6
En el Palais-Cardinal


Sylvie no tardó mucho en conocer al que, por una oscura razón sólo conocida por él mismo, acababa de pretenderla en matrimonio.

Aquella tarde había fiesta en el Louvre. Sus Majestades recibían al duque de Weimar, un príncipe protestante. En la Gran Galería construida antaño por Catalina de Médicis en el lugar que ocupaba un lienzo de la muralla de Carlos V que unía el Louvre con su castillo de las Tullerías, los comediantes del Marais representaban Le Cid. El viejo Louvre estaba iluminado desde los jardines hasta los techos, y miles de velas ardían en sus aposentos. La corte había acudido al completo, y por primera vez la nueva doncella de honor pudo admirarla en todo su esplendor. Hombres y mujeres competían en lujo y elegancia. Por doquier se veían rasos, brocados, telas y encajes de oro o plata, lazos, plumas y bordados de realce que servían de marco a una profusión de perlas y pedrerías multicolores.

El propio rey, que, sin llegar al descuido célebre de su padre, gustaba de vestir con sencillez, brillaba como un sol, aunque sin llegar a eclipsar a los dos polos de atracción de la velada, la reina y el cardenal de Richelieu: dos siluetas resplandecientes, ambas vestidas de púrpura. No se sabía qué resultaba más impresionante, la sotana de muaré escarlata sobre la que destellaba una gran cruz del Espíritu Santo en diamantes, o el vestido de brocado de Génova de Ana de Austria, que, por una vez, había elegido los mismos colores de su enemigo a fin de no dejar que acaparara las miradas. Y lo consiguió a la perfección, porque al esplendor de su vestido añadía el brillo de su belleza. La banda de encaje escarchado de pequeños diamantes que encuadraba el escote profundo de su vestido dejaba admirar la blancura de su garganta, sobre la que reposaba un fabuloso collar compuesto por grandes rubíes en forma de pera y un asombroso conjunto de diamantes cuadrados, regalo de boda del rey de España, su padre, pero que debido a su tamaño no había podido llevar más que después de llegada a la edad adulta. Una diadema y seis pulseras a juego completaban un atuendo de un esplendor casi bárbaro y hacían de ella un ídolo ante el cual parecía natural caer de rodillas. Pero algunos creyeron entender que la reina, al lucir únicamente joyas españolas y excluir las que le había regalado su marido, espléndidas también, y al hacerlo para asistir a una obra de teatro «española» en compañía de un príncipe alemán, se estaba permitiendo el lujo de lanzar un desafío.

Marie de Hautefort no se dejó engañar, y tampoco Beaufort cuando acudió, vestido de tisú de oro y terciopelo castaño oscuro, a saludar a su soberana.

—Estáis milagrosamente bella, señora —dijo con emoción—. Al veros de tal manera adornada, quisiera caer a vuestros pies y rezar, rezar para que os dignarais conceder una mirada amable al infeliz así prosternado.

—¿Tendréis queja de la que os concedo? —respondió ella con una sonrisa que formó un nudo en el estómago de Sylvie.

Al mismo tiempo, tendió una mano cargada de anillos sobre la que él posó sus labios mientras hincaba la rodilla en tierra. La escena no pasó inadvertida al rey.

—¿Por qué servicio, señora, recompensáis tan generosamente a mi sobrino Beaufort? —dijo con un tono en el que vibraba una nota de cólera. Pero su esposa no se inmutó.

—¡Por un cumplido bien expresado, Sire! Eso es algo que nunca deja de tener valor a los ojos de una mujer, por más reina que sea.

—Por mi parte me hace muy desgraciado no haber sabido encontrar, antes que el señor de Beaufort, las palabras capaces de proporcionarme semejante favor —dijo el cardenal, que se había acercado.

—¿Acaso no sabe Vuestra Eminencia que corresponde a las reinas arrodillarse delante de la Iglesia? Lo contrario no tendría ningún sentido —respondió ella con un imperceptible encogimiento de hombros que, sin embargo, no escapó a la mirada del ministro, en la que brilló una chispa peligrosa.

Pero la escaramuza no pasó de ahí: los comediantes pedían respetuosamente, por medio del maestro de ceremonias, permiso para empezar. Cada cual se acomodó en su lugar ante la escena, que ocupaba todo el ancho de la galería y se cerraba mediante un gran telón de terciopelo.

Olvidando la punzada de dolor que acababa de sentir, Sylvie se apasionó con la obra del señor Corneille. La belleza de los versos la encantó tanto como la dramática historia de los dos amantes separados por las inflexibles leyes del honor. Mondory, el director del grupo, era un magnífico Rodrigo, y Marguerite Guérin una sublime Jimena. La mayor parte del auditorio había visto ya Le Cid en el teatro del Marais, pero no por ello dejó de aclamar con entusiasmo desde que el rey dio la señal para que empezaran los aplausos. Y lo hizo con calor, además: le había gustado aquel drama heroico y prometió a la reina, gozosa, que lo haría representar de nuevo para ella. Richelieu, por su parte, anunció que también él daría algunas representaciones en el Palais-Cardinal, y que el autor recibiría una pensión. Sólo los aplausos entusiastas del duque de Weimar debían ser puestos en cuarentena: el buen hombre, arrullado por la música de unos versos que no siempre comprendía del todo, se había quedado dormido profundamente durante la representación.

Entre las doncellas de honor reinaba una gran excitación.

—Es tan bello que podría despertar el amor de la mujer más fría —dijo una.

—¡He creído llegar al éxtasis al menos una docena de veces! ¡Ah! «Percé jusques au fond du coeur d'une atteinte imprévue aussi bien que mortelle...»[19] —añadió la vecina.

—¡Nunca se han escuchado sentimientos más nobles! ¡Ah, podría morirme ahora! —suspiró una tercera—. ¡Ved qué conmovida está nuestra reina!

—Monsieur Boileau ha escrito: «Todo París mira a Jimena con los ojos de Rodrigo» —dijo Marie de Hautefort, más conmovida de lo que deseaba admitir, y que reía para ocultar su emoción—. Pero también podríamos decir que todas las mujeres ven a Rodrigo con los ojos de Jimena. Y vos, gatita —añadió volviéndose hacia Sylvie—, ¿qué habéis sentido?

—¡Lo mismo que vos! Es tan hermoso que en varias ocasiones me han venido las lágrimas a los ojos.

—Y bien, señoritas, parece que habéis apreciado los versos del señor Corneille —dijo una voz profunda que hizo que aquel bello coro se estremeciera y perdiera la compostura, como solía suceder a todas las personas que se encontraban de súbito en presencia del cardenal. Tan sólo Marie de Hautefort, sin dar muestras del menor nerviosismo, hizo frente a la situación:

—Espero que sea asimismo la opinión de Vuestra Eminencia. ¡Es bien conocida la infalibilidad de vuestro gusto en materia de arte y literatura! ¿Os proponéis tal vez hacer ingresar a nuestro autor en la Academia?

Los grandes hombres no están libres de pequeñas debilidades. La adulación de la Aurora hizo sonreír a Richelieu:

—¡Veremos! Es cierto que se trata de una gran obra... aunque puede señalarse alguna ligera debilidad en los versos. ¿Cómo es que no veo a Mademoiselle de La Fayette?

—Está enferma —acudió al relevo Mademoiselle de Chémerault, a la que la presencia del ministro no atemorizaba por mucho tiempo—. Tenía tan mal aspecto hace un rato que la reina le ha aconsejado insistentemente que reposara un poco. De hecho —añadió audazmente la joven—, Su Majestad de seguro que no deseaba ver a su doncella y al rey intercambiar a distancia suspiros y miradas lánguidas.

—¡No creo que a la reina le agrade vuestro comentario, mademoiselle! —replicó Hautefort, cuyos grandes ojos azules despedían rayos.

La sonrisa de Richelieu, que la contemplaba con visible placer, la obligó a contenerse.

—¿Quién no comprendería a la reina? ¡Sobre todo en presencia de un príncipe extranjero! ¡Ah, Mademoiselle de l'Isle, no os había visto! Es verdad que todo se oscurece un tanto cuando se alza la Aurora. ¡Sin embargo, estáis encantadora! —añadió al tiempo que recorría con su mirada de entendido el vestido de espesa seda blanca bordado con florecitas de plata, regalo de Elisabeth de Vendôme, que Sylvie se ponía por primera vez y que le sentaba de maravilla.

Un cumplido siempre agrada, pero ella se ruborizó hasta la raíz del pelo cuando la mirada de Su Eminencia se detuvo insistentemente en el amplio décolleté. A Richelieu le gustaban las mujeres; era algo conocido, y corrían algunas historias al respecto por los «pasillos» frecuentados por las chismosas de la corte. Para disimular su vergüenza, la joven se inclinó en una reverencia.

—Doy las gracias a Vuestra Eminencia —murmuró.

—¿Por qué? Es a Dios a quien debemos dar las gracias por haberos creado para el placer de la vista. Permitid, por otra parte, que os presente a uno de mis fieles, que me lo ha suplicado porque os admira. Aquí tenéis al barón de La Ferrière —añadió al tiempo que se hacía a un lado para dar paso a la persona que su alta silueta roja había ocultado hasta ese momento—. Es oficial de mis guardias, pero esta noche no está de servicio. Saludad a Mademoiselle de l’Isle, querido Justin, ella lo permite.

Sylvie estuvo a punto de decir que ella no había permitido nada en absoluto, pero juzgó prudente no atraerse el enfado del cardenal por un asunto tan nimio. Respondió al saludo del recién llegado pensando que Perceval se equivocaba al atormentarse así: aunque no la hubiera puesto en guardia contra el personaje, éste la habría disgustado a primera vista. Tenía ante ella a seis pies de terciopelo verde guarnecido de trencilla, bordado, adornado con nudillos rojo y plata, con cuello y cañones de encaje. Por encima de todo ello, una barba rojiza no del todo desagradable, y que tal vez incluso le habría gustado si la boca fuera menos blanda y los ojos verdes no tan huidizos. Al saludarla, él le dedicó un cumplido del que ella no llegó a entender la mitad, tan rebuscado era, y que el cardenal no tuvo la paciencia de escuchar hasta el final: se alejó, e hizo refluir así el batallón de doncellas de honor, devoradas por la curiosidad. Sylvie se sintió fascinada por las manos del barón, verdaderas palas de lavar ropa que asomaban entre delicados manguitos de encaje.

Anunciaron la cena, y la loa de La Ferrière concluyó con la petición de ser autorizado a conducirla a la mesa y acompañarla en ella. La pobrecilla, que pensaba dar por concluido el encuentro con alguna banalidad, no esperaba aquello. Por supuesto, no tenía el menor deseo de acabar la velada en compañía de aquel soldadote y, no sabiendo qué responder, buscó con la mirada una tabla de salvación, pero la reina estaba ya fuera de la galería, y lo mismo ocurría con sus compañeras. La Ferrière tomó su silencio por aceptación, y se apoderaba ya de su brazo para llevársela cuando una voz cálida, precisa y bien timbrada, se hizo oír a espaldas de Sylvie:

—Mil perdones, señor, pero me corresponde a mí el honor de acompañar a Mademoiselle de l'Isle al banquete.

Soberbio, arrogante, con una sonrisa burlona de lobo que dejaba ver la blancura de sus dientes, François de Beaufort acababa de aparecer junto a Sylvie, cuyo brazo liberó con un gesto firme. El otro hizo una mueca, tratando sin mucho éxito de ocultar su disgusto.

—Señor duque —balbuceó—, resulta asombroso que un príncipe tan grande se preste a ser el caballero de una simple doncella de honor.

—¡Asombraos pues, querido! Pero también sería lícito preguntarse de dónde salís vos, para ignorar que una mujer bonita tiene derecho a todos los homenajes, ¡incluso a los de un rey! Preguntádselo, si no, a Mademoiselle de La Fayette.

—Mademoiselle de La Fayette pertenece a una gran casa...

—Mademoiselle de l'Isle, pupila de mi madre, pertenece a la de Vendôme, y yo siento por ella el más tierno afecto. ¡Por eso no tengo el menor deseo de verla en compañía de uno de los chusqueros del cardenal!

La Ferrière se puso de color grana y buscó maquinalmente a su costado una espada ausente:

—Me responderéis de vuestras palabras —gruñó.

—¿Un duelo? ¿Con vos? ¡Bromeáis! ¿Qué diría vuestro buen amo si sus propios guardias quebrantaran su edicto favorito, el que le permitió hacer caer la cabeza de un Montmorency? Servidor vuestro, señor, os deseo buenas noches.

Se echó a reír en las narices del barón y levantando la mano de Sylvie, que no había soltado, la condujo por el parquet en dirección a la gran estancia transformada por una noche en sala de banquete. Sylvie se sentía flotar. Ella también reía, y mientras seguía el rápido paso de François, su amplio vestido se hinchaba como un globo y sus rizos bailaban a lo largo de sus mejillas. Tenía la impresión de estar volando hacia el paraíso...

—¿Cómo habéis adivinado que ese hombre me importunaba, monseñor? Siempre aparecéis en el momento preciso...

—Es que lo vigilaba, mi querida niña. ¡Cuando pienso que ese cernícalo se proponía convertiros en su esposa! ¡Parece mentira!

—Pero ¿cómo sabéis eso? ¿Fue la señora duquesa quien os dio la noticia?

—No, por cierto. Fue Raguenel. La otra noche me mandó recado pidiéndome que pasara por la Rue des Tournelles. Estaba inquieto y me lo contó todo.

Sylvie se detuvo en seco, obligando a su caballero a hacer lo mismo.

—¿Y os encargó que cuidarais de mí? —murmuró, aterrizando bruscamente en el suelo desde su nube. ¡Había sido tan maravilloso creer que él volaba espontáneamente en su auxilio!

—¡Es muy natural, porque yo frecuento la corte y él no! Pero de todas formas, prevenido o no, nunca habría permitido a ese cernícalo plantar sus garras sobre... mi gatita.

—¡Vos también! —gimió Sylvie, consternada—. ¡Muy pronto todo el mundo me llamará así!

—En primer lugar, ni yo soy todo el mundo, ni lo es la reina. Y tampoco lo son Mademoiselle de Hautefort y las demás personas que te aprecian en este palacio. —La miró con una pequeña llamita en el fondo de sus ojos azules que calentó el corazón de Sylvie—. El nombre te sienta bien —continuó, llevándose a los labios la mano que seguía sin soltar—. Tienes toda la gracia, la espontaneidad, la suavidad de un gatito. Dicho eso, Sylvie, tienes que prometerme que me avisarás si ese La Ferrière se obstina en rondarte.

—¿Y qué haréis? ¿Retarle a un duelo? Os arrestarían antes incluso de haber llegado a cruzar los aceros. Richelieu se alegraría mucho de tener una oportunidad de poneros la mano encima. Ese hombre probablemente es uno de sus favoritos...

—¡En tal caso, tiene muy mal gusto! Pero no te preocupes de lo que pueda hacer yo. ¡Prométemelo, y basta!

—¡Pero si no paráis quieto! ¿Cómo estaré segura de llegar hasta vos? Además, pronto llegará la primavera, y con ella la reanudación de la guerra con España. Regresaréis al ejército...

El rostro de Beaufort se ensombreció de repente, y se endureció.

—No. Sabes hasta qué punto se sospecha de nosotros aquí. Mi padre sigue en el exilio. Sólo mi madre, mi hermana, mi hermano y yo somos tolerados en la corte, donde la reina sigue recibiéndonos amistosamente. ¡Pero se nos niega el derecho a combatir por nuestro país! —concluyó con amargura.

—¿Cómo? ¿No se os permite regresar al frente? ¿Después de vuestra hazaña en Noyon?

En efecto, el otoño anterior François, siempre tan atolondrado como valiente, se había lanzado a caballo, solo, empuñando la espada, con su cabello rubio y su camisa al viento, contra las trincheras españolas dispuestas ante Noyon. Por supuesto, los demás le habían seguido y habían acabado por obtener la victoria. Aquella insensatez le había valido una herida y la admiración del rey.

—Se llegó a decir incluso que Su Majestad quería nombraros capitán general de su caballería.

—¡Me habría hecho tan feliz! Pero el cardenal se opuso, porque precisamente en Noyon estuvo a punto de ser asesinado. Monsieur y nuestro primo, el conde de Soissons, a cuyo ejército habíamos sido agregados Mercoeur y yo, planeaban apuñalarlo, pero cuando el sicario se acercaba ya, Monsieur se espantó y lo denunció. Después de lo cual, Soissons y él se dieron a la fuga... ¡y adiós mi nombramiento de capitán general! Ni mi hermano ni yo estábamos al corriente de ese proyecto, pero eso no impidió que nos hicieran pagar igual que si fuésemos culpables. Se nos ha prohibido alistarnos en ninguno de los ejércitos, y el rey (¡debería decir el cardenal!) se ha opuesto al matrimonio de Mercoeur con la hija de nuestro amigo el duque de Retz.

—¿En qué podría disgustarle ese matrimonio?

—¡Bretaña, gatita, Bretaña! Retz posee Belle-Isle, una importante plaza estratégica. ¡El cardenal nunca permitirá que se instale en ella un Vendôme!

—¿No es allí donde pasabais antes las vacaciones?

La mirada de François se extravió de súbito.

—¡No sabes lo que es Belle-Isle, Sylvie! No conozco un lugar más bello, más libre... Un país de clima suave, defendido por un cinturón de rocas salvajes en las que rompe el mar sin conseguir nunca desgastar su granito. Los colores del océano son más ricos que en ningún otro lugar, y en el fondo de los valles recorridos por arroyos plateados, los árboles son los de un clima más meridional... los mismos que hay en mi principado de Martigues. Si pudiera llevarte allí, comprenderías por qué amo tanto Belle-Isle, el lugar donde puedo imaginar que soy dueño del mundo entero. Y nunca volveré...

Se repuso con una brusca sacudida de hombros, como si quisiera librarse de la ensoñación a que se había dejado arrastrar, y tomó de nuevo la mano de su compañera:

—¡Ven, aprisa! Me muero de hambre, y si tardamos mucho no nos quedarán ni siquiera las sobras.

—¡Un momento, por favor! Sois amigo del conde de Soissons, que además es vuestro primo. ¿Por qué no reuniros con él en Sedán?

—¿E incurrir en el delito de rebelión contra el rey? ¿Pactar con los españoles a los que acabo de combatir? Deseo poner mi espada al servicio de un príncipe francés, no al de uno extranjero. Por eso prefiero la inacción, ya que el rey prescinde de mí...

—Y además —dijo Sylvie con un asomo de severidad en su acento—, por encima de todo no tenéis el menor deseo de alejaros de la reina, ¿no es así?

Él no respondió, pero por su incomodidad ella comprendió que había acertado. Sin embargo, en lugar de enfadarse con él, pensó que era digno de compasión, atrapado como estaba entre los furores de un padre que soñaba con eliminar de un golpe tanto al rey como al cardenal, y su amor por la reina, que le obligaba a toda clase de miramientos con el uno y el otro.

Reemprendieron la marcha más despacio y en silencio. Sylvie no advirtió al joven que les había seguido desde la Galería con la esperanza de que Beaufort encontraría a alguien y le dejaría su lugar al lado de la muchacha. Cuando llegaron a la sala del banquete, Jean d'Autancourt giró sobre los talones y se alejó...


Unos días más tarde, Sylvie cantaba para la reina en medio de un círculo de damas atentas cuando entró el rey sin hacerse anunciar. La canción se apagó súbitamente en la garganta de la joven, que se apresuró a incorporarse para saludar a su soberano.

—¡No os mováis, señoras! —dijo éste—. ¡No os mováis! Y vos, Mademoiselle de l'Isle, continuad. Precisamente de vos he venido a hablar a vuestra ama.

—¡Dios mío! ¿Qué ha hecho para que vengáis aquí con tanta urgencia, Sire? —preguntó Ana.

—Nada grave, tan sólo que todavía no ha accedido al deseo del cardenal de que cante para él.

La reina frunció el entrecejo.

—Mis doncellas de honor no están a la disposición del cardenal —dijo con sequedad—. Mademoiselle de l'Isle me contó su encuentro con Su Eminencia y... la súplica que él le formuló, porque no cabe hablar de una orden. Fui yo quien se negó a dejarla ir al Palais-Cardinal. ¡Es demasiado joven para aventurarse así en una casa llena de hombres!

—¿La casa de un servidor de Dios? ¿Correría allí más peligros que en una iglesia? En casa del cardenal hay sobre todo clérigos.

—Hay sobre todo guardias, espías de todos los pelajes y gente poco recomendable. ¿Por qué no enviáis allí a Mademoiselle de La Fayette, que con tanta frecuencia ha cantado para nosotros y cuya voz apreciáis?

—Me da la impresión de que desde hace algún tiempo la estimáis menos que antes. En cualquier caso, no es a ella a quien reclama el cardenal. Sabéis muy bien cuánto le gustan las novedades. ¿No podríais darle ese placer?

—¿Por qué habría de hacerlo cuando su intención constante es la de perjudicarme?

La cólera empezaba a asomar en la voz de la soberana, y a poner un deje español en su acento. Se preparaba una escena. En ese momento Marie de Hautefort, con su habitual desenvoltura, intervino en la discusión:

—Con el permiso de Vuestras Majestades, ¿puedo sugerir una solución?

La mirada de Luis XIII, llena de dureza en el instante anterior, se suavizó al posarse en la que había amado.

—Hablad, señora.

—Su Majestad la reina tiene razón al decir que Mademoiselle de l'Isle es demasiado joven para ir sola a la casa del cardenal. Por tanto, propongo acompañarla yo misma.

El rey se echó a reír, algo muy raro en él.

—¡Vaya con la fiera guerrera! En verdad, no creo que nadie se atreva a atacar a Mademoiselle de Hautefort ni a su compañera. Si esta solución es de vuestro agrado, señora, yo la respaldo gustosamente, y añado que incluiré a uno de mis guardias, el pequeño Cinq-Mars.

Al cardenal le gusta particularmente esa linda flor cortesana. La reina se vio obligada a ceder.

—En tal caso, ¿por qué no? Pero a condición de que Mademoiselle de l'Isle esté también de acuerdo. ¿Qué decís vos, gatita?

—Estoy a las órdenes de Vuestra Majestad —respondió Sylvie.

El incidente quedó zanjado. El rey mostró su satisfacción con un pellizco en la mejilla de la joven y luego, siguiendo su costumbre, fue a reunirse con Mademoiselle de La Fayette en el vano de la ventana.

Al atardecer del día siguiente, Sylvie y su compañera emprendieron a pie el camino hasta el Palais-Cardinal.


Era un rectángulo noble y tranquilo, un palacio colocado sobre un dibujo de jardines flanqueados por casas antiguas a cuyos propietarios iba expropiando poco a poco Richelieu con el fin de agrandar sus parterres y setos. Sobre todo, un palacio nuevo y flamante cuyas piedras claras y grandes ventanales de cristales brillantes acentuaban la vejez del Louvre y la suciedad de sus vetustas murallas, a pesar de que se habían derribado las torres y los lienzos del ala Norte para rehacer el perímetro y las construcciones de la Cour Carrée, con la consecuencia de que por ese lado el panorama estaba dominado por los escombros, los bloques de piedra y los andamios. Todo ello —el nuevo palacio y las obras en curso— incumbía a Jacques Lemercier, el arquitecto del cardenal, que desde hacía diez años se veía absorbido por aquella inmensa obra. Había atendido a lo más urgente al dedicarse en primer lugar a la residencia del cardenal, pero al mismo tiempo reconstruía la Sorbona, continuaba el Val-de-Grâce y levantaba la iglesia de Saint-Roch. En la actualidad era un hombre extenuado, pero Richelieu tenía razones para estar satisfecho: su palacio era una obra maestra.

, Conocedora ya del lujo de aquel lugar —había venido dos años antes cuando, para la inauguración del pequeño teatro del ala oriental, Richelieu había dado una fiesta, un gran ballet mitológico en el que tuvo lugar una suelta de pájaros en honor de la pequeña Mademoiselle, la hija de Gastón d'Orleans—, Marie de Hautefort se contentó con apreciar los cambios sobrevenidos después, pero Sylvie abrió unos ojos como platos. ¡Aquella mansión parecía mucho más regia que el Louvre! Además de los veinticinco jardineros que, en los jardines, se atareaban en la preparación de la llegada de la primavera, el servicio uniformado con librea roja era numeroso, y el interior del palacio fastuoso. No había nada que no fuera de gran calidad, desde las pinturas firmadas por Rubens, Perugino, Tintoretto, Durero, Poussin y otros maestros, hasta las alfombras tejidas con hilo de oro y seda, pasando por los mármoles y los bronces antiguos, y las admirables tapicerías que narraban la historia de Lucrecia, sin olvidar los muebles de marquetería, las estatuillas preciosas, la abundancia de cristales, lapislázulis, ágatas, amatistas, zafiros, perlas incrustadas en oro y plata para formar obeliscos, espejos, globos, candeleros y joyeros. Una cueva de Alí Baba, incluso para una muchacha acostumbrada a mansiones magníficas. Su mirada asombrada tropezó con la del joven Cinq-Mars, que le sonrió:

—El cardenal es titular de numerosos beneficios eclesiásticos, abadías y otros, de los que proviene su fortuna. Es bello, ¿no es así?

—¡Casi demasiado!

—¿Advierto una ligera crítica en vuestra voz? Por mi parte, pienso que nada es demasiado bello si contribuye a embellecer la vida... ¡o a la persona!

El mismo era un modelo perfecto de elegancia, y aunque su traje de terciopelo conservaba unas hechuras vagamente militares, su tahalí bordado de oro y perlas finas valía sin duda una fortuna. Además, de cada uno de sus gestos parecía emanar un aroma suave.

En el primer salón encontraron a Madame de Combalet, que en casa de su tío oficiaba de ama de llaves, o de ama sin más, según las habladurías. No por ello dejaba de ser la imagen misma de la respetabilidad en su forma de vestir, y exhibía un luto lujoso —su esposo había fallecido después de pocos meses de matrimonio— que realzaba su belleza.

La aparición de Mademoiselle de Hautefort no pareció alegrarla demasiado, y en cambio ofreció a Cinq-Mars una cálida sonrisa.

—No sois, que yo sepa, pariente de Mademoiselle de l'Isle. Entonces, ¿por qué la habéis acompañado, estando yo aquí para recibirla?

Hacía falta una artillería más pesada para hundir los baluartes de la Aurora. Alzó su bonita nariz y miró de arriba abajo a la dama, de menor estatura que ella.

—Precisamente porque no tiene ningún pariente, la reina considera oportuno que vaya acompañada. Es demasiado joven para andar por las calles sin protección.

—Podíamos haber enviado a alguien a buscarla.

—Pero no lo habéis hecho, y ya no tiene remedio. Ahora...

—Ahora tened la bondad de esperar en este salón en compañía del señor de Cinq-Mars. Su Eminencia no desea compartir con nadie el placer que se promete... ¡Dadme esa guitarra!

Fue preciso obedecer, pero por la cólera que llameaba en sus grandes ojos, era evidente que la orgullosa joven no estaba habituada a esperar en las antecámaras. De mal humor, se dejó caer en un sillón mientras Cinq-Mars, también molesto, se arrellanaba en otro e indicaba un tercero al paje que había traído la guitarra desde el Louvre.

Guiada por Madame de Combalet, Sylvie atravesó una galería poblada de estatuas de hombres ilustres, entre las que la única mujer era Juana de Arco, antes de llegar al gabinete en que la esperaba Richelieu, sentado junto al fuego, con un gato en su regazo y otro apaciblemente dormido en el almohadón en que reposaban los pies de su amo. Parecía cansado y el color amarillento de su tez era el de un enfermo, pero acogió a su visitante con gran amabilidad:

—Su Majestad es infinitamente buena por haber consentido en separarse de vos por unos momentos. Esta tarde tengo una gran necesidad de buena música.

—¿Vuestra Eminencia está enfermo? —preguntó Sylvie mientras afinaba su instrumento.

—Un poco de fiebre tal vez... y también los problemas del Estado. ¿Qué vais a cantarme?

—Lo que plazca a Vuestra Eminencia. Sé muchas viejas canciones, pero conozco poco las nuevas.

—¿Conocéis El rey Reinaldo? Es una canción del siglo pasado. Le gustaba mucho a mi madre...

Sylvie sonrió, preludió y entonó la canción. No le gustaba la historia del rey que regresa herido de muerte junto a su mujer que acaba de dar a luz un hijo, y no quiere que la informen de su estado. La madre intenta engañar a la joven nuera respecto de los ruidos que oye, pero por las lágrimas que no puede retener, ésta comprende. Entonces:


Ma mère, dites au fossoyeux

Qu'il fasse la fosse pour nous deux

Et que l'espace y soit si grand,

Qu'on y referme aussi l'enfant....[20]


El cardenal había cerrado los ojos y, con el gato en el regazo, acariciaba con sus largos dedos el pelaje sedoso.

—Seguid cantando —ordenó cuando ella hubo terminado, sin abrir los ojos—. Lo que queráis.

Ella obedeció. Interpretó una canción de Margarita de Navarra, después Si el rey me hubiese dado y finalmente Mi amor, que era su preferida. El cardenal parecía en tal estado de relajación que ella llegó a pensar que dormía, pero cuando se dispuso a levantarse, él alzó bruscamente los párpados:

—Cantad otra, por favor. Vuestra voz es fresca y pura como una fuente. Me produce un bienestar infinito. A no ser que estéis fatigada.

—No, pero... quisiera beber un poco de agua...

—Tomad mejor un dedo de malvasía. Está en ese mueble —añadió señalando con la mano un rincón de la amplia sala.

Sylvie se levantó y fue a servirse, consciente de que él seguía cada uno de sus gestos. Cuando hubo bebido unas gotas de vino, Richelieu preguntó:

—¿Amáis a alguien?

La pregunta era tan inesperada que la joven estuvo a punto de dejar caer el vaso de cristal grabado. Se rehízo con rapidez, dejó el vaso y, volviéndose hacia el cardenal, dijo mirándole directamente a los ojos:

—Sí.

—¡Ah!

Hubo un silencio, roto únicamente por el crepitar del fuego en la chimenea. Sylvie iba a volver a su asiento cuando él le pidió que le sirviera.

—Yo también bebería un poco de vino... Como no soy vuestro confesor, no os preguntaré a quién amáis. Me contraría, pero no me incumbe.

—De todas maneras, monseñor, es una pregunta a la que no respondería, pero estoy contenta de que me la hayáis planteado.

—¿Porqué?

—Porque... —Dudó un instante, pero se armó de valor y prosiguió—: Porque monseñor comprenderá mejor por qué no puedo en ningún caso mirar favorablemente a la persona que Vuestra Eminencia se tomó la molestia de presentarme.

—¿El pobre La Ferrière no os gusta?

—No, monseñor. En absoluto. Y no llego a imaginar por qué rogó a Vuestra Eminencia que solicitara mi mano a la señora duquesa de Vendôme.

—¡Ah! ¿Sabéis eso?

—Sí, monseñor... y suplico a Vuestra Eminencia que tenga a bien dar las gracias al señor de La Ferrière por el honor que me hace, pero también rogarle que no se empeñe en seguir adelante por una senda que no puede conducirle a ninguna parte.

—Pero que tal vez me interese a mí.

El tono sonó más seco, pero Sylvie no se azoró:

—¡Oh, monseñor! Mi importancia es demasiado insignificante para que mi destino ocupe siquiera un instante del tiempo de un príncipe de la Iglesia y un ministro todopoderoso.

De nuevo se hizo el silencio; luego Richelieu le tendió la mano.

—Venid, pequeña. Más cerca. Aquí, sentaos a mi lado para que pueda leer en vuestros ojos.

Ella fue a sentarse a sus pies y no intentó eludir la mirada imperiosa fija en la suya. Entonces él sonrió.

—No me tenéis el menor miedo, ¿no es cierto? —Lo dijo con tanta dulzura que ella le devolvió la sonrisa.

—No, monseñor. Ninguno —respondió, sacudiendo sus bucles brillantes.

—¡Muy bien, por lo menos sois sincera! Dios mío, qué descanso para un hombre como yo, que no ve más que expresiones hipócritas, rostros aduladores, aterrorizados o despectivos. Dejo aparte, por supuesto, al rey y a otras pocas personas. Pues bien, ya que no me tenéis miedo, voy a proponeros un trato...

—No soy muy hábil, monseñor, y...

—No necesitáis habilidad de ninguna clase: no se volverá a hablaros del barón de La Ferrière, pero, a cambio, vendréis de vez en cuando a cantar para mí.

La respuesta llegó de inmediato, espontánea, al tiempo que los bonitos ojos color de avellana se iluminaban.

—¡Oh, con mucho gusto! Tantas veces como lo desee Vuestra Eminencia. En fin..., por supuesto, si lo permite la reina.

—¡Por supuesto! Podéis estar segura de que no abusaré. Ahora, cantadme aún alguna otra cosa.

Sylvie volvió a rasguear su guitarra pero, en ese instante, un hombre pareció surgir de una tapicería, silencioso como un fantasma: un monje cuya tonsura se había agrandado y cuya larga barba raleaba debido! a su avanzada edad. Richelieu hizo a Sylvie una seña para que detuviese el preludio.

—¿Qué ocurre, padre Joseph?

Sin responder, Joseph du Tremblay se aproximó, se inclinó al oído del cardenal y le habló en voz baja. El rostro relajado de Richelieu se endureció:

—¡Habrá que pensar en ello!... Mademoiselle de l'Isle, debo despediros porque me es imprescindible volver al trabajo. Madame de Combalet os espera en la galería, y también vuestra escolta. Gracias por estos breves momentos, pero cuando regreséis (y espero que sea pronto), enviaré a buscaros a fin de no desorganizar el servicio de Su Majestad la reina... ¡Dios os guarde!

Sylvie le dedicó una bella reverencia, recogió su guitarra y salió para reunirse con Cinq-Mars y Marie, que bostezaban sin disimulo.

—¡Vaya! —observó el joven—. Debéis de haber dado un verdadero concierto, a juzgar por el tiempo que ha pasado.

—No os quejéis, habría durado más todavía de no ser porque cierto padre Joseph ha entrado para reclamar la atención del cardenal.

—¡Brr! —exclamó Mademoiselle de Hautefort—. Tan sólo el nombre de ese viejo me hace estremecer. ¿Cómo habéis encontrado a Su Eminencia?

—Muy amable. Incluso he sido invitada a volver, si la reina lo permite...

—¡Oh, lo permitirá! Acabáis de apreciar que no resulta fácil decir no al cardenal. A propósito, ¿os ha ofrecido al menos un regalo?

—No —dijo Sylvie, muy contenta—. Ha hecho algo mejor: ¡ha prometido que no volvería a hablar de ese ridículo matrimonio con el señor de La Ferrière!

Bajaban en ese momento la escalera de honor y se cruzaron con el teniente civil de París, que subía. Saludó educadamente a las dos jóvenes, pero su mirada amarillenta envolvió a Sylvie con una expresión de cólera que desmentía su sonrisa.

—¡Qué individuo tan feo! —comentó Cinq-Mars cuando estuvieron en el patio—. Nunca comprenderé por qué el cardenal, que en lo demás es hombre de tan buen gusto, se complace en rodearse de figuras siniestras como la de ese hombre, o la del padre Joseph.

—¡Vaya! ¿Y vos? —exclamó la Aurora entre risas—. Sois uno de sus íntimos, ¿no? A él le debéis ese puesto de maestre del guardarropa que habéis tenido el descaro de rehusar.

—Me parece bien que no hayáis dicho «la locura», porque a mi juicio es la cosa más sensata que jamás he hecho. Un joven de mi edad necesita libertad, alegría y también la compañía de sus iguales.

—¿Los alegres libertinos del Marais, por ejemplo?

—¿Por qué no? Me gusta su compañía...

—Y la de una bella damisela de la que se rumorea que está loca por vos.

El rostro del joven se ruborizó, pero no de vergüenza sino de placer:

—Ya quisiera yo que estuvieseis en lo cierto. Es una reina, una diosa...

—¡Diablos! ¡Cuánto lirismo! Pero si os importa mantener buenas relaciones con el cardenal, deberíais andar con cuidado: se dice también que está interesado en ella.

—¡No es el único, en todo caso! Señoritas, ya estamos de vuelta en el redil. ¡Os beso las manos y me vuelvo a mis asuntos!

Un profundo saludo, una pirueta, y el muchacho había ya desaparecido como un fuego fatuo. Las jóvenes le siguieron con la vista y luego, siempre escoltadas por el paje silencioso como una sombra, se dirigieron a los aposentos de la reina, cuyas ventanas iluminaban el gran patio. Era ya tarde. Desde hacía mucho rato los guardias de la puerta habían sido relevados por los guardias de corps que tenían asignada la protección nocturna de los aposentos. El marqués de Gesvres desempeñaba con estricta severidad el mando de la guardia, pero las doncellas de honor sabían que era posible entrar en la casa de la reina por la pequeña escalera que utilizaban diariamente y que comunicaba su residencia y los antiguos aposentos de la reina madre con las estancias de Ana de Austria. Se entraba por una puerta pequeña vigilada por un portero bonachón que tenía toda clase de miramientos con las doncellas.


La Cour Carree estaba silenciosa aquella noche, y no se veía luz en los aposentos del rey. Durante la tarde, Luis XIII había partido para Saint-Germain después de una riña con Mademoiselle de La Fayette. Una riña que amenazaba prolongarse porque, dos días más tarde, Luis XIII tenía previsto marchar a restaurar el orden en Normandía, donde el Parlamento estaba haciendo de las suyas. Era un caso frecuente, y no pasaba año en el que no se produjera una revuelta en uno u otro punto de su reino, pero habría necesitado poseer el don de la ubicuidad para estar presente en todas partes a la vez. De modo que se limitaba a atender lo más urgente, incluso a pesar de que marcharse le desgarraba el corazón. Esta noche sin duda lloraba en su castillo de Saint-Germain semivacío, y al mismo tiempo las lágrimas de Louise debían de fluir en algún lugar del Louvre...

Ignorantes de aquel nuevo drama, Marie y Sylvie iban a llamar a la puertecita cuando ésta se abrió con brusquedad. Aparecieron dos hombres, que hicieron un movimiento de retroceso al ver a las dos jóvenes. Pero enseguida uno de ellos se colocó delante de su compañero, al que dejó en la sombra corriendo la pantalla de la linterna sorda que llevaba.

—¡Ah, sois vos, señoritas! Su Majestad empezaba a preocuparse. Id pronto a acompañarla, porque vuelve a sufrir de los nervios. Perdonadme que os deje subir solas, pero debo acompañar al médico a su casa.

—¿El médico? ¿Quién está enfermo? —preguntó Mademoiselle de Hautefort.

—Doña Estefanilla. Esta noche en la cena ha comido pastelillos de crema hasta empacharse. Había que atenderla sin tardanza y la reina no ha querido que fuésemos a buscar a uno de los médicos reales. Además, Bouvard está en Saint-Germain. De modo que he ido a buscar a la Rue de l'Arbre-Sec a un médico del que hablan muy bien, el doctor Dupré. Ha estado perfecto, y ahora lo acompaño de vuelta.

—Pobre Stéfanille —sonrió Hautefort—. ¡Siempre le digo que es demasiado golosa!

Sylvie, por su parte, no dijo nada y se contentó con mirar con curiosidad al médico embozado hasta los ojos en una capa negra, en tanto que la frente desaparecía hasta las cejas bajo un sombrero redondo de burgués. Tampoco él dijo palabra, pero tiró con impaciencia del brazo de La Porte, que se lo llevó enseguida.

—Qué médico tan raro —observó Sylvie—. ¿Por qué se esconde?

—Quizá teme el frío en la garganta. ¡Venid, estamos en plena corriente de aire!

Entró en la pequeña antecámara, pero Sylvie permaneció aún un instante en el umbral. La silueta del médico, que sobrepasaba en toda la cabeza a su compañero, y sobre todo su porte, le parecían familiares. Se reunió rápidamente con su compañera, que seguía protestando por la corriente de aire.

La reina estaba en su alcoba charlando con Stéfanille, que se mostraba curiosamente activa para estar enferma. ¡Aquel doctor Dupré tenía que ser un gran sabio! Las dos conversaban en español pero, gracias a Perceval, Sylvie lo conocía bien y captó al vuelo las últimas frases.

—¿Creéis prudente lo que acabáis de hacer? —preguntó la camarera, ocupada en retirar las diademas de diamantes que adornaban la cabellera de Ana.

—Yo no veo las cosas como tú. Nuestro amigo se va mañana a Turena, a la vista y con el conocimiento de todo el mundo. He pensado que sería oportuno confiarle una carta para mi cuñado. Tiene que saber que el cardenal acaba de enviar otra vez al señor de Bautru a Sedán, con nuevas proposiciones para intentar hacer entrar en razón a Monsieur le Comte.[21]

—¡Me extrañará que lo consiga! —dijo Marie de Hautefort con su habitual libertad de acción y lenguaje, utilizando el francés (entendía el español, pero lo hablaba muy mal)—. Soissons ha jurado no someterse a obediencia hasta que Richelieu haya muerto o caído en desgracia. ¡También ese hombre os ama, señora!

—¡Qué locuras decís! Ahora, gatita, contadme cómo ha ido vuestra visita.

—¡Mejor imposible, señora! —exclamó Marie—. ¡Desplegó todo su poder de seducción, se mostró encantado y espera poder renovar un día cercano un placer tan grande! Al menos así lo tengo entendido, porque el señor de Cinq-Mars y yo hemos esperado en la antecámara. ¡Sylvie entró sola en la guarida del tigre, bajo la protección de Combalet!

—¡Dejadla hablar a ella!

—No hay nada que rectificar, señora —confirmó Sylvie con una sonrisa tímida—. Mademoiselle de Hautefort lo ha expresado tan bien como si hubiera estado presente.

—¿Os ha pedido el cardenal que volváis?

—Sí, pero he respondido que únicamente Vuestra Majestad podía decidirlo, puesto que os pertenezco.

—¿Y no os ha propuesto ser... de él? ¿En secreto, al menos?

—No es tan necio, señora —intervino de nuevo la Aurora—. No la primera vez; se ha contentado con ofrecer un trato.

—¿Un trato? ¡Es increíble! ¿Y de qué clase, si puede saberse?

—De clase matrimonial. Si Mademoiselle de l'Isle acepta volver a iluminar sus sombríos ensueños, Su Eminencia promete que no se volverá a hablar de entregarla a Monsieur de La Ferrière.

La reina se levantó con tal ímpetu que algunos cabellos le quedaron enredados en el peine de Stéfanille. Sus ojos verdes lanzaban chispas de un furor tal que las aletas de su nariz se estremecían.

—¡Qué audacia! ¡Como si la suerte de esta niña dependiera únicamente de él! Debería saber que no «se entrega» a una de mis doncellas de honor sin mi aprobación. Y menos todavía a uno de esos belitres que carecen del temor de Dios. Jamás, oídlo bien Sylvie, habría yo aceptado ese matrimonio, por más que el cardenal hubiera cubierto de oro a vuestro pretendiente. Por tanto, es un trato sin objeto el que se ha atrevido a proponer, y si quiere escucharos otra vez, es a mí, no al rey, a quien deberá solicitarlo.

Lentamente, Sylvie se arrodilló, tomó la mano de Ana y se la llevó a los labios. En sus ojos brillaban las lágrimas.

—¡Gracias, señora! ¡De todo corazón, gracias!

—Sedme fiel, pequeña, y nunca tendréis de qué arrepentiros.


Era más que tarde cuando Sylvie consiguió finalmente dormirse. Su insomnio obedecía sin duda a los nervios de una velada inhabitual, pero sobre todo a que la intrigaba la silueta de aquel médico, y no conseguía apartarla de su cabeza. Pudo conciliar el sueño, al fin, después de haber tomado una decisión, y a la mañana siguiente, aprovechando uno de los ratos libres que le dejaba su servicio junto a la reina, salió acompañada por Jeannette con el pretexto de ir a comprar unos guantes en el comercio de Madame Lorrain, en la Rue Saint-Germain, cerca del cruce con la Rue de l’Arbre-Sec en la que residía el «médico» de La Porte.

—Tienes que encontrarme la dirección de un tal Dupré que fue llamado ayer por la noche para cuidar a doña Estefanilla —dijo a Jeannette—. Lo único que sé de él es que vive en la calle que pasa justo por detrás de Saint-Germain-l'Auxerrois.

—Entonces lo más sencillo será entrar a rezar unas avemarías. Siempre hay en la iglesia mujeres del barrio, y al diablo si no encuentro una que me pueda informar...

—¿Al diablo? ¿En una iglesia? —dijo Sylvie horrorizada, al tiempo que se persignaba. Jeannette la imitó, pero se echó a reír:

—¡Se me ha escapado! ¡Diré una avemaria de más!

Finalizaban las vísperas cuando las dos mujeres, envueltas en sus mantos provistos de capuchón, entraron en el viejo santuario cargado de historia que era la parroquia del Louvre y cuyas campanas habían tocado a rebato la noche de San Bartolomé. Era una iglesia magnífica, y cuando uno entraba bajo las bóvedas que la madre de Luis XIII había hecho pintar de un azul sembrado de flores de lis, se tenía verdaderamente la impresión de encontrarse en un lugar mágico. La sensación se acentuó aquel día cuando la iglesia, acabados los rezos, se vació. Sólo quedó el sacristán, ocupado en apagar los cirios del altar. Sin dudar, Jeannette se dirigió a él, mientras su ama se arrodillaba para una breve plegaria. La conversación no duró mucho rato. Jeannette, mediante una moneda, no tuvo la menor dificultad para obtener una respuesta, pero ésta no la satisfizo, y tampoco a Sylvie.

—No hay ningún médico en la Rue de l'Arbre-Sec. Para encontrar uno, hay que llegarse a la Rue de la Ferronnerie...

—¡Ah!

Sylvie no se sintió demasiado sorprendida. El porte del médico de la noche anterior delataba a una legua de distancia al gentilhombre, a pesar de los severos ropajes, adecuados a su supuesta profesión. Y un gentilhombre, además, al que ella estaba segura de haber reconocido... Acabó sus rezos y fue a comprar los guantes, tal como había anunciado. No porque los necesitara en realidad, sino porque no le gustaba mentir.


Aquella tarde, en el círculo de la reina la concurrencia era bastante escasa. Un chisme salido de no se sabía dónde pero que las cotillas de la Place Royale difundían con regocijo, decía que el rey, siguiendo los consejos del cardenal, tenía la intención de repudiar a la mujer que no conseguía darle descendencia, y siguiendo los consejos de su propio corazón pensaba ofrecer el puesto a Mademoiselle de La Fayette. No hacía falta más para que damas y caballeros suspendiesen sus visitas. En cambio, se anunció a Madame de Vendôme. Apenas se la había visto en los últimos tiempos, ocupada como estaba en aliviar las miserias que pasaban al alcance de su escarcela. Atareada como de costumbre y sonriente también como de costumbre, con nuevas huellas de barro en los bajos de su vestido e incluso sin aliento por haber subido demasiado aprisa las escaleras, entró en tromba y corrió derechamente hacia la reina.

—Y bien, duquesa, ¿de dónde venís con tanta prisa? —preguntó ésta.

—¡Del burdel, señora! —respondió la visitante con una gran reverencia, y sin desconcertarse ante la carcajada general que siguió a sus palabras.

—¡Señoras, señoras! —intervino la reina, que tampoco había podido impedir que se le escapara la risa—. Sabéis la profunda caridad que practica Madame de Vendôme, de acuerdo además con Monsieur de Paul, que por su parte se ocupa de los hijos abandonados de esas infelices. Algunas de ellas se ven empujadas por el vicio, pero otras sufren una esclavitud odiosa y la duquesa intenta arrancarlas de ella y encaminarlas a una vida honesta.

—¡No es tarea fácil! —gruñó Madame de Guéménée—. Hace falta mucho valor para introducirse así en los bajos fondos...

—O bien cubrirse con la égida de una virtud intachable, lo que no todo el mundo puede decir —aventuró Madame de Senecey con una sonrisa burlona dedicada a la princesa, cuyas aventuras amorosas no eran un secreto para nadie.

Ésta se puso de un color escarlata. Al verlo, la reina optó por desviar la conversación y se dirigió de nuevo a Madame de Vendôme.

—¡Se hace difícil veros, hermana! Y todavía más a vuestra hija, que no viene nunca. Incluso vuestros hijos nos tienen un poco abandonadas...

—¡No lo creáis! La pobre Elisabeth está en cama con fiebre y un catarro de pecho. Mercoeur se ha ido a refunfuñar junto a mi esposo en Chenonceau. No se repone de la ruptura de su matrimonio con Mademoiselle de Retz, porque no comprende en qué ha desagradado al rey...

—Es muy difícil saber lo que agrada o desagrada al rey. A veces es necesario tener paciencia; puede suceder que cambie de opinión. ¿Y... el señor de Beaufort?

—Ha partido esta mañana para Turena... pero yo creía, hermana, que vos lo sabíais.

—No sé cómo habría podido saberlo —repuso con sequedad Ana de Austria mientras agitaba nerviosa el pequeño abanico de seda que le servía para preservar su rostro del ardor del fuego de la chimenea.

Debido a su rango entre las doncellas de honor, Sylvie no pudo seguir bien el hilo de la conversación, sobre todo porque las dos damas hablaban en voz bastante baja, pero oyó lo suficiente. Su instinto no la había engañado: el pretendido médico no era otro que François, comprometido, al servicio de la reina, en una aventura que podía resultar peligrosa, puesto que se trataba de una correspondencia secreta entre la reina y su cuñado. Si el cardenal llegara a saberlo...


En los días siguientes vio a Richelieu en dos ocasiones. Madame de Combalet fue en persona a buscarla y a llevarla de vuelta. Las visitas se desarrollaron en todos sus detalles como la primera: Sylvie cantó mientras el cardenal acariciaba a uno u otro de sus gatos; él le hizo una o dos preguntas de apariencia banal sobre su infancia en la casa de los Vendôme, y bebió con ella una copa de vino de España o de malvasía, antes de devolverla a su guía. En su última visita le ofreció unas monedas de oro que ella quiso rehusar porque le parecía indigno recibir un salario. El cardenal estuvo a punto de enfadarse:

—Una joven bonita siempre necesita algún perifollo que añadir a su atuendo para presentarse en la corte. Además, durante algún tiempo no disfrutaré de vuestras canciones. La corte va a instalarse en Saint-Germain, donde el rey tiene costumbre de celebrar la Pascua, y en cuanto a mí, marcho mañana mismo a mi castillo de Rueil.

La noticia supuso un alivio para Sylvie. En realidad no le gustaban nada las veladas en el Palais-Cardinal. Cuando no cerraba los ojos, Richelieu la observaba con una insistencia que le resultaba embarazosa. Además, en una ocasión se había encontrado en presencia del barón de La Ferrière y, a pesar de las garantías que le había dado su amo, no le gustó nada la manera que tuvo de relamerse mientras la miraba en silencio, a la manera de un gato que se dispone a zamparse un ratón.

Así pues, con un ánimo más ligero se dedicó con Jeannette a los preparativos para seguir a la reina a Saint-Germain. La joven camarera, por su parte, mostraba una franca alegría que intrigó a su ama.

—¿Por qué estás tan contenta? No sabes, como tampoco yo, si nos gustará Saint-Germain.

—Claro que no, pero espero que al menos allá abajo dejarán de seguirnos.

—¿Seguirnos? ¿Qué quieres decir?

—Lo que digo. Cada vez que salimos para hacer compras o ir a visitar al señor de Raguenel, alguien nos sigue: un hombre que parece un lacayo de casa buena, de figura agradable, y que además no se esconde. Desde que ponemos el pie en la calle está ahí, y cuando tomamos una silla de manos, él nos sigue en otra.

—¿Y no has conseguido saber quién es?

—Es difícil. No hace nada malo, después de todo. Os sigue incluso cuando vais, de noche, al Palais-Cardinal. Lo sé porque yo también os he seguido.

Sylvie se echó a reír.

—¡Vaya, pues debemos formar una bonita procesión! ¿Por qué no me has dicho nada?

—Para no preocuparos. Después de todo, tal vez sea sólo un enamorado —dijo Jeannette.

—Veremos. De ahora en adelante yo también voy a tener los ojos bien abiertos.

—No os atormentéis, cuando volvamos a París será Corentin quien se ocupe. ¡Ya le he dicho dos palabritas! Pero estoy muy contenta de ir al campo. Allí me siento mejor que en ninguna parte.

Y se fue a doblar las faldas de Sylvie para colocarlas en un baúl.


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