5
Encuentros en el parque


Era cierto que el rey deseaba un poco más de intimidad con la joven a la que amaba, pero la política no estaba ausente de la súbita decisión de enviar a la corte a congelarse en un palacio de verano cuando en Saint-Germain habría estado igual de bien. Sylvie se convenció de ello al ver sumarse a la caravana real, ya de por sí impresionante, la gran litera roja que Richelieu, minado por la enfermedad, utilizaba para sus desplazamientos. Más espacioso que una carroza, el gran armatoste de color rojo ofrecía todas las comodidades de un dormitorio, pero así, rodeado de guardias con casacas púrpura, impresionó desagradablemente a la muchacha.

—Espectacular, ¿no es así? —dijo Mademoiselle de Hautefort, que viajaba en su mismo coche—. Su Eminencia posee un agudo sentido de la decoración y el drama. Utiliza su púrpura como un artista. Sin duda porque evoca la del verdugo, y a él le gusta atemorizar...

—¡Demasiado lo consigue! Pero encuentro magnífica la caravana real.

En efecto, era la primera vez que veía desplegarse, alrededor de las carrozas del rey y la reina, a los mosqueteros del señor de Tréville, cuya única función consistía en proteger al soberano en todos sus desplazamientos y que en cambio no formaban la guardia en sus distintas residencias. Eran todos ellos magníficos jinetes, y sus casacas azul Francia que llevaban bordada la cruz flordelisada sobre rayos de oro, más las plumas blancas de los sombreros grises y las gualdrapas a juego de los caballos, ofrecían un espectáculo de gran belleza.

La muchedumbre siempre presente cuando el rey salía de viaje les reservaba sus sonrisas y el calor de sus aplausos, y se mostraba más reservada con los guardias del cardenal. En cuanto a la caballería ligera y los suizos, apenas despertaban expectación. Sylvie, encantada con el espectáculo, aplaudió.

—Se diría que nunca habéis visto soldados —observó con desdén Mademoiselle de Chémerault—. Reaccionáis como una pueblerina.

La interpelada sintió rondar la mosca junto a su sensible oreja.

—¿Por qué? ¿Acaso son las pueblerinas las únicas que tienen buen gusto? Ya había visto a mosqueteros aislados, pero el conjunto es verdaderamente admirable.

—¡Puah! Soldados...

—Si preferís los clérigos, es asunto vuestro —la cortó Marie de Hautefort—. Os recuerdo que los mosqueteros son todos gentilhombres, y algunos de ellos parientes míos. ¡Vamos, dejad descansar vuestra lengua de víbora! Y Mademoiselle de l'Isle tiene razón: son espléndidos, como dicen los ingleses.

La Bella Bribona prefirió no entrar en conflicto con la dama de compañía y se volvió hacia Mademoiselle de Pons, dejando a Sylvie y Marie seguir su conversación.

—En resumidas cuentas —dijo la pequeña—, ¿qué vamos a hacer en Fontainebleau? ¿Lo sabéis vos?

—Sí. En cierto modo, corremos detrás de Monsieur. El año pasado, mientras el rey combatía con valor admirable al frente de sus ejércitos para hacer retroceder hasta Flandes a los españoles, Monsieur y el conde de Soissons, su fiel satélite, se dedicaban a una nueva trama para asesinar al cardenal. Sin embargo, fiel a sus viejas costumbres, llegado el momento Monsieur tuvo miedo y denunció a todo el mundo. El rey, de regreso a París, convocó a su hermano y su primo para pedirles explicaciones, pero Monsieur prefirió huir a Orleans, «su» villa ducal, en tanto que Soissons se batía en retirada hacia Sedán, donde el duque de Bouillon le ha ofrecido toda la comprensión que deseaba. Por lo que sé, Monsieur pretende reunirse con su primo y su señora madre, que también se ha puesto en camino hacia Sedán.

—Pero Fontainebleau está lejos de Orleans.

—Es un movimiento que podría hacer suponer a Monsieur que su hermano el rey aparecerá pronto al pie de sus murallas.

—En ese caso, ¿no habrían bastado los soldados? ¿Por qué la reina y toda la corte?

—Para que Monsieur no se espante una vez más. Lo que se pretende ante todo es evitar que vaya a reunirse con Soissons y Bouillon en las Ardenas, donde tendría todas las facilidades del mundo para entenderse con los españoles...

Sylvie miró a su compañera con admiración.

—¿Cómo sabéis todo eso?

Mademoiselle de Hautefort dio unos toquecitos indulgentes en la mano de la joven.

—Os lo explicaré más tarde. Hay otra razón por la que el rey se lleva consigo a todo el mundo, y es que no quiere estar separado un solo día de La Fayette. La reina no se ha equivocado al colocarla en su carroza.

—¿Su Majestad no siente celos?

—Sí. Eso forma parte del carácter español. Allá abajo se es celoso por tradición. Pero estima más juicioso vigilar de cerca a la doncella que tenerla maniatada.


Como estaba previsto, aquella noche se detuvieron cerca de Mennecy, en el castillo construido a finales del siglo anterior por el secretario de Estado Neuville de Villeroy, ya que el mal estado de los caminos y la brevedad de los días no permitía cubrir en una sola jornada el trayecto hasta Fontainebleau. La etapa no resultó agradable. Por más amplio que fuera el castillo con sus dependencias, resultaba un tanto exiguo para un millar largo de personas. Desde luego no faltaron alimentos ni un buen fuego, pero las doncellas de honor, amontonadas en cuatro habitaciones, pasaron una noche incómoda. Y aún hubieron de darse por contentas de que al cardenal no se le hubiese antojado elegir como fin de etapa su castillo de Fleury.

—Porque entonces —comentó Ana de Austria con amarga ironía—, sin duda mis doncellas habrían tenido que acostarse en la paja de un establo. ¡Vaya idea, Dios mío, enviarnos a recorrer el mundo con este espantoso tiempo invernal!

La reina estaba próxima a una crisis nerviosa. Esa tarde Sylvie fue invitada a cantar y, al recibir permiso para elegir canción ella misma, interpretó su canción favorita, un viejo romance que había aprendido de Perceval, que también lo apreciaba mucho:


L'amour de moy si est enclose

L'est dans ce joli jardinet

Où croît la rose et le muguet

Et aussi fait la passerose... [18]


La voz de Sylvie era de una limpidez cristalina. Muy pronto todas se sintieron subyugadas, y la reina todavía más. Cuando la canción hubo concluido, posó su mano sobre la cabellera castaña de la adolescente.

—En casa de Madame de Vendôme ya me había parecido que cantabais como un ángel, gatita. Nunca le agradeceré lo bastante que os haya cedido a mí...

Era el primer gesto afectuoso entre las dos mujeres. Sylvie experimentó un intenso placer, que se reflejó en su sonrisa.

—¿Quiere Vuestra Majestad oír otra cosa?

—Cantáis también en español, por lo que me han dicho.

—Sí, señora. Puedo cantar la Canción de la Virgen, del señor Lope de Vega, y también...

—No —dijo la reina—. Nada de canciones de mi país por hoy. El rey se aloja muy cerca de nosotras, y eso podría disgustarle. Repetid mejor ese bonito romance...

—¿No creéis, señora —propuso Marie de Hautefort—, que al rey le agradaría escucharlo? Le gusta la música, y aún más las voces bellas. —La mirada de la joven buscó a Louise de La Fayette, que miraba distraídamente por una ventana. Era hasta entonces la mejor cantante entre las doncellas de honor, y a Luis XIII le complacía escucharla.

—No desea oír más que una sola voz —murmuró la reina, vuelta de nuevo a sus preocupaciones—. Seríamos mal recibidas. Más tarde, tal vez...

Sylvie repitió su canción, entonó después la Endecha del ruiseñor, y así concluyó la velada. La reina se retiró a su habitación, procedió a la ceremonia de acostarse, y después cada cual se dirigió a la cama más o menos improvisada que le esperaba. Sin embargo, antes de que Sylvie saliera del dormitorio, Stéfanille la retuvo. Era un gesto absolutamente excepcional. La anciana camarera consideraba en bloque al tropel de doncellas de honor como secuaces de Satanás, y por lo general les oponía una actitud hostil que no contribuían a dulcificar sus severos ropajes negros. En esta ocasión, sus labios delgados dibujaron algo que con un poco de imaginación podía pasar por una sonrisa.

—Habéis distraído a la reina —susurró—. Es buena cosa, pero no basta. Quiero saber si la amáis.

—¿A quién?

—A la reina. Necesita mucho que la amen.

—Cuando llegué el otro día al Louvre, juré guardarle fidelidad y devoción. No sé todavía si la amo, pero creo que eso llegará.

—Sois sincera. En ese caso, nos entenderemos...

Y Stéfanille volvió al lecho de su ama, cuyas cortinillas acababa de cerrar, y se inclinó hacia el interior para decir algo que Sylvie no pudo oír.


Al día siguiente por la tarde, al llegar a Fontainebleau, encontraron el palacio dispuesto para recibirlos. Los furrieles del rey habían hecho un buen trabajo. Había fuego en las chimeneas, y cada cosa estaba en su lugar. Sylvie y las demás se instalaron con satisfacción. La enorme residencia construida por Francisco I en un magnífico entorno de bosques y lagunas la sedujo de inmediato. Incluso llegó a preguntarse por qué razón los reyes de Francia se obstinaban en pasar la estación fría en el viejo Louvre, sombrío y huraño, cuando incluso el invierno era más agradable aquí. Los árboles escarchados, las extensas alfombras de nieve fina que tan bien reseguían el dibujo de los jardines, todo la atraía; y se prometió volver a disfrutar allí del placer experimentado antaño en los jardines de Anet y Chenonceau. De modo que a la mañana siguiente, aprovechando que no estaba de servicio, Sylvie se abrigó con una gruesa capa forrada de vero, se calzó botines y guantes, y marchó a pasear por los alrededores sin avisar a nadie por miedo a que quisieran acompañarla. Tenía necesidad de estar sola, porque para ella la única forma de descubrir las cosas es en conversación consigo misma. Al menos así lo pensaba, porque ignoraba aún que el descubrimiento podía resultar mucho más agradable hecho entre dos.

Salió del patio Oval por la puerta Dorada, donde fue saludada por los centinelas; siguió la terraza que dominaba el Parterre y rodeó por fuera la sala de baile, el ábside de la capilla de Saint-Saturnin y el pabellón del Tibre. Una vez allí, podía elegir entre el Parterre y el parque, y se decidió por este último. El cielo estaba magnífico, de un azul muy pálido atravesado por pequeñas nubes gordinflonas como querubines.

Al llegar a una bifurcación en las proximidades del pabellón Sully, dudó. ¿Iría hacia el canal, que extendía su larga cinta azulada por toda la extensión del parque, o hacia la zona de bosque? Eligió el segundo camino, atraída por los bosquetes de acebos con sus hojas brillantes y sus bonitos frutos redondos y rojos, y lamentó no haberse provisto de un cuchillo para llevarse algunas ramas a su habitación. Como siempre le costaba mucho renunciar a algo que deseaba, se acercó más con la idea de que tal vez conseguiría partir las ramas con las manos, pero a los pocos pasos se detuvo de golpe: había alguien en el bosquecillo. Dos voces, un hombre y una mujer.

Las dos voces que hablaban con animación eran las del rey y Mademoiselle de La Fayette. En aquel momento, era él quien hablaba, y jamás habría pensado Sylvie que aquel hombre tan frío y reservado fuera capaz de expresarse con tanta pasión:

—¡No me abandonéis, Louise! —suplicaba—. Soy un hombre solo, presa de todas las conspiraciones, de todos los odios y también de todos los desprecios. No tengo sino a vos, únicamente a vos, y si partís no me quedará nada en este triste mundo.

—¡Sire, Sire, no me malinterpretéis! Lo sabéis todo de mi corazón, que es enteramente vuestro, pero os hago más daño que bien. ¿Creéis que no veo las sonrisas a mi paso, que no oigo los murmullos, las risitas burlonas? Todos acechan el momento en que no podré resistirme a vos ni a mí misma. El cardenal quiere mi marcha. La reina (y es natural) me detesta porque, por mi causa, vos la descuidáis.

—¡Descuidarla! Como si no supiera que de ella no cabe esperar más que el disimulo y la traición. Pronto hará veintidós años de nuestro matrimonio, y ¿podéis decirme qué ha aportado la reina de Francia a mi reino? ¿Hijos? ¡Ninguno! ¿Ayuda, asistencia, comprensión de mi difícil tarea? Menos aún. La reina es española y morirá española. ¡Ah, sí, lo olvidaba! Hace doce años su corazón palpitaba por un inglés medio loco cuya «pasión» nos costó una guerra. Parece que la reina sea incapaz de amar a un francés. Y al rey menos que a cualquier otro...

—¡Es vuestra esposa, Sire! ¡Habéis sido unidos por Dios!

—¡A ella deberíais decírselo! No, Louise, no me habléis de la reina. O entonces decidme que no me amáis.

—¡Oh, Sire, cómo podéis acusarme de que no os amo cuando no dejo de daros toda clase de pruebas de mi ternura...!

—¡Entonces, dadme una todavía mayor! Dejadme llevaros a Versalles. Allí estoy en mi casa y nadie se atreverá a molestarme. ¡Os tendré/a mi lado, guardada, protegida, y seremos el uno del otro lejos de todos, libres y felices por fin! Sólo existirán Louise y Louis...

—¡No debéis decir esas cosas! ¡Por piedad! Si me amáis, no digáis nada más.

—¡No, no lloréis, por favor! No soporto vuestras lágrimas.

Sylvie oyó los sollozos y pensó que ya se había mostrado bastante indiscreta. Además, su fino oído le reveló un ruido de pasos que se aproximaban. Dejó el resguardo del bosquete en el que se había acurrucado y, esforzándose por hacer el menor ruido posible, se dirigió hacia la gran avenida. Pero como continuamente se volvía para comprobar que no hubiese movimiento entre los matorrales de acebos, tropezó con una topera que no había advertido y fue a caer a los pies de dos personajes de los que al principio vio únicamente los bajos de un largo ropaje rojo y un par de botas negras bastante embarradas.

—¡Y bien! ¿Qué ocurre ahora? —preguntó una voz impaciente cuyo timbre grave hizo estremecer a Sylvie.

—Una joven que se ha perdido, a lo que parece, monseñor.

Una mano enguantada de negro la ayudó a ponerse de nuevo en pie. Reordenó entonces sus faldas y vio con consternación que la mano en cuestión pertenecía al teniente civil, señor de Laffemas. En cuanto a la persona situada detrás de éste, reconoció en ella sin la menor dificultad al cardenal. Pero aún no había tenido tiempo de recuperar del todo su compostura, cuando el hombre de los ojos amarillentos la reconoció:

—¡Qué feliz sorpresa! Mademoiselle de l'Isle.

—¿Quién es Mademoiselle de l'Isle? —preguntó el cardenal.

—La más joven, y también la más reciente de las doncellas de honor de la reina, Vuestra Eminencia. Trabamos conocimiento hace unos días, en la Croix-du-Trahoir. Ya he contado la anécdota a Vuestra Eminencia. Es la joven doncella a la que no gusta mi manera de aplicar la justicia del rey.

No faltó más para que Sylvie se enfadara. Se inclinó en una profunda reverencia pero, toda acalorada, exclamó:

—¡El niño al que vuestro caballo iba a cocear, señor, no estaba condenado que yo sepa, y tampoco estaba reclamado por la justicia del rey! Monseñor —añadió, inclinada aún en una reverencia de la que nadie la dispensó, y mirando bien de frente, allá arriba, el rostro flaco y altanero—, se trataba de un niño, el hijo del hombre al que iban a ejecutar, y su único delito fue pedir piedad para su padre.

La voz profunda, grave, dijo despacio:

—El padre merecía su suerte. El niño tenía que haberlo sabido.

—No sabía más que una cosa: que era su padre y que lo amaba.

Una rápida mirada de Richelieu cerró la boca de Laffemas, que iba a protestar:

—Reconozco que no merecía un trato tan brutal, pero es difícil exigir mucha mansedumbre de quien está encargado de vigilar que se aplique la ley. Ya veis que os doy la razón, señorita. ¿Me haréis el favor, a cambio, de perdonar al señor de Laffemas? Es uno de mis mejores servidores...

Mientras hablaba le tendió la mano para ayudarla a incorporarse, cosa que ella aceptó gustosa antes de suspirar sin entusiasmo:

—Si ése es el deseo de Vuestra Eminencia, perdono al señor de Laffemas... ¡pero a condición de que no vuelva a empezar!

Una sonrisa inesperada y por ello tanto más agradable iluminó el rostro severo del cardenal.

—Se guardará mucho de ello... por amor a vos. Sois valerosa, Mademoiselle de l'Isle, y ésa es una cualidad que aprecio. ¡Veamos hasta dónde alcanza...!

Sylvie dirigió una mirada inquisitiva al cardenal.

—Son muchos los que me temen —prosiguió Richelieu—. ¿Os doy miedo?

—No —respondió la muchacha sin vacilar—. Vuestra Eminencia es príncipe de la Iglesia, y por tanto un hombre de Dios. Nunca se debe temer a un hombre de Dios.

—Deberíais vocear esa opinión por las cuatro esquinas del reino. Me haríais un gran servicio... Pero, a propósito de voces, me ha llegado la noticia de que cantáis maravillosamente... No os sorprendáis: las noticias corren muy deprisa en la corte. ¿Vendréis a cantar para mí?

—Me debo a la reina, monseñor...

—En ese caso le pediré que me conceda ese placer. Hasta la vista, Mademoiselle de l'Isle. ¡Venid, Laffemas, regresamos!

Sylvie no había acabado de saludar cuando la silueta alta y rígida, envuelta en un manto púrpura forrado de piel de marta, se alejaba ya, reduciendo a la mediocridad la estatura del hombre negro que caminaba a su lado, encorvado en una actitud sumisa que sublevó el corazón de Sylvie. Tendría que confesarse, porque sólo había perdonado con los labios, sin que su corazón interviniese. Decididamente, no le gustaba aquel teniente civil.

Después de una ojeada al bosquete de acebo inmóvil y silencioso, se dirigió de vuelta al castillo, cuidando de acompasar el ritmo para no alcanzar a los dos paseantes, y no retuvo un suspiro de alivio cuando les vio entrar en el castillo por la puerta Dauphine. Por su parte, ella siguió el mismo camino por el que había venido. De ese modo tendría tiempo de reflexionar sobre qué hacer para evitar el temible honor que le estaba reservado. Lo mejor sería contarlo todo a la reina. Acostumbrada desde antiguo a oponerse a Su Eminentísima, tal vez Ana de Austria la ayudaría a librarse de aquella prueba.

Iba tan absorta en sus pensamientos que no vio a Mademoiselle de Hautefort, abrigada entre magníficas pieles, correr hacia ella.

—¿Dónde estabais? —exclamó la Aurora—. ¡Os buscan por todas partes!

—¿Quién puede buscarme? Si no es a vos y al círculo de Su Majestad, no conozco a nadie aquí...

—¿Y por qué no había de ser precisamente Su Majestad?

—¡Si es ella, corramos!

Se disponía ya a hacerlo, cuando Hautefort la retuvo:

—¡Un momento, por favor! ¡Dejadme recuperar el aliento...! ¡Uf! He corrido como una loca cuando Monsieur de Nangis me ha dicho que os había visto pasear en dirección al parque. La verdad es que la reina no os reclama. Soy yo quien he querido evitar que hicierais una tontería. ¡No es oportuno ir por allí esta mañana!

—¿Porqué?

En lugar de responderle, la joven hizo otra pregunta.

—¿No habéis encontrado a nadie? —preguntó en tono cauteloso.

—No... es decir, sí. Salía del bosquecillo que veis al fondo y me he caído justo delante del cardenal, que paseaba por ahí con el señor de Laffemas...

—¡Misericordia! ¿Estaba allí? Pero ¿adónde iba?

—Lo ignoro. Hemos cruzado unas palabras, y después Su Eminencia ha vuelto a palacio con su acompañante. Vos, que todo lo sabéis, ¿me diréis que está haciendo aquí el teniente civil de París?

—Si os imagináis que pasa el tiempo en el Châtelet, os equivocáis. Por encima de cualquier otra cosa, está al servicio de la sotana roja para toda clase de trabajos sucios fuera de París. A fin de cuentas, cabecita de chorlito, no ha sido tan mala idea la de ir a pasear a ese rincón. Vuestra conversación debe de haber sido escuchada, y eso habrá permitido a los tórtolos desaparecer discretamente.

—¿De quién habláis?

—Pues del rey, al que decenas de ojos han visto llevar a Mademoiselle de La Fayette precisamente al lugar donde os encontrabais. El cardenal no desdeña, de vez en cuando, dedicarse en persona al trabajo de sus espías. Gracias a vos, no habrá llegado a enterarse de una conversación que sin duda le interesaba mucho...

Sylvie se echó a reír.

—Los tórtolos, como les llamáis, no estaban muy lejos, os lo aseguro: exactamente en el interior del bosquete de acebos...

—¿Les habéis visto?

—No, pero he oído sus voces y las he reconocido.

No quería ser indiscreta... Bueno, ¿qué he dicho de extraño? —preguntó, al ver el gesto de desesperación de su compañera.

—¡Hace falta ser joven... o cabeza de chorlito, como os he llamado hace un momento! ¿Habéis tenido ocasión de escuchar cosas que han hecho que Richelieu salga corriendo hasta el fondo del parque, a pesar de sus varias enfermedades, y os habéis tapado virtuosamente los oídos? Querida, debéis saber que en la corte la gente no para de espiarse mutuamente, y que muchos darían diez años de existencia para sorprender la cuarta parte de la mitad de un insignificante secreto.

—No es mi caso —afirmó Sylvie, que se ruborizó por decir una mentira tan grande; pero, por simpática que le resultara Marie de Hautefort, no quería contarle las pocas frases de amor desesperado que había sorprendido. Le gustaba Louise de La Fayette, tan dulce, tan melancólica, tan dividida entre su deber, su conciencia y su amor, en medio del batallón burlón y a menudo malicioso de las doncellas de honor, y con las miradas de la corte fijas en ella. En cuanto al rey, también le inspiraba piedad porque todos parecían negarle el derecho al amor. Por el bien del Estado, él aceptaba la férula de un hombre terrible cuyo genio (había quien empleaba ese término al referirse a él) se expresaba casi siempre mediante un autoritarismo despiadado.

Iba a tener muy pronto una prueba suplementaria. Cuando recorrían la terraza que domina el Parterre, vieron salir de la puerta Dorada a dos jóvenes, uno de los cuales llevaba las insignias de capitán de una compañía de guardias franceses. Los dos hablaban animadamente, y uno de ellos procuraba calmar al otro. El joven capitán, hermoso como un dios griego, debía de tener unos diecisiete años y parecía muy encolerizado. El eco de sus últimas palabras llegó hasta las dos jóvenes:

—... y he rehusado. Con tanta calma y respeto como he podido, pero he dicho que no.

—¿Te has atrevido?

—Sí, porque me gusta mi libertad. Es demasiado reciente para enterrarla ya, y...

Se interrumpió al ver a las paseantes, se quitó el sombrero y las saludó con la gracia de un bailarín. Su compañero le imitó. Ambas correspondieron a los saludos.

—¡Vaya, Monsieur de Cinq-Mars —dijo Hautefort en tono burlón—, os veo muy irritado! ¿Alguien os ha disgustado, o, peor aún, habéis disgustado vos a alguien?... Soy vuestra servidora, Monsieur d'Autancourt.

—Ni una cosa ni la otra. Si se hubiera presentado cualquiera de los dos casos no estaría aquí sino en el prado, con la espada en la mano.

—¿Un duelo, vos? ¿Cuando el cardenal os muestra tanta benevolencia?

El encantador capitán —con su rostro delicado, de mirada intensa y boca sensual— era demasiado novicio para desconfiar de las preguntas de una mujer bonita.

—Acaba de darme una nueva prueba de ella. ¿Sabéis en qué quiere convertirme? ¡En gran maestre del guardarropa del rey!

—¡Vaya! —se extasió la joven—. ¡Un bonito ascenso!

—¡Ah! ¿Eso creéis? ¡Pues yo no opino igual! Ese cargo me obligaría a permanecer continuamente junto al rey, que es el hombre más triste que conozco. Soy demasiado joven para comprometer así mi libertad. Tengo amigos con los que me divierto, señorita, y...

—Y amantes con las que pasáis buenos ratos...

—En efecto. De modo que me he negado de plano.

—¿De plano? ¿Al cardenal? ¿Y no os ha enviado de camino hacia la Bastilla?

—Ya veis que no. El cardenal se ha contentado con sonreír y callar. Es un buen hombre, ¿sabéis?, cuando se sabe tratarle.

—¡No lo quiera Dios! Os lo dejo entero a vos. Somos vuestras servidoras, señor gran maestre.

Insinuó una reverencia de despedida, pero el compañero de Cinq-Mars le pidió, ruborizado:

—¿No me haréis el favor, señorita, de presentarme a vuestra amiga?

Esta vez la sonrisa de la joven fue amplia y sincera.

—Con sumo gusto. Sylvie, os presento al marqués D'Autancourt, hijo del mariscal-duque de Fontsomme. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de la reina.

Desde el momento del encuentro, el joven marqués no había apartado de Sylvie unos ojos dulces bastante expresivos de que la muchacha le gustaba. Él mismo no carecía de atractivo: rubio, delgado, muy joven, con una silueta elegante y ágil que revelaba al hombre acostumbrado al ejercicio corporal; no era tan guapo como su camarada, pero Sylvie lo consideró de inmediato mucho más simpático y le sonrió. Había en el señor de Cinq-Mars un poso turbio de avidez y violencia, y una gracia lánguida que la disgustaba.

Intercambiaron algunas palabras corteses y se separaron. Las dos jóvenes se apresuraron a regresar a los aposentos de la reina. Mientras caminaban, Sylvie se informó:

—¿Quién es ese señor de Cinq-Mars?

—El pequeño protegido de Richelieu, que lo conoce desde la infancia. Es hijo del difunto mariscal d'Effiat, un gran soldado que poseía tierras en América y en Turena, además del magnífico castillo de Chilly, donde el cardenal se aloja con frecuencia. Gracias a él, este joven imberbe es teniente general de Turena, teniente general del gobierno del Bourbonnais y capitán de una compañía de guardias. Si Richelieu toma en sus manos su porvenir, llegará a duque y par, y a uno de los más altos cargos del reino.

—No me gusta mucho.

—Es comprensible. ¡No se parece en nada al señor de Beaufort!

Sylvie se contentó con ruborizarse y no respondió.


Aquella tarde, en el salón de la reina al que había acudido toda la corte, Sylvie volvió a ver al cardenal y sintió una vaga angustia, pero él se contentó con sonreírle sin renovar su petición. Ella sintió alivio.

La estancia en Fontainebleau fue muy breve. Dos días más tarde, el rey decidió bruscamente marchar a Orleans. Luis XIII conocía bien a su hermano y sabía que el miedo lo dominaría en cuanto le viese aproximarse, sobre todo con fuerzas tan formidables. El éxito fue inmediato: Monsieur cayó en brazos del rey, juró que al marchar a su villa ducal no deseaba otra cosa que encontrar un poco de reposo lejos del tumulto del Louvre y de París, y sobre todo aseguró que no alimentaba respecto de su real hermano ningún designio contrario a la buena armonía de la familia. Sylvie, por su parte, encontró antipático al duque de Orleans. Era más guapo que el rey y no carecía de cierto encanto, pero le desagradaron su boca blanda y su mirada, siempre errante arriba, abajo, a izquierda y derecha, pero sin detenerse nunca —o muy raramente— en su interlocutor. De hecho, cuando estaba junto a su hermano parecía la copia a la aguada de un grabado al aguafuerte, más insegura y difuminada; y Sylvie comprendió mejor la exclamación de la reina cuando, en el momento de la conspiración de Chalais, le atribuyeron la intención de casarse con su cuñado después de la muerte de su esposo: «Yo no ganaría nada con el cambio.»

Aquella misma noche, el rey envió a los generales de sus ejércitos y a los gobernadores de las provincias una carta en la que decía que, al haber recibido de Monsieur seguridades sobre su afecto, daba gustoso al olvido la falta que había cometido al retirarse a sus tierras sin el permiso del rey. Una fórmula diplomática para dar a entender que el duque de Orleans había regresado a la senda del deber, y que el enemigo no debía ya esperar ninguna clase de ayuda por su parte.

Sólo faltaba que cada cual volviera a su casa, y mientras Monsieur embarcaba en su galeota para descender el curso del Loira hasta Blois, la corte se separó: el rey deseaba volver tan aprisa como le fuera posible a su pequeño castillo de Versalles, y en cambio la reina decidió detenerse en Chartres para rezar a Nuestra Señora e implorar de ella el don del Delfín que no venía. Mademoiselle de La Fayette, enferma, había obtenido permiso para volver a París directamente desde Fontainebleau. Quería, además, retirarse por breve tiempo a un convento. El permiso le fue concedido con tanta más facilidad por el hecho de que sus ojos continuamente enrojecidos por las lágrimas y las noches de insomnio irritaban a la soberana.

Por su parte, Sylvie estaba encantada de volver a París, donde las oportunidades de ver a François eran mucho más numerosas que al albur de los caminos. Allí leesperaba una sorpresa en la forma de una carta de su padrino, pidiéndole que le hiciera una visita en cuanto lo permitiera su servicio.

En efecto, desde hacía seis meses Perceval de Raguenel no era sino escudero honorario de la duquesa de Vendôme y se había instalado en París, en el elegante barrio del Marais. Una herencia inesperada de un primo apenas mayor que él, soltero y sin más familia, le había proporcionado una considerable fortuna. El primo no amaba en el mundo otra cosa que el mar, y recorría los océanos con una patente de corso, actividad que le proporcionó pingües riquezas y una fea herida de sable. Consiguió regresar a su casa de Saint-Malo para morir allí, y legó su barco, su tripulación y el resto de sus bienes a Perceval, con quien se había peleado más de una vez en su infancia y al que apenas había visto después, pero al que consideraba «el único hombre decente que he encontrado en este jodido planeta».

Para Raguenel, que únicamente poseía en el mundo su salario de escudero y un caserón medio en ruinas en los alrededores de Diñan, aquello fue un regalo inesperado de la Providencia. Adquirió una libertad nueva. Rico, inteligente, culto, noble y bastante bien parecido, habría podido elegir entre cinco o seis buenos partidos, pero siguió fiel al amor de su juventud y al que había dedicado a Sylvie, a quien consideraba ahora como su hija: quería vivir para ella, porque ella era obra suya en mayor medida que de los infortunados Chiara y Jean de Valaines, cuyos nombres, para protección de su hija, habían quedado sepultados en las tinieblas del olvido. Él le había enseñado todo, sintiendo un placer cada vez más vivo al modelar a aquella niña no muy bonita pero que, al crecer, iba ganando en encanto. Era inteligente, traviesa y dulce aunque fácilmente irritable, y él no había conseguido atenuar esa irascibilidad de su carácter. Era una polvorilla, y sin duda lo seguiría siendo toda su vida. Por eso le había causado alguna inquietud el saber que iba a convertirse en doncella de honor de la reina.

—Aún no tiene quince años —intentó explicar a los Vendôme—. Es demasiado joven para vivir en la corte.

—¡Tonterías! —replicó el duque César (la escena tuvo lugar en Chenonceau, donde se había retiñido la familia para pasar las fiestas de Navidad) —. Hay jóvenes que se casan a esa edad. Madame de Guéménée sólo tenía doce años en 1604, cuando se casó con su primo. Y Charlotte de Montmorency, hoy princesa de Conde, apenas tenía catorce cuando mi padre la vio danzar en un ballet en el Louvre y se enamoró locamente de ella. Esta niña es encantadora, y gracias a vos posee todo lo necesario para hacer carrera en la corte. Estoy seguro de que no le costará nada encontrar un marido...

—¿No hay bastantes gentilhombres en vuestro entorno, monseñor, para buscarle un marido sin necesidad de alejarla hasta ese punto de una casa y una familia en las que tiene depositado todo su afecto?

—A su edad, el corazón no tiene amarras. El de Mademoiselle de l'Isle tendrá muchas ocasiones para descubrir motivos de interés. Por otra parte, si como decís está tan apegada a nosotros, nos beneficiará disponer de ojos y oídos en el séquito de la reina.

Perceval era demasiado delicado para insistir. A César, lo sabía, no le gustaba Sylvie, a la que reprochaba no sólo su excesiva libertad de lenguaje, sino sobre todo el amor evidente que profesaba a su hijo François. Un hijo de Francia, aun bastardo, podía aspirar a una alianza muy superior a una muchacha de la pequeña nobleza. ¿No había obtenido él mismo la mano de una princesa de Lorena poseedora de una de las mayores dotes que era posible encontrar? Además, le molestaban las incesantes limosnas de su mujer, que se extendían a todas las clases sociales, incluso y sobre todo a las prostitutas. Le parecía que hacía demasiadas, que habría tenido que mirar más por él, ya que ella conservaba la inapreciable suerte de poder vivir en París y aparecer en la corte con sus hijos, en tanto que él se veía forzado a vivir todo el año en el campo, aunque ese «campo» consistiera en uno de los castillos más bellos de Francia. Había contado cada piedra, cada adorno, y para pasar el tiempo cazaba, bebía, jugaba, o retozaba con algún jovenzuelo local mientras suspiraba por todos los hermosos narcisos de la corte, pulidos, adonizados, tanto o más perfumados que las mujeres, cuya sociedad podían frecuentar sus hijos. Cosa que por otra parte no ocurría, porque ni Mercoeur ni Beaufort habían heredado los gustos helénicos de su padre y ambos encontraban a las mujeres infinitamente más interesantes. Por fin la duquesa había consentido en librarle de una de esas malditas hembras, tal vez precisamente la que más temía porque ni sabía disimular ni se tomaba siquiera la molestia de ocultar la desconfianza que él le inspiraba.

Perceval sabía todo eso, y era una de las razones por las que había elegido alejarse de los Vendôme cuando le había sonreído la fortuna. El odio que César sentía por Richelieu le acompañaba tanto como sus efebos, pero desde luego no le bastaba. Mantenía excelentes relaciones de vecindad con Monsieur, además de una correspondencia discreta con los enemigos encarnizados del cardenal: el conde de Soissons, refugiado en Sedán junto al temible duque de Bouillon, y Madame de Chevreuse, exiliada como él en Turena, pero que no por ello había disminuido su infatigable actividad conspiradora. Y Perceval temía que las tortuosas intrigas del padre fueran causa de desgracias y dolores para sus familiares. César se engañaba si creía que el todopoderoso ministro vacilaría en hacer caer su cabeza si ésta llegaba a resultarle demasiado molesta; el rey, que detestaba a su hermano bastardo, firmaría la sentencia de muerte con entusiasmo. Al menos, de producirse un drama, Sylvie encontraría un refugio natural junto a la persona que, con permiso de la duquesa Françoise, llamaba ahora padrino. Y precisamente pensando en ella se había complacido en arreglar con gusto la pequeña mansión que había comprado en la Rue des Tournelles, en la vecindad inmediata de la Place Royale, centro mágico de la elegancia parisina.

Vivía allí entre libros, servido por su fiel Corentin, que esperaba con paciencia que Jeannette diera el sí a sus proposiciones de matrimonio, y por una vigorosa matrona de cuarenta años, Nicole Hardouin, dotada con todas las cualidades de una buena doméstica y que llevaba su casa con puño de hierro. También ella contaba con un pretendiente eterno, un oficial de justicia del Châtelet, de nombre Desormeaux.

Fue por tanto a esta casa adonde se dirigió Sylvie, en compañía de Jeannette, en una de las sillas de manos que se encontraban en las cercanías del Louvre y que «eran un refugio maravilloso contra los insultos del barro». La escapada encantaba a la joven. Sólo había ido en dos ocasiones a la nueva casa de Perceval, pero guardaba de ella un recuerdo afectuoso. Tal vez porque, acostumbrada desde la infancia a las grandes residencias de los Vendôme —el inmenso hôtel de París, Anet, Vendôme, Chenonceau o La Ferté-Alais—, encontraba allí una vivienda de dimensiones humanas: un pequeño edificio con patio y jardín, cuyo portal se abría a la calle y que incluía en el patio una especie de pabellón construido en la época de Enrique IV; en el piso principal, a uno y otro lado de la escalera central de madera bellamente tallada, se abrían una sala bastante grande, un dormitorio y un guardarropa. En el primer piso estaban el gabinete de Raguenel, atiborrado de libros, y dos habitaciones, una de ellas ocupada por Nicole. Corentin se había instalado encima de la cuadra, en una de las alas que daban al patio, mientras que la otra estaba reservada a la cocina y sus dependencias. En la parte trasera de la casa, se extendían los modestos parterres de un pequeño jardín en torno a una bonita fuente; en los días cálidos, le daba frescor la sombra de un gran tilo que embalsamaría el aire cuando llegara el mes de junio, y que entretanto hacía las delicias de Achille, el gato de la señora Hardouin.

Fue al felino a quien primero encontraron Sylvie y Jeannette. Cruzaba el patio con paso cansino, les dirigió una mirada indiferente y fue a instalarse delante de la chimenea de la cocina con la esperanza de conseguir un adelanto de su comida. Jeannette fue detrás de él para charlar con Nicole en tanto que Corentin, con una gran sonrisa en su apacible cara redonda, acompañaba a Sylvie hasta el gabinete de lectura, donde encontró a su padrino en compañía de un hombre de una cincuentena de años, vestido de burgués con un traje gris de cuello blanco vuelto, y que a su entrada volvió hacia ella un rostro estrecho y alargado por una barbita entrecana, como el bigote. Había colocado sobre un taburete su sombrero de copa alta ceñido por un cordón negro y su amplia capa, y estiraba hacia el fuego de la chimenea sus pies calzados con grandes zapatos de hebilla. Perceval y él parecían absortos en una conversación de la que no estaba excluida la política, porque Sylvie pescó al vuelo los nombres del duque de Orleans y del conde de Soissons, pero que su entrada cortó en seco. El visitante se puso en pie y anunció que debía despedirse.

—No tengáis tanta prisa, amigo mío —protestó Raguenel—. Dejadme al menos presentaros a mi ahijada, Mademoiselle de l'Isle. Sylvie, he aquí un hombre que ha dedicado su vida al bien de los demás: Théophraste Renaudot, médico, filántropo y, desde hace unos seis años, editor de nuestra querida Gazette —añadió, tomando de la mesa el cuadernillo de ocho hojas cuya aparición aguardaban los parisinos con impaciencia todas las semanas—. No tiene más que un defecto —concluyó Perceval entre risas—, ¡adora al cardenal!

—No exageréis —sonrió el hombre mientras intercambiaba con Sylvie los saludos de rigor—. No lo adoro, pero le debo mucho porque fue el padre Joseph, su consejero íntimo, quien me sacó de mi Loudun natal y me trajo a París. Aquí he conseguido, gracias a él, más o menos todo aquello por lo que suspiraba. ¡Oh! Ya sé —añadió mientras se envolvía en la capa— que es de buen tono, si se quiere brillar en el gran mundo, abominar de Su Eminencia, y admito que se trata de un hombre de hierro, pero espero sinceramente que llegará el día en que se haga justicia a sus altas miras políticas. En su cabeza no hay más que una idea: Francia, en tanto que los príncipes e incluso la reina estarían dispuestos a convertir el reino en una colonia española como Cuba, México o el Perú.

—No cabe duda de que tenéis razón, amigo mío, pero me gustaría que no interviniese tanto en la vida privada de otras personas... Es tarde, os acompaño. Caliéntate junto al fuego, Sylvie. Vuelvo enseguida.

La joven se desprendió de su gran capa con capucha forrada de vero y de sus guantes de piel, y acercó un taburete para sentarse al calor de las llamas, hacia las que tendió manos y pies, helados a pesar de su protección.

Guando volvió al gabinete, Perceval se detuvo unos instantes en el umbral para observarla con detenimiento. Ella se dio cuenta de su presencia y se volvió:

—¿Qué hacéis ahí en lugar de sentaros en vuestro sillón?

—Te miro. Tienes más que nunca el aspecto de un gatito. ¿Eres feliz en la corte?

—Feliz es una palabra muy grande, pero reconozco que es más agradable de lo que me temía. La reina es buena y amable, y... la creo muy desgraciada debido al amor del rey por Mademoiselle de La Fayette. Que a su vez llora continuamente y tampoco es feliz. Por lo demás, aunque no estoy en las mejores relaciones con las doncellas de honor, por lo menos tengo una amiga.

—¿Quién?

—Mademoiselle de Hautefort. Es bella, valerosa, muy insolente y leal a nuestra ama.

—Eso está bien. Podías haber elegido peor.

—¡Oh, fue ella quien me eligió! Y ahora, padrino, decidme, por favor, a qué debo el placer de veros.

Perceval se echó a reír.

—¡Diablos! ¡Qué rápidamente has captado el tono de la corte! Pero es verdad que no te he hecho venir para intercambiar madrigales —dijo, repentinamente serio, al tiempo que se sentaba junto a su ahijada y tomaba entre las suyas una de sus manos—. ¿Conoces a un tal señor de La Ferrière?

—No. ¿Quién es?

—Un oficial de la guardia del cardenal. Ha pedido tu mano a Madame de Vendôme, que me ha rogado que te lo hiciera saber.

—¿Mi mano? ¿Eso significa que quiere casarse conmigo?

—No hay otra traducción posible.

—¿Y... qué ha contestado la señora duquesa?

—Que te daba plena libertad de elección y nunca te obligaría a nada. Y que además, yo soy tu tutor.

—Muy bien, perfecto. No hay nada más que hablar.

—¡Oh, sí! Hay que hablar, porque ese La Ferrière va a hacer toda clase de esfuerzos por gustarte, y podría llegar a conseguirlo: no tiene un aspecto desagradable, y sin duda el cardenal hará de él un partido envidiable...

—¿Queréis decir que yo podría mirarle con agrado cuando lo conociera?

—Exactamente. Ahora bien, Sylvie, en ningún caso debes aceptar entregarle tu mano. Por esa razón Madame de Vendôme ha querido que sea yo, y no ella misma, quien hable contigo.

—¿No es un poco extraño?

—No, porque yo sé con toda exactitud quién es ese personaje, y en cambio la señora duquesa no sabe más que lo que yo le he dicho. En el actual estado de cosas, ella se ha limitado a responder que, en cualquier caso, os consideraba un poco joven para el matrimonio.

—¿Y es verdad?

—En absoluto. Muchas muchachas se casan a los quince años. La reina sólo tenía catorce. Y el rey también, por cierto, pero volvamos a tu pretendiente. No debes permitir a ningún precio que te seduzca.

La joven dejó escapar una risita alegre.

—¿Seducirme? Nadie puede seducirme. Sabéis bien que sólo amo y amaré siempre a François.

—Son cosas que se dicen cuando se tiene tu edad. Con el tiempo, se cambia.

—Yo no cambiaré.

—Sin embargo, sería preferible que lo hicieras, Sylvie. Aparte de que no se casará contigo, es incapaz de ser fiel a una sola mujer. Dicen que está enamorado de Madame de Montbazon, de Mademoiselle de Borbón-Condé, y de no sé cuántas más...

—Ninguna de ellas cuenta porque en realidad sólo ama a una mujer, ¡a la reina!

—¡Pequeña tonta! ¡Haz el favor de no decir esas cosas! ¡Ni siquiera aquí!

—Sin embargo, es la verdad —suspiró Sylvie triste, pero se repuso y dirigió a Perceval una mirada que volvía a ser límpida—: Volvamos a nuestro tema, ¿por qué no debo escuchar a ningún precio las súplicas del señor de La Ferrière? ¿Y por qué sois vos quien debe hacérmelo saber?

—Porque... te quiero mucho, y tú, o al menos así lo espero, también me quieres un poco.

Sylvie dejó su taburete y fue a sentarse a los pies de su padrino para apoyar la cabeza en sus rodillas.

—Mucho más que eso, y sabéis bien que os escucharé siempre.

Conmovido, él acarició los sedosos cabellos castaños.

—En ese caso, procura creerme sin obligarme a contarte nada más.

—¿Porqué?

El dudó y luego dijo, sin responder a la pregunta:

—¿Te acuerdas un poco de tu primera infancia? Quiero decir, antes de que François te llevara a la casa de su madre.

La joven cerró los ojos para concentrarse.

—Un poco sí... Recuerdo una bonita casa con árboles, a una mujer joven y hermosa que era mi madre... y también a mi nodriza, que era la madre de Jeannette... y luego sucedió algo horrible, pero impreciso, que no puedo explicar...

—¿Jeannette no ha hablado contigo alguna vez de esa época? —preguntó Perceval inquieto. Mucho tiempo atrás había hecho jurar a la criada que no hablaría nunca del castillo de Valaines, a fin de proteger a Sylvie de una verdad que tal vez fuera preciso revelarle algún día, pero mejor cuanto más tarde.

—No. Dice que no se acuerda de nada... ¡pero estoy segura de que miente!

—Pues bien, haz como si te estuviera diciendo la verdad y no le preguntes. Más adelante te lo contaré yo mismo, cuando lo crea oportuno. Has de saber únicamente que La Ferrière está relacionado con esa cosa terrible que tratabas de recordar hace un instante. ¿Te bastará con eso?

Ella se levantó para rodear con sus brazos el cuello de su padrino y besar su mejilla:

—¡Me conformaré! Y ahora, tengo que marcharme. Es hora de volver al Louvre. Podéis estar tranquilo: no haré nada que pueda disgustaros o apenaros.

Cuando Sylvie hubo partido, Raguenel reflexionó un momento y luego se sentó a la mesa, cortó una pluma de oca, la mojó en tinta y escribió. Después secó el escrito con arena, lo selló y llamó a Corentin:

—Ten. Encuentra al duque de Beaufort y entrégale esto. ¡Tengo que verlo lo más pronto que pueda!

Luego volvió a sentarse en su sillón y meditó largo tiempo, con los ojos fijos en el fuego de la chimenea.


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