Soy el agente de día del corredor.
– Mucho gusto.
– Señor Cowart, hay algunas formalidades, si no le importa.
– ¿Como cuáles?
– Debo cachearle y registrar su grabadora y su maletín. Y tengo un formulario que usted debe firmar en previsión de que lo tomen como rehén…
– ¿Qué es eso?
– Es sólo un formulario en el que reconoce entrar en la prisión estatal de Florida por iniciativa propia, y promete, en caso de ser tomado como rehén durante su visita, no demandar al estado y no esperar que se tomen medidas extraordinarias para ponerle en libertad.
– ¿Medidas extraordinarias?
El sargento sonrió y se mesó el pelo cortado a cepillo.
– Quiere decir que no espere que pongamos nuestro culo en peligro para salvar el suyo.
Cowart sonrió e hizo una mueca.
– Suena a mal negocio.
– Así es. La prisión es un mal negocio para todo el mundo, menos para los que podemos volver a casa por la noche.
Cowart firmó el formulario con una rúbrica falsa.
– Bueno -dijo, sonriendo todavía-, no puedo decir que me merezcáis demasiada confianza así de entrada.
– Bah, no tiene de qué preocuparse, no si visita a Robert Earl. Es todo un caballero y está cuerdo. -Mientras hablaba, registró metódicamente el maletín de Cowart. También desmontó la grabadora para inspeccionarle las tripas y abrió el compartimiento de las pilas para asegurarse de que era precisamente eso lo que había en su interior-. No es como si viniera a visitar a Willie Arthur o Specs Wilson, esos dos ciclistas de Fort Lauderdale que se divirtieron más de la cuenta con una chica a la que recogieron haciendo autoestop; o José Salazar, ya sabe, el que mató a dos agentes secretos en una operación de narcotráfico. ¿Sabe qué les hizo antes de asesinarlos? Debería averiguarlo. Le haría ver lo crueles que pueden ser estos tipos cuando se lo proponen. Éstos o cualquiera de los encantadores tipos que tenemos aquí. Los peores vienen casi todos del sur del estado, de donde usted. ¿Qué les hacen allí para que acaben matándose con tanta desesperación?
– Oh, si yo pudiera contestar a esa pregunta…
Ambos sonrieron. Rogers dejó en el suelo el maletín de Cowart y le indicó que pusiera las manos en alto.
– Le aseguro que tener sentido del humor ayuda en estos lares -dijo el sargento mientras sus manos revoloteaban por el cuerpo de Cowart, cacheándolo con rapidez-. Vale. Ahora las instrucciones. Van a estar solos usted y él. Yo solamente estaré allí por razones de seguridad, justo al lado de la puerta. Si necesita ayuda, grite, aunque no va a necesitarla, porque no se trata de ningún chalado. Mierda, tendremos que usar la suite para ejecutivos…
– ¿La que?
– La suite para ejecutivos. Así llamamos a la sala de entrevistas para los que muestran buen comportamiento. Bueno, sólo hay sillas y una mesa, así que no es nada del otro mundo. Tenemos otras instalaciones más seguras. Además, Robert Earl no tendrá restricciones de ningún tipo; ni siquiera le pondrán grilletes. Quiero decir, le puede ofrecer un cigarrillo…
– No pienso hacerlo.
– Bien. Chico listo. Si él le ofreciera documentos, podría aceptarlos. Pero si usted quisiera darle algo, yo tendría que examinarlo primero.
– ¿Darle algo como qué?
– Bueno, tal vez una lima, una sierra y un mapa de carreteras.
Cowart pareció sorprendido.
– Eh, sólo bromeo -dijo el sargento-. Claro que aquí dentro ésta es la clase de broma que nunca solemos hacer. Las evasiones no tienen nada de divertido, ¿sabe? Pero hay muchas maneras de huir de una prisión, incluso del corredor de la muerte. Muchos internos piensan que hablar con periodistas es una de ellas.
– ¿Ayudarles a huir?
– Bueno, ayudarles a salir. Todo el mundo quiere que la prensa se interese por su caso. Los presos nunca creen recibir un trato justo y les parece que armando un buen escándalo conseguirán que se celebre un nuevo juicio. Por eso los tipos como yo odiamos tanto a los periodistas. Odio ver esos pequeños blocs de notas, a esos cámaras y sus focos. Sólo consiguen mosquear a todo el mundo y ponerlos nerviosos por nada. La gente se piensa que la falta de libertad es lo que causa problemas en una cárcel. Se equivoca. Lo peor es, con mucho, darles esperanzas que luego se echan por tierra. Para tipos como usted es sólo una noticia más, pero, para los que están aquí dentro, son sus vidas lo que está en juego. Ellos se inventan una historia, la historia adecuada, y luego acaban saliendo de aquí. Usted y yo sabemos que no es necesariamente cierta. Eso provoca decepción. Mucha decepción, además de rabia y frustración. Y eso causa más problemas de los que se imagina. Lo que queremos es rutina, no falsas esperanzas, ni sueños. Sólo que un día sea exactamente como el anterior. No suena muy emocionante, pero seguro que no le gustaría pasarse por una prisión cuando las cosas se ponen emocionantes.
– Bueno, lo siento, pero sólo he venido a comprobar algunos datos.
– La experiencia me dice, señor Cowart, que no existen más que dos datos: uno es que nacemos y el otro, que morimos. Pero tranquilo; yo no soy tan duro como algunos. Me gusta que haya un pequeño cambio de ritmo, dentro de lo razonable. No le entregue nada; sólo empeoraría las cosas.
– ¿Peor que el corredor de la muerte?
– Tiene que entender que incluso en el corredor de la muerte hay diversas maneras de cumplir condena. Podemos hacer que sea muy duro, o no tan duro. Ahora mismo, Robert Earl está bastante bien. Bueno, aún le registran la celda una vez por semana y lo someten a un registro integral después de una visita como la suya, pero también tiene el privilegio de salir al patio, leer libros y demás. Aunque no se lo crea, incluso en la cárcel hay muchos detalles que podemos suprimir para hacerle la vida insoportable a un interno.
– No traigo nada para él. Pero puede que él tenga algunos documentos o algo…
– Bueno, vale. No nos preocupa tanto que salgan cosas clandestinamente de prisión…
El sargento volvió a reír. Tenía una risa estentórea acorde con su franqueza. Sin duda, Rogers era la clase de hombre que podía ayudarte mucho o amargarte la vida, dependiendo de su predisposición.
– También se supone que debe decirme cuánto tiempo durará la visita.
– No lo sé.
– Bueno, qué más da, tengo toda la mañana, así que tómese su tiempo. Después le enseñaré el lugar. ¿Ha visto alguna vez La Vieja Chispas?
– No.
– Es muy instructiva.
El sargento se puso en pie. Era un hombre fuerte y ancho de hombros, con un aire que daba a entender que había presenciado muchas desgracias en su vida y que siempre había conseguido solventarlas con éxito.
– Es como si pusiera las cosas en perspectiva, ya sabe a qué me refiero.
Cowart lo siguió al otro lado de la entrada, sintiéndose eclipsado por sus anchas espaldas.
Fue conducido por una serie de puertas trabadas y un detector de metales manipulado por un agente que sonrió al sargento. Llegaron a una terminal en la que confluían varias alas del gigantesco edificio en forma de rueda. En aquel momento, Cowart fue consciente del ruido de la prisión, una continua cacofonía de voces alzadas y sonidos metálicos y estrépito de puertas que se abren para ser cerradas de un portazo y atrancadas de nuevo. En algún lugar, una radio emitía música country. Una televisión sintonizó un culebrón; oyó las voces, y acto seguido la consabida música de los anuncios. Tuvo una sensación de movimiento alrededor, como si estuviera en medio de la fuerte corriente de un río, aunque salvo el sargento y un par de agentes en una pequeña cabina en el centro de la sala, no había casi nadie más. En el interior de la cabina había un panel electrónico que indicaba las puertas que estaban abiertas y las que estaban cerradas. Las cámaras instaladas en las esquinas del techo y los monitores de televisión también mostraban parpadeantes imágenes grises de cada hilera de celdas. Cowart reparó en el suelo, un impecable linóleo amarillo abrillantado por la marea de gente y los presos encargados de la limpieza. Vio que un hombre con mono azul limpiaba aplicadamente una esquina con una cochambrosa fregona gris, repasando una y otra vez una mancha que ya había desaparecido.
– Ésas son las alas Q, R y S -informó el sargento-. El corredor de la muerte. En realidad, corredores. Joder, pero si hasta en el corredor de la muerte tenemos problemas de hacinamiento. Eso dice mucho, ¿no? La silla está ahí abajo. Ésa se parece a las otras zonas, pero no es igual. No, señor.
Cowart clavó la mirada en los pasillos altos y estrechos. Las hileras de celdas, a la izquierda, se alzaban en tres pisos con escaleras a ambos lados. En la pared enfrente de las celdas había un cochambroso ventanal que permanecía abierto para que corriese el aire. Entre la pasarela que había fuera del grupo de celdas y el ventanal quedaba un espacio vacío. Cayó en la cuenta de que los presos podían estar encerrados en cada una de aquellas diminutas celdas y mirar al cielo por entre las rejas, desde una distancia de unos nueve metros que bien podría ser de millones de kilómetros. Sintió un escalofrío.
– Ahí está Robert Earl -indicó el sargento.
Cowart se volvió y vio que el sargento señalaba una pequeña jaula de barrotes en una alejada esquina de la terminal. Dentro, cuatro hombres sentados en un banco de hierro le miraban fijamente. Tres de ellos llevaban monos azules, como el que había visto pasando la fregona. El cuarto iba vestido de naranja butano, parcialmente oculto por los otros hombres.
– Nadie quiere vestir de butano -dijo el sargento en voz baja-. Porque eso significa que el reloj de la vida ha empezado la cuenta atrás.
Cowart se encaminó hacia la jaula, pero el sargento lo retuvo por el hombro. Notó la fuerza en sus dedos.
– Se equivoca de camino. La sala de entrevistas está ahí. Cuando alguien viene de visita, registramos al preso y hacemos una lista de todo lo que lleva: documentos, libros de derecho, lo que sea. Luego lo aislamos, allí mismo, antes de traerlo con usted. Al final, cuando queda todo dicho y hecho, invertimos el proceso. Se hace jodidamente eterno, pero es por seguridad, ya me entiende. Lo hacemos por nuestra propia seguridad.
Cowart asintió y fue conducido a la sala de entrevistas. Era una habitación blanca, con una mesa de acero en medio y un par de viejas sillas marrones llenas de marcas. En una pared había un espejo. En el centro de la mesa, un cenicero. Nada más.
Señaló el espejo.
– ¿Es de dos caras? -preguntó.
– En efecto -contestó el sargento-. ¿Algún problema?
– No. Oiga, ¿está seguro de que ésta es la suite para ejecutivos? -Se volvió hacia el sargento y sonrió-. Nosotros los tipos de ciudad estamos acostumbrados a más comodidades.
Rogers soltó una carcajada.
– Justo lo que pensaba. Perdone, pero esto es lo que hay.
– Ya está bien -dijo Cowart-. Gracias.
Tomó asiento y esperó a Ferguson.
A primera vista, el preso era un joven de unos veinticinco años, metro ochenta y complexión menuda; no obstante, poseía una engañosa fuerza nervuda que le transmitió con su apretón de manos. Robert Earl Ferguson se había remangado y lucía unos brazos fibrosos. Era delgado, de caderas estrechas y hombros de corredor de fondo, y con la gracia natural de un atleta en los andares. Llevaba el pelo corto. Su mirada era despierta, vivaz y penetrante; por un momento, Matthew Cowart tuvo la sensación de que el preso lo estaba tanteando, juzgando, interpretando y grabando.
– Gracias por venir -dijo el preso.
– No hay de qué.
– Lo habrá -respondió Ferguson. Traía una pila de documentos legales que dispuso sobre la mesa. Cowart vio que le echaba una mirada al sargento Rogers, el cual asintió, se volvió y salió por la puerta, cerrándola de un golpe.
Cowart se sentó, sacó lápiz y papel, y colocó una grabadora en el centro de la mesa.
– ¿Le importa? -preguntó.
– En absoluto.
– ¿Por qué me escribió? -quiso saber Cowart-. ¿Y cómo sabía mi nombre?
El preso sonrió y se retrepó en la silla. Parecía curiosamente relajado para lo que debería ser un momento crítico.
– El año pasado usted recibió un premio del Colegio de Abogados de Florida por sus editoriales contra la pena de muerte. Su nombre apareció en el periódico de Tallahassee; me lo pasó otro tipo del corredor. No me intimidaba que usted trabajara para el periódico más importante e influyente del estado.
– ¿Por qué esperó tanto para ponerse en contacto conmigo?
– Bueno, la verdad, confiaba que el tribunal de apelación revocaría mi condena. Cuando vi que no era así, contraté a un nuevo abogado, aunque contratar no es exactamente la palabra; me procuré un nuevo abogado y empecé a mostrarme más agresivo respecto a mi situación. Ya ve, señor Cowart, ni siquiera cuando me sentenciaron a muerte pensaba que iba conmigo. Todo me parecía un mal sueño o algo así; como si fuera a despertar de un momento a otro para volver a la universidad. O como si alguien fuese a decirme: «¡Eh, tú!, recoge tus cosas. Hemos cometido un error.» Por eso no pensaba con claridad. No sabía que hubiera que luchar tan duro para salvar la vida. No se puede confiar en el sistema.
«He aquí la primera cita de mi artículo», pensó Cowart.
El preso se inclinó hacia delante, puso las manos sobre la mesa y luego, con la misma rapidez, se reclinó en la silla; así podía gesticular con brevedad y precisión, usando el movimiento para subrayar sus palabras. Tenía una voz suave y profunda, una voz que parecía transportar fácilmente el peso de las palabras. Al hablar encorvaba los hombros, como empujado por la fuerza de sus convicciones. El efecto era instantáneo: reducía la salita al espacio entre ambos llenándolo de una especie de energía recalentada.
– Ya ve, pensaba que bastaría con ser inocente. Pensaba que así funcionaban las cosas. Pensaba que no había que hacer nada. Y entonces, cuando llegué aquí, empecé a aprender, pero a aprender de verdad.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, los hombres del corredor de la muerte tenemos un sistema informal de pasarnos datos sobre abogados, apelaciones, o clemencia, como ustedes lo llaman. Mire, allí -señaló los principales edificios de la prisión-, los reclusos piensan en lo que van a hacer cuando salgan en libertad. O tal vez piensan en huir, o en cómo aguantar la condena, en cómo sobrevivir aquí dentro. Se permiten el lujo de soñar con un futuro, aunque sea un futuro entre rejas. Siempre pueden soñar con la libertad. Y tienen el mayor don, el de la incertidumbre; no saben lo que la vida les deparará.
«Nosotros, no. Sabemos cómo vamos a acabar. Sabemos que llegará un día en el que el estado nos meterá dos mil quinientos voltios de electricidad en el cerebro. Sabemos que nos quedan cinco, tal vez diez años. Es como llevar todo el tiempo un tremendo peso que luchas por arrastrar. A cada minuto que pasa piensas: ¿he malgastado este tiempo? Cada noche piensas: otro día que se va. Cada día que amanece sabes que has perdido una noche más. Ese peso que arrastras es la acumulación de todos esos momentos que acaban de pasar, todas esas esperanzas que se desvanecen. Así que ya ve, no tenemos las mismas inquietudes.
Ambos guardaron silencio un instante. Cowart oía su propia respiración, como si acabara de subir corriendo un tramo de escaleras.
– Parece un filósofo.
– Todos los hombres del corredor de la muerte lo somos. Incluso los locos que no dejan de dar gritos y alaridos, o los tarados que apenas tienen idea de lo que les está sucediendo. Son conscientes del peso. Los que tenemos un poco de formación hablamos mejor, pero en el fondo somos todos iguales.
– ¿Ha cambiado usted aquí?
– ¿Y quién no?
Cowart asintió.
– Cuando mi apelación inicial fue desestimada, algunos hombres que llevaban en el corredor cinco, ocho, tal vez diez años, empezaron a hablarme de planear un futuro por mi cuenta. Soy joven, señor Cowart, y no quería pasarme el resto de mi vida aquí encerrado. Así que conseguí un abogado mejor y le escribí a usted. Necesito su ayuda.
– Ahora nos ocuparemos de eso.
Cowart no estaba seguro de qué papel desempeñar en la entrevista. Quería mantener cierta distancia profesional, pero desconocía hasta qué punto. Había tratado de imaginar cómo actuaría delante del preso, pero no lo había logrado. Se sintió un poco idiota sentado frente a un hombre condenado por asesinato en una prisión repleta de hombres que habían cometido los actos más abominables, intentando hacerse el duro.
– Bien, ¿por qué no me habla un poco de usted? Por ejemplo, explíqueme cómo es que no habla como la gente de Pachoula.
Ferguson soltó una risotada.
– Si quiere, puedo hacerlo. Mejor dicho zi quié le pueo habla com'el neglo mah paleto del pueblo… -Ferguson balanceó la silla como una mecedora. El lento acento de sus palabras pareció endulzar el aire enrarecido de la salita. De pronto se inclinó bruscamente hacia delante y cambió de acento-: Eh, chupatintas, también te puedo soltar un rollo de chulo callejero, porque conozco esa puta mierda, ¿vale, tío? -Y rápidamente volvió a asumir el papel del nervudo hombre serio que estaba sentado con los codos apoyados en la mesa, con voz normal y serena-. Y también puedo hablar como alguien que ha ido a la universidad y que se estaba forjando un futuro en la facultad de empresariales. Porque eso es también lo que era.
Cowart quedó desconcertado ante aquellos repentinos cambios. Parecían más que simples variaciones de tono y acento. Los cambios de entonación iban acompañados de alteraciones en el gesto y la expresión, de manera que Robert Earl Ferguson se transformaba en la imagen que proyectaba con su voz.
– Impresionante -reconoció Cowart-. Tiene buen oído.
Ferguson asintió con la cabeza.
– Mire, los tres acentos reflejan mis tres orígenes. Nací en Newark, Nueva Jersey. Mi madre era una criada. Cada día a las seis de la mañana solía hacer un largo recorrido de ida en autobús hasta los barrios residenciales y de vuelta por la noche, día sí, día no, para limpiar las casas de los blancos. Mi padre estaba en el ejército, y desapareció cuando yo tenía tres o cuatro años. De todas formas, no estaban casados. Luego, con siete años, mi madre murió. Nos dijeron que había sido un ataque de corazón, pero nunca lo supe a ciencia cierta. Sólo sé que un día le costaba respirar y fue caminando al hospital, y ésa fue la última vez que la vimos. Yo tuve que irme a Pachoula, a vivir con mi abuela. No tiene idea de lo que aquello representaba para un niño. Salir de aquel gueto e ir a parar a un lugar con árboles y ríos y aire puro. Creía estar en el paraíso, aunque no tuviéramos agua corriente ni electricidad. Aquéllos fueron los mejores años de mi vida. Solía ir caminando a la escuela; de noche leía a la luz de las velas; comíamos los peces que yo pescaba en los arroyos. Era como vivir en el siglo pasado. Pensaba que nunca me marcharía de allí, hasta que mi abuela enfermó. Temía no poder cuidar de mí, así que se decidió que regresara a Newark, donde viviría con mi tía y su nuevo marido. Ahí acabé el instituto para entrar en la universidad. Pero me encantaba visitar a mi abuela. En vacaciones solía viajar en el autobús nocturno de Newark a Atlanta, donde hacía transbordo al que se dirigía a Mobile, para luego tomar el que iba a Pachoula. Podía prescindir de la ciudad. De hecho, supongo que me consideraba un tipo de pueblo. Newark no me entusiasmaba. -Sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa-. Esos malditos viajes en autobús -murmuró-. Ahí empezaron todos mis problemas.
– ¿A qué se refiere?
– Para cuando llegaba a mi destino, habían pasado casi treinta interminables y extenuantes horas. Aquello no me gustaba nada, por eso me compré el coche; un Ford Granada verde oscuro de segunda mano. Se lo compré a otro estudiante por mil doscientos pavos. Sólo tenía unos cien mil kilómetros de rodaje. Joder, me encantaba conducir aquel coche, pero… -La voz de Ferguson sonaba suave y ausente.
– Pero…
– De no haber sido por aquel coche, jamás me habrían detenido por ese crimen.
– Hábleme de eso.
– Tampoco hay mucho que contar. La tarde del asesinato yo estaba en casa con mi abuela. Ella lo habría confirmado si alguien hubiera tenido el detalle de preguntárselo…
– ¿Alguien más le vio? ¿Alguien que no fuera de la familia?
– No recuerdo a nadie. Sólo estábamos ella y yo. Si va usted a verla, sabrá por qué. Vive en una vieja barraca a casi un kilómetro del resto de las casuchas; en una calle humilde y polvorienta.
– Continúe.
– Bueno, al poco rato de hallar el cuerpo de la niña, aparecieron dos detectives. Yo estaba en la entrada, lavando el coche. ¡Me encantaba ver relucir aquella máquina! Allí estaba yo, a mediodía, hasta que llegaron ellos y me preguntaron qué había hecho un par de días antes. Empezaron a mirarnos al coche y a mí, sin escuchar realmente mis palabras.
– ¿Qué detectives?
– Brown y Wilcox. Conocía a esos hijos de perra y sabía que me odiaban. Debería haber imaginado que no eran de fiar.
– ¿Por qué le odiaban?
– Pachoula es un lugar pequeño. A algunos les gusta que todo siga igual, como suelen decir. Me refiero a que sabían que yo tenía un futuro; sabían que iba a ser alguien, y eso no les gustaba. Supongo que no les gustaba mi actitud.
– Continúe.
– Me dijeron que necesitaban tomarme declaración en comisaría; así que fui con ellos sin rechistar. ¡Joder! Si hubiera sabido entonces lo que sé ahora… Pero ya ve, señor Cowart, no creía que tuviera nada que temer. Me dijeron que era por el caso de una persona desaparecida. No por asesinato.
– ¿Y?
– Como le expliqué en mi carta, aquélla fue la última vez que vi la luz del día en treinta y seis horas. Me metieron en un cuartucho como éste y me preguntaron si quería un abogado. Todavía no sabía lo que estaba ocurriendo, así que contesté que no. Me entregaron un impreso con mis derechos constitucionales y me dijeron que lo firmara. ¡Joder, qué tonto fui! Debería haber sabido que, cuando sientan a un negro en una de esas salas de interrogatorio, la única manera que tendrá de volver a salir es diciéndoles lo que quieren oír, lo haya hecho o no.
La voz de Ferguson había perdido toda jocosidad, reemplazada por un tono de ira debido a la tensión contenida. Cowart se sintió arrastrado por la historia que estaba escuchando, como atrapado en una marejada de palabras.
– Brown era el poli bueno; Wilcox, el malo. La rutina más vieja del mundo. -Torció el gesto.
– ¿Y?
– Entonces empiezan a preguntarme esto, a preguntarme lo otro, a preguntarme sobre la niña desaparecida. Les repito que no sé nada, pero ellos insisten. Así todo el día, hasta entrada la noche. Las mismas preguntas una y otra vez, e igual que cuando les dije «No», mis contestaciones no valen una mierda. No puedo ir al lavabo. No me dan de comer ni de beber. Sólo me hacen preguntas sin parar. Por fin, después de muchas horas, pierden la paciencia. Empiezan a gritarme con rabia y Wilcox me da una bofetada en la cara. ¡Zas! Luego, con su cara a unos centímetros de la mía, me dice: «¿Me prestarás atención ahora, chaval?»
Ferguson miró a Cowart como para valorar la impresión que estaban causando sus palabras, y prosiguió con voz pausada y llena de amargura.
– Sí, en efecto, no dejaba de gritarme. Recuerdo haber pensado que le iba a dar un infarto o un derrame cerebral o algo así, tan colorada tenía la cara. Parecía un poseso. Entonces va y me grita: «¡Quiero saber qué hiciste con esa niña! ¡Dime lo que le hiciste!» No deja de vociferar y Brown abandona la sala, así que me quedo a solas con ese energúmeno. Insistió durante horas: «Dime, ¿te la follaste primero y luego la mataste, o fue al revés?» Yo negaba y volvía a negar, decía cosas como ¿a qué se refiere?, ¿de qué me habla? Él me mostraba las fotos de la niña y me preguntaba una y otra vez: «¿Estuvo bien? ¿Te gustaba que se resistiera? ¿Te excitaban sus gritos? ¿Sentiste placer la primera vez que la rajaste? Y cuando la rajaste por enésima vez, ¿también te gustó?» Así una y otra vez, y otra más, hora tras hora. -Respiró hondo-. Cuando necesitaba un descanso, me dejaba en aquel cuartucho, esposado a la silla. Quizá salía a respirar el aire fresco, echaba una cabezadita o iba a comer algo. A veces pasaba cinco minutos fuera y otras media hora o más. En una ocasión me dejó allí sentado un par de horas; y yo permanecí allí sentado, ¿sabe?, demasiado atontado y asustado para reaccionar.
«Supongo que al final se sintió frustrado por mis negativas, porque empezó a usar la fuerza. Al principio me pegaba bofetones en la cara y los hombros con más frecuencia de lo habitual, hasta que me puso en pie para darme un puñetazo en el estómago. Yo estaba temblando. Ni siquiera me habían metido en el trullo y ya me había orinado en los pantalones. Cuando cogió la guía de teléfonos y la enrolló no entendí qué pretendía. Tío, era como si me aporrearan con un bate de béisbol; caí redondo.
Cowart asintió con la cabeza; había oído hablar de aquella técnica.
Hawkins se lo había explicado una noche. Una guía de teléfonos tiene la potencia de una correa de cuero, sólo que el papel no rasga la piel ni deja hematomas.
– Como yo no abandono mi negativa, acaba desistiendo. Brown entra, tras horas de ausencia. Yo tiemblo, doy gemidos, y pienso que voy a morir allí mismo. Brown me levanta del suelo. Como la noche y el día. Tío, me pide disculpas por lo que ha hecho Wilcox. Que sabe cómo duele. Me ayuda, me trae algo de comer y una Coca-Cola, me consigue ropa limpia y me deja ir al lavabo. Todo lo que tengo que hacer es confiar en él, confiar en él y confesar lo que le hice a aquella niña. Yo no le digo nada, pero él insiste. Me dice: «Bobby Earl, creo que estás malherido; vas a mear sangre. Me parece que necesitas un médico urgentemente, así que dime qué le hiciste y te llevaremos inmediatamente a enfermería.» Yo le digo que no hice nada, y él pierde la paciencia. Me grita: «Sabemos que lo hiciste tú, ¡sólo tienes que decírnoslo!» Entonces saca el arma, no la de reglamento sino una del calibre 38 que lleva en una pistolera de tobillo. En ese momento entra Wilcox y me esposa las manos a la espalda, luego me empuja la cabeza justo delante del cañón del arma. Brown dice: «¡Confiesa ahora!» Yo repito que no he hecho nada, y entonces aprieta el gatillo. ¡La hostia! Todavía veo ese dedo jalando el gatillo muy despacio. Pensé que se me paraba el corazón. Un ruido seco suena en la cámara vacía. Me pongo a lloriquear como un niño. Luego él me dice: «Bobby Earl, has tenido mucha suerte esta vez. ¿Crees que hoy es tu día de suerte? ¿Cuántas cámaras vacías me quedan?» Vuelve a apretar el gatillo y vuelvo a oír un chasquido. Él exclama: «¡Joder! Me parece que ha fallado.» Luego abre aquella pistolita, saca el tambor y extrae una bala. La mira detenidamente y dice: «¡Eh!, ¿qué te parece esto? Vaya birria. Tal vez funcione esta vez.» Veo cómo vuelve a Cargarla. Me apunta y añade: «Es tu última oportunidad, negro.» Le creo y confieso: «Fui yo, fui yo; lo que queráis, lo hice yo.» Y ésa fue mi confesión.
Cowart respiró hondo y trató de asimilar aquello. De repente sintió que le faltaba aire, como si las paredes se hubieran caldeado, como si él se estuviera asando en el repentino bochorno.
– ¿Y después? -preguntó.
– Ya lo ve, estoy aquí -contestó Ferguson.
– ¿Le ha contado esto a su abogado?
– Por supuesto. Él señaló lo obvio: era la palabra de dos agentes de policía contra la mía. Y en medio había una preciosa niña blanca asesinada. ¿A quién le parece que iban a creer?
Cowart asintió.
– ¿Y por qué iba a creerle yo ahora?
– No lo sé. -Por un instante, fulminó a Cowart con la mirada-. A lo mejor, porque le estoy diciendo la verdad.
– ¿Se sometería al detector de mentiras?
– Ya lo hice con mi abogado. Aquí tengo los resultados. Esa puta máquina dijo que eran «no concluyentes». Creo que estaba demasiado nervioso cuando me pusieron todos esos cables. No me hizo ningún bien, pero si quiere volveré a intentarlo. No sé si servirá de algo, no puedo presentarlo como prueba.
– Cierto. De todos modos necesito algo que corrobore su versión.
– Sí, lo sé. Pero eso es lo que ocurrió, ¡joder!
– ¿Cómo puedo confirmar su historia para luego publicarla en el periódico?
Ferguson pensó por un momento, sin apartar sus ojos de los de Cowart. Al cabo de unos segundos, un atisbo de sonrisa traspasó parte de la gravedad de aquel rostro.
– La pistola -dijo-. Eso podría servir.
– ¿Cómo?
– Bueno, recuerdo que antes de meterme en aquel cuartucho, hicieron aspavientos inspeccionando sus armas reglamentarias en la entrada. Brown llevaba una pequeña sorpresa escondida en el tobillo. Apuesto a que le mentirá sobre aquella pistola, y si usted hallara la manera de lograr que meta la pata…
Cowart asintió.
– Tal vez.
Ambos volvieron a guardar silencio. Cowart bajó la mirada hacia la grabadora y vio que la cinta giraba.
– ¿Por qué usted? -preguntó.
– Les iba al dedillo. Yo estaba allí y era negro y tenía un coche verde. Y mi grupo sanguíneo era el mismo… aunque eso lo descubrieron más tarde. El caso es que yo estaba allí y la comunidad estaba a punto de enloquecer; quiero decir, la comunidad blanca. Buscaban a alguien y me tenían a mano. ¿Quién mejor?
– Parece un razonamiento convincente.
Los ojos de Ferguson relampaguearon y Cowart vio que apretaba el puño. Observó cómo el preso luchaba por recuperar el control.
– Aquí siempre me han odiado porque no soy uno de esos pobres palurdos negros de pueblo con los que están acostumbrados a tratar. No soportaban que fuera a la universidad, les molestaba que conociera la vida de la gran ciudad. Me conocían y me odiaban. Por lo que era y por lo que iba a ser.
Cowart iba a formular una pregunta, pero Ferguson se aferró al borde de la mesa para serenarse. Apenas podía contener la voz y Cowart se vio invadido por su rabia. Los tendones se marcaban en el cuello del preso, su rostro enrojecía, la voz había perdido firmeza y temblaba de emoción. Cowart veía cómo Ferguson se debatía consigo mismo, como si estuviera a punto de estallar bajo la tensión del recuerdo. En aquel momento, Cowart se preguntó cómo sería ponerse en el camino de toda aquella furia.
– Vaya allí. Eche un vistazo a Pachoula, condado de Escambia. Está al sur de Alabama, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Hace medio siglo, cuando llevaban trajes blancos con pequeños capirotes y cruces en llamas, se habrían limitado a colgarme del árbol más cercano. Pero los tiempos han cambiado -dijo con amargura-, aunque no mucho. Ahora cuelgan a las personas con todas las ventajas y la parafernalia de la civilización. Tuve un juicio, sí señor. Tuve un abogado, sí señor. Fui juzgado por mis iguales, sí señor. Gocé de todos mis derechos constitucionales, sí señor. ¡Joder! Un puto linchamiento justo y legal. -La voz le temblaba-. Vaya allí, señor periodista blanco, empiece a hacer preguntas, y verá. ¿Acaso cree que estamos en los noventa? Va a descubrir que las cosas no han evolucionado tan rápido. Ya lo verá.
Se reclinó en la silla, desafiando a Cowart con la mirada.
Los sonidos de la prisión parecían lejanos, como si vinieran de paredes, pasillos y celdas a kilómetros de distancia. De pronto, Cowart se percató de lo pequeña que era aquella sala. «Una historia sobre espacios reducidos», pensó. Sintió cómo el preso irradiaba oleadas de odio; una incesante corriente de frustración y desesperación por la que él mismo se vio arrastrado.
Ferguson siguió mirando a Cowart.
– Vamos, Cowart. ¿Piensa que la vida es igual en Pachoula que en Miami?
– No.
– Claro que no. ¿Y sabe qué es lo más gracioso de todo esto? Si yo hubiera cometido ese crimen, cosa que no hice, ¿qué pasaría si hubiera sido en Miami? ¿Sabe qué habría ocurrido con las pruebas falsas presentadas en mi contra? Que me habrían ofrecido un trato: homicidio involuntario y sentencia de cinco años; tal vez cuatro. Y eso sólo en caso de que mi abogado de oficio no lo negara todo, que lo habría hecho. No tengo antecedentes. ¿Qué le parece que habría ocurrido en Miami, señor Cowart?
– Tal vez esté en lo cierto. En Miami se le ofrecería un trato. Sin duda.
– Pero en Pachoula la pena de muerte. Sin duda.
– Es el sistema.
– A la mierda el sistema. Al infierno. Y una cosa más: yo no lo hice. Yo no cometí ese crimen. Vale, no soy perfecto, en Newark me metí en líos de adolescente, igual que en Pachoula, puede comprobarlo. Pero, ¡coño!, yo no maté a esa niña. -Hizo una pausa-. Aunque sé quién lo hizo.
Ambos guardaron silencio por un instante.
– ¿Quién y cómo? -preguntó Cowart.
Ferguson se meció en la silla. Cowart vio una sonrisa; no una mueca, ni el presagio de una carcajada, sino una especie de amarga cicatriz. Algo había desaparecido, parte de la intensidad de su ira, porque Ferguson cambió en segundos con la misma facilidad con que antes había cambiado de acento.
– Todavía no se lo puedo decir -respondió.
– Venga ya -replicó Cowart-. No me venga con evasivas.
Ferguson negó con la cabeza.
– Se lo diré, pero sólo cuando me crea.
– ¿A qué está jugando?
Ferguson se inclinó, reduciendo el espacio entre ambos, y fijó en Cowart una mirada aterradora.
– Esto no es un puto juego -susurró-. Es mi puta vida; quieren quitármela, ¿sabe?, y ésta es mi mejor carta. No me pida que la enseñe antes de tiempo.
Cowart no contestó.
– Vaya a comprobar lo que le he contado. Y entonces, cuando se convenza de que soy inocente, cuando vea que esos cabrones me han condenado injustamente, entonces se lo diré.
Cuando un hombre desesperado te pide que juegues, como Hawkins le había dicho una vez, es mejor que lo hagas siguiendo sus reglas.
Cowart asintió con la cabeza.
Se hizo el silencio. Ferguson clavó sus ojos en los de Cowart, esperando una respuesta. Ninguno de los dos se movió, como si estuvieran ligados el uno al otro. Cowart cayó en la cuenta de que no le quedaba otra alternativa, de que ése era el dilema del periodista: había escuchado una historia sobre la injusticia y el mal. Y ahora se veía obligado a descubrir la verdad; no podía marcharse tan tranquilo.
– Así pues, señor Cowart -concluyó Ferguson-, ésa es la historia. ¿Va a ayudarme?
Cowart pensó en los miles de palabras que había escrito sobre muerte y agonía, sobre todas las historias de tormento y dolor que habían pasado por sus manos para dejarle una minúscula cicatriz, el germen de sus terribles pesadillas. En ninguno de sus artículos había escatimado nunca un ápice de desesperación. Y tampoco había salvado nunca ninguna vida.
– Haré lo que pueda -respondió.
El condado de Escambia está enclavado en el rincón más septentrional de Florida, y delimita en dos vertientes con el estado de Alabama. Comparte ciertos rasgos culturales con los estados que quedan inmediatamente al norte. Antes era una zona rural, con muchas granjas de subsistencia escalonadas en las verdes colinas y separadas por densos bosques de pinos achaparrados y por los rizados zarcillos de grandes sauces y viñas. Pero en años recientes, y al igual que buena parte de los estados del Sur, el condado ha asistido al auge de la construcción; se ha procedido a la urbanización de terrenos, como en el caso de su principal población, la ciudad portuaria de Pensacola, que ha levantado centros comerciales y barrios residenciales donde antes había campo abierto. Pero, al mismo tiempo, ha conservado una cenagosa hermandad con Mobile, ahora más cerca gracias a la interestatal, y con las regiones de agua salada y mareas asentadas en el Golfo. Como muchas regiones del Sur profundo, posee el aire contradictorio de acendrada pobreza y nuevo orgullo, un sentido de lugar duro avivado por generaciones a las que vivir allí les ha parecido no necesariamente fácil, pero sí mejor que cualquier otro lugar.
El vuelo regular nocturno hasta el pequeño aeropuerto consistió en una espantosa serie de sacudidas y descensos que revolvían el estómago al bordear unos gigantescos nubarrones que parecían molestos con la intrusión del avión bimotor. La cabina de pasajeros tanto se iluminaba con ráfagas de luz como se quedaba a oscuras, según el avión entraba y salía de los nubarrones y a medida que los rojos fogonazos de sol iban desapareciendo rápidamente sobre el golfo de México. Cowart oyó cómo los motores se afanaban contra fuertes vientos, un runruneo que subía y bajaba como la respiración de un atleta. Se mecía a merced del avión, pensando en el hombre del corredor de la muerte y en lo que le aguardaba en Pachoula.
Ferguson había desatado una guerra interna en Cowart, quien había salido de la entrevista repitiéndose que sería objetivo, que lo escucharía todo y que sopesaría cada palabra con ecuanimidad. Al mismo tiempo, miraba a través de la empapada ventanilla del avión y sabía que no estaría volando rumbo a Pachoula si esperara que lo convencieran de que la versión del preso era falsa. Mientras el avión se deslizaba por el cielo, Cowart apretaba los puños al recordar la voz de Ferguson cargada de gélida ira. Entonces pensó en la niña. «Once años. Demasiado joven para morir. Recuerda eso también.»
Aterrizaron en medio de una tempestad torrencial, y se deslizaron por la pista a toda velocidad. Por la ventanilla, Cowart vio una hilera de árboles de hoja perenne en los confines del aeropuerto, oscuros y negros contra el cielo.
Atravesó la creciente oscuridad en su coche de alquiler en dirección al Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula, a escasa distancia de la interestatal. Después de inspeccionar la habitación modesta y agobiantemente ordenada, fue al bar del hotel, se hizo sitio entre dos viajantes y pidió una cerveza a la camarera. El pelo ralo y castaño de la joven le endurecía tanto las facciones que toda ella parecía fruncir el entrecejo; incluso los labios, una tensa línea que se quejaba de servir demasiadas bebidas a demasiados viajantes y de rechazar demasiadas proposiciones de tipos que bebían whisky escocés y ginger ale. Sin dejar de mirar a Cowart, le sirvió una cerveza de barril, intuyendo cuándo la espuma estaba a punto de rebasar el borde de la jarra.
– Usted no es de por aquí, ¿no?
Cowart negó con la cabeza.
– No me lo diga -le dijo la joven-. Me gusta adivinarlo. Usted diga: la lluvia en Sevilla es una pura maravilla.
Él rió y repitió la frase.
Ella le sonrió, y eso le restó algo de dureza a su gesto.
– No es de Mobile ni de Montgomery, eso seguro. Ni siquiera de Tallahassee o Nueva Orleans. Una de dos: de Miami o de Atlanta; pero si es de Atlanta, entonces no puede ser originario de allí, sino de algún lugar como Nueva York, y entonces Atlanta es para usted su residencia temporal.
– No está mal -respondió Cowart-. Miami.
La joven lo observó, satisfecha consigo misma.
– Veamos -dijo-. Su traje es muy bonito, aunque muy clásico, como el que llevaría un abogado… -Se inclinó sobre la barra del bar y con el pulgar y el índice le palpó la solapa de la chaqueta-. Agradable. No como los príncipes de poliéster que venden el suplemento vitamínico para ganado que solemos usar aquí. Pero el pelo lo lleva un poco greñudo por encima de las orejas y veo que empiezan a salirle un par de mechones blancos. Así que tendrá… ¿qué, unos treinta y cinco?; un poco mayor para hacer de recadero. Si fuera un abogado de esa edad, debería tener un ayudante recién licenciado para que se ocupase de venir a sitios como éste en su nombre. Tampoco lo imagino de policía, no tiene aspecto de serlo, y no creo que se dedique a la propiedad inmobiliaria ni a los negocios. Tampoco tiene pinta de vendedor, como esos tipos. Entonces, ¿qué traería por aquí a alguien como usted, directamente desde Miami? Sólo se me ocurre una cosa: usted es un periodista en busca de la gran noticia.
Cowart se echó a reír.
– Bingo. Y por cierto, tengo treinta y siete.
La joven se volvió para poner otra cerveza, que sirvió a un hombre, y siguió hablando con Cowart:
– ¿Sólo está de paso? No me imagino qué clase de noticia le ha traído hasta Pachoula. Por si todavía no se ha dado cuenta, aquí no pasan muchas cosas.
Cowart vaciló, preguntándose si debía mantener el pico cerrado. Luego se encogió de hombros y pensó: «Si esta chica adivinó mi profesión en los dos primeros minutos, va a ser un secreto a voces cuando empiece a hablar con policías y abogados.»
– Un caso de asesinato -dijo.
Ella asintió con la cabeza.
– Tenía que serlo. Ahora me tiene intrigada. ¿Qué clase de caso? ¡Vaya!, no recuerdo el último asesinato que hubo aquí. Aunque no puedo decir lo mismo de Mobile o Pensacola. ¿Está investigando a los narcotraficantes? ¡Por Dios!, dicen que cada noche introducen toneladas de cocaína por todos los rincones del Golfo. A veces pasa por aquí algún hispano; de hecho, la semana pasada vinieron tres tipos muy elegantes, con esos pequeños buscas en los cinturones. Se sentaron como si fueran los amos del local y pidieron una botella de champán antes de cenar. Tuve que pedir al camarero que fuera a buscarla a la licorería. No costaba adivinar qué estaban celebrando.
– No, no es sobre drogas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Un par de años. Vine a Pensacola con mi marido, que era aviador. Ahora sigue volando pero ya no es mi marido, y yo estoy aquí, hundida en la miseria.
– ¿Recuerda el caso, hace unos tres años, de la niña Joanie Shriver? ¿Supuestamente asesinada por un tal Robert Earl Ferguson?
– ¿La pequeña que encontraron junto a Miller's Swamp?
– Eso es.
– Lo recuerdo. Ocurrió justo cuando mi ex y yo llegamos aquí, ¡maldito el día! Sería la primera semana que yo trabajaba en este bar. -Soltó una risita lacónica-. ¡Vaya!, y yo que pensaba que este condenado trabajo iba a ser siempre tan apasionante. La gente se interesó mucho por esa niña. Vinieron periodistas de Tallahassee y de la televisión de Atlanta. Así aprendí a reconocer a los de su especie; todos pasaban por aquí. Claro que por aquí tampoco hay más hotel que éste. Hubo bastante movimiento un par de días, hasta que por fin detuvieron al culpable. Pero todo esto es agua pasada. ¿No llega un poco tarde?
– He oído hablar del tema y me interesé.
– Pero ese tipo está en la trena. En el corredor de la muerte.
– Hay ciertos interrogantes sobre cómo fue a parar allí. Algunas contradicciones.
La mujer echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
– Hombre -dijo-, apuesto a que eso no va a cambiar demasiado las cosas. Buena suerte, Miami.
Y se alejó para atender a otro cliente, dejando a Cowart a solas con su cerveza. No regresó.
La mañana despuntó despejada. El sol del amanecer parecía decidido a borrar de la calle cualquier vestigio de charco dejado por la lluvia del día anterior. El calor se fue intensificando a lo largo del día, mezclándose con una persistente humedad. En el trayecto del hotel al coche de alquiler, Cowart notó que la camiseta se le pegaba a la espalda. Decidió dar una vuelta en coche por Pachoula.
Aquella población parecía haberse asentado con tenacidad: emplazada en una extensa llanura a escasa distancia de la interestatal y rodeada de campos de cultivo, tendía una especie de puente entre ambos mundos. Aunque quedaba demasiado al norte para dar buenos naranjales, Cowart pasó por unas cuantas granjas con hileras bien alineadas de árboles y otras cuyo ganado pastaba en los prados. Le parecía que estaba entrando en la zona próspera; las casas eran bloques de hormigón de una planta o construcciones de ladrillo, los consabidos chalets indicativos de cierta posición social. Tenían enormes antenas de televisión; algunos, incluso parabólicas en el jardín. A medida que se aproximaba a Pachoula, al borde de la carretera empezaron a verse tiendas abiertas las veinticuatro horas y gasolineras. Pasó por delante de un pequeño centro comercial compuesto por un supermercado, una tienda de postales, una pizzería y un restaurante a ambos lados. Se fijó en las casas que había desperdigadas en calles que iban a desembocar a la avenida principal, hogares unifamiliares bien cuidados y testimonios de un éxito mediocre.
El centro del pueblo era sólo una plaza y tres manzanas, con un cine, algunas oficinas, algunas tiendas y un par de semáforos. Las calles estaban limpias, y Cowart se preguntó si las habría barrido la tormenta de la noche anterior o la diligencia del ayuntamiento.
Siguió conduciendo por una pequeña calzada de dos carriles, alejándose de las ferreterías, tiendas de recambios de coche y restaurantes de comida rápida. El terreno circundante cambiaba ligeramente: un veteado marrón y virgen opuesto al exuberante verde visto momentos antes. La calzada se iba poblando de baches y las casas ya eran construcciones de madera desconchada por el paso del tiempo, todas encaladas y pintadas de deslucidos colores pálidos. La carretera pasó entre un grupo de árboles que envolvieron a Cowart en la oscuridad. La luz que se colaba entre los sauces y pinos dificultaba la visibilidad; de hecho, casi pasó de largo el desvío de tierra que quedaba a su izquierda. Los neumáticos derraparon ligeramente en el barro antes de ganar impulso. Cowart enfiló el camino dando botes en el coche. Bordeaba un largo seto; aquí y allá asomaban pequeñas granjas. Aminoró la marcha y pasó por tres cabañas apiñadas al borde del camino. Un anciano negro se quedó mirándolo a su paso. Cowart avanzó otros ochocientos metros, hasta otra cabaña asentada al borde del camino; se detuvo enfrente y bajó.
La casucha tenía un porche delantero con una mecedora. En un lado había un gallinero con aves que picoteaban la tierra. Delante de la cabaña había un viejo Chevy familiar con el capó levantado.
Cowart oyó a un perro ladrar a lo lejos. La fértil tierra marrón que hacía de patio delantero estaba compactada, lo bastante sólida para sobrevivir a los temporales. Se volvió y vio que la casa daba a un extenso prado, flanqueado de bosque sombrío.
Tras pensárselo, se acercó al porche.
Cuando apoyó el pie en el primer escalón, una voz dijo desde el interior:
– Le estoy viendo. ¿Qué coño quiere?
Cowart se detuvo y respondió:
– Busco a la señora Emma Mae Ferguson.
– ¿Y para qué la busca?
– Necesito hablar con ella.
– Eso no me aclara nada. ¿Hablar de qué?
– Sobre su nieto.
La puerta principal, con una mosquitera cuarteada, se entreabrió. Una anciana negra con el pelo cano recogido austeramente se asomó a la puerta; era menuda y nervuda, y se movía lentamente con un porte firme que parecía sugerir que la edad y la osteoporosis no eran más que leves molestias.
– ¿Es policía?
– No. Soy Matthew Cowart, del Miami Journal. Soy periodista.
– ¿Quién le envía?
– Nadie. He venido por mi cuenta. ¿Es usted la señora Ferguson?
– Puede.
– Por favor, señora Ferguson, quiero que me hable sobre Robert Earl.
– Es un buen muchacho, y ellos me lo han robado.
– Lo sé. Trato de ayudarle.
– ¿Ayudarle? ¿Es abogado? Los abogados ya le hicieron bastante daño.
– No, señora. ¿Podemos hablar unos minutos? Sólo quiero ayudar a su nieto. Él me dijo que viniera a verla.
– ¿Ha visto a mi nieto?
– Sí.
– ¿Cómo lo tratan?
– Parecía estar bien. Triste pero bien.
– Bobby Earl es un buen chico, muy buen chico.
– Lo sé. Por favor…
– Está bien, señor periodista. Me sentaré y lo escucharé. Dígame qué quiere saber.
La anciana se dirigió a la mecedora. Luego señaló el último peldaño del porche y Matthew Cowart tomó asiento, casi a sus pies.
– Bien, señora. Quiero que me hable acerca de tres días de hace casi tres años. Necesito saber qué estaba haciendo Robert Earl el día en que la niña desapareció, el día siguiente y el tercer día, cuando lo arrestaron. ¿Recuerda aquellos días?
La anciana bufó.
– Señor periodista, puede que sea vieja, pero no tonta. Mi vista no será tan fina como antes, pero mi memoria sí. Por el amor de Dios, ¿cómo iba a olvidar aquellos días, después de lo ocurrido desde entonces?
– Bueno, precisamente por eso he venido.
Ella lo miró entornando los ojos, a la sombra del porche.
– ¿Está seguro de que quiere ayudar a Bobby Earl?
– Sí, señora. En todo lo que pueda.
– ¿Y cómo va a hacerlo? ¿Qué puede hacer usted que no pueda ese abogado tan sarcástico?
– Escribir un artículo para el periódico.
– Los periódicos ya han escrito un montón de artículos sobre Bobby Earl. Por lo que sé, la mayoría contribuyó a meterlo en el corredor de la muerte.
– No creo que esta vez sea así.
– ¿Y por qué no?
No tenía una respuesta preparada para aquella pregunta. Contestó:
– Mire, señora Ferguson, me resultaría difícil complicar aún más las cosas. Y, si quiero ayudar, necesito respuestas.
La anciana sonrió.
– Eso es cierto. Está bien, señor periodista. Pregunte.
– El día que mataron a la niña…
– Él estuvo aquí conmigo, todo el día. No salió de casa; a no ser por la mañana, para pescar unas lubinas. Me acuerdo porque las freímos para cenar aquella misma noche.
– ¿Está segura?
– Claro que lo estoy. ¿Adónde iba a ir si no?
– Bueno, tenía el coche.
– Yo lo hubiera oído si hubiera arrancado. No estoy sorda. Aquel día no fue a ninguna parte.
– ¿Le explicó esto a la policía?
– Por supuesto.
– ¿Y?
– No me creyeron. Me dijeron: «Emma Mae, ¿está segura de que su nieto no se escabulló por la tarde? ¿Está segura de que no se alejó de su vista? Tal vez aprovechó que usted echaba una cabezadita o algo.» Pero no fue así, y se lo dije. Luego me aseguraron que estaba equivocada, se enfadaron y se fueron. No he vuelto a verlos.
– ¿También se lo explicó al abogado de Robert Earl?
– Me hizo las mismas malditas preguntas, y yo le di las mismas malditas respuestas. Él tampoco me creyó. Dijo que tenía demasiados motivos para encubrir al muchacho. Tenía razón. Es el hijo de mi pequeña y lo quiero mucho. Incluso cuando se marchó a Nueva Jersey para volver convertido en un pandillero, hablando mal y dándoselas de tipo duro, yo lo seguía queriendo mucho. Ahora iba por buen camino. Asistía a la universidad. ¿Se lo imagina usted, señor periodista blanco? Mire alrededor. ¿Cree que somos muchos los que llegamos a la universidad? ¿Que llegamos a ser alguien? ¿Cuántos cree que lo consiguen? -La anciana volvió a bufar y esperó una respuesta, que Cowart no le dio. Al cabo de un momento, prosiguió-: Ese poli tenía razón. Mi niño. Mi vida. Mi orgullo. Claro que habría mentido por él. Pero no lo hice. Soy creyente, aunque para salvar a mi niño me habría enfrentado al mismísimo demonio; sólo que nunca tuve la oportunidad, porque nunca me creyeron, no señor.
– ¿Cuál es la verdad?
– Que estuvo aquí conmigo.
– ¿Y al día siguiente?
– Aquí conmigo.
– ¿Y cuando llegó la policía?
– Estaba fuera, sacando brillo a su viejo coche. No protestó. No se resistió. Sólo les dijo sí señor, no señor, y se fue con ellos. ¿Ve de qué le sirvió?
– Parece enfadada.
Aquella mujer menuda se inclinó hacia delante en la silla, con el cuerpo rígido de la emoción. Dio dos fuertes palmadas en los brazos de la mecedora, haciéndolas sonar como dos pistoletazos que retumbaron en aquella despejada mañana.
– ¿Enfadada? ¿Me está preguntando si estoy enfadada? Me robaron a mi niño y lo han encerrado para matarlo. El enfado es lo de menos, pero no tengo tanta maldad como para decirle lo que siento de verdad.
Se levantó y se dirigió hacia el interior de la casa.
– No me queda más que odio y un amargo vacío, señor periodista. Tome nota de ello.
Y cerró la puerta de un golpe seco mientras Matthew Cowart escribía apresuradamente sus palabras en la libreta.
Cowart llegó al colegio a mediodía. Tal como imaginaba, se trataba de un insulso edificio de hormigón con una bandera norteamericana ondeando lánguidamente en el húmedo exterior. Había autobuses escolares amarillos aparcados a la entrada, un patio con columpios y canastas y un patio de tierra en la parte de atrás. Aparcó el coche y se encaminó hacia la entrada, oyendo una oleada de voces infantiles. Era la hora de comer y se respiraba cierto caos contenido de puertas adentro; los niños correteaban de aquí para allá, con bolsas de papel o fiambreras, en un hervidero de conversaciones. Las paredes del colegio estaban decoradas con trabajos de los alumnos, composiciones de forma y color con pequeños letreros que explicaban su significado. Se quedó mirando las pinturas un instante; le recordaban los dibujos y maquetas que su hija le enviaba por correo y que ahora decoraban su despacho. Abriéndose camino, atravesó un vestíbulo hasta la puerta con el rótulo SECRETARÍA. En ese momento se abrió y vio salir dos niñas, riéndose de algún gran secreto. Una era negra, la otra blanca; Cowart las siguió con la mirada hasta que desaparecieron por el pasillo.
Una pequeña fotografía enmarcada colgaba de una pared y se acercó para echarle un vistazo. Era la fotografía de una niña. Tenía el pelo rubio, pecas y una amplia sonrisa con aparato de ortodoncia. Llevaba una impecable camisa blanca y una cadena de oro alrededor del cuello. En el centro de la cadena se alcanzaba a leer «Joanie» grabado en letras diminutas. Debajo de la fotografía había una pequeña placa que rezaba: «Joanie Shriver, 1976-1987. Querida amiga y compañera de clase, todos te echaremos de menos.»
Cowart añadió la fotografía de la pared a todas las notas mentales que iba tomando. Luego se apartó y entró en la secretaría del colegio.
Una mujer de mediana edad, con una expresión ligeramente tensa, se acercó al mostrador.
– ¿Puedo ayudarle?
– Estoy buscando a Amy Kaplan.
– Acaba de pasar por aquí. ¿Le espera?
– El otro día hablé con ella por teléfono. Mi nombre es Cowart. Vengo de Miami.
– ¿Es usted el periodista?
Él asintió con la cabeza.
– Dejó dicho que vendría. Veré si puedo localizarla. -Había una pizca de resentimiento en su voz. En ningún momento sonrió a Cowart.
La mujer cruzó la secretaría y desapareció en la sala de profesores para luego reaparecer acompañada de una joven. A Cowart le pareció atractiva; llevaba el cabello castaño rojizo recogido y tenía un rostro noble y simpático.
– Soy Amy Kaplan, señor Cowart.
Se dieron un apretón de manos.
– Siento interrumpirle la comida.
Ella se encogió de hombros.
– Tal vez sea el mejor momento. De todas formas, como le dije por teléfono, aún no sé muy bien qué puedo hacer por usted…
– Hábleme del coche. Y de lo que vio.
– ¿Sabe? Lo mejor será que le enseñe el lugar donde me encontraba. Se lo puedo explicar allí mismo.
Salieron fuera sin cruzar palabra. La joven maestra se detuvo frente al edificio y se volvió, señalando la carretera.
– Mire -explicó-, siempre tenemos un profesor allí, vigilando a los alumnos después de las clases. Solíamos hacerlo para asegurarnos de que los niños no se metían en peleas y las niñas se iban directamente a casa en vez de quedarse cotilleando por aquí. Los niños hacen esas cosas, ¿sabe?, y al parecer más que los mayores. Ahora está claro que hay otro motivo para mantener la vigilancia. -Miró a Cowart por un instante. Luego prosiguió-. De todos modos, la tarde en que Joanie desapareció, casi todo el mundo se había marchado y yo estaba a punto de regresar al colegio cuando la vi allí, bajo aquel enorme sauce… -Señaló a unos cuarenta metros carretera abajo. Luego se llevó la mano a la boca-. ¡Oh, Dios mío! -musitó.
– Lo siento -se disculpó Cowart.
La joven no apartaba la mirada de aquel punto carretera abajo, como si lo reviviera todo en su memoria. El labio inferior le temblaba ligeramente, pero hizo un movimiento con la cabeza para indicar que se encontraba bien.
– Yo era joven -dijo-. Era mi primer año aquí. Recuerdo que ella me vio y se volvió para saludarme; por eso supe que era ella. -La firmeza de su voz había desaparecido.
– ¿Y?
– Echó a andar por la sombra, allí, hasta que pasó aquel coche verde. La vi volverse, supongo que porque el conductor le había dicho algo, y entonces la puerta se abrió y ella subió al coche, que a continuación arrancó. -La joven respiró hondo-. Subió al coche, maldita sea -susurró con un hilo de voz-. Subió al coche, señor Cowart, como si nada. A veces aún la veo en sueños, saludándome. Es horrible.
Cowart pensó en sus propias pesadillas y quiso decirle que él también se pasaba noches enteras sin dormir. Pero no lo hizo.
– Eso es lo que más me ha turbado -continuó ella-. Quiero decir, si la hubieran agarrado y ella hubiera forcejeado o pedido auxilio o algo… -la emoción del recuerdo quebró su voz- yo misma habría podido hacer algo. Habría gritado y puede que hasta echado a correr tras ella. Tal vez podría haber logrado salvarla. No lo sé. Algo. Pero era una tarde de mayo como cualquier otra, y hacía tanto calor que quería volver rápido a la escuela…
Cowart se quedó mirando calle abajo, calculando las distancias.
– ¿Ocurrió en la sombra?
– Sí.
– Pero está segura de que el coche era verde. ¿Verde oscuro?
– Sí.
– ¿No sería negro?
– Habla como los policías y los abogados. Claro que podía haber sido negro. Pero mi corazón y mi memoria me dicen que era verde oscuro.
– ¿No vio la mano que abría la puerta desde dentro?
La joven vaciló.
– Buena observación. Eso no me lo preguntaron. Me pidieron que les dijera si había visto al conductor. Tuvo que ladearse para abrir la puerta, ¿verdad? Pero no lo vi. -Hizo un esfuerzo por recordar-. No, no vi ninguna mano; sólo que la puerta se abría.
– ¿Y la matrícula?
– Bueno, como sabe, la matrícula de Florida indica el estado en relieve naranja sobre un fondo blanco. Aquélla era más oscura y de otro lugar.
– ¿Cuándo le enseñaron el coche de Ferguson?
– Sólo me enseñaron una fotografía, un par de días después.
– ¿Nunca llegó a ver el coche?
– No que yo recuerde. Excepto el día de los hechos.
– Hábleme de la fotografía.
– Había una pareja; parecía tomada con una Polaroid.
– ¿Desde qué perspectiva?
– ¿Perdón?
– ¿Desde qué ángulo se sacó aquella fotografía?
– Pues… bueno, el coche se veía de lado.
– Pero usted vio el coche desde atrás.
– Cierto. Pero el color coincidía. Y la forma. Y…
– ¿Y qué?
– Nada.
– Habrá visto las luces de freno cuando el coche arrancó. Al encender el motor, el conductor seguramente tocó el freno. ¿Recuerda qué forma tenían?
– No lo sé. Eso no me lo preguntaron.
– Entonces, ¿qué le preguntaron?
– No mucho. Ni la policía ni los abogados. Estaba muy nerviosa cuando subí al estrado a testificar, todo pasó en cuestión de segundos.
– ¿Qué le preguntaron en el estrado?
– El fiscal sólo quería saber si estaba segura del color, como usted. Y yo dije que podía equivocarme, pero que creía estar segura. Pareció complacido, y eso fue todo.
Cowart volvió a echar un vistazo calle abajo, y luego miró a la joven. Parecía absorta en sus recuerdos, con la mirada abstraída.
– ¿Cree que Ferguson es culpable?
La joven respiró hondo.
– Lo que siempre me ha turbado es por qué ella subió al coche. No pareció vacilar ni un instante. Si no lo conocía, no entiendo por qué lo hizo. Procuramos enseñar a los niños a ser prudentes e inteligentes, señor Cowart. Damos clases de seguridad; para que nunca se fíen de un desconocido. Incluso aquí, en Pachoula, no somos tan palurdos como pueda creerse. Mucha gente de ciudad se instala aquí, como yo. Y también hay quien va cada día a trabajar a Pensacola o Mobile, porque éste es un lugar seguro y agradable para vivir. Pero a los niños se les enseña a ser prudentes, y ellos aprenden a serlo. Por eso nunca entendí lo de Joanie. Nunca me pareció lógico que se subiera a aquel coche como si tal cosa.
Cowart asintió con la cabeza.
– Eso mismo me pregunto yo.
Ella se volvió súbitamente hacia él.
– Bueno, la primera persona a la que yo le haría esa pregunta es a Robert Earl Ferguson, ¿no cree?
Cowart no respondió, y al cabo ella se aplacó.
– Siento hablarle de esta manera. Todos nos culpabilizamos por lo ocurrido, todo el colegio. No sabe cómo se lo tomaron los demás niños, tenían miedo de venir a clase; cuando llegaban, estaban demasiado asustados para prestar atención; en casa no podían dormir, y por la noche tenían pesadillas. Berrinches, camas mojadas, arrebatos de ira o lloreras. Los niños con problemas de disciplina se volvieron más rebeldes, los retraídos y temperamentales fueron a peor, y los niños normales y disciplinados tuvieron dificultades. Convocamos reuniones y también vinieron psicólogos de la universidad. Fue terrible, y seguirá siéndolo. -La joven miró alrededor-. No sé, pero es como si aquel día se hubiera roto algo. Tal vez para siempre.
Permanecieron en silencio unos instantes, hasta que la joven preguntó:
– ¿Le he ayudado?
– Claro. Sabe -dijo Cowart-, podría volver a necesitar su ayuda después de hablar con algunas personas. Por ejemplo, los policías.
– No hay problema -dijo la joven-. Ya sabe dónde encontrarme.
Cowart sonrió.
– Sólo dígame una cosa más: qué le pasó por la cabeza hace un par de minutos, cuando hablábamos sobre las fotografías del coche y usted cambió de tema.
Ella frunció el entrecejo.
– Nada -respondió.
Cowart se quedó mirándola.
– Bueno, había algo.
– ¿El qué?
– Cuando la policía me enseñó las fotografías, me dijeron que tenían al asesino, que había confesado y todo. Dijeron que mi identificación del coche era una mera formalidad. Yo no supe que era tan importante hasta pasados unos meses, justo antes del juicio. Eso siempre me ha molestado, ¿sabe? Me mostraron las fotografías y dijeron: «Éste es el coche del asesino, ¿correcto?» Y yo les miré y dije: «Sí»… Me molesta que lo hicieran de esa manera.
Cowart guardó silencio, pero pensó: «A mí también.»
Un artículo periodístico es una recopilación de momentos aglutinados en citas, en la mirada de una persona, en el talle de su ropa; materializa en palabras las pequeñas observaciones del periodista, lo que ve y oye; está respaldado por el pasado, por unos sólidos cimientos hechos de detalles. Cowart sabía que necesitaba más sustancia, así que se pasó la tarde leyendo en la hemeroteca del Pensacola News. Eso le ayudó a comprender el insólito frenesí que se había apoderado de la ciudad cuando la madre de la pequeña había llamado a la policía para decir que su hija no había vuelto a casa. Se había producido un brote provinciano de alarma. En Miami, la policía habría dicho a la madre que en las primeras veinticuatro horas no se podía hacer nada, y habría dado por supuesto que la niña había escapado de casa, huyendo de una paliza o de los abusos sexuales de su padrastro, o corrido a reunirse en secreto con algún noviete.
En Pachoula no. La policía local salió de inmediato en busca de la niña. Recorrieron las calles y carreteras secundarias con megáfonos que la llamaban por su nombre. Los bomberos colaboraron, haciendo ulular las sirenas en la apacible noche de mayo. Los teléfonos comenzaron a sonar en todas las casas, la voz corrió con alarmante rapidez y se formaron pequeños piquetes de padres que recorrían los vecindarios en busca de la pequeña Joanie Shriver. También se movilizó a los boy scouts y la gente salía temprano del trabajo para unirse a la búsqueda. Cuando empezó a caer aquella noche de principios del verano, debía de parecer que toda la ciudad estaba en la calle buscando a la niña.
«Pero para entonces ya estaba muerta -pensó-. Estaba muerta cuando abandonó la curva en ese coche.»
La búsqueda había continuado con focos y un helicóptero que aquella misma noche trajeron del cuartel de la policía estatal cercano a Pensacola. Había pasado zumbando, con los rotores vibrando y el reflector barriendo la oscuridad, entrada ya la medianoche. Con las primeras luces del alba, vinieron los perros rastreadores y la partida de búsqueda se dispersó. Hacia mediodía la población se había dispuesto cual campamento militar que se prepara para una larga marcha, y todo ello era registrado por los cámaras de televisión y los periodistas que iban llegando. Entrada la tarde, dos bomberos que peinaban con diligencia la orilla del pantano habían descubierto el cuerpo sin vida de la niña, mientras avanzaban por el lodo espeso con botas de pescador, espantando los mosquitos y llamando a la niña. Uno de los hombres había visto un mechón de cabello rubio al borde del agua, iluminado por la luz mortecina del atardecer.
Cowart imaginó que las noticias debieron de crispar a la población, ya que la niña había sido violada. Se percató de dos cosas: de que ser detenido e interrogado por la muerte de Joanie Shriver era verse atrapado en el ojo del huracán, y de que la presión a que se habían visto sometidos aquellos dos detectives tenía que haber sido tremenda. «Tal vez insoportable», pensó.
Hamilton Burns era un hombre bajito, rubicundo y de pelo cano; su voz, como tantas otras de Pachoula, tenía el dejo de las rítmicas locuciones sureñas. Caía la tarde, y mientras indicaba a Matthew Cowart que tomara asiento en un mullido sillón de cuero rojo, dijo algo como «el sol sobre el penol» y se sirvió un vaso de bourbon tras haber sacado como por arte de magia una botella de uno de los últimos cajones del escritorio. Cowart negó con la cabeza cuando Burns le tendió la botella.
– Necesito un poco de hielo -dijo Burns, y fue hasta una esquina del pequeño despacho, donde una nevera pequeña con una pila de documentos encima ocupaba un precioso espacio de suelo. Cowart observó que cojeaba al caminar.
Echó un vistazo al despacho: revestido con paneles de madera y una pared repleta de libros de derecho. Había varios diplomas enmarcados y un certificado de los Caballeros de Colón de la zona; también vio algunas fotografías de un sonriente Hamilton Burns mano a mano con el gobernador y otros políticos. El abogado bebió un largo sorbo de su vaso, se recostó, haciendo girar su silla tras la mesa ante la que se encontraba Cowart, y dijo:
– Así que quiere que le hable de Robert Earl Ferguson. ¿Qué le puedo decir? Creo que ha dado en el blanco al solicitar un nuevo juicio, sobre todo con ese bastardo de Roy Black llevándole el caso.
– ¿En qué se basa?
– Pues en esa maldita confesión, ¿qué más quiere? El juez debería haberla desechado.
– Ya hablaremos de eso. ¿Puede empezar diciéndome cómo llegó el caso a sus manos?
– Bueno, por designación judicial. El juez me telefoneó y me preguntó si podía encargarme. Por entonces los abogados de oficio estaban desbordados de trabajo, como siempre, aunque supongo que aquello habría sido demasiado delicado para ellos. La gente pedía a gritos la cabeza del chico. No creo que los de oficio estuvieran interesados en representar a Ferguson, en absoluto.
– ¿Y usted lo aceptó?
– Cuando el juez llama, uno responde. Diablos, la mayoría de mis casos son por designación judicial; razón de más para no rechazar éste.
– Después usted cobró veinte mil dólares a los tribunales.
– Lleva mucho tiempo defender a un asesino.
– ¿A cien pavos la hora?
– Joder, pero si fui yo el que salió perdiendo. ¡Madre mía!, pasaron semanas hasta que la gente volvió a dirigirme la palabra. Actuaban como si yo fuera una especie de paria, un Judas. Y todo por representar legalmente a ese muchacho. Iba por la calle y ya nadie me decía: «Buenos días, señor Burns», «Que tenga un buen día, señor Burns»; cambiaban de acera para no hablar conmigo. Esto es un pueblo. Imagínese cuántos casos llegué a perder a manos de otros abogados, sólo porque yo había defendido a Bobby Earl. Piense en ello antes de criticarme por lo que me pagaron.
El abogado parecía indignado. Cowart se preguntó si pensaba que el condenado había sido él y no Ferguson.
– ¿Había llevado antes un caso de asesinato?
– Un par de veces.
– ¿Casos de pena capital?
– No. La mayoría se derivaban de disputas domésticas. Ya sabe, marido y mujer empiezan a discutir y uno de ellos decide hacer valer sus razones con una pistola… -Soltó una carcajada-. Eso sería homicidio sin premeditación, como mucho asesinato en segundo grado. Llevo muchos casos de muerte por atropello y demás. El hijo del alcalde se emborracha y destroza un coche. Pero ¡qué demonios!, a la larga es lo mismo defender a un acusado de provocar un accidente que a un acusado de asesinato. Los abogados tenemos que cumplir con nuestra obligación.
– Ya -dijo Cowart, escribiendo rápidamente en su libreta-. Hábleme de la defensa.
– No hay mucho que decir. Propuse un traslado de jurisdicción. Denegado. Propuse excluir la confesión. Denegado. Fui a ver a Bobby Earl y le dije: «Muchacho, tienes que declararte culpable. Asesinato en primer grado. Vamos, acepta los veinticinco años, sin fianza. Sálvate la vida.» De esta manera, todavía le quedaría algo de tiempo cuando saliera en libertad. Me contestó que ni hablar. Se mantuvo en sus trece y adoptó aquella jodida pose chulesca. No dejó de repetir que él no lo hizo. Así pues, ¿qué más podía hacer yo? Intenté conseguirle un jurado sin prejuicios. Hubo suerte. El juicio siguió adelante. Argumenté duda razonable hasta la saciedad. Perdimos. ¿Qué quiere que le diga?
– ¿Cómo es que no llamó a la abuela para que confirmara su coartada?
– Nadie la hubiese creído. ¿Ha hablado con esa vieja sargenta? Lo único que sabe es que su querido nieto es casi perfecto y que no mataría una mosca; claro que es la única que lo cree así. Si la hubiera subido al estrado y hubiera empezado a soltar mentiras, sólo habría empeorado las cosas… mucho más.
– No creo que pudiesen ir peor.
– Bueno, eso lo dice ahora, señor Cowart, a toro pasado.
– Supongamos que Ferguson dijera la verdad.
– Podría ser. Era una declaración bajo juramento.
– ¿Y el coche?
– Esa maldita maestra llegó a admitir que podría ser de otro color. ¡Joder! Lo dijo justo en el estrado. No entiendo por qué el jurado no lo tuvo en cuenta.
– ¿Sabe que la policía le enseñó una fotografía del coche después de decirle que Ferguson había confesado?
– ¿De decirle qué? No. Ella no declaró eso cuando la interrogué.
– Me lo dijo a mí.
– Pues ahí me vendió.
El abogado se sirvió otro vaso y se lo bebió de un trago. «No, a usted no -pensó Cowart-, a Ferguson.»
– Y las muestras de sangre, ¿qué?
– Tipo cero positivo. Apuesto a que la mitad de los hombres de este país tiene ese grupo sanguíneo. Lo contrasté con los peritos, y les pregunté por qué no habían analizado la sangre hasta llegar a la base enzimática y por qué no habían hecho una prueba de ADN o alguna otra mierda de prueba. Claro que conozco la respuesta. Tenían una buena cabeza de turco y no querían hacer nada que lo estropeara todo. Así que, ¡coño!, todo parecía encajar. Y ahí estaba Robert Earl, sentado en el banquillo de los acusados, sin saber dónde meterse, abatido y más culpable que el mismísimo diablo. Sencillamente, aquello no sirvió de nada.
– ¿Y la confesión?
– Debería haber sido desechada. Estoy convencido de que al pobre muchacho se la hicieron escupir a golpes. Sí, señor, totalmente convencido. Pero, mire usted por dónde, cuando la sacaron a colación fue la piedra de toque, ya sabe a qué me refiero. Ningún miembro del jurado iba a poner en duda las palabras que habían salido de boca del muchacho. Cada vez que le preguntaban: «¿hiciste esto?» o «¿hiciste lo otro?», él respondía: «sí, señor», «sí, señor». Todos esos «sí, señor»… no se podía hacer demasiado al respecto. Eso era todo lo que decía la declaración. Yo lo intenté, vaya si lo intenté, hice todo lo que pude. Argumenté duda razonable, argumenté falta de pruebas concluyentes, pregunté a los miembros del jurado dónde estaba el arma del crimen. Y algo que justifica la inocencia de Bobby Earl: les expliqué que uno no puede matar a una persona sin que le quede algún tipo de marca; cosa que él no tenía. Argumenté a favor y en contra y de todas las maneras; se lo aseguro. Pero no sirvió de nada. Me quedé mirando a esos tipos del jurado y enseguida supe que les importaba una mierda lo que yo dijera. Todo lo que oían era la maldita confesión. Sus propias palabras se salieron de la página para clavarse en él. Sí, señor. Sí, señor. Sí, señor. Él mismo se sentó en la silla eléctrica, como quien se sienta a la mesa para cenar. Aquí la gente estaba muy disgustada por lo que le había ocurrido a la pequeña y todos querían acabar de una vez, echar tierra sobre el asunto y darle carpetazo ya, para que todo volviera a la normalidad. No sabría encontrar a nadie en este lugar que se hubiera levantado para decir algo bueno del muchacho. Algo sobre él, ya sabe, sobre su actitud y esas cosas. No señor, nadie lo apreciaba; ni siquiera los negros. Y con esto no digo que no hubiera prejuicios de por medio…
– Todo el jurado blanco. ¿No encontró ningún negro capacitado?
– Lo intenté, señor. Lo intenté. Pero la acusación usó sus perentorias recusaciones para descartar del jurado a todos y cada uno de ellos.
– ¿Usted protestó?
– Protesta denegada. Se hizo constar en acta. Tal vez la acepten en la apelación.
– ¿Y eso no le fastidia?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Bueno, lo que usted me está diciendo es que Ferguson no tuvo un juicio justo y que tal vez sea inocente. Y resulta que ahora mismo está en el corredor de la muerte.
El abogado se encogió de hombros.
– No sé… -dijo-. Sí, lo del juicio, bueno, eso sí. Pero lo de su inocencia… ¡Joder!, aquella maldita confesión contenía sus propias palabras.
– Pero usted acaba de decir que se la hicieron escupir a golpes.
– Así es, señor. Pero…
– Pero ¿qué?
– Estoy chapado a la antigua. Me gusta creer que si uno es inocente, no hay nada en el mundo que le haga decir lo contrario. Eso me fastidia.
– Ya -repuso Cowart con frialdad-, pero la justicia está repleta de ejemplos de confesiones coaccionadas y tergiversadas, ¿no?
– Correcto.
– Cientos. Miles.
– Correcto. -El abogado apartó la mirada, ruborizado-. Supongo. Desde luego, ahora que Roy Black lleva el caso y que usted escribirá algo que espabilará a ese juez o que el gobernador no pueda pasar por alto, bueno… las cosas tienen pinta de arreglarse.
– ¿Se arreglarán?
– Todo se arregla, incluso la justicia. Aunque lleva su tiempo.
– Bueno, parece que él no tuvo demasiadas oportunidades la primera vez.
– ¿Quiere saber mi opinión?
– Sí.
– Pues no tuvo ninguna oportunidad.
«Sobre todo con usted en la defensa -pensó Cowart-. Le preocupaba más su prestigio en Pachoula que librar a alguien del corredor de la muerte.»
El abogado se retrepó en su silla y, nervioso, agitó su bebida en la mano hasta hacer tintinear el bourbon con hielo.
La noche cubrió la ciudad con una densa oscuridad. Cowart recorría las calles lentamente, sorteando las ocasionales luces que arrojaban las farolas o los escaparates. Pero estos momentos de pálido resplandor eran efímeros; como cuando se pone el sol. Pachoula acabó entregándose por completo a la oscuridad. En el aire se respiraba el frescor del campo y un silencio palmario. Sólo oía sus propios pasos en la acera.
Aquella noche le costó conciliar el sueño. Los sonidos del hotel (la voz de un borracho, el crujir de una cama en la habitación de al lado, un portazo, el ruido de las máquinas de hielo y refrescos) se filtraron en su imaginación e interrumpieron el examen de lo que había visto y oído. Era entrada la medianoche cuando el sueño por fin lo atrapó en sus redes, aunque apenas descansó.
En sueños conducía a medianoche por las calles de Miami, plagadas de disturbios. El resplandor de los edificios en llamas acariciaba el coche y proyectaba sombras al frente. Iba despacio, maniobrando con prudencia para evitar los cristales rotos y la basura que invadían la calzada, sabedor de que se acercaba al centro de los disturbios, pero ignorante de que su trabajo consistía en ver aquello y registrarlo. Cuando el coche giró en una esquina, vio una muchedumbre que bailaba, robaba, atravesaba el resplandor del fuego corriendo hacia él. Veía a la gente gritar y le parecía que decían su nombre. De repente, en el coche de al lado sonó un alarido desgarrador. Se trataba de la niña asesinada y cuando Cowart se disponía a preguntarle qué estaba haciendo allí, su coche se vio rodeado. Vio el rostro de Ferguson y, de pronto, docenas de manos lo arrancaron del volante mientras el coche se balanceaba como un barco a la deriva en medio de un huracán. Vio que sacaban a la niña del otro coche, pero, cuando se la arrebataron de las manos Cowart oyó el grito: «¡Papi, sálvame!»
Despertó jadeando. Se levantó tambaleando para servirse un vaso de agua y clavó la mirada en el espejo del baño, como en busca de alguna herida visible, pero sólo vio el sudor que le empapaba el pelo y la frente. Luego se sentó junto a la ventana, para recordar.
Unos seis años atrás se había fijado en la furia con que una turba de negros sacaba a dos adolescentes blancos de una furgoneta. Sin darse cuenta, los adolescentes se habían metido en la zona de los disturbios y habían acabado en medio del caos. «Ojalá fuera un sueño -pensaba-. Ojalá no hubiera estado allí.» La multitud se había aglomerado en torno a los jóvenes que pedían ayuda a gritos, para agarrarlos y empujarlos, zarandeándolos hasta que ambos desaparecieron bajo una avalancha de patadas y puñetazos, acribillados con piedras y balas. Cowart estaba a una manzana de distancia, no lo bastante cerca para servir de testigo a la policía, pero sí para no olvidar jamás lo ocurrido; se había escondido al abrigo de un edificio chamuscado, al lado de un fotógrafo que no dejaba de disparar su cámara y de lamentar no haber llevado el zoom. Mientras los dos esperaban la llegada de la muerte, vieron cómo ambos cuerpos destrozados quedaban abandonados en la calle y la turba se alejaba en otra dirección. Cowart echó a correr de regreso al coche, consciente de que jamás lograría huir de aquella visión. Muchas personas habían perdido la vida aquella noche.
Cowart recordó haber escrito el artículo en la redacción, tan impotente como los dos jóvenes que había visto morir, atrapado por las imágenes que recreaba en su artículo.
«Pero al menos no estoy muerto -pensó-. Sólo una parte de mí lo está.»
Volvió a estremecerse y se encogió de hombros; luego se puso en pie, estirando y flexionando los músculos. «Tienes que estar alerta», se aconsejó. Iba a entrevistar a los dos detectives. Se preguntó qué dirían. Y si él se lo creería.
Después fue a darse una ducha, como si el potente chorro de agua corriendo por su cuerpo pudiera limpiar también su memoria.
Una agente de la oficina de delitos mayores de la comisaría del condado de Escambia le indicó a Matthew Cowart un sofá de cuero sintético lleno de bultos y le dijo que esperara allí mientras localizaba a los dos detectives. Era una mujer joven, probablemente atractiva pero con un rostro marcado por un tedio ceñudo, llevaba el cabello recogido severamente y mantenía una postura rígida bajo el marrón apagado de su uniforme de policía. Cowart le dio las gracias y tomó asiento. La mujer marcó un número y habló en voz baja para que él no oyese lo que decía.
– Vendrá alguien en un par de minutos -le dijo la agente tras colgar.
Luego se volvió para examinar unos documentos que tenía sobre la mesa. «De modo que todo el mundo sabe a qué he venido», pensó Cowart.
El departamento de homicidios estaba en un edificio nuevo anexo a la cárcel del condado. Disponía de una eficaz insonorización: el ruido se perdía en la gruesa moqueta marrón y era sofocado del todo por los tabiques de corcho que separaban las mesas de los detectives de la sala de espera donde Cowart aguardaba con impaciencia. Procuró concentrarse en la inminente entrevista, pero se distraía continuamente. El silencio era inquietante.
Empezó a pensar en su familia. Su padre había sido director de un pequeño diario en una ciudad media de Nueva Inglaterra, una ciudad industrial que había medrado gracias a las afortunadas inversiones de grandes empresas que inyectaron dinero, savia nueva y un innegable toque de modernidad a la arquitectura local. Era una persona distante que trabajaba de sol a sol. Vestía trajes azules o grises que parecían colgar del cuerpo enjuto de un asceta; era un hombre anguloso y astuto, de sonrisa difícil, con los dedos manchados de nicotina y tinta de periódico.
Su padre sentía pasión por los interminables pormenores, detalles y sensacionalismos del diario. Lo obsesionaba la búsqueda de la noticia o el artículo capaz de salir en primera plana, algo que impactara: una aberración, un crimen horroroso, una fechoría escandalosa… Entonces su rigidez se relajaba y escribía con una especie de goce nervioso y excitante, como un bailarín que oyera música por primera vez tras años de silencio. Su padre era como un terrier, dispuesto a abalanzarse sobre lo que fuera e hincarle el diente con saña, dándole revolcones hasta hacerle perder el conocimiento.
«¿Acaso somos tan diferentes?», se preguntó. No mucho. Su ex mujer solía decir que era un romántico, como si eso fuera un insulto. «Un caballero andante -pensó mientras veía entrar un hombre en la sala de espera-, aunque con el corazón de un bulldog.»
– ¿Es usted Cowart? -inquirió el hombre.
Cowart se puso en pie.
– El mismo.
– Soy Bruce Wilcox. -Y le tendió la mano-. Acompáñeme, el teniente Brown llegará dentro de unos minutos. Podemos hablar aquí.
El detective lo condujo por un laberinto de mesas hasta llegar a un despacho acristalado, que desde un rincón presidía la zona de trabajo. En la puerta se leía: TENIENTE T. A. BROWN. HOMICIDIOS. Wilcox cerró la puerta y se acomodó tras una mesa gris, indicando a Cowart que tomara asiento frente a él.
– Hemos tenido un pequeño accidente de avión -dijo mientras ordenaba algunos documentos sobre la mesa-. Un pequeño Piper Cub en vuelo de instrucción. Tanny tuvo que ir al lugar del siniestro y supervisar el rescate del estudiante y el piloto. Los tipos quedaron sepultados en el fondo de un pantano. Un trabajo desagradable, desde luego. Primero hay que vadear toda esa mierda para llegar al avión, y luego extraer los cadáveres. Tengo entendido que se produjo un incendio. ¿Alguna vez ha tenido que manipular un cuerpo calcinado? Dios, no se lo recomiendo. -Meneó la cabeza, alegrándose de haberse librado de esa misión en concreto.
Cowart lo examinó. Era un hombre rechoncho, de pelo largo y lacio peinado hacia atrás; mostraba una acritud distendida y rondaba los treinta. Wilcox se había sacado una curiosa americana rojiza y la había colgado en el respaldo de la silla. Ahora se balanceaba en su asiento como queriendo apoyar los pies sobre la mesa. Cowart vio unos hombros anchos y unos brazos fuertes, propios de alguien bastante más alto.
– En cualquier caso -prosiguió el detective-, rescatar cadáveres es uno de los gajes del oficio. Normalmente me toca a mí… -Levantó el brazo y sacó músculo-. Practicaba lucha en el instituto y soy bajito, así que me puedo colar en rincones pequeños. Espero que en Miami tengan técnicos y personal de rescate que se encarguen de este tipo de cosas. Aquí tenemos que hacerlo nosotros mismos. De hecho, cualquier cadáver es asunto nuestro. Primero investigamos si se trata de un asesinato (eso es fácil cuando te enfrentas a un avión calcinado) y luego llevamos los cuerpos al depósito de cadáveres.
– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó Cowart.
– La muerte es un trabajo fijo -respondió el detective y soltó una lacónica risita-. No hay paro. No hay permisos. No hay épocas de poca demanda. Sólo trabajo fijo, buen trabajo. ¡Joder!, tendría que haber un gremio de detectives de homicidios; siempre hay alguien que se muere.
– ¿Y qué clase de asesinatos se producen aquí?
– Bueno, seguramente sabrá que tenemos un problema de drogas en toda la costa del Golfo. ¿No es una bonita manera de decirlo? Un problema de drogas. Suena bien; aunque yo más bien diría que se trata de un huracán de drogas. En cualquier caso, no cabe duda de que genera trabajo extra.
– Eso no lo sabía.
– Así es. Sobre todo en los dos últimos años.
– ¿Y antes del tráfico de drogas?
– Discusiones domésticas que acaban con un cadáver. Muertes por atropello. De vez en cuando alguien dispara o apuñala por asuntos de juego, mujeres o peleas de perros. Ése es el pan de cada día en el condado. También tenemos algunos conflictos propios de grandes ciudades como Pensacola; sobre todo con los soldados. Peleas en locales, ya sabe. Hay un foco de prostitución en torno a la base, y eso también arroja navajazos y tiroteos. Navajas mariposa y pistolas del 32 con culatas de nácar. Como he dicho, algo muy parecido a lo que usted se había imaginado; nada demasiado excepcional.
– ¿Y el caso de Joanie Shriver?
El detective hizo una pausa, pensando antes de responder.
– Lo suyo fue diferente.
– ¿Porqué?
– Ella era diferente. Era sólo… -Vaciló, apretando bruscamente el puño y agitándolo en el aire-. Todo el mundo lo sintió. Era… -Volvió a interrumpirse, para respirar hondo-. Deberíamos esperar a que llegue Tanny; en realidad, él llevó ese caso.
– Pensaba que se llamaba Theodore.
– Así es. Tanny es su apodo; así llamaban a su padre, que solía regentar un pequeño negocio de curtido de cuero. Siempre tenía ese color de tintura roja en manos y brazos. Tanny trabajaba con él cuando estudiaba en el instituto y en las vacaciones de verano. Heredó el mismo sobrenombre; de hecho, no creo que nadie, excepto su madre, le llamara alguna vez Theodore. Él pronunciaba su nombre como Zi-o-dor.
– ¿Los dos son de Pachoula? Me refiero…
– Sé a lo que se refiere. Claro, sólo que Tanny es diez años mayor que yo. Él se crió en Pachoula. Luego fue al instituto. Por aquel entonces era un buen atleta, así que se marchó para jugar en el equipo de la Universidad Estatal de Florida; pero acabó sudando tinta en la selva con el Primer Regimiento de Caballería Aérea. Regresó con un par de medallas, acabó sus estudios y consiguió trabajo en la policía. En cambio, yo fui un niño mimado de la Armada. Mi padre pasó años en la base como superintendente de la patrulla de tierra. Me presenté al examen de la academia de policía y me quedé; fue mi padre quien me marcó las pautas del trabajo policial.
– ¿Cuánto tiempo llevan en homicidios?
– Yo, unos tres años. Tanny lleva más.
– ¿Le gusta?
– Es diferente, y más interesante que ir de patrulla. Llegas a usar la cabeza. -Se dio golpecitos en la frente.
– ¿Y Joanie Shriver?
Él detective encogió los hombros.
– Fue mi primer gran caso. Ya sabe a qué me refiero: la mayoría de los asesinatos son involuntarios. Uno llega a la escena del crimen y allí está el asesino, atontado al lado de la víctima…
Eso era cierto. Cowart recordaba que Vernon Hawkins decía que en la escena del crimen siempre buscaba a la persona que no lloraba pero permanecía en pie, con los ojos como platos, en estado de shock y confundida. Porque ése era el asesino.
– O si no, ahora también están estos asuntos de drogas. Aunque en buena parte sólo consiste en recoger cadáveres. ¿Sabe cómo lo llaman en la oficina del fiscal general de Florida? Pescar escoria. No espere resolver un caso de asesinato con un cadáver que ha estado tres días flotando en el agua, sin ningún documento que lo identifique, con el rostro devorado por los peces, un orificio de bala en la nuca, unos pantalones de diseño exclusivo y cadenas de oro. No, a ésos sólo se los etiqueta y se los mete en la bolsa, sí señor. Pero, joder, la pequeña Joanie tenía un rostro. No era un anónimo narcotraficante colombiano. Era diferente.
Hizo una pausa y se quedó pensativo. Después añadió:
– Era como nuestra hermana pequeña.
El detective parecía disponerse a decir algo más cuando sonó el teléfono de la mesa. Contestó, gruñó un saludo y luego se lo pasó a Cowart.
– Es el jefe. Quiere hablar con usted.
– ¿Sí?
– ¿Señor Cowart? -Oyó una voz distante y pausada; una voz que no revelaba ninguna de las convenciones sureñas con que empezaba a familiarizarse-. Soy el teniente Brown. Voy a tener que quedarme más tiempo en el lugar del siniestro.
– ¿Hay algún problema?
El hombre soltó una amarga carcajada.
– Supongo que depende de cómo se mire. Se trata de un avión calcinado, un piloto y un estudiante sepultados en el pantano a tres metros de profundidad, un par de esposas histéricas, el propietario de una academia de vuelo furioso y un par de forestales cabreados porque este aterrizaje se ha realizado en medio de una reserva ornitológica.
– Bueno, esperaré con mucho gusto…
El detective lo interrumpió:
– Lo mejor sería que el detective Wilcox lo acompañara hasta el sitio donde hallaron el cadáver de Joanie Shriver. También existen otros lugares de interés que creemos le ayudarían a escribir su historia. En otro momento podremos hablar largo y tendido sobre Robert Earl Ferguson y su crimen.
Cowart escuchó aquella voz metódica. El teniente parecía el tipo de hombre capaz de transformar una recomendación en una exigencia con sólo bajar la voz.
– Me parece bien.
Cowart devolvió el auricular a Wilcox, que escuchó un momento y luego respondió: «¿Estás seguro? Me gustaría…» Luego empezó a asentir con la cabeza, como si el teniente Brown pudiera verle, y colgó.
– De acuerdo -dijo-. Es hora de hacer una visita. ¿Tiene unas botas y unos vaqueros en la habitación del hotel? El lugar al que vamos no es muy agradable.
Cowart asintió y siguió al rechoncho detective, que avanzaba por el pasillo dando brincos con una suerte de malicioso entusiasmo.
Dejaron atrás el radiante sol de la mañana en el coche del detective. Wilcox bajó su ventanilla para que el aire tibio ventilase el interior. Iba tarareando compases de música country; de vez en cuando canturreaba letras plañideras, como «Madres, no dejéis que vuestros hijos sean detectives de homicidios…», y sonreía a Cowart. El periodista contempló el paisaje, sintiéndose un poco desconcertado. Había esperado que el detective mostrara rabia, un estallido de odio y frustración. Ellos sabían a qué había venido; sabían lo que pensaba hacer. Su presencia sólo les traería problemas, especialmente cuando él escribiera que habían torturado a Ferguson para obtener su confesión; pero el detective sólo tarareaba.
– Entonces, dígame -preguntó por fin Wilcox al enfilar una calle sombreada-. ¿Qué opina de Bobby Earl? Ha estado usted en Starke, ¿no?
– Me ha contado una historia muy interesante.
– Apuesto a que sí. Pero ¿usted qué opina?
– Todavía no lo sé -mintió Cowart, aunque no sabía en qué medida.
– Bueno, yo lo calé en cuanto lo vi.
– Eso me dijo él.
El detective soltó una risotada.
– Por supuesto; aunque seguro que no le dijo que yo tenía razón, ¿eh?
– No.
– Ya. En cualquier caso, ¿cómo le va?
– Parece encontrarse bien. Está resentido -contestó Cowart.
– Normal. ¿Tiene buen aspecto?
– No se ha vuelto loco, si se refiere a eso.
El detective rió.
– No, jamás pensaría que Bobby Earl puede volverse loco; ni siquiera en el corredor de la muerte. Siempre fue un hijoputa sin sentimientos. Conservó la frialdad hasta el final, cuando aquel juez le dijo dónde iba a acabar sus días.
Pareció que Wilcox reflexionaba en algo, y de repente sacudió la cabeza al evocar un recuerdo.
– ¿Sabe, señor Cowart? Fue así desde el primer minuto de su detención. No pestañeó, no dijo nada, hasta que acabó contándonos lo ocurrido. Y cuando confesó lo hizo con serenidad. ¡Por el amor de Dios!, se limitó a los hechos. Era como si hablara de matar una mosca. Aquella noche volví a casa, pero me había emborrachado tanto que Tanny tuvo que acompañarme y meterme en la cama. Estaba horrorizado.
– Estoy interesado en esa confesión -declaró Cowart.
– Eso espero. ¿Acaso no está ahí toda la historia? -Se echó a reír-. Bueno, va a tener que esperar a que llegue Tanny. Entonces se lo explicaremos todo.
«Apuesto que lo harán», pensó Cowart, y preguntó:
– ¿Qué lo horrorizó tanto?
– No tanto él como lo que presentí que podía llegar a hacer.
El detective no entró en detalles y giró en una esquina. Cowart vio que se acercaban al colegio donde se había producido el secuestro.
– Empezaremos por aquí -indicó Wilcox, y paró bajo un oscuro sauce-. Aquí mismo es donde ella subió al coche. Ahora observe.
Reemprendió la marcha suavemente, tomó una curva rápida a la derecha y luego otra a la izquierda, en dirección a una larga avenida con chalets apartados de la calzada y camuflados entre pinos y arbustos.
– Mire, nos dirigimos a casa de Joanie, así que de momento ella no tenía nada que temer, aunque ya estamos lejos del colegio. Ahora fíjese en esto.
Llevó el coche hasta un stop que había en una bifurcación. En una dirección había otras casas, aún más dispersas; en la otra, unas decrépitas barracas delante de un henar abandonado teñido de un amarillo verdoso y de un derrengado granero marrón al linde de un oscuro túnel de frondosidad construido por el bosque y el sinuoso pantano.
– Ella habría querido ir hacia allí -dijo el detective, señalando las casas-. Pero él tomó la otra dirección. Yo diría que aquí fue donde le puso la mano encima por primera vez… -Cerró el puño y amagó a Cowart-. Es un tipo fuerte, fuerte como un toro. A lo mejor no impone, pero es lo bastante grande para destrozar a una niña de once años. La pequeña debió de llevarse un buen susto. Él probablemente la obligó a agacharse y pisó el acelerador…
En ese instante, toda la jocosidad que había marcado el comportamiento del detective se desvaneció. Con un gesto brutal, Wilcox se acercó bruscamente a Cowart y le agarró el brazo a la altura del hombro; mientras lo hacía, dio un acelerón y el coche salió lanzado hacia delante, coleando brevemente sobre la gravilla suelta y la tierra. Wilcox pellizcaba con los dedos los músculos de Cowart y lo zarandeó hasta hacerle perder el equilibrio en el asiento; dio un volantazo a la izquierda. Cowart dejó escapar un grito, un alarido de miedo y estupor, mientras luchaba por asirse al apoyabrazos. El coche viró entonces bruscamente, derrapó en una esquina y Cowart dio bandazos contra la puerta. El detective lo agarró con más fuerza. Él también gritaba, y profería palabras sin sentido con la cara enrojecida por el esfuerzo. En cuestión de segundos, habían pasado las barracas y daban botes sobre un camino salpicado de baches, perdiéndose en el frescor de las sombras proyectadas por el envolvente bosque. Los oscuros árboles parecían abalanzarse sobre ellos mientras el coche avanzaba a velocidad de vértigo. El motor rugía y Cowart se quedó petrificado, esperando empotrarse en la muerte.
– ¡Grite! -le ordenó de pronto el detective.
– ¿Qué?
– Vamos, ¡grite! -chilló-. ¡Grite pidiendo auxilio, maldita sea!
Cowart se quedó mirando su cara rubicunda y sus ojos enajenados. Las voces de ambos hombres eclipsaron el ruido del motor y los neumáticos, que arañaban la carretera.
– ¡Basta ya! -gritó Cowart-. ¿Qué demonios pretende? -Sombras y ramas azotaban el coche al pasar y se abalanzaban sobre ellos desde los márgenes de la carretera como jaurías de fieras-. ¡Deténgase, maldita sea, deténgase!
De pronto, Wilcox lo soltó, agarró el volante con las dos manos y al mismo tiempo dio un frenazo. Cowart estiró el brazo para no empotrarse contra el parabrisas; el coche vibró y paró en seco con un chirrido.
– ¡Listo! -exclamó el detective, y apuró la respiración. Le temblaban las manos.
– ¿Se ha vuelto loco? -gritó Cowart-. ¿Quiere que nos matemos?
El detective no contestó. Se limitó a apoyar la cabeza en el respaldo y a respirar hondo, como intentando recobrar el dominio perdido en el trayecto suicida; luego se volvió hacia Cowart y, clavando en él sus ojos pequeños y entornados, dijo:
– Relájese, señor periodista. Eche un vistazo alrededor.
– ¡Por el amor de Dios!, ¿para qué ha montado todo ese numerito?
– Sólo quería ponerlo un poco en situación.
Cowart respiró hondo.
– ¿Conduciendo como un loco e intentando matarnos?
– No -respondió el detective, y le dedicó una sonrisa radiante-. Quería mostrarle lo fácil que le resultó a Ferguson arrancar a esa niña de la civilización para meterla en la puta selva. Eche un vistazo. ¿Cree que aquí alguien podría oírle si gritara pidiendo ayuda? ¿Quién iba a acudir? Observe este lugar, Cowart. ¿Qué ve?
Cowart miró por la ventanilla y vio un oscuro pantano y un bosque que se extendían ante sus ojos, cubriéndolo todo como una mortaja.
– ¿Quién cree que acudiría en su ayuda?
– Nadie.
– ¿Quién cree que iba a ayudar a esa niña de once años?
– Nadie.
– ¿Sabe dónde estamos? En el infierno. Se llega en cinco minutos; eso es todo. La civilización deja de existir. Ésta es la puta selva. ¿Entiende?
– Entiendo.
– Sólo quería que lo viera tal como Joanie Shriver lo vio.
– Entiendo.
– De acuerdo -dijo el detective, volviendo a sonreír-. Ocurrió así de rápido. Luego se la llevó bosque adentro. Vamos.
Wilcox se apeó y se dirigió al maletero. Sacó unas botas marrones de vadeo y arrojó otro par a Cowart.
– Ésas le servirán.
Cowart empezó a ponérselas trabajosamente. Al hacerlo, miraba el suelo. De repente se agachó y palpó la tierra; luego se reunió con el detective. «Está bien -pensó-, juguemos.»
– Huellas de neumáticos -dijo, señalando el suelo con el dedo.
– ¿Qué dice?
– Las huellas de unos putos neumáticos. Mire esta tierra. Si la hubiera traído hasta aquí, el coche habría dejado huellas. Y se podrían haber comparado con las de sus neumáticos. ¿O es que ustedes los vaqueros no saben de estas cosas?
Wilcox sonrió, resistiéndose a morder el anzuelo.
– Era el mes de mayo. La tierra se convierte en polvo.
– No bajo esta fronda.
El detective lo miró fijamente. Luego se echó a reír, socarrón.
– No tiene un pelo de tonto, ¿verdad?
Cowart guardó silencio.
– Los periodistas de por aquí no son tan avispados. No señor.
– No me haga la pelota. ¿Por qué no tomaron muestras de las huellas?
– Porque esta zona se llenó de vehículos del personal de rescate y de los jodidos grupos de búsqueda. Ése fue uno de los grandes problemas que tuvimos en un primer momento. En cuanto corrió la voz de que la habían encontrado, todo el mundo vino aquí. Y pisotearon la maldita escena del crimen. Cuando llegamos Tanny y yo, estaba hecha un mapa. Bomberos, conductores de ambulancia, boy scouts, ¡joder! No había ningún control. Nadie tomó ninguna precaución; así que suponga que recogemos una huella de neumático, una pisada, un trozo de ropa enganchada en una zarza, algo. No habría manera de cotejarlo. Para cuando llegamos aquí, y créame que vinimos lo más rápido que pudimos, el lugar estaba abarrotado de gente. ¡Pero por el amor de Dios!, si incluso habían movido el cadáver y lo habían sacado a la orilla. -Arrugó el entrecejo-. Pero no podemos culparlos -añadió-. La gente estaba loca por esa niña. No habría sido de buen cristiano dejar que las tortugas la mordisquearan en el lodo.
– Entonces, ¿la jodieron?
– Sí. -El detective lo miró a los ojos-. No quiero que esto salga en la prensa. Me refiero a que puede mencionar que la escena del crimen estaba hecha un desastre, pero no quiero leer: «El detective Wilcox reconoce que la jodieron en la escena del crimen.»
Cowart observó cómo se ponía las botas. Entonces recordó otra máxima de Hawkins: si te fijas bien, la escena te lo dirá todo. Pero Wilcox y Brown no habían tenido escena alguna. No habían tenido pruebas impolutas; así que tuvieron que optar por otra cosa que les abriese las puertas del tribunal: una confesión.
El detective se ajustó las botas y dijo:
– Vamos, urbanita. Deje que le enseñe un buen lugar para morir.
Echó a caminar por el bosque, haciendo crujir los matorrales al pasar.
El lugar en que Joanie Shriver había muerto era oscuro y estaba rodeado de algas y lianas, con ramas salientes que tapaban el sol como una cueva natural. Era un pequeño claro cubierto de lodo y agua negra, unos tres metros sobre el nivel del pantano. Se encontraban a escasos cincuenta metros del coche, pero el recorrido había sido accidentado. Cowart tenía arañazos en las manos y el rostro de apartar los espinos a su paso; estaba empapado en sudor, y las gotas que le caían por la frente le escocían los ojos. Cuando llegó al pequeño claro, pensó que allí había algo enfermizo. Por un terrible instante imaginó que su propia hija estaba allí, y se quedó sin respiración. «Piensa una buena pregunta», se repitió mientras miraba al detective. Algo para romper el frío lazo que le había echado al cuello su propia imaginación.
– ¿Cómo pudo llegar hasta aquí con la niña pataleando y dando gritos? -dijo al cabo.
– Pensamos que estaba inconsciente. Sería sólo peso muerto.
– ¿Cómo?
– No tenía heridas defensivas en las manos ni en los brazos… No había indicios de que se defendiera, ni rastro de piel bajo las uñas. En cambio, tenía una fuerte contusión en la sien; el forense cree que llevaba bastante tiempo inconsciente. Supongo que eso es un consuelo; al menos no debió de ser muy consciente de lo que le estaba ocurriendo. -Se acercó al tronco caído de un árbol y señaló el suelo-: Aquí encontramos su ropa. Es de locos, pero estaba perfectamente doblada, impecable.
Luego se alejó unos pasos hacia el centro del claro. Levantó la mirada como para atisbar el cielo entre tanta espesura, movió la cabeza y le hizo señas a Cowart.
– En este punto hallamos la mayor parte de los restos de sangre. La mató justo aquí.
– ¿Cómo es que nunca se encontró el arma homicida?
El detective se encogió de hombros.
– Mire alrededor. Peinamos toda la zona y utilizamos un detector de metales. Nada. O bien se deshizo de ella en otro sitio o no sé. Mire, usted mismo podría vadear el pantano y clavar un cuchillo en el lodo del fondo, a unos treinta centímetros de profundidad, y nosotros jamás lo encontraríamos, a no ser que lo pisáramos.
Siguió caminando por el claro.
– Había un pequeño rastro de sangre que llevaba justo hasta allí. La autopsia confirmó que la violación precedió a la muerte, así como la mitad de los cortes; aunque buena parte de ellos se realizaron después. Es como si al verla muerta se hubiese vuelto loco y sentido un irrefrenable impulso de acuchillarla. En cualquier caso, en cuanto acabó con ella, la arrastró hasta aquí y la arrojó al agua.
Señaló la orilla del lago.
– La sumergió en el agua y la escondió bajo esas raíces de ahí. Nadie la vería hasta tenerla justo debajo de los pies. Además, camufló la superficie con broza suelta. Tuvimos suerte de encontrarla con tanta rapidez. Vaya si tuvimos suerte. Los muchachos habrían pasado de largo si no hubiera sido porque a uno de ellos se le enganchó la gorra en una rama baja. Cuando alargó la mano para recogerla, la vio ahí abajo. Realmente fue como encontrar una aguja en un pajar.
– ¿Y no había ningún indicio en la ropa de Ferguson? ¿Sangre, pelo o algo así?
– Registramos su casa poco después de que confesara, pero no hallamos nada.
– Lo mismo con el coche. Tenía que haber algo.
– Cuando detuvimos a ese cabronazo, estaba acabando de limpiar el coche. Lo dejó como una patena. Le faltaba un trozo a la alfombrilla del pasajero, aunque desde hacía algún tiempo. Como le digo, el jodido coche estaba reluciente. No encontramos nada. -Se enjugó la frente y miró el sudor recogido en los dedos-. De todas formas, no disponemos de los mismos equipos forenses que los colegas de la gran ciudad. Quiero decir que no es que estemos en la prehistoria o algo así, pero aquí el trabajo de laboratorio va lento y no es del todo fiable. Tal vez hubiera algo que un auténtico profesional habría encontrado con uno de esos espectrógrafos del FBI. Nosotros no encontramos nada. Lo intentamos por todos los medios, pero en vano. -Hizo una pausa-. Bueno, en realidad hallamos una cosa, aunque no sirvió de nada.
– ¿Qué cosa?
– Un único pelo púbico. El problema es que no coincidía con los de Joanie Shriver, y tampoco era de Ferguson.
Cowart meneó la cabeza. Notaba el bochorno, el aire pesado que lo ahogaba.
– Si confesó, ¿por qué no dijo dónde estaba la ropa? ¿Por qué no dijo dónde había escondido el cuchillo? ¿De qué sirve una confesión si no incluye todos los detalles?
Wilcox lo fulminó con la mirada. Iba a decir algo, pero se tragó las palabras, dejando las preguntas en el aire cálido y apacible del claro.
– Vamos -dijo. Dio media vuelta y se dispuso a salir del claro, sin volver la vista atrás para comprobar que Cowart le seguía-. Aún tenemos que ir a otro sitio.
Cowart se quedó contemplando la escena del crimen; quería grabarla en su memoria. Luego, con una mezcla de entusiasmo e indignación, siguió los pasos del detective.
Wilcox detuvo el coche frente a una casita similar a todas las casas de aquella manzana. Era un chalet blanco con el césped cuidado y un garaje anexo; un sendero de ladrillo rojo llevaba hasta el porche. Cowart observó que tenía un patio trasero con una barbacoa negra en un rincón. Un pino alto mantenía la mitad de la casa fresca en las horas de más calor, y proyectaba una amplia sombra sobre la fachada. No sabía dónde estaban ni por qué se habían parado allí, de manera que miró al detective.
– Su próxima entrevista -dijo Wilcox, que había guardado silencio desde que abandonaran la escena del crimen-. Si se atreve.
– ¿Quién vive en esta casa? -preguntó Cowart con inquietud.
– Los padres de Joanie Shriver.
Cowart respiró hondo.
– Aquí es…
– Aquí es a donde Joanie se dirigía. Y a donde nunca llegó. -Echó un vistazo al reloj-. Tanny les dijo que estaríamos aquí hacia las once y llegamos un poco tarde, así que démonos prisa. A menos que…
– ¿Amenos qué?
– Que no desee hacer esta entrevista.
Cowart lo miró, luego a la casa y de nuevo al detective:
– La haré -dijo-. Le gustaría ver lo comprensivo que soy con ellos, ¿verdad? Le parece que voy a ser más que indulgente con Ferguson, de manera que esto es parte de alguna clase de prueba, ¿no?
El detective apartó la mirada.
– ¿No?
Wilcox se removió en el asiento y lo miró fijamente.
– Lo que usted aún no sabe, señor Cowart, es que ese hijoputa mató a la niña. Ahora, ¿quiere ver lo que eso significa o no?
– Normalmente mis entrevistas las programo yo -respondió Cowart, con más afectación de la deseada.
– Entonces, ¿quiere irse? ¿Volver en mejor ocasión?
Tuvo la sensación de que eso era lo que el detective buscaba. Wilcox ansiaba tener todos los motivos del mundo para odiarle, y éste no estaría mal para empezar.
– No -dijo Cowart, y abrió la puerta del coche-. Hablemos con esa gente.
Cerró de un portazo y recorrió el sendero a paso ligero. Llamó al timbre con Wilcox a su espalda. Oyó unos pasos pesados en el interior; a continuación, la puerta se abrió. Se vio reflejado en los ojos de una mujer madura con un inconfundible aspecto de ama de casa. Llevaba poco maquillaje, aunque parecía haber pasado horas arreglándose su pelo castaño. Eso realzaba la expresión de su rostro. Llevaba un sencillo vestido color habano de andar por casa y unas sandalias. Sus ojos eran azules y, por un momento, Cowart vio el mentón, las mejillas y la nariz de la niña en la madre, que lo observaba con expectación. Apartó aquella visión de su mente y dijo:
– ¿Señora Shriver? Soy Matthew Cowart, del Miami Journal. Tengo entendido que el teniente Brown le dijo…
Ella asintió con la cabeza.
– Sí, sí; pase, señor Cowart. Por favor, llámeme Betty. Tanny dijo que el detective Wilcox le traería por aquí esta mañana. Sabemos que está escribiendo un artículo sobre Ferguson. Aprovechando que mi marido está en casa, nos gustaría hablar con usted.
Su voz tenía una calmada simpatía que no lograba ocultar su angustia. «Elige sus palabras con cuidado porque no quiere que la emoción la traicione, al menos de momento», pensó Cowart. Siguió a la mujer hasta el interior, pensando: «Pero lo hará.»
La madre de la niña asesinada lo condujo por un breve pasillo hasta el salón. Cowart era consciente de que Wilcox iba a la zaga, pero no le hizo caso. Nada más entrar, un corpulento hombre calvo y barrigudo se levantó de un sillón reclinable. Por un momento le costó, pero finalmente logró ponerse en pie y se adelantó para estrechar la mano de Cowart.
– Soy George Shriver -dijo-. Me alegra tener esta oportunidad.
Cowart asintió y echó un rápido vistazo alrededor, procurando retener los detalles. El salón, al igual que el exterior, era moderno y elegante; los muebles, en cambio, eran sencillos, y en las paredes colgaban cuadros de vivos colores. Tenía algo de acogedor y a la vez de caprichoso, como si cada detalle de aquel salón lo hubieran dispuesto sin tener en cuenta los demás, por mero deseo, no necesariamente porque combinara con otra cosa. La impresión general era un poco incoherente, pero bastante acogedora. Una pared estaba dedicada a retratos de familia, y Cowart los contempló. La fotografía de Joanie que había visto en el colegio colgaba en el centro de la pared, rodeada de otras. Reparó en un hermano y una hermana mayores, y en los habituales retratos de familia.
George Shriver siguió su mirada y dijo:
– Los dos mayores, George Junior y Anne, estudian en la Universidad de Florida… Seguramente habrían preferido estar aquí.
– Joanie era la pequeña -añadió Betty Shriver-. Se estaba preparando para ir al instituto… -De repente se quedó sin aliento, con los labios temblorosos, y se apartó de las fotografías.
Su marido le tendió una mano y la llevó al sofá para que se sentara un rato. Pero enseguida se levantó y dijo:
– Señor Cowart, disculpe mis modales. ¿Le apetece algo de beber?
– Agua con hielo, gracias -contestó él, mientras se retiraba de los retratos para quedarse en pie al lado de una butaca.
La mujer desapareció unos instantes, y Cowart aprovechó para hacerle a George Shriver una pregunta inofensiva, algo con lo que disipar la triste atmósfera que de pronto envolvía el salón:
– ¿Es usted concejal de la ciudad?
– Ex -respondió-. Ahora me paso el tiempo en la tienda. Soy dueño de un par de ferreterías, una de ellas está aquí, en Pachoula, y la otra de camino a Pensacola. Eso me mantiene ocupado; sobre todo ahora que se acerca la primavera. -Hizo una pausa, y prosiguió-: Solía interesarme el mundillo de la política municipal, pero lo dejé cuando nos arrebataron a nuestra Joanie; luego perdimos tanto tiempo con lo del juicio, y todo parecía pasar tan rápido, que nunca más volví a la concejalía. Si no hubiera sido por nuestros otros hijos, George Júnior y Anne, me temo que nos habríamos derrumbado. No sé lo que podría habernos pasado.
La señora Shriver regresó con el vaso de agua con hielo. Cowart observó que había aprovechado la ausencia para recobrar la compostura.
– Lamento tener que removerles cosas dolorosas -dijo.
– Preferimos mostrar nuestros sentimientos que ocultarlos -respondió George Shriver. Acto seguido, se sentó junto a su esposa en el sofá y le pasó el brazo por los hombros-. El dolor nunca se va, ¿sabe? A veces se calma un poco, pero hay detalles que lo avivan. Cuando estoy sentado y oigo a algún niño del vecindario, aunque sólo sea por un instante, pienso que es ella. Y eso duele, señor Cowart, duele mucho. O cuando bajo aquí por la mañana para servirme un café, y me siento a contemplar todas esas fotografías, como ha hecho usted. Lo único que puedo pensar es que aquello no ocurrió, que va a salir de su habitación dando brincos, como siempre, alegre y radiante y dispuesta para un nuevo día, porque era esa clase de niña. Un sol.
Los ojos de aquel hombretón estaban arrasados en lágrimas, pero su voz permanecía serena.
– Voy a misa algo más de lo que solía; me da consuelo. Y los sucesos más lamentables, señor Cowart, sólo consiguen que me resienta. Hace un año vi un programa especial sobre los niños que mueren de hambre en Etiopía. Pues eso queda en la otra punta del mundo y, bueno, yo nunca he salido del norte de Florida, salvo para hacer el servicio militar. Pero ahora cada mes envío dinero a las organizaciones de ayuda humanitaria. Cien dólares aquí, cien dólares allá. No podía soportarlo, ¿sabe? Pensar que unos bebés iban a morir sólo por falta de alimento… me repugnaba la idea. Tenía presente lo mucho que quería a mi niña, y que me la habían robado. Así que supongo que lo hago por ella. Debo de estar loco. Cuando voy a la tienda, me pongo a echar cuentas y empieza a hacerse tarde, entonces recuerdo que a veces me quedaba a trabajar hasta las tantas y me perdía la cena con los niños. Volvía a casa cuando ya estaban dormidos, sobre todo mi pequeña; subía a su habitación y estaba allí acostada… Odio ese recuerdo, odio haberme perdido una de sus carcajadas o una de sus sonrisas; eran tan pocas y tan preciosas, como pequeños diamantes.
George Shriver recostó la cabeza y se quedó mirando el techo. Respiraba con dificultad y el movimiento de su camisa blanca acompañaba cada aliento y cada recuerdo.
Su esposa se había quedado en silencio, pero los ojos se le habían enrojecido y las manos le temblaban en el regazo.
– Somos gente normal y corriente, señor Cowart -dijo lentamente-. George ha trabajado duro y ha llegado a ser alguien en la vida para que nuestros hijos lo tengan más fácil. George Júnior será ingeniero, y a Anne se le dan muy bien las ciencias. Puede que vaya a la facultad de medicina. -De repente sus ojos brillaron de orgullo-. ¿Se lo imagina? Un médico en la familia. ¿Sabe?, hemos trabajado duro para que ellos puedan llegar más lejos.
– Quisiera preguntarles qué opinan de Robert Earl Ferguson -dijo Cowart con tacto.
Hubo un largo silencio. Betty Shriver respiró hondo antes de responder:
– Es un odio que va más allá del odio. Es una espantosa ira contraria al espíritu cristiano, señor Cowart; es sólo una ira oscura y terrible que llevamos dentro y que nunca desaparece.
Su marido sacudió la cabeza.
– Hubo un tiempo en que lo habría matado con mis propias manos sin vacilar. No sé si todavía pienso lo mismo. ¿Sabe, señor Cowart?, ésta es una comunidad conservadora: la gente va a misa, saluda la bandera, bendice la mesa antes de comer y vota al partido republicano ahora que los demócratas han olvidado sus principios. Yo diría que, si parara al azar a diez tipos en la calle y se lo preguntara, le dirían: «No, no lleven a ese tío a la silla eléctrica; tráiganlo de vuelta aquí y dejen que nosotros nos encarguemos de él.» Hace cincuenta años lo habrían linchado; ¿qué digo?, hace menos de cincuenta. Supongo que las cosas han cambiado. Pero cuanto más se alarga esto, más convencido estoy de que nosotros también hemos sido condenados, no sólo él. Pasan los meses y los años. Él tiene a todos esos abogados a su servicio, y nosotros nos enteramos de que hay otra apelación, otra vista, otro algo, y eso nos lo trae todo de vuelta a la memoria. Nunca tendremos la oportunidad de superarlo, que no es que se pueda, pero al menos deberíamos tener la oportunidad de seguir adelante con lo que nos queda de vida, aunque todo carezca ya de sentido. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Es como si viviéramos con él en una especie de prisión.
Al cabo de unos segundos, Cowart preguntó:
– Pero ¿ustedes saben cuál es mi propósito?
– Sí, señor -contestaron al unísono.
– Díganme, ¿qué saben? -quiso saber.
Betty Shriver se inclinó hacia delante.
– Sabemos que está investigando el caso; comprobando que no se cometiera ninguna injusticia al respecto. ¿Me equivoco?
– Algo así.
– ¿Y cuál cree que fue la injusticia? -indagó George Shriver, en un tono afable, curioso y exento de ira.
– Bueno, eso mismo les pregunto yo. ¿Qué les pareció el juicio?
– Ese bastardo fue condenado, y eso es lo único que… -respondió alzando la voz. Pero su esposa le puso la mano en la pierna y él pareció calmarse.
– Presenciamos todo el juicio, señor Cowart -dijo Betty Shriver-. Cada minuto. Lo vimos allí sentado. En sus ojos había una especie de miedo, una especie de terrible ira hacia todos. Me dijeron que odiaba Pachoula, que odiaba a todos sus habitantes, blancos y negros, sin distinción. Podía percibirse ese resentimiento cada vez que se removía en su asiento. Supongo que el jurado también lo percibió.
– ¿Y las pruebas?
– Le preguntaron si lo había hecho y dijo que sí. ¿Quién diría algo así si no fuese cierto? Confesó que lo había hecho él. Esas fueron sus palabras. Fueron sus palabras, maldita sea.
Se hizo de nuevo el silencio, antes de que George Shriver añadiera:
– Bueno, la verdad es que a mí me preocupaba que no tuvieran más pruebas contra él. Hablamos horas y horas con Tanny y el detective Wilcox sobre eso. Tanny se sentaba justo donde ahora está usted, noche tras noche. Nos explicaba lo ocurrido, y que el caso era peliagudo. Por suerte, por un cúmulo de circunstancias terminó ante los tribunales. ¡Dios mío!, puede que nunca hubieran encontrado a Joanie; eso también fue una suerte. Ojalá hubieran tenido más pruebas, sí señor, ojalá. Pero bastó con eso. Tenían su declaración y eso ya era mucho para mí.
«Ya», pensó Cowart.
Al cabo de un momento, la mujer preguntó en voz baja:
– ¿Va a escribir un artículo?
Cowart asintió con la cabeza y respondió:
– Aún no sé muy bien qué clase de artículo.
– ¿Qué ocurrirá?
– No lo sé.
Ella frunció el entrecejo e insistió:
– Le ayudará, ¿no?
– Eso no lo sé.
– Pero difícilmente lo perjudicará, ¿verdad?
Cowart volvió a asentir.
– Eso es cierto. Después de todo, está en el corredor de la muerte. No tiene nada que perder.
– Me gustaría verlo allí -dijo Betty Shriver. Luego se puso en pie y le pidió que la siguiera.
Recorrieron un pasillo y llegaron a un ala de la casa. Ella se detuvo ante una puerta y cogió el pomo, sin abrirla.
– Ojalá yo estuviera allí hasta que lo juzgue el Creador. Entonces tendría que responder por todo ese odio con que nos robó a nuestra niña. No le desearía la vida, no señor, no se la desearía. Es más, ni siquiera desearía su muerte. Pero usted haga lo que tenga que hacer, señor Cowart. Sólo recuerde esto. -Y abrió la puerta.
Cowart miró el interior y vio la cama de una niña. Las paredes estaban empapeladas de rosa y blanco y un suave volante rodeaba la cama. Había muñecos de peluche con grandes ojos tristones y dos móviles brillantes colgaban del techo; fotografías de bailarinas y un póster de Mary Lou Retton, la gimnasta, decoraban las paredes. También había un anaquel lleno de libros, entre ellos Misty de Chincoteague, Belleza negra y Mujercitas. Sobre el escritorio vio una graciosa fotografía de Joanie con un estrafalario maquillaje y vestida como una chica de los locos años veinte; junto a la fotografía, una caja rebosaba bisutería de colores chillones. En la esquina de la habitación había una casa de muñecas grande repleta de figuras y una boa rosa de peluche asomaba por el borde de la cama.
– Estaba así la mañana en que se fue para no volver jamás. Y así se quedará -dijo Betty Shriver.
Luego dio media vuelta de repente, con los ojos llenos de lágrimas, llorando desde lo más hondo de su corazón. Por un instante se quedó mirando la pared, respirando agitadamente. Luego se alejó tambaleándose, para desaparecer por otra puerta que cerró tras ella, aunque no lo suficiente para acallar el doloroso llanto que resonó en toda la casa. Cowart se asomó al pasillo y vio que el padre de la niña seguía sentado, mirando absorto al frente, inmóvil, y que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Cowart quiso cerrar los ojos, pero se encontró contemplando con morbosa fascinación el cuarto de la pequeña. Todos los objetos infantiles, las chucherías y los adornos se le echaron encima y, por un instante, creyó que le faltaba la respiración. Cada sollozo de la madre parecía oprimirle el pecho. Pensó que se iba a desmayar, pero salió de la habitación, convencido de que nunca iba a olvidarla, e hizo un gesto con la cabeza a Wilcox. Por un instante quiso disculparse y dar las gracias a George Shriver, pero supuso que sus palabras sonarían vacías como la agonía de aquellos padres. Así que, de puntillas cual ladrón de almas, se marchó sigilosamente.
Cowart tomó asiento sin mediar palabra en el despacho del teniente Brown. Wilcox se sentó al otro lado de la mesa y se puso a hojear un grueso expediente marcado «Shriver». No se habían hablado desde que salieron de la casa. Cowart contempló largamente un enorme roble cuyas ramas se agitaban bajo una repentina brisa más allá de la ventana.
De pronto, Wilcox encontró lo que buscaba y arrojó un sobre de papel manila encima de la mesa, justo delante de él.
– Mire -le espetó a Cowart-. Le vi echar un buen vistazo a esa preciosa fotografía de Joanie que cuelga en el salón de los Shriver. Creí que tal vez le gustaría ver el aspecto que tenía después de que Ferguson acabara con ella.
Cowart recogió el sobre sin responder y sacó las fotografías. La peor era la primera: la niña tendida sobre una camilla en la sala del forense, antes de iniciarse la autopsia. Tierra y sangre todavía desdibujaban sus rasgos. Estaba desnuda, y su cuerpo apenas empezaba a dar muestras de madurez. Cowart vio unas heridas de arma blanca en el tórax que le rebanaban los pechos en flor. El cuchillo también le había perforado el estómago y la entrepierna en una docena de puntos. Temiendo marearse, siguió mirando, esta vez la cara de la niña. Parecía hinchada y la piel casi le colgaba, tantas horas había pasado sumergida en la ciénaga. Por un instante, Cowart pensó en los muchos cadáveres que había visto en diferentes lugares y en los cientos de fotografías de autopsia presentadas en los juicios que había cubierto. Volvió a mirar los restos de Joanie y advirtió que, pese a todo el mal que le habían hecho, había logrado conservar su identidad de niña. La llevaba grabada en el rostro, incluso después de muerta. Y a Cowart eso pareció dolerle aún más.
Empezó a ojear las demás, en su mayoría fotografías de la escena del crimen que mostraban su imagen tras haber sido rescatada del pantano. Asimismo, comprobó cuánto tenía de verdad lo que le había explicado Bruce Wilcox: cientos de huellas embarradas rodeaban el cuerpo. Siguió examinando las fotografías, para descubrir más señales de contaminación del lugar del crimen, y sólo levantó la mirada cuando oyó que la puerta se abría a su espalda y que Wilcox decía:
– Tanny, caramba, ¿por qué has tardado tanto?
Cowart se puso en pie, dio media vuelta y su mirada se encontró con la del teniente Theodore Brown.
– Encantado, señor Cowart -dijo el policía tendiéndole la mano.
Cowart se la estrechó sin saber qué decir. Asimiló el aspecto del policía en un segundo: Tanny Brown era del tamaño de un defensa de fútbol americano, muy por encima del metro ochenta, y tenía una constitución robusta, de brazos largos y fuertes. Llevaba el pelo al rape y usaba gafas. Y era negro, de un llamativo e intenso ónice oscuro.
– ¿Algún problema? -preguntó Tanny Brown.
– No -respondió Cowart, recobrando la compostura-. No sabía que usted era negro.
– Vaya. Ustedes los tipos de ciudad se creen que aquí todos somos unos guaperas como Wilcox, ¿no?
– No. Sólo que me sorprende. Lo siento.
– Tranquilo. De hecho -prosiguió el policía con su voz firme y sin acento-, estoy acostumbrado al factor sorpresa. Pero si fuera a Mobile, Montgomery o Atlanta, se encontraría con que allí hay muchos más rostros negros con uniforme de los que se imagina. Todo cambia, incluso la policía; aunque dudo que usted lo crea así.
– ¿Porqué?
– Porque la única razón que le trae aquí es que se ha tragado la mierda que ese cabronazo asesino y sus abogados le han contado.
Cowart se limitó a tomar asiento y observar cómo el teniente cogía la silla que Wilcox había ocupado, mientras el detective echaba mano de una plegable y se sentaba a su lado.
– ¿Se lo cree? -preguntó Brown bruscamente.
– ¿Por qué? ¿Es importante para usted saber si me lo creo?
– Bueno, podría simplificar las cosas. Si usted me dice que sí, que cree que al muchacho le sacamos la confesión a golpes, entonces no tendríamos mucho de qué hablar, porque yo le diría que no, que no lo hicimos, que es absurdo. Y usted podría escribir eso en su libretita y no se hablaría más del tema. Publicaría su artículo y que sea lo que Dios quiera.
– No simplifiquemos tanto -replicó Cowart.
– Ya. Bien, ¿qué quiere saber?
– Quiero saberlo todo. Desde el principio. Sobre todo, qué les hizo ir a por Ferguson, pero también me gustaría saberlo todo sobre la confesión. Y no omita ningún detalle. ¿No es eso lo que diría a alguien antes de tomarle declaración?
Tanny Brown acomodó su corpachón en la silla y sonrió, pero no porque le hiciera gracia.
– Precisamente eso es lo que yo diría -confirmó. Se removió en la silla, pensativo, aunque sin apartar la vista de Cowart-. Robert Earl Ferguson encabezaba la reducida lista de sospechosos desde que descubrimos el cuerpo de la niña.
– ¿Porqué?
– Era sospechoso de otras agresiones.
– ¿Qué otras agresiones?
– Media docena de violaciones en el condado de Santa Rosa, y en la frontera con Alabama, cerca de Atmore y Bay Minette.
– ¿Qué pruebas tiene de ello?
Brown negó con la cabeza.
– No hay pruebas. Físicamente, encajaba con el retrato robot que pudimos reconstruir, en colaboración con detectives de esos lugares. Y las violaciones coinciden todas con momentos en los que él abandonaba la universidad para irse de vacaciones y visitar a su abuela.
– Sí. ¿Y qué?
– Y eso es todo.
Cowart permaneció un instante en silencio.
– ¿Eso es todo? ¿No hay pruebas que lo vinculen a esas agresiones? Me imagino que mostrarían su fotografía a esas mujeres.
– Sí, pero ninguna pudo identificarlo.
– Y el pelo que encontraron en su coche, que no pertenecía a Joanie Shriver, ¿lo cotejaron con las víctimas de esos otros casos?
– Sí.
– ¿Y?
– No se halló relación alguna.
– ¿El modus operandi de esas agresiones fue el mismo que en el caso de Joanie Shriver?
– No. Cada caso presentaba ciertas similitudes, pero también había aspectos diferentes. En dos de ellos se empleó un arma de fuego para intimidar a las víctimas, y en el resto un arma blanca. A un par de mujeres las siguieron hasta sus casas; a la otra la agredieron mientras hacía footing. No pudimos determinar un patrón sistemático.
– ¿Las víctimas eran blancas? -preguntó Cowart.
– Sí.
– ¿Jóvenes, como Joanie Shriver?
– No. Todas eran adultas.
Cowart hizo una pausa y luego preguntó:
– Teniente, ¿sabe cuáles son las estadísticas del FBI sobre violaciones de negros a blancas?
– Sé que usted me lo va a decir.
– Menos del cuatro por ciento de los casos denunciados en todo el país. Es una rareza, pese a tanto estereotipo y tanta paranoia. ¿Cuántos casos de violaciones de negros a blancas ha tenido en Pachoula antes de Ferguson?
– Ninguno, que yo recuerde. Y no me sermonee sobre estereotipos. -Brown miraba a Cowart, y Wilcox cambió de posición en su silla-. Las estadísticas no dicen nada -añadió tranquilamente.
– ¿Ah, no? Vale. Pero él estaba en casa, de vacaciones.
– Así es.
– Y a nadie le caía muy bien. O eso he oído.
– Correcto. Era una rata de alcantarilla que miraba a todo el mundo por encima del hombro.
Cowart lo observó un momento y luego dijo:
– ¿Sabe lo ridículo que suena eso? Una persona que no es bien recibida viene a ver a su abuela y ustedes quieren acusarla de violación. No me extraña que no le gustara estar aquí.
Tanny Brown refunfuñó algo, pero luego calló. Durante unos segundos clavó la mirada en Cowart, como intentando penetrar en su interior. Finalmente, respondió despacio:
– Sí. Sé lo ridículo que suena. -Sus ojos se entornaron.
Cowart se inclinó hacia delante en la silla. «No logrará ponerme nervioso», pensó, y con voz firme dijo:
– ¿Por eso fue primero a casa de su abuela, a buscarlo?
– Eso es. -Brown se disponía a añadir algo cuando, de pronto, cerró la boca.
Cowart notaba la tensión entre ambos y sabía lo que el teniente iba a decir en aquel preciso instante:
– Tenía un presentimiento, ¿verdad? El sexto sentido del viejo policía. La corazonada de que debía obrar en consecuencia. Eso es lo que iba a decir, ¿no?
Brown lo fulminó con la mirada.
– Vale. Sí. Exacto. -Miró a Wilcox y luego a Cowart-: Bruce me ha advertido de que tenía usted mucha labia, pero supongo que quería comprobarlo personalmente.
Cowart devolvió al teniente su fría mirada.
– No es que tenga mucha labia. Usted haría lo mismo si estuviera en mi lugar.
– No, no es verdad -dijo Brown-. Yo no intentaría ayudar a ese asesino hijo de puta a salir del corredor de la muerte.
Ambos guardaron silencio. Al cabo de unos momentos, Brown dijo:
– Esto no es justo.
– Exacto, si lo que usted pretende es convencerme de que Ferguson es un mentiroso.
Brown se puso en pie y empezó a pasearse por el despacho, al parecer reflexionando. Se movía como agazapado, como un velocista en la línea de salida esperando el pistoletazo, con los músculos tensos, y en todo momento hacía saber a Cowart que no le gustaba nada verse limitado, ni en aquel diminuto despacho, ni por los detalles.
– Era culpable -dijo por fin-. Lo supe desde el primer momento en que lo vi, mucho antes de lo de Joanie Shriver. Puede que no sea una prueba, pero yo lo sabía.
– ¿Cuándo fue eso?
– Un año antes del asesinato. Lo eché de la entrada del instituto. Estaba sentado en aquel coche, viendo salir a los chicos.
– ¿Y qué hacía usted allí?
– Recoger a mi hija. Ahí fue donde lo descubrí. Después de aquel día lo vi varias veces, siempre haciendo algo que me incomodaba, estaba en el sitio equivocado en el momento menos indicado; o conduciendo despacio por la calle, siguiendo a alguna chica. Y no sólo yo lo noté, sino también un par de policías de Pachoula que me lo comentaron. Una vez lo trincaron a medianoche, merodeando tras un bloque de apartamentos; cuando el coche patrulla pasó por allí, trató de esconderse. Retiraron los cargos, pero aun así…
– Sigo sin ver pruebas.
– ¡Maldita sea! -estalló el teniente-. ¿Es que no me está escuchando? No teníamos ninguna. Nos guiamos por impresiones. Por ejemplo, cuando llegamos a casa de Ferguson y lo vimos lavando el coche y que ya había arrancado un trozo de alfombrilla; o cuando lo primero que salió de su boca fue «Yo no maté a esa niña», antes de oír ninguna pregunta. Y por la manera de sentarse en la sala de interrogatorios, riendo porque sabía que no teníamos pruebas. Todas esas impresiones eran algo más que mero instinto, porque el muy cabrón acabó hablando. Y, sí señor, todas esas impresiones resultaron absolutamente fundadas, porque al final confesó haber matado a la niña.
– Entonces, ¿dónde está el cuchillo? ¿Dónde está su ropa cubierta de sangre y lodo?
– Eso no lo dijo.
– ¿Explicó que la estuvo esperando a la salida del colegio? ¿Cómo la metió en el coche? ¿Lo que le dijo? ¿Si ella se resistió? ¿Qué les contó Ferguson?
– ¡Maldita sea, léalo usted mismo!
El teniente Brown sacó unos papeles de la carpeta que tenía sobre la mesa y los arrojó hacia Cowart; éste bajó la mirada y vio que se trataba de la copia oficial de la confesión, transcrita por un taquígrafo judicial. Era breve, de sólo tres páginas. Los dos detectives le habían leído todos sus derechos, en especial el derecho a un abogado. La lectura de los derechos ocupaba toda una página. Le habían preguntado si lo entendía y él les había respondido que sí. La primera pregunta estaba formulada en términos policiales: «Veamos, hacia las tres de la tarde del 4 de mayo de 1987, ¿pudo haber pasado usted por la esquina de las calles Grand y Spring, próxima al colegio King?» Y Ferguson había contestado con un monosílabo: «Sí.» Entonces los detectives le habían preguntado si había visto a la niña, en lo sucesivo Joanie Shriver, y una vez más su respuesta había sido una simple afirmación. Después pasaron a reconstruir minuciosamente los hechos, y cada vez que preguntaban algo recibían una respuesta afirmativa, aunque ninguna matizada con el menor detalle. Cuando le habían interrogado sobre el arma y otros aspectos cruciales del crimen, él había contestado que no lo recordaba. La pregunta final estaba pensada para establecer la premeditación. Era la que había llevado a Ferguson al corredor de la muerte: «¿Aquel día fue usted a aquel lugar con la intención de secuestrar y asesinar a una niña?» Y, de nuevo, él respondió con un sencillo y terrible: «Sí.»
Cowart meneó la cabeza. Ferguson no había articulado más que una única palabra, «Sí», una y otra vez. Cowart se volvió hacia Brown y Wilcox:
– No es precisamente un modelo de confesión, ¿no?
Wilcox, que había permanecido sentado, aquejado de una creciente frustración, acabó levantándose con la cara enrojecida y amenazó al periodista:
– ¿Qué cojones quiere? Maldita sea, estoy tan seguro de que Ferguson mató a esa niña como de que ahora estoy aquí de pie. Pero usted es tan imbécil que no quiere oír la verdad.
– ¿La verdad? -Cowart negó con la cabeza y Wilcox estalló.
El detective se abalanzó desde el otro lado de la mesa y agarró al periodista de la chaqueta, arrastrándolo hasta sus pies.
– ¡Me está cabreando, gilipollas! ¡Y más le vale que no me cabree!
Brown se lanzó para sujetar a su compañero con una mano y apartarlo de un empujón, dominando fácilmente a aquel hombre enjuto y más pequeño que él. No dijo nada, ni siquiera cuando Wilcox se volvió hacia él farfullando con rabia apenas controlada. Luego se volvió hacia Cowart, pero acabó saliendo de la oficina, con los puños apretados y sin poder articular palabra.
Cowart se recompuso la chaqueta y se dejó caer en la silla pesadamente. Respiraba agitadamente y la adrenalina le palpitaba en las sienes. Tras unos momentos de silencio, lanzó una mirada a Brown.
– No irá a decirme ahora que no golpeó a Ferguson y que en las treinta y seis horas de interrogatorio en ningún momento perdió la paciencia.
El teniente arrugó el entrecejo, como intentando evaluar el daño causado por aquel arrebato de ira. Luego sacudió la cabeza y dijo:
– No, la verdad es que la perdió. Una o dos veces, antes de que yo lo refrenara. Pero sólo abofeteó a Ferguson.
– ¿No le dio ningún puñetazo en el estómago?
– No que yo sepa.
– ¿Y las guías de teléfonos?
– Un viejo truco -dijo Brown enarcando las cejas-. Pero no las usó, pese a lo que diga Ferguson.
El teniente se volvió para mirar por la ventana. Al cabo de un rato dijo:
– Señor Cowart, creo que no se lo haré entender. La muerte de esa pequeña ha sacado a todo el mundo de sus casillas y aún está presente. Pero a nosotros, que tuvimos que llevar el caso a pesar del desastre emocional, nos ha tocado la peor parte. Ha sido un golpe durísimo. Nosotros no éramos ni buenos ni malos, sólo queríamos atrapar al asesino. Yo me pasé tres noches en vela, ninguno de nosotros podía pegar ojo. Pero lo atrapamos, y ahí estaba él, sonriéndonos como si nada hubiera pasado. No culpo a Bruce Wilcox por haber perdido un poco la paciencia; es más, creo que todos teníamos los nervios de punta. Y aun entonces, con esa confesión, que si bien, como usted dice, no es modélica, sí fue lo máximo que pudimos arrancarle a ese hijo de puta; aun entonces, el asunto era muy delicado. Esta condena pende de un hilo muy fino, todos lo sabemos. Entonces aparece usted, haciendo preguntas, y como cada una de esas preguntas va desgastando un poco más ese hilo, nos ponemos un poco furiosos. Oiga, le pido disculpas por el comportamiento de mi colega. No quiero que se revoque esta condena, porque entonces no podría mirar a los Shriver a la cara, ni a mi propia familia; ni siquiera podría mirarme a mí mismo. Quiero que ese hombre pague por lo que hizo.
El teniente esperó la reacción de Cowart. Éste tuvo una repentina sensación de éxito y decidió consolidar su ventaja.
– ¿Qué política siguen en su departamento respecto a entrar con armas en las salas de interrogatorios?
– No está permitido, y todos los agentes lo saben. El sargento de servicio lo comprueba. ¿Por qué?
– ¿Le importaría ponerse en pie un momento?
Brown se encogió de hombros y se levantó de la silla.
– Ahora enséñeme los tobillos.
Pareció sorprendido.
– No entiendo…
– Con su permiso, teniente.
Brown lo miró con ceño.
– ¿Es esto lo que quiere ver? -Levantó la pierna y puso el pie encima de la mesa, levantando la pernera del pantalón. En el tobillo, sujeta a la pantorrilla, llevaba una funda de piel marrón con una pistola del calibre 38. Bajó la pierna.
– ¿Apuntó usted con esa arma a Ferguson y le dijo que lo mataría si no confesaba?
– En absoluto. -Una fría indignación recorrió la voz del detective.
– ¿Y nunca apretó el gatillo con la recámara vacía?
– No.
– Entonces, ¿cómo podía saber Ferguson que usted llevaba esa pistola si no se la enseñó?
Brown lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa, con una gélida rabia en los ojos.
– La entrevista ha terminado -dijo, señalando la puerta.
– Se equivoca -replicó Cowart, subiendo la voz-. Acaba de empezar.
Para los periodistas, como para el tirador que trata de hacer puntería, existe una zona, más allá de donde le alcanza la vista y del centro del blanco, en que los demás detalles de la vida se esfuman, y es entonces cuando el artículo empieza a tomar forma en su mente. Las lagunas narrativas, los puntos oscuros de su prosa, empiezan a hacerse obvios y el periodista, como un enterrador que arrojara paladas de tierra sobre un ataúd, rellena los huecos.
Matthew Cowart había llegado a esa zona.
Tamborileaba impacientemente con los dedos sobre la mesa de tablero de linóleo, mientras esperaba a que el sargento Rogers escoltara a Ferguson hasta la sala de entrevistas. Su viaje a Pachoula lo había dejado lleno de preguntas y anegado en un mar de respuestas probables. La historia había quedado instalada a medias en su mente, desde el preciso momento en que Tanny Brown reconoció a regañadientes que Wilcox había abofeteado a Ferguson. Aquella pequeña concesión había abierto la perspectiva de una sarta de mentiras. Cowart no sabía muy bien qué había ocurrido entre los detectives y su presa, pero lo que sí sabía era que había suficientes interrogantes para justificar su historia, y tal vez para reabrir el caso. Ahora estaba pendiente del segundo factor: si Ferguson no había matado a la niña, ¿quién lo había hecho? Cuando el condenado apareció en la entrada, con un cigarrillo apagado en los labios y los brazos cargados de carpetas, a Cowart le entraron ganas de saltar de alegría.
Los dos hombres se dieron la mano y Ferguson se acomodó en la silla.
– Estaré fuera -dijo el sargento, antes de dejar al periodista y al convicto encerrados en la salita. A continuación se oyó el clic de un pasador.
El preso sonreía, no con alegría sino con petulancia, y sólo por un momento, mientras comparaba aquella mueca con la fría ira que había visto en los ojos de Tanny Brown, Cowart sintió un cambio de opinión en su interior. Luego aquella sensación desapareció y Ferguson dejó caer sobre la mesa los documentos, que hicieron un ruido sordo.
– Sabía que volvería -dijo Ferguson-. Sabía lo que descubriría allí.
– ¿Y qué cree que he descubierto?
– Que yo decía la verdad.
Cowart vaciló un momento y procuró que el preso perdiera parte de su confianza.
– Descubrí que decía verdades a medias.
Ferguson se enfureció al instante.
– ¿Qué demonios insinúa? ¿No habló con esos polis? ¿No vio ese pueblo sudista de racistas? ¿No vio qué tipo de lugar es ése?
– Uno de esos polis racistas era negro. Olvidó decírmelo.
– Venga ya. ¿Cree que porque somos del mismo color ese tío es legal? ¿Acaso cree que es mi hermano? ¿Que no es tan racista como ese pequeño gusano que tiene por compañero? ¿Dónde ha estado usted, señor periodista? Tanny Brown es peor que el comisario más racista que quepa imaginar. Él hace el trabajo sucio para que esos otros polis del Sur profundo parezcan de la Unión de Derechos Civiles. Es blanco hasta la médula y lo único que odia más que a sí mismo es a los tipos de su propio color. Pregúnteselo a quien quiera. Pregunte quién es la mano dura en Pachoula, y la gente le dirá que es ese cerdo, se lo aseguro.
Ferguson se había puesto en pie y se paseaba por la habitación aporreándose la palma de una mano con el puño de la otra, y con eso enfatizaba sus palabras.
– ¿No habló usted con el viejo borracho que me vendió?
– Sí, hablé con él.
– ¿Y con mi abuela?
– También.
– ¿No revisó el caso?
– No había demasiado que revisar.
– ¿No vio por qué necesitaban aquella confesión?
– Sí.
– ¿No vio la pistola?
– Sí, la vi.
– ¿No leyó aquella confesión?
– Sí, la leí.
– Esos cabronazos me dieron una paliza.
– Reconocieron haberle abofeteado un par de veces…
– ¿Un par de veces? ¡Joder, tío! Seguramente dijeron que habían sido unas palmaditas cariñosas o algo así, ¿no? Más un pequeño desliz que una verdadera paliza, ¿eh?
– Eso dieron a entender.
– ¡Hijos de puta!
– Cálmese…
– ¿Que me calme? ¡Cómo quiere que me calme! Esos mentirosos hijos de puta pueden sentarse ahí fuera y decir lo que les venga en gana. Y a mí, todo lo que me espera es una celda y la silla eléctrica.
Su voz había subido de tono y ya iba a añadir algo, cuando de pronto guardó silencio y se detuvo en medio de la sala. Volvió a fijar la mirada en Cowart, como tratando de recuperar parte de la calma que había perdido con tanta rapidez. Parecía estar pensando bien lo que iba a decir.
– Señor Cowart -dijo por fin-, ¿sabe que hasta esta misma mañana estábamos confinados en las celdas? Sabe lo que eso significa, ¿no?
– Dígame, ¿qué significa?
– El gobernador firmó una orden de ejecución. Nos tuvieron a todos encerrados en las celdas hasta que la orden se revocara o se llevara a cabo la ejecución.
– ¿Y qué pasó?
– El tribunal de apelaciones del distrito cinco suspendió la sentencia. -Sacudió la cabeza-. Pero no definitivamente. Usted ya sabe cómo funciona esto. Primero uno agota todas las apelaciones normales. Luego pasa a las grandes cuestiones, como la constitucionalidad de la pena de muerte, o tal vez a la composición racial del jurado; por aquí es una de las preferidas. A continuación se debate sobre estas cuestiones y se intenta aportar algo nuevo. En ocasiones se trata de algo que todavía no se les había ocurrido a todas esas mentes legales. Y mientras, tictac, tictac… el tiempo pasa.
Volvió a su sitio y se sentó con cuidado, entrelazando las manos sobre la mesa, delante de Cowart.
– ¿Sabe qué le hace un confinamiento al alma? La congela. Te ves atrapado, como si cada tictac de ese puto reloj diera golpecitos en tu corazón. Sientes que eres tú el que va a morir, sabes que algún día vendrán y confinarán a los presos del corredor, y la orden firmada llevará tu nombre. Es como si te asesinaran poco a poco, dejando que la sangre se derrame gota a gota, desangrándote. Ése es el momento en que todo el corredor enloquece. Puede preguntar al sargento Rogers, él se lo explicará. Primero se oye una cacofonía de gritos tremebundos y chillidos, pero sólo dura unos minutos. Luego el silencio invade el corredor. Es casi como si se oyera a los hombres sudar en un mar de pesadillas. Sin embargo, a veces el menor ruido lo rompe y el silencio se desvanece, porque algunos condenados vuelven a chillar. Un día, un hombre se pasó doce horas seguidas gritando antes de morir. El confinamiento nos hace perder hasta la última gota de sano juicio, para dejar sólo odio y locura. Eso es todo lo que queda. Lo último que nos quitan es la vida -acabó casi en susurros.
Se puso en pie y volvió a pasearse por la sala.
– ¿Sabe qué no me gustaba de Pachoula? Su autocomplacencia. Lo bonita que es. Sencillamente bonita y tranquila. -Apretó el puño-. Odiaba el hecho de que todo encajara y funcionara a la perfección. Todo el mundo se conocía y sabía exactamente cómo iba a ser su vida: levantarse por la mañana, ir al trabajo, sí señor, no señor, volver a casa en coche, tomarse una copa, cenar, encender la televisión, acostarse… Y al día siguiente, lo mismo. El viernes por la noche, ir al partido del instituto; el sábado, ir de picnic; el domingo, ir a misa. No importaba ser blanco o negro, sólo que los blancos mandaban y los negros hacían el trabajo duro, como en cualquier otro rincón del Sur. Y lo que más odiaba es que todo el mundo lo aceptara. Maldita sea, cuánto adoraban aquella rutina. Empezar y acabar cada día igual que el anterior, igual que el siguiente. Año tras año.
– ¿Y usted?
– Yo no encajaba. Porque buscaba algo diferente. Iba a ser alguien en la vida, y mi abuela era como yo. Los negros del lugar solían decir de ella que, aunque vivía en una casucha sin agua y con un gallinero en la parte de atrás, era una vieja cínica con aires de grandeza. Y los tipos como ese maldito Tanny Brown no soportaban el orgullo de mi abuela ni que ella no se rebajara ante nadie. Usted la ha conocido. ¿Le pareció la clase de mujer que se aparta en la acera para dejar pasar a un blanco?
– No.
– Ha sido una luchadora toda su vida. Entonces llegué yo y como tampoco fui de su agrado, pues vinieron a por mí.
Parecía dispuesto a continuar, pero Cowart lo interrumpió:
– Vale, Ferguson, está bien. Digamos que todo eso es cierto. Y digamos que escribo ese artículo: pruebas poco sólidas, identificación dudosa, mal abogado, confesión bajo coacción. Pero eso es sólo la mitad de lo que me prometió. Quiero un nombre. Usted sabe quién es el asesino. Déjese de rodeos.
– ¿Qué promesas le he hecho yo?
– Ninguna. En mi artículo contaré lo que usted me haya explicado.
– Sí, pero es mi vida. Tal vez mi muerte. -Ferguson se sentó y lo miró-. ¿Qué sabe usted de mí? -preguntó.
Eso dio que pensar a Cowart. ¿Qué sabía él?
– Lo que usted me ha explicado. Y lo que otros me han contado.
– ¿Cree que me conoce?
– Un poco, tal vez.
– Se equivoca. -Pareció vacilar, como si reconsiderara lo que acababa de decir-. Soy lo que ve. Puede que no sea perfecto, o que hiciera y dijera cosas indebidas. Tal vez no debí haber jodido tanto a todo ese pueblo para que, en cuanto surgiera un problema, sólo se les ocurriera venir a por mí y dejaran pasar de largo el problema sin siquiera darse cuenta.
– No le entiendo.
– Ya me entenderá. -Cerró los ojos-. Sé que a veces puedo parecer un poco brusco, pero cada uno es como es, ¿no?
– Supongo.
– Eso es lo que ocurrió en Pachoula, ¿sabe? Llegó el problema. Se paró un par de minutos y luego me dejó atrás, para que me recogieran allí con los demás añicos de vida. -La expresión de perplejidad de Cowart lo hizo reír-. Se lo explicaré de otra manera. Imagínese a un hombre, un hombre desalmado, que se dirige al sur en coche y hace un alto en Pachoula. Se detiene, tal vez a tomar una hamburguesa con patatas fritas bajo un árbol, justo a la salida de un colegio. Se fija en una niña y habla con ella porque le parece bonita. Usted ha visto ese lugar. No es difícil plantarse en el pantano en un par de minutos; un lugar tranquilo y solitario. La mata allí mismo y sigue adelante. Abandona para siempre aquel lugar, sin pararse a pensar en lo sucedido más de unos minutos, y sólo para recordar lo bien que se sintió al quitarle la vida a esa niña.
– Continúe.
– Ese hombre recorre todo el estado en zigzag. Provoca pequeños altercados en Bay City y luego en Tallahassee, Orlando, Lakeland, Tampa. Todos en la dirección de Miami. Una colegiala, un par de turistas, la camarera de un bar. Las complicaciones vienen cuando llega a la gran ciudad: no es tan prudente y lo trincan… Bien trincado. Asesinato en primer grado. ¿Me sigue?
– Tal vez. Siga.
– Después de pasar un par de años en los tribunales, el hombre en cuestión acaba justo aquí, en el corredor de la muerte. ¿Y de qué se entera al llegar aquí? De un buen chiste, el mejor chiste del mundo: el hombre de la celda contigua espera que lo ejecuten por el crimen que él, el recién llegado, ha cometido y del que casi se ha olvidado porque son tantos sus crímenes que forman una especie de maraña en su mente. Se ríe hasta las lágrimas, sólo que al condenado de la celda contigua no le hace mucha gracia, ¿verdad?
– Me está diciendo que…
– Exacto, señor Cowart. El asesino de Joanie Shriver está aquí, en el corredor de la muerte. ¿Conoce a Blair Sullivan?
Cowart respiró hondo. El nombre estalló como metralla en su cabeza.
– Sí.
– Todo el mundo conoce a Blair Sullivan, ¿no, señor periodista?
– Así es.
– Pues él es el asesino.
Cowart notó que le faltaba el aire. Quería aflojarse la corbata, sacar la cabeza por una ventana, ponerse donde corriera brisa, cualquier cosa con tal de airearse.
– ¿Y cómo lo sabe?
– ¡Porque él me lo dijo! Le parecía lo más gracioso del mundo.
– Cuénteme exactamente lo que le dijo.
– Al poco tiempo de ingresar aquí, lo trasladaron a la celda contigua a la mía. No está bien de la cabeza, ¿sabe? Se ríe cuando nadie cuenta chistes, llora sin motivo, habla solo, habla con Dios. ¡Joder!, ese hombre habla muy bajo, sisea igual que una serpiente o algo así. Es el hijoputa más chalado que he conocido en mi vida. Está como una cabra, ¿sabe?
»Bien, pasado un par de semanas, entablamos conversación y, para variar, me pregunta que qué hago yo aquí. Así que le cuento la verdad: que estoy en el corredor de la muerte por un crimen que no cometí. Esto provoca que él se ría entre dientes, y a continuación me pregunta de qué crimen me acusan. Y entonces le digo que de la muerte de una niña en Pachoula. Él me pregunta si se trata de una niña rubita con aparato de ortodoncia, y yo lo confirmo. En ese preciso instante suelta una carcajada grotesca. Pregunta si el crimen se cometió a primeros de mayo, y yo contesto que sí. Después pregunta si el cuerpo de la niña fue encontrado en un pantano, cosido a navajazos. Vuelvo a contestar que sí, y de paso le pregunto cómo sabe tanto del caso. Empieza riéndose tontamente y acaba partiéndose de la risa hasta quedarse sin aliento; le parece muy divertido. Luego me dice que sabe que yo no asesiné a esa niña porque fue él, y añade que no estuvo nada mal. Me dice: "Tío, eres el capullo más patético del corredor", y se echa a reír sin parar. Yo estaba dispuesto a matarlo allí mismo, ¿sabe?, allí mismo, así que empiezo a gritar y chillar, tratando de escurrirme entre los barrotes. La pasma se presenta en el corredor; llevan chalecos antibalas, porras y cascos con esa mierda de plástico delante de los ojos. Me apalean durante un rato y me llevan a una celda incomunicada. ¿Sabe lo que es eso? Es un cuartucho sin ventanas, con un cubo y un catre de cemento. A uno le dejan allí desnudo hasta que da muestras de comportamiento correcto.
»Para cuando me sacaron de allí, lo habían trasladado a otra planta. No salimos a las mismas horas, así que ya no lo veo. Corre el rumor de que ya ha pasado al otro barrio. A veces, todavía le oigo por las noches, gritando mi nombre. Bobby Earl, me llama, con una voz aguda y desagradable. "¡Bobbbbby Earrrrll! ¿Por qué no me haaaaaaablas?" Y se echa a reír cuando yo no le respondo. Se ríe sin parar.
Cowart se estremeció. Necesitaba un momento para asimilar aquella historia demencial, pero no había tiempo. Estaba allí atrapado, encerrado por las palabras de Robert Earl Ferguson.
– ¿Cómo puedo demostrarlo?
– ¡No lo sé, tío! ¡Yo no tengo que demostrar nada!
– ¿Y cómo puedo confirmarlo?
– ¡Joder! El sargento le dirá que tuvieron que apartar a Sullivan de mi vista. Pero no sabe el motivo. Nadie lo sabe, salvo usted y yo.
– Pero yo no puedo…
– No me diga lo que puede o no puede, señor periodista. Siempre me han dicho lo que no se puede hacer: no puedes hacer esto y lo otro, no puedes tener esto ni desear aquello. Tío, ha sido así toda mi vida. No quiero volver a oírlo nunca más.
Cowart se quedó en silencio.
– De acuerdo -dijo luego-. Lo comprobaré…
Ferguson lo miró con los ojos llenos de una rabia electrizante.
– Eso es, vaya a comprobarlo -le espetó-. Vaya a preguntarle a ese hijoputa. Ya verá, ¡joder!, ya verá. -Se levantó súbitamente y se apartó de la mesa-. Ahora lo sabe. ¿Qué va a hacer? ¿Qué puede hacer? Vaya a hacer sus jodidas preguntas, pero asegúrese de que sigo vivo cuando haya terminado.
Luego se acercó a la puerta y empezó a aporrearla. Sonaba como un retumbar de disparos.
– ¡Hemos acabado por hoy! -gritó-. ¡Sargento Rogers! ¡Mierda! -La violencia de sus golpes hizo vibrar la puerta. Cuando el guardia la abrió, Ferguson echó un vistazo a Cowart y dijo-: Quiero volver a mi celda. Quiero estar a solas. No necesito más conversaciones. No, señor.
Ferguson tendió las manos y se las esposaron. Cuando sonó el chasquido de los grilletes alrededor de sus muñecas, echó otro vistazo al periodista. La suya era una mirada fría y penetrante, llena de súplica y orgullo. Luego dio media vuelta y desapareció por la puerta. Cowart se quedó allí sentado, en silencio; cualquiera hubiera dicho que un tornado le había arrebatado las piernas y amenazaba con tragárselo.
Cuando lo condujeron fuera del recinto, Cowart preguntó al sargento:
– ¿Dónde está Blair Sullivan?
Rogers bramó:
– ¿Sully? Está en el ala Q. No sale de su celda en todo el día; se dedica a leer la Biblia y escribir cartas. Escribe a un puñado de psiquiatras y a las familias de sus víctimas; descripciones obscenas de lo que les hizo a sus seres queridos. Desde luego no enviamos esas cartas; él no lo sabe, aunque creo que sospecha algo. -Sacudió la cabeza-. Ese tipo juega sucio. También tiene problemas con Robert Earl. Grita su nombre, como provocándole, a veces en mitad de la noche. ¿Le dijo Bobby Earl que intentó matar a Sullivan cuando estaban en celdas contiguas? Fue algo muy extraño. Al principio se llevaban bien, siempre hablaban a través de los barrotes, pero luego Robert Earl se trastocó, empezó a gritar y a dar golpes, tratando de alcanzar a Sullivan. Fue el único problema que ha causado; le valió una breve estancia en el trullo. Ahora están en la lista de separación.
– ¿Y eso qué es?
– El propio nombre lo explica. No pueden tener contacto de ningún tipo y bajo ninguna circunstancia. Procuramos evitar que los muchachos se maten mutuamente antes de que el estado tenga la oportunidad de hacerlo conforme al procedimiento legal.
– Supongamos que quiero hablar con Sullivan…
El sargento negó con la cabeza.
– Ese hombre es el diablo en persona, señor Cowart. Por Dios, me da hasta miedo, y eso que he visto toda clase de maníacos homicidas.
– ¿Porqué?
– Aquí tenemos hombres que se lo cargarían a usted sin pensárselo dos veces; para ellos, quitarle la vida a alguien no es nada. Tenemos locos, maníacos sexuales, psicópatas, amantes del suspense, asesinos a sueldo o sicarios, llámelos como quiera. Pero Sullivan, en fin, está cortado por distinto patrón, y no sabemos precisar cuál. Es como si encajara en todas las categorías, igual que esos malditos lagartos que cambian de color…
– ¿Los camaleones?
– Sí. Él no pertenece a ninguna clase en concreto; es casi como si todas esas clases de asesino dieran lugar a otra en su persona. -Rogers hizo una pausa-. Ese hombre me da miedo. No puedo decir que me alegre sentar a nadie en la silla eléctrica, pero no vacilaré a la hora de ajustarle las correas a ese hijoputa. Y ese momento no tardará en llegar.
– ¿Y eso? Sólo lleva un año en el corredor, ¿no?
– Cierto. Pero ha despachado a todos sus abogados, como ese tipo de Utah hace unos años. Sólo tiene pendiente la apelación automática del Tribunal Supremo, y dice que cuando haya agotado esa vía será el final. Está impaciente por irse al infierno porque le extenderán la alfombra roja para que entre.
– ¿Cree que cambiará de opinión?
– Él no es como los otros; ni siquiera como los peores asesinos. No creo que cambie de parecer. Vivir, morir, para él todo es igual. Supongo que se reirá, porque todo lo hace reír, y se sentará en la silla como si nada.
– Necesito hablar con él.
– Nadie necesita hablar con ese tipo.
– Yo sí. ¿Puede arreglarlo?
Rogers se detuvo y lo miró fijamente.
– ¿Tiene que ver con Bobby Earl?
– Puede.
El sargento se encogió de hombros.
– Bueno, lo mejor es preguntárselo a él. Si acepta, lo arreglaré; pero si dice que no…
– De acuerdo.
– No será como hablar con Bobby Earl en la sala para ejecutivos. Tendremos que usar la jaula.
– Lo que sea. Hágame ese favor.
– Está bien, señor Cowart. Llámeme por la mañana, y procuraré darle una respuesta.
Los dos traspusieron en silencio la puerta de acceso a la prisión. Por un instante, permanecieron de pie en el vestíbulo, ante la puerta de la calle. Luego salieron fuera. El periodista vio que el guardia se protegía los ojos de la luz y miraba el cielo azul en dirección al sol cegador. Luego respiró hondo, con los ojos cerrados por un instante como esperando que el aire fresco aliviara parte del bochorno de la prisión. Después sacudió la cabeza y, sin decir palabra, volvió a entrar en el recinto.
«Ferguson tenía razón -pensó Cowart-. Todo el mundo conoce a Blair Sullivan.»
Florida tiene una extraña manera de generar asesinos inhumanos, casi como si el mal arraigara en ese estado y luchara por abrirse camino; igual que los retorcidos mangles que florecen en la tierra arenosa y salitrosa, a orillas del océano. Y los que no han nacido allí parecen verse atraídos por Florida con alarmante frecuencia, como siguiendo una insólita oscilación gravitacional del crimen, producida por las corrientes ocultas y los inconfesables deseos del hombre. Eso confiere al estado una suerte de familiaridad con el mal, una aceptación resignada del paranoico que abre fuego con un arma automática en un establecimiento de comida rápida, o de los cuerpos hinchados de los narcotraficantes que crían gusanos en los húmedos Everglades. Libertinos, chalados, criminales a sueldo, asesinos movidos por la locura, la pasión o la falta de razón y sentimientos, todos parecen ir a parar a Florida.
Blair Sullivan reconocía haber matado a una docena de personas en su viaje rumbo al Sur, antes de llegar a Miami. Asesinatos cometidos por razones de mera oportunidad: gente a la que liquidaba por interponerse en su camino. El gerente nocturno de un motel de carretera, la camarera de una cafetería, el dependiente de un pequeño establecimiento, una pareja de ancianos turistas que cambiaba una rueda en el arcén. Pero lo que hacía tan aterradora esta particular oleada de asesinatos era su total aleatoriedad. A algunas víctimas las atracaba, a otras las violaba, a otras sencillamente las asesinaba sin motivo aparente o por razones incomprensibles, como el encargado de la gasolinera al que abatió a tiros a través de la mampara protectora, no para atracarle sino porque no le había dado el cambio lo bastante rápido. Sullivan fue detenido en Miami minutos después de acabar con una pareja de jóvenes a la que había sorprendido retozando en una carretera desierta. Se había tomado su tiempo: había atado al muchacho para que mirase mientras violaba a su novia, para luego dejar que ella viera cómo lo degollaba a él. Cuando una patrulla estatal dio con él, estaba cosiendo a cuchilladas el cuerpo de la joven. Al oír la condena, Sullivan había dicho al juez, con arrogancia y sin la menor muestra de arrepentimiento: «Mala suerte. Si hubiera sido más rápido, me hubiera cargado también a los polis.»
Cowart marcó un número de teléfono desde su habitación y en cuestión de segundos le contestó la sección local del Miami Journal. Preguntó por Edna McGee, la periodista judicial que había cubierto la condena y sentencia de Sullivan. Durante el tiempo que tardó en ponerse al teléfono sonaba música ambiental.
– ¿Edna?
– ¿Matty? ¿Dónde estás?
– Metido en un hotel de veinte pavos la noche en Starke, intentando sacar algo en claro de este asunto.
– Házmelo saber en cuanto lo consigas. ¿Qué, cómo va el artículo? En la redacción corre el rumor de que tienes algo muy bueno entre manos.
– No me puedo quejar.
– ¿Ese tipo es el verdadero asesino o qué?
– No lo sé. Hay algunas cuestiones dudosas. Los policías incluso admiten haberlo golpeado antes de la confesión. Claro que no tan fuerte como él dice; pero aun así… no sé…
– ¿Estás de broma? Suena bien. El menor atisbo de coacción debería hacer que un juez desechase la confesión del acusado. Y si los agentes admiten haber mentido, por poco que fuera, bueno… Ve con cuidado.
– Eso es lo que me preocupa, Edna. ¿Por qué iban a admitir que han golpeado al muchacho? Eso no los beneficia en nada.
– Matty, sabes tan bien como yo que los policías son los peores mentirosos del reino. Intentan mentir, les sale el tiro por la culata y lo echan todo a perder. No lo llevan en los genes, por eso acaban diciendo la verdad. Sólo tienes que insistir lo suficiente, no dejar de hacerles preguntas; al final siempre confiesan. Y ahora dime, ¿en qué puedo ayudarte?
– Blair Sullivan.
– ¿Sully? ¡Uau!, eso suena interesante. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?
– Bueno, su nombre surgió en un contexto poco habitual. De momento no puedo hablar de eso.
– Vamos, suéltalo.
– Dame un respiro, Edna. En cuanto lo compruebe serás la primera en saberlo.
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo.
– ¿Lo juras?
– Venga ya, Edna.
– Está bien. De acuerdo. Blair Sullivan. Sully, ¡por Dios! Ya sabes que soy muy liberal, pero ese tipo… ¿Sabes lo que le obligó a hacer a aquella chica antes de matarla? Nunca lo puse por escrito, no pude. Cuando los miembros del jurado lo oyeron, uno de ellos vomitó. Tuvieron que hacer un receso para limpiar aquello. Después de haber visto cómo su novio moría desangrado, Sully hizo que se agachara y…
– Prefiero no saberlo.
– Entonces, ¿qué quieres saber?
– ¿Puedes hablarme de su viaje al Sur?
– Claro. La prensa amarilla lo tituló «Viaje mortal». Bueno, estaba bastante bien documentado. Empezó con el asesinato de su casera en Louisiana, a las afueras de Nueva Orleans; luego le tocó el turno a una prostituta de Mobile, Alabama. Alega haber acuchillado también a un marinero en Pensacola, un tío al que recogió en un bar de alterne y al que dejó en un contenedor; luego…
– ¿Y eso cuándo fue?
– Lo tengo en mis notas. Espera, están en el último cajón. -Cowart oyó cómo dejaba el auricular sobre la mesa y distinguió los sonidos de cajones que se abrían y se cerraban de un golpe-. Aquí está. Debió de entrar en Florida a finales de abril; como mucho, a principios de mayo.
– ¿Y entonces qué hizo?
– Siguió lentamente hacia el sur. Increíble. Avisos en los boletines de noticias y órdenes de búsqueda en tres estados, volantes del FBI con su fotografía, partes electrónicos del Centro Nacional de Información sobre el Crimen. Y nadie lo ve. Al menos, nadie que luego lo pudiera contar. A finales de junio llegó a Miami. Debió de llevarle su tiempo hacer desaparecer la sangre de la ropa.
– ¿Y qué hay de los coches?
– Usó tres, todos robados. Un Chevy, un Mercury y un Olds. Se limitaba a abandonarlos y hacerle el puente a otro. Robaba matrículas y esa clase de cosas, ya sabes. Siempre escogía coches que pasasen inadvertidos, coches muy normales que no llamasen la atención. También dijo que siempre conducía a toda velocidad.
– Cuando llegó a Florida, ¿qué coche conducía?
– Espera. Lo estoy comprobando en mi libreta. ¿Sabes que hay un tipo en el Tribune de Tampa que quiere escribir un libro sobre él? Intentó ir a verle, pero Sully lo echó a patadas. Los abogados me dijeron que se negó a hablar con él. Lo estoy comprobando… ¿Sabes que ha despedido a todos sus abogados? Creo que lo achicharrarán antes de fin de año. Al gobernador debe de estar a punto de darle el síndrome del túnel carpiano, así que seguro que está impaciente por firmar cuanto antes la orden de ejecución de Sully. Lo tengo: un Mercury Monarch marrón.
– ¿No era un Ford?
– No. Pero el Mercury es casi el mismo coche. Tienen la misma carrocería y el mismo diseño. Es fácil confundirlos.
– ¿Marrón claro?
– No, oscuro.
Cowart respiró hondo. «Encaja», pensó.
– Entonces, Matty, ¿vas a decirme de qué se trata?
– Déjame comprobar primero un par de cosas y luego te lo explico.
– Vamos, Matty. No me gusta estar en vilo.
– Ya te llamaré.
– ¿Lo prometes?
– Lo prometo.
– Por aquí los rumores van a ir de mal en peor…
– Lo sé.
Ella colgó y Cowart se quedó solo. El espacio que lo rodeaba se llenó rápidamente de terribles pensamientos y explicaciones aterradoras: «Ford en lugar de Mercury. Verde en lugar de marrón. Negro en lugar de blanco. Un hombre en lugar de otro.»
– No acabo de entenderlo, pero bueno, es usted un hombre con suerte -bromeó el sargento Rogers con una voz despejada impropia de aquellas horas de la mañana.
– ¿Y eso por qué?
– Sullivan dice que hablará con usted. Eso cabrearía al tío de Tampa que estuvo aquí la semana pasada. Se negó a verle. Y también cabrearía a todos los malditos abogados que han intentado ver a Sully. Porque tampoco quiso recibirlos. ¡Hay que ver! Sólo recibe a un par de loqueros que el FBI envía desde la Unidad de Ciencias del Comportamiento. Ya sabe, esos tipos que estudian a los asesinos en serie. Y estoy convencido de que sólo lo hace para que ninguno de esos abogados alegue incapacidad y consiga una orden judicial que lo haga responsable de las apelaciones. ¿Le he dicho que Sullivan es único en su especie?
– Que me aspen si no lo es -dijo Cowart.
– No, de hecho lo asparán a él. Pero eso no es asunto nuestro, ¿verdad?
– Entonces voy ahora mismo.
– Tómese su tiempo. No trasladamos al señor Sullivan sin un mínimo de prudencia. No desde que hace nueve meses atacó al guardia de la ducha para arrancarle la oreja de un mordisco. Dijo que estaba muy buena, que le habría comido la cabeza entera si no se lo hubiéramos quitado de encima. Así es Sully.
– ¿Se sabe por qué lo hizo?
– El guardia lo llamó loco. Ya ve, nada especial. Como si usted le dijera a su mujer: «¡Estás loca! ¿Cómo te vas a comprar ese vestido nuevo?», o como si se dijera a sí mismo: «¡Estoy loco! ¡Mira que querer pagar mis impuestos a tiempo!» Nada del otro mundo, ¿no? Pero era la palabra menos indicada para usar con Sullivan, seguro. Fue ¡zas!, y verlo encima del pobre guardia, mordiéndolo como si fuera un perro. El tipo al que atacó lo doblaba en tamaño, pero no le importó; allí estaban los dos, revolcándose en el suelo, con sangre por todas partes y el guardia gritando: «¡Suéltame, maldito loco de mierda!» Sin duda, con eso sólo consiguió que Sully lo mordiera con más saña. Tuvimos que apartarlo a porrazos y dejarlo un par de meses en aislamiento para que se calmara. Supongo que fue aquella palabra la causa de todo. Fue como apretar el gatillo de un arma; Sullivan se disparó con la misma rapidez. Me dio una lección, a mí y a todos los del corredor. Nos enseñó a tener más cuidado con lo que decimos. En fin, yo diría que a Sully le preocupa mucho el vocabulario.
Rogers hizo una pausa. A continuación añadió:
– Y desde entonces, a ese guardia también.
Cowart fue escoltado por un joven guardia de uniforme gris que no decía nada y actuaba como si estuviera acompañando a un organismo portador de alguna enfermedad. Llegaron a un corredor enjalbegado e iluminado por un sol que entraba a raudales por una alta claraboya. La luz hacía que el recinto pareciera vago y difuso. El periodista trató de despejarse mientras caminaban. Prestó atención al taconeo de los zapatos en el suelo pulido. Era una de las técnicas que empleaba: crear un vacío para intentar no pensar en nada, no prever la inminente entrevista, no recordar sus artículos anteriores ni a sus conocidos, nada de nada. Quería convertirse en una hoja de papel secante que absorbiera cada sonido y cada imagen de lo que estaba a punto de acontecer.
Mientras descendían por el pasillo y atravesaban una serie de puertas dobles cerradas con llave, Cowart contó los pasos del guardia. Cuando se acercaba a los cien, accedieron a una zona abierta, vigilada por un par de guardias desde una cabina con pasarelas y escaleras que conducían a hileras de habitáculos. En la confluencia de todos los caminos había una jaula metálica, y en el centro de ésta una mesa gris acero y dos sillas atornilladas al suelo. Soldado a uno de los lados de la mesa había un aro de metal. Le indicaron que tomara asiento en el lado opuesto al aro, después de haberlo hecho entrar por la única abertura existente en la jaula.
– Ese bastardo estará aquí en un minuto. Espere aquí -dijo el guardia. Acto seguido, dio media vuelta y salió rápidamente de la jaula, para desaparecer escaleras arriba y luego por una pasarela descendente.
Al cabo de un rato se oyeron golpes en una puerta de acceso a la zona abierta. Después una voz anunció por la megafonía:
– ¡Destacamento de seguridad! ¡Entran cinco hombres!
Una cerradura electrónica se abrió con estrépito y Cowart levantó la mirada para ver que el sargento Rogers, ataviado con chaleco antibalas y casco, desplazaba un destacamento a la zona. Los hombres que flanqueaban al preso, y el tercero que iba en retaguardia, ensombrecían su mono naranja. El grupo entró en la jaula a paso ligero.
Los grilletes que le unían manos y pies hacían que Blair Sullivan cojeara al caminar. Los hombres que le rodeaban marchaban con precisión castrense, cada bota golpeaba el suelo al unísono mientras él se movía a brincos en el medio, como un niño que intentara seguir el ritmo en un desfile militar.
Era un hombre cadavérico, más bien bajo, con unos tatuajes rojo púrpura en la pálida piel de los antebrazos y una mata de pelo negro entrecano. Tenía unos ojos oscuros que pestañeaban con rapidez para abarcar la jaula, a los guardias y a Matthew Cowart; un párpado parecía temblarle ligeramente, como si cada ojo funcionara de manera independiente. Mientras el sargento desenganchaba la cadena que lo mantenía atado de pies y manos, él exhibía una relajada soltura en su sonrisa y en su lánguida pose, casi como si fuera capaz de liberarse de las esposas con el poder de su mente. Los guardias que lo flanqueaban se quedaron allí de pie empuñando las porras antidisturbios. El preso les sonreía, haciéndose el simpático. Luego el sargento pasó la cadena por el aro metálico de la mesa y la enganchó de nuevo, esta vez a una correa de cuero que rodeaba la cintura del hombre.
– Siéntate -ordenó Rogers con brusquedad.
Los tres guardias se apartaron rápidamente del preso, que se acomodó en el asiento de acero. Había clavado sus ojos en los de Cowart. Todavía se perfilaba una ligera sonrisa en sus labios, pero los ojos se habían entornado, escrutadores.
– Bueno -añadió el sargento-, todo suyo.
Salió con sus hombres de la jaula, y la cerró bien.
– No les caigo bien -dijo Blair Sullivan con un suspiro.
– ¿Por qué no?
– Por razones dietéticas -respondió, y soltó una carcajada que, en cuestión de segundos, degeneró en un resuello al que siguió una tos perruna.
Del bolsillo de la camisa sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas de madera; para conseguirlo tuvo que encorvarse hacia la mesa, medio agachándose en el asiento mientras encendía el cigarrillo, con el alcance de los brazos limitado por la cadena que mantenía sus muñecas sujetas a la mesa.
– Aunque tampoco tengo por qué caerles bien; total, me van a matar. ¿Le importa que fume?
– No, adelante.
– Es gracioso, ¿no le parece?
– ¿El qué?
– El condenado fumando un cigarrillo. Mientras que todo el mundo ahí fuera intenta con todas sus fuerzas dejar de fumar, los que vivimos en este corredor fumamos un cigarrillo tras otro con naturalidad. ¡Vaya!, tal vez somos los mejores clientes de Philip Morris. Sospecho que si nos lo permitieran, tendríamos todos los malos vicios, o al menos los más nocivos. Como no es así, nos limitamos a turnar. No es que a ninguno de nosotros nos preocupe demasiado el cáncer de pulmón, aunque imagino que si consiguieras ponerte muy enfermo, tan enfermo que estuvieras a las puertas de la muerte, al estado le costaría poner tu culo en la silla. Al estado le dan asco estas cosas, Cowart. Se resisten a ejecutar a un enfermo de mente o de cuerpo. No señor. Quieren que los hombres a los que achicharran estén físicamente sanos y mentalmente cuerdos. En Texas hubo un gran revuelo hace un par de años, cuando trataron de matar a un pobre imbécil que había sufrido un infarto cuando firmaron su orden de ejecución. Eso hizo que la ejecución se aplazara hasta que se recuperase y pudiera caminar por su propio pie hasta la silla. No querían llevarlo en una camilla, eso sí que no. Eso heriría la sensibilidad de los filántropos y los defensores de los derechos humanos. Hay una historia divertida sobre un gángster de Nueva York en los años treinta; nada más llegar al corredor, el hombre empezó a comer sin parar. Era un hombre gordo que se volvía enorme, cada vez más gordo. Comía pan y patatas y espaguetis hasta reventar. Féculas. ¿Y sabe por qué lo hacía? Pensaba que al engordar tanto, cuando lo fueran a sentar ¡destrozaría la silla! Me encanta. El problema es que no llegó a conseguirlo. Entraba muy justo en la silla, pero vaya, aun así cabía. Al final le salió el tiro por la culata, ¿no? Para cuando acabaron con él, debía de parecer un cochinillo asado. Dígame, ¿y cuál es el sentido de todo eso? ¿Eh? -Volvió a reírse-. No hay lugar mejor que el corredor de la muerte para ver todas las ironías de la vida. -Se quedó mirando a Cowart, con uno de los párpados temblándole-. Dígame, Cowart, ¿usted también es un asesino?
– ¿Qué?
– ¿Ha matado alguna vez? ¿En el ejército, quizás? Es lo bastante mayor para haber ido a Vietnam, ¿estuvo allí? No, puede que no. Usted no tiene la mirada ausente de los veteranos. Pero tal vez haya destrozado un coche cuando era adolescente o algo así. ¿O tal vez mató a su mejor amigo, o a su principal enemigo, un sábado por la noche? ¿O quizá dijo a los médicos de algún maldito hospital que desenchufaran a su madre o su padre ya ancianos cuando sólo un deteriorado respirador les mantenía con vida? ¿Lo hizo, Cowart? ¿Alguna vez dijo a su esposa o su novia que abortara? A lo mejor, Cowart, está usted por encima de todo eso, ¿eh? ¿Ha esnifado rayitas de cocaína en esas fiestas de Miami? ¿Sabe cuántas vidas se perdieron en aquella remesa? Haga números… Vamos, Cowart, dígame, ¿también usted es un asesino?
– No, no lo creo.
Blair Sullivan gruñó:
– Se equivoca. Todos somos asesinos. Sólo tiene que fijarse bien. En el sentido amplio de la palabra, ¿nunca ha visto, estando en un centro comercial, a una madre arremetiendo contra su hijo y dándole una tunda delante de todo el mundo? ¿Y qué creía que estaba pasando allí? Si mirase a los ojos del niño, vería que se llenan de frialdad. Un asesino en potencia. Así pues, ¿por qué no mira también en su propio interior? Usted también tiene esa fría mirada, Cowart. Lo lleva dentro, lo sé, lo noto con sólo mirarle.
– Miente.
– No miento. Supongo que se trata de una habilidad especial. Ya sabe, un asesino reconoce a otro y ese tipo de cosas. Uno se familiariza con la muerte y la agonía, Cowart, y puede llegar a interpretar los indicios.
– Bueno, pues esta vez se ha equivocado.
– ¿Lo cree de veras? Ya veremos. Ya veremos.
Sullivan se repantigó en la dura silla de metal, adoptando una postura relajada y sin dejar de hurgar con la mirada en lo más hondo del corazón de Cowart.
– Es fácil, ¿sabe?
– ¿Qué es fácil?
– Matar.
– ¿Cómo?
– Cuestión de familiaridad. Se aprende muy rápido cómo muere la gente. Hay quien tiene una muerte violenta y quien muere en paz. Unos luchan con todas sus fuerzas, otros se van tranquilamente. Unos suplican que les perdones la vida, otros te escupen en la cara. Unos lloran, otros ríen. Unos llaman a sus madres, otros te dicen que ya os veréis las caras en el infierno. Unos se aferrarán a la vida, otros se rendirán fácilmente. Pero en el fondo todos somos iguales. Nos volvemos fríos y rígidos. Usted. Yo. Todos somos iguales al morir.
– Puede que al morir. Pero a cada persona le puede llegar la hora de muchas maneras diferentes.
Sullivan se echó a reír.
– Eso es cierto. Una observación propia del corredor de la muerte, Cowart. Eso es exactamente lo que diría alguien del corredor, con los días contados después de ocho años y mil apelaciones. De muchas maneras diferentes.
Blair Sullivan dio una larga calada e inundó de humo el aire quieto de la prisión. Por un momento, sus ojos siguieron la estela del humo que se disipaba lentamente.
– Cuando se trata de morir, todos somos humo, ¿verdad? Eso es lo que les dije a esos loqueros, aunque no creo que quisieran oír esa clase de cosas.
– ¿Qué loqueros?
– Los del FBI. Tienen una unidad especial de Ciencias del Comportamiento que intenta descubrir qué se esconde tras los asesinos en serie, para luego hacer algo respecto a este pasatiempo norteamericano… -Sonrió-. Claro que no están teniendo mucho éxito, porque todos y cada uno de nosotros tenemos nuestras propias razones. Sin embargo, hay un par de buenos tipos. Les gusta venir aquí, me traen los tests de personalidad multifásica de Minnesota, tests de apercepción temática, tests Rorschach, tests de inteligencia y, quién sabe, a lo mejor la próxima vez hasta los putos exámenes de acceso a la universidad. Les encanta que hable de mi madre, y que les diga lo mucho que odio a esa vieja y, sobre todo, a mi padrastro. Él me pegaba, ¿sabe? Me pegaba con ganas cada vez que yo abría la boca; con los puños, con el cinturón, con la polla. Me pegaba y me follaba, me follaba y me pegaba. Día sí, día no, con regularidad. Cómo los odiaba, ya lo creo. Y todavía los odio, sí señor. Ahora tienen setenta y pico de años. Siguen viviendo en su casucha de Cayo Alto, con un crucifijo y una lámina de Jesús en la pared, creyendo que su salvador va a entrar por la puerta para llevárselos al cielo. Se santiguan cuando oyen mi nombre y dicen cosas como «Bueno, el muchacho siempre fue siervo del demonio». A esos tipos del FBI les interesa todo eso. ¿A usted también le interesa, Cowart? ¿O sólo quiere saber por qué me cargué a todas esas personas, incluidas las que apenas conocía?
– Sí, eso.
Sullivan soltó una carcajada.
– Bueno, la respuesta es bastante sencilla: volvía a casa y digamos que me entretuve por el camino. Más bien me distraje. No hice el viaje de un tirón. ¿Entiende?
– No exactamente.
El condenado sonrió y puso los ojos en blanco.
– Misterios de la vida, ¿no?
– Si usted lo dice.
– Eso es. Lo digo yo. Claro que a usted le interesa más otro pequeño misterio, ¿verdad, Cowart? No le importan esas personas, ¿no? Usted no está aquí por ellas.
– No.
– Dígame, ¿por qué quiere hablar con un viejo despiadado como yo?
– Robert Earl Ferguson y Pachoula, Florida.
Blair Sullivan recostó la cabeza y soltó una aguda carcajada que resonó en las paredes de la prisión. Cowart vio que varios agentes penitenciarios volvían la cabeza para mirar y luego reanudaban su trabajo.
– Bueno, ésos son temas interesantes, Cowart. Muy interesantes. Pero ya hablaremos de ellos.
– Bien. ¿Por qué?
Sullivan se inclinó encima de la mesa, acercando su cara a la de Cowart. La cadena que lo amarraba a la mesa repiqueteó y se tensó. Una vena asomó en el cuello del preso y de pronto su cara enrojeció.
– Porque usted aún no me conoce, bien.
Volvió a sentarse bruscamente, alargando la mano para coger otro cigarrillo, que encendió con la colilla del primero.
– Cuénteme algo sobre usted, Cowart; luego tal vez podamos hablar. Me gusta saber con quién trato.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Está casado?
– Divorciado.
El preso silbó.
– ¿Tiene hijos?
Cowart vaciló, y luego respondió:
– No.
– Mentiroso. ¿Vive solo o tiene una querida?
– Solo.
– ¿En un piso o en una casa?
– En un apartamento.
– ¿Tiene amigos íntimos?
Volvió a vacilar.
– Claro.
– Mentiroso. Van dos y sigo contando. ¿Qué hace por las noches?
– Nada especial. Leo. Veo algún partido.
– Es muy reservado, ¿eh?
– Cierto.
A Sullivan le tembló el párpado.
– ¿Le cuesta dormir?
– No demasiado.
– Mentiroso. Es la tercera vez. Debería darle vergüenza, mentir a un pobre condenado. Igual que Pedro hizo a Jesús antes de cantar el gallo. Ahora dígame, ¿sueña por las noches?
– ¿Qué diablos…?
De pronto Sullivan susurró:
– Juegue limpio, Cowart, o me iré de aquí sin haber respondido a ninguna de sus jodidas preguntas.
– Claro que sueño. Todo el mundo sueña.
– ¿Conque?
– Con gente como usted -replicó con ceño.
Sullivan volvió a reírse.
– Ahí me ha pillado. -Se reclinó en la silla y lo observó-. Conque pesadillas, ¿eh? Porque eso es lo que somos, ¿no? Pesadillas.
– Así es -respondió Cowart.
– Eso es lo que yo intentaba explicar a esos tipos del FBI, pero no me escuchaban. Eso es lo que somos, humo y pesadillas. Sólo caminamos y hablamos y traemos un poco de miedo y oscuridad a esta tierra. Evangelio según San Juan: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él.» ¿Lo pilla? Versículo ocho. Bueno, seguro que hay un puñado de complejos términos de psiquiatría para designar todo esto, pero son sólo jerga médica, ¿no cree?
– Supongo que sí.
– ¿Sabe una cosa? Tiene que ser un hombre libre para ser un buen asesino. Libre, Cowart. No estar prisionero de toda esa puta mierda que inunda las vidas normales. Un hombre libre.
Cowart no respondió.
– Y le diré algo más: no cuesta matar a alguien. Eso les dije a esos tipos del FBI. Y, una vez hecho, tampoco le das demasiadas vueltas. Quiero decir, ya tienes demasiadas cosas en que pensar, como deshacerte de los cuerpos y las armas y quitarte las manchas de sangre de las manos y demás. ¿Sabe?, después de cometer un asesinato uno está muy ocupado, pensando qué hacer a continuación y cómo demonios salir de allí.
– Bueno, y si matar es fácil, ¿qué le resultó difícil?
Sullivan sonrió.
– Buena pregunta. Nunca me la habían hecho. -Se quedó pensando un momento, con el rostro hacia el techo-. ¿Sabe? Creo que lo más difícil para mí fue llegar a este corredor y caer en la cuenta de que no maté a las personas a las que más deseaba ver muertas.
– ¿A qué se refiere?
– ¿No es eso lo más duro en esta vida, Cowart? ¿Dejar pasar las oportunidades? Es de lo que más nos arrepentimos; lo que nos mantiene toda la noche en vela.
– Sigo sin entenderlo.
Sullivan cambió de posición en la silla, se volvió a inclinar hacia delante y susurró en un tono de complicidad:
– Tiene que entenderlo. Si no es ahora, algún día lo entenderá. También tiene que recordarlo, porque algún día será importante. Algún día, cuando menos lo espere, pensará: ¿A quién odia Blair Sullivan más que nada en este mundo? ¿De quiénes le molesta saber cada día que están vivos, que se encuentran bien y que pasarán el resto de sus días en libertad? Es muy importante que lo recuerde, Cowart.
– ¿No me lo va a decir?
– Pues no.
– Por Dios…
– No tomarás el nombre de Dios en vano. Soy sensible a estas cosas.
– Sólo quería decir…
Sullivan volvió a inclinarse.
– ¿Cree que estas cadenas podrían sujetarme si en verdad quisiera romperle la cara? ¿Cree que estos insignificantes barrotes podrían detenerme? ¿Cree que no podría liberarme para despedazar su cuerpo y beber su sangre como si fuera el elixir de la vida en sólo un segundo?
Cowart retrocedió con un respingo.
– Puedo hacerlo. Así que no me cabree, Cowart. -Y se quedó mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa-. No estoy loco y creo en Dios, aunque es muy posible que me vea en el infierno. Pero eso no me molesta en absoluto, no señor, porque mi vida ha sido un infierno y así debe ser mi muerte. -Se quedó en silencio. Luego se reclinó en el asiento de metal y adoptó su tono perezoso, casi insultante-. Ya ve, Cowart, lo que me separa de usted no son los barrotes ni las cadenas ni toda esa mierda, sino un simple detalle: yo no tengo miedo de morir. Yo no temo a la muerte, y para usted es dolorosa. Siénteme en la silla, póngame una inyección letal, colóqueme ante un pelotón de fusilamiento o lléveme a la horca. Y si me arroja a los leones, yo iré rezando mis plegarias y estaré deseando pasar a mejor vida, una vida en la que sospecho que sembraré tanto mal como en ésta. ¿Sabe lo que me extraña, Cowart?
– ¿Qué?
– Me da más miedo vivir aquí encerrado como una maldita bestia que morir. No quiero que los loqueros me estudien y me pinchen, ni que los abogados argumenten y hablen por mí. ¿Qué diablos? No quiero que ustedes escriban sobre mí. Sólo quiero irme de este mundo, ¿entiende? Largarme de una vez para siempre.
– ¿Por eso ha despedido a sus abogados? ¿Por eso no apela?
Soltó una sonora carcajada.
– Claro. Por Dios, míreme. ¿Qué ve?
– Un asesino.
– Exacto. -Sonrió Sullivan-. Eso es. Yo maté a esas personas. Y habría matado a más si no me hubieran detenido, habría matado a ese agente… un cabroncete con suerte. Todo lo que tenía era un cuchillo, el que usé con esa chica para pasar un buen rato. Me dejé la pistola en los pantalones y él desenfundó antes que yo. Todavía no sé por qué no disparó y ahorró a todo el mundo tanta molestia. Pero no, me detuvo con todas las de la ley. No me puedo quejar; tuve mis oportunidades. Incluso me leyó los derechos después de esposarme. Tenía la voz quebrada y las manos le temblaban, y estaba más nervioso que yo. En cualquier caso, tengo entendido que detenerme le valió un gran paso a su carrera, y eso me enorgullece, sí señor. Así que, ¿de qué me voy a quejar? Si quisiese apelar, sólo estaría dando más trabajo a un puñado de picapleitos. Que se jodan. ¿Sabe? Mi vida no es tan maravillosa como para querer quedarme aquí.
Ambos guardaron silencio un momento.
– Entonces, Cowart, ¿qué va a preguntarme?
– Pachoula.
– Bonita ciudad. He estado allí. Pero eso no es una pregunta.
– ¿Qué ocurrió en Pachoula?
– Ha estado hablando con el gran Robert Earl Ferguson, ¿eh? ¿Va a escribir un artículo sobre él, sobre mi viejo compañero de piso?
– ¿Qué pasó entre ustedes?
– Tuvimos ocasión de hablar. Eso es todo.
Con una leve sonrisa revoloteándole, Sullivan se relajó, jugueteando con sus respuestas. Cowart quería intimidarlo, hacerle escupir la verdad, pero se limitó a hacerle preguntas.
– ¿De qué hablaron?
– De su injusta condena. ¿Sabe que esos polis le dieron de palos al chico para obtener su confesión? ¡Por favor!, en mi caso sólo tuvieron que traerme una Coca-Cola para que hablase por los codos.
– ¿Y de qué más?
– Hablamos de coches. Al parecer tenemos gustos similares.
– ¿Y?
– Hablamos un poco sobre el hecho de haber estado al mismo tiempo en el mismo lugar. Sorprendente, ¿no le parece?
– Ya.
– Hablamos de esa pequeña ciudad y de lo que le hizo perder la virginidad. -Volvió a sonreír con malicia-. Suena bien: perder la virginidad. ¿No fue eso lo que les pasó? A la niña y a la ciudad.
– ¿Mató usted a esa niña? ¿Lo hizo?
– ¿La maté? -Puso los ojos en blanco y sonrió-. Bueno, déjeme ver si lo recuerdo. ¿Sabe, Cowart?, todos empiezan a amontonarse en mi memoria…
– ¿Lo hizo?
– Tranquilo. Empieza a ponerse nervioso y frenético como Bobby Earl. Le desesperaba tanto mi manera natural de recordar que le entraron ganas de matarme. Y eso es algo poco habitual, incluso en el corredor de la muerte, ¿no le parece?
– ¿Lo hizo?
Sullivan se volvió a inclinar hacia delante, abandonando el tono jocoso y burlón, y susurró con voz ronca:
– Le gustaría saberlo, ¿eh? -Se meció en la silla, observando al periodista-. Dígame una cosa, Cowart, ¿quiere?
– ¿Qué?
– ¿Alguna vez ha sentido el poder de la vida y la muerte en sus manos? ¿Ha conocido la dulce sensación de la fuerza, de saber que tiene el control sobre la vida o la muerte de otra persona? El control absoluto. Completo. Total. Justo en sus manos. ¿Lo ha sentido alguna vez, Cowart?
– No.
– Es la mejor droga que existe. Es como chutarse electricidad en el alma con una jeringa. No hay nada como saber que la vida de alguien te pertenece…
Alzó el puño, como si fuera a coger una pieza de fruta, y apretó el aire. La cadena de las esposas repiqueteó en el soporte de metal.
– Deje que le diga algunas cosas, Cowart. -Hizo una pausa y miró fijamente al periodista-. Primera: estoy lleno de poder. Podría pensarse que soy un impotente preso, esposado, encadenado y encerrado noche y día en una celda de tres por dos, pero estoy cargado de una fuerza que va más lejos de esos barrotes. Más allá. Puedo tocar las almas que quiera con sólo marcar un número de teléfono. Nadie está fuera de mi alcance, Cowart. Nadie. -Se detuvo, y luego preguntó-: ¿Me explico?
El periodista asintió con la cabeza.
– Segunda: no voy a decirle si maté a esa niña o no. Porque si le dijera la verdad, todo resultaría demasiado sencillo. Y de todos modos, ¿cómo iba a creerme? Sobre todo después de las cosas que la prensa ha escrito sobre mí. ¿Qué clase de credibilidad tengo? Si matar a alguien me resulta fácil, ¿no iba a resultarme fácil mentir?
Cowart fue a replicar, pero una fría mirada de Sullivan lo dejó con la boca abierta.
– ¿Quiere saber algo, Cowart? Habré ido poco tiempo al colegio, pero nunca dejo de aprender. Apuesto a que soy más culto y estoy mejor informado que usted. ¿Qué lee? Times y Newsweek. ¿Tal vez el New York Times Book Review? A lo mejor hojea el Sports Illustrated cuando está en el retrete. En cambio, yo he leído a Freud y Jung y diría que prefiero al discípulo que al maestro. También he leído a Shakespeare, poesía isabelina e historia norteamericana, en especial sobre la guerra civil. Y me gustan los novelistas, sobre todo los que rebosan ironía como Joyce, Faulkner, Conrad y Orwell. Me gusta leer los clásicos, y un poquito de Dickens y Proust. Me encanta Tucídides, y los escritos sobre la arrogancia de los atenienses, y Sófocles, porque habla sobre todos y cada uno de nosotros. La cárcel es un buen lugar para leer, Cowart. Nadie le va a decir qué debe leer y qué no. Y tiene todo el tiempo del mundo. Me temo que en eso gana a muchas universidades. Claro que esta vez no dispongo de todo ese tiempo; así que ahora me entretengo con la Biblia.
– ¿No le ha enseñado algo sobre la verdad y la caridad?
Sullivan soltó una risotada que retumbó en aquella jaula.
– Me gusta usted, Cowart. Es un hombre divertido. ¿Sabe de qué habla la Biblia? Habla de engañar, matar y mentir, de asesinatos, robos e idolatría y, por así decirlo, de la clase de cosas que a mí me gustan. -Se quedó mirando a Cowart de hito en hito, y luego sonrió con maldad-. Muy bien. Vamos a divertirnos un poco.
– ¿Divertirnos?
– Sí, eso he dicho. -Soltó una risita y susurró-: A unos once kilómetros del lugar donde mataron a la pequeña Joanie Shriver, hay una intersección en que la carretera cincuenta del condado se cruza con la estatal veintiuno. Noventa metros antes de llegar a dicha intersección hay una alcantarilla que atraviesa la carretera, cerca de un grupo de sauces encorvados que en verano arrojan un poco de sombra. Si usted aparcara el coche en ese preciso lugar, se acercase al lado derecho de la alcantarilla y alargara la mano hasta el borde del tubo para sumergirla en el agua que discurre por allí, por muy sucia que esté, tal vez descubriría algo. Algo importante. Algo muy interesante.
– ¿El qué?
– Vamos, Cowart. No esperará que le estropee la sorpresa, ¿no?
– Supongamos que voy allí y encuentro ese algo, ¿entonces qué?
– Entonces tendrá una pregunta muy intrigante que plantear a los lectores de sus artículos.
– ¿Y qué pregunta es ésa?
– ¿Cómo sabía Blair Sullivan que eso estaba en ese lugar?
– …
– Esa es la pregunta del millón, ¿no? Tendrá que resolverla usted solito, Cowart, porque usted y yo ya no hablaremos más. Al menos hasta que sienta el aliento de la señora Muerte en el cogote. -Entonces se levantó de repente y gritó-: ¡Sargento! ¡He acabado con este cerdo! ¡Lléveselo de aquí antes de que me coma su cabeza a mordiscos!
Sonrió a Cowart, haciendo repiquetear las cadenas mientras su eco de asesino retumbaba en el aire y unos pasos impacientes se apresuraban hacia la jaula.
Al tiempo que Cowart cruzaba el aparcamiento del motel, una suave brisa jugueteaba con el calor, cada vez más sofocante, de la mañana, desplazaba unos enormes nubarrones por el cielo del Golfo y arremolinaba el aire húmedo circundante. Llevaba una bolsa con unos guantes de jardinero y una linterna grande que había comprado la noche anterior en una estación de servicio. Apuró el paso hacia el coche, absorto en lo que le habían dicho los dos hombres del corredor de la muerte y confiando en que se estaba acercando a la clave del rompecabezas que había dibujado en su mente. No vio al detective hasta que lo tuvo casi encima.
Tanny Brown estaba apoyado en el coche del periodista; se protegía del sol con la mano y observaba cómo Cowart se aproximaba.
– ¿Va a alguna parte? -preguntó.
Cowart se paró en seco.
– Tiene usted buenas fuentes. Llegué anoche.
El teniente asintió.
– Lo tomaré como un cumplido. No pasan demasiadas cosas en un lugar como Pachoula.
– ¿Está seguro?
El detective no mordió el anzuelo.
– Quizá no debería tomarlo como un cumplido -dijo lentamente-. ¿Hasta cuándo piensa quedarse?
– Esto suena como el diálogo de una película de serie B.
El detective frunció el entrecejo.
– Déjeme volver a intentarlo. Anoche me dijeron que se había registrado en el motel. Es evidente que todavía le quedan preguntas sin respuesta, de lo contrario no estaría aquí.
– Correcto.
– ¿Qué clase de preguntas?
Cowart no respondió y se limitó a observar cómo el detective cambiaba de posición. Tuvo un extraño pensamiento: aunque era de día, Brown sabía reducir el mundo, comprimirlo como la noche. Notaba cierto nerviosismo y una ligera vulnerabilidad.
– Pensaba que ya se había formado una opinión respecto al señor Ferguson y a nosotros.
– Se equivoca.
El detective sonrió, meneando lentamente la cabeza para hacerle saber a Cowart que no.
– Es usted duro de pelar, ¿verdad, señor Cowart? -No lo dijo con enfado o agresividad, sino irónicamente, como movido por la curiosidad.
– No sé a qué se refiere, teniente.
– Me refiero a que le ronda una idea y no va a contármela, ¿verdad?
– Si se refiere a que tengo serias dudas sobre la culpabilidad de Ferguson, pues sí, así es.
– ¿Puedo hacerle una pregunta, señor Cowart?
– Adelante.
El detective respiró hondo y luego se inclinó, hablando poco menos que en susurros.
– Usted lo ha visto. Usted ha hablado con él. Usted ha estado al lado de ese hombre y lo ha olfateado. Lo ha sentido. ¿Cómo le declara?
– No lo sé.
– No me diga que no se le ponía la carne de gallina, aunque sólo fuera un poco, y que no notaba un ligero sudor bajo los brazos cuando hablaba con el señor Ferguson. ¿Es eso lo que se siente al hablar con un hombre inocente?
– Me está hablando de impresiones, no de pruebas.
– Cierto. Pero no me diga que no trabaja usted con impresiones. A ver, ¿cómo le declara?
– No lo sé.
– Claro que no.
En aquel momento, Cowart recordó los tatuajes que Sullivan llevaba en sus pálidos brazos. Algún artista meticuloso había tatuado un par de elaborados dragones orientales, uno en cada antebrazo, que parecían desrizársele bajo la piel y ondularse con cada pequeña flexión de los tendones. Los dragones eran de un rojo y un azul apagados, y estaban adornados de escamas verdes. Tenían las garras extendidas y las fauces abiertas en gesto de amenaza; así, cuando Sullivan estiraba los brazos para agarrar algo o a alguien también lo hacían ambos dragones. Entonces pensó en pronunciar el nombre de aquel psicópata y observar la reacción de Brown, pero era una pista demasiado importante como para emplearla inútilmente.
– ¿Alguna vez ha visto un par de viejos perros furiosos, señor Cowart? -dijo Brown-. ¿Ha visto cómo resoplan y caminan en círculos, midiéndose el uno al otro? Lo que siempre me ha sorprendido es por qué esos viejos perros empiezan a pelearse. Unas veces se olfatean y luego siguen su camino, y tal vez agitan un poco la cola antes de volver a sus asuntos de perro. Pero otras, y ya sabe con qué rapidez, uno de los dos gruñe y enseña los dientes, y de repente ambos empiezan a despedazarse como si sus malditas vidas dependieran de arrancarle al otro la garganta de cuajo. -Hizo una pausa-. Dígame, ¿por qué a veces pasan de largo y otras se pelean?
– No lo sé.
– ¿Se supone que huelen algo?
– Imagino que sí.
El detective apoyó la espalda contra el coche y levantó la cabeza hacia el sol.
– ¿Sabe?, de pequeño pensaba que todos los blancos tenían algo especial. Era muy fácil pensar así. Lo único que veía era que siempre tenían los mejores trabajos y los coches más grandes y las casas más bonitas. Durante mucho tiempo los odié. Luego me hice mayor. Tuve que ir al instituto con blancos; me alisté en el ejército y luché junto con blancos. Cuando volví, me licencié en una universidad de blancos. Me hice policía y fui uno de los primeros polis negros de un cuerpo integrado por blancos. Ahora el veinte por ciento somos negros y la cifra va en aumento; encarcelamos a los blancos junto con los negros. Y yo he aprendido un poco más a cada paso. ¿Sabe qué he aprendido? Que el mal es daltónico. No repara en el color de la piel; si uno es malo, es malo, sea negro, blanco, verde, amarillo o rojo. -Bajó la vista-. Es así de simple, ¿no cree, señor Cowart?
– Demasiado simple.
– Será porque soy de pueblo. Un perro viejo con olfato.
Los dos se quedaron mirándose en silencio. Brown parecía suspirar, y se pasó una manaza por el pelo rapado.
– ¿Sabe? Debería estar riéndome de todo esto.
– ¿A qué se refiere?
– Ya lo descubrirá. Pero ¿adónde va usted?
– En busca del tesoro.
El detective sonrió.
– ¿Puedo ir con usted? Hace que parezca un juego, y seguramente disfrutaría como un niño, ¿no le parece? En la policía no existe la risa espontánea, sólo mucho cinismo y humor negro. ¿O voy a tener que seguirle?
Cowart cayó en la cuenta de que, por mucho que lo quisiera, no podría esconderse del policía. Tomó la decisión más fácil.
– Suba -dijo, indicándole el asiento del pasajero.
Los dos hombres recorrieron unos kilómetros en silencio. Cowart veía la carretera pasar mientras el detective miraba fijamente el paisaje. El silencio parecía incómodo, y Cowart se removió en el asiento sin soltar el volante. Estaba acostumbrado a realizar rápidas evaluaciones sobre personalidad y carácter, pero de momento la de Tanny Brown se le resistía. Echó un vistazo al detective, que parecía absorto en sus pensamientos. Intentó examinarlo como un subastador antes de dar paso a la puja. Pese a su musculatura y su tamaño, el discreto traje beige le quedaba flojo en brazos y hombros, como si se lo hubiera hecho confeccionar dos tallas más grande para reducir su físico. Aunque empezaba a hacer calor, llevaba una corbata roja y el cuello abotonado de una camisa azul pálido. Cuando Cowart echaba furtivas miradas a la carretera, vio que el detective limpiaba unas gafas de montura metálica dorada y se las ponía, lo cual le dio un aire intelectual que volvía a contradecirse con su robustez. Más tarde, Brown sacó un bolígrafo y una libreta para hacer unas rápidas anotaciones con gesto propio de periodista. Una vez acabadas las anotaciones, guardó la libreta, el bolígrafo y las gafas y siguió mirando por la ventanilla. Levantó ligeramente la mano, como persiguiendo una idea en el aire, y gesticuló ante el paisaje que iban dejando atrás.
– Hace diez años todo era diferente. Y hace veinte, aún lo era más.
– ¿Cómo era?
– ¿Ve esa gasolinera? El restaurante Exxon Mini-Mart, un autoservicio con tienda de comestibles y surtidores automáticos con pantalla digital.
Pasaron por delante de la gasolinera.
– Sí. ¿Qué le pasa?
– Hace cinco años era una pequeña Dixie Gas, regentada por un tipo que seguramente había formado parte del Klan en los años cincuenta. Un par de viejos surtidores y la bandera de barras y estrellas colgando en la ventana. El negocio estaba situado en un lugar privilegiado, así que lo vendió por una pequeña fortuna. Se retiró a una de esas casitas que construyen por aquí en urbanizaciones con nombres como Fox Run, Bass Creek o Campos Elíseos, supongo. -El detective rió levemente-. Eso me gusta. Cuando me jubile, el lugar al que me vaya a vivir se llamará Campos Elíseos. O tal vez Valhalla, más apropiado para un poli, ¿eh? Los guerreros de la sociedad moderna. Claro que probablemente moriré con las botas puestas.
– Cierto -respondió Cowart.
Estaba tenso. El detective parecía ocupar todo el espacio del habitáculo, como si fuera más grande de lo que Cowart abarcaba con la mirada.
– ¿Tanto ha cambiado?
– Mire alrededor. La carretera es buena, eso supone dólares en impuestos. Se acabaron los negocios familiares. Ahora todo son Seven-Eleven y Winn-Dixie y Southland Corporation. Si quiere tener el coche a punto, vaya a una empresa. Si quiere ver a un dentista, vaya a una asociación profesional. Si quiere comprar algo, vaya a un centro comercial. Por Dios, el quarterback del instituto es hijo de un profesor negro, y el mejor receptor es hijo de un mecánico blanco. ¿Qué le parece?
– Las cosas no parecen haber cambiado mucho donde vive la abuela de Ferguson.
– No, eso es verdad. El viejo Sur, pobre y sucio. Caluroso en verano y frío en invierno. Estufas de leña, tuberías exteriores y pies descalzos que patean el polvo. No todo ha cambiado, y ésa es la clase de lugar que existe para recordarnos lo mucho que nos queda por hacer.
– Las gasolineras son una cosa -dijo Cowart-, pero ¿qué hay de la actitud?
Brown soltó una carcajada.
– Eso cambia más lentamente. Todo el mundo aplaude cuando el hijo del profesor pasa el balón y el hijo del mecánico lo recibe y marca un tanto. Ahora bien, si uno de esos muchachos quisiera salir con la hermana del otro, en fin, me parece que los aplausos cesarían de inmediato. Pero bueno, usted ya estará al tanto de todo esto en su trabajo, ¿no?
El periodista asintió, sin saber si le tomaba el pelo, lo insultaba o le hacía un cumplido. Pasaron ante una parcela amplia en la que se construían viviendas. Una excavadora amarilla trabajaba en un prado verde, dejando una cicatriz de tierra rojiza; sus chirridos resonaban al escarbar. No lejos de allí, un grupo de operarios con cascos y camisas empapadas en sudor apilaba madera y bloques de hormigón ligero. Ambos hombres permanecieron en silencio hasta que dejaron atrás la obra. Luego Cowart preguntó:
– Por cierto, ¿dónde está Wilcox hoy?
– ¿Bruce? Bueno, tuvimos un par de muertes en accidente de tráfico la pasada madrugada. Lo envié para que hiciera el atestado de la autopsia. Eso nos enseña a respetar los cinturones de seguridad y a no conducir borrachos, y lo que ocurre cuando a los operarios como los que acabamos de pasar se les paga el jueves.
– ¿Necesita lecciones como ésa?
– Todos las necesitamos. Forma parte del trabajo.
– ¿Como su genio?
– Eso es algo que tendrá que aprender a controlar. A pesar de todo, es un observador muy prudente y astuto. Le sorprendería lo bueno que es con las pruebas y las personas. No suele perder los estribos de esa manera.
– Debería haberse controlado con Ferguson.
– Creo que no acaba de entender lo desquiciados que estábamos todos.
– Eso no viene al caso, y usted lo sabe.
– No, ése es precisamente el caso. Pero usted no quiere escucharme.
La advertencia acalló a Cowart. Sin embargo, al cabo dijo:
– ¿Sabe lo que sucederá cuando escriba que su amigo golpeó a Ferguson?
– Sé lo que usted cree que sucederá.
– Que habrá un nuevo juicio.
– Tal vez.
– Diría que usted sabe algo y me lo oculta.
– No, señor Cowart, lo que sé es cómo funciona el sistema.
– Bueno, el sistema dice que no se puede obtener la confesión de un acusado a mamporros.
– ¿Y eso hicimos nosotros? Recuerdo haberle dicho que Wilcox sólo lo abofeteó un par de veces. Con la mano abierta. No es más que una manera de captar la atención. ¿Le parece que obtener la confesión de un asesino es como servir un té con maneras agradables y correctas? ¡No me joda, Cowart! Y necesitamos casi veinticuatro horas para que confesara. ¿Dónde están la causa y el efecto?
– Ésa no es la versión de Ferguson.
– Supongo que dice que no dejamos de torturarlo.
– Exacto.
– Que no le dimos comida ni bebida, que no lo dejamos dormir, que lo sometimos a un maltrato constante, además de privarlo de sus derechos e intimidarlo. Es el viejo cuento, y por lo visto obtiene resultados satisfactorios. Se viene usando desde la Edad de Piedra. ¿Es eso lo que él alega?
– Más o menos. ¿Lo niega usted?
Brown sonrió y asintió.
– Por supuesto. No ocurrió de esa manera. De haber sido así, le habríamos sacado una rápida confesión a ese negro hijoputa. Habríamos averiguado cómo cameló a Joanie para que subiera al coche, dónde escondió su ropa y ese pedazo de alfombrilla y toda la mierda que no nos dijo.
Cowart volvió a sentir un ramalazo de indecisión. Lo que decía el policía era cierto.
– Ahí lo tiene, eso le ayudará a escribir su artículo, ¿no? -añadió Brown-. Un desmentido oficial.
– Ya.
– Pero no le hará desistir, ¿verdad?
– No.
– Ya. Supongo que a usted le compensa más creerle a él.
– Yo no he dicho eso.
– ¿Ah no? ¿Y qué hace que su versión sea más convincente que la mía, si puede saberse?
– Tampoco he dicho eso.
– Y una mierda. -Brown se volvió en su asiento y lo fulminó con la mirada-. No me venga con la típica excusa de periodista. El discursito del «¡Eh!, yo me limito a publicar las versiones y dejar que los lectores decidan a quién creer», ¿no?
Cowart, inquieto, asintió con la cabeza. El detective también asintió y desvió la mirada hacia la ventanilla.
Cowart se sumió en el mutismo mientras seguía conduciendo despacio carretera abajo. Vio que dejaban atrás la intersección descrita por Sullivan. Escudriñó la calzada, buscando el grupo de sauces.
– ¿Qué busca? -preguntó Brown.
– Sauces y una alcantarilla que pasa por debajo de la carretera.
El detective frunció el entrecejo y se tomó un segundo antes de responder.
– Carretera abajo. Vaya más despacio, se lo enseñaré.
Señaló adelante y Cowart vio los árboles y un pequeño espacio de tierra donde podía parar. Aparcó y bajó.
– Vale -dijo el detective-, aquí están los sauces. ¿Y ahora qué buscamos?
– No estoy seguro.
– Señor Cowart, a lo mejor si fuera usted un poco más comunicativo…
– Me dijeron que buscara bajo la alcantarilla.
– ¿Quién le dijo eso? ¿Y buscar qué?
El periodista meneó la cabeza.
– Primero echemos un vistazo.
El detective resopló, pero lo siguió.
Cowart se acercó al arcén y vio el borde oxidado de la tubería gris que sobresalía de una maraña de broza, roca y musgo. Estaba rodeado del inevitable surtido de desperdicios: latas de cerveza, botellas de plástico, envoltorios irreconocibles, una vieja playera de empeine blanco, y un fétido paquete de pollo frito a medio consumir. Un reguero de agua turbia salía del fondo del cilindro de metal. Cowart vaciló, luego bajó hasta la húmeda y espinosa maleza. Los arbustos se le enganchaban en la ropa y notó lodo bajo los pies. El detective lo siguió sin titubear, sin importarle estropearse el traje.
– Dígame -inquirió el periodista-, ¿esto siempre está así, o…?
– No. Cuando llueve mucho toda esta zona se inunda y se convierte en un pantano de lodo e inmundicia. Tarda un par de días en volver a secarse. Y así una y otra vez.
Cowart se puso los guantes.
– Sujéteme la linterna -dijo.
Se arrodilló con cuidado y, con el detective manteniendo el equilibrio a su espalda y enfocando con la linterna la boca de la alcantarilla, empezó a raspar tierra compacta y roca.
– Señor Cowart, ¿qué está haciendo?
El periodista no respondió, sólo continuó sacando porquería y amontonándola a su espalda.
– Tal vez si me dijera…
Cowart alcanzó a ver algo en el haz de luz. Escarbó con más ímpetu. El detective se percató de que había descubierto algo e intentó echar un vistazo desde arriba. Cowart apartó las hojas mojadas y el barro con las manos, distinguió un mango y lo agarró. Tiró con fuerza. Por un instante ofreció resistencia, como si la tierra no se fuera a rendir sin luchar; luego cedió. Cowart se puso en pie bruscamente, volviéndose hacia Brown para enseñarle lo que había cogido.
– Un cuchillo -dijo lentamente.
El detective se quedó mirando el arma, perplejo.
– Un arma homicida, supongo.
La hoja de diez centímetros y el mango tenían una costra de tierra y óxido. Estaba ennegrecido por el tiempo y los elementos, y por un momento Cowart temió que el arma se desintegrase en sus manos.
Brown miró con dureza al periodista, sacó un pañuelo del bolsillo y cogió el cuchillo por la punta, envolviéndolo con cuidado.
– Yo lo cojo -dijo, y lo metió en el bolsillo de la chaqueta-. No ha quedado gran cosa -añadió-. Lo llevaremos al laboratorio, pero yo no me haría demasiadas ilusiones. -Contempló fijamente la alcantarilla, y luego el cielo-. Retroceda -murmuró-. No toque nada más. Puede que haya algo de valor forense. -Clavó una larga y fría mirada en Cowart-. Si este lugar guarda relación con un crimen, quiero que esté intacto.
– Ya sabe con qué guarda relación.
Brown retrocedió sacudiendo la cabeza.
– Hijo de puta -dijo en voz baja, y gateó por la pendiente de regreso al coche. Se quedó plantado un instante en la carretera, con el puño apretado y expresión ceñuda. De repente y con una celeridad que pulverizó la quietud de la mañana, dio una patada a la puerta abierta del coche. El ruido retumbó entre el calor y la luz del sol, para desvanecerse poco a poco como un lejano disparo.
Cowart estaba sentado a solas en el despacho del policía, esperando. Desde la ventana contemplaba cómo la noche iba cubriendo la ciudad, una ola de penumbra que parecía afanarse por salir de los rincones oscuros y de debajo de los árboles umbríos para apoderarse de la atmósfera. Oscureció con una rapidez invernal; nada que ver con el lento amanecer de los días estivales.
Aquel día lo había pasado con los nervios a flor de piel. Había visto cómo un grupo de analistas peinaban cuidadosamente la alcantarilla en busca de más pruebas. Había visto cómo etiquetaban e introducían en unas bolsas escombros, muestras de tierra y parte de la irreconocible basura. Sabía que no encontrarían nada, pero presenció la búsqueda con paciencia.
A última hora de la tarde, el teniente y él habían vuelto en coche a la jefatura, y allí el detective lo había dejado en su despacho, a la espera de los resultados del examen del laboratorio con relación al cuchillo. Los dos hombres habían compartido poco más que silencio.
En el despacho, Cowart contempló una fotografía enmarcada del detective y su familia, que posaban a la entrada de una iglesia enjalbegada. Una esposa y dos hijas, una de ellas toda trenzas y aparato de ortodoncia con un gesto de aburrimiento que traspasaba incluso su ropa de domingo; la otra, una adolescente descarada de piel suave y figura aprisionada en el blanco almidonado de su blusa. El detective y su esposa sonreían con calma a la cámara, procurando aparentar naturalidad.
De repente, Cowart sintió una punzada de remordimiento. Después de lo del divorcio, él se había deshecho de todas las fotografías en las que posaba con su esposa y su hija. Ahora se preguntó por qué.
Recorrió con la mirada los demás adornos que colgaban de la pared. Una serie de placas lo reconocían como ganador del concurso anual de tiro del condado, una mención enmarcada del ayuntamiento daba fe de su valentía en una delicada misión, una medalla enmarcada, una Estrella de Bronce junto con otra mención y una fotografía de un Tanny Brown uniformado, más joven y mucho más delgado, en el sureste asiático.
La puerta se abrió a sus espaldas y Cowart se volvió. El detective entró impasible, con el rostro inexpresivo.
– ¿Cómo consiguió la medalla? -preguntó Cowart.
– ¿Qué?
El periodista señaló la pared.
– Ah, eso. Estaba en la sección médica. El pelotón cayó en una emboscada y cuatro hombres estaban heridos en un arrozal. Yo salí a recogerlos, uno por uno. Nada del otro mundo, pero aquel día nos acompañaba un periodista del Washington Post. Mi teniente creía que por culpa suya, del teniente, el pelotón había caído en una emboscada, y pensó que más le valía hacer algo en compensación. Así que se aseguró de que yo recibiera una medalla. Era una manera de borrar la mala impresión que le iba a quedar a aquel periodista después de pasarse cuatro horas en pleno tiroteo con la cara hundida en un pantano plagado de sanguijuelas. ¿Fue usted a Vietnam?
– No. Mi número en el sorteo era el veintitrés. Nunca salió.
El detective asintió y le indicó que tomara asiento, mientras él se dejaba caer en su silla, al otro lado de la mesa.
– Nada -suspiró.
– ¿No hay huellas dactilares? ¿Sangre? ¿Algo?
– Todavía no. Enviaremos el cuchillo al laboratorio del FBI y a ver qué pueden hacer ellos. Tienen mejor equipo.
– Pero ¿no hay nada?
– Bueno, el forense dice que el filo tiene las dimensiones del que causó las cuchilladas. La herida más profunda daba la misma medida que el filo del cuchillo. Eso ya es algo.
Cowart sacó su libreta y empezó a tomar notas.
– ¿Puede averiguar de dónde procede el cuchillo?
– Es el típico cuchillo barato comprado en alguna tienda de artículos de caza. Lo intentaremos, pero no tiene ningún número de serie que lo identifique ni marca del fabricante. -Vaciló y miró a Cowart con dureza-. Bien, dígamelo.
– ¿Qué?
– Déjese de jueguecitos. ¿Quién le habló del cuchillo? ¿Es con el que mataron a Joanie Shriver? Conteste. -Cowart titubeó-. ¿Me va a obligar a que le lea sus derechos, o qué?
– Le diré una cosa: Ferguson no me dijo dónde buscar el cuchillo.
– ¿Me está diciendo que alguien le dijo dónde encontrar el arma que podría haber causado la muerte a Joanie Shriver?
– Eso es.
– ¿Le importaría compartir esta información?
Cowart levantó la vista de sus garabatos.
– Antes dígame una cosa, teniente. Si yo le cuento lo que sé sobre ese cuchillo, ¿reabrirá el caso? ¿Está dispuesto a ir al fiscal del estado? ¿Ponerse en pie ante el juez y declarar que es necesario volver a abrir el caso?
Brown hizo una mueca.
– No puedo hacer una promesa de ese tipo a ciegas. Vamos, Cowart, suéltelo.
El periodista negó con la cabeza.
– Es que no sé si puedo fiarme de usted, teniente. Lo siento.
Tanny Brown pareció enfurecerse.
– Pensaba que entendería una cosa -dijo casi siseando.
– ¿Qué cosa?
– Que en esta ciudad el caso de Joanie Shriver permanecerá abierto hasta que su asesino pague por lo que hizo.
– Ésa es la cuestión, ¿no? ¿Quién paga por ello?
– Todos lo estamos pagando. A todas horas. -Dio un puñetazo en la mesa. El estruendo retumbó en el pequeño despacho-. Si tiene algo que decir, ¡dígalo ahora!
Cowart reflexionó un momento y al final respondió:
– Blair Sullivan fue quien me dijo dónde encontrar el cuchillo.
Aquel nombre surtió el efecto esperado. Primero Brown pareció sorprendido, luego frustrado; como un bateador que esperara una bola rápida y viese cómo por el efecto se le cuela por la esquina de la base.
– ¿Sullivan? ¿Qué tiene que ver ese cabrón con todo esto?
– Usted debería saberlo. Pasó por Pachoula en mayo de 1987, y en su camino dejó un rosario de cadáveres.
– Lo sé, pero…
– Y él sabía dónde estaba el cuchillo.
Brown se quedó mirándolo fijamente.
– ¿Sullivan admitió haber asesinado a Joanie Shriver? -preguntó incrédulo.
– No, no lo admitió.
– ¿Le dijo que Ferguson no mató a esa niña?
– No exactamente, pero…
– ¿Dijo algo que desmienta expresamente su culpabilidad?
– Sabía lo del cuchillo.
– Sabía que había un cuchillo -precisó Brown-. Pero no si se trata de aquel cuchillo; sin un informe forense, no es más que un trozo de metal oxidado. Vamos, Cowart, usted sabe que Sullivan está como una cabra. ¿Le proporcionó algo que se pudiera considerar, aunque fuera remotamente, una prueba? -Entornó los ojos.
Cowart vio cómo procesaba rápidamente la información, especulando, asimilando, descartando, y entonces pensó: «Demasiado complicado para él. No querrá ni plantearse la posibilidad de haber incurrido en un error. Tiene a su asesino, y con eso se da por satisfecho.» Así pues, dijo:
– Nada.
– Entonces eso no basta para reabrir una investigación que ha resultado en condena.
– Muy bien. Prepárese para leerlo en el periódico. Ya veremos si con eso no basta.
El policía lo fulminó con la mirada y señaló la puerta.
– Váyase, señor Cowart. Váyase ahora mismo. Métase en su coche de alquiler y vuelva al motel. Haga las maletas. Diríjase al aeropuerto, tome un avión y regrese a su ciudad. Y no vuelva por aquí, ¿entendido?
Cowart se irritó.
– ¿Me está amenazando?
El detective negó con la cabeza.
– No; le estoy dando un consejo.
– ¿Y?
– Hágame caso.
Cowart se levantó de la silla y se quedó mirando fijamente al detective. Los ojos de ambos se enzarzaron en un pulso visual. Cuando el detective por fin le dio la espalda, Cowart se volvió y salió por la puerta, la cerró de un portazo y apretó el paso entre las brillantes luces fluorescentes de la jefatura de policía; los agentes uniformados y otros detectives se hacían a un lado, como si levantara una ola ante sí. Notaba sus ojos sobre la espalda al avanzar por los pasillos, acallando a su paso una docena de conversaciones. Oyó que mascullaban a sus espaldas, que pronunciaban su nombre con desagrado en varias ocasiones. Él no miró alrededor ni alteró el paso. Bajó solo en el ascensor y salió a la calle por las amplias puertas de cristal. Luego se dio media vuelta y levantó la mirada hacia el despacho de Brown. Por un momento lo vio de pie junto a la ventana, observándolo. Una vez más se sostuvieron la mirada. El periodista sacudió ligeramente la cabeza.
Entonces vio que el detective desaparecía de la ventana.
Por un instante Cowart se quedó inmóvil, dejando que la noche lo envolviera. Luego se marchó, caminando despacio al principio y después apretando el paso, hasta marchar enérgicamente por la ciudad, con las palabras que darían vida a su artículo empezando a cobrar forma en su mente.
De regreso en casa, sin embargo, el cansancio acumulado hacía que los vivos se perdieran en sus libretas y los muertos se apoderaran de su imaginación.
Era tarde, pasadas ya las doce, una clara noche de Miami en que el cielo parecía una vasta negrura salpicada de grandes pinceladas sobre un infinito de estrellas titilantes. Necesitaba a alguien con quien compartir su inminente victoria, pero no tenía a nadie. Todos se habían ido, se los habían robado la edad, el divorcio y demasiadas muertes. Necesitaba especialmente a sus padres, pero ya hacía tiempo que lo habían dejado.
Su madre había muerto cuando él no era más que un muchacho. Una mujer tranquila y menuda, de una delgadez huesuda y atlética, que compensaba su abrazo duro y a la vez frágil con una voz suave y casi sensual, muy habilidosa para contar historias. Hija de una época que la había condenado al papel de ama de casa, los había criado a él y a sus hermanos y hermanas siguiendo un interminable ciclo, primero de pañales, biberones y dentición, y luego de rodillas rasguñadas y heridas imaginarias, deberes, entrenamientos de baloncesto, y los esporádicos e inevitables desengaños de adolescencia.
Había tenido una muerte rápida a las puertas de la vejez. Cáncer de colon inoperable. Cinco semanas, una progresión mágica y continua de la vida a la muerte, marcada por una piel día a día más amarillenta y una voz y un andar cada vez más débiles. Su padre había muerto justo después de ella, lo cual resultaba extraño. Cuando Cowart se hizo mayor, llegó a enterarse de las escandalosas infidelidades de su padre, siempre fugaces y mal disimuladas. En retrospectiva parecían menos desgraciadas que su aventura con el periódico, la cual le había robado tiempo y entusiasmo para estar con su familia. Así que, cuando después del funeral de la madre, el padre había dedicado seis obsesivos meses de interminables semanas al trabajo, sólo para anunciar acto seguido que se jubilaría anticipadamente, todos los hijos se llevaron una sorpresa.
Habían mantenido largas conversaciones telefónicas, en las que él ponía su decisión en entredicho y se preguntaba qué haría, flotando él solo en un enorme y mudo vacío, recordando su hogar aburguesado y la proximidad de sus jóvenes hijos, a quienes su presencia había resultado inusual y posiblemente incómoda. Matthew era el menor de seis hermanos -dos profesores, un abogado, un médico, un artista y él mismo- dispersos a lo largo y ancho del país; sin embargo, ninguno de ellos se encontraba lo bastante cerca para ayudar a su padre, que había envejecido de repente. Todos habían obviado la realidad. Acabó disparándose un pistoletazo en su aniversario de boda.
«Debería habérmelo imaginado -pensó Cowart-. Debería haberme adelantado a los acontecimientos.» Su padre lo había llamado por teléfono dos noches antes. Habían conversado vagamente y con cautela sobre noticias y cobertura informativa. Su padre le había dicho: «Recuerda: no son los hechos lo que quieren, sino la verdad.» Pocas veces había dicho algo así a su hijo, pero cuando Cowart procuró que continuara hablando, se despidió con brusquedad.
La policía lo había encontrado sentado en su escritorio, con un pequeño revólver en una mano, una herida de bala en la frente y una fotografía de su esposa en el regazo. Mathew, el eterno periodista, pidió a los policías que le describieran la escena con todo lujo de detalles; una vez conocidos, jamás lograría olvidarlos, y despojarían a la muerte de su halo trágico: su padre llevaba unas gastadas zapatillas rojas y un traje de ejecutivo azul con una corbata floreada que su esposa le había regalado con ocasión de algún día del Padre; un ejemplar de la edición de aquel día, con notas escritas en rojo, estaba abierto sobre la mesa, delante de él, al lado de un refresco bajo en calorías y medio sándwich de queso. Había recordado extender un cheque a la señora de la limpieza y dejarlo sujeto con cinta adhesiva a su antigua lámpara verde oscuro. Había media docena de papeles arrugados que su padre había arrojado al suelo y habían quedado esparcidos alrededor de la silla; todos eran notas empezadas y nunca terminadas dirigidas a sus hijos.
El cielo estaba estrellado.
«Yo era el menor -pensó-. El único que siguió sus pasos en la profesión. Pensaba que eso nos acercaría, que podría mejorar las cosas, que él se sentiría orgulloso… o celoso.» En cambio, se había vuelto más distante.
Pensó en la sonrisa de su madre. La de su hija se la recordaba. «Y he dejado que mi esposa se la llevara sin apenas rechistar.» Aquel pensamiento le produjo una repentina sensación de vacío, que enseguida se llenó con el recuerdo dantesco de las fotografías de la pequeña Joanie Shriver en la escena del crimen.
Bajó la cabeza y contempló la calle. A lo lejos, vio que el bulevar resplandecía con la luz amarillenta de las farolas y los faros de los coches al pasar. Se giró al oír una sirena unas calles más allá, y entró en su edificio. Subió en ascensor, recorrió el pasillo y abrió la puerta de su apartamento. Por un instante se detuvo en el recibidor y, acto seguido, encendió las luces y echó un vistazo alrededor. Vio el desorden propio de un soltero: libros amontonados en los anaqueles, pósteres enmarcados en las paredes, un escritorio lleno de papeles, revistas y recortes. Buscó algo familiar que le dijera que estaba en casa; luego suspiró, cerró la puerta y, antes de acostarse, se puso a deshacer las maletas.
Cowart pasó una larga semana hablando por teléfono y reconstruyendo el contexto de la historia. Hubo abruptas llamadas a los fiscales que habían condenado a Ferguson y no querían hablar con ningún periodista, y llamadas más largas a los hombres que llevaban los casos contra Blair Sullivan. Un detective de Pensacola había corroborado la presencia de Sullivan en el condado de Escambia cuando se produjo el asesinato de Joanie Shriver; el comprobante de la tarjeta de crédito por repostar en una gasolinera próxima a Pachoula databa del día anterior a la muerte de la niña. La fiscalía de Miami le enseñó el cuchillo que Sullivan llevaba encima en el momento de su detención: era un cuchillo barato sin marca distintiva y con una hoja de unos diez centímetros, parecido aunque no idéntico al que él había encontrado en aquella alcantarilla.
Cowart sostuvo el cuchillo en sus manos y pensó: «Encaja.»
Otras piezas encajaban.
Habló largo y tendido con funcionarios de Rutgers, que le facilitaron el modesto expediente académico de Ferguson. Había sido un estudiante aplicado pero bastante mediocre; un alumno cuyo único interés parecía consistir en completar los estudios, lo que había logrado de manera correcta, mas en absoluto notable. El encargado de una residencia de estudiantes lo recordaba como un tipo tranquilo y poco sociable, del grupo de los marginados, y poco dado a las fiestas y la vida social. Según aquel hombre, era un joven solitario y reservado que se había mudado a un apartamento al poco tiempo de acabar el primer año de universidad.
Luego habló con el tutor de Ferguson en el instituto, quien le dijo otro tanto de lo mismo, si bien señaló que, en Newark, las notas de Ferguson eran mejores. Ninguno de los dos hombres había sabido darle el nombre de algún amigo íntimo del joven.
Empezó a ver a Ferguson como un hombre que flota al margen, inseguro de sí mismo, inseguro de su identidad y su porvenir; un hombre que espera algo, cuando ya le ha pasado lo peor. Más que como alguien inocente, lo veía como una víctima de su propia pasividad. Un hombre del que aprovecharse. Eso le ayudó a entender lo sucedido en Pachoula. Pensó en el contraste existente entre dos hombres que formaban parte del caso: a uno no le gustaba caerse y dar tumbos en la parte de atrás del autobús, mientras que el otro atravesaba la línea de fuego corriendo para ayudar a los demás. Uno pasó por la universidad y el otro se hizo policía. «Ferguson no tuvo ninguna oportunidad cuando se vio cara a cara con Brown», pensó.
Antes del fin de semana, un fotógrafo que el Journal había enviado al norte de Florida estaba de regreso. Esparció sus fotografías sobre un expositor, ante la atenta mirada de Cowart: había una a todo color de Ferguson en su celda, mirando fijamente a la cámara por entre los barrotes; otra de la alcantarilla, y otras de Pachoula, de la casa de los Shriver y del colegio. También estaba la misma fotografía que Cowart había visto colgada en la escuela y una de Tanny Brown y Bruce Wilcox saliendo con gesto furibundo del departamento de homicidios del condado de Escambia.
– ¿Cómo consiguió ésta? -preguntó Cowart.
– Me pasé el día vigilando, a la espera. Tampoco se puede decir que a ellos les hiciera demasiada gracia.
Cowart asintió, encantado de no haber estado allí para verlo.
– ¿Y Sully?
– No dejó que lo fotografiara. Pero tengo una buena toma de su juicio. Mire. -Le enseñó la fotografía.
Era Blair Sullivan avanzando por un pasillo de los tribunales, encadenado de pies y manos, y escoltado por dos corpulentos detectives. Miraba a la cámara con desdén, medio sonriente, medio amenazante.
– Hay algo que no acabo de entender -dijo el fotógrafo.
– ¿Qué es?
– Bueno, si viera que este hombre se me acerca en la calle, seguramente echaría a correr en la otra dirección. No me subiría a su coche. Pero Ferguson… en fin, ya me entiende, ni siquiera cuando te mira con rabia parece tan despiadado. Quiero decir, podría convencerme de que subiera a su coche.
– Nunca se sabe -repuso Cowart, y cogió la fotografía de Sullivan-. Este hombre es un psicópata. Podría convencerte de cualquier cosa. No es sólo esa niña; piensa en todas las personas que asesinó. ¿Qué me dices de esa pareja de ancianos a la que mató después de ayudarlos a cambiar un neumático? Es posible que le dieran las gracias antes de morir. O la camarera que se fue con él para pasar un buen rato, ¿recuerdas? Creía que se iban de juerga. No lo tomó por un asesino. ¿Y el muchacho de la estación de servicio? Tenía uno de esos botones de emergencia justo debajo de la caja registradora, pero no lo pulsó.
– Supongo que no tuvo oportunidad. -Cowart se encogió de hombros-. En cualquier caso -continuó el fotógrafo-, estoy seguro de que no me subiría a un coche con él.
– Haces bien. Porque ya estarías muerto.
Se sentó a su vieja mesa en una esquina de la redacción y desplegó todas sus notas alrededor sin apartar la mirada del ordenador. Sólo hubo un momento en que sintió un acceso de nerviosismo: cuando se sentó ante la pantalla en blanco. Hacía algún tiempo que no escribía una noticia, y se preguntó si habría perdido la práctica. Luego pensó: «Ni hablar», y dejó que el entusiasmo disipara las dudas. Empezó describiendo a los dos hombres en sus respectivas celdas, su aspecto y sus palabras; bosquejó lo que había visto de Pachoula, y relató brevemente la fuerza descomunal de uno de los detectives y el arrebato de ira del otro. Las palabras fluían con facilidad y a un ritmo constante. No pensaba en nada más.
Tardó tres días en escribir el primer artículo y dos en componer el siguiente; dedicó otro día a pulir el resultado; pasó dos días revisando con el redactor jefe línea por línea, y otro con los abogados realizando un minucioso análisis legal. Finalmente se abalanzó sobre la mesa del maquetador; su noticia iba a ocupar la primera página del dominical. El titular ponía: «Un caso de interrogantes.» Le gustaba cómo sonaba. El subtítulo rezaba: «Dos hombres, un crimen y un asesino que nadie puede olvidar.» También le gustaba.
Por la noche, se tumbó insomne en la cama, pensativo: «Lo has hecho. Al final lo has conseguido.»
El sábado, antes de que la historia saliera publicada, llamó a Tanny Brown. El detective estaba en casa, y el departamento de homicidios no le facilitó su número privado. Así que pidió a una agente que el detective le devolviera la llamada, lo cual hizo al cabo de una hora.
– ¿Cowart? Soy Brown. Pensaba que ya no teníamos nada de qué hablar.
– Sólo quería darle la oportunidad de responder a lo que va a salir en la prensa.
– ¿Igual que la oportunidad que nos dio su maldito fotógrafo?
– Lo siento.
– Nos tendió una emboscada.
– Lo siento.
Brown hizo una pausa.
– Bueno, al menos dígame que no salimos demasiado mal en la fotografía. Uno tiene su orgullo, ya sabe.
Cowart no supo si el detective estaba bromeando o no.
– No está mal -dijo-. Parece salida de Dos sabuesos despistados.
– Me conformo. Ahora dígame qué quiere.
– ¿Desea responder al artículo que vamos a publicar mañana?
– ¿Mañana? ¡Vaya! Supongo que tendré que levantarme temprano y bajar al quiosco. ¿Valdrá la pena?
– Por supuesto.
– Primera plana, ¿eh? Lo convertirá en una estrella, ¿verdad, Cowart? ¿Será famoso?
– Eso no lo sé.
El detective rió con sorna.
– La gran fotografía de Robert Earl, ¿no? ¿Cree que funcionará? ¿Cree que logrará sacarlo del corredor?
– Tampoco lo sé, pero es un artículo interesante.
– Apuesto a que sí.
– Sólo quería darle la oportunidad de responder.
– ¿Me dirá lo que pone?
– Sí. Ya está escrito.
Brown hizo una pausa.
– Supongo que contiene toda esa bazofia sobre los malos tratos. Y lo de la pistola, ¿no?
– Pone lo que él afirma. Y también lo que usted dijo.
– Pero no con las mismas palabras, ¿verdad?
– No. Ambos argumentos tienen el mismo peso.
Brown soltó una carcajada.
– Me lo imagino -dijo.
– Entonces, ¿prefiere comentar el artículo directamente?
– Me gusta esa palabra, «comentar». Es agradable y segura. ¿Quiere que comente su artículo? -Su voz se tiñó de sarcasmo.
– Exacto. Quería darle la oportunidad.
– Entiendo. La oportunidad de cavar más hondo mi propia tumba; de meterme en más líos, sólo porque le dije la verdad. -Respiró hondo y prosiguió, casi lamentándose-: Podría haberle contestado con evasivas, pero no lo hice. ¿Figura eso en el artículo?
– Por supuesto.
Brown rió con ironía.
– Mire, sé que se ha forjado una idea de lo que va a lograr con todo esto. Pero le diré una cosa: está equivocado. Totalmente equivocado.
– ¿Ése es su comentario?
– Las cosas nunca son tan fáciles ni tan simples como se piensa la gente. Siempre surge alguna complicación, algún interrogante, alguna duda.
– ¿Ese es su comentario?
– Usted se equivoca. De medio a medio.
– De acuerdo. Si ése es su comentario…
– No, eso es lo que quiero que entienda. -Soltó una brusca carcajada-. Sigue siendo un tipo duro, ¿verdad, Cowart? No me responda, porque ya sé la respuesta. -Hizo una pausa.
Cowart oyó una respiración honda y enojada al teléfono hasta que Brown por fin habló, haciendo que sus palabras retumbaran como una lejana tormenta.
– Vale, éste es mi comentario: váyase al infierno.
Y colgó.
Cowart no vio a Ferguson ni habló con él hasta el día del juicio, y lo mismo ocurrió con los detectives, que se negaron a devolverle sus llamadas en las semanas siguientes a la publicación de los artículos. Los fiscales del condado de Escambia, que competían por una estrategia, atendieron escuetamente sus peticiones de información. Por otro lado, la defensa se mostraba efusiva: llamaba cada día para tenerlo al corriente de los acontecimientos y descargaba un aluvión de mociones ante el juez que había presidido el primer juicio.
Desde que la historia salió a la luz, Cowart se vio atrapado por un ímpetu natural debido a las alegaciones que había escrito, como quien se ve arrastrado calle abajo por las lluvias torrenciales. La televisión y la prensa se abalanzaron con avidez sobre todas las personas, los acontecimientos y los lugares que protagonizaban aquella historia, para reconstruirla y modificarla de mil maneras diferentes, aunque básicamente semejantes. Aquella historia presentaba aspectos fascinantes: la confesión forzada, la inquieta ciudad todavía resentida por el asesinato de la niña, la frialdad de los detectives y, por último, la horrible ironía de que el verdadero asesino podría ver al inocente en la silla eléctrica con sólo mantener la boca cerrada. Y precisamente esto es lo que hizo Blair Sullivan: no concedió ninguna entrevista, se negó a hablar con periodistas, abogados, policías, y hasta con un equipo de 60 Minutes. Sólo hizo una llamada a Matthew Cowart unos diez días después de que aparecieran los artículos.
Era una llamada a cobro revertido. Cowart estaba en su mesa, ya reincorporado al departamento editorial, leyendo la versión que el New York Times daba de la historia («Surgen interrogantes por un caso de homicidio en los confines de Florida») cuando el teléfono sonó y la operadora le preguntó si aceptaba una conferencia de un tal señor Sullivan de Starke, Florida. Por un momento se quedó paralizado. Luego asintió, se inclinó hacia delante en la silla y oyó la familiar voz nasal del sargento Rogers.
– ¿Cowart? ¿Está usted ahí?
– Hola, sargento.
– Le paso con Sully. Quiere hablar con usted.
– ¿Cómo va todo?
El sargento se echó a reír.
– Vaya, debí prohibirle que entrase usted aquí. Este lugar se ha convertido en un maldito avispero desde que publicaron sus artículos. De pronto, a todo el mundo en el corredor de la muerte se le ocurre llamar a todos los malditos periodistas del estado. Y cada uno de esos malditos periodistas se presenta aquí solicitando entrevistas y visitas y demás. -La risa del sargento invadió la línea telefónica-. Este sitio está más animado que cuando el generador principal y el de emergencia se apagaron a la vez y todos los presos pensaron que la mano del destino les estaba abriendo las puertas.
– Siento haber causado tantas molestias…
– Bah, no importa. Rompe la rutina, ya me entiende. Claro que las cosas se van a poner difíciles cuando todo vuelva a la normalidad. Y tarde o temprano volverá.
– ¿Cómo está Ferguson?
– ¿Bobby Earl? Está tan ocupado con las entrevistas que deberían reservarle su propio espacio en la programación de medianoche, como al difunto Johnny Carson y a ese David Letterman.
Cowart sonrió.
– ¿Y Sully?
Se hizo una pausa y luego el sargento habló despacio:
– Se niega a hablar con nadie sobre nada. No sólo con periodistas y psiquiatras. El abogado de Bobby Earl ha venido unas cinco o seis veces y esos detectives de Pachoula pasaron por aquí, pero él se limitó a reírse de ellos y escupirles en la cara. Citaciones, amenazas, promesas, no importa lo que le mencionen, porque no sirve de nada. No quiere hablar, y menos de esa niña de Pachoula. Entona algunos cánticos para sus adentros, escribe más cartas y estudia a fondo la Biblia. No deja de preguntarme qué ocurre, así que yo lo pongo al corriente de todo lo que puedo, le traigo periódicos y revistas. Ve la televisión cada noche, de manera que sabe cómo esos dos detectives lo ponen a usted verde. Eso le hace reír.
– ¿Qué opina usted?
– Creo que se lo está pasando bien. Es la clase de cosas que le divierten.
– Pues a mí me resulta aterrador.
– Le advertí sobre ese psicópata.
– ¿Y por qué quiere hablar conmigo?
– No lo sé. Esta mañana se levantó y me preguntó si podía pasarle una llamada.
– Vale, de acuerdo. Póngame con él.
El sargento se aclaró la garganta.
– No es tan fácil, ¿recuerda? Nos gusta tomar ciertas precauciones cuando trasladamos al señor Sullivan.
– Ya. ¿Qué aspecto tiene?
– No está muy cambiado respecto a cuando usted lo vio, salvo por un atisbo de excitación. Aparenta mejor aspecto, como si hubiera ganado algo de peso, pero no es así, porque tampoco come mucho. Como le dije, creo que se lo está pasando bien. Está muy animado.
– Ajá. Oiga, sargento, no me ha dicho qué piensa usted del artículo.
– ¿El…? Bueno, me pareció muy interesante.
– ¿Y?
– A ver, señor Cowart, le seré sincero: si uno se pasa en prisión el tiempo suficiente, sobre todo en el corredor de la muerte, es muy probable que escuche todo tipo de historias.
Cuando Cowart se disponía a hacerle otra pregunta, oyó vozarrones de fondo y ruidos extraños en el teléfono.
El sargento dijo:
– Ya viene.
– ¿Es ésta una conversación privada? -preguntó Cowart.
– ¿Se refiere a si el teléfono está pinchado? Es la línea que solemos utilizar con los abogados, de manera que dudo que esté pinchado, porque armarían un buen follón. En cualquier caso, aquí le tiene; un segundo, vamos a ponerle las esposas.
Se produjo un silencio y Cowart oyó al sargento de fondo: «¿Te aprietan mucho, Sully?» Y al preso responder: «No, así está bien.» Luego se oyeron otros ruidos, el sonido de una puerta al cerrarse y, por fin, la voz de Blair Sullivan.
– Vaya, si es el señor Cowart, el mundialmente famoso periodista. ¿Cómo le va?
– Bien, señor Sullivan.
– Estupendo, estupendo ¿Qué le parece? ¿Nuestro Bobby Earl va a volar como un pajarillo en libertad? ¿Cree que ese dios de la buena suerte lo va a salvar de las garras del gato? ¿Cree que ahora la maquinaria de la justicia se va a poner de su parte? -Soltó una ronca carcajada.
– No lo sé. Su abogado ha pedido que se reabra el juicio en el tribunal que lo condenó…
– ¿Cree que eso funcionará?
– Ya veremos.
Sullivan carraspeó.
– Exacto, ya veremos.
Hubo un breve silencio. Al cabo Cowart preguntó:
– Y bien, ¿para qué me llama?
– Un momento -respondió Sullivan-. Estoy intentando encender un jodido cigarrillo. No es fácil… Tengo que dejar el auricular. -Sonó un golpe metálico y a continuación volvió a oírse su voz-. Ya está. ¿Me preguntaba usted…?
– Por el motivo de su llamada.
– Sólo quería que me contara cómo le sienta la fama.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, Cowart, hablan del caso por todas partes. Seguro que ha captado la atención de todo el mundo. Con sólo meter la mano en una sucia alcantarilla. Fácil, ¿no?
– Ya.
– Una manera muy sencilla de hacerse famoso, ¿eh?
– No se trataba de eso.
Sullivan soltó otra risotada.
– Supongo que no. Pero usted quedó bien respondiendo a todas esas preguntas en Nightline. Parecía muy seguro de sí mismo.
– Usted no quiso hablar con ellos.
– No. Me pareció mejor que hablasen usted y Bobby Earl. Por lo, visto, esos polis de Pachoula no querían hablar demasiado. Si no creen a Bobby Earl y tampoco a usted, menos me creerían a mí. -Rió por lo bajo-. ¡Pero usted es terco como una mula! Se empeña en mostrar lo que otros no quieren ver, ¿eh?
Cowart no respondió.
– ¿No es eso una pregunta, Cowart? ¿No le he hecho una pregunta? -susurró fríamente el condenado.
– Algunas personas no quieren ver nada.
– Bueno, deberíamos ayudarlos a quitarse la venda de los ojos, ¿no, señor periodista famoso? Conducirlos hacia el camino de la luz, ¿no cree?
– ¿De qué manera? -Cowart se inclinó sobre la mesa. Notaba que el sudor le corría por las axilas.
– Supongamos que ahora yo le dijera algo más. Algo muy interesante.
Cowart agarró un lápiz y un bloc para tomar notas.
– ¿Por ejemplo?
– Estoy pensando… No me presione.
– De acuerdo. Tómese su tiempo. -«Ha picado», pensó.
– ¿No le gustaría saber por qué esa niña subió al coche? Siente curiosidad, ¿verdad, Cowart?
– Cuéntemelo.
– No tan rápido. Estoy pensando. Ahora tiene que medir sus palabras. No querrá que haya malentendidos, ¿verdad? Dígame, Cowart, ¿sabía que el día que murió la niña hacía sol? Hacía un calor seco y al mismo tiempo soplaba una brisa refrescante. El cielo era una enorme bóveda azul y se abrían flores en todas partes. Un precioso día para morir. E imagínese lo fresco y cómodo que se debía de estar en aquel pantano, con toda aquella sombra. ¿Cree que el hombre que mató a la pequeña Joanie, bonito nombre, se tumbó allí después para disfrutar unos minutos de aquel magnífico día… y dejar que el frescor de la sombra lo calmase?
– ¿Hacía fresco?
Sullivan soltó una repentina carcajada.
– ¿Y cómo voy a saberlo, Cowart? ¡Pero bueno! -Resolló-. Piense en todas las cosas que a esos dos polis les gustaría saber. Dónde están las ropas y las manchas de sangre, por qué no había huellas dactilares ni pelos ni muestras de tierra… esa clase de cosas.
– ¿Porqué?
– Bueno -respondió Sullivan alegremente-. Sospecho que el asesino de la pequeña Joanie era lo bastante listo para llevar consigo ropa de repuesto. Así podría quitarse la que llevaba, la manchada de sangre y tierra, y deshacerse de ella en algún rincón. Posiblemente tuvo el tino de llevar también un par de sacos de basura en el coche, en los que luego pudo haber metido la ropa ensangrentada.
A Cowart se le revolvió el estómago. Recordó que, según un detective de Miami, habían encontrado ropa de repuesto y un rollo de sacos de basura en el maletero del coche de Sullivan la noche en que fue detenido. Cerró los ojos un instante y preguntó:
– ¿Dónde hubiese dejado el asesino la ropa?
– Pues en algún sitio como el contenedor del Ejército de Salvación. ¿Sabe?, hay uno en el centro comercial justo a las afueras de Pensacola. Pero eso sólo lo haría si no estuviera demasiado lleno, ya me entiende. Y si realmente quisiera ser prudente, tal vez la arrojaría a un viejo contenedor como los que hay en las áreas de descanso de la interestatal, o como el de la lonja de Willow Creek. Es enorme. Se lo llevan cada semana y toda esa mierda va directa al vertedero. Nadie mira nunca lo que se tira; queda enterrado bajo toneladas de basura, sí señor. Nunca más encontrarían esa ropa.
– ¿Eso es lo que ocurrió?
Sullivan no respondió, sino que prosiguió:
– Apuesto a que esos polis, y usted también, y quizás hasta los dolidos padres de esa criatura, tienen especial interés en saber por qué la pequeña subió al coche, ¿eh? Por algo habrá sido, ¿no? ¿Por qué pasan estas cosas, eh?
– Dígamelo usted.
Silbó al otro lado del teléfono.
– Porque Dios lo quiere, Cowart.
Hubo un silencio.
– O tal vez el demonio. Piense en ello, Cowart. A lo mejor Dios tenía un mal día y dejó que su ex mano derecha hiciera de las suyas, ¿eh?
Cowart no contestó. Oyó aquellos susurros que recorrían la línea telefónica para aterrizar pesadamente en su oído.
– Bueno, Cowart, apuesto a que quienquiera que haya convencido a esa niña para que subiese en su coche, le dijo algo como: «Oye, bonita, ¿podrías ayudarme? Me he perdido y necesito encontrar el camino.» ¿Y no es ése el dogma del mismísimo Señor? Puedo ver a ese hombre en el coche con toda claridad. Claro que estaba perdido, Cowart; perdido en muchos sentidos. Pero ¿verdad que aquel día se encontró a sí mismo? -Respiró con brusquedad antes de seguir-. ¿Y qué le dijo cuando ya había llamado su atención? Pues tal vez le dijo: «Puedo acercarte en coche hasta tu casa, ¿quieres, bonita?» Con toda la calma y naturalidad del mundo. -Volvió a titubear-. Con calma y naturalidad, sí señor. Igual que en una pesadilla. Precisamente de lo que esa buena gente del colegio enseña a los niños a desconfiar y mantenerse alejados. -Hizo una pausa y añadió alegremente-: Sólo que ella no lo hizo, ¿verdad?
– ¿Eso es lo que usted le dijo? -preguntó Cowart, vacilante.
– ¿Acaso he dicho que fuese yo? No, sólo he dicho que posiblemente alguien se lo dijo. Alguien que aquel día sintiera maldad e instintos asesinos y tuviera la suerte de fijarse en aquella niña. -Volvió a soltar una carcajada. Después estornudó.
– ¿Por qué lo hizo? -preguntó Cowart de repente.
– ¿He dicho que lo hiciera yo? -respondió Sullivan con una risita nerviosa.
– No, pero me está fastidiando con…
– Pues perdóneme por pasármelo bien.
– ¿Por qué no se limita a decirme la verdad? ¿Por qué no da la cara y dice la verdad?
– ¿Y arruinar así la diversión? Cowart, en el corredor de la muerte nos gusta procurarnos diversión.
– ¿Dejando que electrocuten a un hombre inocente…?
– ¿Eso es lo que estoy haciendo? ¿No tenemos una omnisciente y sabia justicia penal para ocuparse de esas cosas? ¿Para tener la seguridad de que no se electrocuta a ningún inocente?
– Ya sabe a qué me refiero.
– Sí, lo sé -respondió de repente en voz baja y tono amenazador-. Y me importa una mierda.
– Entonces, ¿por qué me ha llamado?
Sullivan hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz sonó lúgubre y queda.
– Porque quería que supiera lo mucho que me interesa su carrera, Cowart.
– No me…
– ¡Cállese! -Sullivan pareció mascar sus propias palabras-. ¡Se lo he dicho antes! Escúcheme cuando le hablo. ¿Entiende, señor periodista?
– De acuerdo.
– Porque quiero decirle una cosa.
– ¿Qué cosa?
– Quiero decirle que esto no ha acabado, sino que acaba de comenzar.
– ¿A qué se refiere?
– Imagíneselo.
Cowart esperó, Al cabo, Sullivan dijo:
– Creo que volveremos a hablar. Me gustan estas pequeñas charlas; parece que cuando hablamos las cosas se mueven. Ah, otra cosa.
– ¿Qué?
– ¿Sabe que el Tribunal Supremo de Florida ha fijado mi apelación automática para el primer trimestre? Les gusta hacernos esperar. Seguramente esperan que cambie de opinión o algo así, que decida abandonar la vía de las apelaciones. Tal vez siga el ejemplo de Bobby Earl: contrataré a algún personajillo para que empiece a poner en duda la constitucionalidad de freírme el culo. Me agrada que alguien se interese por el viejo Sully. -Hizo una pausa-. Pero una cosa está clara, ¿no, señor periodista?
– ¿Cuál?
– Que están completamente equivocados. No cambiaría de opinión aunque el mismísimo Jesús bajara y me lo pidiera con buenos modales.
Y colgó bruscamente.
Cowart fue al lavabo y pasó varios minutos con el agua fría corriéndole por las muñecas, para procurar controlar el repentino acaloramiento que se había apoderado de él y sosegar los latidos de su corazón.
Su ex esposa también lo llamó una noche en que ya se disponía a dejar el trabajo, el día después de aparecer en Nightline.
– ¿Matty? -dijo Sandy-. Te vimos en la tele.
Su voz transmitía algo así como un alborozo infantil, y eso a Cowart le trajo recuerdos de los buenos tiempos, de cuando él era joven y los dos se querían. Sintió una especie de placer impostado.
– Hola, Sandy. ¿Cómo estás?
– Bien. Engordando. Siempre cansada. ¿Te acuerdas de cómo fue la otra vez?
«La verdad es que no», pensó. Recordaba haber pasado buena parte del embarazo trabajando a tiempo completo en la redacción.
– ¿Qué te pareció?
– Debe de haberte resultado emocionante. La historia es increíble.
– Ya.
– ¿Qué pasará con esos dos hombres?
– No lo sé. Creo que Ferguson tendrá un nuevo juicio. En cuanto al otro…
– Me dio miedo, ¿sabes?
– Es un hombre muy retorcido.
– ¿Qué será de él?
– Si no empieza a apelar, el gobernador firmará su orden de ejecución en cuanto el Tribunal Supremo del estado confirme la sentencia. Y no cabe duda de que lo harán.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. El Tribunal no tiene un día concreto para hacerlo, dispone de tiempo hasta fin de año. Todo resulta burocrático hasta que la orden del gobernador llega a prisión. Ya sabes, montones de documentos y firmas y sellos y esa clase de cosas, hasta que a alguien le toca electrocutar al tipo. Los funcionarios de prisiones lo llaman hacer el trabajo sucio.
– Tal vez el mundo sea un lugar mínimamente más seguro cuando lo ejecuten -dijo Sandy con un ligero temblor en la voz.
Cowart no contestó.
– Y si él no admite haber cometido el crimen, ¿qué pasará con Ferguson?
– No lo sé. Puede ocurrir hasta lo más inverosímil.
– Si ejecutan a Sullivan, ¿se llegará a saber la verdad?
– ¿La verdad? Bueno, creo que ya la sabemos. La verdad es que Ferguson no debería estar en el corredor de la muerte. Pero ¿cómo probar esa verdad? Es una cuestión complicada.
– ¿Y ahora qué pasará contigo?
– Lo de siempre. Seguiré esta historia hasta el final. Luego escribiré editoriales hasta que me haga viejo, se me caigan los dientes y decidan reciclarme en cola de pegar. Eso es lo que hacen con los viejos caballos de carreras y los editorialistas, ¿lo sabías?
Sandy rió.
– Venga ya. Ganarás el Pulitzer.
Él sonrió.
– Lo dudo -mintió.
– Claro que sí. Lo presiento. Además, te lo mereces; era una historia fantástica. Como la de Pitts y Lee. -Ella también recordaba aquel caso.
– Ya. ¿Sabes lo que pasó con esos tipos después de conseguir que el juez fijara un nuevo juicio? Volvió a condenarlos un jurado racista tan estúpido como el primero. Sólo lograron salir del corredor de la muerte cuando el gobernador les concedió el indulto. La gente olvida que tardaron doce años en salir de allí.
– Pero lo consiguieron, y aquel tipo ganó el Pulitzer.
Cowart sonrió.
– Bueno, eso es cierto.
– Tú también lo ganarás. Pero no tardarás doce años.
– Ya veremos.
– ¿Seguirás en el Journal?
– No tengo motivos para dejarlo.
– Venga ya. ¿Y si te llaman del Times o el Post?
– Ya veremos.
Los dos rieron. Después de una pausa, ella dijo:
– Siempre supe que algún día darías con el artículo adecuado. Siempre supe que al final lo conseguirías.
– ¿Qué se supone que debo decir?
– Nada. Simplemente sabía que lo conseguirías.
– ¿Y Becky? ¿Esperó levantada para verme en Nightline?
Sandy titubeó.
– Bueno, no. Hacía rato que dormía…
– Podías haberlo grabado.
– ¿Y de qué habría oído hablar a su padre? ¿De alguien que asesinó a una niña? ¿Una niña a la que primero violaron, luego acuchillaron treinta y seis veces y después abandonaron en un pantano? No me pareció buena idea.
Cowart pensó que tenía razón.
– Aun así, me hubiese gustado que lo viera.
– Éste es un lugar seguro -dijo Sandy.
– ¿Qué quieres decir?
– Tampa. No es una gran ciudad. Quiero decir, es grande pero también pequeña. Todo discurre más despacio, muy distinto de Miami. No todo es drogas y disturbios y sucesos espeluznantes. Becky no necesita que le hablen de niñas secuestradas, violadas y acuchilladas. Al menos, no de momento. Todavía puede seguir creciendo y ser una niña, sin preocuparse todo el tiempo.
– Querrás decir sin que tú tengas que preocuparte todo el tiempo.
– Bueno, ¿y eso es malo?
– No.
– Nunca he logrado entender por qué los periodistas pensáis que todo lo malo les ocurre a los demás.
– No pensamos eso.
– Pues lo parece.
Cowart no quería discutir.
– Bueno, es posible.
Sandy forzó una risita.
– Perdona. En realidad, llamaba para felicitarte y decirte que estoy muy orgullosa.
– Orgullosa pero divorciada.
Ella vaciló.
– Sí, pero pensaba que éramos amigos.
– Lo siento. Perdona.
– Vale. -Otra pausa-. ¿Cuándo podemos hablar de la próxima visita de Becky?
– Estaré trabajando en este caso hasta que haya alguna resolución. Cuándo será, no lo sé.
– Entonces ya te llamaré.
– De acuerdo.
– Y felicidades otra vez.
– Gracias.
Cowart colgó y se dio cuenta de que a veces era un estúpido, incapaz de decir lo que quería, de articular lo que debía. Golpeó la mesa en un arrebato de frustración. Luego se acercó a la ventana de su cubículo y contempló la ciudad. El tráfico de la tarde fluía hacia la autopista como un manojo de nervios palpitantes, deseosos de volver a casa con la familia. Se sentía rodeado de soledad. La ciudad parecía asarse bajo el cálido cielo azul, y los edificios reflejaban la intensidad del sol; en una intersección, vio una maraña de coches que maniobraban como agresivas orugas en la tierra. «Vivo en un lugar peligroso -pensó-. Nada seguro.»
Dos motoristas habían protagonizado un tiroteo hacía dos días a raíz de un topetazo: se dispararon sin vacilar en plena hora punta, ambos armados con parecidas pistolas de 9 mm, de las caras. Ninguno de ellos había resultado herido, pero una bala perdida impactó en el pulmón de un adolescente que pasaba por allí y ahora se debatía entre la vida y la muerte en un hospital. Esto era lo habitual en Miami, a consecuencia del calor, de culturas enfrentadas y de una población que parecía considerar las armas parte esencial de su atuendo. Recordaba haber escrito un artículo casi idéntico unos seis años atrás, y haberlo repetido otra docena de veces, con tanta frecuencia que lo que en su día había sido primera plana se había convertido en seis párrafos de una página interior.
Pensó en su hija. «¿Para qué necesita saberlo? ¿Por qué necesitaría saber nada acerca del mal y los abominables impulsos de algunos hombres?»
No encontró respuesta para aquella pregunta.
Por la entrada de la sala serpenteaban gruesos cables de televisión negros. Varios cámaras se ocupaban de la puesta a punto en el pasillo, para obtener sus tomas de la única cámara que podría acceder a la vista. Una mezcla de periodistas de prensa y televisión daban vueltas en el pasillo; el personal de televisión iba vestido de manera ligeramente más elegante, mejor peinado y en apariencia más aseado que sus rivales de la prensa escrita, cuyo aspecto algo desaliñado les concedía cierta superioridad moral.
– ¡Menudo gentío! -dijo el fotógrafo que caminaba detrás de Cowart, jugueteando con la lente de su Leica-. Nadie quiere perderse la fiesta.
Hacía unas diez semanas que se habían publicado los artículos. La presentación de documentos y otras estratagemas habían aplazado la vista en dos ocasiones. Fuera del juzgado del condado de Escambia, el implacable sol de Florida abrasaba la tierra; pero en el interior de aquel moderno edificio hacía fresco. Las voces reverberaban con facilidad, de manera que la mayoría de la gente hablaba en susurros aunque no fuese necesario. Junto a las anchas puertas de la sala, un pequeño rótulo con letras doradas ponía: JUEZ HARLEY TRENCH. TRIBUNAL FEDERAL de Apelaciones.
– ¿Este es el que le dijo al muchacho que debía morir como una alimaña? -preguntó el fotógrafo.
– Exacto.
– No creo que le haga gracia ver todo este circo. -Señaló con su Leica la multitud de cámaras y periodistas.
– Te equivocas. Es año de elecciones, así que le encantará la publicidad.
– Pero sólo si hace lo correcto.
– Lo que el pueblo espera que haga.
– Que dudo sea lo mismo.
Cowart asintió.
– Ya. Pero nunca se sabe. Apuesto a que ahora está a puerta cerrada en su despacho, llamando por teléfono a los políticos de cada localidad hasta la frontera con Alabama, para saber qué hacer.
El fotógrafo rió.
– Y es muy posible que ellos estén llamando a los representantes de cada distrito para saber qué contestarle. ¿Tú qué crees, Matty? ¿Lo pondrá en libertad o no?
– Ni idea.
Cowart echó un vistazo al pasillo y vio a un grupo de jóvenes alrededor de un anciano bajito con traje.
– Sácales una foto -pidió-. Son del colectivo contra la pena de muerte, están aquí para armar un poco de escándalo.
– ¿Y dónde está el Klan?
– Seguramente por ahí. Ya no están tan organizados. Puede que lleguen tarde, o a lo mejor han acudido al sitio equivocado.
– O tal vez erraron el día. Es posible que hayan estado aquí ayer y luego se fueran hartos y confundidos.
Los dos hombres rieron.
– Esto va a ser un zoológico -dijo Cowart.
– Sí. Y ahí están los leones, esperando la carnada.
Hizo un gesto y Cowart vio que Tanny Brown y Bruce Wilcox se arrimaban a una pared, procurando no cruzarse en el camino de los cámaras. Vaciló y a continuación dijo:
– Bueno, veamos qué pasa en la leonera. -Y caminó con decisión hacia los detectives.
Wilcox se dio la vuelta, pero Tanny Brown se apartó de la pared y lo saludó con la cabeza.
– Bueno, señor Cowart. Ha armado un buen alboroto.
– Cosas que pasan, teniente.
– ¿Satisfecho?
– Sólo cumplo con mi obligación. Igual que usted y Wilcox.
Brown miró al fotógrafo.
– ¡Eh, usted! La próxima vez intente sacarme del lado bueno. Me hace parecer diez años más joven y a mis hijas eso les encanta. Creen que me estoy volviendo demasiado viejo para esto. Además, tampoco hay que ensañarse, ¿no? -Sonrió y se giró ligeramente, posando para el fotógrafo-. ¿Lo ve? Mucho mejor que esa foto que me robó con el entrecejo fruncido.
– Lo siento.
El policía sonrió.
– ¿Cómo es que no me devolvió las llamadas? -preguntó Cowart.
– No tenemos nada de qué hablar.
Cowart negó con la cabeza.
– ¿Y qué pasa con Sullivan?
– Él no lo hizo -contestó Brown.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– No lo estoy, al menos de momento. Pero lo intuyo. Eso es todo.
– Pues se equivoca -dijo Cowart en voz baja-. Móvil, oportunidad, una consabida predilección. Usted conoce a ese hombre. ¿Acaso no logra imaginárselo cometiendo el crimen? ¿Y qué me dice del cuchillo que encontramos?
El teniente volvió a encogerse de hombros.
– Claro que lo imagino haciéndolo. Pero eso no significa una mierda.
– ¿De nuevo su intuición, teniente?
Brown soltó una carcajada antes de replicar.
– No voy a seguir hablándole sobre las cuestiones fundamentales del caso. -Adoptó la estudiada entonación de quien ha testificado cientos de veces ante docenas de jueces-. Ya veremos qué pasa ahí dentro. -Señaló a la sala del tribunal-. Después ya hablaremos.
Wilcox, que miraba fijamente a su superior, interrumpió:
– Pero ¡qué dices! No puedo creerme que aún quieras hablar con este mamonazo después de la que ha montado. Nos ha hecho quedar como…
El teniente alzó la mano.
– No me lo digas. Estoy harto de oírlo. -Se volvió hacia Cowart-. Cuando el espectáculo haya terminado, póngase en contacto conmigo. Volveremos a hablar. Por cierto, sólo una cosa más…
– ¿Qué cosa?
– ¿Recuerda lo último que le dije?
– Por supuesto. Me dijo que me fuera al infierno.
Brown sonrió.
– Bueno -repuso en voz baja-, pues lo mantengo. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ha picado como un pardillo, señor Cowart.
Wilcox soltó una risotada y dio una palmadita en la robusta espalda de su jefe. Su puño y su índice perfilaron una pistola, con la que apuntó a Cowart para luego dispararla lentamente.
– ¡Pum! -dijo.
Acto seguido, ambos detectives se dirigieron a la sala y dejaron a Cowart y al fotógrafo plantados en el pasillo.
Robert Earl Ferguson entró en la sala flanqueado por un par de guardias de uniforme gris; vestía un traje azul oscuro de raya diplomática y llevaba un bloc de notas. Cowart oyó que otro periodista murmuraba: «Parece a punto de ingresar en la escuela de derecho», y luego vio que Ferguson estrechaba la mano a Roy Black y su joven ayudante, lanzaba una desafiante mirada a Brown y Wilcox, lo saludaba a él con la cabeza y, finalmente, se daba la vuelta y esperaba la llegada del juez.
Al momento, toda la sala se puso en pie.
El honorable Harley Trench era un hombre rechoncho de pelo cano, con coronilla de monje. Concitó toda la atención mientras organizaba rápidamente los documentos que tenía en el estrado. Luego echó un vistazo a los abogados, al tiempo que sacaba unas gafas de montura metálica y se las ajustaba, lo que le confirió el aspecto de un cuervo gordo en lo alto de un cable.
– Está bien. ¿Quieren seguir adelante con esto? -dijo con rapidez, haciendo señas a Roy Black.
El abogado se puso en pie. Era alto y delgado, y el pelo se le ondulaba sobre el cuello de la camisa. Se movía pausadamente, con un estilo histriónico y exagerado, gesticulando con los brazos mientras argumentaba. A Cowart le pareció que el magistrado no iba a hacerle mucho caso, porque fruncía el entrecejo a cada palabra.
– Señoría, estamos aquí para pedir la reapertura del juicio. Y lo hacemos basándonos en tres argumentos: primero, hay una nueva prueba exculpatoria; segundo, de presentarse esta nueva prueba ante un jurado, conllevaría un veredicto de inocencia, pues se impondría la duda razonable de que el señor Ferguson haya matado a Joanie Shriver; y tercero, nos consta que el tribunal cometió un error en el fallo previo al admitir una confesión supuestamente realizada por el señor Ferguson. -Se volvió hacia los detectives al pronunciar «supuestamente», que enfatizó con sarcasmo.
– ¿Y todo eso no es competencia del tribunal de apelaciones? -preguntó el juez con sequedad.
– No, señoría. Según los casos Rivkind, 320 Florida doce, 1978, y el estado de Florida contra Stark, 211 Florida trece, 1982, y otros, sostenemos con todo el respeto que a su señoría se le privó de todas las pruebas a la hora de emitir el fallo…
– ¡Protesto!
El ayudante del fiscal se había levantado de un brinco. Era un hombre de unos treinta años, seguramente no hacía mucho que había salido de la facultad. Llevaba un traje de tres piezas y hablaba con frases abruptas y entrecortadas. Se había especulado mucho sobre su asignación al caso. Debido a la amplia publicidad e interés del mismo, se había dado por supuesto que el fiscal del condado de Escambia llevaría la acusación. Cuando el joven fiscal se había presentado solo, los periodistas veteranos habían asentido en señal de entendimiento. Se llamaba Boylan, y se había negado a dar a Cowart siquiera la hora en que se celebraría la vista.
– El señor Black insinúa que el estado ocultó información, lo cual es una falacia. Señoría, esto es algo que debe determinar el tribunal de apelaciones.
– Señoría, ¿puedo terminar?
– Continúe, señor Black. Protesta denegada.
Boylan se sentó y Black prosiguió.
– Señoría, la defensa argumenta que el resultado del juicio habría sido diferente y que, sin la supuesta confesión del señor Ferguson, el estado no habría podido seguir adelante con la acusación. En el peor de los casos, señoría, si se hubiera dado a conocer la verdad al jurado, el abogado de oficio del señor Ferguson habría podido presentar un poderoso alegato de inocencia.
– Entiendo -respondió el juez, alzando una mano para interrumpir al abogado-. ¿Señor Boylan?
– Señoría, el estado argumenta que esto es competencia de los tribunales de apelaciones. En lo que respecta a la nueva prueba, las afirmaciones publicadas en un periódico no constituyen una prueba que un tribunal de justicia deba tener en consideración.
– ¿Y por qué no? -preguntó el juez de repente, mirando al fiscal con ceño-. ¿Qué resta relevancia a esas afirmaciones, si la defensa puede demostrar que son ciertas? Desde luego, no sé cómo van a hacerlo, pero ¿por qué no debería dárseles la oportunidad?
– La fiscalía sostiene que se trata de habladurías, señoría, y que deberían excluirse.
El juez negó con la cabeza.
– Existen muchas excepciones a las reglas de la habladuría, señor Boylan. Lo sabe. Usted mismo estuvo en este tribunal la semana pasada argumentando lo contrario. -El juez miró al público-. Veremos la causa -dijo con brusquedad-. Llame a su primer testigo.
– Bingo -susurró Cowart al fotógrafo.
– ¿Qué?
– Si dice que verá la causa es que ha cambiado de parecer.
El fotógrafo se encogió de hombros. El alguacil se puso en pie y llamó:
– Detective Bruce Wilcox.
Mientras le tomaban juramento a Wilcox, el ayudante del fiscal se levantó y dijo:
– Señoría, veo a varios testigos presentes en la sala. Eso viola las normas procesales.
El juez asintió y dijo:
– Que todos los testigos esperen fuera.
Cowart vio que Tanny Brown se ponía en pie y abandonaba la sala. Sus ojos siguieron la lenta estela que el detective iba dejando al alejarse por el pasillo. Detrás iba un hombre más pequeño al que Cowart identificó como un ayudante del forense. Para sorpresa suya, también reconoció a un funcionario de la prisión estatal, un hombre al que había visto en sus visitas al corredor de la muerte. Cuando se volvió, vio que el fiscal lo señalaba.
– ¿No es el señor Cowart un testigo?
– Esta vez no -contestó Roy Black con una leve sonrisa.
El fiscal fue a decir algo, pero se abstuvo.
El juez se inclinó hacia delante, para inquirir con tono brusco y ligeramente incrédulo:
– ¿No piensa llamar al señor Cowart?
– Esta vez no, señoría. Como tampoco al señor y la señora Shriver.
Hizo un gesto hacia la primera fila, en la que los padres de la niña asesinada estaban estoicamente sentados, procurando mirar al frente y hacer caso omiso de las cámaras de televisión que los enfocaban.
El juez se encogió de hombros.
– Proceda -dijo.
El abogado se acercó al estrado de los testigos e hizo una pausa antes de mirar a Wilcox, que se había sentado ligeramente inclinado y con las manos apoyadas en la barandilla, como quien espera a que le den la salida en una carrera.
Al principio, el abogado se limitó a reconstruir los hechos. Hizo que el detective describiera las circunstancias de la detención de Ferguson; le hizo reconocer que éste no había ofrecido resistencia y que en un primer momento lo único que lo incriminaba era la semejanza de los automóviles. Y acabó preguntando:
– Así pues, ¿lo arrestaron por el coche?
– No, señor. No lo pusimos a disposición judicial hasta que confesó la autoría del crimen.
– Pero eso fue posterior a su detención, ¿no? Más de veinticuatro horas después, ¿correcto?
– Correcto.
– ¿Y cree usted que durante el interrogatorio él sabía que podía irse cuando quisiera?
– En ningún momento pidió que lo dejaran marchar.
– ¿Cree usted que él sabía que podía irse?
– Yo no sé qué sabía o no sabía.
– Hablemos del interrogatorio. ¿Recuerda haber testificado en esta sala hace tres años, en una vista similar?
– Sí, lo recuerdo.
– ¿Recuerda lo que el señor Burns le preguntó? Pregunta: «¿Golpeó usted al señor Ferguson en el momento de la confesión?» Respuesta: «No, no lo hice.» Ahora dígame, ¿fue ése un testimonio veraz?
– Sí, lo fue.
– ¿Conoce la serie de artículos aparecidos hace unas semanas en el Miami Journal en relación con este caso?
– Sí.
– Deje que le lea un párrafo. Cito textualmente: «Los detectives negaron haber golpeado a Ferguson para obtener una confesión. No obstante, reconocieron que el detective Wilcox lo había "abofeteado" al principio del interrogatorio.» ¿Le suena esa declaración publicada en el periódico, señor Wilcox?
– Sí.
– ¿Y es eso cierto?
– Sí.
Roy Black se acercó a la tarima con súbita exasperación.
– Bueno, ¿y cuál es verdad?
El detective se echó hacia atrás, dejando que una leve mueca asomara a sus labios.
– Ambas declaraciones son ciertas, señor. Es verdad que al principio de la entrevista abofeteé dos veces al señor Ferguson. Con la mano abierta y con suavidad. Fue después de que me insultara; en ese momento perdí los estribos, señor. Pero no confesó hasta pasadas unas horas, señor. Casi un día entero. Durante todo ese tiempo bromeamos y hablamos como amigos. Se le proporcionó comida y descanso. Nunca pidió un abogado, ni regresar a casa. De hecho, me dio la impresión de que, cuando confesó, se sintió como liberado.
Wilcox lanzó una mirada de advertencia a Ferguson, que ponía mala cara, meneaba la cabeza y escribía en su bloc. Por un instante, sus ojos se cruzaron con los de Cowart, y sonrió.
Roy Black dejó que la cólera se cerniera sobre sus preguntas.
– Entonces, detective, después de haberlo abofeteado, ¿qué cree que pensaba él? ¿Que estaba a disposición judicial? ¿Que era libre de irse? ¿O cree que pensaba que usted iba a sacudirlo un poco más?
– No lo sé.
– ¿Cómo reaccionó después de que usted lo abofeteara?
– Se mostró más respetuoso. Yo no creí que aquello fuera para tanto.
– ¿Y qué hizo usted?
– Me disculpé cuando me lo pidió mi superior.
– Bueno, vistas las cosas desde la perspectiva del corredor de la muerte, esa disculpa no cambió mucho las cosas -comentó el abogado con sorna.
– ¡Protesto! -Boylan se levantó despacio.
– Retiro la observación -respondió Black.
– Se acepta -dijo el juez-. Ándese con cuidado. -Fulminó con la mirada al abogado.
– No hay más preguntas.
– ¿Y la acusación?
– Sí, señoría. Sólo un par de preguntas. Detective Wilcox, ¿ha tenido ocasión de tomar declaración a personas que hayan confesado haber cometido un crimen?
– Sí, muchas veces.
– ¿Y cuántas veces ha sido desechada como prueba?
– Ninguna.
– ¡Protesto! ¡Irrelevante!
– Ha lugar. Continúe, por favor.
– Sólo para asegurarme, detective Wilcox, ¿afirma usted que el señor Ferguson acabó confesando veinticuatro horas después de su detención?
– Correcto.
– Y el abofeteo tuvo lugar…
– Tal vez en los cinco primeros minutos.
– ¿Hubo algún otro maltrato físico al señor Ferguson?
– Ninguno.
– ¿Amenazas verbales?
– Tampoco.
– ¿Otra clase de amenazas?
– No.
– Gracias. -El fiscal se sentó.
Wilcox bajó del estrado y cruzó la sala con una furibunda mirada hasta pasada la cámara, momento en el que sonrió.
El teniente Brown fue el siguiente en subir al estrado. Tomó asiento en silencio, relajado, con la calma aparente de alguien acostumbrado a ocupar aquel sitio.
Cowart escuchó con atención lo que el teniente explicó sobre la dificultad que entrañaba aquel caso, y lo de que el coche había sido la primera y única pista que pudieron seguir. Describió a Ferguson como un hombre nervioso, inquieto y evasivo cuando habían llegado a la cabaña de su abuela. Dijo que sus movimientos habían sido bruscos y se había negado a explicar por qué estaba lavando el coche con tanto esmero, o a justificar razonablemente dónde estaba el trozo de alfombrilla que faltaba. Añadió que su crispación física le había hecho sospechar que Ferguson ocultaba algo. Luego admitió que al detenido lo habían abofeteado dos veces. Nada más.
Sus palabras fueron un calco de las de su colega.
– El detective Wilcox lo golpeó dos veces con la mano abierta y con suavidad -aseguró-. Después el detenido le mostró más respeto. Pero yo, personalmente, me disculpé con él, e insistí en que el detective Wilcox hiciera lo mismo.
– ¿Y qué efecto tuvieron esas disculpas?
– Pareció relajarse. No parecía que el señor Ferguson diera demasiada importancia a aquellas bofetadas.
– Ya. Pero ahora han cobrado importancia, ¿no es así, teniente?
Brown arrugó la frente antes de responder:
– Así es, abogado. Ahora tienen importancia.
– Y huelga decir que usted nunca sacó un arma durante el interrogatorio para encañonar a mi cliente, ¿no?
– No, señor.
– ¿Nunca lo amenazó de muerte?
– No, señor.
– Por lo que a usted respecta, ¿su declaración fue totalmente voluntaria?
– Correcto.
– Teniente, póngase en pie, por favor.
– ¿Perdón, señor?
– Póngase en pie y dé un paso al frente.
Brown lo hizo. El abogado cogió una silla de su mesa y se le acercó.
– Siéntese, por favor -le pidió al teniente.
El fiscal se levantó.
– Señoría, no veo motivo para esta demostración.
El juez dirigió la mirada hacia el cámara de televisión, que se había vuelto para enfocar al detective.
– De acuerdo. Pero empiece de una vez.
– Ahora póngase en pie, teniente.
Brown se incorporó con soltura en el centro de la sala, con las manos a la espalda, esperando.
Black se volvió hacia Ferguson y asintió.
Entonces éste se puso en pie y salió de detrás de la mesa de la defensa. Se acercó al teniente lo suficiente para que se apreciara la diferencia de tamaño entre ambos. Luego volvió a su silla. El resultado fue inmediato: Brown parecía empequeñecer a Ferguson.
– Al verle sentado en la sala de interrogatorios, solo y esposado, ¿no pensó que el señor Ferguson temía por su vida?
– No.
– ¿No? Gracias. Por favor, vuelva al estrado.
Cowart sonrió. «Un poco de teatro para la prensa», pensó. Esa era la escena que divulgarían todos los informativos: el corpulento detective al lado de un hombre menudo y de menor estatura. No ejercería influencia alguna en la decisión del juez, pero indicaba que Roy Black actuaba para otros públicos aparte del presente.
– Pasemos a otra cuestión, teniente.
– Muy bien.
– ¿Recuerda la ocasión en que le entregaron un cuchillo que fue descubierto en una alcantarilla a cinco o seis kilómetros de la escena del crimen?
– Sí.
– ¿Cómo llegó hasta usted ese cuchillo?
– Lo encontró el señor Cowart, del Miami Journal.
– ¿Y qué reveló el examen de ese cuchillo?
– La hoja coincidía con algunos de los cortes profundos que presentaba el cadáver de la niña.
– ¿Algo más?
– Sí. En el análisis microscópico de la hoja y el mango se hallaron pequeñas partículas de sangre.
Cowart se irguió. Aquello era nuevo.
– ¿Y cuáles fueron los resultados de esos exámenes?
– El grupo sanguíneo coincidía con el de la víctima.
– ¿Quién realizó esas pruebas?
– Los laboratorios del FBI.
– ¿Y a qué conclusión llegó usted?
– Ese cuchillo pudo haber sido el arma homicida.
Cowart tomó notas frenéticamente, igual que el resto de periodistas.
– ¿De quién era ese cuchillo, teniente?
– No hemos podido averiguarlo. No se encontraron huellas dactilares y tampoco marcas que lo identificaran.
– Bueno, ¿y cómo supo el periodista dónde localizarlo?
– Ni idea.
– ¿Conoce usted a un hombre llamado Blair Sullivan?
– Sí. Es un asesino en serie.
– ¿Fue alguna vez sospechoso en este caso?
– No.
– ¿Y ahora lo es?
– No.
– Pero ¿no estaba en el condado de Escambia cuando se cometió el crimen?
Brown titubeó antes de responder:
– Sí, estaba.
– ¿Sabe usted que el señor Sullivan dijo al señor Cowart dónde encontrar ese cuchillo?
– Lo leí en el periódico. Pero yo no lo sé. No llevo el control de lo que publica la prensa.
– Por supuesto. ¿Ha intentado entrevistarse con el señor Sullivan, en relación con este caso?
– Sí. Se negó a cooperar.
– ¿Exactamente en qué términos se negó a cooperar?
– Se burló de nosotros y no quiso prestar declaración.
– Bien, ¿y qué dijo exactamente cuando se negó a declarar? ¿Cómo fue eso?
El detective apretó los dientes y fulminó al abogado con la mirada.
– Responda a la pregunta, teniente.
– Lo entrevistamos en su celda de la prisión estatal de Starke. El detective Wilcox y yo le explicamos por qué estábamos allí y le leímos sus derechos. Él se bajó los pantalones, nos enseñó las nalgas y dijo: «Me niego a responder a sus preguntas, y me baso en que mis respuestas podrían resultar incriminatorias.»
– Quinta Enmienda de la Constitución.
– Sí, señor.
– ¿Cuántas veces lo repitió?
– No lo sé. Al menos una docena.
– ¿Y lo decía con un tono normal?
Brown cambió de postura, mostrándose incómodo por primera vez. Cowart lo observó y vio que se debatía en su fuero interno.
– No, señor. No hablaba con tono normal.
– Entonces díganos cómo, teniente.
El detective frunció el entrecejo.
– Canturreaba. Primero en una especie de tono cantarín, como un niño; después, cuando nos íbamos, a grito pelado.
– ¿Canturreaba?
– Así es -respondió Brown-. Y se reía.
– Gracias, teniente.
Brown bajó del estrado con los puños apretados y toda la sala vio que estaba furioso. No obstante, la imagen que quedó flotando en la tensa atmósfera de la sala fue la del asesino en su celda, entonando su negativa a cooperar como un ruiseñor enjaulado.
El ayudante del forense hizo una breve declaración que corroboró los detalles del cuchillo ya mencionados por Brown. Luego le llegó el turno a Ferguson. A Cowart le llamó la atención la confianza con que el reo cruzó la sala, tomó asiento y se encorvó ligeramente, como al acecho. Ferguson hablaba en voz baja, y respondía firme pero a la vez quedamente, como intentando pasar inadvertido en el estrado. Se expresaba de manera correcta y pausada.
«Bien ensayado», pensó Cowart.
Recordó la descripción de Ferguson en el juicio condenatorio, moviendo los ojos nerviosamente como en busca de un lugar donde ocultarse de los hechos relatados por los testigos. Esta vez era distinto. Garrapateó una nota en su libreta para no olvidar señalar esa diferencia.
Prestó atención a la pericia con que Black conducía a Ferguson por el crucial capítulo de la confesión forzada. Ferguson relató la paliza que había recibido y la amenaza con pistola. Luego pasó a describir su encierro en la celda del corredor de la muerte y la posterior llegada de Blair Sullivan a la contigua.
– ¿Y qué le dijo el señor Sullivan?
– Protesto, señoría. Infundada. -La voz del fiscal era firme y petulante-. Sólo puede referir lo que él mismo dijo o hizo.
– Se acepta.
– Muy bien -respondió Black con soltura-. ¿Mantuvo usted una conversación con el señor Sullivan?
– Sí.
– ¿Y cuál fue el resultado?
– Me enfurecí e intenté golpearlo. Luego nos trasladaron a diferentes secciones de la prisión.
– ¿Qué acción emprendió con motivo de aquella conversación?
– Escribí al señor Cowart, del Miami Journal.
– ¿Y qué fue lo último que le dijo?
– Le dije que Blair Sullivan había matado a Joanie Shriver.
– ¡Protesto!
– ¿Qué alega? -El juez alzó la mano-. Prosiga, abogado. Para eso estamos aquí. -Hizo a la defensa un gesto afirmativo con la cabeza.
Por un instante, Black se quedó con la boca entreabierta, como tanteando las corrientes de viento de la sala; de hecho, casi como si pudiera intuir u oler cómo le iban a ir las cosas.
– No tengo más preguntas por el momento.
El joven fiscal hizo uso de su turno, claramente contrariado.
– ¿Qué pruebas tiene usted para demostrar que esta historia es cierta?
– Ninguna. Sólo sé que el señor Cowart habló con el señor Sullivan y que luego fue y descubrió el cuchillo.
– ¿Espera usted que este tribunal crea que un hombre confesó la autoría de un crimen en una celda de prisión?
– Ha ocurrido en otras ocasiones.
– No me vale esa respuesta.
– A mí sí.
El fiscal lo fulminó con la mirada.
– Así pues, cuando usted confesó haber matado a Joanie Shriver, ¿también decía la verdad?
– No.
– Pero usted estaba bajo juramento, ¿no es así?
– Sí.
– Y sabía que le esperaba la pena de muerte si se probaba que usted había cometido ese crimen, ¿verdad?
– Sí.
– Y entonces, con la intención de salvar el pellejo, mintió. Contradictorio, ¿no cree?
La pregunta quedó flotando en el aire y Ferguson echó una mirada rápida a Black, que le respondió con una leve sonrisa de complicidad y asintiendo casi imperceptiblemente con la cabeza.
«Sabían que esto iba a ocurrir», pensó Cowart.
Ferguson respiró hondo.
– Y ahora estaría dispuesto a mentir para salvar la vida, ¿verdad, señor Ferguson? -volvió a preguntar el fiscal son firmeza.
– Sí -contestó Ferguson-, lo haría.
– Gracias -dijo Boylan, recogiendo una pila de documentos.
– Pero ahora no estoy mintiendo -añadió Ferguson cuando el fiscal se volvía hacia su asiento, obligándolo a detenerse con torpeza.
– ¿Ahora no está mintiendo?
– No, señor.
– ¿Aun cuando su vida depende de ello?
– Mi vida depende de la verdad, señor Boylan.
Pareció que el fiscal iba a abalanzarse sobre Ferguson, pero se contuvo en el último momento.
– En efecto -dijo con sarcasmo-. No hay más preguntas.
Mientras Ferguson volvía a la mesa de la defensa hubo un silencio.
– ¿Algo más, señor Black? -inquirió el juez.
– Sí, señor. Un último testigo. La defensa llama al estrado al señor Norman Sims.
Un hombre más bien menudo de pelo color arena, con gafas y un traje poco favorecedor, cruzó la sala y tomó asiento en el banquillo de los testigos.
– Señor Sims -preguntó Black-, ¿puede identificarse ante el tribunal, por favor?
– Me llamo Norman Sims. Soy ayudante de superintendencia en la prisión estatal de Starke.
– ¿Y cuáles son sus funciones?
El hombre titubeó.
– ¿Quiere que diga todo lo que hago allí?
Black negó con la cabeza.
– Perdone, señor Sims. Reformularé la pregunta: ¿su trabajo incluye revisar y censurar el correo que entra y sale del corredor de la muerte?
– No me gusta esa palabra…
– ¿Censurar?
– Sí. Yo me ocupo de inspeccionar el correo, señor. De vez en cuando tenemos razones para interceptar algo. Suele ser contrabando. Dejo que todo el mundo escriba lo que quiera.
– Pero en el caso del señor Blair Sullivan…
– Ése es un caso especial, señor.
– ¿Por qué?
– Escribe cartas obscenas a los familiares de sus víctimas.
– ¿Y qué hace usted con esas cartas?
– Bueno, intento ponerme en contacto con las personas a las que van dirigidas las cartas. Si lo logro, los pongo al corriente y les pregunto si quieren leerlas. Procuro hacerles saber lo que contienen. La mayoría no quiere ni verlas.
– Muy bien. Digno de admiración, incluso. ¿Sabe el señor Sullivan que usted le intercepta el correo?
– Lo desconozco. Es posible. Parece estar al tanto de todo lo que sucede en prisión.
– Dígame, ¿ha interceptado alguna carta en las últimas tres semanas?
– Sí, señor.
– ¿Y a quién iba dirigida esa carta?
– A un tal señor George Shriver de aquí, de Pachoula.
Black le enseñó una hoja con el brazo en alto.
– ¿Es ésta la carta?
El superintendente la observó atentamente.
– Sí, señor. En el margen superior lleva mis iniciales, y un sello. También puse una nota que hace referencia a la conversación que mantuve con los Shriver. Cuando les dije a grandes rasgos qué ponía la carta, no quisieron saber nada de ella, señor.
Black entregó la carta al secretario del tribunal, que la marcó como prueba, y luego se la devolvió. Se interrumpió cuando empezaba a formular una pregunta. Entonces volvió la espalda al juez y al testigo y se acercó a la balaustrada de la sala, donde los Shriver estaban sentados. Cowart lo oyó susurrar: «Voy a hacerle leer la carta en voz alta. Puede ser un golpe duro. Lo siento. Si desean irse, les guardaremos el sitio para cuando vuelvan.»
La sencillez de sus palabras, tan ajena al tono firme de sus preguntas, sorprendió a Cowart, que vio cómo los Shriver asentían.
Entonces el hombre se puso en pie y cogió a su mujer de la mano. Mientras se marchaban, la sala guardó silencio. Sus pasos resonaron levemente y las puertas chirriaron al cerrarse tras ellos. Black los siguió con la mirada y permaneció unos segundos más en silencio. Luego asintió ligeramente con la cabeza y dijo.
– Por favor, señor Sims, léanos la carta.
El testigo se aclaró la garganta y se volvió hacia el juez.
– Es un poco desagradable, señoría. No sé…
El juez lo interrumpió.
– No se preocupe. Léala.
El testigo inclinó ligeramente la cabeza y se ajustó las gafas. Leyó con voz acelerada, llena de vergüenza al pronunciar las obscenidades.
– «Señor y señora Shriver: siento no haberles escrito antes, pero he estado muy ocupado preparándome para morir. Sólo quería que supieran lo maravilloso que fue follarme a su pequeña. Meter y sacar la polla de su coño era como recoger cerezas una mañana de verano. El suyo era el coñito virginal más sabroso que he probado. Pero aún mejor que follármela fue verla morir: el cuchillo hundiéndose en su tierna carne como si fuese un melón… Eso es exactamente lo que era, una fruta. Por desgracia, ahora está podrida e incomible. Echarle un polvo ahora sería algo terriblemente pervertido, ¿no? Estaría verdosa y llena de gusanos después de tanto tiempo bajo tierra. Una lástima. Pero tengan la seguridad de que fue bonito mientras duró…» -Levantó la vista hacia la defensa-. Firmada: «Su buen amigo, Blair Sullivan.»
Black miró el techo para permitir que aquel espanto se desvaneciera un poco. Luego preguntó:
– ¿Ha escrito a los familiares de otras víctimas?
– Sí, señor. A casi todos los parientes de todas las personas que asesinó.
– ¿Escribe con regularidad?
– No, señor. Sólo cuando parece venirle la inspiración. La mayoría de las cartas son incluso peores que ésta. A veces es aún más detallista.
– Me lo imagino.
– Sí, señor.
– No hay más preguntas.
El fiscal se puso lentamente en pie. Sacudió la cabeza.
– Veamos, señor Sims, ¿en esa carta Blair Sullivan reconoce expresamente haber asesinado a Joanie Shriver?
– No, señor. Dice lo que he leído. No dice expresamente que la haya matado… no, señor; pero sin duda eso es lo que parece decir.
El fiscal sintió flaquear sus fuerzas. Fue a formular otra pregunta, pero cambió de idea.
– Nada más -dijo.
Sims abandonó la sala caminando a paso ligero. Los Shriver regresaron pasados un par de minutos. Cowart vio que tenían los ojos enrojecidos de llorar.
– Ahora oiré los alegatos -dijo el juez Trench.
Ambos abogados fueron muy breves, lo cual sorprendió a Cowart. Sus argumentos eran previsibles. El periodista procuraba tomar notas, pero no podía evitar desviar la mirada hacia aquellos padres desolados en la primera fila. Se fijó en que no se giraban para observar a Ferguson, sino que mantenían la mirada al frente, clavada en el juez, con la espalda rígida y los hombros ligeramente inclinados hacia él, como si lucharan contra el embate de un vendaval.
Cuando los letrados hubieron terminado, el juez habló severamente.
– Quiero ver citaciones de ambas partes. Me pronunciaré después de revisar la jurisprudencia. Se aplaza la vista hasta dentro de una semana. -Se levantó bruscamente y salió por una puerta en dirección a su despacho.
Cuando el público se puso en pie, hubo un momento de confusión. Cowart vio que Ferguson le estrechaba la mano al abogado y luego seguía a los guardias hacia la puerta que conducía a los calabozos del juzgado. Se volvió y vio a los Shriver rodeados de periodistas, forcejeando para avanzar por el pasillo y salir de la sala. En el mismo instante vio que Roy Black hacía señas al fiscal, quejándose de los problemas que estaba teniendo la pareja. La señora Shriver levantaba el brazo como para protegerse del aluvión de preguntas que le llovía. George Shriver rodeaba a su esposa con un brazo y tenía la cara congestionada. Al cabo de un rato Boylan se acercó a ellos y, como un barco que cambiara de dirección en alta mar, los condujo en la dirección opuesta, rumbo a la puerta del despacho del juez. Cowart oyó decir a un fotógrafo que iba junto al fiscal: «No se preocupe, tengo la foto.» Cowart sintió un extraño malestar.
Oyó voces alrededor: un cámara entrevistaba a Black, deslumbrándolo con el resplandor de un foco.
– Claro que en eso llevamos razón -decía Black-. Aún quedan muchos interrogantes por descartar. No me explico por qué el estado no acepta que…
Al mismo tiempo, un poco más allá Boylan respondía ante otra cámara y resplandecía con idéntica intensidad bajo idéntica luz.
– En nuestra opinión, tenemos al autor de un terrible crimen esperando en el corredor de la muerte. Y aunque el juez concediera un nuevo juicio al señor Ferguson, creemos que hay pruebas más que suficientes para volver a declararlo culpable.
– ¿Aun sin la confesión? -preguntó un reportero.
– En efecto -respondió el abogado. Alguien se echó a reír, pero cuando Boylan se volvió con una mirada fulminante, las risas cesaron.
– ¿Cómo es que su jefe no ha comparecido en la vista? ¿Por qué lo han enviado a usted? No figuraba en el anterior equipo fiscal.
– Me correspondió a mí -respondió escuetamente.
Roy Black respondía a la misma pregunta unos metros más allá.
– Porque a los funcionarios electos no les gusta acudir a las vistas a jugarse el cargo. Desde el principio la acusación se huele que lleva las de perder. Y pueden citar textualmente mis palabras.
De repente un cámara se acercó a Cowart con su implacable foco y le preguntó:
– Cowart, usted publicó los artículos que han promovido todo esto. ¿Qué le ha parecido la vista? ¿Y la carta de Sullivan?
Cowart vaciló entre decir algo inteligente o insustancial, pero acabó limitándose a sacudir la cabeza.
– Venga, Matt -pidió alguien-. Dinos algo.
Cowart, sin embargo, se marchó sin más.
– ¡Qué tío más borde! -dijo otra voz.
Cowart bajó al vestíbulo por una escalera mecánica. Salió fuera apresuradamente y se detuvo en la escalinata de la entrada. Sintió que el calor lo envolvía. La brisa no dejaba de soplar y, en lo alto, el viento ondeaba las tres banderas: la del condado, la estatal y la nacional. Hacían un ruido seco, restallando como disparos a cada soplo de aire. Tanny Brown estaba al otro lado de la calle, mirándolo fijamente. El detective se limitó a fruncir el entrecejo y luego subió a un coche; Cowart observó cómo se incorporaba lentamente al tráfico y desaparecía.
Transcurrida una semana, el juez decidió admitir a trámite un nuevo juicio. Esta vez no tachó a Ferguson de «animal salvaje»; tampoco mencionó las docenas de editoriales que, incluso en el condado de Escambia, abogaban por esa misma causa. Y resolvió que no se tendría en cuenta la famosa confesión del condenado. En una audiencia celebrada a puerta cerrada, Roy Black solicitó que Ferguson fuera puesto en libertad bajo fianza, lo cual se concedió. Una coalición de grupos contrarios a la pena de muerte reunió la suma requerida; Cowart acabó descubriendo que les había sido cedida por un productor de cine que había adquirido los derechos para rodar la vida de Robert Earl Ferguson.
Cowart se vio embargado por la inquietud.
Se sentía como si su vida se hubiera compartimentado en una serie de momentos que esperan la señal para recuperar la normalidad. Tuvo una extraña sensación de anticipación, una especie de nerviosa esperanza, aunque con respecto a algo que él mismo no sabía precisar. Acudió a la prisión el día en que Ferguson abandonaba el corredor de la muerte, antes de la celebración del nuevo juicio, aplazado hasta diciembre. Era la primera semana de julio, y en la carretera de acceso al presidio había casetas donde se vendían fuegos de artificio, bengalas, banderas y banderines rojos, blancos y azules. La primavera de Florida se había convertido en verano: el sol castigaba la tierra con infinita paciencia, resecándola hasta reducirla a una corteza dura y resquebrajada. Ondulantes olas de calor oscilaban sobre el suelo y el bochorno parecía minar las energías, la ambición y el deseo. Era casi como si las elevadas temperaturas entorpecieran la rotación del planeta.
Una multitud de periodistas sudorosos esperaba a Ferguson a las puertas de la prisión. A ellos se sumaban grupos contrarios a la pena de muerte, algunos portando pancartas de agradecimiento por su puesta en libertad y cantaban: «No a la silla, sí a la vida.» Cuando Ferguson traspuso la puerta, prorrumpieron en vítores y aplausos. El recién liberado echó un vistazo al resplandeciente cielo y luego se detuvo, flanqueado por su desgarbado abogado y su abuela frágil y canosa. La anciana fulminó con la mirada a los periodistas y cámaras que se abalanzaban sobre ellos, aferrándose con los dos brazos al codo de su nieto. Encaramado en una escalerilla a fin de abarcar toda aquella multitud, Ferguson dio un breve discurso sobre que su caso dejaba claro qué aspectos del sistema fallaban y cuáles no. También dijo alegrarse de recuperar la libertad y que no guardaba rencor a nadie, lo cual nadie creyó, y que lo primero que haría sería darse un banquete con comida de verdad: pollo frito con verdura y, de postre, helado con doble ración de chocolate. Acabó diciendo:
– Quiero dar las gracias al Señor por mostrarme el camino, a mi abogado, al Miami Journal y al señor Cowart, porque él me escuchó cuando parecía que nadie quería hacerlo. De no haber sido por él, hoy no estaría aquí.
Cowart dudaba que los agradecimientos fueran a salir en las noticias de la noche o en los periódicos. En cualquier caso, sonrió.
Los periodistas empezaron a disparar preguntas bajo aquel calor abrasador.
– ¿Piensa regresar a Pachoula?
– Sí. Ese es mi verdadero hogar.
– ¿Qué planes tiene?
– Quiero acabar la universidad. Quizá me licencie en derecho o me especialice en criminología. Ahora tengo sólidos conocimientos sobre derecho penal.
Hubo risas.
– ¿Qué le ha parecido el juicio?
– ¿Qué puedo decir? Al parecer quieren volver a procesarme, pero no sé cómo van a lograrlo. Creo que me absolverán. Sólo quiero seguir con mi vida, desaparecer del punto de mira y recuperar el anonimato. No es que no los aprecie, señores, sino que…
Más risas. Los periodistas parecían engullir a aquel hombre menudo que a cada pregunta giraba la cabeza para mirar a quien la formulaba. Cowart se fijó en lo cómodo que Ferguson parecía en aquella improvisada rueda de prensa, desenvolviéndose con soltura y buen humor; era evidente que se divertía.
– ¿Por qué cree usted que quieren procesarlo otra vez?
– Para guardar las apariencias. Supongo que para no reconocer que iban a ejecutar a un hombre inocente; a un negro inocente. Hubieran preferido aferrarse a una mentira antes que afrontar la realidad.
– ¡Así se habla, hermano! -gritaron en el grupo de manifestantes-. ¡Bien dicho!
Otro periodista había explicado a Cowart que esas mismas personas se movilizaban siempre que había una ejecución: pasaban la noche a la luz de las velas y cantaban Venceremos y Seré libre hasta el momento en que el alcaide salía para anunciar que la sentencia del tribunal se había cumplido. También solía acudir un grupo partidario de la silla eléctrica: tipos rudos ataviados con vaqueros, camiseta y botas tejanas, que ondeaban la bandera norteamericana, abucheaban, gritaban y se enzarzaban a empujones en ocasionales trifulcas con los contrarios a la pena de muerte. Pero ese día no se habían presentado.
Normalmente, la prensa ignoraba a ambos grupos en la medida de lo posible.
– ¿Y qué me dice de Blair Sullivan? -preguntó un periodista de la televisión, tendiendo bruscamente el micrófono hacia Ferguson.
– ¿Sullivan? Creo que es un individuo peligroso y retorcido.
– ¿Lo odia?
– No. El buen Señor me ha enseñado a poner la otra mejilla, aunque a veces es difícil.
– ¿Cree que confesará y le ahorrará a usted el juicio?
– No. Seguramente planea confesarse sólo ante el Señor.
– ¿Ha hablado con él sobre el asesinato?
– No, señor.
– ¿Qué opina de esos detectives?
Ferguson titubeó.
– Sin comentarios -sonrió-. Mi abogado me aconsejó que, si no podía decir algo bueno o imparcial, contestara «sin comentarios», así que ahí queda eso.
Se oyeron risas.
Ferguson ensanchó la sonrisa. Se produjo un instante de confusión cuando los cámaras se dispusieron para sacar una última toma y los técnicos de sonido forcejearon con micrófonos y grabadoras. Los fotógrafos de prensa brincaban y zigzagueaban en torno a Ferguson y sus cámaras zumbaban como insectos. Ferguson alzó la mano, haciendo la señal de la victoria. Luego fue conducido al asiento de atrás de un coche, desde cuya ventanilla cerrada saludó con la mano a los reporteros que le hacían las últimas fotografías. A continuación, el coche arrancó y se alejó por la carretera de acceso; los neumáticos levantaron pequeñas nubes de polvo sobre el pegajoso pavimento negro. Pasó volando junto a una acalorada fila de presos que marchaban a paso lento, con los brazos negros relucientes de sudor; se disponían a hacer la pausa de mediodía, y el sol se reflejaba en los picos y palas que cargaban al hombro. Aquellos hombres entonaban una canción de trabajo y Cowart, aunque no logró captar la letra, se sintió embargado por sus compases.
Al mes siguiente llevó a su hija a Disney World. Se alojaron en uno de los pisos superiores del Hotel Contemporary, con vistas al parque de atracciones. Becky se había convertido en toda una experta en aquel terreno y cada día planificaba el asalto a las atracciones con el entusiasmo de un general deseoso de enfrentarse a un enemigo alicaído. Cowart disfrutaba dejándola llevar las riendas. Si quería subirse a la Montaña del Espacio o al Caballo Loco del Señor Sapo cuatro o cinco veces seguidas, no había ningún problema. Cuando tenía hambre, él no le hacía comentarios adultos sobre nutrición, sino que le permitía tomar una vertiginosa variedad de perritos calientes, patatas fritas y algodones de azúcar.
Hacía demasiado calor como para guardar cola toda la tarde, así que pasaban horas en la piscina del hotel, buceando y chapoteando. Él la arrojaba una y otra vez al agua, dejaba que se le subiera a la espalda y que pasara buceando entre sus piernas. Luego, con el poco de fresco que corría tras la puesta de sol, se vestían y regresaban al parque para ver los fuegos de artificio y los espectáculos de luz.
Cada noche Cowart acababa llevándola en brazos, exhausta y profundamente dormida, al monorraíl del hotel y la subía a la habitación para acostarla en la cama y escuchar su respiración pausada y regular, aquel sonido infantil que disipaba cualquier preocupación y le transmitía una gran paz.
En todo el tiempo que pasaron allí sólo tuvo una pesadilla: una repentina visión en que Ferguson y Sullivan lo obligaban a subirse a una montaña rusa y le arrebataban a su hija.
Cowart despertó jadeando y oyó que Becky decía:
– ¿Papi?
– Estoy bien, cielo. No pasa nada.
La niña suspiró y volvió a quedarse dormida.
Él notó las sábanas empapadas de sudor.
La semana había transcurrido presidida por una impaciencia juvenil, inmersos padre e hija en una frenética actividad. Cuando llegó la hora de llevarla a casa, lo hizo sin prisas, parando primero en el Mundo Acuático para deslizarse por los toboganes y desviándose luego de la autopista para comprar unas hamburguesas. Se detuvo una vez más para tomar helado y una cuarta y última vez para entrar en una tienda de juguetes y comprar otro regalo. Para cuando llegaron al lujoso barrio residencial de Tampa donde vivían su ex esposa y su actual marido, iba casi al ralentí, sin ninguna gana de separarse de su hija, que rezumaba entusiasmo mientras le enseñaba sin parar las casas de sus amigas.
Delante de la casa de su ex mujer había una rotonda circular. Un anciano negro empujaba un cortacésped sobre la hierba verde. Su vieja camioneta, de un rojo descolorido tirando a marrón óxido, estaba aparcada en la calle, y Cowart leyó «Servicios de Jardinería Ned» pintado a mano en el lateral. El anciano se detuvo para enjugarse la frente y saludar con la mano a Becky, que le devolvió el saludo con jovialidad. El anciano volvió a encorvarse, concentrado en la tarea de cortar la hierba uniformemente. Tenía la camisa empapada en sudor.
Cowart echó un vistazo a la puerta principal: madera noble de doble grosor. La casa era un chalet que se elevaba sobre una pequeña colina. A la entrada había una hilera de plantas, podadas con la meticulosidad de quien aplica maquillaje a un rostro, y más allá una piscina vallada. Becky se apeó, echó a correr dando saltitos y entró en la casa como una exhalación.
Él se quedó en pie esperando, hasta que Sandy apareció.
Le quedaba poco de embarazo y se movía lentamente entre el calor y el malestar. Rodeaba a su hija con el brazo.
– Veo que todo ha salido estupendamente.
– Hemos hecho de todo.
– Me alegro. ¿Estás cansado?
– Un poco.
– ¿Y lo demás? ¿Cómo va todo?
– Bien.
– ¿Sabes? Aún me preocupas.
– Gracias, pero estoy bien. No tienes que preocuparte.
– Me gustaría hablar contigo. ¿Quieres pasar? ¿Tomar un café? ¿Algo frío? -Sonrió-. Me gustaría saberlo todo. Hay mucho que hablar.
– Becky puede ponerte al corriente.
– No me refiero a eso -dijo Sandy.
Cowart negó con la cabeza.
– Tengo que volver. Es tarde.
– Tom estará de regreso en media hora. Tiene ganas de verte. Cree que has hecho un buen trabajo con esos artículos.
Cowart siguió negando con la cabeza.
– Dale las gracias de mi parte. Pero todavía me queda un buen trecho, en serio. Cuando llegue a Miami será casi medianoche.
– Espero… -empezó Sandy, pero se interrumpió y dijo-: Vale. Ya hablaremos.
Cowart asintió.
– Dame un abrazo, cielo. -Se arrodilló y dio un fuerte abrazo a su hija. Por un momento sintió una corriente de energía, de infinita alegría. Luego ella se apartó.
– Adiós, papi -dijo. Su voz hizo un pequeño quiebro.
Cowart le pellizcó la mejilla y dijo:
– No le digas a tu madre lo que has comido estos días… -Bajó la voz para decirle un secreto al oído-. Y no le digas nada de los regalos; podría ponerse celosa.
Becky sonrió y asintió con la cabeza.
Antes de ponerse al volante, Cowart se volvió y se despidió de las dos con fingida alegría. Pensó; «El perfecto padre divorciado. Te sabes todos los movimientos al dedillo.»
La rabia que sentía hacia sí mismo tardó horas en disiparse.
En el periódico, Will Martin intentaba en vano interesarlo en algunas cruzadas editoriales, pero Cowart se pasaba el día soñando despierto, anticipando el inminente juicio de Ferguson, que le parecía que no iba a llegar nunca. Cuando el implacable verano de Florida empezó a dar paso al otoño sin que se produjeran cambios en la temperatura, decidió regresar a Pachoula y escribir un artículo sobre la reacción de la ciudadanía ante la puesta en libertad de Ferguson.
Desde la habitación del motel telefoneó a Tanny Brown.
– ¿Teniente? Soy Matthew Cowart. Sólo quería ahorrarle trabajo a sus confidentes. Estaré un par de días en la ciudad.
– ¿Se puede saber para qué?
– Sólo para poner al día el caso Ferguson. ¿Todavía piensa interponer una acción judicial?
El detective rió.
– Eso lo decidirá el fiscal del estado, no yo.
– Ya, pero él toma la decisión basándose en la información que usted le facilita. ¿Ha descubierto algo nuevo?
– ¿Espera que se lo diga?
– Mi trabajo consiste en preguntar.
– Bueno, en vista de que Roy Black se lo dirá… no, nada nuevo.
– ¿Y qué hay de Ferguson? ¿Qué ha hecho todo este tiempo?
– ¿Por qué no se lo pregunta a él?
– Pienso hacerlo.
– Bueno, pues vaya a su casa y luego vuelva a llamarme.
Cowart colgó con la impresión de que el detective se burlaba de él. Pasó en coche entre los pinos y las sombras del camino de tierra que conducía a casa de la abuela de Ferguson, para detenerse entre las gallinas y sobre la tierra reseca. Nada daba señales de actividad, así que subió los peldaños y llamó a la puerta. Al cabo de un rato, oyó un arrastrar de pies y la puerta se abrió unos centímetros.
– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart, del Journal.
La puerta se abrió un poco más.
– ¿Qué quiere ahora?
– ¿Dónde está Bobby Earl? Quiero hablar con él.
– Volvió al Norte.
– ¿Qué?
– Volvió a aquella facultad de Nueva Jersey.
– ¿Cuándo se fue?
– La semana pasada. Aquí ya no le quedaba nada, periodista blanco. Y usted lo sabe tan bien como yo.
– ¿Y qué pasa con el juicio?
– No le preocupa demasiado.
– ¿Tiene un número para telefonearle?
– Dijo que escribiría en cuanto se instalase, pero todavía no lo ha hecho.
– ¿Ocurrió algo en Pachoula antes de que él se marchara?
– No que yo sepa. ¿Tiene más preguntas, señor periodista?
– No.
Cowart bajó del porche y se quedó contemplando la casa un momento.
Aquella misma tarde llamó a Roy Black.
– ¿Dónde está Ferguson? -inquirió.
– En Nueva Jersey. Tengo su dirección y su número de teléfono.
– Pero ¿cómo pudo salir del estado? ¿Qué pasa con el juicio, con su fianza?
– El juez le dio autorización. Le aconsejé que siguiera adelante con su vida, y él decidió ir al Norte para finalizar sus estudios. ¿Qué tiene eso de raro? El estado tiene que aportar material nuevo sobre la investigación, y de momento no nos han enviado nada. No sé qué van a hacer, pero no creo que mucho.
– ¿Cree que tirarán la toalla?
– Tal vez. Pregúnteselo a los detectives.
– Lo haré.
– Señor Cowart, a los fiscales no les entusiasma la idea de presentarse a un juicio donde los humillarán por ineptos. Los funcionarios electos procuran evitar el escarnio público, ¿sabe? Les resultará más rentable dejar pasar el tiempo, hasta que la gente olvide. Entonces retirarán la acusación, culpando del fracaso al juez por haber desechado esa confesión. Éste dirá que fue culpa del estado. Y al final todo recaerá, principalmente, sobre esos dos polis. Así de sencillo. Fin de la historia. Pero eso no le sorprende, ¿no? Usted ya conoce los entresijos del sistema judicial, ¿no?
– ¿Del corredor de la muerte a borrón y cuenta nueva?
– Exacto. Cosas que pasan. No con demasiada frecuencia, pero pasan.
– ¿Y Ferguson quiere rehacer su vida después de un paréntesis de tres años?
– Ha vuelto a acertar. Todo vuelve a la normalidad, con una salvedad.
– ¿Cuál?
– La niña sigue muerta.
Cowart llamó a Brown.
– Ferguson ha regresado a Nueva Jersey. ¿Lo sabía usted?
– No era ningún secreto. El periódico local publicó un artículo sobre su marcha. Decía que quería reemprender los estudios; declaró al periódico que, dadas las circunstancias, nunca encontraría un trabajo en Pachoula. Eso no lo sé. Tampoco sé si lo intentó siquiera. En cualquier caso, se fue. Yo diría que quería marcharse por miedo a que alguien le hiciera algo.
– ¿Como quién?
– No lo sé. Algunas personas se llevaron un disgusto cuando Ferguson quedó en libertad. Claro que otros no. Esto es un pueblo, ¿sabe? La gente se dividió, la mayoría estaban confundidos.
– ¿Quién se llevó un disgusto?
Brown hizo una pausa antes de contestar:
– Yo me llevé un disgusto. Y con eso basta.
– ¿Y ahora qué va a pasar?
– ¿Qué espera usted que pase?
Cowart no supo qué responder.
No escribió el artículo que tenía previsto. Regresó a la redacción y se dedicó a cubrir las próximas elecciones locales. Se pasaba horas entrevistando a los candidatos, leyendo informes de prensa, y discutiendo con sus compañeros qué posturas debería adoptar el periódico. La atmósfera era estimulante, de colegial. Las increíbles perversiones de la política en las ciudades del sur de Florida, donde cuestiones como la oficialidad del inglés en tanto que lengua del condado, la democracia en Cuba o el control de armas proporcionaban a Cowart bastante distracción. Tras las elecciones, publicó otra serie de editoriales sobre la gestión de recursos hidráulicos en los cayos de Florida. Esto lo obligaba a dedicar su tiempo a proyectos presupuestarios e informes ecológicos anuales. La mesa se le inundó de papeles repletos de tablas y cuadros. Y entonces tuvo una extraña ocurrencia, un juego de palabras: seguridad en las cifras.
La primera semana de diciembre, en una vista ante el juez Trench, el estado retiró los cargos de asesinato en primer grado contra Robert Earl Ferguson. Se declaró que, sin la confesión, no había pruebas sólidas sobre las que basar una acusación. Tanto la fiscalía como la defensa manifestaron sus convicciones respecto a que ningún caso particular era más importante que el estado de derecho en que vivían.
Tanny Brown y Bruce Wilcox no comparecieron.
– Ahora mismo no quiero hablar sobre eso -dijo Brown cuando Cowart fue a verlo.
Wilcox dijo:
– Le repito que apenas lo toqué. Si lo hubiera zurrado de verdad, ¿no cree que le habría dejado marcas? ¿Le parece que estaría vivito y coleando? ¡Joder! Andaría arrastrándose con un par de muletas, ¡coño!
Una tarde húmeda Cowart pasó por delante del colegio y el sauce ante el que Joanie Shriver había desaparecido de este mundo. Paró el coche en la esquina y clavó la mirada en el camino que el asesino había seguido, para luego dirigirse hacia la casa de los Shriver. Aparcó delante. George estaba recortando un seto. Al ver el coche de Cowart, se detuvo y apagó la segadora, jadeando mientras el periodista se le acercaba.
– Ya lo sabemos -murmuró-. El teniente Brown llamó para decirnos que ya era oficial. Claro que no nos pilla de sorpresa; sabíamos que iba a ocurrir. Una vez Brown nos dijo que el caso era muy frágil; jamás lo olvidaré. Supongo que la acusación resultó insostenible, sobre todo desde que usted empezó a entrometerse.
Cowart se sintió molesto.
– ¿Todavía cree que Ferguson mató a su hija? ¿Y qué me dice de Sullivan? ¿Qué me dice de la carta que les envió?
– A estas alturas ya no sé qué creer. Me temo que mi esposa y yo estamos tan confusos como el que más. Pero ¿sabe?, en lo más hondo de mi corazón sigo creyendo que lo hizo Ferguson. Jamás olvidaré el aspecto que tenía en el juicio.
La señora Shriver trajo un vaso de agua con hielo a su marido. Echó un vistazo a Cowart, con una especie de curiosidad mezclada con ira.
– Lo que no entiendo -dijo- es por qué tuvimos que volver a pasar por todo esto. Primero usted, luego sus colegas de la televisión y la prensa. Fue como si la asesinaran de nuevo, una y otra vez. Llegó un momento en que ya no podía encender la televisión, por miedo a ver su fotografía allí de nuevo. No es que la gente nos lo recordara constantemente; es que nosotros no queríamos olvidar. Pero todo se enredó de una manera incomprensible para mí. Era como si lo único que importara fuera lo que ese Ferguson decía y lo que ese Sullivan decía, lo que ambos hacían y todo eso; cuando lo único importante era que me habían robado a mi pequeña. Y eso nos dolió, ¿sabe, señor Cowart? Nos dolió y aún sigue doliendo, muchísimo. -La mujer sollozaba al hablar, pero las lágrimas no empañaron la claridad de su voz.
Su marido respiró hondo y bebió un largo sorbo de agua.
– Claro que no lo culpamos a usted, señor Cowart -dijo, e hizo una pausa-. Bueno, qué diablos, tal vez un poco. No puedo evitarlo, pero pienso que algo ha fallado en el sistema. No es culpa suya, supongo. No tiene la culpa de nada. Como le he dicho antes, era un caso frágil. Tanto que se vino abajo.
El hombretón tomó a su esposa de la mano y, dejando la segadora y a Matthew Cowart en el patio delantero, regresaron a la casa.
Cuando habló con Ferguson, se vio abrumado por la euforia que rezumaba. Hacía pensar que estaban muy cerca, no que hablaban por teléfono separados por cientos de kilómetros.
– No sabe cuánto se lo agradezco, señor Cowart. Esto no habría ocurrido sin su ayuda.
– Sí que habría ocurrido, tarde o temprano.
– No, señor. Usted fue quien movió todos los hilos. De no haber sido por usted, seguiría en el corredor.
– ¿Qué va a hacer ahora?
– Tengo planes. Pienso hacer algo con mi vida. Acabar la universidad, tener una profesión. Sí, lo conseguiré. -Hizo una pausa y luego añadió-: Ahora soy libre para hacer lo que quiera.
La frase le sonaba de algo, pero Cowart no supo precisarlo.
– ¿Cómo van las clases? -preguntó.
– He aprendido mucho. -Rió lacónicamente-. Tengo la impresión de que sé mucho más que antes. Sí, ahora todo es diferente. Me ha servido de algo.
– ¿Va a quedarse en Newark?
– No estoy seguro. Este lugar es incluso más frío de como lo recordaba. Creo que debería regresar al Sur.
– ¿A Pachoula?
Ferguson vaciló un momento.
– Lo dudo. Mi presencia en ese lugar no fue grata después de salir del corredor. La gente se quedaba mirándome, cuchicheando a mis espaldas. Muchos me señalaban con el dedo. No podía ir a la tienda sin ver un coche patrulla al salir. Era como si me vigilaran, a la espera de que diese un paso en falso. Llevaba a mi abuela a la misa del domingo y las cabezas se volvían nada más entrar por la puerta. Intenté conseguir un trabajo, pero en cada lugar al que iba acababan de ocupar el puesto vacante un par de minutos antes, tanto si el encargado era negro como si era blanco. Todos me miraban como si fuese una especie de demonio suelto. Pero Florida es grande, señor Cowart. De hecho, el otro día una iglesia de Ocala me pidió que fuese a hablarles de mis experiencias. Y no es la primera vez que me pasa. Hay muchos lugares en los que no me consideran un perro rabioso. A lo mejor Pachoula es la única excepción. Y eso no cambiará mientras Tanny Brown siga allí.
– ¿Tendré noticias suyas?
– Claro -respondió Ferguson.
A finales de enero, casi un año después de haber recibido la carta de Ferguson, Matthew Cowart obtuvo un premio de la Asociación de Prensa de Florida por sus artículos. Y a éste siguió un premio de la Escuela de Periodismo Penney-Misuri y otro Ernie Pyle de Scripps-Howard.
Al mismo tiempo, el Tribunal Supremo de Florida ratificó la condena y sentencia de Blair Sullivan, de quien Cowart recibió otra llamada a cobro revertido.
– ¿Cowart? ¿Está usted ahí?
– Estoy aquí.
– ¿Se ha enterado del fallo del tribunal?
– Sí. ¿Qué piensa hacer ahora? Tiene que hablar con un abogado. ¿Por qué no llama a Roy Black?
– ¿Le parece que soy un hombre sin recursos? -Se echó a reír-. ¿Un pobre pirado? Es broma. ¿Qué le hace pensar que no cumpliré con mi palabra?
– No sé. Tal vez ahora crea que vale la pena vivir.
– Su vida no es la mía.
– Ya -admitió el periodista.
– Y su futuro tampoco es el mío. Quizá piense que no tengo mucho futuro, pero se sorprenderá.
– Eso espero.
– ¿Sabe una cosa, Cowart? Lo más gracioso es que me lo estoy pasando muy bien.
– Me alegro.
– ¿Y quiere que le diga otra cosa? Pues que volveremos a hablar. Cuando se acerque la hora.
– ¿Le han dado ya una fecha?
– No. No entiendo por qué tarda tanto el gobernador.
– ¿En verdad quiere morir, Sullivan?
– Tengo planes, Cowart. Grandes planes. La muerte es sólo una pequeña parte de ellos. Volveré a llamar.
Sullivan colgó y Cowart reprimió un escalofrío. Pensó que era como hablar con un cadáver.
El 1 de abril, Matthew Cowart recibió el Premio Pulitzer por su destacada cobertura de las noticias locales.
En los viejos tiempos en que los teletipos repiqueteaban en un incesante torrente de palabras, los periodistas se congregaban ritualmente el día de la entrega de los premios, esperando a que los teletipos trajeran los nombres de los ganadores. La Associated Press y la United Press International solían competir por ver cuál de las dos lograba transmitir con más rapidez los nombres de los ganadores. Los viejos teletipos estaban equipados con campanillas que sonaban cuando llegaba una gran noticia, de manera que se producía un repique casi religioso cuando se daban los nombres de los ganadores. Tenía un halo de romanticismo observar cómo aquel aparato anunciaba los nombres laureados mientras redactores y periodistas despotricaban o aplaudían. Luego todo esto fue desplazado por la transmisión instantánea a través de líneas informáticas. Ahora los nombres aparecían en las ubicuas pantallas que salpicaban la moderna sala de redacción. Sin embargo, los aplausos y los gruñidos eran los mismos.
Aquella tarde, Cowart había asistido a un congreso sobre gestión de recursos hidráulicos. Cuando entró en la redacción, toda la plantilla se levantó para aplaudirlo.
Un fotógrafo le sacó una instantánea mientras le entregaban un vaso con champán y lo empujaban hacia un ordenador para que él mismo leyera las palabras que había en pantalla. Eran las felicitaciones del director ejecutivo y el redactor jefe. Will Maftin dijo:
– Yo ya lo sabía.
Recibió una avalancha de llamadas de enhorabuena. También lo llamó Roy Black, así como Ferguson, con quien habló sólo un momento. Y Tanny Brown telefoneó para decirle enigmáticamente: «Bueno, me alegra que alguien se haya beneficiado de todo esto.» Su ex mujer también llamó, llorosa de dicha: «Sabía que lo lograrías», dijo. De fondo, Cowart oyó el llanto de un bebé. Su hija chillaba de contenta cuando se puso al teléfono, sin entender del todo lo que había ocurrido aunque entusiasmada de todos modos. Lo entrevistaron en tres canales de televisión local y recibió la llamada de un agente literario, que le propuso que escribiese un libro. El productor que había comprado los derechos de la biografía de Ferguson también llamó.
– ¿Señor Cowart? Soy Jeffrey Maynard. Trabajo para la productora Instacom. Estamos deseando rodar una película basada en todo el trabajo que usted ha hecho. -Su voz sonaba nerviosa y entrecortada, como si cada segundo que pasara estuviera lleno de oportunidades desaprovechadas y dinero perdido.
Cowart respondió lentamente:
– Lo siento, señor Maynard, pero…
– No me falle, señor Cowart. ¿Qué tal si cojo un vuelo a Miami y hablamos? O, mejor aún, venga usted. Nosotros le pagamos el billete, claro.
– No creo que pueda…
– Déjeme decirle una cosa, señor Cowart: hemos hablado con casi todos los jerifaltes, y estamos muy interesados en adquirir los derechos mundiales de su historia. Hablamos de una considerable suma de dinero, y tal vez de la oportunidad que estaba esperando para dejar el periodismo.
– Yo no quiero dejar el periodismo.
– Pensaba que todos los periodistas querían dedicarse a otra cosa.
– Pues ya ve que no es así.
– Vale, pero me gustaría que nos viésemos.
– Lo pensaré, señor Maynard.
– ¿Me llamará?
– Por supuesto.
Cowart colgó sin ninguna intención de llamarlo. Regresó al entusiasmo que invadía la redacción, para beber champán de un vaso de plástico y disfrutar de las felicitaciones que recibía; el peso de las palmaditas en la espalda y las exclamaciones de júbilo anestesiaban la confusión y los interrogantes.
Pero aquella misma noche, de regreso a casa, se sintió solo.
Entró en su apartamento y pensó en Vernon Hawkins, su amigo detective, que había vivido en soledad con sus recuerdos y su tos perruna. Intentó imaginarse a su amigo felicitándolo, y se dijo que Hawkins habría sido el primero en llamarlo, el primero en descorchar una botella de champán de las caras. Pero la imagen no acudía a su mente. Sólo lograba recordar al agonizante detective acostado en una cama del hospital, farfullando en medio de aquella neblina de oxígeno y medicamentos:
– ¿Cuál es el décimo mandamiento de la calle, Matty?
Él había contestado:
– Por Dios, Vernon, no lo sé. Descansa un poco.
– El décimo mandamiento es: las cosas nunca son lo que parecen.
– Vernon, ¿qué coño significa eso?
– Significa que estoy perdiendo la cabeza. Llama a la enfermera, no a la vieja, a la tía buena. Dile que necesito una inyección; no importa de qué mientras me frote el culo un par de minutos antes de ponérmela.
Cowart recordó haber llamado a la joven enfermera y haber visto que Hawkins reía como un atolondrado mientras le ponían la inyección, hasta caer en un profundo sueño.
«He ganado, Vernon. Al final lo conseguí», le dijo mentalmente. Echó un vistazo al ejemplar de la primera edición que llevaba bajo el brazo. La fotografía y la crónica quedaban por encima del pliegue: «Galardonado con el Pulitzer el periodista que escribió sobre el corredor de la muerte.»
Se pasó casi toda la noche contemplando el techo, mientras la euforia jugueteaba con la duda, hasta que el entusiasmo del premio disipó todas sus preocupaciones y se quedó dormido, drogado con su dosis de éxito.
Dos semanas más tarde, mientras Matthew Cowart seguía en la cresta de la euforia, le llegó una segunda noticia: el gobernador había firmado la orden de ejecución de Blair Sullivan. Sería en la silla eléctrica la medianoche del séptimo día a contar desde el siguiente a la notificación.
Se barajó la posibilidad de que Sullivan evitara la silla si presentaba un recurso de amparo; de hecho, el gobernador mismo lo reconoció al firmar la orden. Pero no hubo ninguna reacción por parte del preso.
Pasó un día. Luego dos, tres y cuatro. Justo cuando Cowart se sentaba a su mesa de trabajo la mañana del quinto día desde la rúbrica de la orden de ejecución, sonó el teléfono.
Era el sargento Rogers, desde prisión.
– ¿Cowart? ¿Es usted, amigo?
– Sí, sargento. Esperaba su llamada.
– Bueno, se acerca el día, ¿no? -Era una pregunta que no requería respuesta.
– ¿Cómo está Sullivan?
– Amigo, ¿alguna vez ha ido a las vitrinas de los reptiles en el zoo? ¿Ha contemplado las serpientes? No se mueven demasiado, sólo los ojos, que lo captan todo. Pues así está Sully. Se supone que debemos vigilarlo, pero es él el que nos observa como a la espera de algo. Ésta no es como las anteriores ejecuciones que he visto.
– ¿Qué suele ocurrir?
– En general, el lugar se convierte en un hervidero de abogados, sacerdotes y manifestantes. Todo el mundo está comunicado, acuden corriendo a diferentes jueces y tribunales, se encuentran con fulano y mengano y hablan sobre esto y lo otro. Luego está el factor tiempo. Y otra cosa: cuando el estado se dispone a ajusticiar a alguien, el condenado nunca pasa por el trance en completa soledad. La familia, las almas caritativas y otras personas le hablan sobre Dios y justicia y demás, hasta que al pobre le estallan los oídos. Eso es lo normal. Pero esto no es normal. A Sully nadie viene a verlo. Está solo. Yo aún espero que estalle, tan ensimismado se le ve.
– ¿Apelará?
– Dice que no.
– ¿Usted qué cree?
– Es un hombre de palabra.
– ¿Y qué dicen los demás?
– Bueno, aquí todos coinciden en que se rendirá, tal vez en el último momento, y le pedirá a alguien que apele y se quedará a disfrutar de sus diez años de apelaciones. Las últimas apuestas son de diez contra cincuenta a que acabará yendo a la silla. Yo también aposté algún dinero a esa opción. En cualquier caso, eso es lo que cree el representante del gobernador. De todos modos, la hora se acerca. Lo cual está muy bien.
– Por Dios, sargento.
– Ya. Últimamente también oigo hablar mucho de él.
– ¿Cómo van los preparativos?
– Bueno, la silla funciona bien; la probamos esta misma mañana. Lo freirá en un santiamén, no lo dude. Por cierto, lo trasladarán a una celda incomunicada veinticuatro horas antes. Él pedirá el menú que quiera, como manda la tradición. No le rapamos la cabeza ni llevamos a cabo ningún otro preliminar hasta un par de horas antes. Mientras tanto, procuramos que todo sea lo más normal posible. Los otros tipos del corredor se inquietan mucho; no les gusta ver que un compañero se rinde, ¿sabe? Cuando Ferguson salió en libertad, a muchos les sirvió de inspiración, les dio esperanzas. Ahora Sully los tiene cabreados y nerviosos. No sé lo que pasará.
– Veo que esto le afecta bastante.
– Sin duda. No obstante, a mí sólo me corresponde una parte del trabajito.
– ¿Sully ha hablado con alguien?
– No. Por eso lo llamo.
– ¿Qué pasa?
– Quiere verlo. En persona. Tan pronto sea posible.
– ¿A mí?
– Exacto. Supongo que quiere compartir con usted esta pesadilla. Lo ha puesto en su lista de testigos.
– ¿Y eso qué es?
– ¿Usted qué cree? Los invitados del estado y de Blair Sullivan a la fiesta de despedida.
– ¿Quiere que presencie la ejecución?
– Exacto.
– Pero… no sé si…
– ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo? Señor Cowart, comprenderá que no queda mucho tiempo. Estamos teniendo una bonita charla por teléfono, pero creo que debería estar llamando al aeropuerto para coger un avión que lo traiga aquí esta misma tarde.
– Está bien, está bien. Iré. Por el amor de Dios…
– Fue usted quien empezó esta historia, señor Cowart. Supongo que el viejo Sully sólo quiere que ahora escriba el último capítulo. No me sorprende, ¿sabe?
Cowart se limitó a colgar el auricular. Luego se asomó al despacho de Will Martin y le explicó brevemente aquella insólita cita.
– Ve -dijo el veterano periodista-. Márchate ahora mismo. Será una gran noticia. Venga, mueve el culo.
Cowart habló brevemente con el director adjunto, antes de correr a su apartamento para coger su cepillo de dientes y una muda de ropa. Tomó el primer vuelo de la tarde.
Era entrada la tarde, gris y lluviosa, cuando llegó a la prisión, conduciendo un coche de alquiler a toda velocidad. El compás del limpiaparabrisas le había hecho pisar el acelerador. El sargento Rogers lo esperaba en las oficinas de administración. Se dieron la mano como viejos compañeros de equipo.
– Ha hecho una buena marca -dijo el sargento.
– He conducido pensando en lo que significa cada minuto, cada segundo de vida.
– Ya -asintió Rogers-. No hay nada como tener marcados el día y la hora de la muerte para dar importancia a los pequeños momentos.
– Es aterrador.
– Lo es. Como le dije, señor Cowart, el corredor de la muerte te da una perspectiva diferente de la vida.
– No he visto manifestantes ahí fuera.
– De momento no han aparecido. Hay que odiar de verdad la pena de muerte para querer empaparse bajo la lluvia por el viejo Sully. Espero que lleguen dentro de un par de días. Se supone que el tiempo mejorará esta noche.
– ¿Alguien más ha venido a verlo?
– Hay abogados blandiendo apelaciones ya redactadas… pero él sólo lo ha citado a usted. También han venido algunos detectives; esos dos de Pachoula estuvieron aquí ayer, pero no quiso hablar con ellos. También vinieron un par de agentes del FBI y unos tipos de Orlando y Gainesville. Pretendían aclarar un puñado de asesinatos aún sin resolver, pero Sully tampoco los recibió. Sólo quiere verle a usted. A lo mejor se lo cuenta todo; si lo hiciera, ayudaría a más de uno. Eso es lo que hizo el viejo Ted Bundy antes de sentarse en la silla. Aclaró un montón de misterios que atormentaban a algunas personas. No sé si le sirvió de mucho cuando se fue al otro barrio, pero ¿quién sabe?
– Vamos.
– De acuerdo.
Rogers examinó por encima la libreta y el maletín de Matthew Cowart antes de conducirlo por puertas y detectores de metales hasta las entrañas de la prisión.
Sullivan esperaba en su celda. El sargento colocó una silla fuera e indicó a Cowart que tomara asiento.
– Necesito intimidad -masculló Sullivan.
Estaba más pálido. Su pelo peinado hacia atrás brillaba a la luz de la única bombilla. Sullivan se movía nerviosamente en la celda de pared a pared, retorciéndose las manos y con los hombros encorvados.
– Necesito mi intimidad -repitió.
– Sully, sabe que no hay nadie en la celda de la izquierda ni en la de la derecha. Ya puede hablar -dijo Rogers con paciencia.
El condenado sonrió torcidamente.
– Hacen que parezca una tumba -dijo a Cowart cuando el sargento se alejaba-. Han hecho que todo esté quieto y silencioso, para que empiece a acostumbrarme a vivir en un ataúd.
Se acercó a los barrotes y los sacudió una vez.
– Como en un ataúd -dijo-. Encerrado para siempre.
Sullivan soltó una resonante carcajada que fue desintegrándose hasta quedar en un mero resuello.
– Parece haber prosperado, Cowart.
– Las cosas van bien. ¿En qué puedo ayudarlo?
– Ya. A eso vamos. Pero antes dígame, ¿ha tenido noticias de nuestro Bobby Earl?
– Cuando gané el premio llamó para felicitarme. Pero lo que se dice hablar, no hablamos. Supongo que ha retomado sus estudios.
– ¿Seguro? La verdad, no me pareció un tipo demasiado aplicado. Pero tal vez la universidad tiene algún atractivo especial para el viejo Bobby Earl. Algún atractivo muy especial.
– ¿Qué insinúa?
– Nada, nada. Nada que usted no deba recordar de aquí a un tiempo. -Sacudió la cabeza y dejó que se le estremeciera el cuerpo-. ¿Hace un día frío, Cowart?
A Cowart el sudor le resbalaba por la espalda.
– No. Hace calor.
Sullivan sonrió.
– Nunca sé si hace frío o calor; si es de día o de noche. A veces pienso como si fuera un niño; supongo que es parte de la agonía. Uno retrocede en el tiempo por naturaleza.
Se puso en pie y fue hasta la pequeña pica que había en un rincón de la celda. Abrió el grifo y se inclinó para beber largos tragos.
– Y siempre tengo sed. La boca se me seca continuamente, como si alguien me estuviera absorbiendo todo el líquido. -Cowart no respondió-. Por supuesto, imagino que la primera descarga de dos mil quinientos voltios dará sed a todos los presentes.
El periodista sintió que se le secaba la garganta.
– ¿Va a apelar?
Sullivan torció el gesto.
– ¿Usted qué cree?
– Que no.
Sullivan lo miró fijamente.
– Cowart, debe saber que ahora me siento más vivo que nunca.
– ¿Para qué quería verme?
– Última voluntad y testamento. Última confesión. Las célebres últimas palabras. ¿Cómo suena eso?
– Como usted quiera.
Sullivan apretó el puño y golpeó la quietud de la celda.
– ¿Recuerda que le dije cuán lejos podía llegar? ¿Y lo insignificantes que eran estas paredes y estos barrotes? ¿Que no temo la muerte, que la recibiré con los brazos abiertos? Creo que en el infierno me espera un sitial privilegiado. Estoy convencido. Y usted va a ayudarme a ocuparlo.
– ¿Cómo?
– Me va a hacer unos recados.
– ¿Y si me niego?
– No lo hará. Está obligado, Cowart. Quiere llegar al fondo de este asunto, ¿no?
Cowart asintió con la cabeza, preguntándose a qué estaría accediendo.
– Muy bien, señor periodista famoso, irá a cierto lugar y luego me presentará un informe especial. Es una casita. Quiero que llame a la puerta. Si nadie le abre, se las arreglará para entrar. Nada debe impedirle entrar en esa casa. Mantendrá los ojos bien abiertos. Una vez dentro, se fijará bien en todos los detalles, ¿me oye? Y entrevistará a quien encuentre dentro… -Pronunció «entrevistará» con sarcasmo y soltó una risita-. Después volverá aquí y me contará lo que haya descubierto; sólo entonces le contaré algo que vale la pena. El legado de Blair Sullivan. -Se tapó la cara con las manos un momento y luego se mesó el pelo hacia atrás, mientras reía socarrón-. Será una historia que valdrá la pena conocer. Se lo prometo.
Cowart titubeó, asaltado por una aguda incertidumbre.
– ¿Preparado? Quiero que vaya al número trece (buen número) de Tarpon Drive, en Islamorada.
– Eso está en los cayos. Acabo de llegar de…
– ¡Vaya allí! Y luego regrese a contarme lo que ha visto. Y no se deje nada en el tintero.
Cowart vaciló un instante, pero al punto la duda desapareció. Se levantó.
– Dese prisa, Cowart. Venga, rápido. No queda mucho tiempo.
Sullivan se recostó en el catre. Apartó la vista de Cowart y bramó:
– ¡Sargento Rogers! ¡Llévese a este hombre fuera de mi vista! -Sus ojos se posaron en Cowart una vez más-. Hasta mañana. Será el sexto día.
Cowart asintió con la cabeza y se marchó a paso ligero.
Consiguió coger el último vuelo de regreso a Miami. Pasaba de la medianoche cuando entró exhausto en su apartamento y se tendió vestido sobre la cama. Se sentía inquieto, presa de un extraño miedo escénico. Se veía como un actor arrojado al escenario, ante un público, pero sin conocer su papel, su personaje, ni siquiera el título de la obra. Apartó aquellos pensamientos y se concedió unas horas de sueño intermitente.
Pero a las ocho de la mañana ya estaba en la carretera de camino a los Cayos Altos. Amanecía un día claro, sólo había algunas nubes rezagadas en el cielo que resplandecían con el sol de la mañana. Dejó atrás el tránsito de la hora punta que congestiona la autopista South Dixie en dirección a Miami, circulando a toda velocidad en dirección contraria. Miami se extiende más allá de la ciudad en sí, hasta polígonos de centros comerciales con letreros chillones y aparcamientos vacíos. El tráfico disminuía al atravesar las urbanizaciones, luego llegaban las hileras de concesionarios con cientos de banderas norteamericanas y enormes pancartas anunciando rebajas de ocasión y pulidas flotas de vehículos aparcados en fila en los que se reflejaba el sol. Observó un par de cazas plateados columpiándose en el cielo cristalino, esperando aterrizar en la base de la fuerza aérea; los dos aviones rugían a la vez que evolucionaban armónicamente como una pareja de bailarines de ballet.
Unos kilómetros más allá, cruzó el puente de Card Sound, que conducía a los cayos. La carretera surcaba montículos de mangles y ciénagas pantanosas. Vio el nido de una cigüeña en un poste de teléfono y un pájaro blanco que, al paso del coche, alzó el vuelo con un batir de alas. Los primeros kilómetros se vio rodeado de un mundo verde y llano. Luego el paisaje a su izquierda dio lugar a calas y finalmente a la kilométrica bahía de Florida. Un ligero viento encrespaba la superficie de un mar azul y turgente. Siguió adelante.
La carretera hacia los cayos serpentea entre mar y humedales, y de vez en cuando se eleva un poco para que pueda asentarse la civilización. Esa tierra dura, con incrustaciones de coral, alberga puertos deportivos y bloques de pisos donde tiene suficiente solidez para soportar construcciones. En ocasiones parece como si los bloques cuadrados hubieran desovado: una gasolinera se amplía a estación de servicio; una tienda de camisetas echa raíces y florece como establecimiento de comida rápida; un muelle da lugar a un restaurante, que incuba un motel al otro lado de la carretera. Donde el terreno es extenso, colegios, hospitales y campings para caravanas se aferran a la gravilla, a la tierra y a fragmentos de conchas descoloridos por el sol. El océano, siempre cerca, parpadea con el reflejo solar y su vasta extensión se mofa de los patéticos y persistentes esfuerzos de la civilización. Cowart pasó por Marathon y por delante de la entrada del parque subacuático estatal John Pennekamp. En el puerto deportivo de Whale Harbor observó que en la entrada al muelle de pesca deportiva había un gigantesco marlín azul de plástico, mayor que cualquier otro pez que jamás haya cruzado la corriente del Golfo. Luego dejó atrás un grupo de tiendas y un supermercado, cuyas paredes blancas se iban deteriorando bajo el inexorable sol de los cayos.
Era mediodía cuando encontró Tarpon Drive.
La calle estaba en la punta meridional del islote, a un kilómetro y medio de donde el océano penetra en la tierra y hace imposible la edificación. La carretera se desviaba a la izquierda, en un solo carril de conchas trituradas que discurría entre caravanas y pequeños chalets; era una carretera irregular, como trazada sobre la marcha. Una oxidada furgoneta Volkswagen, pintada con desvaídos colores psicodélicos al estilo hippie, descansaba sin ruedas sobre unos bloques de hormigón en un patio delantero. No lejos de allí, dos niños en pañales jugaban en un improvisado cajón de arena, vigilados por una joven de ceñidos vaqueros cortos y camiseta, sentada en un balde de pescador volcado. Fumaba, y cuando vio a Matthew Cowart lo miró con estudiada dureza. Frente a otra casa había una barca encima de un caballete. En el exterior de una caravana, una pareja de ancianos sentada en unas tumbonas baratas a rayas verdes, al amparo de una sombrilla rosa, no se inmutó al verlo pasar. Cowart bajó la ventanilla y sintonizó en la radio un programa de entrevistas; voces incorpóreas discutían vivamente sobre cuestiones absurdas. Antenas de televisión dobladas y retorcidas plagaban los techos. Cowart sintió que se adentraba en un mundo de esperanzas perdidas y miserias encontradas.
A medio camino calle abajo, tras una alambrada oxidada, había una solitaria iglesia de madera blanca. En el patio delantero se leía en un enorme letrero escrito a mano: «Primera Iglesia Baptista de los Cayos. Entrad y hallaréis la Salvación.» La verja que daba a la calle estaba desencajada y los peldaños de madera que llevaban a las puertas, cerradas con candado, estaban rotos y astillados.
Cowart siguió conduciendo, buscando el número 13.
La casa estaba retirada casi treinta metros de la calzada, bajo un mangle nudoso que proyectaba una sombra abigarrada sobre la fachada. Sus viejas ventanas estaban abiertas para dejar entrar la brisa que corría entre la maraña de árboles y maleza. Las persianas estaban desconchadas y de la puerta colgaba un crucifijo. Era una casa pequeña, con un par de depósitos de propano apoyados contra una pared. El patio era de tierra y grava, y al caminar hacia la puerta Cowart removió el polvo. En la puerta de madera estaban grabadas las palabras «Jesucristo vive en nuestro interior.»
Un perro ladró a lo lejos. El mangle se movió ligeramente al recibir una pequeña ráfaga de viento perseguida por el calor. Llamó a la puerta. Una, dos y hasta tres veces. No hubo respuesta. Retrocedió y gritó:
– ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
Esperó a que alguien respondiera. Nada. Volvió a llamar a la puerta. Nada.
Se retiró de la puerta, y escrutó alrededor. No vio ningún coche, ninguna señal de vida. Probó a gritar de nuevo.
– ¡Hola! ¿Hay alguien?
Una vez más, nada.
No sabía qué hacer.
Caminó de vuelta a la calle y se volvió para echar otro vistazo a la casa. «¿Qué coño estoy haciendo aquí? -se preguntó-. ¿De qué va todo esto?»
Oyó detenerse un coche y vio que un cartero se apeaba de un jeep blanco. El hombre metió correspondencia primero en un buzón, y después en otro. Luego se dirigió calle abajo hacia el número 13.
– Hola, ¿cómo está? -le dijo Cowart.
Era un hombre maduro, llevaba pantalones cortos grises y la camisa azul pálido del servicio postal. Lucía una larga coleta bien recogida y un mostacho que le daba expresión compungida; unas gafas de sol ocultaban sus ojos.
– Tirando. -Se puso a hurgar en la saca de correo.
– ¿Quién vive aquí? -preguntó Cowart.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Soy del Miami Journal. Me llamo Cowart.
– Leo su periódico -respondió el cartero-. Más que nada la sección de deportes.
– ¿Puede ayudarme? Busco a las personas que viven en esta casa. Pero nadie da señales de vida.
– ¿No le responden? Pues yo nunca los he visto ir a ninguna parte.
– ¿A quiénes?
– El señor y la señora Calhoun. Los viejos Dot y Fred. Solían sentarse a leer la Biblia y esperar a que llegara el día del juicio final o a que llegara el catálogo de Sears. Los de Sears son gente seria.
– ¿Llevan mucho tiempo aquí?
– Seis o siete años, tal vez más. Ése es el tiempo que llevo yo aquí.
Cowart estaba confuso, pero se le ocurrió otra pregunta:
– ¿Reciben correo de Starke? ¿De la prisión estatal?
El cartero dejó caer la saca en el suelo, suspirando:
– Claro. Quizás una vez al mes.
– ¿Sabe usted quién es Blair Sullivan?
– Por supuesto. Lo van a electrocutar. Lo leí el otro día en su periódico. ¿Tiene esto algo que ver con él?
– Tal vez. No lo sé -contestó Cowart, y echó otro vistazo a la casa mientras el cartero sacaba un fajo de sobres y abría el buzón.
– ¡Oh, oh! -dijo.
– ¿Qué?
– No han recogido el correo. -El hombre contempló la casa con gesto dubitativo-. Mala señal. Si los ancianos no recogen el correo, es que algo va mal. ¿Sabe?, cuando era más joven solía hacer el reparto en Miami Beach, y siempre sabía lo que me iba a encontrar cuando no recogían el correo.
– ¿Cuántos días hará?
– Parece que un par de días. Esto no me gusta -dijo el cartero.
Cowart se encaminó de nuevo a la casa y espió por una ventana. Todo lo que vio fueron muebles baratos colocados en una salita; de la pared colgaba un retrato de Jesús con un aura alrededor de la cabeza.
– ¿Ve algo? -preguntó el cartero, que lo había seguido y miraba por otra ventana haciéndose visera con las manos.
– Aquí sólo hay una habitación vacía.
Ambos retrocedieron y Cowart gritó:
– ¡Señor y señora Calhoun! ¡Hola!
Siguió sin haber respuesta. Se dirigió a la puerta principal y movió el pomo: no estaba echada la llave. Echó una mirada al cartero y éste asintió. Entró.
Enseguida notó el olor.
El cartero gimió y tocó el hombro de Cowart.
– Sé lo que es esto -dijo-. Lo olí por primera vez en Vietnam y jamás lo olvidaré. -Hizo una pausa y luego añadió-: Escuche.
A Cowart se le hizo un nudo en la garganta con el hedor y le entraron ganas de vomitar, como si estuviera rodeado de humo. A continuación oyó un zumbido en la parte de atrás de la casa.
El cartero retrocedió.
– Voy a llamar a la policía.
– Yo voy a echar un vistazo -dijo Cowart.
– No lo haga. No hay necesidad.
Cowart sacudió la cabeza y avanzó: el hedor y el zumbido parecían envolverlo, atraerlo hacia el interior. Consciente de que el cartero había salido, miró por encima del hombro para ver cómo el hombre se dirigía a la casa del vecino. Cowart se internó en la casa. Lo iba rastreando todo con los ojos, tomando nota de los detalles, recogiendo escenas que luego pudieran ser descritas, fijándose en los muebles raídos y los objetos religiosos, con la sensación de encontrarse en el fin del mundo. El calor iba aumentando de manera inexorable, sumándose al hedor que impregnaba su ropa, le anegaba las fosas nasales, se introducía por sus poros y lo ponía al borde de la náusea. Entró en la cocina.
Allí estaba la pareja de ancianos.
Estaban atados a sendas sillas, a cada lado de una mesa con tablero de linóleo. Ella estaba desnuda; él, vestido. Se hallaban sentados el uno frente al otro como si fueran a comer.
Los habían degollado.
Había sangre oscura encharcada alrededor de las sillas. Las moscas cubrían la cara de ambos, bajo marañas de pelo cano. Las cabezas les colgaban hacia atrás, de manera que los inertes ojos miraban fijamente al techo.
Alguien había dejado una Biblia abierta en el centro de la mesa.
Cowart se ahogaba, al borde del desmayo y luchando con su estómago revuelto.
El pegajoso bochorno de la estancia y el zumbido de las moscas parecían ir a más. Dio un paso más y se inclinó para leer en la página abierta. Una mancha de sangre marcaba el siguiente pasaje: «Hay quien muere con gloria y cuyas oraciones son escuchadas. Y hay quien muere sin gloria, como si nunca hubiera existido, como si jamás hubiera nacido; y sus hijos seguirán su camino.»
Cowart reculó, escrutando la cocina con los ojos desorbitados.
Habían forzado la puerta, sólo asegurada por una cadena, que daba al patio trasero. La cadenita colgaba inútilmente de la vieja madera astillada. Sus ojos se posaron de nuevo sobre la pareja de ancianos. La mujer tenía los fláccidos pechos salpicados de sangre reseca. Cowart retrocedió un paso y luego otro, para acabar dando media vuelta y precipitarse hacia la puerta de la calle. Respiró hondo, con las manos apoyadas en las rodillas, y vio que el cartero regresaba del otro lado de la calle. Sintió un mareo creciente y se sentó torpemente en la entrada.
A medida que se acercaba presuroso, el cartero gritó:
– ¿Están ahí dentro?
Cowart asintió con la cabeza.
– ¡Dios! -dijo el hombre-. ¿Es grave?
Cowart asintió por segunda vez.
– La policía está de camino.
– Alguien los ha asesinado -dijo Cowart en voz baja.
– ¿Asesinado? ¡Pero qué dice!
Cowart volvió a asentir.
– ¡Dios! -repitió el cartero-. ¿Por qué?
Cowart sólo meneó la cabeza. Pero en su fuero interno los pensamientos se le acumulaban. «Sé por qué -pensó-. Sé quiénes son y por qué murieron.» Eran las personas a las que Sullivan siempre había querido matar. Y al final lo había conseguido. Se había colado entre los barrotes, había dejado atrás las verjas y las vallas, los muros de la prisión y la alambrada, tal como había prometido.
Sólo que Matthew Cowart no sabía cómo.
Cowart no pudo regresar a la prisión hasta la mañana del séptimo día. La investigación del asesinato lo había atrapado en el tiempo.
Él y el cartero habían esperado en silencio, sentados en los peldaños de la entrada, a que llegara el coche patrulla.
– Esto es increíble -había dicho el cartero-. ¡Maldita sea!, quería aprovechar la marea de la tarde para pescar algún pargo para cenar. -Sacudió la cabeza.
Al cabo de un rato, oyeron que un coche patrulla se acercaba por Tarpon Drive; cuando levantaron la mirada vieron que lo ocupaba un único agente. Aparcó enfrente y se apeó despacio.
– ¿Quién de los dos ha llamado? -preguntó. Era un hombre joven, con músculos de culturista y gafas de espejo.
– Yo -respondió el cartero-. Pero él es quien entró y los encontró.
– ¿Y quién es usted?
– Soy periodista del Miami Journal -contestó Cowart lánguidamente.
– Ajá. ¿Y qué tenemos aquí?
– Dos muertos. Asesinados.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Compruébelo usted mismo.
– No se muevan de aquí. -El agente pasó entre los dos.
– ¿Adónde cree que vamos a ir? -repuso el cartero en voz baja-. ¡Joder! Pero si he pasado por esto muchas más veces que él. ¡Eh, agente! -gritó al policía-. Parece salido de una puta película. No toque nada.
– Lo sé -replicó el joven agente.
Cowart y el cartero observaron cómo entraba en la casa.
– Creo que se va a llevar la impresión más espantosa de su corta carrera -comentó Cowart.
El cartero sonrió.
– Seguramente piensa que su trabajo es sólo cazar coches que rebasen el límite de velocidad de camino a cayo Vizcaíno.
En ese momento oyeron los juramentos del policía.
– ¡Puta mierda! ¡Joder! -La exclamación subió repentinamente de tono, como una gaviota sorprendida que surca el cielo.
Hubo una pausa y acto seguido el agente salió de la casa a trompicones. Cruzó el patio delantero, dejando atrás a Cowart y al cartero, y vomitó.
– Vaya -dijo en voz baja el cartero. Se ajustó la coleta y sonrió.
– El hedor es insoportable -dijo Cowart, viendo al policía boquear agitadamente.
Al cabo, el agente se enderezó pálido como la cera. Cowart le dio un pañuelo y el policía se enjugó la cara.
– Pero ¿quién demonios…?
– ¿Quién? Son los padres adoptivos de Blair Sullivan -respondió Cowart-. ¿Por qué? Eso ya es otra cuestión.
– No puede haberlo hecho Sullivan -dijo el cartero-. ¿No se supone que lo van a electrocutar?
– Así es.
– Dios. Pero ¿cómo ha llegado usted hasta aquí?
«Buena pregunta», pensó Cowart, y respondió:
– He venido en busca de noticias.
– Pues me parece que las ha encontrado -dijo el cartero.
Cowart permaneció de pie en un rincón mientras los analistas recogían pruebas en la escena del crimen; observó cómo trabajaban, consciente de que el tiempo se le escurría entre los dedos. Había telefoneado a la sección de noticias locales para informar al redactor jefe sobre lo ocurrido; y éste, por muy acostumbrado que estuviera a los absurdos propios del sur de Florida, se llevó una sorpresa.
– ¿Qué crees que hará el gobernador? -preguntó-. ¿Crees que mantendrá la ejecución?
– No lo sé. ¿Y tú?
– ¡Maldita sea!, ¿quién puede saberlo? ¿Cuándo volverás para preguntarle a ese loco hijoputa qué está pasando aquí?
– Volveré en cuanto pueda salir de aquí.
Pero se vio obligado a esperar.
La recogida de pruebas en el escenario de un crimen es una labor que requiere paciencia. Las nimiedades cobran importancia; incluso el menor detalle puede resultar crucial. Y se convierte en una tarea apasionante para los profesionales que se sirven de la ciencia para desentrañar el crimen.
Cowart se inquietaba con sólo pensar que Sullivan lo esperaba en su celda. No dejaba de mirar el reloj. Hasta bien entrada la tarde no se le acercaron dos detectives del condado de Monroe. El primero era un hombre maduro con un desaliñado traje marrón; su colega era una mujer mucho más joven, una rubia teñida que vestía chaqueta y pantalones holgados para su delgada figura. Cowart vio que bajo la chaqueta le asomaba una pistola enfundada. Ambos llevaban gafas de sol, pero la mujer se sacó las suyas al acercarse a Cowart, dejando al descubierto unos ojos grises que se clavaron en él antes de dar paso a las palabras.
– ¿Señor Cowart? Me llamo Andrea Shaeffer. Soy detective de homicidios y éste es mi colega, Michael Weiss. Estamos al frente de la investigación. Nos gustaría tomarle declaración. -Sacó un bolígrafo y una pequeña libreta.
Cowart asintió con la cabeza. También él sacó su libreta y la mujer le dijo sonriendo:
– La suya es más grande que la mía.
– ¿Qué puede decirme sobre la escena del crimen? -preguntó Cowart.
– ¿Me lo pregunta como periodista?
– Por supuesto.
– Oiga, ¿y qué le parece si primero responde a mis preguntas? Señor Cowart -dijo la detective-, esto es un asesinato. No estamos acostumbrados a que un periodista nos pregunte sobre un crimen antes de que lo hayamos descubierto. Normalmente es al contrario. Así que, ¿por qué no nos explica ahora mismo cómo y por qué descubrió usted esos cadáveres?
– Llevan muertos un par de días -dijo Cowart.
La detective asintió con la cabeza.
– Eso parece. Pero usted vino aquí precisamente esta mañana. ¿Cómo se explica eso?
– Blair Sullivan me dijo que viniera. Ayer, en su celda del corredor de la muerte.
Shaeffer tomó nota, pero hizo un gesto con la cabeza.
– No lo entiendo. ¿Él sabía…?
– No sé lo que él sabía. Simplemente insistió en que viniera aquí.
– ¿Y cómo se lo dijo?
– Me dijo que viniera a entrevistar a las personas que vivían en esta casa. Después supe de quiénes se trataba. Debía regresar a la prisión de inmediato. -Notó el sofoco del tiempo perdido.
– ¿Sabe quién mató a esas personas? -preguntó Shaeffer.
– No. -«No con certeza absoluta», pensó.
– ¿Y cree que Blair Sullivan sabe quién lo hizo?
– Es posible.
La detective suspiró.
– Señor Cowart, ¿se da cuenta de lo extraño que resulta todo esto? Nos ayudaría si fuera un poco más comunicativo.
Cowart sintió que los ojos de la mujer lo escrutaban, como si con la sola fuerza de su mirada pudiera poner a prueba su memoria en las respuestas. Se incomodó.
– Tengo que volver a Starke -dijo-. Tal vez entonces pueda ayudarles.
Shaeffer asintió.
– Creo que uno de nosotros debería ir con usted. O quizá los dos.
– Él no hablará con ustedes -dijo Cowart.
– ¿Ah, no? ¿Y por qué?
– No le gustan los policías. -Pero Cowart sabía que aquello era sólo una excusa.
El día había alcanzado su cénit y, para cuando Cowart llegó a la prisión, avanzaba hacia la tarde. Lo habían retenido en la casa de Tarpon Drive hasta el anochecer, momento en que los detectives habían terminado su trabajo. Había regresado a la redacción del Journal a toda prisa, para convertir lo que era un sinfín de detalles en noticia de periódico, una apresurada recopilación teñida de sensacionalismo, con la impresión de que el tiempo se le echaba encima. Los detectives no habían podido coger el último vuelo; se habían alojado en un motel y por la mañana volaron rumbo al Norte, donde alquilaron un coche con el que le pisaron los talones a Cowart.
Delante de la prisión las cosas habían cambiado mucho. Había más de una docena de furgonetas de televisión en el aparcamiento, con sus respectivos distintivos estampados en los laterales: «En directo», «Noticias en acción» y similares. La mayoría disponía de equipos portátiles para emitir en directo vía satélite. Había cámaras hablando, compartiendo anécdotas o trabajando en su equipo como soldados que se preparan para la batalla. También merodeaban por allí numerosos periodistas y fotógrafos. Tal como estaba previsto, la carretera estaba atestada de manifestantes de ambos bandos, que silbaban, tocaban el claxon y se lanzaban gritos de imprecación.
Cowart aparcó e intentó ir discretamente hacia el acceso a la prisión, pero lo descubrieron casi de inmediato y no tardó en verse rodeado de cámaras. Por su parte, los dos detectives se abrían paso en la misma dirección y lograron rodear la multitud que se agrupaba en torno a Cowart.
El periodista alzó la mano.
– Ahora no. Por favor, ahora no.
– ¡Eh, Matt! -lo llamó un periodista de televisión al que conocía de Miami-. ¿Vas a ver a Blair Sullivan? ¿Va a explicarte qué diablos pasa aquí?
Los focos de la cámara se mezclaron con la intensa luz del sol. Cowart intentó protegerse los ojos.
– Todavía no lo sé, Tom. Déjame averiguarlo.
– ¿Hay algún sospechoso? -insistió el periodista.
– No lo sé.
– ¿Sullivan se saldrá con la suya?
– De verdad que no lo sé.
– ¿Qué te ha dicho?
– Nada. De momento, nada.
– ¿Cuando hable con él nos lo contará? -gritó otra voz.
– Claro -mintió, y se inventó una excusa para salir del paso. Le costó abrirse camino entre la multitud para llegar hasta la puerta principal, donde el sargento Rogers lo esperaba.
– ¡Eh, Matty! -lo llamó el periodista de televisión-. ¿Te has enterado de lo del gobernador?
– ¿De qué, Tom? No sé nada.
– Acaba de ofrecer una rueda de prensa para decir que no suspenderá la sentencia, salvo que Sullivan presente una apelación.
Cowart asintió con la cabeza y llegó a la entrada de la prisión, al amparo del ancho brazo del sargento Rogers. Los dos detectives habían entrado antes y ya se hallaban lejos de los focos rastreadores de las cámaras.
Cuando Cowart entraba, Rogers le susurró una canción de Kenney Rogers al oído.
– «Tienes que saber cuándo aguantar, cuándo doblar y cuándo retirarte…»
– Gracias -le espetó Cowart con sarcasmo.
– Las cosas se están poniendo interesantes -dijo el sargento.
– Puede que para usted -replicó Cowart entre dientes-. Para mí se pone cada vez más difícil.
Rogers rió y se volvió hacía los dos detectives.
– Ustedes deben de ser Weiss y Shaeffer. -Se dieron la mano-. Pueden esperar en esa sala de ahí.
– ¿Esperar? -repitió Weiss con acritud-. Hemos venido a ver a Sullivan. Ahora.
– Él no quiere verlos.
– Pero, sargento -repuso Andrea Shaeffer-, investigamos un caso de asesinato.
– Lo sé -respondió Rogers.
– Mire, ¡maldita sea!, queremos ver a Sullivan, ya -se impacientó Weiss.
– Aquí no trabajamos así, detective. Ese hombre tiene una orden del gobernador… -Echó un vistazo a un reloj de pared, meneando la cabeza-. Le quedan nueve horas y cuarenta y dos minutos de vida. Y, ¡joder!, si él no quiere ver a alguien, no lo voy a obligar. ¿Me explico?
– Pero…
– No hay peros que valgan.
– Pero con Cowart sí va a hablar, ¿no? -preguntó Shaeffer.
– Así es. Perdone, señorita, pero yo no pretendo entender lo que le pasa por la cabeza al señor Sullivan. Y si tiene alguna queja o cree que va a cambiar de parecer, vaya a hablar con el gobernador. A lo mejor le concede más tiempo. Nosotros tenemos que trabajar con lo que tenemos, que es el señor Cowart, su libreta y su grabadora. Nada más.
La mujer asintió y se volvió hacia su colega.
– Llama al despacho del gobernador. A ver qué dicen de todo esto. -Se giró hacia Cowart-: Señor Cowart, ya sé que tiene que hacer su trabajo, pero ¿le preguntará si quiere hablar con nosotros?
– Puedo probar -respondió Cowart.
– Probablemente se haga usted una idea de lo que yo le preguntaría. Intente grabarlo. -Abrió un maletín y le dio unos casetes-. Me quedaré aquí plantada hasta que usted vuelva.
El periodista asintió.
La detective miró al sargento y preguntó, sonriendo:
– ¿Siempre es usted así de raro?
Rogers le devolvió la sonrisa.
– No siempre, señora. -Volvió a mirar el reloj-. Podríamos hablar largo y tendido, pero el tiempo va pasando.
Cowart hizo señas hacia el vestíbulo y siguió al sargento hacia el interior de la prisión. Los dos hombres atravesaron un corredor a paso ligero. El sargento iba sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué ocurre?
– Es que no me gusta tanto desorden -contestó Rogers-. Las cosas deberían estar atadas y bien atadas antes de una ejecución. No me gustan los cabos sueltos, no señor.
– Le entiendo. ¿Adónde vamos?
El sargento lo conducía a un ala diferente de las que ya conocía.
– Sully está incomunicado en una celda contigua a la de la silla. Y muy cerca de una sala con teléfonos y todo lo demás, así que si hay prórroga lo sabremos al momento.
– ¿Cómo está?
– Compruébelo usted mismo. -Señaló una celda apartada.
Había una silla delante de los barrotes. Cowart se acercó solo y vio que Sullivan estaba tumbado en una litera de acero, viendo la televisión. Le habían afeitado la cabeza, de suerte que parecía una máscara de la muerte. Lo rodeaban pequeñas cajas de cartón rebosantes de ropa, libros y documentos: las posesiones de su antigua celda. El preso se volvió repentinamente en la cama, hizo un gesto en dirección a la silla y dejó los pies colgando de la litera, estirándose como si estuviera cansado. En la mano sostenía una Biblia.
– Vaya, vaya, Cowart. Por lo que veo, ha hecho tiempo para unirse a mi fiesta.
Encendió un cigarrillo y tosió.
– Señor Sullivan, hay dos detectives del condado de Monroe que quieren verlo.
– Que los jodan.
– Quieren interrogarlo sobre las muertes de su madre y su padre adoptivos.
– Conque es eso, ¿eh? Pues que los jodan.
– Quieren que yo le pida que acceda a hablar con ellos.
Sullivan soltó una carcajada.
– Vaya, vaya. Pues que los jodan de nuevo. -Se levantó bruscamente y miró alrededor; luego se acercó a los barrotes y se aferró a ellos, dejando la cara aprisionada-. ¡Eh! -gritó-. ¿Qué coño de hora es? Necesito saberlo, ¿qué hora es? ¡Eh! ¡Vosotros! ¡Eh!
– Hay tiempo -dijo Cowart despacio.
Sullivan retrocedió, desviando la mirada hacia Cowart.
– Claro. -Se estremeció, cerró los ojos y respiró hondo-. ¿Sabe una cosa, Cowart? Uno llega a notar cómo los músculos del pecho se van contrayendo más y más a cada minuto que pasa.
– Podría pedir un abogado.
– Al cuerno con los abogados. Uno tiene que jugar la mano que le ha tocado.
– ¿Entonces no va a…?
– No, por supuesto que no. Puede que esté un poco asustado y nervioso, pero qué diablos, conozco la muerte. Sí señor, es algo que conozco muy bien.
Sullivan se paseó por la celda, para acabar sentándose en el borde de la litera, inclinado hacia delante. De pronto pareció relajarse: sonrió para sí y se frotó las manos con impaciencia.
– Hábleme de su entrevista -pidió-. Quiero saberlo todo. -Señaló el televisor-. Ni la puta televisión ni los putos periódicos traen datos fiables. Sólo un montón de basura. Quiero que me lo explique usted.
Cowart se quedó frío.
– ¿Detalles?
– Eso es. No se deje nada en el tintero. ¿Por qué no usa todas esas malditas palabras que tanto domina y me pinta un verdadero retrato?
Cowart respiró hondo. «Estoy más loco que él», pensó, pero empezó:
– Estaban en la cocina. Los habían atado…
– Bien. Bien. Atados. ¿De pies y manos o cómo?
– No. Con los brazos a la espalda, así… -Le hizo una demostración.
Sullivan asintió con la cabeza.
– Bien. Siga.
– Degollados.
Sullivan asintió.
– Había sangre por todas partes. Su madre estaba desnuda. Tenían la cabeza hacia atrás, así…
– Siga. ¿La habían violado?
– No sabría decirle. Había muchas moscas.
– Eso me gusta. Zumbando alrededor… ¿Hacían mucho ruido?
– Así es. -Cowart oía sus propias palabras como ajenas. Pensó que alguna parte de su ser cuya existencia desconocía se había apoderado de él.
– ¿Cree que sufrieron mucho? -preguntó Sullivan.
– ¿Cómo voy a saberlo?
– Vamos, Cowart. ¿Le pareció que tuvieron tiempo de contemplar su propia muerte?
– Creo que sí. Estaban atados a las sillas. Seguramente se miraron el uno al otro hasta el momento final. Supongo que uno tuvo que ver cómo moría el otro, a no ser que hubiera más de un asesino.
– No, sólo había uno -dijo Sullivan en voz baja, y se frotó los brazos-. ¿Estaban sentados?
– Ya se lo he dicho. Estaban atados a las sillas.
– Como yo.
– ¿Qué quiere decir?
– Atado a una silla. Y luego ejecutado. -Rompió a reír.
Cowart notó que el frío se convertía de repente en calor.
– Había una Biblia.
– Y hay quien muere sin gloria, como si nunca…
– Exacto.
– Perfecto. Tal como tenía que ser.
Sullivan se puso en pie y se rodeó el cuerpo con los brazos, abrazándose como para contener los sentimientos que retumbaban en su interior. Los músculos de los brazos se le marcaron y una vena le palpitó en la frente, la cara enrojecida… Hasta que exhaló una larga bocanada de aire.
– Lo veo -dijo-. Puedo verlo. -Levantó los brazos, estirándose. Y los bajó de repente-. ¡De acuerdo! -dijo-. Hecho.
Durante unos momentos resolló como un atleta después de una carrera; luego clavó la mirada en sus propias manos mientras las retorcía hasta convertirlas en garras. Los dragones de los antebrazos cobraron vida. Rió para sus adentros y se volvió hacia Cowart.
– Pero ahora vayamos a otra cosa, al ingrediente que hace que todo esto valga la pena.
– ¿A qué se refiere?
Sullivan meneó la cabeza.
– Saque su libreta y la grabadora. Es hora de conocer el legado, la última voluntad y testamento del viejo Sully.
Mientras Cowart lo ponía todo a punto, Sullivan volvió a tomar asiento en el borde de la litera. Fumaba lentamente, recreándose en cada larga calada.
– ¿Preparado, Cowart? De acuerdo. ¿Por dónde empiezo? Bueno, empezaré por lo obvio. Cowart, ¿cuántas muertes se me han atribuido?
– Oficialmente, doce.
– Así es. Pero seamos exactos. Me han condenado y sentenciado a muerte por esos dos de Miami, aquella tía buena y su novio. Eso es lo oficial. Y luego yo confesé haber cometido otros diez asesinatos; por amabilidad, supongo. Como los casos están en manos de esos detectives, ahora no entraré en detalles. Y luego esa niña de Pachoula, la que hace trece, ¿no?
– Exacto.
– Bueno, de momento vamos a dejarla a un lado. Volvamos al número doce como punto de partida, ¿le parece?
– De acuerdo. El doce.
Sullivan soltó una carcajada.
– Bueno, ésa no es la cifra exacta. Ni por asomo.
– ¿A cuántas personas ha asesinado?
Sullivan sonrió.
– He estado aquí sentado, tratando de echar cuentas, Cowart. Sumando y sumando, intentando dar con la cifra exacta, ¿sabe? No quiero que surjan dudas al respecto.
– ¿A cuántas?
– ¿Y si le dijera que unas treinta y nueve, Cowart? -Se reclinó en su asiento, meciéndose ligeramente. Alzó las rodillas y se las abrazó, sin dejar de balancearse-. Claro que tal vez me deje una o dos. Cosas que pasan. Algunos asesinatos son casi idénticos, no tienen esa chispa que los hace perdurar en la memoria.
Cowart guardó silencio.
– Empecemos con una ancianita a las afueras de Nueva Orleans. Vivía sola en un complejo de apartamentos para la tercera edad, en un pueblecito llamado Jefferson. La vi una tarde, iba paseando sola, tranquilamente, disfrutando del día como si le perteneciera. Así que la seguí. Vivía en una calle llamada Lowell Place. Ella creo que se llamaba Eugenia Mae Phillips. Cowart, me esfuerzo por recordar estos detalles porque cuando uno va a matar, los necesita para seguir adelante. Esto fue hace unos cinco años, en septiembre. Al caer la noche, abrí con una palanqueta una puerta que había en la parte de atrás. Era un apartamento con terraza. No había ni un pestillo, ni una luz, nada de nada. Dígame, ¿por qué vivía allí? Era muy posible que alguien la asesinara, sí señor. No hay violador, ladrón o asesino que se precie que no vea uno de esos apartamentos y entre de un salto sólo por diversión, porque no ofrecen dificultad alguna. Al menos debía haber tenido un buen perro guardián. Pero en cambio tenía un periquito, un periquito amarillo en una jaula. También lo maté. Y eso es lo que sucedió. Claro que primero me divertí un poco con ella. Estaba tan asustada que apenas se resistió cuando le tapé la cabeza con aquella almohada. Cometí violación y robo en otros cinco apartamentos de la zona. Ella fue la única a la que maté. Luego me fui de allí. ¿Sabe?, si uno se mueve deprisa, no le pasa nada.
Sullivan hizo una pausa.
– Téngalo presente, Cowart. No deje de moverse. Nunca se quede quieto ni eche raíces. Si se mueve, la policía no lo atrapará. Maldita sea, me han detenido por vagabundeo, allanamiento de morada, por sospechoso de robo, todo tipo de mierdas. Pero nunca por asesinato. Pasé un par de noches en la cárcel y en una ocasión me tuvieron un mes en un calabozo de Dothan, Alabama. Era un lugar asqueroso, lleno de ratas y cucarachas, y el hedor era insoportable. Pero nunca nadie me detuvo por lo que realmente era. ¿Cómo iban a hacerlo? Yo no era nadie… -Sonrió-. O eso pensaban.
Titubeó, mirando a través de los barrotes.
– Aunque las cosas han cambiado, ¿no? Ahora mismo, Blair Sullivan es un poco más importante, ¿verdad? -Levantó la mirada hacia el periodista-. ¿Verdad, joder?
– Sí.
– ¡Entonces dígalo!
– Ahora es mucho más importante.
Sullivan pareció relajarse, porque habló más despacio.
– Eso es. Muy bien. -Cerró los ojos un momento, y cuando se abrieron rebosaban indiferencia-. Bueno, puede que ahora mismo sea el tipo más importante del estado de Florida, ¿no le parece, Cowart?
– Tal vez.
– Bueno, y todo el mundo quiere saber lo que sabe el viejo Sully, ¿cierto?
– Cierto.
– ¿Entiende lo que eso significa, Cowart?
– Creo que sí.
– Estupendo. Me atrevería a decir que mucha gente estará intrigada… -alargó la palabra, dejándola rodar en la lengua como si se tratara de un caramelo duro- por lo que el viejo Sully tiene que decir.
Cowart asintió con la cabeza.
– Bien. Muy bien. Cuando pasé por Mobile, maté a un muchacho que trabajaba en un Seven-Eleven. Fue un atraco, nada del otro mundo. ¿Tiene idea de cuán difícil es que la poli te pille en pleno atraco? Nadie te ve entrar, nadie te ve salir. La mano demoníaca aterriza y ¡bingo! Alguien muere. También era un buen chico. Imploró un par de veces. Dijo: «Llévese el dinero. Lléveselo todo.» Dijo: «No me mate. Sólo trabajo aquí para ir a la universidad. Por favor, no me mate.» Claro que lo maté. Le disparé una vez en la nuca; agradable, rápido y sencillo. Me llevé unos doscientos pavos. También cogí un par de chocolatinas, unas latas de refresco y alguna bolsa de patatas fritas, y luego lo dejé tras el mostrador…
Hizo una pausa. Cowart vio que el sudor resbalaba por la frente de aquel hombre.
– Si tiene alguna pregunta, no dude en hacérmela.
Cowart espetó:
– ¿Se acuerda de la hora, el día y el lugar?
– Vale, vale. Intentaré recordarlo. Necesita detalles.
Sullivan se relajó, pensativo, y a continuación soltó una breve carcajada.
– Caray, debería llevar una libreta, igual que usted. Tengo que fiarme de mi memoria.
Sullivan volvió a recostarse, evocando detalles, lugares y nombres, sin prisa pero sin pausa, revolviendo en su pasado.
Cowart escuchó atentamente, haciendo preguntas de vez en cuando, intentando sacar algún provecho de las historias que Sullivan le contaba. La fuerte aprensión del principio se desvaneció después de haber oído unas cuantas. Se sucedían en una especie de terror regular, en el que todos los horrores que una vez habían sufrido personas de carne y hueso quedaban reducidos a los recuerdos de aquel psicópata. Cowart escarbaba en los detalles del asesino y la acumulación de palabras restaba pasión a cada caso. Eran palabras sin sustancia, sin apenas conexión con este mundo. De alguna manera, el hecho de que aquellos sucesos hubieran llenado los últimos momentos de las vidas de seres humanos perdía importancia cuando Blair Sullivan los relataba con aquella maldad creciente, carente de imaginación y totalmente monótona.
Las horas transcurrían inexorablemente.
El sargento Rogers trajo comida. Sullivan le hizo señas para que se fuera. La tradicional última comida, un filete a la plancha con puré de patatas y tarta de manzana, se espesaba en una bandeja. Cowart se limitaba a escuchar.
Pasaban unos minutos de las once de la noche cuando Sullivan terminó y esbozó una pálida sonrisa.
– Esos son los treinta y nueve -dijo-. Casi nada, ¿no? Puede que no bata ningún récord, pero por ahí andará la cosa, ¿eh?
Suspiró profundamente.
– ¿Sabe? Me hubiera gustado batir el récord. ¿Cuál es el récord para un tipo como yo? ¿Lo sabe usted, Cowart? ¿Soy el número uno, o es otro el que se lleva la palma? -Rió con frialdad-. Claro que aunque no sea el número uno en cifras, estoy seguro de que soy el mejor en cuanto a, ¿cómo lo diría usted, Cowart? ¿Originalidad?
– Señor Sullivan, no queda mucho tiempo. Si quiere…
De repente Sullivan se puso en pie, con ojos de maníaco.
– ¿Es que no me ha oído, amigo?
Cowart levantó la mano.
– Sólo quería…
– ¡Lo que usted quería no importa! ¡Lo que yo quiero, sí!
– Está bien.
Sullivan miró entre los barrotes. Respiró hondo y bajó la voz.
– Es hora de contarle una última historia, Cowart. Antes de dejar este mundo, antes de despegar en el cohete del estado.
Cowart sintió una terrible sequedad en su interior, como si el calor que emanaba de las palabras de aquel hombre hubiera evaporado toda la humedad de su cuerpo.
– Ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver. Como lo llaman en el tribunal, una prueba testifical in articulo mortis. El último testimonio antes de morir. Se supone que nadie debería irse al más allá con una mentira en los labios. -Soltó una estentórea carcajada-. Eso quiere decir que será la verdad… -Hizo una pausa, y añadió-: Si usted se la cree. -Miró fijamente al periodista-. La preciosa Joanie Shriver. La pequeña y dulce Joanie.
– La número cuarenta -señaló Cowart.
Sullivan hizo un gesto de negación.
– No. -Sonrió-. Yo no la maté.
A Cowart se le hizo un nudo en el estómago.
– ¿Qué quiere decir?
– Yo no la maté. Maté a todos los demás, pero a ella no. Es cierto que estaba en el condado de Escambia. Y desde luego, si la hubiera visto me habría gustado hacerlo. No me cabe ninguna duda; si hubiera estado aparcado a la salida del colegio, habría hecho exactamente lo que le hicieron. Habría bajado la ventanilla y le habría dicho: «Ven aquí, pequeña…» Se lo aseguro. Pero no lo hice, no señor. Yo no cometí ese crimen. -Hizo una pausa y concluyó-: Inocente.
– Pero la carta…
– Cualquiera puede escribir una carta.
– Y el cuchillo…
– Bueno, en eso tiene razón. Ése fue el cuchillo que mató a la pobre niña.
– Pero no entiendo…
La carcajada de Sullivan se convirtió en un acceso de tos áspera que retumbó en el pasillo.
– He estado esperando que llegara este momento -dijo casi lagrimeando de tanto reírse-. Deseaba ver esa cara.
– Yo…
– Es inolvidable, Cowart. Parece confundido y crispado. Como si fuera usted al que fueran a sentar en la silla y no a mí. ¿Qué está pasando aquí? -Se dio un golpecito en la frente.
Cowart clavó su mirada en aquel asesino burlón.
– Creía que lo sabía todo, ¿eh, Cowart? Se creía usted muy listo. Pues ahora, señor Premio Pulitzer, déjeme decirle una cosa: no es usted tan listo.
Siguió riéndose y tosiendo.
– Cuéntemelo -dijo Cowart.
Sullivan levantó la mirada.
– ¿Hay tiempo?
– Sí, lo hay -dijo Cowart entre dientes.
El reo se puso en pie y empezó a pasearse por la celda.
– Tengo frío -dijo.
– ¿Quién mató a Joanie Shriver?
Sullivan se detuvo y sonrió.
– Usted lo sabe -respondió.
Cowart sintió que el suelo se le abría bajo los pies. Se agarró a la silla, a la libreta, al bolígrafo, intentando no perder la compostura. Observó que el cabezal de su grabadora giraba, registrando el súbito silencio.
– Dígamelo -susurró.
Sullivan rió de nuevo.
– ¿De verdad quiere saberlo?
– ¡Dígamelo!
– Está bien. Imagínese a dos hombres en dos celdas contiguas del corredor de la muerte. Uno de ellos quiere salir porque tuvo la mala suerte de caer en desgracia con un detective que hizo lo imposible por incriminarlo, porque fue condenado por un jurado racista que posiblemente lo consideraba el asesino negro más despiadado de la última década. Por supuesto, hicieron bien en condenarlo. Pero todas las razones en que se basaron eran falsas. Así pues, este hombre está lleno de ira e impaciencia. En cambio, el otro hombre sabe que nunca se librará de su cita con la silla eléctrica; puede posponerla un poco, pero sabe que le llegará la hora. Y lo que más le jode es que todavía queda odio en su interior. Todavía hay algo que le gustaría hacer antes de morir, aunque tenga que hacerlo a las puertas de la muerte. Algo muy importante para él. Algo tan malvado y descabellado que sólo hay una persona en este mundo a la que podría pedirle que lo hiciera.
– ¿A quién?
– A alguien como él. -Sullivan se quedó mirando a Cowart, que se quedó petrificado en la silla-. Alguien exactamente igual que él.
Cowart guardaba silencio.
– Entonces descubren que tienen mucho en común. Como que habían estado en el mismo lugar al mismo tiempo, conduciendo el mismo tipo de coche. Y se les ocurre una idea, ¿sabe? Una idea muy buena. La clase de plan que no habría concebido ni el mismísimo ayudante del demonio. El hombre que jamás saldrá del corredor de la muerte se atribuirá el crimen del otro. Y a cambio, el otro hombre hará algo por su socio cuando salga en libertad. ¿Me sigue?
Cowart permanecía inmóvil.
– ¿Lo ve, maldito cabrón? Nunca se lo habría tragado si las cosas hubiesen sido al revés. Por un lado, el pobre e inocente hombre negro, injustamente condenado; la gran víctima del racismo y el prejuicio. Por otro, el tipo blanco, malo y despiadado. Nunca habría funcionado si hubiera sido al contrario, no costaba tanto imaginárselo. Y lo más importante: todo lo que tuve que hacer fue hablarle a usted del cuchillo y escribir esa carta en el momento oportuno para que pudieran leerla en la vista. Pero lo mejor fue que sólo hizo falta negar la autoría del crimen, decir que yo no tenía nada que ver en el asunto. Lo cual era verdad. La mejor manera de hacer que una mentira funcione, Cowart, es añadirle un poco de verdad. Sabía que si yo confesaba, usted habría encontrado la manera de demostrar mi inocencia. Así que me limité a hacerle creer a usted y a todos sus colegas de la televisión y los periódicos que yo era el culpable; sólo hice que pareciera que ésa era la verdad. Luego dejé que la naturaleza siguiera su curso. Todo lo que tuve que hacer fue abrir apenas la puerta… -volvió a soltar una carcajada- para que Bobby Earl se colara por la rendija en cuanto usted la abriera del todo.
– ¿Por qué iba yo a creerlo?
– Porque hay dos cadáveres sentados en el condado de Monroe. Los números cuarenta y cuarenta y uno.
– ¿Y por qué me lo cuenta?
– Bueno. -Sonrió una vez más-. Esto no forma parte del trato que hice con Bobby Earl. Él cree que el trato se acabó cuando el otro día fue a Tarpon Drive a hacer ese trabajito por mí. Yo le doy la vida, y él, a cambio, me da la muerte. Así de sencillo. Cerramos el trato con un apretón de manos y nos despedimos. Al menos eso cree él. Pero ya le dije que el viejo Sully llega a todas partes… -Soltó una estridente carcajada. La luz de la bombilla que colgaba del techo se reflejó sobre su cráneo afeitado-. Y ¿sabe una cosa, Cowart? Yo no soy el tipo más honrado del mundo.
Sullivan se puso en pie y estiró los brazos.
– A lo mejor de esta manera consigo que Ferguson me acompañe de camino al infierno. El número cuarenta y dos. Le saldría el tiro por la culata. Sería un buen compañero de viaje, por así decirlo. Viajaríamos juntos al infierno, a paso ligero. -De pronto dejó de reír-. ¿No es una buena broma para antes de morir? Él jamás pensó que se me pudiera ocurrir.
– ¿Y si no me lo creo?
Sullivan soltó una risotada.
– Quiere pruebas, ¿eh? ¿Qué cree que el viejo Bobby Earl ha estado haciendo desde que usted lo puso en libertad?
– Ha estado en la universidad, estudiando. También da charlas en algunas parroquias…
– Cowart -lo interrumpió Sullivan-, ¿sabe lo estúpido que suena eso? ¿Le parece que Bobby Earl aprendió algo positivo de la pequeña experiencia que vivió en nuestro sistema de justicia penal? ¿Cree que ese muchacho es tonto?
– No lo sé…
– Eso es. Usted no lo sabe, pero será mejor que lo descubra. Porque le apuesto a que se han derramado muchas lágrimas a raíz de lo que Bobby Earl ha estado haciendo. Y si no, vaya a comprobarlo usted mismo.
Cowart se tambaleó ante aquel torrente de palabras. Trataba de lidiar con aquella inquina indescriptible.
– Necesito pruebas -repitió con escasa convicción.
Sullivan silbó y dejó que los ojos se le pusieran en blanco al mirar hacia el techo.
– ¿Sabe, Cowart? Es usted como uno de esos chiflados monjes medievales que se pasaban el día buscando pruebas de la existencia de Dios. ¿No reconoce la verdad cuando la oye, amigo?
Cowart negó con la cabeza.
Sullivan sonrió.
– Yo diría que no. -Guardó un momento de silencio, recreándose antes de continuar-. Soy más listo de lo que cree. Por eso, cuando Bobby Earl y yo lo planeábamos todo, descubrí algo más. Tenía que guardarme un as en la manga, para asegurarme de que Bobby Earl cumplía su parte del trato. Y también para guiarlo a usted por el camino de la verdad.
– ¿Qué es?
– Bueno, hagamos de esto algo emocionante, Cowart. Présteme atención. No escondió sólo el cuchillo. También escondió otras cosas… -Reflexionó un momento antes de dedicar una sonrisa burlona al periodista-. Bueno, supongamos que esas cosas están en un lugar realmente asqueroso, sí señor. Y que usted sólo podrá verlas si es muy pero que muy listo, Cowart. -Soltó una carcajada grotesca.
– No lo entiendo.
– Recuerde mis palabras exactas cuando vuelva a Pachoula. El camino de la verdad puede ser de lo más sórdido. -La dureza que emanaba de aquella voz retumbaba en torno a Matthew Cowart, que permanecía inmóvil, estupefacto-. ¿Qué me dice, eh? ¿He conseguido matar también a Bobby Earl? -Se inclinó hacia delante-. ¿Y qué me dice de usted? ¿He acabado con su vida? -Se recostó bruscamente-. Eso es todo. Final de la historia. Final de la charla. Adiós, Cowart. Es hora de morir, pero nos veremos en el infierno.
Se levantó y volvió lentamente la espalda al periodista, cruzó los brazos y clavó la mirada en una pared; los hombros le temblaban de miedo y emoción. Por un momento, Cowart se sintió incapaz de mover las piernas, como un anciano achacoso, como si el peso de lo que acababa de oír le oprimiera los hombros. Su cabeza estaba a punto de estallar y tenía la garganta reseca; la mano le tembló ligeramente cuando la alargó para recoger la libreta y la grabadora. Al ponerse en pie, se tambaleó. Dio un paso, luego otro, y finalmente se alejó a trompicones de aquel psicópata implacable que miraba absorto la pared. Se detuvo al fondo del pasillo y procuró respirar hondo. Estaba nervioso, sentía náuseas, y luchaba por contenerse. Levantó la cabeza cuando oyó pasos. Vio a un adusto sargento Rogers y a una partida de guardias fornidos acercarse por el otro pasillo. También había un sacerdote con alzacuellos y la frente perlada de sudor, así como varios funcionarios de prisiones que consultaban inquietos sus relojes. Cowart levantó la mirada y vio un enorme reloj eléctrico en la pared. El segundero avanzaba inexorablemente. Quedaban diez minutos para la medianoche.
Cowart temió desvanecerse. Le pareció que se tambaleaba, que avanzaba a trompicones hacia un agujero negro.
– ¿Señor Cowart?
El periodista respiró hondo.
– Señor Cowart, ¿se encuentra bien?…
Se derrumbó estrepitosamente y notó que el cuerpo se le hacía añicos.
– ¡Eh, Cowart! ¡Venga, despierte!
Cowart abrió los ojos y vio el semblante pálido del sargento Rogers.
– Ahora tiene que ocupar su lugar, Cowart. Aquí no esperamos a nadie, y los testigos tienen que estar sentados antes de medianoche.
El sargento hizo una pausa, y se pasó una manaza por el corto pelo en un gesto de cansancio y tensión.
– Esto no es como el cine, que uno puede llegar tarde. ¿Puede moverse? Vamos, intente levantarse.
– Allí estaré -dijo Cowart con voz ronca.
– No es tan duro como cree -dijo el fornido guardia. Pero luego negó con la cabeza-. No, no es cierto. Es más duro de lo que parece. Y si no se le revuelve el estómago, es que no es humano. Pero usted es fuerte, ¿verdad?
Cowart tragó saliva.
– Estoy bien.
Rogers lo observó.
– Sully debe de haberle dicho algo muy duro. ¿De qué diablos le habló durante tanto rato? Tiene aspecto de haber visto un fantasma.
«Lo he visto», pensó Cowart, pero respondió:
– De la muerte.
El sargento gruñó:
– Él la conoce mejor que nadie. Y esta noche va a verla con sus propios ojos, en directo. La muerte no espera a nadie.
El periodista sabía de qué estaba hablando y sacudió la cabeza.
– ¡Bah! Claro que sí -dijo-. Se toma su tiempo.
Rogers lo miró de hito en hito.
– Bueno, no es usted el que va hacer el trayecto final. ¿Seguro que se encuentra bien? No quiero que nadie se desmaye o monte un numerito ahí dentro. Tenemos que comportarnos con decoro cuando electrocutamos a alguien. -El guardia intentó sonreír con aquella ironía.
Cowart dio un paso vacilante y dijo:
– Descuide, sabré comportarme.
Era tal la paradoja de esas palabras que tuvo ganas de reírse. «Te has comportado muy bien, Matthew -habló una voz en su interior-. Desde luego que sí. Estupendamente. Has logrado poner a un asesino en libertad. Todo un éxito, muchacho.» Entonces tuvo una horrible y repentina visión de Robert Earl Ferguson riéndose de él en la puerta de aquella casita en los cayos, antes de entrar a cumplir su parte del trato. La voz del asesino retumbaba en su cabeza. Luego recordó las fotografías que habían sacado a Joanie Shriver en el pantano donde yacía muerta. Recordó que resbalaban entre las manos sudorosas, como si estuvieran manchadas de sangre. «Estoy muerto», pensó. Pero obligó a sus pies a seguir adelante. Entró en la sala a las doce menos dos minutos.
Los primeros ojos que vio fueron los de Bruce Wilcox. El irritable detective estaba sentado en primera fila y llevaba una chaqueta a cuadros que parecía una morbosa y cómica irreverencia. Sonrió a regañadientes y le indicó con la cabeza el asiento vacío que tenía al lado. Cowart echó una ojeada a las dos docenas de testigos sentados en dos hileras de sillas plegables que miraban fijamente al frente como tratando de grabar cada detalle del acontecimiento en su memoria. Todos parecían figuras de cera. Nadie se movía.
Una mampara de cristal los separaba de la sala de ejecución, de modo que parecían estar presenciando la acción en un escenario o en algún extraño televisor tridimensional. Había cuatro hombres en la sala: dos funcionarios de prisiones con uniforme; un tercer hombre, el doctor, que llevaba un pequeño maletín médico, y otro hombre con traje, de quien alguien susurró que venía «del despacho del fiscal general del estado», que esperaba bajo un reloj eléctrico de pared.
Cowart vio cómo el segundero guadañaba el tiempo.
– Siéntese, Cowart -susurró el detective-. El espectáculo va a empezar.
Cowart vio a otros dos periodistas del Tampa Tribune y del St. Petersburg Times. Parecían serios y anotaban los detalles en sus libretas. Detrás de ellos había una mujer de un canal de televisión de Miami; sus ojos miraban al frente, hacia la todavía vacía silla eléctrica; en el puño llevaba enroscado un pañuelo blanco.
Cowart casi tropezó en el asiento que tenía reservado, y el rígido metal de la silla le escaldó la espalda.
– Una noche dura, ¿eh, Cowart? -susurró el detective.
El aludido no respondió.
– Aunque para otros es mucho más dura -gruñó Wilcox.
– No esté tan seguro de ello -contestó Cowart-. ¿Qué pinta usted aquí?
– Tanny tiene amigos. Quería comprobar si el viejo Sully mantenía su palabra. Seguimos sin creernos esa mierda que usted escribió, donde decía que él había matado a la pequeña Joanie. Tanny no sabía muy bien qué pasaría si Sullivan no se retractaba; pero pensó que si no lo hacía y yo venía a verlo con mis propios ojos, eso me enseñaría a respetar el sistema judicial. Tanny siempre intenta aleccionarme. Dice que saber lo que puede ocurrir al final hace de un hombre un mejor policía. -Los ojos del detective irradiaban humor negro.
– ¿Ya lo ha aprendido? -preguntó Cowart.
Wilcox negó con la cabeza.
– Todavía no ha surtido efecto. La clase todavía no ha terminado. -Sonrió-. Está un poco pálido. ¿Le preocupa algo? -Antes de que Cowart pudiera responder, Wilcox le susurró-: ¿Cuáles son sus últimas palabras? Es medianoche.
Una puerta lateral se abrió y el alcaide entró en la sala. Lo seguía Blair Sullivan, flanqueado por dos guardias y arrastrado por un tercero. Tenía la cara rígida y pálida, y aspecto cadavérico; de hecho, todo su cuerpo nervudo parecía más pequeño y enfermizo. Llevaba una sencilla camisa blanca con el cuello abotonado y unos pantalones azul marino. El sacerdote con alzacuellos y Biblia en mano iba a la zaga del grupo con expresión compungida; se dirigió al lateral de la sala, deteniéndose sólo para encogerse de hombros hacia el alcaide, y abrió la Santa Biblia. Empezó a leer en voz muy queda. Cowart observó que Sullivan abría los ojos de par en par al ver la silla y desviaba la miraba hacia el teléfono de pared, y que durante una fracción de segundo las rodillas le flaqueaban.
No obstante, recobró la compostura casi al instante y aquella vacilación se desvaneció. Cowart pensaba que era la primera vez que veía a Sullivan reaccionar de una manera ligeramente humana. Después todo empezó a discurrir rápidamente, con el movimiento espasmódico de una película muda.
Sentaron a Sullivan en la silla y dos guardias empezaron a ajustarle las abrazaderas de piernas y brazos. Unas correas marrones de cuero le aprisionaban el pecho, frunciéndole la camisa. Un guardia le colocó un electrodo en la pierna; otro, apostado detrás de la silla con un capuchón en las manos, se preparaba para cubrir la cabeza de Sullivan.
El alcaide dio un paso al frente y empezó a leer una orden de ejecución con ribete negro firmada por el gobernador de Florida. Cada sílaba avivaba el miedo de Cowart, como si fuera dirigida a él. El alcaide leía apresuradamente, hasta que respiró hondo y procuró hablar más despacio. Su voz sonaba extrañamente metálica y remota. Había altavoces empotrados en las paredes y micrófonos ocultos en la sala de ejecución.
El alcaide acabó la lectura. Se quedó un instante mirando la hoja como si buscara algo más para leer. A continuación, levantó la mirada y la posó en Sullivan.
– ¿Cuáles son sus últimas palabras? -preguntó en voz baja.
– Que ya puede irse al infierno. Deme la puta corriente -dijo Sullivan con una voz trémula poco propia de él.
El alcaide hizo una seña con la mano derecha, la que sostenía la orden de ejecución enrollada, al guardia apostado detrás de la silla, y éste colocó con poca delicadeza el capuchón y la máscara de cuero negro sobre la cabeza del condenado. Luego conectó un largo conductor eléctrico al capuchón. Sullivan empezó a retorcerse, en un repentino impulso contra las correas que lo sujetaban. Cowart vio cómo los dragones tatuados en los brazos cobraban vida cuando los músculos temblaron y se tensaron. Los tendones del cuello se le pusieron tirantes como los cabos de una embarcación azotada por el viento. Sullivan gritó algo, pero las palabras fueron sofocadas por un barboquejo de cuero y el protector que le habían introducido entre los dientes y la lengua. Las palabras se convirtieron en gruñidos y quejidos inarticulados, que aumentaban o disminuían de volumen según la intensidad del pánico. La sala de testigos permanecía en silencio, salvo por el lento inspirar y espirar de una respiración atormentada.
Cowart se fijó en que el alcaide asentía de manera casi imperceptible hacia un tabique que había en la parte posterior de la sala de ejecución. Atisbo una pequeña rendija y, por un instante, vio un par de ojos.
Los ojos del verdugo.
Echaron un vistazo al hombre sentado en la silla, y luego desaparecieron.
Se oyó un ruido sordo.
Alguien jadeó; otra persona tosió con fuerza; se oyeron unos cuantos insultos en voz baja. Las luces se atenuaron unos momentos, y luego el silencio volvió a apoderarse de la sala.
A Cowart le faltaba el aire, como si una ruano le oprimiese el pecho fuertemente. Observó inmóvil cómo el color de los puños de Sullivan había pasado de rosáceo a pálido y luego a gris.
El alcaide volvió a hacer un gesto de asentimiento hacia el tabique posterior.
Un remoto generador escupió un zumbido y sacudió el reducido espacio. Cowart empezó a percibir un ligero olor a carne chamuscada que le revolvió el estómago.
Transcurrieron unos segundos mientras el médico esperaba a que los 2.500 voltios se descargaran de aquel cuerpo sin vida. Luego se le acercó y sacó un estetoscopio de su maletín negro.
Y eso fue todo. Cowart vio cómo los funcionarios rodeaban el cuerpo de Sullivan, desplomado en la pulida silla de roble. Eran como actores de teatro preparándose para desmontar un escenario después de la última función de algún fracasado espectáculo. Él y los otros testigos se quedaron con la mirada fija, tratando de captar la imagen del rostro de aquel hombre inerte cuando lo trasladaron de la silla eléctrica a una bolsa negra para cadáveres. Pero lo hicieron demasiado rápido para que nadie viera si los globos oculares le habían estallado o si la piel se le había llenado de manchas rojas y costras negras. Enseguida lo sacaron en una camilla por una puerta lateral. Cowart pensó que era algo horrible, pero en el fondo mera rutina. Tal vez ésa fuera la faceta más aterradora de todo aquello. Había presenciado el tratamiento industrial del mal: muerte enlatada y embotellada y repartida con la matinal parafernalia del lechero.
– Un malo menos -dijo Wilcox con serena satisfacción-. Todo ha terminado… -Echó un vistazo a Cowart-. Salvo los gritos.
Cowart recorrió los pasillos de la cárcel con el resto de los testigos hacia donde se habían aglomerado los demás miembros del contingente de prensa y los manifestantes. Las luces de las cámaras de televisión invadían el vestíbulo, concediéndole una especie de resplandor espiritual. El suelo pulido relucía y las paredes encaladas parecían vibrar con la luz; se dispuso un banco con micrófonos tras un estrado improvisado. Cowart intentaba deslizarse hasta un lateral de la sala, no lejos de la puerta, cuando el alcaide se aproximó a la concurrencia, levantando la mano para eludir preguntas; allí no había sombras tras las que ocultarse.
– Les leeré un breve comunicado -dijo con voz tensa-. Luego responderé a sus preguntas y los funcionarios que han sido testigos de la ejecución los mantendrán informados.
Como hora oficial de la muerte, se estableció las 00.08. El alcaide dijo con monotonía que un representante del fiscal general del estado había estado presente cuando preparaban a Sullivan para la ejecución y durante el procedimiento, para asegurarse de que la normativa se cumplía escrupulosamente, para que luego nadie pudiera alegar que a Sullivan se le habían negado sus derechos, que lo habían hostigado o golpeado; pues, de hecho, eso mismo había ocurrido más de una docena de años atrás, cuando el estado había reimplantado la pena de muerte con la ejecución de un patético criminal llamado John Spenkelink. También dijo que Sullivan había rechazado la preceptiva y última petición de clemencia, justo antes de entrar en la sala de ejecución. Citó así las últimas palabras del difunto:
– «Ya puede irse a la obscenidad. Deme la obscena corriente.»
Las cámaras zumbaban y soltaban chasquidos, como una bandada de pájaros mecánicos alzando el vuelo al unísono.
Después, el alcaide dio paso a los tres periodistas que habían asistido como testigos. Uno por uno, fueron leyendo de sus libretas, refiriendo con serenidad los detalles de la ejecución. Todos estaban pálidos, pero mantenían la voz firme. La mujer de Miami dijo que los dedos de Sullivan se habían puesto rígidos y que, con la primera descarga, sus manos se habían convertido en puños y la espalda se le había arqueado en la silla. El periodista de Saint Petersburg había advertido la momentánea vacilación de Sullivan nada más ver la silla. Por su parte, el del Tribune de Tampa dijo que Sullivan había fulminado con la mirada a los testigos y que, cuando le ajustaron las correas, parecía más enfadado que nunca; asimismo, se había fijado en que uno de los guardias había tenido problemas para ajustar una de las correas que le sujetaban la pierna derecha. El periodista añadió que el cuero se había deshilachado con la intensidad de la descarga y que, después, estuvo a punto de romperse con la fuerza de los espasmos que la corriente provocaba en Sullivan. Finalmente, recordó a los presentes que se trataba de descargas de 2.500 voltios.
Cowart oyó una voz conocida a su espalda. Se giró y vio a los dos detectives del condado de Monroe.
Andrea Shaeffer le preguntó con dulzura:
– ¿Qué le dijo, señor Cowart? ¿Quién mató a esas personas?
Sus ojos grises se clavaron en los de Cowart y éste sintió una descarga de distinta índole.
– Los mató él -respondió.
Shaeffer lo agarró del brazo. Pero antes de que la detective siguiera con el interrogatorio, un nuevo clamor recorrió la asamblea.
– ¿Dónde está Cowart?
– ¡Cowart, es su turno! ¿Qué ocurrió?
Cowart se dirigió a trompicones hacia el estrado, intentando recordar todo lo que había oído. Le temblaban las manos, tenía la cara congestionada y la frente empapada de sudor. Sacó un pañuelo blanco y se secó lentamente la frente, como si así pudiera borrar el pánico que lo embargaba.
Pensó: «No he hecho nada malo. Yo no soy culpable de nada.» Pero ni él mismo se lo creía. Necesitaba un momento para pensar, para saber qué decir, pero no había tiempo. Así que se aferró a la primera pregunta que oyó.
– ¿Por qué Sullivan no apeló?
Cowart respiró hondo y respondió:
– No quería quedarse en prisión esperando a que el estado viniera a buscarlo; así que fue él a por el estado. No es tan extraño. Otros han hecho lo mismo en Texas y Carolina del Norte; como Gilmore, al que ejecutaron en Utah. Es una especie de suicidio, sólo que con consentimiento oficial.
Vio que los reporteros tomaban apresuradas notas, que sus palabras quedaban plasmadas en montones de blocs y libretas.
– ¿Qué le dijo cuando volvió a hablar con él?
A Cowart lo paralizaba la desesperación, pero entonces recordó algo que Sullivan le había dicho: si quieres que alguien crea una mentira, añádele un poco de verdad. Y eso hizo. La fórmula del asesino: mezclar verdades y mentiras.
– Quería confesar -dijo-. Fue algo muy parecido a lo que ocurrió hace unos años con Ted Bundy, cuando justo antes de ir a la silla confesó a los investigadores todos los crímenes que había cometido. Eso mismo hizo Sullivan.
– ¿Porqué?
– ¿Cuántos?
– ¿Quiénes?
Cowart levantó las manos.
– Muchachos, necesito descansar. Todavía no se ha confirmado nada de esto. No sé muy bien si estaba diciendo la verdad o no. Pudo haberme mentido…
– ¿Mentir antes de ir a la silla? ¡Venga ya! -gritó alguien desde el fondo.
Cowart se irritó.
– Yo no lo sé. Les diré algo que salió de su boca: dijo que si matar le parecía fácil, ¿cómo no iba a resultarle fácil mentir?
Todos los presentes garabateaban sus palabras.
– Miren -añadió Cowart-, si les digo que Blair Sullivan confesó haber asesinado a zutano, pero resulta que dicho crimen no se cometió, o que otra persona fue acusada de él, o que el cuerpo de zutano jamás se encontró, entonces provocaría un caos. Sólo les diré que confesó haber cometido múltiples homicidios…
– ¿Cuántos?
– Hasta cuarenta.
El número conmocionó a la multitud. Se hicieron más preguntas a viva voz, y los focos parecieron aumentar de intensidad.
– ¿Dónde?
– En Florida, Louisiana y Alabama. También cometió otros delitos, como violaciones y robos.
– ¿Durante cuánto tiempo?
– Durante meses. Puede que durante años.
– ¿Y qué nos dice de los asesinatos del condado de Monroe? ¿Sus padres adoptivos? ¿Qué le dijo sobre ellos?
Cowart respiró lentamente.
– Contrató a alguien para que cometiera los crímenes. Al menos, eso me dijo. -Sus ojos se desviaron brevemente hacia Shaeffer y vio cómo ésta se inclinaba hacia su compañero para comentarle algo.
– ¿A quién contrató?
– Eso no lo sé. No llegó a decírmelo. -Primera mentira.
– ¡Vamos, hombre! Le habrá dado alguna pista o algún nombre.
– No entró en detalles. -La primera engendró la segunda.
– ¿Quiere decir que se identificó como el cerebro de un doble homicidio y usted no le preguntó cómo lo hizo?
– Se lo pregunté, pero no me lo dijo.
– Bueno, ¿y cómo se puso Sullivan en contacto con su sicario? Le pinchaban las llamadas, su correspondencia pasaba por un censor y estaba incomunicado en el corredor de la muerte. ¿Cómo lo hizo? -Esta pregunta llegó respaldada por algunos aplausos. Venía de uno de los periodistas que habían presenciado la ejecución.
– Insinuó que lo había hecho a través de una especie de informador interno. -Y pensó: «No es exactamente una mentira, sino una verdad a medias.»
– ¡Está ocultando información! -gritó alguien.
Cowart negó con la cabeza.
– ¡Queremos detalles! -vociferó otro.
Cowart levantó los brazos.
– Va a publicar todo esto en el Journal de mañana, ¿verdad, Cowart?
El resentimiento y la envidia de los reporteros era palpable. Cualquiera de los presentes habría vendido su alma al diablo por estar en su lugar. Todos sabían que algo había ocurrido, y se morían por saber exactamente el qué. La información es la divisa del periodismo y Cowart había invadido su terreno. Sabía que nadie se lo perdonaría jamás… si la verdad salía a la luz.
– No sé lo que voy a hacer -declaró-. No he tenido ocasión de revisarlo todo. Tengo que analizar varias horas de grabación y luego seleccionar qué vale la pena.
– ¿Sullivan estaba loco?
– Era un psicópata. Se regía por otra lógica. -Al menos esto era totalmente cierto, pero a continuación vino la pregunta que más temía.
– ¿Qué le dijo de Joanie Shriver? ¿Al final confesó la autoría del asesinato de la niña?
Cowart podía limitarse a decir que sí y acabar con todo aquello. Destruir las grabaciones, vivir con su recuerdo. Pero en cambio optó por un camino entre la realidad y la ficción.
– Ella era parte de la confesión -dijo.
– ¿La mató él?
– Me explicó punto por punto cómo fue asesinada. Conocía todos los detalles que sólo el asesino podría conocer.
– ¿Por qué no dice sí o no?
Cowart procuró no sentirse incómodo.
– Amigos, Sullivan era un caso especial. No se explicaba con un sí o un no. No utilizaba términos absolutos, ni siquiera durante la confesión.
– ¿Qué dijo de Ferguson?
Cowart respiró hondo.
– Que sólo sentía odio hacia él.
– ¿Tiene Ferguson algo que ver en todo esto?
– Creo que Sullivan también lo habría matado si hubiese tenido ocasión de hacerlo. -Exhaló lentamente y los asistentes volvieron a centrarse en Sullivan. Al incluir a Ferguson en la lista de víctimas potenciales, Cowart había conseguido darle una categoría distinta de la que se merecía.
– ¿Nos proporcionará una transcripción de lo que le dijo?
Cowart negó con la cabeza.
– Yo no soy un periodista testimonial.
– ¿Qué va a hacer usted ahora? ¿Va a escribir un libro?
– ¿Por qué no comparte lo que sabe?
– ¿Acaso cree que ganará otro Pulitzer?
Cowart negó con la cabeza. Dudaba que tuviera por mucho más tiempo el que ya había ganado. «¿Un premio? Estaré de suerte si mi premio es superar todo esto.» Levantó la mano.
– Ojalá pudiera decir que la ejecución de esta noche pone fin a la historia de Blair Sullivan, pero no es así. Hay que atar muchos cabos sueltos. Hay unos detectives esperando para hablar conmigo, y también yo tengo que llegar a tiempo a la hora de cierre. Lo siento, pero las cosas funcionan así. No más preguntas. Gracias.
Bajó del estrado, seguido por las cámaras, preguntas a viva voz y una creciente tensión. Notó manos que lo agarraban, pero se abrió paso entre la multitud, alcanzó las puertas de la prisión y salió de allí para internarse en la oscuridad de la noche. El grupo contrario a la pena de muerte estaba apostado al pie de la carretera, con velas, pancartas y cánticos. El tono de sus voces lo envolvió y lo arrastró, como un viento borrascoso, lejos de la cárcel.
– ¡Jesús es nuestro amigo! -entonaban.
Una estudiante que llevaba una sudadera con capucha, como si se tratara de un extravagante sacerdote de la Inquisición, le gritó «¡Fuera! ¡Asesino!», palabras que cortaron como una cuchilla la agradable letanía del cántico.
Cowart se dirigió a su coche.
Buscaba a tientas las llaves cuando Andrea Shaeffer lo alcanzó.
– Tengo que hablar con usted -le dijo.
– No puedo. Ahora no.
Ella lo agarró por el brazo.
– ¿Y por qué no? ¿Qué pasa, Cowart? Ayer no podía. Hoy no podía. Esta noche no puede. ¿Cuándo nos dirá la verdad?
– Oiga -exclamó Cowart-, esos ancianos están muertos, ¿no lo entiende? ¡Él los odiaba, los hizo asesinar y no hay nada que hacer! Usted no necesita una respuesta ahora mismo. Puede esperar hasta mañana por la mañana. ¡Nadie más va a morir esta noche!
La detective se quedó mirándolo fijamente, como si fuera a decirle algo, pero apretó los labios con la mandíbula bien encajada. A continuación le dio tres fuertes toques en el pecho con el dedo índice, antes de apartarse para dejarlo subir al coche.
– Por la mañana -dijo Shaeffer.
– De acuerdo.
– ¿Dónde?
– En Miami. En mi despacho.
– Allí estaré. Y asegúrese de no faltar a la cita.
La detective se alejó del coche y de pronto exclamó:
– Vale, maldita sea, en Miami.
E hizo un breve gesto con la mano, como si le costara dejar que Cowart se marchase. Pero entornó los ojos, reflejando sospecha, y se contuvo.
Cowart se puso al volante, metió la llave en el contacto y cerró la puerta de un golpe. Encendió el motor, puso la marcha atrás y reculó. Entonces los faros del coche iluminaron la burlona chaqueta a cuadros rojos de Wilcox. El detective estaba de pie en la calzada, con los brazos cruzados, observando a Cowart y cerrándole el paso. Sacudió la cabeza con exagerada lentitud, imitó una pistola con la mano y le disparó. Luego se apartó.
El periodista apartó la mirada. Ya no le importaba adónde se dirigiera, mientras fuera lejos de allí. Pisó el acelerador, girando el volante hacia la verja de salida y desapareció en la penumbra a toda velocidad. La noche lo perseguía.