Capítulo 5

Meggie dio un suspiro y se apretó un poco más contra Dylan. Al salir de Gloucester, se había quedado dormida, apoyada sobre su hombro y, en ese momento, las luces de la autopista la avisaron que estaban llegando a Boston.

Había sido un día casi perfecto, cálido para estar en noviembre y con un cegador cielo azul. Aunque si hubiera llovido y las olas hubieran sido de diez metros, habría seguido pensando lo mismo.

Y en parte se lo debía a Olivia Farrell. Meggie no tenía ninguna hermana, pero si la hubiera tenido, habría querido que fuera como ella. Era guapa y elegante, pero también divertida. Había hecho que se sintiera como si fueran amigas de siempre y a los hermanos sabía ponerlos en su sitio.

Al despedirse, Olivia le había prometido que iría a la inauguración de la cafetería. Meggie, por su parte, había prometido ir a verla a su tienda de antigüedades en cuanto pudiera. Pero al decirle adiós con la mano desde el muelle, se dio cuenta de que posiblemente no volvería a verla más. La única conexión que tenía con ella era tan frágil como la que tenía con Dylan Quinn.

Aunque no sabía lo que le depararía el futuro, estaba segura de una cosa: si seguía intimando con Dylan Quinn, acabaría lamentándolo. Porque por mucho que siguiera el plan de Lana, un hecho era indudable: los hombres como Dylan no se enamoraban eternamente. Quizá sí en las películas románticas o en las novelas, pero no en la vida real.

De todos modos, eso no quería decir que no pudiera disfrutar del momento, como había hecho aquel día. Siempre había llevado una vida perfectamente ordenada. Había estudiado mucho en el instituto para obtener una beca, se había esforzado en la universidad para conseguir un buen trabajo y luego había ahorrado todo lo que había podido para montar la cafetería.

Parecía que sus sueños profesionales estaban a punto de hacerse realidad, así que, ¿por qué no podía permitirse alguna fantasía en el terreno personal? Estaba a punto de cumplir treinta años y, antes de cumplirlos, le gustaría experimentar al menos una vez la pasión que suele acompañar a una aventura breve con el hombre equivocado. Y si eso era lo que deseaba, Dylan Quinn era el candidato favorito.

– ¿Estamos llegando?

Meggie alzó la vista para mirarlo y, al ver el rostro de Dylan, iluminado por las luces de la calle, contuvo la respiración. A veces deseaba que el tiempo se detuviera para poder contemplar mejor su rostro, para memorizar cada una de sus facciones y examinar la línea de su mandíbula y su boca.

– Sí. Y ahora, antes de nada, tengo que pasarme por el pub. Les prometí a Brian y Sean que llevaría el dinero al banco. Sé que estás cansada, pero solo será un momento.

– Me lo he pasado muy bien -murmuró Meggie, ya totalmente espabilada.

– Yo también.

Pocos minutos después, llegaron al pub. Dylan apagó el motor y se inclinó sobre Meggie para darle un beso en los labios.

Tengo que darme prisa, ya han cerrado. No quiero que te quedes aquí sola, ven.

– De acuerdo.

Dylan salió del Mustang y dio la vuelta para abrir la puerta de Meggie. Cruzaron la calle de la mano, Dylan abrió la puerta del pub y dejó que Meggie entrara primero. Luego encendió las luces y Meggie no pudo evitar mirarlo todo con curiosidad. Allí era donde Dylan pasaba la mayor parte del tiempo y, seguramente, en aquel lugar conocía a muchas mujeres guapas.

– Nunca había estado antes en un pub.

– ¿Qué?

– Sé cómo son. Conozco la serie Cheers, pero cuando iba a la universidad me pasaba las noches de los viernes y los sábados estudiando. Luego, cuando comencé a trabajar, tampoco tenía tiempo para salir. Además, siempre hay mucha gente en estos sitios. Muchos desconocidos.

– ¿Y entonces dónde conoces a los hombres?

Meggie se ruborizó.

– Ese debe de ser mi problema. Siempre están en los bares, ¿verdad? Y yo esperando al hombre de mis sueños en el taller de cerámica donde paso mi tiempo libre…

Dylan soltó una carcajada y Meggie sonrió, satisfecha de haber contestado a su pregunta de una manera tan ingeniosa.

– En realidad, no he conocido a muchos hombres. Me imagino que no debería ser tan sincera, pero es la verdad.

Dylan puso un dedo bajo su barbilla y se la levantó.

– Pues yo te aseguro que, si entras aquí un viernes por la noche, a los pocos minutos tendrás a todos los hombres que quieras a tu disposición.

– La próxima vez que quiera conocer a un hombre simpático, solo tendré que incendiar mi casa.

Dylan se echó a reír al tiempo que la agarraba de la mano y la llevaba hacia la barra.

– Conocer a un hombre en un bar no es difícil. Es peor para él, que se arriesga a que lo rechacen delante de sus amigos. Eso puede ser suficiente para que no lo intente. Pero una mujer solo tiene que ser guapa.

– No creo que eso sea suficiente.

– Te lo demostraré.

Dylan se metió en la barra y tomó una botella de ron. Luego echó un chorro a un vaso con hielo y añadió zumo de fruta y granadina. Por último, le puso una guinda y un chorrito de pina y se lo dio a Meggie.

– ¿Qué es esto?

Es un ponche de ron. Es típico de Irlanda.

Mientras lo decía, se sirvió una cerveza y luego se fue al último taburete de la barra e hizo una seña a Meggie.

Esta le respondió y bebió un sorbo de su ponche. Estaba dulce y fuerte; era la bebida perfecta para el juego de Dylan. Meggie pensó para sí que, si de verdad quería vivir de una manera más excitante, tendría que empezar en esos momentos.

– ¿Y ahora qué hago? -preguntó ella, sintiéndose desinhibida después de dar un nuevo trago a su ponche.

– Bueno, si te gusta beber y quieres conocerme, te sugiero que vayas hasta la máquina de discos y pongas alguno.

– ¿Por qué?

– Porque eso me dará oportunidad de ver tu cuerpo y también cómo te mueves.

– ¿Y si no tengo un cuerpo bonito? -preguntó, ya metida en la fantasía de él.

Dylan se levantó y fue hacia la máquina registradora, de donde sacó algunas monedas, que luego dejó sobre la barra, frente a ella.

– Cielo, te aseguro que si te acercas a la máquina de discos y el bar está muy lleno, no seré el único que te mire. Ahora ve a poner algo de música y deja de preguntar.

Meggie tomó su bebida y se acercó a la máquina. Sentía los ojos de Dylan clavados en ella, así que caminó más despacio y movió las caderas un poco más de lo normal. Aunque llevaba un jersey de lana gruesa y unos vaqueros viejos, en ese momento se sentía muy sexy… y un poco traviesa. Al llegar a la máquina, puso un disco de Clannad y esperó a que comenzara a sonar.

– Hola.

Dylan estaba detrás de ella y, al notar su aliento en la nuca, dio un respingo. Se giró, pero al hacerlo no se dio cuenta que tenía el ponche en la mano. El vaso chocó con el pecho de Dylan y se derramó sobre su jersey.

– Lo siento… no me había dado cuenta de que estabas tan cerca.

– No te preocupes.

Al decirlo, Dylan se quitó el jersey y lo dejó en una mesa cercana. Pero el ponche también le había mojado la camiseta.

¡Eso era lo que le pasaba cuando se dejaba llevar! Con cualquier otro hombre, habría sido capaz de seguirle el juego, pero con Dylan se estaba poniendo nerviosa. Solo la idea de que la tocara… de que la besara… Tragó saliva y decidió calmarse para continuar. Pero el deseo le nublaba el sentido común.

Con mano vacilante, tocó la camiseta mojada de Dylan.

– A lo mejor tendrías que quitártela también. Puedo lavarla.

Dylan se quedó mirándola unos instantes y luego empezó a quitársela. Pero ella lo detuvo, agarrando la tela y subiéndosela despacio hasta quitársela.

– Ya está. Así estás mejor. Entonces, Dylan la abrazó y Meggie acarició su piel desnuda y el vello que cubría su pecho.

– ¿Y ahora qué haríamos? Dylan se inclinó y le rozó la mejilla al ir a hablarle al oído.

– Ahora yo te preguntaría si quieres jugar a los dardos.

– ¿Por qué?

– Porque probablemente no sabrías jugar. Así tendría que enseñarte y eso me daría la oportunidad de tocarte.

Meggie apoyó la cabeza en su hombro y giró la cabeza hasta que sus labios estuvieron muy cerca de los de él.

– Y después también podemos jugar al billar -propuso ella.


– Ahora tienes que alinear mentalmente la bola con el agujero donde vas a meterla.

Luego, piensas el lugar donde tienes que golpear la bola y le das con el palo.

– De acuerdo.

Meggie se inclinó sobre la mesa de billar y sus nalgas rozaron el vientre de Dylan. A este se le escapó un gemido y agarró a Meggie por detrás para enseñarle cómo sujetar el palo. Ya le había enseñado a tirar dardos, y justo cuando creía que no podía aguantar más, que no podía controlar su deseo por más tiempo, le sugirió que jugaran al billar.

Si Meggie hubiera sido cualquier otra mujer, Dylan habría dejado a un lado todos sus escrúpulos y la habría seducido. Pero con ella era diferente. Meggie no tenía nada que ver con sus otras conquistas.

La deseaba como no había deseado a ninguna otra mujer, pero sospechaba que, cuando hicieran el amor, sentiría algo mucho más profundo que con las otras mujeres con las que se había acostado. Decir que no estaba un poco asustado sería mentir. Meggie era la única mujer que había conocido que tenía la capacidad de llegar hasta su corazón… y sabía que podría rompérselo con la misma facilidad.

– ¡Ha entrado! -gritó Meggie. Pero Dylan seguía inclinado sobre ella con las manos a ambos lados de su cuerpo y, al levantarse, rozó la nariz de Dylan con su palo.

– Oh, lo siento. No sabía que esta… quiero decir que, al darme la vuelta, el palo… ¿Te ha dolido?

– Me imagino que debería estar contento por que no me hayas hecho nada jugando a los dardos.

– Nunca se me han dado bien los juegos. Me pongo nerviosa y hago las cosas torpemente -se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz-. ¿Mejor?

– Mejor.

Meggie se puso seria y lo miró durante un rato. Luego volvió a besarlo. Esa vez en la mejilla y fue un beso más largo.

– ¿Y ahora?

– Si me das otro, seguro que me pongo bien.

Meggie se inclinó para besarlo en la otra mejilla, pero en el último momento, él se giró y sus labios se encontraron. Dylan no llevó esa vez el mando, sino que fue Meggie. Al principio, fue un beso lento y vacilante, pero luego le pasó la lengua por los labios, provocándolo y animándolo para que profundizara el beso. Él, como era lógico, no pudo resistirse.

La agarró por la cintura y la sentó sobre la mesa de billar sin dejar de besarla. Luego, se metió entre sus piernas y la apretó contra su pecho desnudo. Meggie estaba tan caliente y era tan delicada, que tocara donde tocara, nunca tenía bastante.

El deseo de Dylan por Meggie se había hecho casi una constante en su vida y, cada vez que la tocaba o la besaba, sabía que llegaría un momento en que no podría detenerse. Su capacidad de autocontrol era cada vez más débil y sentir las manos de ella acariciando su torso se lo estaba poniendo todavía más difícil.

Las manos de ella parecían trazar senderos de fuego allá donde lo tocaban. Deseaba que Meggie lo poseyera, que utilizara su cuerpo como si le perteneciera, que disfrutara excitándolo.

Entrelazó sus manos con las de Meggie. Luego se llevó una de ellas a la boca. En el pasado, la seducción había sido para él un juego, un medio para conseguir un fin, pero con Meggie, solo era el comienzo, como si solo fuera una puerta que condujera a su alma. Quería conocerla, física y emocionalmente. Necesitaba saber lo que le hacía feliz o desgraciada, lo que le hacía temblar de deseo y gritar.

Dylan apretó los labios contra la delicada piel de debajo de su oreja y luego se la chupó y mordisqueó con cuidado. Meggie soltó un gemido que le confirmó que había conseguido el efecto deseado. Entonces, metió la mano por debajo del jersey y buscó hasta encontrar otro punto igualmente sensible. Observó su reacción y, poco después, ella gemía dulcemente con la cabeza echada hacia atrás.

Pero el pesado jersey de lana estaba empezando a ser un obstáculo y Dylan, impaciente por continuar, agarró el borde y tiró de él hacia arriba. Meggie vio que en los ojos de él brillaba un intenso deseo. El mismo que la tenía atrapada a ella. Con un suspiro de impaciencia, retiró las manos de él y, de un solo movimiento, tiró del jersey y de la camiseta al mismo tiempo. Su pelo cayó como una cascada sobre sus hombros.

Dylan apenas podía respirar. Era la mujer más guapa que había visto en su vida. Su piel, incluso bajo las luces que iluminaban la mesa de billar, era tan luminosa y tan perfecta, que instintivamente llevó las manos a sus hombros. Luego, le retiró las tiras del sujetador.

Meggie se estremeció.

– ¿Tienes frío?

Ella negó con la cabeza. Dylan vio la duda en sus ojos y estuvo a punto de dar por terminado el juego, pero entonces ella estiró las manos, las metió en la cinturilla de sus pantalones y lo atrajo hacia sí hasta que se quedó prácticamente tumbado encima de ella.

– No lo hago demasiado bien, ¿verdad?

– Solo tienes que tocarme -replicó Dylan, besándola en el cuello-. Y yo te tocaré a ti. El resto llegará solo.

A pesar de que Meggie había tenido alguna experiencia, Dylan sospechaba que no había sido seducida apropiadamente. Con ese tipo de seducción en que la mente pierde todo contacto con el cuerpo, dejando salir los instintos más primarios. Él sabía que podía hacerla llegar allí. Sería solo cuestión de tiempo.

Meggie empezó a acariciarle el cuello con la mano y luego continuó con la boca. Cuando su lengua llegó a uno de sus pezones, él soltó un gemido. Ella se quedó inmóvil y alzó la vista.

– ¿Te he hecho daño?

Dylan sonrió y le pasó la mano por el pelo.

– No, ha sido increíble.

A Meggie pareció gustarle descubrir que tenía el poder de hacerle gemir. Mientras seguía besando el pecho de él, su cabello comenzó a hacerle cosquillas en el vientre. Luego, ella fue bajando cada vez más y, cuando Meggie continuó acariciándolo por encima de los pantalones, Dylan pensó que iba a volverse loco.

No estaba preparado para ello, no estaba preparado para la repentina necesidad de quitarse toda la ropa, de desnudarla a ella también y enterrarse en su cuerpo. Pero la agarró por la cintura y la echó hacia atrás hasta que sus ojos se encontraron.

– ¿Es esto lo que deseas? Meggie asintió.

– Dilo.

– Sí, te deseo -replicó con voz firme. Pero, de repente, se sintió insegura-. Bueno, si tú me deseas también, claro.

Dylan hizo un ruido con la boca.

– Oh, Meggie, claro que te deseo. Y no creo que sepas cuánto -la agarró y la hizo rodar hasta quedar sobre ella.

– Dime lo que te gusta -le dijo Meggie.

– Solo que lo hagas despacio. Eso es lo que me gusta.

– Despacio -murmuró ella, pasando la mano por su pecho hasta meterla debajo de la cinturilla del pantalón.

– Despacio -repitió él, poniendo las manos sobre sus senos.

Y entonces comenzó otro juego que consistía en quitarse toda la ropa. No había reglas, así que lo hicieron de manera espontánea. Meggie le desabrochó los pantalones y él el sujetador.

El cuerpo de Meggie era perfecto y Dylan, impaciente, le quitó los pantalones y se quitó también los suyos. Finalmente, volvió a tomar su cuerpo entre sus brazos.

La sensación de tenerla así, lo alteraba por completo. Las sensaciones se hicieron cada vez más fuertes hasta que la simple idea de tenerla bajo él fue suficiente para llevarlo al límite. Dylan trató de controlar sus pensamientos, temeroso de terminar antes de haber empezado. En el pasado, se había considerado siempre un maestro en el arte de la seducción, pero con Meggie era una experiencia totalmente nueva. Se sentía totalmente descontrolado, como un colegial, abrumado por una sensación tras otra.

Y Meggie no le ponía fácil lo de controlarse. Quien le hubiera dicho que no era buena en el sexo, se había equivocado por completo. Meggie combinaba un insaciable deseo con una frágil vulnerabilidad, y el contraste era tan excitante, que él parecía atrapado por su hechizo.

Lo que los rodeaba se convirtió en algo borroso. No estaban haciendo el amor en la mesa de billar del pub. No existía nada aparte de sus cuerpos desnudos disfrutando el uno del otro. Y cuando Dylan no pudo aguantarse más, la puso a horcajadas sobre él. Luego, muy lentamente, comenzó a acariciarle los senos.

Pero Meggie tampoco podía aguantar más. Tenía la piel encendida y respiraba entrecortadamente. Dylan estiró la mano, agarró sus pantalones y sacó un paquete de un bolsillo. Meggie sacó el preservativo y se lo puso con manos temblorosas.

Luego se quedó muy quieta mientras esperaba y Dylan pensó que quizá quería parar, pero cuando la penetró, se dio cuenta de que ella solo quería tranquilizarse para disfrutar más. Por un momento, Dylan tuvo miedo de moverse, pero, finalmente, no pudo evitarlo.

Empezó a hacerlo muy lentamente y enseguida aceleró el ritmo. Ella se movió acompasadamente sin dejar de mirarlo un instante.

Dylan notó los cambios en ella. Vio cómo arqueaba la espalda, cómo se le aceleraba la respiración y la forma en que sus ojos se nublaron. Y cuando sintió que estaba a punto, la tocó. Un instante después, Meggie se puso rígida y abrió mucho los ojos, como si no se esperara aquel orgasmo. Luego, se estremeció y gritó su nombre.

El sonido de su voz hizo que perdiera el control por completo. Entonces la agarró por la cintura con fuerza y la penetró por última vez, abandonándose al placer más exquisito e intenso que nunca había sentido. Fue como una ola, tan potente, que le pareció que se ahogaba en ella.

Meggie se derrumbó sobre él, desnuda y saciada. Dylan la abrazó y enredó sus dedos en su cabello. Luego la agarró para que se tumbara a su lado y le mordisqueó la zona de debajo de la oreja.

– Me quedaría aquí toda la vida – murmuró Dylan.

Meggie lo miró con ojos soñolientos.

– Sería un poco difícil jugar al billar con nosotros aquí. Seguro que iba a haber muchas quejas.

– Pueden jugar a nuestro alrededor.

– De acuerdo -dijo ella, suspirando y abrazándose a su cintura.

A los pocos segundos, se había quedado dormida. Dylan se quedó mirándola.

Había hecho el amor con Meggie y estaba seguro, totalmente seguro, de que no volvería a hacer el amor con ninguna otra mujer.

Desde ese momento, para él solo existiría Meggie.

Meggie abrió los ojos despacio. Al principio, no supo dónde estaba. ¿Por qué habían puesto luces de neón en su dormitorio? Pero en seguida se dio cuenta de que estaba sobre una mesa de billar, al lado de Dylan Quinn, arropada con la chaqueta de él.

Se movió y notó que Dylan estaba detrás de ella. La tenía abrazada y tenías las piernas entre las suyas. No se había molestado en vestirse y procuraba mantenerse caliente apretándose a ella.

Meggie no estaba segura de qué debía hacer. Sacó con cuidado el brazo y consultó el reloj.

– ¡Dios mío, no puede ser! ¿Las nueve menos cinco?

Entonces se dio la vuelta y tocó en el hombro a Dylan.

– Despierta, Dylan. Es por la mañana. Nos hemos quedado dormidos en la mesa de billar.

Dylan gimió y se acurrucó contra ella.

– ¿Qué hora es?

– Casi las nueve.

– No abren hasta las once, duérmete.

Meggie se puso la chaqueta de él sobre los hombros, como si con ello pudiera ocultar la vergüenza que sentía.

– No quiero estar aquí cuando lleguen tu padre y hermanos. Además, quedé con Lana a las ocho en la cafetería y estará preguntándose dónde estoy. Tenemos que irnos. Tengo que irme.

Dylan se sentó y se frotó los ojos.

– Estás guapísima -aseguró, esbozando una sonrisa.

– No intentes camelarme y vístete. Tenemos que marcharnos.

Meggie se fue hacia el borde de la mesa y puso una pierna en el suelo, pero Dylan la agarró antes de que saliera del todo.

– Nunca he sido buen jugador, pero tengo que admitir que estoy empezando a disfrutar del juego.

– No me lo puedo creer. Nunca había hecho una cosa así en toda mi vida.

Meggie se preguntó si lo que había pasado habría sido producto del cansancio o del ponche de ron. Pero en cualquier caso, aunque debería estar avergonzada de su comportamiento, lo cierto era que se sentía casi orgullosa. Había tomado la decisión de vivir el momento y desde luego aquella iba a ser una noche que no olvidaría jamás.

Recogió su ropa del suelo y comenzó a ponérsela mientras Dylan seguía tumbado en la mesa, mirándola con una sonrisa de satisfacción en los labios. Meggie reprimió el impulso de volver con él a la mesa y comenzó a buscar sus zapatos y sus calcetines.

Cuando se puso de pie, Dylan seguía sonriendo.

– Para.

– ¿Que pare el qué?

– De mirarme como si fueras un gato que acaba de dormir con un canario.

– ¿Qué le voy a hacer si estoy contento? Dylan se puso boca abajo y se incorporó sobre los codos. Estaba desnudo, pero parecía totalmente a gusto con su cuerpo. Y lo cierto era que tenía un cuerpo increíble, pensó Meggie.

– ¿Sabes? Yo tampoco había hecho nada parecido antes -declaró Dylan.

– No me mientas. Dylan se puso serio.

– Meggie, nunca te he mentido. Te lo juro. Y la noche pasada fue la primera en muchas cosas.

Meggie se quedó mirándolo unos segundos, sopesando sus palabras. No se atrevía a preguntarle lo que quería decir en realidad. ¿Quizá que era la primera vez que había hecho el amor con una mujer con tan poca experiencia como ella? ¿O que era la primera vez que había seducido a una mujer con esa rapidez? Quería pensar que la noche anterior había sido tan maravillosa para él como para ella, pero el sentido común la hacía sospechar que no era así.

Meggie se quitó la chaqueta de él y se puso la camiseta y el jersey.

– Deberíamos irnos -repitió-. Voy a echarme un poco de agua en la cara.

Pero Dylan la agarró del brazo, la atrajo hacia sí y la miró a los ojos fijamente.

– No me arrepiento de nada de lo que pasó anoche -murmuró con los ojos brillantes-. Y me gustaría que tú tampoco lo hicieras.

Meggie asintió y se fue corriendo al cuarto de baño con la ropa que le quedaba por ponerse. Al entrar, se apoyó en la puerta. Quizá Dylan no le había mentido, pero ella sí tenía la sensación de haberle mentido a él. Todo ese plan de seducirlo para luego abandonarlo estaba empezando a agobiarla. Ya no estaba tan segura de querer llevarlo a cabo.

– Soy tonta -dijo en voz alta. ¿De verdad había creído que podría tomarse aquello como una aventura de una noche? Según eso, ya lo había conseguido y no tenía que volver a verlo. Pero lo cierto era que estaba deseando que volviera a ocurrir. Y no una sola vez, sino muchas más.

– Idiota.

Se puso los pantalones, se lavó la cara y se enjuagó la boca. Como se había dejado el bolso en el coche, no podía cepillarse el pelo. Cuando salió del baño, Dylan estaba medio vestido. No se había puesto la camiseta y tenía el pantalón desabrochado. Al verla, se apoyó en la mesa de billar y esbozó una sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Meggie, lo que te he dicho iba en serio. Lo de anoche fue muy especial para mí. Sé que a lo mejor tú no te lo crees, a mí me pasaría igual, dada mi fama de mujeriego, pero quiero que sepas que…

Meggie se acercó y lo abrazó. Luego, lo besó y ese beso puso fin a sus explicaciones.

– Tenemos que irnos ya -dijo luego. Le dio la camiseta y el jersey y lo arrastró hacia la puerta. Pero antes de que le diera tiempo a abrirla, él la tomó entre sus brazos y le dio un beso largo y apasionado, como si quisiera recordarle lo que había pasado unas horas antes.

Pero Meggie no necesitaba recordatorios.

Mientras iban hacia el coche, recordó la manera en que él había respondido a sus caricias, la sensación de su cuerpo bajo el de ella… y sobre todo, el momento en que él la había penetrado, convirtiéndose ambos en una sola persona. Pasara lo que pasara entre ellos, ella siempre lo recordaría.

Dylan la llevó a la cafetería en silencio. Parecía satisfecho y no dejaba de sonreír. Meggie trató de concentrarse en el día que tenía por delante, pero una y otra vez acudían a su mente imágenes de lo sucedido con Dylan y de su cuerpo desnudo, del placer sentido…

Al llegar, se dio cuenta que en realidad le hubiera gustado haberse quedado un poco más en el pub.

– ¿Nos vemos esta noche? -le preguntó Dylan, pasándole el brazo por detrás.

– Tengo una fiesta. Mi abuela cumple ochenta y ocho años.

– Puedo llevarte -replicó Dylan, jugando con su pelo.

– ¿Quieres verme a mí o a mi familia? – le preguntó Meggie sorprendida.

– Las dos cosas. Hace un montón que no veo a tus padres y también me gustaría ver a Tommy. Pero, sobre todo, no estoy seguro de si puedo pasarme veinticuatro horas sin verte.

De acuerdo.

Dylan la besó entonces. Fue un beso increíblemente dulce y Meggie habría podido pasarse todo el día en el coche, besándose con Dylan. Pero Lana la estaba esperando, así que se despidió de Dylan y quedaron en verse por la noche.

Salió del coche y echó a correr hacia la cafetería. Se sentía casi mareada de felicidad. Acababa de pasar la noche más maravillosa de su vida. Pero antes de entrar, al ver por la ventana a Lana, decidió bajar de nuevo a la realidad. La felicidad nunca era eterna. Antes o después, Dylan se enamoraría de otra y ella se quedaría a solas con sus recuerdos. De pronto, recordó que Olivia le había dicho que a veces había que arriesgarse. Abrió la puerta. «Sabía el riesgo que corría», murmuro para sí. «Y he disfrutado del premio. No tengo derecho a quejarme por las consecuencias».

Lana estaba ojeando el periódico, sentada en la barra, cuando Meggie entró.

– Llegas tarde.

– Me he quedado dormida. Cuando abramos, vamos a tener que levantarnos muy temprano y acostarnos tarde, así que pensé que iba a aprovecharme ahora que puedo.

– ¿Qué tal con Dylan?

– Bien -contestó, encogiéndose de hombros-. Acompañamos a su hermano Brendan a llevar su barco a Gloucester. Vinieron también su hermano mayor, Conor, y su novia, Olivia. Fue un día estupendo.

– ¿Pasaste el día con sus hermanos? Meggie asintió.

– Ya está -dijo Lana entusiasmada-. Está funcionando. Y mucho más rápidamente de lo que creía.

– ¿De qué hablas?

– Un hombre como Dylan Quinn no presenta a su novia a sus hermanos así como así. Este es un gran momento y ni siquiera te has dado cuenta.

Aunque Meggie quería creer sus palabras, había aprendido a ser cautelosa con lo que Lana decía.

– Olivia dijo que yo era la primera chica a la que había llevado al barco familiar.

– Eso está muy bien. ¿Y qué hay de la tercera cita? ¿Habéis hecho algún plan?

Meggie sabía que Lana iba a regañarla por romper las reglas, pero después de lo que había sucedido la noche anterior, le daba todo igual.

– Vamos a salir esta noche. Lo sé, he roto la regla de esperar cuatro días, pero tengo que ir a la fiesta de cumpleaños de mi abuela y pensé que sería una buena idea dejarle que me acompañe. Mi madre siempre me dice que por qué no salgo con chicos. A lo mejor esto la deja tranquila para unos cuantos años.

– Me sorprende que Dylan haya aceptado ir.

– Se ofreció él.

Lana se levantó del taburete y puso una expresión pensativa.

– Creo que vamos a tener que revisar el plan. Este chico está yendo muy deprisa. Debe de ser porque has estado esforzándote mucho -sonrió-. Un hombre como él solo va a acontecimientos familiares si se ha enamorado de ti.

A Meggie le dio un vuelco el corazón. ¿Enamorarse? ¿Dylan enamorado de ella?

– No puede ser. No puede haberse enamorado de mí. Es demasiado pronto.

Además, sabía que el sexo no era lo mismo que el amor, especialmente para un hombre como Dylan Quinn.

– ¿Por qué no? Has seguido el plan, ¿verdad?

– Sí -mintió Meggie.

En el plan de Lana no figuraba, ni por asomo, lo que había sucedido durante las veinticuatro horas pasadas. Ella solo había seguido sus instintos… sus hormonas… sus deseos.

– Creo que es hora de hacerle una prueba.

– No sé si me gusta cómo suena eso.

– Es sencillo. Vamos a introducir otro elemento en el plan. Lo llamaremos… David.

– No conozco a ningún David.

– Yo tampoco, pero Dylan no lo sabe. Meggie se sentó en un taburete, mirando fijamente a Lana, que empezó a tomar notas en una hoja. Meggie no podía pensar en el plan, porque no estaba funcionando. No estaba incluido en el plan que ella disfrutara con sus caricias ni anhelara sus besos. Tampoco estaba incluido que hiciera el amor con él la segunda vez que se vieran ni que mintiera por él a su mejor amiga.

Y, desde luego, no estaba incluido que se enamorara de él por segunda vez.

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