El mar tenía el color de los ojos de la muchacha; el pueblo, las curvas suaves de su cuerpo. Quirós había visto algunos mares y pueblos así, a la muchacha solo la conocía por las fotos. Ignoraba cuánto tardaría en encontrarla, si es que la encontraba alguna vez, pero al divisar aquel paisaje desde la carretera pensó que, al menos, ya había llegado al lugar donde debía iniciar la búsqueda.
O eso suponía, porque algún patán descerebrado había tachado el nombre del pueblo en el letrero con esvásticas de aerosol. Para empeorar las cosas, a la entrada estaban tendiendo guirnaldas de luces entre las farolas, quizá debido a una fiesta local, y un policía obligó a Quirós a desviarse por un callejón. Era cuesta abajo y serpenteaba entre las casas hasta finalizar en un descampado de dunas. Quirós decidió dejar el coche junto a una valla y seguir a pie. Por fortuna, encontró el hostal enseguida, al doblar la primera esquina. Estaba pintado de azul claro; su oscuridad era fresca y olía a boquerones.
– Una señora ha estado preguntando por usted -le dijo la mujer de recepción, redonda como una tortuga y miope como un topo, con gafas de culo de vaso, hablando con un acento del sur que era como tender un velo sobre las palabras-. Se hospeda aquí, ¿sabe? Me encargó que le diera esto.
Quirós desdobló la cuartilla y la leyó despacio, porque casi nunca leía nada y porque la caligrafía menuda le obligaba a entornar los ojos. «¿Le parece bien que nos veamos esta tarde, en la terraza del hostal, a las seis? Muchas gracias.» También Quirós se lo agradeció: así podría echar la siesta.
La habitación olía a lo que jamás debe oler una habitación: a habitación. Era minúscula y no daba al mar ni a la sierra del norte sino a las casuchas de enfrente. La ventana estaba trabada y el picaporte se desprendió al intentar abrirla, pero Quirós había dormido en sitios mucho peores.
Tras refrescarse en el lavabo, se concentró en su equipaje. Consistía en un sombrero y una bolsa de hule. El sombrero era de fieltro blanco, copa baja y ala ancha, adornado con una cinta negra. De la bolsa rescató una americana color crema que hacía juego con sus pantalones. La puso al lado del sombrero y comprobó que en el bolsillo interior se hallaba el estuche con las gafas de sol, de cristales pequeños y redondos, sin montura. Se trataba de su uniforme de trabajo. Llevaba años usándolo: le daba buena suerte.
A continuación se sentó en la cama a pensar qué otra cosa haría. Para ilustrar sus reflexiones sacó un sobre marrón de la bolsa y repasó las fotos.
Mostraban a la muchacha en uniforme de colegio o camiseta y vaqueros, con otras compañeras o sola, en un jardín o un cuarto, ante una barbacoa o una tarta con velitas, de frente o de perfil. Suaves curvas, montículos de adolescencia, cabello trigueño, óvalo de un rostro que nunca sonreía y unos ojos que, ciertamente, tenían el color del mar.
– Mi hija ha muerto -dijo Julián Olmos-, pero quiero encontrarla. No es la primera vez que muere a lo largo de su vida. Murió cuando murió su madre, hace diez años, porque dejó de ser la niña que yo había conocido. Y murió el verano pasado, cuando se fue de casa por primera vez. La excusa entonces era que quería cambiar de colegio. Yo no veía motivos para ese cambio: Valdelosa es un centro liberal, laico incluso, y los profesores estaban muy contentos con ella. Discutimos, claro. O discutió ella, porque yo, ya me conoces, Quirós, no suelo hacerlo. Luego agarró una mochila y se largó. Unos hombres que contraté la hallaron dos semanas después en un albergue de un pueblo de Gerona. Este verano, por lo visto, ha elegido un albergue de un pueblo del sur. ¿Puedes darme un vaso de agua, Pedro?
El despacho anidaba en un ático y era inmenso como la soledad de un tirano. Las persianas estaban echadas y solo quien se sentaba en el escritorio merecía el regalo de una luz cenital. Y quien allí es taba sentado era don Julián Olmos Catón de Utica. El resto eran sombras: un bargueño, un retrato del Papa y otro del rey, cruces y banderas, un óleo del padre de Olmos, el enjuto secretario Pedro Correa, que en aquel momento inclinaba una jarra de cerámica sobre un vaso, y Quirós. A Quirós le había extrañado que don Julián lo citara allí, pero luego comprobó que en agosto cualquier sitio de Madrid podía ser discreto.
Cuando Olmos apuró el segundo vaso guardó silencio, como si con la sed también se le hubiese ido el sonido. Pasaron unos cuantos minutos. A Quirós no le importaba, incluso le parecía muy propio. El silencio, como la ropa, opinaba Quirós, a los ricos sienta de maravilla y a los pobres casi siempre mal, y preciso era reconocer que don Julián quedaba bien así, enmudecido, con el pelo níveo y las cuatro medallitas de virtudes empresariales y religiosas destellando en la solapa de la chaqueta. Los grandes señores necesitaban grandes pausas; a Quirós le agradaba trabajar para ellos.
– A veces me pregunto por qué me odia tanto -dijo Olmos de repente-. Encuentro muchas razones, claro. Lo que sobra en esta vida son motivos para odiar. Quizá empezó cuando maté a su gato. Lo hice en defensa propia, debo advertirte. Un socio que vivía rodeado de gatos me invitó a cenar un día y contraje una toxoplasmosis. Me transformé en una especie de Herodes de los gatos. No dejé uno con cabeza a mi alrededor, y al fin le tocó el turno a Zafiro. Ella no me lo perdonó. Pero, no creas, ya tenía temperamento desde antes. Es una niña que ha salido mal. Los niños son cosas que pueden salir mal o bien, como los negocios. Admito que no he sido buen padre, y desde luego no he podido ocupar el lugar de la madre que perdió, pero creo haber sido un gran padre. Nadie puede ser grande y bueno al mismo tiempo. -Tras una reflexión, Olmos añadió-: A lo mejor ella también es una gran hija.
– Si me permite decirlo, don Julián -intervino Correa en el silencio siguiente-, su hija tiene algunas virtudes. -Sonrió como si no supiera qué añadir. Miró a Quirós-. Le gusta escribir -dijo.
– Sí. -Olmos repitió como si escupiera-: Le gusta escribir. Es un diablo.
– Es escritora -dijo Correa casi al unísono.
– Es un demonio -dijo Olmos-. Me ha dejado una nota esta vez: «Nunca regresaré, y si me buscas, me hallarás muerta». Parece la paradoja del gato. ¿Conoces algo de física cuántica, Quirós…? No te preocupes, yo tampoco. Es mi hijo mayor, que es físico, quien me habla de estos temas. Por lo visto, la ciencia ha demostrado que si metes un gato dentro de una caja y le disparas un tiro, solo morirá si abres la caja y lo miras. Hasta ese momento no estará muerto ni vivo, o estará ambas cosas a la vez. Naturalmente, se trata de una metáfora para explicar el comportamiento de no sé qué partículas. En la vida real eso no ocurre. De hecho, yo maté a Zafiro dentro de una caja con una inyección letal, y te aseguro que la palmó en cuestión de segundos. Quizá fue eso lo que… ¿Por qué estaba contando esto?
– Lo de la nota que ella le ha dejado -acudió Correa, solícito.
– En efecto. «Si me buscas, me hallarás muerta.» Como la paradoja del gato, pienso yo. Solo si miro dentro de la caja la hallaré muerta. Y la conozco lo bastante para saber que no exagera. ¿Tú mirarías, Quirós? Con otras palabras: ¿la preferirías viva y perdida o encontrada y muerta?
Quirós, que no esperaba tener que hablar en aquel momento ni en ningún otro, tartamudeó.
– Me pone usted en un aprieto, don Julián -dijo al fin.
– Vamos, hombre, dime. No me enfadaré.
– Si debo ser… Si le soy totalmente honesto…
– Viva y perdida -cortó Olmos con graves y simétricos cabeceos-. Ya lo sé, no es preciso que me lo digas. Ahí está el quid, el nudo gordiano. Tú no eres padre, y por eso opinas así. Pero, para mí, «perdida» equivale a «muerta». Mi dilema no está entre la vida y la muerte sino entre hacer algo o no, y no conozco a ningún padre digno de tal nombre que no haga algo. De modo que quiero buscarla. Tiene solo quince años, aún es menor de edad, una mocosa muy creída. Cuando sea mayor, que se largue si le apetece; mientras tanto me odiará en casa y en silencio, como lo hemos hecho siempre todo en mi familia: en casa y en silencio. Viajarás mañana a ese pueblo y la traerás, pero con discreción. No quiero involucrar a la policía ni cebar a los periodistas con las aventuras de esa marrullera. -Los ojos de Olmos tenían la dureza de una conciencia reprobatoria-. Te estarás preguntando por qué te he llamado a ti para esto. -Hizo una pausa-. A ti, precisamente. -Una pausa mayor-. A ti, Quirós.
Quirós no dijo nada. Siguió inclinado hacia delante, los codos en los muslos, el sombrero en las manos, respirando por la boca abierta. Había preguntas que era mejor dejar que se las preguntasen solo quienes podían responderlas, pensaba.
– Ya sé que no eres la clase de hombre en quien alguien pensaría para un trabajo así -añadió Olmos-, pero es que ha surgido un pequeño problema adicional…
Había decidido caminar un poco antes de comer. Optó por ponerse el uniforme de trabajo. Al salir del hostal eligió conocer el centro en lugar de ir hacia la playa.
No es que Quirós caminara con mucha agilidad: ya tenía algunos años, y sus piernas, obligadas como estaban a cargar con su corpachón, zanqueaban ligeramente. Por si fuera poco, las calles de aquel pueblo parecían confabuladas para situarse cuesta arriba en la dirección en la que iba. Empezó a sudar a las dos cuestas, pero, pese a todo, no quiso quitarse la chaqueta ni el sombrero. Se trataba de su imagen, y Quirós era muy consciente de su imagen. La chaqueta denunciaba la hechura mural del torso y el sombrero remataba el farallón de un rostro pétreo, bezudo, bordado de finas venas en la nariz y mejillas y subrayado por las gafitas negras y un bigote de tiralíneas. Bajo este mascarón, una figura enorme con brazos de los que pendían manoplas de carne y pies encerrados en zapatos de puntera cuadrada. Así era Quirós. Había vivido cincuenta y ocho años con aquel cuerpo, veinte de ellos con ese aspecto, y ya estaba acostumbrado. Sabía que su apariencia producía cierto temor, pero se había ganado la vida a costa de producirlo.
Sin embargo, en las pocas criaturas que encontró durante su paseo -dos niños, unas viejas, un perro que le ladró-, comprobó que su presencia no despertaba, no ya miedo sino siquiera curiosidad. En los últimos años le pasaba igual en todas partes. Sabía que se trataba de la edad, que le rebajaba en gran medida la capacidad de provocar pasmo. Un espantapájaros gastado no asusta a las aves, le había dicho alguna vez un ex socio. Por tal motivo ya solo le ofrecían trabajos estúpidos. A lo largo de su vida Quirós había hecho de todo y lidiado con gente de todo tipo, pero ahora, ¿por qué se hacía ilusiones? Ahora tenía que vérselas con una profesora de colegio y una adolescente díscola.
No sabía por dónde ir. Durante un rato siguió con docilidad ciertas señales que indicaban: «Casco Histórico», pero tras aturdirse en un laberinto de calles curvas, cuestas que parecían montículos, ventanas morenas y casas como pequeñas cajas blancas, se desanimó y dio media vuelta. Estaba claro que el centro de aquel pueblo seguiría siendo un secreto para él. Almorzó salmonetes en el comedor del hostal servido por una camarera joven, morena, alta como un junco, con una ajorca en el tobillo formada por diminutas llaves doradas unidas entre sí. Más que la ajorca, a Quirós le interesó su camiseta, una prenda simple que no alcanzaba a cubrir el ombligo, pero gracias a la cual pudo leer, por primera vez desde que se topara con el letrero tachado, el nombre del pueblo en letras a todo color.
«Roquedal», yendo y viniendo frente a sus ojos, inclinándose, flotando sobre él, tan próximo, tan inaccesible.
El año anterior la familia Fuentes Waksman lo había contratado para que buscara a un perro. A Quirós el encargo le pareció humillante, pero aceptó, porque últimamente nadie lo llamaba para grandes trabajos. La casa de los Fuentes Waksman ocupaba toda una manzana próxima al Retiro y poseía un amplio jardín trasero. Una doncella recibió a Quirós en la puerta. Tenía la cara triste y ojerosa y su uniforme semejaba un luto. Dejó a Quirós a cargo de un mayordomo que, a su vez, lo hizo pasar a un salón donde aguardaba el portavoz de la familia, atildado, con la sonrisa en el centro exacto de una circunferencia de pelo grisáceo. Lo primero que le dijo fue que, en realidad, no tenía que buscar a ningún perro.
Esta declaración no sorprendió a Quirós. Llevaba más de dos décadas trabajando para los ricos y sabía que en el mundo de los ricos sucedían cosas contradictorias, inefables, desconocidas para la mayoría de los mortales. El mundo de los ricos era un mundo de signos invertidos, donde lo blanco a veces era negro o donde alguien era contratado para buscar a un perro con la condición expresa de que nunca lo encontrase. Era difícil trabajar para los ricos, no servía cualquiera. Se necesitaba carecer de imaginación y curiosidad, ser duro y hasta rocoso, tener alma de herramienta. Quirós resultaba apropiado, a los ricos les encantaba utilizarlo.
El asunto consistía en tranquilizar a Aitana Fuentes Waksman, la pequeña de la familia, a cuyo cargo estaba el animal el día en que se había extraviado. Los padres pensaban que la presencia de Quirós y algunas promesas fáciles le devolverían la felicidad. En cuanto al perro, le explicó el portavoz, no importaba lo más mínimo. Se trataba de un chucho sin raza concreta, bastante estúpido, que ni siquiera servía para montar a una perra y legar sus genes a cachorros puros y viables. Le enseñó fotos: grande, lanudo, de cola enhiesta pero despeluzada. A Quirós le atrajo su color blanco. Respondía al nombre de Sueño. Pero Sueño podía perderse para siempre; de hecho, era casi mejor que se hubiese perdido. Quirós no tenía que esforzarse en encontrarlo: solo con haber acudido allí y hablar con Aitana cobraría una cantidad razonable.
Hicieron pasar a la niña, que venía acompañada de una amiga y de la doncella. Tenía el rostro despierto y el cuerpo aún borroso por la infancia. No parecía estar tan triste como Quirós había esperado. Se encaramó a un sofá y habló desde él, como arengando. «Quiero que encuentres a mi perro.» Afirmó ser la responsable de todo, porque lo había dejado suelto mientras lo sacaba a pasear una tarde de niebla. Las pupilas le brillaban mientras narraba la tragedia, pero aquella luz no se volcó en lágrimas. Su amiguita, rubiasca y abotargada (sin duda, Aitana era la que mandaba en aquel dúo, pensó Quirós), y la doncella triste de densas ojeras formaban un coro de gestos de asentimiento.
Cuando la niña acabó de hablar, y pese a que lo habían contratado para eso, Quirós no supo qué decir. Balbució algunas frases torpes y se marchó. En la calle ya era de noche y habían salido las estrellas. De pronto le ocurrió algo que casi nunca le ocurría: se detuvo a hacerse una pregunta.
Es decir, intentó hacérsela. Porque se trataba de una pregunta inconcreta que tenía que ver por igual con las estrellas, la niña, el perro blanco y hasta con la expresión pesarosa de la doncella.
Durante un rato luchó por darle forma. Pero el momento pasó: Quirós lo atribuyó a la edad. Cuando uno envejece desea, a veces, comprender la vida. A él debía de haberle ocurrido algo parecido, había deseado comprender la vida. Lo que le intrigaba era que nunca deseaba comprenderla sino ganársela, de modo que aquel instante se convirtió, para Quirós, en un soplo, un argumento vacío, algo que flota sin necesidad de superficie.
Pero ya había decidido lo que iba a hacer. Durante las semanas siguientes se entregó a una tarea infatigable. Visitó perreras, hoteles caninos, sociedades protectoras, anfiteatros anatómicos y laboratorios donde unos bichos eran sacrificados para salvar a otros. Habló con posibles testigos, recorrió calles y parques públicos. En las tardes de niebla vigilaba las proximidades de la casa de los Fuentes Waksman pensando que un perro, como un criminal, podía volver al lugar del delito. Elaboró una lista con los propietarios de canes blancos de Madrid. Puso decenas de anuncios, revisó muchos más. Por fin, tras cuatro meses de búsqueda infructuosa, hubo de admitir que, quizá, no iba a verse recompensado con el éxito. Sueño se había perdido para siempre. Sueño jamás volvería. Sueño había subido al cielo de los perros. Con todo, en ocasiones pensaba que aquella investigación no había hecho sino empezar. Cada cierto tiempo telefoneaba al portavoz de los Fuentes Waksman para asegurarle que no había abandonado. Los últimos meses le colgaban. Pero seguía buscando, y seguía llamando.
Luego vinieron los sueños. Soñaba que perseguía a un perro blanco. Lo veía quieto en el extremo de un callejón o lo alto de un monte (que parecía nevado, pero era el perro), incluso el borde del mar. Hacia ese punto se lanzaba Quirós diciéndose: «Esta vez te atraparé». Y el perro, fúlgido como un ángel, cegador, aguardaba hasta el último instante como diciéndole: «Esta vez dejaré que me atrapes». Pero cuando Quirós se abalanzaba sobre él, el animal desaparecía. Era como intentar tocar un arco iris. La burla se repetía a la noche siguiente, tan exacta como la órbita de los planetas. No comprendía por qué despertaba de aquellos sueños con escalofríos. Pero sabía que el mundo de los sueños era, tan solo, el mundo de los ricos para pobres. No le concedía demasiada importancia a las contradicciones y misterios de ambos mundos: se limitaba a trabajar para unos y a soñar los otros.
Aquella tarde, durante la siesta, Sueño le centelleó en el horizonte. Corrió, tendió la mano y el perro se disolvió en un revuelo de palomas. Despertó en una habitación desconocida. Estaba sudando, hacía calor, aún no había podido arreglar la ventana trabada.
En la terraza no había ninguna mujer esperándole. Se sentó en la única mesa libre que tenía sombrilla.
La terraza hacía esquina con una calle en pendiente que llevaba a la playa. Desde su mesa Quirós podía atisbar un trozo de oleaje, incluso un velero de velas blancas cabeceando con el viento. Por la pendiente subían, casi desnudos o envueltos en toallas, aquellos que ya habían renunciado al mar. Venían con paso cansino y semblante aturdido. Algunos traían heridas, como una niña que cojeaba con una rodilla en carne viva y contraía el rostro como si chupara un limón. En las demás mesas había turistas. Un trío de pelirrojas y un hombre de barba gris jugaban a las cartas, pero prestaban más atención a un guitarrista callejero de pelo pincho. Una esbelta nórdica parecía embelesada. Un gordito con bermudas hacía fotos. La señora de recepción asomaba la cabeza por la puerta del comedor, torcía el gesto y volvía a desaparecer. Las mesas las atendía un chico de cabello pajizo y expresión punteada de acné. Quirós echaba en falta a la camarera morena del mediodía.
De repente el barbudo se levantó y empezó a contonearse, provocando carcajadas estrepitosas en la pelirroja más joven. Quirós se preguntó si serían sus hijas y su mujer, pero se reían demasiado para formar una familia. El rostro del barbudo le recordó a uno de los hombres que había asesinado: Casella, se llamaba.
Casella, mira por dónde, tenía dos hijas, que junto a su esposa hacían tres, pero no eran pelirrojas. Llevaba un negocio de exportaciones entre las que se incluían películas snuff, pero su delito había consistido en pedirle dinero a quien no debía y entregárselo a quien menos debía aún. Al final había acabado debiéndolo todo. Se convirtió en un «excomulgado». A Quirós le habían dicho que lo hiciese de tal forma que Casella supiera que se lo hacían. Casella se ocultaba en un refugio de montaña y todos los días salía a pescar. Quirós lo sorprendió a solas en el río y usó una barra de hierro. Le habían sugerido treinta golpes, que era el número (con varios ceros) de pesetas que adeudaba, pero cuando ya llevaba dos y Casella se retorcía con los brazos astillados, se negó a prolongar el trabajo, más por cansancio que por otra cosa, y le encajó el tercer estacazo en la cabeza. Casella se comió su propia barba. Luego Quirós le contó eso a su cliente y lo hizo reír: el golpe había provocado que la barba se le hundiera dentro de la boca.
Pero aquellos eran otros tiempos. Ahora sus encargos, si los había, consistían en ridiculeces, a lo mejor debido a que se había hecho viejo. Seis meses antes le había dado un ahogo y un médico lo había despojado de café, alcohol y tabaco, todo a la vez, instándole asimismo a que moderara el sexo. El sexo, pensaba Quirós. Recordó que Pilar había enrojecido cuando él le refirió aquel último consejo.
Las pelirrojas y el barbudo habían iniciado una danza que el guitarrista alentaba. No se trataba de una escena especialmente interesante, pero Quirós hubiese mirado con más detenimiento las piernas de la más joven, y su culito empinado, de no ser porque, en ese preciso momento, el camarero cerró las sombrillas y el sol se abrió paso entre los callejones, rabioso de verano, deslumbrándolo pese a las gafas.
– ¿El señor Quirós? -oyó en la oscuridad. La mujer estaba envuelta en luz. -Lamento la demora. Me dormí.
– No se preocupe.
Era pequeña. No exactamente de corta estatura sino reducida, con una pequeñez que hacía pensar en una reproducción a escala de la mujer original que se encontraría en algún otro sitio. El cabello, de un rubio blanco, estaba muy peinado. Sus rasgos no eran bonitos sino extraños, con pómulos flacos y grandes ojos azules que le abultaban con sombras de insomnio. No vestía un atuendo playero sino un discreto traje chaqueta en tono perla. Quirós se sintió incómodo. Le habían dicho que era profesora, y había esperado una señora madura de expresión callosa, no aquella jovencita elegante con voz de confesionario.
– No sabe cuánto me alegro de que haya venido. Me encuentro algo nerviosa. Y asustada. De todos modos, intentaré contárselo ordenadamente. Si tiene alguna pregunta, no dude en interrumpirme. -Jugaba con el cierre de su bolso-. Me llamo Nieves Aguilar y soy profesora de secundaria en el colegio Valdelosa. Mi asignatura es Lengua y Literatura. Conocí a Soledad Olmos gracias a un cuento que escribió. Ya me habían hablado de ella: sabía que era una alumna con un gran coeficiente intelectual, casi superdotada, muy tímida. Pero dudo que hubiésemos entablado ninguna clase de relación de no haber sido por ese cuento. Suelo pedirles a mis alumnas que hagan redacciones. En Valdelosa creemos en la aplicación práctica de los conocimientos, aunque debo admitir que también pretendo que se diviertan. Soy consciente de que no consideran mi asignatura como algo primordial, así que trato de no hacerme la pesada. Odio ser pesada… Si ahora lo soy, me lo dice. He preparado esta historia para que no se me olvide ningún detalle, pero si usted cree que me enrollo, me corta. Como le decía, pedí a mis alumnas que escribieran algo. Casi todas eligieron lo mismo: hablar de sus vidas, de lo que les ocurría… Muy pocas son capaces de inventar nada. Y entonces tropecé con el cuento de Soledad. Se titulaba «La luz de la noche». Fue el primero que leí de ella. Se lo resumiré, si me permite, porque me parece fascinante… Ah, gracias. Tengo la boca seca… Y no está muy fría, menos mal.
Habían traído la tónica que la mujer había pedido. Cuando alzó el vaso, Quirós observó sus manos, finas y blancas, en las que casi no se distinguían las venas, como si llevara puestos guantes de doncella. En uno de los dedos brillaba una alianza.
– El cuento -prosiguió la mujer después de beber un largo trago- trata de una niña, Adriana, que, al morir su madre, deja de dormir y ya no duerme nunca más. Gracias a eso, descubre que por las noches también hay luz, pero es muy distinta de la diurna. La luz de la noche es más blanca y densa, incluso sólida. Nadie más lo sabe porque todo el mundo se queda dormido, claro. Ella puede tocar esa luz y hasta caminar por encima como por una pendiente nevada. Entonces sale a pasear sobre la luz y llueven gatos. Sí, llueven gatos, es increíble. Hay un párrafo precioso que me aprendí de memoria: «Caían de espaldas, pero se daban la vuelta antes de llegar al suelo y nunca se hacían daño. Algunos cayeron sobre los tejados y quedaron colgados de las antenas de televisión; otros se posaron en los balcones y otros en la acera. La calle se llenó de gatos recién llovidos que no hacían ruido y que solo Adriana podía contemplar, porque solo ella veía la luz de la noche». Bonito, ¿verdad?
Quirós no respondió. Estaba quieto, respirando por la boca abierta, con el sombrero calado y las gafas negras. Había mucho silencio. El guitarrista se había ido ya, y con él varios sonidos. Hasta el rumor de la playa parecía amortiguado.
– Yo creo que es precioso -dijo la mujer, quizá desanimada por la falta de respuesta-. Por cierto, en casi todas sus historias aparecen gatos. A Soledad le gustan mucho. Ella tenía uno, pero murió. -La mujer cubrió una tosecilla con la mano-. El cuento acaba un día en que el padre de Adriana, al ir a despertarla, la encuentra en la cama con los ojos muy abiertos y luminosos. Me pareció increíble que una chica tan joven hubiese escrito algo así. Quise conocerla y la retuve al finalizar la clase. Daba la impresión de ser tímida, nunca miraba directamente a los ojos, contestaba con monosílabos… Pero luego comprendí que no era tímida sino desconfiada. No tenía amistades, estaba acostumbrada a buscarse la vida en lo que al afecto se refiere. Sin embargo, hicimos buenas migas. Así ocurre con muchos adolescentes, se lo aseguro: tardan en otorgar a alguien su confianza, pero cuando lo hacen, no encontrará usted amigo más firme ni más sincero. Terminó el curso y nos perdimos un poco la pista. Entonces, hace dos semanas, volvió a llamarme.
La mujer se había quitado la chaqueta descubriendo unos hombros huesudos a los que un sol agonizante arrancaba destellos. Pero de repente se la puso otra vez, aunque la temperatura distaba de ser fría.
– Fue una llamada muy extraña. La recibí de noche, en el móvil. Yo estaba veraneando en el apartamento que tenemos mi marido y yo en Ribera de la Almadraba, y contesté pensando que sería él, mi marido, que se había quedado en Madrid por motivos de trabajo. Pero era Soledad. Quería verme. Se hospedaba en un albergue para jóvenes de este pueblo y quería que pasara unos días con ella. Noté en su voz un tono que no le había oído nunca, como si estuviera… No sé, muy nerviosa… Me contó que se había peleado con su padre y había vuelto a marcharse de casa. Yo ya conocía lo de su escapada a Gerona del año anterior, aunque esta vez todo parecía mas serio. Me preocupé, intenté que recapacitara, pero me di cuenta de que no deseaba mis consejos. De hecho, no me llamaba por eso sino para invitarme. Su voz seguía intrigándome. Parecía tan asustada… Le pregunté si le ocurría algo más. Se echó a reír. Pero reía de otra forma, se lo aseguro… Esta es la parte de la historia que menos sé explicar… Era como si estuviera atemorizada y quisiera fingir, pero no por nada relacionado con su padre… -Bajó la voz y miró a su alrededor-. Se lo contaré tal como lo sentí, a riesgo de que me juzgue mal: me pareció que le había sucedido algo aquí, en este pueblo. Le pedí tiempo para pensármelo y llamé a mi marido. Mi marido es periodista, se llama Pablo Barrera…
Quirós asintió. De la historia que la mujer le estaba contando, lo único que consideraba importante era ese detalle. Se trataba, en verdad, del aspecto que más preocupaba a don Julián.
– Él todavía tenía asuntos que resolver en Madrid, aquel cambio de planes no le importaba. Y a mí me parecía buena idea venir, porque creía que Soledad me necesitaba. Quedamos en vernos cuatro días después: de esa forma me daría tiempo para planear el viaje, ya que no conduzco. Llegué en la fecha prevista y en el albergue me dijeron que Soledad se había marchado dos días antes. ¡Al día siguiente de llamarme! Me quedé boquiabierta. No tenía mensajes. Mi marido tampoco había recibido ninguno. Yo no podía llamarla porque ella no tenía teléfono. Pasé la primera noche como puede suponerse, preguntándome cómo había sido capaz de hacerme algo así. Pero a la mañana siguiente me dije: «No, no se ha marchado. Nunca se marcharía sin avisarme. Le ha pasado algo grave». Llamé a su padre, me atendió un secretario. Insistí, por fin se puso él. Pero no me dejaba hablar: decía, en muy mal tono, que ya sabía que su hija se había ido de casa. Me enfadé, lo reconozco. Le advertí que si él no denunciaba su desaparición lo haría yo. Y hablaría con mi marido y la noticia saldría en todos los periódicos. Entonces cambió de actitud. «Lo mejor es no mezclar en este asunto a la policía», dijo. «Quédese donde está, voy a mandar a un investigador.» Y eso es lo que he hecho: esperarle a usted. -Se detuvo. Hizo un gesto con sus manos pequeñas-. Eso es todo.
– ¿Le importaría que pidiéramos la cena, señora? -dijo Quirós de repente-. He comido temprano y…
– No faltaría más.
Quirós encargó sopa de mariscos y emperador. Todo lo pagaba don Julián, de modo que podía permitirse un pequeño lujo. La mujer solo quiso otra tónica. Cuando el camarero se alejó, Quirós situó las gafas a medio trayecto de la nariz y miró a la mujer por encima de los cristales.
– Muy bien, señora… Eh… Le agradezco que… me haya contado esto. Yo buscaré a la chica. Deje el asunto en mis manos y váyase a casa… o mejor, a ese apartamento de la playa…
La mujer sacudió la cabeza.
– No, prefiero quedarme. En Ribera solo conseguiría preocuparme más. Estando aquí me da la impresión de que ella… En fin, de que puede regresar en cualquier momento.
– No hace falta que se quede, señora.
– Ya lo sé, pero prefiero quedarme, gracias.
Quirós miró a la mujer.
– ¿Le ha comentado a alguien esto?
– Solo a mi marido. Naturalmente, le he pedido que sea discreto. Pero le advierto que si para el fin de semana no he recibido noticias de Soledad, llamaré a la policía, diga lo que diga el señor Olmos. Estoy muy preocupada -añadió con expresión compungida.
– No tiene por qué. Los chavales prometen hoy una cosa y mañana…
– Eso no es cierto -replicó la mujer, endureciendo la voz-. Yo conozco a mis alumnas, y sobre todo a Soledad. Jamás me haría algo así.
– Quizá la llame hoy, o…
– Ya ha pasado casi una semana. ¿Y por qué me dijo que viniera y luego se marchó?
Quirós decidió no responder. Además, habían traído la sopa.
– ¿Y usted qué hará? -preguntó la mujer.
– Mañana iré a preguntar en ese albergue.
– ¿Puedo acompañarle? He estado allí y quizá le sirva de…
– No, señora. -Quirós partió un trozo de pan-. Gracias.
– Le aseguro que no le estorbaré. Y, la verdad, me gustaría…
– Señora. -Quirós no gritó, solo elevó la voz, pero bastó para que la mujer se quedara petrificada y las pelirrojas y el barbudo, que habían vuelto a sumergirse en los naipes, giraran la cabeza-. He dicho que no. -Enseguida pensó que no hacía bien mostrándose brusco. Era necesario actuar con paciencia, al menos al principio. Contempló el plato humeante mientras intentaba buscar otras palabras que suavizaran su estallido-. Le repito que deje esto en mis manos.
Cuando alzó la vista del plato quedó inmóvil.
Por la mejilla izquierda de la mujer resbalaba una lágrima lenta.
– Disculpe, es que… llevo… demasiados días en este pueblo esperando que… ella… -Intentó una sonrisa al tiempo que se secaba con una servilleta de papel-. Perdone. Estoy muy nerviosa. Tiene usted razón: aquí no haré más que estorbar. Ha sido muy amable de escucharme. Le dejo comer tranquilo. -Se levantó y entró en el hostal.
Quirós siguió inmóvil.
Se oyó un breve estruendo.
Luego, silencio absoluto.
Cuando la mujer bajó a desayunar encontró a Quirós en la misma mesa y la misma postura. Solo la nueva camisa hacía pensar que había pasado por el dormitorio. Frente a él, una taza vacía y un plato con huellas de haber sido rebañado.
– Iba a llamarla -dijo Quirós sin sonreír-. Desayune tranquila. La espero en recepción.
– ¿Me espera…?
– Para ir al albergue.
– Pero usted dijo…
– La espero en recepción -repitió Quirós.
La mañana olía a algo mineral, como chamuscado. La arena de la playa tenía el color del cobre de un cable pelado. Los bañistas más madrugadores ya estaban instalados: un cuerpo, otro, bocabajo, de lado, boca arriba, bajo sombrillas, sobre toallas.
– Parecen muertos -indicó Nieves Aguilar.
Quirós no se mostró de acuerdo. Había visto muchas veces la muerte y no era así. Pero no hubiese sabido establecer las diferencias, entre otras cosas porque no le importaba establecerlas.
La mujer vestía aquella mañana un conjunto azul oscuro con ovejitas bordadas en la solapa de la chaqueta. Se había atado el pelo con una goma. De vez en cuando Quirós la oía hablar.
– ¿Usted también escuchó la explosión? No hay luz en ninguna parte. Me ha dicho la señora del hostal que se ha debido, seguramente, a una sobrecarga al probar las bombillas… Me refiero a las que cuelgan de las farolas… Es que este sábado se celebra una fiesta. ¡Quizá se hayan fundido todas a la vez…!
Caminaban por un paseo embaldosado. A un lado se apiñaban las casitas azules; al otro, arena y olas. Un velero se mecía en el horizonte. A Quirós le pareció, durante un instante muy extraño, que se trataba del mismo velero del día anterior, situado en el mismo sitio, improbablemente atrapado por el mar. Los bañistas también semejaban haber sido atrapados por la arena. Nada se movía. Solo un perro correteaba en la orilla. Era blanco, pero no era Sueño, ni lo parecía.
Quirós apartó de una patada una lata de refresco. La lata golpeó el pretil y regresó dócilmente con un ruido de cadenilla. Quirós la pateó hacia otro lado. La mujer miraba arriba mientras caminaba, Quirós abajo.
– Este pueblo es una pena… Tiene cosas muy bonitas, como ese espigón, o esa torre de allá, que es muy antigua, de tiempos árabes. Pero el resto está destinado al turista… Fíjese en esos edificios en obras… Cuánta especulación. Parece un animal al que quitáramos la piel para hacernos abrigos… Y esas barcas en la arena, solo un decorado… Por lo visto, aquí no se pesca desde tiempos de san Pedro. Eso sí, quieren darle aires de gran ciudad y mantener, simultáneamente, el aspecto de aldea. Es lo que ha pasado con las bombillas: mucha iluminación, pero… Todo falso por dentro…
Habían llegado al grupo de rocas que la mujer llamaba «espigón». Las rocas se introducían en el mar como el casco de un barco varado. Una mano pequeña como una maqueta de mano aleteó frente a Quirós.
– El albergue es esa casa de allí. Hay que subir una cuesta.
Cuando la mujer callaba, el silencio era casi completo. Quirós hubiese jurado que ni siquiera sonaba el mar.
– Perdone la curiosidad. ¿Es usted detective privado?
– Sí -resopló Quirós.
– Por cierto, quería darle las gracias. Por dejarme acompañarle. Espero que no lo haya hecho por el espectáculo que di ayer… Me porté como una tonta, lo siento.
A Quirós se le antojó que tardaba una eternidad en llegar al albergue. No era que la compañía de la mujer le resultara pesada, al contrario. Más bien era su propio peso, su edad, algún tipo de ley física que le enlentecía los pasos.
El albergue no ostentaba letreros. Su fachada era una explosión de dibujos de aerosol. Había chicos de ambos sexos tumbados en el césped o sentados en las escaleras de la entrada. En el interior hacía calor, pese a que la puerta trasera se hallaba abierta, y olía a quemado. Las paredes estaban sucias, aunque encima habían colgado pinturas de personas que parecían dormidas y armoniosas fotografías de chavales que podían ser antiguos huéspedes.
– Míchigan. -La chica, que había salido de una puerta lateral o del mostrador (Quirós no la había visto aparecer), tenía la voz pastosa y masculina. Una densa bola gris se desperezó en un rincón y abrió ojos de piedra radioactiva al tiempo que maullaba-. Michi, malo. Michi, malo.
– Estoy buscando a esta persona -dijo Quirós y mostró una foto.
La chica no respondió. Ni miró a Quirós siquiera. Salió del mostrador alzando una tabla y recorrió el vestíbulo. Cuando se agachó, su larguísimo pelo castaño le cubrió el cuerpo. Al levantarse arrastró consigo más pelo en forma de borla gris y mórbida, y lo apretó contra la barbilla. El gato abrió una boca triangular, bostezó.
– Michi, Michi -canturreó Nieves Aguilar, acercándose-. Qué gordo está.
– Engordó. Lo castramos. Tuvimos. -O al menos eso fue lo que entendió Quirós. La niña hablaba sin ganas. Su camiseta era blanca como espuma de jabón. Iba descalza. Desapareció por una puerta y regresó sin el gato-. No hay luz -dijo-. Se asusta.
– Claro, el pobrecillo -dijo la mujer.
Quirós lo volvió a intentar. Mostró la foto. Esperó.
– Sí, Marisol -dijo la chica apartando una de las cortinas de cabello. Quirós la corrigió-. ¿Soledad? No sé. -Soltó una risita-. Yo la llamaba Marisol.
– ¿Cuándo se marchó?
– Eh… Una semana. No sé. No anotamos. Esto va así. Vienen, pagan según tiempo, pero no exacto. Y se van cuando más o menos.
Quirós no lograba rellenar las lagunas de aquel lenguaje esotérico. La mujer, en cambio, parecía comprender perfectamente, porque intercalaba asentimientos, incluso comentarios:
– Todo eso me lo explicó tu compañero cuando vine la otra vez. -La chica hizo ruidos de reunir un buen gargajo y prepararse para escupirlo, pero Quirós dedujo que tenía que ser un nombre, porque la mujer agregó-: Sí, Igg.
– Así que… -Quirós intentó una reflexión-…la gente se va… sin anunciar… ¿Y cómo sabéis que se van?
– Lo dicen. Dejan la llave.
– ¿Y qué hizo Soledad? O Marisol.
– No sé. No fui yo. No estaba. Fue… -De nuevo intentó escupir.
– Igg la vio marcharse -dijo la mujer.
– ¿Qué es eso de…? -Quirós hizo lo posible por escupir como ellas.
– Mi novio -dijo la chica-. Fundó esto.
– ¿El dueño?
– No. Aquí no hay dueños. De todos.
Quirós intuyó que la chica lo despreciaba. O puede que solo reflejara el desprecio que él le dedicaba.
– Así que tu novio la vio marcharse. Y ella no dijo a dónde iba, claro… ¿Podría hablar con tu novio?
– Ahora no. Dormido. A estas horas siempre. No puede.
– Solo un minuto -insistió Quirós.
– Es que no.
Por un instante, la chica y Quirós se miraron. La chica tenía las manos en la cintura, y quizá las piernas separadas, pero el mostrador no permitía verlo. Bajo sus ojos se extendía un antifaz rojizo, acaso debido a una alergia al sol. Sus facciones eran pronunciadas, de mandíbula angulosa y nariz partida, como si estuviese acostumbrada a recibir golpes.
– Son preciosos. -La voz de Nieves Aguilar, surgida de algún punto a espaldas de Quirós, tuvo la virtud de amansar el silencio-. Los cuadros.
– De mi hermano Luis. Yo soy Belén Blasco.
– Encantada -dijo Nieves Aguilar-. ¿Tu hermano es pintor?
– Era Murió. En moto.
– Lo siento.
– Hace años.
Detrás de la chica, un casillero de llaves colgaba torcido. Las llaves no tenían placas adosadas sino animalitos de peluche.
Era un lugar diminuto. Una buhardilla. La única buhardilla. Casi nadie escogía aquella habitación, había dicho la chica, porque en el albergue se llevaba más lo compartido, pero Soledad había pedido expresamente un cuarto individual. No habían vuelto a ocuparlo desde su partida, y la chica accedió a que Quirós lo inspeccionara. Quirós se limitó a mirar bajo la cama y el colchón y abrir el cajón de la mesilla, adornada con una sucia flor de plástico, y la puerta del pequeño armario. Encontró poco más que polvo. El papel de las paredes estaba arrancado en los zócalos. Había fechas y nombres arañados. Nada se refería a la muchacha.
Contempló la cama. Era pequeña, de colcha abullonada. Parecía ocultar un cuerpo deforme pero solo ocultaba alambres deformes. Recordó haber asesinado a un hombre en una cama similar. Se llamaba Bronconte. Era un tipo que acostumbraba vestir ropa femenina porque afirmaba que así el espectro de su madre podía poseerlo. Pero no le había bastado aquella idiotez: también se había follado a otra mujer, mucho menos espectral, propiedad absoluta de uno de los grandes señores de Quirós. Bronconte se ocultaba en un motel andrajoso de provincias. Quirós entró en la habitación mientras dormía. No fue un trabajo complicado: Bronconte roncaba y Quirós se limitó a cubrirle los ronquidos con las bragas de la mujer de su cliente, tal como este deseaba. Recordaba perfectamente el catre y hasta la flor de plástico de la mesilla: eran semejantes a los de aquel cuartucho.
La mujer y la chica parecían amigas de toda la vida. Habían estado hablando mientras Quirós registraba. La mujer dijo:
– ¿No ha terminado? Le espero abajo.
Quirós las siguió pero se detuvo en el segundo piso. Le habían dicho que el baño era compartido y quería verlo. Avanzó por un pasillo oscuro con paredes acribilladas de mensajes y dibujos. O no del todo: algunas puertas entreabiertas cortaban la penumbra como los rayos láser de ciertas películas que Quirós no veía desde hacía mucho tiempo. A través de las rendijas observó pies descalzos, piernas, muslos, una espalda, un bikini puesto a secar. Escuchó ronquidos. Allí se levantaban tarde, porque estaban de vacaciones y eran jóvenes; tenían todo el sueño por delante.
Aquel mundo se asemejaba al de los ricos, pensaba Quirós: era el de los hijos de los ricos, pero poseía idénticas contradicciones y misterios. Allí se iban los hijos de los ricos a… ¿A qué? A dormir en camas de colcha abullonada y alambres retorcidos. A respirar azufre. A sufrir los estragos del calor y el contacto físico. Los hijos de los ricos vivían en aquel subsuelo abonado por sus padres, reciclando los residuos paternos hasta que la edad les hacía volar por su cuenta y vivir en el aire acondicionado y el lujo de los áticos.
La puerta del baño estaba trabada, pero la venció de un empujón. Encontró a Jesucristo coronado de espinas y fumando canutos. Otro póster mostraba a un bicho muerto, quizá una comadreja, a quien alguien se aprestaba a arrancar la piel. «Qué cosas te suceden a causa de los átomos», rezaba el título de otro cuyas imágenes consistían en meros dibujos: latas de salchichas bicolores, animales mutantes, antenas verdes en la cabeza de la gente. No había luz eléctrica, pero la natural entraba desde un cristal esmerilado. Por lo demás, un baño bastante limpio, de ducha diminuta.
Regresó a la escalera. En el rellano se asomó a una ventana y observó el perfil del pueblo, la sierra sombría, motos aparcadas junto al albergue y un grupo de jóvenes sentados frente a frente en dos pequeños muros de un patio trasero. Se caló las gafas negras, bajó los últimos peldaños y salió por la puerta del patio. Los jóvenes no se movieron.
– Estoy buscando a esta chica. Se hospedó aquí… ¿Alguien de vosotros la recuerda? ¿Alguien la conoció? -Paseó la fotografía frente a las miradas, primero el grupo de la derecha, luego el de la izquierda. Los jóvenes eran pálidos y silenciosos. Fumaban. Quirós observó cuánto se esforzaban en disimular sus cortas edades con objetos: collares de cuero, cadenas, botas, tatuajes. Algunos tenían la cabeza rapada. Supuso que entre ellos estaría el descerebrado que había tachado con esvásticas el letrero de la carretera, pero prefirió olvidar ese particular-. ¿Ninguno la conoció? ¿No la visteis? ¿Nadie la vio?
– Estuvo aquí -dijo uno.
– Y se fue -añadió otro.
– ¿Alguien habló con ella? -insistió Quirós.
Una chica pelinaranja pareció querer decir algo, pero lo que hizo fue mostrar que en la lengua tenía un clavo.
La fotografía desfiló frente a una muchacha de asombrosa belleza y se detuvo en un chaval de pelo revuelto y oscuro. Ocupaba el último puesto de la izquierda y en él se agotaban las posibilidades. Parecía el más joven de la pandilla. Cogió la foto pero no la miró. Miró a Quirós. Sonrió.
– Qué pinta tienes, tío. ¿Eres madero?
– Es soldado, Borja -replicó un rapado-. Como tu padre.
– Vete a la mierda, Chester.
– Esta chica ha desaparecido -dijo Quirós recobrando la foto-. Su familia la busca… -Oyó preguntar a alguien por una recompensa. Siguió hablando por encima de las risas-. Si alguien la recuerda… Si quiere decírmelo… Estoy en el hostal de la playa. Me llamo Quirós.
– ¿Me prestas tu sombrero, Quirós? -preguntó el chaval.
– No -dijo Quirós.
El chaval estaba recostado con los codos apoyados en el muro, pero se las arreglaba para llevar una mano al muslo de la Chica Más Bella del Mundo. Quirós pensó que había comprado un chaleco dos tallas más pequeño para que pudieran rebosarle los bíceps. Supuso que se trataba de una especie de líder y aquella chica era su botín.
– Anda, préstamelo.
– No.
Los demás fumaban.
El chaval se incorporó, alargó el brazo, cogió el sombrero, se lo probó. La visera le resbaló hasta las cejas.
– Hostia, mirad esto. -Dio la vuelta, tambaleándose. Intentó ponérselo al chico que había mencionado a su padre-. Oye, ¿por qué no nos dices lo que comes, tío? ¡Para que Chester lo coma también y le crezca la cabeza! -El aludido se descubrió de un manotazo. Quirós sonrió de buena gana. No le gustaba que nadie tocase su sombrero, pero sí que los chavales rieran. Momentos antes le habían parecido muertos; ahora temblaban de vida. A Quirós le gustaba más la vida que la muerte. Así era Quirós.
El chaval había recuperado el sombrero y pretendía coronar a su chica, que se había levantado para la ocasión. Ella lo rechazaba. Borja, déjame. Ya vale, Borja, gilipollas. Al fin, fue el chaval quien se quedó con el sombrero en la mano. Lo contempló como si fuera algo al mismo tiempo deleznable y gozoso, dañino e inofensivo.
– ¿Por qué usas sombrero? Ya no se llevan.
Lo lanzó al aire, como una moneda. Quirós lo vio caer a un par de metros. Cuando se agachaba a recogerlo, otra clase de voz dijo desde la puerta:
– Lo estaba buscando. ¿Ha terminado? ¿Nos vamos?
Mientras Quirós y la mujer se alejaban el chaval habló de nuevo. Esta vez era algo referente a la mujer, una observación relacionada con la posibilidad de que Quirós y ella formaran pareja y él la aplastara al acostarse juntos. Quirós sé detuvo, dio media vuelta, regresó al patio, se acercó al chaval.
– Con las señoras no te metas, Borja -le aconsejó.
Luego regresó junto a la mujer, que lo aguardaba en el interior del albergue.
– ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó ella en tono de incredulidad.
– ¿Qué?
– A ese chico. El del chaleco. ¿Por qué lo ha golpeado?
Quirós no contestó. Bajaron despacio la cuesta hacia el mar destellante. La mujer miraba a Quirós. Cuando se situaron de perfil a la playa, el viento azotó su rostro, pero ella siguió con la cara vuelta hacia Quirós.
– ¡Lo ha golpeado en el vientre!
– Le di un pellizco. -Quirós torció el pulgar y el índice en el aire-. Pellizcos así me los llevaba yo cuando niño por no decir buenos días.
La mujer estaba roja. La calma de Quirós parecía exasperarla.
– ¡Era solo un chaval! ¡Estaba bromeando…! ¡Es usted un bestia…!
Con un impulso inesperado, las bombillas colgadas de las farolas se encendieron. Arriba graznaron gaviotas. La mujer las miró un instante, Quirós no.
Del mar se dicen muchas tonterías. Se dice, por ejemplo, que alberga carabelas con las cuadernas flacas, el nombre borroso en un costado y un mascarón de ninfa con el pelo naranja, en cuyos camarotes se encorvan esqueletos rejuvenecidos por la eternidad; o estatuas de diosas vírgenes y blancas, sin brazos y sin mirada, que a veces son rescatadas del olvido; o monstruos sañudos de un solo ojo. Se dice que, bajo el techo de olas, plancton, algas y petróleo, a una profundidad tal que solo los cuerpos muy pesados pueden descender y los espectros de los peces respirar, donde la luz llega vieja, como entregada desde una claraboya movediza y celeste, yacen secretos que podrían transformar la sabiduría del hombre. Y quién sabe. Quién se ha asomado nunca a tales abismos o los ha rozado siquiera con la imaginación. El ojo jamás admirará esos pozos, mas remotos que las estrellas, donde quizá solo aleteen sirenas núbiles de cabellera rojiza.
En las sirenas sí que creía Quirós. Acababa de ver a tres recién salidas del agua. La pelirroja de más edad portaba las gafas de buceo, la mediana el tubo para respirar, la más joven las aletas azules. Detrás venía el barbudo, satisfecho y tostado, como si solo él hubiese necesitado aquellos objetos, porque ellas bucearían sin nada encima, vestidas de burbujas, el rojo cabello flotando en el azul oscuro. Armaron grande alboroto al llegar a la terraza; el barbudo gritó: «¡Sangría!» con difícil pronunciación, mientras la mayor de las pelirrojas volcaba sobre la mesa un botín de conchas, algas y moluscos. Luego se pusieron a jugar a las cartas usando las conchas como fichas de apuesta mientras se lanzaban consignas en un idioma que a Quirós le pareció alemán. Quirós los miraba mientras comía gambas. Las pelaba en grupos de tres, albergando dos en una mano y desnudando la tercera. Las gambas aguardaban en fila sobre el plato, las curvas de una encajadas en las de otra, cuerpecitos tersos bajo sus nimias armaduras. Quirós no se daba mucha maña, quizá por falta de costumbre, aunque es verdad que en aquel momento apoyaba el móvil entre la oreja y el hombro llamando a Pilar.
Nadie contestaba. Decidió dejar un mensaje.
– Imagínate, Pili. Estoy comiendo las mejores gambas de mi vida en una terraza al sol, mirando el mar… Espero que en Madrid no haga mucho calor… En tu casa nunca lo hace, sé que siempre cierras las persianas… ¿Dónde te has metido?… Seguro que alguno de tus hijos te ha invitado a pasar el fin de semana. Me alegro por ti.
Mordió el terso, carnoso anzuelo, curvo y rojizo. No entendía mucho de pesca, pero creía recordar que, usando las gambas como cebo, se capturaban otras cosas. Cuando asesinó a Casella a la orilla del río descubrió que tenía una cesta llena de gambas.
– No sé cuándo regresaré… Aún tengo cosas que hacer… Te dejo este mensaje para que no te preocupes, que sé que te preocupas por todo… Estoy divinamente, de verdad…
Por fin la veía de nuevo. A la camarera morena. Ya no llevaba la camiseta de Roquedal sino otra de color naranja, pero seguía con aquellos vaqueros tan cortos y las pequeñas llaves le tintineaban en la garganta del pie. Iba de un sitio a otro atendiendo la terraza que el joven del acné desatendía, porque se había unido a un corro de mirones que observaban a los jugadores. Animaban al barbudo, que parecía estar ganando. La pelirroja madura rió a carcajadas cuando mostró una carta. En el mentón lucía un piercing.
Un pitido anunció a Quirós que se había acabado la cinta. Colgó y volvió a llamar. Se comió otra gamba.
– Se me olvidaba decirte, Pili… Me gustaría despelotarte como a estas gambas. Magrearte como tú sabes, y yo sé, que te gusta… -La pelirroja más joven se había levantado. Quirós la vio sacar tabaco de una máquina junto a la puerta del hostal. Al inclinarse para recoger la cajetilla la braguita del bikini se tensó y las nalgas mostraron el crucigrama rojizo del asiento de enea-. Tu cuerpo suave… Me gustaría… -De repente se le acabaron las ideas. Decidió colgar. La pelirroja había regresado a su sitio y examinaba sus cartas. Su cabello era una choza de barro rojo sobre la que hubiera llovido a cántaros. Menuda cara pondría Pilar cuando oyera el último mensaje, pensaba Quirós.
Pilar era una viuda cincuentona que vivía en el piso contiguo al suyo. Llevaban casi un año de relaciones. A Quirós le gustaban sus ojos como puertas abiertas y su figura rellena de algo que ya no eran músculos y aun no eran huesos, pero que seguía siendo agradable de tocar, y donde los labios podían obtener, al posarse, una cómoda caricia. Le gustaba, sobre todo, su forma de quedar exánime cuando él se ponía rijoso, sus párpados cerrándose como conchas y sus mejillas enrojeciendo como si algo se hubiese roto y derramado en su interior. Era devota de los santos y las misas, pero también de Quirós. Lo cual era mucho decir, porque Quirós, que se sabía feo y sin dinero, consideraba casi milagroso que una mujer aceptase acompañarle por la vida. Pilar afirmaba que lo que hacían juntos estaba mal, y que en el purgatorio lo pagarían. A Quirós tal posibilidad no le inquietaba: estaba acostumbrado a pagar sin necesidad de morirse. Y Pilar seguía gustándole. Dentro de lo que cabía, que no era mucho a su edad. Es decir, sin pasión. Aunque sospechaba que ella sí se apasionaba. O quizá tampoco. El amor, le había dicho alguna vez un gran señor, vive en una habitación distinta conforme transcurren los años: comienza en el dormitorio, pasa al comedor y casi siempre acaba en el cuarto de baño. El de ellos se alojaba en la cocina. Pilar, sobre todo, guisaba bien. Y cosía como nadie sabía coser ya, exceptuando algunas viejas y ciertos hombres. Junto a ella Quirós sentía un reflejo de la felicidad.
El resto era Marta, pero en Marta no quería pensar.
Menuda cara pondrá, pensó. Le gustaba abochornarla.
Habían abierto las sombrillas, bonetes color naranja que dibujaban círculos azules en el suelo; el barbudo y las pelirrojas seguían cambiando naipes y carcajadas sobre uno de ellos. Quirós peló la última gamba y, mientras la masticaba, decidió almorzar dentro, pues en la terraza empezaba a arder el sol.
La mujer llegó cuando Quirós rebañaba el arroz. Se había cambiado por completo antes de bajar: ahora llevaba una peineta rosa y una blusa blanca de botones sin mangas.
– Qué buen aspecto tiene esa paella.
– No está mal. Si quiere, le pido una ración.
– Gracias. -La expresión de la mujer se enmascaró de seriedad, como para señalar que iba a abordar un tema mucho más grave. Una pequeña cruz plateada le colgaba del cuello-. Antes de nada, quiero pedirle disculpas por haberle insultado esta mañana. No debí hacerlo, fue una grosería. Pero no me malinterprete: no he cambiado de opinión. Creo que lo que usted hizo fue una salvajada, además de un error. Lo único que se logra al emplear la violencia con chicos así es darles más motivos para que sigan comportándose igual. Fue una salvajada, una crueldad y una estupidez.
– Señora -dijo Quirós-, casi prefiero que no se disculpe usted.
La mujer no rió, pero torció los labios en un buen intento. Quirós se permitió un atisbo de sus dientes pequeños y de la mano que enseguida los cubrió, blanca como un guante de primera comunión.
– Es cierto. No le reprenderé más. Solo quería dejar bien clara mi postura. Hace un rato, mientras pensaba en lo que iba a decirle, me propuse no lanzarle ninguna diatriba.
– ¿Lanzarme qué?
– Quiero decir que no deseaba criticarle más por lo ocurrido -replicó la mujer en tono didáctico-. ¿Sabe lo que pasa? Pues que yo trato con ellos. Con los jóvenes. Son mi profesión. Mis alumnos son solo chicas, pero he estudiado algo de psicología y hecho varios cursos de preparación en Valdelosa, y creo conocer la problemática a la que se enfrenta la juventud en general… El mundo en que viven es terrible, los aísla, ellos buscan una identidad. Los grupos fanáticos se la ofrecen bajo cualquier tipo de bandera. Por ejemplo, esos cabezas rapadas del albergue. Adoptan un disfraz para creerse alguien. Necesitan reafirmarse, hacerse notar. Y lo hacen violentamente, porque quieren recibir una recompensa rápida. Pero el mundo, que antes los había abandonado, los castiga por esa violencia. Y ellos responden reafirmándose más y con mayor violencia: todo es un círculo. Mi marido opina que me preocupo demasiado por algo que no puedo arreglar. «Solo eres profesora de secundaria, no ministra de Educación», me dice. Y añade que las chicas a las que doy clase no son una muestra representativa de esa juventud, porque vienen de familias muy católicas, muy conservadoras, de cierto nivel social. Tiene razón, desde luego. Pero, por reducido que sea mi mundo, quiero hacer algo. Ese es el motivo por el que casos como el de Soledad me interesan tanto. Hace años estaba segura de que la solución consistía en inculcarles valores religiosos. Ahora ya no lo sé. Sigo creyendo que la religión es muy importante para ellos, pero… no sé nada. Jugaba con la cruz entre el índice y el pulgar. Repitió-: No sé nada.
– Se le va a enfriar la paella, señora -dijo Quirós.
– Sí. -La mujer hundió el tenedor y se llevó un poco de arroz a la boca. Esperó a hacerlo desaparecer por completo antes de hablar-. Con los jóvenes todos estamos a oscuras, pero a mí me apasiona el tema. Creo que se nota.
La voz de la oronda señora de las gafas, sin duda la dueña del hostal, molestaba a Quirós. El barbudo atendía sus explicaciones. También se hallaba presente la esbelta nórdica, embelesada. La señora, apellidada Ripio (ella misma lo decía: «Soy Margarita Ripio. Mar-ga-ri-ta. Este hostal era antes de Paca Cruz…»), señalaba un gran timón de madera con un barómetro en el centro. «Esto era de ella, se lo regalaron unos huéspedes. Y esto -señalaba un remo-, se lo regaló su hijo.» Había más cachivaches decorando la pared. Ni el barbudo ni la esbelta nórdica parecían hablar castellano, pero la señora se hacía entender elevando la voz, como si se dirigiera a sordos en lugar de extranjeros. El chico del acné presenciaba la explicación. La mujer escuchó un rato, luego se volvió hacia Quirós.
– ¿Averiguó algo en el albergue?
– Nadie sabía nada… Parece que no hizo muchos amigos.
– Y ahora, ¿qué piensa hacer?
– Esta tarde intentaré hablar con ese… El que la vio marcharse…
– Igg -dijo la mujer-. Es danés, una especie de hippy. A mí me cayó muy bien. Era amigo de ese pintor que murió. El albergue era la casa que compartían. Cuando Blasco murió, Igg decidió remodelarla y fundar el albergue. Parte de las obras las hizo él mismo con sus amigos. Belén me contó toda la historia. Dice que Igg es demasiado tolerante: no le cierra la puerta a nadie, ni siquiera a los cabezas rapadas. Pero me di cuenta de que a ella no le gustan esos chicos… -El tenedor se retiró otra vez de los labios, y mientras el interior oscuro de aquella boca diminuta se dedicaba a moldear la comida y adaptarla a la pequeña garganta, la mujer esperaba, se velaba con la servilleta-. Y después, ¿qué hará?
– La buscaré en los pueblos cercanos.
Ella bajó la vista al plato.
– Sigue pensando que no va a regresar, ¿verdad?
– ¿Quiere postre? -preguntó Quirós. La mujer negó. Quirós pidió algo cuyo nombre le intrigaba: «Helado de Mar».
– Así que, según usted -insistió la mujer cuando la camarera se alejó-, no tiene nada de extraño que Soledad no me haya llamado…
– Pues no.
La camarera regresó casi enseguida y depositó una copa en la mesa con aire soñoliento. Helado de Mar, pensó Quirós. No era ningún dulce casero sino un producto hecho en serie, una crema azul con chocolates en forma de peces. Probó una cucharada. Sabía a excremento. A galletita untada en mierda.
La mujer parecía irritada.
– Opina, por tanto, que no es preciso informar a la policía…
– ¿Quiere un poco de helado? -ofreció Quirós sin mala intención.
– No, gracias. Y no cambie de tema, por favor. ¿No cree que deberíamos hacer algo?
– Ya lo estoy haciendo, señora. Estoy buscándola.
– Pero ¿no cree que el hecho de que no se haya comunicado conmigo sea motivo para alarmarse…? -Quirós sacudió la cabeza mientras rebañaba el fondo de la copa-. ¿Y por qué no?
– Ya se lo he dicho: no lo creo.
– Y yo le pregunto por qué no lo cree.
¿En qué clase de diálogo enrevesado se estaba metiendo? Es profesora, pensó, hay que saber hablarle. Terminó la copa y la dejó a un lado. Al levantar los ojos vio una playa desnuda, una isla del trópico, un ocaso bellísimo y una muchacha sin ropa abandonada por su novio. El televisor, que colgaba de la pared del fondo, mostraba ese y otros llamativos anuncios. No pudo evitar echarle un vistazo por encima de la rubia cabeza de la mujer mientras se frotaba el bigotito con la servilleta, camuflando un eructo y la ausencia de respuesta.
– Mire, señora, yo respeto su opinión… Todas esas teorías sobre los jóvenes… Pero, qué quiere que le diga. Los chavales hacen sota, caballo y rey. Siempre ha sido así, y hoy más que nunca…
– Ahora soy yo la que no entiende, perdone.
– Vamos, que… -Había comenzado un telefilm. Una adolescente se acostaba en una cama sin sábanas, solo el colchón. A Quirós le gustaban los telefilmes. Hubiese deseado ver este, pero no podía: tenía que responder algo, la mujer estaba aguardando. Fingió concentrarse en una profunda reflexión-. Creo que… Soledad quedó con usted un día y luego se marchó, y si te he visto, no me acuerdo…
– Sin avisarme.
– Sin avisar a nadie.
En el rostro de la mujer flotaba la cólera. De repente Quirós sintió deseos de abandonar la mesa y recluirse en la habitación. Fue un impulso súbito, un retortijón del ánimo. Pasó enseguida.
– No entraré al trapo, señor Quirós. Sé perfectamente lo que piensa sobre los jóvenes, no me sorprende. En cambio, creo que lo que yo voy a decirle le sorprenderá a usted. -La seriedad de la mujer se trocó en sonrisa-. Yo sí he averiguado algo. Afirma que Soledad no hizo amigos en el albergue. Se equivoca. Le presento a uno.
Cogió el libro que la mujer le tendía. Estaba muy manoseado. El título no le importó. No supo qué hacer con él, de modo que se lo devolvió. La mujer lo esgrimía con aire triunfal.
– Se han organizado bien allí, no crea. Belén me lo contó: comparten tareas con los huéspedes, limpian, cocinan, cortan el césped… Son como una gran familia… Y tienen hasta una pequeña biblioteca con libros donados por el ayuntamiento. Cuando la mencionó, quise verla de inmediato. Sabía que Soledad la habría utilizado. Y no me equivocaba. Busqué los libros que podían haberle interesado y encontré este. Belén me lo ha prestado. Trata sobre la gente que recopila leyendas en los pueblos. Está subrayado por Soledad. -Le mostró una página-. ¿Lo ve? Conozco muy bien su forma de subrayar: siempre a lápiz, con una equis al principio y al fin de cada frase…
– Es solo un libro, señora -dijo Quirós.
– Lo estuve hojeando en el albergue -continuó la mujer sin oírle- y descubrí este nombre: «Manuel Guerín, poeta, cuentista, recopilador de historias nacido en Roquedal…». Soledad lo subrayó varias veces, mire… Busqué libros de Guerín en la biblioteca pero no vi ninguno… Le pregunté a Belén: dice que es un escritor bastante mayor que vive en el pueblo, pero no sabía más.
– ¿Cree que leyendo un libro la va a encontrar? -preguntó Quirós sin burla.
– Creo que la voy a entender, que es el primer paso.
– Perdonen. -Era el chico del acné. Miraba a Quirós-. Alguien pregunta por usted.
La chica olía a mar y estaba envuelta en él. El mar, en su insondable, ignota profundidad. Pabellones de caracolas y nerites plateadas colgaban de su cuello y los lóbulos de sus orejas. Era blanca como una figura de alabastro enterrada durante siglos y sacada a la superficie. Derramaba agua por las sienes, tenía el pelo trabado de agua y una serpiente enroscada al cuello. Solo cuando se movió denotó la carne bajo aquellas formas paralizadas. Sus ojos color zafiro se abrían como si fuese la primera vez que veían el mundo.
Hagamos una pausa en la lectura.
El hombre lleva toda la mañana leyendo. Lo que lee le suscita muchas dudas que desea contestar. Pero, por encima de todo, desea proseguir, zambullirse por completo en ese núcleo o torbellino u ojo ciego que oculta sombras más desconocidas, llegar al fondo único e ignorado de la historia. Pero ¿acaso existe un fondo? ¿Podría tratarse de un abismo sin límites? El hombre quiere dejar caer la mirada hasta lo más profundo y descubrirlo. No obstante, el descanso es una buena táctica para asimilar mejor las cosas.
Un abejorro, una borla sonora, un pequeño y erizado pedazo de sol, tiembla en el dintel de la ventana. El hombre lo ignora. El abejorro duda, zumba, zigzaguea, se va. En la pantalla del televisor desfilan imágenes mudas. El salón es puro silencio.
El silencio está sentado en el sofá, junto al hombre, y tiene rostro de ángel. Se oye ladrar a un perro (uaur, uaur), pero jamás un perro ha podido perturbar el silencio de un ángel.
El ángel sostiene la caja de marfil.
Es bueno comprobarlo.
No es que el hombre tema otra cosa, pero siempre resulta tranquilizador asegurarse.
– ¿Y por qué no dijiste nada cuando viste la foto? -preguntó Quirós de mal modo.
La chica de pelo teñido de naranja se encogió de hombros. Hacía lo mismo con cada frase, como si tuviera que darles impulso con el cuerpo.
– No me acordaba bien -dijo sin dar muestras de que Quirós la amedrentara, y siguió secándose con la toalla.
Por un instante Quirós intentó comprender su aspecto como si se tratara de un jeroglífico. Su pelo cortado casi al rape, las sobras pintadas de naranja. Los metales que perforaban sus orejas, de las que pendían cosas retorcidas como moluscos. Los alfileres hundidos en su aleta nasal y en la lengua y el mentón. El collar de caracolas. La serpiente verde tatuada bajo el cuello. La piel lechosa, de una blancura que parecía ausencia de algo en vez de color. El bikini negro. Era un poco cargada de espaldas y algo gordita. Se equilibraba sobre zapatos de plataforma. Estaba chorreando (se había dado un chapuzón antes de venir, seguro, olía a sal) y traía una toalla colgada al cuello y calcetines de arena hasta los tobillos. De la riñonera atada a la cintura sobresalían cables y una cajetilla de tabaco. No tendría más de quince años.
– Bueno, no importa. -Nieves Aguilar miró a Quirós al tiempo que apoyaba una mano en la espalda de la chica-. Lo que importa es que has venido, Tina. Has dicho que te llamas Tina, ¿verdad?
– Tina Serrano.
– ¿Has comido ya? ¿Damos un paseo?
Salieron del hostal y bajaron a la playa. La chica y la mujer iban delante. Quirós se retrasaba porque de repente todo se había puesto a girar a su alrededor. Tina Serrano, pensó. La chica lo había mirado como si estuviera contemplando un culo bajo el esfuerzo de los pujos. A eso lo condenaba. ¿Qué era él para aquella niña cubierta de quincallas? Pero ¿y qué era ella para él? ¿Qué clase de cosa extraña y retorcida era ella? Tina Serrano, volvió a pensar.
La playa se agobiaba con un rebullir de cuerpos, pero bajo la escueta sombra de las casitas azules pendía algo así como un sopor del aire. Nieves Aguilar escogió aquel flanco. Aún apoyaba la mano en la espalda de la chica. Las piernas de Quirós zanqueaban y estaba sudando bajo el sombrero y la chaqueta. Además, tenía ganas de orinar. Siempre le entraban después de comer. El líquido acumulado en su vejiga le daba calor, y debía expulsarlo cuanto antes porque la próstata se le estaba empezando a resentir. Le hubiese gustado, igualmente, echar la siesta. Pero no veía el momento oportuno para hacer nada de eso. Se dedicaba, tan solo, a mirar a la chica mientras caminaba. Estaba absorto en su contemplación, como si se tratara de una figura prodigiosa que hubiese aparecido por sorpresa en el aire o el agua.
– Nos veíamos todas las mañanas allí, al final de las rocas -dijo Tina.
– ¿En el espigón? -preguntó Nieves Aguilar.
– Sí, yo también iba. Bueno, sigo yendo.
– ¿Y os poníais a mirar el mar?
– Sí. Bueno, yo oigo música. Ella siempre andaba con papel y lápiz. Le pregunté qué estaba estudiando. Me dijo que escribía cuentos. -El tono de la chica era de burla.
– ¿Os hicisteis amigas?
– Ni de coña. Era un poco… Muy cortada, vamos. Me dio mal rollo. Tenía unos ojos muy verdes.
– Como los tuyos.
– Sí. Bueno, los míos no tanto.
– ¿De qué más hablasteis?
– Me preguntó qué estaba oyendo. Le dije que a D. R., y que también me molaba Tribu Rombo. Me contó que había conocido a D. R. en persona durante una fiesta a la que habían invitado a su padre… Yo flipé, de verdad. Dijo que D. R. tiene los ojos más verdes que los suyos y los míos. Luego dijo… Le dije… Ah, sí, que llevaba un colgante muy bonito, uno en forma de estrella…
La mujer se detuvo.
– ¿Uno de color zafiro? Lo conozco. Se lo regalé por su cumpleaños.
– ¿Usted es esa profesora amiga suya? -«Tutéame, por favor», le pidió la mujer. La chica se encogió de hombros-. Pues me habló bien de usted… de ti. Me dijo que eras su amiga, que no se iba del colegio porque estabas tú… Del colegio echaba pestes, perdona que te lo diga.
– ¿Qué decía? -La chica respondió con los hombros. Nieves Aguilar insistió-: No importa, dímelo.
– Que tenía un guía o algo así, y que estaba harta…
– A mí me contó algo parecido.
– Y que casi todos los profesores y las monjas eran unos soplapollas. -Tina miró a la mujer-. Lo siento, pero me dijo eso. Y yo la comprendí. Bueno, seguro que no todos son iguales. Los profesores y las monjas, me refiero.
Una familia sucia de playa empujaba un cochecito de bebé en dirección contraria. La mujer, la chica y Quirós se apartaron.
– ¿Hablasteis sobre algo más?
– Ese día no. Y los siguientes tampoco. Es que a veces no iba a las rocas. Y la verdad es que como siempre andaba con mogollón de libros de un lado a otro…
– ¿Te fijaste en ellos? ¿Qué libros eran?
– Yo qué sé. Eran del albergue. De la biblioteca del albergue, eso me dijo.
– ¿Te suena el nombre de Manuel Guerín?
La chica volvió a alzar los hombros, pero enseguida hizo un gesto distinto, como si los dejara caer más de lo que ya caían.
– Me parece que vi ese nombre en uno de los libros…
Un joven de pelo pincho atormentaba una guitarra en la acera del paseo, frente al espigón. Había congregado a cierto público, incluso los hacía seguirle hacia las rocas. La chica, que parecía aburrida, cruzó la calle y empezó a bailar.
– ¿Y qué más recuerdas, Tina? -preguntó la mujer alcanzándola.
– Te están preguntando -dijo Quirós. Tina murmuró una sílaba incomprensible, se encogió de hombros y siguió bailando. Quirós se plantó entre la música y ella-. Oye, esa no es forma de responder…
– No sé más, ¿vale? -exclamó la chica sin dejar de bailar, mientras sacaba el paquete de cigarrillos. Quirós se lo quitó de un manotazo-. ¡Eh! ¿Qué coño haces?
Quirós se alejó hacia una papelera rebosante de envoltorios de helados y hundió el paquete entre los desperdicios. La chica lo siguió vociferando insultos.
– Tina -dijo la mujer-. Señor Quirós…
Quirós miraba. Tina gritaba con la voz rota:
– ¿De qué vas tú, con esa pinta de chulo de mierda con sombrero? ¡No te tengo miedo! ¿Me oyes? ¡Me vas a pagar esos cigarrillos! ¡El paquete era nuevo…!
Quirós no cesaba de mirar aquel rostro enrojecido, cuajado de clavos que parecían ir a estallárselo, con otro clavo brillándole en los ojos.
– Si tus padres te vieran… -murmuró.
– Si mis padres me vieran, ¿qué? ¡Y no tengo padres! ¿Te enteras, capullo? ¡La palmaron…!
– Lo sentimos mucho -dijo la mujer-. ¿Cuándo sucedió…?
– Cuando nací. Un accidente. -La chica intentaba coleccionar los cigarrillos, pero Quirós los había roto. Al final desistió musitando maldiciones.
– ¿Con quién vives, Tina? -preguntó la mujer arqueando las cejas.
– Con mis tíos. Mi tío es arqueólogo. Saca estatuas y barcos del mar. -Al decir eso, la chica se puso a mirar el mar.
Lo que Quirós sentía nada tenía que ver con lo que le rodeaba. Se encontraba en otro mundo que no era aquel de arena cálida, olor a bronceadores, niños en salvavidas yendo y viniendo y nubes de nieve quietas en el cielo azul. Reconoció que estaba furioso, pero ignoraba contra qué. Apenas pudo barbotar sus siguientes palabras.
– ¿Saben tus tíos que… te juntas con esos… rapados en vacaciones?
La mujer comenzó a decir algo pero la chica la interrumpió. Su ira también era inmensa, pero, a diferencia de Quirós, ella la descargaba, la vaciaba con las palabras.
– ¡Me junto con quien me da la gana! ¡Y te vas a enterar por haber golpeado a Borja! ¡Sus amigos te van a…!
– A qué -dijo Quirós.
– ¡Tina! -dijo la mujer.
Un llanto. Una pausa. En la playa, unas nalgas pequeñas enrojecían bajo una mano adulta. El delito era un helado de vainilla que, sin duda, el niño había dejado caer, y que ahora lo salpicaba a él así como a la mujer que le zurraba. La mujer zarandeó al niño después de la zurra. A Quirós le entraron ganas de golpear a aquella mujer.
– Tina, escúchame -decía Nieves Aguilar-. Amenazas, ni una, ¿de acuerdo? Y usted, señor Quirós, cálmese… Vamos, calma los dos…
Quirós, que había llegado a un trato fáustico con su vejiga (dame tiempo y luego seré tuyo), miraba el mar. El mar también era rojo. Miró la acera. Hacía calor. La mujer hablaba febrilmente. Lecciones de psicología para niñas buenas. El guitarrista se había alejado lo bastante para su oído, pero no para sus deseos. Ocurría igual con el resto del mundo.
– … es importante, compréndelo, por favor. Esa chica se ha perdido, no sabemos dónde está. Por eso queremos que nos digas todo lo que recuerdas…
– He venido a decir lo que recuerdo.
– Lo sé, y te lo agradecemos mucho. -La mujer lanzaba súplicas con la mirada hacia Quirós-. Ahora que todos estamos más tranquilos, me gustaría proseguir. ¿Recuerdas otra cosa?
– Es que dejó de ir a las rocas y ya no nos vimos… Bueno, un día nos tocó fregar juntas los platos y le pregunté dónde se metía. Porque nunca la veías en las fiestas de la playa, o en el pub La Sirena… Me dijo que no le gustaba nada de eso: bailar, divertirse… Al principio pensé que le había cogido manía a los skins. Con los skins siempre se confunde la gente. Le expliqué que los verdaderos skins no son esos racistas que van por ahí hostiando negros. Esos son los boneheads. Los verdaderos skins vienen de los inmigrantes jamaicanos en Inglaterra…
Quirós tomó aire y se apartó de ellas. Se puso a mirar el paisaje. No sabía ninguna canción y no podía tararear nada. En cambio, empezó a tararear con las imágenes. Divisó el albergue en lo alto de la cuesta. Se fijó en personas que iban y venían: un anciano con la cara rígida, una joven de bañador rojo, un negro en la acera. El negro estaba quieto, en cuclillas. Quirós ya había visto a varios negros en el pueblo, y también moros. Aquel vestía solo unos pantalones cortos y vendía muñecos que exhibía en una alfombra verde. Los muñecos formaban un pequeño y negligente ejército de reyes. Quizá pertenecían a una de esas películas que Quirós ya no veía. Se agachó para examinarlos. No parecían reyes pero sí, ciertamente, nobles, con sus capas y gorras, sus espadas al cinto y sus joyas. Estaban entregados a la indolencia del plástico, como si con ellos no fuera el bullicio que estallaba alrededor. El negro empezó a hablar, pero lo interrumpió un chasquido. Alguien estaba haciendo fotos, un gordito con bermudas estampadas. A Quirós le resultó conocido. Cayó en la cuenta: era el tipo que la tarde anterior fotografiaba al guitarrista.
La mujer y la chica se habían acercado. Quirós volvió a oírlas.
– … no son racistas. Los hay, incluso, que son sharp y están contra el racismo… Yo no soy skin, pero si lo fuera sería sharp. Borja tampoco quiere ser skin, pero este verano le ha dado por juntarse con skins. A mí eso no me mola…
– ¿Y por qué vas con ellos? -preguntó la mujer.
– Soy de la pandilla -dijo Tina como si señalara una obviedad. Luego se encogió de hombros-. Además, en parte llevan razón. Las playas se han vuelto… Buf… -Bajó la voz-. Están llenas de inmigrantes ilegales…
Quizá estaba diciendo eso por el negro, pensó Quirós, o quizá lo decía porque en aquel momento salían del albergue todos los cabezas peladas, incluyendo al Gran Borja, el único con derecho a pelo, y su Chica Más Bella del Mundo. Quirós se puso a contemplar el mar porque no quería devolverles el favor de una mirada de desafío. Luego volvió a observarlos. Marchaban como patitos hacia el este, más allá del espigón, con el sol en la espalda. La chica de Borja llevaba una torera abierta; dos toronjas perfectamente divididas por un tanga negro se balanceaban debajo.
– Debo irme -dijo Tina-. Esta tarde tengo tareas.
Sé cuáles son tus tareas, pensó Quirós al verla dispuesta a seguir al grupo.
– Solo una cosa más -la detuvo la mujer-. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Soledad?
– No me acuerdo. Bueno, sí. Una mañana que llegué y la vi sentada en las rocas, muy cerca del mar. No estaba leyendo ni escribiendo.
– ¿Qué hacía?
– Nada. Miraba el mar. Le di un susto. Pensé que… Una tontería…
– ¿Qué pensaste?
– Que tenía miedo, o algo así. Estaba como muy pálida. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que nada. A los dos o tres días me enteré de que se había ido. Es todo lo que sé.
– Gracias, Tina -dijo la mujer-. Gracias por venir á contarnos todo esto.
Nuevo encogimiento de hombros. Los ojos verdes se deslizaron de Quirós a la mujer.
– De nada. Quería ayudar. ¿Cree que le ha ocurrido algo malo?
– No, no lo creo. -En el tono de la mujer había algo que parecía desmentirla. La chica se alejó hacia las rocas. Quirós también se alejó, pero en dirección al albergue-. ¿Adónde va? -preguntó la mujer sin recibir respuesta.
Cuando regresaba sintió punzadas en el vientre. Decidió que podían ser de hambre o de hígado: a su edad, deseos y enfermedades se asemejaban.
Encontró a la mujer en la playa, tras buscarla inútilmente en el comedor del hostal. El ocaso la hacía resplandecer.
– Me apetecía dar un paseo -explicó ella-. El mar es muy relajante a estas horas, cuando ya no queda casi gente. -Llevaba la misma blusa del mediodía (raro en ella, pensó Quirós) y se había quitado los zapatos para caminar por la arena. Señaló hacia el sol haciendo visera con la mano-. Aquella es la torre de la que le hablé, la de los árabes. Antes marcaba el límite del pueblo por ese lado, pero ahora están construyendo también allí. Seguramente pretenden dejarlo igual de sucio que esto. -Bajó la vista hacia los cigarrillos y vasos de papel semienterrados a sus pies. Su voz tenía una entraña de nostalgia. A todas las mujeres les daba por hablar con cierta nostalgia a esas horas del crepúsculo, pensaba Quirós. A Pilar también le ocurría. Y a Marta-. ¿Dónde se metió usted?
No respondió enseguida. Había hecho varias cosas, pero sobre todo dar un paseo para calmarse, lo cual había conseguido parcialmente. Decidió contarle lo que podía.
– Hablé por fin con el menda del albergue -dijo.
Igg le había resultado repugnante. Era huesudo, bastante mayor de lo que esperaba, todo ojos y pelos, los primeros vidriosos, los segundos largos, ambos de idéntico color castaño. Una piñata para drogadictos, sentenció Quirós: extremidades de heroína, nariz de coca, pulmones de porros, mirada de éxtasis. Tenía la costumbre de alzar la mano con los dedos extendidos, la palma hacia delante, como si saludara o despidiera o intentara detener algo, mientras adoptaba una expresión de bienvenida universal. Hizo pasar a Quirós a una pequeña habitación con dos sofás de piel sintética atiborrados de revistas esotéricas y de la grisura del gato Míchigan. Se sentó con las piernas encogidas, como un saltamontes, y le explicó que era oriundo de Dinamarca pero vivía en España desde su adolescencia y había fundado aquel albergue hacía nueve años. «No colaboraré contigo -advirtió y alzó la mano-, pero tampoco estorbaré. No suelo intervenir en las cosas: dejo que el mundo se haga.» Quirós se mostró de acuerdo. Aprovechó la perorata y el hedor de la habitación, o quizá el de Igg, para liberar una ventosidad silenciosa, fruto de la mala digestión de la paella, a su vez debida a la ausencia de siesta.
– Solo me dijo que la había visto marcharse hacia la carretera del norte a eso de las cinco de la mañana. No habló con ella. Al salir me fui por el mismo camino. Encontré un taller de reparación de coches… Abrían pronto. Se me ocurrió que podían haberla visto pasar.
El hombre de mono tiznado de aceite que habló con Quirós le dijo que recordaba a la muchacha de la foto. Aquella madrugada estaba reparando la calefacción de un viejo turismo de motor mejorado. Sí, la calefacción, le dijo. Pertenecía a unos alemanes que se marcharían pronto al norte de Europa, un barbudo y tres mujeres pelirrojas. Para ellos el verano dejaría de existir dentro de poco. El hombre recordaba haber levantado la cabeza del motor en un momento dado y visto a la muchacha cruzar frente al taller. Iba seria, calmada, con la mochila a cuestas. La muchacha lo miró y le dio los buenos días.
– Quizá tomó un autobús -dijo la mujer.
– No hay autobuses a esas horas.
– Entonces se dirigía a un sitio cercano.
– O hizo autostop.
– No, no va con su carácter. Estoy segura de que era un sitio al que podía ir caminando. Hasta es posible que pensara regresar el mismo día, por eso no me avisó…
– Entonces, ¿por qué se marchó del albergue, señora?
– A lo mejor -dijo la mujer tras una reflexión- planeaba hospedarse conmigo al volver, en el hostal.
Quirós hizo un gesto como diciendo: suposiciones suyas. Luego lanzó una piedra plana que había visto a sus pies. La piedra rebotó cuatro veces en las olas tranquilas. En mis buenos tiempos conseguía hasta siete, se dijo.
– Le ocurría algo grave, eso seguro -dijo la mujer-. A Tina le pareció que tenía miedo. -Y si lo dice esa pelinaranja con quincallería, masculló Quirós con el pensamiento mientras elegía otra piedra, hay que creerla-. Por cierto, estuvo usted muy agresivo con esa chica. No quiero volver a la carga, pero…
– Me revienta la falta de educación.
– ¿Y cree que la mejor forma de educar es mostrarse violento?
Quirós arrojó un nuevo proyectil a modo de respuesta. Esa vez solo obtuvo dos saltos. Decidió abandonar.
– En fin, son cosas suyas -capituló la mujer también-. Pero hay algo muy importante: Soledad se llevó los libros de Manuel Guerín de la biblioteca del albergue, por eso no encontré ninguno. Deberíamos buscar información sobre ese autor. Si le interesaba tanto, quizá… ¿Qué piensa hacer ahora? -preguntó de repente, como si no pudiese concretar sus ideas.
– Mañana caminaré por esa carretera, a ver qué encuentro. -Estaban muy cerca del agua. A Quirós se le hundían los zapatos en la arena, que tenía un brillo como de polvo de esmeril. Unos niños jugaban a la pelota con la ligereza de los ángeles, para quienes la fatiga del ocaso no existe. Protegido de los rayos del sol por las gafas y el sombrero, Quirós se puso a contemplarlos-. Usted puede venir, si quiere -añadió tras una pausa, sonriendo al ver que uno de los habilidosos jugadores deslizaba el balón entre las piernas abiertas de otro. La mujer murmuró un agradecimiento. Quirós dijo-: No tiene por qué. Dice que se fue caminando… Pues vamos a ver adónde pudo ir…
– Le agradezco que me permita acompañarlo -precisó la mujer.
Algo llegó rebotando hasta ellos. Corriendo detrás, como atado por un hilo, venía un niño. Quirós paró el balón pero no se lo devolvió: lo hizo saltar y luego probó a golpearlo con la rodilla. Cuando intentó rematar con un cabezazo, el sombrero casi se le cayó, lo cual desató la hilaridad de los jugadores. En cuestión de segundos se vio envuelto por gritos de desafío, carcajadas, cuerpos escurridizos. Decidió detenerse cuando el ahogo le incomodó. Se despidió de los niños con un ademán y regresó, el sombrero en una mano y las gafas en la otra, junto a la mujer. Luchaba por recuperar el resuello.
– Por fin lo he visto disfrutar con algo -dijo ella alegremente.
– ¿Cómo dice, señora?
– Que por fin le he visto ser feliz.
Quirós guardó silencio.
De todo lo que la mujer le había dicho hasta entonces, de todo lo hiriente, banal o grato que ella le había dicho, aquel fue el único comentario que realmente le ofendió.
Pero la mujer nunca lo supo.