TERCERA PARTE. El dictamen

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Ron Fisk prestó juramento como juez adjunto del tribunal supremo de Mississippi durante la primera semana de enero. Fue una ceremonia breve y discreta a la que acudieron Doreen y los tres niños, unos cuantos amigos de Brookhaven, Tony Zachary, los otros ocho miembros del tribunal y parte del personal. El juez primero, el miembro más antiguo, leyó un breve discurso de bienvenida, que dio paso al ponche y a las galletitas. El juez Jimmy McElwayne prefirió saltarse el refrigerio y regresó a su despacho. No había esperado que Ron Fisk le gustara y, hasta el momento, el nuevo juez no le había decepcionado. Fisk había dado un grave traspié al despedir sumariamente a los letrados y a la secretaria de Sheila sin haberse dignado siquiera entrevistarse con ellos ni una sola vez. Había vuelto a tropezar al presentarse a principios de diciembre y empezar a dar la lata al juez primero para consultar la lista de casos pendientes y echar un vistazo a los más urgentes. Con cuarenta años, Fisk era con diferencia el miembro más joven del tribunal, y algunos de sus colegas no le perdonaban su entusiasmo y sus ganas de trabajar.

Una vez jurado el cargo, Fisk tenía derecho a participar en todos los casos pendientes de decisión, independientemente del tiempo que estos hubieran sido debatidos con anterioridad en el tribunal. Se puso manos a la obra de inmediato y pronto empezó a alargar lajornada de trabajo. Diez días después de su llegada, votó de acuerdo con una mayoría de siete (entre los que se incluía el juez McElwayne) para revocar un caso de parcelación territorial fuera del condado de DeSato, y disintió junto a tres más en una disputa sobre pantanos en el condado de Pearl River. Se limitó a votar, sin hacer un solo comentario.

Todos los jueces tienen la potestad de redactar una opinión sobre cualquier caso que llegue al tribunal, tanto si esta es concurrente con la mayoría como si difiere de ella. Ron deseaba redactar la suya con todas sus fuerzas, pero esperó, acertadamente. Lo mejor era no precipitarse.

A finales de enero, los ciudadanos de Mississippi pudieron comprobar hacia dónde soplaban los nuevos vientos en el tribunal post- McCarthy. El caso trataba de una anciana de ochenta años con Alzheimer, hallada desnuda y sucia debajo de su cama en la residencia de ancianos. La había encontrado su hijo, que, furioso, acabó denunciando a la residencia en nombre de su madre. A pesar de que las declaraciones disentían y los testimonios eran incompletos, en el juicio se demostró que nadie había atendido a la mujer al menos durante seis horas y que nadie le había dado de comer en nueve. La residencia era uno de los peores hogares de ancianos, uno de los muchos que pertenecían a una empresa de Florida con un largo y descorazonador historial de infracciones sanitarias y de seguridad. El jurado, del condado rural de Covington, le concedió una indemnización por daños y perjuicios de doscientos cincuenta mil dólares, a pesar de que era difícil evaluar el alcance de los daños físicos. Tenía la frente amoratada, pero la pobre mujer hacía una década que había perdido la cabeza. La parte interesante del caso era la indemnización por daños punitivos de dos millones, algo que no se había visto nunca en el condado de Covington.

El caso había sido asignado al juez Calligan, que reunió tres votos coincidentes y redactó una opinión que revocaba la indemnización de doscientos cincuenta mil dólares y ordenaba un nuevo juicio. Se necesitaban más pruebas sobre la cuestión de los daños. En cuanto a la indemnización por daños punitivos, esta «había escandalizado a la conciencia del tribunal», por lo que quedaba revocada y desestimada: rechazada para siempre. El juez McElwayne redactó una opinión por la que confirmaba el veredicto. Se esmeró en explicar en detalle la desdichada historia de la residencia: falta de personal, empleados sin los conocimientos necesarios, habitaciones, sábanas y toallas antihigiénicas, comida infecta, aire acondicionado insuficiente, habitaciones masificadas. A su opinión se unieron tres jueces más, de modo que el antiguo tribunal quedaba dividido a partes iguales. El nuevo hombre tendría la última palabra.

El juez Fisk no vaciló. Él también consideraba que las pruebas médicas eran insuficientes y aseguraba estar escandalizado por la indemnización por daños y perjuicios. Como abogado de aseguradoras, había pasado catorce años combatiendo las desproporcionadas reclamaciones por daños punitivos que con tanta despreocupación presentaban los abogados de los demandantes. Se había topado con una reclamación falsa por una suma exorbitante de dinero en al menos la mitad de los casos que había defendido por la «conducta vergonzosa e irresponsable» del demandado.

Con un resultado de cinco votos a cuatro, el tribunal anunció el nuevo curso que había tomado y envió el caso de vuelta al condado de Covington peor que cuando este lo había abandonado.

El hijo de la anciana víctima era un ganadero de cincuenta y seis años. También era diácono en una iglesia rural a unos kilómetros de la ciudad de Mount Olive. Su mujer y él habían sido convencidos simpatizantes de Ron Fisk porque lo consideraban un hombre piadoso que compartía sus valores y que protegería a sus nietos.

¿Por qué votaba el señor Fisk a favor de una empresa criminal de otro estado?


La secretaría judicial es la encargada de asignar los casos que se admiten a revisión en el tribunal supremo entre los nueve jueces, que no poseen control alguno sobre dicho proceso. Todos saben que de cada nueve casos uno acabará en su mesa. Trabajan en grupos de tres jueces durante seis semanas, tras las que los pequeños jurados vuelven a redistribuirse.

En casi todos los casos que llegan al tribunal supremo, los abogados solicitan una exposición oral, aunque pocas veces se les concede. Los jueces oyen a los abogados en menos del 5 por ciento de las apelaciones.

Dada la cuantía de la indemnización, los tres jueces que presidían el caso de Jeannette Baker contra Krane Chemical Corporation lo consideraron suficientemente importante para conceder una audiencia a los abogados, que comparecieron el 7 de febrero: Jared Kurtin y su tropa, y todo el bufete de Payton amp; Payton.

El caso había sido asignado al juez Albritton hacía meses.

Ron Fisk no tenía trabajo ese día en el tribunal y por eso no estaba allí. Tony Zachary se pasó por la sala por curiosidad, pero se sentó en la última fila y no habló con nadie. Decidió tomar notas y llamar a Barry Rinehart en cuanto la vista hubiera acabado. También había un vicepresidente de Krane en la última fila haciendo lo propio.

Cada parte disponía de veinte minutos para llevar a cabo su exposición, tiempo controlado por un reloj digital que iba marcando los segundos. El secretario judicial les avisó: estaban prohibidos los alegatos prolijos. Jared Kurtin fue el primero, y no tardó en llegar al meollo de la apelación de su cliente. Krane siempre había defendido que no existía ninguna relación médica razonable y creíble entre el DeL y el cartolyx encontrado en sus propiedades y los cánceres que padecían tantos ciudadanos de Bowmore. Krane jamás admitiría que se habían llevado a cabo vertidos ilegales, pero, hipotéticamente hablando, aunque asumiera que se filtraran residuos tóxicos en el suelo y que estos acabaran en el agua, no existía una «relación causal» entre los productos químicos y los cánceres. Sí, de acuerdo, se había especulado mucho. Solo había que mirar la incidencia del cáncer en Bowmore o los conglomerados de cáncer. Sin embargo, la tasa de incidencia del cáncer varía de manera considerable de una zona a otra y, lo más importante, hay miles de carcinógenos en el aire, en la comida, en las bebidas, en los productos del hogar, la lista es interminable. ¿Quién puede asegurar que el cáncer que acabó con la vida del pequeño Chad Baker procedía del agua y no del aire? ¿Acaso pueden descartarse los carcinógenos encontrados en las comidas preparadas que la señora Baker había admitido consumir durante años? Es imposible.

Kurtin estaba en forma, y los tres jueces lo dejaron hablar durante diez minutos. A dos ya los tenía en el bolsillo, aunque no al juez Albritton, quien finalmente preguntó:

– Señor Kurtin, discúlpeme, pero ¿había más fábricas o plantas en la zona que fabricaran pesticidas o insecticidas?

– No, que yo sepa, señoría.

– ¿Significa eso que no?

– La respuesta es no, señoría. No había más fábricas en el condado de Cary.

– Gracias. Con todos los expertos con que cuentan, ¿encontraron cualquier otra fábrica o planta donde se procesara o se deshicieran del dicloronileno, el cartolyx o el aklar?

– No, señoría.

– Gracias. Cuando afirma que en otras partes del país también se dan altos porcentajes de casos de cáncer, no estará insinuando que alguno de esos lugares supera quince veces la media nacional, ¿verdad?

– No, no lo insinúo, pero sí cuestionamos que la supere en quince veces.

– Bien, entonces, ¿estipularía usted una incidencia de cáncer mayor a doce veces la media nacional?

– No creo que…

– Eso es lo que su experto dijo en el juicio, señor Kurtin. La incidencia en Bowmore supera en doce veces la media nacional.

– Sí, creo que es correcto, señoría.

– Gracias.

No hubo más interrupciones, y Kurtin acabó pocos segundos después del timbre del cronómetro.

Mary Grace estaba espectacular. Puede que los hombres se vieran limitados a trajes negros o azul marino, camisas blancas, corbatas sin gracia y relucientes zapatos negros, el atuendo diario, habitual y aburrido, pero para las mujeres no había ninguna norma establecida. Mary Grace llevaba un vestido alegre que le llegaba justo por encima de las rodillas y una chaqueta a juego de media manga. Zapatos de tacón de aguja. Mucha pierna, aunque ocultas para los tres jueces una vez subía al estrado.

Retomando el hilo donde el juez Albritton lo había dejado, se lanzó a un ataque contra la defensa de Krane. Durante veinte años como mínimo, la compañía había estado vertiendo ilegalmente toneladas de carcinógenos de grupo 1 en el suelo. Como causa directa de estos vertidos, el agua de boca de Bowmore había acabado contaminada por esas mismas sustancias cancerígenas, ninguna de las cuales se fabricaban, vertían o ni siquiera se encontraban en cantidades significativas en ningún otro lugar del condado. La gente de Bowmore bebió el agua igual que los tres miembros de ese jurado habían bebido agua esa mañana.

– Se han afeitado, se han lavado los dientes, se han duchado, han utilizado el agua de la ciudad para el café y el té. La han bebido en casa y aquí, en el trabajo. ¿Alguno se ha parado a pensar en el agua? ¿De dónde viene? ¿Si es segura? ¿AIguno de ustedes se ha detenido a pensar por un solo momento si su agua contenía carcinógenos? Seguramente no. La gente de Bowmore tampoco.

Como resultado directo de beber agua, la gente enfermó. La ciudad se vio arrasada por una oleada de cáncer jamás vista en el país.

– Y, como siempre, esta selecta y responsable compañía de Nueva York -aquí se volvió y señaló con la mano a Jared Kurtin-Io negó todo. Negó los vertidos, el encubrimiento, negó haber mentido, incluso negó sus propias negaciones. Y lo más importante, negó cualquier causalidad entre sus carcinógenos y el cáncer. De hecho, tal como hoy hemos oído, Krane Chemical echa la culpa al aire, al sol, al medio ambiente, incluso a la mantequilla de cacahuete y al pavo en lonchas que Jeannette Baker compraba para alimentar a su familia.

»Al jurado le gustó mucho esa parte del juicio -continuó Mary Grace, para unos asistentes que aguardaban en silencio-. Krane vertió toneladas de productos químicos contaminantes en nuestro suelo y en nuestra agua, pero, eh, echémosle la culpa a la mantequilla de cacahuete Jif.

Tal vez fuera por respeto hacia la mujer, o quizá fue su reticencia a interrumpir una exposición tan vehemente, el caso es que ninguno de los tres jueces dijo nada.

Mary Grace terminó con un rápido repaso a la ley. La legislación no les exigía que demostraran que el del encontrado en los tejidos de Pete Baker procediera directamente de las instalaciones de Krane. Hacer eso elevaría el estándar de prueba a prueba clara y convincente y la ley solo exigía una preponderancia de la prueba, un estándar menos riguroso.

Cuando se le acabó el tiempo, se sentó junto a su marido.

Los jueces dieron las gracias a los abogados y a continuación pasaron al siguiente caso.


La reumon de invierno de la ALM tue deprimente. Todo el mundo acudió. Los abogados litigantes estaban nerviosos, profundamente preocupados, incluso asustados. El nuevo tribunal había revocado las dos primeras sentencias a favor del demandante que tenía pendientes nada más empezar el año. ¿Iba a ser aquello el principio de una mala racha? ¿Había llegado el momento de dejarse llevar por el pánico o ya era demasiado tarde?

Un abogado de Georgia ayudó a ensombrecer aún más el ambiente con un resumen de la lamentable situación de su estado. El tribunal supremo de Georgia también estaba compuesto por nueve miembros, ocho de los cuales eran leales al gran capital y revocaban sistemáticamente las sentencias de demandantes heridos o fallecidos. Habían revocado veintidós de los últimos veinticinco fallos. A resultas de esto, las aseguradoras ya no estaban dispuestas a pactar, ¿para qué? Ya no temían a los jurados porque eran dueñas del tribunal supremo. Tiempo atrás, en la mayoría de los procesos se conseguía un acuerdo antes de llegar a juicio y para un abogado litigante eso significaba un número de causas manejable. En esos momentos no había manera de llegar a un acuerdo y el abogado de la parte demandante tenía que llevar todos los casos a juicio. E incluso, aunque obtuviera un veredicto favorable, todavía tenía que enfrentarse a una apelación. En consecuencia, los abogados aceptaban menos casos y cada vez había más personas con lesiones, con reclamaciones legítimas, que no estaban siendo indemnizadas.

– Las puertas de las salas de tribunal se cierran a marchas forzadas -dijo, como colofón.

Aunque solo eran las diez de la mañana, muchos empezaron a buscar un bar.

El siguiente orador consiguió levantarles el ánimo, aunque solo un poco. Presentó a la antigua jueza Sheila McCarthy, que recibió una cálida acogida. Sheila agradeció a los abogados litigantes su firme apoyo y les dio a entender que no estaba acabada en el mundo de la política. Despotricó contra los que habían conspirado para derrotarla y, cuando su intervención ya tocaba a su fin, consiguió ponerlos en pie al anunciar que se había pasado a la práctica privada, que había pagado la cuota y que se enorgullecía de ser miembro de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi.


El tribunal supremo de Mississippi decide, de media, unos doscientos cincuenta casos cada año. En su mayoría se trata de contenciosos rutinarios, poco complicados, aunque otros presentan cuestiones novedosas sobre' las que el tribunal nunca ha fallado hasta entonces. Prácticamente todos los litigios se despachan de un modo ordenado, casi elegante; sin embargo, de vez en cuando, alguno inicia una guerra.

El caso trataba sobre una enorme desbrozadora de cuchilla conocida como zamparrastrojos. Esta en cuestión la arrastraba un tractor J ohn Deere cuando topó con una tapa de alcantarilla abandonada, oculta entre la maleza de un solar, y una de las piezas, de diez centímetros de acero afilado, de las hojas giratorias del zamparrastrojos salió volando por los aires. La pieza recorrió seiscientos metros antes de impactar contra la sien de un niño de seis años llamado Aaron que iba de la mano de su madre, cuando estaban a punto de entrar en la sucursal de un banco en la ciudad de Horn Lake. Aaron quedó gravemente herido, estuvo a punto de morir en varias ocasiones y, en los cuatro años que transcurrieron desde el accidente, se había sometido a once operaciones. Los gastos de hospital superaban con creces el tope de quinientos mil dólares del seguro médico de la familia. Los gastos para su cuidado futuro se estimaban en setecientos cincuenta mil dólares.

Los abogados de Aaron habían dictaminado que el zamparrastrojos tenía quince años de antigüedad y no estaba equipado con cubiertas laterales, ni con cubiertas que impidieran el salto de la broza, ni con ningún otro dispositivo de seguridad que gran parte de la industria llevaba utilizando en los últimos treinta años. Los demandaron. Un jurado del condado de DeSato indemnizó a Aaron con setecientos cincuenta mil dólares. Después, el juez aumentó la indemnización para que incluyera también los gastos médicos y dictaminó que si el jurado había encontrado responsabilidad, entonces Aaron debía tener derecho a una cantidad mayor por daños.

El tribunal supremo se enfrentaba con varias opciones: 1) confirmar la sentencia del jurado e indemnizar al niño con setecientos cincuenta mil dólares; 2) confirmar la indemnización aumentada por el juez a tres millones cien mil dólares; 3) desestimar la presunción de responsabilidad o daños y devolverlo a un juzgado de primera instancia para que volviera a celebrarse el juicio; o 4) revocar la sentencia y desestimar el caso. La responsabilidad parecía clara, de modo que solo había que discutir la cantidad de dinero.

El caso se asignó al juez McElwayne. Su primera opinión coincidía con el juez que había presidido el caso y abogaba por aumentar la indemnización. De hecho, si hubiera podido, habría propuesto una cantidad aún mayor. No había suma suficiente que pudiera compensar al niño por el dolor insufrible que había soportado y que tendría que soportar en el futuro. Ni tampoco indemnización suficiente que subsanara una futura fuente de ingresos. La criatura, que solo iba de la mano de su madre, había quedado incapacitada de por vida por una máquina inherentemente peligrosa que había sido fabricada sin la debida atención a las normas de seguridad.

El juez Romano del distrito central era de otra opinión.

Hasta la fecha no se había enfrentado a una indemnización cuantiosa contra la que no pudiera arremeter, pero esta le suponía un reto. Decidió que el zamparrastrojos no tenía ningún defecto de diseño y que había sido montado debidamente en la fábrica, pero que a lo largo de los años sus múltiples dueños habían ido retirando los dispositivos de seguridad pertinentes. De hecho, la cadena de propiedad no quedaba clara. Esa es una de las características de aparatos como las desbrozadoras. No son máquinas limpias y seguras, sino que están diseñadas para realizar una tarea: cortar la maleza y la broza mediante una serie de hojas afiladas que rotan a gran velocidad. Son máquinas extremadamente peligrosas, pero, sin embargo, eficaces y necesarias.

El juez McElwayne acabó obteniendo tres votos. El juez Romano presionó a sus colegas durante varias semanas hasta obtener otros tres. Una vez más el chico nuevo tendría la última palabra.

El juez Fisk estuvo batallando con el caso. Leyó los escritos poco después de haber jurado su cargo y cambiaba de opinión de un día para otro. Estaba de acuerdo en que el fabricante podía esperar que su aparato acabara modificado con el tiempo, sobre todo tratándose de algo tan, en principio, peligroso como una desbrozadora. Sin embargo, no quedaba suficientemente claro si el fabricante había cumplido con todas las normas federales en la fábrica. Ron sentía gran simpatía hacia el niño, pero no iba a permitir que sus sentimientos se convirtieran en un factor de decisión.

Por otro lado, en su programa electoral había defendido la limitación de la responsabilidad. Había recibido los ataques de los abogados litigantes y el apoyo de la gente a la que a estos les encantaba demandar.

El tribunal esperaba, necesitaba una decisión. Ron había dado tantos virajes de ciento ochenta grados que acabó mareado. Cuando por fin emitió su voto a favor de Romano, perdió el apetito y se fue pronto a casa.

El juez McElwayne revisó la opinión de Fisk y expresó su manifiesta dIsconformIdad acusando a la mayoría de reescribir los hechos, de cambiar los estándares legales y de burlarse del proceso judicial en un intento de imponer su visión para reformar el vigente sistema de agravios. Varios de los jueces que formaban la mayoría contraatacaron -Ron no-, y cuando por fin se hizo público el dictamen, este revelaba más sobre la agitación interna del tribunal supremo que sobre la difícil situación de Aaron.

Aquellas desagradables invectivas entre juristas civilizados eran muy poco habituales, y los egos desmedidos y los sentimientos heridos no hicieron más que ahondar el abismo que se abría entre ambas facciones. No existía un terreno propicio para un avenimiento, ni un lugar para el acuerdo.

Las compañías aseguradoras ya podían estar tranquilas si un jurado concedía una indemnización sustancial.

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Los amargos desacuerdos del juez McElwayne continuaron hasta la primavera, pero después de la sexta derrota consecutiva, con un nuevo cinco a cuatro, perdió parte de los arrestos para seguir en la brecha. Debían decidir un caso sobre una negligencia grave cometida por un médico incompetente; cuando el tribunal revocó la sentencia, McElwayne se convenció de que sus colegas habían virado tanto a la derecha que ya no había marcha atrás.

Un cirujano ortopédico de Jackson hizo una chapuza en una operación rutinaria de hernia discal y, al quedar el paciente parapléjico, este acabó denunciándolo. El médico ya había sido demandado cinco veces, había perdido su licencia para ejercer la medicina en dos estados y había estado en tratamiento por adicción a los calmantes en al menos tres ocasiones. El jurado concedió una indemnización de un millón ochocientos mil dólares al paciente parapléjico por daños reales y luego sancionó al médico y al hospital con cinco millones por daños punitivos.

El juez Fisk, en la primera opinión redactada que añadiría a la de la mayoría, declaró que los daños reales eran excesivos y que la indemnización por los punitivos era desorbitada. El dictamen final resolvió que la causa debía devolverse al juzgado de primera instancia para repetir el juicio solo por los daños reales. Sobreseídos los punitivos.

El juez McElwayne estaba tuera de sus casillas. Su disensión estaba llena de vagas insinuaciones sobre ciertos intereses especiales del estado que ahora tenían más influencia en el tribunal supremo que cuatro de sus miembros. La última frase de su borrador inicial era casi difamatoria: «El artífice de la opinión mayoritaria finge indignación ante la cantidad de la indemnización por daños punitivos. Sin embargo, no deberían escandalizarle tanto cinco millones de dólares ya que, al fin y al cabo, ese fue el precio del cargo que ahora ocupa». Con ánimo jocoso, le envió una copia del borrador a Sheila McCarthy por correo electrónico. Sheila rió, pero también le pidió que borrara la última frase. Al final, lo hizo.

McElwayne dejó constancia de su furibunda disensión a lo largo de cuatro páginas. La opinión de Albritton concurría con la de los otros tres. En privado se preguntaban qué satisfacción podía reportarles redactar dictámenes inútiles el resto de sus carreras.


Las opiniones disidentes inútiles eran música para los oídos de Barry Rinehart, que repasaba con detenimiento todos los dictámenes que procedían de Mississippi. Su personal analizaba las opiniones, los casos pendientes y los juicios con jurado recientes que podrían acabar en el tribunal de apelaciones. Como siempre, Barry nunca bajaba la guardia.

Elegir a un juez amistoso era toda una victoria, pero no sería completa hasta que el pago se hiciera efectivo. Hasta el momento, el juez Fisk mantenía un historial de voto perfecto. Baker contra Krane Chemical estaba listo para sentencia.

Durante uno de los vuelos a Nueva York para encontrarse con el señor Trudeau, Barry decidió que su hombre necesitaba una inyección de confianza en sí mismo.

La cena se celebró en el University Club, en el último piso del edificio más alto de Jackson. El acto no se había hecho público, era prácticamente secreto, y solo podía acudirse con invitación, aunque estas no habían sido impresas. Después de varias llamadas telefónicas, habían conseguido reunir a unos ochenta comensales para la velada, que se celebraba en honor del juez Ron Fisk. Doreen también asistía y tenía el gran honor de sentarse junto al senador Myers Rudd, que acababa de volar directamente desde Washington. Sirvieron solomillo y langosta. El primer orador fue el presidente de la asociación médica estatal, un cirujano muy circunspecto de Natchez, que estuvo varias veces al borde de las lágrimas al hablar sobre la gran sensación de alivio que reinaba en la comunidad médica. Durante años, el personal sanitario había trabajado con miedo a ser demandados, había pagado primas desorbitadas a las aseguradoras, había sido objeto de demandas frívolas y de insultos a su profesionalidad en las declaraciones de los juicios, pero eso había cambiado. Gracias a la nueva dirección que había tomado el tribunal supremo, ahora podían ejercer la medicina sin tener que estar más atentos a cubrirse las espaldas que a atender a sus pacientes. Agradecía a Ron Fisk su valor, su buen juicio y su compromiso con la causa de los médicos, las enfermeras y los hospitales del estado de Mississippi.

El senador Rudd iba ya por el tercer whisky y el anfitrión sabía por experiencia que el cuarto acarrearía problemas, así que le pidió que dijera unas palabras. Media hora después, tras rememorar sus batallitas por todo el mundo y encontrar la solución para todo menos para el conflicto de Oriente Próximo, Rudd finalmente recordó por qué estaba allí. Nunca utilizaba notas, nunca preparaba los discursos, nunca malgastaba el tiempo en reflexiones previas. Su sola presencia bastaba para entusiasmar a los invitados. Ah, sí, Ron Fisk. Les contó cómo se habían conocido en Washington, el año anterior, lo llamó «Ronnie» tres veces como mínimo y cuando vio que el anfitrión señalaba el reloj, tomó asiento y pidió el cuarto whisky.

El siguiente orador fue el director ejecutivo de la Junta de Comercio, un veterano en miles de dolorosas batallas con los abogados litigantes. Habló con elocuencia sobre el cambio drástico en el marco del desarrollo económico del estado. Las compañías, tanto las más antiguas como las de nueva creación, de repente se animaban a poner en práctica planes arriesgados sin miedo a correr unos riesgos que pudieran llevarlos a juicio. Las empresas extranjeras se interesaban en instalar fábricas en el estado. Gracias, Ron Fisk.

La reputación que arrastraba Mississippi de infierno judicial, de vertedero de miles de juicios frívolos, de paraíso para los abogados litigantes despilfarradores había cambiado de la noche a la mañana. Gracias, Ron Fisk.

Muchas compañías estaban empezando a ver las primeras señales de una estabilización de las primas de seguros de responsabilidad civil. Todavía no había nada definitivo, pero el futuro parecía prometedor. Gracias, Ron Fisk.

Después de que el juez Fisk recibiera una lluvia de halagos, que estuvieron a punto de abochornarlo, le pidieron que pronunciara unas palabras. Agradeció a todos su apoyo durante la campaña electoral. Estaba muy satisfecho de la labor que había desempeñado durante los tres primeros meses en el tribunal y estaba seguro de que la mayoría se mantendría unida en cuestiones de responsabilidad y daños. (Aplauso clamoroso.) Sus colegas eran juristas brillantes y grandes trabajadores, y confesó que le entusiasmaba el reto intelectual que suponían los casos. No se sentía desfavorecido en lo más mínimo por su inexperiencia.

En nombre de Doreen, agradeció aquella magnífica velada.


Era viernes por la noche y volvieron a Brookhaven flotando en una nube de elogios y admiración. Los niños estaban en la cama cuando llegaron a medianoche..

Ron durmió seis horas y se despertó angustiado pensando' dónde iba a encontrar un receptor. La temporada de béisbol estaba a punto de empezar. Las pruebas eran a las nueve de la mañana para los niños de once a doce años. J osh, de once, mejoraba a buen ritmo y sería uno de los recién llegados a la liga con mejor nivel. A causa de las exigencias de su trabajo, Ron no podía comprometerse a ser primer entrenador, ya que no podría asistir a todos los entrenamientos, pero estaba decidido a no perderse ni un partido. Él llevaría a los lanzadores y a los receptores mientras uno de sus antiguos socios de bufete se encargaría de los demás, como primer entrenador. Otro padre organizaría los entrenamientos.

Era el primer domingo de abril, una mañana fría en todo el estado. Un nervioso grupo de jugadores, padres y, sobre todo, entrenadores se reunió en el parque de la ciudad para el inicio de la temporada. Enviaron a los niños de nueve y diez años a un campo y a los de once y doce a otro. Se evaluaría a los jugadores, los clasificarían y luego los distribuirían.

Los entrenadores se reunieron detrás de la base del bateadar para organizarse. Intercambiaron los habituales comentarios nerviosos, golpes bajos e insultos desenfadados. La mayoría de ellos habían sido entrenadores en la misma liga el año anterior. Por entonces, Ron estaba considerado uno de los más populares, un padre joven dispuesto a pasar muchas horas en el campo, de abril a julio. Ahora, sin embargo, se sentía ligeramente por encima de los demás. Había organizado una campaña brillante y había ganado unas elecciones políticas con un récord de votos. Eso lo hacía único entre sus iguales. Después de todo, solo había un juez del tribunal supremo en todo Brookhaven. Percibía cierto distanciamiento que no acababa de gustarle, aunque tampoco sabía si lo incomodaba.

Incluso ya lo llamaban «juez».

El juez Fisk sacó un nombre del sombrero. Su equipo sería el de los Rockies.


Vivían tan apretujados en el piso durante la semana que los sábados tenían que escapar.

Los Payton consiguieron sacar de la cama a Mack y a Liza tentándolos con un desayuno en una crepería cercana. Después salieron de Hattiesburg y llegaron a Bowmore antes de las diez. La señora Shelby, la madre de Mary Grace, les había prometido una comilona a la sombra de un roble: bagre seguido de helado casero. El señor Shelby tenía la barca preparada, y Wes y él se llevaron a los niños a un pequeño lago donde picaban las percas.

Mary Grace y su madre se sentaron en el porche y charlaron durante una hora de lo de siempre, evitando cualquier tema que remotamente pudiera aludir a cuestiones judiciales: las novedades familiares, los cotilleos que corrían por la parroquia, las bodas y los funerales, pero se mantuvieron alejadas del cáncer, que llevaba años dominando las conversaciones del condado de Cary.

Múcho antes de comer, Mary Grace se acercó hasta la ciudad, a Pine Grave, donde se encontró con Denny Ott, con quien compartió sus últimas impresiones sobre el nuevo tribunal supremo, un resumen bastante deprimente. No era la primera vez que advertía a Denny sobre una posible derrota. El pastor estaba preparando a su gente, aunque sabía que sobrevivirían porque, en realidad, ya habían perdido todo lo demás.

Un par de manzanas más allá, aparcó el coche en la entrada de gravilla de la caravana de J eannette Baker. Se sentaron en el exterior, bajo la sombra de un árbol, y charlaron sobre hombres, acompañadas de una botella de agua. El actual novio de J eannette era un viudo de cincuenta y cinco años con un buen trabajo, una bonita casa y muy poco interés en el pleito. Lo cierto era que el proceso no acaparaba la atención tanto como antes. Habían transcurrido diecisiete meses desde el anuncio de la sentencia y ni un solo centavo había cambiado de manos, ni había previsiones de que lo hiciera.

– Creo que este mes tendremos ya una decisión -dijo Mary Grace-, aunque será un milagro si ganamos.

– Rezo para que ocurra un milagro -dijo Jeannette-, pero estoy preparada para todo. Lo único que quiero es que se acabe de una vez.

Mary Grace se fue tras una larga charla y un breve abrazo.

Condujo por las calles de su ciudad natal, pasó junto al instituto y las casas de sus amigos de la infancia, junto a los comercios de Main Street y finalmente salió al campo. Se detuvo en Treadway's Grocery, donde se compró un refresco y saludó a la mujer que conocía de toda la vida.

De vuelta a casa de sus padres, pasó junto al Departamento de Bomberos Voluntarios de Barrysville, un pequeño edificio metálico con un viejo coche de bomberos que los chicos sacaban a pasear y lavaban los días de elecciones. El edificio también había servido de colegio electoral donde, cinco meses antes, el 74 por ciento de la buena gente de Barrysville había votado a favor de Dios y las armas y en contra de los homosexuales ilos liberales. A apenas ocho kilómetros de los límites de Bowmore, Ron Fisk había convencido a aquella gente de que él era su protector.


Tal vez lo fuera. Tal vez su sola presencia en el tribunal fuera intimidante para algunos.

La secretaría judicial desestimó la apelación de Meyerchec y Spano por insuficiencia procesal. No presentaron los escritos exigidos y, tras los pertinentes avisos por parte de la secretaría, su abogado le comunicó que sus clientes no deseaban seguir adelante con la apelación. No se les pudo localizar para conocer sus impresiones y el abogado no respondía a las llamadas de los periodistas.

El día de la desestimación, el tribunal supremo alcanzó un nuevo mínimo en su cruzada a favor de la limitación de la exposición empresarial. Una compañía farmacéutica llamada Bosk, de capital privado, había fabricado y comercializado un poderoso calmante llamado Rybadell que resultó ser altamente adictivo. Al cabo de pocos años, Bosk empezó a recibir un aluvión de demandas. Durante uno de los primeros juicios, sorprendieron a los ejecutivos de Bosk mintiendo. La oficina del fiscal de Pensilvania abrió una investigación y se acusó a la compañía de conocer las propiedades adictivas del Rybadell y de intentar ocultar esa información. El medicamento era muy rentable.

Un antiguo policía de J ackson llamado Dillman sufrió un accidente de moto y se hizo adicto al Rybadell durante la recuperación. Combatió la dependencia durante dos años, tiempo en el que su salud y el resto de su vida quedaron hechos trizas. Lo detuvieron en dos ocasiones por hurto. Dillman acabó demandando a Bosk en el juzgado de distrito del condado de Rankin. El jurado dictaminó que la compañía era responsable y concedió una compensación de doscientos setenta y cinco mil dólares al antiguo policía, la indemnización más baja por Rybadell del país.

En la apelación, el tribunal supremo revocó el caso, cinco contra cuatro. La razón principal, expuesta por el juez Romano en la opinión mayoritaria, era que Dillman no debía recibir ninguna indemnización por daños porque era drogadicto.

En una rencorosa opinión disidente, el juez Albritton pidió a la mayoría que fuera valiente y presentara un asomo de prueba de que el demandante fuera drogadicto «antes de introducirse en el Rybadell».

Tres días después del dictamen, cuatro ejecutivos de Bosk se declararon culpables de ocultar información a la Food and Drug Administration y de mentir a los investigadores federales.

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Los beneficios del primer trimestre de Krane Chemical resultaron mucho mayores de lo previsto. De hecho, sorprendieron a los analistas, que esperaban un dólar con veinticinco por acción a mucho estirar. Cuando Krane presentó un beneficio de dos dólares con cinco centavos por acción, la compañía y su milagroso resurgimiento atrajeron todavía más interés, si cabía, de la prensa económica.

Las catorce plantas trabajaban a toda máquina. Habían rebajado los precios para recuperar cuota de mercado. El departamento de ventas hacía horas extras para completar los pedidos. La deuda había disminuido drásticamente. La mayoría de los problemas que habían perseguido a la compañía a lo largo del año anterior habían desaparecido de repente.

Las acciones habían registrado una constailte e impresionante subida desde cifras de un solo dígito y ya se cotizaban a alrededor de los veinticuatro dólares cuando se publicó la noticia de los beneficios. Subieron a treinta. La última vez que habían estado a ese precio había sido el día posterior a la sentencia de Hattiesburg, cuando iniciaron su caída en picado.

Ahora el Trudeau Group era el dueño del 80 por ciento de Krane, unos cuarenta y ocho millones de acciones. Desde los rumores de quiebra justo antes de las elecciones de noviembre, el valor neto del señor Trudeau había aumentado en ochocientos millones y esperaba ansioso poder doblar esa cantidad.


Antes de que el tribunal supremo emita su dictamen final, los jueces pasan varias semanas leyendo las notas de los demás y las opiniones preliminares. A veces discuten, en privado, presionan en busca de votos que sustenten su postura o se sirven de sus letrados para enterarse de lo que se rumorea en los pasillos. De vez en cuando, llegan a puntos muertos cuya resolución conlleva meses.

Lo último que leyó el juez Fisk a última hora del viernes fue la opinión disidente del juez McElwayne en el caso Jeannette Baker contra Krane Chemical Corporation. Todo el mundo daba por sentado que otros tres jueces concurrirían en la disensión. El juez Calligan sería el encargado de redactar la opinión mayoritaria. Romano estaba trabajando en una opinión concurrente y todo apuntaba a que Albritton escribiría una opinión disidente. Aunque faltaba ultimar los detalles, casi nadie dudaba de que la sentencia sería revocada por cinco votos a cuatro.

Fisk leyó el escrito disidente, se mofó de él y decidió que lo primero que haría el lunes por la mañana sería concurrir con Calligan. Luego, el juez Fisk se cambió de ropa y se convirtió en el entrenador Fisk. Era la hora del partido.

Los Rockies abrieron la temporada con un torneo de fin de semana en Russburg, una de las ciudades del estuario, a una hora al noroeste de Jackson. Jugarían un partido el viernes por la noche, al menos dos el sábado y tal vez otro el domingo. Los partidos serían a cuatro entradas y se animaba a todos los participantes a que probaran a jugar y a lanzar en posiciones distintas. No había trofeos porque no se trataba de un campeonato, solo un torneo no excesivamente competitivo para empezar la temporada. Había apuntados treinta equipos en las divisiones de once y doce años, entre los que se incluían otros dos de Brookhaven.

El primer oponente de los Rockies era un equipo de la pequeña población de Rolling Fork. La noche era fría, se respiraba un aire limpio y el complejo deportivo estaba a rebosar de jugadores, padres y animación, creada por la celebración simultánea de cinco partidos.

Doreen estaba en Brookhaven con Clarissa y Zeke, que tenía un partido el sábado por la mañana, a las nueve.

Josh jugó de segunda base en la primera entrada y, cuando le tocó batear, su padre estaba dando instrucciones junto a la tercera base. Al quedar eliminado tras fallar cuatro lanzamientos, su padre le dio ánimos y le recordó que no iba a darle a la pelota si no separaba el bate del hombro. En la segunda entrada, J osh fue al montículo del lanzador y no tardó en eliminar a los dos primeros bateadores a los que se enfrentó. El tercero era un chico bajito y fornido de doce años, el receptor, que bateaba en séptimo lugar. Lanzó la primera pelota nula, pero con mucha fuerza.

– Baja y lejos -le gritó Ron desde el banquillo.

El segundo lanzamiento no fue ni bajo ni llegó lejos, sino una pelota rápida directa al centro de la base del bateador, que la golpeó con fuerza. La pelota rebotó en el cilindro de aluminio del bate y salió disparada de la base con mayor velocidad de la que había llegado. Josh se quedó inmóvil una fracción de segundo y, cuando quiso reaccionar, la tenía en la cara. El niño dio un ligero respingo al recibir el impacto de la pelota en plena sien. Luego salió escorada hacia la zona que quedaba entre la segunda y la tercera base, hasta que entró rodando en el campo de la izquierda.

Josh tenía los ojos abiertos cuando su padre se acercó corriendo. Se había desplomado en la base del montículo, aturdido y quejumbroso.

– DI algo, Josh -dIjo Ron, tocando la contusión con delicadeza.

– ¿Dónde está la pelota? -preguntó Josh.

– No te preocupes por eso. ¿Me ves bien?

– Creo que sí.

Las lágrimas acudían a sus ojos y cerró los puños con fuerza para retenerlas. Tenía un raspón y había un poco de sangre en el pelo. Ya se le había empezado a hinchar.

– Traed hielo -dijo alguien.

– Llamad a una ambulancia.

Los demás entrenadores y árbitros revoloteaban alrededor.

El niño que había golpeado la pelota esperaba a un lado, a punto de llorar.

– No cierres los ojos -dijo Ron.

– Vale, vale -dijo Josh, con respiración agitada.

– ¿Quién juega de tercera base con los Braves?

– Chipper.

– ¿Y de medio?

– Andruw.

– ¡Muy bien!

Al cabo de unos minutos, Josh se incorporó y los espectadores aplaudieron. Luego se puso en pie y se dirigió al banquillo con la ayuda de su padre, donde se tumbó en la banqueta. Ron, con el pulso todavía acelerado, colocó una bolsa de hielo con sumo cuidado en el chichón que a Josh le había salido en la sien. El juego se reanudó lentamente.

Llegó un médico y examinó a Josh. Parecía que el niño respondía sin problemas. Veía, oía, recordaba los detalles, incluso mencionó si podía volver al campo. El médico dijo que no, igual que el entrenador Fisk.

– Tal vez mañana -dijo Ron, para tranquilizarlo.

Ron tenía todavía un nudo en la garganta, aunque empezaba a calmarse. Se lo llevaría a casa en cuanto acabara el partido.

– Parece que está bien -dijo el médico-, pero no estaría de más que le hicieran una placa.

– ¿Ahora? -preguntó Ron.

– No hay prisa, pero yo la haría esta noche.

Al final de la tercera entrada, Josh estaba sentado bromeando con sus compañeros. Ron había regresado a la línea de la tercera base y estaba dando instrucciones en voz baja a uno de los corredores cuando uno de los Rockies lo llamó desde el banquillo.

– ¡Josh está vomitando!

Los árbitros detuvieron el juego y los entrenadores despej aran el banquillo de los Rockies. Josh estaba mareado, sudaba profusamente y tenía náuseas. El médico no se había alejado demasiado y al cabo de unos minutos llegó una camilla con dos sanitarios. Ron sostuvo la mano de su hijo de camino al aparcamIento.

– No cierres los ojos -no dejaba de repetir Ron-. Dime algo, Josh.

– Me duele la cabeza, papá.

– Estás bien, pero no cierres los ojos.

Subieron la camilla a la ambulancia, la afianzaron y dejaron sitio para que Ron se sentara junto a su hijo. Cinco minutos después se detenían en la entrada de urgencias del Henry County General Hospital. Josh estaba despierto y no había vuelto a vomitar desde que habían salido del estadio.

Una hora antes había ocurrido un accidente de coche en el que se habían visto implicados tres vehículos y en urgencias no daban abasto. El primer médico que examinó a Josh pidió un TAC y le dijo a Ron que no podía pasar de allí.

– Creo que está bien -dijo el médico, y Ron buscó una silla en la abarrotada sala de espera.

Llamó a Doreen y consiguió manejar la delicada conversación. Los minutos se alargaban, daba la impresión de que el tiempo se había detenido.

El entrenador Jefe de los Koclnes, el antIguo socio ctel bufete de Ron, llegó apurado y convenció a Ron para que saliera un momento. Tenía que enseñarle algo.

– Es esto -dijo, sacando un bate de aluminio del asiento trasero del coche.

Era un Screamer, un bate muy popular fabricado por Win Rite Sporting Goods, uno de los muchos que podían encontrarse en cualquier estadio del país.

– Fíjate bien -dijo el entrenador, frotando la etiqueta del bate, que alguien había intentado rayar-. Es un menos siete; hace años que se prohibió.

Menos siete informaba de la proporción entre el peso y el tamaño del bate. Medía setenta y tres centímetros y medio, pero solo pesaba medio kilo, mucho más fácil de balancear sin aplicar fuerza al impactar con la pelota. La normativa vigente prohibía una diferencia mayor a cuatro puntos. El bate tenía no menos de cinco años.

Ron lo miró sin salir de su asombro, como si fuera un rifle humeante.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Le eché un vistazo cuando el crío volvió al plato. Se lo enseñé al árbitro, que dijo que era antirreglamentario y fue tras el entrenador. Yo también fui tras él, pero, para serte sincero, el tipo no parecía tener ni idea. Me lo dio.

Llegaron más padres de los Rockies y luego algunos de los jugadores. Se reunieron alrededor de un banco cerca de la salida de urgencias y esperaron. Transcurrió una hora antes de que el médico regresara para informar a Ron.

– El TAC está limpio -anunció el médico-. Creo que está bien, solo es una contusión leve.

– Gracias a Dios.

– ¿Dónde viven?

– En Brookhaven.

– Puede llevárselo a casa, pero que guarde reposo absoluto durante unos días. No puede hacer deporte de ningún tipo. Si tiene mareos, dolor de cabeza, visión doble o borrosa, las pupilas dilatadas, le pitan los oídos, un sabor en la boca extraño, cambios de humor o parece aletargado, llévelo al médico de cabecera.

– Ron asintió y se dispuso a anotarlo-. Se lo escribiré y se lo daré con el alta médica y el TAC.

– Bien, claro.

El médico se detuvo unos segundos y miró a Ron con curiosidad.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó al fin.

– Soy juez, del tribunal supremo.

El médico sonrió y le tendió la mano.

– Le envié un cheque el año pasado. Gracias por lo que está haciendo.

– Gracias a usted, doctor.

Una hora después, a las doce menos diez de la noche, abandonaron Russburg. Josh iba sentado en el asiento delantero, con una bolsa de hielo en la sien, escuchando el partido de los Braves y los Dodgers por la radio. Ron le echaba una mirada cada diez segundos, dispuesto a actuar a la más mínima señal de alarma. No hubo ninguna, hasta que llegaron a las afueras de Brookhaven.

– Papá, me duele un poco la cabeza.

– La enfermera dijo que era normal que te doliera un poco la cabeza. Pero si te duele mucho, significa problemas. En una escala. de uno a diez, ¿ cuánto te duele?

– Tres.

– Vale, cuando llegue a cinco, me avisas.

Doreen los esperaba en la puerta, con millones de preguntas. Leyó el alta médica en la mesa de la cocina mientras Ron y Josh comían un sándwich. Aunque estaba hambriento cuando salieron de Russburg, Josh dejó el sándwich al cabo de dos bocados. De repente parecía irritado, pero hacía horas que debía estar en la cama. Cuando Doreen quiso hacerle su propio examen físico, Josh la rechazó con malos modos y se fue al lavabo.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Ron.

– Yo creo que está bien -contestó ella- Tal vez un poco malhumorado y amodorrado.

Tuvieron una dura pelea a la hora de decidir cómo iban a dormir. Josh tenía once años y de ninguna de las maneras compartiría la cama con su madre. Ron le dejó claro, con bastante firmeza, que esa noche en concreto y en esas circunstancias tan poco habituales, dormiría con su madre. Ron dormitaría en una silla, junto a la cama.

Bajo la atenta mirada de ambos progenitores, Josh se durmió enseguida. A continuación lo hizo Ron, en la silla, y hacia las tres y media de la madrugada Doreen claudicó y cerró los ojos.

Volvió a abrirlos una hora después, alarmada por los gritos de Josh. Había vuelto a vomitar y tenía la cabeza a punto de estallar. Estaba mareado, decía incoherencias, lloraba y aseguraba que lo veía todo borroso.

El médico de familia era un amigo íntimo, llamado Calvin Treet. Ron lo llamó mientras Doreen corría a la casa de aliado en busca de una vecina. Al cabo de diez minutos entraban por la puerta de urgencias del hospital de Brookhaven. Ron llevaba a Josh en brazos y Doreen tenía los papeles del alta y el escáner. El médico de urgencias realizó un rápido examen y el resultado no fue nada halagüeño: ritmo cardíaco irregular, pupilas desiguales y somnolencia. El doctor Treet se hizo cargo del niño en cuanto llegó, mientras el médico de urgencias repasaba el alta médica.

– ¿Quién leyó el escáner? -preguntó Treet.

– El médico de Russburg -contestó Ron.

– ¿Cuándo?

– Sobre las ocho de la tarde de ayer.

– ¿Hace ocho horas?

– Más o menos.

– No se ve nada -dijo-. Le haremos otro.

El médico de urgencias y una enfermera se llevaron a Josh a una sala de reconocimiento.

– Tendréis que esperar aquí, volveré enseguida -les dijo Treet a los Fisk.

Se dirigieron a la sala de espera como un par de sonámbulos, demasiado aturdidos y angustiados para decir nada. La sala estaba vacía, pero daba la impresión de haber sobrevivido a una noche movida: latas de refresco vacías, periódicos por el suelo, envoltorios de caramelos por las mesas. ¿Cuántas personas más habrían estado allí esperando, desorientadas, a que los médicos aparecieran con malas noticias?

Entrelazaron las manos y rezaron largo rato. Al principio lo hicieron en silencio y luego fueron repitiendo lo mismo una y otra vez, en voz baja. Al terminar, sintieron que la oración les había procurado cierto alivio. Doreen llamó a casa, habló con la vecina que estaba cuidando a los niños y prometió volver a llamarla cuando supieran algo.

Cuando Calvin Treet entró en la sala, enseguida supieron que algo no iba bien. Tomó asiento y los miró a los ojos.

– Según nuestro escáner, Josh tiene una fractura craneal. El que trajisteis de Russburg no es de gran ayuda porque pertenece a otro paciente.

– ¡Qué coño estás diciendo!

– El médico de allí miró el TAC equivocado. Apenas se lee el nombre del paciente, pero no es Josh Fisk.

– No puedo creerlo -dijo Doreen.

– Pues así es, pero ya nos preocuparemos más tarde de eso.

Prestadme atención, lo que ocurre es lo siguiente: la pelota golpeó a Josh justo aquí -dijo, señalando su sien-. Es la parte más delgada del cráneo, el hueso temporal. La fisura se llama fractura lineal, y tiene unos cinco centímetros. Dentro del cráneo hay una membrana que recubre el cerebro y que se alimenta de la arteria meníngea media, la cual atraviesa el hueso. Cuando el hueso se fracturó, la arteria sufrió una rotura, lo que provocó que la sangre se acumulara entre el hueso y la membrana, y esto a su vez comprimió el cerebro. El coágulo de sangre, o hematoma epidural, creció y aumentó la presión dentro del cráneo. El único tratamiento posible en estos momentos es una craneotomía, es decir, extraer el coágulo abriendo el cerebro.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Doreen, tapándose los ojos.

– Por favor, escuchadme -les pidió Treet-. Tenemos que llevarlo a Jackson, a la unidad de traumatología del University Medical Center. Yo llamaría a su ambulancia aérea y lo llevaría en helicóptero.

El médico de urgencias llegó en ese momento, muy agitado, y se dirigió al doctor Treet.

– El paciente está empeorando. Tiene que echarle un vistazo.

Cuando el doctor Treet se puso en pie para volver a entrar, Ron se levantó y lo agarró del brazo.

– Calvin, sé sincero, ¿ es muy grave?

– Lo es, Ron. Podría no salir de esta.


Subieron aJosh al helicóptero y despegaron sin perder tiempo. Lo acompañaron Doreen y Calvin Treet mientras Ron se dirigía a casa para comprobar cómo estaban Zeke y Clarissa y meter cuatro cosas en una bolsa, antes de lanzarse a la interestatal 55 y pisar a fondo el acelerador, desafiando a cualquier policía que se atreviera a detenerlo. Cuando no discutía con Dios, maldecía al médico de Russburg que había mirado el escáner equivocado. De vez en cuando volvía la cabeza y miraba el objeto de diseño defectuoso y sumamente peligroso que descansaba en el asiento trasero.

Nunca le habían gustado los bates de aluminio.

36

A las ocho y diez del sábado por la mañana, unas trece horas después de haber recibido un pelotazo en la cara, Josh se sometió a una operación quirúrgica en el University of Mississippi Medical Center de Jackson.

Ron y Doreen esperaron en la capilla del hospital con los amigos que iban llegando de Brookhaven, acompañados de su pastor. En el presbiterio de la iglesia de St. Luke se llevaba a cabo una oración de vigilia. El hermano de Ron llegó al mediodía con Zeke y Clarissa, tan angustiados y conmocionados como sus padres. Pasaron horas sin noticia de los cirujanos. El doctor Treet desaparecía de vez en cuando en busca de información, pero casi nunca volvía con algo relevante. A medida que algunos de sus amigos se iban, llegaban otros para sustituirlos. También acudieron los abuelos, tíos y primos, que esperaron con ellos, rezaron y salieron para dar una vuelta por el amplio hospital.

Cuatro horas después de que los Fisk vieran a su hijo por última vez, el cirujano jefe apareció y les hizo una señal para que lo siguieran. El doctor Treet se unió a la conversación a mitad del pasillo, lejos de los demás. Se detuvieron cerca de unos servicios. Ron y Doreen se cogieron de la mano, esperando lo peor.

– Ha sobrevivido a la cirugía y está respondiendo todo lo bien que cabría esperar -les informó el cirujano, con voz cansada y profunda-. Hemos eliminado un gran hematoma que comprimía el cerebro. Se ha reducido la presión intracraneal, pero buena parte del cerebro estaba inflamada. Para serIes sincero, la inflamación es bastante preocupante, puede que haya sufrido daños irreversibles.

Los términos «vida» o «muerte» son fáciles de entender, pero la palabra «daños» habla de miedos que no se definen de inmediato.

– No va a morir -dijo Doreen.

– Por ahora está vivo y sus signos vitales son buenos. Tiene un 90 por ciento de posibilidades de sobrevivir. Las próximas setenta y dos horas serán cruciales.

– ¿Qué daños? -preguntó Ron, yendo al grano.

– Ahora mismo es imposible saberlo. Algunos podrían revertirse con tiempo y rehabilitación, pero lo veremos más adelante. En estos momentos solo queda rezar para que evolucione positivamente en los próximos tres días.


El sábado por la noche trasladaron a Josh a la UCI. Aunque se encontraba en un coma inducido, a Ron ya Doreen les permitieron pasar a verlo diez minutos. Apenas lograron mantener la entereza cuando lo vieron por primera vez. Tenía la cabeza vendada como una momia y de la boca le salía un tubo conectado a un respirador. Doreen no se atrevía a tocarlo en ninguna parte, ni siquiera en los pies.

Una enfermera comprensiva accedió a colocar una silla fuera de la sala para que uno de los padres pasara la noche allí. Ron y Doreen enviaron al equipo de apoyo de vuelta a Brookhaven y empezaron a turnarse entre la ueI y la sala de espera. Ninguno de los dos se planteaba dormir y estuvieron paseando por los pasillos hasta la madrugada del domingo.

Los médicos parecían satisfechos con la primera noche de Josh. Después de que los informaran de su evolución, Ron y Doreen fueron en busca de un motel cerca del hospital. Se ducharon y durmieron un poco antes de retomar sus posiciones en el hospital. El ritual de espera se reanudó, igual que las oraciones de vigilia en casa. El constante desfile de visitas pronto se convirtió en una pesadilla. Ron y Doreen querían estar solos en la habitación, con su hijo.

A última hora del domingo, cuando la gente ya se había ido, Doreen se quedó en la UCI y Ron fue a pasear por los pasillos del hospital para estirar las piernas y tratar de mantenerse despierto. Encontró otra sala de espera para los familiares de los pacientes de pronóstico leve. Era mucho más acogedora, el mobiliario era más bonito y había más máquinas expendedoras. Su cena consistió en un refresco bajo en calorías y en una bolsa de galletas saladas. Estaba masticándolas, con la cabeza en otra parte, cuando se le acercó un niño pequeño que parecía a punto de tocarle la rodilla.

– Aaron -lo llamó su madre, con sequedad, desde el otro extremo de la sala-. Ven aquí.

– No pasa nada -dijo Ron, sonriendo al niño, que se apartó rápidamente.

Aaron. El nombre le trajo un recuerdo. Aaron era el chico que había recibido el impacto en la cabeza de una pieza de metal que había salido despedida de una desbrozadora. Lesión cerebral, discapacidad permanente y la ruina económica para la familia. El jurado había considerado responsable al fabricante y el juicio había tenido una sentencia clara. En este momento, el juez Fisk no recordaba por qué había votado con la mayoría con tanta tranquilidad para revocar la sentencia.

Entonces, hacía apenas dos meses, jamás había sentido el dolor de un padre por un hijo que padecía una lesión grave. O el miedo de perderlo.

Ahora, en medio de esta pesadilla, Aaron se le apareció bajó otra luz. Al leer los informes médicos del caso, lo había hecho desde la comodidad de su despacho, muy alejado de la realidad. El niño sufría lesiones de gravedad, lo que era una lástima, pero los accidentes ocurren a diario. ¿Podría haberse prevenido el accidente? Así lo creyó entonces y así lo seguía creyendo en estos momentos.

El pequeño Aaron volvió a la carga, mirando embobado la bolsa de galletas, que temblaba.

– ¡Aaron, deja a ese señor ahora mismo! -le gritó la madre. Ron miró las temblorosas galletas.

Se podría haber prevenido el accidente y así debería haber sido. Si el fabricante hubiera cumplido la normativa vigente, la desbrozadora habría sido mucho más segura. ¿Por qué había protegido al fabricante?

El caso ya había pasado, había sido desestimado por cinco hombres supuestamente sensatos, ninguno de los cuales había demostrado jamás ni una pizca de compasión por los que sufrían. Se preguntó si los otros cuatro -Calligan, Romano, Bateman y Ross- se habrían paseado alguna vez por las salas sepulcrales de un hospital a cualquier hora del día o de la noche, a la espera de la noticia de si su hijo viviría o moriría.

No, no lo habían hecho. Si no, no serían lo que son ahora.


El domingo cedió el paso lentamente al lunes. Empezaba una nueva semana, aunque por completo diferente a cualquiera anterior. Ron y Doreen se negaron a abandonar el hospital durante más de una o dos horas. Josh no evolucionaba bien y temían que cada visita que hacían a su cama fuera la última en que lo vieran con vida. Los amigos les llevaron mudas, comida, periódicos y se ofrecieron a quedarse allí si los Fisk querían ir a casa a descansar unas horas. Sin embargo, Ron y Doreen se mantuvieron firmes y siguieron adelante con determinación, como zombis, convencidos de que Josh estaría mejor si los tenía cerca. Cansados y ojerosos, se les agotó la paciencia para recibir al desfile de visitas y empezaron a esconderse por el hospital.

Ron llamó al despacho e informó a su secretaria de que no sabía cuándo iba a volver. Doreen le comunicó a su jefe que se tomaba un permiso. Cuando este le explicó, con delicadeza, que según la política de la empresa no se concedían tales permisos, ella le informó, con educación, que había llegado el momento de cambiar dicha política. El hombre accedió de inmediato.

El hospital se encontraba a quince minutos del edificio Gartin y el martes por la mañana Ron se pasó por allí para echar un rápido vistazo a lo que tenía encima de la mesa, donde se habían acumulado unas cuantas pilas nuevas de papeles. Su letrado principal le leyó la lista de los casos pendientes, pero Ron parecía distraído.

– Creo que vaya tomarme un permiso. Háblalo con el jefe -le indicó alletrado-. De unos treinta días, tal vez sesenta. No puedo concentrarme en esto ahora.

– Sí, no te preocupes. Esta mañana tenías planeado concurrir en el caso Baker contra Krane.

– Puede esperar. Todo puede esperar.

Consiguió salir del edificio sin ver a ningún otro miembro del tribunal.


La edición del martes de The Clarion- Ledger publicaba un artículo sobre Josh y su lesión. El juez Fisk no deseaba hacer ninguna declaración, pero una fuente anónima conocía bien los hechos. Los médicos le habían extraído un gran coágulo de sangre que le presionaba el cerebro. Aunque su vida no corría peligro, todavía era demasiado pronto para hablar de problemas a largo plazo. No se mencionaba al médico que había valorado el TAC equivocado.

Sin embargo, las habladurías que circulaban por internet no tardaron en rellenar los huecos. Se decía que un bate de béisbol prohibido había tenido algo que ver, se especulaba sobre una lesión cerebral grave y corría por ahí la declaración de alguien del Henry County General Hospital según la cual los médicos de ese centro la habían cagado. También corrían un par de descabelladas teorías según las cuales el criterio jurídico del juez Fisk había sufrido una conversión drástica. Un rumor aseguraba que estaba a punto de renunciar a su cargo.

Wes Payton seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos desde su despacho. Su mujer no. Mary Grace se volcaba en el trabajo y utilizaba otros casos para distraerse, pero Wes estaba obsesionado con la historia de Josh. Como padre, no quería ni imaginar el horror por el que estaba pasando Fisk, pero al mismo tiempo tampoco podía evitar preguntarse cómo iba a afectar aquella tragedia al caso Baker. No esperaba un cambio radical de postura por parte de Ron Fisk, pero la esperanza era lo último que se perdía.

Habían rezado todo lo que sabían y solo les faltaba pedir un milagro. ¿Podría ser aquel?

Siguieron esperando. Cualquier día de aquellos tomarían la decisión.


A primera hora de la tarde del martes, Josh empezó a mostrar signos de mejora. Estaba despierto, lúcido y no tenía problemas para ejecutar órdenes. No podía hablar por culpa del tubo de respiración, y no se estaba quieto, lo que era una buena señal. La presión del cerebro se había reducido hasta niveles que podían considerarse casi normales, aunque el equipo médico les había avisado de que quizá pasarían días, tal vez incluso semanas, antes de atreverse a ofrecerles un pronóstico a largo plazo.

Ya que Josh estaba despierto, los Fisk decidieron pasar la noche en casa, animados por médicos y enfermeras. La hermana de Doreen se ofreció a quedarse en la UCI, a cuatro metros de la cama de su sobrino.

Salieron de Jackson aliviados de abandonar el hospital y con ganas de ver a Zeke y a Clarissa. Hablaron de qué prepararían de cena, de las largas duchas que iban a tomarse y de su cómoda cama. Se prometieron aprovechar las próximas diez horas porque la pesadilla no había hecho más que empezar.

Sin embargo, no iba a resultarles tan fácil relajarse. El móvil de Ron sonó cuando apenas habían salido de Jackson. Era el juez Calligan, que inició la conversación con un largo e interminable cuestionario sobre el estado de Josh. Le transmitió las condolencias de todos los del tribunal y le prometió pasarse por el hospital en cuanto pudiera. Ron se lo agradeció, pero enseguida tuvo la sensación de que la llamada tenía un motivo laboral.

– Solo un par de cosas, Ron -dijo Calligan-, aunque ya sé que ahora mismo estás ocupado en otros asuntos.

– Ya lo creo.

– Por aquí no hay nada demasiado urgente, salvo un par de causas. Parece que el proceso sobre los vertidos tóxicos de Bowmore está en tablas, cuatro a cuatro. Supongo que era de esperar. Me preguntaba si ibas a concurrir conmigo en este caso.

– Creía que Romano también iba a redactar su opinión.

– Sí, va a hacerlo, de hecho ya ha terminado, igual que Albritton. Todas las opiniones están listas, pero necesitamos la tuya.

– Deja que lo consulte con la almohada.

– De acuerdo. Lo otro es ese caso de la residencia de ancianos del condado de Webster. Un nuevo empate, cuatro a cuatro.

– Un caso muy desagradable -dijo Ron, indignado.

Un nuevo pleito relacionado con un hogar de ancianos, donde habían encontrado a un paciente prácticamente abandonado por el personal, medio desnutrido, tendido en sus propias heces, cubierto de úlceras, sin medicación y desvariando. La empresa dueña del centro había reportado grandes beneficios, lo que sorprendió mucho al jurado, teniendo en cuenta, tal como quedó demostrado, lo poco que se invertía en la atención de los pacientes. El maltrato que sufrían los ancianos en esa residencia era tan flagrante que Ron se sintió asqueado solo de leerlo.

– Sí, sí lo es. Trágico -dijo Calligan, como si fuera capaz de sentir compasión.

– Y supongo que queréis revocar la sentencia.

– No veo responsabilidad, y la indemnización por daños es desorbitada.

En los tres meses y medio que Ron llevaba en el tribunal, el juez Calligan jamás había sido capaz de ver responsabilidad en ningún caso de fallecimiento o lesiones. Calligan creía que los jurados eran estúpidos y que se dejaban manipular fácilmente por elocuentes abogados litigantes; sin olvidar que también creía que era su sagrada responsabilidad corregir cualquier injusticia (sentencia a favor del demandante) desde la comodidad de su sillón.

– Deja que lo consulte con la almohada -insistió Ron. La llamada empezó a irritar a Doreen.

– Sí, buena idea. Si pudiéramos dar carpetazo a estos dos casos, Ron, podrías tomarte un corto permiso.

La decisión de tomarse un permiso, corto o largo, solo competía a cada juez. Ron no necesitaba la aprobación de Calligan. Le agradeció la llamada y colgó.

La cocina de los Fisk estaba llena de comida que habían llevado sus amigos, sobre todo de pasteles, tartas y guisos. Lo dispusieron todo en una de las encimeras y cenaron con Zeke, Clarissa, dos vecinos y los padres de Doreen.

Durmieron seis horas seguidas y luego volvieron al hospital.

A su llegada, encontraron a Josh en medio de un ataque prolongado, el segundo en la última hora. Se le pasó y sus constantes vitales se estabilizaron, pero fue un paso atrás en su lenta recuperación. El jueves por la mañana volvía a estar despierto, aunque irritable, intranquilo, incapaz de concentrarse, no recordaba nada del accidente y estaba muy agitado. Uno de los médicos les explicó que aquel estado era sintomático del síndrome posconmocional.

El jueves por la noche, el entrenador de los Rockies, el antiguo socio del bufete de Ron, se acercó hasta Jackson para hacerles una nueva visita. Ron y él cenaron en el restaurante del hospital, donde repasaron sus notas mientras daban cuenta de la sopa y la ensalada.

– He investigado un poco -dijo el entrenador-. Win Rite dejó de fabricar ese tipo de bates hace seis años, seguramente en respuesta a las quejas por las lesiones que ocasionaban. De hecho, la industria se ciñó a un menos cuatro y no subió de ahí. Con los años, la aleación de aluminio se vuelve más ligera, pero también se endurece. La pared del cilindro del bate absorbe la pelota al entrar en contacto con esta y luego la lanza de nuevo cuando la pared recupera su forma original. El resultado es un bate más ligero, pero también mucho más peligroso. Los abogados preocupados con la seguridad llevan años quejándose de estos bates y se han hecho muchos estudios. En una de las pruebas, una máquina lanzapelotas lanzó una pelota rápida a casi ciento cincuenta kilómetros por hora y esta salió disparada del bate a casi doscientos. Hay registradas dos muertes, una en un instituto y otra en una universidad, pero existen cientos de lesionados de todas las edades. Por eso, la liga de béisbol infantil y otras organizaciones juveniles decidieron prohibir cualquier bate por encima del menos cuatro. El problema es obvio. Win Rite y los demás fabricantes tienen un millón de bates viejos en circulación que siguen usándose, y uno de ellos acabó apareciendo en el partido del pasado viernes.

– ¿No los retiraron? -preguntó Ron.

– Por lo visto, no. y saben de sobra que son peligrosos.

Sus propias pruebas lo demuestran. -Ron mordisqueó una galleta salada, consciente de la dirección que tomaba la conversación y reacio a ayudar que así fuera-. Seguramente el equipo de los Rolling Fork es responsable, pero no vale la pena las molestias. También podría responsabilizarse al ayuntamiento de Russburg porque el árbitro, que por cierto es funcionario, no comprobó el equipo; pero el pez grande es sin duda Win Rite. Beneficios de dos millones. Seguro que están bien cubiertos con sus pólizas de seguros. Es un caso claro de responsabilidad. Daños indeterminados, pero considerables. En general, un buen caso, salvo por un pequeño problema: nuestro tribunal supremo.

– Pareces un abogado litigante.

– No siempre están equivocados. Si quieres saber mi opinión, yo presentaría una demanda por producto defectuoso.

– No recuerdo haber pedido tu opinión. Además, no puedo presentar una demanda, sería el hazmerreír del estado.

– Y el próximo niño, ¿qué, Ron? ¿Qué me dices de la próxima familia que tenga que vivir la misma pesadilla? Las demandas han retirado del mercado muchos productos defectuosos y han protegido a muchas personas.

– Ni hablar.

– ¿Por qué el estado de Mississippi y tú tenéis que pagar millones de dólares en gastos médicos cuando Win Rite está ganando miles de millones? Fabricaron un producto defectuoso, pues que paguen.

– Eres un abogado litigante.

– No, soy tu antiguo socio. Ejercimos juntos durante catorce años y el Ron Fisk que yo recuerdo tenía un gran respeto a la ley. El juez Fisk parece dispuesto a cambiar eso.

– Vale, vale, ya he oído suficiente.

– Lo siento, Ron. No debería haber…

– No pasa nada. Vamos a ver cómo está Josh.


Tony Zachary regresó a Jackson el viernes, momento en que se enteró de la noticia de Josh Fisk. Se dirigió directamente al hospital y finalmente encontró a Ron dormitando en el sofá de la sala de espera. Estuvieron c1íarlando una hora sobre el accidente, la operación y también sobre la salida de pesca que Tony había hecho a Belice.

Tony estaba muy preocupado por el pequeño Josh. Esperaba que se recuperara pronto y por completo, aunque lo que realmente quería saber y no se atrevía a preguntar era cuándo zanjaría la apelación del caso Krane.

En cuanto subió al coche, llamó a Barry Rinehart con la alarmante noticia.


Una semana después de ingresar en el hospital, trasladaron a Josh de la UCI a una habitación privada, que quedó inmediatamente inundada de flores, peluches, cartas de sus compañeros de clase, pelotas y suficientes dulces para alimentar a todo un colegio. Colocaron un catre junto a la cama para que uno de sus padres pudiera quedarse a dormir.

Aunque la habitación sirvió en un principio para levantar el ánimo, las cosas se torcieron casi de inmediato. El equipo de neurólogos llevó a cabo exámenes exhaustivos. No había parálisis, pero sí un deterioro de la coordinación motriz, junto con graves pérdidas de memoria e incapacidad para concentrarse. J osh se distraía con facilidad y tardaba en reconocer los objetos. Le habían quitado los tubos, pero hablaba con evidente lentitud. Cabía la posibilidad de una ligera mejoría en los meses siguientes, pero era bastante probable que los daños fueran permanentes.

Sustituyeron los gruesos vendajes de la cabeza por unos más ligeros. Le dejaron levantarse para ir al lavabo. Ron le ayudó, intentando reprimir las lágrimas ante la visión descorazonadora de su hijo arrastrando los pies con torpeza y avanzando con paso lento e inseguro.

Su pequeña estrella del béisbol había jugado el último partido.

37

El doctor Calvin Treet fue a Russburg y concertó una visita con el médico de urgencias que había valorado el TAC. Después de estudiar ambos escáneres, el de Josh y el del otro paciente, discutieron brevemente antes de que el medico admitiera que, aquella noche, urgencias había sido un caos, que no disponían de suficiente personal y que sí, que se habían cometido errores. No podía haber nada peor que haberla pifiado en el diagnóstico del hijo de un juez del tribunal supremo.

– ¿La familia interpondrá una demanda? -preguntó, evidentemente afectado.

– No lo sé, pero debería avisar a su compañía de seguros. Treet se llevó el expediente a Jackson y lo comentó con Doreen y Ron. Les explicó el procedimiento estándar para realizar un, escáner y luego les relató la conversación que había mantenido con el médico de urgencias.

– ¿Qué deberíamos hacer? -preguntó Doreen.

Treet sabía que acabarían preguntándoselo, sabía que sus amigos le pedirían que juzgara la actuación de otro médico, y hacía días que había decidido ser lo más sincero posible.

– Deberían haberlo traído aquí de inmediato para extraerle el coágulo de sangre. Es neurocirugía, pero es un procedimiento relativamente rutinario. Josh habría vuelto a casa dos días después de la operación, completamente curado y sin sufrir daños.

– La tomografía se la hicieron a las ocho de la tarde del viernes -dijo Ron- y tú viste a Josh en Brookhaven unas nueve horas después, ¿no?

– Más o menos.

– Entonces, ¿la presión fue aumentando en su cráneo durante nueve horas?

– Sí.

– ¿Y la compresión del coágulo de sangre daña el cerebro?

– Sí.

Se hizo un profundo y largo silencio mientras sacaban la conclusión evidente.

– Calvin, ¿qué harías tú si fuera tu hijo? -acabó preguntando Ron.

– Demandar a esos cabrones. Es una negligencia grave.

– No puedo demandarlos, Calvin. Quedaría en completo ridículo.


Tras un partido de squash, una ducha y un masaje en el gimnasio del Senado, Myers Rudd subió a una limusina y tuvo que soportar el tráfico de la tarde como cualquier otro. Una hora después, llegó a la terminal aérea de Dulles, donde embarcó en un Gulfstream 5, la más reciente adquisición de la flota del señor Carl Trudeau. El senador ni sabía quién era el dueño del avión privado, ni conocía al señor Trudeau, lo que en la mayoría de las culturas habría resultado extraño teniendo en cuenta la cantidad de dinero que Rudd había recibido de ese hombre. Sin embargo, en Washington, el dinero llega a través de una miríada de conductos extraños y difusos. A menudo, quienes lo reciben solo tienen una vaga idea de su procedencia, y otras veces ni la más mínima. En la mayoría de las democracias, la transferencia de tales cantidades de dinero se consideraría una flagrante corrupción, pero en Washington la corrupción ha sido legalizada. El senador Rudd ni sabía ni le importaba si alguien era su dueño. Acumulaba más de once millones de dólares en el banco, dinero que acabaría por embolsarse si no se veía obligado a malgastarlo en alguna frívola campaña. A cambio de tal inversión, Rudd mantenía un historial de voto impecable en todas las materias relacionadas con la industria farmacéutica, química, petrolífera, energética, las compañías de seguros, los bancos, o lo que fuera.

Sin embargo, era un hombre del pueblo.

Esa noche viajaba solo. Las dos auxiliares de vuelo le sirvieron cócteles, langosta y vino, y apenas había acabado de cenar cuando el Gulfstream inició el descenso hacia el aeropuerto internacional de Jackson. Lo esperaba otra limusina y, veinte minutos después de aterrizar, el senador se bajó en una entrada lateral del University Medical Center. Encontró a Ron y a Doreen en una habitación de la tercera planta, mirando la televisión, sin verla, mientras su hijo dormía.

– ¿Cómo está el crío? -preguntó con gran afecto, mientras ellos se ponían en pie, agotados, e intentaban adecentarse.

Se habían quedado mudos de asombro al ver aparecer allí al gran hombre, de repente, a las nueve y media de la noche de un martes. Doreen no encontró los zapatos.

Charlaron en voz baja sobre Josh y su evolución. El senador dijo que estaba en la ciudad por negocios, ya de vuelta a Washington, pero había oído la noticia y no había podido menos que pasarse un momento para hacerles una breve visita. Les conmovió su presencia. De hecho, estaban muy nerviosos y todavía no se lo creían.

Una enfermera rompió el hechizo y anunció que era hora de apagar la luz. El senador abrazó a Doreen, le pellizcó una mejilla, le estrechó la mano con fuerza, le prometió hacer todo lo que pudiera para ayudar y luego salió de la habitación acompañado de Ron, que se sorprendió al no ver a su séquito esperándolo en el pasillo. Ni un solo empleado, recadero, guardaespaldas, chófer. Nadie.

El senador había venido de visita, solo. El gesto significó mucho para Ron.

Rudd ofreció el mismo saludo breve e idéntica sonrisa de plástico a todos con los que se cruzaban por el pasillo. Aquella era su gente y él sabía que lo adoraban. El senador empezó a despotricar sobre una discusión trivial en el Congreso y Ron fingió sentirse fascinado, aunque en realidad deseaba que el hombre se fuera. En la puerta de salida, Rudd le deseó lo mejor, le prometió que rezaría por la familia y volvió a ofrecerle su ayudar para lo que fuera.

– Por cierto, juez -dijo el senador, como si acabara de ocurrírsele en ese momento, mientras se estrechaban la mano-, convendría que zanjaras el caso Krane.

Ron se quedó boquiabierto, con la mano flácida, intentando encontrar una respuesta. Ron trataba de mantenerse a flote cuando el senador acabó de despedirse.

– Sé que harás lo correcto. Esas sentencias están acabando con nuestro estado.

Rudd le dio una palmadita en el hombro, lo obsequió con otra de sus sonrisas de plástico, salió por la puerta y desapareció.

De nuevo en la limusina, Rudd ordenó al conductor que se dirigiera hacia el norte de la ciudad, a una urbanización donde pasaría la noche, junto con su amante de Jackson. Luego volvería a toda prisa a Washington en el Gulfstream, a primera hora de la mañana.


Ron se tumbó en el catre e intentó encontrar la postura para pasar otra larga vigilia. El patrón de sueño de J osh se había vuelto tan irregular que cada noche era una nueva aventura. Cuando la enfermera hizo la ronda a medianoche, tanto el padre como el hijo estaban despiertos. Doreen, por fortuna, estaba en el motel, profundamente dormida gracias a las pastillitas verdes que las enfermeras les proporcionaban a escondidas. Ron se tomó una y la enfermera dio a Josh su sedante.

En la sombría oscuridad de la habitación, Ron intentó explicarse la súbita aparición del senador Rudd. ¿Se trataba solo de la visita de un político arrogante que cruzaba la línea para ayudar a un gran contribuyente? Rudd no vacilaba en aceptar dinero de quien quisiera dárselo, legalmente, por lo que no le sorprendería que se hubiera llevado una buena tajada de Krane.

¿O había algo más? Krane no había contribuido con un solo centavo a la campaña de Fisk. Tras las elecciones, Ron había repasado minuciosamente los informes después de que también a él le sorprendiera la cantidad recaudada y gastada. Había discutido y se había peleado con Tony sobre la procedencia del dinero, pero Zachary insistía una y otra vez en que todo estaba en los informes, y Ron los había examinado a conciencia. Los contribuyentes eran ejecutivos, médicos, abogados y grupos de presión, todos ellos partidarios de la limitación de la responsabilidad. Ya lo sabía cuando empezó la campaña.

Se olió una conspiración, pero el cansancio finalmente pudo con él.


Entre las profundas tinieblas de un sueño inducido por los fármacos, Ron oyó un ruidito repetitivo y continuo que no supo identificar. Clic, clic, clic, el mismo sonido una y otra vez, y muy rápido. Cerca.

Alargó la mano en la oscuridad y, al tocar la cama de J osh, se puso en pie de un salto. Gracias a la tenue luz que entraba por el baño, vio que su hijo sufría un ataque espeluznante. Todo su cuerpo se convulsionaba con violencia. Tenía el rostro contraído en una mueca, la boca abierta y la mirada perdida. El traqueteo subió de intensidad. Ron pulsó el botón para avisar a las enfermeras y luego asió a Josh por los hombros, para intentar tranquilizarlo. Estaba atónito ante la virulencia del ataque. Dos enfermeras entraron corriendo y se hicieron cargo de la situación. Las siguió una tercera, acompañada de un médico. Poco podía hacerse, aparte de introducir un depresor en la boca de J osh para impedir que se mordiera la lengua.

Ron no pudo seguir mirando y retrocedió hasta un rincón, desde donde contempló a su hijo gravemente enfermo oculto en una maraña de manos solícitas mientras la cama seguía agitándose y los barrotes no dejaban de traquetear. El ataque empezó a remitir y las enfermeras enseguida le lavaron la cara con agua fría, hablándole con ternura. Ron salió de la habitación e inició otra y mecánica excursión por los pasillos.

Los ataques se repitieron de manera intermitente durante veinticuatro horas, hasta que se detuvieron de repente. Para entonces, Ron y Doreen estaban tan extenuados que solo les quedaban fuerzas para mirar a su hijo y rezar para que siguiera tranquilo. Vinieron más médicos a examinarlo; intercambiaron palabras incomprensibles con expresión poco halagüeña. Le realizaron más pruebas y se lo llevaron durante horas.

Los días pasaban y se desdibujaban. El tiempo había dejado de existir.


El sábado por la mañana, Ron se pasó por el despacho del palacio de justicia de Gartin. Ambos letrados estaban allí, a petición de éL Había doce casos pendientes de decisión y Ron había leído los sumarios y las recomendaciones. Los letrados tenían una pila preparada y estaban a punto para pasar lista.

Una condena por violación, del condado de Rankin. Ratificada, por unanimidad.

Una disputa electoral, del condado de Bolivar. Ratificada, opinión concurrente con la de otros siete.

Un caso mortalmente aburrido sobre un contrato de garantía por el que se había formado un gran revuelo, del condado de Panola. Ratificada, por unanimidad.

Etcétera. Entre las preocupaciones de Ron y el poco interés que mostraba en el trabajo, ventilaron los primeros diez casos en veinte minutos.

– Baker contra Krane Chemical-dijo un letrado.

– ¿Qué es lo que se rumorea? -preguntó Ron.

– Cuátro a cuatro, y los cuchillos vuelan. Calligan y compañía no las tienen todas consigo respecto a ti. McElwayne y los suyos sienten curiosidad. Todo el mundo está expectante, a ver qué haces.

– ¿Creen que he sucumbido a la presión?

– Nadie está seguro. Creen que estás sometido a mucho estrés y se baraja un drástico viraje de ciento ochenta grados por lo que ha ocurrido.

– Dejemos que especulen. Todavía no voy a decidir nada sobre el caso Baker y el del hogar de ancianos.

– ¿Estás pensando en votar a favor de la ratificación de las sentencias? -preguntó el otro letrado.

A esas alturas, Ron ya sabía que la mayoría de los rumores que corrían por el tribunal los creaban y los difundían los propios letrados, todos ellos.

– No lo sé -contestó.

Media hora después, volvía al hospitaL

38

Una lluviosa mañana de sábado de ocho días después, subieron aJosh Fisk a una ambulancia para llevarlo a Brookhaven. Una vez allí, ocuparía la habitación de un hospital, a cinco minutos de su hogar, en el que estaría en observación durante una semana y luego, con un poco de suerte, lo mandarían a casa.

Doreen iba con él en la ambulancia.

Ron fue al palacio de justicia de Gartin y se dirigió a su despacho de la cuarta planta. No se veía a nadie por allí, justo lo que deseaba. Leyó la opinión de Calligan a favor de la revocación de la sentencia del caso Baker por tercera o cuarta vez, y aunque en su momento había estado completamente de acuerdo con él, ahora tenía dudas. Podría haberla redactado el propio Jared Kurtin. Calligan consideraba nulas casi todas las declaraciones de los expertos en el caso Baker y criticaba al juez Harrison por admitir la mayoría de ellas. Las palabras más duras las reservaba para el experto que había relacionado los derivados carcinógenos con los cánceres, a quien tildaba de «especulativo en el mejor de los casos». Exigía un estándar de prueba imposible mediante el cual se demostrara sin lugar a dudas que las toxinas del agua de Bowmore habían causado los cánceres que habían acabado con la vida de Pete y Chad Baker. Como siempre, ponía el grito en el cielo ante la desmesura del veredicto y culpaba a la exagerada pasIón que hablan mostrado los abogados de Baker durante el proceso, la cual había encendido los ánimos del jurado.

Ron leyó la opinión de McElwayne y también le sonó muy diferente.

Había llegado el momento de votar, de tomar una decisión y, sencillamente, no tenía agallas para hacerlo. Estaba harto del caso, harto de la presión, harto de la rabia de saberse manipulado como una marioneta por unas fuerzas poderosas que debería haber sabido reconocer antes. El infierno por el que estaba pasando a causa de Josh había minado sus fuerzas y lo único que quería era irse a casa. No confiaba en su capacidad para decidir lo correcto, ni siquiera para saber discernir qué lo era. Había rezado hasta el agotamiento. Había intentado compartir sus inseguridades con Doreen, pero ella estaba tan abstraída e indecisa como él.

Si revocaba la sentencia, traicionaría sus verdaderos sentimientos. Sin embargo, sus sentimientos eran cambiantes, ¿no? Como jurista imparcial, ¿cómo podía cambiar de bando de repente por la tragedia familiar que estaba viviendo?

Si confirmaba la sentencia, traicionaría a aquellos que lo habían elegido. El 53 por ciento de la gente había votado a Ron Fisk porque creía en su programa. ¿De verdad? Tal vez lo habían votado porque habían sabido vendérselo.

¿Sería justo para todos los Aaron de ahí fuera que Ron cambiara egoístamente su filosofía jurídica por su hijo?

Odiaba hacerse esas preguntas, que lo agotaban aún más.

Se paseó por el despacho, más confuso que nunca, y pensó en irse. Corre, se dijo. Sin embargo, estaba harto de salir corriendo, de pasearse de un lado al otro y de hablar con las paredes.

Redactó su opinión a máquina: «Concurro y convengo con el juez Calligan en este caso, aunque con grandes dudas. Este tribunal, con mi complicidad y sobre todo gracias a mi presencia, no ha tardado en convertirse en ciego protector de aquellos que desean limitar drásticamente la responsabilidad en todo lo referente al área de daños personales. Un camino muy peligroso».

Redactó su segunda opinión para el caso del hogar de ancianos: «Concurro con el juez Albritton y confirmo la sentencia dictaminada en el juzgado de distrito del condado de Webster. Las actuaciones del hogar de ancianos ni siquiera alcanzan los mínimos de atención a la tercera edad que nuestras leyes exigen».

A continuación escribió una nota interna que decía: «Estaré de permiso durante los próximos treinta días. Me necesitan en casa».


El tribunal supremo del estado de Mississippi publicaba las resoluciones en su página web todos los jueves al mediodía.

Y todos los jueves al mediodía unos cuantos abogados se sentaban delante de su ordenador, nerviosos de antemano, o procuraban que otros lo hicieran por ellos. Jared Kurtin tenía a un asociado de guardia. Sterling Bintz comprobaba su móvil de última generación a esa hora en punto, independientemente de dónde se encontrara. F.Clyde Hardin, que seguía en la época de las cavernas respecto a la tecnología, se sentaba a oscuras en su oficina cerrada, se bebía el almuerzo y esperaba. Todo abogado que llevara una causa relacionada con Bowmore se mantenía a la expectativa.

Aunque no fueran abogados, otros muchos también compartían su nerviosismo. Tony Zachary y Barry Rinehart habían acordado ponerse en contacto por teléfono en cuanto se publicaran los dictámenes. Carl Trudeau contaba los minutos cada semana. En el centro y al sur de Manhattan, docenas de analistas financieros vigilaban la página web. Denny Ott comía un sándwich con su mujer en el despacho de la iglesia. En la casa del párroco no había ordenador.

Sin embargo, en ningún otro lugar se temía y se esperaba tanto la hora mágica como en las deslustradas entrañas de Payton amp; Payton. El bufete al completo se había reunido en el Ruedo, en la mesa de trabajo siempre abarrotada, donde estaban comiendo mientras Sherman no apartaba la vista del portátil. El primer jueves de mayo, a las doce y cuarto, anunció: «Aquí está». Todos apartaron el plato. De repente el aire se volvió irrespirable. Wes no quiso mirar a Mary Grace y ella no quiso mirarlo a él. De hecho, ninguno de los presentes se atrevió a mirar a los ojos a los demás.

– El dictamen lo ha redactado el juez Arlon Calligan -continuó Sherman-. Esto me lo salto. Cinco, diez, quince páginas, veamos, una opinión mayoritaria de unas veintiuna páginas, apoyada por Romano, Bateman, Ross y Fisk. Sentencia revocada y sobreseída. Fallo definitivo a favor del demandado, Krane Chemical. Romano también concurre con cuatro páginas llenas de sus chorradas de siempre, pero Fisk es muy breve. -Silencio mientras seguía pasando páginas-. y luego una opinión disidente de doce páginas de McElwayne y Albritton. Tengo más que suficiente. No pienso leer esa mierda en un mes como mínimo.

Se levantó y salió de la habitación.

– No podemos decir que sea una sorpresa -comentó Wes.

Nadie respondió.


F.Clyde Hardin lloriqueó sobre su escritorio. Aunque aquella tragedia llevaba meses rondándolo, no por ello fue menos demoledora. Su única oportunidad de hacerse rico se había desvanecido y con ella todos sus sueños. Maldijo a Sterling Bintz ya su disparatada demanda colectiva. Maldijo a Ron Fisk ya los otros cuatro payasos que habían formado la mayoría. Maldijo a los borregos ciegos del condado de Cary y de todo el sur de Mississippi a los que habían engañado para que votaran en contra de Sheila McCarthy. Se sirvió otro vodka y siguió maldiciendo y bebiendo hasta que se desmayó, con la cabeza sobre el escritorio.

Siete puertas más abajo, Babe recibió una llamada y le comunicaron la noticia. La cafetería pronto se llenó de la gente que pasaba por Main Street en busca de respuestas, rumores y ánimos. Para muchos, la noticia no tenía sentido. No limpiarían el agua, no se recuperarían, no recibirían ninguna compensación, ni una disculpa. Krane Chemical se libraba y se burlaba de la ciudad y de sus víctimas.

Denny Ott recibió una llamada de Mary Grace, que le hizo un breve resumen de la situación, poniendo especial énfasis en que el litigio había acabado. No quedaban opciones viables. La única salida era apelar al Tribunal Supremo de Estados Unidos y ellos, por descontado, presentarían la documentación necesaria, pero era muy poco probable que el Supremo aceptara un caso como aquel. Wes y ella se pasarían por allí para hablar con sus clientes.

Denny y su mujer abrieron la sala auxiliar, sacaron galletas y botellas de agua y esperaron a que la gente llegara para ofrecerle consuelo.


A última hora de la tarde, Mary Grace entró en el despacho de Wes y cerró la puerta. Llevaba dos hojas de papel y le tendió una de ellas. Era una carta dirigida a los clientes de Bowmore.

– Échale un vistazo -dijo, y se sentó para leerla ella también.

Decía así:


Apreciado cliente:

Hoy, el tribunal supremo del estado de Mississippi ha fallado a favor de Krane Chemical. La apelación de Jeannette Baker ha sido revocada y sobreseída, lo que significa que no hay posibilidad de repetir el juicio ni de presentar una nueva demanda. Tenemos intención de solicitar una revisión de la causa, que es lo acostumbrado, aunque también una pérdida de tiempo. Asimismo, apelaremos al Tribunal Supremo de Estados Unidos, si bien únicamente se trata de un mero formalismo, ya que rara vez dicho tribunal revisa causas procedentes de tribunales estatales, como es el caso.

El fallo de hoy, del cual os enviaremos una copia la semana que viene, impide cualquier actuación contra Krane. El tribunal exige un estándar de prueba que imposibilita hacer recaer la responsabilidad en la compañía, y es tristemente obvio lo que ocurriría con un nuevo veredicto ante este mismo tribunal.

No hay palabras para expresar nuestra decepción y frustración. Llevamos cinco años batallando contra enormes obstáculos y hemos perdido en muchos frentes.

Sin embargo, nuestras penalidades no son comparables a las vuestras. Seguiremos dedicándoos nuestros pensamientos, nuestros rezos y estaremos a vuestra disposición siempre que lo necesitéis. Nos sentimos honrados por la confianza que habéis depositado en nosotros. Que Dios os bendiga.


– Muy bonito -dijo Wes-. Enviémosla por correo.


Con los movimientos de la tarde, Krane Chemical regresó al mercado con mayor fuerza que nunca. Ganó cuatro dólares con setenta y cinco por acción y cerró a treinta y ocho con cincuenta. El señor Trudeau había recuperado los mil millones que había perdido, y todavía quedaban muchos más por venir.

Hizo llamar a Bobby Ratzlaff, a Felix Bard y a dos confidentes más a su despacho para celebrar una pequeña fiesta. Bebieron champán Cristal, fumaron unos habanos y se felicitaron por el sorprendente giro. Ahora consideraban a Carl un verdadero genio, un visionario. No había flaqueado ni en los peores momentos. Su mantra había sido: «Comprad, comprad».

Le recordó a Bobby la promesa que le hizo el día de la sentencia. Ni un solo céntimo, que tan duramente habían ganado, pasaría jamás a manos de aquella panda. de ignorantes y sus malditos abogados.

39

Entre los invitados se encontraban desde los estereotipos de Wall Street, como el propio Carl, hasta el peluquero de Brianna y dos actores de Broadway subempleados. Había banqueros con sus mujeres envejecidas aunque adecuadamente retocadas, y magnates con sus trofeos magníficamente famélicas. Había ejecutivos del Trudeau Group que habrían preferido estar en cualquier sitio menos allí y pintores en apuros del MuAb emocionados por la rara oportunidad de poder codearse con la jet seto También había algunas modelos, el número 388 de la lista Forbes, un defensa que jugaba con los Jets, un periodista del Times junto con un fotógrafo para contarlo todo y un periodista del Journal que no publicaría nada sobre la fiesta, pero que no quería perdérsela. Cerca de un centenar de invitados, casi todos ellos gente pudiente, aunque ninguno había visto jamás un yate como el Brianna.

Estaba fondeado en el Hudson, en los muelles de Chelsea.

En esos momentos, la única embarcación que lo superaba era un portaaviones fuera de servicio, a unos cuatrocientos metros al norte. En el elitista mundo de los paseos en barco obscenamente caros, el Brianna estaba clasificado como megayate: mayor que un superyate, aunque sin llegar a gigayate, el cual, hasta el momento, era coto privado de un puñado de multimillonarios del software, príncipes saudíes y mafiosos rusos del petróleo.

La invitación rezaba: «Le invitamos a acompañar al señor ya la señora Trudeau en el viaje inaugural de su megayate, Brianna, el miércoles 26 de mayo a las seis de la tarde, en el muelle 60».

Tenía cincuenta y ocho metros de eslora, lo que lo situaba en la posición vigesimoprimera de la lista de mayores yates registrados en Estados Unidos. Carl había pagado por él sesenta millones de dólares dos semanas después de que Ron Fisk fuera elegido, y luego se gastó quince millones más en renovaciones' mejoras y caprichos.

Había llegado el momento de presumir de él y exhibir uno de los resurgimientos más espectaculares de la historia reciente de las finanzas. La tripulación, compuesta por dieciocho miembros, acompañaba a los invitados a realizar visitas guiadas por el yate a medida que iban llegando y les servían copas de champán. Gracias a las cuatro cubiertas por encima del nivel de flotación, la embarcación podía acomodar fácilmente a treinta amigos agasajados en alta mar durante un mes, aunque, por descontado, Carl ni siquiera se planteara tener a tanta gente viviendo cerca de éL Los afortunados que se encontraran entre los elegidos para realizar un largo crucero tendrían acceso a un gimnasio con entrenador, un spa con masajista, seis jacuzzis y chef las veinticuatro horas del día. Comerían en una de las cuatro'mesas repartidas por el barco, la más pequeña para diez comensales y la mayor para cuarenta. Para cubrir las horas de recreo, había equipos de submarinismo, kayaks con el suelo transparente, un catamarán de nueve metros de eslora, motos acuáticas, equipo de pesca y, por descontado, ningún megayate está completo sin un helicóptero. Entre otros lujos, también podrían disfrutar de una sala de proyección, cuatro chimeneas, un salón descubierto, suelos con calefacción en los baños, una piscina privada nudista para tomar el sol y caoba, latón y mármol italiano por todas partes. El camarote de los Trudeau era más amplio que su dormitorio en tierra. Además, Carl había encontrado por fin el lugar permanente para Abused lmelda: en el salón de la tercera cubierta. Nunca más lo saludaría en el vestíbulo de su ático después de un duro día de trabajo en la oficina.

Mientras un cuarteto de cuerda tocaba en la cubierta principal, el Brianna desatracó y puso rumbo hacia el sur del Hudson. Anochecía, había una bella puesta de sol y la vista del sur de Manhattan desde el río era imponente. La ciudad vibraba con su energía desbordante, todo un espectáculo desde la cubierta de un barco como aquel. El champán y el caviar también ayudaban a crear el ambiente adecuado. Los pasajeros de los ferrys y de embarcaciones más pequeñas se quedaban boquiabiertos al ver pasar el Brianna por su lado, al tiempo que sus dos motores diesel Caterpillar de dos mil caballos dejaban atrás una tranquila estela.

Un pequeño ejército de camareros vestidos de etiqueta se movía hábilmente por las cubiertas, llevando bebidas en bandejas de plata y canapés tan primorosamente preparados que daba lástima comerlos. Carl soslayó a la mayoría de sus invitados y se dedicó a los que controlaba de un modo u otro. Brianna era la perfecta anfitriona, se prodigaba por todas partes, besaba a hombres y mujeres y se aseguraba de que todo el mundo la viera.

El capitán realizó un amplio viraje para que los invitados pudieran contemplar la isla de Ellis y la estatua de la Libertad, luego puso rumbo hacia el norte, en dirección al Battery Park, en el extremo sur de Manhattan. Ya había anochecido y las hileras de rascacielos iluminaban el distrito financiero. El Brianna paseó toda su majestuosidad por el East River, bajo los puentes de Brooklyn, Manhattan y Williamsburg. El cuarteto de cuerda se retiró y lo mejor de Billy Joel sonó por el excelente equipo de sonido del barco. Algunos se arrancaron a bailar en la segunda cubierta. Alguien cayó a la piscina de un empujón y no tardaron en seguirle otros, para quienes ir con ropa o no pronto fue opcionaL Eran los más jóvenes.

Siguiendo las instrucciones de Carl, el capItán VIró en el edificio de Naciones Unidas y aumentó la velocidad, aunque nadie lo percibió. En ese momento, Carl estaba concediendo una entrevista en su amplio despacho de la tercera cubierta.

A las diez y media en punto, según lo previsto, el Brianna atracó en el muelle 60 y los invitados iniciaron el lento desfile hacia sus casas. El señor y la señora Trudeau se despidieron de ellos, abrazos, besos, saludos con la mano, deseando que no se entretuvieran demasiado. Les esperaba una cena a medianoche. Catorce invitados permanecieron en el barco, siete parejas afortunadas que navegarían hacia el sur, a Palm Beach, para pasar unos días. Se cambiaron de ropa para ponerse más cómodos y se encontraron en él salón para tomar otra copa, mientras el chef acababa de preparar el primer plato.

Carl susurró al segundo de a bordo que era hora de zarpar y quince minutos después el Brianna desatracó de nuevo del muelle 60. Carl se excusó unos minutos mientras su mujer entretenía a los invitados. Subió la escalera hasta el cuarto nivel y se dirigió a una pequeña cubierta elevada, su lugar preferido de aquel nuevo y fabuloso capricho. Era un puesto de observación, el punto más alto de la embarcación sobre el agua.

Se aferró a la barandilla metálica y contempló las colosales torres del distrito financiero mientras el frío viento lo despeinaba. Entrevió su edificio y su despacho, en lo más alto.

Todo subía. Las acciones ordinarias de Krane se cotizaban a cincuenta dólares, los beneficios eran desorbitados y su valor neto superaba los tres mil millones y aumentaba a un ritmo constante.

Dieciocho meses atrás, algunos de aquellos imbéciles de allí enfrente se habían reído. Krane está acabada. Trudeau es un idiota. ¿Cómo pueden perderse mil millones en un día?, decían entre carcajadas.

¿Dónde estaban ahora esas risas?

¿Dónde estaban ahora esos expertos?

El gran Cad Trudeau había vuelto a ser más listo que ellos.

Había arreglado el desaguisado de Bowmore y había salvado a su compañía. Había hecho caer en picado sus propias acciones, las había comprado a precio de ganga y ahora prácticamente todas eran suyas, lo que lo hacía aún más rico.

Estaba destinado a subir posiciones en la lista Forbes, y mientras navegaba por el Hudson en lo más alto de su magnífica embarcación y contemplaba con engreída satisfacción las relucientes torres de Wall Street, admitió que eso era lo único que importaba.

Ahora que tenía tres mil millones, quería seis.

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