Capítulo 8

Cuando Dylan se despertó al atardecer y vio que ella se había marchado, soltó un gemido. Aunque no le sorprendía. Nada podía sorprenderle ya respecto a Meggie. Ni cómo lo había consolado en el hospital, ni cómo lo había cuidado en el apartamento, ni cómo se había entregado a él cuando habían hecho el amor.

Pero todo aquello encajaba perfectamente dentro de su plan de venganza. Lo único que Meggie buscaba era que él se enamorase para luego abandonarlo.

Cerró los ojos y se pasó la mano por el rostro, tratando de no obsesionarse con todo aquello. Meggie debía de tener un corazón de hielo para utilizarlo de aquel modo. Aunque, por otra parte, mientras hacían el amor él había visto el deseo y el éxtasis que había llenado sus ojos. Si había estado fingiendo, sin duda era la mejor actriz del mundo.

Se levantó y agarró su camisa, que todavía olía ligeramente a humo. En el bolsillo llevaba la hoja de papel con el plan de Meggie. Trató de encontrar algún sentido en todo aquello, pero fue incapaz, y es que al fin y al cabo era consecuencia de un estúpido baile de instituto.

Se mesó el cabello y soltó una maldición. Contempló las sábanas revueltas de su cama y se la imaginó allí, desnuda y con la piel encendida por el deseo. Ella era todo lo que él había buscado siempre en una mujer, pero no podía seguir viviendo con aquella duda y aquella confusión. Ya no podía más.

Tiró el papel encima de la cama y fue a su armario por unos pantalones y una camisa limpios. Aquello había ido ya demasiado lejos y tenía que acabar. Si Meggie lo amaba de veras, la obligaría a admitirlo. Y si no era así, rompería con ella inmediatamente.

Se metió el papel en un bolsillo, se puso una chaqueta y salió del dormitorio. No sabía qué le iba a decir exactamente, pero desde luego no iba a ser blando con ella. Por primera vez en su vida, se había enamorado de una mujer y no estaba dispuesto a que ella jugase con él.

– Quizá debería haber hecho más caso de todos aquellos cuentos de los Quinn -se dijo mientras agarraba el casco, la chaqueta de bombero y las botas.

Salió y fue hacia su coche, pensando en que él no podía aspirar a una relación como la que tenían Conor y Olivia. Él no era la clase de hombre que pudiera a aspirar a ser feliz junto a una mujer.

Fue al parque de bomberos a dejar su equipo y luego se dirigió a la cafetería de Meggie. Decidió que lo mejor sería confesarle lo que sentía por ella y pedirle que fuera sincera con él. Si lo amaba, estupendo; y si no, no la volvería a ver. Pero en cuanto entró en el Cuppa Joe's, desapareció toda su resolución.

Meggie estaba delante de la caja registradora golpeando los botones y maldiciendo porque parecía no querer abrirse. Dylan contuvo el aliento y esperó a que ella se diera cuenta que había llegado. Quería ver su reacción.

Pero finalmente se acercó a ella y tiró el papel encima de la barra.

– Cuéntame qué significa esto -dijo, apretando la mandíbula.

– ¿Qué? -preguntó sorprendida.

– No juegues conmigo, Meggie. Ya he visto tu plan y sé lo que pretendes.

Ella se quedó mirando el papel sin poderse creer lo que estaba ocurriendo. En seguida reconoció la hoja de papel.

– ¿Dónde la has encontrado?

– Eso no importa.

– No… no sé qué decir. Esta hoja no significa nada.

– Bueno, dime que el juego ha terminado. ¿O no puede acabarse hasta que reconozca que te quiero? -él respiró hondo y continuó mirándola enfadado-. Bueno, pues muy bien. Te quiero. Te quiero más de lo que he querido nunca a ninguna mujer.

Soltó una maldición.

– De hecho, nunca había querido a ninguna mujer. Tú eres la primera. ¿Te hace sentirte eso mejor?

Ella trató de agarrarle la mano, pero él la apartó.

– Lo siento, pero te aseguro que se trata de un malentendido…

– Lo que más me apena es que podríamos haber tenido un futuro juntos -aseguró él.

Todavía podemos tenerlo.

– Lo dudo.

– Lana y yo confeccionamos ese plan la primera noche que viniste. Fue una tontería y yo nunca me lo tomé en serio. Sin embargo, cuando me llamaste para salir, me sentí insegura, porque apenas tenía experiencia con los hombres. Así que decidí seguir el plan.

– ¿Esperas que te crea? Todo lo que ha ocurrido entre nosotros está aquí escrito. El que esperaras a que te llamara tres veces, lo de las flores de David… Además, en la fiesta de cumpleaños de tu abuela, Tommy me dio la clave de por qué estabas haciéndome esto. Me contó lo de aquella fiesta en el instituto.

Meggie se quedó mirándolo fijamente a los ojos y él vio en ellos el dolor y el arrepentimiento. De pronto, sintió el deseo de acercarse y consolarla, pero también sabía que no podía hacerlo. Si la tocaba, estaría perdido.

– Aquello fue una equivocación y, desde que lo descubrí, me olvidé de ese absurdo plan.

Pero Dylan no podía creerla.

– Pensé que lo nuestro era real y resulta que todo era parte de un juego.

– Empezó siendo un juego, pero luego todo cambió -insistió Meggie.

Dylan quería creerla. Quería convencerse de que había sido real lo que habían compartido. Pero le parecía que todo estaba contaminado, que todo había sido una manipulación de ella.

– Por otra parte, Dylan, te conozco desde que tenía trece años y sé que no soy la mujer adecuada para ti. Así que imagino que si ahora mismo crees que estás enamorado de mí, es solo producto de este plan. Que tarde o temprano, acabarás cansándote de mí.

Las palabras de ella lo hirieron profundamente. Una vez más, volvían a acusarlo por su reputación con las mujeres. ¿Pero no se había portado bien con ella? ¿Qué quería Meggie que no le hubiera dado? Él no podía cambiar su pasado. Si pudiera, lo haría. Él era así, pensó, sintiendo una enorme rabia. Él estaba dispuesto a perdonarla y que el pasado no influyera en su futuro. ¿Por qué ella no podía hacer lo mismo?

– Quizá tengas razón -murmuró él. Sí, quizá todo hubiera sido una fantasía. Quizá se hubiera engañado a sí mismo, empujado por el deseo de encontrar a una mujer, igual que su hermano Conor había encontrado a Olivia. Pero él no era como Conor y nunca podría llegar a serlo.

– Ahora tengo que irme -dijo, todavía sin creerse que aquello pudiera ser el fin.

– Nunca quise hacerte daño -le aseguró Meggie con voz temblorosa-. Y si te lo he hecho, lo siento mucho.

Sus disculpas no hicieron que Dylan se sintiera mejor. Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. En un momento, estuvo tentado de darse la vuelta, pero finalmente se lo impidió el orgullo. Sabía que le iba a costar mucho olvidarla, pero ella no le había dejado otra opción.


– ¿Qué te pasa, muchacho? Ven y tómate otra Guinness. Ya verás cómo te animas.

Dylan apartó la botella que se acababa de beber y agarró otra Guinness a la que dio un buen trago. Si bebía lo suficiente, conseguiría olvidarse de Meggie Flanagan.

– ¿Es por una muchacha? -añadió Sea-mus.

Su padre era la última persona con la que quería hablar de su vida amorosa. No quería sus consejos ni sus opiniones respecto a las mujeres.

– No me pasa nada, papá. Solo estoy un poco preocupado por mis compañeros.

– ¿Por los dos tipos que salieron heridos en ese incendio? ¿Cómo están?

– Están bien -aseguró Dylan-. Winton saldrá en unos días del hospital y Reilly se va ya mañana a su casa -agarró la Guinness y se alejó de la barra-. Voy a ver qué hace Brendan.

Su hermano, sentado cerca de la mesa de billar, estaba trabajando con un ordenador portátil. Tenía una cerveza y la mesa llena de papeles.

– ¿Puedo sentarme? -le preguntó Dylan.

– Claro -contestó Brendan, levantando la vista-. No sabía que estabas aquí. ¿Cuándo has llegado?

– Hace un rato.

– Me enteré de lo de ese incendio. Varios de tus compañeros vinieron a tomarse una cerveza antes de ir a casa. Me contaron que te fuiste del hospital con Meggie. Bueno, ¿y qué te trae por aquí?

– Necesitaba tomarme una cerveza o, mejor aún, unas cuantas cervezas. Creo que voy a emborracharme -hizo un gesto hacia el portátil-. ¿Qué estás haciendo?

– Estoy escribiendo un artículo para la revista Adventure sobre el viaje que hice por el Amazonas la primavera pasada. Y esto de aquí -añadió, agarrando unas cuantas hojas- es para mi libro. Creo que necesito una secretaria. Tengo toda la información revuelta y, si no consigo ordenarla, nunca escribiré ese libro… -Brendan se detuvo-. ¿Me estás escuchando?

– Sí.

– No te creo. ¿Qué te pasa? ¿No te habrás peleado con Meggie?

A Dylan no le apetecía hablar de sus problemas, pero ya que Brendan lo había sacado, pensó que quizá estaría bien conocer su punto de vista al respecto.

– No solo nos hemos peleado, hemos roto -sacudió la cabeza y luego dio otro trago de cerveza-. No sé que me hizo pensar que mi relación con ella iba a funcionar. Nunca en mi vida me ha durado ninguna relación, así que, ¿por qué iba a ser diferente con ella?

– Porque estás enamorado de ella.

– ¿Es tan obvio? Bueno, en cualquier caso, ella solo quería vengarse de mí. Quería que me enamorara de ella para luego dejarme.

– Lo sé. Conor me lo contó.

– ¿Qué? ¿Es que todo el pub está ya al tanto de ello?

– Puede ser. La verdad es que no hay mucho más de lo que hablar, exceptuando la boda de Conor. Y ya empiezo a estar un poco harto de ese tema. Nunca pensé que a nuestro pobre hermano le interesara tanto hablar de muebles y adornos para la casa.

– Yo le entiendo. Cuando un hombre ama a una mujer, se interesa por las cosas que le gustan a ella. Cuando Meggie empieza a hablar de su cafetería, podría estar escuchándola toda la noche. Se entusiasma tanto, que se le ilumina la cara y me parece entonces más guapa que nunca.

– Oh, Dios, estás enamorado de ella, ¿verdad? -le preguntó Brendan, mirándolo como si no pudiera creérselo.

– Pues sí, la verdad es que estoy enamorado. Y así se lo dije a ella, pero no me creyó. Al fin y al cabo, soy Dylan Quinn y es imposible que yo me enamore.

– O sea, que tú también has caído. Primero Conor y después tú. ¡Dios se apiade de vosotros!

– Bueno, quizá el siguiente seas tú -le advirtió Dylan-. Porque Conor nos ha enseñado algo a toda la familia. Ha demostrado que todas esas historias de los Quinn eran mentira. Así que seguro que tú también acabarás enamorándote.

¿Y tú? ¿Es que vas a rendirte tan fácilmente con Meggie?

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? -preguntó Dylan, bebiendo otro trago de Guinness.

– Vamos a ver -dijo Brendan-, tú le has confesado que la quieres, ¿no? Pero, según parece, el problema está en que Meggie no se lo cree. Pues entonces lo que tienes que hacer es convencerla de que no puedes vivir sin ella.

– No es tan fácil. No sé si ella me corresponde. Creo que sí, pero no puedo estar seguro debido a lo extraño que ha sido todo en nuestra relación. Me gustaría que pudiéramos volver a empezar. De ese modo, podría estar seguro de sus sentimientos hacia mí.

– Ya sé lo que puede ayudarte en estos momentos -dijo Brendan-. Una buena partida de dardos.

– No me apetece.

– Oh, vamos, anímate -dijo, inclinándose hacia él-. ¿Quieres que te dé un consejo?

– ¿No es eso lo que llevas haciendo desde hace diez minutos?

– No, hasta ahora solo hemos estado charlando. Así que, hermano, escucha el consejo que voy a darte.

Pero Dylan le hizo un gesto para que se detuviera.

– Para ser sincero, prefiero que me aconseje Olivia. Ella sí sabría lo que me conviene hacer, ya que conoce a las mujeres mejor que tú.

– Me estás insultando. Sé exactamente lo que te conviene hacer y voy a decírtelo.

– Está bien, dímelo.

– Si lo que quieres es volver a empezar con ella, hazlo. No hay nada que te lo impida.

– ¿Es que has inventado una máquina para viajar en el tiempo?

– Usa la imaginación -dijo Brendan, levantándose y dándole una palmada en la espalda-. Vamos, te dejaré ganar a los dardos. Seguro que eso hace que te sientas mejor.

– ¿Que me vas a dejar ganar? Hace cinco años que no me ganas a los dardos.

Dylan se puso en pie y siguió a su hermano. Quizá una partida de dardos sirviera para olvidarse de Meggie por un rato.

Luego, mientras desclavaba los dardos de la diana, recordó el consejo de Brendan y, de repente, se le ocurrió una idea. Quizá sí pudiera volver a empezar de nuevo con Meggie. Se colocó detrás de la línea y lanzó su primer dardo, clavándolo a pocas pulgadas del centro de la diana.

– Todo se ha terminado entre nosotros – dijo Meggie, mirando fijamente la taza de café que estaba tomándose, como si esta pudiera ofrecerle alguna solución.

Pero en realidad sabía que no había ninguna solución a sus problemas. No había nada que pudiera decir o hacer para arreglar las cosas.

– Nunca debería haber aceptado seguir aquel plan que diseñaste.

– Lo siento -se disculpó Lana-. Todo esto ha sido culpa mía. Quizá debería ir a ver a Dylan para explicárselo. Ya han pasado tres días desde que os visteis por última vez y a lo mejor ya no esté tan enfadado. No puede seguir haciéndote a ti responsable de algo que fue idea mía.

– Eso ya no importa -dijo Meggie-. Además, el plan funcionó. El problema es que luego se estropeó.

– No entiendo qué quieres decir.

– Me dijo que me amaba -recordó Meggie emocionada.

A pesar de que él se lo había dicho muy enfadado, ella había sentido una gran alegría al oír sus palabras. ¡Dylan Quinn se había enamorado de ella! Era un verdadero milagro.

– Siempre pensé que el día que un hombre me lo dijera, mi vida cambiaría para siempre -añadió-, pensé que me casaría con ese hombre. Pero mi vida no ha cambiado en absoluto. Estoy exactamente igual que antes de que Dylan me sacara de la tienda sobre su hombro.

– Si de verdad lo quieres, Meggie, y si el te quiere también a ti, no debería haber más problemas.

– Eso solo sirve para los cuentos de hadas. Además, creo que finalmente se dio cuenta de que yo no pensaba de verdad vengarme de él. Solo lo ha utilizado como excusa para no comprometerse conmigo. Así lo mejor será asumir cuanto antes que hemos terminado.

– No puedes rendirte tan fácilmente.

– ¿Y qué otra cosa puedo hacer? Lana se quedó pensativa unos instantes hasta que, de pronto, una sonrisa iluminó su rostro.

– ¿Dónde está la hoja con el plan? Meggie se levantó del taburete en el que estaba sentada y fue detrás de la barra a recoger el papel arrugado que había dejado junto al cuaderno de notas que tenían allí.

– Ten, no quiero verlo más.

– Sí, creo que lo mejor será librarnos de él ahora mismo -dijo Lana.

– Buena idea -gritó Meggie. Lana agarró el papel y me hacia el despacho.

– Ven conmigo.

Meggie frunció el ceño y luego fue tras ella.

– ¿Dónde vas?

Cuando Meggie entró en el despacho, Lana estaba vaciando el contenido de la papelera de metal que tenían en un rincón. Luego, la colocó en el centro de la pequeña habitación.

– Ahora vamos a tirar este trozo de papel y a olvidarnos de él para siempre -dijo Lana, dándole la hoja con el plan-. Pero no basta con tirarlo -añadió, sacando un mechero del bolsillo-. Hay que quemarlo para que Dylan no pueda volver a encontrarlo.

Antes de que Meggie pudiera protestar, prendió una esquina del papel.

Meggie soltó un grito al ver la llama y tiró la hoja a la papelera.

– ¿Estás loca?

– Es una papelera de metal -aseguró Lana-. En pocos segundos, se habrá apagado el fuego.

Pero lo cierto es que las llamas duraron más tiempo del que pensaban y empezó a salir una buena cantidad de humo. Antes de que pudieran apagar el fuego, saltó el dispositivo de alarma de incendios.

Meggie soltó una maldición mientras contemplaba cómo el fuego se apagaba. Luego, se volvió hacia su socia y vio que estaba sonriendo astutamente.

– Lo has hecho a propósito -gritó Meggie-. Sabías que el humo haría saltar la alarma de incendio, que está conectada con el parque de bomberos.

Lana consultó su reloj.

– Dylan llegará en cualquier momento. Llamé para asegurarme que le tocaba ir a trabajar. Yo que tú me peinaría un poco y me pintaría los labios. No tienes muy buen aspecto.

Meggie soltó una maldición y se dirigió al espejo que había colgado en el despacho. Se pellizcó las mejillas y se arregló el pelo con la mano.

Entonces pensó que no estaba segura de querer ver a Dylan. La última vez que lo había visto, él se había marchado de la cafetería muy enfadado. Así que debería prepararse para lo peor. Podía entrar y ni siquiera saludarla.

Pocos minutos después, tres bomberos entraron en la cafetería. A Meggie le dio un vuelco el corazón cuando vio que Dylan era uno de ellos.

– El fuego ya está apagado -dijo Lana-. Solo fue un papel que prendió en el despacho. Se lo enseñaré -les dijo a los dos hombres que se habían adelantado. Dylan se había quedado en la entrada.

– Hola -lo saludó Meggie una vez Lana y los dos bomberos hubieron entrado en el despacho.

Meggie se fijó en lo guapo que estaba con su traje de bombero y, cuando sus ojos se encontraron, sintió que se le aflojaban las rodillas.

Él le devolvió el saludo con un gesto.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada, fue un pequeño incendio que se apagó solo.

– ¿Cuál fue la causa? -preguntó él en un tono profesional.

– Lana tiró sin querer una cerilla en la papelera y un papel que había dentro prendió.

En ese momento, uno de los bomberos que habían entrado al despacho salió con la papelera. Se la enseñó a Dylan y este asintió.

– Dylan -dijo entonces Meggie-, me gustaría hablar contigo unos minutos.

– Muy bien, muchachos, esperadme fuera. Decidle a Carmichael que saldré dentro de un rato.

Una vez salieron los bomberos, Meggie se volvió hacia el despacho y vio que Lana seguía allí. Entonces respiró hondo y se giró de nuevo hacia Dylan.

– ¿De qué querías hablarme?

– No me metas prisa -protestó ella-. Tengo que decírtelo como es debido -añadió, mirándolo a los ojos-. Te amo, Dylan.

Meggie volvió a respirar hondo.

– Te… amo y quiero que lo sepas, aunque imagino que eso no va a cambiar nada.

Dylan se la quedó mirando fijamente con la boca ligeramente abierta.

– Ya sé que no me creerás, pero no me importa. Lo de hacer ese plan fue una estupidez y, aunque no haya modo de cambiar el pasado, quería que supieras la verdad.

Ella esperó a que él dijera algo, pero justo entonces sonó la campanilla de la puerta, devolviéndolos a la realidad. Meggie se giró y vio que se trataba de un bombero.

– Hay otra alarma. Ha habido un accidente de tráfico aquí al lado y se ha derramado bastante gasolina sobre el pavimento.

Dylan asintió y luego se volvió hacia Meggie con expresión pensativa, como si tratara de averiguar si le había dicho la verdad.

– Tengo que irme.

– Muy bien.

– No sé qué puedo decir.

– No tienes que decir nada. Lo entiendo perfectamente.

Dylan se dio la vuelta hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir y miró hacia atrás. Por un momento, ella pensó que iba a acercarse para abrazarla y besarla. Pero luego se giró hacia los compañeros que lo estaban esperando fuera.

– Hasta luego -se despidió.

– Hasta luego -contestó ella.

Meggie se quedó mirando la puerta fijamente mientras pensaba en que él había vuelto a romperle el corazón. Le había confesado que lo amaba y él como respuesta se había limitado a marcharse de allí, sin contestar nada.

Lana salió en ese momento del despacho y se acercó hasta donde estaba ella,

– ¿Qué, te ha ido bien? -preguntó, pasándole un brazo por los hombros.

– Le dije que lo amaba y él se ha ido sin más -contestó Meggie-. Mi única esperanza es que, en vez de adiós, me haya dicho hasta luego.

Meggie fue a sentarse en un taburete, frente a la barra. Amaba a Dylan Quinn y no del modo infantil en que lo había amado cuando estaban en el instituto, sino con un amor profundo. Así que se alegraba de habérselo dicho. De algún modo, había sido una especie de liberación.

– Has hecho bien en decírselo -le aseguró Lana-. En cuanto piense despacio en ello, volverá.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– Ya sabes que conozco a los hombres. A Meggie le hubiera gustado creer que su amiga estaba en lo cierto. Y también le habría gustado que lo que Dylan le había dicho días atrás fuera cierto. Porque si él la amaba de veras, como ella lo amaba a él, entonces nada podría separarlos.

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