Llegará el día en que bailaré sobre tu tumba,
Si no puedo bailar, me arrastraré sobre ella,
Si no puedo bailar, me arrastraré.
Grateful Dead, Hell in a Bucket
A las doce menos diez de la noche en que Blair Sullivan iba a ser ejecutado, el teniente Tanny Brown miró nervioso su reloj, con el pulso acelerado al pensar en el condenado. Frente a él, sentada en un sofá raído, una mujer lloraba desconsoladamente.
– Ay, Jesús, por el amor de Dios, ¿por qué, Dios mío, por qué? -se lamentaba.
Su voz se iba elevando y retumbaba en la pequeña caravana repleta de objetos y baratijas, con paredes revestidas de madera de imitación, y salía al espeso calor de la oscura noche, impasible ante el ajetreo humano. Cada pocos segundos, las luces giratorias azules y rojas de los coches patrulla aparcados en semicírculo iluminaban la parte trasera, de la que colgaba la talla de un crucifijo junto al recorte enmarcado de una bendición sacada del periódico. Los destellos parecían marcar el regular goteo de los segundos.
– ¿Por qué, Dios mío? -sollozó de nuevo la mujer.
«Esa es una pregunta que Él nunca parece dispuesto a responder -se dijo Brown cínicamente-. Especialmente en los asentamientos de caravanas.»
Se llevó la mano a la cabeza, con el deseo de imponer un poco de sosiego. De hecho, tras soltar un último quejido, los gritos de la mujer se fueron apagando.
Brown se volvió hacia ella. La mujer se había acurrucado en un rincón, había levantado los pies del suelo, como un niño, y se había sentado sobre ellos. En tanto que asesina, su aspecto era ridículo, su pelo castaño era áspero y despeinado y su figura frágil y esquelética. Tenía un ojo morado y un vendaje elástico envolvía una de sus huesudas muñecas. Llevaba una bata rosa deshilachada y remangada, lo cual permitía apreciar los moratones de los brazos. Brown iba tomando nota de todo ello mentalmente. Se fijó en las manchas de nicotina de los dedos en el momento en que ella se llevó las manos a la cara para enjugarse las lágrimas que resbalaban sin cesar por sus mejillas. Cuando se miró las manos húmedas, la expresión de su rostro hizo pensar al policía que esperaba encontrarlas manchadas sangre.
Tanny Brown miró fijamente a la mujer, dejando que el silencio fuera calmándola del todo. «Es mayor -pensó, pero rectificó-: No; es más joven que yo.» Los años habían pasado por ella a fuerza de palos, haciéndola envejecer más rápido que el propio transcurso del tiempo.
El policía se acercó a uno de los agentes uniformados apostados en la parte trasera de la caravana, tras la división de la cocina.
– Fred -dijo en voz baja-, ¿tienes un cigarrillo para la señora Collins?
El policía se acercó y ofreció a la mujer su paquete de tabaco. Ella cogió un cigarrillo y murmuró:
– Estoy intentando dejarlo.
Brown se inclinó para darle fuego.
– Está bien, señora Collins, tranquilícese y cuénteme qué sucedió cuando Buck llegó del turno de noche.
Fuera se oyó un chasquido y un breve fogonazo. «Mierda», pensó el teniente al ver pánico en los ojos de la mujer.
– Sólo es un fotógrafo de la policía, señora. ¿Le apetece un vaso de agua?
– Bebería algo más fuerte -contestó. Se llevó el cigarrillo a los labios con mano temblorosa y le dio una larga calada que acabó en un breve acceso de tos.
– Un vaso de agua, Fred. -Cuando el agente trajo el agua, Brown oyó voces en el exterior. Se levantó bruscamente-. Señora, espere aquí un momento. Vuelvo enseguida.
– ¿Va a dejarme aquí? -De pronto parecía aterrorizada.
– No, sólo voy a comprobar una cuestión ahí fuera. Fred, quédate aquí.
Al ver la mirada asustada de aquella mujer, a punto de derrumbarse y romper a llorar de nuevo, deseó que Wilcox estuviera allí. Su compañero, sólo por instinto, sabría cómo tranquilizarla. Bruce tenía mucha mano con los marginados con que bregaban a diario, sobre todo si eran blancos. Era su gente. El mundo en que él se había criado no era tan diferente de aquél. Él sabía mucho de palizas y de crueldad, y conocía el amargo sabor de la esperanza en los barrios de caravanas. Era capaz de sentarse frente a una mujer como aquélla, cogerle la mano y conseguir en pocos segundos que lo contara todo. Brown suspiró, se sentía incómodo y fuera de lugar. No quería estar allí, en medio de todas aquellas Airstreams plateadas con forma de proyectil.
Bajó de la caravana y observó al fotógrafo de la policía, que estaba agachado, buscando otro ángulo para retratar la silueta oscura que yacía sobre la hierba y la tierra endurecida que rodeaba la caravana. Algunos agentes inspeccionaban la zona. Otros contenían a los mirones que intentaban asomarse, impulsados por la curiosidad de ver al último y odiado marido de aquella pobre mujer. Brown se acercó y contempló al hombre tendido en el suelo. Tenía los ojos abiertos, una expresión grotesca entre la sorpresa y la muerte, la mirada inerte clavada en el cielo nocturno. Una gran mancha de sangre se extendía en la zona del pecho. La sangre había creado un halo en torno a la cabeza y los hombros. Sobre el suelo había dejado caer, tras recibir el disparo de escopeta, una botella de whisky barato y una pistola vieja. Dos de los hombres que examinaban la escena del crimen se rieron y él se volvió hacia ellos.
– ¿Algún chiste?
– Un trámite de divorcio rápido -dijo uno de ellos, agachándose para introducir en una bolsa la botella de whisky-. Mejor que en Tijuana o Las Vegas.
– Supongo que ese Buck creyó que podría darle una paliza a su mujer, estuvieran casados o no. Y resulta que se equivocó -susurró otro de los agentes de la científica.
Se oyeron algunas carcajadas.
– Oye -dijo Brown con gravedad-. Si tenéis opiniones al respecto, guardáoslas. Al menos hasta que hayamos despejado la zona.
– Claro -dijo el fotógrafo mientras sacaba otra instantánea del cuerpo-. No estaría bien herir los sentimientos del tipo.
El propio Brown contuvo la risa y el otro policía se percató. Hizo un gesto de fingida indignación a los hombres que analizaban el cadáver, lo cual les hizo seguir sonriendo unos momentos más.
Brown había visto montones de cadáveres: víctimas de accidentes de tráfico, de asesinato, de guerra, de infartos y de accidentes de caza.
Recordaba a su anciana abuela en el ataúd abierto, su oscura piel frágil y tersa como la corteza crujiente del pan tostado, sus manos entrelazadas sobre el pecho como en actitud de oración. La inmensa oquedad de la iglesia parecía invadida por el llanto. Se acordaba de la presión que sentía en la garganta a causa del cuello blanco y almidonado de su nueva y única camisa de vestir. Tenía tan sólo seis años y lo que más recordaba era la mano de su padre apretándole el hombro para tranquilizarlo y dirigirlo hacia el ataúd. Le había dicho al oído: «Dile adiós a la abuela, venga, date prisa, se irá de viaje a un lugar mejor; pero se irá enseguida, así que date prisa, antes de que ya no pueda oírte.»
Brown sonrió. Durante años había pensado que los muertos nos oían, como si sólo estuvieran dormidos. Le admiraba lo poderosas que podían llegar a ser las palabras de un padre. Se recordaba a sí mismo en ultramar introduciendo en bolsas de plástico negras los cuerpos de hombres con los que había mantenido una relación tan breve como intensa. Al principio siempre procuraba decirles algo, unas palabras de consuelo, como para tranquilizarlos en su viaje hacia la muerte. Pero a medida que fue aumentando la cifra, y la frustración y el agotamiento se apoderaron de él, se limitó a pensar unas cuantas frases hasta que, cuando sólo le quedaban semanas y días de estancia allí, dejó de hacerlo y desempeñó su labor sumido en un amargo silencio.
Miró la hora. Las doce. Estarían entrando en la habitación de la silla. Se imaginó los nervios y el sudor de los guardias, las caras lívidas de los testigos, una ligera vacilación, luego los movimientos precipitados de los guardias al atar las muñecas y los tobillos de Sullivan.
Esperó un minuto.
«La primera descarga es ahora», pensó.
Otra pausa.
«Y ahora la segunda.»
Se imaginó al médico acercándose al cuerpo. Se inclinaría sobre él para auscultarle el corazón. Luego levantaría la cabeza y diría «Está muerto» y miraría su reloj. El alcaide daría unos pasos al frente y, de cara a los funcionarios, pronunciaría también en tono ritual: «La sentencia y condena del tribunal del undécimo distrito judicial del estado de Florida ha sido ejecutada conforme a la ley. Que en paz descanse.»
Brown sacudió la cabeza. «No descansará en paz -pensó-. Y yo tampoco.»
Volvió a entrar en la caravana. La mujer al fin se había serenado.
– Está bien, señora Collins, ¿quiere contarme qué ha ocurrido? ¿Quiere esperar a su abogado? ¿O prefiere hablar ahora y aclarar todo esto?
La voz de la mujer era una especie de sollozo.
– Él me llamó, ¿sabe?, desde ese maldito club deportivo, donde iba siempre al salir de su trabajo en la fábrica. Me dijo que no iba a permitir que yo le hiciera esto. Dijo que se iba a encargar de mí sin juicio ni abogados de divorcio. Eso dijo, señor.
– ¿Le dijo que llevaba un arma?
– Sí, señor Brown, me lo dijo. Me dijo que tenía la pistola de su hermano y que esta vez iba a usarla contra mí.
– ¿Esta vez?
– Ya había venido el domingo, como una cuba, aunque se tenía en pie, pero estaba muy borracho y disparó a las luces de fuera. Se reía y me insultaba. Luego empezó a pegarme, sí señor, a pegarme. Mi niño, el mayor, que sólo tiene once años, intentó defenderme y acabó con un brazo roto. Yo creí que nos iba a matar a todos. Estaba muy asustada; por eso mandé a los niños con sus primos. Los metí a los tres en el autobús esta mañana.
La mujer cogió un álbum de fotos de una mesita. Lo abrió y se lo mostró a Tanny Brown, que vio las tres caras impolutas en las fotos del colegio.
– Son buenos niños -dijo ella-. Me alegro de que no hayan visto todo esto.
Él asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no llamó a la policía el domingo?
– No hubiera servido de nada. Si hasta tenía una orden de alejamiento del juez, pero ya ve. Nada servía de nada cuando estaba borracho. Lo único, esa escopeta. -Comenzó a temblarle el labio superior y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos-. ¡Ay Dios mío!, ¡ay Dios! -sollozó.
– ¿La escopeta? ¿De dónde sacó la escopeta?
– Fui a Pensacola, al Sears de allí, después de que me curaran en la clínica. Todavía tengo la tarjeta de Sears de Buck y la pagué con eso. Estaba muy asustada, señor Brown. Y cuando lo oí aparcar su vieja furgoneta ahí fuera sabía que venía a matarme, lo sabía. -Rompió a llorar de nuevo.
– ¿Vio que llevaba la pistola en la mano antes de dispararle?
– No lo sé. Estaba oscuro y yo estaba tan asustada…
Brown hablaba en voz baja pero muy clara. Todavía tenía en la mano el álbum con las fotos de los niños.
– Intente recordar, señora Collins. ¿Qué fue lo que vio? -El teniente miró al oficial uniformado, que asintió con un gesto de comprensión-. Bien, usted no habría disparado si no hubiera visto que él la estaba apuntando con un arma, ¿verdad?
La mujer lo miró fijamente, con perplejidad.
– Usted no habría disparado -continuó él-, a menos que temiera por su propia vida, ¿correcto?
– Correcto -repitió ella lentamente.
– No a menos que usted supiera que el uso de un arma letal era el único recurso que le quedaba, ¿correcto?
En el rostro de la mujer se atisbo un asomo de comprensión, a pesar de que Brown sabía que no había entendido ni la mitad de las palabras que había empleado en sus preguntas.
– Bueno -dijo ella con un hilo de voz-. Vi que levantaba una cosa hacia mí…
– Y usted sabía que tenía una pistola porque la había amenazado y había disparado contra usted antes…
– Eso es, señor Brown. Yo tenía miedo.
– ¿Y no pudo correr a esconderse en algún lugar?
La mujer hizo un aspaviento.
– ¿Dónde quiere que me esconda aquí dentro? No hay donde meterse.
Brown asintió con la cabeza y volvió a mirar las fotos de los niños.
– ¿Tres niños? ¿Todos con él?
– No, señor. Buck no era su padre y nunca le gustaron mucho. Supongo que le recordaban a mi anterior marido. Pero ellos son buenos chicos, señor Brown. Muy buenos chicos.
– ¿Dónde está su padre?
– Dijo que se iba a Louisiana para conseguir trabajo en una plataforma petrolífera. Pero eso fue hace casi siete años. O sea que se fue. No éramos marido y mujer, ni mucho menos.
Tanny Brown iba a formular otra pregunta cuando comenzó el alboroto fuera. Se oyó un griterío y una discusión entre policías. La mujer dio un grito sofocado, encogiéndose en el sillón.
– Es su hermano. Me matará. ¡Dios mío!, seguro que me mata.
– No, no lo hará -masculló Brown.
Devolvió a la mujer las fotos y ella estrechó el álbum contra su pecho. A continuación el teniente le indicó al agente uniformado que vigilara la puerta y él se asomó fuera.
Desde la puerta vio que dos agentes intentaban retener a un hombretón enfurecido que se revolvía como un oso. Los de la policía científica se habían apartado. El hombre bramaba, iba dando tirones y sacudidas, empujando a los policías.
– ¡Buck, Buck! -gritó al cadáver-. ¡Dios mío, Buck, no me lo puedo creer! ¡Dios mío, suéltenme! ¡Suéltenme, cabrones! ¡Voy a matar a esa puta! ¡La voy a matar!
Se abría paso arrastrando consigo a los policías. Otros dos agentes le cerraron el paso, pero uno cayó derribado por un puñetazo. Los curiosos y mirones comenzaron a silbar y gritar, contribuyendo así a aumentar la cólera del hombre.
– ¡Voy a matar a esa zorra, joder! -gritaba fuera de sí.
Las luces de los coches patrulla iluminaban su rostro desencajado. Soltó una patada a uno de los policías que intentaban retenerlo y le dio en la espinilla. El agente lanzó un grito de dolor y cayó agarrándose la pierna.
Tanny Brown bajó de la caravana y se dirigió hacia el hermano del muerto. Se colocó justo delante.
– ¡Cállese! -le espetó.
El hombre enloquecido lo miró fijamente, vacilando por un instante. Luego comenzó a dar bandazos de nuevo.
– ¡Mataré a esa puta! -gritó.
– ¿Es éste su hermano? -preguntó Brown a voz en grito.
El hombre se retorcía intentando liberarse de los policías.
– Ella mató a Buck y ahora voy a por ella. ¡Puta! ¡Date por muerta, pedazo de zorra! -exclamó.
– ¿Es éste su hermano? -repitió Brown.
– ¡Te mato, zorra vieja! ¡Te mato!… ¿Quién eres tú, negro?
El epíteto racial le dolió, pero no se inmutó. Se planteó la posibilidad de meterle el puño en la boca, pero se lo pensó mejor. Aquel hombre tenía que ser muy estúpido para insultarlo, aunque probablemente no tanto como para no presentar una denuncia. Tuvo una breve visión de una enorme pila de documentos.
Uno de los policías que intentaban retener al hombre sacó la porra. Brown lo detuvo con un gesto y se acercó a unos centímetros de la cara del desquiciado.
– Soy el teniente de policía Theodore Brown, hijo de puta, y dentro de un segundo se me van a hinchar los cojones y entonces desearás no tenerme delante, so cabrón.
El hombre titubeó.
– Ella lo ha matado, la muy puta…
– Eso ya lo has dicho.
– ¿Y qué piensan hacer?
Tanny Brown no respondió a la pregunta.
– ¿Es tuya la pistola? -le preguntó.
– Sí, es mía. Se la di hace un rato.
– ¿Tu pistola? ¿Tu hermano?
– Sí. ¿Piensan arrestar a esa puta o voy a tener que matarla?
Había cesado el forcejeo, pero la voz del hombre había adquirido un tono furibundo, desafiante.
– ¿Tú sabías que iba a venir?
– Se lo dijo a todo el mundo en el bar.
– ¿Para qué era la pistola?
– Quería asustarla un poco, igual que la otra noche.
Brown se volvió y miró al agente de uniforme apostado en la puerta de la caravana, y a la mujer encogida detrás de él. Miró de nuevo al hombre enfurecido, que permanecía tenso, a la espera, con los brazos sujetos por dos policías.
El teniente se acercó al cadáver y lo miró. Con un tono muy bajo, susurró:
– ¿Sabes una cosa? No vale la pena todo esto por ti.
– ¿Piensan hacer algo o qué? -preguntó el hombre.
Brown sonrió.
– Desde luego -respondió.
Se giró hacia un agente de la policía científica.
– Tom, ve por la escopeta de la señora Collins.
El hombre fue hasta uno de los coches y volvió con la escopeta. Brown la cogió y tiró del percutor, cargando un cartucho nuevo.
Miró al hermano del muerto y sonrió de nuevo.
– Devuélvele la escopeta a la señora Collins -dijo, y se quedó mirando fijamente el cadáver-. Oficial Davis, ponle a la señora Collins una de esas multas por tirar desechos sin autorización. Tendrá que pagar cincuenta pavos. Y llama a Sanidad y diles que vengan a recoger esta basura.
Señaló al cadáver.
– ¡Eh! -saltó el hermano.
– Ponle una multa por disparar a este trozo de mierda y tirarlo aquí fuera.
– ¡Eh, qué coño…! -se enardeció el hermano.
– Dile a la señora Collins que si vuelve a tirar otro cuerpo en su patio le costará cincuenta pavos cada vez. -Señaló con el dedo al hermano del muerto-. Como éste de aquí. Dile que tiene permiso para volar la cabeza a este hijoputa. Pero que va a costarle otros cincuenta.
– No pueden hacer eso -dijo el hombre, ahora inquietándose de verdad.
– ¿De veras crees que no? -repuso Brown. Volvió a acercarse y le gritó a la cara-: ¿De veras crees que no?
– ¡Eh, Tanny! -dijo uno de los agentes de uniforme-. Puedo prestarle cincuenta a la señora Collins…
Hubo un estallido de carcajadas entre los policías.
– Qué demonios -dijo otra voz-, podemos hacer una colecta. Reunir lo necesario para que pueda volarle los sesos a todos los hijos de puta.
– Apúntame diez -dijo otro policía, frotándose la espinilla.
– ¿Os habéis vuelto locos? -dijo el hombre.
Tanny Brown sonrió.
– Un momento, no pueden hacer eso -se desesperó el hombre.
– Mira lo que puedo hacer -musitó el teniente-. Arrestad a este capullo.
– ¡Pero qué…! -gritó el hombre mientras un policía lo esposaba.
– Allanamiento de morada. Obstrucción. Agresión a un oficial de policía. Acoso. Y, veamos, ¿qué me dices de conspiración para cometer un asesinato? Ya sabes, por haberle dado una pistola al borracho de tu hermano.
– ¡No pueden hacerlo! -repitió el hombre, cada vez más nervioso y asustado.
– Tienes un buen montón de delitos en tu haber, capullo. Y supongo que ni siquiera tienes licencia de armas. Y sumémosle conducción bajo los efectos del alcohol.
– ¡Eh!, yo no estoy borracho.
Brown lo miró fijamente.
– Mírame bien -siseó-. Si vuelves a ver esta cara otra vez, tendrás serios problemas. ¿Entendido?
– No pueden hacer esto.
– Lleváoslo -les dijo Brown a los agentes uniformados-. Y dadle una idea acerca de la hospitalidad de este condado.
– Será un placer -murmuró el policía que había recibido la patada, y se llevó al hombre a empellones.
– Con cuidado -dijo Brown. El policía miró dubitativo al teniente-. Vale -cedió éste sonriendo-, aunque tampoco te pases. -Luego dio una última orden-: Y aseguraos de que lo encierren en una celda con los negros más grandes y más capullos de la trena, con los que tengan más mala hostia. A lo mejor ellos le enseñan que no está bien ir insultando por ahí a la gente.
Dos policías soltaron una breve carcajada.
Tanny Brown le dio la espalda al hombre, que protestaba mientras lo arrastraban hacia el coche patrulla, y volvió a la caravana. La mujer estaba dentro, encogida de miedo.
– Señora Collins, tenemos que ir a comisaría -le dijo suavemente-. Allí le vamos a leer sus derechos. Luego quiero que llame al abogado y le pida que venga a ayudarla. ¿Lo entiende?
Ella asintió con la cabeza.
– Tengo que llamar a mis hijos.
– Allí habrá tiempo para eso.
El teniente se volvió hacia el policía uniformado.
– Dile a una de las agentes de ahí fuera que la lleven deprisa. Encárgate de que coma algo por el camino.
– ¿Qué cargo se le imputa? -preguntó el agente.
Brown se volvió y miró el cadáver que continuaba tendido en el patio.
– Supongo que disparar un arma dentro de los límites municipales. Eso servirá hasta que yo hable con el fiscal del estado.
Salió de nuevo y echó un último vistazo al cadáver. «Estúpido -pensó-. Realmente estúpido. -Consultó su reloj y pensó-: Muchas muertes esta noche.» La cara del muerto se le fue desdibujando en la mente hasta ser sustituida por el recuerdo de la primera visión del cuerpo de Joanie Shriver, tendida en el centro de varios hombres del equipo de rescate avergonzados e indignados. Se encontraban en la orilla del pantano, con trozos de fango verde pegados a las empapadas botas y al equipo de vadeo. Recordó la sensación de querer tocarla, cubrirla, y su esfuerzo por contenerse y armarse de valor para afrontar aquel caso abominable. Volvió a digerir como pudo aquella imagen. «Todo ha sido culpa mía -había pensado entonces-. Pero yo lo arreglaré. No se me escapará.»
Tanny Brown, luchando con esas visiones de muerte, se dirigió lentamente hacia su coche, convencido de que nada había terminado aquella noche. Ni siquiera la vida que había reclamado el estado.
Estaba a punto de amanecer cuando Bruce Wilcox llamó. Las primeras luces iban ganando terreno a la oscuridad de los árboles y el cielo, y devolvían al mundo sus formas y contornos.
Brown había pasado el resto de la noche tomando declaración a la señora Collins; dos horas de una historia oculta y amarga sobre abusos sexuales y malos tratos, lo cual respondía, más o menos, a lo que él ya se imaginaba. «Las historias son siempre las mismas -había pensado-. Lo único que cambian son las víctimas.» Luego había discutido con un irascible ayudante del fiscal del estado, malhumorado porque lo habían despertado a media noche, y negociado con un abogado que de pronto se había visto desbordado por aquel asunto. Defensa propia, le había insistido al fiscal, que quería acusarla de asesinato en segundo grado. Al final habían convenido imputarle el cargo de homicidio sin premeditación, pues estaban de acuerdo en que si aquella noche se había cometido algún crimen, no era nada en comparación con los que le habían sido infligidos a la mujer.
El agotamiento se había apoderado de él, igual que sus dedos se apoderaban de un bolígrafo para firmar los últimos informes cuando sonó el teléfono en su despacho.
– ¿Sí?
– ¿Tanny? Soy Bruce. Borra de la lista a un asesino en serie. Al final lo hizo.
– Venga. ¿Qué pasó?
– Resumiendo, mandó a todo el mundo a tomar por culo y se sentó en la silla.
– Joder. -Brown sintió que su cansancio desaparecía.
– Sí. El viejo Sully fue un hijoputa retorcido hasta el último momento. Pero eso no es lo más interesante.
El teniente percibía la excitación de su colega, el entusiasmo infantil que afloraba en él a pesar de la hora y de lo espeluznante de todo lo sucedido.
– Y bien -dijo-. ¿Qué es eso tan interesante?
– Nuestro chico, Cowart. ¿Sabes?, se pasó todo el día encerrado allí con ese capullo, él solo, escuchando cómo ese cabrón confesaba casi cuarenta crímenes cometidos por toda Florida, Louisiana y Alabama. Un goteo constante. Pero bueno, el caso es que Cowart salió de esa amigable charla blanco como el papel. Luego estuvo a punto de flaquear cuando los buitres de sus colegas le apretaron las tuercas. Lo avasallaron a preguntas de una manera brutal. Me recordó a los combates de lucha libre, ¿sabes?, cuando ves que tu rival te va a machacar y te defiendes como puedes, hasta que sólo te queda esperar a que suene la campana. Pero entretanto te pegan una y otra vez.
– Eso es interesante.
– Sí. Y cuando se cansó de que sus colegas de la prensa lo machacaran, salió de allí como alma que lleva el diablo.
– ¿Y adonde se fue?
– Ha vuelto a Miami. Al menos eso dijo, aunque no estoy tan seguro. Se supone que hoy debía reunirse con esos detectives del condado de Monroe. Ellos tampoco estaban demasiado contentos con el amigo Cowart. Sabe algo sobre los asesinatos de allí que no quiere contar.
– ¿En serio?
– No lo sé con certeza, sólo es una corazonada. Pero ese tipo ha salido de allí con el estómago revuelto. Y no creo que haya contado ni la mitad.
Brown se recostó en su silla. Le resultaba fácil imaginarse al periodista apabullado por la presión de la información. «A veces preferiríamos no saber ciertas cosas», pensó. Su mente maquinaba a toda velocidad como si estuviera haciendo cálculos.
– Bruce, ¿sabes lo que creo?
– Apuesto a que lo mismo que yo.
– Sullivan le contó algo que Cowart no quería oír. Algo que no concuerda con la versión que él se había montado.
– A veces la vida no es tan sencilla como parece, ¿verdad, jefe?
– Desde luego.
– El caso es que ese capullo no habría salido con esa cara de zombi sólo porque alguien le hubiera confesado un puñado de asesinatos, por muchos que sean -dijo Wilcox-. Vamos, todo el mundo daba por hecho que Sully tenía más crímenes a las espaldas de los que había confesado, eso no es ninguna sorpresa…
– … pero sólo hay un asesinato que signifique algo para él -acabó Brown el razonamiento.
– Exacto.
«Y sólo hay un asesinato que signifique algo para mí», pensó Tanny Brown.
Condujo lentamente bajo la tenue luz del amanecer mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza. Divisó al repartidor de periódicos en su bicicleta, zigzagueando por la calle, y detuvo el coche tras él. El chico se volvió, reconoció al detective y lo saludó antes de reanudar el pedaleo. Brown lo vio alejarse entre las sombras lánguidas de la mañana que difuminaban los contornos del barrio, otorgándole el aspecto de una fotografía ligeramente desenfocada. Aparcó el coche en la entrada de su casa y miró en derredor. Contempló la seguridad del mundo moderno: hileras regulares de sólidas casas pintadas de blanco reluciente o tonos pastel claro, todas bien delimitadas con sus setos y arbustos impecables, césped en los jardines y últimos modelos de coches aparcados a la entrada. Una existencia sencilla, de clase media. Todas las casas pertenecían a una promoción de diez manzanas proyectada por una sola constructora con el objetivo de crear una comunidad con personalidad y uniforme a la vez. Aquello ya no era el viejo Sur. Médicos, abogados, y lo que en su día fue la ciase trabajadora: policías, como él. Negros y blancos. El Estados Unidos moderno estaba progresando. Se miró las manos. «Suaves -pensó-. Manos de oficinista. No como las de mi padre. -Se fijó en su cada vez más prominente barriga-. Madre mía -pensó-. Y encima vivo aquí.»
Ya en la casa, colgó su pistolera en un perchero, junto a las dos mochilas del colegio llenas de cuadernos y papeles. Sacó la pistola y, como de costumbre, revisó las recámaras. Era una Magnum 357 de cañón corto, cargada con munición diábolo. Sopesó la pistola en la mano y se recordó que debía reservar hora en el recinto de prácticas de tiro del departamento; habían pasado meses desde la última sesión. Abrió el cajón donde guardaba el seguro del gatillo y bloqueó la palanca. Dejó la pistola en el cajón y se agachó para quitarse el arma de repuesto de la funda del tobillo.
De la cocina llegaba aroma a beicon frito y se encaminó hacia allí pasando junto al mobiliario danés y las fotos enmarcadas. Se quedó parado un instante en el umbral de la cocina, observando a su padre, que estaba inclinado sobre los fogones, cascando unos huevos sobre una sartén.
– Hola, viejo -dijo.
Su padre no se movió, pero blasfemó al saltarle un poco de grasa del beicon a la mano.
– He dicho buenos días.
Su padre se volvió lentamente.
– No te he oído entrar -dijo sonriente.
Tanny Brown le dedicó una sonrisa. Su padre ya no oía muy bien. Él se acercó y le pasó el brazo por los hombros. Notó los huesos del anciano bajo su descolorida camisa de algodón. Dio un pequeño apretón a su padre, pensando en lo delgado que se había quedado, en su aspecto de fragilidad, como si fuera a romperse con el abrazo. Sintió una sombra de tristeza en su interior, recordó los tiempos en que pensaba que no había nada en el mundo que aquellos brazos no pudieran levantar. Toda esa fuerza arrebatada por la enfermedad. Pensó: «Creces ansioso esperando el día en que seas más fuerte y más duro que tu padre, pero cuando llega ese día te sientes incómodo y avergonzado.»
– Te has levantado temprano -comentó Brown apartando el brazo.
Su padre se encogió de hombros. Ya apenas dormía, Brown lo sabía. Se lo impedían el dolor y cierta rebeldía.
– ¿Y por qué me llamas «viejo»? No soy tan viejo. Todavía podría darte una buena tunda.
– Seguro que sí -respondió Brown sonriendo. Aquélla era una fábula con la que ambos disfrutaban.
– Claro que podría -insistió su padre.
– ¿Se han levantado las niñas?
– No. He oído movimiento por ahí. A lo mejor el olor a beicon las despierta. Pero son jóvenes y perezosas y no les gusta levantarse por las mañanas. Si tu madre siguiera con nosotros, se encargaría de que estuvieran firmes como una vela al primer canto del gallo. Y estarían aquí friéndose ellas mismas el beicon. Y quizás hasta haciendo galletas.
Brown meneó la cabeza.
– Pues si su madre siguiera aquí, les diría que durmieran hasta las tantas. Las dejaría perder el autobús y las llevaría ella misma al colegio.
Los dos hombres se rieron asintiendo con la cabeza. Brown sabía perfectamente que las quejas de su padre eran impostadas; el anciano sentía adoración por sus nietas.
Su padre se volvió hacia los fogones.
– Te prepararé unos huevos. Una noche dura, ¿eh?
– Una mujer disparó a su ex marido cuando se presentó en su casa con una pistola. Nada extraordinario ni especial, papá. Triste y muy sangriento, eso sí…
– Siéntate. Tienes que estar molido. ¿Por qué no trabajas con un horario fijo?
– La muerte no tiene horario fijo, así que yo tampoco.
– Supongo que ésa es la excusa por la que no fuiste a misa el domingo pasado. Ni el anterior.
– Bueno…
– Si tu madre viviera te sacudiría un buen cachete por no ir a misa. Y luego a mí por permitirlo. Hijo, eso no está bien, ¿sabes…?
– Ya. Iré el domingo. Al menos lo intentaré…
Su padre batió los huevos en un cuenco.
– No me gustan nada todos estos cacharros modernos. Como ese maldito trasto eléctrico de ahí, que a saber lo que es.
– Un microondas.
– Eso, pues no funciona.
– Tú no sabes utilizarlo, que es diferente.
Su padre sonrió. Brown sabía que el anciano albergaba una contradictoria sensación de superioridad por haberse criado en un mundo donde uno hacía sus necesidades en la calle, almacenaba nieve en las neveras, sacaba el agua de un pozo y cocinaba con leña; había vivido siempre al aire libre en un mundo antiguo y conocido y, siendo ya mayor, había tenido que trasladarse a un lugar que, más que una casa, le parecía una nave espacial. Todos los electrodomésticos de la clase media le hacían mucha gracia y la mayoría de ellos le resultaban del todo inútiles.
– Es que no acabo de ver para qué demonios sirve ese trasto, aparte de para descongelar.
En ese sentido Brown le daba la razón a su padre.
Observó cómo las manos deformadas del anciano ponían los huevos en la sartén y luego les daban la vuelta, plegándolos con maestría. «Admirable», pensó. La artritis le había arrebatado gran parte de su movilidad; la edad, buena parte de la vista y el oído; una dolencia cardíaca le había consumido la energía y lo había dejado en los huesos y la piel, una piel que antaño marcaba sus músculos y que ahora pendía fláccida de sus brazos. Pero la destreza de viejo curtidor no lo había abandonado. Todavía era capaz de coger un cuchillo y partir una manzana en trozos iguales, de coger un lápiz y trazar una línea recta perfecta. La única diferencia era que ahora le dolía al hacerlo.
– Aquí tienes. Creo que ha quedado bueno.
– ¿Tú no comes?
– No. Haré sólo para las niñas. Yo tomaré café con un trozo de pan. -El anciano se miró el pecho-. No hace falta mucha cosa para mantenerme en pie. -Se deslizó lentamente en una silla con esfuerzo y molestias evidentes. El hijo fingió no percatarse-. Malditos huesos viejos.
– ¿Qué has dicho?
– Nada.
Durante unos instantes permanecieron en silencio.
– Theodore -dijo el padre al cabo-, ¿cómo es que no has pensado nunca en encontrar otra mujer?
El hijo sacudió la cabeza.
– No encontraré nunca otra Lizzie -dijo.
– ¿Cómo lo sabes si no buscas?
– Cuando mamá murió, tú tampoco te pusiste a buscar otra mujer.
– Yo ya era mayor. Tú aún eres joven.
Brown volvió a negar con la cabeza.
– Tengo todo lo que necesito. Todavía te tengo a ti, y a las niñas y mi trabajo y esta casa. Estoy bien.
El anciano gruñó, pero no dijo nada. Cuando su hijo terminó, cogió el plato y lo llevó lentamente al fregadero.
– Voy a despertar a las niñas -dijo Brown.
Su padre asintió con otro gruñido. El hijo se quedó inmóvil, observándolo. «Menudo par -pensó-. Un viudo joven y un viudo viejo educando a dos niñas lo mejor que saben.» Su padre comenzó a murmurar para sí mientras fregaba los platos. Brown reprimió una risa cariñosa. Seguía negándose a utilizar el lavavajillas y tampoco dejaba que los demás lo hicieran. Insistía en que sólo había una forma de garantizar que las cosas quedaran bien limpias, y era limpiándolas uno mismo. Él, a su manera, pensaba que eso era lo correcto. Cuando las niñas protestaron, poco después de que el abuelo se mudara a la casa, Brown les había explicado que su padre estaba chapado a la antigua. La explicación sembró inquietud en el hogar durante unos días. Al llegar el fin de semana Tanny Brown había montado a sus hijas en su coche sin distintivos y las había llevado a ochenta kilómetros al norte, a Bay Minette, justo en la frontera con Alabama. Habían atravesado la pequeña y polvorienta ciudad compuesta de inexpresivos edificios de ladrillo que brillaban con el calor del mediodía y, después de pasar por un largo y fresco pasillo de sauces llorones que les adentró en el campo, habían llegado a una granja.
Brown había cruzado con las niñas una gran extensión hasta llegar a un valle donde el calor parecía suspendido en el aire, dificultándoles la respiración. Les señaló un grupo de casuchas, ya deshabitadas, desvencijadas por el paso del tiempo, pintadas en rojos y marrones descoloridos por los años, y les contó que allí era donde había nacido y crecido su abuelo. Luego las llevó de regreso a Pachoula y les mostró la escuela segregada donde el abuelo había aprendido a leer y escribir, y después la parte de la granja donde había trabajado duro para llegar a ser cuidador y donde había aprendido el oficio de curtidor. A continuación les enseñó la casa que el abuelo había comprado en lo que en su día se conocía como Blacktown y donde la abuela había montado su negocio de costura, en el que se labró una reputación tan buena que su talento superó las fronteras raciales. Fue la primera de la comunidad en conseguirlo. Les mostró también la pequeña iglesia blanca donde el abuelo había sido diácono y la abuela había cantado en el coro. Finalmente, regresaron a casa y el asunto del lavavajillas no se volvió a mencionar.
«Yo también olvido -pensó-. Todos lo hacemos.»
El pasillo de la habitación de las niñas estaba repleto de fotografías de la familia. Contempló una suya, vestido de defensa y con un balón de fútbol entre las manos. Podía apreciarse que la brillante camiseta estaba deshilachada cerca de las hombreras. Los uniformes rojos y grises de su escuela eran los usados de un distrito blanco adyacente. «Las niñas no entienden eso -pensó-. No entienden lo que era saber que todos los equipos, todos los libros de la biblioteca, todos los pupitres de las clases ya habían sido usados y desechados en el instituto de blancos.» Recordaba que la primera vez que cogió su casco de fútbol de segunda mano tenía un surco ennegrecido de sudor en el interior. Había tocado el relleno para comprobar si era diferente. Luego se había llevado los dedos a la nariz para ver cómo olía. Sacudió la cabeza al rememorar aquello. «Mi visión cambió con la guerra», pensó. Sonrió. El año 1969. La marcha a Washington había sido seis años antes. La Ley de Derechos Civiles se había aprobado un año después. La Ley de Derecho de Voto, en 1965. El Sur entero estaba revolucionado con el cambio. Él había vuelto del servicio militar y había ido al instituto amparándose en la Ley de Veteranos y luego, al regresar a Pachoula, se había enterado de que la escuela para negros a la que había asistido ya no existía. Se estaba construyendo un enorme y feo edificio de cemento que sería el nuevo instituto regional. Crecían malas hierbas en los campos de juego que él conocía. La tierra rojiza con la que él solía mancharse el uniforme de fútbol estaba cubierta por una maraña de hierbajos. Recordó los brindis y pensó que había habido demasiadas pocas victorias en su vida.
Sacudió de nuevo la cabeza. «No hay que olvidar», pensó. Recordó el epíteto espetado por el hermano del hombre muerto hacía unas horas. Nada de eso ha cambiado.
Llamó a la puerta de la habitación de su hija mayor.
– ¡Vamos, Lisa! ¡Hay que levantarse! ¡Venga!
Se volvió rápidamente y dio unos golpecitos en la puerta de la otra chica.
– ¡Samantha! ¡Arriba! ¡Hora de ponerse en marcha! ¡Que hay que ir al cole!
Las quejas de las niñas lo divertían y por unos instantes lograron desterrar de su cabeza Pachoula, la niña asesinada y los dos hombres que habían ocupado una celda en el corredor de la muerte.
Tanny Brown pasó la siguiente media hora cumpliendo su papel de padre moderno en un día de colegio, es decir, persiguió, insistió y peleó hasta que, al fin, consiguió el resultado deseado: las dos niñas en la puerta con los deberes hechos y la fiambrera llena a tiempo de coger el autobús. Cuando las niñas se fueron, su padre se recluyó en su habitación para intentar dormir un rato y él se quedó a solas con la mañana. El sol inundaba la habitación y sentía que todo estaba al revés. Tenía la sensación de ser un extraño animal nocturno atrapado por la luz del día, moviéndose de sombra en sombra en busca de la familiaridad y la seguridad de la noche.
Contempló la habitación y sus ojos se posaron en un florero vacío que descansaba sobre un anaquel. Era muy alto, con una elegante forma de reloj de arena y una flor pintada ascendiendo por la cerámica. Sonrió. Recordaba que su mujer lo había comprado cuando estuvieron en México de vacaciones y que lo había traído en la mano todo el camino de vuelta a Pachoula; no se fiaba de los mozos, ni de los que cargaban las maletas ni de los porteros. Cuando llegaron a casa, ella lo colocó en el centro de la mesa del comedor y lo tenía siempre con flores. Ella era así. Cuando quería algo, lo conseguía. Aunque supusiera llevar un estúpido florero en la mano.
«Pero ya no hay más flores que las niñas», pensó.
Recordaba el empeño con que habían tratado de salvarle la vida en urgencias y que cuando él llegó todavía seguían trabajando, todos a su alrededor, controlando los niveles de adrenalina y de plasma, aplicándole masajes cardíacos, intentando insuflar algo de vida a su cuerpo. Un solo vistazo le había bastado para darse cuenta de que era inútil. Era algo que había aprendido en la guerra, a entender cuándo se había cruzado una línea invisible y cuándo, por muchos avances tecnológicos que hubiese, la llamada de la muerte era inexorable. Habían puesto todo su empeño, se habían entregado. Ella había estado allí tan sólo veinte minutos antes, trabajando junto a los demás. Veinte minutos para coger su gabardina y tal vez hacer un pequeño chiste para despedirse, dar las buenas noches al resto del equipo de urgencias, caminar hasta su coche, recorrer cinco manzanas y ser arrollada por la furgoneta de un conductor borracho. Incluso después de muerta, cuando ya no había esperanzas, siguieron intentándolo. Sabían que ella habría hecho lo mismo por ellos.
Brown se quedó mirando al techo pero no podía dormir, a pesar del agotamiento. No había vuelto a preguntarse cuándo superaría la ausencia de su mujer porque había comprendido al fin que nunca lograría sobreponerse a su muerte. Se había acostumbrado a ello y eso era suficiente para seguir adelante con el día a día.
Fue a la habitación de su hija pequeña, se acercó al escritorio y comenzó a retirar juguetes y cosas típicas de las niñas: una caja llena de abalorios, anillos y cintas del pelo, un peluche al que le faltaba una oreja, un archivador con trabajos del colegio de diferentes años y varios peines y cepillos. No tardó en encontrar lo que buscaba: un pequeño portarretratos de plata. Sostuvo la fotografía delante. El marco brillaba al recibir la luz del sol.
Era una fotografía de las dos niñas, una negra y otra blanca, una con el pelo negro y otra rubia, cogidas del brazo, sonrientes, con aparatos de ortodoncia y maquillaje, boas de plumas y trajes de disfraz.
Miró las dos caras de la fotografía.
«Amigas -pensó-. Cualquiera que viera la fotografía se daría cuenta de que nada más importaba, que ellas simplemente se querían, compartían secretos y esperanzas, lágrimas y bromas» Tenían nueve años y posaban con descaro ante la cámara. Era Halloween, se habían disfrazado con trajes de colores y prendas estrafalarias para ver quién superaba a quién con su aspecto estrambótico, todo entre risas y euforia infantil.
La ira estaba a punto de apoderarse de él. Lo único que veía era a Blair Sullivan burlándose de él. «Espero que hayas sufrido -pensó-. Espero que te hayan arrancado el alma del cuerpo con todo el dolor del mundo.» A continuación pensó en Ferguson. «Crees que eres libre. Crees que te vas a salir con la tuya. Ni lo sueñes.»
Bajó la vista hacia la fotografía. Le gustaba especialmente la manera en que cada una rodeaba con el brazo los hombros de la otra. El brazo negro de su hija colgaba del hombro de Joanie y el brazo de ésta del hombro de su hija; se estaban arropando una a la otra.
«La primera y la mejor amiga de mi hija», pensó.
Miró los ojos de Joanie, de un azul vibrante. Del mismo color que el cielo de Florida en la mañana del funeral de su esposa. Él se había apartado del resto de los asistentes, cobijando a sus dos hijas bajo sus brazos, mientras oía el sonsonete del predicador y sus palabras sobre la fe, la devoción, el amor, la llamada de regreso al Valle, que apenas escuchaba. No sabía si lograría reunir fuerzas para seguir adelante. No había apartado a sus hijas de su lado ni un instante, consciente solamente de que las dos se estaban ahogando en llanto. Habría querido enfadarse pero sabía que eso habría sido demasiado simple, que mucho más allá de la ira estaba condenado a la agonía eterna y al terror de que, con la pérdida de su madre, pudiera llegar a perder también a sus hijas. De que, con el corazón desgarrado, no fuesen capaces de mantenerse unidos. Él había enmudecido, no sabía qué decirles, no sabía qué hacer por ellas, en especial por Samantha, la menor, que había llorado sin cesar desde el accidente.
El resto de los presentes habían respetado la distancia, pero Joanie Shriver se había soltado de la mano de su propio padre con un gesto serio tras las lágrimas, su mejor vestido y los ojos llorosos, y había ido hasta donde se encontraba él para decirle: «No te preocupes por Samantha. Es mi amiga y yo cuidaré de ella.» Y había cumplido con creces su promesa. Siempre había estado allí cuando Samantha había necesitado a alguien en quien apoyarse. En los fines de semana, en las vacaciones y a la salida del colegio, siempre ayudándolo a él a restablecer una rutina y una vida estable. Nueve años y parecía saber más que cualquier adulto.
«Joanie era mucho más que su amiga -pensó-. También era mi amiga. Ella nos salvó la vida. Sin embargo -se recriminó-, pese a toda mi autoridad y poder no fui capaz de protegerla.»
Se acordaba de la guerra. «¡Un enfermero!, gritaban, y yo iba. ¿Acaso salvé a alguno de ellos?» Recordaba a un chico blanco, una semana en el batallón, un vaquero de Wyoming que había recibido un disparo en el pecho. El viento soplaba desafiante mientras él intentaba salvar al soldado. Éste no apartaba la vista de los ojos de Tanny Brown, tratando de distinguir entre el dolor y el miedo alguna señal que le indicase si iba a vivir o a morir. Seguía con la mirada clavada en él cuando exhaló el último suspiro. Era la misma mirada que había aparecido en los rostros de George y Betty Shriver cuando él se presentó en la puerta de su casa con la peor de las noticias.
Brown sacudió la cabeza. «¿Cuántos años hace que conozco a George? Desde el día en que empecé a trabajar en la tienda de su padre y él cogió una fregona y se puso a trajinar a mi lado.»
Su mano se estremeció. «He enterrado a demasiadas personas. -Miró una última vez la fotografía antes de dejarla sobre el escritorio-. Esto no ha acabado. Te debo demasiado.»
Se dirigió a su dormitorio. Apartó de su cabeza el agotamiento y la posibilidad de descansar. Impulsado por la ira y la convicción de estar en deuda, comenzó a meter en una maleta la ropa y las cosas necesarias para pasar la noche fuera. Tomaría el siguiente vuelo hacia Miami.
No tenía ningún plan.
Matthew Cowart encaró el día siguiente a la ejecución de Sullivan con el entusiasmo de quien sabe que él es el siguiente. Condujo su coche alquilado a toda velocidad a través de la noche y cruzó casi la mitad del estado, cogiendo la interestatal 95 desde el Sur de Saint Augustine. Atravesó los quinientos kilómetros a un ritmo irregular, acelerando a menudo hasta los ciento cincuenta por hora, asombrado de que no lo parase ninguna patrulla, pese a cruzarse con varias que iban en dirección opuesta. Remontó la oscuridad espoleado por las terribles contradicciones que martilleaban su cabeza. El sol empezó a despuntar a la altura de Palm Beach, sin arrojar luz alguna sobre sus tribulaciones. No fue hasta bastante después de amanecer que entregó el coche a un empleado de Hertz en el aeropuerto internacional de Miami. Un taxista cubano que no dejaba de parlotear sobre política y béisbol, sin hacer distinciones entre una y otro con su expresiva mixtura de lenguas, se abrió paso a través del tráfico de la hora punta hasta el apartamento de Cowart.
Estuvo dando vueltas por el apartamento, preguntándose qué hacer. Se dijo que debería ir al periódico pero fue incapaz de reunir el ánimo necesario. De repente la redacción había dejado de parecerle un santuario para convertirse en un campo de minas. Se escudriñó las manos, volviéndolas, contando líneas y venas, pensando en lo irónico que resultaba que unas horas antes deseara desesperadamente estar solo y que, ahora que lo estaba, fuera incapaz de tomar una decisión.
Pensó en otras personas atrapadas en las mismas circunstancias, como si los errores ajenos pudieran mitigar el suyo. Se acordó de William F. Buckley y de sus esfuerzos por sacar a Edgar Smith del corredor de la muerte en Nueva Jersey a principios de los sesenta, y de cómo Norman Mailer defendió a Jack Abbott. Se acordó del escritor frente a la ringlera de micrófonos, admitiendo de mala gana haberse dejado embaucar por el asesino. Podía verlo bregando con los focos de las cámaras, negándose a comentar las acusaciones de homicidio. «No soy el primer periodista que comete un error -pensó-. Es un oficio arriesgado. Te la juegas a cada paso. Nadie puede adivinar un engaño tramado con astucia.»
Pero esto sólo le hacía sentirse peor.
Se inclinó sobre su mesa y, como si se dirigiera a alguien que estuviera sentado frente a él, dijo:
– ¿Qué podía hacer?
Se puso en pie y empezó a dar vueltas por la habitación.
– Maldita sea, no había ninguna prueba. Todo encajaba. Todo encajaba a la perfección. ¡Maldita sea!
De pronto lo invadió la rabia y tiró al suelo una pila de periódicos y revistas. A continuación volcó la mesa y la estrelló contra el sofá con gran estrépito. Empezó a gritar barbaridades y la emprendió con el resto del cuarto. Agarró unos platos decorativos y los arrojó al suelo, barrió un anaquel cargado de libros. Volteó las sillas, golpeó las paredes y finalmente se desplomó junto a una butaca.
– ¿Cómo iba a saberlo? -gritó.
El silencio fue la única respuesta. Lo embargó un súbito cansancio, echó la cabeza atrás y se quedó mirando el techo. De pronto empezó a reír.
– Chaval -dijo, imitando un acento de tipo duro entre sureño y hollywoodiense-, la has jodido. La has jodido bien. La has jodido como sólo tú podías joderla.
Se incorporó de un brinco.
– Muy bien. ¿Y ahora qué vamos a hacer? -Silencio-. Vale, no tenemos ni idea, ¿eh?
Se puso en pie, se abrió paso entre el desaguisado hasta el escritorio y hurgó en el cajón inferior. Revolvió una pila de papeles hasta dar con un ejemplar del suplemento dominical en que un año atrás había salido su primer artículo sobre el caso. Empezaba a amarillear. El papel tenía un tacto frágil. El titular acaparó su atención y empezó a leer el artículo.
– Algunas incógnitas del asesinato de Pachoula -leyó en voz alta, abreviando las palabras del primer párrafo-. Casi nada.
Siguió leyendo hasta donde pudo, pasó la entradilla y el párrafo inicial hasta el salto y la noticia a doble página. No quiso mirar la fotografía de Joanie Shriver, aunque sí miró con rabia las de Sullivan y Ferguson.
A punto estaba de arrugar el papel y echarlo a la papelera cuando se detuvo y volvió a mirar. Cogió un rotulador fluorescente y empezó a marcar palabras y frases. Cuando terminó de leer el artículo por segunda vez, se echó a reír. Nada de lo allí escrito decía algo equivocado. No había nada falso. Nada inexacto.
Excepto el conjunto.
Volvió a leerlo: todas las «incógnitas» eran razonables. Robert Earl Ferguson había sido condenado por culpa de infundios ajenos al proceso judicial. ¿Habría confesado bajo tortura? Sus artículos se limitaban a exponer lo que el condenado aseveraba y la policía negaba. «Fue Tanny Brown -pensó- quien no supo justificar el tiempo que Ferguson permaneció detenido antes de "confesar". Tendrían que haber desestimado el caso. El jurado que lo condenó se dejó llevar por los sentimientos. Una niña blanca brutalmente asesinada y un hombre negro, con cara de pocos amigos, acusado del crimen y defendido por un letrado viejo e incompetente. La fórmula infalible para los prejuicios.» Las propias palabras de Ferguson -obtenidas por medios ilegítimos- lo habían llevado al corredor. No había duda de que Ferguson había sido detenido de forma arbitraria cuando se encontró el cuerpo de Joanie Shriver.
Sólo quedaba un detalle aislado: había sido Ferguson quien había matado a la niña. Por lo menos al decir de un asesino en serie.
La cabeza le daba vueltas.
Cowart siguió analizando el artículo. Sullivan se encontraba en el condado de Escambia en el momento del asesinato. Comprobado y confirmado, y Sullivan estaba implicado en varios asesinatos. Tendría que haber sido uno de los sospechosos si la policía se hubiera molestado en ir más allá de las obviedades.
La única mentira que logró detectar -si de veras lo era-, la había dicho Ferguson al acusar a Sullivan de haber confesado el crimen. Pero aquéllas eran palabras de Ferguson -escrupulosamente citadas y entrecomilladas-, no suyas.
Y con todo, el resultado era una mentira. La explosiva unión de aquellos dos hombres oscurecía todo atisbo de verdad. La simple y estremecedora realidad era que, aunque las razones habían sido las correctas, el desenlace había sido fatídico.
Las dos primeras veces que sonó el teléfono no se inmutó. A la tercera reaccionó y, pese a ser consciente de que no le apetecía hablar con nadie, cogió el auricular.
– ¿Diga?
– ¡Por Dios! ¿Matt?
Era Will Martin, de la redacción del periódico.
– ¿Will?
– Santo cielo, muchacho, ¿dónde demonios te habías metido? Aquí se están volviendo locos buscándote.
– He vuelto. Acabo de llegar.
– ¿Desde Starke? Hay ocho horas de viaje.
– Menos de seis, en realidad. He pisado el acelerador.
– Bueno, muchacho, espero que puedas escribir tan rápido como conduces. El jefe está histérico esperando tu artículo y sólo quedan un par de horas para el cierre de la primera edición. Más vale que te pongas las pilas, vente para aquí volando. -Su voz denotaba emoción.
– De acuerdo, de acuerdo… -Cowart escuchó su propia voz como si fuera de otro-. Oye, Will, ¿qué dicen los teletipos?
– Nada bueno. Aún están con tu conferencia de prensa. Por cierto, ¿se puede saber qué demonios ha pasado? No se habla de otra cosa pero nadie sabe nada. Tendrías que escuchar el contestador. Los noticiarios, el Times, el Post y los semanarios, y no es más que el principio. Los tres canales locales tienen tomada la puerta principal, o sea que tendremos que ingeniárnoslas para hacerte entrar discretamente. Tenemos media docena de llamadas de los de homicidios, han encontrado seis fiambres en la ruta de Sullivan. Todo el mundo quiere saber qué te contó ese asesino antes de que se le cruzaran los cables.
– Sullivan confesó un puñado de crímenes.
– Eso ya lo sé. Viene en los teletipos. Es lo que le has dicho a todo el mundo en la rueda de prensa. Pero necesitamos los pormenores ya, hijo. Palabra por palabra. Nombres, fechas, detalles. Ahora mismo. ¿Lo tienes grabado? Habrá que pasárselo a un mecanógrafo, a media docena de mecanógrafos si hace falta, hay que transcribirlo. Vamos, Matty, me imagino que estarás exhausto, chaval, pero tienes que venir antes de que nos volvamos todos majaras. Ya dormirás más tarde, coño. Además, dormir no es tan importante. Vale más un buen artículo. Hazme caso.
– De acuerdo -cedió Cowart. Toda intención de explicar lo ocurrido se había disipado con el entusiasmo que Will irradiaba. Si Martin, alguien acostumbrado a sopesar serenamente los hechos en los editoriales, estaba en este estado, el jefe de redacción debía de estar frenético. Las noticias bomba repercuten sobre todo el personal de un periódico. Los enganchan, los absorben, los hacen sentirse partícipes de los hechos. Respiró hondo-. Voy para allá. Pero ¿cómo esquivo las cámaras?
– ¿Sabes la calle que queda entre el hotel Marriott del centro y el Omni Mall? ¿Aquella callejuela que da a la bahía?
– Sí.
– Bien, habrá un camión de reparto esperándote en la esquina dentro de veinte minutos. Sube y luego entra por la entrada de mercancías.
– Como en las películas, ¿eh? -Sonrió.
– Corren malos tiempos, hijo, hay que tomar medidas extraordinarias. No se nos ha ocurrido nada mejor. Supongo que la CIA y el KGB habrían dado con un plan más brillante, pero aquí el tiempo apremia. Y por lo demás, dar esquinazo a un enjambre de cámaras de la tele tampoco debe de ser nada del otro jueves.
– Ya salgo para ahí. -Entonces se acordó de las cintas que llevaba en el maletín con la confesión y la verdad sobre la muerte de Joanie Shriver. No podía permitir que nadie las escuchara. No hasta que las cosas se calmasen y él hubiera decidido qué hacer. Trató de ganar tiempo-. Oye, antes tendría que darme una ducha. Diles a los del camión que esperen unos tres cuartos de hora. Quizás una hora.
– Ni hablar. Para escribir no hace falta tener buen aspecto.
– Pero tengo que ordenar las ideas.
– ¿Quieres que le diga al jefe que estás «pensando»?
– No, no, dile que voy pero que estoy reuniendo mis notas. Treinta minutos, Will. Media hora. Te lo prometo.
– Ni un minuto más. Venga, hijo, muévete. -Will Martin hizo un chasquido para subrayar lo urgente del asunto.
– Media hora. Ni un minuto más.
– Vale. Voy a decírselo. Señor, le va a dar un infarto y no son más que las diez de la mañana. El camión te estará esperando. Pero date prisa. A ver si hacemos que el jefe llegue a mañana, ¿de acuerdo? -Martín se rió de su propia gracia y colgó.
A Cowart la cabeza no dejaba de darle vueltas. Sabía que se le estaban agotando las opciones, que los detectives llegarían a la redacción de un momento a otro. La situación empezaba a escapársele de las manos. Tenía que ir y escribir algo. Había muchas esperanzas depositadas en él.
Abrió el maletín y sacó las cintas. No le llevó más de un segundo encontrar la última; había tenido la precaución de numerarlas a medida que las iba grabando. Por un instante la sostuvo en la mano y pensó en destruirla, pero la introdujo en el casete y la rebobinó hasta el principio, luego la adelantó unos segundos y pulsó play. La áspera voz de Blair Sullivan resonó en los altavoces, llenando el pequeño apartamento con su amargo mensaje. Cowart esperó hasta oír aquellas palabras: «… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver.»
Detuvo la cinta y la rebobinó un poco, hasta el punto en que Sullivan decía: «Ésos son los treinta y nueve. Casi nada, ¿no?» Y él respondía: «Señor Sullivan, no queda mucho tiempo.» Entonces el asesino le había gritado: «Pero ¿es que no me ha oído, amigo?», y luego: «Es hora de contarle una última historia…»
Rebobinó de nuevo, hasta «Casi nada, ¿no?».
Se acercó a su colección de discos y cintas y dio con un casete del Sketches of Spain, de Miles Davis, que había grabado hacía años. Era una cinta vieja, muy gastada, con la etiqueta casi ilegible. La introdujo en la platina de copiado y avanzó unos minutos. Luego puso el modo grabación simultánea y pulsó rec.
Cowart oyó las palabras bullendo a su alrededor e intentó desterrarlas de su mente.
Cuando la cinta terminó, pulsó stop. Escuchó la confesión de Sullivan en la cinta de Miles Davis. La claridad de la voz había disminuido, pero seguía perfectamente audible. Acto seguido, cogió la cinta y la devolvió a su sitio entre los demás discos y cintas del anaquel.
Se quedó un momento mirando fijamente el original. Luego rebobinó hasta el fragmento que había copiado, pulsó rec y borró las palabras de Sullivan con un silencio sofocante. Podría parecer una manera algo abrupta de acabar la grabación, pero le sacaría del aprieto. Ignoraba si la cinta sería sometida a una investigación metódica en los laboratorios de la policía, pero al menos ganaría un poco de tiempo.
Cowart apartó por un momento los ojos de la pantalla del ordenador y distinguió a la pareja de detectives avanzando por la redacción. Sortearon las distintas mesas, zigzagueando en dirección a él, ajenos a la presencia de los periodistas de la sala, que les seguían con la mirada. Cuando llegaron a su escritorio, ya todo el mundo les estaba mirando.
– Muy bien, señor Cowart -dijo Andrea Shaeffer con tono impaciente-. Nuestro turno.
Le dio la impresión de que las palabras se difuminaban en la pantalla.
– Termino en un segundo -contestó, con los ojos fijos en el ordenador.
– Ya ha terminado -repuso Michael Weiss.
En ese momento llegó el redactor jefe y se interpuso entre los dos policías y Cowart.
– Queremos una declaración completa, ahora mismo. Hace días que tratamos de conseguirla y ya estamos hartos de jugar al gato y al ratón -explicó Shaeffer.
El redactor jefe hizo un gesto con la cabeza.
– Cuando termine.
– Eso nos dijo el otro día, cuando encontró los cuerpos. Entonces tenía que hablar con Sullivan. Luego no sé qué le cuenta Sullivan pero necesita estar a solas. Y ahora tiene que escribir. ¿Acaso necesitamos suscribirnos a su maldito periódico para enterarnos de las cosas? -espetó Weiss con exasperación.
– En un momento estará con ustedes -insistió el redactor jefe, ocultando a Cowart de la mirada de los detectives y procurando alejarlos de su mesa.
– Ahora -se obstinó Andrea Shaeffer.
– Cuando termine -se obstinó aún más el jefe.
– ¿Quiere que le arreste por interferir con la investigación? -replicó Weiss-. Empiezo a cansarme de esperar a que ustedes terminen su jodido trabajo para que nosotros podamos empezar el nuestro.
– Buena idea -contestó el redactor jefe-. Mañana en primera plana saldría una preciosa foto de ustedes esposándome. Seguro que el jefe de policía de Monroe estaría encantado. -Y les ofreció las muñecas.
– Escuche -terció Shaeffer-. Él posee información relacionada con la investigación de un homicidio. ¿No le parece razonable pedirle un poco de colaboración?
– No es que no sea razonable. Pero también se le echa encima el cierre de la primera edición, y lo primero es lo primero.
– En eso tiene razón -gruñó Weiss-. Lo primero es lo primero. Sólo que no estamos de acuerdo en qué es lo primero. Parece que vender periódicos va primero que resolver asesinatos.
– Matt, ¿te queda mucho? -preguntó el jefe.
– Unos minutos.
– ¿Dónde están las cintas? -preguntó Shaeffer.
– Las están transcribiendo. Ya casi han acabado. -El redactor jefe reflexionó un instante-. Oigan, ¿por qué no leen lo que Sullivan le dijo a mi compañero mientras esperan?
Los detectives asintieron con la cabeza y el jefe se los llevó a la sala de reuniones, donde tres mecanógrafos con auriculares trabajaban sin tregua con las cintas.
Cowart respiró hondo. Ya había terminado de describir la ejecución y se las veía ahora con la confesión de Sullivan. Había enumerado todos los crímenes que aquel psicópata había confesado.
El único cabo suelto era la horrenda muerte de sus padres adoptivos. Cowart se quedó bloqueado. Era una parte crucial de la historia, una información destinada a ocupar una posición clave en los primeros párrafos. Y al mismo tiempo, era la parte más delicada. No podía decirle a la policía -ni escribirlo en el periódico- que Ferguson estaba implicado en esos crímenes sin explicar el porqué. Y la única respuesta a ese porqué se remontaba a la muerte de Joanie Shriver y al acuerdo al que, según el difunto, habían llegado aquellos dos hombres en el corredor de la muerte.
Matthew Cowart vaciló frente al monitor. El único modo de protegerse a sí mismo, a su reputación y a su carrera era encubrir el papel de Ferguson.
«¿Encubrir a un asesino?», pensó.
En su mente resonaron las palabras de Sullivan: «¿Acaso lo he matado a usted?»
Por un instante tuvo el impulso de revelar la verdad, pero inmediatamente se preguntó: «¿Cuál es la verdad?» Todo estaba en las palabras del ejecutado Sullivan. Un mentiroso empedernido, hasta más allá de la muerte.
Advirtió que el redactor jefe estaba observándole. Levantó los brazos y le hizo un gesto para que se apresurara. Cowart volvió a mirar el artículo, consciente de que iba a ir a la imprenta tal cual estaba.
Una voz sobre su hombro le arrancó de su indecisión.
– No me lo trago.
Era Edna McGee. La melena rubia le daba en la cara mientras negaba con la cabeza. Estaba leyendo unas cuartillas mecanografiadas. La confesión de Sullivan.
– ¿Qué? -Cowart giró la silla hasta quedar de cara a su amiga.
Ella frunció el entrecejo e hizo una mueca sin separar la vista del papel.
– Matt, aquí hay algo que no encaja.
– ¿El qué?
– Estoy haciendo una lectura rápida, claro, pero bueno, veo que está contando la verdad sobre los crímenes. Lo supongo por los detalles y todo lo demás. Pero mira esto, dice que mató a un chaval que trabajaba en una estación de servicio y en la tienda de recuerdos indios de la Tamiami Trail, hace un par de años. Dice que paró a tomarse un refresco o no sé qué, que le pegó un tiro por la espalda y que vació la caja antes de salir para Miami. Me acuerdo muy bien de aquel crimen, ya que lo cubrí. ¿Te acuerdas que empecé con un artículo sobre los establecimientos que habían sufrido atracos en los alrededores de la reserva Miccosukkee y que preparé una tabla con los crímenes sufridos por los vecinos de Everglades? ¿Te acuerdas?
Cowart se agarró a la mesa.
– Matt, ¿te encuentras mal?
– Me acuerdo, claro que sí -contestó Cowart con un hilo de voz.
Edna lo observó.
– La mayoría versaba sobre gente a la que habían atracado camino del bingo y de las patrullas que los indios habían organizado para vigilar sus negocios.
– Lo recuerdo.
– Pues bien, resulta que investigué un poco sobre aquel asesinato. Todo fue más o menos como Sullivan dice, y en un momento dado incluso se diría que lo presenció en directo. Y es verdad, al muchacho le dispararon por la espalda. Pero eso apareció en todos los periódicos… -Agitó las cuartillas con la transcripción-. A lo que voy es a que lo sabe todo, pero sólo de modo superficial. No lo hizo él. Ni de coña. Arrestaron a tres chavales del sur de Miami por ese crimen. Los peritos relacionaron su arma con la bala que abatió al muchacho y todo eso. Uno de ellos confesó y el que conducía testificó contra el autor de los disparos. Caso cerrado. Dos de ellos están cumpliendo veinticinco años por homicidio en primer grado y el otro consiguió un acuerdo. Pero no hay dudas respecto a la autoría del crimen.
– Pero Sullivan…
– Ya, ya, es muy extraño. Por aquel entonces rondaba por el sur de Florida. Eso sí lo sabemos. Habría que revisar fechas y demás, pero es casi seguro. Puede que estuviera de paso cuando el crimen se comentaba en los periódicos. El muchacho asesinado era el sobrino de uno de los ancianos de la comunidad, por eso provocó tanta conmoción. Hasta en la tele no hacían más que hablar de eso. ¿Te acuerdas?
Cowart lo recordaba, y se preguntó cómo no lo había recordado antes, cuando Sullivan se lo contó. Asintió con la cabeza.
Edna volvió a agitar las cuartillas.
– Caramba, Matt, probablemente te dijo la verdad sobre la mayoría de los crímenes. Pero ¿sobre todos? ¿Quién sabe? Aquí tenemos uno que no encaja. ¿Cuántos más habrá?
Cowart sintió vértigo. «Probablemente te dijo la verdad.» Sullivan tal vez había mentido una vez. O dos. O una docena. ¿A quién mató? ¿A quién no mató? ¿Cuándo decía la verdad y cuándo no?
O acaso era todo mentira y en realidad Ferguson era quien decía la verdad. En su cabeza, Ferguson se transformó automáticamente de demonio asesino en un hombre indignado al que la justicia ha traicionado. Las mentiras, medias verdades e inexactitudes de Sullivan habían formado una maraña inextricable.
«¿Inocente?», pensó. Se quedó mirando el monitor recordando las palabras de Sullivan. «¿Culpable?»
Edna volvió a agitar las cuartillas.
– Hay otros dos que quizá tampoco encajan. Imagino que sólo son suposiciones mías, pero no entiendo por qué iba a colgarse crímenes que nunca cometió. -Hizo una pausa y se contestó a sí misma-: Pues porque era un bicho raro, y lo fue hasta las últimas consecuencias. Todos los asesinos en serie pretenden quedar como los más sanguinarios, los más duros o los más desalmados. ¿Te acuerdas de Henley, aquel tío de Texas que se cargó a veintiocho personas? Lo metieron en prisión, y al tiempo apareció en Chicago aquel John Gacy que se había cargado a treinta y tres. Entonces Henley llamó a un detective de Houston y le dijo: «El récord sigue siendo mío, porque tal y cual…» Muy raro, diría yo.
– Tienes razón -contestó Cowart, inundado por un mar de dudas.
Edna se inclinó para leer el titular de su artículo.
– Los asesinatos son al menos treinta y nueve. Bueno, eso es lo que él dijo. Pero será mejor que te cerciores.
– Eso haré.
– ¿Entró en detalles sobre los asesinatos de los cayos?
– No. Sólo dijo que lo había preparado todo para que se cometieran.
– Pero te diría algo más, ¿no?
Cowart se incorporó.
– Habló de que radio macuto funciona incluso en el corredor de la muerte. Y de que todo puede conseguirse a cambio de algo. Pero no dijo a cambio de qué.
– Ya. Bueno, tú escribe lo que él te dijo, pero contrastándolo todo. -Edna echó una mirada en torno en busca de la pareja de detectives, que seguían leyendo las transcripciones-. ¿Crees que tienen pruebas sólidas? A mí me parece que están esperando que tú se lo des todo mascado -añadió con cinismo.
Él la miró.
– Edna… -empezó.
– Necesitas ayuda con todo esto, ¿verdad? -Edna pareció rebosar entusiasmo. Dio un manotazo sobre el montón de cuartillas-. Que te digan qué hay de cierto, qué de dudoso y qué de falso, ¿no?
– Sí. Por favor. ¿Lo harías tú?
– Me encantaría. Me llevará unos días, pero me pondré a ello ahora mismo. Se lo diré a los de arriba. ¿Seguro que no te importa compartir el caso conmigo?
– No. En absoluto.
Edna señaló la pantalla.
– Mejor que tengas cuidado de no ser demasiado explícito sobre la confesión de Sullivan. Puede que haya más puntos conflictivos. No escribas nada que no puedas probar.
Cowart no sabía si reír o echarse a llorar.
– Deberías tenerle mucho respeto al viejo Sully. Jamás le puso las cosas fáciles a nadie -añadió ella mientras se marchaba.
Cowart vio cómo Edna McGee atravesaba la redacción en dirección al jefe y al momento empezaban a hablar animadamente. Luego los observó repasar la declaración transcrita. De pronto el jefe sacudió la cabeza y vino presuroso a su mesa.
– ¿Es verdad? -preguntó.
– Eso dice Edna -contestó Cowart-. Yo no lo sé.
– Pues tendremos que comprobar punto por punto.
– Parece que sí.
– ¡Dios! ¿Y cómo va el artículo?
– Pues como las declaraciones del difunto. Muchas afirmaciones sin confirmar, no acabo de saber qué hay de verdad en todo ello, surgen muchos interrogantes. Así va.
– Echa toda la leña en la descripción y ándate con ojo con los detalles. Necesitamos tiempo.
– Edna me ayudará.
– Bien. Ahora mismo empezará a hacer llamadas. ¿Cuándo crees que podrás seguir adelante?
– Necesito descansar un poco.
– Está bien. Y en cuanto a los detectives…
– Enseguida estoy con ellos.
Cowart volvió a mirar su texto. Arrancó las palabras de Sullivan de la libreta y cerró el artículo con el «Casi nada, ¿no?».
Pulsó unas teclas, la pantalla se apagó y el texto se envió automáticamente al jefe de redacción para ser medido, revisado, editado e insertado en la primera plana. Ya no sabía si lo que había escrito era verdad o mentira. Por primera vez en su vida como periodista, era incapaz de distinguir la una de la otra de tan imbricadas como estaban en su cabeza.
Shaeffer y Weiss estaban de muy mal humor.
– ¿Dónde está? -preguntó la detective apenas entró en la sala de reuniones.
Los tres mecanógrafos estaban grapando cuartillas en la gran mesa donde se organizaban las reuniones vespertinas. Al ver el enfado de los policías, salieron de la sala presurosos, dejándose olvidada una pila de cuartillas. Cowart no contestó. Su mirada fue a posarse sobre el gran ventanal. La luz del sol se reflejaba en la bahía. Era posible divisar la columna de vapor de un transatlántico que se dirigía a la ensenada del Gobernador para poner rumbo a alta mar.
– ¡Que dónde está! -repitió Shaeffer-. ¿Dónde está la explicación de las muertes de su madre y su padrastro?
Le puso una cuartilla de la transcripción delante de los ojos.
– Aquí no pone una sola palabra -dijo casi a voz en grito.
Weiss le apuntó con el dedo.
– Explíquese ahora mismo. Ya estoy harto de rodeos, Cowart. Podemos arrestarle como testigo y meterle en el calabozo.
– No me iría mal -contestó, fingiendo tanta indignación como los detectives-, así podría dormir un poco.
– ¿Saben qué? Ya estoy harto de que amenacen a mi compañero -dijo la voz del redactor jefe detrás de Cowart-. ¿Por qué no se buscan la vida por ahí? ¿O acaso pretenden que Matt solucione el caso por ustedes?
– Él ya tiene la solución del maldito caso -contestó Shaeffer con una voz dulce y desafiante.
Hubo un momento de tenso silencio, hasta que el redactor jefe señaló las sillas.
– Sentémonos -ordenó secamente-. Y tratemos de arreglar esto.
Cowart vio que Shaeffer respiraba hondo y hacía un esfuerzo por no perder los estribos.
– Está bien -dijo con suavidad-. Sólo queremos una declaración completa, y ahora mismo. Luego les dejaremos en paz. ¿De acuerdo?
Cowart asintió. El redactor jefe añadió:
– Si Matt consiente, de acuerdo. Pero una amenaza más y se acabó la entrevista.
Weiss se dejó caer sobre una silla y sacó una libreta de notas. Shaeffer hizo la primera pregunta.
– Por favor, explique lo que me dijo en la prisión de Starke. -La detective no le quitaba la vista de encima, estudiando todos sus movimientos.
Cowart la miró a los ojos. «Así es como se mira a un sospechoso», pensó, y dijo:
– Sullivan me aseguró que había planeado los asesinatos.
– ¿Eso dijo? ¿Cómo? ¿Con quién? ¿Cuáles fueron sus palabras exactas? ¿Y por qué diablos no están en la cinta?
– Me hizo apagar la grabadora. No sé por qué.
– Bien. Continúe.
– Sólo fue un detalle en medio de la conversación.
– Está bien. Siga.
– De acuerdo. Ya sabe que me hizo ir a Islamorada. Me dio la dirección y demás. Me dijo que me entrevistara con las personas que vivían allí. No me dijo que iban a estar muertas. Nunca me dio detalles de ningún tipo, sólo insistió en que fuese…
– ¿Y usted no le exigió explicaciones antes de ir?
– ¿Para qué? Tampoco me las habría dado. Era un tipo inflexible. Sabía que iba a morir. Por eso fui sin hacer preguntas. Tampoco es tan increíble.
– No, claro. Siga.
– Cuando volví a visitarle en la celda me pidió que le describiese las muertes, que le contara todos los detalles: dónde estaban, cómo habían muerto, todo lo que recordase del escenario del crimen. Se mostró particularmente interesado en saber si habían sufrido. Cuando terminé de contarle todo lo que recordaba, se mostró satisfecho. Obscenamente satisfecho, diría yo.
– Siga.
– Le pregunté que a qué venía tanta alegría y me dijo: «Porque los he matado yo.» Le pregunté cómo lo había hecho y contestó: «Todo puede conseguirse, incluso en el corredor de la muerte, si uno está dispuesto a pagar por ello.» Le pregunté qué había pagado él, pero se negó a revelarlo. Dijo que era cosa mía averiguarlo y que él se iría a la tumba sin despegar los labios. Le pregunté cómo lo había preparado, pero no contestó. Luego me preguntó: «¿No le interesa mi legado?» Entonces me dijo que encendiera la grabadora y empezó a confesar los demás crímenes.
Las mentiras salían de su boca una tras otra. Se sorprendió de la facilidad con que las soltaba.
– ¿Cree que hay alguna relación entre la confesión subsiguiente y los crímenes del condado de Monroe?
«He aquí la cuestión», pensó Cowart. Se encogió de hombros.
– Es difícil de decir.
– Pero ¿cree usted que le contó la verdad?
– Sí, a ratos. Es decir, está claro que cuando me envió a esa casa sabía que algo iba a ocurrir. Debía de saber que iban a matarlos. Creo que consiguió lo que se proponía. Pero sobre cómo pagó el encargo…
Shaeffer se levantó.
– Muy bien -dijo-. Gracias. ¿No recuerda nada más?
– Si lo recuerdo se lo haré saber.
– Querríamos llevarnos las cintas originales.
– Ya veremos -atajó el redactor jefe-. Todavía no es posible.
– Puede que contengan más pruebas -dijo la detective.
– Aún tenemos que sacar copias. Quizá para esta tarde, a última hora. Entretanto pueden llevarse una de las transcripciones.
– De acuerdo -dijo. La detective parecía ahora bastante relajada-. ¿Y si necesito ponerme en contacto con usted? -le preguntó a Cowart.
– Estaré por aquí.
– No estará tramando ir a ninguna parte…
– Sí, a casa para descansar.
– Mmm. De acuerdo. Estaremos en contacto por lo de las cintas.
– Llámenme a mí -dijo el redactor jefe.
Ella asintió con la cabeza. Weiss cerró su libreta con brusquedad.
Shaeffer permaneció un instante observando fijamente a Cowart.
– ¿Sabe una cosa, señor Cowart? Hay algo que me intriga. En la conferencia de prensa posterior a la ejecución dijo usted que Blair Sullivan le había hablado de la niña de Pachoula.
Cowart notó que algo se le revolvía en las entrañas.
– Cierto… -dijo.
– Pero en la transcripción tampoco hay rastro de eso.
– Me hizo apagar la grabadora. Ya se lo he dicho.
Ella sonrió.
– Es verdad. Sí, supongo que fue eso lo que ocurrió… -Hizo una pausa significativa-. Imagino que llegados a ese punto oiremos la voz de Sullivan diciendo algo como «Apague la grabadora», ¿no?
Cowart, conteniendo el pánico, se encogió de hombros con indiferencia.
– Me habló sobre ese crimen al mismo tiempo que de los asesinatos de Monroe -dijo.
Shaeffer movió la cabeza. Parecía querer estrangular a Cowart.
– Ah, claro. Pero usted no ha dicho eso antes, ¿verdad? Qué raro, ¿no? Dejó que le grabase hablando de todos los crímenes menos de estos dos, ¿correcto? Él, que lo mandó llamar especialmente para que usted fuese la última persona que lo viese vivo. Insólito, ¿no cree?
– No lo sé, detective. Era un tipo insólito.
– Y me parece que usted también, señor Cowart -dijo ella. Luego se dio media vuelta y se marchó con su compañero.
Cowart la siguió con la mirada mientras atravesaba la redacción y desaparecía tras las puertas de salida. Advirtió el vaivén de sus caderas. «Seguro que sale a correr cada mañana -pensó-. Es esbelta y tiene ese aire infeliz e insatisfecho del que practica footing.» Deseaba creer que ella se hubiese creído su versión, aunque admitía que era muy difícil.
También el redactor jefe observó cómo la pareja de detectives se marchaba. Entonces respiró hondo y confirmó lo que ya era obvio:
– Matt, esa mujer no se ha creído una sola palabra. ¿Realmente fue eso lo que ocurrió con Sullivan?
– Sí, más o menos.
– No es muy verosímil, ¿no te parece?
– No, no es nada verosímil.
– Matt, ¿qué está pasando aquí?
– Todo es cosa de Sullivan -se apresuró a contestar-. Se dedicó a confundirme. Lo hacía con todo el mundo. Cuando no estaba matando a nadie se dedicaba a eso.
– ¿Y qué hay de lo que ha insinuado la detective?
Cowart ensayó una respuesta que tuviera un mínimo de sentido:
– Es como si Sullivan hiciera distingos entre los crímenes. Para él, los de veras importantes, los que no aparecen en la cinta, eran, ¿cómo decirlo?, distintos. Los demás eran como el pan de cada día. Parte de su leyenda. No soy psiquiatra, no sé explicar cómo funcionaba su cabeza.
El jefe asintió.
– ¿Es eso lo que vamos a publicar?
– Sí, más o menos.
– Asegurémonos de que si tenemos que pecar de algo sea de exceso de prudencia, ¿de acuerdo? Si algo te genera dudas, no lo pongas. O asegúrate de que está contrastado. Siempre podemos volver a retomarlo.
Cowart trató de esbozar una sonrisa.
– En eso estoy.
– Que sea verdad. Hay más preguntas que respuestas. ¿A quién pretendía encubrir Sullivan? Averígualo, ¿entendido? ¿Trabajarás en esa dirección mientras Edna revisa el resto de la declaración?
– Sí.
– Menuda historia. Alguien trama un asesinato justo antes de su propia ejecución. ¿De qué estamos hablando? ¿Celadores corruptos? ¿El abogado, quizás? ¿Otro de los reclusos? Descansa un poco y luego ponte a ello, ¿vale? ¿Sabes por dónde empezar?
– Sí -respondió Cowart. «No sólo sé por dónde empezar, sino por dónde acabar: Robert Earl Ferguson.»
A pesar del cansancio, Cowart se quedó en la redacción hasta última hora de la tarde. No hizo ningún caso de los reporteros que montaban guardia frente al edificio. Sin embargo, cuando los directores de noticias de todos los canales empezaron a llamar al director ejecutivo, se vio obligado a salir y hacer una declaración breve y poco satisfactoria, lo cual, naturalmente, lejos de sosegarlos los crispó aún más. Al final de la comparecencia no se marchó nadie. Cowart no atendió a las llamadas de los periodistas que pretendían entrevistarlo. Se limitó a esperar la caída de la noche. Cuando hubo aparecido la primera edición, leyó con cautela sus propias palabras, como si éstas pudieran herirle. Introdujo un par de cambios para la segunda edición en los que añadía aún más incógnitas a la confesión de Sullivan y subrayaba la misteriosa esencia de sus actos. Habló una vez más con Edna y el jefe de redacción, fingiendo su voluntad de trabajar en equipo. Luego cogió el montacargas y descendió a las entrañas del edificio, dejando atrás la sala de maquetación, la sección de anuncios clasificados, la cafetería y la planta de rotativas. El edificio temblaba con el zumbido de las máquinas, que iban expulsando miles de ejemplares. Podía sentir el temblor de las rotativas atravesando la suela de sus zapatos.
Uno de los camiones del reparto se lo llevó y lo dejó cerca de su apartamento. Se metió bajo el brazo un ejemplar del periódico del día siguiente y echó a andar, súbitamente aliviado por el anónimo taconeo de sus zapatos sobre la acera.
Echó un vistazo a la fachada del apartamento antes de llegar a la puerta, en busca de más periodistas. No vio a nadie; luego buscó algún rastro de los detectives de Monroe. No sería tan extraño que lo hubieran seguido. No obstante, la calle parecía desierta y Cowart se apresuró a entrar en el vestíbulo. Por primera vez desde que vivía en aquel modesto edificio lamentó su falta de seguridad. Titubeó un instante frente al ascensor, y al final optó por abrir la puerta de emergencia y subir por la escalera; respiraba entrecortadamente y sus pasos resonaban en la contrahuella de linóleo de los escalones.
Abrió la puerta del apartamento y entró. Permaneció un momento en el centro de la estancia, esperando a que se le sosegara el corazón, luego se aproximó a la ventana y se quedó contemplando las oscuras aguas de la bahía. Unas pocas luces se reflejaban inseguras sobre el ondeante charco de tinta negra, devoradas una y otra vez por el vasto océano.
Creía estar solo, pero se equivocaba. No se daba cuenta de que varias personas, pese a encontrarse a kilómetros de distancia, estaban en la habitación con él, como fantasmas, a la espera de su próximo movimiento.
Algunas, por supuesto, se encontraban más cerca. Andrea Shaeffer, por ejemplo, que había aparcado a una manzana y había asistido a su errática fuga con la ayuda de unos prismáticos de visión nocturna, viendo cómo trataba de ocultarse en la oscuridad. Tan concienzuda era su vigilancia que la detective no reparó en Tanny Brown, que cobijado por las sombras del edificio adyacente dejaba que la noche lo ocultara. Brown espió las luces del apartamento de Cowart hasta que se apagaron. A continuación, esperó a que el coche de la detective se adentrara lentamente en las tinieblas de la ciudad antes de moverse, ligero como un gato, hacia el apartamento de Cowart.
Tanny Brown estuvo escuchando a través de la puerta del apartamento de Cowart. Podía percibir cómo los distantes sonidos del tráfico urbano penetraban en la quietud de la oscuridad y se entremezclaban con el soniquete de un insecto verde que se estrellaba una y otra vez contra la luz del vestíbulo. Se puso manos a la obra en cuanto oyó que en el apartamento adyacente un par de voces subían de volumen entre risas para luego desvanecerse. Por un segundo se preguntó qué clase de broma era ésa. Volvió a escuchar a través de la puerta; del apartamento de Cowart no llegaba ruido alguno. Cogió con suavidad el pomo de la puerta y lo giró levemente hasta que encontró resistencia. Cerrado. Observó el pestillo de la parte superior y comprobó que estaba echado.
Apretó el puño, contrariado. No soportaba la idea de tener que llamar al timbre. Quería colarse subrepticiamente en el apartamento, como un caco, para sorprender a Cowart y de ese modo sonsacarle la verdad.
Oyó un sonido metálico a su espalda y, dándose la vuelta, trató de refugiarse bajo una sombra. En un acto reflejo se llevó la mano a la pistolera. Era el ascensor, que subía a otro piso. Distinguió el pequeño haz de luz deslizarse entre las puertas y pasar de largo. Suspiró, preguntándose a qué tanto sobresalto. Fatiga e incertidumbre. Volvió la vista a la puerta, pensando que si alguien le sorprendía de esa guisa, llamaría sin duda a la policía, tomándolo por un intruso con malas intenciones.
«Lo cual es precisamente la verdad», pensó con un toque de humor.
Brown respiró hondo, sacudió la cabeza para despejarse y se concentró en su propósito. Notó el latir del odio en las sienes y de pronto se enfureció y empezó a aporrear la puerta.
Cowart se encontraba sentado en el suelo con las piernas cruzadas en medio de los restos de su apartamento. Al oír el estallido de aquellos golpes como disparos de pistola, su primer pensamiento fue permanecer inmóvil como un ciervo cegado por un faro; el segundo fue protegerse y esconderse. Lo que hizo, sin embargo, fue levantarse y dirigirse con paso inseguro en la dirección del estruendo.
Cogió aire y preguntó:
– ¿Quién está ahí?
«Soy el señor Problemas», pensó Brown, y dijo:
– Teniente Tanny Brown. Quiero hablar con usted. -Hubo un momento de silencio-. ¡Abra!
A Cowart le entraron ganas de soltar una carcajada. Abrió la puerta y asomó la cabeza.
– Todo el mundo quiere hablar conmigo hoy. Pensaba que sería otro de esos capullos de la tele.
– Pues no, soy yo.
– Pero apuesto a que las preguntas serán las mismas -dijo Cowart-. ¿Cómo me ha encontrado? No figuro en la guía y el redactor jefe nunca le daría mi dirección.
– No ha sido difícil. Usted me dio su número de teléfono cuando intentaba sacar a Bobby Earl de la prisión. Bastó con llamar a la compañía telefónica y decirles que era un asunto de la policía.
Los ojos de ambos hombres se encontraron y Cowart sacudió la cabeza.
– Tendría que haberme imaginado que vendría. Hoy todo parece salirme mal.
Brown hizo un gesto con la mano.
– ¿Voy a tener que instalarme aquí o puedo pasar?
Al periodista la situación debía de parecerle cómica, pues se sonrió y volvió a sacudir la cabeza.
– Claro. ¿Por qué no? De todas formas pensaba ir a verle.
Terminó de abrir la puerta. La estancia estaba a oscuras.
– ¿Encendemos la luz?
Cowart se acercó a la pared y encendió el interruptor. El detective se quedó asombrado ante el desbarajuste que iluminó la lámpara del techo.
– Santo cielo, Cowart. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo han atracado?
El periodista volvió a sonreírse.
– No, sólo ha sido un pronto. Y no tengo ganas de recogerlo. Va a tono con mi estado anímico.
Caminó hasta el centro de la sala y encontró una butaca volcada. La puso de pie, dio un paso atrás y le indicó al detective que se sentara. Quitó de encima del sofá unos papeles que fueron a parar al suelo y se derrumbó en el espacio libre.
– Estoy cansado -dijo Cowart-. No duermo mucho. -Se frotó la cara con las manos.
– Yo tampoco duermo mucho últimamente -contestó Brown-. Demasiadas preguntas. Y muy pocas respuestas.
– Eso tendría en vela a cualquiera.
Se observaron con mirada exhausta. Cowart sonrió y movió la cabeza en respuesta al silencio.
– ¿No va a preguntarme nada? -le dijo al detective.
– ¿Qué está pasando?
Cowart se encogió de hombros.
– Una pregunta demasiado genérica; no puedo contestar a eso.
– Wilcox me dijo que sea lo que fuere lo que Sullivan le dijo antes de poner su culo en la silla, le hizo pasar un mal rato. ¿Por qué no me cuenta de qué se trata?
Cowart volvió a sonreír.
– ¿Eso dijo? Muy propio. Wilcox tiene hielo en las venas. Ni parpadeó cuando activaron la descarga eléctrica.
– ¿Y por qué iba hacerlo? ¿No irá a decirme que derramó siquiera una lágrima por Sullivan?
– No, claro que no. Pero…
Brown le interrumpió:
– Bruce Wilcox ve las cosas a su manera.
– Sí, puede -contestó el periodista, asintiendo con la cabeza-. No sé. O sea que quiere saber qué me contó Sullivan. Si le digo que me confesó un sinfín de asesinatos, ¿se quedará satisfecho?
– Puede. Sí.
– Ya veo. La muerte también es un negocio para usted. Como lo era para Sully.
– Supongo que podríamos decirlo así, aunque no me parece la mejor manera de expresarlo. -Brown contempló a aquel hombre despeinado y su apartamento revuelto. Se preguntó cuánto aguantaría antes de cogerlo por el cuello y sacarle las respuestas a bofetadas.
Cowart se retrepó en su asiento, como si retomara el hilo de algo.
– Sully me lo contó todo. Ancianos, ancianas, jóvenes, gente de mediana edad, chicas, chicos. Dependientes de gasolineras y turistas. Cajeros de autoservicios y gente que simplemente pasaba por ahí. Pim, pam. Se cruzan con la persona equivocada; él los coge, los mastica y los escupe a un lado. Cuchillos, pistolas, a algunos los estranguló con sus propias manos o los golpeó con bates, a otros los descuartizó, les disparó o los ahogó. Un buen catálogo de muertes violentas. Un tipo con recursos, ¿eh? Desagradable, muy desagradable. Uno se pregunta adónde irá a parar el mundo, ¿qué ha hecho uno para merecer tanta maldad? ¿Es que no basta con oírsela relatar a alguien durante horas? ¿Explica eso mis… vacilaciones? ¿Era ésa la palabra?
– Puede.
– Pero usted no me cree.
– No.
– Usted cree que hay algo más que me preocupa y se ha tomado la molestia de venir hasta aquí a preguntarme qué es. Su consideración me conmueve.
– No es consideración para con usted.
– No, ya me imagino que no. -Cowart soltó una risa amarga-. Me encanta -continuó-. ¿Quiere algo de beber, teniente? Mientras seguimos con el numerito.
Brown reflexionó un momento y levantó los hombros con gesto de «adelante, ¿por qué no?». Luego se retrepó en la butaca y vio cómo Cowart iba a la cocina y volvía al cabo de unos segundos con una botella, un par de vasos y seis latas de cerveza bajo el brazo.
– Whisky barato -anunció el anfitrión-. Y cerveza, si lo prefiere. Esto es lo que bebemos los reporteros en mi periódico. Nos servimos una cerveza, bebemos un par de sorbos y luego le echamos un chupito de whisky. Ayuda a entrar en calor. Y alivia las tensiones del día en un periquete. Hace que uno se olvide de que trabaja más horas que el reloj por un sueldo escaso y un futuro de risa.
Cowart preparó sendas copas.
– Perfecto. A su salud -dijo, y se bebió la mitad en unos pocos sorbos.
Brown le imitó y el brebaje le quemó la garganta. Hizo una mueca.
– Sabe a rayos. Estropea tanto la cerveza como el whisky -dijo.
– Cierto -asintió Cowart sonriendo otra vez-. Eso es lo bueno. Coge uno dos sustancias que por separado saben divinamente, las mezcla y obtiene algo asqueroso. Y a continuación se lo bebe. Como nosotros.
El detective dio otro trago.
– Aunque mejora a medida que uno va bebiendo.
– ¡Ja! En eso se diferencia de la vida. -Volvió a llenar los vasos, se sentó de nuevo en el sofá, pasó un dedo por el borde del vaso y se quedó escuchando el chirrido-. ¿Por qué iba a contarle nada? -preguntó despacio-. Cuando acudí a usted preguntando por Ferguson, me echó los perros. Su amigo Wilcox. No me lo puso nada fácil, ¿no cree? ¿Era la verdad lo que le interesaba cuando encontramos aquel cuchillo? ¿O sólo quería mantenerse en sus trece? Dígame, ¿por qué tendría que ayudarle?
– Por una razón muy simple. Porque yo puedo ayudarle a usted.
Cowart sacudió la cabeza.
– No lo creo. Y tampoco me parece una buena razón.
Brown se revolvió en su asiento y clavó los ojos en el periodista.
– ¿Qué me dice de esta otra? -dijo después de vacilar un instante-: Estamos juntos en esto. Lo estuvimos desde buen principio. Y aún no ha terminado, ¿verdad?
– No -admitió Cowart.
– El problema, a mi parecer, es que estoy metido en algo pero no sé lo que es. Sólo necesito que usted me ilumine un poco.
Cowart se reclinó y se quedó mirando al techo, intentando decidir qué podía decirle al detective y qué era mejor callarse.
– Así es la mayoría de las veces, ¿no?
– ¿Cómo?
– Entre polis y periodistas.
Brown asintió con la cabeza.
– Perros y gatos. En el mejor de los casos.
– Tenía un amigo -empezó Cowart- que era detective de homicidios, como usted. Solía decirme que a los dos nos interesaban las mismas cosas, sólo que con finalidades distintas. Durante mucho tiempo ninguno de los dos logró comprender del todo los motivos del otro. Para él, yo sólo quería escribir mis artículos; y para mí, él sólo quería resolver sus casos y trepar escalafones en la jerarquía. Su información me era útil para mis artículos y sus casos se hicieron tan conocidos que lo promovieron en el departamento. Era como una simbiosis. Ambos queríamos averiguar las mismas cosas, necesitábamos la misma información, a veces nos valíamos de los mismos métodos, aunque no siempre lo reconocíamos, y aun así la desconfianza era mutua. Recorríamos la misma calle por aceras distintas, pero jamás nos decidíamos a cruzar la calzada. Tuvo que pasar mucho tiempo para que nos fijáramos en nuestras similitudes y dejáramos a un lado nuestras diferencias.
Brown se rellenó el vaso, empezaba a notar el efecto del licor sobre sus exaltados sentimientos. Bebió un sorbo y miró a Cowart.
– Está en la naturaleza de los detectives el desconfiar de todo lo que escapa a su control. Sobre todo cuando se trata de información.
Cowart sonrió de nuevo.
– Esto es lo que lo hace emocionante, teniente. Sé algo que a usted le gustaría saber. Esto me da ventaja. Generalmente soy yo el que acude a personas como usted en busca de información.
Brown sonrió a su vez, aunque no porque el comentario le resultara gracioso. Fue una sonrisa que hizo que Cowart agarrara su vaso con más fuerza y cambiara de posición en su asiento.
– Pero yo he venido aquí para hablar con usted de otro asunto. Aún no he bebido lo bastante como para olvidarme, ¿sabe, señor Cowart? No creo que haya suficiente alcohol en esta casa para hacer que me olvide de eso. Ni en todo el mundo lo habría.
El periodista se inclinó hacia delante.
– Le diré lo que vamos a hacer, teniente. Usted quiere información y yo también quiero información. Hagamos un trato.
El detective dejó su vaso.
– ¿Qué trato?
– La confesión. Ésa es la primera parte del trato, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Cuénteme entonces la verdad sobre esa confesión, y yo le contaré la verdad sobre Ferguson.
Brown se quedó sentado con la espalda muy recta, como si el recuerdo le entumeciera el cuerpo y las palabras.
– Señor Cowart -contestó despacio-, ¿sabe lo que pasa cuando uno ha vivido siempre en un lugar pequeño? Que si algo no funciona, puede olerlo en el aire, no sabe exactamente cómo, quizás en cómo el calor se deja sentir a mediodía y se desvanece al atardecer. Es como saberse las notas de una melodía: cuando la banda las toca, es como si ya las hubieras oído antes. No es que todo marche siempre a pedir de boca; también suceden cosas terribles. Pachoula no es tan grande como Miami, pero eso no quita que también tengamos maridos que pegan a sus mujeres, camellos adolescentes, putas, usureros, chantajistas y asesinos. Pasan las mismas cosas, sólo que es menos descarado.
– ¿Y Bobby Earl?
– La cagó de buen principio. Yo sabía que planeaba matar a alguien. No sé si era su manera de caminar, de hablar, o esa risita que soltaba cuando le paraba yendo en coche. De donde procedía no podía esperarse otra cosa, era como un perro adiestrado para pelear. Trasladarse a la ciudad no hizo más que empeorar las cosas. Destilaba odio. A mí me odiaba, y a usted; lo odiaba todo. Iba a la deriva, haciendo tiempo hasta que el odio lo corrompiera por completo. Durante todo ese tiempo, él sabía que yo lo seguía. Sabía que estaba esperando. Y sabía que yo sabía que él también estaba esperando.
Cowart se quedó contemplando los entornados ojos del detective y pensó que Ferguson no era el único que destilaba odio.
– Deme detalles.
– No hay muchos. Una chica que asegura que la siguió hasta su casa. Otra dice que la quiso montar en su coche; al parecer se ofreció a llevarla. Trataba de ser amable. Una patrulla vecinal lo pilló merodeando por el barrio con las luces apagadas a medianoche. Había habido alguna violación y agresiones en los condados vecinos, pero los peritos no pudieron relacionarlas con él. Otra patrulla lo sorprendió en la puerta del colegio una semana antes de la desaparición y el asesinato de la niña, era justo la hora de salir de clase y él no supo explicar qué estaba haciendo ahí. Joder, pero si incluso pasé su nombre a la red nacional y pregunté a la policía de Nueva Jersey si en Newark tenían algo. Pero nada.
– Hasta que un día Joanie Shriver aparece muerta, ¿verdad?
Brown suspiró. El alcohol lo había apaciguado un poco.
– Exacto. Un día Joanie Shriver aparece muerta.
Cowart miró fijamente al teniente.
– Hay algo que no me está contando.
Brown lo reconoció con un gesto.
– Era la mejor amiga de mi hija. Y amiga mía también.
El periodista asintió con la cabeza.
Brown habló en voz baja:
– Su padre es el dueño de una cadena de ferreterías. Eran del abuelo, quien, cuando yo iba al colegio, me consiguió un empleo como hombre de la limpieza. Era uno de esos hombres que no prestaban atención al color de la piel, aunque en esos tiempos todo el mundo se fijaba en eso. ¿Recuerda lo que pasaba en Florida a principios de los sesenta? Había marchas, sentadas, quemas de cruces. Y a pesar de todo, él me dio un empleo. Me ayudó cuando entré en la universidad. Y cuando volví de Vietnam me recomendó en el cuerpo de policía. Hizo algunas llamadas y movió un par de hilos. Le debían algunos favores. ¿Cree que eso no significa nada? Y su hijo era amigo mío. Trabajábamos juntos en la ferretería. Nos contábamos chistes, hablábamos de nuestros problemas, de nuestras ilusiones de futuro. No era algo habitual en aquellos tiempos, aunque a usted todo eso seguramente no le diga nada. Pero para mí, señor Cowart, significa mucho. Nuestras hijas jugaban juntas. Y si tiene alguna idea de lo que eso significa, entenderá por qué no consigo dormir por las noches. Les debo un par de favores. Aún se los debo.
– Siga.
– ¿Tiene idea de hasta qué punto puede uno odiarse a sí mismo por no haber sabido evitar algo tan inevitable como la salida del sol o las mareas?
Cowart arrugó el entrecejo y dijo:
– Quizá.
– ¿Tiene idea de lo que es saber, saber con absoluta certeza y sin atisbo de duda, que algo terrible va a ocurrir y aun así ser incapaz de evitarlo? Y entonces, cuando ocurre, ¿que te arrebate a alguien a quien querías? ¿Que le rompa el corazón a un amigo de verdad? Y no poder hacer nada. ¡Nada de nada!
La fuerza de las palabras de Brown lo dejaron consternado. El detective apretó el puño como si agarrara la furia que ardía en su interior.
– ¿Lo entiende ahora, señor Cowart? ¿Lo ve ahora?
– Creo que sí.
– Tenía a aquel hijo de puta delante de mí. Riendo con aires de suficiencia en su silla. Provocándome. Yo sabía que lo había hecho, pero él se creía intocable. Bruce me miró, y yo asentí con la cabeza. Salí del cuarto y él le dio su merecido a ese cabronazo. ¿Que si le sacamos la confesión a palos? Por supuesto que sí. Así fue. -Chocó las manos con fuerza, haciendo un ruido como de disparo-. ¡Pam! Le dimos con el listín telefónico. Tal como dijo el muy cabrón.
El detective fulminó a Cowart con la mirada.
– Lo asfixiamos, lo golpeamos y le hicimos putadas gordas. Pero el muy cabrón no cedía. Nos escupía y se echaba a reír. Era un tío duro, ¿sabe? Y mucho más fuerte de lo que parece a primera vista. -Brown cogió aliento-. Sólo lamento que no nos los cargáramos allí mismo, en aquel preciso instante.
El detective volvió a apretar el puño y le espetó al periodista:
– Cuando la violencia física no da resultado, ¿qué hay que hacer? Un poco de tortura psicológica y todo arreglado. Él no estaba asustado y le daba igual lo fuerte que le diéramos. Pero ¿qué es lo que podía asustarle?
Brown se puso en pie y se arremangó la pernera del pantalón.
– Aquí está la maldita pistola. Tal como él dijo: una pistola en el tobillo.
– ¿Y eso le hizo confesar?
– No -dijo Brown con frialdad y rabia-. El miedo le hizo confesar.
El detective bajó el brazo y con un único y repentino movimiento liberó el arma. La empuñó y apuntó a Cowart en la frente. La amartilló con un ligero y perverso clic.
– Así -dijo.
Cowart notó un repentino calor.
– El miedo, señor Cowart, el miedo y el no saber hasta qué punto puede el odio volverle a uno loco.
La pequeña pistola parecía diminuta al lado de la imponente figura del detective, que parecía desbordado por sus emociones. Se inclinó y apoyó la pistola contra la cabeza de Cowart, donde la sostuvo unos segundos, fría como el hielo.
– Quiero saber la verdad -dijo-, y no quiero esperar. -Apartó la pistola, que quedó a escasos centímetros del rostro de Cowart.
El periodista seguía paralizado en su asiento. Hizo un esfuerzo por apartar los ojos de la oscura boca del cañón y volver a mirar al policía.
– ¿Va a dispararme?
– ¿Debería, señor Cowart? ¿Cree que le odio lo suficiente por haber venido a Pachoula con todas sus estúpidas preguntas?
– Si no hubiera sido yo, habría sido otro -repuso Cowart con voz quebrada.
– Habría odiado a cualquiera lo suficiente como para matarlo.
El periodista sintió pánico. Sus ojos buscaron el dedo del detective, apretado contra el gatillo. Creyó ver cómo se movía. «Dios mío, va a hacerlo», pensó, y por un instante se preparó para morir.
– Dígamelo -dijo Brown con frialdad-. Dígame lo que quiero saber.
Cowart se sintió palidecer. Las manos le temblaban en el regazo. Estaba perdiendo el control.
– Se lo diré. Pero retire la pistola. -El detective se lo quedó mirando-. ¡Sí, usted tenía razón, la tuvo desde el principio! ¿Es eso lo que quería oír?
Brown asintió con la cabeza.
– ¿Lo ve? -dijo en voz baja y tranquila-, no es tan difícil obligar a hablar a alguien.
Cowart lo miró y repuso:
– No es a mí al que quiere matar.
Tanny Brown se quedó inmóvil unos instantes. Luego bajó pistola.
– Cierto. A usted no. O puede que sí, sólo que todavía no ha llegado el momento.
Tomó asiento de nuevo y dejó la pistola en el brazo de la butaca; volvió a coger su vaso. Bebió para que el alcohol quemara su ira y respiró pausadamente.
– Se ha salvado por los pelos, Cowart, por los pelos.
El periodista se retrepó en su asiento.
– Últimamente me salvo de todo por los pelos.
Hubo un silencio antes de que el detective hablara de nuevo.
– ¿No se quejan precisamente de eso los suyos? La gente se enfada siempre con la prensa porque trae malas noticias. Es aquello de cargarse al mensajero, ¿eh?
– Sí, muchos se lo toman de manera literal. -Cowart suspiró y soltó una carcajada. Se paró un instante a pensar-. Así es como ocurre, ¿verdad? Te apuntan con ese chisme a la cara y confiesas lo que sea.
– No viene en los manuales de la policía -contestó Brown-, pero tiene razón. La tuvo desde el principio. Ferguson le contó la verdad. Así fue cómo conseguimos su confesión. Sólo que hay un pequeño problema.
– Ya sé cuál.
Se miraron fijamente y Cowart dijo lo que ambos sabían:
– La confesión era verdad. -Hizo una pausa y añadió-: Eso es lo que dice usted, eso es lo que cree.
Brown se reclinó en la butaca.
– Exacto -dijo. Respiró hondo y asintió con un gesto-. Jamás debí permitirlo. Tengo suficiente experiencia para haber sabido lo que iba a ocurrir, pero dejé que todo se fuera al traste. Es como cuando el coche derrapa en el barro: tienes todo bajo control, pero aceleras y en un abrir y cerrar de ojos todo se te escapa, das bandazos y acabas cruzado en la carretera. -Brown volvió a coger su vaso-. Pero como ve, yo creía que nos saldríamos con la nuestra. Bobby Earl se convirtió en su propio testigo de cargo. Aquel vejestorio de abogado suyo no se enteraba de nada. Llevamos a ese cabrón al corredor de la muerte, que es lo que se merecía, con el mínimo de patrañas y falsedades. Por eso confié en que todo saldría bien. Creí que quizás al fin dejaría de tener pesadillas con la pequeña Joanie Shriver…
– Sé lo que son esas pesadillas.
– Y entonces llega usted, con todas sus malditas preguntas. Destapando cada pequeño descuido, cada mentira. Ignorando la condena, como si nunca hubiera sido dictada. Por Dios. Cuanta más razón tenía usted, más lo odiaba yo. Es comprensible, ¿no cree? -Apuró el vaso, lo dejó sobre la mesa y se sirvió otro.
– ¿Por qué admitió que Ferguson había sido abofeteado cuando fui a hablar con usted? Fue eso lo que me hizo abrir los ojos…
El detective se encogió de hombros.
– No, lo que le abrió los ojos fue ver a Bruce fuera de sí. En cuanto presenció su cólera y su frustración, supe que iba a creer que había torturado a Ferguson, tal como dijo el muy cabrón. Creí que contándole una pequeña mentira, lo de la bofetada, podría ocultar la verdad. Me la jugué y perdí. Aunque por los pelos.
Cowart asintió:
– El efecto iceberg -dijo.
– Eso mismo -contestó Brown-; lo que se ve es la belleza del hielo en la cima, pero no el peligro que se oculta debajo.
Cowart rió sin humor, sólo un acceso de nervios y energía.
– Sólo un detalle más.
El detective se sonrió y dijo:
– Como ve, sé lo que le dijo Sullivan. Mejor dicho, no lo sé, pero no es difícil de adivinar. ¿Ése es el detalle?
El periodista asintió con la cabeza.
– ¿Qué dijo usted que era Bobby Earl?
– Un asesino.
– Bien, creo que puede tener razón. Aunque también podría equivocarse. No sé. ¿Le gusta la música, detective?
– Sí.
– ¿De qué tipo?
– Pop sobre todo. Alguna cosa de soul y rock de los sesenta para recordar la juventud. Mis hijas se ríen de mí por eso. Dicen que soy un carroza.
– ¿Le gusta Miles Davis?
– Por supuesto.
– Es mi favorito.
Cowart se levantó y se acercó al equipo de música. Puso la cinta en la platina y se volvió hacia el detective.
– ¿Le importa si escuchamos la última parte?
Pulsó un botón y unas melancólicas notas invadieron la estancia.
Brown se quedó mirando al periodista.
– Cowart, ¿qué está haciendo? No he venido a escuchar música.
Cowart volvió a su asiento.
– Sketches of Spain. Es muy famoso. Pregúntele a cualquier experto; le dirá que es uno de los hitos de la música de este país. El ritmo le atraviesa a uno, dulce y crudo a la vez. Puede que le parezca que tiene un final agradable y sencillo. Pero no.
Los instrumentos de viento empezaban a apagarse lentamente cuando irrumpió la agria voz de Sullivan. Brown se incorporó de un brinco. Estiró el cuello en dirección a los altavoces, tenso todo el cuerpo.
«… ahora le contaré la verdad sobre la pequeña Joanie Shriver… la pequeña y dulce Joanie…» Sullivan hablaba con una voz socarrona, clara y potente.
«… número cuarenta», dijo Cowart en la cinta.
La risa del asesino retumbó en el aire.
El periodista y el detective se quedaron inmóviles, dejándose envolver por la voz de Sullivan. Cuando la cinta llegó al final y se paró, ambos se quedaron mirando en silencio.
– Joder -suspiró Brown-, lo sabía. Hijo de puta.
– Así es.
Brown se levantó y entrechocó las manos. Se sentía lleno de energía, como si las palabras de Sullivan hubieran cargado el aire de electricidad. Apretó los dientes y dijo:
– Ya te tengo, cabronazo. Ya te tengo.
Cowart permaneció clavado en el sofá mirando al policía.
– De eso nada -dijo.
– ¿Qué quiere decir? -El detective miró la platina-. ¿Quién más sabe algo de esto?
– Usted y yo.
– ¿No les ha dicho nada a los detectives de Monroe?
– Aún no.
– ¿Es usted consciente de que está ocultando pruebas importantes en una investigación por asesinato? ¿Es consciente de que eso es un delito?
– ¿Qué pruebas? Un asesino embustero y psicópata me cuenta una historia. Le endilga a otro hombre varios asesinatos. ¿Y qué? Los periodistas oímos cosas parecidas cada día. Escuchamos, analizamos y desechamos. Dígame: ¿pruebas de qué?
– De su puta confesión. La descripción de las muertes de su madre y su padrastro. De cómo lo tramó todo. Una declaración póstuma, como dijo él, es válida ante un tribunal.
– Mintió. Mintió a diestro y siniestro. A mi juicio, al final ya no era capaz de discernir la verdad de la ficción.
– Y una mierda. A mí me parece una declaración sincera.
– Porque usted está predispuesto a creérsela. Mírelo así: imagínese que le digo que el resto de la entrevista es puro embuste. Que se atribuye asesinatos que no pudo cometer. Que incurre en todo tipo de incoherencias. Que era grandilocuente, egocéntrico, que quería pasar a la historia por sus actos. ¡Pero si sólo le faltaba admitir que disparó contra Kennedy y que sabía dónde encontrar el cuerpo de Jimmy Hoffa! Ahora que tiene un poco más de visión de conjunto, ¿no se pregunta si estaría diciendo la verdad al hablar de este o aquel asesinato?
Brown titubeó.
– No.
Cowart lo miró.
– De acuerdo. Puede que fuera así.
– ¿Y qué hay de él y Bobby Earl? ¿A qué viene la traición? Tal vez creía que de esa manera se la devolvería a Bobby Earl. ¿Qué sentido tiene todo esto? Ahora que está muerto no podemos ni preguntárselo, a no ser que esté usted dispuesto a bajar al infierno.
– Lo estoy.
– Y yo.
El detective le lanzó una mirada fulminante› pero después relajó la expresión y movió la cabeza.
– Creo que ya entiendo.
– ¿El qué?
– Por qué es tan importante para usted creer que Bobby Earl sigue siendo inocente. Ya sé por qué ha dejado su propia casa hecha un estropicio. Su apacible vida se vino abajo cuando oyó lo que Sullivan le decía, ¿no?
Cowart hizo un gesto dando a entender que aquello era obvio.
– Premios, reputación, porvenir. Palabras mayores. Quizás habría preferido retroceder en el tiempo, ¿no, señor Cowart?
– Eso no es posible -contestó en voz baja.
– Claro que no. Quizás usted puede mirar hacia otro lado en muchas ocasiones, pero esta vez no puede quitarse de la retina a la chiquilla muerta en aquella ciénaga, ¿no? De nada le sirve cerrar los ojos.
– Así es.
– Así que también usted está en deuda, ¿verdad, señor Cowart?
– Eso parece.
– ¿Necesita enmendarse? ¿Devolver el orden al mundo?
Cowart esbozó una sonrisa taciturna y se sirvió otra copa. Le hizo un gesto a Brown para que se sentara. El detective lo hizo, pero en el borde del asiento, tenso como si se dispusiera a saltarle encima.
– Muy bien -dijo el periodista-. Usted es el detective. ¿Por dónde empezaría? ¿Yendo a ver a Bobby Earl?
Brown reflexionó.
– Tal vez. La presa no caerá a no ser que la trampa esté perfectamente tendida.
– Eso si es que tenemos trampa alguna que tender. Y si es que él es la presa.
– Veamos -dijo Brown-. Sullivan dijo un par de cosas que pueden comprobarse en Pachoula. Tal vez haya que volver a hablar con la anciana y echar un vistazo a su casa. Según Sullivan hay algo que pasamos por alto. Averigüemos si decía la verdad. Podemos empezar por ahí, a ver qué es verdad y qué no lo es.
Cowart asintió.
– Muy bien. Pero a no ser que demos con fotos de Ferguson con las manos en la masa, no nos servirá de mucho… No podemos hacerle nada, al menos a través de los tribunales. Sabe muy bien que no podemos llevarle a juicio, y mucho menos con esa confesión de por medio. Ningún tribunal admitiría el caso a trámite. -Respiró hondo-. Y hay algo más. Si nos presentamos ante la anciana, se dará cuenta de que algo pasa. Y en cuanto ella lo sepa, él lo sabrá también.
Brown asintió, pero añadió:
– Con todo, quiero una respuesta.
– Yo también. Pero piense en el caso de Monroe. Si lo hizo él, y lo digo en condicional, si lo hizo, podría pillarlo por ahí. -Hizo una pausa y luego rectificó-: Podríamos pillarlo por ahí.
– ¿Y con eso todo arreglado? ¿Lo metemos otra vez en el corredor de la muerte? Borrón y cuenta nueva, ¿es eso lo que está pensando?
– Es posible. Espero.
– La esperanza -dijo el detective- es algo en lo que jamás he creído. Como en la suerte o la religión. Y de todos modos -sacudió la cabeza-, tenemos el mismo problema: un hombre a punto de morir sostiene que ha hecho un trato criminal. La única prueba son los muertos del condado de Monroe. ¿Cree que podríamos encontrar un arma y relacionarla con Bobby Earl? Quizás utilizó una tarjeta de crédito para comprar un billete de avión y alquilar un coche, así podríamos situarlo en el lugar el día de los hechos. ¿Cree que pudo verlo alguien? ¿O quizá se encargó de sellarles la boca? ¿Lo cree tan estúpido como para dejar huellas o cabellos o cualquier otra prueba forense que sus estimados amigos de la policía de Monroe estén dispuestos a cederle sin hacer preguntas? ¿No cree que después de la primera vez debió de aprender la lección y que ahora no habrá dejado rastro alguno?
– No lo sé. Ni siquiera sé si lo hizo.
– Si no fue él, ¿quién coño fue? ¿Cree que Sullivan pudo hacer más encargos desde la prisión?
– Yo sólo sé una cosa: los encargos, los engaños y la manipulación eran su especialidad, para eso vivía.
– Y por eso murió.
– Efectivamente. Puede que fuera su último encargo.
Brown se relajó en su asiento. Sacó la pistola, jugueteó con ella y pasó un dedo por el metal azulado.
– Se aferra usted a eso de la objetividad, señor Cowart. Le da igual estar quedando como un imbécil.
Cowart fue presa de la ira.
– No tan imbécil como alguien que le saca a bofetadas la confesión a un asesino y consigue que por ello lo dejen libre.
Hubo un breve silencio entre ambos antes de que el detective dijera:
– Y también está ese otro fragmento de la cinta, ¿verdad? Aquel en que Sullivan dice: «Alguien como yo.» -Miró al periodista con aspereza-. ¿No le llamó la atención? ¿Qué cree que quiso decir? -siseó-. ¿No le parece que deberíamos encontrarle respuesta a esa pregunta?
– Sí -admitió Cowart con amargura e hizo una pausa-. Muy bien. Tiene razón. Manos a la obra. -Miró fijamente al policía-. ¿Hay trato?
– ¿Qué clase de trato?
– No lo sé.
Brown asintió con la cabeza.
– En ese caso, supongo que sí.
Ambos se observaron. Ninguno de los dos confiaba en el otro lo más mínimo, pero sabían que era necesario averiguar la verdad; el problema, se decían para sus adentros, era que cada uno de ellos necesitaba una verdad distinta.
– ¿Y qué hacemos con los detectives de Monroe? -preguntó Cowart.
– Dejémosles hacer su trabajo. Al menos de momento. Tengo que ver por mí mismo qué fue lo que pasó.
– Regresarán. Creo que soy lo único que tienen para sacar el caso adelante.
– Entonces ya veremos -dijo Brown-. Pero a mí me da que volverán a la prisión. Es lo que yo haría si estuviera en su lugar. -Señaló la cinta-. Y si no supiera eso.
El periodista sacudió la cabeza.
– Hace unos minutos me acusaba de violar la ley.
Brown se puso en pie y le lanzó una mirada breve pero feroz. Cowart se la sostuvo.
– Me temo que habrá que violar unas cuantas leyes más si queremos acabar con esto -murmuró el policía.
Una oleada de calor parecía interponerse entre el azul pálido del océano y el cielo. Avanzaban a través del bochorno, respirando con dificultad. Ambos iban en silencio, pensativos, levantando una polvareda al caminar y pisando de vez en cuando alguna concha o un fragmento de coral de los que pueden encontrarse por Tarpon Drive. Ninguno de los dos veía en el otro a un aliado; lo único que sabían era que estaban complicados en un mismo asunto y que lo más seguro era mantenerse unidos. Cowart había aparcado su coche junto a la casa donde había encontrado los cuerpos. Luego habían ido puerta por puerta con un retrato de Ferguson sacado del archivo fotográfico del Journal.
A la tercera casa ya habían establecido la manera de proceder: Tanny Brown mostraba su placa, Matthew Cowart se identificaba. A continuación enseñaban la foto y hacían una única pregunta: «¿Ha visto alguna vez a este hombre?»
Una joven con un vestido amarillo y un mechón de pelo rubio pegado a la frente a causa del sudor se cargó su majadero niño a la cadera, observó la foto y negó con la cabeza. Dos adolescentes que estaban arreglando un motor fueraborda en el jardín de otra casa escrutaron la fotografía con una atención que seguramente no prestaban en clase, pero su respuesta también fue negativa. Un hombre fornido, con barriga prominente, vestido con unos vaqueros viejos y una chaqueta sin mangas con un parche de Harley Davidson en el pecho, se negó a atenderles diciendo: «No hablo con polis ni con periodistas. No sé nada que les pueda ser útil.» Y les dio con la puerta en las narices con tanta fuerza que tembló hasta el marco.
Siguieron recorriendo la calle. Había quien, en vez de contestar, preguntaba: «¿Quién es este tío?», «¿Por qué lo preguntan?»
Cowart no tardó en percatarse de que Brown tenía tendencia a tomarse los casos como una cuestión personal. Si le preguntaban: «¿Tiene algo que ver con los asesinatos que hubo al otro lado de la calle?», replicaba: «¿Sabe algo acerca de lo ocurrido?»
La pregunta era recibida con miradas perplejas y negaciones de cabeza.
Brown les preguntaba también si había pasado por allí alguien del departamento de policía de Monroe. Todos contestaron afirmativamente. Recordaban a una joven detective arisca y arrogante que había llegado el día que aparecieron los cuerpos. Pero nadie había visto ni oído nada fuera de lo habitual.
– Están siguiendo la otra pista -farfulló Tanny Brown.
– ¿Quiénes?
– Sus amigos de Monroe. Han hecho lo que yo habría hecho.
Cowart asintió. Echó un vistazo a la fotografía que tenía en la mano pero se negó a verbalizar sus oscuros pensamientos, que contrastaban con la cegadora luz del sol.
El sudor oscurecía el cuello de la camisa del detective.
– Qué romántico, ¿no? -gruñó.
Estaban ante una valla metálica que protegía una caravana azul eléctrico, algo corroída, con el adhesivo de un exótico flamenco rosa pegado en la puerta delantera. El sol se reflejaba en los acabados metálicos de la caravana de modo que todo el remolque resplandecía. Un pequeño acondicionador de aire colgaba de una ventana, luchando contra el bochorno entre zumbidos y chasquidos. A menos de diez metros, y atado a un poste medio inclinado, un pitbull moteado vigilaba a los dos hombres. Cowart reparó en que, a pesar del calor, el perro no sacaba la lengua sino que mantenía la mandíbula bien cerrada. Parecía atento aunque no exactamente alerta; como si al animal le pareciera inconcebible que alguien quisiera disputarle el señorío del jardín o ponerse a su alcance.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Cowart.
– Alguien tendría que llamar a la policía. -Brown observó al perro y después la puerta-. Habría que pegarle un tiro a ese bicho. ¿Ha visto alguna vez lo que uno de ésos puede hacerle a una persona? ¿Y a un niño?
Cowart asintió con un gesto. Los pitbull eran un clásico en Florida. En el sur del estado los camellos los empleaban como perros de vigilancia. Los chavales de los alrededores del lago Okeechobee los criaban en unas granjas ilegales llenas de inmundicia, donde los adiestraban para defensa y ataque. Muchos vecinos los tenían por miedo a los ladrones y fingían sorpresa cuando el animal le destrozaba la cara al hijo de algún vecino. Una vez había escrito un artículo al respecto, después de visitar una oscura habitación de hospital donde yacía un niño de doce años lleno de vendajes y mudo a causa del dolor y una mala operación de cirugía plástica. Su amigo Hawkins intentó denunciar al dueño del perro por agresión con arma letal, pero no prosperó.
La puerta de la caravana se abrió y apareció un hombre de mediana edad que se quedó observándolos. Vestía camiseta blanca y pantalones caquis que llevaban meses sin ver una lavadora. El pelo empezaba a clarearle, las greñas parecían pegadas a mechones en el cuero cabelludo, y su cara, rubicunda y con gesto de malas pulgas, estaba sin afeitar. Avanzó hacia ellos sin hacer caso del perro, que cambió de posición, meneó la cola y siguió vigilando.
– ¿Ocurre algo?
El teniente le enseñó su placa.
– Tenemos un par de preguntas.
– ¿Sobre esos tíos a los que les metieron un tajo en el cuello?
– Precisamente.
– Ya vinieron otros maderos a preguntar. Yo no sé nada.
– Quiero enseñarle la foto de una persona, por si la ha visto por aquí en las últimas semanas o en otro momento.
El hombre accedió con un gesto y se detuvo a pocos metros de la valla.
Cowart le tendió la fotografía de Ferguson. El hombre la observó y a continuación sacudió la cabeza.
– Mírela bien. ¿Está seguro?
El hombre miró a Cowart, molesto.
– Claro que estoy seguro. ¿Es un sospechoso o algo?
– Sólo queremos saber un par de cosas sobre él -contestó Brown, y cogió la fotografía-. ¿No lo ha visto merodeando, o quizá conduciendo un coche alquilado?
– No -respondió el hombre. Sonrió dejando a la vista una mermada dentadura amarillenta-. No he visto a nadie ni merodeando ni en ningún coche alquilado. Le diré más: es usted el primer negro que veo por aquí en mi vida. -Escupió, soltó una risa sarcástica y añadió-: Se parece a usted. Negro… -Pronunció la palabra alargando las dos sílabas con tono de mofa mordaz.
Luego el hombre volvió el rostro sonriente hacia el perro y dio un silbido; el animal se puso en pie al instante, erizó el pelaje de los cuartos traseros y enseñó los dientes. Cowart dio un paso atrás al percatarse de que aquel hombre probablemente dedicaba más tiempo, empeño y dinero en alimentar al perro que a sí mismo. Pero Brown no se inmutó. Transcurrido un momento, marcado por el grave gruñido del perro, el policía retrocedió y echó a andar por la calle. Cowart tuvo que acelerar para no perderlo.
– Vámonos -dijo Brown.
– Aún nos quedan algunas casas.
– Vámonos -repitió Brown. Se detuvo y señaló en torno a las decrépitas casas y caravanas-. Ese cabrón tiene razón.
– ¿A qué se refiere?
– Un negro conduciendo por esta calle a plena luz del día cantaría como una almeja. Sobre todo un negro joven. Si Ferguson estuvo aquí, vino al amparo de la noche. Puede que lo hiciera, pero corrió un gran riesgo.
– ¿Qué riesgo habría habido a medianoche? Nadie le habría visto.
El policía se apoyó en el lateral del coche.
– Venga, Cowart, piénselo. Le dan una dirección y le encargan un asesinato. Le encargan que vaya a un lugar en el que nunca ha estado, que encuentre una casa que nunca ha visto, que entre y que se cargue a dos personas que no conoce y que luego se largue sin dejar pruebas y sin llamar la atención. El riesgo era enorme. Así que primero habría ido a ver el sitio y con quién tendrá que vérselas. ¿Y cómo iba a hacerlo sin que lo vieran? Aquí nadie se mueve del barrio, coño, la mitad son jubilados que se pasan el día sentados ahí fuera aunque el sol caiga a plomo, y la otra mitad son incapaces de trabajar más de diez minutos seguidos. Excepto mirar, no tienen mucho que hacer.
Cowart sacudió la cabeza.
– Pero cosas como ésta ocurren cada día -contestó-. ¿A qué se refiere?
– Claro que ocurren. Supongamos que Sullivan le dio el plan ya hecho, que le facilitó toda la información necesaria… -Hizo una pausa-. Vale, es posible, pero creo que después de haber pasado tres años en el corredor, Ferguson se cuidaría mucho de hacer algo que pudiera devolverle allí dentro por un descuido.
Al periodista le pareció un razonamiento sensato, pero se resistía a admitirlo.
– ¿Por qué tuvo que haber venido la semana pasada? Pudo haber venido mucho antes. Quizá fue lo primero que hizo al salir de la cárcel. En cuanto dejó de ser noticia, cuando hacía un par de semanas que su cara ya no salía en los periódicos ni en la tele. Llega con cara de inocente y da una vuelta por aquí. Sabe que son una pareja de ancianos y que tienen una rutina fija. Se hace una idea general de lo que tendrá que hacer. Quizá llama a la puerta, trata de venderles una enciclopedia o que se suscriban a una revista. Se queda en la casa lo suficiente para echar un vistazo sin levantar sospechas. Luego se larga. ¿Qué más da que lo vean?, sabe que cuando vuelva ya se habrán olvidado de él.
Brown asintió con un gesto y miró a Cowart.
– No está mal para un periodista -dijo-. Es posible. Habrá que considerarlo. -Esbozó una leve sonrisa antes de añadir-: Aunque no es eso lo que usted desea averiguar. Lo que a usted le interesa es comprobar que no pudo haberlo hecho. No cómo lo hizo, ¿cierto?
Cowart abrió la boca para responderle, sin llegar a hacerlo.
– Y hay más, Cowart -continuó Brown-. Lo que voy a decirle le gustará porque hace que su hombre parezca inocente. Supongamos que Sullivan pactó ese encargo, como él afirma, pero no con Bobby Earl sino con otra persona, y que en realidad quería asegurarse de que nadie iba a mirar bajo la piedra adecuada. ¿Qué mejor manera de asegurarse que contándole a usted que Mister Inocente era el asesino? Sabía que tarde o temprano alguien vendría a esta calle con una foto de Bobby Earl en la mano. Y si el nombre de Bobby Earl aparece de nuevo en la prensa, el tipo tendrá tiempo de sobra para destruir cualquier prueba. Un poco más de confusión. -Hizo una pausa-. Usted sabe muy bien lo importante que es ser rápido de reflejos en un caso de asesinato, ¿verdad, Cowart? Antes de que el tiempo borre los hechos y las pruebas.
– Sé lo importante que es ser rápido de reflejos. Eso es lo que usted hizo en Pachoula y mire en qué berenjenal nos hemos metido.
Brown frunció el ceño.
Cowart notó cómo el sudor de las axilas le resbalaba cosquilleándole las costillas.
– Todo puede ser -contestó.
– Así es.
Brown se enderezó y se frotó la frente con una mano, como si quisiera arrancar los pensamientos de su interior. Suspiró.
– Quiero ver el escenario del crimen -dijo, y echó a andar por la calle a buen paso, como si caminando deprisa pudiera dejar atrás el calor que los abrumaba.
Al llegar al número 13, el policía vaciló y dijo:
– Bueno, al menos las circunstancias le eran propicias.
– ¿Qué quiere decir?
– Fíjese en la casa, Cowart. Es un lugar ideal para matar a alguien. -Hizo un gesto con el brazo-. Apartada de la calle, sin vecinos cerca. ¿Ha visto cómo está dispuesta la casa? De noche es imposible saber qué ocurre allí dentro a menos que se acerque uno hasta aquí. ¿Le parece que ese Míster Dientes Podridos se toma la molestia de pasear al perro por la noche? Apuesto a que, cuando el sol se pone y los vecinos encienden la tele después de un par de copas, por la calle no anda nadie más que esos adolescentes. Todos los demás están borrachos o viendo la reposición de Dallas o rezando para el día del Juicio. Seguro que estos de aquí no creían que les fuera a llegar tan pronto.
Cowart escudriñó el exterior de la casa. Imaginó el lugar de noche y le pareció que Brown llevaba razón. Tal vez hubo gritos, como si la pareja estuviera discutiendo, pero debieron de mezclarse con el volumen alto de los televisores. Botellas rotas, gritos de borracho, quizá ladridos de perro. Incluso en el caso de que alguien oyera un coche arrancando a toda prisa, debió de pensar que era algún chaval.
– Un sitio ideal para matar -dijo Brown.
La casa estaba precintada con cinta amarilla de la policía. El detective pasó por debajo y Cowart lo siguió hasta doblar la esquina.
– Por ahí -dijo Brown señalando la puerta trasera.
– Está sellada.
– Y una mierda. -Abrió la puerta de un simple tirón, rompiendo la cinta amarilla.
En la cocina todavía era perceptible el olor a muerte, que mezclado con el bochorno convertía la estancia en un nicho asfixiante. Había rastros de las pesquisas de la policía por toda la habitación. Polvo para huellas dactilares sobre la mesa y las sillas, marcas de tiza y flechas que señalaban algunos rincones. Los charcos de sangre reseca seguían en el suelo aunque podía apreciarse que se habían tomado muestras. Cowart observó cómo el detective examinaba y evaluaba cada indicio.
Brown analizó la cocina mentalmente. Primero visualizó al equipo de forenses procesando el escenario, la rutina de la muerte. Se arrodilló junto a un charco de sangre que parecía casi negro en contraste con el claro linóleo del suelo. Lo rascó con un dedo, notando la consistencia pastosa de la sangre seca. Al levantarse, se imaginó al hombre y la mujer atados y amordazados, aguardando la muerte. Por un momento se preguntó cuántas veces se habrían sentado en aquellas mismas sillas, compartiendo el desayuno o la cena o discutiendo sobre la Biblia o cumpliendo con los ritos de su rutina. Ésa es una de las peores partes de trabajar en homicidios; caer en la cuenta de que la banalidad y la monotonía en que vive la mayoría de las personas pueden transformarse de repente en algo maligno; de que los lugares que se tenían por seguros son ahora escenario de muerte. De todos los heridos que había visto en la guerra, los que más le impresionaban eran los heridos por mina: pies amputados y cosas peores. No era tanto el inhumano efecto de las minas como su manera de actuar: uno daba un paso y el daño ya estaba hecho. Los más afortunados sólo perdían el pie. ¿Sabía esta gente que vivía sobre un campo de minas?, se preguntó. Se volvió hacia Cowart.
«Al menos lo entiende», pensó. Ni siquiera el suelo es lugar seguro. Brown salió de Ja cocina y dejó a Cowart de pie al lado de la oscura mancha.
Recorrió rápidamente la casa haciendo inventario de las vivencias que en ella debían de acumularse. «Vidas insulsas -pensó-, entregadas a Jesucristo y a la espera de la muerte. Probablemente creían que la edad apagaría sus vidas, pero no fue así.» Se detuvo ante un pequeño armario del dormitorio y admiró la cantidad de zapatos y zapatillas alineados en el suelo, como un regimiento desfilando. Su padre hacía lo mismo; a los ancianos les gusta que cada cosa esté en su sitio. En una esquina había una canastilla con labores, carretes de hilo y largas agujas plateadas. Eso le sorprendió: ¿qué podía tejerse en aquellas latitudes? ¿Un jersey? Ridículo. Acertó a ver un par de figuritas de escayola en la mesilla de noche, dos azulejos con el pico abierto como si estuvieran cantando. «¿Y vosotros? -les dijo mentalmente-. ¿No visteis al asesino?» Movió la cabeza pensando en lo absurdo de la situación. Sus ojos siguieron peinando la pieza. «Un cuarto poco confortable. ¿Quién os mató?», se preguntó. A continuación regresó a la cocina, donde encontró a Cowart contemplando el suelo salpicado de sangre.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Cowart alzando la vista.
– Sí.
– ¿Y bien? -preguntó Cowart con sorpresa e impaciencia.
– He llegado a la conclusión de que me gustaría morir solo en algún lugar retirado para que nadie venga a hurgar entre mis cosas -contestó Brown.
Cowart echó un vistazo a una marca de tiza en el suelo que ponía «ropa de noche».
– ¿Qué es eso? -preguntó Brown.
– La anciana iba desnuda. Su ropa estaba aquí pulcramente doblada, como si se dispusiera a guardarla en un cajón en el momento de ser asesinada.
Brown preguntó bruscamente:
– ¿Cómo que pulcramente doblada?
Cowart asintió con la cabeza.
El policía lo miró.
– ¿Recuerda dónde encontramos a Joanie Shriver?
– Sí. -Cowart rememoró aquel claro a orillas del pantano. Se daba cuenta de que la pregunta significaba algo pero no estaba seguro de qué. Caminó mentalmente por el claro, recordando el charco de sangre donde la pequeña había sido asesinada, los rayos de sol que penetraban a través de árboles y enredaderas. Fue hasta el borde de las aguas estancadas de la negruzca ciénaga y bajó la vista hasta la maraña de raíces donde fue encontrado el cuerpo de Joanie, luego continuó hasta donde la había dejado el equipo de rescate y por fin le vino a la memoria lo que encontraron junto al lugar del crimen: sus ropas.
Pulcramente dobladas.
Era la clase de pormenores que había mencionado en su primer artículo, un simple detalle que confería verosimilitud a la prosa periodística; daba a entender que el asesino de la pequeña poseía un talante metódico, lo cual le hacía a la vez más tangible y más abominable. Se volvió hacia el detective.
– Esto es una señal.
Brown, acometido por una súbita furia, dejó que la rabia fluyera por su interior unos instantes antes de atajarla y deshacerse de ella.
– Puede ser -dijo lacónico-. Ojalá lo sea.
Cowart señaló en torno a la casa.
– ¿Hay algo más que sugiera que…?
– No. Nada. Algunas cosas podrían hacer pensar en quien ha muerto pero no en su asesino. A excepción del detalle de la ropa. -Miró a Cowart antes de continuar-. Aunque usted quizá prefiera seguir pensando que es una coincidencia.
Y echó a andar por el ensangrentado suelo y salió de la casa sin mirar atrás, con la certidumbre de que los rayos del sol ya no podían arrojar luz sobre nada relevante.
Ambos hombres se alejaron a paso lento del escenario del crimen en dirección al coche.
– ¿Alguna opinión profesional? -preguntó Cowart.
– Sí.
– ¿Y bien?
El policía vaciló antes de contestar.
– Verá Cowart, en algunos escenarios es posible sentir emociones apenas llegas al lugar. Rabia, odio, pánico, miedo, lo que sea; ahí están, flotando en el aire, como un perfume. Pero ¿ahí? ¿Qué hay ahí dentro? Sólo alguien haciendo su trabajo, como usted o como yo o como el cartero que estaba aquí cuando usted encontró los malditos cuerpos. Quienquiera que entrara ahí para cargarse a esos ancianos sabía lo que se hacía. No tenía miedo, y tampoco era codicioso. Sólo tenía una cosa en mente. Y la hizo.
Cowart asintió.
Brown abrió la puerta del conductor y, antes de sentarse al volante, miró a Cowart por encima del techo.
– Si la pregunta es si he visto algo ahí dentro que me asegure que Ferguson es el asesino… -Negó con la cabeza-. Pero quien hizo esto se tomó su tiempo para doblar la ropa con todo cuidado y sabía manejar bien un cuchillo. Y yo sé de alguien al que los cuchillos le encantan.
Salieron de los Cayos Altos, dejando el condado de Monroe a sus espaldas y entrando otra vez en Dade, lo que hizo que Cowart se sintiera de nuevo en territorio familiar. Dejaron atrás una señal que indicaba a los turistas el camino del Shark Valley y el parque nacional de los Everglades y continuaron en dirección a Miami, hasta que Brown sugirió hacer una parada para comer algo. El detective se negó a entrar en unos cuantos establecimientos de comida rápida, hasta que llegaron a la zona de Perrine y Homestead. Abandonaron la autopista y se adentraron por una serie de callejuelas plagadas de baches. Cowart contempló las casas: pequeñas, cuadradas, edificios de un solo piso con ventanas de celosía abiertas y tejados planos de teja roja ornados con descomunales antenas de televisión. Los jardines delanteros estaban todos mustios y llenos de basura, con alguna que otra porción de hierba verde. En más de uno había coches sostenidos sobre bloques y piezas esparcidas por la hierba. Los pocos niños que vio jugando en la calle eran negros.
– ¿Ha estado alguna vez en esta parte del condado, Cowart?
– Desde luego.
– ¿Cubriendo algún asesinato?
– Así es.
– Jamás se les ocurrirá venir por aquí para escribir un artículo sobre los chavales que consiguen becas para la universidad o los padres que tienen dos empleos para educar a sus hijos como Dios manda.
– Eso no es verdad.
– Pero apuesto a que no es lo habitual.
– No, ahí le doy la razón.
El policía observó los alrededores.
– ¿Sabe? Debe de haber un centenar de sitios como éste en Florida. Quizás un millar.
– ¿Qué quiere decir?
– Sitios a medio camino entre la pobreza y el bienestar. Gentes que no llegan a la clase media-baja. Barrios negros a los que no se les ha permitido ni prosperar ni hundirse, sólo existir. En todas las casas entran dos sueldos, sólo que ambos demasiado exiguos. El hombre seguramente trabaja en el centro de residuos del condado y la mujer cuida a gente mayor. Aquí empieza el sueño americano. Compran una casa, llevan a los chicos al colegio del barrio. Les gusta vivir aquí. Ninguno de ellos pretende hacer fortuna, lo único que quieren es salir adelante y tal vez mejorar un poco. El alcalde es negro, los concejales son negros, probablemente el jefe de policía también es negro, igual que la docena de muchachos que tiene a sus órdenes.
– ¿Y usted cómo lo sabe?
– Me llegan ofertas, ¿sabe? Para jefe del departamento de homicidios de algunos condados. Puede que a escala estatal yo no sea un tipo muy conocido, pero tengo mi público, ya me entiende. Voy por todo el estado. Sobre todo por pequeñas localidades como Perrine.
Siguieron a lo largo de varias manzanas. A Cowart la tierra se le antojó dura y estéril a pesar de que en el sur de Florida puede plantarse de todo. De un trozo de tierra cualquiera crecen parras, helechos y vegetación a la que te descuidas. Pero no allí. La tierra tenía una textura polvorienta que parecía corresponder a otro lugar, a Arizona, Nuevo México o cualquier región del suroeste. A algún lugar más cercano al desierto que a las marismas. Brown enfiló un amplio bulevar y por fin detuvo el coche en medio de una pequeña zona comercial. En un extremo había un gran supermercado y al otro, un viejo almacén de juguetes de oferta; entre uno y otro, dos docenas de negocios más pequeños y un restaurante.
– Allá vamos -dijo el teniente-. Al menos la comida será fresca y no cocinada a base de fórmulas diseñadas por ratas de oficina.
– De modo que ya ha estado aquí.
– No, pero he estado en docenas de sitios parecidos. Al final acabas reconociéndolos por su aspecto. -Sonrió-. Ser poli consiste en eso, ¿recuerda?
Cowart se quedó observando el almacén de juguetes.
– Estuve aquí una vez. Un hombre secuestró a una mujer y a su hijo cuando salían del almacén. Los eligió al azar. Los hizo subir a su coche y los llevó de un lado para otro durante medio día, parando de vez en cuando con la intención de forzar a la mujer. Un policía fuera de servicio le dio el alto tras notar algo sospechoso. Les salvó la vida. El tipo sacó un cuchillo y él le disparó. Un solo tiro. Le atravesó el corazón. Un disparo providencial.
Brown se quedó parado y siguió la mirada de Cowart hasta el almacén de juguetes.
– Estaban comprando cosas para la fiesta del segundo cumpleaños del niño -dijo el periodista-. Globos, sombreros de verbena con dibujos de payasitos. Cuando los rescataron aún llevaban la bolsa.
Recordó la bolsa que la mujer sostenía con la mano libre. De la otra llevaba al niño mientras los acompañaban hasta una ambulancia. Les habían echado una manta por encima, a pesar de que era mayo y el calor era sofocante. Una experiencia como ésa deja helado a cualquiera.
– ¿Por qué les dio el alto aquel agente? -preguntó Brown.
– Dijo que el conductor se comportaba de forma sospechosa. Se tapaba con las manos. Procuraba que no le vieran la cara.
– ¿En qué página salió el artículo?
Cowart dudó, luego respondió:
– En primera plana.
El detective movió la cabeza.
– Ya sé por qué el agente le dio el alto -dijo-. Mujer blanca, hombre negro. ¿Me equivoco?
Cowart tardó en admitirlo.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Vamos, Cowart. Antes le interesaban las estadísticas, ¿se acuerda? Quería saber si yo conocía los datos del FBI acerca de los crímenes de negros contra blancos. Pues sí, los conozco. Y lo que también sé es que eso fue lo que hizo que su artículo de los cojones apareciera en primera plana en vez de quedarse a mitad de la sección de sucesos. Porque si los secuestrados hubiesen sido negros no habría salido de ahí, ¿verdad?
Cowart quería negarlo, pero era imposible.
– Es posible.
El policía soltó un bufido.
– ¡Es posible! Una respuesta muy diplomática, Cowart. -Hizo un gesto con el brazo-. ¿Cree que el jefe de la sección local habría enviado a una de sus estrellas a un sitio como éste sin la absoluta certeza de que el artículo iba a salir en primera plana? Y un cuerno. Habría mandado a un becario o a cualquier reportero de tercera para que redactara unos parrafitos.
Brown echó a andar hacia la puerta del restaurante, y mientras cruzaba el aparcamiento dijo:
– ¿Quiere saber una cosa, Cowart? ¿Quiere saber por qué aquí la vida es dura? Porque aquí todo el mundo sabe lo cerca que están del gueto. Y no estoy hablando de distancias. ¿A cuánto queda Liberty City, a cincuenta, quizá sesenta kilómetros? No; es el miedo lo que está cerca. Saben que no tendrían el mismo dinero, las mismas actividades, las mismas escuelas, nada sería lo mismo. Por eso se aferran al sueño de la clase media como si fuera un balón de oxígeno. Todos saben cómo son las cosas en el gueto, su presencia es como un remolino que trata de engullirlos a todas horas. La única manera de mantenerlo a distancia es con sus empleos esclavizantes, con los cheques que se gastan en cuanto les caen en las manos, con sus casas pequeñas y agobiantes.
– ¿Y qué me dice del norte de Florida? De Pachoula.
– Lo mismo. Sólo que allí está además el miedo a que el viejo Sur vuelva a convertirse en un lastre para ellos. Ya sabe, miseria y atraso de cabañas de cartón alquitranado sin retrete.
– ¿No es de ahí de donde salió Ferguson? ¿De ambos?
El detective asintió.
– Pero prosperó y se abrió camino.
– Como usted.
Brown se detuvo y lo encaró.
– Como yo -reconoció con un gruñido-. Pero me parece una comparación muy poco afortunada.
Entraron en el restaurante.
La hora de comer había pasado hacía rato pero aún era pronto para cenar, así que tenían el local para ellos solos. Se sentaron en un reservado con vistas al aparcamiento. Una camarera con un entallado uniforme blanco que acentuaba su prominente busto, chicle en boca y aire hastiado les tomó nota y pasó el encargo a través de una ventanilla al único trabajador de la cocina. A los pocos segundos oyeron el ruido de hamburguesas friéndose y poco después les llegaba ya el aroma.
Comieron en silencio. Cuando terminaron, Brown pidió tarta de lima y café. Comió un pedazo y a continuación cortó otro, pero esta vez le ofreció el tenedor a Cowart.
– Mmm, tarta casera, Cowart. Debería probarla. En Pachoula no tenemos de ésta. Al menos no tan buena.
El periodista rehusó con la cabeza.
– Joder, Cowart, apuesto a que es usted de esos que frecuentan los locales de comida macrobiótica. Por eso tiene esa pinta tan magra y ascética, porque come como los conejos.
Cowart se encogió de hombros, resignado.
– Seguro que también bebe esa mierda de agua embotellada francesa.
Mientras el detective hablaba, Cowart se fijó en que la camarera pasaba por detrás de él y se paraba ante un reservado. Llevaba una espátula en la mano y empezó a rascar algo de la ventana. Por un instante se oyó el sonido de la espátula contra el cristal. Luego se enderezó y se guardó un pequeño cartel bajo el brazo. A Cowart le dio tiempo de distinguir un rostro joven. La camarera ya estaba a punto de alejarse cuando, por algún motivo que no acertó a comprender, la llamó con un gesto.
Ella se acercó a la mesa.
– ¿Va a querer tarta usted también?
– No. Es que me ha picado la curiosidad al verla con el cartel -dijo señalando al papel que la chica llevaba enrollado bajo el brazo.
– ¿Éste? -dijo y se lo tendió.
Cowart lo desplegó sobre la mesa.
En el centro del cartel había una fotografía de una niña negra con coletas sonriendo. Bajo la fotografía, en mayúsculas de gran tamaño, la palabra «DESAPARECIDA», seguida de un mensaje en tamaño menor: «Dawn Perry, 12 años, 1,54 m, 47 kg, desaparecida la tarde del 12-8-90, vestía pantalón corto azul, camiseta blanca y zapatillas de deporte; llevaba una mochila. Comuníquese cualquier información al 555-1212, preguntar por el detective Howard.» Al final se leía en letras grandes: «Se gratificará.»
Cowart miró a la camarera.
– ¿Qué ha pasado?
La mujer levantó los hombros sugiriendo que dar esa información no formaba parte de su trabajo.
– No sé. Una niña. Un día está y al otro no.
– ¿Por qué saca el cartel?
– Porque lleva mucho tiempo ahí. Meses y meses. Y nadie ha dado con ella todavía, no creo que el cartel sirva de mucho. Además, el jefe me dijo ayer que lo quitase y yo me había olvidado hasta ahora.
Brown había leído el cartel. Levantó la vista.
– ¿La policía no ha averiguado nada?
– No que yo sepa. ¿Desean algo más?
– La cuenta -contestó Brown sonriendo. Dobló el cartel y lo dejó sobre la mesa-. Yo me encargaré de esto por usted.
La camarera se fue a buscar el cambio.
– Da que pensar, ¿eh? -añadió Brown-. Cuando tienes la cabeza en esto empiezan a saltarte a la vista toda clase de cosas horribles, ¿eh, Cowart?
Este no contestó, así que el detective continuó:
– Lo que quiero decir es que te acercas a la muerte y de repente ves cosas sospechosas por todas partes, cosas que pasarías por alto, por normales y cotidianas, si no fuera porque toda tu atención está centrada en cómo y cuándo se asesina a la gente.
Cowart asintió.
Brown se apoyó en el respaldo tras acabarse la tarta.
– Ya le dije que la comida era fresca -dijo. Luego se echó hacia delante bruscamente, acortando la distancia entre ambos-. Le quita a uno el apetito, ¿eh, Cowart? Una buena coincidencia reservada para los postres. -Dio unos golpecitos al cartel doblado-. Claro que quizá todo quede en nada, ¿no? Otra niña desaparecida. Seguramente no encaja en el puzle, pero no deja de ser interesante. Una chiquilla que desaparece no muy lejos de la autopista de los cayos. Me pregunto si se la llevarían de la puerta del colegio.
– A más de cien kilómetros de Tarpon Drive -observó Cowart. El detective asintió con la cabeza-. Y nada que haga pensar en una relación con los casos que tenemos entre manos.
– Entonces -dijo Brown-, ¿por qué ha querido ver el cartel?
El policía lo arrugó hasta convertirlo en una bola, se lo guardó en el bolsillo y se levantó dispuesto a salir del restaurante.
Se quedaron parados en la acera. Cowart miró hacia el almacén de juguetes y vio que ante la puerta había sentado un hombre con una camisa azul y una porra en el cinturón. «Seguridad», pensó. Se preguntó por qué no había reparado antes en él. Supuso que debían de haberlo contratado a raíz del secuestro, como si la presencia del guardia pudiera evitar que otro rayo volviera a caer en el mismo sitio. Recordó que, incluso con la policía a las puertas, la gente seguía acudiendo al establecimiento y que el torrente de niños y adultos, con sus bolsas de plástico llenas de juguetes, no cesó, ajeno a la monstruosidad que había empezado en aquella misma acera.
Se volvió hacia Brown.
– ¿Y ahora qué? Hemos ido a los cayos y lo único que tenemos son más interrogantes. ¿Qué toca ahora? ¿Por qué no vamos a ver a Ferguson?
El detective negó con la cabeza.
– No, vamos antes a Pachoula.
– ¿Porqué?
– Pues porque sería bueno comprobar que al menos Sullivan le contó la verdad acerca de una cosa, ¿no?
Los dos hombres se separaron no sin recelo al poco de llegar a Miami y de que cayera sobre ellos la oscura noche. El calor del día parecía permanecer en el aire y confería a la penumbra un peso y una textura particulares. Cowart dejó a Brown en el Holiday Inn del centro, donde había encontrado una habitación. El hotel quedaba justo delante de los juzgados, entre el Orange Bowl y Liberty City, en una especie de tierra de nadie urbana poblada de hospitales, edificios de oficinas, la cárcel y una inquietud omnipresente.
Ya en la habitación, Brown se quitó la chaqueta y los zapatos, se sentó en el borde de la cama y marcó un número de teléfono.
– Jefatura del condado de Dade. Comisaría sur.
– Póngame con el detective Howard.
Pasaron la llamada a otra línea y poco después respondió una voz masculina, formal y lacónica.
– Detective Howard. ¿En qué puedo ayudarle?
– Soy el teniente Brown, del condado de Escambia…
– ¿Qué tal, teniente? ¿Qué puedo hacer por usted? -La voz perdió su tono marcial, reemplazado por cierto aire jocoso.
– Verá -dijo Brown-, busco una ovejilla descarriada. Quizá le parezca un poco raro pero necesito información acerca de una chiquilla, una tal Dawn Perry. Desapareció hace unos meses…
– Sí, iba de camino a casa desde el centro cívico. Por Dios, qué desastre…
– ¿Qué ocurrió exactamente?
– ¿Sabe algo sobre ella? -preguntó el detective.
– No. Sólo he visto el cartel de desaparecida, pero me recordó un caso anterior. Sólo quería cerciorarme.
– Vaya -suspiró el detective-. Por un momento me ha dado esperanzas.
– ¿Qué ocurrió?
– No hay mucho que contar. Una chiquilla normal y corriente va una tarde al centro cívico para la clase de natación. Cuando acaba el colegio montan actividades de todo tipo para los chavales. Las últimas en verla fueron un par de amigas; iba de camino a su casa.
– ¿Nadie presenció nada?
– No. Hay una anciana que vive a medio camino. Puede imaginarse cómo es ese barrio, todo son aires acondicionados traqueteando, pero la mujer no puede permitírselo, o sea que estaba en la cocina junto al ventilador. De repente oyó un grito apagado y un coche arrancando a gran velocidad, pero para cuando salió a mirar el coche ya estaba a dos manzanas. Era un coche blanco, de marca nacional. No hay más; ni matrícula ni descripción. La mochila con el bañador se quedó en la calle. Por lo menos la mujer fue diligente. Llamó y lo explicó todo, pero cuando la patrulla llegó a su casa, le tomó declaración y expidió la orden de búsqueda, la niña ya debía de estar bien lejos. ¿Sabe cuántos coches blancos hay en el condado de Dade?
– Muchos.
– Exactamente. De todos modos hicimos lo que pudimos, dadas las circunstancias. Lamentablemente, sólo un canal de televisión emitió su foto aquella noche. No sé, quizá no les pareció lo bastante guapa…
– Quizá demasiado negra.
– Bueno, usted lo ha dicho. No sé yo en qué se basarán esos cabronazos para decidir qué es noticia y qué no lo es. Tras colgar los carteles, recibimos un par de docenas de llamadas que decían haberla visto por aquí, por allá y por acullá. Pero nada. Hicimos un buen seguimiento de la familia, por si la hubiera raptado algún conocido, pero los Perry son muy buena gente. Él trabaja en las oficinas de tráfico y ella en la cafetería de una escuela. Una familia sin conflictos. Tienen tres hijos más. ¿Qué más podíamos hacer? Tengo un centenar de expedientes encima de mi mesa: agresiones, allanamientos, robos a mano armada… Incluso podría llegar a resolver un par de casos. Tengo que emplear el tiempo de forma razonable, ¿sabe?, seguro que a usted le pasa lo mismo. Total, que se convirtió en uno de esos casos en que uno se resigna a esperar a que un día alguien dé con el cuerpo y el caso pase a homicidios. Pero puede que ese día no llegue nunca. Aquí tenemos los Everglades a tiro de piedra, no cuesta nada deshacerse de un cuerpo. Normalmente son traficantes de drogas; entran por algún acceso desierto y dejan que el agua de la ciénaga remate su trabajo. Tan simple como eso. Claro que la técnica no es exclusiva suya, ya me entiende.
– Cualquiera podría hacerlo.
– Cualquiera al que le gusten las niñitas y no quiera que cuenten a nadie lo que les ha hecho. -El detective hizo una pausa-. De hecho me sorprende que no haya más casos de éstos. Si uno es capaz de meter a una niña en un coche e irse de rositas, no hay nada que no pueda hacer.
– Pero no ha habido…
– No, no ha habido más casos. Lo he comprobado en Monroe y Broward, pero allí tampoco tienen nada. Busqué en el ordenador y sólo me salieron un par de delincuentes sexuales. Fuimos a por ellos, pero estaban fuera de la ciudad cuando Dawn desapareció. Para entonces ya había pasado un tiempo…
– ¿Y?
– Y nada, nothing de nothing, rien de rien. No sabemos nada excepto que ya hace un buen tiempo que la niña desapareció. Hábleme ahora de su caso. ¿Tiene algo que ver?
Brown vaciló un instante.
– En verdad, no. El nuestro va de una niña a la salida del colegio. Ya hace tiempo. Tuvimos un sospechoso, pero no sacamos nada en claro. Por poco.
– Vaya. Creí que quizá tendría algo que pudiera ser de ayuda.
Brown le dio las gracias y colgó. Abatido, se acercó a la ventana y contempló la noche. Se distinguía la autopista este-oeste, que atraviesa justo por en medio de Miami para adentrarse en el interior del estado, más allá de los suburbios, el aeropuerto, las plantas industriales y los grandes almacenes, más allá de los barrios periféricos, hacia el pantanoso corazón de Florida. Donde terminan los Everglades y empieza el parque nacional Big Cypress. Ahí están los pantanos de Loxahatchee y Corkscrew, el río Withlacoochee y los bosques de Ocala, Osceola y Apalachicola. En Florida nunca se está lejos de algún lugar oscuro y oculto. Contempló el tráfico que se perdía más allá de su campo visual, los faros parecían trazos fosforescentes en medio de la oscuridad. Se llevó una mano a la frente, como si quisiera taparse los ojos. Se dijo: «Sólo una más de las tantas niñas que desaparecen. A ésta le tocó desaparecer en la ciudad y su caso quedó diluido en medio de los demás terrores cotidianos. Ahí está y de pronto se esfuma, como si nunca hubiera existido, menos para unos pocos a quienes las pesadillas perseguirán para el resto de su vida.» Sacudió la cabeza y pensó que estaba volviéndose paranoico. «Joanie Shriver. Dawn Perry. Siempre desaparecen niñas. Seguramente ayer le tocó el turno a alguna. Y mañana desaparecerá otra. Así, sin más. El colegio. El centro cívico.» Las luces del tráfico seguían atravesando la noche.
Había sólo otra persona en la hemeroteca del Miami Journal cuando llegó Cowart. Era una mujer joven, una empleada de ademanes tímidos y desconfiados que dificultaban el diálogo con ella, pues bajaba la cabeza, como si incluso sus propias respuestas la incomodaran. Acompañó a Cowart en silencio hasta un ordenador y se marchó en cuanto él buscó el nombre de «Dawn Perry».
La palabra «buscando» en una esquina de la pantalla, seguida rápidamente por el mensaje «dos entradas».
Las examinó. La primera tenía sólo cuatro párrafos de extensión y correspondía a un aviso de la policía insertado en el suplemento regional que se repartía en el sur del condado. En el periódico no ponía nada. En el encabezamiento se leía: «La policía denuncia la desaparición de una niña de 12 años.» El artículo sólo informaba de que Dawn Perry no había regresado a casa después de la clase de natación en el centro cívico. En la segunda entrada ponía: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» El contenido era algo más largo que el de la primera, pero sólo repetía lo ya sabido. El encabezamiento resumía todos los nuevos datos al respecto.
Cowart imprimió ambos documentos, lo que sólo le llevó un momento. No sabía qué pensar. Tenía poco más de lo que le había explicado la camarera.
Se levantó. Tanny Brown tenía razón, se dijo. «Te estás volviendo loco.»
Miró en torno. Ahora había varios periodistas trabajando con los ordenadores, ensimismados en sus respectivas pantallas. Se las había arreglado para entrar en la hemeroteca sin que le viera nadie del turno de noche, lo cual era un alivio. No quería tener que dar explicaciones sobre lo que se traía entre manos. Se quedó un momento mirando a sus compañeros. Era esa hora de la noche en que todo el mundo quiere irse a casa y las frases que al día siguiente saldrán en el periódico empiezan a acortarse, a dejarse llevar por la fatiga. Podía sentir cómo la lasitud empezaba a hacer mella en él también. Echó una ojeada a las cuartillas que documentaban la desaparición de Dawn Perry. Doce años. «Sale de casa una cálida tarde de agosto para ir a nadar a la piscina municipal. Jamás regresa. Posiblemente lleve meses muerta», pensó. Más de lo mismo.
De pronto le vino un pensamiento a la cabeza, como una iluminación. Volvió al ordenador y buscó por «Robert Earl Ferguson». Al instante apareció el mensaje «veinticuatro entradas». Cowart volvió a sentarse y tecleó «directorio». El ordenador le presentó una lista. Cada entrada tenía la fecha y su extensión aproximada. Cowart repasó la lista de artículos, reconociendo todos y cada uno de ellos. Estaba el primero de sus artículos y los que siguieron, las tablas, luego los artículos sobre la puesta en libertad y por último los más recientes, los escritos tras la ejecución de Sullivan. Volvió a leer la lista y esta vez identificó un artículo del agosto anterior. Miró la fecha y recordó que en ese momento se encontraba de vacaciones en Disney World con su hija. Había pasado un mes desde que Ferguson había sido puesto en libertad, poco después de que el juez declarara nula su sentencia. Y faltaban cuatro días para que Dawn Perry desapareciera de la faz de la tierra.
La entrada pertenecía a la sección de religión. Se trataba de la agenda semanal con los sermones y discursos que iban a tener lugar en las iglesias del condado de Dade a lo largo de los días siguientes. Hacia la mitad podía leerse: «Discurso de un ex presidiario del corredor de la muerte.»
Cowart leyó:
Robert Earl Ferguson, condenado injustamente al corredor de la muerte por un crimen en el condado de Escambia y recientemente puesto en libertad, hablará sobre sus experiencias y sobre cómo su fe le permitió mantenerse firme a lo largo del proceso. En la iglesia baptista de New Hope, domingo, 11 h.
La iglesia estaba en Perrine.
La detective Andrea Shaeffer saludó el nuevo día desde su escritorio.
Había tratado de dormir, sin conseguirlo al principio, dormitando a ratos después. Con la oscuridad de primera hora de la madrugada logró deshacerse de un terrible sueño repleto de sangre y gargantas degolladas, se vistió y cogió el coche en dirección al departamento de policía del condado de Monroe, en cayo Largo. Desde su mesa en los despachos del segundo piso podía divisar un haz de luz rosada que asomaba en los confines de la noche. Pensó en la lenta desintegración de la oscuridad allá en el Golfo, donde la mañana, afilada como una cuchilla, parecía ir tallando el oleaje y por fin, con un gran corte, separar el océano del horizonte.
Por un momento deseó estar navegando con el barco de pesca de su padrastro, aparejando los anzuelos con las piernas separadas para resistir los rebrinques y los embates de la marejada, y las manos, pringadas de manipular cebos, enrollando sedal a toda velocidad y reparando los carretes. Hoy sería un buen día de pesca. Los relámpagos acecharían sobre las aguas a lo lejos y el calor haría levantar mangas que en contraste con el cielo parecerían aún más negras y temibles. Los peces subirían a la superficie, hambrientos, anticipándose a la tormenta, ansiosos de alimento. «Muévete dentro de los límites de los vientos y procura que los cebos no dejen de moverse -pensó-. Cebos rápidos, para el marlín, el wahoo y sobre todo el pez espada. Algo que rompa y remueva las olas, que abra surcos entre las aguas, algo a lo que los grandes peces en busca de sustento no puedan resistirse. Esto es lo que siempre me ha gustado de la pesca: no la lucha con cabos y anzuelos, por más espectacular que sea, ni el súbito miedo a caer del barco, ni los cumplidos ni las felicitaciones. Lo que me gusta es la caza.» Sus ojos miraron por la ventana del despacho de homicidios mientras su cabeza iba repasando lo que sabía y lo que no. Cuando por fin pareció haber vencido su batalla cotidiana, se volvió y se sumió de nuevo en el sinfín de papeles esparcidos por su mesa.
Echó un vistazo al informe que había preparado después de interrogar a los vecinos de Tarpon Drive. Nadie había visto ni oído nada relevante. A continuación cogió el informe del forense. La causa de la muerte había sido la misma en ambos individuos: seccionamiento abrupto de la arteria carótida derecha y pérdida masiva de sangre. «El muy cabrón era zurdo -pensó-. Se situó a su espalda y les cortó la garganta con la cuchilla.» La piel en torno a las heridas sólo presentaba rasguños leves. «Una hoja de navaja, tal vez un cuchillo de caza. Algo endiabladamente afilado.» Ninguna de las dos víctimas presentaba heridas post mortem. «Los mató y los abandonó.» Las heridas previas incluían hematomas en los brazos, habituales en estos casos. El asesino los había atado con tal brutalidad que el cordel les chamuscó la piel. Los había amordazado con cinta adhesiva. El varón presentaba una contusión en la frente, el labio partido y dos costillas fracturadas. Los nudillos de la mano derecha presentaban desgarrones y residuos de pintura, y las patas de la silla habían rayado el suelo de linóleo de la cocina. «Por lo menos opuso resistencia, aunque no fuera más que un momento. Debió de ser el segundo; se destrozó las manos intentando liberarse hasta que lo golpearon en el tronco y la cabeza.» La mujer no presentaba indicios de agresión sexual pese a haber sido hallada desnuda. «Humillación.» Shaeffer recordó haber visto las ropas de la anciana pulcramente dobladas en un rincón de la cocina. Pulcramente dobladas. Pero ¿quién las doblaría? ¿La víctima o el asesino? Los rastros debajo de las uñas no habían dado ninguna respuesta. Los cuerpos habían sido analizados en la morgue, pero sin éxito.
Shaeffer dejó caer el informe sobre la mesa. No era de gran ayuda. Al menos, no a primera vista.
Cogió los resultados del examen preliminar del escenario, harta ya de la jerga de aquellos documentos. La muerte reducida a los términos más fríos y asépticos posibles. Todo medido, pesado, fotografiado y examinado. El cordel utilizado para maniatar a la pareja de ancianos era de nailon textil de 6,5 mm, del que puede encontrarse en cualquier mercería o supermercado. Dos fragmentos, uno de 102 cm y el otro de 97 era, habían sido cortados de un carrete de tres metros y medio, encontrado en la puerta trasera. El asesino había hecho un lazo corredizo para inmovilizar las muñecas de las víctimas y luego había dado dos o tres vueltas de hilo más, terminando con un simple nudo para asegurarse.
Un nudo ordinario, sin nada particular, una cosa temporal, improvisada sobre el terreno. Resistió durante el rato que duró la matanza, pero con algo más de tiempo se habría soltado. Para ella esto significaba una cosa: no fue nadie de la zona, sino de fuera. La mayoría de los vecinos de los cayos saben hacer buenos nudos; todos han atado objetos pesados, como los aparejos de navegación.
Asintió con la cabeza. Medianoche. El asesino entra. Los reduce, los maniata, los amordaza. Ellos creen que es un atraco y que si no oponen resistencia salvarán la vida. Falso. Iba a matarlos. Máximo terror. Rápido. Eficaz. Ni un segundo de más. Un silencioso cuchillo. Nada de disparos que pudieran alertar a los vecinos. Ningún indicio de robo ni de violación. Nada de portazos ni de huidas despavoridas.
Un asesino que llega, asesina y se marcha, entreteniéndose solamente para dejar una Biblia abierta sobre la mesa, entre sus víctimas, y al que nadie ve ni oye a excepción de ellas. «Todos los asesinatos dejan un mensaje -pensó-. El cuerpo medio descompuesto del traficante arrojado a los manglares con un disparo en la nuca, con su reloj de oro y sus diamantes intactos, deja un mensaje. La joven camarera que cree que por una vez que vuelva del restaurante haciendo autoestop no va a pasar nada y que termina a tres condados desnuda, muerta y violada, deja otro. El anciano que por fin se cansa de cuidar de su esposa aquejada de un cáncer terminal, la mata de un tiro, luego se suicida y aparece muerto abrazado a un álbum de fotos de boda de hace cincuenta años, deja otro mensaje.»
Escudriñó las fotografías del escenario del crimen, que le trajeron a la memoria el asfixiante calor de aquella cocina y el nauseabundo hedor de los cuerpos. Todo empeora cuando la naturaleza tiene tiempo de hacer su trabajo; todo atisbo de dignidad que pudieran tener aquellas vidas se esfuma con las elevadas temperaturas. Al mismo tiempo, la investigación se entorpece. Le habían enseñado que cada minuto perdido después de un homicidio hace más difícil su resolución. Los casos antiguos que se resuelven salen anunciados con grandes titulares. Pero por cada uno que resulta en condena hay cientos que permanecen en las sombras, atascados en una maraña de suposiciones.
Dos ancianos que trajeron al mundo y criaron a un asesino son asesinados a su vez. ¿Qué clase de crimen era éste?
Venganza. Acaso justicia. Posiblemente una perversa combinación de ambas.
Siguió estudiando los informes del escenario. Había dos huellas parciales de pisadas en la sangre del linóleo. El dibujo de la suela había sido identificado como de zapatillas Reebok, entre la talla cuarenta y tres y la cuarenta y cinco. Las suelas eran de una clase que sólo se fabricaba desde hacía seis meses. En la sangre que al anciano le había salido del pecho se habían encontrado fibras de tejidos. Eran de una mezcla de algodón y poliéster común en las sudaderas. El asesino entró en la casa por la puerta trasera. La vieja madera medio carcomida había cedido al primer golpe de destornillador o palanca. La detective sacudió la cabeza. Esto era habitual en los cayos; el sol, el viento y el aire salobre deterioraban los marcos de las puertas, algo que sabía todo delincuente de medio pelo que frecuentara los doscientos cincuenta kilómetros que van de Miami a cayo Vizcaíno.
Pero esto no era obra de un delincuente de medio pelo.
Cogió un bolígrafo y tomó algunas notas: «Ferreterías, comprobar si alguien ha comprado cuchillo, cordel y destornillador o palanca. Hablar de nuevo con los vecinos, comprobar si alguien vio un coche sospechoso. Comprobar hoteles de la zona. ¿Trajo la Biblia consigo? Comprobar librerías.»
No depositaba muchas esperanzas en ninguna de estas opciones.
Continuó: «Comprobar muestras de piel en la zona del corte en laboratorio forense.» Tal vez un examen espectrográfico revelaría restos de metal que podrían decirle algo acerca del arma. Esto era importante. Puso sus pensamientos en orden con una precisión castrense: si un asesino no deja ninguna prueba de valor, ningún residuo, como semen o huellas o pelo, hay que dar con lo que se llevó consigo: el arma, restos de sangre en zapatos o ropa, algún objeto de la casa. Algo.
Shaeffer se frotó los ojos, dejando que sus pensamientos derivaran hacia Cowart. «¿Qué estará escondiendo? -se preguntó-. Alguna parte de la historia que para él es importante. Pero ¿cuál?» Se hizo un retrato mental del periodista, de su mirada, de su voz. No había tenido mucha experiencia con periodistas, pero sabía que con frecuencia hacen ver que saben más de lo que en verdad saben, que aparentan estar compartiendo su información cuando lo que hacen en realidad es recabarla. Cowart, no obstante, no se ajustaba a este perfil. Desde su primer encuentro en el escenario del crimen, no había hecho ninguna pregunta sobre los asesinatos de Tarpon Drive. Y había hecho todo lo posible por evitar que se las hicieran a él.
«¿Esto qué implica? Que ya conoce las respuestas. Pero ¿por qué iba a querer ocultarlas? Para proteger a alguien. ¿A Blair Sullivan? Imposible. Es él quien necesita que lo protejan.»
Pero no llegaba a ninguna conclusión. Se puso a garabatear en un bloc de notas: dibujó círculos concéntricos que se iban volviendo más y más oscuros según iba emborronando el papel.
Se acordó de una lección de sus días en la academia de policía: cuatro de cada cinco asesinos conocen a sus víctimas.
«Está bien -se dijo-. Sullivan le dice a Cowart que él preparó los asesinatos. Pero ¿cómo pudo hacerlo desde el corredor de la muerte?»
Se turbó. La cárcel es todo un mundo. Allí todo puede obtenerse si uno está dispuesto a pagar por ello, incluso con la vida. Ahí dentro todos saben que la cárcel funciona a base de trueques y favores. No obstante, para alguien de fuera es tarea ardua penetrar en las maquinaciones de esos entornos, a veces incluso imposible. Las ataduras de que depende un policía -el miedo a sanciones, a responder de sus actos- no existen en la cárcel.
Shaeffer se planteó el paso siguiente con recelo: interrogar a todos los reclusos que hubieran trabado contacto con Sullivan. «Uno de ellos me dará la clave -pensó-. Pero ¿con qué pagó Sullivan? No tenía dinero. Ni siquiera tenía una buena posición dentro de la cárcel. Era un tipo solitario destinado a la silla eléctrica. ¿O no?»
¿Cómo había pagado Sullivan?
Un pensamiento la asaltó súbitamente: quizás había pagado por adelantado.
Respiró hondo.
«Sullivan encarga un asesinato y todos damos por sentado que el pago es posterior a su comisión. Sería lo natural. Pero… planteémoslo a la inversa.» Shaeffer sintió un calor, notaba que la imaginación se le disparaba con tantos cambios de rumbo. Recordó la desbordante emoción que sentía cuando sus ojos reconocían la amplia y oscura silueta del pez espada remontando las aguas verdioscuras dispuesto a arrancar el cebo. El mágico y sobrecogedor instante previo a la batalla. «El mejor momento», pensó.
Descolgó el teléfono y marcó un número. Sonó tres veces antes de que una voz contestara.
– ¿Diga?
– Mike, soy Andy.
– Coño, ¿es que tú nunca duermes?
– Pues no.
– Dame un segundo.
Esperó oyéndolo a lo lejos dar explicaciones a su esposa. Percibió las palabras «es su primer caso importante» antes de que la conversación quedara ahogada por el sonido de un grifo abierto. Luego el silencio, y por fin la voz de su compañero riendo.
– Maldita sea, niña, el detective jefe soy yo y tú eres la novata. Si te digo que duermas, duerme.
– Lo siento -se disculpó ella.
– Vale… -contestó-. Qué falsa eres. Bueno, ¿qué te ronda por la cabeza?
– Matthew Cowart. -Al pronunciar su nombre pensó: «No pongas aún todas las cartas boca arriba.»
– ¿El señor Lo-demás-me-lo-quedo-en-el-buche?
– El mismo. -Sonrió.
– No me gusta ese hijo de perra.
No le costaba mucho esfuerzo figurarse a su compañero sentado al borde de la cama. Su mujer debía de estar con la cabeza metida bajo la almohada para amortiguar el ruido de la conversación. A diferencia de muchas parejas de detectives, su relación con Michael Weiss era profesional y distante. No llevaban mucho juntos, lo bastante para reír los chistes del otro pero no lo suficiente para prestar atención al chiste. Era un hombre robusto, pragmático e impulsivo. Lo que a él se le daba bien era enseñar fotografías a los testigos y escarbar en los informes de las compañías de seguros. Que él tuviera diez años de experiencia y ella unos pocos meses no la impresionaba: lo dejaba atrás con facilidad.
– A mí tampoco.
– ¿Qué te ha pasado por la cabeza?
– He pensado que debería encargarme de él. Que me vea. En el periódico, en el apartamento, cuando vaya a hacer footing, en la ducha, por todas partes.
Weiss rió.
– ¿Y?
– Que sepa que vamos a buscarle las cosquillas hasta que sepamos lo que nos esconde. Por ejemplo, quién cometió aquel doble crimen.
– Me parece bien.
– Pero alguien tendría que empezar a investigar en la cárcel. Por si alguien sabe algo, por ejemplo el sargento. Y me parece que alguien tendría que buscar entre las pertenencias de Sullivan. Tal vez haya algo que nos sirva de ayuda.
– Oye, Andy, ¿esta conversación no podía esperar hasta, digamos, las ocho de la mañana? -La voz de Weiss denotaba una mezcla de cansancio e ironía-. Lo digo para que duermas un poco.
– Perdona, Mike. Supongo que no.
– No me gusta cuando me recuerdas a mí de joven. Recuerdo mi primer caso importante. También a mí me salía humo por las orejas. No podía dejarlo un solo momento. Hazme caso. Tómatelo con calma.
– Mike…
– Vale, vale. Prefieres acosar al periodista en vez de interrogar a presos y carceleros, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Lo ves? -dijo Weiss riendo-, ésta es la clase de intuición que te hará llegar lejos en el departamento. De acuerdo. Tú le haces la vida imposible a Cowart y yo regreso a Starke. Pero quiero que hablemos. Todos los días. Puede que dos veces al día, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
No sabía si estaba dispuesta a aceptar. Colgó y empezó a ordenar la mesa, archivó los documentos, apiló los informes, añadió sus notas y observaciones a los expedientes y guardó los bolígrafos y lápices en el bote. Cuando quedó satisfecha, se permitió ponerse manos a la obra.
«Es mi oportunidad», pensó.
Se puso en marcha hacia Miami con el sol del mediodía quemándole el capó del coche. Iba tarareando fragmentos de canciones de Jimmy Buffett sobre la vida en los cayos de Florida y soñando con los ojos abiertos mientras conducía a gran velocidad.
Era su primer homicidio; había dejado los coches patrulla hacía nueve meses y los allanamientos hacía tres, para ascender valiéndose de su pericia y la igualdad de oportunidades de que ahora gozaban las mujeres y las minorías dentro del departamento. La consumía la ambición que ella misma alimentaba con su energía y la convicción de que podía suplir su falta de experiencia con su entrega. Esa había sido casi siempre su respuesta ante la adversidad desde que era una niña solitaria en cayo Alto. Su padre, detective de la policía de Chicago, fue abatido en acto de servicio. A menudo había reflexionado sobre el término «acto de servicio» y en lo poco ajustado que en verdad estaba al concepto. Pretendía darle cierta dignidad marcial a lo que ella consideraba el fruto de un error momentáneo y de la mala fortuna. Sugería que su muerte había sido algo necesario, pero ella sabía que eso era mentira. Su padre había servido en la brigada de delitos económicos, a menudo trataba con confidentes y marrulleros del tres al cuarto, tratando de atajar el inacabable aluvión de jubilados e inmigrantes que confiaban en hacer fortuna mediante negocios más que dudosos. Una mañana, sus compañeros y él irrumpieron en la sede de una correduría fraudulenta. Veinte hombres y mujeres llamaban desde sus mesas ofreciendo inversiones milagrosas. Ni el caso ni la redada se salían de lo ordinario, todo formaba parte de la cotidianidad tanto de los agentes como de los estafadores. Lo que no estaba previsto es que uno de éstos fuera un exaltado con una pistola oculta al que nunca antes habían detenido y que por tanto no sabía que la justicia lo pondría en la calle sin amonestarlo siquiera. Hubo un único disparo. Atravesó una mampara divisoria e impactó en su padre, que se encontraba al otro lado tomando nota de los nombres de los detenidos. Todo había sido inútil. Había muerto empuñando un bolígrafo.
Andy tenía diez años y lo recordaba como un hombre membrudo que jugaba con ella a todas horas y que cuando fue creciendo empezó a tratarla como si fuera un chico. La llevaba al Comiskey Park a ver a los White Sox. Le había enseñado a lanzar y recoger la pelota y a confiar en la fuerza física. La suya parecía una vida perfectamente normal. Vivían en una modesta casa de ladrillo. Ella asistía a la escuela del barrio, al igual que sus hermanos mayores. De alguna manera, el revólver de cañón corto que su padre llevaba bajo la chaqueta le llamaba menos la atención que las americanas y las corbatas de vivos colores con que se vestía. Conservaba sólo una fotografía en la que aparecía junto a él; estaba tomada al aire libre, después de una nevada, junto a un muñeco de nieve que habían hecho juntos, abrazados a él como si fuera un amigo. Era a principios de abril, cuando el largo invierno empieza a remitir en el Medio Oeste, no sin antes sorprender con una última lengua de frío. Al muñeco le habían puesto una gorra de béisbol, piedras como ojos y ramas como brazos. Le habían envuelto una bufanda alrededor del cuello y en la cara le dibujaron una sonrisa bufa. Era un muñeco de concurso, sólo le faltaba cobrar vida. Naturalmente, se deshizo: el tiempo cambió de repente y al cabo de una semana ya se había derretido.
Se trasladaron a los cayos un año después dé su muerte.
En realidad la intención era instalarse en Miami, donde tenían parientes, pero fueron al Sur cuando su madre encontró trabajo como encargada en un restaurante cercano a un puerto deportivo. Ahí fue donde conoció a su padrastro.
A ella siempre le había caído en gracia. Era distante pero pese a todo se mostró dispuesto a enseñarle cuanto sabía sobre la pesca. Cuando pensaba en él, veía aquellos brazos que el sol había tornado del color de la arcilla rojiza y aquellas manchitas en la piel que presagiaban el cáncer. Siempre quiso tocarlas pero jamás lo hizo. Seguía fletando su barco de pesca en el puerto de Whale; su embarcación de doce metros de eslora se llamaba Última Oportunidad, pero los clientes lo tomaban como una referencia a la pesca y no a la frágil vida del patrón de la nave.
Aunque su madre nunca se lo dijo, ella creía que había nacido por accidente. Nació cuando sus padres ya estaban entrados en años y se llevaba más de diez con sus hermanos. Ellos se habían marchado de los cayos en cuanto la edad y los estudios se lo permitieron, uno como abogado para una empresa de Atlanta, el otro para montar una modesta aunque exitosa empresa de importación-exportación en Miami. En la familia hacían la broma de que aquélla era la única empresa de importación legal de Miami y que por eso era la más pobre. Durante un tiempo creyó que seguiría los pasos de un hermano o del otro, y asistió la Universidad de Florida, donde consiguió una media lo bastante alta como para licenciarse.
Decidió ingresar en la policía tras la violación.
Aquel recuerdo parecía enconado en su imaginación. Fue hacia finales de semestre en Gainesville, casi en verano, calor y humedad. No tenía intención de acudir a la Fiesta de la Fraternidad pero el examen final de psicología clínica la había dejado exhausta y apática, así que cuando sus compañeras de habitación insistieron en que las acompañara terminó aceptando.
Recordaba un gran bullicio por todas pares. Las voces, la música, la gente hacinada en un espacio reducido. La multitud hacía crujir la estructura de madera del edificio. Bebió cerveza para aliviar el acaloramiento, no tardó en subírsele a la cabeza y terminó pasando el resto de la noche luchando contra el mareo.
Pasada ya la medianoche, y sin noticia de sus compañeras de habitación, emprendió sola el camino a casa después de rechazar a cien acompañantes. Había bebido hasta el punto de sentir un extraño vínculo con la noche y avanzó a tientas bajo las estrellas. No iba tan bebida como para no encontrar el camino de vuelta, recordó, sólo lo suficiente para necesitar tomarse su tiempo.
«Era un blanco fácil», pensó con amargura.
No se percató de los dos hombres que la seguían con sigilo hasta que los tuvo a su altura. Entonces la agarraron, le cubrieron la cabeza con una chaqueta y le dieron un puñetazo. No tuvo tiempo de gritar, de resistirse o tratar de escapar. Ésta era la parte del recuerdo que más abominaba.
Podría haberlo hecho, era campeona de 1.800 metros en el instituto. «Si me hubiera zafado al menos por un instante, jamás me habrían alcanzado. Habría corrido como una exhalación.»
Recordó la presión de los dos hombres, que la aplastaban con su peso. El dolor le pareció intenso al principio; luego, extrañamente distante. Tenía miedo de ahogarse. Se revolvió hasta que uno de ellos le propinó otro puñetazo, y el impacto, unido al efecto del alcohol, le hizo perder la conciencia. Se desvaneció, aliviada de perder el conocimiento; lo prefería a la agonía y el dolor de lo que estaba ocurriendo.
Conducía a gran velocidad en dirección a Miami, aceleraba cada vez que se hundía en los recuerdos. «No pasó nada», pensó. Recobrar la conciencia en el hospital. Lavarla, palparla, penetrar de nuevo en ella. Los guardias del campus le tomaron declaración. Luego un detective de la ciudad. «"¿Podría describir a sus asaltantes, señorita?" "Estaba oscuro. Me redujeron." "Pero ¿qué aspecto tenían?" "Tenían fuerza. Uno me cubrió la cara con una chaqueta." "¿Eran blancos? ¿Negros? ¿Hispanos? ¿Bajos? ¿Altos? ¿Corpulentos? ¿Delgados?" "Estaban encima de mí." "¿Dijeron algo?" "No. Lo hicieron y ya está."» Llamó a casa, oyó cómo su madre se deshacía en lágrimas inútiles y su padrastro barboteaba de rabia, casi como culpándose por lo ocurrido. Terminó acudiendo a una asistente social especializada en casos de violación; se limitaba a escuchar y asentir: la compasión era una parte más de su trabajo, como los jóvenes que contrata Disney World para saludar amistosamente a los visitantes con fingida espontaneidad. Regresó a casa a la espera de novedades. Nada. Ni un sospechoso. Ni una detención. Sólo pesadillas cuando había un poco de alboroto en el campus. Las fiestas de las fraternidades. Superar los recuerdos y salir adelante.
Los hematomas, desaparecieron.
Se pasó el dedo por una pequeña cicatriz pálida al lado del ojo. Ésta había perdurado.
En su familia no volvió a hablarse de lo sucedido. Regresó a los cayos y se encontró con que todo seguía igual. Seguían viviendo en una casa cenicienta, desde el segundo piso podía verse el océano, en cada habitación un ventilador de palas, que removía el ardiente aire estancado. Su madre seguía yendo al restaurante para, cerciorarse de que la tarta de lima se servía fresca y los buñuelos de caracoles bien fritos, de que todo estaba listo para el habitual desfile de turistas y pescadores, que tenían allí su punto de encuentro. La rutina continuaba igual pese al transcurso de los años. Andy volvió a trabajar en el barco de su padrastro, como si nada en ella hubiera cambiado. Recordó que se lo quedaba mirando cuando él subía al puente para vigilar impasible las verdosas aguas con sus oscuras gafas de sol en busca de signos de vida, mientras ella, en cubierta, les servía cervezas a los clientes, reía sus insulsos chistes y disponía los cebos a la espera de que los peces picaran.
Se puso las gafas de sol para protegerse del resplandor de la autopista.
«Pero yo sí he cambiado», pensó.
Se había acostumbrado a escribirle cartas a su madre; plasmaba todas sus penas y emociones en unas cuartillas lilas ligeramente perfumadas, las palabras y las lágrimas salpicaban las delicadas hojas. Pasado un tiempo dejó de escribir acerca de la violación, aquel vacío que aquellos dos hombres sin rostro habían clavado en su interior, para escribir acerca del mundo, el tiempo, su futuro, su pasado. El día que se presentó a la prueba de acceso para entrar en la policía escribió: «No puedo traer de vuelta a papá…»; darle silenciosa voz a aquel sentimiento la hacía sentir mejor, por más que pudiera parecer un lugar común.
Por supuesto, jamás envió ninguna de aquellas cartas ni se las mostró a nadie. Las guardaba en una carpeta de imitación piel que había comprado en un mercadillo de artesanía en un suburbio de Miami. Más tarde, empezó a incorporar resúmenes de sus casos en las cartas, dando voz a todas sus hipótesis y suposiciones, todas las peligrosas ocurrencias que dejaba al margen de los informes y notas oficiales. Se preguntaba en ocasiones si su madre, en caso de que hubiera leído cualquiera de aquellas cartas teóricamente destinadas a ella, se asombraría más por las cosas que le sucedían a su hija o por las que su hija había visto que les sucedían a los demás.
Pensó en la pareja de ancianos de Tarpon Drive. «Ellos no tuvieron ninguna escapatoria. Sabían lo que habían engendrado. ¿Se creían que no les iba a pasar factura haber traído a Blair Sullivan al mundo? Todas las personas acaban pagando.»
Recordó la primera vez que había empuñado el pesado Cok Magnum 357, el arma reglamentaria de los agentes de Monroe. Aquel peso le daba confianza: tenía a su alcance algo que evitaría que jamás volviese a ser una víctima.
Pisó el acelerador y notó cómo el vehículo se lanzaba hacia delante, alcanzando los ciento diez, los ciento treinta, cortando el calor del mediodía.
Hizo una diana de seis el primer día. Dos de seis al siguiente. Al cabo de las seis semanas de instrucción, acertaba seis de seis en pleno centro. Había seguido practicando al menos una vez por semana todas las semanas desde entonces. Había practicado también, hasta manejarla con destreza, con una automática de menor tamaño y con el fusil de pelotas de goma que formaba parte del equipamiento de los coches. Últimamente había empezado a practicar el tiro con un M-16 de tipo militar y había adquirido para su uso personal una pistola de 9 mm.
Levantó el pie del pedal y dejó que el coche redujera hasta el límite de velocidad. Echó un vistazo por el retrovisor y vio que otro coche aceleraba hasta ella para luego tomar el carril izquierdo. Era un Ford camuflado de la policía estatal en busca de infractores. Naturalmente, habría llamado la atención del radar y él había salido en su persecución.
La miró a través de unas oscuras gafas de aviador.
Ella sonrió y se encogió de brazos con un gesto burlón; una sonrisa se dibujó en la cara del agente. Levantó una mano como diciendo «vale, no pasa nada» y acto seguido la adelantó. Ella encendió la radio y sintonizó el canal de la policía estatal.
– Aquí Monroe homicidios uno-cuatro. Regrese.
– Monroe homicidios, aquí patrullero Willis. Mi velocímetro dice que iba usted a ciento cincuenta. ¿Dónde está el fuego?
– Lo siento, patrullero. Hacía buen día, estoy trabajando en un buen caso y me ha dado por celebrarlo de alguna manera. Ya reduzco.
– No hay problema, uno-cuatro. Por cierto, ¿tiene tiempo de ir a picar algo?
Ella se rió. Ligue a todo gas.
– Negativo en estos momentos. Pero inténtelo dentro de un par de días en la sede de Largo.
– Así lo haré.
Lo vio levantar la mano y desviarse al carril lento.
«Tendrá esperanzas durante unos días -pensó, preparando ya la excusa con que se iba a disculpar-. Se llevará un chasco.» Tenía una regla: no acostarse jamás con ningún policía. Jamás con nadie a quien tuviera que ver una segunda vez.
Se tocó la cicatriz del ojo. «Dos cicatrices -pensó-. Una por fuera, la otra por dentro.»
Siguió en dirección norte hacia Miami.
En la redacción del Miami Journal, una recepcionista le informó de que Matthew Cowart no se encontraba allí. A ella le extrañó, y sintió una ligera excitación. «Algo está buscando -pensó-. Anda detrás de alguien.» Pidió ver al jefe de redacción. La recepcionista hizo una llamada y a continuación la invitó a sentarse en una butaca, donde aguardó con impaciencia. Pasaron veinte minutos hasta que el jefe salió a recibirla.
– Lamento haberla hecho esperar -dijo-. Estábamos en una reunión.
– Quisiera hablar otra vez con Cowart -dijo la detective, tratando de evitar en su voz todo atisbo de sospecha o anticipación.
– Creí que le bastaba con la declaración del otro día.
– No del todo.
– ¿No? -El jefe se encogió de hombros.
– Necesito que me ayude a clarificar un par de cosas.
– Ya, pero no está aquí. -El jefe frunció el entrecejo-. ¿Tal vez pueda ayudarla yo?
Ella notó la poca sinceridad del ofrecimiento.
– De acuerdo. El caso es que no logro entender cómo Sullivan se las arregló para hacer el encargo… -Levantó la mano para atajar la pregunta que iba a hacerle el jefe-. Supongo que Cowart pudo haber añadido algo, y esperaba que él me lo aclarase. -Creyó que con eso bastaría.
– Bueno -dijo el hombre-, me parece que todos intentamos comprender ese mismo punto.
Ella sonrió.
– Curiosa situación, ¿no?
El jefe asintió, sonriendo pero sin bajar la guardia.
– De todos modos, creo que les informó lo mejor que supo. Aunque…
– Ya -contestó la detective-, pero tal vez ahora que ha tenido tiempo para reflexionar pueda recordar algo más. Se sorprendería de lo que uno puede llegar a recordar cuando ha tenido tiempo para ello.
El jefe meneó la cabeza.
– No me sorprendería en absoluto. En nuestro oficio pasa lo mismo. -Cambió de postura y se mesó el escaso pelo-. Cowart está trabajando en otro artículo.
– Vaya, ¿y adonde ha ido?
El hombre vaciló antes de responder.
– Al norte de Florida. -Y por un instante pareció arrepentido de facilitarle esa información.
Shaeffer sonrió.
– No está mal, el norte de Florida.
El jefe se encogió de hombros.
– Este caso tiene dos escenarios, como usted bien sabe. La prisión de Starke y una pequeña ciudad llamada Pachoula. Creo que no hará falta que se lo anote. Y ahora, si me disculpa, detective Shaeffer, tengo que volver al trabajo.
– ¿Le dirá a Cowart que necesito hablar con él?
– Descuide. Pero no le prometo nada. ¿Cómo puede encontrarla?
– Yo lo encontraré a él -dijo.
Se levantó para marcharse, pero entonces recordó otra cosa.
– ¿Puedo echar un vistazo a los originales de los artículos de Cowart?
El jefe vaciló un instante y luego señaló la hemeroteca.
– Allí podrán ayudarla -dijo-. Si surge cualquier problema, que me llamen.
Sentada a la mesa, hojeó una pila de ejemplares del Miami Journal. Se quedó sobrecogida por la cantidad de sucesos delictivos que publicaba el periódico, y por fin llegó a la edición dominical en la que aparecía el primer artículo de Cowart sobre el asesinato de Joanie Shriver. Lo leyó con detenimiento, tomando notas, apuntando nombres y fechas.
En el ascensor, camino de la salida, trató de ordenar los pensamientos que se agitaban en su interior. Bajó del ascensor y echó a andar en dirección a la salida, pero se detuvo en seco en mitad del vestíbulo.
«Este caso sólo tiene dos escenarios», había dicho el jefe de redacción. Se puso a pensar en el aprieto en que Cowart se encontraba. «Pero ¿qué lo llevó hasta Sullivan? La muerte de una niña en Pachoula. Y ¿alrededor de quién gira ese crimen? Ferguson. Así pues, ¿quién es el nexo entre Sullivan y Cowart? Ferguson. Y ¿gracias a quién obtuvo el Pulitzer? Ferguson.»
Giró sobre los talones y se dirigió a una esquina del vestíbulo del Journal donde había varios teléfonos públicos. Repasó sus notas y llamó a información de Pensacola. Acto seguido marcó el número facilitado por la voz electrónica.
Después de hablar con una secretaria, oyó la voz del abogado.
– Roy Black al habla. ¿En qué puedo ayudarla, señorita?
– Señor Black -dijo-, soy Andrea Shaeffer. Estoy en el Miami Journal…. -Sonrió, anticipando su pequeña patraña-. Necesitamos dar con Cowart. Ha ido a Pachoula a ver a su cliente, el señor Ferguson. Es importante que contactemos con él pero aquí nadie sabe cómo hacerlo. ¿Podría ayudarme? De veras siento tener que molestarlo…
– No es molestia ninguna, señorita. De todos modos, Bobby Earl se ha ido de Pachoula. Ha vuelto a Newark, Nueva Jersey. No veo por qué el señor Cowart iba a querer volver a Pachoula.
– Oh, vaya suerte la mía -repuso ella fingiendo asombro y contrariedad-. El señor Cowart está haciendo un seguimiento sobre la ejecución de Sullivan. ¿Cree que podría dirigirse a Newark? No dio muchas indicaciones sobre su itinerario y sería conveniente no perderlo de vista. ¿Tiene alguna dirección del señor Ferguson? Lamento la molestia, pero no ha habido manera de encontrar la agenda del señor Cowart.
– No suelo dar direcciones, ¿sabe? -replicó el abogado.
– Lo entiendo perfectamente -respondió ella con naturalidad-. Vaya, ¿y ahora cómo voy a encontrarlo? El jefe me cortará el cuello -suspiró compungida.
El abogado titubeó.
– Vale, de acuerdo, se la daré -cedió por fin-. Pero prométame que no se la filtrará a la prensa ni a nadie. El señor Ferguson quiere dejar atrás todo este asunto, ¿sabe? Intenta retomar su vida.
– Es comprensible y me hago cargo. Se lo agradezco mucho, abogado -dijo afectando entusiasmo.
– Espere. La estoy buscando.
Esperó con impaciencia. No había sido nada difícil engatusarlo. Se preguntó si llegaría a tiempo de coger el próximo avión hacia el Norte. No acababa de saber qué haría con Ferguson cuando lo encontrara, aunque de una cosa sí estaba segura: las respuestas a sus preguntas estaban ocultas en alguna parte muy cerca de él. Recordó sus ojos tal como aparecían en las páginas del periódico. Un hombre inocente.
El avión atravesó una fina capa de nubes mientras se aproximaba al aeropuerto y pudo vislumbrar la ciudad, que se erguía en la distancia como un juego de cubos apilados por un niño. El tímido sol de comienzos de primavera iluminaba la miríada de edificios de oficinas. Se imaginó el mordiente frío de abril y por un momento echó de menos el calor de los cayos. Después se centró en cómo aproximarse a Ferguson.
Decidió que con cautela. Como si Ferguson fuera un pez grande que ha picado en un aparejo ligero: un movimiento brusco o demasiada presión y se rasgará el cordel y quedará libre. Nada lo vinculaba con los asesinatos de Tarpon Drive, salvo la presencia de Cowart. Ningún testigo, ninguna huella, ningún resto de sangre. Ni siquiera el modus operandi: la violación y asesinato de una niña poco tiene en común con matar sádicamente a una pareja de ancianos. Y según Cowart y su periódico, Ferguson ni siquiera era responsable de la primera parte de la ecuación.
A medida que el avión viraba, pudo distinguir el amplio cinturón de la autopista de Nueva Jersey serpenteando. De repente tuvo miedo de haberse dejado arrastrar por una senda oscura y pensó que lo mejor sería tomar el primer avión y regresar a Florida junto a Weiss. Todo se veía muy claro desde el vestíbulo del Miami Journal. Ahora, el cielo gris y opaco de Nueva Jersey parecía mofarse de su incertidumbre.
Se preguntó si Ferguson habría aprendido la lección. Probablemente, ya que, según se derivaba de las palabras de Cowart, parecía un tipo listo, educado, distinto de la mayoría de convictos. Sin embargo, la detective se temía que era un caso especial.
Todavía recordaba un día en el barco de su padrastro, seis años atrás. Era hacia última hora de la tarde y estaban pescando mientras la marea se retiraba bajo los pilones de uno de los innumerables puentes de los Cayos. El cliente había atrapado un gran sábalo real de más de cincuenta kilos. Había saltado ya dos veces fuera del agua, las branquias le palpitaban, arqueaba la cabeza y parecía gañir cuando su brillante cuerpo plateado rompía contra las oscuras aguas. Escapaba a favor de la corriente, valiéndose de la fuerza del agua para luchar contra el sedal. El cliente porfió entre gruñidos, con las piernas separadas y la espalda encorvada, y luchó contra la fuerza del pez. El animal iba tirando del sedal en dirección a los pilones del puente.
«Un pez inteligente -pensó ahora-. Un pez fuerte. Sabía que si lograba llegar allí, podría desgarrar el sedal contra los percebes, tensándolo y restregándolo contra el pilón.» Aquel pez ya había picado antes. El dolor del anzuelo clavado en la mandíbula y la fuerza del sedal tirando hacia la superficie le eran familiares. El conocimiento le daba fuerzas. No había miedo en su lucha, sólo la astuta y calculada determinación con que se dirigía hacia el puente y la salvación.
Lo que había hecho ella entonces debió de parecer una locura. Se llegó de un salto junto al cliente y en un simple pero impulsivo movimiento dejó ir casi todo el sedal. Entonces gritó: «¡Suéltela! ¡Suéltela!» El cliente le lanzó una mirada contrariada, pero ella le arrebató la caña de las manos y la arrojó por la borda. Dejó una estela mientras se hundía rápidamente. «Pero ¿qué demonios…?», empezó el hombre, pero se interrumpió cuando su padrastro viró en dirección a la parte más apartada del puente.
Su padrastro, arriba en el puente, escudriñó la creciente oscuridad hasta que por fin señaló con el dedo. Se volvieron y vieron la caña, que sobresalía a unos veinte metros. Se acercaron y la recogieron del agua, soltando el carrete casi al mismo tiempo. «Ahora sáquelo», le dijo ella al cliente. El hombre tiró de la caña y esbozó una sonrisa en cuanto notó el peso del sábalo. El pez, enganchado todavía, salió a la superficie sobresaltado y asombrado al sentir de nuevo el tirón del anzuelo. Daba saltos en busca de oxígeno, el agua negruzca le resbalaba por las escamas y ella sabía que era su última batalla, presentía la derrota en cada encorvamiento de la cabeza y en cada espasmo del cuerpo. Diez minutos más tarde lo arrastraban pegado a la borda. El cliente levantó el pez por el anzuelo y lo sacó del agua. Hubo fotografías a raudales y luego ella devolvió el pez al agua, inclinada sobre la cubierta, sosteniéndolo para que volviese a la vida. Antes de soltarlo, sin embargo, le arrancó una de aquellas escamas plateadas del tamaño de una moneda de medio dólar. Se la guardó en el bolsillo de la camisa y se quedó contemplando al pez mientras se alejaba, despacio removiendo su cola en forma de guadaña entre las cálidas aguas.
«Un pez inteligente -pensó-. Un pez fuerte. Pero yo fui más inteligente y por eso me hice más fuerte.» Volvió a pensar en Ferguson. «Ya ha picado antes», pensó.
El ruido del avión aumentó hasta que por fin cesó. Recogió sus cosas y se encaminó a la salida.
El capitán de enlace del departamento de policía de Newark le proporcionó un par de agentes de paisano para que la acompañaran al apartamento de Ferguson. Tras una breve presentación y un poco de charla de cortesía, la llevaron a través de la ciudad hasta la dirección que ella les dio.
Shaeffer miraba aquellas calles que se le antojaban salidas del infierno. Los edificios eran de ladrillo y hormigón oscuro, con un aire sucio e inseguro. Incluso la luz del sol parecía gris. Había un sinfín de pequeños negocios, tiendas de ropa, bodegas, casas de empeño, tiendas de electrodomésticos, negocios de alquiler de muebles, todos exhibiendo su decrepitud en las sucias aceras. Había barrotes de acero por doquier: necesidades de la gran ciudad. En las esquinas se veían grupos de hombres ociosos, pandilleros adolescentes o estridentes busconas. Incluso los locales de comida rápida, pese a sus reglamentos de orden e higiene, tenían un aspecto viejo y descuidado, nada que ver con sus homólogos de las zonas residenciales. La ciudad parecía un viejo luchador que ha llegado hasta los últimos asaltos en demasiadas peleas: se tambaleaba pero, inexplicablemente, se mantenía en pie, tal vez por ser demasiado viejo o estúpido o testarudo para desplomarse.
– ¿Dice que ese tipo estudia, detective? No lo creo. En esta zona, imposible -dijo uno de los agentes, un negro taciturno y con canas en las sienes.
– Eso me dijo su abogado -contestó ella.
– Aquí sólo hay una clase de formación: la de las putas, los chulos, los camellos y los ladrones. No creo que usted le llame estudiar a eso.
– Bueno -terció su compañero, un hombre más joven de pelo rubio y bigote descuidado que conducía el coche-. Eso no es del todo cierto. Aquí también vive gente decente…
– Sí -replicó su compañero-, los que se protegen detrás de rejas y barrotes.
– No le haga caso -dijo el rubio-. Está muy quemado. Además, se le ha olvidado decir que él se crió en esta zona y consiguió terminar la escuela nocturna, de modo que no es algo imposible. Quizá su hombre coge el tren de New Brunswick porque estudia en Rutgers. O tal vez estudia de noche en St. Pete's.
– No tiene sentido. ¿Por qué iba a vivir en este agujero si tuviera otras opciones? -contestó el negro-. Si tuviera dinero no estaría aquí. La única razón por la que la gente vive aquí es porque no tiene la posibilidad de irse a otra parte.
– Se me ocurre otra razón -dijo el policía joven.
– ¿Qué razón es ésa? -preguntó Shaeffer.
El policía hizo un gesto con el brazo.
– Para esconderse. Tal vez quiera pasar inadvertido. Para eso no hay mejor sitio que Newark. -Señaló un edificio abandonado-. Algunas partes de esta ciudad son como la jungla o las ciénagas. Cuando pasamos por delante de un edificio como ése, abandonado, incendiado o lo que sea, no hay manera de saber qué hay en su interior. Hay gente que vive ahí sin electricidad, calefacción y agua. Los rondan las bandas para esconder armas. Joder, pero si hasta podría haber un centenar de cadáveres en esos edificios y nunca los encontraríamos. Ni siquiera sabríamos que los tienen ahí. -Hizo una pausa-. Un sitio perfecto para perderse. ¿Quién demonios iba a venir hasta aquí buscando a alguien a menos que fuera imprescindible? -preguntó.
– Creo que yo lo haría -dijo Schaeffer.
– ¿Para qué quiere a ese hombre? -preguntó el rubio.
– Puede que sepa algo acerca de un caso de doble homicidio.
– ¿Cree que nos causará problemas? Tal vez deberíamos pedir refuerzos. ¿Tiene que ver con drogas?
– No. Más bien con un asesinato por encargo.
– ¿Seguro? Me refiero a que no quiero llegar y encontrarme con un tío armado con una Uzi y esnifando medio kilo de crack.
– No. En absoluto.
– ¿Es un sospechoso?
Vaciló. «¿Lo es?»
– No exactamente. Sólo queremos hablar con él. Podría serlo o no serlo.
– Está bien, nos fiaremos de usted. Aunque la idea no me convence. ¿Qué tiene contra este tipo?
– No mucho.
– Pero sí la esperanza de que diga algo que le sirva ante un tribunal, ¿no?
– Ésa es la idea -asintió Schaeffer.
– A ver si pica.
La ironía del policía la hizo sonreír.
– A ver.
Los dos hombres resoplaron y siguieron conduciendo. Pasaron por delante de un grupo de hombres delante de una tienda de comestibles. Shaeffer intuía que todos los ojos los vigilaban. «Todos saben quiénes somos -pensó-. Nos identifican en un segundo.» Trató de distinguir las caras que cruzaban por la calle, pero se confundían las unas con las otras.
– Es ahí -dijo el conductor-. A mitad de la manzana.
Aparcó en el espacio libre entre un Cadillac color frambuesa con neumáticos de banda blanca y tapicería de velvetón y una chatarra carente de valor. Un muchacho estaba sentado en el bordillo junto al Cadillac.
– Hogar, dulce hogar -dijo el agente rubio-. ¿Cómo quiere que lo hagamos, detective?
– Con tranquilidad y buenos modales -respondió-. Primero hablaré con el portero, si lo hay. Tal vez con algún vecino. Luego llamaré a su puerta.
El policía negro se encogió de hombros.
– Está bien. Nosotros la acompañaremos. Pero cuando entre, se las tendrá que apañar solita.
Era un edificio de ladrillo rojo de seis plantas. Shaeffer se disponía a entrar cuando de repente se volvió y miró al chico del bordillo. Llevaba un par de caras y flamantes zapatillas de baloncesto blancas de caña alta y unos pantalones de chándal raídos.
– ¿Qué tal? -le preguntó.
El muchacho se encogió de espaldas.
– Bien.
– ¿Qué haces?
Hizo un ademán.
– Miro las ruedas. ¿Eres poli?
– Tú lo has dicho.
– No eres de por aquí.
– No. ¿Conoces a alguien llamado Robert Earl Ferguson?
– El de Florida. ¿Lo estás buscando?
– Sí. ¿Está aquí?
– No sé. No se deja ver mucho.
– ¿Por qué no?
El muchacho se dio la vuelta.
– Andará metido en algo.
Shaeffer meneó la cabeza y subió los peldaños de la entrada secundada por los dos agentes de paisano. Se fijó en los buzones y leyó el nombre de Ferguson en uno de ellos. Apuntó los nombres de algunos vecinos y dio con uno con la abreviación «Port.». Llamó y esperó junto al interfono. No hubo respuesta.
– No va -dijo el agente negro.
– Aquí esos cacharros nunca funcionan -añadió el otro.
Empujó la puerta del edificio. Cedió. Se sintió ligeramente incómoda.
– Me imagino que en Florida sí funcionan los interfonos y cerrojos -dijo el negro.
El interior estaba oscuro como una caverna. Los pasillos eran estrechos, había pintadas en las paredes y olía a una mezcla de basura y orines. El policía rubio debió de ver que ella arrugaba la nariz, pues dijo:
– Oiga, este lugar es mejor que la mayoría, y de largo. -Hizo un gesto-. ¿Ve usted a algún borracho instalado en el vestíbulo? Esto de aquí es un lujo.
Encontró el piso del portero bajo el hueco de la escalera, llamó tres veces y al cabo oyó ruido en el interior. Después una voz:
– ¿Qué quiere?
Acercó la placa a la mirilla.
– Policía -contestó.
Se oyó el chacoloteo de tres o cuatro cerrojos. Por fin se abrió la puerta, dejando ver a un negro de mediana edad, descalzo y vestido con ropa de trabajo.
– ¿Es usted el señor Washington, el portero?
Asintió.
– ¿Qué quiere? -repitió.
– Quiero salir de este vestíbulo -dijo sin rodeos.
Él abrió la puerta y dejó pasar a los tres policías.
– Yo no he hecho nada.
Shaeffer echó un vistazo a los muebles desnudos y las alfombras raídas; luego preguntó:
– Robert Earl Ferguson. ¿Se encuentra en casa?
El hombre se encogió de hombros.
– Puede. Supongo. No me fijo mucho en quién entra o sale.
– ¿Quién vigila, entonces?
– Mi mujer -dijo señalando a un lado.
Shaeffer vio a una mujer negra de poca estatura que tenía de gruesa lo que su marido de enclenque; guardaba silencio ante la entrada del pasillo, asida a un andador de aluminio.
– ¿Señora Washington?
– Sí.
– ¿Robert Earl Ferguson está en el edificio?
– Debería estar. Hoy no ha salido.
– ¿Y cómo lo sabe?
La mujer dio un paso colocando con cuidado el andador delante de sí. Resollaba.
– Me cuesta mucho moverme. Me paso el día aquí… -Señaló una ventana-. Veo lo que pasa por el mundo antes de que me toque abandonarlo, hago un poco de punto y cosas así. Suelo estar al tanto de la gente que entra y sale.
– ¿Ferguson sigue algún horario? ¿Tiene hora de entrada y salida?
Asintió. Shaeffer sacó su bloc y tomó algunas notas.
– ¿Adónde va?
– Pues no lo sé exactamente, pero siempre lleva una bolsa con libros de texto. Una mochila. Como esas del ejército o para ir de excursión o algo así. Sale por la tarde y no vuelve hasta bien entrada la noche. A veces lleva una maleta pequeña y no vuelve en un par de días. Supongo que viaja.
– ¿Usted está aquí hasta tarde? ¿Vigilando?
– También me cuesta dormir. Me cuesta caminar, me cuesta respirar, me cuesta todo últimamente.
Andrea Shaeffer sintió que la emoción la embargaba por momentos.
– ¿Qué tal anda de memoria? -preguntó.
– De momento no me flojea, si se refiere a eso. Tengo buena memoria. ¿Qué quiere saber?
– ¿Ferguson se fue de la ciudad hará una semana o diez días? ¿Lo vio con la maleta? ¿Se ausentó durante un día o dos? ¿Hizo algo fuera de lo normal, fuera de la rutina?
La mujer se quedó pensativa. Shaeffer la observó mientras repasaba mentalmente todas las entradas y salidas que había presenciado. Entornó los ojos y luego los abrió, como si de repente le hubiera venido a la cabeza un recuerdo o una imagen. Abrió la boca como dispuesta a decir algo y levantó una mano del andador de aluminio. Sin embargo, antes de pronunciar palabra alguna, la mujer recapacitó, como si un segundo pensamiento le hiciera desestimar el primero. Sus ojos volvieron a encogerse mirando el bloc que la detective sostenía, expectante. Finalmente, negó con la cabeza.
– Me parece que no. Pero seguiré pensando. Una no puede estar segura si no piensa con calma. Ya sabe cómo es esto.
Shaeffer la observó. «Seguro que recuerda algo. Pero no quiere decirlo.»
– ¿Está segura?
– No -dijo la mujer-. Puede que recuerde algo dentro de un rato. ¿Ha dicho hace una semana o diez días?
– Sí.
– Trataré de recordar.
– Muy bien. Haga el favor. ¿Hay alguien más que pueda saber algo?
– No, señora. Ese joven es muy reservado. Sólo sale por la tarde y vuelve por la noche. Nunca hace ruido, nunca arma jaleo, es muy discreto. Ni siquiera tiene novia. ¿Para qué quiere saber todo esto? ¿Ha tenido problemas con la policía?
– ¿Sabe algo de la vida que ha llevado en los últimos años, en Florida?
El señor Washington interrumpió:
– Hemos oído que pasó una temporada entre rejas. Pero nada más.
– Pero eso no es nada raro aquí, señora mía. Casi todo el mundo pasa una temporada entre rejas -comentó la mujer. Miró a su marido-. Y el Señor sabe que quien aún no la ha pasado acabará pasándola. Así son las cosas por aquí, señora mía.
– ¿Cómo paga el alquiler? -preguntó Shaeffer.
– En metálico. El primero de cada mes. Nunca se ha retrasado.
Tomó nota de ello.
– No tiene nada de extraño. Éste no es un bloque de lujo precisamente, por si no se había dado cuenta.
– ¿Lo han visto alguna vez con un cuchillo? Uno de caza. ¿Alguna vez han visto alguno en su apartamento?
– No, señora.
– ¿Alguna pistola?
– No, señora, yo diría que no. Pero la mayoría de la gente de por aquí tiene un arma escondida en alguna parte.
– ¿No recuerda nada de él? ¿Nada fuera de lo normal?
– Bueno, aquí no es muy normal perder el tiempo con libros.
Shaeffer asintió y les tendió a marido y mujer sendas tarjetas ornadas con el escudo de la policía del condado de Monroe.
– Si recuerdan algo, por favor llámenme. Estaré en este número el próximo par de días. -Anotó el número del motel cercano al aeropuerto donde se alojaba.
Ambos miraron las tarjetas con atención mientras se marchaba. Ya en el vestíbulo, el policía negro se quedó mirándola.
– ¿Ha sacado algo en limpio? A mí no me ha parecido que dijeran gran cosa. Además, la vieja mintió al decir que no recordaba nada.
– Esa ha recordado algo, puede estar segura -dijo el rubio.
– ¿También ustedes lo han notado?
– Por supuesto. Pero no sé por qué demonios lo ha hecho. Seguramente por nada en especial. ¿Usted qué cree, detective?
– Ya me gustaría saberlo -contestó-. Ha llegado la hora de ver si nuestro hombre está en casa.
Inspiró aire profunda y lentamente, tratando de controlar su corazón acelerado, y luego llamó a la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras, a excepción de una ventana al fondo que dejaba entrar una luz mortecina a través de la mugre grisácea. No sabía qué podía encontrarse. «Un asesino atípico -pensó-. Uno de los lados del triángulo. Alguien que estudia pero que de tanto en tanto hace las maletas y se marcha unos días a alguna parte.» Llamó de nuevo y al poco llegó la previsible respuesta:
– ¿Quién es?
– Policía.
La palabra revoloteó en el aire ante ella, resonando en el minúsculo espacio. Transcurrieron unos segundos.
– ¿Qué quiere?
– Hacerle unas preguntas. Abra.
– ¿Qué clase de preguntas?
Podía sentir la presencia del hombre a sólo unos centímetros, tras la oscura puerta de madera.
– Abra.
Detrás de ella, los dos agentes se pusieron en guardia y retrocedieron un paso, apartándose de la línea de fuego. Ella volvió a llamar a la puerta.
– Policía -repitió. No sabía qué hacer si se negaba a abrir.
– Un momento.
No le dio tiempo ni a sentir alivio. Creyó percibir cierto temblor en su voz, cierta reticencia, como un niño pillado con las manos en la masa. «Tal vez está echando un vistazo al apartamento para asegurarse de que no hay nada incriminatorio a la vista -pensó-. ¿Pruebas? ¿Pruebas de qué?»
Se oyeron varios cerrojos y cadenas de seguridad, luego la puerta se abrió lentamente. Andrea Shaeffer quedó cara a cara con Robert Earl Ferguson. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y una holgada sudadera granate arremangada hasta los codos, le quedaba varias tallas grande y deformaba su silueta. Llevaba la cabeza rapada y la barba bien afeitada. Ella casi retrocedió de estupefacción; la rabia de aquel hombre casi la había noqueado. Tenía unos ojos fieros, penetrantes. Dio un paso al frente, asomándose al umbral.
– ¿Qué quiere? -preguntó-. No he hecho nada.
– Quiero hablar con usted.
– ¿Tiene placa?
Se la enseñó.
– ¿Condado de Monroe? ¿Florida?
– Exacto. Me llamo Shaeffer. Investigo un homicidio.
Por un momento creyó apreciar incertidumbre en los ojos de Ferguson, como si se esforzara por recordar algo que le rehuía.
– Eso queda al sur de Miami, ¿no? Más abajo de los Glades.
– Así es.
– ¿Qué quiere de mí?
– ¿Puedo pasar?
– No hasta que me diga a qué ha venido.
Se hizo el silencio y Ferguson pareció aprovechar para observarla bien. Shaeffer advirtió que eran casi de la misma estatura y que él era apenas un poco más corpulento que ella. Pero también le pareció la clase de hombre en quien tamaño y fuerza resultan irrelevantes.
– Está usted muy lejos de casa. -Echó un vistazo a los dos agentes-. ¿Y ellos?
– Policía de Nueva Jersey.
– ¿Le daba miedo venir sola? -Entornó los ojos de manera desagradable. Los dos policías dieron un paso adelante, amenazadores. Ferguson permaneció en el umbral, con los brazos cruzados.
– Claro que no -contestó Shaeffer, pero su respuesta sólo provocó una leve sonrisa.
– Yo no he hecho nada -repitió, esta vez en tono neutro, como un abogado que hablara para dejar constancia.
– Nadie ha dicho lo contrarío.
Ferguson sonrió.
– Pero no habría venido desde Monroe hasta este entrañable lugar sólo para ver mi bonita cara, ¿verdad? -Retrocedió un paso-. De acuerdo, pase. Pregunte lo que quiera. No tengo nada que ocultar.
La última frase iba dirigida a los dos hombres y fue pronunciada en voz más alta.
Shaeffer entró en el apartamento. En cuanto pasó por delante de él, Ferguson se interpuso entre ella y los dos policías, cerrándoles el paso.
– Eh, maderos, a vosotros no os he invitado -dijo con brusquedad-. Sólo ella. A no ser que traigáis una orden.
Shaeffer se volvió sobresaltada. Vio cómo los dos agentes se enervaban. Como todos los policías, no estaban acostumbrados a recibir órdenes de un civil.
– Quítate de en medio -dijo el negro.
– Es ella la que tiene preguntas, o sea que es ella la que entra. Vosotros esperáis fuera.
El policía rubio se adelantó, como dispuesto a apartarlo de un empellón, pero luego pareció reconsiderarlo. Shaeffer terció:
– No pasa nada, yo me ocupo.
Los dos policías asintieron.
– No es el procedimiento habitual -terció el mayor. Y mirando a Ferguson-: ¿Qué vas a hacerme, capullo?
Ferguson permaneció impasible.
Shaeffer hizo un discreto gesto de negación con la mano. Hubo una pausa tensa, y los dos agentes regresaron al vestíbulo.
– Muy bien -dijo el policía negro-. Esperaremos aquí. -Se volvió hacia Ferguson-. Me he quedado con tu cara, gilipollas -murmuró-, y yo nunca olvido una cara.
Ferguson lo miró con indiferencia y repuso:
– Yo tampoco.
Empezó a cerrar la puerta, pero el agente rubio alargó el brazo y la aguantó.
– Se queda abierta, ¿vale? Así todos nos ahorraremos problemas.
Ferguson apartó las manos de la puerta.
– Si es lo que queréis… -Se volvió y acompañó a Shaeffer al interior del apartamento. Mientras caminaban, dijo-: Todos van de lo mismo. Como los del corredor de la muerte. Se creen muy duros pero no saben lo que es ser duro de verdad.
– ¿Usted sí lo sabe, señor Ferguson?
– Sí, y consiste en saber el cuándo y el cómo. Duro de verdad es el que sabe que la sociedad le ha contagiado una enfermedad terminal, el que sabe que cada aliento se acerca más al último suspiro. -Se detuvo en la pequeña sala-. ¿Y usted, detective? ¿Usted también va de dura?
– Cuando hace falta.
Él la observó con una mezcla de desconfianza y socarronería.
– Siéntese -dijo. Él se sentó en un extremo de un sofá raído.
– Gracias -contestó ella, pero no se sentó. Empezó a pasearse lentamente por el cuarto, examinándolo. Había aprendido a hacerlo así, a permanecer en pie cuando el otro se sienta. Es algo que pone nervioso a casi todo el mundo y le confiere el papel dominante al interrogador.
Él la siguió con la mirada.
– ¿Busca algo?
– No.
– Entonces dígame qué quiere.
Se acercó a una ventana y miró fuera. Vio el coche color frambuesa y la parte inferior del edificio, en el que no parecía haber vida alguna.
– No se ve gran cosa -dijo-. ¿Quién querría vivir aquí? Sobre todo si no tiene necesidad de ello.
Él no respondió.
– Putas en una esquina. Un camello de crack a media manzana. ¿Qué más? Ladrones, pandilleros, yonquis… -Lo miró con dureza-. Asesinos. Y usted.
– Así es.
– ¿Y usted qué es, señor Ferguson?
– Soy estudiante.
– ¿Hay muchos por aquí?
– No que yo sepa.
– Entonces, ¿por qué vive aquí?
– Me siento a gusto.
– ¿Encaja en este ambiente?
– No he dicho eso.
– ¿Entonces?
– Es seguro. -Rió levemente-. Es el lugar más seguro de la tierra.
– Eso no es una respuesta.
Él se encogió de hombros.
– Aquí uno vive encerrado en sí mismo, no en contacto con el exterior. Vida interior. Ésa es la primera lección del corredor de la muerte. La primera de tantas. ¿Cree que uno olvida lo que aprende allí en cuanto sale? Y ahora dígame qué quiere.
Ella siguió dando vueltas por el diminuto apartamento. Echó un vistazo al dormitorio: una estrecha cama individual y un solitario mueble desvencijado con cajones de madera, algunas prendas de ropa colgadas en un exiguo armario empotrado en una pared negra. En la cocina había una pequeña nevera, un horno y un fregadero. Varios enseres de cocina desportillados y algunas tazas se apilaban junto al fregadero.
De vuelta en la salita, le llamó la atención una mesilla de una esquina, con una máquina de escribir portátil y varias cuartillas encima. Junto a ella había una estantería de madera barata de pino sin pintar. Se acercó e inspeccionó los libros de los anaqueles; enseguida reconoció algunos títulos: un libro sobre medicina forense de un médico de Nueva York retirado, uno sobre las técnicas de identificación del FBI publicado por el gobierno, uno sobre el crimen en los medios de comunicación escrito por un profesor de Columbia. Ella los había leído durante la instrucción en la academia de policía. Había muchos otros, todos sobre crímenes e investigaciones, todos bastante usados, adquiridos de segunda mano, sin duda. Sacó uno y lo abrió. Algunos pasajes estaban subrayados con rotulador fluorescente.
– ¿El subrayado es suyo?
– No. ¿Me va a decir de una vez qué quiere?
Ella dejó el libro y se fijó en las cuartillas de la mesita. En una de ellas había varias direcciones, incluida la de Matthew Cowart. Otras de Pachoula y una de un abogado de Tampa. La cogió e hizo un ademán.
– ¿Quién es esta gente? -preguntó.
Él pareció titubear, pero contestó:
– Tengo que escribir algunas cartas. Son personas que me ayudaron a salir de la prisión.
Ella dejó la cuartilla. En la mesa también había varios recortes de periódico. Se agachó y los hojeó. Eran noticias locales y primeras planas. Algunos periódicos eran de Nueva Jersey, otros de Florida. Vio ejemplares del Miami Journal, el Tampa Tribune, el St. Petersburg Times y otros. Cogió un ejemplar del Newark Star-Ledger y leyó un titular: «La familia de la niña desaparecida ofrece una recompensa.»
– ¿Le interesa esta clase de noticias? -preguntó.
– Igual que a usted. ¿No es así, detective? Cuando abre un periódico, ¿cuál es la primera noticia que lee?
Ella no contestó y volvió la vista a los periódicos. En cada página había un artículo sobre algún crimen. Otros titulares empezaron a llamarle la atención: «La policía encuentra indicios de agresión» y «La policía no tiene pistas sobre el secuestro».
– ¿De dónde ha sacado estos periódicos?
Él la fulminó con la mirada.
– Voy a Florida con cierta frecuencia. A dar charlas en iglesias y en agrupaciones cívicas. -Clavó los ojos en los de ella-. Iglesias de negros, agrupaciones de negros. La clase de gente que comprende cómo puede ser que un inocente dé con sus huesos en el corredor de la muerte. La clase de gente que no considera tan raro que los maderos acosen a un negro. La clase de gente que no ve tan extraño que los cabrones de homicidios trinquen a un negro inocente si se ven incapaces de resolver un caso.
Siguió mirándola; ella dejó el periódico sobre los demás.
– Estudio criminología. «Medios de comunicación y crimen.» Los miércoles, de cinco y media a siete y media de la tarde. Es una asignatura optativa. Profesor Morin. Por eso tengo tantos periódicos sobre el tema.
Ella volvió a escrutar la mesa.
– Y me van a poner un sobresaliente -añadió, recuperando el tono socarrón-. Ahora dígame qué quiere -insistió.
– Muy bien -dijo ella. La intensidad de su mirada empezaba a incomodarla. Se apartó de la mesa y se puso frente a él.
– ¿Cuándo ha estado por última vez en los cayos de Florida? Cayo Alto, Islamorada, Marathon, cayo Largo… ¿Cuándo fue la última charla? -añadió con ironía.
– Jamás he estado en los cayos -contestó él.
– ¿De veras?
– Nunca.
– Desde luego, si alguien afirmara lo contrario sería indicio de algo, ¿no? -El farol era bueno, pero la amenaza subyacente no pareció impresionar a Ferguson.
– Indicio de que alguien le ha estado pasando información falsa.
– ¿Conoce la calle Tarpon Drive?
– No.
– Hay una casa en el número trece. ¿Alguna vez ha estado allí?
– No.
– Su amigo Cowart sí.
Él no contestó.
– ¿Sabe lo que encontró?
– No.
– Dos cadáveres.
– ¿Por eso ha venido?
– No -mintió-. He venido porque hay algo que no entiendo.
Él repuso con tono frío:
– ¿Qué es lo que no entiende, detective?
– La relación entre usted, Sullivan y Cowart.
Hubo un breve silencio.
– No puedo ayudarla.
– ¿No? -Ferguson poseía la cualidad de incomodar a su interlocutor simplemente con quedarse quieto-. Muy bien. Dígame lo que hizo días antes de que frieran a su amigo Sullivan.
Por un instante, la cara de Ferguson reflejó estupor. Luego respondió:
– Estaba aquí. Estudiando, yendo a clase. El calendario de clases está ahí en la pared.
– Justo antes de que Sullivan fuera a la silla, ¿hizo alguno de sus viajes?
– No. -Y señaló la pared.
Ella se volvió y vio una lista pegada con cinta adhesiva sobre la pintura desvaída. Se acercó y anotó los horarios, los lugares de las clases y los nombres de los profesores. El profesor Morin y «Medios de comunicación y crimen» estaban en la lista.
– ¿Puede demostrarlo?
– ¿He de hacerlo?
– Tal vez.
– Entonces tal vez sí.
Shaeffer oyó a lo lejos una sirena cuyo sonido empezó a crecer en la pequeña estancia.
– Y nunca fue mi amigo -dijo Ferguson-. De hecho me odiaba. Y yo a él.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Qué sabe acerca del asesinato de sus padrastros?
– ¿Ese es el caso que usted investiga?
– Conteste a la pregunta.
– Nada. -Sonrió y añadió-: Bueno, sólo lo que he leído y lo que dicen en la televisión. Sé que los mataron unos días antes de su ejecución y que le dijo al señor Cowart que él mismo había encargado sus muertes. Eso decían los periódicos. Hasta salió en el New York Times, detective. Pero nada más. -Ferguson pareció relajarse. Su voz adoptó el tono de quien se regodea en sus propias evasivas.
– Dígame cómo pudo haber encargado esas muertes. Usted es todo un experto en el corredor de la muerte.
– Cierto, lo soy. -Hizo una pausa para pensar-. Hay un par de maneras. -Esbozó una desagradable sonrisa-. Lo primero que yo haría sería revisar las listas de visitas. En el corredor se fichan todas las visitas, sea abogado, periodista, amigo o familiar. Empezaría por el día en que Sullivan entró en el corredor y comprobaría cada una de las visitas que recibió. Psicólogos, productores, especialistas del FBI… Y por supuesto, el señor Cowart. -En su voz hubo un deje mordaz-. Luego hablaría con los carceleros. ¿Tiene idea de lo que es trabajar en el corredor de la muerte? Hay que tener algo de asesino, porque no dejas de pensar que cualquier día puedes ser tú el que tenga que amarrar a uno de esos pobres desgraciados a las correas de la silla. Hace falta vocación para eso. -Levantó la mano-. Pero claro, le dirán que es su trabajo, que no es nada personal, que no es distinto de cualquier otro trabajo de la prisión, pero no es verdad. Los de las alas Q, R y S son voluntarios. Y sin duda les gusta lo que hacen. Y lo que tal vez les toque hacer un día. -La miró con los ojos entornados-. Y supongo que si uno no encuentra tan difícil amarrar a alguien a la silla y freírle los sesos, tampoco le resultará difícil amarrar a alguien a otra silla y cortarle el cuello.
– Yo no he dicho que les cortaran el cuello.
– Lo ponía en los periódicos.
– ¿Quién? -preguntó-. Deme algún nombre.
– ¿Me está pidiendo ayuda?
– Nombres. ¿Con quién hablaría usted?
Él sacudió la cabeza.
– No sé. Pero alguien de allí. El corredor es un nido de asesinos. No se tarda mucho en descubrir qué carceleros también lo son. -Siguió sonriéndole-. Véalo por sí misma -dijo-. Una detective avispada como usted no tardará en distinguir quién es corrupto y quién no.
– Un nido de asesinos -dijo-. ¿Tenía usted un sitio en él, señor Ferguson?
– No. Yo me mantenía al margen.
– ¿Cuánto tuvo que pagar?
Se encogió de hombros.
– No sé. ¿Mucho? ¿Poco? Es difícil de calcular, detective, porque la persona adecuada haría el trabajo por muchas razones distintas.
– ¿A qué se refiere?
– Sullivan, por ejemplo. Él se la hubiera cargado a usted sin motivo alguno. No habría necesitado más recompensa que el placer de hacerlo, ¿sabe? ¿Ha conocido alguna vez a alguien así? Me da que no. Parece demasiado joven e inexperta. -Sus ojos la repasaron mientras cambiaba de postura-. ¿Y sabe qué, detective? Hay tíos en el corredor que odian tanto a los polis que se los cargarían gratis, y además disfrutarían. Sobre todo si pudieran, ¿cómo decirlo?, alargarlo… Y aún disfrutarían más cargándose a una poli, ¿no le parece? Un placer especial, único y cegador.
Ella no contestó, pero aquellas palabras le cayeron encima como agua helada.
– O el señor Cowart. Yo creo que habría hecho cualquier cosa por un buen artículo. ¿Usted qué cree, detective?
Ella sintió una opresión en el pecho. Tragó saliva y preguntó:
– ¿Y usted, Ferguson? ¿Qué pediría por matar a alguien?
A él se le esfumó la sonrisa.
– Nunca he matado a nadie y nunca lo haré.
– No he preguntado eso, señor Ferguson, sino qué pediría a cambio.
– Depende -contestó con frialdad.
– ¿De qué? -preguntó ella.
– De a quién tuviera que matar. -Clavó la mirada en ella-. ¿No es eso lo que haríamos todos, detective? Para matar a algunos pediríamos una fortuna, pero para otros nada, ¿no?
– ¿Qué haría usted por nada, señor Ferguson?
Sonrió de nuevo.
– No sabría decirle. Nunca lo he pensado.
– ¿Ah, no? No les dijo lo mismo a aquellos dos detectives de Escambia. El jurado tampoco lo creyó así.
Una furia contenida enturbió la expresión complacida de Ferguson; contestó en un tono grave y amargo:
– Me torturaron. Lo sabe usted muy bien. El juez desestimó mi confesión. Yo nunca le hice nada a aquella cría. Lo hizo Sullivan, la mató él.
– ¿Por cuánto?
– En esa ocasión la recompensa fue el puro placer de hacerlo.
– ¿Qué me dice de Sullivan y su familia? ¿Cuánto cree que habría pagado por matarlos?
– ¿Sullivan? Supongo que habría vendido su alma por llevárselos con él. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. ¿Sabe lo que me decía antes de yo saber que él había matado a la niña por cuya causa me encontraba en el corredor? Me hablaba del cáncer. Parecía un jodido médico, lo sabía todo sobre la enfermedad. Empezaba hablando de células atrofiadas y de estructuras moleculares y de alteraciones en el ADN y de cómo estas pequeñas, imperceptibles y microscópicas anomalías iban minando el cuerpo, sembrando el mal hasta extenderlo a los pulmones, el colon, el páncreas o el cerebro para que se fuera pudriendo desde dentro. Cuando acababa de pontificar se sentaba cómodamente y decía que él era igual. ¿Qué le parece eso, detective?
Ferguson se retrepó en su asiento, acomodándose, pero Shaeffer lo notó ligeramente nervioso. En lugar de contestar, empezó a pasearse de nuevo por el apartamento. El suelo parecía escurrírsele debajo de los pies.
– ¿Le habló de la muerte?
Ferguson volvió a inclinarse hacia delante.
– Es un tema recurrente en el corredor.
– ¿Y qué aprendió usted al respecto?
– Aprendí que no tiene nada de particular. Está en todas partes. La gente cree que morir es algo especial, pero no lo es en absoluto, ¿verdad?
– Algunas muertes sí son especiales -dijo ella.
– Ésas deben de ser las que a usted le interesan.
– Precisamente. -Y se inclinó un poco más, como anticipándose a su próxima pregunta-: ¿Le gustan las zapatillas de deporte? -Por un instante, a Shaeffer le pareció que era otra persona quien hacía esa pregunta.
Él la miró perplejo.
– Sí, claro. Las llevo todos los días. Como todo el mundo por aquí.
– ¿Qué me dice de ese par? ¿De qué marca son?
– Nike.
– Parecen nuevas.
– Tienen una semana.
– ¿Tiene algún otro par en el armario?
– Sí.
Ella se dirigió al dormitorio.
– No se levante -dijo. Podía sentir sus ojos vigilándola, le quemaban en la espalda.
En el armario había un par de zapatillas de baloncesto de caña alta. Las cogió. «¡Mierda!», pensó. Eran Converse y estaban tan viejas y gastadas que tenían hasta un agujero en la puntera. Con todo, examinó las suelas. La parte delantera estaba más gastada. Sacudió la cabeza. Lo habrían notado. Además el dibujo de la suela era distinto del de las Reebok que el asesino había llevado en su visita al número 13 de Tarpon Drive. Devolvió las zapatillas a su sitio y volvió con Ferguson.
Él la miró.
– Conque encontraron una huella en el escenario del crimen, ¿eh? -Shaeffer guardó silencio-. Y entonces se les ocurrió que podrían registrar mi armario. -La miró fijamente-. ¿Ha encontrado algo? -Tras una pausa, contestó a su propia pregunta-: No gran cosa, ¿verdad? ¿Se puede saber a qué ha venido a mi casa?
– Ya se lo he dicho: Cowart, Sullivan y usted.
Al principio no contestó. Shaeffer advirtió que estaba pensando a gran velocidad. Por fin, habló con un tono uniforme aunque irritado:
– ¿Es así como funciona? ¿Una poli de Florida harta de no saber a quién colgarle el caso me elige a mí como cabeza de turco? ¿Es eso? Claro, como ya he estado en prisión, soy el candidato ideal para casi todo lo que usted no pueda probar.
– No he dicho que fuera usted sospechoso.
– Pero quería ver mis zapatillas.
– Es el procedimiento, señor Ferguson. Estoy examinando las de todo el mundo. Hasta las del señor Cowart.
Ferguson dejó escapar una risa.
– Vaya. ¿De qué marca las gasta Cowart?
Ella siguió mintiendo:
– Reebok.
– Claro. Pues deben de ser nuevas también, porque la última vez que lo vi llevaba unas Converse como las mías.
La mujer no contestó.
– O sea que le está usted registrando las zapatillas a todo el mundo. Pero conmigo va a tiro hecho, ¿no? Sería lo que necesita para relacionarme con los asesinatos, ¿verdad, detective? Seguro que saldrían unos buenos titulares. Quizás incluso la promocionarían. Nadie cuestionaría sus métodos.
Shaeffer le dio la vuelta:
– ¿De verdad? ¿Con usted puedo ir a tiro hecho?
– Siempre ha sido así y así seguirá siendo. Y si no soy yo, será otro como yo: joven y negro. Eso me convierte automáticamente en sospechoso.
Ella sacudió la cabeza.
Ferguson se levantó del sofá presa de un repentino arrebato.
– Cuando hizo falta encontrar a alguien en Pachoula, ¿a quién fueron a buscar? ¿Y usted? Usted sospecha sólo porque conocí a Sullivan, por eso ha venido derechita a mí. ¡Pero yo no lo hice, maldita sea! Ese cabrón casi me mata. Me pasé tres años en el corredor de la muerte por algo que no había hecho gracias a polis como usted. Yo ya me daba por muerto porque el sistema necesitaba una cabeza de turco. Puede irse al infierno, detective. No volveré a ser la cabeza de turco de nadie. Soy negro, pero no un asesino. Y el simple hecho de ser negro no me convierte en uno. -Volvió a sentarse-. ¿Quiere que le diga por qué he elegido vivir aquí? Porque aquí la gente entiende lo que es ser negro y convertirse siempre en el sospechoso o la víctima. Aquí todos somos una cosa o la otra. Y yo ya he sido las dos, por eso encajo en este barrio. Por eso me gusta, aunque no tenga por qué estar aquí. ¿Lo entiende ahora? Lo dudo. Porque usted es blanca y jamás sabrá lo que es esto. -Se puso en pie otra vez y miró por la ventana-. Jamás entenderá cómo alguien puede considerar a esto su casa. -Se volvió hacia ella-. ¿Tiene más preguntas?
Su ímpetu la había desarmado. Negó con la cabeza.
– Bien -dijo él con suavidad-. Entonces lárguese de mi casa. -Y señaló la puerta.
Ella se dirigió hacia allí.
– Tal vez tenga más preguntas -dijo.
Él sacudió la cabeza.
– No, no lo creo, detective. Esta vez no. La última vez que quise ser amable con una pareja de detectives me pasé tres años encerrado y casi me cuesta la vida. Ha tenido su oportunidad. Ahora, largo.
Ella se encontraba ya en la puerta. Dudó, como si no se decidiera a marcharse, pero sintiendo al mismo tiempo un inmenso alivio al alejarse de allí. Echó una rápida mirada a los ojos de Ferguson, encogidos por el odio, justo antes de que la puerta se cerrara. El ruido de los cerrojos resonó en el vestíbulo.
Los tres guardaron silencio durante la mayor parte del recorrido.
Al fin, cuando el coche patrulla abandonó la autopista y enfiló la tierra endurecida de la carretera secundaria, Bruce Wilcox dijo:
– No nos dirá nada. Agarrará la escopeta de cañones y nos echará de su casa en menos de lo que un mosquito tarda en picar un culo. Estamos perdiendo el tiempo.
Iba conduciendo. En el asiento del pasajero, Tanny Brown mantenía la mirada fija en el parabrisas sin pronunciar palabra. Los rayos de luz que llegaban a través de las copas de los árboles le daban a su piel una apariencia brillante, como si estuviera mojada. Contestó a Wilcox haciendo un leve gesto de desaprobación; luego volvió a sumirse en sus cavilaciones.
Wilcox bufó y siguió conduciendo. Luego insistió:
– Sigo creyendo que estamos perdiendo el tiempo.
– No estamos perdiendo el tiempo -masculló Brown mientras el coche no dejaba de dar bandazos por culpa del estado de la carretera.
– Con que no, ¿eh? -repuso el detective-. A ver si consigues que me entere de qué va esto.
Volvió la cabeza hacia Cowart, que iba sentado en el centro del asiento trasero sintiéndose como uno de los detenidos que habitualmente ocupaban ese sitio.
Brown habló despacio:
– Antes de que Sullivan muriera en la silla eléctrica, le insinuó a Cowart que pudimos pasar por alto algunas pruebas en casa de Ferguson. A eso vamos.
Wilcox sacudió la cabeza.
– A otro perro con ese hueso, Tanny. Lo diría para quitárselo de encima. -Hablaba como si Cowart no estuviera presente-. Yo mismo supervisé el registro. Lo revolvimos todo. Palpamos las paredes por si había espacios huecos, retiramos las tablas del suelo, examinamos el carbón de aquel viejo horno para ver si había restos de quema, nos arrastramos por los putos cimientos de la casa con un detector de metales. Pero si incluso traje un maldito sabueso y lo pasé por toda la casa, joder. Si ese capullo hubiese ocultado algo lo habríamos encontrado.
– Sullivan dijo que se os pasó algo por alto -insistió Cowart.
– Sullivan le dijo muchas cosas a este chupatintas -le comentó Wilcox a su compañero-. ¿Por qué cojones le hacemos caso?
– Eh -dijo Cowart-, vale ya, ¿de acuerdo?
– ¿Dónde le dijo que mirara?
– No me lo dijo. Sólo dijo que se os pasó algo por alto y que me anduviera con ojos hasta en el culo.
Wilcox sacudió la cabeza.
– Aunque encontráramos algo, ya no serviría de nada. -Miró a Brown-. Y tú, jefe, lo sabes tan bien como yo. Ferguson ya es historia. Pasemos de él.
– No -contestó Tanny Brown-. No es historia.
– ¿Y qué si encontramos algo? ¿Qué más da? Será fruta del cesto podrido, no podemos utilizar contra Ferguson nada obtenido por vía extralegal. Acuérdate de la confesión. Ni aunque hubiera dicho dónde estaban las pruebas, cómo mató a la pequeña Joanie, cómo lo tramó todo, ¿qué pasa si luego va el juez y se retracta de la confesión? Las cosas vienen y se van, ya está.
– Pero las cosas no han ido de esta manera -dijo Cowart.
– Exactamente. No han ido así. Puede que los abogados aún tengan algo a lo que aferrarse. -Brown vaciló antes de añadir-: Pero yo no espero que este caso se resuelva en los tribunales.
Tras un breve silencio, Wilcox volvió a hablar:
– No creo que la abuela de Ferguson nos deje echar un vistazo sin una orden. No creo que nos dé ni la puta hora sin una orden del juez. Estamos perdiendo el tiempo.
– A Cowart sí lo dejará entrar.
– Y una mierda. No si va con nosotros.
– Verás como sí.
– Lo más probable es que los periodistas le caigan peor incluso que a mí. Después de todo fue gracias a ellos que su querido nieto acabó en el corredor.
– Pero luego lo sacaron.
– No creo que ella razone de esta manera. Una vieja baptista caga-misas… Seguramente cree que fue Jesús en persona el que bajó de los cielos y le abrió las puertas de la cárcel a su nieto, porque a fin de cuentas cada domingo iba al templo y lo colmaba de oraciones. Además, aunque le deje entrar a registrar la casa, que no lo hará, el tío este ni siquiera sabe qué buscar y menos dónde.
– Sí que lo sabe.
– De acuerdo, coño. Supongamos que encuentra algo. ¿De qué nos vale?
– Nos vale -contestó Brown. Bajó su ventanilla y el calor se introdujo en el coche y no tardó en neutralizar la atmósfera fría y viciada del aire acondicionado-. Porque entonces sabremos que Sullivan, al menos en esto, dijo la verdad.
– ¿Y qué? -espetó Wilcox-. ¿De qué cojones nos vale eso?
La pregunta sólo encontró silencio por parte del teniente.
– Entonces sabremos a qué atenernos -terció Cowart.
– ¡Ja! -exclamó Wilcox.
Siguió conduciendo, aferrando el volante, molesto por la sensación de que su compañero y su adversario hubieran compartido una información de la que él no tenía conocimiento. La furia se apoderó de él. Conducía bruscamente, levantando una nube de polvo, y casi deseaba que algún perro sarnoso o una ardilla se cruzaran en la carretera. Pisó el acelerador y notó cómo la trasera coleaba sobre la suciedad del asfalto y propulsaba el vehículo.
Cowart observó una hilera de árboles al borde de un bosque distante.
– ¿Adonde lleva eso? -preguntó señalando.
– Por ahí es donde encontramos a Joanie -contestó Wilcox-. Llega al borde mismo de la ciénaga. Luego retrocede unos diez kilómetros, se ensancha y gira hacia la ciudad. Ahí las arenas movedizas pueden tragárselo a uno y el barro es tan espeso que al pisarlo parece pegamento. Durante kilómetros sólo se ven árboles muertos, hierbajos y agua. Como está oscuro, todo parece lo mismo. Si uno se perdiese ahí dentro, tardaría un buen mes en salir. Si es que sale. Insectos, serpientes, caimanes y diversos bichos viscosos y reptantes. Aunque no está mal para pescar lubinas, se encuentran algunas piezas grandes debajo de la madera podrida. Basta con poner atención en el asunto.
Mientras el coche avanzaba traqueteando y ladeándose por efecto de los baches y las rodadas, Cowart pensó en los artículos que había impreso en la hemeroteca del Journal. Los llevaba en el bolsillo de la chaqueta, sentía su incómodo roce contra la camisa, como si poseyeran una cualidad radiactiva que irradiase con el calor. Esta información no la había compartido con Brown.
«Podría tratarse de una simple coincidencia -se dijo-. Ferguson da una charla en una iglesia y cuatro días después desaparece una niña. Eso no prueba nada. No sabes si se encontraba todavía por aquí ni lo que hizo después de hablar en la iglesia ni adonde fue. Cuatro días. Tenía tiempo de volver a Pachoula. O a Newark.»
Le sobrevino repentinamente la fotografía de Joanie Shriver que colgaba de la pared de la escuela. Vio los ojos de Dawn Perry mirándolo con aquella cara entusiasta y despreocupada con que aparecía la pequeña en el cartel de la policía. Blanco y negro.
– Ya casi llegamos -anunció Wilcox.
Las palabras de su compañero interrumpieron las cavilaciones del teniente. Tras regresar a Pachoula, no había tardado en verse inmerso en la rutina. A una de sus hijas no le habían dado el papel protagonista en la obra del colegio; la otra había descubierto que a todas sus amigas las dejaban volver a casa una hora más tarde que a ella. Se trataba de problemas considerables, asuntos que requerían solución inmediata. Había ciertas tareas que su padre no estaba dispuesto a asumir; implantar las reglas era una de ellas. «Es tu casa. Yo aquí estoy sólo de visita», decía el anciano. No obstante, había escuchado con buen humor las protestas de la pequeña por no haber conseguido el papel. Brown se preguntaba si la sordera del viejo no sería una ventaja en ciertas ocasiones.
Les había mentido acerca de dónde había estado; también acerca de qué estaba investigando. Y habría mentido a cualquiera que le hubiera preguntado por qué estaba asustado. Había sido un alivio ver que sus hijas vivían abstraídas en sus propias vidas, de aquella manera obsesiva e inimitable que sólo se da en los niños. Las había mirado a ambas, escuchando a medias sus quejas, y en ellas había visto la cara de Dawn Perry, cuya fotografía guardaba en el bolsillo de la chaqueta. ¿Por qué iban a ser distintas?, se preguntaba.
Se mortificaba: «No puedes ser policía si te permites ver en los casos algo más que números de archivo.» Se había obligado a aferrarse a las certezas, a lo que podía presentar ante un tribunal. No dejaba de luchar contra sus instintos porque, según éstos, había algo ahí fuera mucho más temible de lo que jamás hubiera imaginado.
– Vamos allá -dijo Wilcox.
Se aproximaron a la casucha mientras los guijarros repicaban contra los bajos del coche, hasta que Wilcox frenó. Miró hacia la deteriorada cabaña antes de decir:
– Muy bien, Cowart, ahora veremos cómo se las arregla para entrar. -Se volvió y se quedó mirándolo.
– Basta ya, Bruce -gruñó Brown.
Cowart, en lugar de contestar, bajó del coche y cruzó a paso ligero el polvoriento patio delantero. Miró por encima del hombro y vio que los dos detectives lo contemplaban apoyados uno a cada lado del vehículo. Subió los escalones del porche y llamó:
– ¡Hola, señora Ferguson!
Se hizo visera con la mano y pasó de la reluciente luz del patio delantero a la sombra del porche. Discurrió la manera de entrar pero no se le ocurrió nada.
– ¿Señora Ferguson? Soy Matthew Cowart. Del Journal.
No hubo respuesta.
Golpeó enérgicamente el marco de la puerta, sintiéndolo temblar bajo los nudillos. La cal se estaba desconchando de las tablas.
– ¿Señora Ferguson? ¿Señora?
Oyó un chirrido procedente del oscuro interior. Pasó un momento antes de que una voz incorpórea le llegase flotando. No había perdido ni su temperamento ni su duro tono de voz.
– Sé quién es usted. ¿Y ahora qué quiere?
– Necesito hablar otra vez con usted sobre Bobby Earl.
– Pero si ya hablamos largo y tendido, señor periodista. Si apenas me quedan palabras. ¿Es que no oyó ya bastante?
– No. Aún no. ¿Puedo pasar?
– ¿No puede hacer sus preguntas desde ahí?
– Señora Ferguson, por favor. Es importante.
– ¿Importante para quién, señor periodista?
– Para mí. Y para su nieto.
– No me lo creo.
De nuevo el silencio. Los ojos de Cowart se fueron acostumbrando a la oscuridad y empezó a distinguir formas a través de la puerta: una vieja mesa con un florero encima, una escopeta de cañones recortados y un bastón en una esquina. Al poco, oyó aproximarse unos pasos y por fin la menuda anciana apareció ante su vista; su piel se confundía con la penumbra de la casa, pero su pelo canoso reflejaba la luz y brillaba. Se movía cansinamente y haciendo muecas, como si la artritis de las caderas y la espalda le hubiera penetrado también en el corazón.
– Ya he hablado con usted más de lo debido. ¿Qué más quiere saber?
– La verdad.
La mueca de la anciana se convirtió en una carcajada.
– ¿Cree usted que va a encontrar alguna verdad por aquí, blanco? ¿Cree que guardo la verdad en un tarrito aquí junto a la puerta? ¿Que la saco cuando me hace falta?
– Más o menos -contestó él.
La anciana rió con descaro. Sus ojos se apartaron de él y se dirigieron al patio. Fijó la mirada en los policías, una mirada dura; luego, tras una pausa, se dirigió de nuevo a Cowart.
– Esta vez no ha venido solo.
Él negó con la cabeza.
– ¿Es que ahora está de su parte, señor periodista blanco?
– No -mintió sin vacilar.
– ¿Entonces de parte de quién?
– De nadie.
– La última vez que vino estaba de parte de mi nieto. ¿Es que han cambiado las cosas?
Cowart buscó las palabras adecuadas.
– Señora Ferguson, cuando estuve en la prisión hablando con Sullivan, me contó una historia. Una historia plagada de crímenes, mentiras, medias verdades y medias mentiras. Pero una de las cosas que dijo era que si volvía aquí y buscaba, encontraría una prueba.
– ¿Una prueba de qué?
– De que Bobby Earl cometió un crimen.
– ¿Y cómo iba a saberlo ese Sullivan?
– Dijo que se lo había dicho el propio Bobby Earl.
La anciana sacudió la cabeza y soltó una risa seca y crispada que pareció un latigazo.
– ¿Por qué iba a dejar que usted revolviera mi casa en busca de algo que sólo le iba a traer perjuicios a mi chico? ¿Por qué no lo dejan en paz? ¿Por qué no dejan que salga adelante? Se acabó, punto final. El muerto al hoyo y el vivo…
– Las cosas no funcionan así, y usted lo sabe.
– Yo sólo sé que usted ha venido a complicarle otra vez la vida a mi chico. Y eso es lo último que él necesita.
Cowart respiró hondo.
– Le diré lo que vamos a hacer, señora Ferguson. Usted me deja entrar, yo echo un vistazo, no encuentro nada y aquí se acaba todo. La historia de aquel hombre habrá sido una más de las mentiras que me contó y lo dejamos correr. La vida sigue. Bobby Earl no tendrá que volver a preocuparse del pasado, esos dos detectives desaparecerán de su vida y de la de usted. Pero si no entro, nunca se darán por satisfechos. Y yo tampoco. Y esta pesadilla continuará, siempre quedarán interrogantes. Jamás lo dejarán en paz, lo perseguirán para el resto de sus días. ¿Entiende a lo que me refiero?
La anciana posó una mano sobre el tirador de la puerta y arrugó la frente.
– Entiendo lo que intenta decirme -asintió por fin, pronunciando cuidadosamente las palabras-. Pero pongamos que le dejo entrar y que usted encuentra esa cosa horrible que aquel hombre le dijo. ¿Qué pasará entonces?
– Entonces Bobby Earl volverá a tener problemas.
Ella lo miró.
– Entonces no acabo de ver qué gana mi chico si yo lo dejo entrar.
Cowart le sostuvo la mirada y jugó su última carta.
– Si no me deja entrar, señora Ferguson, tendré que suponer que me está ocultando la verdad, que aquí dentro se esconde alguna prueba. Y eso es lo que les diré a esos dos detectives de ahí fuera. Entonces ocurrirán dos cosas. Una: volveremos con una orden para registrar la casa a su pesar. Dos: nadie descansará hasta conseguir que incriminen a su nieto. Se lo puedo jurar. Y cuando lo hagan, yo estaré allí, con mi periódico y los demás periódicos y la televisión, y ya sabe lo que pasará entonces, ¿verdad? Me parece que no tiene alternativa. ¿Me ha entendido?
Los ojos de la anciana se entornaron.
– Lo que he entendido es que los blancos con traje siempre se salen con la suya -masculló-. ¿Quiere entrar? Muy bien, pues entre, qué más da lo que yo diga.
– Gracias.
– Una orden del juez… Ya trajeron una y no les sirvió para encontrar nada. ¿Por qué iba a ser distinto ahora? -gruñó ella mientras quitaba el pestillo y abría la puerta.
– ¿Ese hombre de la prisión le dijo dónde buscar?
– No. No exactamente.
La anciana sonrió sin ganas.
– Buena suerte, pues.
Cowart entró en la casa y fue como si entrara en un mundo distinto. Estaba acostumbrado -en la medida en que puede uno acostumbrarse- a la miseria humana. Con su amigo Vernon Hawkins había presenciado tantos crímenes en los guetos que ya no se sorprendía ni se inmutaba ante la pobreza, las ratas o la pintura desconchada. Pero aquella casa era completamente distinta, perturbadora.
Cowart descubrió una pobreza absoluta, yerma; una casa en la que no había lugar para ninguna comodidad o esperanza, sólo para una vida de vicisitudes y penurias marcada por una rabia desesperada. Un crucifijo colgaba de la pared sobre un sofá raído. Una vieja mecedora de madera sobre la que había una blonda amarillenta descansaba en un rincón. Había unas pocas sillas, la mayoría de madera tallada a mano. En una repisa sobre la chimenea había un retrato de Martin Luther King y una antigua fotografía de un hombre negro vestido con un austero traje negro. Supuso que sería su difunto marido. Había unas pocas fotografías de familiares, incluida una de Bobby Earl. Las paredes eran de madera oscura y le daban cierto aire cavernoso. Sólo algún que otro rayo de sol penetraba por las ventanas, para perderse enseguida en las sombras del interior. Vio la entrada de una cocina dominada por un antiguo horno que ocupaba el centro de la estancia. Sin embargo, todo estaba inmaculado. El paso de los años se dejaba notar por doquier, pero no había una mota de polvo. Posiblemente la señora Ferguson tratara la suciedad de la misma manera que a las visitas.
– No es gran cosa, pero es mía -dijo ella-. Aquí no puede venir el banco con el cuento de que es suya. Es mía. Mi marido se dejó el pellejo para pagarla y puede que yo corra su suerte, pero también he sido feliz viviendo aquí, aunque no sea precisamente un palacete.
Caminó con dificultad hasta la ventana y miró fuera.
– Conozco a Tanny Brown -dijo con amargura-. Conocía a su madre, ya murió, y a su padre. Trabajaban como esclavos para el señor Blanco y siempre se creyeron mejores que nosotros. Mentira. Recuerdo que cuando era pequeño robaba naranjas de los árboles de los blancos. Ahora que es policía se cree que es el gallo del gallinero. Pero no es mejor que mi nieto, ¿me oye?
Se apartó de la ventana.
– Adelante, señor periodista blanco. ¿Qué va a buscar? Aquí no hay nada, ¿es que no lo ve? -Agitó los brazos-. Nada de nada.
De eso ya se había percatado. Echó un vistazo en derredor y pensó que Wilcox estaba en lo cierto. No tenía la menor idea de qué estaba buscando ni dónde buscarlo. De repente le vino la imagen de Sullivan riéndose de él.
– ¿Dónde está la habitación de Bobby Earl? -preguntó.
La anciana señaló con el dedo.
– A la derecha.
Cowart avanzó lentamente por el pasillo que atravesaba la casa. Echó una mirada rápida al dormitorio de la anciana. Vio una Biblia abierta y una vieja cama de matrimonio cubierta con una colcha de punto. Frío y austero. Su única comodidad era la lectura de aquellas páginas, y con eso debía de bastarle. Pasó de largo un pequeño cuarto de baño, apenas mayor que un armario, con un lavamanos y un retrete. Los tubos de la instalación relucían como si fueran nuevos. Por fin, entró en el cuarto de Ferguson.
También éste era un cuarto vacío como la celda de un monje. Un único ventanuco en lo alto de la pared dejaba filtrarse algo de luz. Había una cama de hierro, una mesa de madera tallada a mano, un pequeño mueble con unos pocos cajones y una silla. En la pared había una vieja tabla a modo de estante, con una modesta colección de libros de bolsillo. Manchild in the Promised Land y El hombre invisible al lado de varias novelas de ciencia-ficción. En la esquina había un par de cañas de pescar y una caja de plástico con avíos de pesca.
Cowart se sentó en el borde de la cama y comprobó que los muelles eran suaves. Dejó vagar la vista entre los escasos objetos en busca de algún indicio. «¿Qué tiene de especial la habitación de un asesino?» No lo sabía. Siguió observando, sin dejar de pensar en Ferguson cuando le decía que Pachoula, cuando uno viene de Newark, es como un club de campo, un paisaje como sacado de una novela de aventuras. «¿A qué demonios se refería con eso?», pensó mirando las paredes desnudas y el impersonal mobiliario.
¿Por dónde empezar? No podía aceptar que algo tan serio como una prueba de homicidio estuviera a simple vista, de modo que se decidió por los cajones. Se sentía estúpido, consciente de estar buscando en un lugar que ya había sido registrado a fondo. Examinó un par de mudas sin dar con nada que pareciera relevante. Palpó detrás de los cajones para ver si había algo escondido. «Pareces un detective», pensó. Se arrodilló para hacer lo propio con la cama. Palpó el colchón. A continuación las paredes, en busca de un hueco. «¿Para esconder qué?», se preguntó.
Se encontraba palpando el suelo a cuatro patas cuando la abuela de Ferguson se asomó a la puerta.
– Eso ya lo comprobaron -dijo-. La otra vez. ¿Aún no se da por satisfecho?
Cowart se levantó lentamente, casi con vergüenza.
– No lo sé.
Ella rió.
– Pues termine ya.
– Antes tengo que hablar un momento con los detectives.
Ella soltó otra risita socarrona y lo acompañó hasta el porche. Cowart cruzó el mugriento patio en dirección a los detectives.
Tanny Brown habló el primero, pero sus ojos no miraban a Cowart sino a la anciana.
– ¿Y bien?
– No hay indicios de nada que no sea miseria.
– Ya se lo dije -le recordó Wilcox, y en un tono algo más conciliador preguntó-: ¿Ha entrado en el cuarto de Ferguson?
– Sí.
– No hay gran cosa, ¿no?
– Unos libros, cañas de pescar, una caja con aparejos de pesca, algo de ropa en los cajones y poco más.
Wilcox asintió con la cabeza.
– Así la recuerdo. Y eso es lo que me mosqueaba. Entras en la habitación de un desgraciado cualquiera, rico o pobre, no importa, y algo ahí dentro te dice cómo es. Pero en ese cuarto no hay nada. Y tampoco en el resto de la casa.
Brown arrugó el entrecejo.
– Coño -dijo-, me siento un idiota, soy un idiota.
Cowart salió de su ensimismamiento.
– El problema está en que no sé qué hicieron cuando vinieron la otra vez ni si hay algo cambiado. Quizás he pasado por alto algo que a mí no me dice nada pero sí a ustedes.
El calor reinante parecía haber aplacado un poco la animosidad de Wilcox.
– Me imaginaba que pasaría algo así. Mire, quizás esto le sirva de ayuda.
Rodeó el coche y abrió el maletero. Dentro había varias carpetas clasificadoras, un fusil antidisturbios, un par de chalecos antibalas y una palanca. Rebuscó entre las carpetas y extrajo una serie de cuartillas grapadas. Se las entregó.
– Es el inventario del anterior registro. Lea, a ver si le sirve.
Lo primero era una lista de objetos incautados en la casa y su localización. Había varias prendas de ropa, y figuraban como «Restituidas tras las pruebas. Análisis negativo». También habían sido incautados algunos cuchillos de la cocina, que también figuraban como «Restituidos».
El inventario indicaba asimismo en qué parte de la casa habían sido encontrados y describía el método empleado para registrar cada una de las habitaciones. El cuarto de Ferguson había sido registrado a fondo con resultados negativos.
– ¿Hay algo que no haya visto? -le preguntó Wilcox.
Cowart negó con la cabeza.
– Tanny, estamos perdiendo el tiempo.
Cowart levantó la vista de las cuartillas y advirtió que el teniente miraba fijamente a la anciana. Ella aguardaba bajo el porche y le sostenía la mirada; sus ojos parecían no poder separarse.
– ¿Tanny? -preguntó Wilcox.
El teniente no respondió.
Cowart observó al detective y la anciana escrutarse mutuamente. Advirtió el sudor bajo su camisa y la humedad que le pegaba el pelo a la frente.
Brown habló al cabo de un momento, sin apartar los ojos de la anciana.
– Vuelva a mirar -dijo-. Creo que estamos pasando por alto algo elemental.
– La hostia, Tanny… -empezó Wilcox, pero el teniente lo cortó.
– Mírela. Ella sabe algo y sabe que no sabemos qué coño es. Siga buscando, maldita sea.
Wilcox se encogió de hombros y murmuró algo. Cowart volvió a hojear las cuartillas procurando analizarlas con la misma minuciosidad con que Wilcox había analizado la casa tiempo atrás. Repasó el inventario habitación por habitación, leyéndolo en voz alta para Wilcox.
– «Primera habitación: huellas dactilares, inspeccionados todos los objetos, ninguno incautado, tablas de suelo levantadas, paredes palpadas, detector de metales; habitación de la abuela: registrada en busca de objetos ocultos, no se encontró nada; despensa: incautados objetos cortantes, trapos de limpieza, toalla, tablas del suelo levantadas; habitación de Ferguson: incautadas prendas de vestir, paredes y suelo examinados, registrada en busca de restos de pelo; cocina: cubiertos inspeccionados e incautados, examinadas las cenizas del horno y remitidas al laboratorio, sótano de ventilación inspeccionado…» Parece hecho a conciencia…
– Joder, estuvimos de sol a sol en esa casa, revisamos hasta el último clavo -contestó Wilcox.
Brown no dejaba de mirar a la anciana.
– Yo diría que todo está como estaba -dijo Cowart-. Sólo que al parecer ha convertido la despensa en un cuarto de baño. ¿Era el cuartito que hay entre su dormitorio y el de Ferguson?
– Sí. Aunque a decir verdad tenía más de armario que de despensa -contestó Wilcox.
Cowart asintió.
– Pues ahora hay un retrete y un lavamanos.
– Me han dicho que los instaló Ferguson. Lo pagó con parte del dinero de un productor de Hollywood que se ha interesado por su historia. Incluso hasta aquí llega el progreso.
En ese momento, el sol pareció redoblar su intensidad, y el repentino estallido de calor absorbió todo el aire del patio.
– Y antes ¿dónde…?
– En la letrina exterior, en la parte de atrás.
– ¿Y?
– ¿Y qué?
– Que no está en la lista -dijo Cowart, y notó una súbita palpitación en las sienes.
Brown dio la espalda a la señora Ferguson y clavó los ojos en su compañero.
– La registraste, ¿verdad?
Wilcox asintió con escasa convicción.
– Eh… sí. Bueno, la orden era para la casa, así que no sabía muy bien si podía hacerlo. Pero uno de los analistas entró, eso sí lo recuerdo. Pero nada.
Brown lanzó una mirada severa a su compañero.
– Vamos, Tanny. Ahí no había más que caca y meados. El analista entró, vomitó y salió. Está en el informe. -Señaló una frase en mitad de las cuartillas-. Mira -dijo titubeando.
Cowart se apartó de repente del coche. Recordó las palabras de Blair Sullivan: «… ojos hasta en el culo.»
– ¡Maldita sea! -exclamó, y se volvió hacia Brown-: Sullivan dijo que me anduviera…
El teniente frunció el ceño.
– Me acuerdo de lo que dijo.
Cowart echó a andar hacia la parte trasera de la cabaña. Oyó la voz de la abuela de Ferguson que lo interpelaba, clavándose en sus oídos como una flecha:
– ¿Adónde va, joven?
– Ahí atrás -replicó Cowart secamente.
– ¡Ahí no hay nada que le importe! -chilló ella-. No puede ir ahí.
– Quiero ver qué hay, maldita sea, quiero verlo.
Brown le seguía a buen paso con la palanca del maletero en la mano. Doblaron la esquina de la casa dejando atrás los rezongos de la anciana al sol abrasador. La letrina, de madera grisácea, estaba en una esquina del terreno. Cowart se acercó. La puerta tenía tupidas telarañas. Cogió la manija y tiró con fuerza; la puerta se abrió a duras penas, chirriando, y se atascó cuando ya estaba medio abierta.
– Cuidado con las serpientes -advirtió Brown aferrando el borde de la puerta y tirando con fuerza. Con un último jalón que hizo temblar la caseta entera, la puerta quedó abierta de par en par.
»¡Bruce! ¡Trae la puta linterna! -gritó Brown.
Agarró la palanca por un extremo y apartó unas telarañas. Un leve crujido hizo retroceder a Cowart al tiempo que una pequeña alimaña huía de la luz del sol que penetraba raudamente.
Los dos hombres quedaron hombro contra hombro mirando la letrina de madera, tallada sobre una tabla pulida por el uso. El hedor era denso y penetrante, un olor que más hacía pensar en la muerte y los años que en el deterioro.
– Ahí debajo -dijo Cowart.
Brown asintió con la cabeza.
– Ahí debajo.
Wilcox, casi sin aliento por las prisas, llegó a su lado y le entregó la linterna a su jefe.
– Bruce -dijo Brown en voz baja-, ¿el chico que examinó esto levantó la letrina? ¿Se metió aquí dentro?
Wilcox sacudió la cabeza.
– Estaba clavada. Recuerdo que eran clavos viejos porque me hizo venir a revisarlo. No había nada que indicase que alguna tabla hubiese sido retirada o sustituida, ni martillazos, ni rayaduras, nada…
– Nada visible a simple vista -dijo Brown.
– Eso es. No hubo nada que nos llamara la atención. -Sus ojos brillaban de disgusto.
– Pero sin embargo… -añadió Brown.
– Ya -asintió Wilcox-. Pero ya te he dicho que el pobre analista entró, miró un poco con la linterna y vomitó. Yo asomé la cabeza conteniendo la respiración, eché un vistazo rápido y me marché. Es decir, nadie pudo comprobar si había algo metido en el agujero…
– Si quisieras esconder algo deprisa pero quisieras asegurarte de meterlo en el último sitio en que alguien husmearía… -La voz de Brown sonaba entre formal e irritada.
– ¿Y por qué no enterrarlo en el bosque?
– No habría sido tan difícil de encontrar, y menos con los malditos sabuesos. No es tan seguro. Lo que sí es seguro es que nadie va a meter las narices en un agujero lleno de mierda si no es absolutamente imprescindible.
Wilcox asintió.
– Tienes razón, joder. ¿Crees que…?
De pronto oyeron un inesperado grito a sus espaldas.
– ¡Fuera de ahí!
Los tres hombres se volvieron para ver a la anciana encorvada sobre una escopeta de cañones recortados que apoyaba en la cadera.
– ¡Como no os larguéis de ahí, os mando de cabeza al infierno! ¡Fuera!
Cowart se quedó paralizado, pero los dos detectives empezaron a apartarse al punto, uno hacia la derecha, el otro hacia la izquierda, para no ofrecer un blanco compacto.
– Señora Ferguson -empezó Brown.
– ¡Calla! -chilló apuntándole con la escopeta.
– Por favor, señora Ferguson… -dijo Wilcox con calma, levantando las manos en un gesto más de súplica que de rendición.
– ¡Tú también! -gritó la anciana, dirigiendo la escopeta hacia él-. Y dejad de moveros.
Cowart advirtió que ambos intercambiaban una rápida mirada pero no supo qué significaba.
La anciana se dirigió a él:
– Le dije que no se acercara.
Cowart levantó las manos pero negó con la cabeza.
– No.
– ¿Qué quiere decir no? Hijo, ¿es que no ve este cañón? Pienso dispararlo.
Cowart notó que la sangre se le subía a la cabeza. Vio la furia que enmascaraba el miedo en los ojos de la anciana y entonces supo que ella lo sabía todo. «Está ahí -pensó-. Sea lo que sea, está en la letrina.» Fue como si el agotamiento y la frustración de los últimos días se esfumaran en un segundo, sustituidas por la indignación. Sacudió la cabeza.
– No -repitió en voz más alta-. No, señora. Pienso ver qué hay ahí, aunque me cueste la vida. Estoy harto de que me mientan. Harto de que me utilicen. Harto de sentirme como un imbécil. ¿Se ha enterado, vejestorio? ¡Estoy harto!
Cada vez que repetía la palabra daba un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambos.
– ¡Alto ahí! -bramó la anciana.
– ¿Va a matarme? -gritó él-. Eso sí que arreglaría las cosas. Dispararme delante de estos dos detectives. Vamos, maldita sea, ¡vamos!
– ¡Lo haré! -gritó ella.
– ¡Pues adelante! -replicó él.
Cowart había dado rienda suelta a su cólera. Sus ilusiones acerca de la inocencia de Ferguson se habían visto defraudadas y ahora las emociones lo embargaban.
– ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Máteme a sangre fría, igual que su nieto mató a aquella niña! ¡Vamos! ¿Hará conmigo lo que él hizo con ella? ¿También es usted una asesina? ¿Lo aprendió de usted? ¿Fue usted la que le enseñó a descuartizar a una chiquilla indefensa?
– ¡Él no hizo nada!
– ¡Y un cuerno!
– ¡Atrás!
– ¿Y si no, qué? Quizá se limitó a enseñarle a mentir, ¿es eso?
– ¡Aléjese de mí!
– ¿Es eso? ¡Maldición! ¿Es eso?
– Él no hizo nada. ¡Y ahora retroceda o le vuelo la cabeza!
– Sí que lo hizo. Y usted lo sabe, maldita sea, ¡lo hizo, lo hizo, lo hizo!
La escopeta se disparó.
La detonación hendió el aire por encima de la cabeza de Cowart, que sintió una quemazón y cayó aturdido al suelo. Se oyó cómo un pájaro levantaba el vuelo detrás de la caseta; los dos detectives gritaron al tiempo que desenfundaban sus armas:
– ¡Quieta, señora! ¡Suelte la escopeta!
El cielo daba vueltas encima de Cowart y todo olía a cordita. Oía un ruido como de golpetazos por debajo del pitido del disparo, lo que lo confundió hasta que comprendió que era el eco de su propio corazón en sus oídos.
Se incorporó y se palpó la cabeza, luego se miró la mano, empapada en sudor y no en sangre. Levantó la vista hacia la anciana. Los dos detectives seguían voceando órdenes que parecían perderse en el calor y el sol.
La anciana lo miró y le espetó con voz estridente:
– Se lo he advertido, señor periodista, se lo he advertido, le escupiría a la cara al mismísimo Satanás si con ello pudiera ayudar a mi nieto.
Cowart le sostuvo la mirada.
– ¿No le he matado? -preguntó ella.
– Pues no -respondió él, aún confundido.
– No puedo hacerlo -dijo amargamente la anciana-. Quería volarle la cabeza y no he podido. Maldición. -Bajó el cañón hacia el suelo-. Sólo tenía un cartucho -suspiró. Miró a los dos detectives, que se estaban aproximando a ella apuntándola con sus armas, listos para disparar. Clavó los ojos en Brown-. Debería habérmelo reservado para ti -dijo.
– Suelte el arma.
– ¿Y ahora vas a matarme, Tanny Brown?
– ¡Suelte el arma!
La anciana emitió una carcajada sardónica. Muy despacio, dejó apoyada la escopeta contra la puerta de la letrina. Luego se irguió, cruzó los brazos y lo miró a la cara.
– ¿Y ahora vas a matarme? -preguntó de nuevo.
Wilcox se agachó junto al periodista.
– ¿Está herido, Cowart?
– No, estoy bien.
El detective lo ayudó a ponerse en pie.
– Joder, ha estado muy cerca. Le ha ido por los pelos.
Cowart sintió una repentina euforia.
– Madre mía -dijo, y rompió a reír.
Wilcox le preguntó a Brown:
– ¿Quieres que la espose y le lea sus derechos?
El teniente negó con la cabeza, avanzó y recogió la escopeta. La abrió para revisar la doble cámara. Retiró el casquillo y se lo lanzó a Cowart.
– Esto de recuerdo. -Luego volvió a encarar a la abuela de Ferguson-. ¿Tiene más armas?
Ella negó con la cabeza.
– ¿Y ahora piensa hablar, vieja?
Sacudió la cabeza una vez más y escupió al suelo, aún desafiante.
– Muy bien, entonces quédese mirando. ¿Bruce?
– ¿Sí, jefe?
– Busca una pala en el trastero.
El teniente enfundó su pistola y le devolvió la escopeta descargada a la anciana, que la tomó con una mueca. Luego se acercó a la letrina y, al tiempo que hacía un gesto a Cowart, dijo:
– Aquí. -Y le tendió un trozo de hierro para que hiciera palanca-. Parece que le toca empezar a usted.
Los viejos maderos crujieron ante las acometidas de la palanca primero; después atacó Wilcox con la pala por el lateral del cubículo. Cuando por fin arrancaron la letrina, quedó al descubierto un fétido agujero abierto en la tierra. Había sido saneado con cal; unos regueros blancos atravesaban el oscuro rastro de desechos.
– Ahí dentro, en alguna parte -dijo Cowart.
– Espero que estéis vacunados -murmuró Wilcox-. ¿Tenéis cortes o heridas abiertas? Hay que andarse con ojo. -Y empuñó la pala-. Fue a mí a quien jodieron el registro hace tres años. Me toca -murmuró con voz grave. Se quitó el abrigo y sacó un pañuelo de uno de los bolsillos. Se lo anudó cubriéndose la nariz y la boca-. Maldita sea -dijo con voz amortiguada por la improvisada mascarilla-. Esto no es un registro legal y tú lo sabes -le recordó a Brown, que asintió-. Maldita sea -repitió Wilcox.
Acto seguido se metió entre el lodo y los excrementos.
Rezongó y masculló una retahíla de improperios, y procedió a excavar las varias capas de inmundicia.
– Mantened los ojos fijos en la pala -dijo entre bufidos-. No quiero que se me pase nada por alto.
Brown y Cowart no contestaron, simplemente se quedaron observando los progresos de Wilcox. El siguió dando paladas con cuidado pero a buen ritmo, abriéndose paso poco a poco entre los desechos.
Resbaló, y aunque encontró asidero antes de caer al pozo, sus brazos y manos quedaron cubiertos de excrementos. Wilcox se limitó a prorrumpir en blasfemias y siguió dando paladas.
Transcurrieron cinco minutos, luego diez. El detective seguía cavando, deteniéndose solamente para toser por culpa del hedor.
Tras otra media docena de paladas murmuró:
– Debió esconderlo hace un par de años, porque ¿cuánta mierda es capaz de producir esta señora al cabo del año? -Y rió sin ganas.
– ¡Ahí! -exclamó Cowart.
– ¿Dónde? -preguntó Wilcox.
– ¡Justo ahí! -dijo Brown señalando con el dedo-. ¿Qué es eso?
La pala había dejado al descubierto el borde de un objeto sólido.
Wilcox hizo una mueca y se agachó con cuidado para tirar de él. Al extraerlo sonó como una ventosa. Era un objeto rectangular hecho de algún material sintético y resistente.
Brown se puso en cuclillas para verlo, lo cogió por las esquinas y lo levantó.
– ¿Sabes qué es esto, Bruce?
– Claro -asintió el detective.
– ¿Qué es?-preguntó Cowart.
– Un retazo de alfombrilla de coche. ¿Te acuerdas del coche de Ferguson, de que faltaba un trozo de alfombrilla en el asiento del pasajero? Pues aquí está.
– ¿Ves algo más?-preguntó Brown.
Wilcox se giró y hurgó con la pala en el mismo lugar.
– No -contestó-. Espera… Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?
Extrajo de la inmundicia lo que parecía un amasijo de residuos sólidos y se lo alargó a Brown.
– Aquí está.
El teniente se volvió hacia Cowart.
– Mire -dijo.
Cowart observó fijamente y por fin entendió.
Era un fardo formado por unos vaqueros, una camiseta, unas zapatillas y unos calcetines atados con un cordón. Tanto tiempo bajo los desechos y la cal había reducido las prendas a andrajos, pero todavía eran reconocibles.
– Que me aspen si en alguna parte no quedan restos de sangre -dijo Wilcox.
– ¿No hay nada más? -preguntó Brown.
El detective hurgó un poco más con la pala.
– Diría que no.
– Entonces sal de ahí.
– Será un placer.
Los tres hombres volvieron al patio sin mediar palabra. Dispusieron los objetos cuidadosamente a la luz del sol.
– ¿Podrán analizarse? -preguntó Cowart transcurridos unos instantes.
Brown se encogió de hombros.
– Diría que sí. -Estudiaba los objetos minuciosamente-. Pero no creo que sea necesario.
– Cierto -admitió Cowart.
Wilcox trataba de limpiarse lo mejor posible. De pronto se detuvo y dijo a su compañero:
– Tanny… Lo siento, tío. Tendría que haber sido más meticuloso. Debí habérmelo imaginado.
Brown sacudió la cabeza.
– Ahora sabes más de lo que sabías entonces. No pasa nada. Y yo debería haber repasado el informe del registro. -Seguía inspeccionando los objetos-. Maldita sea -dijo por fin y miró a Cowart-. Pero ahora ya lo sabemos todo.
El periodista asintió.
Los tres hombres recogieron las prendas y el trozo de alfombrilla y miraron la cabaña. La anciana estaba apostada en la desvencijada balaustrada del porche, mirándolos con aspecto abatido. Cowart se fijó en que le temblaban las manos.
– ¡Eso no demuestra nada! -exclamó ella, buscando otra vez la confrontación. Levantó un brazo y apretó el puño-. ¡Las cosas viejas se tiran! ¡Eso no demuestra nada!
Los hombres hicieron caso omiso de la anciana, que no obstante no dejó de gritarles; sus palabras atravesaban el patio y ascendían hacia el cielo azul pálido.
– ¡Eso no demuestra nada! ¿Es que no me oyes? ¡Maldita sea tu estampa, Tanny Brown! ¡Eso no demuestra nada!
El teniente Brown condujo el coche sin rumbo definido por las calles donde se había criado. Cowart iba a su lado, esperando a que dijera alguna cosa. A Wilcox lo habían dejado en el laboratorio criminalístico con los objetos encontrados en la letrina. El periodista había dado por sentado que no tardarían en regresar a las dependencias policiales para planear el paso siguiente, pero en cambio se encontró circulando lentamente por las calles de la ciudad.
– ¿Y bien? -preguntó por fin-. ¿Ahora qué?
– Ya lo ve -dijo Brown-, no es gran cosa como ciudad. Siempre ha estado a la sombra de Pensacola y Mobile. Pero yo no conocía ni deseaba otra cosa. Incluso cuando hice el servicio militar o cuando me trasladé a estudiar a Tallahassee, sabía que lo que quería era volver aquí. ¿Y usted, Cowart? ¿Cuál es su hogar?
Cowart pensó en la pequeña casa de ladrillo en que se había criado. Quedaba algo alejada de la calle y en el patio delantero había un gran roble. En el porche había un columpio medio resquebrajado que nunca utilizaban y que se había oxidado con el paso de los años. Sin embargo, casi de inmediato la imagen de la casa se difuminó y ante él apareció el periódico de su padre, veinte años atrás, visto a través de sus ojos infantiles, antes de la existencia de los ordenadores y la maquetación electrónica. Era como si su conocimiento del mundo hubiera pasado por el tamiz de aquellas desvencijadas mesas de acero gris, la tenue luz de los fluorescentes, la cacofonía de los teléfonos sonando continuamente, las tumultuosas voces de la sala de reuniones, el pitido de los tubos de vapor que unían la redacción con la sala de tipógrafos, el repiqueteo de los dedos en aquellas antiguas máquinas de escribir que plasmaban el resumen de los acontecimientos del día. Había crecido sin desear otra cosa que marcharse, pero interpretando esa partida como un regreso a lo mismo, aunque en grande y mejor. Por fin, Miami. Uno de los mejores periódicos del país. Una vida definida en palabras. «Tal vez una muerte definida en palabras también», pensó.
– No tengo hogar -contestó-, sólo mi trabajo.
– ¿No son lo mismo?
– Supongo. Cuesta distinguir.
El teniente asintió.
– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -preguntó de nuevo Cowart.
Brown no tenía una respuesta clara.
– Bueno -dijo-, ya sabemos quién mató en verdad a Joanie Shriver. -Y pensó: «Lo sabía, siempre lo supe.» Sin embargo, tampoco pudo dejar de pensar que ahora las cosas habían cambiado.
– Es intocable, ¿verdad? -preguntó Cowart.
– Por los tribunales no lograremos nada. Confesión bajo tortura, registro ilegal. Por ahí, nada.
– Y yo tampoco puedo tocarlo -añadió Cowart con amargura.
– ¿Por qué? ¿Qué pasaría si escribiera un artículo?
– No quiera saberlo.
De improviso, Brown acercó el coche a la acera y frenó. Se volvió hacia el periodista.
– ¿Qué pasaría? -repitió la pregunta con aspereza-. ¡Dígamelo, joder! ¿Qué pasaría?
Cowart meneó la cabeza.
– Le diré lo que pasaría: si escribo un artículo se nos echarán a la yugular. ¿Cree que la prensa ya se cebó con usted? Pues no tiene ni idea de lo que son capaces cuando detectan sangre en el agua. Todos querrán su parte del pastel. En su vida habrá visto tanto micrófono, tanto bloc de notas ni tanta cámara. Un policía y un periodista imbéciles arruinan sus carreras al dejar libre a un asesino. No habrá periódico o noticiario que no mate por la noticia.
– ¿Y qué pasaría con Ferguson?
Cowart arrugó el entrecejo.
– Para él sería más fácil. Se limitaría a negarlo. Sonreiría a la cámara y diría: «No, señor. Yo no hice nada. Habrán manipulado las pruebas.» Dirá que se la hemos jugado, que todo ha sido una trampa tendida por un poli resentido. Dirá que usted ha manipulado unas pruebas encontradas en otro lugar, en algún lugar donde Sullivan me hubiese recomendado buscar, como pasó con el cuchillo. Usted me habría convencido para hacerlo, o me habría engañado, da lo mismo, y yo me dedicaría a cubrirle las espaldas. Y mucha gente se lo creería. Ya le sacó una confesión a golpes, ¿qué tal si cambiamos de estrategia? -Brown fue a abrir la boca, pero Cowart no había terminado-. Imaginemos que nos demanda por difamación. ¿Se acuerda de Visión fatal? El tipo interpuso una demanda sin ningún fundamento y al momento todo el mundo pareció olvidarse de que había sido condenado por asesinar a su mujer y sus hijos y se puso a examinar con lupa lo que Joe McGinniss había o no había dicho. ¿Cree que alguien se va morder la lengua? ¿Que se van a cortar? ¿Qué dirá cuando Barbara Walters o ese bastardo de Mike Wallace le aborden en su mesa con las cámaras grabando y los focos haciéndole sudar y le pregunten: «O sea que fue usted quien permitió que le dieran una paliza al señor Ferguson, ¿no? ¿Sabía que eso viola la ley? ¿Ignoraba que si eso se descubría Ferguson quedaría en libertad?» ¿Qué beneficio sacará de hacer declaraciones? ¿Cómo va a responder a esas preguntas, teniente? ¿Cómo logrará demostrar que no fue usted quien depositó esas pruebas en casa de Ferguson? Dígame, porque de verdad me gustaría saberlo.
Brown le lanzó una mirada hostil.
– ¿Y qué pasaría con usted?
– Oh, conmigo se cebarían igual. Este país está habituado a los asesinos, son una especie conocida. Pero ¿el fracaso? Ah, el fracaso siempre es un hueso jugoso. Los errores y las meteduras de pata no van con el espíritu americano. Toleramos el asesinato, pero no la derrota. Ya lo estoy viendo: «Señor Cowart, ganó usted el Pulitzer por decir que este hombre era inocente. ¿Qué espera ganar diciendo que no lo es?» Y peor aún: «¿Culpable? ¿Inocente? ¿En qué quedamos, señor Cowart? O lo uno o lo otro. ¿Por qué no lo dijo antes? ¿A qué esperaba? ¿Qué trataba de encubrir? ¿Qué otros errores ha cometido? ¿Es consciente de la diferencia entre una verdad y una mentira, señor Cowart?» -Cogió aliento-. Tiene que entender una cosa, teniente.
– ¿Cuál?
– Que aquí sólo habrá dos personas a las que todo el mundo considerará culpables: usted y yo.
– ¿Y Ferguson?
– Le molestarán un tiempo, pero saldrá bien librado. Puede que incluso quede como un héroe en determinados círculos. Le idolatrarán aún más que ahora.
– Libre…
– Libre para hacer lo que más le plazca.
Cowart abrió la puerta y bajó del coche. Se quedó de pie en la acera, dejando que la brisa templara sus emociones. Observó la calle y se detuvo en una antigua barbería que ostentaba aún el tradicional cilindro giratorio; se quedó mirando el movimiento sin fin de los colores, siempre avanzando pero sin llegar a parte alguna. Apenas si se percató de que también Brown había bajado del coche.
– Supongamos que ya lo está haciendo -dijo con enervante frialdad a la espalda de Cowart-. Otra Dawn Perry. Desaparecerá un día de éstos. «¿Puedo ir a nadar a la piscina? Sí, pero vuelve antes de la cena…» Ahora ya sabemos lo que le gusta, ¿verdad, Cowart?
– Ya.
– Y nada podrá impedir que siga dedicándose a su actividad favorita antes de aquellas cortas vacaciones en el corredor de la muerte, ¿no?
– No. Nada. ¿Qué sugiere, detective?
– Una trampa -dijo Brown con aire cansino-. Tendámosle una trampa. Si no podemos endilgarle un caso viejo, cacémosle con uno nuevo.
Cowart supo sin necesidad de girarse que el odio confería una expresión pétrea a Brown.
– Siga -pidió.
– Algo que no deje lugar a dudas sobre su autoría. Que cuando yo lo detenga y usted escriba la noticia, a nadie le quepa la menor duda. ¿Me explico? Ninguna duda. ¿Puede escribir un artículo así, Cowart? ¿Un artículo que no le deje ninguna escapatoria?
Al periodista le vino el recuerdo de un pescador de Maine que ponía peces muertos en las trampas para langostas antes de echarlas a las oscuras y gélidas aguas de la costa. Fue un verano y él era un chiquillo. Recordó la fascinación que le produjeron aquellas sencillas aunque letales trampas. Una caja hecha de unas pocas piezas de madera y alambre. Las langostas entraban por un extremo, incapaces de resistirse a la tentación del pescado en descomposición; después, tras haber comido, no podían maniobrar para salir por la pequeña entrada. Caían presas de una combinación de codicia, necesidad y limitaciones físicas.
– Puedo escribir ese artículo -contestó. Se volvió y añadió-: Pero las trampas llevan su tiempo. ¿Disponemos de tiempo, teniente? ¿De cuánto?
Brown sacudió la cabeza.
– No tenemos más opción que arriesgarnos.
Brown dejó a Cowart en su oficina y se marchó con la excusa de que debía comprobar si Wilcox tenía ya los resultados preliminares de los análisis de la ropa y la alfombrilla. El periodista se quedó mirando los documentos y fotografías que ya había examinado y a continuación telefoneó al Miami Journal. La operadora de la centralita le pasó con Edna McGee. Él se preguntó cuánta gente habría sucumbido a la dulzura de su voz, ignorando que ocultaba una mente resuelta y ávida de información.
– ¿Edna?
– Matty, Matty, pero ¿dónde te habías metido? No hago más que dejarte mensajes.
– Estoy en Pachoula, con los polis.
– ¿Con ellos? Creí que ibas a Starke para ver si encontrabas algo en la prisión.
– Ése es el paso siguiente.
– Pues yo me daría prisa. El St. Pete Times publica hoy que Sullivan dejó allí varias cajas con documentación, diarios, descripciones y no sé qué más. Quizás algo donde se describa cómo tramó los asesinatos. El periódico dice que los detectives de Monroe están estudiando el material. También se han entrevistado con todo el personal que trabajó en el corredor de la muerte durante la estancia de Sullivan. Han conseguido incluso una lista de visitas. Yo he estado haciendo llamadas y artículos de seguimiento, pero el jefe de redacción no hace más que preguntar dónde coño te has metido. Y sobre todo que por qué coño no escribiste tú un artículo antes que el capullo del St. Pete. Está disgustado, Matty, bastante disgustado. ¿Dónde te habías metido?
– En los cayos.
– ¿Has sacado algo?
– Nada para el periódico, todavía. Uno o dos titulares que…
– ¿Que qué?
– Edna, dame un respiro.
– Mira, Matty, yo en tu lugar me sacaría de la manga un buen titular para ya mismo. Si no, los lobos empezarán a llamar a la puerta en busca de carnaza. No sé si me explico.
– Te explicas. Muy explícita.
Edna rió.
– A nadie le apetece dejar el caviar y pasarse a la comida para perros.
– Gracias, Edna. Es reconfortante hablar contigo.
– Yo sólo te aviso.
– Tomo nota. Bueno, ¿y tú qué has estado haciendo?
– Siguiéndole el rastro a tu amigo Sullivan, un verdadero artista del embuste.
– ¿A qué te refieres?
– Verás, de los cuarenta y tantos asesinatos que tenía en su haber, he averiguado que sólo cometió la mitad. Puede que incluso menos.
– Sólo veinte… -Se escuchó pronunciando esas palabras y se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban. «Sólo veinte.» Como si eso hiciera a Sullivan la mitad de execrable que a quien hubiera cometido cuarenta.
– Eso es. Estoy segura. Por lo menos sólo esos veinte parecen convincentes.
– ¿Y los demás?
– Bien, parece obvio que no los cometió él porque ya hay gente encerrada por ellos, algunos incluso en el corredor de la muerte. Simplemente los integró en el entramado de su propia historia, ¿entiendes? Como aquello que te conté del crimen de la reserva Miccosukkee, por ejemplo. En un momento dado se atribuyó la muerte de una mujer en las afueras de Tampa. Una camarera que conoció en un bar, que pensaba que iban a divertirse un rato y a la que acabó matando, ¿te acuerdas?
– Sí, claro. Recuerdo que no habló mucho de ella, aunque parecía haber disfrutado lo suyo matándola.
– Exacto. Esa misma. Pues bien, todos los detalles eran correctos, excepto uno: el verdadero criminal cometió otros dos asesinatos en la misma zona y actualmente está encerrado en una celda a menos de diez metros de la que ocupaba Sullivan. Añadió ésta a las demás. Hasta que investigué ésta no sonó la alarma. ¿Comprendes ahora lo que hacía ese psicópata? Se atribuía crímenes ajenos, crímenes resueltos y con un culpable entre rejas, y los añadía a su cómputo personal. Lo hizo en un par de ocasiones más, con crímenes atribuidos a otros inquilinos del corredor. Era como un base que se empeña en dar asistencias en los últimos minutos de un partido que ya está ganado. Pretendía hinchar la estadística. -Edna rió.
– Pero ¿por qué?
Cowart pudo sentir cómo ella se encogía de hombros al otro lado de la línea.
– Quién sabe. Puede que por eso los del FBI estuvieran tan interesados en hablar con Sully antes de que palmara.
– Pero…
– Bueno, tengo una teoría. Llámala el postulado de McGee o lo que sea, pero que suene científico. He estado preguntando por ahí, ¿sabes?, y adivina qué. A Ted Bundy se le atribuyen treinta y ocho asesinatos. Puede que más, pero el cómputo oficial es éste, y de eso fue de lo último que habló Sullivan antes de irse también él de cabeza al infierno. Para mí está claro que el viejo Sully quería ganarle por un par. Se han encontrado al menos tres libros sobre Bundy entre los efectos personales de Sully. Curioso detalle, ¿no? La medalla de plata, por decirlo así, se la lleva Okrent, el polaco de Lauderdale, que aún espera en el corredor; ¿te acuerdas de él? El del problema con las prostitutas. El que se las cargaba, quiero decir. Oficialmente se le atribuyen once, pero oficiosamente diecisiete o dieciocho. También estaba en el ala de Sully. ¿Vas comprendiendo, Matty? Sully quería ser famoso. De modo que se tomó algunas libertades.
– Ya veo por dónde vas. ¿Podrías lograr que alguien lo dijera en una declaración y publicarlo?
– Desde luego. Esos tíos del FBI dirán lo que yo quiera. Y también están esos sociólogos de Boston que investigan a los asesinos en serie. He hablado con ellos hace un rato. Están entusiasmados con el postulado de McGee. Así que si me pongo a ello hasta tarde, podría aparecer mañana. O pasado, lo más probable.
– Excelente -dijo Cowart.
– Pero Matty, me sería de gran ayuda si tú tuvieras también algo. Un artículo explicando quién mató a los ancianos de los cayos.
– Estoy en ello.
– Pues manos a la obra. Es el único interrogante por resolver, Matty. Es lo que todo el mundo quiere saber.
– Ya lo sé.
– Le están buscando las cosquillas al jefe de redacción. Quieren que esto pase a manos de nuestro estupendo, magnífico, archimundialmente famoso y para nada incompetente equipo de investigación. Y por lo que he oído, le están presionando mucho.
– Pero esa gente no tiene ni idea de…
– Ya lo sé, Matty, pero hay quien dice que este asunto ya te viene grande.
– No es verdad.
– Yo sólo te aviso. Me imaginaba que te gustaría enterarte de los politiqueos que se cuecen a tus espaldas. Y la noticia del St. Pete Times tampoco ayuda mucho. Ni el hecho de que nadie tenga ni puñetera idea de dónde andas el noventa y nueve por ciento del tiempo. El otro día vino a buscarte la detective de Monroe y el jefe tuvo que despacharla a base de mentiras.
– ¿Shaeffer?
– Una muy mona con unos ojazos que cuando te mira parece que antes de hablar contigo preferiría guisarte a trocitos.
– La misma.
– Pues vino aquí y se la sacudieron de mala manera, o sea que te lo tendrá en cuenta.
– Tomo nota.
– Bueno, zanjemos ya el caso. Ingéniatelas para saber quién se cargó a los ancianos. A ver si te dan otro premio, ¿vale?
– Lo dudo.
– Bueno, soñar no cuesta nada, ¿no?
– Supongo que no.
Colgó jurando para sus adentros, aunque sin saber exactamente contra quién o contra qué blasfemaba. Empezó a marcar el número del jefe de redacción, pero se detuvo. ¿Qué iba a decirle? En ese momento oyó un ruido procedente de la puerta y al levantar la vista se encontró con un Bruce Wilcox demacrado.
– ¿Dónde está Tanny? -preguntó.
– Por ahí. Me ha dicho que le espere aquí. Creía que había ido a buscarle. ¿Ha averiguado algo?
Wilcox sacudió la cabeza.
– Aún no puedo creer que todo esto sea por mi culpa -murmuró.
– ¿Ha habido suerte en el laboratorio?
– Aún no puedo creer que no mirara en la puta letrina la primera vez. -Wilcox arrojó un par de folios sobre la mesa-. No hace falta que los lea -dijo-. Han encontrado restos que podrían ser de sangre en la camisa, los vaqueros y la alfombrilla. Que podrían ser de sangre, por el amor de Dios. Eso después de analizarlo con el microscopio. Todo está tan deteriorado que casi no se aprecia. Tres años de mierda, basura y tiempo. No ha quedado mucho. He visto cómo el técnico del laboratorio extendía la camisa y casi se le desintegra al manipularla con las pinzas. En cualquier caso, no hay nada determinante. Van a mandarlo todo a otro laboratorio más moderno en Tallahassee, pero quién sabe con qué nos saldrán. El técnico no parecía muy optimista. -Hizo una pausa y respiró hondo-. Naturalmente, usted y yo sabemos qué hacía todo eso ahí dentro, pero de aquí a poder presentarlo como prueba de algo hay un trecho largo de cojones. ¡Joder! Si yo lo hubiese encontrado hace tres años, cuando todo estaba fresco… Los del laboratorio habrían encontrado la sangre enseguida. -Miró a Cowart-. La sangre de Joanie Shriver. Sin embargo, ahora no son más que jirones de ropa vieja. Mierda. -El detective echó a caminar por el despacho-. No puedo creer que la haya jodido tan estúpidamente -repitió-. La he jodido, la he jodido, la he jodido. Mi primer gran caso de los cojones.
Abría y cerraba los puños. Abrir, cerrar. Abrir, cerrar. Cowart percibió la tensión del detective, como un luchador momentos antes del combate.
Tanny Brown, sentado a una mesa libre en un despacho vacío, estaba haciendo llamadas. La puerta a su espalda estaba cerrada y delante tenía una libreta de notas y su agenda de teléfonos personal. Tuvo que dejar mensajes en los tres primeros números. Marcó el cuarto número y esperó a que descolgaran.
– Policía de Eatonville.
– Con el capitán Lucious Harris. Soy el detective teniente Theodore Brown.
Esperó hasta que en el aparato resonó un vozarrón.
– ¿Tanny? ¿Eres tú?
– Hola, Luke.
– Vaya, vaya… Cuánto tiempo sin oírte. ¿Qué tal?
– Un poco de todo. ¿Y tú?
– Bien. Podría irme mejor, pero tampoco me va tan mal; supongo que no tengo quejas.
Brown visualizó al hombretón al otro lado de la línea. Debía de llevar puesto un uniforme demasiado estrecho allí donde sus ciento treinta kilos no pudieran disimularse y alrededor del cuello, de manera que la cabeza parecía nacer directamente del cuello almidonado con insignias doradas. Lucious Harris sentía esa animadversión a la violencia propia de los hombres corpulentos y, por su aspecto siempre afable, se diría que su vida era un festín en el que jamás escaseaba la comida. A Tanny le gustaba llamarle porque, pese a lo cruel que pudiera llegar a ser la vida, se mostraba siempre enérgico y pronto a resistir. Tanny Brown reparó en que no le había llamado en mucho tiempo.
– ¿Qué tal van las cosas por Eatonville?
– ¡Ja! Bueno, habrás oído que esto empieza a convertirse en un hervidero de turistas. La gente viene por la atención que la difunta Miss Hurston le prestó a la ciudad. No le haremos la competencia a Disney World o a cayo Vizcaíno, pero no está mal ver caras nuevas por la zona.
Brown trató de imaginarse Eatonville. Su amigo se había criado allí, sus ritmos se plasmaban en la cadencia de su voz. Era una ciudad provinciana con un sentido del orden muy particular. Casi todos sus habitantes eran negros. Se había vuelto relativamente conocida gracias a los escritos de Zora Neale Hurston, la más famosa de sus habitantes. Eatonville fue descubierta al mismo tiempo que, los académicos primero y la gente del cine después, descubrieron a Hurston, pero jamás había dejado de ser una pequeña ciudad de negros gobernada por negros.
Hubo una breve pausa antes de que Lucious Harris dijera:
– Ya no me llamas. Quién diría que somos amigos. He visto que te has hecho bastante famoso, pero me da que no es la clase de notoriedad que uno desearía, ¿me equivoco?
– No te equivocas.
– Y ahora, pasado un siglo, me llamas, pero no para contarme por qué no me has llamado en tanto tiempo, sino para tratar alguna cuestión delicada, ¿me equivoco?
– Estoy dando palos de ciego, Luke. He pensado que quizá tú puedas ayudarme.
– Bueno, tú dirás.
Brown respiró hondo y dijo:
– Desapariciones sin resolver, homicidios, niñas, adolescentes… negras. ¿Habéis tenido algo así en el último año?
Harris no contestó de inmediato. Brown notó cierta incomodidad en su interlocutor.
– Tanny, ¿de qué va esto?
– Tengo…
– Tanny, dime la verdad. ¿De qué va?
– Luke, ya te he dicho que estoy dando palos de ciego. Tengo un mal presentimiento y estoy intentando cerciorarme.
– Pues has dado en el clavo, hermano.
Brown sintió un escalofrío.
– Cuenta -pidió.
Advirtió que el vozarrón flojeaba, languidecía, como si ahora las palabras fueran más pesadas.
– Una joven descarriada -dijo Harris despacio-. Se llamaba Alexandra Jones. Trece años, aunque en parte parecía tener ocho y en parte dieciocho, ya me entiendes. Era una chica muy cariñosa, mi mujer y yo la teníamos a veces de canguro, pero de repente un día me la encuentro fumando a la puerta de un autoservicio, haciéndose la chica mayor, la tía dura.
– Cualquiera diría que hablas de una de mis hijas -dijo Brown impulsivamente.
– No, tus hijas no son unas desarraigadas y ésta sí lo era. No tenía las ideas claras y empezó a ir por el mal camino. Pensaba que esta ciudad se le quedaba pequeña. La primera vez que se escapó de casa su padre salió en su busca y la encontró a unos cinco kilómetros con una maleta. Su padre es uno de mis hombres, así que todos estábamos al corriente de todo. La segunda vez que se escapó la encontramos cerca de Lauderdale, en Alligator Alley, haciendo autoestop. La encontró un coche patrulla y la trajo de vuelta a casa. Hace tres meses se escapó por tercera vez. Su padre y su madre peinaron todas las carreteras posibles, creían que esta vez iría hacia el Norte, hacia Georgia, donde tienen familia y la chica tiene una prima con la que se lleva muy bien. Expedimos una orden de búsqueda, di parte a los departamentos de todo el estado, colgamos carteles y todo eso. Pero jamás apareció en Georgia, ni en Lauderdale, Miami, Orlando o cualquier otro lugar, sino en la ciénaga de Big Cypress, donde la encontraron unos cazadores hace tres semanas. Bueno, lo que quedaba de ella, unos pocos huesos. El sol, los animales y los pájaros los habían dejado bien pulidos. No fue nada agradable. Tuvieron que identificarla a partir del historial dental. ¿Causa de la muerte? Múltiples heridas por arma blanca, opina el forense, pero sólo porque algunos huesos presentan muescas y cortes. Ni siquiera eso es concluyente. No se encontró su ropa. Quienquiera que lo hiciese escondió la ropa en algún lugar. Quiero decir que lo que le pasó ya no es ningún misterio, ¿entiendes? Ahora bien, saber quién lo hizo ya es otra historia. -Brown no dijo nada. Oyó cómo Harris tomaba aliento-. Este caso no lo cerraremos nunca, no señor. ¿Sabes a cuántas personas hemos entrevistado, Tanny? A más de trescientas. Y sólo yo y mi jefe de detectives, Henry Lincoln, ya lo conoces. Nos han ayudado un par de tipos de homicidios del condado. De todos modos no sirve de nada, ni los testigos, porque nadie la vio subir a ningún coche, ni los forenses, porque apenas quedan restos de ella. Tampoco hay sospechosos, aunque hemos visto algunas fichas y hemos arrestado a los sospechosos habituales. Nada de nada. Al final opta uno por ayudar a los padres a intentar hacerse a la idea y, en mi caso, frecuentar la iglesia más a menudo, por ver si con un par de oraciones puedo cambiar algo. ¿Sabes qué le pido a Dios, Tanny?
– No -contestó con voz ronca.
– No le pido atrapar a ese cabrón. No, creo que ni siquiera el Todopoderoso sería capaz de resolver este caso. Lo único que le pido es que quienquiera que lo hiciese se dirija a otro lugar, a otra ciudad, a un lugar donde pueda haber testigos y donde dispongan de equipos forenses modernos y todas esas cosas tan sofisticadas, y que el tipo cometa un error y le pillen. Eso le pido. -El capitán de policía se quedó en silencio, como pensativo-. Porque esa chica debió sufrir lo indecible. Dolor y miedo, Tanny. Dolor, miedo y un terror inimaginable, y parece que a nadie le importa. -Hizo otra pausa-. Y ahora me sales tú con esa pregunta y yo quiero saber a santo de qué.
Otro silencio.
– ¿Te acuerdas del tipo que salió del corredor? -preguntó Brown.
– Claro. Robert Earl Ferguson.
– ¿Ha estado alguna vez en Eatonville?
Lucious Harris no reaccionó. Brown lo oyó inspirar al otro extremo de la línea antes de contestar.
– Creía que era inocente. Eso dicen en la prensa y la tele.
– ¿Ha estado en Eatonville? ¿Más o menos cuando la desaparición de la chica?
– Sí, estuvo aquí -contestó Harris.
Brown no pudo reprimir una mezcla de gruñido y gemido, con las mandíbulas fuertemente apretadas.
– Pero hace tiempo. Tres o cuatro meses antes de la desaparición de Alexandra. Vino a dar una charla en una iglesia. Por Dios, pero si hasta yo fui a verlo. Fue interesante. Dijo que Jesucristo está con nosotros y que aunque el mundo parezca oscurecerse Él nos iluminará.
– ¿Dijo algo…?
– Se quedó un par de días. Un sábado y un domingo, creo, luego se marchó. A una escuela, me dijeron. No creo que estuviera por aquí cuando desapareció Alexandra Jones. Comprobaré si estuvo en algún hotel o motel, no lo sé. Podría haber vuelto, claro, pero ¿qué te hace pensar…?
Brown se apoyó sobre la mesa, sintiendo una palpitación en las sienes.
– Compruébalo por mí, Luke. Confirma que no estaba en la zona cuando desapareció la chica.
– Lo intentaré. Pero me temo que no servirá de mucho. ¿Me estás diciendo que no es inocente?
– Yo no digo nada. Tú compruébalo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, Tanny. Lo haré. Quizá luego podamos tener una conversación distendida, porque no me gusta tu tono de voz, hermano.
– A mí tampoco -contestó Brown, y colgó.
Se acordó de Pachoula en los momentos siguientes a la desaparición de Joanie Shriver. Podía oír las sirenas, ver los grupos que se formaban en las esquinas para partir en su busca. Los primeros equipos de televisión llegaron aquella misma noche, no mucho después de que las llamadas de los periódicos empezaran a colapsar la centralita. Una niña blanca desaparece en el camino de la escuela a casa. Una pesadilla que conmociona a todo el mundo. Pelo rubio. Sonrisa. No pasaron ni cuatro horas antes de que su foto se emitiera por televisión. A cada minuto se estrechaba más el círculo.
«¿Qué aprendió de eso Ferguson?», pensó Brown. Aprendió que un hecho como ése podía pasar inadvertido, nada de cámaras ni micrófonos, nada de voluntarios y Guardia Nacional peinando las ciénagas; sólo había que cambiar uno de los factores de la ecuación: una niña negra por una blanca.
Se levantó y fue a buscar a Cowart. De una pared de la oficina de homicidios colgaba un gran plano de Florida. Brown buscó Eatonville y luego Perrine. «Hay docenas de pequeños guetos negros en todo el estado», pensó. El olvidado Sur, al que la historia y la economía habían convertido en un conglomerado de núcleos con diversos grados de prosperidad o pobreza, pero con algo en común: no entraba en las prioridades de nadie. Todos contaban con escasos cuerpos de policía, a veces incluso mal adiestrados, con la mitad de los recursos que las comunidades blancas y el doble de casos de drogadicción, alcoholismo, atracos, frustración y desesperanza.
Buenos cotos de caza.
Andrea Shaeffer regresó tarde a su habitación del motel. Cerró la puerta con doble llave, comprobó el baño y el pequeño armario, miró debajo de la cama, detrás de las cortinas, y finalmente se aseguró de que la ventana seguía bien cerrada. Reprimió el impulso de abrir el bolso y sacar la pistola de 9 mm. Una sensación de miedo distorsionado la perseguía desde que saliera del apartamento de Ferguson. Desde que la luz del día empezó a menguar se sentía constreñida, como si la ropa le fuera varias tallas más pequeña.
«¿Quién era él?», se preguntó.
Rebuscó en su pequeña maleta hasta encontrar el papel con esencia a lavanda que utilizaba para escribir las cartas a su madre que nunca enviaba. Encendió la lamparita que había sobre una mesita en un rincón de la habitación, se sentó en una silla y comenzó.
«Querida mamá: ha sucedido algo», escribió, y se quedó mirando fijamente las palabras. «¿Qué había dicho Ferguson? -se preguntó-. Había dicho que él estaba a salvo. ¿A salvo de qué?»
Mordió el extremo del bolígrafo como una estudiante que busca la respuesta en un examen. Recordaba que la habían llevado a una sala para la rueda de identificación, a pesar de que ella había insistido en que no podría reconocer a los dos hombres que la habían agredido. Habían atenuado las luces y ella estaba flanqueada por dos detectives cuyos nombres ya no recordaba. Luego había observado atentamente a los dos grupos de hombres que habían entrado y se habían colocado en fila contra la pared. Siguiendo las órdenes, se habían vuelto primero hacia la derecha y luego a la izquierda, para que ella viera sus perfiles. Se acordaba de los comentarios que los detectives le susurraron: «Tómese su tiempo» y «¿Alguno de ellos le resulta familiar?». Pero ella no había logrado identificar a nadie. Había negado con la cabeza y los detectives se habían encogido de hombros. Recordó sus miradas de desánimo, y que en aquel instante había decidido que no se quedaría de brazos cruzados, que jamás volvería a permitir que alguien saliera impune después de haber causado tanto dolor.
Volvió a aquella carta que nunca enviaría y escribió: «He conocido a un hombre rebosante de malas vibraciones.»
Analizó todo lo que Ferguson le había mostrado: ira, burla, arrogancia. «Y miedo -pensó-, aunque sólo hasta que supo el motivo de mi presencia. Entonces el miedo desapareció. ¿Por qué? Porque no tenía nada que temer. Y ¿por qué? Porque yo estaba allí por la razón equivocada. -Dejó el bolígrafo junto al papel y se incorporó-. Así pues, ¿cuál es la razón correcta?», se preguntó.
Se dirigió a la ancha cama. Se sentó y colocó las rodillas bajo la barbilla, rodeando las piernas con los brazos. Se balanceó con equilibrio inestable, tratando de determinar qué línea de actuación debía seguir. Finalmente ordenó sus pensamientos, estiró el cuerpo y alcanzó el teléfono.
Necesitó varias llamadas para localizar a Michael Weiss, hasta que al fin la pasaron con él en la oficina del comisario.
– ¿Andy? ¿Eres tú? ¿Dónde te habías metido?
– Mike. Estoy en Newark, Nueva Jersey.
– ¿Nueva Jersey? ¿Qué haces en Nueva Jersey? Se suponía que tenías que seguir la pista de Cowart en Miami. ¿Está en Nueva Jersey?
– No, pero…
– Entonces, ¿dónde demonios está?
– En el norte de Florida. En Pachoula, pero…
– ¿Y por qué no estás tú allí?
– Mike, deja que te lo explique.
– Más vale que lo hagas. Y otra cosa. Se suponía que ibas a estar en contacto permanente. Soy yo quien está a cargo de esta investigación, ¿recuerdas?
– Mike, dame un segundo, ¿vale? Vine aquí a ver a Robert Earl Ferguson.
– ¿El cabroncete al que Cowart sacó del corredor?
– Exacto. El que estaba en la celda contigua a la de Sullivan.
– Hasta el momento en que intentó estrangularlo a través de los barrotes.
– Sí, ése.
– ¿Y bien?
– Fue… -Vaciló-. Bueno, extraño.
Hubo una pausa antes de que el policía veterano preguntara:
– ¿Extraño en qué sentido?
– Todavía estoy intentando identificarlo.
Weiss suspiró.
– ¿Y qué tiene que ver con nuestro caso?
– Bueno, le he estado dando vueltas, Mike. Mira, Sullivan y Cowart eran como dos lados de un triángulo. Ferguson era el tercero, el vínculo que los unía. Sin Ferguson, Cowart nunca habría llegado hasta Sullivan. Así que decidí hacer algunas averiguaciones sobre él. Comprobar si tenía una coartada en el momento de los asesinatos. Comprobar si sabía algo. Y echar un vistazo al tipo, ya sabes.
Weiss vaciló antes de decir:
– Vale, de acuerdo. No sé qué nos aporta, pero al menos no es un disparate. Crees que existe algún vínculo entre los tres, vale. ¿Algo que quizá contribuyó a los asesinatos?
– Puede.
– Bueno, y si lo hubiera, ¿por qué crees que el capullo de Cowart no lo habría incluido en sus artículos?
– No lo sé. ¿Tal vez por miedo a que eso lo hiciera quedar mal?
– ¿Quedar mal? Vamos, Andy, pero si es un puta. Todos los periodistas son unos putas. Para ellos lo pasado, pasado está; sólo les preocupa el hoy. Si hubiera tenido algo lo habría sacado en el periódico sin pensárselo. Ya veo el titular: «Se descubre conexión en el corredor de la muerte.» No sé si tendrían letras suficientemente grandes para un titular así. Se pondrían como locos. Probablemente ganaría otro maldito premio.
– Ya.
– Claro que sí -gruñó Weiss-. Bien, ¿tienes algo, aparte de corazonadas, que sitúe a ese Ferguson en Tarpon Drive?
– No.
– ¿Nadie que lo haya visto en Islamorada? ¿Alguna de las personas que interrogaste en Tarpon Drive mencionó a un negro?
– No.
– ¿Y algún recibo de hotel o billete de avión? ¿Y muestras de sangre o huellas o un arma del crimen?
– No.
– ¿Así que te trasladaste hasta allí sólo porque de alguna manera él estaba relacionado con los dos sujetos de aquí?
– Eso es. Fue una corazonada, como has dicho.
– Venga ya, Andy. El jodido Perry Mason tiene corazonadas, pero sólo en la tele. No me vengas con eso. Limítate a contarme qué averiguaste de ese tipejo.
– Negó todo conocimiento directo del crimen. Pero tenía algunas opiniones interesantes sobre cómo funcionan las cosas en el corredor de la muerte. Dijo que la mayoría de los guardias están a un paso de ser asesinos. Sugirió que nos centráramos en ellos.
– Eso concuerda. Además de ser lo que estoy haciendo en estos momentos, y lo que deberías estar haciendo tú también. El tipo tenía una coartada, ¿no?
– Dijo que estaba en clase. Estudia criminología.
– ¿En serio? Eso sí que es interesante.
– Sí. Tiene una estantería llena de libros sobre ciencia forense e investigación criminal. Dijo que los utiliza para las clases.
– Está bien. ¿Por qué no lo compruebas y luego, cuando se demuestre que es verdad, regresas aquí?
– Sí, claro. De acuerdo.
Hubo un breve silencio antes de que Weiss dijera:
– Andy, detecto en tu voz cierto tono de duda.
– Pues… ¿Has tenido alguna vez la sensación de que has dado con el tipo correcto, pero por un motivo equivocado? Quiero decir que ese tipo me hizo sudar de verdad. Había algo en él, estoy segura. No es trigo limpio. Pero por qué, aún no lo sé. Estaba aterrada.
– ¿Otra corazonada?
– Una sensación. Joder, Mike, no estoy loca.
Weiss suspiró.
– ¿Cómo de aterrada?
– Se me puso el corazón a mil por hora.
Notó que el detective se pensaba bien la respuesta.
– Sabes qué se supone que debería decirte, ¿verdad?
Asintió con la cabeza mientras respondía:
– Que me dé una ducha de agua fría, o caliente, como sea, y lo olvide todo. Que deje que el tipejo siga haciendo lo que sea que esté haciendo, hasta que cometa un error y esos polis lo trinquen. Y que vuelva de una maldita vez al Estado del Sol.
Él soltó una risita.
– Joder -dijo-. Si ya hablas igual que yo.
– ¿Entonces?
– Está bien -cedió él a regañadientes-. Tómate la ducha que consideres oportuna. Luego quédate investigando por ahí durante un día o así. De momento puedo continuar solo. Pero cuando el asunto no dé más de sí y no tengas nada, quiero que escribas un informe con todas tus conjeturas y corazonadas y todo lo que estimes oportuno, y se lo enviaremos a un tipo que conozco en la policía estatal de Nueva Jersey. No se lo tomará en serio, pero tú al menos no creerás que estás loca. Y te guardarás las espaldas.
– Gracias, Mike -respondió, extrañamente aliviada y asustada a la vez.
– Por cierto -dijo él-, ni siquiera me has preguntado qué he descubierto yo por aquí.
– ¿Qué has…?
– Sullivan dejó tres cajas llenas de objetos personales. En su mayoría libros, una radio, un pequeño televisor, una Biblia, ese tipo de chorradas, pero había varios documentos intrigantes. Uno de ellos era su recurso, lo tenía todo planeado, listo para presentarlo ante el tribunal en representación propia. Con sólo habérselo entregado a un funcionario habría obtenido un aplazamiento automático de la ejecución. ¿Y sabes una cosa? Ese cabrón elaboró un argumento bastante convincente sobre las alegaciones prejuiciosas del fiscal que lo trincó. Podría haber alargado la cosa años.
– Pero nunca llegó a presentarlo.
– No. Y eso no es todo. Hay una carta de un productor llamado Maynard, de Lala Land. El mismo tipo que le compró a tu amigo Ferguson los derechos de la historia de su vida después de que Cowart lo convirtiera en una estrella. Le hizo la misma oferta a Sullivan. Cien mil pavos. Bueno, no exactamente cien. Noventa y nueve mil. Por los derechos exclusivos de la historia de su vida.
– Pero la vida de Sullivan estaba en los archivos públicos, ¿por qué iba a pagar…?
– Hablé con él hace un rato. El muy listo dice que es el procedimiento habitual antes de rodar una película. Resolver el asunto de los derechos. Además, dice que Sullivan le prometió que iba a presentar el recurso. Así que el tipo se vio obligado a pagarle los derechos para evitar que Sullivan se hiciera de rogar durante el tiempo que durara el recurso. Se quedó de piedra al ver que Sullivan iba a la silla.
– Sigue.
– Bueno, el caso es que hay noventa y nueve mil dólares circulando por ahí y creo que si descubrimos dónde ha ido a parar el dinero, descubriremos cómo pagó Sullivan esos dos asesinatos.
– Pero está la ley de los derechos de las víctimas. Sullivan no podía percibir ese dinero. En teoría debía ser para las víctimas de sus crímenes.
– Tú lo has dicho: en teoría. El productor depositó el dinero en una cuenta de un banco de Miami siguiendo las instrucciones que Sullivan le dio. Luego el productor remitió una carta a la Comisión de Derechos de las Víctimas de Tallahassee para informarles del pago, tal como exige la ley. Por supuesto, la administración tarda meses y meses en enterarse. Y mientras tanto…
– Ya entiendo.
– Eso es: el dinero desaparece como por ensalmo. Ya no está en la cuenta. Los de los derechos de las víctimas no lo tienen y Sullivan seguro que no lo necesita, dondequiera que esté.
– Así que…
– Así que, siguiendo los movimientos de esa cuenta, podríamos descubrir al individuo que la vació. Tendríamos a un buen sospechoso de un par de homicidios.
– Cien mil dólares.
– Noventa y nueve mil. Una cifra muy significativa. Así se evita el conflicto con la ley federal, que exige documentación para las transacciones monetarias de más de cien mil…
– Pero noventa y nueve mil no es nada del otro mundo…
– ¡Bah!, allí matarían por un paquete de tabaco. Así que imagínate de lo que alguien sería capaz por casi esa suma. Además, algunos de esos guardias de prisión no ganan más de trescientos a la semana. Probablemente casi cien mil les parecerá una fortuna.
– ¿Y para abrir esa cuenta?
– ¿En Miami? Basta con un carné de conducir falsificado y un número de la Seguridad Social falso. Precisamente en Miami no puede decirse que dediquen mucho tiempo a controlar los movimientos bancarios. Están tan ocupados blanqueando millones para los narcotraficantes que seguramente ni siquiera se percataron de esta pequeña transacción. Joder, Andy, si es que puedes cerrar tu cuenta desde un cajero automático, sin siquiera tener que hablar con alguien de carne y hueso.
– ¿Sabe el productor quién la abrió?
– ¿Ese idiota? ¡Qué va! Sullivan se limitó a darle el número y las instrucciones. Sólo sabe que Sullivan se la jugó bien jugada al contarle a Cowart la historia de su vida, porque ha salido tal cual en el periódico y ese tipo pensaba que la exclusiva era suya. Luego se la volvió a jugar al sentarse mansamente en la silla eléctrica. No se le ve muy contento que digamos.
Shaeffer se sintió atrapada entre dos torbellinos. Weiss hablaba deprisa.
– Otro pequeño detalle. Muy misterioso.
– ¿Cuál?
– Sullivan dejó un testamento hológrafo.
– ¿Un testamento?
– Como lo oyes. Un documento bastante interesante. Lo escribió sobre unas páginas de la Biblia. Concretamente, sobre el salmo veintitrés. Ya sabes, el Valle de la Muerte y eso de no temer mal alguno… Escribió encima del texto con un rotulador negro y luego marcó la página. Después metió una nota en la parte superior de la caja que decía: «Por favor, leer el pasaje marcado…»
– ¿Y qué pone?
– Que le deja todas sus cosas a un guardia de la prisión. Un tal sargento Rogers. ¿Te acuerdas de él? Es el tipo que no nos dejó entrar a ver a Sully antes de la ejecución, el que recibía a Cowart en la prisión.
– ¿Es él…?
– Esto es lo que escribió Sullivan: «Dejo mis bienes terrenales al sargento Rogers, quien -escucha esto- me prestó ayuda y consuelo en un trance tan difícil y a quien nunca podré compensar lo suficiente. Aunque he intentado…» -Weiss se detuvo-. ¿Qué te parece esto?
Shaeffer asintió con la cabeza y dijo:
– Es una interesante combinación de hechos.
– Sí, pues adivina qué…
– Dime.
– El bueno del sargento tuvo un par de jornadas libres tres días antes de que Cowart hallara los cuerpos. Y aún más.
– ¿Qué?
– Tiene un hermano que vive en cayo Largo.
– Caramba, no está mal…
– Mejor aún: un hermano con antecedentes. Dos condenas por allanamiento de morada. Cumplió once meses en la cárcel del condado por un cargo de agresión, alguna camorra de bar, y fue arrestado en una ocasión por tenencia ilegal de un arma, en concreto una Magnum 357, aunque retiraron los cargos. Pero la cosa no acaba ahí. ¿Te acuerdas de tu análisis de la escena del crimen? El hermano es zurdo y a los dos ancianos les cortaron el cuello de derecha a izquierda. Interesante, ¿verdad?
– ¿Has hablado con él?
– Aún no. Pensaba esperar a que llegaras.
– Gracias -dijo ella-. Te lo agradezco. Pero, una pregunta…
– Dime.
– ¿Cómo es que el guardia no se deshizo de las cosas de Sullivan después de la ejecución? Es decir, supongo que él sabía que si Sullivan lo traicionaba dejaría el mensaje allí.
– Yo también lo he pensado. Resulta absurdo que dejara las cajas por ahí. Pero a lo mejor no tiene muchas luces. O quizá no supo ver de qué pasta estaba hecho Sully. O puede que simplemente haya sido un desliz. Desde luego, todo un desliz.
– De acuerdo -dijo ella-. Voy para allá.
– Es un sospechoso muy bueno, Andy. Muy bueno. Me gustaría poder situarlo en los cayos. O comprobar sus llamadas para ver si ha pasado mucho tiempo hablando con su hermano. Luego quizá podamos acudir al fiscal del estado con lo que tengamos. -Hizo una pausa antes de añadir-: Sólo hay una cosa que no me encaja…
– ¿De qué se trata?
– Pues que Sully dejó una flecha enorme apuntando a ese sargento. Y no me fío de Sullivan ni siquiera muerto. Ya sabes que la mejor forma de boicotear la investigación de un asesinato es crear un sospechoso falso. Aunque podamos descartar a otros sospechosos, es lo de siempre, cualquier abogado defensor los sacará a relucir en el juicio para marear al jurado. Y eso Sullivan lo sabía.
Ella volvió a asentir. Weiss añadió:
– Pero bueno, de momento no son más que conjeturas mías. Mira, Andy, vamos a por ese tipo; recibiremos felicitaciones y un aumento de sueldo. Le daremos un buen impulso a tu carrera. Confía en mí. Vuelve aquí y llévate tu parte del pastel. Yo seguiré con las entrevistas hasta que llegues, y entonces volveremos a los cayos.
– Está bien -respondió ella con una leve vacilación.
– Todavía percibo algún pero en tu voz.
Estaba aturdida, pero el entusiasmo de su colega y una súbita sensación de que podía escurrírsele entre los dedos su caso más importante hasta la fecha le permitieron superar todas sus dudas. Recorrió la habitación con la mirada. Parecía como si en su interior se hubieran disipado todas las sombras.
– Tal vez debería pasar página y volver a casa -dijo por fin.
– Bueno, haz lo que estimes oportuno. Por mí, no hay ningún problema. Aquí hace mucho mejor tiempo, eso sí. ¿No hace frío ahí arriba?
– Hace frío. Y llueve.
– Pues ya ves. Pero ¿y ese Ferguson?
– No es trigo limpio, Mike -se oyó decir de nuevo.
– Vale, entonces, haz una cosa. Ve y comprueba sus horarios, da una vuelta por allí para cerciorarte de que su coartada es tan buena como él dice, luego habla con ese poli amigo mío y vuelve a casa. No será una pérdida de tiempo si pones a la policía local tras su pista. A lo mejor se está cociendo algo ahí arriba. En todo caso, lo único que tengo previsto para los próximos días son entrevistas al personal que trabajó en el corredor. Nuestro sargento es sólo uno de una larga lista. Ya sabes, preguntas rutinarias, nada que vaya a inquietarlo. Creerá que no es más que uno de tantos. Y luego: ¡zas! Esperaré a que llegues tú. Quiero ver cómo lo machacas. Mientras tanto, satisfaz tu curiosidad. Después vuelve aquí. -Hizo una pausa, y añadió-: ¿A que soy un jefe razonable? Ni gritos ni juramentos. Supongo que no tendrás quejas…
Shaeffer sonrió.
Cuando colgó se preguntó qué debía hacer. Recordó la ocasión en que su madre la empaquetó junto a todas las pertenencias que pudo embutir en la vieja camioneta y se marcharon de Chicago. Había sido a última hora de un día gris y ventoso, cuando la brisa encrespaba el lago Michigan: una aventura y una pérdida. En aquel instante había tomado definitiva conciencia de que su padre había muerto y de que ya no volvería jamás. No había sido al abrir la puerta de su casa y encontrarse con dos oficiales uniformados y cara de circunstancia. Tampoco en el funeral, y ni siquiera cuando el gaitero interpretó la conmovedora canción fúnebre; y tampoco las muchas veces que notó cómo sus compañeros de clase la miraban con la cruel curiosidad que suscita la pérdida en los niños. Fue aquella tarde, al subir a la camioneta de su madre.
Se dio cuenta de que en la infancia, y también en la vida adulta, hay ocasiones como aquélla, momentos en que todo te arrastra en una dirección. Decisiones tomadas. Pasos dados. La inexorabilidad de la vida. Y ahora había llegado la hora de tomar una de aquellas decisiones.
Ferguson le vino a la mente. Lo vio sentado en aquel sofá raído, sonriéndole con sorna, burlándose de ella. «¿Por qué?», se preguntó de nuevo. La respuesta le surgió al instante: porque ella le estaba preguntando por el homicidio equivocado.
Se recostó en la cama. Decidió que todavía no estaba preparada para olvidarse de Robert Earl Ferguson.
La suave lluvia y la escasa luz natural se prolongaron hasta la mañana siguiente, trayendo consigo un frío húmedo y penetrante. El cielo gris parecía fundirse con el marrón sucio del río Raritan, que discurría a orillas del campus de Rutgers, de ladrillo y hiedra. Shaeffer cruzó el aparcamiento con el escaso abrigo de su gabardina y sintiéndose como una especie de refugiada.
No tardó mucho en verse atrapada por el parsimonioso ritmo de la burocracia universitaria. En el departamento de criminología, tras explicar a una secretaria el motivo de su visita, la enviaron a un edificio administrativo. Allí, un ayudante del decano le dio una lección sobre la política de protección de datos de los alumnos aunque, pese a su propensión al sermoneo, finalmente la autorizó a entrevistarse con los tres profesores a los que buscaba. Encontrarlos supuso una tarea igual de ardua. Los horarios de atención eran dispares. Los números de teléfono particulares no se facilitaban. Sacó a relucir su placa, pero no consiguió impresionar a nadie.
Era mediodía cuando encontró al primer profesor, comiendo en la cafetería de la facultad. Impartía una asignatura sobre técnicas forenses. Tenía el cabello hirsuto, complexión delgada, vestía un abrigo informal y pantalones caqui, y tenía la irritante costumbre de desviar la mirada hacia un lado cuando hablaba. Shaeffer tenía un único asunto en mente, el momento en torno al cual se habían producido los asesinatos en los cayos, y el caso era que se sentía un poco ridícula investigándolo, especialmente sabiendo lo que sabía sobre aquel sargento de la prisión. De todos modos, era un lugar por donde comenzar.
– No sé qué tipo de ayuda podré prestarle -respondió el profesor entre bocado y bocado de su mustia ensalada verde-. El señor Ferguson es uno de los primeros de la clase. No el mejor, pero sí bastante bueno. Notable alto, tal vez. Sobresaliente no, eso no lo creo, pero es aplicado. Aplicado y constante. Tiene más experiencia práctica que la mayoría de los alumnos. Esto no ha tenido gracia, supongo. Muy bueno con las técnicas. Bastante interesado en la ciencia forense. No tengo quejas.
– ¿Y la asistencia?
– Asiste siempre a clase.
– ¿Y los días en cuestión?
– Tuvimos clase dos días aquella semana. Sólo veintisiete alumnos. No es fácil esconderse, sabe. Uno no puede enviar a un compañero para que recoja sus trabajos. Martes y jueves.
– ¿Y?
– Estuvo aquí. Consta en mi cuaderno. -Recorrió con sus delgados dedos una columna de nombres-. A ver… Sí.
– ¿Estuvo aquí?
– No se ha perdido ni una clase. Este mes no. Algunas ausencias anteriores, pero todas justificadas.
– ¿Justificadas?
– Quiero decir que me dio una buena razón. Recogió él mismo sus trabajos. Y entregó un trabajo para recuperar las horas. Eso se llama dedicación, especialmente en los tiempos que corren.
El profesor cerró el cuaderno y regresó a su ensalada.
Shaeffer encontró al segundo profesor a la entrada de un aula, en un pasillo lleno de estudiantes que se dirigían a sus clases. Aquel hombre enseñaba Historia del Crimen en Estados Unidos, una asignatura teórica diseñada para acoger a cien alumnos. Llevaba un maletín y varios libros bajo el brazo y no recordaba si Ferguson había asistido a clase en esas fechas específicas, pero en la hoja de asistencia constaba la firma de Ferguson.
El atardecer se acercaba y una luz grisácea llenaba los pasillos de la universidad. Shaeffer se sentía irritada y decepcionada. No es que tuviera muchas esperanzas en que Ferguson hubiera faltado a la universidad cuando se cometieron los asesinatos, pero aun así la frustraba la sensación de estar perdiendo el tiempo. Apenas si había avanzado en su investigación. Rodeada por las incesantes aglomeraciones de estudiantes, incluso Ferguson había comenzado a perder importancia en su cabeza. «¿Qué demonios estoy haciendo aquí?», se preguntó.
Decidió regresar al motel; pero en el último momento decidió llamar a la puerta del tercer profesor. Si no había nadie, se dijo, volvería sin más a Florida.
Encontró su despacho tras varios intentos fallidos y llamó a la puerta con brusquedad. Abrió un hombre achaparrado con gafas redondas estilo años sesenta bajo una maraña despeinada de cabello color arenoso. Vestía una chaqueta holgada de tweed con varios bolígrafos en el bolsillo del pecho, de los cuales uno parecía perder tinta. Llevaba la corbata floja y exhibía una barriga prominente apenas contenida por el cinturón de los pantalones de pana. Por su aspecto, aparentaba haber estado durmiendo la siesta vestido, pero sus ojos escudriñaron con rapidez a la detective.
– ¿Profesor Morin?
– ¿Es usted una alumna?
Ella le mostró su placa y él la estudió un momento.
– Florida, ¿eh?
– ¿Puedo hacerle unas preguntas?
– Desde luego. -Le indicó que pasara al despacho-. La estaba esperando.
– ¿Esperando?
– Ha venido a preguntar por el señor Ferguson, ¿no es así?
– Sí, correcto -dijo entrando en la reducida habitación.
Había una sola ventana que daba a un patio interior. Una pared estaba repleta de libros y en la otra había un pequeño escritorio y un ordenador. Vio recortes de prensa pegados en las escasas superficies libres. También había tres luminosas acuarelas de flores colgadas de la pared, que contrastaban con el aspecto sombrío del recinto.
– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Shaeffer.
– Él me llamó. Me dijo que usted vendría a preguntar por él.
– Ya.
– Bueno -empezó el profesor, hablando con el expresivo entusiasmo de quien lleva demasiado tiempo encerrado-, el historial de asistencia a clase del señor Ferguson es más que correcto. Sencillamente intachable. En especial durante el período que a usted le interesa. -Se sentó con brusquedad en una silla que crujió bajo su peso-. Espero que eso aclare cualquier malentendido que haya.
El profesor sonrió, dejando al descubierto una dentadura blanca y uniforme que parecía desentonar con su aspecto desaliñado.
– Es un alumno bastante bueno, ¿sabe? Se lo toma todo muy en serio, ¿entiende?, y eso genera rechazo en los demás. Es muy solitario, pero imagino que el corredor de la muerte tendrá algo que ver con eso. Sí, serio, entregado, muy retraído. Yo no veo eso en muchos estudiantes. Produce cierta inquietud, pero en el fondo estimula. Como el peligro, supongo.
El profesor Morin continuó barbullando:
– Incluso los policías que vienen aquí para dar un impulso a sus carreras lo consideran simplemente un medio para conseguir créditos y progresar. En cambio, el señor Ferguson muestra genuino interés por el estudio.
Había una única silla en un rincón, rayada y gastada por el uso, y Shaeffer la cogió para sentarse. Obviamente estaba pensada para que los alumnos que acudían con sus preocupaciones se sintieran incómodos y permanecieran allí el menor tiempo posible.
– ¿Conoce usted bien al señor Ferguson? -preguntó.
El profesor se encogió de hombros.
– Igual de bien que cualquiera. Es un hombre interesante.
– ¿En qué sentido?
– Bueno, yo doy clase de Medios de Comunicación y Crimen y él tiene una habilidad natural para la materia.
– ¿Y eso?
– Bueno, se le ha pedido en varias ocasiones que expresara sus opiniones. Siempre son, ¿cómo le diría yo?… intrigantes. Quiero decir, uno no da clase todos los días a alguien que tiene experiencia de primera mano sobre el terreno. Y que podría haber acabado en la silla eléctrica de no haber sido por la prensa.
– Cowart.
– Exacto. Matthew Cowart, del Miami Journal. Un Premio Pulitzer, y bien merecido, debo decir. Un gran trabajo de periodismo de investigación.
– ¿Y cuáles son las opiniones de Ferguson, profesor?
– Bueno, yo diría que está muy sensibilizado con el asunto de la información y las razas. Hizo un trabajo de análisis del caso de Wayne Williams en Atlanta. Planteó el tema de la doble vara de medir, ya sabe, unas normas para informar sobre los crímenes cometidos por la comunidad blanca y otra para los cometidos por la comunidad negra. Una distinción que en este caso suscribo, detective.
Shaeffer asintió con la cabeza.
Morin hacía girar su silla, manteniendo un constante vaivén, sin duda embelesado con su propia voz.
– … Sí, él argumentaba que la falta de atención por parte de los medios de comunicación a los crímenes de la comunidad negra conlleva una reducción de los recursos de la policía, disminuye la actividad de los organismos fiscales y contribuye a dar la imagen de que el crimen es una estructura común de la sociedad. Un punto de vista inquietante. La reducción del crimen a una rutina, supongo. Ayuda a explicar por qué casi un cuarto de la población de varones negros jóvenes está o ha estado entre rejas.
– ¿Y él acudía a clase?
– Excepto cuando tenía una justificación.
– ¿Qué clase de justificación?
– De vez en cuando da charlas y discursos, muchas veces a grupos eclesiásticos de Florida. Por aquí, desde luego, nadie sabe nada de su pasado. La mitad de los alumnos de la clase ni siquiera habían oído hablar del caso hasta el inicio del semestre. ¿Puede creerlo, detective? Eso da una idea del nivel de los alumnos hoy en día.
– ¿Ferguson va a Florida?
– De vez en cuando.
– ¿Tiene las fechas?
– Sí. Pero creí entender a Ferguson que usted sólo estaba interesada en la semana que…
– No, me interesan también otras fechas.
El profesor vaciló y luego se encogió de hombros.
– Imagino que esto no perjudica a nadie.
Cogió una libreta, pasó las páginas rápidamente y por fin llegó a la hoja de asistencia. Se la entregó a Shaeffer y ella anotó las fechas en que Ferguson se había ausentado.
– ¿Es todo, detective?
– Creo que sí.
– Como ve, aquí todo es rutinario y normal. Quiero decir que él encaja en esta universidad. También tiene un futuro por delante, intuyo. No hay duda de que es capaz de conseguir el título.
– ¿Encaja?
– Desde luego. Ésta es una universidad grande y urbana. Él tiene sitio aquí.
– En el anonimato.
– Como cualquier alumno.
– ¿Sabe dónde vive, profesor?
– No.
– ¿Algo más sobre él?
– No.
– ¿Y no siente un escalofrío cuando habla con él?
– Impone porque es serio, como dije antes, pero no veo por qué eso debería convertirlo en sospechoso de homicidio. Supongo que él mismo se pregunta si algún día la policía de Florida dejará de interesarse por él. Y creo que se trata de una pregunta legítima, detective, ¿no le parece?
– Un hombre inocente no tiene nada que temer -respondió ella.
– Ya -el profesor meneó con la cabeza-, pero en nuestra sociedad son los culpables quienes muchas veces están a salvo.
Shaeffer lanzó una mirada al profesor, que parecía a punto de embarcarse en una diatriba estilo años sesenta, trasnochada y cuasi radical. Decidió que iba a saltarse aquella clase.
Se despidió y salió de la oficina. No estaba segura de qué era lo que había oído, pero había oído algo. «Anonimato.» Recorrió parte del pasillo hasta que de pronto tuvo la sensación de que alguien la observaba. Se volvió y vio al profesor cerrando la puerta de su despacho. El sonido reverberó en el vacío pasillo. Inspeccionó alrededor en busca de los estudiantes que inundaban antes el lugar y que en aquel momento parecían haber sido absorbidos por los despachos, las aulas y las salas de conferencias.
Sola.
Se encogió de hombros. «Es de día -se dijo- y éste es un lugar público, lleno de gente.» Echó a caminar un poco más deprisa, haciendo resonar sus zapatos en el linóleo brillante. Apretó el paso, amplificando el eco de sus pisadas. Llegó a una escalera que también estaba vacía y se apresuró a bajar. Se detuvo bruscamente al oír cerrarse una puerta y de pronto reparó en que por detrás de ella sonaban pasos precipitados. Se arrimó a la pared y palpó el arma que llevaba en el bolso. Los pasos se aproximaban. Ella se agazapó en un rincón y empuñó el arma sin sacarla. De repente vio aparecer un estudiante joven, cargado de libros y cuadernos, que bajó la escalera a toda prisa pisando fuerte con sus zapatillas de baloncesto. El chico apenas la miró al pasar por su lado; sin duda llegaba tarde a clase. Shaeffer cerró los ojos. «¿Qué me está pasando? -se preguntó, y sacó la mano del bolso-. ¿Qué temo?» Llegó a la salida y divisó las puertas del edificio de enfrente. El cielo de media tarde al otro lado del cristal de la salida se veía gris y lúgubre.
Se dispuso a salir.
No vio a Ferguson, sólo lo oyó.
– ¿Averiguó lo que quería, detective?
Ella dio un respingo.
Se volvió llevando la mano al bolso y retrocedió un paso, casi como si hubiera recibido un golpe. Ferguson tenía aquella inquietante sonrisa dibujada en la cara.
– ¿Satisfecha? -añadió él.
Ella se puso rígida.
– ¿La he asustado, detective?
Ella negó con la cabeza, todavía incapaz de reaccionar. Tenía empuñada la pistola, pero no la sacó del bolso.
– ¿Va a dispararme, detective? -preguntó él con aspereza-. ¿Es eso lo que desea?
Ferguson comenzó a avanzar, apartándose del oscuro rincón que le había servido de escondite. Llevaba una chaqueta verde aceituna de los excedentes militares y una gorra de los Giants de Nueva York. La mochila, donde ella supuso que llevaba libros, le colgaba del hombro. Tenía el mismo aspecto que cualquier estudiante. Intentó controlar las palpitaciones de su corazón y sacó lentamente la mano del bolso.
– ¿Qué lleva, detective? ¿La treinta y ocho reglamentaria? ¿O tal vez una automática del veinticinco? ¿Algo pequeño pero eficiente? -La miró fijamente-. No, apuesto a que es algo más grande. Tiene que demostrarle algo al mundo. Una Magnum. O una nueve milímetros. Algo que le ayude a creer que es usted dura, ¿no es así, detective? Fuerte y responsable.
Ella no respondió.
Ferguson rió.
– No puede decírmelo, ¿verdad? -Se descolgó la mochila y la dejó en el suelo. Luego extendió los brazos en un bufo gesto de rendición, casi de súplica, con las palmas hacia arriba-. Pero ya ve, no voy armado. Entonces, ¿de qué podría tener usted miedo?
Shaeffer jadeaba, aún tratando de recuperarse de la sorpresa.
– Así pues, ¿ha averiguado lo que quería, detective?
La detective espiró despacio y dijo:
– He averiguado algunas cosas, sí.
– ¿Comprobó que yo estaba en clase?
– Así es.
– Así que es imposible que al mismo tiempo estuviera en Florida cargándome a aquellos ancianos, ¿no cree?
– Eso parece. Todavía estoy indagando.
– Ha elegido la diana equivocada, detective. -Esbozó una sonrisa burlona-. Según parece, ustedes los polis de Florida siempre escogen la diana equivocada.
Shaeffer lo miró con frialdad.
– Yo no estaría tan segura, señor Ferguson. Creo que usted es la diana acertada. Sólo ocurre que aún no he apuntado con precisión.
Ferguson le sostuvo la mirada.
– Ha venido sola, ¿verdad?
– No -mintió-. Tengo un compañero.
– ¿Y dónde está?
– Por ahí.
Ferguson echó un vistazo a las puertas de cristal doble que conducían a las galerías y el aparcamiento. La lluvia caía con monótona intensidad.
– Una chica fue golpeada y violada ahí mismo la otra noche. Salió un poco tarde de clase. Justo después de anochecer. Un tipo la cogió, la arrastró detrás de aquel pequeño saliente que hay en el extremo del aparcamiento y se la cepilló allí mismo. La dejó inconsciente y se la folló hasta hartarse. Pero no la mató. Sólo le rompió la mandíbula y un brazo. Obtuvo mucho placer. -Ferguson continuaba mirando a través de las puertas. Alzó el brazo y señaló-: Justo ahí. ¿Es ahí donde ha aparcado usted, detective?
Ella no respondió.
Él se volvió para mirarla.
– Todavía no hay sospechosos. La chica sigue en el hospital. No es ninguna tontería, ¿eh, detective Shaeffer? Piénselo. Ni siquiera en un campus se puede estar seguro. Ni tan siquiera en la habitación de un motel, imagino. ¿No la inquieta eso un poco? Aunque tenga esa pistola en el bolso, de donde por cierto no le daría tiempo a sacarla.
Ferguson se alejó de las puertas y Shaeffer oyó ruido de voces aproximándose hacia ellos. Sin embargo, no le quitó la vista de encima a Ferguson mientras él miraba al grupo de estudiantes que se acercaba. Cuando pasaron por su lado Ferguson saludó con la cabeza a uno de los chicos. Una joven dijo: «¡Vaya! ¡Mira cómo llueve!» Abrieron los paraguas y salieron en tropel. Shaeffer sintió una ráfaga de frío cuando la puerta se abrió y volvió a cerrarse.
– Entonces, detective, ¿ha acabado aquí? ¿Ha averiguado lo que vino a averiguar?
– He recabado suficiente información.
Él sonrió.
– No le gusta dar respuestas claras -dijo-. Sabe, es una técnica muy antigua. Probablemente tenga una descripción de la misma en alguno de mis libros.
– Es usted un buen estudiante, señor Ferguson.
– En efecto, lo soy. El conocimiento es importante. Nos hace cada vez más libres.
– ¿Dónde aprendió eso? -preguntó ella.
– En el corredor. Allí aprendí muchas cosas. Pero sobre todo, aprendí que tengo que formarme. No tendría ningún futuro si no lo hiciera. Acabaría como esa pobre gente que está esperando a que le afeiten la cabeza y la sienten en la freidora.
– Por eso vino a la universidad.
– La vida es una universidad.
Ella asintió con la cabeza.
– Entonces, ¿me va a dejar en paz ahora? -preguntó él.
– ¿Por qué iba a hacerlo?
– Porque no soy culpable de nada.
– Bueno, aún no lo sé, señor Ferguson. Todavía no lo tengo del todo claro.
Él entornó los ojos.
– Ése es un camino peligroso, detective.
Ella no respondió, y él añadió:
– Especialmente si está sola. -Sonrió e hizo un gesto hacia la puerta-. Imagino que ahora querrá irse, ¿no? Antes de que anochezca del todo. No queda mucho rato de luz. Unos quince o veinte minutos, no más. No querrá perderse mientras busca ese coche de alquiler. Gris plateado, ¿verdad? Difícil de encontrar en una noche oscura y lluviosa. No se pierda, detective. Ahí fuera hay muchos chicos malos.
Shaeffer tragó saliva: Ferguson conocía el color de su coche alquilado. ¿O era mera casualidad? ¿Había probado suerte y acertado?
Ferguson se apartó de la puerta, invitándola a salir a la lluvia y la penumbra.
– Vaya con cuidado, detective -le aconsejó en tono burlón.
Después se dio la vuelta y se marchó por un pasillo lateral. Ella intentó cerciorarse de que sus pasos se alejaban, pero no lo logró. Se volvió y contempló de nuevo el agua que caía a cántaros sobre árboles y aceras. Se levantó el cuello de la gabardina y se la ajustó. Le costó ponerse en movimiento.
El frío se le metió en el cuerpo al cabo de un instante y las gotas se le deslizaban por el cuello. Apretó el paso, maldiciendo aquel calzado tan poco apropiado que la hizo resbalar varias veces. Iba volviendo la cabeza en todas direcciones para cerciorarse de que Ferguson no la seguía. Cuando llegó al coche, revisó el asiento trasero antes de sentarse al volante y echar el seguro de las puertas. La mano le temblaba ligeramente cuando introdujo la llave en el contacto; luego la dejó caer de golpe sobre la palanca de cambios. Cuando el coche se puso en marcha, se sintió mejor. Al salir del aparcamiento, la sensación de alivio fue más nítida. Aceleró y salió a una calle de doble sentido. Con el rabillo del ojo le pareció ver, por un instante, una figura encorvada con un abrigo verde aceituna, pero al intentar fijarse, la figura había desaparecido entre un grupo de estudiantes que esperaban en la parada del autobús. Dominó el tirón del miedo y siguió conduciendo. El ventilador de aquel modesto coche comenzó a zumbar con cierto ahogo y una bofetada de aire caliente enlatado la envolvió, quitándole el frío de la cara, pero no de los pensamientos.
«¿Qué aprendió Ferguson en el corredor de la muerte? -se preguntó-. Aprendió a ser un aventajado estudiante. ¿De qué? Del crimen. ¿Por qué? Porque todos los demás del corredor de la muerte habían suspendido algún examen. Eran todos hombres que habían cometido delitos terribles, a veces un asesinato tras otro, y al final habían acabado encerrados a la espera de la silla porque habían fallado. Hasta Sullivan había fallado.»
Recordó una cita de uno de los artículos de Cowart: «Habría matado más si no me hubieran atrapado.»
«Pero Ferguson tiene una segunda oportunidad -siguió pensando-. Y esta vez no piensa desaprovecharla. ¿Por qué? Porque quiere seguir haciendo lo que sea que esté haciendo durante todo el tiempo que quiera.»
Su cabeza luchaba contra el mareo. Se habló a sí misma en segunda persona, buscando tranquilizarse.
– Oh, Dios mío, Andy, ¿en qué te has metido?
Continuó adentrándose en la noche, en dirección al motel. Dejaba que los demás coches la adelantaran, concentrada en encontrar una manera de ordenar sus pensamientos. En cierto momento escudriñó atentamente por el retrovisor, asaltada por el miedo repentino de que un coche la estuviera siguiendo, pero no lo parecía. Apretó los dientes y condujo a una velocidad constante bajo la lluvia. Cuando vio aparecer las luces del motel sintió alivio, pero no encontró sitio en la parte delantera del aparcamiento y se vio obligada a dejar el coche en un lugar apartado, a unos cincuenta metros e infinidad de sombras de las luces de la entrada. Apagó el motor y respiró hondo, viendo la distancia que tendría que recorrer. La asaltó un pensamiento repentino: «Era más sencillo en uniforme, al volante de un coche patrulla. En contacto permanente con la central. Nunca sola del todo. Siempre como parte de un equipo de policías que patrullaban las calles constantemente.» Alargó la mano y sacó la pistola del bolso. Luego salió del coche y caminó directamente hacia la entrada del motel, con todos los sentidos alerta. No guardó el arma en el bolso hasta que estuvo a tres metros de la puerta. La pareja de ancianos ataviados con abrigos que salió cuando ella entraba debió de ver el reflejo del oscuro metal y su inconfundible forma. Shaeffer oyó parte de sus comentarios al pasar por su lado:
– ¿Has visto eso? Tiene una pistola…
– No, cariño, debe de ser otra cosa…
En la recepción, un conserje de americana azul le entregó la llave y le dijo:
– Antes ha estado un hombre preguntando por usted, detective.
– ¿Un hombre?
– Sí, no quiso dejar ningún recado. Sólo preguntó por usted.
– ¿Lo vio usted?
– No, lo atendió el compañero del turno anterior.
Shaeffer sintió una punzada de miedo.
– ¿Su compañero le dijo algo más? ¿Le dio alguna descripción?
– Sí. Me dijo que era un señor negro. Eso es todo. Preguntó por usted y dijo que él se pondría en contacto con usted. Nada más. Lo siento, es todo lo que sé.
– Gracias.
Shaeffer se obligó a caminar lentamente hacia el ascensor.
«¿Cómo me ha encontrado?», se preguntó.
El ascensor la trasladó con un zumbido hasta el piso de arriba, donde caminó sigilosamente hasta la habitación. Igual que antes, revisó toda la habitación después de cerrar la puerta con doble llave. Luego se dejó caer sobre la cama, tratando de afrontar por un lado lo tangible: decidir dónde y qué iba a cenar, aunque no tenía mucha hambre, y por otro lo intangible: decidir su próximo movimiento respecto a Robert Earl Ferguson.
Intentó imaginárselo sin aquella petulante mirada en el rostro, pero no lo logró.
Un golpe en la puerta disparó todos sus miedos. Contuvo la respiración y se levantó de un brinco. Miró fijamente la puerta.
Se oyó otro golpe seco y brusco. Luego un tercero.
Alargó la mano para sacar el arma de su bolso, la amartilló y se aproximó a la puerta, el dedo sobre el seguro del gatillo, tal como le habían enseñado para los casos en que no sabes a qué te enfrentas. La puerta tenía una mirilla convexa. Se inclinó hacia ella pero en ese preciso instante dieron otro golpe contra la puerta y ella se apartó de un salto.
Logró anteponer la firmeza a la ansiedad, agarró la manilla de la puerta y con un único y rápido movimiento la giró, abrió, y elevó la pistola a la altura de los ojos, apuntando.
Matthew Cowart enarcó las cejas, sorprendido.
Estaba de pie en el pasillo, con la mano medio levantada para volver a llamar. Por un instante ninguno de los dos atinó a nada. Él levantó lentamente las manos y entonces Shaeffer vio que le acompañaban otros dos hombres. Bajó el arma.
– Hola, Cowart -dijo.
Él hizo un gesto con la cabeza.
– Menudo recibimiento -logró graznar el periodista-. Últimamente todo el mundo quiere apuntarme con su arma.
Shaeffer miró a los otros dos.
– Yo los conozco -dijo-. Estaban en la prisión.
– Wilcox -respondió el detective-. Condado de Escambia. Este es mi jefe, el teniente Brown.
Shaeffer contempló la corpulenta figura de Tanny Brown. Parecía encrespado y la escudriñó de arriba abajo, deteniéndose un instante en la pistola.
– Se me antoja que ha ido usted a ver a Bobby Earl -dijo.
Los tres detectives y el periodista se instalaron incómodamente en la habitación de Shaeffer. Wilcox se quedó de pie, apoyado contra la pared, junto a la ventana, contemplando de vez en cuando los faros de los coches que desfilaban a través de la oscuridad. Shaeffer y Brown ocuparon las únicas sillas de la habitación, a ambos lados de una pequeña mesa, como jugadores de póquer a la espera de recibir la última carta. Cowart ocupó un incómodo lugar en el borde de la cama, un poco apartado. En la habitación contigua habían puesto el televisor muy alto y las voces de un noticiario se filtraban a través de la pared. «Alguna tragedia reducida a quince segundos -pensó Cowart-, a treinta si era verdaderamente terrible, contada con una estudiada mirada de preocupación.»
Miró a Andrea Shaeffer. Aunque sin duda la había sorprendido encontrarlos al abrir la puerta, los había dejado entrar sin ningún comentario. Las presentaciones habían sido breves, nada de cháchara. Todos sabían qué los había reunido en una pequeña habitación de un motel de una ciudad extraña. Ella recogió unas notas y papeles, y luego preguntó:
– ¿Cómo me han encontrado?
– Nos lo dijeron en la oficina de enlace de la policía local -respondió Brown-. Nos registramos allí al llegar. Dijeron que la habían acompañado a ver a Ferguson.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó Brown.
Ella fue a contestar, pero dirigió la mirada a Cowart y prefirió devolver la pregunta:
– ¿Y ustedes por qué están aquí?
– Nosotros también hemos venido a ver a Ferguson -contestó Brown con tono oficioso.
Shaeffer lo miró.
– ¿Por qué? Creí que ya habían cerrado el caso. Y usted también -añadió, señalando a Cowart.
– No. Todavía no.
– Pero ¿por qué?
De nuevo fue el teniente quien contestó.
– Estamos aquí porque tenemos motivos para creer que se cometieron equivocaciones en el primer proceso de Ferguson. Pensamos que puede haber errores en los artículos del señor Cowart. Hemos venido hasta aquí para investigar ambas cuestiones.
Shaeffer parecía irritada y sorprendida a la vez:
– ¿Errores? ¿Equivocaciones? -Se volvió hacia el periodista-. ¿Qué clase de errores?
– Ferguson me mintió -contestó Cowart.
– ¿Sobre qué?
– Sobre el asesinato de la niña.
Shaeffer se removió en su asiento.
– ¿Y ahora para qué ha venido aquí?
– Para aclarar el asunto.
El cliché provocó una cínica sonrisa en la detective:
– No me cabe duda -dijo, y miró a Brown y Wilcox-. Pero eso no explica por qué viaja con esta compañía.
– Nosotros también queremos aclarar este asunto -dijo Brown, y al punto comprendió que esa respuesta era un error: aquella joven policía lo estaba poniendo a prueba y él no había dado la talla.
– ¿No han venido a detener a Ferguson? -repuso ella.
– No. No podemos hacerlo.
– ¿Han venido a hablar con él?
– Exacto.
Ella meneó la cabeza.
– Mienten -dijo. Se incorporó bruscamente y cruzó los brazos.
– Nosotros… -empezó Brown.
– Mienten -repitió ella.
– Porque… -continuó Cowart.
– Mienten -insistió Shaeffer.
El periodista y el teniente la miraron fijamente y ella, tras una breve pausa, suficiente para que la palabra calara en todos ellos, prosiguió:
– ¿Qué asunto? No hay ningún asunto. Lo único que hay es un tipo fuera de sus cabales. Errores y equivocaciones. ¿Y qué? Si Cowart cometió algún error, hubiese venido solo. Si usted, teniente Brown, cometió algún error, hubiese venido solo. Pero juntos… Detrás de todo esto hay algo. ¿Me equivoco?
Brown lo admitió con un movimiento de la cabeza.
– ¿Se trata de una adivinanza? -ironizó Shaeffer.
– No. Dígame primero qué la ha traído aquí y luego yo la pondré al corriente.
Shaeffer aceptó.
– He venido a ver a Ferguson porque estaba relacionado tanto con Sullivan como con Cowart, y pensé que podría tener algún dato concreto sobre los asesinatos de los cayos.
Brown la miró con gesto serio.
– ¿Y los tenía?
– No. Negó tener conocimiento alguno del asunto.
– ¿Y qué esperaba usted? -terció Cowart en voz baja.
Shaeffer se volvió hacia él y respondió:
– Bueno, se mostró mil veces más cooperativo que usted. -Eso no era verdad, pero ella pensó que tal vez así le cerraría la boca a aquel periodista impertinente, como ocurrió.
– Entonces, si él no tenía ningún dato y negó cualquier relación con el asunto -dijo Brown-, ¿por qué sigue usted aquí?
– Quería comprobar si la coartada de Ferguson era cierta.
– ¿Y?
– Lo era.
– ¿Lo era? -espetó Cowart.
Ella le lanzó una mirada airada.
– Ferguson asistió a clase aquella semana. No faltó a ninguna. Habría sido muy difícil volar a los cayos, matar a los ancianos y regresar sin perderse ninguna clase. Probablemente imposible.
– Pero, maldita sea, eso no fue lo que Sullivan… -Cowart se detuvo en seco, pero demasiado tarde.
– ¿Sullivan qué? -preguntó Shaeffer.
– Nada.
– Repito: ¿Sullivan qué?
Cowart cedió.
– Eso no fue lo que Sullivan me dijo.
Brown intentó intervenir, pero una mirada de Shaeffer se lo impidió. Acto seguido la detective fijó los ojos en el periodista. «Mentiras. Mentiras y omisiones -pensó. Respiró hondo-. Lo sabía.»
– Lo que Sullivan le dijo ¿cuándo? -le preguntó pausadamente.
– Antes de ir a la silla.
– ¿Qué coño le contó?
– Que Ferguson cometió esos crímenes. Pero no es que…
– Es usted un hijo de puta -murmuró ella.
– No, mire, tiene que entender que…
– Un grandísimo hijo de puta. ¿Qué le contó exactamente?
– Que había acordado con Ferguson intercambiar los crímenes. Él se inculpaba del crimen de Ferguson a cambio de que éste cometiera por él esos asesinatos.
Shaeffer asimiló esa información y en un instante vio el aprieto en que estaba metido el periodista. No sintió compasión alguna.
– ¿Y eso no le pareció un dato relevante para la policía?
– No es tan sencillo. Él me mintió. Yo intentaba…
– ¿Y entonces usted creyó que también podía mentir?
– No, maldita sea, tiene que entenderlo… -Cowart se volvió hacia Brown.
– Debería detenerle aquí mismo -afirmó Shaeffer-. ¿Podría usted escribir el artículo desde su celda, señor Cowart? «Periodista acusado de encubrimiento en un espectacular caso de asesinato.» ¿Ése sería el titular? ¿Lo publicarían en portada con su puta fotografía? ¿Cree usted que por una vez sería la verdad?
Se miraron fijamente hasta que a Cowart se le ocurrió algo.
– Sí. La verdad. Salvo que ésa no era la verdad.
– Pero ¿qué dice ahora?
– Lo que acaba de oír. Sullivan me contó que Ferguson había matado a esa pareja, pero yo no sabía si creerlo o no. Me contó muchas cosas, algunas de ellas inciertas. De forma que yo podría habérselo contado a usted, pero entonces habría tenido que publicarlo en el periódico. Indefectiblemente, ¿entiende? Sin embargo, ahora usted me dice que Ferguson tiene una coartada, así que todo habría sido desmentido. Él no mató a los ancianos, dijera lo que dijese Sullivan.
Shaeffer titubeó.
– ¡Vamos, maldita sea, señorita! ¿No es así?
La detective no tenía razones fundadas para discrepar. Asintió con la cabeza.
– Eso parece. La coartada coincide. He ido a Rutgers y hablado con tres profesores. Aquella semana fue a clase todos los días. Asistencia intachable. Además, mi compañero también ha recabado algunos datos.
– ¿Qué datos?
– Olvídelo.
Volvió a hacerse un silencio mientras cada uno asimilaba lo que acababa de oír. Brown habló despacio.
– Pero hay algo más. Si Ferguson no es su sospechoso y no posee información que pueda ayudarla en su investigación, usted debería estar en un avión rumbo a casa. No estaría aquí sentada, estaría en el Sur con su colega. Podría haber comprobado los horarios de Ferguson por teléfono y, sin embargo, vino hasta aquí para hablar cara a cara con algunas personas. ¿Por qué, detective? Y acaba de recibirnos apuntándonos con su pistola y ni siquiera ha hecho el equipaje. ¿Cómo es eso?
Ella sacudió la cabeza.
– Le diré por qué -continuó Brown en voz baja-. Porque usted sabe que hay algo que no encaja, pero no consigue averiguar el qué.
Shaeffer asintió.
– Vale -concluyó Brown-, por lo mismo estamos nosotros aquí.
El resplandor del alba iluminaba tenuemente la calle donde se encontraba el apartamento de Ferguson, delineando apenas el cúmulo de nubes grises que se cernían sobre la ciudad, dispuestas a descargar más lluvia. Shaeffer y Wilcox aparcaron en la esquina norte y Brown hizo lo propio en la sur. Cowart comprobó su grabadora y su libreta de notas, palpó el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que los bolígrafos seguían allí y se volvió hacia el teniente.
Anteriormente, en la habitación del motel, Shaeffer les había preguntado:
– Entonces, ¿cuál es el plan?
– El plan -había respondido Cowart suavemente- consiste en dar a Ferguson un motivo de preocupación, hacer algo que nos permita averiguar más cosas. Queremos hacerle creer que no está tan a salvo como imagina. Darle un motivo de seria preocupación -repitió con una sonrisa forzada-. Y ese motivo soy yo.
Después, ya en el coche, trató de bromear sobre el asunto:
– Si fuese una película me habrían hecho llevar un micrófono. Y tendríamos una palabra clave que yo pronunciaría en caso de necesitar ayuda.
– ¿Estaría dispuesto a entrar con micrófono?
– No.
– Ya. Pues entonces no necesitamos ninguna palabra clave.
Cowart sonrió.
– ¿Nervioso? -preguntó Brown.
– ¿Lo parezco? No quiero saberlo.
– Ferguson no le hará nada.
– No, claro.
– No puede hacerle nada.
Cowart sonrió de nuevo.
– Me siento como el domador de leones que va a dar un paseo por la selva y se topa con una bestia a la que había amaestrado a base de crueles latigazos. Y se da cuenta de que ya no están en la jaula del circo, sino en el territorio del león. ¿Capta la idea?
Brown sonrió.
– Lo único que hará será rugir.
– Perro ladrador poco mordedor, ¿no?
– Supongo; aunque ésos son los perros, no los leones.
Cowart abrió la puerta del coche.
– Demasiadas metáforas -dijo-. Lo veré en un rato.
La brisa húmeda le azotó la cara. Caminó deprisa hacia el bloque de apartamentos, pasó junto a un par de hombres que dormían en un portal abandonado formando una masa informe de prendas andrajosas, acurrucados para resguardarse del frío nocturno. Los hombres se movieron cuando Cowart pasó por allí, pero volvieron a sumirse en el letargo de la madrugada. Cowart oía ruido de coches una o dos manzanas más allá, los motores diesel de los autobuses, el inicio del tráfico matutino.
Dobló la esquina y llegó al bloque de apartamentos. Vaciló un momento ante el portal, luego se adentró en el oscuro vestíbulo y subió deprisa las escaleras hasta hallarse ante la puerta de Ferguson. Estaría durmiendo, se dijo, y se despertaría inseguro y confundido. Con ese objetivo habían decidido presentarse allí tan temprano. Esas horas, entre la noche y el día, eran las más inestables, un período de transición en que las personas eran más vulnerables.
Respiró hondo y llamó a la puerta con fuerza. Esperó. No oyó nada, de modo que llamó otra vez. Pasaron unos segundos y oyó pasos hacia la puerta. Con el puño cerrado llamó una tercera y una cuarta vez.
Resonaron los chirridos de la cerradura. Desengancharon una cadena. La puerta se abrió.
Ferguson se quedó mirándolo con cara de dormido.
– Señor Cowart…
«Cabrón asesino», pensó el periodista, pero dijo:
– Hola, Bobby Earl.
Ferguson se frotó la cara con una mano, luego sonrió.
– Debí imaginarme que aparecería por aquí.
– Pues aquí estoy.
– ¿Qué quiere?
– Lo de siempre. Tengo preguntas que necesitan respuesta.
Ferguson abrió la puerta del todo y Cowart entró. Se dirigieron a la pequeña sala de estar y Cowart miró rápidamente alrededor, tratando de no pasar por alto ningún detalle.
– ¿Le apetece un café? Tengo café hecho -dijo Ferguson. Señaló un asiento del sofá-. Y tarta. ¿Quiere un trozo?
– No.
– Bueno, ¿no le importará que yo me sirva un trozo, verdad?
– Adelante.
Ferguson fue a la pequeña cocina y regresó con un café humeante y un molde metálico con una tarta de chocolate. Cowart había colocado ya su grabadora sobre la mesita. Ferguson puso la tarta al lado, luego cortó un trozo del extremo. Cowart vio que utilizaba un reluciente cuchillo de caza. Tenía una hoja de quince centímetros con un filo dentado, y un mango con empuñadura. Ferguson dejó el cuchillo y cogió la tarta.
– No es lo que se dice un utensilio de cocina -comentó Cowart.
Ferguson se encogió de hombros.
– Siempre lo tengo a mano. Han intentado robarme varias veces. Ya sabe, yonquis y gentuza. Éste no es un barrio residencial. Tal vez no se haya dado cuenta.
– Sí, me he dado cuenta.
– Hace falta más protección de la normal.
– ¿Alguna vez ha usado ese cuchillo para otra cosa?
Ferguson sonrió. A Cowart le pareció que le tomaba el pelo como un niño que se burla de su cargante hermano mayor: con la certeza de que los padres se pondrán de su lado.
– Bueno, ¿para qué otra cosa cree que podría utilizarlo? -respondió. Bebió un sorbo de café-. Bueno, bueno. Una visita tempranera. Tiene preguntas. ¿Viene solo? -Se levantó, fue hasta la ventana y miró a un lado y otro de la calle.
– Estoy solo.
Ferguson vaciló, fijando la mirada hacia donde Brown había aparcado el coche, pero luego se volvió hacia el periodista.
– Claro. -Se sentó de nuevo-. Está bien, señor Cowart. ¿Qué le preocupa?
– ¿Ha hablado usted con su abuela?
– Llevo meses sin hablar con nadie de Pachoula. Ella no tiene teléfono. Y yo tampoco.
Cowart echó un vistazo alrededor, pero no vio ningún teléfono.
– Pues yo fui a verla.
– Bueno, muy amable de su parte.
– Fui a verla porque Sullivan me dijo que fuera allí a buscar una cosa.
– ¿Cuándo se lo dijo?
– Justo antes de morir.
– Señor Cowart, usted quiere ir a parar a algún sitio y le aseguro que no me entero.
– La letrina de fuera.
– No es un sitio muy agradable. Es vieja. Lleva un año sin usarse.
– Eso es.
– Hice instalar un baño dentro de la casa. Mil pavos.
– ¿Por qué lo hizo?
– ¿El qué? ¿Instalar un baño dentro? Porque en invierno hace demasiado frío para salir fuera a hacer las necesidades.
Cowart meneó la cabeza.
– No, no me refiero a eso. ¿Por qué mató a Joanie Shriver?
Ferguson lo miró un instante y luego se reclinó en su silla.
– Yo no he matado a nadie. Y menos a esa niña. Creía que a estas alturas todo estaba claro.
– Miente.
Ferguson lo miró con rabia.
– No miento.
– Usted la violó, la mató, dejó su cuerpo en el pantano y escondió el cuchillo en la alcantarilla. Después regresó a casa y vio que había manchas de sangre en su ropa y en la alfombrilla del coche, entonces cortó el trozo manchado y se lo llevó, envolvió la ropa con él y lo enterró todo bajo la mierda y el barro que hay en esa letrina, porque sabía que nadie en su sano juicio lo buscaría allí.
Ferguson sacudió la cabeza.
– ¿Lo niega? -preguntó Cowart.
– Desde luego.
– Encontré la ropa y la alfombrilla.
Ferguson pareció sorprendido por un instante, pero se encogió de hombros.
– ¿Ha viajado hasta aquí sólo para decirme esto?
– ¿Por qué la mató?
– No lo hice. Ya se lo he dicho.
– Embustero. Lleva mintiendo desde el principio.
Cowart pensó que aquella afirmación lo haría enfadar, pero no fue así, al menos en apariencia. En lugar de enfadarse, sonrió, cortó otro pedazo de tarta, se quedó un momento con el cuchillo en la mano, y después bebió otro sorbo de café.
– Las mentiras son todas de Sullivan. ¿Qué más le dijo?
– Que usted mató a sus familiares de los cayos.
Ferguson negó con la cabeza.
– Yo tampoco cometí ese crimen. Aunque ahora entiendo qué hacía esa preciosa detective merodeando por aquí.
– ¿Por qué mató a Joanie Shriver? -se obstinó Cowart.
Ferguson comenzó a incorporarse, como si ya no pudiese contener la rabia.
– ¡Le he dicho que yo no cometí ese crimen! Maldita sea, ¿cuántas veces tengo que repetirlo?
– ¿Entonces cómo llegaron esas prendas a su letrina?
– Solíamos tirar toda clase de cosas allí. Ropa, piezas de coche estropeadas, basura. Absolutamente de todo. Esa ropa de la que me habla, la tiré allí porque estaba manchada de sangre de cerdo. Ayudé a un vecino a sacrificar a una hembra ya vieja. Luego volví a casa caminando por el bosque y me crucé con una mofeta que lo acabó de arreglar con su asquerosa peste. Tenía un poco de dinero, así que cogí la ropa y la tiré allí, de todas maneras estaba casi destrozada. Me fui al centro y compré unos vaqueros nuevos.
– ¿Y la alfombrilla?
– Se estropeó al ponerle una sierra mecánica encima. Corté el cuadrado para sustituirlo con un trozo nuevo, pero entonces me arrestaron. También la tiré allí, como todo lo demás. -Miró a Cowart con cautela-. ¿Tiene resultados del laboratorio que demuestren lo contrario?
Cowart fue a negar con la cabeza, pero se abstuvo. No supo si Ferguson percibió su vacilación.
– ¿Cree que soy tan rematadamente estúpido que, después de salir de la cárcel y si ésas fueran pruebas de algún crimen, sobre todo de un asesinato en primer grado, no las habría hecho desaparecer para siempre? ¿Qué cree, señor Cowart? ¿Cree que no he aprendido nada en el corredor de la muerte ni en todas esas clases de criminología? ¿Cree que soy un estúpido, señor Cowart?
– No. No creo que sea un estúpido. -Sus ojos seguían a los de Ferguson-. Y creo que ha aprendido mucho.
Hubo un breve silencio.
– ¿Cómo sabía Sullivan lo de la letrina?
Ferguson se encogió de hombros.
– Un día, antes de nuestro pequeño desencuentro, me contó que en una ocasión había estrangulado a una mujer con sus medias y que luego las había tirado por el retrete. Dijo que después de caer en la fosa séptica nadie podría encontrarlas. Me preguntó qué tenía yo en casa y le dije que esa vieja letrina donde solíamos tirar toda clase de cosas. Supongo que fue atando cabos y se inventó esa historia para usted, señor Cowart. Así que cuando usted investigó allí con la esperanza de encontrar algo, sin duda lo encontró. ¿No funcionan así las cosas? Cuando uno busca algo con la certeza de que va a encontrarlo, es muy probable que lo encuentre. Aunque no sea lo que realmente buscaba.
– Una explicación que le viene como anillo al dedo.
Ferguson se crispó por un momento, pero al punto se relajó.
– Lo siento, no se me ocurre otra mejor. Pero si presta atención se dará cuenta de que lleva la firma de Sullivan. Ese tipo era capaz de tergiversarlo todo con tal que el viento soplara a su favor, ¿no es así, señor Cowart?
– Ya.
Ferguson señaló la grabadora y la libreta de Cowart.
– ¿Ha venido aquí buscando material para un artículo?
– En efecto.
– Pero todo esto son noticias pasadas.
– Yo no estaría tan seguro.
– La vieja historia. La misma vieja historia de siempre. Ha estado hablando con el teniente Brown. Ese hombre no piensa abandonar nunca, ¿eh?
– No -contestó Cowart sonriendo-. Nunca.
– Maldito tipo -dijo Ferguson con rabia, pero agregó con una sonrisa-: Pero ahora ya no puede tocarme.
Cowart empezó a sentirse impotente. Intentó imaginar qué preguntas haría Tanny Brown, qué pregunta podría romper la coraza de inocencia que protegía a Ferguson. Por primera vez, comenzó a entender por qué Brown había dado vía libre a los puños de su colega para obtener aquella confesión.
– Cuando viaja para dar una charla a un grupo eclesiástico, o cuando va a un centro cívico, ¿pronuncia siempre el mismo discurso o para cada público lo cambia un poco?
– Lo voy variando, sí. Depende del público que tenga. Pero básicamente es siempre el mismo mensaje.
– ¿Y el núcleo central?
– Siempre el mismo.
– Cuénteme qué dice.
– Explico a esa gente cómo Jesús arrojó su luz sobre la oscuridad de mi celda en el corredor de la muerte, señor Cowart. Les cuento cómo la fe los mantendrá en pie en los momentos de mayor peligro; cómo hasta el peor pecador puede recibir el regalo de esa luz especial y encontrar consuelo en las palabras de Dios. Les digo que la verdad acaba saliendo siempre a la superficie y abriéndose paso entre los males como una gran espada reluciente que señala el camino hacia la libertad. Y ellos dicen amén, señor Cowart, porque es un mensaje que consuela el corazón y el alma, ¿no cree?
– Claro que sí. ¿Suele ir a la iglesia aquí, en Newark?
– No. Aquí soy un estudiante.
Cowart asintió.
– ¿Y cuántas veces ha pronunciado ese discurso?
– Ocho o nueve.
– ¿Tiene los nombres de las iglesias, los centros vecinales o lo que sean?
– ¿Es para un artículo?
– Deme los nombres.
Ferguson lo miró fijamente un instante y luego se encogió de hombros. Enumeró sin vacilar una breve lista de iglesias baptistas, pentecostales y unitarias, a las que añadió unos cuantos centros cívicos. Los nombres de las ciudades vinieron a continuación con la misma rapidez. Cowart se apresuró a anotarlos en su libreta. Ferguson terminó y esperó a que Cowart dijera algo. El periodista contó los nombres. Perrine figuraba en la lista.
– Sólo hay siete.
– A lo mejor me he dejado una o dos.
Cowart se levantó y se acercó a la estantería. Leyó los títulos de los libros con el mismo gesto que había hecho Shaeffer anteriormente.
– Debe de ser un experto, después de haber leído todo esto -comentó.
Ferguson observó al periodista.
– Lecturas obligatorias.
Cowart se volvió hacia él.
– Dawn Perry -dijo en voz baja. Se colocó tras el escritorio, como si eso pudiera proporcionarle protección en caso de que Ferguson le saltara al cuello.
– No me suena -respondió Ferguson.
– Niña pequeña. Negra. Tan sólo doce años. De regreso a casa del club de natación un día del pasado agosto, sólo un par de días después de que usted diera su charla allí.
– No logro ubicarla. ¿Debería conocerla?
– Eso creo. Perrine, Florida. Club de natación a unas tres o cuatro manzanas de la Primera Iglesia Baptista de Perrine.
– ¿Adonde quiere llegar, señor Cowart?
– A por qué la mató.
– ¿La niña ha muerto?
– Desaparecida.
– Yo no sé nada.
– ¿No? Usted estaba allí y ella desapareció.
– ¿Es eso una pregunta, señor Cowart?
– Cuénteme cómo lo hizo.
– Yo no hice nada a esa niña. -La voz de Ferguson se mantuvo fría y serena-. Nunca he hecho nada a ninguna niña.
– No me lo creo.
– Las creencias, señor Cowart, son libres. La gente se cree prácticamente cualquier cosa. Se cree que los ovnis visitan pequeños pueblos de Ohio y que Elvis ha sido visto en una estación de servicio comprando Twinkies. Se creen que la CIA envenena el agua y que Estados Unidos está dirigido por una organización secreta. Pero demostrar algo es mucho más difícil. -Miró al periodista-. Como un asesinato.
Cowart permaneció inmóvil, escuchando la voz de Ferguson, que iba envolviéndolo poco a poco.
– Se necesitan tres cosas: móvil, oportunidad y pruebas físicas. Algo científico e inequívoco para que un abogado pueda esgrimirlo en un tribunal y afirmar sin ningún género de dudas qué ocurrió, algo como una huella dactilar o una muestra de sangre. O a lo mejor hasta la nueva prueba del ADN, señor Cowart. ¿Ha oído hablar de eso? Yo sí. Hace falta un testigo y, si no lo hay, tal vez un cómplice que testifique. Y si uno no tiene nada de eso, más vale contar con una confesión. Las palabras del propio asesino, claras e irrefutables; pero todos nosotros sabemos eso, ¿no es así? Y hace falta tener todas estas cosas, todas las piezas del puzle bien colocadas porque, de otro modo, sólo son corazonadas y conjeturas. Y el hecho de que raptaran a una niña justo en las afueras de esa monstruosa ciudad, señor Cowart, y de que yo hubiera estado por casualidad allí dos días antes, bueno, eso no demuestra nada. ¿Cuántos asesinos cree que puede haber en Miami en un momento dado? ¿Cuántos hombres no dudarían en secuestrar a una niña que volviera a casa caminando, tal y como usted ha dicho? ¿Cree usted que la poli de allí no ha interrogado ya a todos los posibles sospechosos? Lo han hecho, no me cabe duda. Pero ¿sabe qué? Yo no figuro en la lista de nadie. Ya no. Porque soy un hombre inocente, señor Cowart. Usted ayudó a que me convirtiera en un hombre inocente. Y tengo la intención de seguir siéndolo.
– ¿Cuántas? -preguntó Cowart, casi en susurros-. ¿Seis? ¿Siete? ¿Cada vez que da una charla muere alguien?
Ferguson entornó los ojos, pero mantuvo la voz serena:
– Ése es el crimen del hombre blanco, señor Cowart. ¿No lo sabe?
– ¿Cómo?
– El crimen del hombre blanco. Vamos, piense en todos los asesinos sobre los que ha leído. Todos los Speck, los Bundy, los Corona, los Gacy, los Henley, los Lucas, y nuestro viejo amigo Blair Sullivan. Blancos. Jack el Destripador y Barba Azul. Blancos. Calígula y Vlad el Empalador. Blancos. Todos ellos son blancos. Si usted va a cualquier prisión le señalarán a Charlie Manson o a David Berkowitz y verá que son blancos, que es la clase de personas que se deja llevar por esos extraños impulsos. Eso no quiere decir que no haya alguna excepción que confirme la regla, ya sabe. Como Wayne Williams, en Atlanta; pero todavía existen muchas dudas sobre él, ¿no es así? Mire, si hasta emitieron una película por televisión en la que cuestionaban que él hubiera matado a todos aquellos niños. ¿Lo recuerda, señor Cowart? No; raptar a niñitas en la calle y dejarlas muertas en un lugar oscuro y olvidado no es propio de los hombres negros. Nosotros cometemos delitos de violencia. Estallidos repentinos e irrefrenables con cuchillos y pistolas y escándalo. Crímenes urbanos, señor Cowart, con testigos y escenas del crimen repletas de pruebas, de forma que cuando llega la poli para meternos entre rejas no quedan preguntas en el aire. Violar a las mujeres que salen a hacer footing y disparar contra los traficantes de crack rivales, y atacarnos unos a otros, ¿no es así? Las típicas cosas que obligan a la gente blanca a instalar grandes alarmas en sus casas residenciales y que nutren el sistema de justicia con su dosis diaria de negros; pero no cometemos asesinatos en serie. ¿Y sabe otra cosa, señor Cowart?
– ¿Qué?
– Que eso le gusta al sistema. El sistema no está cómodo con las cosas que no acaban de cuadrar en estadísticas y categorías. -Ferguson lo examinó con la mirada-. ¿Cómo va a escribir ese artículo, señor Cowart? ¿Ése que no encaja en el molde de siempre que todos esperan? Dígame, ¿saben los periódicos contarle a la gente cosas tan extrañas? ¿Tan inesperadas? ¿O acaso piensa dedicarse a informar una y otra vez sobre el viejo asunto de siempre, pero con otras caras y otras palabras?
Cowart no respondió.
– ¿Y cree usted que puede escribir algo así sin tener ninguna prueba?
– Joanie Shriver -repitió Cowart.
– Adiós a Joanie Shriver, señor Cowart. Hace mucho que se fue. Será mejor que empiece a entenderlo. Y también que se lo haga entender a su amigo Tanny Brown.
Cowart continuaba de pie detrás del escritorio. Se inclinó sobre la mesa, agarrándose a los bordes para mantener el equilibrio.
– Escribiré ese artículo y usted sabe que lo haré, ¿verdad?
Ferguson no contestó.
– Lo publicaré todo en el periódico. Todas las falsedades, todas las mentiras, todas y cada una de ellas. Usted podrá negarlo y renegarlo, pero sabe qué ocurrirá.
– ¿Qué?
– Que funcionará. Yo me hundiré. Tal vez Tanny Brown se hunda también. Pero ¿sabe qué le ocurrirá a usted, Bobby Earl?
– Cuénteme -pidió con frialdad.
– No irá a la cárcel. En eso tiene razón. No hay pruebas suficientes y muchas personas lo creerán cuando diga que todo ha sido un montaje. Lo creerán incluso cuando diga que es inocente. La mayoría de la gente me culpará a mí y a la policía, y se unirán para apoyarlo. Se lo aseguro.
Ferguson lo animó a seguir con un gesto.
– Pero ¿sabe qué va a perder? El anonimato.
Ferguson se encogió de hombros y el otro continuó:
– Vamos, Bobby Earl. ¿Sabe qué se hace cuando uno tiene un gato al que le gusta cazar? ¿Al que le gusta matar pájaros y ratones y luego arrastrarlos hasta su confortable casa? Uno le pone un cascabel para que, por muy listo y sigiloso que sea, no pueda volver a acercarse a ningún pobre estornino.
Ferguson entornó los ojos.
– ¿Cree que esas respetables iglesias continuarán pidiéndole que dé su bonita charla si todavía pesa sobre usted la menor sombra de sospecha? ¿No cree que tal vez puedan encontrar algún otro orador? ¿Alguien de quien no sospechen que puede merodear por ahí y volver en otra ocasión para arrebatarles a una niña que pasee por la calle?
Cowart vio que Ferguson se crispaba.
– Y la policía, Bobby Earl. Piense en la policía. Siempre les quedará la duda, ¿no es así? Y cuando ocurra algo, porque ocurrirá, ¿verdad?, cuando ocurra le seguirán la pista. ¿Cuántas veces cree que puede hacerlo sin cometer ningún error? Olvidar algo. Tal vez ser visto. Sólo es cuestión de esperar ese momento. Si comete el más mínimo error, el mundo entero se le echará encima y no logrará levantar la cabeza hasta que vuelva al sitio donde tuvimos nuestra primera entrevista. Y en esa ocasión no habrá ningún redactor del Miami Journal que lo ayude a salir.
Ferguson se removía en su asiento, la ira subiéndole a la cara. De pronto encrespó los dedos hacia el cuchillo y Cowart se quedó paralizado por el miedo.
«Me va a matar», pensó.
Intentó encontrar algo con que protegerse, pero no podía apartar la mirada de Ferguson. Ahora sí necesitaba un micrófono y una palabra clave para llamar a Tanny Brown.
Ferguson medio se levantó y su mano hurgó en un montón de papeles. Después volvió a sentarse lentamente.
– No -le dijo-. Creo que no escribirá ese artículo.
– ¿Por qué?
Ferguson bajó la mirada a la mesita que tenía delante, donde Cowart había colocado la grabadora. Por un instante pareció observar cómo la grabadora absorbía el silencio. Y a continuación dijo con tono firme y claro, inclinándose hacia el aparato:
– Porque no habría ni una sola palabra de verdad en él.
Dejó pasar unos segundos más y pulsó el botón de stop.
– ¿Sabe por qué no escribirá ese artículo? -prosiguió-. Le diré por qué. Hay varias buenas razones pero, en primer lugar, porque no tiene hechos. Ninguna prueba. Lo único que tiene es una disparatada combinación de sucesos y mentiras que ningún periódico se atrevería a publicar. Los artículos periodísticos se construyen a partir de «la policía asegura», «de acuerdo con», «los portavoces confirmaron» y citas de documentos e informes verosímiles; eso es lo que constituye el esqueleto del artículo. El resto está conformado por los detalles que uno ha visto u oído, pero usted no ha visto ni oído nada lo bastante importante para elaborar un artículo. Así pues, usted no me da ningún miedo, señor Cowart. Dígame -le interpeló-, ¿yo sí le doy miedo a usted?
A su pesar, Cowart asintió con la cabeza.
– Bueno, eso está muy bien. ¿Piensa que también le doy miedo a su amigo Tanny Brown?
– Sí y no.
– Oiga, ésa es una respuesta extraña tratándose de un hombre que aspira a la precisión. ¿Qué quiere decir?
– Creo que le asusta lo que usted hace. Pero no creo que le tenga miedo.
Ferguson meneó la cabeza.
– Dígame una cosa, ¿por qué la gente siempre tiene miedo de que pueda pasarle algo? Miedo personal. Como usted ahora mismo. Le asusta que yo tal vez pueda coger este cuchillo de caza y arrancarle el corazón. ¿No es así? Que lo abra en canal de los huevos al cuello. ¿Qué cree usted? ¿Le parece que soy un asesino tan experto para hacer eso? Y quizá para dejar sus restos en algún callejón y aparentar que usted se encontraba casualmente por ahí y fue atacado por alguien del barrio, ya me entiende. Algunas personas de por aquí no son partidarias de que los blancos merodeen por la zona. ¿Le parece que yo podría lograr que pareciera que una banda pasó un buen rato machacando a un periodista blanco que se había extraviado mientras buscaba una dirección? ¿Cree que lo conseguiría, señor Cowart?
– No lo creo.
– Vaya. ¿Por qué no, si tan experto me considera?
– Yo no…
– ¡¿Por qué no?! -exigió Ferguson con aspereza, y cogió el mango del cuchillo.
– Por la sangre -respondió Cowart-. Habría manchas de sangre por todas partes. No lograría hacerlas desaparecer del todo.
– Bien. Continúe.
– Quizás alguien me vio entrar en su edificio. Un testigo.
– Muy bien, señor Cowart. Aquí tenemos una casera que siempre se fija en esas cosas. Tal vez ella lo vio entrar. Quizá también uno de los vagabundos de la calle, aunque sería un testimonio poco fiable. Continúe.
– Tal vez le comenté a alguien que vendría aquí.
– No. -Ferguson sonrió-. Eso no llevaría a ninguna parte. No hay pruebas de que usted llegó hasta aquí.
– Huellas. He dejado huellas aquí.
– No aceptó el café que le ofrecí. Así habría dejado huellas y saliva. ¿Qué más ha tocado? El escritorio y esos papeles de ahí. Eso podría limpiarlo.
– Nunca podría estar seguro.
Ferguson sonrió de nuevo.
– Es cierto.
– Otras cosas. Pelo. Piel. Puedo defenderme y hacerle un corte. Su sangre quedaría en mi cuerpo. La encontrarían.
– Tal vez. Ahora al menos está pensando, señor Cowart. -Volvió a reclinarse en el respaldo y señaló el cuchillo-: Demasiadas variables, en eso tiene razón. Demasiados aspectos que cubrir. Cualquier estudiante de criminología lo sabría. -Lo miró fijamente-. Pero sigo sin creer que vaya usted a escribir ese artículo.
– Lo escribiré -insistió Cowart en voz baja.
– ¿Sabe una cosa? ¿Sabe que hay otras maneras de arrancarle el corazón a alguien? No siempre hace falta usar un cuchillo de caza… -Estiró el brazo y agarró la hoja del cuchillo. La levantó y la giró una y otra vez haciendo que reflejara la mortecina luz que se colaba por la ventana-. No, señor. En absoluto. Quiero decir que usted quizá cree que ésta es la manera más fácil de arrancarle el corazón, cuando en realidad no lo es. -Sostuvo el cuchillo en alto-. ¿Quién vive en el 1215 de Wildflower Drive, señor Cowart?
El periodista sintió un repentino calor subiéndole por el cuello.
– En ese apacible barrio de Tampa. Coge ese autobús escolar amarillo todos los días. Juega en el parque que hay a unas cuantas manzanas. Le gusta ayudar a su madre con la compra y observa embelesada a su nuevo hermanito pequeño. Desde luego, usted no se preocuparía mucho por ese bebé, dadas las circunstancias. Y ni siquiera sé si la madre le preocuparía. A veces el divorcio llena a la gente de odio, así que no sabría decir qué siente usted por ella. Pero ¿la niña? Ah, eso es una cosa muy distinta.
– ¿Cómo sabe usted…?
– Aparecieron en el periódico. Después de recibir usted el premio. -Ferguson le sonrió-. Me gusta investigar un poco de vez en cuando. Averiguar datos sobre ellas no resultó muy difícil.
El miedo paralizó a Cowart. Ferguson continuó mirándolo.
– No, señor Cowart, de verdad no creo que vaya a escribir ese artículo. No me parece que tenga los hechos ni las pruebas. ¿Me equivoco, señor Cowart?
– Lo mataré -susurró Cowart.
– ¿Matarme? ¿Por qué iba a hacerlo?
– Como se acerque a…
– ¿Qué?
– Le digo que lo mataré.
– Eso le satisfaría, claro. Después del hecho. Nada importa mucho cuando ya ha ocurrido algo. Bueno, siempre conservaría el recuerdo. Lo tendría presente nada más levantarse, y justo antes de acostarse. Estaría presente en cada uno de sus sueños durante la noche. En cada uno de sus pensamientos durante la vigilia. No lo abandonaría nunca.
– Lo mataré -repitió.
Ferguson negó con la cabeza:
– No sé. ¿Sabe lo bastante sobre la muerte y el hecho de morir para hacer algo así? No obstante, le diré una cosa, señor Cowart.
– ¿Qué?
– Ahora comienza a tener una ligera idea de cómo se vive en el corredor de la muerte.
Ferguson se puso de pie, se inclinó y abrió la grabadora. Sacó la cinta y la introdujo en su bolsillo. Luego cogió la grabadora y se la lanzó bruscamente al periodista, que la alcanzó antes de que se estrellara contra el suelo.
– Esta entrevista -afirmó Ferguson con frialdad- jamás ha tenido lugar. Y estas palabras nunca fueron pronunciadas. -Lo miró y susurró-: ¿Qué artículo va a escribir, señor Cowart?
El periodista meneó la cabeza.
– ¿Qué artículo, señor Cowart?
– Ninguno -respondió, con un hilo de voz.
– Ya me lo parecía. -Y le abrió la puerta.
Cowart salió tambaleándose al pasillo. Sólo fue vagamente consciente de que la puerta se cerraba tras él, del ruido de los cerrojos. Lo asaltó el aire rancio y húmedo de aquel lugar oscuro. Se abrió el cuello de la camisa para poder respirar y se encaminó escaleras abajo a trompicones. Cuando llegó al portal, abrió la puerta de un tirón y logró salir a la calle. Caía una fina llovizna. No levantó la vista hacia el apartamento, sino que apretó el paso, como si el viento y las gotas en el rostro pudieran llevarse el miedo y las náuseas que sentía. Vio al teniente Brown apearse del coche, mirándolo con expectación. Jadeante, Cowart le indicó con un gesto que volviera al coche. Luego subió por su lado y se encogió en el asiento.
– Sáqueme de aquí -murmuró.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Brown.
– ¡Sáqueme de aquí! -gritó Cowart, y de pronto accionó la llave del contacto. El motor se puso en marcha-. ¡Vamos! ¡Venga!
Brown, con los ojos como platos pero comprendiendo la situación, metió la primera. Enfiló la calle y no se detuvo hasta la esquina donde habían aparcado Wilcox y Shaeffer. Bajó la ventanilla.
– Bruce, vosotros quedaos aquí. Vigilad la casa de Ferguson.
– ¿Hasta cuándo?
– Hasta que os avise.
– ¿Adónde vais?
– No perdáis de vista a Ferguson ni un instante.
Wilcox asintió.
Cowart dio un golpe en el salpicadero.
– ¡Vamos! ¡Sáqueme de aquí!
El teniente pisó el acelerador y se alejaron de allí, dejando boquiabiertos a los otros dos detectives.
Pasaron la mayor parte del día con el coche aparcado a media manzana del edificio de Ferguson. No puede decirse que fuese una vigilancia discreta; sólo una hora después de que Brown y Cowart se hubieran marchado, todos los vecinos en un radio de dos manzanas se habían percatado de su presencia. La mayoría, no obstante, no les hizo ningún caso.
Un traficante de crack de poca monta, que solía atender a sus clientes en un callejón adyacente, los insultó a viva voz mientras trajinaba por allí, buscando un lugar donde reubicarse; dos miembros de una banda callejera que vestían chaquetas estampadas en relieve, cintas en la cabeza y carísimas botas de baloncesto propias de los barrios marginales, pararon junto al coche y se mofaron de ellos con gestos obscenos. Cuando Wilcox bajó la ventanilla y les espetó que se largaran, lo único que hicieron fue reírse en su cara, imitando su acento sureño con un tono amenazador mal disimulado. Dos prostitutas, con zapatos rojos de tacón alto, provocativos pantalones de lentejuelas y lustrosos chubasqueros negros, se pavonearon por allí, a sabiendas de que los policías no se inmutarían. Al menos media docena de decadentes personajes sin techo, que empujaban carritos de supermercado llenos de chatarra urbana o simplemente se tambaleaban borrachos en aquel día lluvioso, llamaron a las ventanillas del coche pidiendo dinero. Algunos recibieron las monedas sueltas que los detectives consiguieron reunir. Otros sólo pasaban de largo, ajenos a todo, salvo a las exigencias del personaje invisible con el que parloteaban sin cesar.
La llovizna constante que empapaba aquel singular desfile callejero mantenía al resto de vecinos recluidos en sus casas, tras ventanas enrejadas y puertas con tres vueltas de llave. La lluvia y el cielo gris eclipsaron el día, sumiéndolo en una mayor lobreguez.
Los dos detectives se preguntaban qué demonios le había ocurrido a Cowart, pero no lograban hallar una respuesta. Wilcox había ido hasta una cabina para tratar de localizar en el motel al teniente, en vano. Puesto que carecían de toda información se atuvieron a las órdenes de Brown, dejando pasar las horas con una frustración entumecedora.
Engulleron la bazofia que despachaban en un antro de comida rápida y bebieron café tibio en vasos de plástico, sin dejar de desempañar una y otra vez el parabrisas para poder ver la calle. Por dos veces, cada uno caminó dos manzanas hasta una sucia gasolinera para utilizar unos servicios que apestaban a desinfectante y orines. La conversación había sido limitada, unos pocos intentos poco entusiastas de encontrar algún tema en común que habían acabado en prolongados silencios. Habían hablado de cuestiones profesionales, de las diferencias entre los crímenes en el Panhandle y en los cayos. Shaeffer hizo algunas preguntas sobre Brown y Cowart con las que sólo descubrió que Wilcox idolatraba al primero y despreciaba al segundo, aunque era incapaz de explicar qué provocaba esos sentimientos. Habían especulado sobre Ferguson, y Wilcox la había puesto al corriente de sus experiencias con aquel hombre que se había salvado de la silla eléctrica. Ella preguntó por la famosa confesión y él respondió que con cada golpe asestado a Ferguson había tenido la sensación de que se desprendía un trozo de verdad, como quien sacude los frutos de un árbol. Lo contó sin remordimientos ni culpabilidad, pero con una rabia contenida que sorprendió a la detective. Wilcox era un hombre muy voluble, pensó, mucho más explosivo que aquel corpulento teniente. Sus arranques de cólera debían de ser bruscos e impulsivos; los de Brown, más fríos y meditados. No era de extrañar que no se perdonara a sí mismo haber permitido que su compañero sonsacara a Ferguson a base de atizarlo. Seguramente había cedido a un arrebato de una oscura faceta de sí mismo.
No vieron señales de Ferguson, aunque suponían que él sabía que estaban allí.
– ¿Cuánto tiempo más vamos a quedarnos? -preguntó Shaeffer. Las farolas de la calle apenas ayudaban a mitigar la penumbra del atardecer-. No ha salido en todo el día, a menos que haya una puerta trasera. Seguro que la hay y él anda por ahí, en alguna parte, riéndose de nosotros.
– Un rato más -respondió Wilcox-. El suficiente.
– ¿Qué estamos haciendo? Quiero decir: ¿a qué viene todo esto?
– Viene a que así Ferguson sabrá que alguien piensa en él. Viene a que Tanny nos ordenó que lo vigiláramos.
– Ya -respondió ella, y tuvo ganas de añadir: «Pero no para siempre.» El tiempo se le acababa. Weiss estaría en la prisión estatal preguntándose dónde se había metido, y ella tendría que pergeñar alguna buena razón para justificar que aún siguiese allí. Algo consistente y sólido.
Shaeffer estiró los brazos y empujó las piernas contra el panel que la separaba del motor, sintiendo los músculos entumecidos.
– Detesto esto -dijo Shaeffer.
– ¿El qué? ¿Vigilar?
– Sí. Sólo consiste en esperar. No es mi estilo.
– ¿Y cuál es su estilo?
Ella sólo dijo:
– Dentro de diez minutos estará todo oscuro. Demasiado oscuro.
– Ya está oscuro.
Shaeffer echó un vistazo alrededor. La calle tenía el mismo aspecto que los chubasqueros de aquellas dos prostitutas; una especie de textura sintética, satinada y brillante. Era prácticamente como estar atrapada en un escenario de Hollywood, real y ficticio al mismo tiempo. Un escalofrío le bajó por la espalda.
– ¿Le ocurre algo? -preguntó Wilcox.
– No. Sólo un escalofrío para desentumecerme, ya sabe. Este lugar ya es suficientemente horrible a plena luz del día.
Wilcox escudriñó la calle con la mirada.
– No se parece en nada a Pachoula -dijo-. Aquí uno tiene la sensación de estar viviendo en una cueva.
– O en una celda -apuntó Shaeffer.
Tenía el bolso en el suelo, entre los pies. Era un bolso de cuero grande y espacioso, casi como una mochila. Lo empujó con el pie, lo justo para abrir la solapa y cerciorarse de que todo seguía allí: la libreta, la grabadora, cintas vírgenes, el billetero, la placa, un pequeño estuche de maquillaje y la semiautomática de 9 mm con dos cargadores de repuesto de balas diábolo de punta blanda.
Wilcox vio el arma.
– A mí -sonrió-, me sigue gustando la 357 de cañón corto. Queda bien debajo del abrigo. Con munición Magnum podría derribar a una bestia. -Miró alrededor, escrutando la oscuridad que se cernía sobre la calle-. Esto también está lleno de bestias -añadió.
A lo lejos aullaba una sirena, como una gata en celo. Se oía cada vez más alto, más cerca, y de pronto pasó y se desvaneció. No llegaron a ver las luces de lo que fuera aquello.
Wilcox se frotó los ojos.
– ¿Qué cree que estarán haciendo? -preguntó.
– No lo sé -respondió Shaeffer-. ¿Por qué no nos largamos de aquí de una maldita vez y lo averiguamos? Este sitio empieza a ponerme nerviosa. Dios mío, mire este lugar. Tengo la sensación de que podría devorarnos. Tragarnos de un bocado. A los dos agentes que me trajeron aquí el otro día tampoco les hizo ninguna gracia, y eso que fue en pleno día. Y uno de ellos era negro.
Wilcox asintió con un gruñido.
Los dos tenían muy claro, aunque no lo hubieran mencionado, que su situación era un tanto precaria: dos policías blancos del Sur, fuera de su jurisdicción y su contexto, en un mundo desconocido y amenazador.
– Ya -dijo Wilcox. Volvió a recorrer la calle con la mirada-. ¿Sabe lo que más me inquieta a mí?
– No. ¿Qué?
– Que todo parezca condenadamente viejo. Viejo y usado. -Señaló la calle-. Se muere -explicó-. Es como si todo aquí estuviera agonizando. -Contempló el decrépito paisaje que los rodeaba-. No sé por qué, pero tengo la impresión de que él tenía todo esto calculado. Creo que va uno o dos pasos por delante de nosotros. Nos tenía tomada la medida desde el principio.
– ¿A qué se refiere? -respondió Shaeffer-. ¿Qué medida? ¿Qué tenía calculado?
– Me gustaría tenerlo a mi disposición sólo una vez más. -Wilcox parecía hablar consigo mismo-. Esta vez no permitiría que se saliese con la suya.
– No le entiendo -dijo Shaeffer, inquieta por la frialdad de las palabras de Wilcox.
– Me gustaría vérmelas con él una vez más. Volver a estar los dos solos en una habitación, a ver si sale victorioso esta vez.
– Usted está loco.
– Cierto. Usted lo ha dicho.
Shaeffer se estremeció.
– El teniente Brown dio unas órdenes -le recordó.
– Claro. Y nosotros las hemos obedecido.
– Entonces vámonos de aquí. Averigüemos qué quiere hacer ahora.
Wilcox negó con la cabeza.
– No hasta que vea a ese cabrón. Hasta que él sepa que estoy aquí.
Shaeffer negó con la cabeza.
– Ésa no es la manera -dijo-. No queremos que se largue.
– Usted todavía no lo ha entendido -respondió Wilcox, y apretó los dientes con rabia-. ¿Se le ha escapado uno alguna vez? ¿Cuánto tiempo lleva en homicidios? Desde luego no el suficiente. A usted nadie le ha arruinado la vida como Ferguson a mí.
– Tampoco me lo he buscado.
– Decirlo es fácil.
– De acuerdo, pero aun así sé lo suficiente para no caer dos veces en el mismo error.
Wilcox fue a responder encolerizado, pero se lo pensó mejor. Volvió a acomodarse en su asiento, como si la ira y los recuerdos comenzaran a remitir.
– Vale -dijo-. No jugaremos esta baza antes de ver todas las cartas.
Shaeffer esperaba que pusiera el coche en marcha. Y, en efecto, el policía se dispuso a darle al contacto, pero de pronto se quedó paralizado mirando al frente con los ojos desorbitados.
– Hijo de puta -masculló.
Shaeffer siguió su mirada.
– Ahí está -susurró Wilcox.
Por un instante su visión resultó empañada por la humedad del parabrisas, pero después, como cuando una cámara enfoca el objetivo, ella también divisó a Ferguson. Éste había vacilado unos segundos en el portal, deteniéndose, como hace casi todo el mundo antes de internarse en una noche fría, oscura y húmeda. Vestía vaqueros y una gabardina azul y llevaba una bolsa colgada del hombro. Encorvado bajo la llovizna, bajó rápidamente los escalones del edificio y, sin mirar hacia donde ellos se encontraban, se alejó a paso ligero.
– ¡Maldita sea! -exclamó Wilcox. Había dejado caer su mano del contacto-. Voy a seguirle.
Antes de que Shaeffer pudiese protestar, un impulso salvaje se apoderó del detective. Se apeó bruscamente y sus pasos retumbaron en el pavimento como disparos de bala.
Shaeffer, estupefacta, lo vio alejarse y trató de salir del coche, pero el seguro de su puerta estaba echado y el bolso le dificultó el movimiento de las piernas. Cuando logró zafarse, se inclinó para coger la llave y el cinturón de seguridad se le enganchó en la ropa. Cuando al fin consiguió salir, medio resbaló en el pavimento mojado. Tendría que correr para alcanzar a Wilcox, que ya se encontraba a unos veinte metros de distancia y avanzaba deprisa.
Shaeffer echó a correr, con el bolso en una mano y las llaves del coche en la otra. Tardó lo suyo en darle alcance.
– ¿Qué demonios está haciendo? -le preguntó, agarrándolo del brazo.
Él se soltó.
– Sólo voy a seguir un rato a ese cabrón. ¡Suélteme! -Y retomó la persecución de Ferguson.
Shaeffer se detuvo para tomar aire y lo observó alejarse. Volvió a ponerse en marcha y apretó el paso hasta llegar a su altura y acompasar el paso al suyo. Distinguió a Ferguson a media manzana de distancia; caminaba deprisa, sin volver la vista atrás, aparentemente ajeno a la presencia de los policías.
Ella agarró a Wilcox del brazo por segunda vez.
– ¡Suélteme, joder! -exclamó él, liberando el brazo de un tirón-. Va a lograr que lo pierda.
– Pero no deberíamos…
Wilcox se volvió furibundo hacia ella.
– ¡Vuelva al coche o sígame! ¡Pero apártese de mi camino!
– Pero Ferguson…
– ¡Me da igual que ese cabrón sepa que le voy detrás! ¡Quítese de en medio de una maldita vez!
– ¿Qué demonios pretende? -replicó Shaeffer medio gritando.
Wilcox agitó el brazo desechando la pregunta y, medio corriendo, siguió los pasos de Ferguson.
Shaeffer vaciló, indecisa, viendo la espalda de Wilcox adentrarse en la noche mientras más adelante Ferguson desaparecía tras una esquina. Wilcox aminoró el paso en ese preciso momento.
La detective masculló unos improperios para sus adentros y corrió de vuelta al coche. Dos ancianas indigentes, ambas enfundadas en gruesos abrigos raídos y gorros de punto en la cabeza, se cruzaron de pronto en su camino. Una empujaba un carrito de supermercado farfullando a voz en grito, mientras la otra gesticulaba con grandes aspavientos. Las dos le chillaron a Shaeffer y una intentó agarrarla. Medio chocaron y la anciana cayó al suelo, gimiendo de la rabia y el susto. La detective logró conservar el equilibrio y siguió corriendo hacia el coche. Los gritos de la anciana se agudizaron. Dos hombres salían de un portal y uno de ellos le gritó:
– ¡Eh! ¿Qué hace, señorita? Tiene mucha prisa, ¿eh?
Shaeffer no les prestó atención y se lanzó al asiento del conductor. Giró la llave del contacto pero el coche se caló.
Soltando una sarta de improperios, presa del pánico y la confusión, lo intentó de nuevo, pisando y soltando el acelerador y dándole al contacto una y otra vez hasta que el motor se encendió. Entonces metió la primera y pisó el acelerador sin siquiera mirar atrás. Las ruedas patinaron sobre el pavimento mojado y el coche vibró violentamente antes de salir disparado.
Tomó la curva de la esquina sin aminorar y divisó a Wilcox a una manzana, cuando éste pasaba bajo una farola. Pero a Ferguson no se le veía por ninguna parte.
Aceleró más, pero el motor tosía y reaccionaba con exasperante lentitud. Maldijo aquel automóvil de alquiler por su escasa potencia y anheló disponer del coche patrulla que conducía en los cayos. Llegó a la altura de Wilcox justo antes del final de la manzana. Él se desvió hacia una calle de dirección única, en sentido contrario al tráfico. Ella bajó la ventanilla y llamó al detective.
– ¡Siga! -Wilcox gesticuló con rapidez-. ¡Ciérrele el paso!
Y continuó tras su presa, ahora casi corriendo. Shaeffer siguió con el coche por la calzada mojada hasta girar en el siguiente cruce. Se saltó el semáforo en rojo, lo que provocó que un par de adolescentes que se disponían a cruzar la insultaran indignados. La calle era estrecha y bordeada de edificios decrépitos. Había un par de coches en doble fila a mitad de la manzana. Hizo sonar el claxon al pasar junto a ellos casi rozándolos.
En la siguiente esquina giró a la derecha, dirigiéndose hacia donde calculaba que estarían Wilcox y Ferguson. Su mente trabajaba a pleno rendimiento, anticipando lo que diría y cómo actuaría. Lo que estaba sucediendo escapaba al control que había podido tener en momentos anteriores. Se concentró en la calle, tratando de avistar a los dos hombres.
No estaban allí.
Aminoró la marcha, miró al frente y los callejones laterales de aquel espacio que se ramificaba en arterias con coágulos de desechos diseminados aquí y allá. Las sombras parecían fundirse con la impenetrable oscuridad. De pronto la calle estaba desierta.
Detuvo el coche en el centro de la calzada, salió y se quedó de pie junto a la puerta, abierta, mirando a un lado y otro en busca de algún rastro de los dos hombres. Al no ver nada, maldijo a gritos y volvió a sentarse al volante.
«Deben de haber girado por otra calle o haber atravesado algún solar vacío. Tal vez Ferguson se metió en algún callejón.»
Avanzó lentamente, escudriñando en todas direcciones. Dobló en la siguiente una esquina, pero ni rastro de ellos.
Dio marcha atrás, reculó hasta la calle desde la que había tomado el desvío y continuó la búsqueda. Recorrió aprisa otra manzana y luego frenó. No tenía ni idea de qué hacer. Plantando cara al miedo, aparcó sobre el bordillo y se apeó. A paso ligero, fue hacia donde debían de haberse dirigido, intentando aplicar la lógica. «Sigue sus pasos y los encontrarás. No pueden estar muy lejos.» Intentaba penetrar en las sombras con la mirada y el oído, en busca de algún indicio. Después aumentó el ritmo y sus zapatos resonaban en la mojada acera, como un redoble de tambores in crescendo, hasta que finalmente echó a correr adentrándose en la noche vacía.
Bruce Wilcox se había vuelto a mirar sólo el tiempo necesario para avistar a lo lejos las luces traseras del coche de Shaeffer alejándose por la calle, antes de centrarse nuevamente en no perder de vista a Ferguson.
Apretó el paso, pues no conseguía acortar la distancia que lo separaba de su presa. Ferguson era ágil como un felino; sin echar a correr, avanzaba rápidamente, sorteando los puntos de luz que iluminaban las calles y camuflándose en la oscuridad.
Wilcox tenía la sensación de que sus piernas eran lentas y pesadas, e intentaba forzarlas. Más adelante, vio que Ferguson doblaba otra esquina. Un par de prostitutas desastradas estaban apostadas en la esquina, sirviéndose de la farola como si fuera una candileja de una pasarela.
– ¿Hacia dónde ha ido? -les preguntó el detective.
– ¿Quién?
– No hemos visto a nadie.
Wilcox las increpó y ellas se rieron, burlándose de él. La calleja por la que había desaparecido Ferguson tenía aspecto tenebroso y sus aceras serpenteaban ligeramente. Vislumbró a Ferguson a unos cuarenta metros de distancia, o mejor dicho, vio una silueta de mayor densidad que el resto de las sombras. Salió corriendo tras ella.
Su mente iba a la misma velocidad que su cuerpo.
No tenía ni idea de qué decirle o hacerle cuando le diese alcance; únicamente lo impulsaba la necesidad de alcanzarlo. Las imágenes colapsaban sus sentidos: el mundo en que se había adentrado parecía confundirse de forma peligrosa con sus recuerdos. La voz medio aletargada de un indigente tendido ante un portal le recordó a la de Tanny Brown. El perro que comenzó a ladrar, tensando la cadena que lo amarraba, le recordó la búsqueda del cuerpo de Joanie Shriver. Los asquerosos cubos de basura que reflejaban la tenue luz de las farolas le evocaron la sensación nauseabunda y repelente que sintió entre sus manos al sacar de la letrina aquella prueba inútil. Este último recuerdo le sirvió de acicate para retomar la persecución.
Miró al frente y vio que Ferguson había llegado al final de la calleja. Pareció detenerse y volver la cabeza. Por una fracción de segundo sus miradas se cruzaron a través de la noche.
Wilcox no pudo contenerse:
– ¡Alto! ¡Policía! -gritó.
Ferguson no vaciló: echó a correr y huyó.
Wilcox hundió de nuevo la barbilla y reanudó la marcha. Todas las órdenes de vigilar y seguirle la pista a Ferguson se resumían en aquella obstinada persecución. Wilcox cogió aire y sintió los pies más ligeros sobre el pavimento mojado y en aquel momento rompió a correr al máximo.
El cambio de ritmo lo acercó un poco más a Ferguson, pero éste imprimió mayor velocidad a su carrera. Parecían igualados, sus pisadas resonaban al unísono contra el pavimento, y la distancia entre ellos se mantenía invariable.
El entorno se volvió borroso y difuso para Wilcox. Los efectos de la carrera empezaban a pasarle factura. Cada vez le llegaba menos aire y el corazón le latía desbocado.
Habían recorrido otra manzana. Vio que Ferguson doblaba en la siguiente esquina, aparentemente intacto pese al esfuerzo. Wilcox lo siguió, pero resbaló al girar demasiado deprisa y sus piernas flaquearon. Sintió un súbito mareo, un repentino vértigo, y perdió el equilibrio. La acera se le acercó muy deprisa, como una ola de mar, propinándole un duro golpe. Un estallido de aire salió de sus pulmones y una sacudida de dolor teñida de rojo se extendió ante sus ojos. Notó arenilla en la boca. Se arrastró aturdido hasta una farola para apoyarse y descansar un instante. Su instinto luchó contra el miedo y el dolor y se dispuso a seguir adelante; se levantó y luchó por recuperar el equilibrio. Le asaltó de pronto el recuerdo de un campeonato de lucha libre de secundaria en el que había salido volando por los aires y, al caer sobre el cuadrilátero, su mente ya sabía qué movimiento hacer para esquivar a su rival cuando éste tratara de rodearlo con los brazos. Parpadeó y se encontró corriendo de nuevo, tratando de entender dónde estaba y qué estaba haciendo, pero la caída le había bloqueado el entendimiento y tan sólo lo impulsaban una ira desenfrenada y un deseo impaciente.
De repente vio a Ferguson cruzar la calle en dirección a un oscuro descampado. Los faros de un coche que se acercaba lo alumbraron un instante. Se oyó un brusco frenazo y un claxon estridente.
Wilcox pensó que se trataba de la detective Shaeffer y se animó:
– ¡Eso es! ¡Ciérrale el paso a ese cabrón!
Pero no era ella. Un súbito arranque de rabia se apoderó de él: ¿dónde coño se había metido? Pasó por delante del coche, cuyo conductor lanzaba improperios contra las dos figuras espectrales que se habían desvanecido tan rápido como se habían cruzado en su camino.
Pasó por encima de escombros y cascotes, que le entorpecían el avance como las trepadoras en los pantanos. Vislumbró a Ferguson más adelante, abriéndose camino con idéntica dificultad a través de los desechos de aquel barrio marginal. Lo vio trepar a un montón de cajas y un frigorífico viejo; una farola lejana dibujaba su silueta. Sus miradas se cruzaron por segunda vez y Wilcox volvió a gritar impulsivamente:
– ¡Alto! ¡Policía! ¡Quieto ahí!
Le pareció percibir una expresión de reconocimiento e incredulidad en Ferguson, que al punto desapareció de la escasa luz. Wilcox farfulló una sarta de improperios y siguió andando.
Saltó sobre unos ladrillos, pero rozó los de arriba y notó cómo el montón se desmoronaba bajo su peso. Cayó de cabeza con las manos extendidas para amortiguar el golpe. Logró evitar romperse el cuello, pero su mano derecha aterrizó sobre un trozo de metal oxidado que le hizo un corte en la mano, tres dedos se le doblaron brutalmente y la muñeca estuvo a punto de dislocársele. Soltó un alarido de dolor mientras luchaba por incorporarse y se sujetaba la mano herida con la otra. Notó el corte y la sangre pegajosa. De pronto los dedos y la muñeca le quemaron; rotos, pensó, y se maldijo: «Idiota y más que idiota.» Apretó el puño con fuerza, lo pegó al pecho y continuó, trepando por otra montaña de escombros.
Se detuvo para recuperar la respiración, ignorando el dolor de la; mano y la muñeca, cuidando de mantener el equilibrio sobre aquel nuevo montón de basura, y desde allí vio que Ferguson saltaba una alambrada metálica al final del descampado. Luego observó que corría hacia un callejón, que vacilaba un instante y a continuación se detenía delante de un edificio abandonado.
«Vale -se dijo-. Tú también estás cansado, ¿eh, cabrón? Recupera la respiración ahí dentro. Pero no escaparás.»
Sin hacer caso del punzante dolor de su mano herida, atravesó los últimos metros del solar y trepó por la alambrada. Llegó medio corriendo al edificio abandonado y miró la puerta fijamente, jadeando casi sin aliento.
«Vale», se dijo otra vez. Se llevó la mano al bolsillo y cogió el pañuelo para vendarse la herida lo mejor que pudo. Resultaba difícil ver en la oscuridad, pero supuso que tendrían que darle puntos para cerrar el corte. Meneó la cabeza. Probablemente también la inyección del tétano. Con el pañuelo empapándose de la sangre que manaba de la herida, intentó flexionar los dedos y la muñeca, lo que le provocó una punzada que le subió por el brazo. Se tocó la piel con cuidado, intentando detectar algún hueso roto. Se le estaba hinchando muy rápido y por un momento se preguntó si su seguro cubriría todo aquello. «En acto de servicio», pensó. Tenía que cubrirlo, claro que sí. Apretó los dientes y rogó que el médico simplemente le pusiera una escayola y no tuviera que someterlo a ninguna operación.
Miró a ambos lados de la calle. Escombros mojados por la lluvia inundaban aquel estrecho espacio. Paseó la vista intentando ver si había movimiento en algún edificio, pero no vio nada. Parecía una zona de apartamentos abandonados, tal vez almacenes, no resultaba fácil saberlo; la luz, escasa y difusa, provenía de treinta metros más allá.
Por un momento se quedó inmóvil. «Si apareciese la detective Shaeffer… -pensó-. O cualquier refuerzo.»
Se encogió de hombros para disipar sus dudas y sustituirlas por las testarudas bravuconadas que lo distinguían: «Bah, no necesito ayuda para atrapar a ese negro mariconazo -se dijo-. Me basto con una mano.» Estaba convencido de ello, así que subió hasta la puerta del edificio.
Tras la entrada precipitada de Ferguson había quedado abierta. El umbral aparecía como una franja más oscura que el tejido aterciopelado de la noche. Wilcox apoyó la espalda contra la puerta y se quedó escuchando.
Sacó el revólver de su funda pero no pudo empuñarlo con la mano herida, precisamente la derecha; era como coger una brasa ardiendo de una hoguera. Cerró los ojos con fuerza un instante y cambió suavemente el arma a la otra mano. Los abrió de nuevo y contempló el arma. «¿Eres capaz de disparar con la izquierda? -se preguntó-. De cerca, tal vez. Si tengo que hacerlo lo haré.» Se interpeló a sí mismo como si fuera otra persona: «¿Estás seguro? Imagina que va armado. Vale, de acuerdo, tú atrapa a ese capullo y después te curarán. Métele miedo. Hazle saber que tiene un gran problema y que ese problema eres tú.»
Repasó los ruidos, que definió, clasificó y analizó. Asignó una etiqueta a cada uno, atribuyéndole un origen, para saber así que no tenía nada que temer: el agua goteando provenía de un canalón que se filtraba por el tejado; el rumor sordo era el tráfico, a varias manzanas de distancia; el ruido áspero era su propia respiración. Al fondo del edificio oyó crujir el suelo de madera. «Ahí está -pensó-. Cerca. Dentro y cerca.»
Aspiró hondo y entró con cautela en el edificio abandonado.
Al principio tuvo la sensación de haber quedado envuelto en una manta. La luz tenue del callejón desapareció. Se maldijo por no llevar encima una linterna. En aquel momento deseó ser fumador, porque en ese caso tendría cerillas o mechero. Intentó recordar si Ferguson fumaba y le pareció que sí. Se agachó, aguzando el oído para localizar a su presa, esperando a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. No vería mucho, pero sí lo suficiente.
Avanzó sigilosamente. Había unas escaleras de subida a la izquierda y unas de bajada a la derecha. «Un viejo edificio de apartamentos en el que ya nadie quiere vivir.» Dio un paso y el suelo desvencijado crujió. Lo asaltó una nueva preocupación: podría haber un agujero, o las escaleras derrumbarse. Empleó la mano del arma para conservar el equilibrio, manteniéndola perpendicular al cuerpo, sin apartarse de la pared, apretando todo el tiempo la mano herida contra su pecho.
Fue hacia la derecha, escaleras abajo, porque lo asaltó un pensamiento: «Ferguson es una rata, una alimaña de tierra. Estará ahí abajo, en lo más hondo. Sólo ahí se siente seguro.»
Se detuvo para escuchar de nuevo.
Nada.
Continuó lentamente, palpando el suelo con los pies a cada paso. Lo crispaba el ruido que él mismo producía. Su propia respiración parecía arañar la oscuridad como uñas contra una pizarra. Cada pisada resonaba. Su progresivo avance hacia el interior del edificio parecía anunciarse con crujidos.
Contuvo el impulso de dar voces, prefirió esperar a estar suficientemente cerca para ordenarle a Ferguson que se entregara. Los escalones parecían resistir su peso, pero no se fiaba. A cada paso apoyaba tentativamente un pie, como un bañista indeciso internándose en el mar. Contó cada escalón; al alcanzar los veintidós llegó al subsuelo. Lo recibió una sensación de humedad pegajosa, más fría que el aire. Notó un suelo de cemento y pensó: «Bien. Esto será más silencioso.» Al siguiente paso metió el pie en un charco de agua que le anegó el zapato. «¡Mierda!»
Se agachó y escuchó de nuevo. No estaba seguro de si la respiración que oía era la suya o la de Ferguson. «Está cerca», se dijo. Cogió aire y contuvo la respiración para localizar el sonido. «Cerca. Muy cerca.»
Volvió a coger aire y percibió un olor denso y nauseabundo que lo sobrecogió. El olor le resultaba familiar, pero no logró ubicarlo inmediatamente. Se le erizó el vello de la nuca y pensó: «Aquí hay algo muerto.» Miró alrededor tratando de distinguir alguna cosa, pero la oscuridad era absoluta.
El miedo y la exaltación lo estremecieron. Se incorporó y dio tres cortos pasos, manteniendo aún el contacto con la pared con la mano del arma. Estaba húmeda y suave al tacto. Pensó en ratas y arañas y en Ferguson.
No pudo contenerse más.
– Ferguson, chico, sal de ahí. Quedas arrestado. Ya sabes quién soy. Levanta las putas manos y sal de ahí. -Las palabras resonaron brevemente y luego se extinguieron.
No hubo respuesta.
– Maldita sea, Bobby Earl. Venga, acaba ya con esta mierda. Todo este lío no vale la pena. -Dio otro paso-. Sé que estás aquí, Bobby Earl. Maldita sea, no me lo pongas tan difícil.
De pronto una duda lo asaltó. «¿Acaso no estás aquí, hijoputa?» Los músculos se le agarrotaron por la tensión, el miedo y la rabia.
– Bobby Earl, ¡te voy a sacar los putos ojos de un tiro como no salgas de ahí ahora mismo!
Oyó un chirrido a su derecha. Intentó volverse rápidamente en esa dirección, apuntando hacia el ruido. Su mente no lograba procesar qué estaba ocurriendo, sólo acertaba a entender que aquello estaba oscuro como boca de lobo, y que no estaba solo.
Durante una fracción de segundo fue consciente de que una figura se abalanzaba sobre él, consciente de que alguien había emergido de la oscuridad y lo atacaba. Wilcox trató de retroceder y levantar su mano herida para parar el golpe. Disparó una vez presa del pánico, sin apuntar a nada excepto al miedo; la detonación iluminó el recinto por un instante. Entonces un trozo de tubería le golpeó el hombro y la oreja. De pronto, Bruce Wilcox vio una cegadora luz blanca y a continuación se despeñó a un abismo de negrura. Sacudió la cabeza, sabiendo que no era momento para quedarse inconsciente. Sintió el cemento húmedo bajo su mejilla y comprendió que había caído al suelo.
Alzó la mano para desviar el segundo golpe, que llegó tras un silbido similar cuando la tubería de plomo cortó el frío aire del sótano. Dio contra su brazo, ya roto, lo que hizo que unas rojas vetas de dolor atravesaran la oscuridad de sus ojos.
No sabía ni dónde ni cómo había perdido su revólver, pero ya no lo tenía. Extendió el brazo izquierdo para buscarlo y sus dedos encontraron algo. Se arrastró, oyó un rasgón, luego notó que un cuerpo se abalanzaba sobre el suyo.
Los dos hombres se enzarzaron en una pelea a ciegas, sus alientos mezclándose. Wilcox intentaba encontrar su cuello, sus genitales, sus ojos, algún punto débil donde cebarse. Rodaron por el suelo lleno de charcos y chocaron contra una pared. Ninguno de los dos hablaba, salvo gemidos y gruñidos.
Pelearon en la negra oscuridad, unidos por el dolor.
Wilcox alcanzó por fin el cuello de su atacante y apretó con todas sus fuerzas, tratando de estrangularlo. Su inútil mano derecha ascendió y se sumó a la izquierda, completando un círculo mortal. Wilcox gimió por el esfuerzo. «Ya te tengo, cabrón», pensó.
Luego el dolor se le clavó en el estómago.
No sabía qué lo estaba matando ni quién lo estaba matando; sólo que algo le había rajado el estómago y ascendía hacia el corazón. Sintió un arrebato de pánico previo a la agonía; sus manos se desprendieron del cuello del asesino, desplomándose sobre su cintura, donde asieron el mango del cuchillo que tenía clavado. Un débil gemido escapó de sus labios y se derrumbó sobre el suelo mojado.
Él no lo supo, ya no podía saber nada, pero transcurrieron casi noventa segundos antes de que exhalara el último aliento y muriera.
Su soledad era absoluta.
Andrea Shaeffer escudriñaba las calles desiertas, sus ojos escrutaban la penumbra y la neblina en busca de algún rastro de su compañero. Desanduvo el camino por décima vez, o eso le pareció, tratando de razonar con lógica ante aquella desaparición, pero cada paso la sumía un poco más en la desesperación. Se negaba a pensar en lo peor y desahogaba su impotencia profiriendo improperios, como si no encontrar a Wilcox sólo fuera un molesto inconveniente, en lugar de un auténtico desastre.
Se detuvo y se apoyó contra una farola para tratar de calmarse.
Habría recibido con los brazos abiertos a un coche patrulla de Newark, pero no apareció ninguno. Las calles continuaban desiertas. «Pero ¿qué está pasando aquí? -pensó-. No es tarde, aún no es de noche. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?» La llovizna la iba empapando cada vez más. Cuando al fin vislumbró a una mujer que hacía la calle en una esquina, casi se sintió agradecida de ver a otro ser humano. La prostituta estaba encogida contra una fachada, tratando de protegerse de la inclemencia y con escasas esperanzas de conseguir otro cliente en aquella noche húmeda y fría. Shaeffer se acercó con cautela, enseñándole la placa desde unos tres metros de distancia.
– Señorita. Policía. Quiero preguntarle algo.
La mujer la miró y comenzó a alejarse.
– Eh, sólo quiero hacerle una pregunta.
La mujer siguió andando, a paso cada vez más ligero. Shaeffer fue tras ella.
– ¡Maldita sea, deténgase! ¡Policía!
La mujer paró y se volvió con una mirada de absoluta desconfianza.
– ¿Me está hablando a mí? ¿Qué quiere? Yo no he hecho nada.
– Sólo una pregunta. ¿Ha visto pasar a dos hombres corriendo por aquí hace unos quince o veinte o quizá treinta minutos? Uno es blanco, un policía. El otro negro, con una gabardina oscura. El poli perseguía al otro. ¿Los ha visto pasar por aquí?
– No. No he visto nada. ¿Ya está?
La mujer retrocedió, tratando de ganar distancias.
– No me ha escuchado -le dijo Shaeffer-. Dos hombres corriendo. Uno blanco y otro negro. El blanco perseguía al negro.
– No he visto nada, ya se lo he dicho.
Andrea sintió una oleada de rabia a punto de desbordarla.
– Oiga, señorita, ya basta de jueguecitos. Conmigo se puede meter en un buen lío. Ahora dígame si los ha visto. Dígame la verdad o la detengo ahora mismo.
– No he visto a ningún hombre corriendo. No he visto a ningún hombre en toda la noche.
– Tuvo que verlos -insistió Andrea-. Han tenido que pasar por aquí.
– Por aquí no ha pasado nadie. Ahora déjeme en paz. -La mujer se volvió, negando con la cabeza.
Shaeffer se dispuso a seguirla, pero la detuvo una voz a su espalda.
– ¿Por qué va por ahí molestando a la gente, señorita?
Andrea se volvió nerviosa. La pregunta la había hecho un hombretón que llevaba un largo abrigo negro y una gorra de béisbol de los Yankees. Las gotas de lluvia se le habían acumulado en el borde de la visera. Se encontraba a unos tres metros de distancia, y avanzaba hacia ella. Todo en él resultaba amenazador.
– Policía -dijo ella-. Manténgase alejado.
– Me da igual quién sea usted. Ha venido aquí a molestar a mi chica. ¿Por qué?
Shaeffer sacó la pistola y apuntó al hombre.
– No se mueva -dijo fríamente.
El hombre se detuvo.
– ¿Va a dispararme? No lo creo. -Abrió ligeramente las manos y esbozó una sonrisa socarrona-. Creo que está en el lugar equivocado, señorita policía. Creo que no tiene refuerzos, que está sola y se ha metido en un buen lío.
El hombre dio un paso adelante.
Shaeffer amartilló el arma.
– Estoy buscando a mi compañero -masculló-. Él iba persiguiendo a un sospechoso. Se lo preguntaré una sola vez: ¿ha visto a un policía blanco siguiendo a un hombre negro por aquí, hace unos treinta minutos? Conteste y no le volaré los huevos.
Bajó el ángulo del arma hasta apuntar a la entrepierna.
El gigantón titubeó.
– No -dijo tras una pausa-. Por aquí no ha pasado nadie.
– ¿Está seguro?
– Sí, estoy seguro.
– Está bien -respondió Shaeffer, y comenzó a moverse hacia el hombre-. Ahora me iré. ¿Lo ve? Ha sido muy sencillo.
Pasó junto a él, regresando por donde había venido. Él se dio la vuelta lentamente, observándola.
– Váyase de aquí, señorita policía. Antes de que le ocurra algo malo.
Aquello era una amenaza y a la vez una promesa. A medida que se alejaba, Shaeffer lo oyó mascullar improperios, alargando la pronunciación para que ella lo oyera. Ella seguía con el arma en la mano y se encaminó hacia donde había dejado el coche, sin saber ya qué hacer y asustada hasta la médula.
La mano le temblaba ligeramente cuando encendió el contacto. Con el coche en marcha y las puertas bloqueadas, se sintió segura por un momento.
– Ese capullo estúpido -se desahogó-. ¿Dónde coño se ha metido?
La voz se le quebraba y eso le dio rabia. Sacudió la cabeza y luego miró por la ventanilla, permitiéndose fantasear con que Bruce Wilcox surgiría en cualquier momento de alguna de aquellas sombras, sin aliento, sudando, mojado y hecho una calamidad. Recorrió la calle arriba y abajo con la mirada, pero no lo vio.
– ¡Mierda! -exclamó.
Se resistía a encender el coche y marcharse, pensando que, probablemente un minuto después de arrancar él aparecería y luego ella tendría que disculparse por haberlo abandonado.
– Pero no lo he hecho, joder -se argumentó a sí misma-. Él me dejó a mí.
No sabía qué hacer. La noche se había abatido definitivamente sobre aquel barrio marginal, y la llovizna ya era lluvia en toda regla, un manto gris que cubría la calle. Aunque el coche le proporcionaba calor y seguridad, no hacía más que aumentar su sensación de soledad. Ponerlo en marcha le supuso un esfuerzo atroz; conducir una sola manzana, agotador.
Avanzó lentamente, escudriñando en detalle la zona, hasta que llegó al apartamento de Ferguson. Se detuvo y alzó la vista hacia el edificio, pero no vio luces. Aparcó sobre el bordillo y esperó cinco minutos. Luego otros cinco. Luego volvió al lugar donde había visto a Wilcox por última vez. Después recorrió las calles adyacentes arriba y abajo. «Seguro que ha cogido un taxi -intentaba convencerse-. O habrá parado un coche patrulla. Estará esperando en el motel con Cowart y Brown; o en la comisaría del distrito tomándole declaración a Ferguson, preguntándose dónde demonios estoy. Sí, seguramente. Ha conseguido hacer cantar a Ferguson y ahora está tomándole declaración, y no va a interrumpirse para preocuparse por mí. Además, él da por supuesto que sé arreglármelas sola.»
Se dirigió hasta un amplio bulevar por el que se salía de aquel lúgubre barrio. Al cabo de poco encontró la salida a la autopista y unos minutos después ya estaba de camino al motel. Se sentía como una niña inexperta. No había sabido seguir el procedimiento, la rutina; había fallado siguiendo su propio criterio y al final lo había fastidiado todo.
No dudaba que Wilcox le recriminaría a gritos que le hubiera perdido la pista y no le hubiese dado apoyo. «Imbécil de mí, si eso es lo primero que te enseñan en la academia», se reprochó con dureza.
Con la autoestima por los suelos, entró en el aparcamiento del motel, se apeó y cruzó el asfalto mojado hacia la habitación donde creía que los tres hombres estarían esperándola impacientes.
Cowart sentía que la muerte lo acechaba. Había huido del apartamento de Ferguson abatido por el miedo y la ansiedad, intentando contener sus emociones. Brown lo había presionado en un primer momento para sonsacarle detalles de la conversación con Ferguson, pero renunció al comprobar que el periodista se negaba a responder y lo dejó sumirse en un mutismo absoluto. En su fuero interno, el teniente tenía claro que algo había ocurrido, que Cowart estaba muerto de miedo, y pensó que habría disfrutado con malicia viéndolo tan desazonado si el motivo hubiera sido otro.
Había acabado conduciendo hasta New Brunswick y Rutgers sin más objetivo que el de ver dónde asistía Ferguson a clase. Después de caminar bajo la lluvia, encogidos y abriéndose paso entre una riada de estudiantes, Cowart le había contado al fin la conversación. Los desmentidos y las interpretaciones de Ferguson, los diálogos y los detalles, todo lo ocurrido hasta llegar al momento en que Ferguson los había amenazado a su hija y a él. Entonces se calló. El teniente esperó a que siguiese, pero Cowart no se lo contó.
– ¿Qué más?
– Nada.
– Vamos, Cowart. Salió de allí temblando como una vara. ¿Qué le dijo ese capullo?
– Nada. Es sólo que todo lo que ocurrió allí me asustó mucho.
Brown insistió en escuchar la cinta.
– Imposible -respondió Cowart-. Se la quedó él.
El teniente pidió ver las notas, pero el otro sabía que, después de la primera página, sus notas no eran más que garabatos ilegibles. Tanto Brown como Cowart intuyeron que les habían tendido una trampa, pero se abstuvieron de comentarlo.
Era media tarde cuando regresaron al motel, enfurruñados por el tráfico de la hora punta y su mutua falta de cooperación. Brown dejó a Cowart en su habitación y se marchó a la suya para realizar unas llamadas, tras prometer que volvería con algo de comida. El teniente sabía que había ocurrido algo más, pero también era consciente de que al final acabaría sabiéndolo. No creía que Cowart fuese capaz de mantener su miedo y su silencio demasiado tiempo. Casi nadie lo era. Después de un susto como aquél, era sólo cuestión de esperar a que necesitara desahogarse.
No tenía muy claro cuál debía ser el paso siguiente, pero supuso que iría en función de lo que hiciera Ferguson. Barajó la posibilidad de detener sin más a Ferguson y acusarlo de la muerte de Joanie Shriver. Legalmente era inútil, pero al menos Ferguson se vería obligado a regresar a Florida. La alternativa era encarar lo que había iniciado cuando habló con su amigo de Eatonville: investigar todos los casos pendientes en el estado hasta hallar algo con que llevarlo de nuevo ante los tribunales.
Suspiró. Tardaría semanas, meses, quizá más. «¿Tendrías paciencia?», se preguntó. Por un instante intentó imaginarse a la niña desaparecida en Eatonville. «Como mis propias hijas -pensó-. ¿Cuántas más morirán mientras tú trabajas como una mula en homicidios?»
Pero no tenía elección. Comenzó a realizar llamadas en busca de respuestas a los varios mensajes que había enviado unos días antes a varios policías locales de Florida. «Sé metódico -se ordenó-. Investiga todas las ciudades pequeñas, todos los pueblos apacibles que Ferguson ha visitado en el último año. Encuentra a la niña desaparecida en cada uno, luego encuentra la prueba que te llevará hasta él. Tiene que haber un caso, en alguna parte, donde las pruebas no hayan quedado contaminadas o destruidas.» Resultaría una labor lenta y minuciosa, y sabía que con cada hora que pasara, alguna niña en algún lugar se iría acercando a la muerte. Maldijo cada segundo que se le escurría entre los dedos.
Cowart se sentó en su habitación para tratar de tomar una decisión, la que fuera. Examinó sus notas: la caligrafía temblorosa lo ponía en evidencia. Sólo logró descifrar la lista de visitas que Ferguson había realizado a Florida desde su salida del corredor de la muerte hasta su regreso a Newark para retomar sus estudios. Siete viajes.
«¿Habrán muerto siete niñas? -se preguntó-. ¿Una en cada viaje? ¿O esperó y volvió en alguna otra ocasión?»
Joanie Shriver y Dawn Perry. Tenía que haber más. Por su cabeza comenzaron a desfilar niñas pequeñas, todas empezando a caminar por la vida, niñas en pantalones cortos y camiseta, o en vaqueros y con coletas, solas e inocentes, todas presas potenciales de Ferguson. Lo visualizó dirigiéndose a ellas, con los brazos abiertos y expresión sonriente, irradiando confianza y engaño y muerte calculada. Sacudió la cabeza para borrar aquella imagen, y en su lugar aparecieron las palabras de Sullivan: «¿Es usted un asesino, Cowart?»
«¿Lo soy?», se preguntó.
Bajó la mirada hacia la lista de visitas a Florida y un escalofrío le recorrió los brazos hasta la punta de los dedos. «Han muerto niñas que de no ser por ti, Matthew Cowart, seguirían vivas», se dijo.
Sullivan había encontrado seguridad en la aleatoriedad de sus crímenes. Había matado a personas que no conocía, a personas que habían tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino. Al minimizar el contexto del asesinato, lograba frustrar la capacidad investigadora de la policía. Cowart sospechaba que Ferguson estaba haciendo lo mismo. Al fin y al cabo, había aprendido de la mano de un experto. Sullivan le había enseñado algo fundamental: a convertirse en un estudioso de sus repugnantes impulsos.
Recordó su visita a la hemeroteca del Journal y le vino a la cabeza el titular de aquel pequeño artículo: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» Por supuesto que no los había, pensó. No había indicios ni pruebas sólidas. Lo único que había era un hombre declarado inocente llevándose a niñas de este mundo.
Respiró hondo y dejó que discurrieran por su mente todos los elementos acumulados de crímenes reales, supuestos e imaginarios, torrentes de maldad que al final desembocaron en el núcleo de su miedo más pavoroso: una imagen de su hija volviendo a casa tranquilamente. Tuvo la sensación de que hasta ese momento había deambulado en una especie de ceguera moral, dado que todas las muertes relacionadas con Sullivan y Ferguson no le habían afectado directamente. Pero eso había cambiado.
Se sujetó la cabeza entre las manos y pensó: «¿Estará matando a alguien ahora? ¿Hoy? ¿Esta noche? ¿Cuándo? ¿La semana que viene?» Alzó la vista hacia el espejo colgado encima del aparador. «Y tú, pedazo de cretino, preocupado por tu reputación.»
Sacudió la cabeza, viendo cómo su propio reflejo se lo reprochaba. «No tendrás ninguna reputación a no ser que hagas algo y rápido -se dijo-. Pero ¿qué?»
Se acordó de un artículo de su amiga Edna. En una ocasión había averiguado que la policía de un barrio de Miami estaba investigando seis casos de violación ocurridos en un mismo tramo de autopista. Cuando entrevistó a los detectives que llevaban el caso, éstos insistieron en que no escribiera una sola palabra al respecto, alegando que un artículo en el periódico alertaría al violador en serie de que estaban tras su pista y entonces él modificaría su modus operandi, alteraría su reconocible estilo, se trasladaría a otra zona y eludiría los señuelos y las operaciones de vigilancia que habían diseñado. Edna había ignorado la petición, convencida de que era imprescindible alertar a las mujeres que, ajenas al peligro, atravesaban de noche la ruta del violador.
Los artículos se anunciaron en portada en la edición dominical del Journal, como primicia, junto con un retrato robot del sospechoso. Los detectives se indignaron, como cabía esperar, convencidos de que aquello espantaría a su presa.
Sin embargo, no sucedió así. El violador no había cometido seis agresiones, sino más de cuarenta. Más de cuarenta mujeres habían sido atacadas, pero el sufrimiento y la humillación habían determinado que la mayoría no lo denunciara a la policía. Tras la agresión se iban a casa dando gracias al cielo por estar vivas e intentaban recomponer su cuerpo desgarrado y su maltrecha autoestima. Una por una habían llamado a Edna, recordaba Cowart. Voces que sollozaban, entrecortadas por las lágrimas y las dudas, capaces a duras penas de superar la desdicha que había traído consigo el horror de lo sucedido, pero ansiosas por contar su historia a la periodista, por si así podía evitarse que otras mujeres cayeran en las garras de aquel sádico. Al cabo de unos días habían llamado todas. De forma anónima y aterrorizadas, pero habían llamado. Todas pensaban que estaban solas, que habían sido la única víctima. Al final de la semana, Edna tenía el número de matrícula del coche del violador, una descripción detallada del vehículo y el agresor y decenas de elementos más que llevaron a la policía hasta la casa del violador una noche, quince días después de que se publicaran los artículos, justo cuando se disponía a salir.
Cowart se recostó y sopesó la amenaza de Ferguson. Era muy seria.
«Hazlo -se dijo entonces-. Reúnelo todo, todas las mentiras, las pruebas obtenidas ilegalmente, todo, y elabora un artículo y publícalo. No esperes más, hazlo antes de que Ferguson tenga la oportunidad de actuar. Atácalo con palabras y luego corre, llévate a tu hija y escóndela. Es tu única arma. Eso sí, tus colegas de trabajo te arrancarán la piel a tiras por ese artículo. Acabarás pisoteado, denostado y con la cabeza ensartada en una estaca. Y después todo será muy duro porque tu mujer te odiará y su marido te odiará y tu hija no lo entenderá, aunque, con un poco de suerte, ella no te odiará.»
Pero era la única manera.
Se incorporó de nuevo en la cama y pensó: «Vas a conseguir que todo el mundo os señale con el dedo, a ti y a él. Y después, tal vez cada cual recibirá su merecido. Hasta Ferguson.
«Titulares de dos y medio, fotos a todo color. Asegúrate de que sale en los teletipos, y en los semanales. Acude a programas de entrevistas. Difunde a los cuatro vientos la verdad sobre Ferguson hasta que el escándalo resuene más alto que todos sus desmentidos. Entonces nadie ignorará el asunto. Lo acuciarán allá donde vaya con libretas, flashes y focos. Descríbelo con todo lujo de detalles para que, se esconda donde se esconda, levante sospechas. No permitas que pase inadvertido y pueda continuar haciendo lo que le plazca. Sí, eso, arrebátale su invisibilidad: eso lo matará.»
«"¿Es usted un asesino, Cowart?" Puedo serlo.»
Alargó la mano hacia el teléfono para llamar a Will Martín, cuando de repente alguien dio un golpazo en la puerta. Pensó que sería el teniente Brown.
Se levantó con la cabeza desbordada con la idea del artículo que pensaba escribir, abrió la puerta y se encontró con Andrea Shaeffer.
– ¿Está aquí? -preguntó la detective.
Tenía el pelo mojado y alborotado. La lluvia había trazado rayas oscuras en su abrigo de cuero. Miró con ansiedad más allá de Cowart, escrutando la habitación. Antes de que él pudiera abrir la boca, ella habló de nuevo.
– ¿Está aquí Wilcox o no? Nos hemos separado.
Él negó con la cabeza, pero ella lo apartó para echar un buen vistazo a la habitación. Luego se volvió y dijo:
– Pensé que estaría aquí. ¿Y el teniente Brown?
– Regresará en un momento. ¿Ha pasado algo?
– ¡No, nada! -espetó. Luego, bajando la voz-: Sólo nos perdimos de vista el uno al otro. Intentábamos seguir a Ferguson. Wilcox iba a pie y yo en el coche. Pensaba que a estas alturas ya habría llamado.
– No, no ha llamado nadie. ¿Lo ha dejado allí?
– ¡Él me dejó a mí! ¿Cuándo va a llegar el teniente Brown?
– Ahora mismo, supongo.
Ella entró por fin en la habitación y se quitó el abrigo mojado. Por un momento tiritó.
– Estoy congelada -dijo-. Necesito un café. Y cambiarme.
Cowart fue al cuarto de baño, cogió una toalla y se la lanzó.
– Tenga. Séquese.
Shaeffer se frotó la cabeza con la toalla, luego los ojos. Cowart vio que retenía la toalla sobre la cara mientras se secaba, escondiéndose detrás del algodón blanco y mullido. Cuando apartó la toalla estaba jadeando.
Cowart iba a seguir haciéndole preguntas cuando volvieron a llamar a la puerta.
– Seguro que es Wilcox -dijo ella.
Era el teniente. Traía un par de bolsas de papel marrón que entregó a Cowart nada más entrar.
– Sólo tenían hamburguesas -dijo, y miró a la detective, que se había quedado en medio de la habitación rígida como una escoba-. ¿Dónde está Bruce?
– Nos vimos obligados a separarnos.
Brown enarcó las cejas con expresión de sorpresa y sintió que una punzada de miedo le cruzaba el estómago. Se recompuso para centrarse en el problema y avanzó despacio hacia el centro de la habitación, como si ralentizando sus pasos pudiera frenar el mal presentimiento que lo embargó.
– ¿Se separaron? ¿Dónde? ¿Cómo?
Shaeffer levantó la mirada, nerviosa.
– Wilcox vio a Ferguson salir de su apartamento y comenzó a seguirlo a pie. Yo intenté adelantarme a ellos con el coche. Iban muy deprisa y seguí la calle equivocada. El caso es que nos separamos. Lo busqué en un radio de cinco o seis manzanas y luego volví al apartamento de Ferguson. No aparecía por ningún sitio. Supuse que Wilcox habría vuelto aquí o habría parado a algún coche patrulla. O a un taxi.
– A ver si me aclaro. Wilcox siguió a Ferguson…
– Iban muy deprisa.
– ¿Ferguson lo había visto?
– Creo que no.
– Pero ¿por qué iba Wilcox…?
– No lo sé -respondió Shaeffer entre desesperada y enfadada-. Vio a Ferguson y se apeó del coche hecho un energúmeno. Era como si ansiara enfrentarse a él. No sé qué pensaba hacer después.
– ¿Y usted oyó o vio algo?
– No. Ocurrió de un momento para el otro. Iban delante de mí, unos cincuenta metros, y de repente desaparecieron sin dejar rastro.
– ¿Qué hizo usted?
– Bajé del coche, recorrí las calles, pregunté a los transeúntes…
– Ya. Y, ¿qué cree usted que pasó?
Shaeffer miró al corpulento detective y se encogió de hombros.
– No lo sé. Creí que habría vuelto aquí. O que al menos habría llamado.
Brown volvió la mirada hacia Cowart.
– ¿Algún mensaje en el teléfono?
– No.
– ¿Ha probado a llamar a la comisaría de ese puto distrito?
– No -contestó Shaeffer-. Acabo de llegar.
– Está bien -dijo Brown-. Hagamos eso, al menos. Utilice el teléfono de su habitación por si entretanto él intentara llamar aquí.
– Necesito cambiarme. Deme sólo…
– Haga esas llamadas ahora -le ordenó Brown fríamente.
Ella asintió con la cabeza. Sacó la llave de su habitación de un bolsillo, hizo un gesto e iba a decirle algo al teniente, pero se lo pensó mejor y se fue.
Los dos hombres la observaron marchar.
– ¿Qué piensa? -preguntó Cowart.
Brown se volvió y le espetó:
– No pienso nada. Y usted tampoco piense nada.
Cowart fue a responder, pero se limitó a hacer un gesto con la cabeza. Ambos se sentaron a comer las hamburguesas ya frías, esperando en tenso silencio a que sonara el teléfono.
Había pasado casi media hora cuando Shaeffer regresó.
– He hablado con las comisarías doce, diecisiete y veinte -explicó-. Ni rastro de Wilcox. Al menos, él no los ha llamado. Me han dicho que tampoco han recibido ninguna llamada anormal. Uno tenía a una patrulla implicada en un tiroteo, pero era un asunto de bandas. Todos me han dicho que con este tiempo el ambiente está bastante tranquilo. También he llamado a un par de centros de urgencias, sólo por si acaso. Y a la central de bomberos y rescate. Nada.
Brown arrugó la frente.
– Esto es una pérdida de tiempo -dijo de pronto-. Venga, vamos a buscarlo. Ahora mismo.
Cowart consultó su libreta de notas.
– Mire, Ferguson tiene una clase a última hora. Técnicas forenses. De ocho a diez y media. Tal vez Wilcox lo siguió hasta el campus.
Brown asintió y luego meneó la cabeza.
– Es posible. Pero no podemos esperar.
– ¿Qué conseguiremos si salimos corriendo ahora? A lo mejor él viene hacia aquí.
– Y a lo mejor no.
– Bueno, es su compañero. ¿Qué cree usted que hará?
Shaeffer resopló. «Tiene que ser eso -pensó-. Seguro que siguió a ese capullo en algún autobús y luego en el tren y no ha tenido posibilidad de llamar. Y ahora lo está siguiendo de vuelta a casa y no volverá hasta la medianoche.» Sintió una pequeña ráfaga de alivio, cálida y reconfortante, que la alejó de la gélida desesperación que la embargaba desde que perdiera de vista a Wilcox. De pronto fue consciente de las luces de la habitación, de los muebles y los adornos de plástico, de la cotidiana familiaridad del entorno. Se sintió como de regreso a la superficie desde las profundidades de un pozo oscuro y profundo.
La áspera voz del teniente deshizo su ensoñación.
– Iremos ahora mismo. -Señaló a Shaeffer-. Quiero que usted me enseñe dónde sucedió todo. Vamos.
Cowart cogió su abrigo, y los tres volvieron a adentrarse en la noche.
Mientras Shaeffer conducía, el teniente iba encogido en el asiento del pasajero, angustiado. Wilcox habría llamado, Brown lo sabía. Wilcox era impetuoso, a veces hasta un punto temerario, y se dejaba llevar por los impulsos y una arrogante confianza en sí mismo, pero habría llamado. Esas eran las cualidades de su compañero que más le gustaban a Brown, pues en su propia vida todo había sido siempre demasiado calculado, demasiado definido. Cada momento de su existencia lo había dedicado a una responsabilidad cuidadosamente meditada: cuando era niño, sentado a la mesa los domingos después de misa, había escuchado a su padre decir: «¡Nos rebelaremos!», y había interpretado esas palabras como una orden; se había encargado de llevar el balón para el equipo de fútbol; había ayudado a los heridos en la guerra; se había convertido en el negro de mayor rango de la policía de Escambia. No había espontaneidad en su vida. Y sabía que la elección de sus compañeros la había hecho pensando en eso; con Bruce Wilcox, que interpretaba el mundo en términos del bien y el mal, los buenos y los malos, y que nunca reflexionaba mucho sus decisiones, el equilibrio era perfecto. «Casi siento envidia de ese capullo», pensó.
Los recuerdos lo hicieron sentir peor.
Él sabía que había ocurrido algo, se lo decía su instinto, y sin embargo era incapaz de reaccionar ante aquel desastre. Si revisaba el historial de su colega, encontraría decenas de ocasiones en que su impulsividad le había hecho pasarse de la raya, pero siempre volvía al redil arrepentido y cabizbajo, ruborizado y dispuesto a aceptar la reprimenda del teniente Brown. El problema era que todos aquellos incidentes siempre habían ocurrido en su condado natal, donde los dos habían crecido y se sentían a salvo, seguros, y no digamos poderosos.
Tanny Brown iba mirando fijamente por la ventanilla hacia la impenetrable noche. «Jamás debimos venir a este lugar infernal», pensó.
Se volvió hacia Cowart.
«Debería haber dejado que este gilipollas se hundiera solo», se dijo mirándolo fijamente.
Cowart también iba contemplando la noche. Las calles brillaban todavía a causa de la lluvia, reflejando las luces de las farolas y los letreros de neón de los bares. La neblina se elevaba por encima del asfalto, mezclándose con las columnas de vapor que a veces vomitaba el suelo, como si en las profundidades alguna deidad hubiera montado en cólera.
Mientras Shaeffer conducía, los ojos de Brown rastreaban la zona, examinando, buscando. Cowart los observaba desde el asiento trasero.
No sabía en qué momento se había dado cuenta de que aquella búsqueda sería inútil. Tal vez fue al salir de la autopista y comenzar a callejear por aquel siniestro barrio, pero se cuidó mucho de expresar su presentimiento. Con cada segundo que pasaba, el teniente parecía precipitarse a una especie de abismo. También la extraña manera de conducir de Shaeffer revelaba su desconcierto ante la desaparición de Wilcox. De los tres, pensó, él era el menos afectado. No le gustaba Wilcox, no confiaba en él, pero aun así se estremecía al pensar que tal vez la oscuridad lo había engullido.
Shaeffer detectó un movimiento con el rabillo del ojo y se desvió bruscamente hacia el bordillo.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Eran dos hombres harapientos, dos vagabundos que se peleaban por una botella. Uno de ellos le asestó al otro una brutal patada que lo dejó tendido en la acera. Continuó dándole patadas, balanceando su pierna como un péndulo, hincándola en el costado y las costillas del caído. Finalmente paró, se agachó y cogió la botella en disputa. Comenzó a alejarse, pero de pronto volvió sobre sus pasos y asestó una patada en la cabeza al apaleado. Un instante después se deslizó entre las sombras y desapareció.
Brown pensó: «He visto pobreza, prejuicios, odio, maldad y desesperación. -Paseó la mirada por la calle-. Pero nunca esto.» Aquel barrio se asemejaba a las ruinas bombardeadas de alguna ciudad devastada tras una terrible guerra. Deseó poder regresar cuanto antes al condado de Escambia. «Puede que allí las cosas sean crueles y perversas, pero ya las conozco.»
– Dios mío -exclamó Cowart, interrumpiendo los pensamientos del teniente-. Ese hombre puede estar agonizando.
Pero en ese momento el apaleado comenzó a moverse, se levantó y se alejó cojeando de sombra en sombra en otra dirección.
Shaeffer, con la sensación de que preferiría estar en cualquier otro lugar del mundo, volvió a arrancar y los llevó a recorrer por tercera vez el lugar donde había perdido de vista a Wilcox.
– Nada -dijo al final.
– De acuerdo -dijo Brown con brusquedad-, estamos perdiendo el tiempo. Vamos al apartamento de Ferguson.
Cuando llegaron, todo el edificio estaba a oscuras, las aceras desiertas. El coche apenas se había detenido cuando Brown bajó y se dirigió corriendo hacia la entrada. Cowart apretó el paso para darle alcance. Shaeffer iba la última, pero gritó:
– ¡Segundo piso, primera puerta!
– ¿Qué pasará ahora? -preguntó Cowart.
No obtuvo respuesta.
El portal estaba abierto y Brown se precipitó escaleras arriba. Sus zancadas retumbaban en los peldaños como el ruido de una ametralladora. Se detuvo ante la puerta de Ferguson y desenfundó su arma. Apartándose a un lado, aporreó media docena de veces la puerta revestida de acero.
– ¡Policía! ¡Abran!
Volvió a la carga, haciendo vibrar la pared con sus golpes.
– ¡Ferguson! ¡Abra la puta puerta!
Cowart notaba a Shaeffer a su lado, empuñando su arma con las dos manos y apuntando a la puerta, con la respiración acelerada. Él se apoyó contra la pared, aunque su solidez no hizo que se sintiera más seguro.
Brown aporreó la puerta de nuevo. Los golpes retumbaron en todo el pasillo.
– ¡Maldita sea, policía! ¡Abra la puerta!
Nada.
Miró a Shaeffer.
– ¿Está segura de que…?
– Ésta es la puerta -dijo ella.
– ¿Dónde coño…?
Los tres oyeron un ruido a su espalda. Cowart notó que las entrañas se le encogían del miedo. Shaeffer se dio la vuelta, apuntando hacia el ruido y gritando:
– ¡No se mueva! ¡Policía!
Brown comenzó a avanzar.
– Yo no he hecho nada -dijo una voz.
Cowart vio a una corpulenta mujer negra en el rellano de la escalera; vestía una bata azul deshilachada y unas zapatillas rosa de andar por casa. Se apoyaba sobre un andador de aluminio, inclinando la cabeza adelante y atrás. Llevaba un gorro de ducha opaco y rulos de colores chillones en el pelo. Su aspecto grotesco aflojó la tensión. Cowart tuvo la sensación de que ellos tres, pistola en mano y con cara de póquer, eran quienes en verdad hacían el ridículo.
– ¿Por qué arman tanto ruido? Han provocado aquí un jaleo de mil demonios, con todos esos golpes y gritos, menudos gamberros. Esta no es una casa de drogas llena de yonquis. La gente que vive aquí trabaja. Trabajan y tienen que dormir por la noche. Usted, ¿qué hace aporreando la puerta a mazazos?
Brown apretó los labios y enarcó las cejas.
– ¿Señora Washington? -terció Shaeffer-. ¿Se acuerda de mí, del otro día? Soy la detective Shaeffer. De Florida. Estamos buscando a Ferguson otra vez. Éstos son el teniente Brown y el señor Cowart. ¿Ha visto a Ferguson?
– Salió hace un rato.
– Lo sé, poco después de las seis, yo lo vi salir.
– No. Después regresó. Se volvió a marchar sobre las diez. Lo vi desde la ventana.
– ¿Adónde iba? -preguntó Brown.
La mujer frunció el entrecejo.
– ¿Cómo voy a saberlo? Llevaba un par de maletas. Se fue sin más. Tal como le digo. No se paró a decir ni hola ni adiós. Cogió la puerta y se largó. Quizá vuelva, no lo sé. Yo no le pregunté nada. Sólo oí ajetreo aquí arriba. Luego lo vi irse sin mirar atrás. -La mujer retrocedió-. Ahora a ver si dejan dormir a la gente en paz.
– Un momento -dijo Brown-. Queremos entrar. -Señaló el apartamento.
– No puedo hacer eso -repuso la mujer.
– Queremos entrar -repitió Brown.
– ¿Tiene una orden? -preguntó ella con astucia.
– No necesito una maldita orden -respondió él. Miró a la mujer con los ojos encendidos.
Ella vaciló.
– No quiero meterme en líos -dijo.
– Como no traiga la llave y abra esa puerta, va a saber lo que es meterse en un buen lío -respondió Brown.
La mujer titubeó otra vez, pero se volvió y asintió.
Su marido, que hasta entonces no se había dejado ver, apareció con unas llaves tintineantes. Llevaba la camisa de un viejo pijama y unos viejos pantalones caqui. Sus piernas fibrosas subieron rápidamente las escaleras.
– No debería hacer esto -dijo mirando a Brown, pero se abrió paso entre ellos hasta la puerta-. No debería hacer esto -repitió. Comenzó a probar llaves. Lo intentó con tres antes de que la puerta se abriera-. Debería enseñarme una orden -dijo entonces.
Brown lo apartó con el brazo, ignorando sus palabras. Encendió la luz y entró cubriéndose con la pistola. Comprobó el cuarto de baño y el dormitorio para cerciorarse de que no había nadie.
– Vacío -dijo.
Su constatación agudizó la sensación que lo desgarraba. Vacío y frío como una tumba. Recorrió con la mirada el apartamento, sabiendo perfectamente qué sucedía pero negándose a admitir que Ferguson volvía a las andadas. Fue hasta la mesa donde alguna vez se había sentado Ferguson. «El estudiante modelo», pensó. Diversos papeles habían quedado esparcidos por el suelo. Los empujó con el pie y al levantar la vista vio a Cowart examinando la habitación.
– Se ha ido -dijo éste con tono de asombro.
El periodista esperaba que Ferguson estuviera allí, burlándose de todos ellos, pensando que estaba a salvo para siempre. «Ahora ya no hay tiempo», se dijo. Sintió que el artículo que proyectaba escribir se le escurría entre los dedos. «No hay tiempo. Ferguson está ahí fuera y nada lo detendrá.» Por su mente comenzaron a pasar escenas atroces. No sabía cuáles eran las intenciones de Ferguson, ni si su hija corría algún peligro. O alguna otra niña. Nadie estaba a salvo. Miró al teniente y se dio cuenta de que estaba pensando exactamente lo mismo.
La noche se encaminaba hacia el alba, pero no prometía dar tregua a la oscuridad que los envolvía.
Perdieron horas con el cansancio y la burocracia.
Brown se sentía atrapado entre los trámites y el miedo. Tras comprobar que el apartamento de Ferguson estaba vacío, se había visto forzado a informar a la policía local de la desaparición de Wilcox, pero sentía que cada segundo que pasaba lo distanciaba de su presa. Shaeffer y él habían pasado el resto de la noche con dos agentes de la policía de Newark, ninguno de los cuales acababa de entender por qué dos detectives de diferentes partes de Florida querían interrogar a un hombre que entonces no era sospechoso de ningún delito. La pareja de agentes escuchó el relato de Shaeffer sobre lo sucedido y ambos se mostraron sorprendidos ante la forma en que Wilcox se había adentrado en la oscuridad tras Ferguson. Con su reacción, dieron a entender que, en su opinión, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a Wilcox, se lo merecía; no les parecía lógico que un policía, fuera de su jurisdicción, lejos de todo territorio conocido e impulsado por la rabia, se lanzara en persecución de un hombre por un barrio que, según ellos, no pertenecía ni siquiera a Estados Unidos, sino a alguna nación extranjera con sus propias normas, leyes y códigos de conducta. A Brown le indignó aquella actitud y los tachó de racistas, a pesar de que la lógica les diera la razón. Shaeffer se quedó estupefacta ante semejante crudeza y se prometió que, por terribles que pudieran ponerse las cosas para ella como mujer policía, jamás iba a justificarse utilizando los argumentos que acababa de escuchar.
Luego dedicaron tiempo a enseñarles el lugar donde se había visto por última vez a Wilcox y mostrándoles la ruta que habían seguido en su búsqueda. Habían pasado por el apartamento de Ferguson, pero seguía sin haber rastro de él. Los agentes locales, sin embargo, creían que no había abandonado la ciudad.
Poco antes de amanecer, le dijeron a Brown que emitirían una orden de búsqueda y destinarían una patrulla a recorrer las calles preguntando por Wilcox. Pero insistieron en que Brown debía telefonear a su propia comisaría, como si pensaran que Wilcox acabaría apareciendo en el condado de Escambia.
Cowart pasó la noche en su habitación del motel esperando a los dos detectives. No sabía cuánta importancia concederle a la amenaza de Ferguson, pero sentía que su situación empeoraba minuto a minuto y que su única arma, aquel artículo, se tornaba una posibilidad cada vez más lejana. Ningún artículo causaría un gran impacto si no lograba localizar a Ferguson. Éste tenía que quedar atrapado por el artículo, tenía que verse inmediatamente rodeado de preguntas, enredado en la maraña de sus propios desmentidos. Era la única forma que Cowart tenía de conseguir un poco de tiempo para protegerse. Si Ferguson podía campar a sus anchas la amenaza sería constante, invisible. Pero antes de publicar una sola palabra en el periódico, Cowart tenía que volver a encontrar a Ferguson.
Miró su reloj de pulsera y, al observar cómo el segundero recorría cada minuto, se acordó del reloj del corredor de la muerte.
No podía postergarlo más. Ignorando el terrible sobresalto que supone recibir una llamada en mitad de la noche, cogió el teléfono y marcó el número de su ex mujer.
Sonó dos veces antes de oír al nuevo marido de su mujer responder con un gruñido.
– ¿Tom? Soy Matt. Siento molestaros, pero tengo un problema y…
– ¿Matt? Dios mío. ¿Sabes qué hora es? Tengo que ir al juzgado por la mañana. ¿Qué demonios pasa?
Luego oyó la voz de su mujer, a tientas en la oscuridad. No pudo oír lo que decía pero oyó la explicación de su nuevo marido.
– Es tu ex. Una emergencia, supongo.
Hubo una pausa, luego oyó las dos voces al teléfono.
– Bien, ¿Matty? ¿Qué demonios pasa?
El abogado empleaba ya un tono irritado, y antes de que Cowart pudiera explicarse añadió:
– Maldita sea, ahora se ha despertado el bebé. Joder.
Cowart lamentó no haber preparado el discurso.
– Creo que Becky corre peligro -dijo.
En el auricular hubo un silencio, y luego dijo su ex mujer:
– ¿Peligro de qué? Matty, ¿de qué estás hablando?
– Del hombre acerca del que escribí. El del corredor de la muerte. Ha amenazado a Becky. Sabe dónde vivís.
Hubo otra pausa antes de que Tom dijera:
– Pero ¿por qué? Tú escribiste que él no mató a nadie…
– Puede que me equivocara.
– Pero ¿por qué Becky?
– No quiere que yo vuelva a escribir un artículo.
– A ver, Matt, ¿qué es lo que dijo ese hombre exactamente? Intentemos aclararnos. ¿Qué clase de amenaza?
– No lo sé. Mira, no es eso, no sé, es todo… -Se dio cuenta de que estaba diciendo cosas sin sentido.
– Matt, joder. Llamas en plena noche y…
El abogado fue interrumpido por su mujer.
– Matty, ¿va en serio? ¿Es verdad?
– Sandy, ojalá pudiera decirte qué es verdad y qué no lo es. Lo único que sé es que ese hombre es peligroso y que ha desaparecido. He creído que tenía que avisaros.
– Pero Matt -terció el abogado-, necesitamos saber algún detalle. Necesito una valoración de qué demonios significa exactamente todo esto.
Cowart sintió un arrebato de ira.
– No, joder, no necesitas nada. No necesitas saber ni una jodida cosa más, salvo que Becky corre peligro. Que hay un tipo peligroso ahí fuera que sabe dónde vivís y quiere arruinarme utilizando a Becky. ¿Lo entiendes? ¿Te queda claro? Eso es lo único que necesitas saber. Así que, Sandy, coge una maleta y llévate a Becky a algún sitio neutral. Por ejemplo, a Michigan con tu tía. Pero ya. Coged el primer vuelo de la mañana. Iros hasta que logre arreglar este entuerto. Lo arreglaré, os lo prometo. Pero no puedo hacer nada hasta que sepa que Becky está lejos de todo peligro, en algún sitio donde ese hombre no pueda encontrarla. Tenéis que iros ahora. ¿Lo entiendes? No merece la pena arriesgarse.
Hubo otra pausa y luego su ex mujer contestó:
– De acuerdo.
– ¡Sandy! -exclamó su marido-. Por el amor de Dios, no sabemos…
– Lo sabremos enseguida -dijo ella-. Matty, ¿me vas a llamar? ¿Llamarás a Tom y le explicarás todo esto? ¿En cuanto puedas?
– Claro.
– Dios mío -dijo el marido, y añadió-: Matty, espero que esto no sea ninguna tontería… -Titubeó y añadió-: Bueno, espero que sí lo sea. Espero que todo esto no sea más que una broma pesada. Y que cuando me llames para darme una maldita explicación, sea muy buena. No entiendo por qué no llamo ahora mismo a la policía o incluso contrato a un detective privado…
– ¡Porque la puta policía no puede evitar una amenaza! ¡No pueden hacer nada hasta que pase algo! Ella no estará a salvo aunque contrates a la puta Guardia Nacional para vigilarla. Tienes que llevarla a un lugar donde ese maníaco no pueda localizarla.
– ¿Y qué le digo a Becky? -preguntó su ex mujer-. Se va a morir de miedo con todo esto.
– Ya lo sé -respondió Cowart. La desesperación y la impotencia lo envolvían como volutas de humo-. Pero las alternativas son mucho peores.
– Ese hombre… -comenzó el abogado.
– Ese hombre es un asesino -dijo Cowart.
El abogado suspiró.
– Vale. Cogerán el primer vuelo de la mañana. ¿De acuerdo? Yo me quedaré aquí. El tipo no me amenazó a mí, ¿no?
– No.
– Vale. Bien.
Volvió a hacerse el silencio, y Cowart añadió:
– ¿Sandy?
– Dime, Matt.
– Cuando cuelgues no pienses que se trata de una tontería y que no tienes que hacer nada. Sal inmediatamente. Mantén a Becky a salvo. Yo no puedo moverme hasta que ella esté a salvo. ¿Me lo prometes?
– Lo entiendo.
– ¿Me lo prometes?
– Sí…
– Gracias -dijo. Se debatía entre el alivio y la tensión-. Os llamaré con más detalles en cuanto los tenga.
El nuevo marido gruñó en señal de asentimiento. Cowart colgó el auricular con cautela, como si fuera frágil, y volvió a recostarse en la cama del motel. Se sentía mejor y peor al mismo tiempo.
Cuando Brown y Shaeffer regresaron al motel parecía pesarles el desánimo que se sumaba al tremendo agotamiento.
– ¿Han conseguido algo? -preguntó Cowart.
– Al parecer la policía local cree que estamos locos -dijo Shaeffer-. O si no locos, que somos unos incompetentes. En el fondo, no quieren que nadie los importune. Habría sido diferente si hubieran visto la posibilidad de sacar tajada. Pero no.
Cowart asintió con la cabeza.
– ¿Y qué opciones nos quedan?
Brown respondió en voz baja.
– Perseguir a un hombre culpable de algo y sospechoso de todo sin pruebas de nada. -Soltó una leve carcajada-. Madre mía, debería haberme hecho escritor, como usted, Cowart.
Shaeffer se frotó la cara con las manos y se apartó el pelo, estirándose la piel como si de ese modo pudiera pensar con mayor claridad.
– ¿Cuántas? -preguntó, volviéndose hacia los dos hombres-. Está la primera, sobre la que usted escribió…
Los dos hombres guardaron silencio, reservándose sus miedos.
– ¿Cuántas? -insistió ella-. ¿Qué pasa? ¿Creen que sucederá algo malo si comparten información? ¿Qué podría ser peor que lo que nos está pasando?
– Joanie Shriver -respondió Cowart-. La primera, que sepamos. Luego una niña de doce años en Perrine que desapareció…
– ¿En Perrine? -dijo Shaeffer-. No me extraña que…
– ¿Qué no le extraña? -preguntó Cowart.
– Fue la primera pregunta que Ferguson me hizo cuando fui a verlo. Quería asegurarse de que yo investigaba un caso del condado de Monroe. Parecía bastante preocupado respecto adonde caía la frontera entre los condados de Dade y Monroe. Una vez estuvo seguro, se relajó.
– Joder -susurró Cowart.
– Lo de esa niña no lo sabemos con certeza -precisó Brown-. Es pura especulación…
Cowart se levantó, sacudiendo la cabeza. Fue hasta su abrigo y sacó los folios impresos que había llevado consigo todo el tiempo. Se los entregó a Brown, que los leyó rápidamente por encima.
– ¿Qué es eso? -preguntó Shaeffer.
– Nada -respondió Brown, con tono de frustración. Dobló las hojas y se las devolvió a Cowart-. ¿Así que estuvo allí?
– En efecto, estuvo allí.
– Pero no tenemos nada contra él. Ningún cuerpo, quiero decir. Pero, a juzgar por lo que dice Shaeffer, sospecho que el cuerpo debe de estar en alguna parte de los Everglades, cerca de la frontera del condado.
– Cierto. -Cowart se volvió hacia la mujer-. Ve, ya son dos. Dos por lo menos…
– Tres -agregó Brown en voz baja-. Una niña de Eatonville. Desapareció hace unos meses.
Cowart miró fijamente al teniente.
– Usted no me lo… -comenzó.
Brown se encogió de hombros.
Cowart, con las manos temblorosas por la rabia, cogió su libreta de notas.
– Estuvo en Eatonville hace seis meses. En la iglesia presbiteriana de Cristo Nuestro Salvador. Pronunció su discurso sobre Jesús. ¿Fue entonces cuando…?
– No, un poco después.
– Mierda -masculló Cowart.
– Volvió. Debió de volver allí cuando sabía que nadie lo vería.
– Sí, seguro que sí. Pero ¿cómo podemos demostrarlo?
– Yo lo demostraré.
– Fantástico. ¿Por qué no me lo dijo antes? -La voz de Cowart se quebraba por la rabia.
Brown respondió igual de enfurecido.
– ¿Decírselo? ¿Para que usted hiciera qué? ¿Para publicarlo en su puto periódico antes de que yo investigara el caso? ¿Antes de que pudiera recorrer todos los pueblos negros de Florida? ¿Quería que yo se lo dijera para poder contárselo al mundo y así salvar su reputación?
– ¡Para conseguir algo! ¿Cuántas personas van a morir mientras usted ata cabos sueltos?
– ¿Y qué coño conseguiríamos publicándolo en el periódico?
– ¡Funcionaría! ¡Sacaríamos a Ferguson de la sombra!
– Más bien eso lo alertaría y empezaría a moverse con más cautela.
– No. Toda la gente estaría prevenida…
– Claro, y así él podría cambiar su modus operandi y no habría tribunal en el mundo al que pudiéramos llevarlo jamás.
Los dos hombres se habían puesto de pie, enfrentándose con la mirada, como a punto de llegar a las manos. Shaeffer se interpuso entre ambos.
– ¿Se han vuelto locos? -los reprendió-. ¿Han perdido la chaveta? ¿No han compartido toda la información? ¿A qué viene tanto secretismo?
Cowart la miró negando con la cabeza.
– Quizás a que nadie lo cuenta todo. Especialmente la verdad.
– ¿Cuántas personas han muerto por…? -comenzó Shaeffer, pero se interrumpió, consciente de que ella misma poseía información que no quería compartir.
Pero Cowart se percató.
– ¿Qué nos está ocultando, detective?
Ella no tuvo elección.
– Los padres de Sullivan -dijo-. Ferguson tenía razón. No fue él.
– ¿Cómo?
Entonces la detective les explicó todo lo que le había contado Michael Weiss: la Biblia, el guardia, el hermano.
Cowart se mostró sorprendido y sacudió la cabeza.
– Rogers -dijo-. ¿Quién lo iba a decir? -Pero no era ningún disparate. Rogers estaba al tanto de todo cuanto sucedía en Starke. Para él habría sido pan comido, pero aun así…-. Hay algo que no entiendo -continuó-. Si realmente fue Rogers, ¿por qué Sullivan se obstinó en contarme que Ferguson estaba implicado en el asesinato, si luego iba a escribir el nombre de Rogers en la Biblia?
Brown se encogió de hombros.
– Era la mejor manera de garantizar que alguien salía impune de un asesinato. Múltiples sospechosos. A usted le cuenta una cosa y deja pruebas que apuntan en otra dirección. Sólo hay que esperar a que un abogado defensor saque partido de eso. No obstante, creo que lo hizo porque era un hombre enfermo. Enfermo y lleno de maldad. Fue la manera que encontró de arrastrar a todo el mundo consigo hacia el infierno que le aguardaba: a usted, a Ferguson, a Rogers… y a tres policías a los que ni siquiera conoce.
Hubo un breve silencio.
– Así que puede que Rogers lo hiciera y puede que no -dijo Cowart-. Ahora mismo, el viejo Sully debe de estar ahí abajo desternillándose de todos nosotros. -Hizo un gesto con la cabeza-. ¿Entonces qué significa esto?
– Significa -dijo Shaeffer- que ya podemos olvidarnos de Sullivan. Olvidarnos de sus rompecabezas. Ocupémonos de Ferguson y sus víctimas. ¿Tres, es eso?
– Realizó siete viajes al Sur. Siete, que sepamos.
– ¿Siete?
Cowart levantó los brazos en señal de rendición.
– No sabemos cuáles fueron para inspeccionar y cuáles para actuar. Lo que sí sabemos… ¡joder! Lo que sospechamos es que hay tres niñas. Una blanca y dos negras. Y Wilcox.
– Cuatro -dijo Shaeffer en voz baja.
– Cuatro -dijo Brown bruscamente. Se puso en pie como queriendo demostrar que el cansancio era algo negativo y comenzó a caminar por la habitación como un preso en una celda-. ¿No ven lo que está haciendo? -preguntó de pronto.
– ¿Qué?
El tono de Brown traslucía una urgencia que hacía vibrar su voz. Miró a la joven detective.
– ¿Qué es lo que hacemos nosotros? Tiene lugar un crimen y lo primero que hacemos es suponer que, aunque se trate de un caso poco frecuente, encajará en una categoría reconocible y definida. O sea, creemos que tendrá las mismas características que otros cien, ¿vale? Eso es lo que nos enseñan y eso es lo que esperamos. De modo que salimos a la calle en busca de los sospechosos habituales. Los mismos sospechosos que en otras cien ocasiones resultan culpables. Analizamos todo cuanto hallamos en la escena del crimen con la esperanza de que un fragmento de cabello o una gota de sangre o una muestra de fibra apunte hacia algún candidato de esa lista previa. Y lo hacemos así porque la alternativa es aterradora: que alguien sin relación alguna con ninguna prueba haya cometido el asesinato. Alguien que uno no conoce, que nadie conoce, que tal vez ya se encuentre a mil kilómetros del lugar de los hechos. Y que lo hizo por un motivo tan retorcido que nadie puede tomar en cuenta ni entender. Cuando ése es el caso, uno tiene una opción entre un millón de reunir pruebas para ir a los tribunales y tal vez ni siquiera eso. Por eso fuimos de inmediato a por Ferguson cuando mataron a Joanie Shriver. Porque teníamos un crimen y él estaba en la lista… -Miró a Shaeffer y luego a Cowart-. Pero ahora, ya ven, él lo ha descubierto. -Se golpeó la palma de la mano con el puño para enfatizar sus palabras-. Ha descubierto que la distancia lo ayuda a mantenerse a salvo, que cuando llega a algún pueblo pequeño para matar, nadie lo conoce. Nadie le prestará atención. Y nadie lo verá cuando atrape a su víctima. ¿Y a quién atrapa? Ya aprendió qué sucedía si raptaba a una niña blanca. De manera que ahora va a lugares donde la policía no tiene tantos recursos y la prensa no está tan al corriente, y atrapa a una niña negra, porque eso no atrae la atención de nadie, al menos no como Joanie Shriver. Así que se desplaza y actúa, luego regresa aquí y vuelve a la universidad, y nadie lo busca. Nadie. -Hizo una pausa antes de añadir-: Excepto nosotros tres.
– ¿Y Wilcox? -preguntó Cowart.
Brown lanzó un hondo suspiro.
– Está muerto -respondió con rotundidad.
– Eso no lo sabemos -dijo Shaeffer. La idea le resultaba inconcebible. Sabía que era cierto pero no soportaba escucharlo.
– Muerto -repitió Brown, elevando la voz-. En algún lugar de por aquí. Por eso Ferguson ha huido. Es su regla número uno: matar y ponerse a salvo. Matar anónimamente. Utilizar la distancia. Una fórmula de lo más sencilla. -Miró fijamente a la joven detective-. Está muerto desde el momento en que usted lo perdió de vista.
– No debió haberlo dejado solo -dijo Cowart.
Ella se enfureció.
– ¡Yo no lo dejé solo! ¡Él me dejó a mí! Intenté detenerlo. ¡Joder, no sé por qué tengo que aguantar esto! ¡Ni siquiera tengo por qué estar aquí!
– Sí, tiene que estar aquí -replicó Cowart-. ¿No lo entiende, detective? Ahí fuera hay un tipo muy malo. El motivo: juicios erróneos, equivocaciones, mala suerte, lo que sea. Si lo unimos todo, la conclusión es que el teniente lo dejó escapar… -dijo Cowart señalando con descaro a Brown-. Que yo lo dejé escapar… -Se tocó el pecho y luego señaló a Shaeffer-: Y ahora usted también lo ha dejado escapar. Así es. -Respiró hondo-. De hecho, sólo uno de nosotros logró atraparlo: Wilcox. Y ahora…
– Está muerto -repitió Brown, de pie en el centro de la habitación. Apretó los puños y los fue relajando poco a poco-. Y nosotros somos las únicas personas que realmente lo buscan. -Y también señaló a la joven-: Ahora usted está en deuda, como nosotros.
Ella sintió un repentino mareo, como si estuviese en la embarcación de pesca de su padrastro durante una marejada. Pero sabía que era verdad. Ellos tres habían creado el problema. Y ahora estaba en sus manos hallar una solución. «Wilcox y unas niñas -pensó-. Estos dos no tienen ni idea. No saben lo que significa que te arrojen al suelo y te ataquen, lo que significa ser consciente de que están a punto de matarte y no poder hacer nada para evitarlo.» Le pasó por la cabeza una imagen fugaz del horror que aquellas niñas experimentaron en sus últimos minutos. Eso la sobrecogió y reavivó su determinación.
– Pero antes hay que encontrarlo -dijo-. ¿Alguna sugerencia?
– Florida -respondió Cowart lentamente-. Creo que ha regresado. Es lo que conoce. Es donde creerá que está más seguro. Sólo le preocupan dos cosas: el teniente Brown y yo. No creo que a usted la relacione con todo esto. ¿La vio con Wilcox?
– No creo.
– Bueno, tal vez eso sea una ventaja.
Cowart se volvió hacia Brown. No podía borrar de su mente algo que Sullivan le había dicho: «Hace falta ser un hombre libre para ser un buen asesino, Cowart.» El periodista cayó en la cuenta de que Ferguson lo sabía, así que lo dijo.
– Pero usted y yo, bueno, es diferente. Necesita saber que se ha librado de nosotros. Entonces podrá continuar con su carnicería sin preocuparse de que nadie le siga la pista.
– ¿Y cómo se librará de nosotros?
El periodista soltó un largo suspiro.
– El otro día cuando lo vi, amenazó a mi hija. Sabe dónde vive con su madre, en Tampa.
Brown comenzó a decir algo, luego se detuvo.
– Por eso…
– Cuénteme con qué lo amenazó -pidió el detective.
– Se limitó a decir que sabía dónde vivía. No dijo qué pensaba hacer. Sólo que sabía quién era mi hija y que eso me impediría escribir un artículo sobre él. Especialmente sobre alegaciones no demostradas que lo relacionaran con otros crímenes.
– ¿Es eso cierto?
– ¿Usted qué cree? -respondió el periodista indignado.
– ¿Piensa que se dirige allí? ¿A Tampa? ¿A…?
– A arrancarme el corazón. Son palabras suyas.
– ¿Y usted lo cree?
Cowart negó con la cabeza.
– No. Yo creo que piensa que ha conseguido cerrarme la boca. Que ya no tiene que hacer nada para mantenerme callado.
El teniente le lanzó una mirada furibunda.
– Yo también tengo hijas -dijo-. ¿Las amenazó?
– No. No las mencionó en ningún momento.
– También sabe dónde viven, Cowart. Todo el mundo en Pachoula sabe dónde vivo.
– Ferguson no mencionó nada al respecto.
– ¿Sabía Ferguson que cuando usted estaba en su apartamento y él lo amenazaba, yo estaba fuera en el coche? ¿Sabía que yo estaba allí cerca?
– No lo sé.
– ¿Por qué no las mencionó, Cowart? ¿Por qué no iba a funcionar conmigo la misma amenaza?
Cowart meneó la cabeza.
– Él sabe que usted no se detendría.
Brown asintió.
– Al menos eso lo ha entendido, señor periodista. Entonces, ¿qué piensa hacer Ferguson conmigo? Si yo soy el único problema que le queda, ¿cómo piensa deshacerse de mí?
A Cowart sólo se le ocurrió una explicación.
– Probablemente quiera hacerle a usted lo mismo que le hizo a Wilcox. Tenderle una trampa y… -Hizo una pausa-. Tal vez me equivoque. Tal vez llegó a la conclusión de que lo mejor era huir. Boston, Chicago, Los Angeles, cualquier ciudad con grandes barrios marginales. Podría desaparecer y, si tuviera paciencia, esperar una temporada para volver a las andadas.
– ¿Y cree que tendría la paciencia necesaria? -preguntó Shaeffer.
Cowart negó con la cabeza.
– No. Tampoco sé si él piensa que necesita paciencia. Ha ganado todas las partidas. Es arrogante, está en racha y cree que no podemos atraparlo. Y en el supuesto de que diéramos con él, ¿qué podríamos hacerle? Ya nos ha vencido más veces. Seguro que cree que puede lograrlo de nuevo.
– Lo que significa que sólo hay un lugar al que puede estar dirigiéndose en este momento -terció Brown bruscamente. Los miró-. Sólo un lugar: donde todo comenzó.
– Pachoula -dijo Cowart.
– Pachoula -asintió el teniente-. Su hogar. Mi hogar. El lugar donde se siente seguro. A pesar de que allí todo el mundo lo odie, es donde sigue sintiéndose cómodo y seguro. Un buen lugar para comenzar y para acabar. Y allí es donde ha ido, estoy seguro.
Cowart asintió con la cabeza y señaló el teléfono.
– Pues llame. Ordene que vigilen la casa de la abuela. Haga que lo detengan.
Brown vaciló un instante y se dirigió hacia el teléfono. Marcó rápidamente los números y aguardó. Tras unos segundos, dijo:
– ¿Central? Soy el teniente Brown. Páseme con el oficial de guardia.
– Un silencio-. ¿Randy? Soy Tanny Brown. Mira, ha surgido algo. Algo importante. No quiero entrar en detalles ahora, pero necesito que me hagas un favor. Asigna un par de coches patrulla para que vigilen el colegio todo el día. Y pon otro coche delante de mi casa. Que el agente le diga a mi padre que llegaré lo antes posible y se lo explicaré todo, ¿de acuerdo?
Una pausa.
– No, no. Sólo haz lo que te pido, ¿entendido? Te lo agradezco. No te preocupes por el viejo. Él se las arregla bien. Son las niñas las que me preocupan…
Escuchó y luego agregó:
– No, nada tan específico. Yo me encargaré de todo el papeleo cuando vuelva. Hoy, si puede ser. De lo contrario, mañana. ¿Que qué tienen que vigilar? A cualquiera que les llame la atención. ¿Entendido? Cualquiera.
Colgó.
– Pero no les ha hablado de Ferguson -observó Cowart sorprendido-. Ni una palabra.
– Les he dicho lo suficiente. No nos lleva tanta ventaja. Si nos damos prisa lo alcanzaremos antes de que esté preparado para encontrarse con nosotros.
– Pero qué pasa si…
– Nada de peros, Cowart. Los coches patrulla lo mantendrán alejado hasta que lleguemos nosotros. Y entonces será mío. -Los miró con furia contenida-. De nadie más. Yo acabaré con él. ¿Entendido?
Guardaron silencio hasta que Cowart se dirigió a la cómoda y sacó un horario de vuelos de su pequeña maleta.
– A mediodía hay un vuelo a Atlanta -informó-. A Mobile no hay nada hasta media tarde. Pero podemos volar a Birmingham y desde allí coger un coche. A última hora del día estaríamos en Pachoula.
Brown asintió. Lanzó una mirada inquisitiva a Shaeffer, que masculló en señal de aprobación.
– A última hora del día -repitió quedamente el teniente.
Atravesaron la frontera entre Alabama y el condado de Escambia, conduciendo rápido mientras el crepúsculo del Golfo los llevaba hacia la noche. El cielo sureño había perdido la luminosidad de su azul satinado, y en su lugar surcaba el horizonte un gris sucio que amenazaba con mal tiempo. Un viento cálido y cambiante soplaba a rachas, las ráfagas ocasionales hacían vibrar las ventanillas del coche, despojándolos del frío y la humedad que arrastraban desde el noreste. Pasaron por delante de granjas polvorientas y zonas de pinos de gran altura, cuya posición erguida y vertical evocó en la mente de Cowart el momento en que los espectadores de un estadio se ponen en pie impulsados por la tensión. La velocidad del coche era reflejo de las dudas que los asaltaban. Todos sentían la urgencia, la necesidad de avanzar a toda prisa, acompañados en todo momento por la incertidumbre. El paisaje pasaba con gran celeridad; apenas parecía haber espacio suficiente para respirar en aquella estrecha carretera. Cowart se agarró al reposabrazos al ver que se aproximaban a un viejo autobús escolar, pintado de blanco reluciente, que avanzaba balanceándose lentamente por el único carril de la carretera. Brown tuvo que pisar el freno para evitar embestirlo por detrás. Cowart alzó la vista y vio que en la parte trasera del autobús, sobre la salida de emergencia, unas palabras escritas a mano en un rojo chillón, entusiasta y alegre rezaban: «¡Aún estás a tiempo de dar la bienvenida a tu salvador!» Debajo, en letras ligeramente más pequeñas, pero igual de recargadas: «Nueva Iglesia Bautista de la Redención. Pachoula, Florida.» Y por último, en el parachoques, una exhortación en letras grandes y pomposas: «¡Sígueme hasta Jesús!»
Cowart bajó la ventanilla y oyó las voces del coro religioso, que se sobreponían a los chirridos y carraspeos del autobús. Aguzó el oído pero no logró entender la letra del canto coral, aunque oía fragmentos de la música.
Brown dio un volantazo y pisó el acelerador. Con una maniobra rápida adelantaron al autobús. Cowart miró las ventanillas y vio a decenas de personas negras que se mecían y daban palmadas siguiendo el zarandeo del vehículo y el ritmo de la música. Sus voces fueron ahogadas por la velocidad y la distancia.
Continuaban adentrándose en una oscuridad cada vez mayor. Al debilitarse, la luz desdibujaba los contornos de las casas y construcciones y cada vez resultaba más difícil distinguir la serpenteante carretera por la que viajaban.
– En este condado Jesús hace horas extra -dijo Brown-. Recogiendo almas.
El teniente había conducido en silencio, incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo que había irrumpido de pronto en su conciencia. Se trataba de una imagen de la guerra, terrible aunque habitual: él llevaba siete meses en el campo y su pelotón había cruzado el descampado; era casi al final del día, se hallaban cerca del campamento, tenían calor, estaban sucios y cansados y, probablemente, en lugar de prestar atención iban pensando en lo que les esperaba al llegar, en la comida, en el descanso, en otra noche tensa e incómoda… lo cual los hacía muy vulnerables. De forma que, en retrospectiva, la sorpresa no debería haber sido tal cuando el disparo de un francotirador cortó el aire y uno de los hombres, el que iba al frente, se desplomó tan repentinamente que Brown tuvo la sensación de que un dios encolerizado había descendido para llevárselo por puro capricho. El hombre había lanzado un grito de miedo y dolor: «¡Ayudadme! ¡Por favor!» Brown no se había inmutado. Sabía que el francotirador estaba aguardando a que alguien socorriera al hombre herido. Sabía qué ocurriría si acudía en su ayuda. De modo que permaneció inmóvil, cuerpo a tierra, pensando: «Yo también quiero vivir.» Se quedó así hasta que el jefe de pelotón dio la orden de atacar la hilera de árboles donde se ocultaba el francotirador. A continuación, tras haber destrozado y astillado el bosque con una docena de explosivos de alta potencia, Brown corrió hacia el hombre herido. Era un chico blanco de California y sólo llevaba una semana en el pelotón. Brown se había arrodillado junto a él, contemplando su pecho desgarrado, ya sin esperanza, y tratando de recordar su nombre.
Había sido su último herido. Y había muerto.
Una semana más tarde, Brown había regresado a casa porque su período de servicio era más corto, al igual que para muchos estudiantes de medicina; de vuelta a la Universidad Estatal de Florida, después al curso de formación en justicia penal y, finalmente, al cuerpo de policía. No era el primer negro que trabajaba en la jefatura del condado de Escambia, pero se daba por sentado que iba a ser el primero en prosperar. Lo tenía todo a su favor: era de la zona, era una estrella del fútbol, era un héroe de guerra, y era licenciado. Los viejos prejuicios se iban erosionando como rocas que se desintegran con el continuo batir de las olas.
Se sentía un poco culpable. El recuerdo de los gritos de auxilio de los heridos lo perseguía, aunque siempre habían sido los gritos de hombres a los que había salvado. «Resulta fácil evocar esas voces -pensó-. Te recuerdan que tú estabas allí haciendo el bien en medio de tantas crueldades.» Aquélla era la primera vez que recordaba el último grito de aquel hombre.
«¿También pidió ayuda Wilcox? -se preguntó-. A él también lo abandoné.»
Sabía que tendría que explicárselo a la familia de Wilcox. Por suerte, no había mujer ni pareja estable. Se acordaba de una hermana, casada con un oficial de la marina destinado en San Diego. Le constaba que la madre de Wilcox había fallecido, y que su padre vivía solo en un hogar de ancianos. Había docenas de residencias para la tercera edad en el condado de Escambia; era un negocio en auge. Recordó los primeros encuentros con el padre de Wilcox: un hombre estricto y severo. «Es un hombre que ya detesta el mundo. Ahora tendrá un motivo más -pensó-. ¿Cómo se lo diré? ¿Que lo perdí? ¿Que lo dejé con una detective inexperta y desapareció? ¿Que lo doy por muerto? ¿Desaparecido en acto de servicio? Pero no es como si hubiera desaparecido en medio de la selva.» Sin embargo, se dio cuenta de que efectivamente era así.
Puso las luces largas del coche. Inmediatamente vislumbraron los ojitos redondos y rojos de una zarigüeya asomada a un margen de la carretera, como dispuesta a desafiar a las ruedas del coche. Brown no se desvió, y en el último momento el animalito saltó de nuevo a la cuneta.
Brown pensó que ojalá él también pudiera esconderse.
«Imposible», se dijo.
Poco tiempo después, paró el coche en el aparcamiento de un motel llamado Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula y dejó a Cowart y Shaeffer en la acera. Sus rostros quedaron iluminados por un letrero blanco cuyo resplandor atraía la atención de todos los conductores de la interestatal.
– Volveré -dijo con un tono enigmático.
– ¿Qué va a hacer?
– Organizar los refuerzos. No creerá que vamos a atraparlo nosotros solos, ¿no?
Cowart pensó en lo que Brown había dicho en Newark. No se imaginaba que iban a pedir refuerzos.
– Supongo que no.
Shaeffer les interrumpió.
– ¿A qué hora?
– Temprano. Les recogeré antes de que amanezca. Pongamos las cinco y cuarto.
– ¿Y luego?
– Iremos a casa de la abuela de Ferguson. Creo que él estará allí. A lo mejor lo sorprendemos durmiendo. A ver si hay suerte.
– ¿Y si no? -preguntó Cowart-. ¿Qué haremos entonces?
– Buscaremos mejor. Pero creo que allí lo encontraremos.
Shaeffer asintió. Sonaba sencillo e imposible al mismo tiempo.
– ¿Dónde va usted ahora? -preguntó Cowart de nuevo.
– Ya se lo he dicho. A organizar los refuerzos. Tal vez a rellenar algunos informes. Y quiero pasar por mi casa a ver a mi familia. Nos reuniremos antes de que salga el sol.
Luego arrancó y se alejó a gran velocidad, dejando al periodista y la joven detective en la acera, como un par de turistas despistados en el extranjero. Por un instante miró por el retrovisor y los vio dirigirse a la recepción del motel. Parecían pequeños, indecisos. Luego tomó una curva y los perdió de vista. Sintió una especie de liberación interior, como si se hubiera aflojado algo que lo estaba oprimiendo. Sentía también que la amargura brotaba en su interior, notaba su regusto en la lengua. La noche lo envolvía y, por primera vez en días, se sintió tranquilo, lo suficiente para dar rienda suelta a su ira. Condujo bruscamente, a toda velocidad pero sin rumbo. No tenía la menor intención de rellenar informes ni de organizar refuerzos. Se dijo: «Las cuentas con la muerte pueden esperar.»
Cowart y Shaeffer se registraron en el motel y se dirigieron al restaurante para comer algo. Ninguno de los dos tenía mucho apetito, pero era la hora de cenar, de modo que parecía lo lógico. Les atendió una camarera que, a juzgar por sus gestos, se sentía incómoda con el almidonado uniforme azul, probablemente demasiado estrecho, que le aprisionaba los exuberantes pechos. El interés que mostró al tomarles nota fue mínimo. Mientras esperaban, Cowart miró a Shaeffer y cayó en la cuenta de que no sabía prácticamente nada de ella. Y también de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había estado sentado frente a una mujer joven. Tras la agresiva personalidad que proyectaba la detective se escondía en realidad una mujer atractiva. Cowart pensó: «Si esto fuera Hollywood, habrían surgido entre nosotros sentimientos intensos por todas las vivencias comunes y ahora nos fundiríamos en un abrazo -pensó él y sonrió-. Pero me temo que ni siquiera lograremos mantener una conversación agradable.»
– Esto no es parte de los cayos, ¿verdad? -comentó por decir algo.
– No.
– ¿Usted creció allí abajo?
– Sí, más o menos. Nací en Chicago pero nos trasladamos allí cuando yo era pequeña.
– ¿Por qué decidió hacerse policía?
– ¿Es una entrevista? ¿Piensa escribir un artículo sobre mí?
Cowart le hizo un gesto desdeñoso con la mano, pero se dio cuenta de que posiblemente tuviera razón. Era probable que acabara incluyendo los pequeños detalles cuando se sentara a relatar todo lo ocurrido.
– No. Sólo trataba de entablar una conversación normal. No tiene por qué responder. Podemos quedarnos en silencio, a mí no me supone ningún problema.
– Mi padre era policía, detective en Chicago hasta que le dispararon. Después de su muerte nos trasladamos a los cayos. En busca de refugio, supongo. Yo pensé que tal vez me gustaría el trabajo de policía, así que me matriculé después del instituto. Lo llevo en la sangre, supongo. Y eso es todo.
– ¿Cuánto tiempo lleva…?
– Dos años en coche patrulla. Seis meses en atracos y robos. Tres meses en homicidios. Ya está. Ésa es mi historia.
– ¿Los asesinatos de Tarpon Drive han sido su primer caso importante?
Ella negó con la cabeza.
– No. Y, por cierto, todos los homicidios son importantes.
Shaeffer no supo si Cowart se había tragado el farol o se había percatado, pero él se centró en la ensalada, que era unos trozos de lechuga iceberg con un tomate cortado y salsa Thousand Island. Pinchó un cuarto de tomate con el tenedor y lo levantó.
– Nueva Jersey número seis -dijo.
– ¿Cómo?
– Tomates de Nueva Jersey -explicó él-. De hecho, seguramente no estén maduros pero por el aspecto éste podría tener un año, por lo menos. ¿Sabe lo que hacen? Los recogen cuando aún están verdes, mucho antes de que maduren. Por eso están duros como una piedra. Al cortarlos no se descomponen, no se salen las semillas ni la pulpa; así los quieren los restaurantes. Por supuesto, nadie se comería un tomate verde, de modo que le inyectan un colorante rojo para que luzcan mejor. Los venden por miles de millones a los locales de comida rápida.
Ella lo contempló. «Ya no sabe lo que dice -pensó-. Bueno, no es de extrañar. Su vida se ha ido al traste. -Se miró la mano-. Tal vez tenemos eso en común.»
Guardaron silencio. La taciturna camarera les llevó la cena. Cuando Shaeffer ya no pudo contenerse más, preguntó:
– Ahora dígame qué demonios cree que va a pasar.
Empleó un tono de voz bajo, casi de conspiración, pero cargado de apremio por saber. Cowart se apartó ligeramente de la mesa y la miró antes de responder:
– Creo que vamos a encontrar a Ferguson en casa de su abuela.
– ¿Y después?
– El teniente lo detendrá por el asesinato de Joanie Shriver, otra vez, aunque sea inútil. O por obstrucción a la justicia. O por mentir bajo juramento. O quizá como testigo material de la desaparición de Wilcox. Por cualquier cosa que se le ocurra. Entonces usted y él cogerán todo lo que sabemos y lo que no sabemos y comenzarán a interrogarlo. Y yo escribiré un artículo y esperaré a que explote la bomba. -La miró-. Al menos Ferguson estará controlado y no por ahí haciendo de las suyas. Es el único modo de frenarlo.
– ¿Y será así de fácil?
Cowart negó con la cabeza.
– No -respondió-. Será peligroso y arriesgado.
– Ya lo sé -repuso ella muy tranquila-. Sólo quería asegurarme de que usted también lo supiera.
Volvieron a guardar silencio durante unos instantes incómodos, hasta que Cowart dijo:
– Todo ha ocurrido muy deprisa, ¿verdad?
– ¿A qué se refiere?
– Parece que haya pasado mucho tiempo desde que Sullivan fue ejecutado en la silla. Pero sólo han pasado unos días.
– ¿Hubiera preferido que durara más? -preguntó ella.
– No. Quiero que termine.
– ¿Y qué pasará cuando todo termine?
Cowart no dudó en responder:
– Que tendré la posibilidad de volver a lo que hacía antes de que empezara todo esto. Sólo la posibilidad. -Se guardó la respuesta que consideraba más exacta: «Tendré la posibilidad de estar a salvo.» Soltó una risita sarcástica-. Lo más probable es que me linchen de mala manera en el proceso. Y a Tanny Brown. Tal vez a usted también. Pero… -Se encogió de hombros dando a entender que ya no le importaba, lo cual era mentira.
Para Shaeffer, la gente que pretendía que las cosas volvieran a ser como antes solía ser tremendamente ingenua.
– ¿Confía usted en el teniente Brown? -preguntó.
Cowart titubeó.
– Creo que es un hombre peligroso, si se refiere a eso. Pienso que ha tocado fondo. También creo que va a hacer lo que dice. -Se abstuvo de añadir: «Creo que está lleno de rabia contenida y odio hacia sí mismo»-. Aunque desde luego no ha alcanzado su actual posición infringiendo la ley -continuó-. Ha llegado hasta ahí jugando limpio, ateniéndose a lo establecido, comportándose como la gente esperaba que lo hiciera. Transgredió la norma en una ocasión, cuando permitió que Wilcox diera una paliza a Ferguson para que confesara. Pero no volverá a cometer el mismo error.
– A mí también me parece que ha tocado fondo -coincidió ella-. Pero se lo ve decidido. -¿En realidad pensaba eso? Podría decirse lo mismo de Cowart, o incluso de ella misma.
– Da igual -dijo Cowart de repente.
– ¿Porqué?
– Porque los tres vamos a llevar esto hasta el final.
La camarera fue a retirar los platos y preguntó si iban a tomar postres. Rehusaron, y tampoco pidieron café. La camarera, hosca, parecía haberse anticipado a sus respuestas: traía la cuenta, que dejó sin más encima de la mesa. Shaeffer insistió en pagar su mitad. De camino a las habitaciones no cruzaron palabra. Tampoco se dieron las buenas noches.
Andrea Shaeffer cerró la puerta y fue directa a la cómoda de la pequeña habitación. Imágenes de los días anteriores y retazos de conversaciones invadían su mente de un modo confuso e inquietante. Pero respiró hondo y se recompuso. Colocó su bolso encima de la cómoda y sacó su semiautomática de 9 mm. Extrajo el cargador de la culata para asegurarse de que estaba lleno. Inspeccionó el cañón y se cercioró de que todo el mecanismo funcionaba correctamente. Volvió a cargar el arma y la depositó delante de sus ojos. Luego rebuscó en su bolso el cargador de repuesto. Lo revisó y a continuación lo colocó junto a la pistola.
Miró fijamente el arma.
Pensó en las horas que había pasado practicando con aquella pistola. La jefatura central del condado de Monroe tenía un campo de tiro en una zona deshabitada justo debajo de Marathon. El procedimiento era muy simple; mientras ella avanzaba entre una serie de edificios abandonados que eran poco más que el armazón de cemento de casas blanqueadas por el sol, un oficial de control de campo activaba electrónicamente una serie de objetivos. Ella solía obtener buenos resultados, puntuando regularmente por encima de noventa. Pero lo que más le gustaba era lo excitante de aquellas prácticas, tener que avistar el objetivo, distinguir si era amigo o enemigo y, una vez decidido, disparar o no. Le producía una sensación de total inmersión, ajena a todo salvo al sol, al peso de la pistola y a los objetivos que iban apareciendo. Era una zona diseñada para aprender a matar. Allí se sentía cómoda, sola, con el único cometido de ir avanzando.
Miró de nuevo la pistola.
«Nunca he disparado a un objetivo en la vida real», pensó.
Recordaba el frío y la neblina de las calles de Newark.
No había sido como ella lo imaginaba. Ni siquiera había sabido que entonces estaba en medio de una acción real. Los viandantes, las miradas y los gestos amenazadores, la inútil persecución por las calles. Por primera vez había sido de verdad para ella. Apretó los dientes y se prometió que no volvería a fallar.
Dejó el arma sobre la cama y alcanzó el teléfono. Michael Weiss contestó al tercer tono.
– ¡Eh, Andy! -exclamó-. Vaya, me alegra saber de ti. ¿Cómo han ido las cosas por ahí? ¿Qué ha pasado con tu chico malo?
– Yo tenía razón -respondió Shaeffer-. Ese tipo está como un cencerro. Tengo que ayudar a este poli de Escambia con un arresto, luego volveré a casa.
Notó que Weiss estaba asimilando su enigmática explicación. Antes de que él pudiera replicar, agregó:
– Estoy en Florida. Puedo llegar a Starke mañana, ¿de acuerdo? Allí te pondré al corriente.
– Está bien -respondió él-. Pero no pierdas más tiempo. Por cierto, adivinas qué he encontrado.
– ¿El arma del crimen?
– No he tenido tanta suerte. Pero adivina quién realizó doce llamadas de teléfono a su hermano de los cayos durante el mes previo a los asesinatos. Y adivina de quién era el todoterreno nuevecito al que multaron por exceso de velocidad en la 1- 95, a las afueras de Miami, veinticuatro horas antes de que el señor periodista hallara los cuerpos.
– ¿Del bueno del sargento?
– Bingo. Mañana veré al concesionario. Tengo que averiguar exactamente cómo compró ese cuatro por cuatro nuevo, rojo. Con neumáticos gruesos y una barra de luces. Ya sabes, un Ferrari de paleto sureño. -Soltó una risita-. Venga, Andy, yo ya he recabado toda la información. Ahora necesito tu famosa técnica de interrogatorio implacable para acorralar a ese tipo. Es el hombre que buscamos. Lo presiento.
– Iré mañana -dijo ella.
Colgó. Sus ojos se posaron en el arma, que yacía en la cama a su lado. Dejó la mente en blanco, cogió la pistola y, protegiéndola entre sus manos, se tumbó en la cama y se quitó los zapatos, aunque no la ropa. Se dijo que necesitaba dormir un rato y cerró los ojos, sin soltar la pistola, ligeramente indignada con Cowart por haber puesto de relieve la verdad: ella seguiría implicada hasta el final.
Cowart se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando al teléfono, como si esperara que fuera a sonar. Finalmente cogió el auricular. Pulsó el ocho para establecer una comunicación de larga distancia, luego comenzó a marcar el número de su ex mujer y su hija en Tampa. Pulsó nueve de los once dígitos y se detuvo.
No se le ocurría nada que decir. No tenía nada que añadir a lo que les había contado de madrugada. Y no quería enterarse de que habían desoído su advertencia y continuaban desprotegidas y expuestas al peligro en su lujosa casa de urbanización. Era preferible imaginar a su hija descansando a buen recaudo en Michigan. Desconectó la línea, volvió a pulsar el ocho y marcó el número de la centralita del Miami Journal. Necesitaba hablar con alguien del periódico.
– Miami Journal- contestó una voz de mujer.
Cowart guardó silencio.
– Miamijournal -repitió la mujer con cierta impaciencia-. ¿Oiga?
La operadora colgó y Cowart se quedó sosteniendo el auricular. Pensó en Vernon Hawkins y deseó poder telefonear al cielo. «O tal vez al infierno -se dijo-. ¿Qué me aconsejaría Hawkins? Sin duda que lo arreglara y luego continuara con mi vida.» Aquel viejo detective no tenía tiempo para tonterías.
Volvió a mirar el auricular. Mientras sacudía la cabeza, como resistiéndose a cumplir una orden que no había recibido, se lo llevó al oído y marcó el número de la recepción.
– Soy Cowart, de la ciento uno. Querría que me llamaran a las cinco para despertarme.
– Sí, señor. Tiene usted que madrugar.
– Así es.
– Habitación ciento uno a las cinco. Descuide, señor.
Colgó y se tumbó en la cama. Le pareció un mal chiste que la única persona en el mundo con la que se le ocurría hablar fuera el recepcionista de un anodino motel. Cerró los ojos y se dispuso a esperar a que llegara la hora de levantarse.
La noche envolvió al teniente Brown como un traje que no se ajusta a la talla. Un calor suave y húmedo anegaba el aire oscuro. Ráfagas ocasionales de luz surcaban el cielo distante, como si hubiera estallado una tormenta en el Golfo, a kilómetros de distancia, más allá de la costa de Pensacola. Daba la impresión de que se estaban librando batallas a lo lejos. Pachoula, sin embargo, continuaba tranquila, ajena a las colosales fuerzas que se batían en las cercanías. Volvió a centrar su atención en la silenciosa calle por la que circulaba. A la derecha vio la escuela, un edificio bajo y poco atractivo, a la espera de la transfusión de niños que le devolvería la vida. Escuchó crujir la suspensión del coche a medida que avanzaba y se detuvo un instante bajo el sauce, volviendo la mirada atrás para contemplar la escuela.
«Aquí comenzó todo. Fue exactamente aquí donde ella se subió al coche. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no vio el peligro y echó a correr hasta ponerse a salvo? ¿Ni siquiera gritó pidiendo ayuda?»
Era la edad, él lo sabía, pasaba lo mismo con su propia hija. Era lo bastante mayor para estar expuesta a todos los horrores del mundo, pero demasiado pequeña para saber reconocerlos. Pensó en cuántas veces se había planteado contarles a su hija y a Joanie Shriver la verdad sobre los peligros que acechaban a todas horas. Pero en todas las ocasiones había preferido tragarse los horrores que resonaban en su cabeza para que las niñas tuviesen un día más, una hora más, unos minutos más de inocencia y de la libertad que aquélla conlleva.
«Uno pierde algo cuando sabe estas cosas», pensó.
Recordó la primera vez que alguien lo había llamado «negro» y la lección que había aprendido aquel día. Fue a los cinco años y volvió a casa llorando. Su madre lo consoló y consiguió que se le pasara el disgusto, pero no pudo asegurarle que no volvería a suceder. En aquel momento Brown supo que había perdido algo. «Lo que uno aprende sobre el mal lo aprende despacio, pero para siempre -pensó-. Los prejuicios. El odio. La compulsión. El asesinato. Cada lección te arranca un trocito de la esperanza de la juventud.»
Puso el coche en marcha y recorrió unas manzanas hasta la casa de los Shriver. Había luz en la cocina y el salón y, por un instante, consideró la posibilidad de llamar a la puerta. Sería bienvenido, no lo dudaba. Le ofrecerían un café, tal vez algo de cena. «Pero antes éramos amigos. Ahora no soy más que alguien que evoca recuerdos terribles.» Le ofrecerían asiento en el salón y esperarían educadamente a que les explicara el motivo de su visita y él se vería forzado a inventarse algo que sonara más o menos oficial. No sería capaz de contarles nada de lo que estaba sucediendo. Y al final ellos hablarían sobre su hija y dirían que echaban de menos a la de Brown, la amiga de Joanie, porque ya no pasaba nunca por allí. Escuchar aquello le resultaría muy duro.
Se quedó contemplando la casa hasta que las luces se apagaron y se fueron a la cama, a dormir, fuera como fuese el sueño que los Shriver lograran conciliar.
Brown tenía una extraña sensación de invisibilidad, como si el color de su piel se fundiese con la noche. Tuvo un horrible y fugaz pensamiento: que Ferguson sintiera lo mismo al deslizarse en la oscuridad, dejando que lo camuflara. «¿Es así como se siente?», se preguntó. No supo responderse.
Recorrió las calles que conocía desde la infancia, calles que susurraban sobre la edad y la continuidad, antes de toparse con las recientes urbanizaciones residenciales, que hablaban de cambio y futuro. Sintió la textura de la ciudad casi como un granjero cuando remueve la tierra. De pronto se encontró en su propia calle; vislumbró un coche patrulla aparcado a media manzana y se detuvo detrás.
El agente uniformado se apeó inmediatamente; llevaba la pistola en una mano y en la otra una linterna con la que alumbró hacia el coche de Brown.
Él bajó.
– Soy yo, el teniente Brown -se identificó.
El joven agente se acercó.
– Dios mío, teniente, me ha dado un susto de muerte.
– Lo siento. Sólo quería echar una ojeada.
– ¿Va a quedarse, señor? ¿Quiere que me vaya?
– No. Quédese. Yo tengo otros asuntos que atender.
– De acuerdo.
– ¿Alguna novedad?
– No, señor. Bueno, sí, una cosa, pero lo más seguro es que no fuera nada. Un Ford oscuro último modelo. Matrícula de otro estado. Pasó dos veces por aquí hace una hora. Muy despacio, como si me estuviera observando. Debería haber tomado nota de la matrícula, pero no me dio tiempo. Pensé en seguirle, pero no ha vuelto a pasar por aquí. Eso es todo. Nada serio.
– ¿Vio al conductor?
– No, señor. La primera vez no me llamó la atención. Sólo me fijé cuando pasó de nuevo. Probablemente no hay nada de raro en eso. Alguien que vino a ver a algún familiar y se perdió, seguro que fue algo así.
Tanny Brown miró al joven policía y asintió con la cabeza. No sentía miedo, sólo asumió con frialdad que tal vez la muerte había pasado lentamente por allí.
– Sí. Seguro que fue algo así. Pero esté alerta, ¿entendido?
– Sí, señor. Dentro de media hora vendrán a relevarme. Me aseguraré de informar acerca de ese Ford.
Tanny Brown regresó a su coche. Miró hacia su casa. Las luces estaban apagadas. «Mañana hay cole», pensó. Una oleada de responsabilidades domésticas se le vino encima. Su vida había quedado eclipsada desde que empezó a seguirle la pista a Ferguson. No se sentía culpable por ello; obsesionarse y desatender la normalidad cotidiana formaba parte del trabajo de policía. De pronto se sintió muy agradecido a su padre. Conseguir que las niñas acabasen los deberes, apagaran la maldita televisión sin protestar demasiado y se metiesen en la cama no era tarea fácil.
Por un momento, tuvo ganas de entrar para ver a sus hijas mientras dormían, incluso hablar un momento con el viejo, que probablemente estaría roncando en un sillón de la sala, con los sueños humedecidos en whisky. Su padre solía tomarse uno o dos whiskis cuando las niñas se iban a la cama; ayudaba a mitigar el dolor de la artritis. De vez cuando, Tanny lo acompañaba con una copa; había ocasiones en que él también necesitaba un consuelo para sus propios dolores. Por un instante imaginó que tenía a su difunta mujer a su lado en el coche y sintió ganas de hablar con ella.
«¿Qué le diría? -se preguntó-. Que no lo he hecho del todo mal, pero que ahora necesito arreglar las cosas. Volver a ponerlas en su sitio lo mejor que pueda. Lograr que todo vuelva a ser seguro como antes.»
Asintió con la cabeza y apartó el coche del bordillo. Se alejó atravesando calles conocidas, lugares que le traían recuerdos del pasado. Notaba la presencia de Ferguson como un mal olor que se hubiera quedado impregnado en la ciudad. Se sentía mejor moviéndose de un lado a otro, como si su vigilancia sirviera de protección. Ni siquiera le pasó por la cabeza irse a dormir; recorrió arriba y abajo las calles de su memoria, aguardando a que transcurriera la suficiente noche para ver con claridad y hacer lo que mejor conviniese.
Al principio, la luz del alba parecía reacia a abrirse camino entre las sombras. Desdibujaba las formas, convirtiendo el mundo en un lugar sereno e inquietante. Era todavía de noche cuando Brown pasó por el motel a recoger a Cowart y Shaeffer. Habían recorrido las calles desiertas, dejando atrás farolas y letreros de neón, una tenue iluminación que sólo contribuía a aumentar la inevitable sensación de soledad que acompaña a las primeras horas del día. Adelantaron a unos pocos coches y furgonetas. No se veía a nadie por las aceras. Sólo divisaron unas cuantas personas en la barra de una tienda de donuts; aquél fue el único indicio de que no estaban solos.
Brown conducía muy deprisa, saltándose los stop y un par de semáforos en rojo. Al cabo de pocos minutos ya habían atravesado la ciudad y se dirigían a las afueras. Era como si Pachoula hubiera tropezado y se hubiera quedado atrás; como si la tierra se hubiera ido expandiendo hasta rodearlos y arrastrarlos hacia la variada maraña de sauces llorones, grandes zarzamoras retorcidas y extensos pinares. Luces y sombras, verdes apagados, marrones y grises, todo se mezclaba con fluidez; tenían la sensación de adentrarse en un mar de bosque movedizo.
El teniente se desvió de la carretera principal y el coche comenzó a vibrar y dar sacudidas por el camino flanqueado de árboles que llevaba a la cabaña de la anciana Ferguson. A Cowart le suscitó miedo aquella familiaridad, como si hubiera algo terrible y al mismo tiempo tranquilizador en la idea de haber pasado antes por aquel camino.
Trató de imaginarse lo que ocurriría, pero su desasosiego fue aún mayor. Le vino a la cabeza la carta que había recibido muchos meses atrás: «… un crimen que no cometí.» Aferrando el reposabrazos, clavó la mirada al frente.
Desde el asiento trasero, Andrea Shaeffer rompió el mutismo que mantenían.
– Creía que había ido a organizar los refuerzos. No veo a nadie. ¿Qué está pasando aquí?
Brown respondió con tono cortante para evitar más preguntas.
– Pediremos ayuda si la necesitamos.
– ¿Y qué me dice de los uniformados? ¿No necesitaríamos unos uniformados?
– No se preocupe, todo irá bien.
– ¿Dónde están los refuerzos?
– Están esperando -masculló el teniente.
– ¿Dónde?
– Cerca.
– ¿Podría mostrarme dónde?
– Desde luego -respondió Brown, y sacó su revólver reglamentario de la pistolera que colgaba al hombro-. Aquí. ¿Satisfecha?
Aquello puso punto final a la conversación. A Shaeffer no la sorprendió que fueran a proceder solos. De hecho, cayó en la cuenta de que ella lo prefería así. Se permitiría el lujo de plantar cara a Ferguson cuando llegaran a la cabaña de la abuela. «Ese capullo creyó que me había asustado. Pensó que yo había salido corriendo -se dijo-. Pues aquí estoy. Y no soy ninguna chiquilla indefensa.» Bajó la mano hasta su pistola. Miró a Cowart, que iba con la mirada al frente completamente absorto, ajeno a todo.
Pensó que nunca volvería a acercarse tanto a la esencia de lo que significaba ser policía como en aquel momento y los que vendrían a continuación. La determinación de aquella búsqueda parecía haber sobrepasado con mucho las consideraciones profesionales, como los derechos y las pruebas, y haber entrado en un terreno completamente distinto. Se preguntó si la proximidad de la muerte siempre desembocaba en la locura, y se respondió: «Por supuesto.»
– Está bien -dijo tras una breve pausa; había empezado a subirle la adrenalina-. ¿Cuál es el plan?
El coche dio un tumbo al pasar por un bache.
– Caramba -exclamó agarrándose al asiento-. Este cabrón vive en el quinto pino.
– Hacia allá es todo pantano -respondió Cowart-. Y tierras pobres de labranza hacia este lado. -Wilcox se lo había enseñado a él-. ¿Cuál es el plan? -le preguntó a Brown.
El teniente se detuvo a un lado del camino y paró el coche. Bajó la ventanilla y el aire húmedo del rocío penetró en el interior. Señaló adelante, más allá de la amalgama de luces y sombras grisáceas.
– La casa de la abuela está a unos cuatrocientos metros en esa dirección -dijo-. Haremos el resto del trayecto a pie. Así no despertaremos a nadie innecesariamente. Usted, detective Shaeffer, rodeará la casa y vigilará la puerta de atrás. Tenga el arma preparada. Asegúrese de que no huya por ahí. Si lo intenta, deténgalo. ¿Entendido? Deténgalo…
– ¿Quiere decir que…?
– Digo que lo detenga. Estoy seguro de que ciertos procedimientos son los mismos en Monroe que aquí en Escambia. Ese cabrón es sospechoso de homicidio. De varios homicidios, incluida la desaparición de un agente de policía. Ése es suficiente motivo razonable para actuar. También es un criminal convicto. O al menos lo fue en su día… -Miró a Cowart, que no dijo nada-. Bien, detective, ya conoce las normas sobre el uso del arma. Deduzca lo que tiene que hacer.
Shaeffer palideció ligeramente pero asintió con la cabeza.
– Entendido -respondió, tratando de imprimir alguna firmeza a su voz-. ¿Cree usted que va armado? ¿Y que nos está esperando?
Brown se encogió de hombros.
– Es probable que vaya armado. Pero no creo que nos esté esperando agazapado. Hemos venido muy rápido, seguramente tanto como él. No me parece que esté preparado, todavía no. Pero no olvide una cosa: éste es su territorio.
– Ya.
Tanny Brown respiró hondo. Al principio su voz había sonado fría y distante, pero ahora traslucía agotamiento e inquietud, quizás indicio de un final inminente.
– ¿Lo ha entendido? -le preguntó a Shaeffer-. No quiero que Ferguson escape por la puerta de atrás y se oculte en la zona del pantano. Si se mete ahí no lograremos encontrarlo. Él se ha criado aquí y…
– Lo detendré -dijo ella. No agregó «esta vez lo haré», aunque era lo que tenían en mente los tres.
– Bien -continuó Brown-. Cowart y yo iremos por delante. No tengo una orden, así que improvisaré sobre la marcha. Primero llamaré a la puerta y me anunciaré, y luego entraré. No se me ocurre otro modo. Al cuerno los procedimientos legales.
– ¿Y qué pasa conmigo? -preguntó Cowart.
– Usted no es policía, de modo que no tengo control sobre sus actos. Si quiere acompañarnos, hacer sus preguntas, lo que sea, adelante. Lo único que no quiero es que después aparezca un abogado alegando que he vulnerado los derechos de Ferguson, otra vez, por traerlo a usted conmigo. Así que usted va por su cuenta. ¿Entendido?
– Entendido.
– ¿Le parece bien? ¿Lo entiende?
– Sí, está bien -asintió Cowart. Iban separados en busca de lo mismo. Uno llamaría a la puerta con una pistola, el otro con una pregunta, ambos buscando las mismas respuestas.
– ¿Piensa arrestarlo? -preguntó Shaeffer-. ¿De qué lo acusará?
– Bueno, primero le sugeriré que nos acompañe para que podamos interrogarlo. A ver si viene voluntariamente. Si se niega lo arrestaré otra vez por el asesinato de Joanie Shriver, y además por obstrucción a la justicia y por mentir bajo juramento, como ya les dije ayer. Por las buenas o por las malas, vendrá con nosotros. Una vez lo tengamos a buen recaudo, aclararemos todo lo ocurrido.
– ¿Va a pedírselo o…?
– Intentaré ser educado -respondió Brown, y una leve y triste sonrisa asomó a la comisura de sus labios-. Pero tendré el arma amartillada, el dedo en el gatillo y el cañón apuntando a la cabeza de ese hijoputa.
Shaeffer asintió.
– No se saldrá con la suya -añadió Brown en voz baja-. Mató a Joanie y a Bruce. Y a saber a cuántos más. Esto se tiene que acabar aquí.
Hubo un tenso silencio.
Cowart pensó: «Llega un punto en que las pruebas que exige un tribunal de justicia dejan de importar.» Unos rayos de luz atravesaron tímidamente las ramas de los árboles, lo bastante para revelarles las formas del camino.
– ¿Y usted, Cowart? -preguntó de pronto el teniente-. ¿Lo tiene todo claro?
– Lo suficiente.
Brown asintió y abrió la puerta.
– Perfecto -dijo, incapaz de disimular cierto tono burlón-. Entonces, vamos allá.
Al bajar del coche al estrecho camino de tierra, encorvó ligeramente sus anchas espaldas, como dispuesto a enfrentarse a una tempestad. Por un instante, Cowart lo observó avanzar a paso firme y pensó: «¿Cómo pude suponer en algún momento que entendía lo que hay realmente dentro de él o de Ferguson?» Ahora, ambos hombres le parecían igual de misteriosos. Desechó ese pensamiento y se dio prisa en alcanzar al teniente. Shaeffer se situó al otro lado y mientras los tres marchaban en línea, la niebla matutina amortiguaba sus pasos formando una especie de volutas de humo gris alrededor de sus pies.
Cowart fue el primero que divisó la casa, en un pequeño claro al final del camino. La bruma procedente de la ciénaga la envolvía con un halo misterioso y fantasmagórico. Dentro no había luces; al primer vistazo no percibió ningún movimiento, aunque suponía que habían llegado a la hora de levantarse. «Seguro que la anciana se levanta antes del canto del gallo -pensó-. Y también seguro que se queja de que el pobre bicho no cumple con su obligación.» Aminoraron el paso a la vez y se ocultaron en las sombras de los árboles para inspeccionar la casa.
– Está ahí -susurró Brown.
– ¿Cómo lo sabe?
El teniente señaló hacia la parte trasera de la cabaña. Cowart vio que por detrás sobresalía el capó de un coche. Aguzó la vista y distinguió entre la suciedad el azul y amarillo de la matrícula: Nueva Jersey.
– Además, es su tipo de coche -susurró Brown-. Un par de años. Fabricado en Estados Unidos. Apuesto a que no tiene nada que llame la atención. Completamente anodino. El tipo de coche que pasa inadvertido, como el que tenía antes.
Se volvió hacia Shaeffer y le puso la mano en el hombro, apretándolo. Cowart advirtió que era el primer gesto afectuoso que le dedicaba a la joven policía.
– Sólo hay dos puertas -añadió en susurros pero conservando la firmeza-. La delantera, donde estaremos nosotros. Y la trasera, donde va a estar usted. Ahora bien, si no recuerdo mal, hay ventanas en el lateral izquierdo, ahí… -Señaló el lado de la casa más cercano al bosque-. Allí están las habitaciones. Yo cubriré todas las ventanas de la derecha. Usted vigilará la puerta trasera, pero piense que él puede intentar huir por la ventana. Téngalo presente. Y manténgase alerta. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -respondió ella, y tuvo la sensación de que le temblaba la voz.
– Quiero que permanezca ahí, en su puesto, hasta que yo la llame. ¿De acuerdo? La llamaré por su nombre. Manténgase callada y agachada. Usted será la válvula de seguridad.
– Está bien.
– ¿Ha participado alguna vez en una misión como ésta? -le preguntó Brown-. Supongo que debí preguntárselo antes. -Sonrió.
Ella negó con la cabeza.
– He hecho varias detenciones. Conductores borrachos y bribones de tres al cuarto, y un par de violadores. Pero nadie como Ferguson.
– No hay muchos como Ferguson para practicar -bromeó Cowart.
– No se preocupe -repuso Brown con tono tranquilizador-. Es un cobarde. Sí, muy valiente con niñas y adolescentes asustadas, pero incapaz de enfrentarse a personas como usted y yo… -Cowart tuvo ganas de recordarle a Wilcox, pero se contuvo-. Téngalo en cuenta. No va a haber nada que… -añadió con su acento sureño, un tono relajado pero incongruente con lo que estaba diciendo-. Bueno, vayámonos antes de que acabe de amanecer y la gente empiece a despertar.
Shaeffer asintió y echó a andar, pero al punto se detuvo.
– ¿Hay perro? -preguntó con inquietud.
– No. -Brown hizo una pausa y repitió las instrucciones-. Cuando usted llegue a la esquina, yo iré hacia la puerta del frente. Usted cubrirá la parte de atrás. Cuando yo haya llegado a la puerta lo sabrá, no voy a ser muy sigiloso.
Shaeffer cerró los ojos un instante, respiró hondo y se armó de valor. Se dijo: «Ni un solo error esta vez.» Miró la desvencijada cabaña y pensó que en un lugar tan reducido no habría espacio para errores.
– Vamos allá -dijo, y avanzó a paso ligero por el claro, ligeramente agachada, surcando el aire húmedo y la neblina.
Cowart la observó aproximarse a la esquina de la casa, pistola en mano, apuntando hacia abajo pero preparada.
– ¿Está viéndolo, Cowart? -preguntó Brown, y su voz pareció llenar algún vacío interior del periodista-. ¿Tomará nota de todo?
– De todo -respondió, y apretó los dientes.
– No veo su libreta.
Cowart alzó la mano y le enseñó una delgada libreta que sacudió de un lado a otro. Brown sonrió y le dijo:
– Me alegra que vaya armado, que sea un tío peligroso.
Cowart lo miró fijamente.
– Es broma, Cowart. Relájese.
Cowart asintió y el teniente observó a Shaeffer, apostada en la esquina de la cabaña. Luego sonrió levemente. Se irguió y sacudió los hombros como un perro al incorporarse. Cowart pensó que Brown era una especie de guerrero cuyos miedos y aprensiones se desvanecían apenas el enemigo aparecía ante sus ojos. No es que se mostrara feliz, pero parecía cómodo con cualquier peligro que acechara en el interior de la casa, más allá de la luz frágil del amanecer y las grises espirales de neblina. El periodista se miró las manos, como si fueran una ventana abierta hacia sus sentimientos. Tenían aspecto pálido pero firme. Pensó: «He llegado hasta aquí. Llegaré hasta el final.»
– Pues no es un chiste tan malo, dadas las circunstancias -respondió por fin.
Ambos sonrieron.
– Está bien -dijo Brown-. Toque de diana.
Se giró hacia la casa y recordó la primera vez que había ido allí en busca de Ferguson. Entonces no se imaginaba la avalancha de prejuicios y odio que desataría. Todos los sentimientos que Pachoula quería olvidar habían resucitado cuando Robert Earl Ferguson fue trasladado a la comisaría para ser interrogado sobre el asesinato de la pequeña Joanie Shriver. Brown tenía muy claro que no pasaría por aquello otra vez.
Comenzó a avanzar deprisa, cruzando directamente el estéril y reseco patio delantero de la casa, sin volver la vista atrás para comprobar si Cowart lo seguía. El periodista llenó los pulmones de aire, se preguntó por qué de pronto el aire le había secado la boca y se dio cuenta de que la sequedad no procedía del aire; entonces apretó el paso hasta dar alcance al teniente.
Brown se detuvo al pie de los escalones del porche. Se volvió hacia Cowart y susurró:
– Si todo se va al carajo de repente, apártese de mi línea de fuego.
Cowart asintió rápidamente con la cabeza, la agitación recorriéndole todo el cuerpo, siguiendo el rastro de los miedos que reverberaban, en su interior.
– Vamos allá -dijo el teniente.
Subió los escalones de dos en dos y Cowart lo siguió. Sus pisadas crujieron en el entarimado, a lo cual se añadió el apremio con que llamó a la puerta. De inmediato se apartó a un lado para quitarse de en medio y empujó a Cowart hacia el otro lado. Abrió la puerta mosquitera y accionó el pomo de la principal, que se resistió.
– ¿Cerrada? -susurró Cowart.
– No. Atascada, creo.
Volvió a girar el pomo. Miró a Cowart negando con la cabeza. Luego golpeó con fuerza tres veces la madera desconchada, haciendo vibrar la casa entera.
– ¡Ferguson! ¡Policía! ¡Abre la puerta!
Antes de que se extinguiera el eco de su atronadora voz, había arrancado la puerta mosquitera. Luego dio un paso atrás y lanzó una patada brutal contra la puerta. Al agrietarse, el marco produjo un chasquido similar a un disparo y Cowart dio un respingo. Brown se apartó de nuevo y pegó otro patadón a la puerta, que se deformó y quedó medio abierta.
– ¡Policía! -gritó de nuevo.
Y a continuación lanzó todo su peso contra la puerta, con el hombro por delante, como un defensa que se lanza a un placaje desesperado del que depende la victoria de su equipo.
La puerta cedió con ruido de madera rajándose y astillándose.
Brown acabó de derribarla y entró en el recibidor medio agachado, apuntando con el arma en todas direcciones. Volvió a gritar:
– ¡Policía! ¡Ferguson, sal de ahí!
Cowart vaciló un instante, tragó saliva y siguió los pasos del policía, confuso y con el estruendo del asalto retumbándole aún en los oídos. Aquello era como saltar a un precipicio, pensó.
– ¡Maldita sea! -exclamó Brown, y se dispuso a llamar de nuevo, pero no necesitó hacerlo.
Robert Earl Ferguson salió de una habitación.
Por un instante, pareció que su piel oscura se confundía con las grises sombras del amanecer que penetraban por las ventanas. Avanzó lentamente hacia el encorvado teniente. Llevaba puesta una holgada camiseta azul y unos vaqueros desgastados aún sin abrochar. Iba descalzo y sus pasos producían sonidos sordos en el suelo de madera. Levantaba los brazos con desgana, casi con despreocupación, como rindiéndose con sorna. Entró en la sala y se detuvo frente a Tanny Brown, que se fue enderezando con cautela, manteniendo la distancia. Una falsa sonrisa apareció en el rostro de Ferguson, que echó un vistazo rápido alrededor. Se fijó en los destrozos de la puerta y luego en Matthew Cowart. A continuación clavó la mirada en Brown.
– ¿Piensa pagar la puerta? -preguntó-. No estaba cerrada. Sólo es un poco testadura. No hacía falta romperla. La gente del campo no necesita cerrar las puertas. Usted lo sabe. Bien, ¿qué quiere de mí, detective?
No había ni un ápice de angustia o miedo en su voz. Tan sólo una desesperante serenidad, como si los hubiera estado esperando.
– Ya sabes lo que quiero de ti -repuso Brown sin dejar de apuntarle al pecho.
Pero los dos hombres continuaban alejados, mirándose con recelo de una punta a otra de la pequeña habitación.
– Ya. Quiere alguien a quien culpar. Siempre la misma historia -dijo Ferguson con frialdad.
Observó la pistola que lo apuntaba. Luego buscó la mirada del policía, entornando los ojos para que su gesto pareciera tan duro como su voz.
– No voy armado -dijo, extendiendo las manos con las palmas hacia arriba-. Y no he hecho nada. No necesita el arma.
Brown no movió la pistola un centímetro y Cowart notó un fugaz asomo de duda y nerviosismo en el rostro de Ferguson, pero al punto se desvaneció. Su voz había sonado como la de un hombre intocable. Cowart miró a Brown y cayó en la cuenta: «No puede tocarlo.»
El asesino se volvió hacia Cowart, ignorando al policía. Esbozó una lenta sonrisa que provocó un escalofrío al periodista.
– ¿Usted también ha venido por lo mismo, señor Cowart? Esperaba la visita del teniente, pero creí que usted habría entrado en razón. ¿O le ha traído algún otro motivo?
– No. Sigo buscando respuestas -le respondió Cowart con voz ronca.
– Pensaba que en nuestra charla del otro día habría encontrado todas las respuestas. No se me ocurre qué otras preguntas puede tener, señor Cowart. Pensaba que las cosas habían quedado bastante claras. -Pronunció las últimas palabras con un tono áspero.
– Las cosas nunca quedan del todo claras -respondió Cowart.
– Bueno -dijo Ferguson señalando a Brown-, ya tiene una respuesta. Acaba de ver cómo se comporta este hombre. Destroza mi puerta y me amenaza con una pistola. Seguro que se está preparando para arrearme otra paliza. ¿Qué piensa sonsacarme a golpes esta vez, teniente?
Brown no respondió.
Cowart negó con la cabeza y dijo:
– Esta vez no habrá errores.
Ferguson montó en súbita cólera y tensó los brazos.
– No puedo decirles nada -les espetó Ferguson.
Dio un paso hacia el periodista, pero se detuvo. Cowart vio que luchaba por mantener el control. Lo logró y se apoyó contra una pared.
– Yo no sé nada. Por cierto, teniente, ¿dónde está su compañero? Si van a darme otra paliza echaré de menos al detective Wilcox. Va a necesitar su ayuda, ¿no le parece?
– Tú sabrás decirme dónde está… -repuso Brown con tono cortante-. Eres la última persona que lo vio.
– ¿No me diga? -Al parecer, Ferguson se había pasado la noche en vela preparando las respuestas, como si supiera lo que iba a suceder aquella mañana. Elevó la voz-. ¿Puedo bajar las manos si vamos a hablar?
– No. ¿Qué le pasó a Wilcox?
Ferguson sonrió de nuevo y, a pesar de la negativa, bajó las manos.
– Y yo qué coño voy a saber. ¿Se ha ido a alguna parte? Espero que al infierno. -Ensanchó la sonrisa con gesto burlón.
– A Newark -dijo Brown.
– Pues Newark es el mismísimo infierno -respondió Ferguson.
El teniente entornó los ojos. Tras una breve pausa, Ferguson dijo:
– Nunca lo he visto por allí. Maldita sea, llegué a Pachoula ayer mismo por la noche. Desde Jersey es un viaje bastante largo. ¿Dice que Wilcox estaba en Newark?
– Él te vio. Te persiguió.
– ¡Alto ahí! Yo de eso no sé nada. La otra noche un blanco pirado empezó a perseguirme, pero no logré verle la cara. En ningún momento se acercó lo suficiente. De todas formas, lo perdí de vista en un callejón. Llovía mucho. No sé qué le pasó. Ya sabe, en mi barrio hay persecuciones a todas horas. No es extraño tener que largarse por piernas en un momento dado. Y le aseguro que no me gustaría estar en el pellejo de un blanco que ande solo de noche por allí, ya me entiende. Es un lugar muy poco recomendable. Allí la gente te arranca el corazón para canjearlo por una raya de coca.
Volvió la mirada hacia Cowart.
– ¿No es así, señor Cowart? Claro que sí, te arrancan el corazón.
Matthew Cowart sintió una ira tan repentina como abrumadora. Miró a Ferguson y la rabia y la frustración lo embargaron. Se acercó a él y le hincó el bolígrafo en el pecho.
– Me mentiste -le espetó-. Me mentiste antes y me estás mintiendo ahora. Tú lo mataste, admítelo. Y también mataste a Joanie. Los mataste a todos. ¿A cuántos? ¿A cuántos, maldita sea?
Ferguson se irguió.
– No diga insensateces, señor Cowart -respondió con fría serenidad-. Ese hombre -señaló a Brown- le ha llenado la cabeza de cosas absurdas. Yo no he matado a nadie. Ya se lo dije el otro día. Y se lo repito ahora.
Volvió la vista hacia el policía.
– No tiene con qué amenazarme, teniente. Absolutamente nada que pueda sostenerse más de un minuto ante un tribunal, nada que cualquier abogado no pueda hacer picadillo. No tiene nada de nada.
– Yo lo tengo todo -dijo Cowart.
Ferguson le lanzó una mirada furibunda y el periodista notó un calor repentino en la cara.
– ¿Cree tener en sus manos algún dato relevante sobre la verdad, señor Cowart? Pues no, no lo tiene.
Ferguson apretó los puños con fuerza.
Brown avanzó echando chispas.
– ¡Que te den por culo, Bobby Earl! Vendrás conmigo a comisaría. Vamos…
– ¿Me está arrestando?
– Sí. Para empezar, por el asesinato de Joanie Shriver, por segunda vez. Y también por obstrucción a la justicia, por ocultación de pruebas y por mentir bajo juramento. Y como testigo material de la desaparición de Wilcox. Con eso tendremos de sobra.
El rostro de Brown parecía de acero. Introdujo la mano libre en el bolsillo de la chaqueta y sacó unas esposas. Elevó el arma a la altura de la cara de Ferguson.
– Ya conoces el trámite. De cara a la pared con las piernas abiertas.
– ¿Me está arrestando? -repuso Ferguson dando un paso atrás. Elevó el tono de voz, la ira volvía a embargarlo-. Ya fui exento de ese crimen. Y el resto no son más que tonterías. ¡No puede detenerme!
El teniente le acercó el arma al entrecejo.
– Mírame -dijo lentamente, el gesto desencajado de rabia-. No deberías haber dejado que te encontrara, Bobby Earl, porque ahora todo ha terminado para ti. En este preciso instante. Se acabó.
– No puede acusarme de nada -insistió Ferguson, riéndose fríamente-. Si pudiera, habría venido aquí con todo un ejército. No habría traído a un miserable periodista cuyas preguntas idiotas no llevan a ninguna parte. -Escupía las palabras como insultos-. Quedaré en libertad, teniente, y usted lo sabe. -Se rió-. Libre como un pájaro.
Pero las palabras de Ferguson contradecían los movimientos nerviosos de su cuerpo. Inclinaba los hombros hacia delante, el ir y venir de sus pies era constante, como si estuviera preparándose para recibir un golpe en un combate de boxeo.
Brown se percató de ello.
– Dame un motivo -dijo-. Sabes que me encantaría.
– No pienso ir con usted -dijo Ferguson-. ¿Tiene una orden?
– Vendrás conmigo -siseó Brown-. Quiero ver cómo vuelves al corredor de la muerte, ¿me oyes? Ése es tu sitio. Esto se acabó.
– Nunca se acabará -respondió Ferguson, retrocediendo.
– ¡Nadie irá a ninguna parte! -exclamó una voz quebrada.
Los tres hombres se volvieron.
Cowart vio los dos cañones de la escopeta antes que a la menuda y enjuta abuela de Ferguson. Apuntaba con el arma a Tanny Brown.
– Nadie irá a ninguna parte -repitió-. Y mucho menos al corredor de la muerte.
Brown desvió rápidamente su pistola hacia el pecho de la mujer, agazapándose mientras lo hacía. Ella llevaba un fantasmal camisón blanco que ondeaba en torno a su figura cada vez que se movía. Tenía el pelo recogido y los pies descalzos. Era como si hubiera cambiado la comodidad de su cama por una pesadilla. Apretaba la culata del arma bajo el brazo, apuntando al policía, exactamente igual que había hecho el día que disparó a Cowart.
– Señora Ferguson -dijo el teniente en voz baja, ya en posición de tiro-, por favor baje el arma.
– No te llevarás al chico -repuso ella con ferocidad.
– Señora Ferguson, cálmese y entre en razón…
– No me hables de entrar en razón. Te digo que no te llevarás a mi chico.
– No me ponga las cosas más difíciles de lo que ya son.
– Me importa un bledo que sean difíciles. He tenido una vida difícil. A lo mejor morir será más fácil.
– No hable de ese modo, señora. Déjeme hacer mi trabajo. Todo saldrá bien, ya lo verá.
– Ahora no intentes engatusarme con buenas palabras, Tanny Brown. Lo único que has hecho ha sido traer problemas a esta casa.
– No -replicó Brown con suavidad-, no he sido yo quien ha traído los problemas. Ha sido este chico suyo.
Brown había ido imprimiendo a su discurso el acento sureño, como si intentara hablar el mismo idioma que un extranjero desorientado.
– Tú y ese maldito periodista. Tendría que haberos matado antes. -Se volvió hacia Cowart y le espetó-: Usted sólo ha traído odio y muerte.
Cowart no respondió. Pensó que había algo de verdad en lo que decía la anciana.
– No, señora -continuó calmándola Brown-. No he sido yo ni ha sido el periodista. Ha sido su chico. Usted lo sabe.
Ferguson se apartó a un lado, como calculando el alcance de la onda expansiva del disparo. Su voz sonó con una cruel serenidad.
– Vamos, abuela. Mátalo. Mátalos a los dos. -La anciana compuso una expresión de asombro-. Mátalos. Adelante. Hazlo ya -continuó Ferguson, retrocediendo en dirección a la anciana.
Brown dio un paso adelante, con el arma aún preparada para disparar.
– Señora Ferguson -dijo-, la conozco desde hace mucho tiempo. Y usted conocía a mi gente, a mis primos; antes íbamos juntos a la iglesia. No me obligue a…
Ella lo interrumpió con resentimiento.
– ¡Todos me dejasteis sola hace muchos años, Tanny Brown!
– Mátalos -susurró el nieto, acercándose a ella.
Brown giró la cabeza hacia Ferguson.
– ¡Alto ahí, cabrón! ¡Y cierra el pico!
– Mátalos -repitió Ferguson.
– No está cargada -dijo Cowart de pronto. Continuaba clavado en la misma posición, deseando desesperadamente ponerse a cubierto pero incapaz de que su cuerpo reaccionara ante el miedo-. Utilizó la última bala conmigo el otro día. No está cargada -insistió con su farol.
La anciana se volvió hacia él.
– Si piensa eso es que usted es un estúpido. -Miró con frialdad al periodista-. ¿Quiere apostar la vida a que no tenía más cartuchos?
Brown continuaba apuntando a la mujer.
– No quiero disparar -le advirtió.
– A lo mejor yo sí -respondió ella-. Sólo te digo una cosa: no volverás a llevarte a mi nieto. Antes tendrás que pasar por encima de mi cadáver.
– Señora Ferguson, usted sabe lo que el chico ha hecho…
– No me importa lo que haya hecho. Es lo único que me queda y no pienso dejar que lo apartes de mí otra vez.
– ¿Usted llegó a ver lo que le hizo a aquella niña? -preguntó Cowart de repente.
– Me da igual -contestó la anciana-. Eso no es asunto mío.
– Ella no fue la única -se obstinó Cowart-. Ha habido otras. En Perrine y Eatonville. Niñas negras, señora Ferguson. También ha matado niñas negras.
– No sé nada de ninguna niña -respondió con voz ligeramente temblorosa.
– Y también ha matado a mi compañero -añadió Brown en voz baja, como si hablando más alto corriera el riesgo de que la situación se descontrolara por completo.
– No me importa. No me importa nada de todo eso.
Ferguson se escudó detrás de la anciana.
– No dejes que se muevan, abuela -dijo. Y desapareció por el pasillo central de la casa.
– No pienso permitir que se vaya -dijo Brown.
– Entonces o tú me disparas a mí o yo te disparo a ti -respondió la vieja.
Cowart vio que Brown tenía el dedo sobre el gatillo. También vio que la punta del arma temblaba ligeramente.
El silencio y la tenue luz de la mañana inundaban la habitación. Ni la anciana ni Tanny Brown se movieron.
«Brown no disparará -pensó Cowart-. Si hubiera querido ya lo habría hecho. Al principio, cuando vio por primera vez la escopeta. Ahora ya no lo hará.» Miró a Brown y supo que una marejada de sentimientos lo inundaba.
El teniente tenía el estómago encogido y notaba una desagradable acidez en la lengua. Miró fijamente a la anciana, observando su fragilidad de mujer consumida por la edad y, al mismo tiempo, su voluntad de hierro. «¡Mátala! -se dijo. Y pensó-: ¿Cómo podrías hacer algo así?» Intentaba sopesarlo todo en su cabeza, pero la balanza se inclinaba precipitadamente de un lado a otro.
Ferguson volvió a la sala. Esta vez ya iba vestido del todo: sudadera gris, vaqueros y zapatillas de deporte. Llevaba un pequeño petate de lona en la mano. Hizo un último intento.
– Venga, abuela, mátalos de una vez. -Pero su voz no denotaba confianza en que la anciana fuera a hacerlo.
– Márchate -le dijo ella con voz gélida-. Márchate y no vuelvas nunca más.
– Pero abuela… -dijo él, sin cariño ni tristeza, sólo con cierto tono de fastidio.
– No vuelvas a Pachoula. No vuelvas a mi casa. Nunca más. Estáis todos llenos de una maldad que me supera. Márchate a otra parte a hacer lo que sea. Yo lo he intentado -dijo amargamente-. Tal vez no lo haya hecho muy bien, pero he puesto todo mi empeño. Habría sido mejor que murieras de pequeño y así no habrías causado tanto dolor aquí. Ahora coge tu dolor y llévatelo para siempre. Es todo lo que puedo darte ahora mismo. Márchate. Todo lo que pase a partir de que salgas por esa puerta será asunto tuyo, ya no tendrá que ver conmigo. ¿Entiendes?
– Abuela…
– No más sangre, ya no más, después de esto -dijo ella con determinación.
Ferguson se rió y respondió con tono de indiferencia.
– Está bien. Si ésa es tu decisión, me voy. -Se volvió hacia Cowart y Brown. Sonrió y dijo-: Pensé que acabaríamos hoy, pero me temo que no podrá ser. Tal vez en otra ocasión.
– Él no se va -dijo Brown.
– Sí, sí se va -repuso la anciana-. Si lo quieres, tendrás que buscarlo en otra parte, pero no en mi casa. Mi casa, Tanny Brown, no es gran cosa, pero es mía. Y tú te llevarás este condenado asunto a otra parte, igual que él. Te digo lo mismo a ti. Vete. Ésta es la morada del Señor y quiero que continúe siéndolo.
Brown asintió con la cabeza e hizo un gesto de aquiescencia, pero no bajó el arma, sino que continuó apuntando a la abuela mientras el nieto pasaba por su lado, casi rozándolo, y se dirigía a paso cauteloso hacia la destrozada puerta. Los ojos de Brown lo siguieron, y su pistola temblaba ligeramente como queriendo seguirlo también.
– Márchate ya -dijo la anciana. Su voz denotaba profunda tristeza y sus ojos enrojecieron con lágrimas de sufrimiento. Cowart pensó: «Ferguson también ha matado a su abuela.»
Ya en la puerta, Ferguson volvió la vista atrás.
Brown, con furia y frustración, le dijo:
– No te preocupes, volveré a encontrarte.
– Aunque lo haga, eso no significará nada porque volveré a quedar en libertad -le respondió Ferguson-. Siempre quedaré libre, Tanny Brown. Siempre.
Que fuera o no un mero alarde carecía de importancia. Las palabras fueron pronunciadas y resonaron en el espacio que los separaba.
Cowart pensó que aquello era el mundo al revés: el asesino quedaba libre y el policía no podía moverse. Quiso hacer algo, pero no supo qué. El miedo y la amenaza lo obnubilaban como una terrible pesadilla. «Tengo que hacerlo», se ordenó, y se dispuso a decir algo, pero en ese momento vio que los ojos de Ferguson se abrían como platos. Después oyó el grito estridente y al borde de la angustia.
– ¡Quietos!
Era Andrea Shaeffer, agachada y en posición de tiro, con los brazos extendidos, la pistola amartillada y apuntando a Ferguson. Estaba tres metros por detrás de la anciana, en el pasillo que conducía a la cocina, por la que había entrado sin que nadie la oyera.
– ¡Baje la escopeta! -ordenó, tratando de camuflar la ansiedad con el volumen de su voz.
Pero la anciana no obedeció. En lugar de bajar el arma, se dio la vuelta con movimientos entrecortados, como en las películas antiguas, y buscó a la detective con el cañón de la escopeta, dispuesta a disparar.
– ¡Suéltela! -gritó Shaeffer. Los dos cañones, como ojos de depredador, la apuntaban al pecho. Sabía que la duda solía ir acompañada de la muerte y en esa ocasión no podía fallar.
Cowart abrió la boca y farfulló algo indescifrable.
– ¡Dios mío, no! -exclamó Brown, pero sus palabras se perdieron en el eco de la detonación: Shaeffer había disparado.
La pistola dio una sacudida en sus manos pero ella, repentinamente frenética, la dominó. Tres disparos sacudieron la quietud de la mañana, tres fogonazos que iluminaron fugazmente las habitaciones de aquella cabaña pequeña y oscura.
El primero elevó a la anciana y volvió a dejarla en el suelo, como si no pesara más que un suspiro. El segundo dio contra la pared, de la que salieron despedidos fragmentos de yeso y madera. El tercero hizo añicos una ventana y se desvaneció en el aire de la mañana. La abuela de Ferguson levantó los brazos y la escopeta cayó estrepitosamente al suelo. La anciana cayó hacia atrás, golpeándose contra la pared y quedando inerte en el suelo, con los brazos extendidos como en actitud de súplica.
– ¡Dios mío, no! -volvió a gritar el teniente Brown, y corrió hacia la mujer, luego vaciló.
Apartó la vista de la mancha carmesí que se extendía por el camisón de la anciana y se fijó en Cowart, que estaba inmóvil, pasmado, con la boca entreabierta. El periodista pestañeó, como si acabara de despertar de un mal sueño y dijo para sí «Dios mío»; y de repente se volvió hacia la puerta destrozada.
Ferguson había desaparecido.
Cowart señaló la puerta y farfulló sin palabras, sólo con agitación y desconcierto. Brown corrió hacia allí.
Shaeffer entró en la habitación con las manos temblorosas, la mirada clavada en la mujer agonizante.
Brown salió al porche y el silencio lo asustó; el mundo parecía un paisaje informe de niebla y luces del alba. No se oía nada. Ninguna señal de vida. Escudriñó el patio y luego se asomó al lateral de la casa, desde donde divisó a Ferguson corriendo hacia el coche aparcado detrás.
– ¡Alto! -le gritó.
Ferguson se detuvo, pero no para rendirse: en la mano derecha empuñaba un revólver de cañón corto. Disparó dos veces y las balas silbaron cerca del teniente. Brown se sorprendió al percibir que las detonaciones eran las del arma de Wilcox. Un maremoto de furia estalló en su interior.
– ¡Alto, hijo de la gran puta! -volvió a tronar, y salió corriendo por el porche, devolviendo los disparos.
Sus balas no alcanzaron a Ferguson, pero impactaron en el coche, una de cuyas ventanas estalló. Aquel fragor diabólico inundó el aire de la mañana.
Ferguson volvió a disparar mientras corría hacia la hilera de árboles que había al fondo del descampado. Brown tomó posición en el extremo del porche y se ordenó afinar la puntería. Respiró hondo y con los ojos enrojecidos de furia y dolor vio pasar por la mira de la pistola la espalda del asesino. «¡Ahora!»
Y apretó el gatillo.
La pistola se movió en su mano y el tiro se desvió, impactando contra el tronco de un árbol.
Ferguson se volvió, miró a Brown y disparó otra vez antes de desaparecer en la oscuridad del bosque.
En cuanto Brown salió por la puerta, Shaeffer corrió hacia la anciana. Se arrodilló, con la pistola aún en la mano, extendió la mano libre y palpó suavemente el pecho de la mujer, como un niño cuando toca algo para comprobar si es real. Al levantar la mano tenía los dedos manchados de sangre. La anciana respiró por última vez con un sonido sordo y entrecortado al inspirar. Después exhaló el último suspiro. Shaeffer se quedó mirándola fijamente y luego se volvió hacia Cowart.
– No tenía opción… -dijo.
Esas palabras sacaron del trance catatónico al periodista. Cruzó la habitación y recogió la escopeta del suelo. La abrió rápidamente y comprobó que las dos recámaras estaban vacías.
– Vacía -dijo.
– Oh, no -respondió Shaeffer.
Él le entregó la escopeta.
– Oh, no -repitió ella en voz baja-. ¡Mierda! -Miró al periodista en busca de consuelo. De pronto parecía tremendamente joven-. No tuve opción -repitió.
En el exterior, oyeron el estampido de los disparos.
Cowart se agachó instintivamente. Entre las detonaciones, el silencio era más profundo y denso, y él se sintió como un nadador en medio del océano. Cogió aire y corrió hacia la puerta. Shaeffer lo siguió.
Vio a Brown en la esquina del porche, disparando ansiosamente con su revólver ya vacío. El gatillo resonaba en vano, hasta que el teniente comenzó a recargar su arma.
– ¿Dónde está? -preguntó Cowart.
Brown repuso:
– ¿Y la anciana?
– Ha muerto -respondió Shaeffer-. Yo no sabía…
– Usted no podía evitarlo…
– La escopeta estaba vacía -añadió Cowart.
Brown lo miró con gesto de resignación. A continuación se incorporó y señaló hacia el bosque.
– Voy tras él.
Shaeffer asintió con la sensación de estar siendo arrastrada por una corriente invisible. Cowart también asintió.
El teniente bajó del porche de un salto y se lanzó a cruzar el claro a paso ligero, camino de las sombras que comenzaban unos cincuenta metros más allá. Fue acelerando el ritmo a medida que avanzaba, de modo que, al llegar a la oscura vegetación que había engullido a Ferguson no corría muy deprisa pero sí lo suficiente para compensar los minutos que el asesino le llevaba de ventaja.
Era consciente de que los otros dos iban jadeando tras él a unos metros de distancia, pero no les prestó atención. En lugar de esperarlos, se adentró en la frondosidad del bosque, con la mirada fija en un estrecho sendero, sabiendo que su presa no tardaría en aparecer en medio de la espesura. Se dijo: «Este también es mi territorio. Yo también me he criado aquí. Lo conozco tan bien como él.» Continuó avanzando.
El calor iba creciendo, absorbiéndoles la energía a medida que se internaban en la maraña de ramas y enredaderas. Sin abandonar el estrecho sendero, Shaeffer y Cowart seguían a Brown con el impulso de su determinación. El teniente avanzaba sin parar, intentando anticiparse a los movimientos de Ferguson.
De vez en cuando aparecían señales de que Ferguson también iba por aquel sendero: Brown vio una huella en la tierra húmeda y Cowart encontró un desgarrón de la sudadera gris enganchado en un espino.
La tensión y el sudor les nublaban la vista.
Brown recordó la guerra, y pensó: «Yo he estado en sitios mucho peores que éste.» Sintió una mezcla de temor y emoción y continuó. Shaeffer avanzaba con dificultad, sin poder apartar de su cabeza la imagen de la anciana abatida en el suelo de la cabaña, mezclada con un recuerdo difuso de Wilcox desapareciendo en la oscuridad de aquel barrio siniestro. Pensó que la muerte se estaba burlando de ella; cada vez que intentaba hacer lo correcto, le ponía la zancadilla y ella caía de bruces en el error. Tenía muchas cosas que corregir pero no sabía cómo.
Cowart tenía la sensación de que con cada paso se iba adentrando más y más en una pesadilla. Había perdido su libreta y su bolígrafo; una mata de zarzas se los había arrebatado de la mano, produciéndole un corte que le escocía de un modo irritante. Por un instante se preguntó qué hacía allí. Luego se dijo: «Escribir el último párrafo.»
El suelo era cada vez más blando y los zapatos se les quedaban pegados a la tierra. Hacía un calor denso y húmedo. El bosque tenía un aspecto más espeso y tupido a medida que se acercaban al pantano, como si ambos lucharan por la posesión de la tierra. A esas alturas los tres estaban llenos de mugre y barro y tenían rasgones en la ropa. Cowart pensó que en algún lugar la mañana debía de ser despejada y acogedora, pero no allí, no bajo aquel entramado de ramas que tapaba el cielo. Ya ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaban persiguiendo a Ferguson. Cinco minutos, una hora, un día… tal vez la vida entera.
De pronto Brown se detuvo, se arrodilló y les indicó que se agacharan. Ellos se acuclillaron junto a él y siguieron la dirección de sus ojos.
– ¿Sabe dónde estamos? -preguntó Shaeffer entre susurros.
El teniente asintió.
– Él lo sabe -respondió señalando a Cowart.
El periodista respiró hondo.
– Cerca de donde encontraron el cuerpo de la niña -dijo.
Brown asintió.
– ¿Ve algo? -preguntó Shaeffer.
– Aún no.
Guardaron silencio y escucharon. Un pájaro levantó el vuelo entre las ramas de un arbusto. Se oía un ruidito en otro arbusto. «Una serpiente», pensó. Temblaba a pesar del calor. La brisa que soplaba sobre la copa de los árboles parecía muy lejana.
– Está allí -dijo Brown.
Señaló un claro del denso lodazal de bosque y pantano. Los rayos de sol iluminaban un pequeño espacio abierto en el camino. El claro, rodeado por un laberinto de follaje, tenía unos diez metros de largo. Lograron divisar por donde continuaba el sendero, entre dos árboles alejados, como un agujero de oscuridad.
– Atravesaremos ese claro -dijo Brown en voz baja-. Después no se tarda mucho en llegar al agua. El agua se extiende a lo largo de kilómetros, hasta el próximo condado. Ferguson tiene dos opciones: una, continuar pese a la dureza del camino y llegar al otro lado, suponiendo que lo logre sin perderse y sin que le pique una serpiente o lo devore un cocodrilo o algo así, pero tendrá frío y estará mojado y sabe que yo lo estaré esperando; y dos, hacer lo que en realidad quiere hacer: volver sobre sus pasos, acabar con nosotros, coger su coche y no parar hasta la frontera de Alabama.
– Pero ¿cómo va a hacerlo? -preguntó Cowart.
– Intentará tendernos una emboscada. Sabe que si lo logra podrá moverse a sus anchas. -Brown reflexionó un instante antes de añadir-: Exactamente lo que ha estado haciendo hasta ahora.
– ¿Cree que en el claro…? -preguntó Cowart.
– Es un buen lugar para intentarlo.
Shaeffer miró al frente y dijo:
– Así pues, pretende matarnos. ¿Qué vamos a hacer?
Brown se encogió de hombros.
– Impedírselo.
Cowart miró el claro y susurró:
– Al parecer, ese claro es ineludible. Hay que cruzarlo por fuerza, ¿no?
El teniente, casi incorporado, asintió con la cabeza. Volvió a mirar el pequeño espacio abierto y pensó que era un buen lugar para el combate. Sin duda era el lugar elegido por Ferguson. No había forma de rodearlo, y tampoco de evitarlo. En aquel momento pensó en lo injusto que resultaba que la orilla del pantano conspirara con Ferguson para ayudarlo a escapar. Cada rama de árbol, cada obstáculo, les estorbaba a ellos y lo ocultaba a él. Escrutó la hilera de árboles en busca de algún color o alguna forma que no encajara. «Muévete, cabrón -pensó-. Sólo un pequeño movimiento para que yo te vea.» Al no ver ninguno, maldijo para sus adentros.
No veía más opción que seguir avanzando.
– No bajéis la guardia ni un segundo -les advirtió.
Salió al claro revólver en mano, con los músculos tensos y los sentidos alertas. Shaeffer lo siguió a un metro por detrás; sujetaba su arma con las dos manos, pensando: «Aquí se decidirá todo.» Sintió el deseo de hacer una sola cosa antes de morir. Cowart se incorporó y siguió a Shaeffer a otro metro de distancia. Se preguntó si los otros estarían tan asustados como él, y se contestó que eso no importaba.
El silencio los envolvió.
Brown estaba nervioso. La sensación de encontrarse en el punto de mira de Ferguson era acuciante y le quitaba el aire.
Cowart sólo notaba el calor y una vulnerabilidad extrema. Sentía que caminaba a ciegas. Sin embargo, él fue quien se percató de un leve movimiento: la vibración de unas hojas, un chasquido entre los arbustos y un cañón metálico que les apuntaba. Gritó «¡Cuidado!» al tiempo que se arrojaba al suelo, sin poder creer que, en pleno ataque de pánico, hubiera logrado articular una palabra.
Brown se lanzó hacia delante, rodó por el suelo y trató de colocar el arma en posición de tiro, sin saber hacia dónde disparar.
Sin embargo, Shaeffer no se agachó, sino que se dio la vuelta gritando hacia el movimiento y disparando a ciegas. El disparo se desvaneció en el aire. Pero el estruendo de su 9 mm fue ahogado por tres atronadoras detonaciones procedentes del revólver de Ferguson.
Brown lanzó un grito sofocado cuando una bala impactó en el suelo, junto a su cabeza. Cowart intentó pegarse al máximo a la tierra mojada. Shaeffer volvió a gritar, esta vez de dolor, y se desplomó en el suelo como un pájaro con un ala rota, sujetándose el codo herido. Se retorció entre gritos agudos. Cowart alargó el brazo y la arrastró hacia sí mientras Brown se incorporaba, apuntando con el arma aunque sin ver nada. Tenía el dedo en el gatillo, pero no disparó. Al quedarse en silencio, oyó el ruido de los árboles y arbustos entre los que Ferguson corría.
Shaeffer sostenía su pistola sin fuerza, la sangre le corría brazo abajo hacia la muñeca e iba manchando el brillante acero del arma. El periodista cogió la pistola y se puso en pie, siguiendo el rastro de la huida de Ferguson.
No fue consciente de que se estaba saltando el guión.
Disparó.
Sin vacilar, dejó que el estruendo de la pistola borrara toda reflexión acerca de lo que estaba haciendo, apretó el gatillo y disparó las ocho balas que quedaban contra la espesura de árboles y matorrales.
Continuó apretando el gatillo con la recámara ya vacía, plantado en medio del claro y escuchando el eco de las detonaciones. Luego dejó caer el brazo de la pistola con gesto de agotamiento.
Por un momento los tres parecieron congelados, hasta que Shaeffer soltó un gemido de dolor y Cowart se agachó a socorrerla. El quejido hizo reaccionar a Brown, que aparentó volver en sí. Se arrastró por el suelo y examinó la herida en el brazo de la detective. Vio el hueso astillado que traspasaba la piel. La sangre arterial manaba a borbotones de la carne desgarrada. Levantó la vista hacia el bosque, como si buscara consejo, y volvió a agachar la cabeza. Tan rápido como pudo, rasgó una tira de su chaqueta e hizo un torniquete alrededor del brazo herido. Rompió una rama verde de un árbol y la anudó con la tela. Sus manos se movían con agilidad: hay viejas lecciones que nunca se olvidan. Tras girar la rama para ajustar la ligadura, vio que la hemorragia disminuía. Miró a Cowart, que había ido hasta el extremo del claro para escudriñar la frondosidad del bosque. El periodista continuaba con la pistola en la mano.
– Creo que le he dado -dijo y se volvió hacia Brown extendiendo la mano: estaba manchada de sangre.
Brown se puso en pie, asintiendo.
– Quédese con Shaeffer -le dijo.
Cowart negó con la cabeza.
– No, yo voy con usted.
La herida gimió.
– Quédese -repitió Brown.
Cowart se disponía a decir algo, pero el policía añadió:
– Ahora es mío.
El periodista resopló con frustración. Las sensaciones se agolpaban en su interior. Pensó en todo lo que había hecho hasta ese momento y se dijo: «Esto no puede acabarse aquí para mí.»
Shaeffer volvió a quejarse.
Cowart vio que no le quedaba elección y asintió con la cabeza. Se quedó esperando junto a la detective herida, pero se sentía más solo que nunca.
El teniente se adentró en el bosque, sorteando la maraña de zarzales y ramas que se le venían encima y le tiraban de la ropa, arañándole las manos y la cara como un gato salvaje. Avanzaba a paso rápido y firme, pensando: «Si está herido, habrá salido corriendo en línea recta.» Tenía que recuperar los segundos que había perdido haciendo el vendaje a la detective.
Vio la mancha de sangre que había encontrado Cowart al asomarse desde el claro, luego otra unos quince metros más allá en dirección a la ciénaga. Una tercera marcaba el camino unos diez metros después. Eran pequeñas, sólo gotas rojas que contrastaban con las sombras verdes.
Siguió avanzando, sintiendo el agua negra que se extendía ante él.
El bosque crepitaba a su alrededor. Iba apartando las trepadoras y los helechos que le cerraban el paso. La persecución ya no consistía más que en pura velocidad y fuerza bruta, en un auténtico arrebato de furia. Brown apartaba a golpes todo lo que se interponía en su camino.
No vio a Ferguson hasta que lo tuvo prácticamente encima.
El asesino estaba apoyado en un mangle retorcido a la orilla de las aguas pantanosas que se desplegaban tras él como tinta negra. Un pequeño reguero de sangre le recorría la pierna desde el muslo hasta el tobillo y resaltaba sobre sus desgastados vaqueros. Apuntaba con el arma en dirección a Brown cuando éste apareció exactamente en el punto de mira.
El policía tuvo un solo pensamiento: «Soy hombre muerto.»
Lo asaltó un miedo espeluznante; todos los recuerdos de su familia y sus amigos se le congelaron en una gélida estampa. Quiso agacharse, retroceder, esconderse de alguna manera, pero se movía a cámara lenta y lo único que logró fue llevarse una mano a la cara, como si así pudiera desviar la bala que estaba a punto de abatirlo.
Fue como si de pronto se le hubiera agudizado el oído y la visión. Vio que el percutor de la pistola se movía lentamente hacia atrás y luego percutía rápidamente hacia delante.
Abrió la boca en un grito mudo.
Pero todo lo que oyó fueron dos chasquidos: la pistola estaba vacía. Una turbia mirada de sorpresa se instaló en el rostro de Ferguson. Bajó los ojos hacia el arma como un niño pillado en plena travesura.
Brown advirtió que se había caído al suelo, pues estaba cubierto de barro. Hincó una rodilla en el suelo y apuntó con su revólver.
Ferguson hizo una mueca. Luego pareció encogerse de hombros. Después levantó las manos en gesto de rendición.
El teniente respiró hondo y en su cabeza oyó una cacofonía de voces que le pedían cosas contradictorias: voces que clamaban deber y responsabilidad y voces que exigían venganza. Alzó la mirada hacia Ferguson y recordó sus palabras: «Volveré a quedar libre otra vez.» Y esas palabras se unieron al tumulto y las turbulencias que oía en su interior, reverberando como un trueno en la distancia. La disonancia lo ensordeció tanto que apenas oyó la detonación de su propio revólver y sólo supo que había disparado por el temblor que sintió en el puño.
Los disparos impactaron en Robert Earl Ferguson, lanzándolo contra unos matorrales espinosos. Por un instante su cuerpo se retorció de dolor y confusión. La incredulidad cruzó su mirada y se dispuso a negar con la cabeza, pero el movimiento quedó interrumpido en el instante en que la muerte congeló la sorpresa de su rostro.
Los minutos transcurrían inexorables.
Brown permaneció de rodillas frente al cuerpo del asesino, tratando de recomponerse. Luchó contra una mareante sensación de vértigo seguida de náuseas. Cuando se recuperó, esperó a que se le calmara el corazón e inspiró la primera bocanada de aire de la que fue consciente desde que había comenzado la persecución.
Miró los ojos ciegos de Ferguson.
– ¿Ves? -le dijo con amargura-. Te equivocabas.
Los pensamientos se agolpaban en su mente mientras contemplaba absorto el cadáver y el revólver caído a su lado. Aquella arma le resultaba tan familiar como la voz y la risa de su compañero. Sabía que Ferguson sólo podía haber obtenido el revólver de un modo y eso le produjo tristeza y dolor.
– Querías matarme con el arma de mi compañero, hijo de puta, pero ella se negó a hacerlo, ¿verdad? -dijo en voz alta.
Se fijó en las manchas de sangre que el cadáver tenía en la pierna, que indicaban dónde le había dado el disparo fortuito de Cowart. No podría haber llegado muy lejos con esa herida, al menos no hasta la libertad. Aquel disparo al azar del periodista lo había matado tanto como las dos balas de Brown.
El teniente se apoyó el revólver contra la frente, como quien se coloca un cubo de hielo para aliviar un dolor de cabeza. Su mente no le daba tregua; se volvió hacia Ferguson y le preguntó: «¿Qué clase de alimaña eras tú?», como si el cadáver pudiera responder. Luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso hacia donde había dejado a Cowart y Shaeffer. Volvió la vista atrás una vez, sólo para cerciorarse de que Ferguson no se había movido, para confirmar que continuaba muerto en los zarzales, como si no confiara en que la muerte fuera definitiva.
Caminó despacio, consciente por primera vez de que el día se había adueñado del bosque. Los rayos de sol atravesaban la techumbre de ramas e iluminaban el camino. Eso le provocó una ligera incomodidad. De pronto prefería la penumbra.
Tardó unos minutos en llegar al pequeño claro donde Cowart se había quedado con Shaeffer.
El periodista se había quitado la chaqueta para cubrir a la detective, que había palidecido y temblaba a pesar de que el calor apretaba cada vez más. La sangre que le brotaba del codo herido había empapado el torniquete. Estaba consciente y se esforzaba por no perder el conocimiento.
– He oído disparos -dijo Cowart-. ¿Qué ha pasado?
Brown suspiró.
– Ha escapado -respondió.
– Que ha… ¡pero cómo! -exclamó Cowart.
– Hay que atraparlo -farfulló Shaeffer, removiéndose de rabia y dolor, al borde de la inconsciencia.
– Se metió en el agua -respondió Brown-. Lo intenté desde lejos, pero…
– Pero ¿cómo que se escapó? -insistió Cowart con incredulidad.
– Desapareció. Se adentró en la ciénaga. Ya les dije lo que ocurriría si se metía ahí. Nunca lo encontraremos.
– Pero yo le di -replicó Cowart-. Estoy seguro.
El teniente no respondió.
– Le di -insistió el periodista.
– Sí, usted le dio -murmuró Brown.
– ¿Cómo? ¿Qué? ¿Cómo…? -empezó Cowart, pero se interrumpió y miró fijamente al policía.
Brown apartó la vista, incómodo ante el escrutinio del periodista. Luego se recompuso y dijo:
– Tiene que llevarse a Shaeffer de aquí. La herida no es muy grave, pero necesita atención inmediata.
– ¿Y usted?
– Yo voy a echar otro vistazo. Después regresaré con ustedes.
– Pero…
– Cuando lleguemos a Pachoula presentaremos cargos. Lo introduciremos en la base de datos nacional e implicaremos al FBI. Usted váyase a escribir su artículo.
Cowart continuaba mirándolo fijamente, tratando de leer entre líneas en sus palabras.
– Se ha escapado -repitió Brown con frialdad.
Y entonces Cowart lo comprendió. En su interior se desató una lucha entre el miedo y la ira. Miró enfurecido al policía.
– Lo ha matado -susurró-. Yo oí los disparos.
El teniente no dijo nada.
– Usted lo ha matado -repitió el periodista.
Brown negó con la cabeza, pero dijo:
– Debe entender una cosa, Cowart: si Ferguson aparece muerto en el pantano, nunca se sabrá nada. Ni de Wilcox ni de los demás. Todo acabará aquí y nadie volverá a interesarse por Ferguson. Sólo se preocuparán por usted y por mí: un policía que buscaba una venganza personal y un periodista que intentaba salvar su carrera. Nadie querrá que le hablen de sospechas, ni de teorías o pruebas contaminadas. Lo único que preguntarán es por qué vinimos aquí y matamos a un hombre. Un hombre inocente, ¿recuerda? Un hombre inocente. Pero si él se da a la fuga…
Cowart le clavó la mirada y pensó: «Se ha acabado, pero en cierto modo nunca acabará.» Dio un hondo suspiro y acabó el razonamiento del teniente:
– El que huye siempre es culpable. Un hombre culpable.
– Exacto.
– Y entonces todo continuará. La gente seguirá buscando respuestas…
– Y usted y yo se las daremos, ¿no es así? -Cowart cogió aire con un gesto dolorido-. Pero Ferguson está muerto. Usted lo mató…
Brown lo miró.
– Y yo también lo maté… -continuó el periodista, y titubeó antes de añadir lo obvio-: Nosotros lo matamos. -Volvió a respirar hondo.
Un torbellino de pensamientos se agolpó en su cabeza. Vio a Ferguson y recordó la risa de Sullivan al preguntarle «¿Acaso lo he matado a usted, Cowart?»; respondió «No» con la esperanza de estar en lo cierto; luego se le arremolinaron los recuerdos de su familia, de su hija, de la niña asesinada, de las niñas desaparecidas y de todo cuanto había sucedido. Pensó: «Esto es una pesadilla. Di la verdad y serás castigado; miente y se hará justicia.» Le parecía estar cayendo al vacío, como si sus manos se hubieran soltado de la escarpada pared de un acantilado; un acantilado que él mismo había decidido escalar. Hizo acopio de fuerzas y se imaginó que clavaba un piolet en la roca y lograba detener la caída. «Puedes vivir con ello, aunque solo», se dijo. Miró a Tanny Brown, que estaba agachado, examinando el vendaje ensangrentado de Andrea Shaeffer, y entonces se dio cuenta de que se equivocaba. La pesadilla sería compartida. Se fijó en Shaeffer y pensó: «Al menos su herida cicatrizará.»
– Se ha escapado -dijo finalmente.
Tanny Brown se limitó a mirarlo.
– Sí, teniente, se ha escapado por la ciénaga. Vuelva allí y eche un vistazo, pero no creo que lo encuentre. Lo más seguro es que logre marcharse a algún sitio. Atlanta, Chicago, Detroit, Dallas… A cualquier sitio.
Luego se agachó y levantó a la detective del suelo dejando que apoyara el brazo en su hombro.
– Escriba el artículo -dijo entonces Tanny Brown.
– Lo haré.
– Un artículo absolutamente convincente -añadió el policía.
– Lo será.
Brown asintió con la cabeza.
Matthew Cowart empezó a conducir a Andrea Shaeffer por el sendero de regreso a la civilización. Iba apoyándose en él. El periodista notaba que la detective apretaba los dientes para aguantar el dolor, sin quejarse. La mente de Cowart comenzó a cavilar mientras sostenía el peso de la policía herida. «Escríbelo de tal modo que elogien la valentía de esta joven. Cuéntale a todo el mundo cómo se enfrentó a un sádico asesino y recibió el impacto de una bala. Conviértela en una heroína. En televisión se pelearán por la historia. La prensa sensacionalista también. Eso le brindará una oportunidad.» Comenzaron a surgirle ideas en la cabeza y se sintió reconfortado… Se imaginaba las columnas impresas, los titulares saliendo de las rotativas. Había avanzado unos diez metros cuando se volvió para mirar al teniente, que continuaba en el linde del claro.
– ¿Cree que hacemos bien? -preguntó Cowart espontáneamente.
Brown se encogió de hombros.
– En esta historia nada ha estado bien. Desde el comienzo. De todas maneras, tampoco nos quedaba otra opción.
Cowart asintió con la cabeza. Aquélla era la única verdad incontestable. No sonrió, pero dijo:
– Una circunstancia un tanto extraña para empezar a confiar el uno en el otro, ¿no cree?
Luego se volvió y continuó ayudando a la joven herida en el camino de vuelta a la seguridad. Ella lanzó un pequeño gemido y se apoyó en él. Lo que estaba haciendo era algo insignificante para el mundo, se dijo Cowart. Pero al menos estaba salvando a una persona. Y encontró consuelo en el pensamiento de que tal vez había salvado a otras.
Tanny Brown esperó hasta que Cowart y Shaeffer desaparecieron por el sendero entre la densa vegetación. Luego se encaminó hacia el pantano. Tardó sólo unos minutos en localizar el cuerpo de Ferguson.
El cadáver ofreció resistencia mientras él intentaba sacarlo de la trampa de los zarzales. Sintió la fría agua del pantano al llegar a la orilla y meter un pie. Notó el barrizal pegajoso del fondo. Luego avanzó arrastrando el cuerpo por el agua, lejos de la orilla, hacia un entramado de árboles, poblado de helechos colgantes y lianas, a unos cincuenta metros de distancia pantano adentro. A veces empujaba el cuerpo del asesino, otras lo arrastraba flotando, mientras resollaba a causa del agotamiento, hasta que al fin llegó a un lugar apropiado. Reunió las últimas fuerzas que le quedaban y sumergió el cuerpo, lo hundió hasta el fondo y lo sujetó con las raíces hasta que quedó bien amarrado. No sabía si permanecería allí para siempre. Ferguson se había preguntado lo mismo en una ocasión, pensó. Retrocedió y miró desde unos metros de distancia: no se veía el menor rastro del cuerpo, sujeto por las raíces y enteramente cubierto por el agua.
En ese momento la luz penetró entre los árboles y se reflejó en la líquida y oscura superficie del pantano, haciéndola brillar por un instante. Brown se volvió y se encaminó tranquilamente hacia la orilla, de vuelta a casa.